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- -------- --------��erto'�----------------- DLOGO CON ECO DE LA OBRA ABIERTA AL PENDULO DE FOUCAULT Jean-Jacques Brochier y Mario Fusco e ómo llegó usted desde la historia a la se- miología? -Sería más exacto decir cómo he lle- gado desde la historia de la estética, que era el tema de mi tesis doctoral, a la semio- logía. Tres razones contribuyeron a ello: la pri- mera es que mientras yo estudiaba la estética medieval estaba en contacto con escritores y ar- tistas de vanguardia como Boulez, Stockhausen, Luciano Berio. A través del estudio de la estéti- ca medieval reencontré a James Joyce que, par- tiendo del estudio de Santo Tomás, había cons- truido una poética de vanguardia. Por tanto, desde Santo Tomás a Joyce, el recorrido era casi natural. Es una cuestión de pedigree; el tránsito desde la estética de la Edad Media a la vanguardia se apoya en la propia naturaleza de las cosas, enla- zaba mis sueños sobre el pasado con los contac- tos que mantenía en el presente. Y de ahí nace la problemática de la Obra Abierta. Simultáneamente y por razones de orden práctico, comencé a trabajar para los programas culturales de la televisión italiana. En ese mo- mento, me encontré ente a la tecnología y la problemática de los medios de comunicación de masas. Aunque, por otra parte, es cierto que la realidad de los medios de comunicación, los co- mics y la novela policíaca me interesaban muchísimo. Era ésa, una situación de cierta esquizoenia. Por un lado, partía de la Edad Media para llegar a la vanguardia y ella me situó ente al universo de los medios de comunicación de masas, lo que a ojos de Adorno y los filósos de la Escuela de Frankrt era algo similar a la conontación en- tre Dios y el Diablo. Desde mi punto de vista, por el contrario, eran las dos realidades de nuestro tiempo. Pero la esquizoenia no estaba resuelta ni tampoco sabía yo muy bien cómo poner en contacto esas dos realidades tan opuestas. La semiología, que descubrí de una parte a través de los escritos de Jakobson y de los pri- meros de Barthes, por otra, actuó como un cata- lizador: me proporcionó la posibilidad de un método que me permitía abordar ambas cosas a la vez y hacerlas aparecer como las dos caras de una misma realidad. Podría parecer un camino tortuoso pero para mí e de una simplicidad ab- soluta. Es un recorrido similar al que realizó Ro- land Barthes: Michelet por una parte y Brigitte 10 Bardot por la otra. El Grado Cero de la critura y las Mitologías. Esta es la razón por la que me encontré completamente scinado por los escri- tos de Roland Barthes. -En ese momento la semiología se encontraba en trance de invención, estaba aún por precisar. -En realidad, lo que en ese momento se in- ventaba era la semiología contemporánea por- que la semiología estaba ya definida mucho an- tes. Mil o dos mil años antes, tal vez. Aunque, obviamente, los estoicos no trataban de la se- miología de los medios de comunicación de ma- sas, los sofistas por ejemplo, abordaron esos te- mas con bastante lucidez. Por tanto, existían ya las bases ndamentales para un estudio de los signos. Mi trabo, en los años siguientes, con- sistió en recuperar el hilo conductor. Trataba de explicar por qué, en ciertos mo- mentos de la historia, desaparecía ese hilo con- ductor. Por otra parte, considerándolo desde el punto de vista positivista de lo que es una cien- cia, es cierto que la semiología no estaba defini- da. Tratándose de una ciencia humana y de un aspecto del pensamiento filosófico podríamos afirmar que existen tantas semiologías como es- cuelas filosóficas. Y no hay ninguna razón para escandalizarse por ello. -¿Después de todo, lo que Sócrates reprochaba a los sofistas no era precisamente el ocupae de los medios de comunicación? -Sí, pero Sócrates los convertía en cabeza de turco. lPor qué otra cosa hacía él sino una subli- me puesta en escena mediática? Los diálogos son la puesta en escena de un ejercicio de persuasión en el que él controla todos los hilos de la argumentación. Por otra parte, el propio Sócrates era considerado un so- fista en la época. Cierto es que los sofistas e- ron víctimas de un proceso negativo en un con- texto histórico posterior. Pero releídos hoy, apreciamos que habían conseguido percibir un cierto número de cuestiones ndamentales. Por una parte, los elementos que integran el procedimiento discursivo en un cierto tipo de sociedad, digamos democrática, en la que para obtener el acuerdo de otros es necesario con- vencerlos. Además, es posible que hubiesen es- tado dispuestos a oecer sus servicios a gentes dispuestas a pagar por ellos, como hicieron pos- teriormente Kissinguer y otros grandes nombres de la sociología americana con los grandes in- dustriales y los mercaderes del petróleo; en el ndo, tampoco hay tantos cambios. Sócrates, en consecuencia, se distingue de los sofistas porque no vende sus conocimientos, no porque éstos o su modo de argumentación e- ran distintos de los de los sofistas. La rma en la que Sócrates procede para con- vencer a Menón no es distinta de la argumenta- ción de los sofistas. La direncia, si usted quie- re, es que Sócrates muere y no se vende. Por tanto, es una direncia de orden moral.

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DIALOGO CON ECO

DE LA OBRA ABIERTA AL

PENDULO DE FOUCAULT

Jean-Jacques Brochier y Mario Fusco

e ómo llegó usted desde la historia a la se­miología?

-Sería más exacto decir cómo he lle­gado desde la historia de la estética,

que era el tema de mi tesis doctoral, a la semio­logía. Tres razones contribuyeron a ello: la pri­mera es que mientras yo estudiaba la estética medieval estaba en contacto con escritores y ar­tistas de vanguardia como Boulez, Stockhausen, Luciano Berio. A través del estudio de la estéti­ca medieval reencontré a James Joyce que, par­tiendo del estudio de Santo Tomás, había cons­truido una poética de vanguardia. Por tanto, desde Santo Tomás a Joyce, el recorrido era casi natural.

Es una cuestión de pedigree; el tránsito desde la estética de la Edad Media a la vanguardia se apoya en la propia naturaleza de las cosas, enla­zaba mis sueños sobre el pasado con los contac­tos que mantenía en el presente. Y de ahí nace la problemática de la Obra Abierta.

Simultáneamente y por razones de orden práctico, comencé a trabajar para los programas culturales de la televisión italiana. En ese mo­mento, me encontré frente a la tecnología y la problemática de los medios de comunicación de masas. Aunque, por otra parte, es cierto que la realidad de los medios de comunicación, los co­mics y la novela policíaca me interesaban muchísimo.

