De Borges y El Tango

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De Borges y el tango (Ensayo sobre dos que bailan la realidad y la irrealidad). Por: José Guillermo Anjel R. Dedico esta conferencia Benjamín Schneid, hombre de Belgrano que lee señales invisibles. Para vos, ché. Intróito. No sé qué tenga el tango. Quizás sea una mujer que baila en las venas del hombre que la piensa y, mientras danza, lo tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se hace con las notas del bandoneón, para asombro de golondrinas y aves que llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se hace costanera delante de Buenos Aires, sonríe y llora al mismo tiempo. En términos de Borges, sería una mujer que se mira en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del tigre. El tango y Borges nacen por el mismo tiempo. Y se hacen de Buenos aires. Y cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción en ciudad y laberintos, Borges también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el encanto del sonido y las palabras. Y el de la memoria y la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los inmigrantes que entren en esas músicas del bandoneón y de las palabras escritas. Del tango se ha dicho que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació en el crimen y en el sexo que se compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el tango acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no tiempo y el tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no lugar, un no tiempo, esto que en física llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento. Evaristo Carriego y Palermo. En un texto sobre los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en los versos de Carriego, que habla de la formación de las sombras y de la construcción de los silencios. También de los desaciertos, los odios y las palabras que no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para sentir al Buenos Aires que crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar, Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en Borges no es una extensión de la pampa sino un campo inglés, sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban las fieras. Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga, el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta. Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y la cuchillada tardía y

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De Borges y el tango (Ensayo sobre dos que bailan la realidad y la irrealidad).

Por: José Guillermo Anjel R.

Dedico esta conferencia Benjamín Schneid, hombre de Belgrano que lee señales invisibles. Para vos, ché. Intróito. No sé qué tenga el tango. Quizás sea una mujer que baila en las venas del hombre que la piensa y, mientras danza, lo tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se hace con las notas del bandoneón, para asombro de golondrinas y aves que llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se hace costanera delante de Buenos Aires, sonríe y llora al mismo tiempo. En términos de Borges, sería una mujer que se mira en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del tigre. El tango y Borges nacen por el mismo tiempo. Y se hacen de Buenos aires. Y cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción en ciudad y laberintos, Borges también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el encanto del sonido y las palabras. Y el de la memoria y la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los inmigrantes que entren en esas músicas del bandoneón y de las palabras escritas. Del tango se ha dicho que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació en el crimen y en el sexo que se compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el tango acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no tiempo y el tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no lugar, un no tiempo, esto que en física llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento.

Evaristo Carriego y Palermo. En un texto sobre los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en los versos de Carriego, que habla de la formación de las sombras y de la construcción de los silencios. También de los desaciertos, los odios y las palabras que no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para sentir al Buenos Aires que crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar, Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en Borges no es una extensión de la pampa sino un campo inglés, sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban las fieras. Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga, el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta. Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y la cuchillada tardía y

