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De la conciencia sensible y pasional de amar Álvaro B. Márquez-Fernández Maracaibo, 2012 El amor de amar La experiencia existencial más relevante para los seres humanos, es su conciencia de estar vivos. Es un tipo de conciencia que no es solo esa conciencia de hacernos conscientes de lo que es nuestra conciencia. Precisamente, porque la experiencia existencial se manifiesta y expone en el mundo desde el horizonte abierto que es el ser en su realización posible. No es limitado sino infinito ese horizonte de la conciencia a través de la que el ser que se va creando, haciendo, ultimado en su concreción. Al parecer, eso dicen los libros sagrados y filosóficos, un poco menos los científicos, nuestra primigenia consciencia de ser, es la del Amor. Nacemos por amor y quizás, es la esperanza de muchos, deseamos morir por amor. La primera palabra con sentido existencial que afirma que estar vivos, es estar presentes en ese acto de conciencia que se refiere a un modo de entender e interpretar el mundo a través del amor. Se nos ofrece y aceptamos a partir de una autonomía en sí y con los otros que no afecte la libertad que hace y debe recrear el valor de amar con el que amamos. Se pudiera decir, también para los más practicantes: creer que sólo en amor es que por amor la vida logra su consagración más original y trascendente. Un amor como aura de la vida, un amar como ocaso de la existencia. Si, así, puestos a pensar, en una de sus dos primeras

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De la conciencia sensible y pasional de amar Álvaro B. Márquez-Fernández Maracaibo, 2012

El amor de amar La experiencia existencial más relevante para los seres

humanos, es su conciencia de estar vivos. Es un tipo de conciencia que no es solo esa conciencia de hacernos conscientes de lo que es nuestra conciencia. Precisamente, porque la experiencia existencial se manifiesta y expone en el mundo desde el horizonte abierto que es el ser en su realización posible. No es limitado sino infinito ese horizonte de la conciencia a través de la que el ser que se va creando, haciendo, ultimado en su concreción. Al parecer, eso dicen los libros sagrados y filosóficos, un poco menos los científicos, nuestra primigenia consciencia de ser, es la del Amor. Nacemos por amor y quizás, es la esperanza de muchos, deseamos morir por amor. La primera palabra con sentido existencial que afirma que estar vivos, es estar presentes en ese acto de conciencia que se refiere a un modo de entender e interpretar el mundo a través del amor. Se nos ofrece y aceptamos a partir de una autonomía en sí y con los otros que no afecte la libertad que hace y debe recrear el valor de amar con el que amamos. Se pudiera decir, también para los más practicantes: creer que sólo en amor es que por amor la vida logra su consagración más original y trascendente. Un amor como aura de la vida, un amar como ocaso de la existencia. Si, así, puestos a pensar, en una de sus dos primeras

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modalidades: el amor de ser y el amor de estar. Esa realidad de complemento en la que el Amor se debate entre sí mismo, y frente a los otros, para poder erigir los estandartes de su imagen del mundo y las lanzas de sus desafíos humanos. El amor que en su secreto origen consciente suscita la voluntad de pensar con goce y placer la experiencia de la vida; el amor que en su destino humano nos lanza a la fatalidad de estar vivos en la inmanencia. Para eso hemos nacido, diría el poeta más consagrado por el amor a todas las cosas, desde el canto del manantial cuyas aguas humedecen el desierto de la incredulidad, hasta el símbolo con el que el gesto de la palabra proclama con poder la extraña ausencia de la palabra cuando se pierde la voz y en el silencio se anida la primera y última despedida del amor. No es mi propósito hacer citas de los grandes pensadores/as o filósofos/as, que los hay excelentes y muy respetados, que en su arraigo y desarraigo a la vida se han topado con el Amor de amar, y salir, incluso, airosos de este encuentro con alguna teoría o prácticas amorosas que sirven de orientación y destino para la buena vida. Apenas esta rememoración al poeta Neruda, en sospecha por mis propias palabras, porque es la vida amorosa de Neruda con el Amor, quien lo convierte en ese relator de la experiencia de amar el Amor sin condicionamientos. Es decir, desde una poética del deseo, donde el ser humano es a través del amor y de éste a través de otros más. Tal es la senda de esa experiencia del poeta ante la insurgente imagen representacional del amor a todo, sin dejar al margen alguna sensibilidad que lo niegue o desmienta. Sin dubitaciones o incertidumbres, la acción o praxis del Amor es origen y recreación de la experiencia sensible que surca y abre a la razón esa exploración del sentimiento afectivo y emocional con el que es fiable construir la realidad de amar: ese acto de amorosidad viviente, diría seguramente Andrés Ortiz-Osés, con el que designamos los espacios donde el amor se encarna en y desde nuestra ipseidad. Del amor nacemos y al amor morimos. Sin él nada de lo que es pudiera existir, pues lo que existe aun en su realidad más ideal es la manifestación de quien ama y es amado. Por eso el poeta siente y con clarividencia escribe o habla de la imagen del amor representado en la ontología de una palabra que es prosa, retórica y metáfora; porque, precisamente, es el testimonio biográfico de quien se sabe amante de lo amorosamente

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amado en el amor. Un decir y hablar inevitablemente narcisista para dotar a la conciencia sensible del principio subjetivo del placer de estar en el momento amoroso del amor a nosotros mismos, así como a los otros. Sin esa experiencia de estar en el sujeto del ser amoroso, el amor carece de sentido existencial porque no se nutre del origen de su conciencia de querencia por el deseo y por el goce del placer a la vida. No es el caso de proponer algún dogma o escepticismo acerca del amor de amar, más bien es un interés por declarar y hacer visible lo invisible de esa condición de estar que se descubre por parte o del lado de la vida que es la amorosa, y que por ende compromete la existencia del sujeto de esa vida desde su propia consciencia sensible. Es, por consiguiente, sobre esta dimensión del sentimiento humano que debemos a nuestra necesidad de experimentar en el amor de amar; que nuestras biografías humanas pueden encarnar esa palabra con la que se testifican los sentimientos amorosos, incluso los más absurdos a la conciencia racional que reprime cualquier acto de libertad amorosa.

El amor de amores En el amar no es una sino múltiples las acciones. Una

ingenua ignorancia presume lo contrario; es decir, divulga y acepta la unicidad del amor en un para siempre como algo idéntico e invariable en el tiempo. Esa curiosa idea de la eternidad del presente y de la inagotabilidad humana para perpetuarse en el tiempo, es totalmente confusa y por consiguiente errada. Del amar el amor y de sus amores, es que el amor toma y logra alcanzar sus fuerzas existenciales. Otra posibilidad es mera metafísica o ese tipo de ejercicios emotivos, en el mejor de los casos, espirituales, que sirven de estigmas al severo modelo de transformar al amor en un tabú o idola. De los amores del amar, que, indiscutiblemente, son muchos, de los que surge el sentido de su existencia real y tangible, es el del cuerpo en su condicionalidad humana el más significativo. Sin esta consciencia de ser cuerpo humano, materia corporal, los amoríos del aprender a amar, son infructuosos o desviados. Más allá del cuerpo del amor en todas sus manifestaciones, la existencia pierde su sentido pasional. Es decir, dejar de actuar en relación o con referencia a los discursos sensibles del cuerpo ya que, únicamente, a través del cuerpo es que nuestra existencia asume el sentido

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del estar en el ser. De los amores del amor es que el amor nace al mundo y se inserta en él no con la pretensión de un para siempre sino de un permanecer, porque el amor fenece con el tiempo, por cuanto todo cambia y dejar de ser para rehacerse desde otros tiempos. A esa dialéctica de la vida es que la vida pertenece y en la que permanece, con indudables transformaciones o mutaciones. La vida del amor, la vida amorosa, los amores del amor, responden, a fin de prevalecer sobre los inevitables cambios, a la recreación, a la novedad, a la inventiva; es decir, a no perder su libertad. Por amar es que el amorío surge en la vida junto a los otros amados. Sin este momento del querer amar no es factible el encuentro con el sujeto amado, y en presencia real del acto amoroso desde mí hacia el otro es que el cuerpo se manifiesta en su plenitud sensible para hacerse objeto de los amores. Entonces, es irrefutable la afirmación de que a través del cuerpo la transformación imaginaria del amor en otros amores, se realiza y hace presente la imagen que del amor se nos representa en la realidad. Desde el cuerpo es que emerge la percepción de ser amado. A partir de la conciencia sensible el cuerpo transforma permanentemente su sentido estético y se conjuga de acuerdo a cómo en cada sensación de los sentidos se registra la percepción amorosa en su multiplicidad de acciones deseadas. La tradición, en especial la de esas culturas represoras de la religión o de la política, cercan los cuerpos humanos con las arbitrarias ideas del temor o el castigo, la pena o el pecado, en un intento por imponer el orden de la Razón al de la libertad sensible. Se trata, precisamente, de legislar e instaurar un sistema de valores cósicos sobre otros valores que no son susceptibles de normativa alguna. El valor de amar y los valores amorosos con los que cada sujeto construye y realiza sus prácticas subjetivas e intersubjetivas, no pueden ser confiscados en subordinación a un poder que se les impone a partir, incluso, de las diferencias de sus propias corporeidades. Los condicionamientos amorosos, en ese contexto de la cultura política que una sociedad ha fabricado para controlar la pasión amorosa con la que los amores logran cristalizarse en el cuerpo, no pueden constreñir la intensión humana en busca del deseo que en más de una ocasión es una “inspiración” que posteriormente es representable en cualquiera de las llamadas Bellas Artes. A ese sentido genético del amor de amores debemos acudir con nuestras

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percepciones para aprender a sentir el amor por y desde el cuerpo, a ese sentido genérico debemos acudir para aprender a defender los intangibles valores amorosos del amor en todas sus expresividades o manifestaciones. Quizás el más relevante de esos valores amorosos del amor es el uso de la palabra amor en todas y cada una de las circunstancias donde el amor se nos hace presente. En más de una vez encontramos mal asociados estos valores pues la economía del mercado ha transformado en otro valor de mercancía el uso del amor en su intercambio. A esto debe resistirse el discurso amoroso que se propone hoy día, a partir de la situación de vida de un sujeto sensible que declara el proceso de alienación en el que puede estar inmersa la conciencia amorosa. La experiencia del encuentro amoroso siempre es una experiencia libre para optar o elegir, alternar o decidir, no puede ser reiterativa o impuesta como orden de poder o represión. Ello deslegitima una de la más importante experiencia de sentir indiscutiblemente asociada al cuerpo, a la que cualquier ser humano tiene el derecho de descubrir y cultivar sin distingo de clases, color, sexo y demás características naturales o políticamente diferenciadas. Toda vez que nos liberemos de patrones de conductas impuestos por espacios de poder muy mediados hoy día por la economía de mercado, las libertades para amar retornarán a esa voluntad de poder para hacer, desde nuestras conciencias sensibles, las subjetivas prácticas amorosas que nos permiten crear y realizar ese fundamental imaginario simbólico de placeres y de goces a los que no debemos renunciar o negar, en aras de una humanización de nuestras vidas en concordancia con nuestra más básica de las necesidades existenciales: la convivencia original y auténtica. El logos de la racionalidad lógica y positiva tan particular de la Modernidad, no pudo llevar a buen teminus su proyecto de progreso y fin de la historia. Hoy podemos afirmar que el olvido o el absurdo racional que proclamaba la ausencia de la sensibilidad como génesis indiscutible del mundo de vida, fue un craso error que está en vía de superarse. El giro filosófico finisecular y de carácter posmoderno, abre la posibilidad para repensar desde otro anthropos la materialidad sensible del cuerpo, que ya no es más considerada como una irracionalidad en su referente femenino; sino, que es este retorno arcaico al ser sensible lo que salva a la razón de su irracionalidad o fetiche amoroso.

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La pasión del amor corpóreo En algún pasaje de la poética, es Aristóteles quien

considera que algo de la sensibilidad reside en el reino de las pasiones. Es, según recuerdo, un argumento largo y abierto permanentemente al debate, sobre todo cuando se trata de distinguir el valor de las pasiones humanas versus las virtudes humanas. Al parecer la sustentación de la filosofía clásica siempre va a abogar a favor de las “virtudes”, por el interés que despierta a los mortales griegos la trascendencia y la perfección de las almas. Sin embargo, ese sesgo metafísico con el que se encubre la contingencia del mundo existencial, no es suficiente como para que desaparezca por encanto psicoanalítico, la reminiscencia de que formamos parte del sentimiento pasional de la vida y al que debemos escucha y acción. Se pudiera oponer, desde mi lectura latinoamericana a la filosofía de Aristóteles, que las realidades del mundo no se pueden comprender tan sólo a partir de la distinción entre racionalidad formal y sensibilidad material, toda vez que el predominio de nuestra compresión de las realidades no debe ser mucho más aceptado si está fundamentado en un orden racional. Luego, el campo de la experiencia sensible resulta de un orden vago o subalterno al que no se le debe más confiabilidad que el de las irregulares percepciones de los fenómenos humanos. Me parece que en el fondo del asunto hay mucho más que escarbar para develar la complejidad del anthopos cultural e histórico que solapa Aristóteles; precisamente, cómo se afirma la verdad de la realidad con respecto al predominio de la racionalidad, y que todo aquello que emerge y logra visibilidad desde la sensiblidad, termina sublimado como respuesta o resultado de la razón. La pasión siempre queda en la clandestinidad y sólo es enunciada para decir de ella todo aquello es que perjudicial o negativo a la razón. Así el “ideal” de la razón es la suprema trascendencia aun por encima del propio sujeto de la racionalidad, la condición de vida de los seres humanos. Hay en toda esta filosofía occidental de un lado y del otro de la ontología, un menoscabo a la pasión, lo pasional como praxis de la vida mundana, y acá recupero este pensamiento de Antonio Pérez-

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Estévez que con inteligencia le hizo la crítica feminista a Platón, Aristóteles y la Patrística medieval… Posiblemente eso explique toda esa idealidad de la escolástica neo-aristotélica por el amor sublimado cuyos sentires derivan en una idolatría para Santos y Ángeles, pero que en absoluto en capaz de reconocer la dotación natural de los seres vivos, más todavía los seres vivos racionales, de sentir y de vivir de acuerdo al mundo de sus consciencias sensibles. Es este el escenario del amor donde más escurridizo es el compromiso con la vida cotidiana y actual: la pasión de amar, incluso, como diría Benedetti, sin normas salvo las que la vida nos da. Es un espacio, escenario y prácticas amorosas que vinculan directamente al cuerpo con su estar. De ningún otro modo podemos tomar consciencia sensible de nuestra presencia humana si no tomamos consciencia corporal de lo que somos según es el estar de nuestro cuerpo en su encuentro o permanente reconocimiento con la consciencia mundana. Si bien las idealidades del amor son posibles, ellas son el resultado de una satisfacción del sentir el cuerpo a través de sus necesidades. Es un mero artificio de la imaginación sentir la realidad a partir de la abstracción del cuerpo. Me parece que es ineludible la presencia humana del cuerpo que somos; es más, sin este cuerpo nada existiría debido a que sin existencia concreta, es decir, corpórea, elementalmente física, el mundo es inconcebible. La presencia del ser es sujetiva frente al fenómeno de la existencia del mundo del que es su referencia permanente y éste resulta de un momento de la objetivación del sujeto que lo constituye. Pero en absoluto esto representa la culminación de la evolución progresiva de una razón que, al decir de Hegel, es el espíritu de la Historia. La historia humana es el cuerpo humano que se historiza a través de sus representaciones, y al interior de esa historia humana se desarrolla y transforma una voluntad de poder para hacer, un instinto, una pasión para la acción, que puede enfrentar a los ordenes instituidos de la racionalidad. A esa instancia del ser en el mundo donde se sitúa el estar del ser, considero que debe referirse la presencia o existencia de la pasión en la experiencia del amor, tal como se ha intentado considerar en este texto en el sentido de una comprensión existencial de la praxis amorosa. El filósofo que nos permite avanzar en la crítica a Aristóteles acerca de la importancia de la pasión como origen sustantivo del amor es Niezstche, si

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consideramos la fuerza nihilista que le confiere Niezstche a la pasión como voluntad. Los efectivos cambios que se dan en el mundo son por amor genuino a la diferencia y divergencia, a lo que inevitablemente sufre las mutaciones y se recrea hasta el final para volver a reiniciar el retorno a otro origen. El mundo corporal es el reflejo y efecto de esos cambios, el amor reconstructivo es la fuerza que anima lo corpóreo que sirve de mediun a la vida mundana. Eso que implicaría un horizonte o límite al mundo de la realidad, no es más que la frontera de exploración subjetiva de la objetividad de la naturaleza humana. Es, por consiguiente el amor corpóreo el más carnal y sensitivo de la vida. La existencia del amor pasa por la vida del cuerpo y éste es el espacio vivencial donde la sensibilidad se transforma en sentido y símbolo, allí la racionalidad es una de las interpretaciones de ese mundo de la sensibilidad corpórea que se desplaza y recorre las geografías acústicas, visuales, gustativas, táctiles y olfativas, de las sensaciones de los sentidos. Sensaciones y percepciones que dotan a la materia del cuerpo de un ser humano singular y específico, que toca a cada persona o individuo descubrir y crear. El amor se devela como la expresión más originaria de la pasión de querer hacer junto a otro, de compartir y vivenciar desde esa alteridad lo que puede ser mutuo o convivible. La finalidad de apego y complemento, identidad y reconocimiento, cambio y composición, dan la posibilidad de que el mundo permanentemente sea una experiencia abierta a los descubrimientos y las satisfacciones. El mundo de los otros es un mundo de sentidos e interacciones que potencia el campo de significación y representación de mi mundo, si permanezco abierto a los sentimientos y los afectos, sin ceder en la autonomía para cambiar en libertad las prácticas de mis valores. Ninguna otra fuerza persuasiva y disidente como la del amor concientizado por la conciencia sensible de los sentires, en su acción pasional, es la determinante para declarar que el actor o sujeto es quien porta los deseos que lo legitiman y accede y concede al otro esa fusión secreta y mística, velada e íntima que habla más de una vez con los signos de los gestos y sonidos que le hacen reconocer la pasión de sus actos. Tocar el mundo a través de mi ser corpóreo, en mi encuentro con el otro, es la condición práctica material de la existencia humana. No es suficiente el vernos o escucharnos, son dimensiones del encuentro que aceptan una

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lejanía que no se suple con el lenguaje. Se ha dicho reiteradamente hasta agotar el sentido de ciertas palabras, que el “amor es la fuerza que une o mueve al mundo”. Sin embargo, la respuesta es otra pregunta: “¿Cómo eso es posible?” No lo sé, sólo sé que no somos Dioses, ni ángeles, tampoco demonios. En solitario somos eso que nos creemos ser: una consciencia, una existencia, una pasión por amar desde el cuerpo la vida…

Álvaro B. Márquez-Fernández nació en Maracaibo, Venezuela, en 1952. Egresado en Filosofía y profesor de la Universidad del Zulia, es ensayista y editor. Coordinador de la Maestría en Filosofía, Mención Pensamiento Latinoamericano, de la Universidad Católica Cecilio Acosta en Maracaibo. Director de la revista Utopía y Praxis Latinoamericana. Ha publicado: «Justicia pública y poderes populares» (2010); «Crisis de la

episteme política del Estado moderno en América Latina» (2009); «La escucha: el valor de la palabra hablada»; Diccionario Alternativo Latinoamericano (www.cecies.org.ve) (2008). Premios: «Francisco Eugenio Bustamante» (Universidad del Zulia, 2004-2009); PPI. Nivel: IV (FONACIT-Caracas, 2003-2008); Premio Honor al Mérito Científico. Mención Ciencias Sociales y Humanísticas (FUNDACITE-ZULIA, 2000); Premio a la Excelencia Editorial. 1ra. Edición, Mención Honorífica (CONDES-LUZ, 1997-98). En País Portátil

De la inmanencia temporal de la existencia «Los niños son filósofos por naturaleza» La escucha: el valor de la palabra hablada

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El quinto poder, o de cómo podemos vencer la desinformación Mónica Solanas Barcelona, España, 2012

Hace unos días hablaba con Rubén Quast (@NeburQuast en twitter, vale la pena que le leáis, también en su blog). No hablábamos de nada en concreto, pero la conversación derivó hacia el periodismo; resulta que los dos lo somos, los dos hemos dedicado años de nuestra vida a estudiar esa carrera. Los dos estamos satisfechos de ello y creemos que nos abrió los ojos y la mente para mirar lo que en realidad pasa detrás de las apariencias. Y sin embargo los dos nos sentimos decepcionados porque estamos convencidos que hoy es una industria dedicada a la desinformación, en la que los empresarios persiguen sus intereses. A pesar de haber infinidad de diarios, de canales, las noticias son productos creados para cubrir unas necesidades. Y no precisamente las que deberían ser: las del interés general, las de los ciudadanos.