Era ésa, una situación de cierta esquizofrenia. Por un lado, partía de la Edad Media para llegar a la vanguardia y ella me situó frente al universo de los medios de comunicación de masas, lo que a ojos de Adorno y los filósofos de la Escuela de Frankfurt era algo similar a la confrontación en­tre Dios y el Diablo.

Desde mi punto de vista, por el contrario, eran las dos realidades de nuestro tiempo. Pero la esquizofrenia no estaba resuelta ni tampoco sabía yo muy bien cómo poner en contacto esas dos realidades tan opuestas.

La semiología, que descubrí de una parte a través de los escritos de Jakobson y de los pri­meros de Barthes, por otra, actuó como un cata­lizador: me proporcionó la posibilidad de un método que me permitía abordar ambas cosas a la vez y hacerlas aparecer como las dos caras de una misma realidad. Podría parecer un camino tortuoso pero para mí fue de una simplicidad ab­soluta. Es un recorrido similar al que realizó Ro­land Barthes: Michelet por una parte y Brigitte

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Bardot por la otra. El Grado Cero de la Escritura y las Mitologías. Esta es la razón por la que me encontré completamente fascinado por los escri­tos de Roland Barthes.

-En ese momento la semiología se encontrabaen trance de invención, estaba aún por precisar.

-En realidad, lo que en ese momento se in­ventaba era la semiología contemporánea por­que la semiología estaba ya definida mucho an­tes. Mil o dos mil años antes, tal vez. Aunque, obviamente, los estoicos no trataban de la se­miología de los medios de comunicación de ma­sas, los sofistas por ejemplo, abordaron esos te­mas con bastante lucidez. Por tanto, existían ya las bases fundamentales para un estudio de los signos. Mi trabajo, en los años siguientes, con­sistió en recuperar el hilo conductor.

Trataba de explicar por qué, en ciertos mo­mentos de la historia, desaparecía ese hilo con­ductor. Por otra parte, considerándolo desde el punto de vista positivista de lo que es una cien­cia, es cierto que la semiología no estaba defini­da. Tratándose de una ciencia humana y de un aspecto del pensamiento filosófico podríamos afirmar que existen tantas semiologías como es­cuelas filosóficas. Y no hay ninguna razón para escandalizarse por ello.

-¿Después de todo, lo que Sócrates reprochabaa los sofistas no era precisamente el ocuparse de los medios de comunicación?

-Sí, pero Sócrates los convertía en cabeza deturco. lPor qué otra cosa hacía él sino una subli­me puesta en escena mediática?

Los diálogos son la puesta en escena de un ejercicio de persuasión en el que él controla todos los hilos de la argumentación. Por otra parte, el propio Sócrates era considerado un so­fista en la época. Cierto es que los sofistas fue­ron víctimas de un proceso negativo en un con­texto histórico posterior. Pero releídos hoy, apreciamos que habían conseguido percibir un cierto número de cuestiones fundamentales. Por una parte, los elementos que integran el procedimiento discursivo en un cierto tipo de sociedad, digamos democrática, en la que para obtener el acuerdo de otros es necesario con­vencerlos. Además, es posible que hubiesen es­tado dispuestos a ofrecer sus servicios a gentes dispuestas a pagar por ellos, como hicieron pos­teriormente Kissinguer y otros grandes nombres de la sociología americana con los grandes in­dustriales y los mercaderes del petróleo; en el fondo, tampoco hay tantos cambios.

Sócrates, en consecuencia, se distingue de los sofistas porque no vende sus conocimientos, no porque éstos o su modo de argumentación fue­ran distintos de los de los sofistas.

La forma en la que Sócrates procede para con­vencer a Menón no es distinta de la argumenta­ción de los sofistas. La diferencia, si usted quie­re, es que Sócrates muere y no se vende. Por tanto, es una diferencia de orden moral.

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-¿Por dónde pretende usted hacer pasar esehilo de la semiología? ¿Por los gramáticos del XVIII, por Port Royal?

-Consideremos las etapas esenciales. Los es­toicos eran extranjeros que trabajaban en Ate­nas; semitas procedentes de las colonias fenicias y, en consecuencia, bilingües. Esencialmente con ellos aparecen en la civilización griega aque­llos que no hablan griego, es decir, los bárbaros, gentes que balbucean y con ellos, de forma casi saussuriana, la diferencia entre significante y significado y la idea de que por encima de las di­ferencias de significante en las distintas lenguas, podría existir una referencia a significados que posiblemente fueran idénticos.

Los bárbaros, que no comprenden los sonidos de la lengua griega, podrían sin embargo, com­partir una misma idea con los griegos.

Pero no es ésta la única deuda que tenemos con ellos porque diseñaron una teoría semiótica mucho más compleja. Quiero aclarar que fue preciso esperar la aparición de los extranjeros, es decir, de aquellas gentes que habían hecho la experiencia de la mezcla de dos civilizaciones, para alcanzar el principio de una verdadera refle­xión crítica sobre el lenguaje.

La segunda etapa corresponde a San Agustín que contempla los problemas de la nueva cris­tiandad frente a las Escrituras. lQué otra cosa significa interpretar? Y así es cómo llega a cons­truir una teoría de la interpretación textual de una modernidad extraordinaria, próxima en oca­siones a Wittgenstein.

Los estoicos conocían dos lenguas. San Agustín solamente una, el latín, muy poco el griego y en absoluto el hebreo; y, sin embargo, intentaba comprender cómo hacerlo, frente a la necesidad de comparar dos traducciones.

Más tarde, la Edad Media representa una épo­ca fundamental en la reflexión sobre los signos y el lenguaje. Podríamos citar a Abelardo o a Roger Bacon. Pero avancemos hasta el período de plenitud de la teoría de los signos en el siglo XVIII con los ingleses, los alemanes; es en este momento cuando aparece toda una terminología crítica: semiología, semiótica, semantología. Es preciso mencionar la fecha de 1690, cuando apa­rece el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Esta obra termina afirmando que la cien­cia se divide en tres categorías: la ética, la física y la semiótica. Y en esta última, Locke incluía todo tipo de cosas: la lógica, la teoría del conoci­miento. Por otra parte, formulaba el término en griego: semiotiké. Todo esto continúa durante el siglo XVIII. Debemos releer la teoría semióti­ca de la Enciclopedia o bien el Traité des Trapes de Du Marsais. En Italia, entre el XVII y el XVIII, los trabajos de Vico y de Leibniz. El auge de la teoría del signo parece atenuarse algo en el XIX, a pesar de que a principios de siglo existie­ran ideólogos como Destutt de Tracy; antes que ellos, Condillac nos proporcionó un análisis de

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las diferentes categorías de signos en la vida psi­cológica, que es de una riqueza extraordinaria.