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traicionera. Letras milongueras las que escribe Borges rememorando a Palermo, y viviéndolo en la imaginación y la memoria cuajada de nativos y extranjeros que se relegan la cuchillada como en una carrera de postas. Y que cuando no hay quilombo, se funden en sus amplitudes y estrecheces. Caserones amplios y frescos, para los criollos: casas estrechas y sucias las de los gringos. Los primeros con la poesía limpia en la boca, los segundos con los versos sucios de la pobreza. Y en los dos, la tristeza y los rencores, los amores a medias y las visiones de lo imposible. Palermo es campo mítico, donde lo bueno y lo malo no existen, como en las tesis de Spinoza, sino que se vive por lo que venga, sin que D-s medie para nada. Es la guitarra y el facón, la voz que se alarga y el puñal fino. Y las mujeres que esperan la danza y el crimen por amor. Danza entre hombres, danza de machos que cortejan como gallos, que se lucen en las fintas y los firuletes, en el taconeo y el brillo de las espuelas. Se baila el sentimiento, el deseo, la muerte que se cuaja en el aire y en las miradas. Es como si de esas guitarras salieran diablos para revolver las sangres. Es que los días de ese Palermo de Borges y Carriego son los del caos inicial, los de la formación del mundo donde los opuestos se enfrentan y de dos verdades brota la tercera, que es como se crea el camino de la esperanza y el de las palomas al cielo. Y el del brillo de los cuchillos, capaces de desollar un toro o a quien se cree el toro. Con Carriego y los versos de lo acontecido en la realidad y la irrealidad, afloran los sentimientos cuchilleros de Borges, las penumbras apenas iluminadas por la hoja de metal puntudo, las manos que a más de domar potros y enfrentar vientos duros, buscan también la sangre del otro. Es que en la sangre se fundan las ciudades y la primera piedra, antes que el inicio de una casa, es una lápida o un mojón con una bendición encima. En ese Palermo de Carriego y los asombros de Borges, Buenos Aires se hace desde el Norte dejando el Maldonado que se ha hecho en las fronteras de las peleas y las guitarras. Ese Maldonado milonguero, de mataderos y gente de cuchillos cortos (que los largos eran de gente sin clase), que se extendió por manzanas enteras haciendo correr historias prostibularias y de guapos que morían sin soltar prenda, de malevos a caballo y luciendo chambergos propicios para lucir en el lance y en caso de ser difuntos, también es barrio decente, donde la moral apenas tocada se convierte en deshonra. De todo sucede allí en esos inicios de Buenos Aires. Y los opuestos, como pasa con la letra álef, son la creación que ya no se detiene. De una muerte barrial nace la ciudad. De un barrio que se olvida y del que no queda más que una memoria fabularia, aparece la Buenos Aires de un Borges que trajina por el no- tiempo, única medida de la eternidad y lo borgiano. "Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir el inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas", escribe cuando concluye su capítulo sobre Palermo, que a mi me parece que es el alma del tango y de la milonga, la del amor y de la muerte, la de la nostalgia y el honor partido en dos por un cuchillo o la traición de una mujer. También por la cobardía de uno que mató desde la sombra y así se hinchó de miedo hasta reventar. En ese Palermo, donde los tangos y las milongas hacen parte de los ambientes de luz y de sombra, de cuchillos y de percales, de dones y de don nadies, de guapos que vienen a acuchillarse y de mujeres que se juegan las ilusiones y los pesares, Borges escribe sus relatos más tangueros. El hombre de la Esquina Rosada y El Sur. Y la prosa El Puñal. En el primero, donde el crimen pasional es la línea, y todo por una mina de todos, por una jermú del más guapo, ganada con baile y billetes, el tango y la milonga están presentes en un segundo espacio. Sin esa presencia musical, el relato se habría quedado sin ambiente propicio y Francisco Real hubiera sido una sombra: " y luego la abrazó como para siempre y le gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó: -¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!-. Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango". Luego, ya se sabe, al Francisco Real, le llega la muerte y de la boca le sale: "tápenme la cara". Y acota el Borges: "Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía". Y del asesino anota su reflexión: "en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio". Y concluye diciendo del arma homicida: "Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso, que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba

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ni un rastrito de sangre". En este punto, leo en Borges la síntesis del tango duro, del apache, de ese que refiere las historias de los malevos y los desamparados. De ese tango y esa milonga donde todo se asume con honores y de frente, para que se sepa que hay dignidad. Y que el cuchillo nada tiene que ver cuando no se está a amando con la mano. Esta historia ha sido musicalizada por Piazzolla, para que la música asuma la calidad de testigo y de memoria, para que se baile el cuento, para que se sienta y se maldiga o se bendiga, no lo sé muy bien, que en la historia imaginada de Buenos Aires todo es posible. Igual que en la Lujanera y Rosendo Juárez. Lo mismo que en el tango y la milonga, en el candombe y el valsesito criollo, músicas a las que hay que perderles el temor porque habitan en nosotros desde el séptimo día, horas en que se criaron los miedos. En El Sur, la historia es la de un miedo y una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una historia de tango y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de muerte. "-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta...". Luego es Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar, la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para que la llanura le vea la muerte, para que el Sur lo inicie en la memoria y alguien le cante el lance. Lo demás, más allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las líneas de la mano de una grela que no admite que se está quedando sin carnes. En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo milonguero, está definido en dos renglones que concluyen una historia corta sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles". Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado en el olvido, pero con memoria para cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa en La Intrusa y en la muerte de los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió Borges haciendo la lectura de Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una emboscada, una tocaia grande como diría Jorge Amado, que es hombre de candombes. Y de delirios propicios a la escritura.