Pocos días después leía El crash de la información, libro de Max Otte que se publicó hace ahora un par de años. Me vino a la cabeza la conversación que había tenido con Rubén: Otte habla en él de todo eso que nosotros habíamos repasado de manera informal en nuestra conversación. Pero de una forma más analítica, claro; el autor hace un estudio bastante detallado de todos esos elementos cotidianos que contribuyen a la desinformación. Para él, este virus ―así lo define― es el resultado de la crisis financiera mundial que estalló en 2008, dominando desde entonces «nuestra economía y nuestra sociedad. No solo las empresas, asociaciones y políticos, sino también los llamados expertos, lanzan al mundo gran cantidad de verdades tras las que se suelen ocultar grandes

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intereses». Los mercados votan todos los días, fuerzan a los gobiernos a adoptar medidas impopulares ciertamente, pero indispensables. Son los mercados los que tienen sentido de Estado; estas son las declaraciones del especulador George Soros, publicadas por La Reppublica el 28 de enero de 1995. La cita la he extraído de uno de los artículos de Ignacio Ramonet, Los nuevos amos del mundo. Ni Ted Turner de la CNN, Ni Rupert Murdoch de News Corporation Limited, ni Bill Gates de Microsoft, ni Jeffrey Vinik de Fidelity Investiments, ni Larry Rong de China Trust and International Investment, ni Robert Alles de ATT; ninguno de ellos «han sometido jamás sus proyectos al sufragio universal. [Como para tantos otros nuevos amos del mundo] la democracia no se ha hecho para ellos. […] Su dinero, sus productos y sus ideas atraviesan sin obstáculos las ciberfronteras de un mercado globalizado. A sus ojos, el poder político no es más que el tercer poder. Antes están el poder económico y el poder mediático. Y cuando se poseen estos, como Berlusconi demostró en Italia, tomar el poder político no es más que un simple trámite».

La época que nos está tocando vivir es insegura, y la razón de ello es muy sencilla: todo es comercializable y partidista. Y sobre todo, la información. Porque la información es poder. Y el hombre es consciente de ello desde hace muchos años, siglos. La prensa y los medios de comunicación han sido un medio para que los ciudadanos pudieran defenderse del abuso de los diferentes poderes, defiende Ramonet. Los periodistas y, por ende, los medios de comunicación, entendían que su principal compromiso era denunciar las violaciones que esos poderes cometían contra los derechos de los ciudadanos. Pero la aceleración de la mundialización liberal hizo que este cuarto poder fuera «vaciándose de sentido, perdiendo poco a poco su función esencial de contrapoder». Los mass media se han ido concentrando para transformarse en inmensas estructuras que han dado paso a grupos mediáticos, holdings «con vocación mundial; ahora son grupos globales». La revolución digital ha hecho que sonido, escritura e imagen puedan convivir en un mismo espacio informativo, lo que ha supuesto la caída de los límites que antes separaban estos tres ámbitos, facilitando así esas concentraciones.

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Desde sus principios, la información estuvo en el punto de mira de los poderosos. La invención de la imprenta significó para la humanidad algo bueno: permitió la difusión de la cultura de manera masiva. Además dio lugar al despegue de las comunicaciones informativas. Los gobiernos pronto se dieron cuenta del peligro que esta difusión podía conllevar para sus parcelas de poder. Y fue así como empezaron a establecer leyes y normativas que mantuvieran ese peligro alejado. Ya en el siglo XVIII se prohibieron las crónicas parlamentarias, amparándose en la inmunidad que tenían los componentes de los parlamentos; se gravaron impuestos sobre el timbre o sobre el papel, lo que encareció el producto final, dificultando su venta; se prohibió incluso informar de la Revolución Francesa, hablar de ella podía provocar que sus dogmas revolucionarios se extendieran por toda Europa como la pólvora: fue Inglaterra la que promulgó la Libel Act, por la que podían ser apresados quienes informaran de la situación en Francia… Los periódicos encontraron una manera cómoda de superar todas estas dificultades: se aliaron a los partidos. Y esto provocó un profundo cambio cualitativo en la información que proporcionaban, pues sus contenidos, consecuentemente, ya no eran libres.

La aparición de las agencias de información en el siglo XIX dio un nuevo vuelco al mundo de la información. El periodismo pasó a ser más informativo: las noticias que se difundían eran muy neutrales, carentes de opinión o interpretación. Las consecuencias no tardaron en emerger: simultaneidad y universalidad informativa. Todos recibían las mismas informaciones, además de hacerlo al mismo tiempo. Y nació así un nuevo poder: el canal único de información. Todo esto no es más que lo que hoy daríamos en llamar la globalización… Este nuevo poder, aunque no de opinión, era muy poderoso: si bien es cierto que las agencias no difundían opinión, tenían el poder de no difundir una noticia. Surgieron personajes que criticaron duramente este poder. Uno de ellos fue Honoré de Balzac, posicionándose en contra de las agencias y denunciando esta concentración de poder. En países sumidos en guerra ―la de Crimea, la franco-prusiana, Rusia y Japón, las dos guerras mundiales―, igual que en países dominados por dictaduras, totalitarismos, la prensa se convirtió en propaganda; los periódicos y también las agencias estaban al servicio de los gobiernos y a merced de las

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medidas de censura de los regímenes o gobiernos a los que estuvieran sometidos. Tras la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, la pérdida de credibilidad en la prensa fue brutal: los ciudadanos fueron conscientes de las mentiras que les habían contado. Pero esa situación, a día de hoy, no ha variado mucho, por no decir nada. Es, resumiendo en una sola palabra, la desinformación de la que nos habla Otte en su libro.

Y la desinformación no es otra cosa que un mecanismo de control de los ciudadanos; en los ejemplos anteriores los gobernantes no querían que sus gobernados supieran los malos resultados en las diferentes contiendas, porque eso podía hacer que la moral de las naciones se desplomase. Hoy, «la desinformación destruye nuestra sociedad; solo beneficia a los mandamases de las grandes empresas, bancos, partidos y grupos de interés». Solamente entendiendo los mecanismos de esa desinformación seremos capaces de protegernos de ella, solamente si el número de personas que decimos no a esta situación aumenta seremos capaces de hacer mejorar esta situación. Ramonet, en este sentido, habla de la necesidad de crear un «quinto poder que nos permita oponer una fuerza cívica ciudadana a la nueva coalición dominante. Un quinto poder cuya función sería denunciar el superpoder de los medios de comunicación, de los grandes grupos mediáticos, cómplices y difusores de la globalización liberal. Esos medios de comunicación que, en determinadas circunstancias, no sólo dejan de defender a los ciudadanos, sino que a veces actúan en contra del pueblo en su conjunto»

Otte defiende que existen determinadas fuerzas muy interesadas en convertir la información en desinformación. Para el autor, las fuerzas motrices de estos intereses son los principales agentes económicos ―los mercados y entidades financieras―; la imprevisión e impotencia de los políticos; y el debilitamiento de los medios de comunicación y el periodismo, convertidos en un «rebaño de incondicionales, que o bien no preguntan cuando un político se contradice, o bien ni siquiera se dan cuenta». La desinformación, provocada por la sobreabundancia de información para convertirnos en esclavos sin voluntad de la sociedad de consumo, empieza muchas veces en la “letra pequeña” ilegible, en enrevesadas explicaciones de tarifas y condiciones, en interpretaciones ideologizadas de estadísticas y datos de

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resultados, en la sobreabundancia de imágenes que en realidad no significan nada por encima de la explicación analítica de las mismas… Imágenes. Dice Ramonet que «informar es, ahora, "enseñar la historia en marcha" o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. […] Esto supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado. […] Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe imperativamente tener una parte visible, mostrable, televisable»

Otte, en su libro, no elabora una teoría de la desinformación perfectamente cerrada, ni tampoco da un programa detallado de acción. Pero sí que apunta posibles vías a través de las cuales podemos desligarnos de esa sociedad de la desinformación. Es necesaria la creación de redes (de todo tipo, virtuales y reales) que sean de nuestra absoluta confianza; obviamente, si queremos obtener confianza antes debemos darla nosotros; es imprescindible profundizar en nuestros conocimientos humanísticos y de historia, porque nos ayudarán a ver con otra perspectiva el mundo actual; buscar otras alternativas para informarnos, como por ejemplo libros, Google no es más que otra herramienta democratizadora de la sociedad de la desinformación; seleccionar las fuentes de noticias; despertar nuestro interés por las finanzas, las nuestras, por supuesto (no son complicadas de entender, son los banqueros los que nos las complican para que “compremos” los productos que a ellos más les interesa); además de buscar proveedores de servicios financieros de confianza; utilizar los servicios de las organizaciones de consumidores; propone también invertir en empresas que son dirigidas por sus dueños, es decir, empresas pequeñas e incluso alguna mediana, ya que son las que más favorecen las economías locales; hacer oídos sordos a los cantos de sirena: promociones, ofertas y rebajas esconden algo siempre; volvernos ilocalizables, lo que nos dará tiempo para reflexionar; y plantearnos siempre, SIEMPRE, la siguiente cuestión ante todo lo que tengamos enfrente: ¿a quién favorece?

No llegamos hasta este punto de la conversación, pero estoy segura que Rubén estará de acuerdo conmigo en que los medios de comunicación deben retomar con honestidad sus

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funciones políticas: informar con veracidad; interpretar la realidad; contribuir a la creación de una opinión pública; fijar la agenda política, o contribuir a ello; en base a una serie de situaciones, denunciar de manera clara sobre qué temas deben preocuparse y actuar los políticos; control del gobierno o del ejecutivo. El periodista debe defender la libertad de información, pero no la suya, sino la de los ciudadanos.

Son necesarios largos años antes de que los valores que

se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se impongan y se lleven por delante el cinismo político; pero, al final, siempre acaban ganando la batalla

Vaclav Havel

Mónica Solanas. Comunicadora española. Nací con un lápiz y una libreta en una mano, mientras con la otra arrastraba algún libro. La curiosidad hizo el resto. Y los estudios: publicidad, periodismo, marketing, asesoría de imagen… Ahora, además, he descubierto lo increíble que es enseñar. O ayudar a aprender; suena mucho mejor.

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Mamífera Noraedén Mora Méndez Caracas, 1986

Apes don't assassinate their presidents, gentlemen! Puff- Human Nature.

Charlie Kaufman.

Se suponía que sería un presagio haber nacido en el 86. El mismo año en que Bárbara Palacios gana el Miss Venezuela y luego el Miss Universo. Eso fue lo que dijo mi abuelo.

Mi vida está lejos de Osmel Sousa y de las depilaciones, porque soy bien peluda. Como Chewbacca. No sé si sufro porque este es un país de Miss Universos o si sería miserable en cualquier lugar del mundo. Hace poco conseguí por Internet una cosa increíble, promocionaban una porno con mujeres de circo. Con esto querían decir: una mujer barbuda, una felina y un poco de tipas cojas y mochas. Apenas lo vi me sentí atraída, pero ahí mismo me entró un down, esa mierda es pura ficción. Es como en Connie Island que está la mujer sin cabeza y uno sabe que es paja pero igual va y la ve. El problema no es lo peluda. Como dice mi mamá: no es para tanto, hija, al menos eres catirita. El problema es mucho más que eso, digamos que desde pequeña soy un poco –no lo puedo decir de otra manera- animal.

Vivía en las afueras de Los Teques y eso ayudaba a que me mantuviera en una interacción reducida con la

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civilización. Mi madre me rogaba que me comportara en el colegio. Sin embargo, a pesar de sus insistencias, siempre le llegaban notas de la maestra, que había mordido un niño, que una niña no puede estar arrastrándose permanentemente por el suelo, que olfatear a las personas tiende a no gustar y quién sabe qué otro millón de quejas. Recuerdo una de las notas donde le decían a mi madre que apreciaban el interés de su hija por mantener la escuela libre de piojos, pero que no estaba permitido dedicarse a eso durante las clases o el recreo y mucho menos se podía sustituir el desayuno por esos insectos.

En mi casa había tres hombres mayores y yo, que era la niña esperada -aunque luego inesperada- de mi madre. No me malinterpreten, no es que yo no perteneciera al género femenino, era más bien, como que no pertenecía al género humano.

Desde pequeña ya se me veían cosas raras, pero todo se hizo más evidente y más difícil cuando me desarrollé. Empecé con una manía de verle los pipis a los perros, burros, caballos o cualquier animal macho. Una vez vi un elefante orinando y me dio una cosa rara. Me quedé toda la tarde en el zoológico a ver si lo volvía a hacer, pero nada. Recuerdo cuando llegó Direct TV a mi casa porque descubrí mis dos canales favoritos: Animal Planet y Discovery Chanel. Mi mamá tenía serias restricciones con los programas que tenían contenido sexual (humano), del sexo animal ni sospechaba. Recuerdo como a los 13 años esa canción de Bloodhoung Gang que decía algo como tú y yo baby somos mamíferos así que hagámoslo como lo hacen en Discovery Chanel. Me encantaba.

La adolescencia no estuvo tan grave. Claro que había algo de sobrenombres y burlas, pero no me importaban. En cuanto a mi deseo sexual, mis pretensiones no iban más allá del voyeurismo animal y el descubrimiento de mi propio cuerpo. El problema surgió cuando empezaron a despertar unos deseos humanos en mi cuerpo salvaje.

Fue a los 23 años que quise una relación de esas donde dos personas se juntan. Ni los animales ni los vegetales me ofrecían comprensión, no entendían el sufrimiento de ser una bestia en un mundo humano. Mis obsesiones salvajes me inmovilizaban, no podía domar mi propia vida.

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Así es que empecé a odiarme, no sabía relacionarme más que oliendo a las personas y de una vez hagámoslo como lo hacen en Discovery Chanel. Parece mentira, pero ese modo no estaba bien recibido. Así, no conseguí ni una sola pareja. Solo quedaba civilizarme. Fue agotador pero lo logré: la higiene, la comida, los modales, la postura y el olfato. Sin embargo, en lo sexual, parecía el propio Maradona en el 86 corriendo por la cancha para meterle gol a los ingleses. Ese era el presagio que buscaba mi abuelo cuando nací.

Si tan solo yo hubiese nacido normal. Todo es culpa de ese maldito día en que nos mudamos a los Teques. Llegamos a esa casa inmensa y yo sólo era un pedacito de carne que medía menos de un metro. Un poco de monte y nada me daba miedo. Me acerqué hasta donde estaba mi mamá arreglando las cosas de la mudanza, con una botella de esas de refresco que había antes. Dentro de ella, metí dos ratoncitos vivos que empañaban el vidrio mientras respiraban. Casi me mata. Recuerdo la cara de mi papá preguntándome cómo había hecho para meterlos allí y un: no te da asco, carajita. Para mí fue sencillo, me acosté en la grama y caminé como ellos, les pedí que se metieran en mi botella, quería presentárselos a mi familia. Desde ese día, fui la salvaje de la casa. No más Bárbara Palacios para mí.

Ese no era un patio, era mi jungla, mi casa. No eran solo ratones, eran saltamontes, gusanos, cucarachas y los perros. Todos desarrollamos fascinaciones mutuas. Recuerdo a mi familia encontrándome comiendo perrarina, montada en el árbol de mango tratando de alcanzar a ver a dónde se dirigía una marcha de hormigas, revisando debajo de las piedras a ver si estaban vivos los gusanos o tratando de hacer los movimientos más sutiles para agarrar un pájaro. Ese era mi reino y yo era su leona. Al cruzar la puerta de la casa hacia adentro, me convertía en una lista de hábitos para cambiar, una deuda de la familia con el mundo. Creo que hubiese sido igual que un retraso mental, un autismo o que fuera hermafrodita. A la larga, sería algo que se aceptaría con resignación.

Tres hijos civilizados y una salvaje, es el saldo que deben dar mis padres cuando les preguntan por su familia. Por si acaso no lo mencioné antes, la salvaje soy yo.

Estaba desesperada, por eso me metí al mundo de la búsqueda de pareja por Internet. Ya no era Maradona contra

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los ingleses, sino Maradona en cocaína. Busco pareja americana, busco profesional para casarme y busco pareja cristiana. Los tres más queridos en Google. Puse mi aviso:

Busco pareja macho para aparearme. Soy una mujer salvaje y animal. Tengo una alfombra de pelos por todo mi cuerpo. No quiero que se lleven sorpresas.

Quedó publicado en la sección: mujer busca hombre, justo después de busco acróbata para llevar a cabo fantasía estilo Circ Du Soleil. Esperaba que respondieran preguntando de qué raza era (yo) para aparearme con sus perros. Como esos avisos todos cuchis del periódico que ponen una foto del perro y unas frases en primera persona: soy muñeca, me encanta el freesbee y dar vueltas canela. Pero no fue así, respondieron 47 personas a mi aviso. Todos pidiendo verme. Algunos me decían cuánto medía su pene, otros decían que querían tocar mi alfombra, otros me preguntaban que si yo tenía pene. Me sentí excitada con toda esa atención. Elegí tres de los que escribían y concerté una cita con cada uno.

Los cité a los tres en la misma panadería de Sebucán, tres días consecutivos. Como una especie de entrevista de selección. Yo había pasado por miles de entrevistas de trabajo, siempre había recibido las mismas miradas y al final la misma respuesta: espere nuestra llamada.

El primero era un hombre divorciado de 40 años, en el aviso había dicho que tenía 29, estaba nervioso, sin tema de conversación y parecía mirar con sorpresa los pelos de mi cuerpo. Seguramente estaba sediento de sexo, haría cualquier sacrificio por abandonar el negocio de maduración y almacenamiento de lácteos. Le dije que lo llamaría.

El segundo me sorprendió. Era un muchacho de 25 años, tal como había dicho en su solicitud. Llegó en una Machito, vestido impecable como si supiera que venía a una entrevista de trabajo. Parecía normal. Me dijo que era ingeniero electrónico y que trabajaba en Parque Cristal. La entrevista iba demasiado formal, hasta que le pregunté: cómo es que una persona como tú tiene que usar un sitio de citas para estar con alguien. Me dijo que lo tenía parado, que yo le excitaba demasiado. A mi también me excitó. Me dijo que podíamos ir a su apartamento y en mi mente se reprodujo el Top Ten de apareamientos salvajes de Animal Planet, pero la

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neurosis del éxito tomó mi cuerpo y preferí hacer otro encuentro.

Ya no quería conocer al que quedaba, el ingeniero me había comprado todos los puestos de la función. Me sentía acuchillada ¿Me estarían jodiendo? ¿Quién mandaría a este tipo? No me importaba. Si me estaban haciendo una broma, igual me lo iba a coger y sería yo quien se aprovecharía de todo esto. Lo cité dos días después. Me dediqué, mientras tanto, a ver en YouTube culebras comiendo ratones.

Apareció tal como lo prometió, esta vez vestido con unos shorts y zapatos deportivos. Dijo que venía del Ávila y que estaba muy sudado. Ya yo tenía medio cuerpo en la cama. Quería ganarle a los ingleses. Una cerveza y nos vamos, dije.

Su casa era como él, normal. Su cuerpo desnudo era lampiño, musculoso y bien cuidado. Busqué por todos lados un defecto que lo trajera hasta mí. Su pene me parecía grande y estaba entero. Busqué por todos lados ese detalle que terminaría de suturar su realidad con la mía, hasta que llegó. Tomó una caja que estaba en la sala y sacó unas fotografías. Empezó a ordenarlas creando una especie de altar. Estaba completamente excitado. Eran fotos de él penetrando unas perras, una vaca, una burra y finalmente una gata haciéndole sexo oral. Me dijo que las fotos habían sido consentidas, que jamás había penetrado una hembra que se resistiera. Luego sacó dos potes de mayonesa llenos de cucarachas y una jaula con un ratón, los soltó y empezó a gritar emocionado. Me decía ¿te gusta? A mí me encantaba.

Le hacíamos homenaje a los animales, mientras perdíamos la virginidad humana.