Más próximo a nuestro tiempo, es preciso re­cordar que Husserl escribió una Semiótica. En el siglo XX, con Russell, Wittgenstein, toda la filo­sofía giraba, de alguna forma, en torno al proble­ma del lenguaje. También Cassirer habla de se­miótica.

Se trata de recuperar esa genealogía. Durante 2.000 años, los problemas han sido los mismos, pero con frecuencia han sido distorsionados. La cuestión esencial es, precisamente, el porqué de esa distorsión. Por qué, en algunos momentos se ha llegado al umbral de esa idea de que toda la filosofía podría formularse en términos de se­miótica.

-lPiensa usted ahora que el ámbito de la filo­sofía y el de la semiótica coinciden entre sí?

-No. Es conveniente establecer una distin­ción entre semiótica general, semiótica particu­lar y semiótica aplicada. La semiótica general es una forma de filosofía. Incluso me atrevería a decir que es la única, pero soy demasiado tole­rante. Es filosófica en la medida en que concep­tos como signos o comunicación no son datos empíricos y deben ser definidos; no construidos sino realmente definidos.

Existe también una semiótica particular que puede alcanzar el status de ciencia casi exacta, por ejemplo, una semiótica del morse, la fonéti­ca, la semiótica de las señales de carretera, la meteorología, la fonología. En definitiva, todo un archipiélago de formas que abarca desde la mayor de las certezas hasta la mayor conjeturali­dad. Existe, además, lo que yo llamo semiótica aplicada. Por ejemplo, la semiótica aplicada a la crítica literaria. He conseguido escandalizar a mis amigos afirmando que no existe la semióti­ca de la literatura. Pero sí existen teorías semió­ticas de la literatura.

Cuando afirmo que existe una semiótica ge­neral que es una rama de la filosofía, me refiero a la filosofía desde que Aristóteles planteó el lenguaje como fundamento de la metafísica del ser; cuando afirma que el ser es aquello que nombramos de forma diferente, fundamenta la noción del ser sobre el lenguaje.

-Abordemos un tema completamente distinto.¿ Cómo es posible pasar de una actividad de filó­sofo o semiólogo a la de novelista?

-A esto podría responder con una especie deprovocación: por ejemplo, de la misma forma en que pasamos de una actividad profesional como médico o abogado, durante el día, a hacer el amor por la noche. Somos seres suficientemen­te flexibles como para poder realizar ambas co­sas a la vez.

Sin embargo, esta respuesta depende de una fantasía que tuve la primera vez que intentaba contar una historia. Creía entonces, sinceramen­te con toda mi buena fe, que estaba realizando algo distinto. Dejaba mi trabajo teórico, para di-

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vertirme, a cambio de otra actividad que consis­tía en contar historias. Era una especie de vaca­ción. Pero, de hecho, cuanto más avanzaba en esa 'vacación', aparecía con más claridad el hecho de que utilizaba, para ello, los mismos materiales que aplicaba en el ámbito de mi refle­xión filosófica. Más aún, mi primera novela mostró ... lcómo decirlo? ... una especie de alego­ría de mis principios semióticos. En consecuen­cia, aunque yo no hubiera sido consciente, am­bas cosas estaban realmente vinculadas en la práctica.

En la actualidad, creo haber comprendido las diferencias y similitudes entre ambas formas de actividad. Se trata de lo que deriva de la diferen­cia, nunca suficientemente explicada, entre «es­critura creativa» y «escritura no creativa». Como si Shakespeare fuera un creador y Kant no. Como si Aristóteles y Platón no hubieran desa­rrollado una actividad, una escritura creativa y sí lo hubiera hecho Sófocles.

De hecho, en la actividad literaria hay dos momentos, dos instancias radicalmente distin­tas. Podríamos llamarlas A y B, sin embarcarnos en la distinción entre creativas, no creativas, poéticas, no poéticas o incluso filosóficas, artís­ticas, etc.

Llamemos A a ese primer momento que con­cierne a la disposición de resolver un problema, deshacer un nudo. lQué es el conocimiento, el bien, el ser, el mundo?

Ahí, intentamos lograr la máxima claridad. Después nos pasamos la vida intentando defen­der nuestras conclusiones y explicando exacta­mente lo que queríamos decir. Y si alguien in­terpreta nuestros escritos en forma equivocada, decimos: no, no habéis entendido nada. Dentro de esa categoría A, se encuentran los escritores que se dedican a deshacer nudos y, posterior­mente, a defender sus conclusiones frente a toda interpretación errónea.

En la categoría B se encuentran los escritores que se dedican a plantear una contradicción y que se niegan a tomar partido vis-a-vis del lec­tor. Así, Shakespeare podía decir: os he mostra­do el drama de Hamlet, sus problemas. No po­déis pedirme ahora que me pronuncie además sobre si tiene o no razón. Os he narrado la histo­ria y sois vosotros quienes debéis sacar las con­clusiones. Si quisiera formular una opinión sobre la moralidad, o las relaciones que pueden establecerse con un padre, habría escrito un tra­tado; eso sería algo distinto. Yo he escrito un drama y por tanto me sitúo en la segunda cate­goría. Eventualmente, podemos designar la ca­tegoría B como categoría creadora y la A como categoría filosófica. Pero ldónde clasificar a las gentes como Kierkegaard, por ejemplo?

Dicho esto, esa distinción delimita con bas­tante exactitud las diferencias entre ambos tipos de 'actividad. De esta forma, cuando escribo so­bre temas que conciernen a la semiótica, escribo

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para exponer e ilustrar una tesis y si tú no lo en­tiendes es que eres bobo. Pero si escribo una novela que tú no comprendes e intento explicar­te su contenido, entonces el bobo soy yo. En efecto, en este último caso, si escribo una nove­la tendría que mostrar las ambigüedades. Si no lo hago, habría escrito un tratado pero no una novela.

-¿ Cree usted que trabajar sobre las formas delrelato podría constituir una especie de vía hacia el género literario?