Borges y el tango que no vemos. El tango es de lupanar, pero también de gran salón. Es de cuento entre putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la Historia Universal de la Infamia y de las Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los de esos desconocidos que habitan bibliotecas circulares y ecuaciones infinitas. El tango, decía, es danza de lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E igual es Borges, que en su literatura asumió lo de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que está arriba que lo que está bajo. Y del jardín que se mira, se ven las estrellas, como defendía Giordano Bruno, el hereje. Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor, para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo ginebrino, de lo arcaico en el

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cielo y lo miliunanochezco. Esta ubicación (o desubicación), nace del desprecio por el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces, desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un cadáver momificado y acético a toda desmesura. Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo elegante y ágil que mantiene la muerte a mano. Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos. En ese tango que no vemos, que suena y se toma las azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y al de la imaginación, que es como la danza, donde todo depende de los firuletes y los quiebres de mirada. Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque asumió esta música desde el fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su violín interpretaran una milonga y un tango apache, canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las putas de las pulperías, y también al de la ciudad que se desarrolla entre memorias de lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la luz del sol. Bajo esta posición herética, la de un Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales, perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y esas que representan todas las expulsiones del Paraíso. Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el criminal y en esta magnificación lo convierte en un antihéroe que termina representando la intligencia práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y en este acto, el delito, demuestra que está vivo y en movimiento. En la biografía que Borges hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un abuelo que escribió unos papeles olvidados y que murió de tuberculosis o de tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad. Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al baile. Y, en todos estos poemas que se convierten en Misas Herejes, en el lápiz de Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego lo marca, que el tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y extenso como el cuerpo de la mujer que se ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.

Borges en el nuevo tango. El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche, el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela, nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel Barenmboim y el que se entreje en el violín de Menuhin y en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio fueron italianos y después fueron rusos y polacos, árabes y judíos, todos aportándole letras e

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instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de él mismo por los pagos de Europa. El nuevo tango es música que narra la ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio donde se baila el tango) al son de los violines y el bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese tango que está en Borges, que gravita en él y sus escritos, en la poesía que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la memoria. En ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud, está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos. Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo, llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está en manos de alguno que corte carnes para el asado. El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la traición del olvido, es el Borges del libro de arena y el informe Brodie, el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez tribus de Israel, que se presume que están al otro lado del Sambatión, río misterioso que suena igual a la tecla 36 del fuelle. A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un babilónico que la mira pecando. A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga, bailándola con el corazón y los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de milongas (milonga también es puta) trenzados al compás del dos por cuatro. De no ser así, no habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros montivedeanos y gringos que todavía no están seguros de haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la ciudad donde se pierden y añoran. Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra, Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos, espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida. También en esos espacios del tigre y el espejo, está la dama que mira sin ser tocada y por eso se desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar porque sabe que no pierde más que una proyección. No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que luchó en Junín y hundió el puñal en el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la biblioteca eterna de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos están el uno en el otro, amándose y odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los caminos que se bifurcan. Escrito en Medellín, oyendo tangos y a María José que llora.