Noraedén Mora Méndez (Caracas, 1986) nace en Baruta y a las dos horas viaja hacia Los Teques donde se cría y crece. Ha participado en el taller de escritura creativa del Celarg y el taller de narrativa de Monte Ávila. En el

año 2011 recibio una beca de escritura creativa otorgada por el Centro Nacional del Libro por el proyecto de libro de cuentos Otros Efectos de La Bomba Atómica.

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El cumpleaños de Elisa Carolina Lozada Valera, 1974

Elisa fue sola al cine el día de su cumpleaños, lo sé

porque yo estaba detrás de ella en la fila para comprar los boletos. También sé que se llama Elisa porque mostró su cédula de identidad para comprobar que en efecto era el día de su aniversario y así poder gozar del combo cumpleañero, cortesía de la casa: pagaría sólo la mitad de la entrada y la empresa le obsequiaría unas cotufas con refresco. ¡Feliz cumpleaños, Elisa!, le deseó con una gran sonrisa la muchacha de la boletería al mirar su cédula. La mujer agradeció la felicitación con un gesto que no llegó a ser una sonrisa completa, sino apenas un asomo de reservada cortesía.

Muchos de los que se encontraban en la fila ni se enteraron de la noticia personal de esta mujer que ese martes estaba cumpliendo unos cuarenta y tantos años y que lucía un aspecto pasado de moda. Elisa parecía una maestra rural de los años cincuenta, con su cuerpo largo y flaco, sus labios estrechos pintados de rosa vieja y esa falda oscura y fea que llevaba puesta en conjunto con una blusa sin mangas, beige, que resaltaba la planicie de su pecho. Remataba su aspecto soso y desaliñado con unos lentes de carey, de esos que ya no se usan, unos lentes demasiados grandes para su rostro.

Las entradas para las salas 1 y 3 se agotaron desde temprano. La mayoría de las personas que hacían fila para estas funciones eran jóvenes y niños que esperaban ansiosos para ver el documental con las últimas imágenes en vida de una estrella musical que acababa de morir. Buena parte de ellos iban vestidos imitando el atuendo del cantante, algunos llevaban guantes brillantes, otros sombreros negros, y

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muchos repetían sus pasos de baile mientras esperaban por su boleto. En contraste con esa vistosidad y bullicio resaltaba la figura sola y seca de Elisa.

Un viejo que ya había comprado su boleto y que escuchó cuando la felicitaron, se acercó y le deseó feliz cumpleaños, lo hizo con un acento extranjero aclimatado, que apenas pude percibir pero que en ese momento no logré saber de dónde provenía. Elisa le dio las gracias, el gesto que usó al hacerlo fue nuevamente esa mueca que no terminaba de convertirse en sonrisa. Yo hice lo propio y me acerqué para felicitarla. Llegué hasta la venta de golosinas, donde la agasajada esperaba la otra parte de su obsequio. Con cierto recelo le dije: Felicidades, Elisa. Al hacerlo no usé signos exclamativos, mi entusiasmo ante su patético festejo no me daba para tanto. Mi saludo fue casi tan lánguido como su intención de sonrisa de agradecimiento. Luego, el joven dependiente le entregó una bolsa de cotufas pequeñas y un refresco de cola, igualmente pequeño. A Elisa ese menoscabo en la cantidad del premio no le gustó, así que reclamó lo que consideraba su derecho, con voz bajita le dijo al joven que ella quería un paquete de cotufas como el que le daban al resto, gigante y con la silueta del cantante y bailarín sobre un fondo blanco. El dependiente le explicó con una sonrisa, aprendida en los entrenamientos de la empresa, que el combo cumpleañero consistía en un paquete pequeño de ambas cosas. Remató con un “Sorry. ¡Feliz cumpleaños!” el final de su rápida explicación. Elisa aceptó a regañadientes las excusas del muchacho, porque entendía que él era sólo un empleado que cumplía órdenes, pero dejó claro que no estaba de acuerdo con esa política de la cadena de cines, tan timadora e injusta. De lo molesta que estaba ni siquiera se acordó de agradecer el saludo de cumpleaños del joven, quien no pudo hacer más que sonreír con disimulada incomodidad ante el resto de clientes en espera. Mientras Elisa reclamaba, me fijé que sus labios eran tan finos como el leve trazo de un lápiz. Sus besos seguramente deben ser tan desabridos como el resto de su cuerpo, pensé con cierta pena por ella. De pronto Elisa se quedó callada, intimidada por las personas que a su alrededor la miraban con cierta burla y una no disimulada conmiseración, así que la solitaria cumpleañera cogió su bolsa de cotufas de plaza de pueblo junto a su bebida inundada de cubos de hielo y se metió con mala cara en la sala 2.

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Éramos pocos en esa sala, entraron la cumpleañera, el viejo, una pareja tomada de la mano, algunos jóvenes con aire de estudiantes de cine y un grupo pequeño de muchachos que odiaban la música pop y que se dedicaron a hablar pestes de la estrella muerta; lo hicieron antes de entrar y durante la proyección. Eran insufribles. Yo me senté en la última fila, es una costumbre panóptica que tengo, desde esa posición puedo verlos a todos; la pantalla y los espectadores. Una vez acomodada en mi butaca supe que lo que iba a ver no sería nada optimista. El filme se llamaba Katyń y el director era el polaco Andrzej Wajda.

Una música densa acompañaba a unas nubes oscuras y tenebrosas que servían de fondo para poner los primeros créditos de la película, y sobre esas nubes, en letras y números corroídos, aparecieron un nombre y una fecha: 17 WRZEŚNIA 1939. Al leerlo no pude contener una risa maliciosa, se trataba de la invasión roja a Polonia. Bonito regalo de cumpleaños, pensé, e inmediatamente clavé los ojos en el asiento de Elisa, que estaba a unos pocos pasos del mío. Al hacerlo me fijé que se levantó cuando vio la tormenta de nubes oscuras sobre la pantalla, tal vez presintiendo el drama que se avecinaba. Sin embargo, una muy buena primera secuencia la hizo desistir de evacuar el área. En esa primera toma se ve, dentro de un plano general, a un grupo de personas huyendo en dirección a un puente; del otro lado del puente viene otro grupo más disperso y pequeño. Ambos bandos se notan asustados. Cuando los dos grupos se avizoran, se dan gritos y advertencias entre sí para que se devuelvan. El miedo colectivo los atrapa en el centro del conflicto: de un lado huyen de los alemanes, del otro escapan de los soviéticos. Estaban jodidos.

Katyń fue el lugar donde el ejército ruso asesinó en serie a un gran número de prisioneros polacos. La película mostraba la guerra, a los verdugos soviéticos metiéndoles un tiro en la nuca a los condenados a muerte, a unas mujeres aferradas a la esperanza de que sus maridos regresaran a casa. Sólo unos pocos volvieron, el resto quedó enterrado en el frío y el silencio de un bosque invernal. A pesar de la dureza del filme bélico, la pareja de enamorados no dejó de darse besos y manosearse con descaro y sin pudor, aprovechando la clásica oscuridad y una sala casi vacía. Se encontraban en la última fila de asientos, diagonal a la mía. Yo escuchaba el roce

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de sus ropas, los jadeos contenidos. Mientras en la pantalla se oían las botas de los nazis y los bolcheviques sobre el suelo de Varsovia, los enamorados emitían gemidos propios de una gran excitación. En esa sala se estaba viviendo el sexo y la guerra en un mismo plano, ambos crudos e incontenibles.

El viejo de acento extranjero estaba sentado una fila antes de la mía, miraba concentrado la película, casi ni se movía, al punto que llegué a pensar que se había quedado dormido. Ni siquiera el juego de los amantes lo distraían de su concentración. Los muchachos anti-pop se sentaron en una de las hileras del centro y no cesaban de hablar y despotricar. Con ese humor fascista característico de la adolescencia opinaban que a la estrella que homenajeaban en las otras salas también debieron pasarla por las armas. Los estruendos de sus risas ante tamaño comentario se confundían con el sonido de las balas en las cabezas polacas. Entretanto, Elisa se estremecía con cada una de las crueldades de la invasión rusa, al tiempo que racionaba su bolsa de cotufas para que le alcanzara durante toda la función.

Cuando Katyń terminó algunos de los corazones de la sala salieron devastados. Otros se tomaron las cosas más a la ligera, como uno de los muchachos que al pasar por mi lado se quejó porque “en la película no se asomó ni una teta”. Como siempre, me quedé hasta el final, ésa es otra de mis costumbres en el cine: quedarme hasta que desaparezcan todos los créditos. Al encenderse las luces pude ver que la pareja de enamorados se acomodaba la ropa y el pelo, y al fijarse que los observaba se hicieron los desentendidos y salieron rápidamente. El viejo se quedó sentado un largo rato, como si no pudiera levantarse, él y yo fuimos los últimos en salir. A Elisa la perdí de vista, debió abandonar el lugar muy rápido. Cuando me dirigía a la parte de afuera pasé cerca de los muchachos que parecían estudiantes de cine y oí a uno de ellos emitir uno de los juicios más característicos de quienes se ufanan de conocer el mundo cinematográfico: “excelente fotografía”. Fuera de la sala oscura nuestros rostros contrastaban con las caras risueñas de los asistentes de la otra proyección. Ellos sonreían ante la inmortalidad glamorosa de Hollywood, en tanto que nosotros teníamos el rostro enjuto frente a la fragilidad humana.

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El viejo y yo tomamos la misma dirección, aunque cada uno iba por su lado. Al llegar a la estación del trolebús me di cuenta de que Elisa también estaba ahí. Los tres coincidimos en la misma ruta, ya era un poco tarde y había pocos pasajeros y suficientes puestos desocupados. Algunas caras del vagón estaban adormecidas, otras se notaban cansadas, como las de dos obreros que cabeceaban sobre sus mochilas de trabajo. A pesar de la buena cantidad de puestos vacíos, el viejo se acercó y se sentó a mi lado y con una sonrisa amable exclamó: “¡fuerte la película, eh!”. Buscaba conversación, todo lo contrario de Elisa, que aprovechó uno de los asientos individuales, probablemente con la intención de no ser molestada. “Tal vez demasiado dura—le comenté—, creo que hubo un morbo innecesario, mucho afán en mostrar las ejecuciones”. El anciano me miró y se quedó callado unos instantes, luego cruzó los brazos, miró hacia adelante y antes de soltar un suspiro exclamó con voz profunda: “No, muchacha, dura es la guerra. Yo vengo de ella, y aunque el tiempo pase uno le sigo perteneciendo, no importa que ella haya terminado”. Ahora entendía su acento extranjero. Era polaco.

Como única respuesta sólo pude mirarlo, apretar los labios y alzar las cejas. “Sí, dura es la guerra”, volvió a exclamar antes de bajarse en su estación. Al hacerlo, se cruzó con unos músicos que entraban y que estaban algo borrachos. Eran tres de esos músicos callejeros que se ganan la vida tocando en el transporte público. Uno cantaba, el otro tocaba la guitarra y el tercero recogía el dinero ganado en un sombrero. Aproveché su presencia para pedirles, en voz bajita, que le dedicaran una canción a la señora de lentes que iba sola en uno de los puestos de adelante. También les informé que ella estaba de cumpleaños. Por unas monedas, y con una voz un poco distorsionada por el alcohol, le cantaron las mañanitas y le dijeron unas palabras de felicitaciones. Los obreros somnolientos despertaron con las notas musicales y aplaudieron al finalizar, algunos otros pasajeros celebraron la ocurrencia con sonrisas y aplausos. Elisa volteó sorprendida, me miró y nos dio las gracias a todos. Los músicos se quedaron en la estación en que yo también debía bajarme. Sin embargo, no lo hice, un afán detectivesco o el síndrome Amélie hizo que pasara mi ruta y siguiera los pasos de la cumpleañera solitaria. En el fondo temía que a ella se le

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ocurriese algo fatal en su desolado aniversario. Se notaba tan desamparada y frágil que temí que su última parada fuera el viaducto más cercano o que se tirara sobre las vías del trolebús.

Elisa se quedó en la penúltima estación del recorrido, casi en las afueras de la ciudad. Yo me escabullí entre el resto de los pasajeros al bajar, para evitar que ella se diera cuenta de que le seguía los pasos. Una vez en la calle, decidí detenerme en un kiosco con la intención de comprar cigarrillos, para darle tiempo a la mujer de que siguiera adelante, yo la alcanzaría después. A lo lejos se divisaba el anuncio en luces de neón de un popular establecimiento de comida rápida; Elisa tomó esa dirección.

Pocos minutos después reanudé mi persecución hasta el restaurante, pero no entré, preferí quedarme afuera, en un lugar desde donde pudiera observarla. Vi que hizo la cola y pidió un pedazo de torta y una cajita infantil, de ésas que vienen con una mini-hamburguesa y un juguete. Elisa se sentó en una mesa pequeña, alrededor suyo había unas pocas personas. Cerca de donde yo estaba se encontraban unos empleados del lugar sacando la basura, y junto a ellos estaba el payaso que ameniza las fiestas infantiles del local. El payaso fumaba, charlaba, escupía y eventualmente se subía los testículos. Cuando lo escuché noté que tenía la voz ronca como la de un fumador crónico. Con la excusa de buscar fuego para mi cigarrillo me acerqué, mientras Elisa sacaba el juguete de su cajita y lo ponía frente al trozo de torta. El payaso me dio fuego y al tenerlo cerca pude percibir que sobre su rostro maquillado de blanco surgían unos pelitos propios de quien lleva varios días sin afeitarse. Con el cigarrillo encendido fingí postura de fumadora, aunque no fumo. Le busqué conversación al payaso mientras los empleados volvían adentro a buscar más bolsas de basura. Le dije: “¿tú ves esa mujer que está sentada cerca del rincón del baño?” “Sí, ¿qué pasa con ella?”, me preguntó sin mucho interés, con su boca muy grande y muy roja y con un aliento de fumador empedernido. Hoy es su cumpleaños y está más sola que la una, le respondí. “Todos estamos solos”, dijo el payaso de súbito—una reflexión filosófica que me pareció casi una altanería—. No le hice caso a su comentario y retomé mi plan: “¿Será que tú puedes…?”—comencé a formular la pregunta que el payaso no permitió terminar—. “¿Tú puedes

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qué?”, preguntó a la defensiva. “Hacerle una fiesta, hacer tus gracias”, respondí mientras veía cómo Elisa miraba su trozo de torta y, estoy segura, se cantaba en silencio su cumpleaños feliz. “No, a esta hora no me gusta ser payaso de nadie, ya mi horario de trabajo finalizó, además sólo animo fiestas infantiles, suficiente con eso, así que olvídalo”.

No sé de dónde saqué valor, supongo que fue el ver a esa solitaria cumpleañera frente a un pedazo de torta y un juguete por acompañante lo que me empujó a agarrar al payaso por la braga amarilla, a la altura del cuello, y pedirle con determinación: “anda y le cantas el cumpleaños, ¿qué te cuesta, cajita feliz?” El payaso no esperaba tal reacción y quedó desconcertado por unos segundos, después miró hacia la mesa de la mujer, tiró lo que quedaba de su cigarrillo al piso, lo estrujó con su zapato cabezón y, antes de entrar, dijo: “está bien, lo voy a hacer, a ver si esta noche alguien se queda conmigo”.

No puedo asegurar cómo terminó la película de Elisa sin inventar un poco, sin creerme con el derecho de ser la guionista de su celebración de cumpleaños. El resto de lo que vi esa noche fue a un payaso vestido con una braga ancha y amarilla acercándose a su mesa, mientras otros empleados comenzaban a levantar las sillas y a barrer el lugar, y algunas luces se apagaban. Si desde la vidriera se me ocurriera hacer un primer plano diría que al principio Elisa no sonrió ante la irrupción del ridículo payaso, pero que después su mirada se fue suavizando hasta que por fin se asomó una sonrisa en su rostro. Tal vez esto ocurrió cuando el payaso, ya sin maquillaje, se la llevó al cuartito que seguramente tiene por vivienda. El resto, me gustaría inventar, es un foco circular, como en el cine mudo, cerrando la escena de dos solitarios que se besan, y un empleado que se acerca a la puerta del restaurante para poner el aviso de Closed, pero que en su lugar se lea: The End.

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Carolina Lozada (Valera, 1974). Licenciada en letras mención lengua y literatura hispanoamericana y venezolana (Universidad de Los Andes, ULA, Mérida). Es investigadora de la Cinemateca Nacional. Ganadora del I Certamen Internacional de Relato Breve “El País Literario” con el cuento “Viejo bar. Viejo tango” (Madrid, 2005); del Premio

Municipal de Narrativa Oswaldo Trejo por el libro de relatos Memorias de azotea (Mérida, 2006) y del Premio Nacional de Narrativa Solar por su libro Adictos y transeúntes (Mérida, 2007). Además, su libro Historias de mujeres y ciudades obtuvo mención publicación en el I Certamen de Narrativa Salvador Garmendia (Caracas, 2006) y mención de honor en el II Concurso de Narrativa Antonio Márquez Salas de la Asociación de Escritores de Mérida (Mérida, 2005), y Los cuentos de Natalia obtuvo mención publicación en el II Certamen de Narrativa Salvador Garmendia (Caracas, 2007). Obtuvo el tercer premio de la quinta edición del Premio de Cuentos Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores con el cuento Los muchachos Karamazov.

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Lucía Ana García Julio Caracas, 1981

Se levanta dispuesta a acudir a su anodino trabajo en la

compañía de teléfonos. Se viste deprisa y mal. Come peor. Sale atropelladamente a la calle. Llega a zancadas a la avenida principal. A medida que transcurren los minutos, la cosa se complica: los autobuses no se detienen a recogerla. Hay barricadas y cauchos quemados en la vía. A cada paso se abren boquetes descomunales. Se alzan muros insólitos. Hormigueros de gente atacan caprichosamente algunos vehículos y saquean las tiendas. Apremiada, Lucía se sube a un camión de reparto de agua mineral del que “cuelgan” decenas de personas que, como ella, intentan superar los contratiempos citadinos; pero las vías se trastocan, llevan el camión en dirección contraria, amenazan con adentrarlo en parajes desconocidos. En fin, la compañía de teléfonos se hace inaccesible, la posibilidad de llegar rehúye a Lucía sistemáticamente. Lucía vuelve a casa cabizbaja, le explica la situación a sus padres, tendrá que renunciar. Los padres, aunque alarmados, aceptan su decisión; es preferible que permanezca en su cuarto a que ande por ahí en ese severo estado de frustración.

Días después, ya desembarazada de sus obligaciones laborales, Lucía se sienta ante el espejo de su peinadora como una dama isabelina y se arregla con toda la calma del mundo. Planea dejar su refugio por un par de horas, pero no se trata de una excursión fortuita en medio de los disturbios: Silvia, una ex colega, la ha citado en las adyacencias de la compañía de teléfonos para hacerle una confidencia. Aunque las calles lucen tranquilas, Lucía mira a su alrededor con recelo: el aire de la ciudad y el genio de sus criaturas es volátil, siempre cabe esperar un movimiento a traición en medio de la tregua. Al pasar junto a la vidriera de una mueblería en la que tocan

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canciones navideñas a todo volumen —detalle sospechoso, considerando que estamos en pleno marzo—, Lucía descubre a un enorme oso pardo aterrorizando a los compradores con sus enormes zarpas. “¡Un asaltante!”, piensa, con el corazón en la boca, y apura el paso para no llamar su atención… Porque Lucía siempre ha tenido imán para los animales salvajes: avispas, culebras, búfalos, mandriles y un largo etcétera.

La cita, en sí, es decepcionante: Silvia le habla de su jefe, quien pretende que le otorgue los mismos favores que alguna vez Lucía le concedió sin pensarlo mucho (no porque temiera perder su empleo, sino porque estaba convencida de que su voluntad valía un pepino, y decir “no” sería lo mismo que decir “sí” o “limonada”). Lo peor es que Silvia parece entusiasmada con la idea de sucederla. “Dame un consejo… ¿Qué debo hacer?”, le pregunta, mientras caminan por el parquecito situado frente a la sede de la compañía. “No sé, no soy buena resolviendo problemas”, dice Lucía, que preferiría hablar del peligro innominado que la acecha, del oso y los villancicos, de los muros repentinos que se alzan ante ella como si el concreto cobrase vida. “Pero, si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?”, insiste Silvia, mordisqueándose la uña del pulgar. “Yo vengo de tu lugar”, le recuerda Lucía, con la temible pasividad de quien ha sido sometido a una lobotomía, mientras se agacha a un costado para arrancar una tímida flor morada de una jardinera. Luego de olerla con aire melancólico, la separa de su tallo con los dientes y se la come. Es curioso, pero en medio de la extraña alegría que causa haberse librado de su jefe, Lucía siente una pizca de celos por Silvia. O quizás es que echa de menos su antigua rutina laboral, esos días en los que su mundo era armónico, inofensivo.