-No, en absoluto. No pensaba en ello y mibuena fe estaba intacta. Incluso antes de comen­zar mi primera novela, estaba convencido de que no la escribiría jamás porque yo no pertene­cía a la categoría de los escritores. Me situaba, en definitiva, dentro de esa especie de críticos o teóricos que no sufren por no ser creadores. Ja­más he pensado que el hecho de ser un teórico implicara alguna especie de impotencia creado­ra. Lo veo como un trabajo de otro tipo. Y debo aclarar que si tenía algún sueño era el de con­vertirme, por ejemplo, en Aristóteles. Es decir, no he llegado a la literatura por despecho.

-Entonces ¿qué ocurre? ¿Decide usted, un buendía por las buenas, ponerse a escribir una novela?

-Sí, fue más o menos así. Un día recibí la visi­ta de alguien que me propuso escribir para una colección reservada a políticos, filósofos, a quie­nes se les pediría que contaran una historia. Yo no acepté; jamás tuve la intención de escribir una novela. Pensaba que era incapaz de cons­truir los diálogos. Finalmente, bromeé sobre el hecho de que «si tuviera que escribir una novela policíaca la situaría en la Edad Media, entre monjes y tendría por lo menos 700 páginas». Después regresé a mi casa y en ese momento me dije: Y en el fondo lpor qué no? Fui a bus­car un viejo cuaderno que como de costumbre procedía de la casa Joseph Gilbert y encontré anotadas unas series de nombres de monjes para una novela policíaca.

-¿Tenía ya entonces la idea rondándole la ca­beza?

-No, no es exactamente eso. Era algo más pa­recido a ponerse a realizar crucigramas, frente a un vaso de whisky, entre la medianoche y las dos de la madrugada. No iba más allá.

En términos románticos, sería conveniente hablar de un momento de inspiración. Pero yo no creo en ella. Y, además, es difícil hablar de inspiración en relación con una idea que he arrastrado conmigo a lo largo de un año, hacien­do esquemas, diagramas, reflexiones sobre el es­pacio, el lugar y el laberinto pero sin llegar más lejos. Todo ello, por supuesto, sin escribir una sola palabra.

-¿ Consideraba usted su trabajo, en ese momen­to, más próximo al de alguien como Ca/vino, por ejemplo?

-Es difícil responder a eso. Calvino era el no­velista que yo más admiraba y también un ami-

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go con el que había discutido acerca de los pro­blemas de la estructura de la novela, del taro t... Calvino fue también el primero que me sugirió reunir mis ensayos en lo que posteriormente fue la Obra Abierta.

-Sin embargo, entre el autor de El barón ram­pante y el de El nombre de la rosa existe algo que podíamos definir como aire de familia. Incluso aunque lo que usted escribe es muy diferente. Pa­rece que existe en común una idea similar de la li­teratura.

-Con la diferencia de que Calvino es anterior.-Tras esa etapa inicial de esquemas y diagra-

mas ¿pasó usted a organizar la narrativa? ¿Los esquemas implicaban ya algún orden organiza­tivo?

-Más bien, podríamos decir que ambas cosasavanzaban de forma paralela. Por una parte, la escritura y por otra, el trabajo de organización.

-Pero, por ejemplo en El nombre de la Rosa,nada se deja al azar; las secuencias se suceden con mucho rigor.

-Es cierto que se narra en función de un dise­ño. Pero la novela no es, en primer lugar, un asunto de lenguaje porque el lenguaje juega un papel secundario. Existe un problema visual, es­tructural, un problema de espacio. lPor qué no hay una gran tradición novelística en Italia? Sin duda porque los italianos abordaron la literatura pensando que se trataba de un problema de len­guaje, mientras que por ejemplo en Francia, se dieron cuenta de que era un problema de estado civil. En Italia siempre se ha pensado, en mayor o menor grado, que la novela tenía algo que vercon la poesía.

-Probablemente, por esa razón se ha escrito aveces que no era usted un novelista italiano.

-Sí. Algo así como un novelista anglo-franco­cosmopolita.

-En mi opinión, está usted más bien del ladode Flaubert.

-Sí, pero lde cuál de ellos? ¿souvard y Pécu­chet? lO Bovary y Pécuchet? Si estuviéramos en Nueva York sería Bowery y Pécuchet. Porque la Loca de Chaillot podría ser Madame Bowery.

-Esto nos conduce al terreno de las imitacio­nes, los plagios, etc. de Pastiches et Postiches. ¿En qué considera usted la imitación como parte de una disciplina indispensable para la escritura?

-En la misma medida en que todo pintor se­rio pasa los primeros años de su vida en los mu­seos, copiando a los maestros. Esto es lo que, por otra parte, pensaba Proust y así lo mostró.

-Volviendo a esa recopilación de Pastiches etPostiches, efectivamente existe una dimensión que aparece en las novelas, que es la del humor corro� sivo.

-Por ejemplo, en ese texto que es un falsoMalinoski (1) o en Les trois Chouettes que es el

(1) Industrie et répression sexuelle dans une societé dela plaine du Po.

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más reciente. También, posiblemente, aquél que llega más lejos en la ironía. En todo caso, la conclusión constituye un resumen de El Péndu­lo de Foucault. Podemos encontrar cualquier co­sa en un texto, a condición de mostrarnos irres­petuosos con él.

-¿En qué lugar sitúa usted la ironía como for­ma de conocimiento?

-La ironía es, en primer lugar, un distintivode dignidad. Villiers de l'Isle Adam dice aproxi­madamente: «La vida es un horror, dejemos a nuestros esclavos la preocupación de vivirla».

La ironía es una forma extraordinariamente refinada de decir lo contrario con el fin de evi­tar, precisamente, la repetición de lo que dice todo el mundo.

Posiblemente cumple una función más seria. Es una figura ambigua y por tanto, difícil. Si ha­blas a alguien que no conoce la verdad, no esta­rá en condiciones de percibir tu ironía. Pero si la ironía se inserta en una suprema estrategia de estilo, de forma que sea imposible no sospechar que se trata de ironía, entonces se convierte en un medio formidable de subrayar la verdad. Puede convertirse en la mejor estrategia de per­suasión.

La ironía es una figura ambigua, en primer lu­gar, porque trasciende el lenguaje. Si le digo a un imbécil: «Es usted muy inteligente, señor» las palabras afirman literalmente lo que afirman. Y comprender que se trata de una ironía, no de­pende del conocimiento del lenguaje. No hay conocimiento del lenguaje que permita desvelar la ironía, a diferencia del oxymoron, donde todas las leyes del lenguaje explican que se yux­taponen elementos incompatibles.