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El arte literario se desarrolla normalmente en el ámbito bidimensional del papel y solo los verdaderos literatos consiguen trascender a una tercera dimensión tal y como el mensaje oculto, la visualización de la escena, etc. Jorge Luis Borges, nuestro entrañable Borges, es uno de esos elegidos sobre los que se derramó el talento al que él agregó toda su capacidad de trabajo en sus siempre arduos escritos logrando, en cada uno de ellos una particularísima polidimensionalidad que va desde su recreación del idioma hasta el manejo de la ironía para evitar una respuesta enojosa a su modestia. Sírvanos como ejemplo de lo dicho recordar su tan mentada aversión al tango del que solo se permitía rescatar los alegres y retozones de la guardia vieja (Villoldo, Ponzio, Greco, por más que él no los nombrara) y los versos de esa inefable poesía "Fundación mítica de Buenos Aires", en que describe su amor por Buenos Aires. ¿Quién puede amar tanto a esta ciudad si no la conoce a fondo? ¿Y quién puede conocerla a fondo sin advertir que sus adoquines, sus plazas, sus gentes y sus monumentos están empapados de los tangos que la describieron desde los finales del siglo XIX hasta nuestros días? Tratemos entonces de desentrañar ese diáfano misterio que es el Borges que siempre se presta a tantas lecturas como lectores tenga. Y hagámoslo desde uno de sus más perfectos cuentos, aquel del que usurpamos el título para encabezar estas líneas: "Hombre de la esquina rosada". Desde la perspectiva del género policial es todo un alarde literario dejarnos entrever al homicida desde el tercer párrafo "... Arriba de tres veces no lo traté, y esas en una misma noche..." pero ese detalle no nos alcanza para marcar la estatura del escritor: es simple muestra de "oficio". Adrede hemos usado el vocablo "homicida" ya que el autor de la muerte no puede ser considerado "asesino": no tiene rencor, no lo motiva la pasión, simplemente cumple con su deber como verdugo, mata a quien mató a su ídolo. Mata a quién mató sus ilusiones, sus míseras esperanzas de ascenso social y, aunque simultáneamente demostró que podía ocupar el sitial de "guapo" que junto con la vida perdiera su referente, nos enseña que tampoco esa era su intención. Vagamente nos recuerda aquel pasaje de "Silbando" donde se dice que casi anónimamente surge "un quejido y un grito mortal / y brillando entre la sombra / el relumbrón con que un facón / da su tajo fatal". En orden a sus cualidades descriptivas, el escenario en que se desarrolla la acción merece párrafo aparte: una solitaria planicie que merced a la oscuridad nocturna alcanza ribetes espaciales, se extiende a partir del Arroyo Maldonado (hoy Avenida Juan B. Justo) en su cruce con Gaona. Una solitaria y ominosa luz colorada denuncia la verdadera naturaleza del galpón donde se reunieron a milonguear los malandras de las proximidades y las chinas cuarteleras que descansaban los gajes de su oficio en los ranchos circundantes. Acodado en el mostrador Rosendo Juárez, el señor del lugar, el resumen de todos los ideales y esperanzas que son capaces de imaginar aquellas almas, el modelo a imitar, bebe su caña con gesto taciturno; no es el presagio de una muerte que no imagina, es sencillamente el aura que les impide a los otros pedir detalles de sus mentas, y a él lo exime de darlas. No hay alegría en la escena, no puede haberla; hay desesperanza, hay rutina, cualquier risa es grotesca cosa de "puro italianaje mirón", y hasta el baile es ensimismado aunque alerta porque la actitud es competitiva. ¿Dónde está, entonces, la alegría de ese tango picaresco que suena en nuestros oídos mientras leemos?

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¿Qué nos sugiere al Borges que nos dice que el buen tango, era el tango sencillo, alegre y querendón y travieso de los inicios? Por la inconmensurable noche-pampa se acerca un coche placero de altas ruedas coloradas. En él, otro conjunto de marionetas que responden a otro titiritero, se acercan al galpón en medio de risotadas alcohólicas y milongas punteadas en las cuerdas de alguna guitarra criolla. Tampoco los trae la perspectiva de una noche de juerga: saben que es una misión letal, si se lo preguntaran dudarían de estar vivos rato después; pero se arraciman detrás de su jefe, único consciente del porqué de la expedición. Ranas, perros y grillos completan la escena en que deberá desenvolverse la tragedia y esta da comienzo cuando Real, el otro, lanza el desafío sin nombrar al destinatario; sabe que el espíritu de cuerpo de los locales se encolumnará detrás del desafiado en cuanto éste se dé por aludido, pero también sabe que esa misma aceptación será la voz de alto que convertirá la sospechable batalla campal en un tango a dos cuchillos que cumplirán su ritual hasta la fatalidad. Y ese es el tango amado por el irónico Borges: no es travieso, no es alegre, es trágico, es letal. ¿Cuantas veces el socarrón maestro nos mostró su admiración por el duelo a cuchillo, con todo el coraje que implica saber la muerte al alcance de la mano? ¿Cuantas veces Nicanor Paredes o Jacinto Chiclana? ¿No es esta una vez más? El cuadro siguiente pareciera demostrar que no: Rosendo Juárez, El Pegador, declina el convite y decide perder todo su patrimonio de una sola vez: su fama, esa que ganó trabajosa o mentirosamente pero que le facilitaba todo, hasta la posesión de esa mujer que ya no es más suya desde que, por orgullo propio, le saca el cuchillo de entre las ropas y lo pone en sus manos, dispuesta a ser una cosa para su hombre siempre que éste sea el mejor ("Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!..." dirá Real en su momento de triunfo, pero antes la Lujanera lo habrá convencido de su sumisión: "Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre" ) . El cuchillo, siempre el simbólico cuchillo, vuela a través de una ventana y uno espera la caída del telón pero tres actores continuarán una trama de tono dramático que concluye con Real muerto y profanado en el galpón que, a poco, recuperará el baile para que los picados compases del tango lleven a la autoridad a aceptar la inocencia de la escena. ¿En que tangos acunó Borges este relato? Irrespetuosamente me permito suponer que algunos de estos que imaginaron mis oídos mientras leía "Tres amigos", cuyo relator añora a sus amigos que conformaban el "trío más mentado que pudo haber caminado" y nos agrede desde su añoranza diciéndonos que es imposible reeditar aquellos tiempos. Hay en todo el relato de Borges un trasfondo de ámbito de pertenencia que, extrapolado a sus límites, parece murmurar la palabra "amistad". Y, además, se presiente en el relator la nostalgia por aquel otro tiempo. "Culpas ajenas" donde Ponzio hiciera su descargo, recuerda ese mandato de amistad desde el cual se asumen recatadamente el rol que el amigo dejó vacante, ya sea con cuchillo o con silencio. "El Tigre Millán", en la descripción de Francisco Real, el Corralero, morocho, alto, fornido, seguro de sí mismo. "Como abrazado a un rencor": Real, al pedir que le ahorren la vergüenza de expirar ante la vista de los demás, está repitiendo el verso "...no ando en busca de un consuelo ni ando en busca de un