Lucía se despide de Silvia e intenta volver a casa, pero las calles se resisten a dejarla marchar, el pavimento ondula, las vías se retuercen como cuernos de carnero, como furiosas caracolas. Mientras camina en círculos, la oscuridad la cubre con su manto húmedo, nublándole los sentidos. Resignada a su suerte de perpetuos extravíos, busca un escondite para pasar la noche, un sitio que la proteja del asedio de los vagos y malvivientes que pululan en la ciudad. Opta por guarecerse en un viejo edificio abandonado del Seguro Social, porque la reja está abierta y allí las ratas no parecen tan agresivas. Sube

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un piso, dos, tres. En los pasillos flota un vaho a desinfectante, mezclado con notas de humedad y óxido. Como no hay nada mejor a la vista, se tumba sobre un montón de aserrín, en un corredor azulado que desemboca en las escaleras. Por unos instantes es feliz, creyendo que podrá dormir en paz.

Durante horas, Lucía cabecea con el pelo lleno de aserrín, rodeada de ruidos inquietantes. Comprende que no está sola, que tal vez se ha metido en la boca del lobo. ¿Y si este lugar fuera el palacio de esos demonios sin rostro de los que viene huyendo? Risas burlonas, el sonido chirriante de una reja que se cierra, de un cerrojo que se desliza. En medio de la penumbra, se precipita hacia las escaleras de emergencia, de cuyo alto ventanal dimana el único rayo de claridad que baña el corredor. Saca la mano a través de los barrotes de la reja, palpa la cadena, el frío candado. Ansiosa, recorre todo el piso buscando otras salidas, pero las encuentra condenadas. La han encerrado en la tercera planta de un edificio abandonado donde nadie podrá encontrarla jamás, porque se supone que no debería estar allí. Mala suerte, Lucía. Primero lo del trabajo y ahora esto. El mundo se empeña en confinarte. ¿Por qué? Es inútil que trates de averiguarlo. Es inútil que luches. Lucía se recuesta a una pared y llora amarga, quedamente. Casi sin darse cuenta, se va quedando dormida. Y cuando Lucía duerme, es como si estuviera muerta. Su pecho no se mueve, su respiración es casi imperceptible.

El alba le trae nuevos sonidos: esta vez se trata de voces humanas, cuchicheos. Aún adormilada, Lucía corre hacia la reja y alcanza a ver tres siluetas oscuras que bajan por las escaleras, una de ellas, armada de balde y coleto. ¿Personal de mantenimiento en un edificio abandonado? ¿No serán más bien fantasmas? También podrían ser Los Tres Chiflados. A Lucía no le importa su condición: chilla, extiende los brazos, les implora a gritos, por amor de Dios, que la saquen de allí. Les explica que la tienen presa, que quizás la estén guardando para comérsela sancochada el domingo. El trío se conduele de ella y se acerca; entre ellos hay una mujer de dulce mirada. Pero justo cuando la mujer de dulce mirada va a tomar esa manita lánguida que sobresale entre los barrotes, aparece alguien en el otro extremo del corredor, un gigante flemático. “No le hagan caso”, dice.

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Se enciende la luz. La cautiva lagrimosa se eleva en el aire, sostenida por las axilas, liviana como una pluma o como una niña… Y eso es. El pasillo y la reja del edificio abandonado no son tal, sino la entrada y la reja del apartamento de sus padres, tibio como un bostezo a las seis de la mañana. “No le hagan caso, aquí nadie quiere comérsela; imagínense, debe saber a flores”, dice el padre, jocoso, abriendo la reja con Lucía en brazos, a fin de disipar cualquier duda de los vecinos y de la conserje. “¿Por qué no encendiste la luz, Lucía? Pssht, qué niña tan rara, hasta parece que le gusta asustarse”.

Por ahora ha sido un susto inofensivo, un mero teatro de tinieblas, de imágenes eidéticas. Pero, algún día, Lucía no encontrará el camino a su sitio de trabajo y será el turno del pasillo, el oso y la reja, allí en donde nunca termina de amanecer.

Ana García Julio (Caracas, 1981) Narradora espaciosa, periodista a su manera y melómana furiosa. Lejos de matarla, su curiosidad la fortalece. Autora de "Cancelado por lluvia" (Monte Ávila Editores, 2005). Algunos textos suyos se han publicado en

España, México y Venezuela, y le han otorgado uno que otro premio literario. Canta en el ascensor, duda a menudo y es un poco más feliz cuando llueve.

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No somos modernos Ricardo Ramírez Requena Ciudad Bolívar, 1976 A Violeta, Salvador y Gustavo

Zona Rental Desde la muerte de Sofía, las cosas con Pedro se

pusieron, Aldonza, cuesta arriba. Antes de sus quince años había tomado un bolso y se había ido, dejando en la casa un vaho a derrota, a pérdida. Nunca supe manejarlo. Sofía lo suavizaba, lo ponía mansito. Yo fui incapaz de ese heroísmo.

No soy fuerte, no resuelvo, soy dubitativo. Mi trabajo no es admirable tampoco. Soy operador del Metro. Tengo veintitrés años siéndolo. Inauguré la línea 2, allá en el 87 y ahora inauguro la línea 4. Los jefes confían en mí para eso. Y me gusta, siento que abro caminos nuevos para los habitantes de esta ciudad. Pensé, además, que esa labor era digna de admiración por parte de Pedro, o que podría serlo. Pero nunca fue así. Cuando estaba pequeño y lo paseaba en la cabina, sufría de un terror sin fin al adentrarnos en el túnel. No le gustaba, le tenía pavor. Las pocas veces que lo intenté, en las noches sufría de pesadillas y corría a nuestra cama. Se aferraba a su madre y me daba la espalda. Entendía que era apenas un niño pegado a las faldas de su mami, pero con el tiempo las cosas no cambiaron. Era tanto el pavor que le daba el Metro, que solo podía soportarlo de la mano de su madre, y con lágrimas en los ojos. El asma se le complicaba además, se bombeaba sin parar. Sofía tuvo que inventarse una ruta en la superficie para llevarlo al colegio, lo que significaba que debía salir más temprano del barrio. Eso lo hace solo una madre. Yo pensé que todo se resumía en trabajar, ser honesto, estar pendiente de que nada le faltara, eso. No funcionó, Aldonza.

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La nueva línea tiene cuatro estaciones. De ahí empalma con Plaza Venezuela y la gente se va a Coche o la Universidad. Faltan estaciones en ésta línea, no se compara con la Línea 1 ni las otras. La siento como un atajo para llegar a Plaza Venezuela, más nada. Y ya yo voy perdiendo los tiempos de los retos. El sindicato cada día se pone más duro, más cerrado. Me he ido desligando. Tengo mis beneficios, tengo mis años de trabajo y mi jubilación. No quiero más nada: ni problemas con el gobierno, ni bajos asuntos, ni huelgas. Un sindicato es una mafia legal, y llevo años haciéndome el loco ante esa mafia. Supongo que hasta eso me lo recriminaría Pedro: no cogiste unos reales, no ascendiste. Más de veinte años en el túnel. En el hueco negro, oscuro, feo. Escondido como un topo. Caminando hoyos. Encuevado.

Tengo un amigo, Sancho, pero es una amistad complicada. A veces Sancho me entiende las vainas, los caprichos; a veces no. Desde el primer día en ésta línea nueva, me ha entendido definitivamente. Antes le costaba, me ponía en dudas todo lo que le comentaba. Claro, para alguien que se encarga de golpear a los ladrones detrás de las puertas grises de las estaciones, de aleccionarlos desde la inauguración del Metro, nada sorprende realmente. Ni siquiera recoger las manchas de sangre, huesos y excrementos que dejan los suicidas cuando se lanzan, cosa que empezó a hacer desde la llegada de la línea 3. Los humoristas, los llama. Los jodedores, cuando anda encabronado. Sancho llegó a finales de los setenta a Venezuela, a trabajar con los franceses. Era bueno en su labor. Un día no aguantó más y pidió cambio, después de la inauguración de la línea 1, en el año 85 si no recuerdo mal. En España, a pesar de lo bajo que era (le llevo una cabeza) había sido boxeador. De eso vivía en sus años mozos. Luego de fugarse del seminario de curas, se mantuvo en las calles echándole pichón a punta de golpes y porrazos Y a punta de golpes y porrazos llegó a Francia, cruzándola en tiempos de visitar al santo en Compostela. Se mantenía vendiendo estampitas y otras cosas en el camino, en especial a los gringos. Con dólares, pesetas y algunos francos llegó al lado vasco en la otra cara de los Pirineos y se presentaba como “El gran Panza” en los cuadriláteros. Tenía un jab de izquierda que dejaba lelo a más de uno y que quebraba todo a su paso. Un día lo bombearon entre varios en un bar, (lo aventaban por los aires), se fastidió de arreglarse la nariz

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quebrada, y se enroló como obrero en una construcción de bodegas vinateras. De ahí, bordeando Francia, llegó a Marsella, a Lyon, y de un solo golpe brincó a París. En cada avanzada hacía más dinero en mejores construcciones. Ya siendo experto con los años en trabajos bajo tierra, lo encomendaron como buen trabajador en Rotival, luego se fue con la gente de San Francisco, California y con ellos llegó a Caracas. No tuvo problemas en venirse, nada lo ataba. Nada, hasta que se empató con Teresa y tuvo una hija. Sancho, Aldonza, es mi amigo, quizás el único que me quede en la compañía. No suelo hablar con más nadie. Cuando cuadramos los horarios, almorzamos por su casa en San Agustín o a veces en las noches nos llegamos por Bellas Artes a tomarnos unas cervezas. Los ojos grises, opacos de Sancho, me miran entre birra y birra. Me miran con compasión, con piedad, quizás de lo poco que le quedó de tiempos del seminario, además de un ritual de despedida que le hace a los suicidas cuando recoge sus cuerpos: saca una botella de vino de cocinar, la esparce por el lugar antes de aplicar el líquido para limpiar los rieles, y dice “la sangre ahora se purifica con la carne, y se hace una con la tierra, sus metales, sus miserias. Púdrete, cadáver”. Hace la señal de la cruz como lo hacen los ortodoxos, para llevarle la contraria a la Iglesia romana y ser más hereje de lo que es, y se tira un peo. Es una mierda, pero por lo menos considera las almas de esos malditos. En su dureza piadosa también me dice que me olvide de mi hijo. “Pedro es un hombre y se marchó, déjale hacer su vida y sigue con la tuya. Así son las cosas siempre”. Sancho me escucha mis borracheras, esas en las que nunca lloro y me da por hablar más pausado de lo que hablo. Y le cuento lo que veo dentro de los túneles. Sólo tú y él saben de los espantos. En cada línea lo que veo cambia. En la línea 2 se veían indios. Indígenas. Caribes. Me hacían señales, me gritaban, hacían señales para que me detuviera, golpeaban el vidrio. Al principio, me chorreaba. Pensaba que no duraría en el trabajo. Luego, cerraba los ojos. Los rostros se veían en los trazos de luz cuando ya todo el tren estaba adentro del túnel. Pensé que con el tiempo lo manejaría. Al pasar a la línea 3 se sumaron rostros de blancos, de gente vestida para una gran comida, arreglada, cadavérica pero arreglada. Luego, mulatos y negras, sudados, de cuerpos brillantes y miradas profundas. Veía que increpaban con voces, pero nunca pude entender del

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todo qué decían, así me esforzara en leer sus labios. A esa velocidad, era muy difícil. Una vez hicieron un Congreso de sistemas subterráneos de transportes, y entre copa y copa, un argentino me comentó que en el Subte no era muy distinto, más en las rutas viejas, las cercanas a Plaza de Mayo. Decía que eran los muertos de la Boca, pues el subterráneo no llegó nunca hasta allá. Los mexicanos eran más exagerados: aztecas, el mismo Moctezuma, conquistadores, los franceses que invadieron hace más de cien años, y hasta los abandonados por los rescatistas en tiempos del terremoto de no hace mucho. No les creí, el metro allá no es subterráneo. Pero los gringos de Nueva York o los mismos franceses de París, tan serios y tan comemierdas, pelaron los ojos cuando lo comentaba. No dijeron nada, pero sé que sus historias no serían tan distintas a la mía. Sancho solo tenía una palabra cuando le contaba esto: superstición. Ateo como era, ateo militante además, que se encargaba de dejar volantes en los asientos de los vagones, decía que eso era simplemente paja. “No es a espectros a lo que hay que tenerle miedo, es a los vivos y cómo manchan los rieles cuando se matan o cómo lloran cuando le destripas las bolas con alicates”. Tú no crees en nada, le increpo. “No, no creo en nada, respondía”. Y era verdad: tratar con ladrones y suicidas endurece. “Eres duro entre tanta miseria en la que trabajas”. “No”, me decía otra vez:” Mámate el franquismo para que veas lo que endurece. Ustedes en este país, en donde llevo años viviendo y culeando y trabajando y esperando la muerte sonriente y negra, perdieron el fogueo, la conciencia del dolor, de pasarla mal. La democracia los volvió un masacote, los volvió pupú, gente sin guáramo (una de sus palabras criollas favoritas, que repetía como un mantra). Se volvieron débiles. Yo escucho los cuentos de los que no son de acá y lo confirmo. No han llevado palo del bueno desde hace años y así no se hace el carácter. Tú podrás ver fantasmitas, todos ven fantasmitas acá, eso no te ha hecho más fuerte”. No sabía nunca que responderle cuando me atacaba con esas palabras. Bajaba los hombros. Me despedía con un leve “hasta mañana”.

Parque Central Al empezar en la Línea 4, me llené de valor para afrontar

lo que venía en el túnel. Nunca entendí por qué no busqué otro trabajo, Aldonza. Las primeras veces, apenas en el 87,

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cuando me bajaba más blanco de lo que soy y entregaba el turno, me iba a buscar ron a cualquier barra antes de llegar a casa. Luego, un día, aparecieron unas pastillas en la sala de reposo, cuando iba a comer. Me sentaba en el mismo puesto siempre, ahí estaban. Una nota decía “Esto quita los fantasmas”. Las engullí. Eran dos siempre. Supuse que alguien viejo de la empresa, de los que inauguraron, del sindicato, me dejaba las pastillas. Los fantasmas no desaparecían en el túnel, sencillamente no me importaban. Como si fueran una forma más de la luz. Con los años, supongo que el cuerpo se fue acostumbrando, sentía que perdían el efecto. Una vez dejé una nota que decía “más”, y al día siguiente tenía tres pastillas, ¿puedes creerlo? Pero esas también empezaron a perder su efecto. Y ahora, comenzando en esta nueva línea, apenas aparece una de vez en cuando. Hace dos meses me dejaron una nota “la crisis”, decía. ¿Qué bolas no? Me jodí, pensé inmediatamente. En esta Línea no he visto al primer espanto, pero sé que en cualquier momento aparecerá. Nunca faltan. No sé si podré soportarlo. Hoy me tomé un Valium antes de salir de casa, y llevo otro guardado, pues nunca se sabe. Tú me entiendes Aldonza. Me toca la hora del mediodía, lo que hace los tiempos más lentos, más cargados, más muchachitos parando la puerta para entrar, más gente coleándose sin vergüenza, más musiquitos, enfermos, personas mayores. Los musiquitos acomodan el mediodía de algunos y a otros los encabronan. Los hay de todo tipo: guitarrita y temas de moda; arpa, cuatro y maracas; hiphoperos. La Cindy sin dientes, célebre mendiga, se mudó hasta esta línea a ver cómo le va, supongo. Sigue siendo la favorita de la fanaticada, suben videos suyos a youtube, ella hasta se entusiasma y piensa en un disco. Los enfermos no tienen fin, o los supuestos enfermos en muchos casos. Los vendedores son los más histéricos y gritones. Me fastidian los mediodías, pero por lo menos me entretienen, hacen que pase el tiempo más rápido.

Soy un hombre alto y delgado, aunque eso ya lo sabes, me gusta recordártelo. Tengo algunas hermanas, que nunca se casaron, vagabundas, y un hermano muerto en un lance con la Policía en los ochentas. Los malandros eran más, y lo acribillaron. Vivo, desde la muerte de Sofía, en una casa de alquiler por Puente Hierro, que comparto con una doña, una hija de una de mis hermanas y un italiano viejo que trabaja de

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barbero. En un anexo, vive un curita retirado, que fue confesor durante décadas en la parroquia Santa Rosalía de Palermo. Una vez intenté contarle lo que veía en el túnel, pero no entendía nada de lo que le decía, sólo hacía silencio y al final, antes de terminar de echarle el cuento incluso, me absolvió, me dijo que rezara tres avemarías y me despidió. Me quedé con todo el frío de los muertos adentro. No recé los avemarías. Cerca del Nuevo Circo hay una iglesia Evangélica y probé llegar hasta allá. Me recibieron. Me hicieron unos rezos, cantaron loas al Señor y me pidieron dinero. Me molesté y me fui. Dejé la cosa de ese tamaño, no era cercano a verme con brujos ni santeros. Cargaría con mis fantasmas.

No recuerdo si de niño veía aparecidos, Aldonza. La verdad que no. No sé a ciencia cierta cuando empecé a ver cosas. Comencé a beber y a meterme vainas recién salido del colegio. Hice múltiples oficios. Encontré luego a Sofía y nos enamoramos. Fue mi tiempo más feliz. Años después de comenzar en el Metro, Sofía empieza a sentirse mal y un día va al médico. Cáncer de pecho. Nos dio en la madre eso, a Pedro y a mí. En menos de cuatro meses se puso chiquitica, se le cayó el pelo, Aldonza. No aguantó mucho la quimio, los médicos decían que no valía la pena ni siquiera extirparle el pecho. Nada, se nos murió. Pedro estaba ya grandecito, y entre mi trabajo, y otros oficios que estaba haciendo para terminar de pagar la plata que me prestaron para el entierro, se me echó a perder: se jubilaba del colegio, se juntó mal, robaba reproductores de carro, celulares. Un día me lo llevaron unos conocidos de la policía y me dijeron que lo moliera a palos, que se me iba a salir por la tangente, que no lo perdonarían la próxima vez. Nada de lo que hice resultó, Aldonza, y cada vez que levantaba la correa para cuerearlo, no podía dejar de ver al niño que lloriqueaba cuando viajaba conmigo en el Metro. Nada pude hacer, lo dejé andar, lo alimentaba y dormía en la casa, trataba de hablar con él. No sirvió de nada. Un domingo ya tenía cuatro días fuera de casa y el lunes, al volver de mi turno, no estaban sus cosas en el cuarto. Lo llamé al celular, le mandé correos, sin respuesta. No lo vi nunca más.

Nuevo Circo Ahora Aldonza, a estas horas, hacia el final de la tarde,

las estaciones están más llenas. En esta línea los tiempos de

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espera son mayores, y para colmo te anuncian el tiempo de llegada en unas pantallas. Eso ayuda, pero en un subterráneo, no sé para qué. Total, ¿a dónde vas a ir? La llegada del tren ocurre relajadamente, y suelo esperar un poco más a que se monten los pasajeros, que se aglomeran, como pasa en Ciudad Universitaria por ejemplo, o para ir a Caricuao. Pero ese día, hace un mes exactamente, las puertas de los vagones tardaron en cerrarse. El primer pensamiento fue la gente trabando las puertas. Di el anuncio de que deben dejarlas cerrar para seguir. Aun así me daba la señal el sistema de que seguían abiertas. Lo intenté nuevamente, sin lograrlo. Di un segundo llamado, diciendo que si hay algún contratiempo que presionen el botón de emergencia. Aun nada. Luego de dos intentos más, decidí salir. Encontré el pasillo de la estación vacío y con un silencio poco común. A dos metros de haber salido de la cabina, vi al espectro. Mi hijo, vestido extrañamente, que me miraba cabizbajo. Lo reconocí enseguida a pesar de eso; supe también, por el olor, que estaba muerto. Permanecimos en silencio y yo, en mi terror, empecé a buscar una salida. Estaban cerrados los accesos a las escaleras mecánicas y a las de concreto. Empecé a gritar; le hice señales a las personas en los vagones, pero me miraban extrañados, como desconociéndome. Pedro se acercaba más, estirando el brazo izquierdo. Sentí que la tensión me bajaba, que me iba haciendo pequeño y el aire desaparecía de mis pulmones. Cuando lo tenía cerca, estando yo contra un muro, sin poder escaparme, grité con todas mis fuerzas. Los pasajeros del tren me hacían señas y se reían; algunos me increpaban, mostraban impaciencia. Al final, me habló. Me dijo que no me preocupara. Entonces vi salir del túnel de llegada a la estación a todos los espectros que había visto en mi vida: los indios, los españoles, todos los fantasmas del pasado. Llegaron otros, que por su vestimenta reconocí como trabajadores de subterráneos. Estos me hablaron y por sus acentos y expresiones noté que eran americanos, argentinos, franceses. Por último, levanté la vista hacia Pedro. Me miraba con tristeza. Lo rodeaban. Intentó dirigirme la palabra nuevamente, pero se lo impidieron. Le pregunté cómo había muerto, por qué no estaba con su madre, pero fue inútil. Rápidamente se lo llevaron. Poco a poco fueron partiendo. Estaba helado. Volví a quedarme solo.