El ámbito de la ironía exige saber que el tipo es un estúpido para comprender que la afirma­ción de que es inteligente, es una ironía.

Es una figura límite entre el texto y el extra­texto. Implica que junto a las leyes del lenguaje se maneja un conocimiento del mundo y una complicidad entre los interlocutores, acerca de la naturaleza de las cosas.

Pero cuando el lenguaje es capaz de subrayar, por medios puramente lingüísticos, la ironía en tanto que tal, entonces es posible crear todo un mundo. Si le digo a Albert Einstein: «Es usted muy inteligente», subrayando en el contexto lingüístico mi propia ironía, entonces te estoy obligando a sospechar, contra toda evidencia, que Albert Einstein es un imbécil. Por tanto, una estrategia de la ironía, desplegada conscien­temente como tal, puede convertirse en un me­dio de persuasión muy poderoso, que podría lle­gar a modificar los conocimientos sobre la pro­pia naturaleza del mundo.

-Simultáneamente, la ironía implica un míni­mo de complicidad por parte del interlocutor.

-Sí, pero esta complicidad es condición de

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toda figura retórica, incluso de la metáfora. To­da figura retórica requiere al menos la buena vo­luntad de la parte receptora porque, caso contra­rio, se cae en la incomunicación. Pero la ironía implica también que esa complicidad se estable­ce en base a un conocimiento común acerca de lo que se conoce como el estado de las cosas. Esto complica enormemente la cuestión porque el sueño de toda explicación retórica y de toda explicación semiótica consiste en explicar el len­guaje independientemente de la situación del mundo.

La ironía pone en juego la situación del mun­do. Salvo en el ejemplo que daba antes, en el que la ironía, apareciendo como tal en el texto, puede llegar a persuadirnos de que el mundo es lo contrario de lo que yo digo. Si soy capaz de construir un discurso en el que la afirmación «Napoleón era un gran general» sea recibida como ironía, se convencería usted, contra toda evidencia extralingüística, de que Napoleón no era un gran general.

-¿Quiere decir con ello que la ironía es el triun­fo del lenguaje?

-Sí, pero en segunda instancia. En primer lu­gar, significa la derrota del lenguaje porque se­ñala el momento en el que el lenguaje debe con­frontarse con la realidad del mundo. Sin embar­go, en una sociedad capaz de reconocer las seña­les de la ironía, podría convertirse en el triunfo del lenguaje.

-Es el caso de Pastiches et Postiches ...-Es usted muy inteligente.-No acabaríamos nunca ...Hay una palabra que recorre todos sus escritos

y es «biblioteca». ¿Qué es para usted una bibliote­ca. La naturaleza?

-Voy a contarle una historia que ya he conta­do, en el Apéndice a El nombre de la Rosa, creo. En el campo solíamos hacer grandes fogatas de hierba y mi mujer me acusaba de no saber mirar las chispas, de no saberlas ver. Y más tarde, cuando leyó en El nombre de la Rosa la descrip­ción del incendio, me dijo: lpero, entonces, sí mirabas las chispas? a lo que yo contesté: «No, no lo hacía pero sabía cómo podría verlas un monje». Esto es sólo parcialmente cierto. En realidad, sí había observado las chispas. Pero en ese momento, no tenía el deseo de registrar mi experiencia.

Dicho esto, antes de relatar mi experiencia, tengo necesidad de filtrarla a través del relato de las experiencias de otros.

En la novela que acabo de escribir hay dos episodios de los que casi todos los críticos han coincidido en afirmar que seguramente eran fal­sos, muy hollywoodianos. Y, sin embargo, son los dos únicos episodios realmente auténticos y de los que tenía una experiencia directa. Conti­nuamente necesitamos verificar nuestra expe­riencia a través de la de otros. En ese sentido, podemos afirmar que la biblioteca representa

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lcómo decirlo? algo así como una prótesis de la experiencia. Evidentemente no puede reempla­zarla; ninguna prótesis sustituye eficazmente a un miembro.

La biblioteca posiblemente es un sustituto de Dios. Esfuércese usted en imaginar que, por ca­sualidad, Dios no existe. lDónde reside enton­ces la única garantía de que sea usted Proust o uno de los descamisados que tomaron la Basti­Ua? En la biblioteca que es la memoria de la hu­manidad. Usted puede desaparecer pero la hu­manidad conserva su memoria. Y desde ahí, puede usted aparecer como Proust o como un personaje cualquiera.

Entonces podemos decir con Borges que la biblioteca es un sucedáneo, un sustituto de Dios. Si Dios existe, puesto que es todopodero­so, es una especie de gran biblioteca.

Al final de la Divina Comedia, Dante dice que la visión de Dios se despliega como un libro «si squaderna».

Así, la visión de Dios es la de la biblioteca universal. Digamos que Dios, además de ser una gran biblioteca, posee una cualidad suplementa­ria, es todopoderoso. Pero existen también dio­ses panteístas, o budistas que no son en absolu­to todopoderosos. Son únicamente grandes bi­bliotecas. Una suma organizada de sabiduría.

Para el hombre moderno, la visita a una gran biblioteca es la única visión concreta y accesible de la omnisciencia de Dios. De ahí la idea del incendio de una biblioteca que consiste en des­truir al dios enemigo. El Califa destruye la bi­blioteca de Alejandría y los inquisidores nazis queman los libros.

Si destruyo el libro, te dejo sin verdad, sin teología.

-Usted va mucho más lejos que Borges. Borgesdecía que la biblioteca es el mundo y usted la equipara a Dios.

-Sí, pero esta tarde es la primera vez que lodigo y lo he hecho respondiendo a sus pregun­tas. Pero, después de todo, ése debe ser el papel de un entrevistador. Y su función maldita es la de posibilitar que se enuncien herejías terribles que de otro modo no se tendría el coraje de for­mular.

En El nombre de la rosa la biblioteca es un personaje. Esa afirmación suya de biblioteca = Dios es exactamente lo que ocurre en el libro.

-La biblioteca de El nombre de la rosa es Diosy, por tanto, también el personaje central de la no­vela.

-En mi último libro hay un personaje que auna pregunta similar a ésa, responde lusted

cree? En la prirp.era parte de esta entrevista he explicado que soy de la opinión de que el autor no debe proporcionar ni reforzar posibles inter­pretaciones.