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perdón, no pretendo sacramentos ni palabras funebreras, me le entrego mansamente como me entregué al botón...". Pero en ninguno de ellos puedo advertir visos de alegría que diferencien en esencia a los melódicamente humildes "Tangos de Saborido" mencionados en el relato, de los románticos compases de Cobián, los chopinianos arrebatos de Maderna, los querendones susurros de Troilo y las eruditas "fugas" tangueras de Piazzolla o Rovira. Todo eso es el tango y su efecto en cada uno de nosotros está descripto a la perfección cuando Borges nos dice "El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar". Ante tamaña definición convengamos, señores, que Borges es Tango y no solo tango.

Borges y el tango

Por Eduardo Berti

Magazine Littéraire, París, mayo de 1999 Jorge Luis Borges amaba el cine, no se consideraba un entendido en artes plásticas (a pesar de que su hermana Norah era pintora), despreciaba la ópera y distaba de ser un melómano, a diferencia --por ejemplo-- de Julio Cortázar. Se dice que, aparte de Brahms --gusto inculcado por Bioy Casares y Silvina Ocampo--, sus preferencias eran la milonga y el blues norteamericano. Muchos historiadores han definido a la milonga como la "hermana mayor" del tango, del mismo modo que el blues ha ejercido una tutela indiscutible sobre el jazz y, más adelante, sobre el rock. Y a nadie debería extrañar que Borges se inclinara hacia dos músicas donde la guitarra es eminente porque, si se revisan sus primeros poemas, se advierte enseguida que, después de vereda, patio y luna, una de las palabras más repetidas es guitarra: "Mi patria es un latido de guitarra" (Jactancia de quietud), "Pampa: yo te oigo en tus tenaces guitarras sentenciosas" (Al horizonte de un suburbio) "Los muchachos de guitarra y baraja del almacén" (Barrio Norte). A tal punto que cuando, cuatro décadas más tarde, Borges concluye su poema "1964" con "...y te puede matar una guitarra", resulta difícil no pensar en aquellos bluesmen pioneros que en la madera de su instrumento grababan (como esos carros con inscripciones que tanto atraían al joven Borges): "Esta guitarra puede matar". Desde temprano Borges mantuvo una relación de franco conflicto con el tango: en sus poemas lo laudó algunas veces pero en los reportajes solía formularle toda clase de reparos o explicar que allí donde sus versos decían "tango", debía leerse en realidad "milonga". Los tangos de cabecera de Borges eran pocos y antiguos: "La morocha", "La tablada", "El choclo", "El Marne"; vale decir que amaba lo que hoy se denomina "guardia vieja" , período intermedio entre las milongas de campo de fines del siglo XIX y la irrupción en 1917 del tango-canción con el cantor y melodista Carlos Gardel como figura emblemática. "Posiblemente un hombre que ha nacido en 1899 no puede gustar de Gardel, porque está en otra tradición", sostenía. (1)