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Cuando reaccioné, Sancho estaba a mi lado. Apartaba a la masa de pasajeros de la estación que se aglomeraba alrededor mío. Sancho me dio dos pastillas y un poco de agua y me ayudó a levantarme. De los mendigos, se escuchaban abucheos y carcajadas. De los enfermos, lamentos y expresiones solidarias. Luego, alguien entró en la cabina y, al minuto, el tren continuó su marcha. No podía moverme cuando la estación quedó casi vacía. Cerré los ojos; me supe en una camilla y que entre varios me llevaban.

Teatros Me fui con Sancho. Nos llegamos por Sabana Grande.

“Alonso, ¿qué te pasó?, me preguntó. Sancho había logrado que me dejaran ir los paramédicos Junto a él estaba un estudiante, un joven muchacho, aprendiz Ingeniería de Transportes. Nuevo en el Metro, debía acompañar a su superior a donde quiera que este lo llevaran. Además, se notaba emocionado. “¿cómo que qué me pasó? Los espectros Sancho, los espectros vinieron todos a verme hoy”. Me observó con rabia y desconsuelo; el estudiante no mostraba emociones en su rostro. “También estaba Pedro”, le insistí. “Claro”, me respondió, “ya entiendo”. Hubo un largo silencio de repente. Nada se escuchaba. “¿Se había tomado sus pastillas?”, me dijo el estudiante. Me molestó que se metiera en nuestra conversación y así se lo hice saber. Sancho me tomó por el brazo, refrenándome. “¿qué le has dicho de mí?”, increpé a Sancho. Volteó a mirar al estudiante (creí ver una expresión de complicidad), y luego abrió amplios los brazos y dijo: “que eres mi mejor amigo”, y me abrazó. En el camino a casa, pues insistió en acompañarme, me dijo que debería tomar vacaciones, que él tiene cuadrada una casita por Los Caracas, Teresa quiere salir, que me fuera con ellos. Le dije que le avisaba. No lo he hecho, hasta ahora. Al llegar a casa, abrí una de las botellas. Bebí casi un cuarto de ella. Sentí que al fin me relajaba, que todo volvía a la normalidad, que eso no estaba sucediendo. Eso, el sentir que los espectros me miraban con los ojos muy abiertos, como siento cada día. Luego del segundo gran trago, supe que ni todo el ron del planeta, ni todas las pastillas, los sacarían. Comprobé lo que un día me dijiste: viven entre nosotros.

Días después, pude ver por el cable a la Cindy sin dientes dando declaraciones en un programa de entrevistas.

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Contaba su versión de los hechos. Nada de lo que decía coincidía con lo que yo pude vivir en carne propia. Ya verá la Cindy sin dientes quien es el señor de esta historia. Ya verá Sancho que yo si tengo pantalones. Ya verán mis vecinos cuando aparezca yo, Caballero de la Triste Figura, en la tele, contando la verdadera historia. Se la contaré al mundo, Aldonza, se la mostraré al mundo aunque crean ver en mí solo a un viejo, casi un jubilado, con problemas en la cabeza.

Tú lo sabes más que nadie, Aldonza. ¿Dónde quedan, acaso, todos los años que llevamos conversando?

Ricardo Ramírez Requena (Ciudad Bolívar, 1976) Cursa la Maestría en Literatura Comparada en la Universidad Central De Venezuela; es Profesor de Literaturas Occidentales en la misma casa de estudios, fue el Librero Principal en El Buscón, Librería de Ocasión, entre 2004 y 2008.

En País Portátil

Venezuela es un país esencialmente triste

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Dejar la peluca Carlos Ávila Caracas, 1980

Arrancamos después del mediodía y sin haber dormido

nada. La carretera estaba vacía. Marcel me pidió que pusiera La violó, la mató, la picó y sacó de la guantera un pequeño libro. Lo registró sin dejar de manejar, y mirando de cuando en cuando el camino. Se detuvo en una página y le dio con la mano al papel varias veces en un gesto que demandaba leer lo que estaba ahí escrito. Así que leí un poema que se titulaba “Despistado” y cuyo último verso hacía mención a cierto “lugar ocioso.” Le devolví el libro a Marcel. Se lo puso sobre las piernas y habló. El lugar ocioso es Caracas. Despistado es él. Luego dijo que eso lo había escrito Mercedes Yépez y se desvió para detenerse en una gasolinera que está antes de tomar definitivamente la autopista.

Su idea del documental era hacer un semblante de Cayayo que lo reivindicara al punto de convertirlo en nuestro Jim Morrison. Quería concentrarse específicamente en el período de Dermis Tatú. Decía que como en Argentina lo hizo Luca Prodan y en Colombia Andrés Caicedo, también Cayayo debía abrir los ojos y ponerse de pie. Cargamos el tanque y en la tienda compramos cervezas y ron. Cuando volvimos nos dimos cuenta de que no teníamos cigarrillos y Marcel se devolvió a buscarlos.

Esperé dentro del carro con los vidrios arriba. El sol picaba y comenzaba a sentir al aire caliente. Había puesto las bolsas de la compra en la parte de atrás y había notado que sobre el asiento, al lado de la cámara y los equipos, se hallaba un libro azul de tapa dura. Según lo que me había dicho Marcel, aquello era el trabajo de un tal Carlos Camero. Yo entendí que, durante sus estudios, Camero había orientado varios de sus proyectos a las manifestaciones rockeras actuales. No sé cómo, pero Marcel había conseguido uno de esos tomos. Ahora yo lo tenía en mis manos. Abrí una página

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al azar y distinguí un fragmento encerrado en un rectángulo con resaltador.

“La cultura oficial sale a tu encuentro, pero al underground tienes que ir tú”. Frank Zappa. En Kurt Cobain encarna el rock alternativo y el movimiento rockero que durante los noventa se impuso ante la cultura oficial. En las circunstancias de su muerte y en su actitud ante la fama y el mercado está resumido el espíritu de la época y el sentimiento de la llamada Generación X. Su figura representa al líder ideal del cambio más dramático en la escena mundial del rock, además de la ruptura con el glam y con el dance que para entonces (últimos años de la década de los ochenta) ya comenzaban a bailar sobre sus restos. Sin embargo, lo que aquí nos ocupa es el hecho de que Kurt Cobain nació apenas un año antes que Cayayo; un dato que parece insignificante, pero que situando sensatamente a cada uno en su contexto, y tomando en cuenta todo lo que significa el paso de un siglo a otro (que no sólo le es común a los dos, sino en el que también se comprende “el desánimo fértil de nacer entre dos épocas”), nos hallaríamos ante dos figuras que expresaron claramente todo lo que sintieron. El primero, desde la cresta de la ola y con un final trágico. El otro, con un final no menos fatal, pero desde el desencanto y la desilusión; aunque siempre habrá quien cambie estas dos últimas sentencias por la palabra fracaso…

Marcel volvió con los cigarros y los tiró sobre el tablero. Nos persignamos jodiendo y retomamos la carretera.

Nos conocimos en la universidad cuando teníamos poco más de veinte años. En aquel entonces llevábamos impregnada la emoción y la inquietud que ahora estamos empeñados en demorar. Nos gustan las mujeres y hemos sido relativamente exitosos al respecto. Habrá que decir que éxito se traduce en cantidad y que con el tiempo dicho triunfo ha ido mermando. Por suerte, ninguna mujer nos ha atraído al mismo tiempo. Nos divierte atravesar la autopista en su carro, aunque cada vez lo hacemos con menos alegría. También nos une el ridículo rechazo a los compromisos. Como es lógico, tenemos nuestras relaciones afectivas favoritas. Se trata sobre todo de las mujeres que no responden con afán a lo que queremos. Lo típico: atender a la indiferencia con más solicitud que al afecto. Como podrán darse cuenta, somos el estandarte de la inmadurez y la

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irresponsabilidad. Marcel y yo, además, sabemos a cabalidad cuáles son los puntos débiles del otro y estamos al tanto del status de todas nuestras historias. Todo eso junto hace que nos conozcamos lo suficiente como para hacernos daño. Sin mucho esfuerzo, somos capaces de adivinar el momento preciso para jodernos: si uno de los dos asume cierta dinámica maliciosa con respecto al otro, será porque éste último se ha expuesto a un estado de vulnerabilidad que el primero no va a dejar de aprovechar. Me parece que así es y así va a ser siempre en la amistad. Tengo que resaltar que cuando coincidimos en la alegría la relación se torna inolvidable, pero cuando uno de los dos subraya el veneno y la inquina, llegamos a dudar del cariño y nos odiamos brevemente.

Para el momento del viaje era yo el que estaba más incisivo y durante buena parte del camino me dio por sacarle la piedra a mi amigo. Un diálogo atravesando aquella carretera podría comenzar con una pregunta suya.

¿Tú sabes quién es Fernando Samalea? Sí. ¿Quién es? Si no es un roquerito sifrino de los que tú admiras, es un argentino. Es cierto, es un argentino, pero la pregunta es si sabes quién es. No sé. Fernando Samalea es un músico, es mi amigo y me contó que conoció a Cayayo cuando vino a Venezuela a tocar con Charly. ¡Bravo!, ahora cita los años y di que Cayayo es el punto-de-inflexión del rock en Venezuela. Marcel generaba conversación y yo lo atacaba. Ahora pienso que su ceguera con el documental comenzaba a hartarme. Sé que nos quedamos un momento en silencio, haciendo como si sonriéramos. La música sonaba con gracia. Los árboles marcaban una imagen monótona y yo escuchaba relajada y lejana la voz de Marcel sobre la carretera. Samalea me contó que estaba trabajando en el estudio cuando se enteró de que Cayayo se había muerto. La noticia la trajo alguien que venía de la calle. Me dijo que esa noche la sesión estuvo cargada de una vibra extraña, que era como si Cayayo estuviese ahí trabajando con ellos desde un rincón apartado en la propia sala. Eso fue lo que dijo. También me contó que recibió una carta tres días después de la terrible noticia. La firmaba Cayayo. Samalea la leyó como quien lee las noticias del más allá. Me dijo que era una carta bellísima y que todavía la conserva. Se le pusieron los ojos aguados cuando me lo contó.

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Dijo que las palabras de esa carta tienen una luz que no es de este mundo.

Estaríamos a mitad de camino cuando me quedé dormido. Soñé con una canción de Seguridad Nacional que se llama “Quién puede saber,” pero que en el sueño se llamaba “Serpiente.” Fue un sueño sin imágenes: yo estaba en una habitación a oscuras y sin clima, o simplemente tenía los ojos cerrados. Entonces escuchaba acercarse poco a poco la voz de Yatu, como si alguien le fuese subiendo lentamente el volumen. Marcel me despertó con un manotazo y me pidió que le pasara una cerveza. Me levanté exaltado.

No había música en el carro. Escuchábamos la estridencia de los otros automóviles en la autopista, las eses que en la carretera hacen los cauchos y que en segundos se vuelven ches. Marcel abrió una lata, se echó un trago y, después de aplaudir con fuerza, me pidió atención. Había puesto un cd. Según lo que dijo, íbamos a escuchar la voz de la maracucha Stella Ortiz. Aquella era la grabación de un foro que se realizó hace años en Caracas y en el que aparentemente ella participó. Marcel me rogó que pusiera atención y no interrumpiera. Cállate y escucha.

Hay un video del noventa y tres en el que Dermis Tatú es telonero de Seguridad Nacional en el Teatro Cadafe de El Marqués. Este es el primer concierto del grupo. Se trata, si no me equivoco, del recién promovido Festival de Nuevas Bandas. En este video se reconoce a un Cayayo muy joven, con el cabello tapándole el rostro hasta un poco más abajo de los cachetes. El peinado recuerda a la Ruddy Rodríguez de Niña Bonita. Los músicos de Seguridad Nacional aparecen en tarima lanzando flores al público. En el lugar se genera un caos, aunque armónico. Pero no son ni las flores ni la aparición de los músicos lo que produce esto, sino la repentina presencia de Cayayo. Recordemos que en algún momento de los años ochenta, Cayayo visitó un templo en La Azulita donde se inició, como otros músicos de la época, en la cultura Krishna. Allí se afianzó su amistad con Yatu y allí conoció, entre otros, al Maestro Avadhuta Maharaj. Queremos presentar a nuestro hermano espiritual, dice Yatu en el video refiriéndose a Cayayo. Luego lo llama por su nombre en la religión: Rama Charan Das. Hari Bol, grita Cangrejo desde la batería. Todos en la tarima están adornados con collares de flores. La ocurrencia convierte el

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momento en un instante inolvidable. Según las fechas, podríamos decir que Cayayo padeció el momento más cumbre de la movida escena política local. Me refiero al estallido social más salvaje que hasta ese momento había registrado la historia contemporánea del país. Hablo específicamente de El Caracazo y de las dos intentonas de Golpe de Estado; todo inscrito en situaciones en las que sometía la represión policial, los disturbios estudiantiles y los toques de queda. Esto sin hacer mención a la tradición en la que se ha convertido la eterna falta de empeño en cuanto a las políticas culturales, la mil veces mentada ausencia de espacios, y la poca seriedad con que nos hemos acostumbrado a tomar la cultura del rock. ¿Qué estoy queriendo decir? ¿Que Cayayo es un engendro de todo lo anterior? A mi juicio, no sólo Cayayo, sino todos los nacidos en su década, y exactamente los nacidos hasta mil novecientos ochenta y nueve, fuimos legítimamente engendrados desde estos escenarios. Muchas gracias…

Lo que vino después fue una larga explicación por parte de Marcel: la alusión a una teoría en la que basaba su documental y que tocaba de frente el tema político. En su discurso, Marcel nombraba instituciones Estatales y apuntaba cifras que superaban los cientos de miles de bolívares fuertes. Yo procuraba bostezar.

Lo único que tenía claro en relación a un posible guión para el trabajo de Marcel era que si en una historia un personaje salía de viaje, el motivo por el cual lo hacía debía ser diáfano, no importaba lo tonto que resultara. Lo de entrevistar a Yatu en Churuguara no me convencía y por eso antes de salir le pedí a mi amigo que buscáramos otra excusa, algo más burdo e insignificante. Nos metimos en Internet y dimos con la entrada en Wikipedia que nos interesaba: “Churuguara es una ciudad del estado Falcón que está situada en la Cordillera de La Sierra de Agua Negra. Es una ciudad de imagen pintoresca, donde se conjugan el verdor de sus campos y la benignidad de su clima. Se dice que en Churuguara las cosas que se piden en voz alta se vuelven realidad.” Perfecto. Entrevistar a Yatu en Churuguara, pero sobre todo comprobar si era verdad que estando una vez allí se cumplía lo que uno deseaba en voz alta, era el pretexto más tonto y quizá por eso el indicado. Nada más apropiado tratándose de dos ociosos solteros de más de treinta años que

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se quedaron detenidos en la escena que durante los noventa vivió el rock nacional. Listo.

Marcel se desvió y se detuvo bruscamente a un lado de la carretera. Apagó el motor pero no nos bajamos. A nuestra izquierda seguían velozmente cruzando los otros carros. Su rostro se leía impaciente. Mi amigo tenía las dos manos sobre el volante y miraba fijamente al frente. Poco a poco empezó a girar la cabeza. Pensé en Linda Blair. Volteé asustado la vista hacia un punto lejano en la carretera y me puse a ver la ilusión del vapor en el horizonte. Quise comentárselo o hacer un chiste pero no me dio tiempo porque Marcel me tocó la cara, me rascó la cabeza y comenzó a hablar con una sobriedad escandalosa. Date cuenta. La desazón está en todas las letras. Esa asfixia se nota en su manera de tocar la guitarra y en la forma en la que poco a poco fue transformando su voz.

¿Cuál es la canción más conocida de Dermis Tatú? “Terrenal.” ¿Cómo empieza esa canción? He decidido escapar de esta ladilla de ciudad. ¿Qué es ladilla? Aburrimiento, cansancio, desidia. Tener ladilla es no tener ganas y “esta ladilla de ciudad” es esta ladilla de Caracas. No hay duda. Además, en esa misma canción él dice: espero el día en ansiedad y en ella la felicidad se me ha escapado. ¿Qué te parece? Marcel comenzó a hablar como si se hubiese metido unos pases; y, hasta donde yo sabía, no lo había hecho. La cara se le invertía y se le iban marcando poco a poco las venas del cuello. Se secaba de la frente el sudor con las manos. Abría y cerraba la boca. Abría y cerraba la boca. Hablaba marcando las eses y cada vez con más velocidad. Date cuenta. La apatía se repite. En todas las letras hay tedio y claustrofobia. En todas hay amargura y disgusto. Hay inquietud y hay desazón. En “H” alguien flota en el limbo, aterrorizado. En “El Hoyo” alguien vive buscando algún suelo en que pueda cavar, las lombrices retuercen su estómago vacío, lo muerden por dentro llenándolo de ideas viscerales. ¿El título de “Animalito en corral” no te dice nada? En “Sordera” la sensación de agonía es la misma que algún día morirá en nuestra piedad. Eso no sé qué significa pero suena horrible. En “Despistado” un tipo gira dando vueltas sin parar. No hay lugar que ocupar, dice. En “Cría Cuervos” se afirma que el fracaso en esta vida es algo hereditario. En “Error por cometer” el dolor se esconde bajo las sombras, se insiste en desistir de una vez, se insiste en el rostro cobarde

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del fracaso. Quise decirle a Marcel que me parecía que muchas de las letras de las que hablaba no fueron escritas por Cayayo, pero no me dejó. ¿Tú sabes cómo va a empezar mi documental? No. Sencillito: la pantalla va a estar en negro unos segundos, lentamente en letras blancas se va a distinguir: “Moriré en paz deseando ver las cosas cambiar de lugar. De algún lugar a otro lugar.” ¿Qué te parece? Hermoso. Sí. ¿Y sabes cómo se va a llamar? ¿Cómo? Dejar la peluca.

Cuando entramos a Churuguara ya era de noche. Hacía calor, pero una repentina brisa fresca lo convertía todo en un sitio hermoso y placentero. Un guardia nos cobró el peaje en la alcabala, los dos sonreímos e hicimos el mismo gesto con la cabeza. Eso nos hizo gracia. Avanzamos en paz. A los lados sólo se distinguían algunas pocas luces a lo lejos. Rodamos en línea recta mientras por los espejos la alcabala se iba haciendo diminuta.

Durante el trayecto no reconocimos ninguna señal de vida. La vía se extendía hacia los cuatro puntos cardinales en una planicie sin fin. Marcel fue disminuyendo la velocidad hasta que de repente detuvo el carro. Apagó el motor y la canción que estaba sonando se cortó de golpe. Oíamos a lo lejos el sonido de los grillitos. Marcel habló.

¿Quién va a ser el primero que va a pedir un deseo? Yo. Dale. Quiero que suene “Veneno”, la versión de Zapato 3. Marcel giró el switch y puso la canción que yo había deseado. La escuchamos entera sin hablar. Gran canción. Cuando terminó, Marcel apagó el motor otra vez y sugirió que pidiéramos algo difícil a ver si se cumplía. Que se nos joda el carro. No seas marico. Que llueva. Dale, que llueva.