-De acuerdo, pero eso no impide que el autorpueda al menos sugerir las premisas.

-Sí, pero en este caso, las premisas son los li-

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bros. Y si consideramos mi libro desde un punto de vista literal, evidentemente ahí hay una bi­blioteca. He escrito un ensayo sobre el simbolis­mo. Lo encontrará en Semiótica y Filosofía del Lenguaje. Y en ese texto se afirma que el simbo­lismo es diferente de la metáfora.

Aparentemente, aunque no en todos los casos, la metáfora se utiliza cuando no se es ca­paz de formular literalmente un enunciado.

«El león se lanzó a la batana».

Usted sabe que estamos hablando de Héctor. Héctor es un hombre, no un león. Por tanto, es una metáfora. Por el contrario, el simbolismo se instaura cuando se formula literalmente un enunciado o una serie de e11os, salvo que en un momento dado usted perciba que esa insistencia sobre un aspecto o un detaUe, es exagerada.

Así, podríamos preguntarnos: lentonces, por qué insistir tanto sobre la descripción de una bi­blioteca?

Bien, entendido, comprendido, de acuerdo. Usted ha dicho que estamos en una biblioteca que es laberíntica, pero lpor qué insistir hasta ese punto?

Fue San Agustín el primero en advertir que cuando la escritura insiste de forma ambigua so­bre aspectos que la economía del discurso de­searía que fuesen más rápidos, hay que sospe­char un sentido simbólico.

Si desde su punto de vista la presencia de la biblioteca en mi novela va más aUá de toda ra­cionalidad económica, si, en otros términos, piensa usted que yo habría podido escribir mi novela, describiendo más parcamente la biblio­teca, entonces sí tiene razones para sospechar que es un símbolo o una alegoría de alguna otra cosa. El discurso se desarroUa a partir de sí mis­mo, cuando viola las leyes de la economía.

Ya he citado el ejemplo de Sylvie de Gérard de Nerval. En esa obra, el problema fundamen­tal es la relación entre el tiempo y la memoria. Se trata de un hombre que un día decide volver al pueblo donde transcurrió su infancia y con­templa la hora en un péndulo roto. Bien. La cuestión importante, en realidad, es la de su par­tida y podemos entonces preguntarnos por qué el autor consagra tres páginas a la descripción de un reloj, que no es en absoluto un aspecto im­portante. Efectivamente, ahí hay un cierto de­rroche.

Frente a ese derroche de energía narrativa, esa violación de las leyes de la economía, el lec­tor puede preguntarse acerca de lo que cuenta el autor. Entonces percibe que lo que quiere na­rrar tiene que ver con la región del Valois, el país de su infancia y con el tiempo que se detie­ne, el tiempo que se va a recuperar.

Pero lo que desencadena la interpretación simbólica es el hiato efectivo entre la mínima cantidad exigida por la economía narrativa y la máxima cantidad desplegada por el autor.

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Desde mi punto de vista, éste es el problema de la biblioteca. Si se considera que el espacio dedicado a la biblioteca es excesivo, se produce entonces una situación similar a la del reloj en el libro de Nerval; se trata de algo más. Y sobre la base de las indicaciones extratextuales que mencionábamos esta tarde, cabe pensar que es Dios. Observemos a alguien como Hemingway. Es un escritor extraordinariamente ahorrativo. Su estilo reside, precisamente, en la economía del lenguaje.

El estilo no tiene nada que ver con el derro­che de energía narrativa. Podemos preguntarnos por qué un autor recurre al paréntesis, por qué, repentinamente, nos habla de otra cosa y por qué, eventualmente, designa una cosa con otro nombre. Por ejemplo, en vez de hablar de una silla, utiliza «trono». Lo hace con la intención de sugerir que hay algo que exige una interpreta­ción. Si se me dice que el señor Machin está sentado en un sitial o en un trono, en lugar de decirme que lo está sobre una silla, probable­mente tenemos que adivinar que en este perso­naje existe algo de particular que debo intentar comprender.

La retórica supone siempre un derroche en relación con la economía normal de referencia.

-¿Pero, la tarea del escritor, precisamente, noha de conseguir diferenciar su texto de un simple proceso verbal?

-Esto nos lleva nuevamente a lo que decíaantes sobre la diferencia que existe entre un tex­to en el que se expone o defiende una idea una interpretación y ese otro tipo en el que, por el contrario, se cede al lector la posibilidad de la interpretación. En un texto filosófico o científi­co debe reducir al mínimo la parte de interpreta­ción, de forma que no exista la menor sospecha acerca de lo que quiero decir.

La función del escritor es la de romper con esa economía, introduciendo elementos a pro­pósito de los cuales uno se siente autorizado a ejercitar la interpretación.

En un texto de Kant, no podemos decir que se emplea una palabra para sugerir una idea. Im­pone una idea, una única idea. Si de un texto li­terario, un texto de Proust, por ejemplo, se dice: «Esta palabra ha sido empleada para sugerir una idea» el autor, si es honesto, responde: puede ser. En realidad no lo sabe; puede ser que sí o puede ser que no; pero son posibles ambas cosas.

El modelo, el sueño de todo escritor de en­sayos es el «Tractatus» de Wittgenstein, l. desa­rrollo, 2. desarrollo, 3. desarrollo y así sucesiva­mente. O incluso La Etica de Spinoza. En defi­nitiva, llegar a formaciones casi matemáticas.

Por el contrario, el sueño de un narrador es el de rodear las palabras de un halo de ambigüe­dad, no porque persiga la ambigüedad sino por­que su papel es el de contar cómo toda situa­ción, todo sentimiento es cotradictorio, es ambi-

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guo. Si leemos la Summa Teológica de Santo To­más comprobamos que Dios es bueno y el Dia­blo malo. Así es. Pero leamos El Paraíso Perdido de Milton y preguntémonos les malo el diablo? No queda claro, habrá que verlo. Y si pedimos a Milton que lo precise, nos dirá: «Para eso, leed la Summa Teológica».

-¿No es V d., en e/fondo, el escritor más ateo dela actualidad?

-Como pienso que no existen verdaderosateos, no estoy en condiciones de responder a su pregunta. Digamos que si otros escritores tie­nen un problema con Dios, en mi caso, es El quien lo tiene conmigo. Por supuesto, esta afir­mación es una provocación. Sin embargo, que­rría explicarme: yo fui católico y perdí la fe, pero hay una enorme diferencia entre no creer más en Dios y afirmar que no existe. Se produce una especie de resistencia profunda contra esa blas­femia. Es mejor vivir como si Dios no existiera. Es una condición de moralidad absoluta, kan­tiana.