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La milonga y el primitivo tango "criollo", expresiones musicales hijas del mestizaje entre lo español y lo indígena (y lo negro, según el estudioso Vicente Rossi a quien Borges elogiaba), eran para el Georgie de los años veinte muy superiores al "italianizante" tango sentimental surgido a partir de "Mi noche triste", donde el letrista Pascual Contursi fijó sin proponérselo el tópico del hombre abandonado por la mujer. Diversos investigadores indican que este tema recurrente en los tangos se debe a que, después del aluvión inmigratorio (la segunda gran oleada, coincidente con la Primera Guerra), en Buenos Aires había una mujer por cada siete u ocho hombres. Entendía Borges, sin embargo, que el tono de "lamento" que atravesaba estas letras --cosa nueva en un género que, salvo raras excepciones, hasta entonces había sido instrumental-- resultaba una flagrante traición a ese universo de guapos y malevos que aparece aun en sus libros pretendidamente más cosmopolitas. Buenos Aires será una ciudad diferente tras la segunda gran oleada de inmigrantes. Los primeros poemas de Borges dan cuenta de esto ("cómo has cambiado", le reprocha a su calle). Con la música de la ciudad sucederá algo similar, ya que pronto la nostalgia y la tristeza del desarraigo ocuparán el centro de la sensibilidad tanguera, así como del floreciente teatro argentino. Un famoso letrista y autor, Enrique Santos Discépolo, acuñaría un divulgado apotegma sobre el tango ("un pensamiento triste que se baila" ) que Borges siempre aborreció. Para Borges, que en un poema temprano había escrito la frase "un alegrón de tangos", el tango no era ni debía ser necesariamente triste. "Cuando yo digo que el tango es alegre y que suele ser valeroso y compadre, lo cual no se aviene con la tristeza, con esto no quiero afirmar que lo compadres no sintieran tristeza: quiero decir que se hubieran avergonzado de confesarlo; quiero decir que ningún compadre se habría quejado de que una mujer no lo quisiera, por ejemplo, porque eso hubiera pasado por una mariconería". (2) A fines de los años veinte, Borges desdeñaba el tango "afeminado" y el "bandoneón cobarde", para elogiar el "alma masculina" de la milonga (3). Cincuenta años más tarde, su visión era algo parecida pero más aplacada: la milonga era vista como "épica", el tango como "sentimental" (4), ¿melodramático y trágico? Borges no emplea estas últimas palabras pero uno las siente implícitas. Dicho de otra manera: Borges lamentaba que el clima "valeroso" y "peleador" de la milonga hubiese sido reemplazado por una lírica heredera de Petrarca que idealizaba la memoria de la amante perdida. El viejo tango encarnaba para él --lector apasionado de Ariosto y del Quijote-- uno de los medios que mejor expresan la idea de que "el combate puede ser una fiesta". (5) Durante esos años de juventud en que entiende su poesía como "canción de último criollo", Borges persistirá en su idea de enfrentar a la milonga y a lo autóctono con lo "gringo", con lo italiano. En su magnífica edición de La Pleiade, Jean Pierre Bernès arriesga la teoría de que el "anti-italianismo" de Borges, "ideología de rechazo" heredada del poeta Evaristo Carriego (a quien Borges le dedicó un libro en 1930), pervive incluso en relatos como "El Aleph" o "La espera", donde puede advertirse "el exotismo que representaban los italianos de la Argentina para un Borges que aún vivía bajo los esquemas moralizantes de una edad de oro criolla, anterior a la fuerte inmigración". Es muy sintomático que Borges descubriese ya de grande la existencia de los "ravioles", ese plato de pasta rellena tan popular en la Argentina y de obvio origen italiano . En 1979, yendo más lejos que nunca, Borges bromearía que "a veces me siento extranjero porque no tengo, que yo sepa, sangre italiana; entonces me siento un poco intruso en Buenos Aires". (6) Así y todo, Borges alcanzó a revisar sus opiniones sobre los supuestos perjuicios de la "italianización" del tango en un escrito de 1955. Admitía allí haber acusado a los italianos (y más precisamente a los genoveses del barrio de la Boca) de la "degeneración" del tango. "En aquel mito, o fantasía, de un tango 'criollo' maleado por los 'gringos', veo un claro síntoma, ahora, de ciertas herejías nacionalistas que han asolado el mundo después --a impulso de los gringos,