Parece mentira, pero apenas lo dijimos tronó fuerte. Enseguida cayeron varias gotas sobre el parabrisas. El agua se multiplicó precipitadamente y en unos segundos se había desatado una lluvia escandalosa. Nos miramos dudosos y sonreímos con nervio. Saqué de atrás la botella de ron y brindé por ese gesto celestial. Marcel se echó un trago larguísimo. Subimos con prisa los vidrios porque el agua comenzó a mojarnos. El parabrisas se empañó y la visión hacia adelante se volvió nula. Marcel encendió el motor con intenciones de hacernos a un lado, pero cuando intentó dar marcha al carro escuchamos una explosión en la parte de adelante. Extrañados, bebimos y fumamos un rato sin decir nada. Quisimos escuchar música pero la electricidad en el

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carro también había desaparecido. Nos descubrimos atravesados en el medio de la carretera, con una furiosa lluvia afuera y el auto totalmente inservible.

¿Tienes miedo? Sí. Te voy a contar una ocasión en la que vi a Cayayo. Cuéntame lo que sea. Bueno: por alguna razón yo estaba en el aeropuerto de Maiquetía con mi mamá. Estábamos en una cafetería sentados a una mesa cuando vi aparecer a un montón de hombres peludos y tatuados. Entre ellos estaba Cayayo. Entraron a la cafetería y se sentaron, pero extrañamente no pidieron nada. Se quedaron allí conversando. En el grupo había una sola mujer que permanecía callada y muy cercana a él. Era su versión femenina, tan sencillo como eso. En algún momento los dos se separaron del resto y salieron de la cafetería. Se detuvieron a unos metros de donde estábamos. Los vi conversar y los vi despedirse. Los recuerdo idénticos, de la misma altura y con el mismo porte. Uno macho y la otra hembra. Eran la misma persona. Se despidieron con un largo e inmortal beso en la boca... ¿Eso es todo? Sí. Qué linda historia. ¿Te estás burlando? No, me resulta tierno. No te creo. En serio. Si te estás burlando, entonces que te lleve el diablo. Que nos lleve a los dos.

Adivinamos de pronto un par de luces que venían hacia nosotros a toda velocidad. Parpadeaban anunciando algo fatal. Eran las luces de una máquina gigante, o los ojos de algún monstruo indomable. La lluvia no nos dejaba ver nada. Sonó en el cielo un grito que pudo haber sido el de un elefante agonizando. Marcel intentó en vano encender el carro. Por alguna razón no pudimos responder a ningún instinto. Permanecimos inmóviles. Recuerdo que lo último que hice fue taparme la cara con las manos.

El estruendo fue como si hubiese caído desde el cielo algo gigantesco hecho de piedra y vidrio. Sonó duro. Sentí la luz y distinguí una fosforescencia que lo iluminó todo por unos segundos. El estallido pasó a ser una aguda exclamación sobre el asfalto, y luego una sucesión de pequeños bombazos. Creo que el eco de los cristales alargándose sobre la carretera fue lo último que escuché.

Cuando acabaron los ruidos, me incorporé lentamente y vi a Marcel del otro lado de la carretera. Entre los dos había una mancha en el piso que parecía un hueco hacia el abismo.

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Aunque, ahora que lo pienso, pudo haber sido aceite o gasolina o agua.

Estuvimos por muchísimo rato sentados en el borde del camino hasta que la lluvia fue cediendo. Allí me di cuenta por primera vez de que Marcel se estaba quedando calvo. Me puse a lanzar pequeñas piedras al centro de la vía: intentaba acertar los restos de un bombillo. El piso estaba mojado y nosotros en un pesado silencio. A un lado se distinguían regados un asiento y un par de cauchos, la cámara hecha pedazos. Papeles, discos, ropa. Al otro lado estaba la carretera infinita. No había una gota de sangre en el camino. Yo insistía en meter una piedra en un vidrio roto mientras Marcel fumaba y hablaba en delirio sin detenerse.

Yo tengo los demos que Dermis Tatú grabó junto a Cangrejo. Hoy puedo decir que ese material ya no es un documento sino un testimonio. Ese es el punto más alto que ha alcanzado lo que nos hemos empeñado y lo que nos hemos forzado a llamar rock nacional. ¿Te quedó claro?

Acerté una piedra. Me levanté en un brinco de celebración. Salté y grité. Me puse a imitar el sonido que hacen los aplausos en un estadio repleto de gente. Grité y corrí en círculos. Sospecho que Marcel se sintió aturdido y por eso comenzó a hablar más fuerte. También se puso más serio. Poco a poco fue adoptando aquel semblante que descubrí cuando lo imaginé en perico. Cada palabra lo mostraba más seguro de todo lo que decía. Hablaba solo, pero lo hacía como si estuviese ante un teatro lleno de gente.

¿No les parece que hay un cambio notable en algún momento? Su manera de tocar la guitarra pasa de un estilo blando a un modo más bestial. Es el mismo momento en el que se deslastra de ese semblante tímido. No debemos olvidar que Cayayo fue siempre una figura turbia. Cuando pensamos en sus primeros años lo recordamos con el cabello sobre la cara. Cuando lo vemos en las entrevistas lo ubicamos fuera de las luces. Es más, me atrevería a decir que en Sin sombra no hay luz las frases en la guitarra buscaban cierta dulzura, y que en Infecto de afecto hay un Cayayo aproximándose a las voces y a una manera propia de tocar la guitarra. Todo eso se consuma después en un sonido propio en las grabaciones de Dermis Tatú. Desde ahí se percibe en Cayayo una manera distinta de afincarse en el instrumento: haciéndole daño y al mismo tiempo registrando un sonido transparente y dulce.

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Algo de metal y de furia, pero también un eco claro, por momentos perfecto, sin abusar de los efectos, más bien limpiamente y sin abandonar la fuerza. Esta manera de cantar y de tocar consigue su punto más alto en La violó, la mató, la picó. ¿Quién me contradice? ¿Tú? Dime si hay alguien en este país haciendo eso hoy.

En ese momento me animé a participar en la enloquecida arenga de Marcel y lo reté a decirle eso último a Yatu. Si él estuviera aquí no serías capaz de decírselo. Si Yatu estuviese aquí le digo lo que sea. Es más, desearía que Yatu estuviera aquí para demostrártelo.

Sonó en un silbido el viento, pero en lugar de la conocida bola de pelos, lo que divisamos fue el paso de una figura que venía desde Churuguara, del lado infinito de la carretera. Pensé en que, efectivamente, todo lo que deseábamos en aquel pueblo de mierda comenzaba a suceder. Los dos nos miramos inseguros y nos pusimos de pie. Era un hombre, sin duda. Llevaba sombrero y lentes oscuros y una guitarra a la espalda. Fumaba. Tenía unos vulgares zapatos de goma. La escena parecía un comercial de Marlboro o alguien jodiendo a que era Bob Dylan.

A medida que se iba acercando se iban distinguiendo sus rasgos. Lo primero que noté fue la figura de un caballo en la hebilla de su correa. Después observé que estaba sonriendo y finalmente me fijé en sus cejas que sobresalían despeinadas por encima de los lentes. Se detuvo enfrente de nosotros. Se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Era totalmente calvo. Nos miró con detenimiento por encima de los lentes. Luego escupió el cigarro y habló como si estuviese a punto de quedarse dormido.

Mi nombre es Juan Bautista López, mucho gusto. Tosió. Su voz era ronca y nos obligaba a aclararnos la garganta. Sentimos el rasguño que eran sus palabras. Después tomó la guitarra y la afinó. El instrumento tenía la imagen de un Ohm en el borde que brillaba cuando le daba la luz. Sin decir más nada, Yatu se puso a cantar una canción y nosotros escuchamos sin movernos.

¿Entrevistarme? ¿Qué les puedo decir? Dermis Tatú tocó en Caracas, en Buenos Aires, en Londres, en Miami, en Nueva York, en San Francisco, en San Martín de Los Andes, en Coro, en Puerto Ordaz, en Caricuao, en el Teatro Nacional y en el Alba Tropical de Sabana Grande. Ya. Eso es todo lo que hay

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que saber. Si quieren saber otra cosa, escuchen con atención el concierto de Komotion. O consigan el video. Ahí, al final del concierto, el camarógrafo deja de enfocar el escenario y enfoca el público. ¿Y qué se ve? Nada. Las mesas están todas desocupadas. El local está vacío. En la barra está el que la atiende y un hombre aplaudiendo en una de las sillas. ¿Qué más quieren que les diga? La banda elemental del rock venezolano ve agonizar sus ilusiones en Los Ángeles y su disolución es inminente. ¿Cómo sonó eso? Vacílense esta: Cayayo se muere en mil novecientos noventa y nueve, año cumbre, y divide la música. Se marca con su muerte el fin de una República y el principio de otra. Se acabó. Si quieren que les diga algo bonito, les diré que, por ahora, no ha sucedido nada trascendental en la música venezolana. Dermis Tatú es la última manifestación sorprendente del rock en Venezuela. Anótenlo. Y eso fue lo que hicimos.

Los tres estábamos sentados en el piso y formábamos los vértices de un triángulo. Alguien habló de los graffitis en Caracas. Nombraron a Gustavo Atilano y a Cero a la izquierda. Yatu tocó un blues dedicado a Churuguara. A lo lejos comenzó a anunciarse la salida del sol.

Ya era de día cuando nos despedimos. Yatu sacó del sombrero una de las tantas fotos que Iván Gabaldón le hizo a Cayayo y nos la regaló. Después hizo una nueva reverencia y nos dijo que no nos preocupáramos, que estábamos en Churuguara, donde lo que se pedía se volvía realidad. Posiblemente se han olvidado de eso, muñecos. Nos abrazamos los tres al mismo tiempo y lo vimos alejarse con la guitarra a la espalda hacia el lado infinito de la carretera. Se fue silbando el tema de Seguridad Nacional con el que yo había soñado en el camino. En la distancia se hizo pequeño y desapareció. Nosotros nos dimos vuelta y emprendimos el regreso a casa. Lo hicimos volando, cruzando el aire y cantando a todo pulmón. Llorábamos, y al mismo tiempo nos moríamos lentamente de la risa.

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Carlos Ávila (Caracas, 1980) es Licenciado en Letras de la UCV. Cursó en el Celarg el taller de narrativa, durante el período 2006-2007, con Luis Barrera Linares, y los talleres de narrativa y escritura diarística con Luis Felipe

Castillo en la Escuela de Letras de la UCV. En 2004 obtuvo el Premio Nacional Universitario de Literatura, mención narrativa, con el libro de relatos Desde el caleidoscopio de Dios; así como también una mención honorífica en la V edición del Concurso Nacional de Cuentos SACVEN (2005), con el relato “Los sueños de María Constanza”. En 2007 se hizo merecedor de la bienal del Ateneo de Calabozo con el relato “Morir sin descendencia”. Ha publicado el libro de relatos Desde el caleidoscopio de Dios (Equinoccio, 2007); el cuento “Los sueños de María Constanza”, que está incluido en la antología Tatuajes de ciudad, Sacven 2007 y en la Revista Nacional de Cultura Nº 335; y el relato “Una de vaqueros”, incluido en la compilación Quince que cuentan (Fundación para la Cultura Urbana, 2008). Actualmente se desempeña como corrector en la colección de clásicos Los ríos profundos, en la Fundación Editorial El Perro y la Rana. También publicó Mujeres recién bañadas, 2009, Mondadori, su segundo libro de cuentos.

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Virginia y tú* Jesús Nieves Montero Caracas, 1977

A Marta Y a Juan Carlos, a Claudia y a Samanta

Hay cosas en las que sólo piensas cuando estás develado y son las tres y dos o tres y cinco de la mañana, esa hora inverosímil que cuando la ves en el decodificador de televisión por cable no la crees y asumes que debes estar cayendo en otra etapa del sueño, como los escalones de arena de una playa a la que fuiste cuando niño con tus padres, en la que cada paso era un bajar más y más en profundidad.

Hay cosas que no le cuentas a Virginia. Enciendes el televisor en Meridiano T.V., el volumen en

cero, juegan los Marlins contra los Bravos en repetición del juego estelar de la noche anterior. Y tú con tanto trabajo, y tú que tienes que madrugar mañana y Virginia que duerme, callada, dándote la espalda, arropada hasta la nariz, dejando descubiertos sus ojos, su nuca, su cabello. Igual buscas los audífonos para poder escuchar el juego sin molestarla.

Tendrá que acompañarte el béisbol. Pero no son los equipos, aunque, claro, Mike Hampton contra Al Leiter es aún un buen duelo y de repente, sospechas, porque no sabes el resultado y te niegas a ir hasta la computadora para entrar en yahoo sports y enterarte, que puede que los dos zurdos hayan logrado salvarse de los músculos de esteroides de sus rivales y hayan podido limitar las carreras.

Tampoco es el juego. Escuchas primero un comentario de Dámaso Blanco e, inmediatamente, como ocurre en las transmisiones de béisbol, una fractura en las palabras porque Beto Perdomo tiene que narrar la jugada y la gente está viendo un rolling por primera, out seguro, pero igual hay que describírselo. En lugar de mirar el movimiento —de cualquier

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manera en un juego hay entre cincuenta y uno o cincuenta y cuatro outs, puedes permitirte perder alguno— recuerdas a Carlos Tovar Bracho y regresas a 1990.

Sin Virginia, en casa de tus padres, ni siquiera tú eras esa individualidad a la que te tanto tiempo de pensamiento dedicas ahora. Comenzabas a estudiar tercer año de bachillerato en La Salle La Colina, las clases de física las interrumpía la profesora Macary San Luis para confirmarles que las imágenes que veían en televisión de la llamada Guerra del Golfo —luces verdes irreconocibles sobre un fondo negro, bombardeos sobre la noche iraquí— formaban parte de un evento importante para ustedes y no un espectáculo. Pero a ti no te podía importar eso. Era sólo información aislada.

Recuerdas con más fuerza que veías el béisbol en Venezolana de Televisión los miércoles y los sábados por la noche. En la Liga Nacional, los Piratas de Pittsburg dominaban con las abejas asesinas —las killing bees—: Barry Bonds, Wally Backman y Bobby Bonilla. Tu seguías pensando qué te convenía más, si estudiar Ciencias o Humanidades. Y los Yanquis apenas tenían a Don Mattingly para presumir y lo mejor ocurría en Toronto y Galarraga estaba perdido en sus lesiones y su época de malas rachas.

Carlos Tovar, Dámaso y Beto bromeaban culpándose (o culpando a uno de sus directores) cuando los juegos se iban a extrainnings. Y había anécdotas para toda la temporada, también en las post, y Barry Bonds comenzaba su costumbre de no batear después del día final de la campaña, haciendo imposible que los Piratas fueran a una serie mundial y no era una tragedia griega —igual no las conocías— pero era un dolor cercano, el cual te hubiese gustado aliviar.

Era también el año después del “Caracazo” y tú, con trece años, no podías leer ningún artículo ni análisis que te permitiera pensar que era imaginable 1992, febrero, noviembre, militares en la calle, bombas que caían y no explotaban, Carlos Andrés Pérez diciendo que todo estaba bajo control pero que estaba escondido, Morales Bello gritando muerte a los golpistas y no sabías si era abajo los golpistas o maten a los golpistas, Caldera haciendo pesca de río revuelto, Aristóbulo Istúriz ganándose un nombre.

En ocasiones Ronnie, el hijo de Dámaso, se unía a las trasmisiones y era como si recibieras visita, las visitas que a tu madre tanto fastidio le causaban porque eran

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desconsideradas y no se marchaban temprano y había que atenderlas y había que sonreír y, sobre todo, violaban el silencio en el cual todos en tu casa de cuatro personas —tu hermana, tus padres y tú— vivían sus vidas en un paralelismo casi lejano. Nadie más veía los juegos en tu casa, así que había algo de complicidad en acompañar a los equipos y a los narradores, juntos eran un grupo de amigos, una familia acompañando las imágenes de un doble play, un jonrón, un robo de tercera, un ponche.

De estas cosas no hablas con Virginia porque seguramente se aburriría. Con sólo veintiocho años y recordando el pasado. Como si no quedara suficiente futuro. Como si no hubiera que preparar las finanzas, la mente y los compromisos laborales porque dentro de un par de años deberían tener familia, como si no tuvieran que pensar en si se van a quedar o se van a ir de esta Venezuela.

Ni de esas cosas y sólo pocas veces de las anécdotas que te sabes de artistas, de pintores, de escritores hablas con Virginia. Una vez le escuchaste a Miguelángel, tu amigo escritor, a quien Virginia no ha conocido porque él vive en Nueva York desde hace unos cuantos años, una anécdota, nunca supiste si apócrifa, sobre García Márquez. El premio Nobel confesaba haber conocido el poder de la palabra cuando, a punto de ser atropellado, una de las mujeres de su familia le gritó para que evitara el vehículo y se salvara. Tienes a tu lado a Virginia, frente a ti la televisión, dentro de ti tantos recuerdos que sientes una especie de magia en ese intercambio de guantes, pelotas, bates, cascos, gorras, grama verde, líneas de cal, tribunas, patrocinantes, trasmisiones televisivas, narradores. Todo estaba allí, dormido o desvelado y en esta noche tú estás también rebelde al sueño y renace no como recuento de hazañas deportivas sino en el tejido sensible de la memoria.

Pensaste: ¿no se sentirán tristes Beto y Dámaso? ¿No les ocurrirá que, repitiendo una anécdota de aquellas que ya contaban en el noventa, se acuerden de Tovar Bracho y miren con nostalgia? Nostalgia de verdad, tristeza porque todos hoy son diferentes. Beto y Dámaso ahora estarán durmiendo o cenando o desvelados y tendrán sus propios fantasmas, sus propias incertidumbres. ¿Pensarán a menudo en su muerte cuando piensan en Tovar Bracho?

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Carlos Tovar Bracho ha muerto. La guerra en Irak ve su segunda parte y Hussein se ha ido, la palabra revolución repetida hasta el cansancio es un mantra que conecta con el ’89, con el ’92. Beto es un destacado jugador de golf. Ahora Dámaso tiene otro tocayo en Grandes Ligas con el de apellido Marte, de los Medias Blancas de Chicago, y repite la curiosidad como las barajitas que salen una y otra vez, paquete tras paquete hasta perder su valor de cambio. Y tú lo escuchas aunque sea redundante porque habla para ti y es una reunión de amigos que tenían tiempo sin verse. Y entre amigos se pueden tener debilidades, se pueden tener miedos. Se puede no ser cabeza de familia y no tener que apoyar a Virginia.

Continúas con tu inventario ficticio: De las abejas de Pittsburg, solo Bonds sigue jugando. La profesora Macary sigue en La Salle. Tú estudiaste Humanidades, luego Administración y terminaste dedicado a la escritura. Ahora no estás solo, ahora tienes a Virginia que duerme a tu lado y con quien compartes toda tu vida. Excepto estos paréntesis de las madrugadas.

¿Qué va a pasar cuando hayas muerto? ¿Qué podrás llevar contigo? ¿Serán estas sensaciones, estos destellos de memoria que te visitan cuando no puedes dormir? Piensas. Te ves frente a la cama de la clínica donde murió tu madre, recuerdas que desde esos momentos odias el blanco escandalosamente austero en las paredes. Piensas en la película “El campo de los sueños”, la cual has visto tantas veces que Virginia te advierte que te cuides no sea que te estás volviendo loco con esa manía por las repeticiones. “El campo de los sueños”. Kevin Costner construyendo por una llamada sobrenatural un parque de pelota para que jueguen espectros, estrellas legendarias que quieren volver. Un juego más. Como tú que quisieras volver al sueño, minutos más en tu cama, abrazado a Virginia.

A Costner, en los momentos de incredulidad, una voz le dice: “Constrúyelo y ellos vendrán”. Y James Earl Jones, con su voz de río turbio y profundo, agrega: “llegarán a tu puerta, inocentes como niños. El béisbol ha marcado el tiempo. Este campo, este juego es parte de nuestro pasado. Nos recuerda lo que alguna vez fue bueno y podría volver a serlo...” Puede que Virginia tenga razón. Si te sabes de memoria la película es posible que haya algo patológico en ti. ¿Pero no fue así como

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te conoció? ¿No era eso lo que tanta risa le causaba y terminó enamorándola de ti?

Pero no estás en una película, no estás en el pasado tienes que dormir. Dormir cediendo a ese encanto, a esa seducción, a ese milagro de la memoria. No has caído en una trampa, no te encierra una celda. Las cuatro y cinco de la mañana es una hora más comprensible para ti. Y el juego está muy cerrado y los lanzadores dominan, pero tú apagas el televisor, te quitas los audífonos y te vas al balcón a ver la ciudad dormida mientras esperas el ruido del primer autobús que te dirá que ya es oficialmente de mañana. Y pensar que Virginia ni se ha movido. Y pensar que Virginia está perdida en un sueño donde podrías o no estar tú, donde ella sería más o menos feliz de lo que es ahora, o tendrá su edad o será una niña o una anciana o estará dormida soñando que sueña, perdida hasta que se recupere, la recuperes cuando suene el despertador.