Pero cuando se abandona el fanatismo propio de aquellos que afirman: «Dios no existe, por lo tanto voy a matarte», tampoco se puede aceptar el fanatismo de aquellos que dicen «Dios no existe y por esa razón, soy yo el que va a matarte a ti».

Si tuviéramos la certeza de que Dios existe, no habría ni filosofía, ni teología.

-¿Acaso son ambas una apuesta sobre la exis­tencia de Dios?

-Sí, pero una apuesta teórica mientras laapuesta de Pascal es una apuesta práctica. Des­pués de todo, si fuera evidente que Dios existe, no hubiéramos conocido ni a Santo Tomás ni a San Buenaventura. Simplemente se diría «El es­tá ahí, bien, de acuerdo, OK».

Esta incertidumbre es fundamental para el ser humano. Intentemos hacer el esfuerzo más ma­terialista posible. «El universo no es más que un defecto de la pureza del no ser», como dijo Va­léry. Por tanto, el universo es un baile de áto­mos que, entre miles de soluciones posibles, ha escogido la mejor, aquella que genera la vida, la tierra, los chimpancés, la especie humana.

En este punto, si Dios existiera sería un Dios casi imbécil que, como en el supuesto del chim­pancé que aporrea un teclado hasta el infinito, sería capaz de reescribir La Ilíada. En conse­cuencia, o Dios no existe o es un imbécil que ha empleado millones de años aporreando una má­quina de escribir para encontrar soluciones.

lPero, qué significa la mejor solución? El he­cho de que entre la infinidad de soluciones posi­bles, sea precisamente ésa la que ha triunfado, esa ley, eso sería Dios. Evidentemente, no el Dios de la Biblia, ni el del Papa, ni un Dios pola­co sino algo muy similar a Dios; la racionalidad del universo.

Cualquier ateísmo, incluso negando la exis­tencia de un Dios inteligente, racional, personal,

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es incapaz de establecer la diferencia entre una buena y una mala solución. Entonces, podemos dudar acerca de la existencia de leyes de la natu­raleza. Si arrojo una piedra desde lo alto de la torre de Pisa, lpor qué desciende en vez de ele­varse? Eso es Dios o algo más fuerte que Dios. Este es el problema contra el que todo ateísmo ingenuo se rompe la cabeza. Es cierto que pode­mos decir: no existe un Dios con barba, etc., pe­ro en cualquier caso, sí es cierta la existencia del hecho de que toda piedra que se arroje desde la torre de Pisa, desciende en vez de elevarse.

lEn qué consiste esa regularidad? Si decimos que es un resultado del azar cósmico, lpor qué ha conducido a esa forma de regularidad y no a otra? Podemos replantearnos esta pregunta has­ta el infinito. Por tanto, para un panteísta, el problema metafísico de la ley que rige el mun­do, es lo mismo que Dios.

Pero no hemos resuelto el problema de saber el porqué de la ley que deriva, más o menos, del problema heideggeriano: lPor qué la existencia del ser en lugar de su no existencia? lPor qué la existencia de cualquier cosa y no la nada?

Pero si por 'ateo' entendemos alguien que di­ce «Dios no existe, por tanto yo paso», evidente­mente, entonces no soy ateo porque esa es una actitud tan cándida como la de ser jomeinista.

-Y si por 'ateo' entendemos alguien que dice:«No sé por qué está ahí, pero aplica la solución elemental de afirmar «este Dios no me satisface», en ese caso, ¿podríamos considerarle a Vd. ateo?

-No hay ninguna manera racional de demos­trar la existencia de Dios y si la creencia en ella, es cuestión de fe, entonces yo no tengo fe.

-¿No es, precisamente, esa cuestión imposiblela que produce la aparición de eso que llamamos arte? Entendiendo por arte no una forma de res­ponder a esa pregunta, sino la manera de plan­tear/a permanentemente.

-Sí, pero lqué es el arte? No se limita a la de­finición que de él dieron griegos y latinos «Rec­ta ratio factibilium». Lo que Vd. me está plan­teando es una concepción del arte que aparece a finales de la Revolución francesa, con el primer idealismo alemán; no es más adecuada que el canibalismo. Está ligada a un modelo cultural. No. El arte es un asunto de creencia. Existe un pacto de creencia y el arte plantea las cosas con un lenguaje tan seductor que uno desea volver a escucharlo.

No creo que sea cierto que el arte nos haga creer. Nos cuenta cosas de las que sabemos per­fectamente que son falsas pero, en cualquier ca­so, amamos la forma que tiene de hacerlo. Por tanto, es posible que necesitemos creer en una realidad estética pero ello se debe a un fenóme­no de lenguaje. Sencillamente; está tan bien for­mulado que consigue que aceptemos tratarlo co­mo si fuera real, simplemente por el placer de la repetición.

En un poema como Silvia de Leopardi lo que

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me conmueve, lo que me emociona cuando lo leo no es la realidad de modelo, tal vez poco atractivo, tal vez inexistente sino la forma en que Leopardi pone en marcha una estrategia lin­güística tal que me obliga, no solamente a pen­sar en la jovencita que describe sino, simultá­neamente, en todas las jovencitas que yo mismo he deseado.

En el mundo real Silvia tal vez no existía o bizqueaba o tenía bigote y yo puedo haber des­perdiciado mi propia realidad deseando horri­bles muchachas que no eran dignas de ser ama­das, pero en esa unión entre mi conocimiento del mundo y esos versos de Leopardi se produce ese ámbito milagroso en el que la Silvia que él conoció cobra dimensión de verdad, una verdad que yo sé que no lo es.

En este sentido, existe un pacto entre ambos que funciona gracias a la magia de una estrategia lingüística. Partiendo de una argucia lingüística se me invita a construir un mundo posible basa­do simultáneamente, sobre los datos de una tra­dición cultural y de una experiencia personal, un mundo tal que pueda identificarse con el mundo posible que propone el poeta.

No puedo explicar de otra forma por qué me sigo enamorando de Silvia, cada vez que leo nuevamente ese poema, que he leído ya dos­cientas veces.