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naturalmente. No el bandoneón que yo apodé cobarde algún día, no lo aplicados compositores de un suburbio fluvial, han hecho que el tango sea lo que es, sino la República entera. Además, los criollos viejos que engendraron el tango se llamaban Bevilacqua, Greco o de Bassi" *** Según Horacio Salas, biógrafo de Borges e historiador del tango , "para Borges el tango es uno de los elementos de la mitología ciudadana, no de la historia" (10), uno de los "soportes de la leyenda" de los guapos y los malevos del faubourg. A grandes rasgos, el guapo y el malevo fueron al gaucho lo que la milonga fue al folklore guitarrero de la pampa: el fruto de su choque con la ciudad y de su establecilmiento y desarrollo en los arrabales, en las orillas. Transfigurado en el sustantivo "orilleros" (como otro apodo para los guapos y cuchilleros) o en el verbo "orillar" que tantos problemas causa entre sus traductores (el tango, ha escrito Borges, siempre estará "orillando nuestras vidas" ) , el concepto de "orilla" es una de las llaves cruciales para ingresar al universo borgeano. En tiempos de su infancia, Borges vivió con sus padres en un barrio de Buenos Aires (Palermo) que por entonces conformaba la periferia, el suburbio. Será ese mismo barrio al que dedicará su poema sobre la "fundación mítica" de la ciudad, ocurrida --según él sostiene-- en la misma manzana donde estaba su casa, circunscripta por las calles Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga. La casa de los Borges quedaba en Serrano 2135, calle que hace poco fue rebautizada Borges y que --vaya detalle-- conduce a la pequeña plazoleta Cortázar. La orilla del barrio de Borges era un límite doble y real: margen de la ciudad pero también ribera de las aguas, porque tanto Palermo como la Boca (los dos principales barrios de milongas y malevos) lindaban con cauces derivados del Río de la Plata: el Arroyo Maldonado (hoy entubado) y el Riachuelo, respectivamente. Borges tomó el término "orilla" de Carriego, a quien veía como "el primer espectador del arrabal". Nacido en 1883, muerto en 1912, Evaristo Carriego --vecino y frecuentador de aquella casa de la familia Borges en Palermo-- había escrito un poemario, publicado póstumamente en 1913 y una de las obras literarias argentinas que más influyeron en el joven Borges junto con el "Martín Fierro" de José Hernández y "El payador" de Leopoldo Lugones, entre otros libros. Del mismo modo que Rubén Darío fue uno de los modelos para los primeros letristas de tango (Enrique Cadícamo, entre ellos), Evaristo Carriego fue quizás el modelo más poderoso para la generación de los años '40, encabezada por Homero Manzi, Cátulo Castillo y Homero Expósito, quienes consiguieron que las letras de tango retratasen los barrios pero también sus habitantes, no ya como puro paisaje ("un arrabal con casas/ que reflejan su dolor de lata" ) (7). Estos años constituyen, para muchos, el mejor momento literario del tango; son las letras que Paul Verdevoye (con Roger Caillois, el primer traductor de Borges al francés) elogiará admirado, años más tarde, ante el letrista y "tangólogo" Horacio Ferrer. Muchas letras de aquellos años hunden sus raíces en Carriego o lo nombran a manera de homenaje: "Farol" de Expósito, "Viejo ciego" y "El último organito" de Manzi son probablemente los mejores ejemplos. Una de las imágenes más celebradas de Manzi, la del organito que "muele" tangos, se encuentra anticipada por Borges en su libro "Luna de enfrente", de 1925. No sera el único caso en que Borges prefigura letras de tango. La fantástica imagen de la luna que rueda por la avenida Callao ("Balada para un loco", 1969, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer) está más o menos esbozada cuarenta y cuatro años antes, en el poema "A la calle Serrano".