Y seguramente Virginia sí hablará de esas cosas contigo. Tú la escucharás justo hasta el momento cuando tomen el carro y ya no haya béisbol, ni sueños ni desvelos y se imponga todo lo que les rodea, el mundo, la vida con sus rutinas, horarios y obligaciones. Virginia no preguntará y tú prefieres que sea así. No eres infiel, igual estás dejando testimonio escrito, puede que un día tú mismo se lo leas o, si tú mueres antes, que Virginia lo encuentre y lo lea ella. Y estás seguro de que responderá con una sonrisa. Porque aún en las sospechas que tienen de que en estos días, fuera de lo que ustedes puertas adentro construyen, la Venezuela que les rodea se desmorona, igual, su mundo persiste. De esas convicciones está hecho su vínculo. Algún día hablarán de todas estas cosas, con transparencia de vidrio. Y tú sentirás que eres por fin suyo, completamente. Será seguramente cuando ambos hayan muerto. Virginia y tú.

Jesús Nieves Montero (Caracas, 1977). Participó en los talleres de Narrativa del CELARG con Sael Ibáñez (1997-98) y de ensayo con Jorge Romero León (2001-2002). Es autor de los libros de relatos Casi un juego (1999, mención especial en el Primer

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Concurso de Autores Inéditos organizado por Monte Ávila Editores), Juegos de amor/Juegos de memoria (2001; Comala.com; segundo lugar del Premio Latinoamericano de Literatura Joven Dupont-M.E.E.T); Juegos de perdón (2002; primer lugar en el Premio Internacional de Narrativa convocado por The Cove/Rincón (Miami) y Pegaso Ediciones de Rosario, Argentina). Finalista del Concurso de Cartas de amor Mont Blanc, 2006. También es autor de las novelas cortas Últimos juegos (2003) y Pies de barro (2007). Actualmente es profesor del Programa Superior del Instituto de Creatividad y Comunicación y el Diplomado en Escritura Creativa de la Universidad Metropolitana. Ha sido colaborador de las revistas Papel Literario (Diario El nacional, Caracas), Letra en ruta (Universidad de Princeton, USA) y The Barcelona Review (España).

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Granizo Dayana Fraile Anzoátegui, 1985

El pobre anciano se sentaba ante el escritorio todas las mañanas. En las tardes también lo hacía, sólo que yo nunca andaba por allí a esas horas y entonces cuando lo recuerdo puedo sentir cómo la resolana me lastima un poco los ojos. Siempre dejaba las ventanas abiertas.

Las maneras del ritual sobrevivían a la mengua, a un altar de fórmica escarapelada y a los anillos falsos en la madera falsa. Su espalda hacía una curva estrecha, parecía una c minúscula, sujeta por un extremo al suelo y por el otro a una hoja amarillenta de papel. Aún puedo verlo con sus bolígrafos de plástico y sus lápices mongol metidos en el bolsillo de la camisa. Siempre camisas de cuadros con botones al centro y pantalones de vestir para estar en casa (las camisas siempre con diminutas manchas de tinta en los bolsillos).

Acostumbraba dejar también la puerta abierta, por eso al cabo de poco tiempo de haberme mudado al apartamento empecé a sentir curiosidad por sus actividades, lo encontraba invariablemente reclinado sobre el escritorio empuñando uno de sus bolígrafos sobre un fajo de papeles, cuando despertaba y me dirigía al baño a cepillarme los dientes y a darme una ducha.

Mi nuevo hogar era un cuchitril, luego de la puerta principal, una pequeña sala, y después sólo un pasillo muy largo con cuatro puertas de un lado y una última puerta al fondo. La primera puerta era la de mi habitación, la segunda era la de la cocina, la tercera era la del viejo Giacomo, la cuarta era la del baño, y la puerta del fondo, era la de la habitación de la señora Chele y sus dos hijos.

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La señora Chele estaba enferma. Nunca entendí por qué su puerta estaba pintada de azul y todas las demás de color crema. La señora Chele era hija del viejo, por lo tanto los hijos de Chele venían siendo sus nietos y lo llamaban nonno. Como el viejo era italiano y no sabía pronunciar correctamente sus nombres castellanos, él los llamaba como le daba la gana.

La señora Chele tenía cáncer. Pero en la época de la cual estoy hablando yo aún no lo sabía y creo que ella tampoco.

Cuando llegué allí sólo llevaba conmigo una maleta y una caja de libros, la maleta era grande y tenía ruedas, era de esas que puedes arrastrar del asa, hasta el fin del mundo si quieres; la caja de libros era muy pesada y me hubiese costado un mundo llevarla una cuadra más de lo que lo hice. Conmigo también llevaba una magulladura en la rodilla, y una visión algo rudimentaria de la realidad, cargada de expec-tativas delirantes. Considerando mi estilo de vida más bien modesto, la titánica confianza que ponía en el futuro me era ajena, no sé de dónde la sacaba puesto que no podía corresponderme de ninguna manera, esperaba que todo corriera como la seda cuando a mi alrededor todo parecía estar confeccionado con tela de saco.

Llevaba seis meses en la ciudad, un semestre aprobado en la Escuela de Letras y la extraña manía de escribir poemas en servilletas arrugadas que siempre terminaban extraviándose, sin que este detalle me molestara demasiado. La poesía iba y venía, y yo la dejaba, aunque en ocasiones se quedaba y cobraba las formas de un cadáver de perro descomponiéndose sobre la alfombra, un discurso ulcerado para recordar mejor a Baudelaire, para comer sus gusanos con gusto e imaginarme bizca, fea, prostituta, rimbaudiana, muriendo de frío o quizás de sífilis en París, sólo por la satisfacción que me causaba volver de aquellas recreaciones decadentes, y darme cuenta de que mi vida distaba demasiado de ellas, encontrándome linda, aunque demasiado delgada, en el espejo. Estas imaginaciones, tengo que aceptarlo, constituían una forma didáctica de afianzar en mí los valores positivos que, por lo general, se me iban en picada cuando recordaba la cómoda casa de mi vieja, en donde podía moverme a mis anchas, y en donde todos los objetos tenían una historia que conocía de memoria.

Mi habitación no era muy grande, pero los primeros seis meses que estuve en la ciudad conviví en un tipo estudio con

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tres chicas y viví para contarlo, aunque en una ocasión estuve a punto de fracturarme seis costillas intentando bajarme de la litera a medianoche. Desafortunadamente Mary, que así se llamaba mi compañera de litera, había estado estudiando hasta tarde con una amiga y le había colocado una colchoneta en el suelo para que durmiera unas horas antes del examen. Como pueden imaginar, la desprevenida amiga de Mary atenuó mi caída, y en lugar de costillas rotas, me adjudiqué unos cuantos chichones y a dos estudiantes histéricas que me insultaban con un furor desmedido, consecuencia de los rezagos de la cafeína y el estrés de los parciales. Las chicas de la otra litera terminaron por despertarse y, sin entender muy bien lo que ocurría, se largaron a recriminarnos que fuéramos tan cualquier cosa. Insultos de todo tipo fueron aventados de una litera a la otra simulando una guerra de almohadas. Las palabras golpeaban suave como si estuvieran rellenas de algodón y sin embargo aturdían tanto que sentía la cabeza como un aparatito de bingo casero. De todo corazón, juro que hubiese preferido las costillas rotas antes que verme inmiscuida en toda aquella alharaca.

Me largué de allí, precisamente, porque necesitaba privacidad. Así, mi nueva habitación con todo y la vista a un riacho sucio, vertedero de aguas negras, terminó por gustarme. No tenía clóset, y la inopia de un armario milenario que la señora Chele escondía en el depósito fue suficiente, para evitarme el trajín de tener que guardar la ropa en cajas. No exigía demasiado porque el alquiler era barato y el edificio quedaba a pocas cuadras de la universidad y porque, a fin de cuentas, había aprendido a no ser tan exigente, y a morderme la lengua porque, en realidad, no me quedaba de otra. Nadie quería darme un empleo porque no llegaba a la mayoría de edad y porque, además, no sabía hacer absolutamente nada. Habían rechazado mi postulación a una de las becas que otorga la universidad, y aunque nunca entendí muy bien las razones de la trabajadora social, lo que sí pude entender y más que bien, apenas salí de su oficina, era que estaba jodida.

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Por los momentos, ése era el lugar que mejor se adaptaba a mis posibilidades. Aprendí a llevar una vida frugal, a usar el sistema automatizado de búsqueda de la biblioteca, y a mimetizarme con el ambiente. Entendí que ser solidaria con los demás era, en cierto modo, ser solidaria conmigo misma.

Patricia y yo, al poco tiempo, nos hicimos entrañables vecinas. De todas las personas de la casa, sólo ella estaba autorizada para entrar a mi habitación. Por lo general traía hierba y rolling paper y nos echábamos en la cama a fumar mientras hablábamos de su novio Mario, nuestros intereses no podían confluir en modo alguno, porque ella al parecer no tenía intereses. Sus temas de conversación eran planos, más bien simples, y se deslizaban en una banda mecánica que se devolvía sobre sí misma transcurridos los primeros 45 minutos. Me quiere, no me quiere. Me engaña, no me engaña. Su novio Mario ocupaba, sin contemplaciones, los primeros 35 minutos.

La señora Chele siempre se sentía mal y casi nunca salía de su habitación, su hijo Marcelo, o Marchelinno en labios del nonno, era un personaje absolutamente irrelevante en mi vida cotidiana, y cuando, por casualidad, nos tropezábamos en algún rincón de la casa, nos ignorábamos de una manera sumamente cortés, sin poner caras y sin saludar.

No puedo negar que sólo me sentía cómoda encerrada en mi habitación, de tanto estar en ella, había empezado a sentir poco a poco que me pertenecía. En las otras estancias de la casa no dejaba de sentirme como una intrusa, las conversaciones de mis vecinos, sin excepción, me parecían a medio camino entre un todo coherente y un susurro sin sen-tido, era como si las palabras estuvieran atravesando paredes invisibles y quedaran reducidas a un ruido escueto e informe. Las escuchaba de forma accidental y me costaba siquiera imaginar, a través de un esfuerzo sobrehumano, las siluetas de los personajes que se movían en lugares que me parecían demasiado absurdos y en unas situaciones que se me hacían totalmente inverosímiles.

Algo que me sorprendió de entrada fue el notar, que si bien yo a veces andaba en apuros, ellos andaban en esas todo el tiempo. Estaban hasta el cuello de facturas por pagar y peleaban los unos con los otros bastante a menudo. La casa estaba hecha siempre una pocilga, creo que no es necesario decir que el desastre es un síntoma inequívoco de la

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depresión crónica: los artículos especializados no mienten, el feng shui no miente, Decora tu hogar no miente, sólo miente cuando te dice que puedes construir un armario de tres metros de largo por cuatro de ancho sin saber ni un ápice de carpintería, sólo fijándote en las ilustraciones.

También estaba Popeye, la conserje. Patricia y Mario le decían así porque cuando caminaba acostumbraba a llevar los brazos flexionados como el tipo de la comiquita, había un no sé qué en la cadencia de esos brazos gruesos y desproporcionados que la hacía parecer un marinero bravucón. Sólo le faltaba la pipa. Pero se las arreglaba muy bien sin ella, en serio que sí, caminaba como si siempre tuviera un saco de boxeo pegado de la nariz y entonces se viera en la obligación de estar constantemente dándole de puñetazos y patadas para moverse apenas unos pocos milímetros. Tenía mil años y por eso también le decían Moonra, la inmortal, en honor al villano de la serie Thundercats, descontinuada hacía mucho tiempo, pero siempre a la mano para burlarse de quien uno quisiera. Todos los personajes de la serie eran criaturas extrañísimas, ¿algo así como mutantes? Mitad felinos, mitad personas, excepto el villano que era una clase de monstruo demasiado mala vibra que jamás moría, obviamente, para darle largas a la serie sin llegar al ridículo se las ingeniaron para argumentar esa arbitrariedad desde el principio.

Popeye, dígase Moonra o la conserje, había venido de Portugal mientras corría algún año lejano de nuestra era y tenía un acento tan marcado que, en ocasiones, se largaba a hablar y no se le entendía ni la a, un punto a su favor considerando que era muy malasangre y sólo sabía escupir serpientes y sapos por su boca desdentada. De ella sólo se dirá que jamás conoció lo que era una prótesis dental o una hojilla de afeitar. Era rústica, intolerante y tan agria como la leche cortada. Al parecer, odiaba a medio planeta. En su lista de personas no gratas se incluía a casi todos los del edificio, sin embargo, por mí sentía más que odio. Literalmente, me tenía arrechera.

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Si me encontraba sentada en los escalones de la entrada del edificio (el edificio era de la onda de los 40, con escaloncitos amplios y techos altos) me sacaba de allí a empellones verbales y escobazos (sólo me barría los pies, pero pueden creerme que una barrida experimentada vale tanto como un tortazo bien asestado con el palo de la escoba). Su hija, Olivia, así le decían los muchachos, era una cuarentona flaca y desgarbada con una voz particularmente chillona, y por eso cuando hablaba me fijaba en su nariz para cerciorarme de que no tuviera una pinza de hierro aprisionándole los orificios. Olivia también me odiaba, aunque no tanto como Popeye, sus sentimientos eran un poco más refinados, no tan agrestes ni tan macerados en formol. Su manera de odiarme era más bien light, de poco seso y poca garra. Un sentimiento propio de alguien como ella. A su vez Olivia tenía una hija a la que nadie puso sobrenombre, tendría unos 16 años y supongo que también me odiaba porque lo que se hereda nunca está de más, y en serio que me daba lástima esa pobre niña asfixiándose con el humo de la pipa que no le hacía falta a Popeye para ser Popeye, y perdiendo los oídos de tanto andar con Olivia, a veces la voz de esa mujer me recordaba a las uñas diabólicas de Freddy Krueger rasgando pizarras de tiza.

Llevaba una vida normal, es decir, todos a mi alrededor parecían ser tan normales. Todos, sin excepción, parecíamos llevar piedras en los bolsillos. Caminábamos pesadamente, arrastrando los minutos, de manera que se dieran duro contra la escalera. Siempre sonreíamos, todos menos Popeye. Amábamos el edificio y lo odiábamos, al mismo tiempo, cada uno impulsado por motivos varios y equidistantes. Amá-bamos la vida, y también la odiábamos muy seguido, nos aferrábamos a ella, con nuestros deditos sucios a causa del polvo que se colaba en las habitaciones, y maldecíamos a la alcaldía, en conjunto, cuando había racionamientos de agua.

Popeye se me hacía una vieja normal, de mil años, que restregaba el piso del hall con una ira normal, tan propia, tan justificada. La señora Chele, una señora normal, pálida como una pared, aquejada de una enfermedad invasiva e incurable, derritiéndose en su habitación como la cera de una vela, muriéndose, por así decirlo, normalmente. Patricia, una chica normal, de minifalda y escote con logotipos de la polar, preparándose para vender cervezas en un partido del

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universitario y pellizcándole el trasero a Mario en su carro tuning, mientras escuchan discos de reggae. Yo, una estudiante normal, devorando libros y brownies de marihuana echada en mi cama y pensando que llevaba una vida normal, no como en las grandes películas, o en las grandes historias, sino una en donde la gente vivía y moría, como si no fuera gran cosa, como parte de algo que resultaba tan cotidiano, que no se dejaba notar y mucho menos analizar en profundidad.

Aquel contexto me resultaba dolorosamente real, incluso llegué a pensar que la ciudad estaba compuesta de miles de edificios como aquel, que era una hilera interminable de edificios como aquel, con una universidad en el medio y muchos carros tuning estacionados en contravía hasta que conocí a Jacobo y, sólo empecé a pensar en cuando él me besaba.

Era una sensación suave, como de trufa de chocolate derretida en el microondas, como de mousse de parchita que pisas con el pie descalzo, como de algodón en el puño de la mano. No exagero cuando digo que me enamoré locamente de él, que por esa época, me sentía como en una montaña rusa, que, muy predeciblemente, mis sentimientos se descontrolaban y me rebasaban, a tal punto, que comenzaron a ser autónomos. En menos de un segundo podía verme arrebatada de furia o invadida por el deseo. Mi estado de ánimo se reducía a una fruta seca, deshidratada al sol, cuando estaba lejos de él.

La primera vez que descubrí que salía con otra chica lo mandé al demonio, y sólo me recreaba en imaginar escenas bizarras en las cuales ambos morían atravesados por navajas o abaleados por accidente en callejones infames. Debo confesar que mientras más doloroso fuera el momento para ellos, más gratificante resultaba para mí. Eran devaneos salvajes, pero funcionaban, de cierta forma me hacían sentir reivindicada. Mi ego había quedado por el suelo como un trapo de coleto.

Luego de pasar meses enteros sin enterarme de cómo iban las cosas en la casa o en el edificio, aquel episodio con Jacobo me estrellaba de vuelta contra las paredes. Comencé a notar en el nonno una excitación febril que según Patricia se venía manifestando desde hacía semanas, pero que no logré identificar completamente hasta el día en que reventó el

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excusado jugando a que lo reparaba. Eso hizo, jugó a que reparaba el traste sin que aquél le hubiese dado mayores motivos. Arrastró la pesada caja de herramientas y empezó a echar mano de pinzas, alicates y destornilladores hasta que dejó el excusado de una pieza, y soltando agua como si se tratara de una fuente.

Llegamos una noche a casa y lo encontramos reclinado en el suelo del baño, empapado de pies a cabeza, observando, tranquilísimo, como el agua lo inundaba todo. Un fajo de papeles, a su lado, se deshacía y chorreaba tinta. Ninguno tenía idea realmente de lo que estaba pasando, y el nonno sólo respondía que había reparado el excusado, como si hubiese sido posible que antes estuviera en peor estado.

Era el primer síntoma de lo que el médico diagnosticaría más tarde como demencia senil, una enfermedad que iría minando la escasa coherencia que se extendía por encima de nuestras cabezas como un cableado eléctrico, dejado de la mano del hombre, y que a cada tanto, generaba cortocircuitos, chamuscando cualquier clase de intento de llevar la casa con dignidad.

El nonno quería sentirse útil. Intentaba distraerse reventando el excusado, quebrando vajillas, escondiendo el teléfono o gritando improperios a cualquiera que se atreviera a marcar nuestro número, actitudes muy normales a su edad, si a ver vamos todos tenemos derecho a enloquecer un buen día. Digamos que se trataba de su dulce manera de cobrarse aquello de que jamás paráramos por allí, y que entonces él tu-viera que pasarse gran parte de su tiempo sin nadie que le acompañara.

Cuando estaba de humor para darle cuerda, me sentaba en una de las sillas de la cocina, mientras él hacía desastres con la pasta, intentando cocinar platos imposibles, y le preguntaba cualquier estupidez, por lo general, cosas muy obvias, como por ejemplo si tenía hambre o si le gustaba mucho la pasta.

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Me hablaba, indefectiblemente, de Italia, de unas manzanas inmensas y jugosas, de un viñedo, de un avión que al parecer piloteaba durante la segunda guerra mundial, un avión con el cual combatía en África, lugar en donde se contagiaba de malaria y era dado de baja, y luego de nuevo Italia, las manzanas inmensas y jugosas, un viñedo. Nunca me contestó si tenía hambre o no, tampoco si le gustaba la pasta, aunque imagino que le gustaba a rabiar, puesto que jamás lo encontré cocinando otro plato.

Sus ideas se concatenaban siempre en el mismo orden, aunque no puedo negar que en ocasiones me impresionaba con alguna frase improvisada. Por más que intenté ahondar en su pequeño mundo anecdótico nunca pude obtener algo distinto a informaciones vagas y poco novedosas. Sentía que tiraba de hilos invisibles que quedaban como cabos sueltos tendidos sobre la mesa, cabos que nos separaban de manera brutal, porque no me dejaban traspasar las fronteras que iban de lo general a lo particular. De África sólo decía que hacía calor, y del viñedo que hacía frío, de la guerra sólo decía que era mala, y de las manzanas que eran buenas, si estaba de suerte, agregaba que por el viñedo iba descalzo y que por África iba en avión, en fin, nada que no hubiese podido imaginar por mi cuenta.