-¿ Qué ocurre entonces?-Ocurre que, con anterioridad, había algo que

no existía y que tras el poema de Leopardi, ad­quiere existencia. Pero no podemos decir que sea el arte quien crea la realidad. La afirmación de que el arte crea la realidad es una metáfora, salvo para los estetas. El arte no reemplaza a Dios. Si fuera así, la ausencia de Dios se colma­ría con la colección de La P/éiade.

-Ya hemos hablado de la biblioteca. Sin em­bargo, hay otro lugar que juega un papel impor­tante en su último libro: el Museo Nacional de Ar­tes y Oficios. ¿Qué representa para Vd. el Museo?

-Evidentemente, esta pregunta me resulta al­go embarazosa porque se refiere a un libro que todavía no ha sido traducido al francés. En cual­quier caso, no hay grandes diferencias entre una biblioteca y un museo.

Ambos son lugares de conservación de la me­moria. Después de todo, cabe imaginar que si en la Edad Media hubieran existido los museos, El nombre de la rosa se habría desarrollado en uno de ellos en el que se hubiera escondido, por ejemplo, la talla de un fauno. Dicho esto, he de advertir que el Museo de Artes y Oficios no es un museo más para mí; lo descubrí por vez pri­mera cuando tenía sólo 20 años y me impresio­nó su atmósfera mágica y esa epifanía del pén­dulo, por encima de todo lo que puedan decir los sabios sobre un objeto que permanece fijo en la rotación del universo. Me fascinó realmen­te esa imagen de inmovilidad y pude constatar entonces que esa misma fascinación se proyec-

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taba sobre gentes muy diversas, científicos y otros.

En todo caso, para mí el Museo no es la metá­fora de una biblioteca. Y por otra parte, ese te­soro acumulado de conocimientos aplicados a lo real se encuentra situado en un marco -una iglesia medieval- que nos remite a algo bien distinto; la representación del progreso en la imagen inmóvil de una estructura que se re­monta al siglo XIII o XIV.

La contradicción entre ambos elementos po­dría ser un elemento constitutivo de esa magia. Entonces podemos plantearnos si ese instru­mento que encuentro ahí significa realmente lo que es. O, por el contrario, si ubicado en un marco incongruente no significa, precisamente, otra cosa. Sin duda, podríamos plantearnos acer­ca de la existencia de relaciones misteriosas en­tre el marco y el objeto.

Llegados a este punto, me siento realmente confundido. Y no soy capaz de decidir si ese atisbo de incongruencia es el que ha determina­do mi novela o si, por el contrario, a propósito de narrar situaciones incongruentes es el que me ha llevado a situarla en el Museo.

Pero me niego, obviamente, a ofrecer inter­pretaciones sobre una novela que el lector fran­cés todavía no está en condiciones de leer.

Situemos la cuestión en un terreno más sen­cillo. Tras finalizar mi primera novela y antes de saber si tendría éxito, me planteé una pregunta de orden existencial, por calificarlo de alguna forma: lsería capaz de escribir otra novela? Y, en caso afirmativo lsobre qué la haría? Después de todo había escrito mi primera novela sobre la Edad Media porque se trataba de algo que cultu­ralmente me resultaba muy cercano. Y me pre­gunté si habría algo que pudiera considerar to­davía más próximo.

Poco a poco llegué a darme cuenta de que más allá de esos elementos culturales, existían algunos recuerdos que desde mi adolescencia me habían rondado de forma realmente obsesi­va. Eran imágenes completamente independien­tes entre sí. Una es la visión que tuve en 1950 del péndulo de Foucault en el Museo de Artes y Oficios. La otra proviene de un episodio que se remonta a mi adolescencia y que constituye el hecho final de mi segunda novela, una escena del funeral de unos partisanos asesinados, sobre una colina, en el Piamonte.

Ambas experiencias no guardan ninguna rela­ción entre sí, salvo esa característica común de ser completamente obsesivas para mí. Eran his­torias sobre las que no podía dejar de pensar aunque no de la misma forma. Sobre el péndulo no he hablado casi con nadie mientras que la historia del sonido de la trompeta en el Piamon­te la he narrado algunas veces a jovencitas a las que pretendía seducir. Pero tenía la sensación de que no me estaba permitido contar esas his­torias porque eran similares a algunas ya narra-

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das por Pavese o por Fenoglio. Y o nací demasia­do tarde para poderlas contar.

Y entonces, a partir de esas dos imágenes de­terminantes para mí, surgió la idea de una apuesta, de un verdadero desafío: lsería posible arrancar de esas dos historias, tan distintas apa­rentemente una de otra, algo que no fuera com­pletamente incongruente? No lo eran en rela­ción conmigo mismo. La cuestión, si V d. quiere, era la de establecer un cortocircuito entre ambas.

Y ahí es donde interviene un tercer elemento de mi memoria: el cortocircuito mágico. En efecto, yo me había divertido con la lectura de libros sobre magia. Tenía en mi biblioteca un pequeño estante, de unos cincuenta volúmenes pero nunca pensé que acabaría poseyendo miles de ellos. Y entonces me dije: después de todo, podría existir un vínculo mágico entre esos dos sucesos. Pero si fuera mágico, sería irracional y si fuera irracional también sería falso.

De ahí surgió la idea de contar la historia de una relación falsa entre elementos verdaderos. Poco a poco, me fui percatando de que en reali­dad era la historia de muchas de las metafísicas de nuestro tiempo.

Necesitaba un criterio de fe absoluta que me permitiera vincular entre sí las experiencias más dispares y lo encontré en una frase de Chester­ton: «El que los hombres hayan dejado de creer en D.ios no significa que ya no crean en nada si­no que ahora creen en cualquier cosa».

Entonces comencé a trabajar en ese universo de la fe en cualquier cosa que me parecía simul­táneamente, raíz de la magia y de la nueva cien­cia del Renacimiento y también, la del fascismo eterno.

lPodría existir algo que vinculase a un hom­bre admirable, místico y profundo como Marsile Ficin a Hitler? Aparentemente nada. Pero si es­cudriñamos la lógica que nos permite creer cual­quier cosa, sobre la base de similitudes superfi­ciales, encontramos ahí una de las fuentes de mi novela.

-Por primera vez, encontramos en su novelaelementos autobiográficos.

-Elementos autobiográficos sólo en ciertamedida ya que, recientemente, he recibido tres cartas de tres personas que pretendían haberse reconocido en la novela. Pero lo que yo querría matizar es que, precisamente esa posibilidad de reconocimiento significa que no podía referirme a ellos.

Sólo tuvieron en cuenta elementos esuperficiales que no eran los realmente significativos.