A pesar de que su temperamento paulatinamente se iba tornando más y más irascible, llegué a tenerle cariño a aquel viejo que se sentaba ante fajos de papeles amarillentos y sostenía un lápiz, no sé si para engañarse a sí mismo más que para engañar a los demás. Fingía que tenía ocupaciones, que realmente rayaba el papel, que incluso necesitaba sumar o restar cifras en la calculadora. En las mañanas fingía que salía a trabajar, entonces tomaba un maletín de cuero y le daba vueltas a la cuadra, sólo dos o tres vueltas, para luego terminar sentado en un banco próximo al edificio, abrumado por el recuerdo de unas manzanas jugosas, de un viñedo, de un avión, hundido en el olor del cuero viejo del maletín como un buque que se estrella contra un iceberg y entonces era como si su tripulación hubiera perdido totalmente la noción de lo que sería el camino sin el iceberg, porque el iceberg se había convertido en el único camino.

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Un balde de agua fría para alguien tan joven como yo, un iceberg inmenso que se protegía del frío de un viñedo con camisas a cuadros y botones al centro, y que me apaleaba en la idea de mi cuerpo joven, de mi vida recién comenzada, porque esa vida tarde o temprano podía quedar reducida al recuerdo informe de unas manzanas jugosas, de un viñedo, de un avión. Y entonces sólo quería sentir frío en África, un frío que calara en los huesos tanto, pero tanto, que aún a la edad del viejo, helara por dentro, congelando cada minuto para poder guardármelo hasta el final. Otras veces sólo quería sentir frío en África, un frío que calara en los huesos tanto, pero tanto, que me dejara muerta ipso facto en las dunas del desierto a una edad razonable.

Sé que no es extraño, pero tampoco quería lo de la señora Chele, no quería esa manguerita conectando la vejiga con una bolsa plástica, no quería el hospital, los tratamientos absurdos y prolongados, el dolor difuminándose en ojeras espesas, el temor de los hijos demasiado jóvenes, el horror del padre demasiado anciano.

Meditando sobre estos temas, una tarde llegué finalmente a la conclusión de que lo único que quería era irme de safari por África y divertirme muchísimo y que luego me piqueteara una cobra y me dejara muerta ipso facto en las dunas del desierto a una edad razonable. Ya no me importaba si hacía frío o no.

Jacobo reapareció en mi vida dos meses después de que lo mandé al demonio, no sé si las reflexiones sórdidas en las que recaía constantemente, influenciada quizás por mi entorno, tuvieron que ver en la decisión de aceptarlo de vuelta. No estaba mal pensar sólo en cuando él me besaba. Era una sensación tan suave. Era como guardar un bocado de mango bajo la lengua, era como ponerte zapatos cómodos, era como usar pijamas de seda. Luego de Jacobo, logré entender a Patricia, caí en cuenta de que ella seguro se la pasaba pensando en cuando Mario la besaba y por eso no podía dejar de hablar de él nunca, pero nunca… nunca.

Durante la primera etapa de la reconciliación todo parecía una fiesta. Él insistía en que su desliz había sido fruto de una lamentable confusión y se rasgaba las camisas ovejita, de rodillas en el piso, para que yo le creyera. Y de hecho le creí. Sé que en el fondo Jacobo me quería, aún hoy sigo pensando que en algún momento llegó a quererme mucho; no

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sé cómo explicarlo, pero son cosas de las que uno se da cuenta.

Cuando alguien que te quiere te toma de las manos sientes, de inmediato, que ningún avión por más que se canse de sobrevolar África, disparando artillería pesada, puede desbaratarte los dedos. Cuando alguien que te quiere te toma de las manos sientes que el sol enciende tus dedos y que la nieve, por igual, los enciende, y es como si un viento helado te quemara la piel y las palabras, y una voz te dijera, desde lo más profundo, una voz muy parecida a la de la vocalista de Massive Attack en el video de “Teardrop”, pero no en el útero de su madre como aparece allí, sino como su voz caminando descalza por un viñedo, que a pesar de los cambios extremos de temperatura, es imposible morir de apoplejía o de cualquier otro mal, porque la apoplejía no existe y la muerte tampoco. Y es como si sólo existiera la vida, en esa mano, en ese momento.

Durante la segunda etapa de la reconciliación volvimos a nuestras consabidas rutinas. Nuestra preferida era escaparnos de clases y refugiarnos en un parquecito infantil que quedaba cerca de la universidad. El parque tenía una rueda, columpios y dos toboganes tan oxidados, que no podíamos sino imaginarlos como boletos seguros para una divertidísima tarde de piquetitos leves y antitetánicas en el clínico universitario.

Para llegar allí teníamos que subir durante media hora por las Colinas de los Chaguaramos, y aunque llegábamos reventados, sudando a goterones, sentíamos que valía la pena porque el parque siempre estaba solo y porque desde allí teníamos una vista impresionante de Plaza Venezuela y sus alrededores.

Recuerdo que un miércoles, a mediados del segundo semestre, le dije a Jacobo para ir al parque. En la clase de Latín tendríamos parcial, no me había aprendido las declinaciones y lo mejor que se me ocurría era hacerme pasar por enferma. Con la tarde libre y las espaldas cubiertas, compré dos litros de vino de tetrapak y lo esperé sentada en los escaloncitos del edificio a pesar de las miradas fulminantes y las barridas intempestivas de Popeye. Cuando empezamos a subir por la colina, ya el cielo estaba tan gris como un cartón de huevos, las nubes parecían claras de huevo cocidas y aplastadas sobre un fondo áspero, cansino. Qué

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decir del amarillo resplandeciente de las yemas, de ese amarillo ni el rastro. El cielo estaba hecho una tortilla de bajo contenido calórico, y nosotros continuábamos subiendo a pesar de la fina garúa que empezaba a humedecer nuestras ropas.

A pocos metros del parque, no nos quedó más que correr, el cielo se había convertido en una regadera inmensa, alguien había girado la llave del agua fría y nos congelábamos. Nos pusimos a resguardo bajo lo que pretendía ser el salón de fiestas del parque, un rectángulo pavimentado cubierto por un techo de zinc, con un mesón de ladrillos al fondo, cercano a un tubo larguísimo, donde en tiempos pasados, los vecinos de los alrededores seguramente colgaban las piñatas de sus niños.

Jacobo se puso su chaqueta y yo me metí en un suéter de lana no muy grueso, pero cumplidor. Hundimos un lápiz en el cartón del primer tetrapak para abrirle paso al pitillo que habíamos llevado con nosotros, y así evitarnos el fastidio de los vasos plásticos que se estrujan en las mochilas, aprisionados entre los libros y las cajas de cd´s. Con las primeras chupaditas al pitillo el frío se nos fue olvidando y pensamos que era un buen momento para fumar hierba ya que nadie, con el dominio absoluto de sus facultades mentales, se le ocurriría irse al parque en medio de aquel aguacero.

El techo tenía muchas goteras pero, por ensayo y error, logramos conseguir un reducido perímetro en donde casi no nos mojábamos. Por un rato estuvimos viendo como los relámpagos estallaban a lo lejos. Era un espectáculo bellísimo, primero un puntito de luz, luego el cielo des-garrado, hecho jirones por una cuchilla brillante, precisa y flexible, que adoptaba las maneras de un reptil y se deslizaba como una culebrilla de agua en el agua que era, en esos momentos, el cielo. Pero dejamos de verlos cuando uno de los relámpagos impactó en un árbol que se encontraba en un recodo del parque y entonces sentimos miedo porque recordamos que el parque estaba inundado y que la electricidad viajaba de maravilla a través del agua.

Aún impresionados, e imposibilitados de hablar, preferimos dejar que nuestros labios se acercaran para no dejarles oportunidad de darle nombre a lo que pasaba a nuestro alrededor. Recuerdo el sonido de la lluvia

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sobrepasado por los truenos, recuerdo las manos de Jacobo que recorrían mi cuerpo como culebrillas de agua, como relámpagos, como cuchillas brillantes que me hacían jirones, y me hacían sentir como si yo misma fuera el cielo. Recuerdo las manos blanquísimas de Jacobo deslizándose dentro de mis pantalones, recuerdo la boca de Jacobo como una sensación suave que recorría mis pechos, se detenía en mi ombligo y volvía a subir.

Me regalaba un avión. Esa tarde Jacobo me regalaba un avión muy parecido al del viejo y no me di cuenta hasta unos años después, cuando lo encontré convertido en ceniza en algún lugar de mi cabeza, abatido, y no obstante, girando sus hélices todavía. Suspendido en la memoria.

Recuerdo que la lluvia arreciaba, recuerdo que entonces me puso nerviosa el que alguien pudiera vernos, recuerdo que a pesar de que era, prácticamente, un imposible, sentía que alguien nos veía (el salón tenía una sola pared y estábamos al descubierto), recuerdo que, de repente, me empezó a gustar la idea de que alguien nos estuviera viendo, recuerdo que luego me sorprendí muriéndome de ganas de que alguien nos viera, y era extraño, era tan extraño que empecé a sentir vergüenza conmigo misma y no me pude concentrar más en lo que hacíamos, entonces empecé a reír como loca y a Jacobo se le bajó y dejamos de hacerlo y buscamos el lápiz en la mochila para abrir el otro tetrapak.

Encendimos un porro y nos terminamos el vino observando como la noche envolvía a la ciudad en un manto oscuro. Jacobo en un rapto de sinceridad, o de borrachera, empezó a hablar del tiempo en que estuvimos separados, por primera vez se atrevía a hablar de la otra muchacha.

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Yo sabía quién era ella, la había visto. En un par de ocasiones, incluso, habíamos llegado a cruzar algunas palabras. Tomaba los mismos cursos de Jacobo.

Lo primero que me hizo notarla, entre tanta gente que iba y venía por los pasillos de la facu, fue su tendencia a llevar falditas mínimas que evidenciaban un mal gusto sólo parangonable a la estética de la televisión venezolana en los 90´s. Tenía ojos verdes, rayados, como de gato, su piel era pálida y pecosa, y arrastraba los pies de una manera exagerada al caminar.

No sabía qué era pero había algo que me molestaba de ella, siempre que iba por la Escuela de Psicología a esperar a Jacobo, sentía que la chica nunca dejaba de mirarme, sus ojos de gato eran como tachuelas que me clavaban de las banquetas cuando me sentaba y de las carteleras cuando atravesaba el pasillo. Uno de los momentos más aterradores de mi vida sucedió una tarde de diciembre en la Escuela de Psicología, estaba sentada, como de costumbre, esperando a Jacobo y la rubia que atraviesa el pasillo llevando una falda idéntica a un modelo diseñado, cortado y confeccionado, por mi propia mano. Nunca había visto una falda tan parecida a la venta en ninguna tienda, entendí que la había encargado a una costurera nada profesional a juzgar por el corte de la pieza. El parecido de sus zapatillas con unas de mis zapatillas favoritas, confirmaron mi hipótesis… la tipita quería copiarme los trapos.

Petrificada, convertida en un cubito de hielo, sudando frío, me declaré en estado de emergencia, recordé las veces que se había acercado hasta mí para hablarme, recordé cómo me miraba y pensé que, sin lugar a dudas, desde el punto de vista más pesimista me enfrentaba con una acechadora, una psicópata de ojitos lindos que intentaría, cuando las condiciones le fueran favorables, rasgarme las venas con un portaminas en el baño de damas. Si intentaba ver los hechos desde el punto de vista más optimista, podía simplemente pensar que se trataba de una wannabe, esos seres despersonalizados y robóticos, que según Fiori, intentan apoderarse del alma de los demás a través de un ritual pseudo-esotérico que consiste en vestir, hablar, caminar, hacer gestos idénticos a los de su víctima, hasta arrebatarles todo y dejarlos secos como un tronco.

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Unas semanas más tarde me encontré con que Jacobo estaba saliendo con ella…

Me quería como morir, no obstante, sentí que el misterio de la muchacha del pasillo se había develado. Nunca entendí qué fue primero, si el huevo o la gallina, si era que la tipita intentaba copiarme para llamar la atención de Jacobo, o si era que para copiarme mejor se las hizo con mi novio. Todo aquello era enfermo, me olía a podrido, y esa noche en el parquecito infantil, sentía que por fin Jacobo me daría las piezas que me faltaban para armar, en retrospectiva, el rompecabezas en que se habían convertido aquellos meses.

La noche había caído en el parque de repente, y Jacobo que se me iba por las ramas y yo que no quería preguntarle cosas demasiado directamente para que no se fuera a cortar. Estuvo hablando durante media hora en el parque y luego una hora más de camino a su casa. El balance de la noche fue el siguiente:

1. La chica tenía un pasado tristísimo y lo usaba para manipular a los mentecatos como Jacobo. Incluso yo estuve a punto de llorar cuando me contó cómo la rubia vio a su madre hecha papilla en el guardafango de un camión de verduras cuando cursaba el primer año del bachillerato.

2. Jacobo quería dárselas de buenito enredándose con ella.

3. La chica estaba muy mal de la azotea y terminó por convertirse en una arpía que trataba terriblemente a Jacobo y veía la realidad de manera distorsionada y enferma.

4. Jacobo, muy convenientemente, entendió que me amaba a mí y no a ella.

5. Llegó un momento en que pensé que la chica necesitaba a Jacobo más que yo, y por un breve lapso de delirio, quise con cada centímetro de mi alma, cedérselo.

6. Aunque nos resultara muy barato no debíamos tomar vino de tetrapak.

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Esa noche terminamos en casa de Jacobo lo que habíamos empezado en el parque y sólo puedo decir que fue como morir mil veces y reencarnar luego otras mil veces… una detrás de otra. Y así fue como rompimos con las etapas de las reconciliaciones, nuestra relación volvió a enmarcarse en la cotidianidad, cada uno era para el otro una extensión de sí mismo.

En la casa todo iba de mal en peor, la señora Chele cada vez se ponía más enferma, el nonno enloquecía más y más, y Patricia no dejaba de hablar de Mario nunca, pero nunca… nunca. Era su mecanismo de defensa ante la depresión. Yo terminé optando por pasarme largas temporadas en donde Jacobo cuando al nonno le daba por reventar el excusado. Nos dejaba en blanco… era el único que había en el apartamento.

En la escuela no conocía a casi nadie, había hecho buenas migas con una chica llamada Fiori que desapareció de los salones de clases, misteriosamente, a finales del segundo semestre. Era como si se la hubiese tragado la tierra. Cuando intentaba llamarla la operadora me indicaba que la línea de su celular estaba cortada y cuando preguntaba por ella a los demás compañeros de clases ninguno parecía conocerla o tan siquiera recordarla. Era como si nunca hubiese existido, o peor, era como si yo hubiese transcurrido dos semestres enteros caminando junto a un fantasma.

Pronto me aburrí de buscarla por la facu y sus alrededores, la gente me veía raro y dejé de preguntar por ella. No podía creer que yo me la hubiese inventando, era tan ella, tan Fiori, que me consolaba pensando que mi imaginación por más desequilibrada que estuviese jamás hu-biese dado con la fórmula que constituía a Fiori en cuanto a Fiori… era una muchacha loca como los pájaros.

Las clases a veces me parecían aburridísimas y la biblioteca, sin Fiori, se me hacía un lugar demasiado triste, me había acostumbrado a que ella me acompañara y ya ni me avergonzaba cuando ella hojeaba revistas que sacaba de su cartera o cuando se ponía a transcribir canciones de Los Perros Robóticos en lugar de pedir libros a los bibliotecarios como hacíamos los demás. Mi única válvula de escape era Jacobo y pensar en cuando él me besaba aunque estuviera al tanto de que me engañaba, de nuevo, con una chica de su escuela.

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Esa segunda vez no tuve el valor para mandarlo al demonio aunque me sentía como una bolsa; cuando caminaba por los jardines aledaños a la Escuela de Psicología sentía que los otros estudiantes se burlaban de mí y aquello me hacía sentir verde de la ira, tan verde como la grama sobre la cual ellos estaban sentados, y en esos momentos juro que sólo pensaba en que quería ponerme aún más verde, tan verde que ya nadie pudiera diferenciarme en el jardín, entre las hojas de los árboles y la grama.

Y entonces pasó aquello. Era como si alguien hubiese dejado la llave del agua fría abierta para siempre, no como la vez en el parque, esta vez los polos se derretían por completo y todos los cubos de hielo de todas las cubetas del planeta se sumaban a aquel diluvio. Del cielo caía granizo y éste le daba forma a lo que terminó siendo, por lo menos para mí, la verdadera parte de la historia entre Jacobo y yo. Es tan curioso… pensar que precisamente la parte que no nos pertenecía se convirtió, a último momento, en la única.

La rubia estaba muerta. La encontraron embutida en el asiento del copiloto de un carro tuning junto al que había sido su novio hasta aquella noche en que, haciendo piques cerca del túnel de La Trinidad, perdieron el control del volante y se estrellaron contra un cerro de las cercanías. El carro quedó hecho una lata, los muchachos quedaron irreconocibles. En la morgue comprobaron que estaban borrachos como unas cubas, ambos tenían niveles elevadísimos de alcohol en la sangre. La rubia acababa de cumplir 17.

Un profesor de la escuela le rogó a Jacobo que fuera a reconocer el cadáver de la muchacha, era huérfana y nadie sabía cómo contactar a sus parientes lejanos. El cadáver llevaba en la morgue más de una semana y acertaron al pensar que ninguno de los de la escuela podía conocer mejor que Jacobo el cuerpo de la muchacha. Estaba totalmente desfigurada.

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En la morgue, Jacobo se enteró de muchísimas cosas que ignoraba, como por ejemplo, que desde que él había retomado su relación conmigo la muchacha empezó a emborracharse constantemente y a hablar de la vida de una manera mucho más ácida. Luego inició una relación con el piloto del carro envenenado pero aquello no hizo que dejara de emborracharse, el tipo le llevaba diez años y estaba tatuado hasta en lo blanco del ojo. Su compañera de habitación en la residencia estudiantil dejó de salir con ellos desde el día en que la rubita había espoleado al de los tatuajes para que pasara a una fila de carros en la autopista a más de 160 kilómetros por hora.

Jacobo fue presa de las peores pesadillas durante semanas. A veces, mientras se encontraba en la fase limítrofe entre el sueño y la vigilia, veía como las manos de la muchacha avanzaban desde la oscuridad intentando tocarlo. Decía que estaba seguro de que eran sus manos, desde siempre había sido muy supersticioso.

Yo también tenía pesadillas constantes pero por otros motivos. La ciudad se me hacía, esta vez, una hilera de carros tuning aplastados con una universidad en el medio, y muchos cadáveres en derredor. No podía contar con mis dedos cuántas veces le había deseado la muerte a esa chica, y pensar en que jamás lo había hecho en serio no me ayudaba, no me hacía sentir para nada mejor. El tiempo se me hacía meramente subjuntivo, si yo hubiera… si él hubiera… si ella hubiera… la vida de ambos hubiera sido distinta, seguro, también la muerte de ella… distinta. Me arrepentí hasta la médula de no haberle cedido a Jacobo como se ocurrió, de manera fugaz, la noche del parque.

Sentía que aquello se convertía en mi malaria, en mi karma. Estaba afiebrada, deliraba, empecé a ver a Jacobo como la peor de las maldiciones chinas. Una tarde lo llamé por teléfono y le dije que terminábamos, que no quería verlo más nunca y que era definitivo. Colgué el teléfono y lloré como si los polos se derritieran en mis ojos, como si el recalentamiento global quemara desde adentro y fuera algo muy mío, y sentía que los osos polares de la tele se ahogaban en la mesa del teléfono y las focas y los pingüinos se desangraban en la cerámica del apartamento, y aullaban de dolor, imprecándome.

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Sabía que estaba saliendo con otra chica de su escuela. No quería que la historia se repitiera… una vez con malaria alcanza para el resto de la vida. Lo sabía por el viejo, por unas manzanas inmensas y jugosas, por un viñedo, por un avión.

Dayana Fraile (Anzoátegui, 1985) Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Durante varios años se desempeñó como personal de planta de Monte Ávila Editores. Trabajos creativos

de su autoría han sido distinguidos con premios y menciones en concursos, como el Festival Literario Ucevista, la Semana de la Nueva Narrativa Urbana y el Concurso de Cuentos Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores. Su libro de cuentos Granizo (2011) fue galardonado y editado por la Primera Bienal de Literatura Julián Padrón. Actualmente cursa estudios avanzados de Gramática Inglesa en North Carolina (Estados Unidos). Recientemente se alzó con el VI Premio de Cuento Policlínica Metropolitana con el cuento Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz. A tres años de su muerte.