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Apasionado exégeta de Carriego, Borges permanece al margen de los cambios que hacia fines de los años '40 afectan a las letras de tango. Hoy es fácil preguntarse si no habría sido aquel el momento propicio para que volviese a interesarse en el tango. Las razones que impidieron el reencuentro son vastas. Una es que Borges, para entonces, había tomado distancia del Carriego "inventado" y esquematizado en su libro; aunque seguía reivindicando su costado "épico", deploraba todo aquello que --como "La costurerita que dio el mal paso"-- lo vinculaba con "lo más llorón del tango". Otra razón es que, en verdad, Borges por aquel tiempo se encontraba acaso en su momento más cosmopolita. Entre "Evaristo Carriego" (1930) e "Historia universal de la infamia" (1935) hay tal hiato que un lector no demasiado atento podría pensar que uno y otro libro son el fruto de dos hombres distintos. Claro que entre ambos libros está "Discusión" (1932), obra que de algún modo sirve de transición con textos como "El escritor argentino y la tradición", donde Borges parece despedirse de todo criollismo cuando instiga a creer en la posibilidad de ser argentinos sin por eso aferrarse al llamado "color local". Además de estas dos razones, hay una tercera, inocultable: la política. El esplendor del tango está ligado íntimamente al peronismo. Esto no impide la existencia de directores de orquesta comunistas (Osvaldo Pugliese) o radicales (Carlos Di Sarli), pero el fervor que rodea al tango, los bailes multitudinarios, los programas de radio, las hinchadas que --tal como en el fútbol-- reivindican barrios u orquestas, son intrinsecamente inseparables del fenómeno de masas que el peronismo encarna en el poder, entre junio de 1946 y septiembre de 1955. Removido por Perón de su cargo como bibliotecario para ser designado "inspector de aves", Borges será un declarado y acérrimo antiperonista. *** Es tres años después de la caída del peronismo, en 1958, cuando Borges publica en una revista su poema "El Tango", luego recogido en el libro "El otro, el mismo" (1964). Gira en el hueco la amarilla rueda de caballos y leones, y oigo el eco de esos tangos de Arolas y de Greco que yo he visto bailar en la vereda La "rueda" con caballos y leones se refiere a una calesita (un carrousel) que quedaba en la calle Independencia, en Buenos Aires, y adonde Borges iba de niño. Arolas y Greco son dos compositores de los años '10, cuando Borges llevaba todavía pantalón corto. Una vez más, el viejo tango se equipara a la infancia perdida. Un mayor acercamiento ocurrirá en 1965. Tras la publicación de "Para las seis cuerdas" -- una delgada colección de versos octosílábos--, Borges se reúne con Astor Piazzolla, el genial bandoneonista y compositor que venía revolucionando el tango desde mediados de los años cincuenta, para grabar un disco con el agregado del actor Luis Medina Castro como recitante, y del excelente cantor Edmundo Rivero, ídolo entre los tangueros pero también especialista en folklore y milonga. Rodea al disco de Borges y Piazzolla --durante décadas descatalogado e inconseguible en las disquerías de Argentina, aunque parezca mentira-- un anecdotario profuso y revelador. Mientras Piazzolla musicalizaba los versos, le iba mostrando los resultados a Borges en periódicas reuniones celebradas en un departamento de la calle Entre Ríos, en Buenos Aires, que el músico

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compartía por entonces con su primera esposa Dedé Wolf y con sus dos hijos. Excepcionalmente, a pedido de Piazzolla, su mujer había accedido en aquellas reuniones a entonar algunas milongas, con el único propósito de que Borges fuera escuchando las melodías compuestas para sus versos. Cuando, meses más tarde, ya concluída la grabación del disco con el cantor Rivero, Piazzolla invitó a Borges al estudio y la exigió una opinión, el escritor, tartamudeando un poco, dijo que estaba bien pero que en el fondo él prefería "cómo cantaba la chica". El guitarrista Oscar López Ruíz aún recuerda, entre carcajadas, la cara que pusieron Piazzolla y Rivero ante el insólito veredicto de Borges. En su autobiografía (8), Rivero cuenta que en su primer encuentro Borges le preguntó "con qué autoridad y conocimiento" cantaba él las milongas. "Las canto porque las entiendo, y las entiendo por las ha vivido. Lo mismo que usted", respondió el cantor con su voz grave, a lo que Borges dijo: "No, yo no tuve esa suerte. Mi madre no quería que saliera a la calle; yo siempre estaba detrás de las rejas". A su manera, tanto Borges como Piazzolla mantuvieron siempre un lazo distante con el tango y con la idea de tradición. En el que es uno de los mejores ensayos hasta hoy escritos sobre Piazzolla (9), Carlos Kuri sostiene que en el disco de las milongas de Borges es Rivero quien aporta la mayor cuota de autenticidad, "cantando entre dos impostores" cuyas composiciones son de "un sospechoso aliento anti-tango". Claro que mientras Borges enarbolaba la vieja guardia contra el tango oficial, Piazzolla proponía un tango progresivo. El vínculo entre Piazzolla y Borges nunca llegó a convertirse en amistad. Poco ayudaban, es verdad, ciertas declaraciones periodísticas de este último: "No quiero saber nada con ese señor (...), no siente lo criollo; Rivero sí, pero él no", decía en marzo de 1966 (10); "Una noche me llevaron a escuchar un concierto de este señor... Piazzolla. Y yo le dije a mi cicerone: 'Bueno, yo quería escuchar unos tangos, pero como no han tocado uno solo, vuelvo al hotel", sostenía dieciocho años más tarde. (11). Un reparo frecuente que Borges le hacía a Piazzolla era acerca de los títulos de sus composiciones. "Sus títulos no son títulos de tango. 'Lunfardo', por ejemplo" (12). Lo que Borges parecía estar señalando era que el tango deja de serlo en cuanto recurre a un uso autoconciente de su propia simbología. Es el mismo argumento que aparece en "El escritor argentino y la tradición", cuando observa que en El Corán no hay camellos; es el mismo argumento que emplea para objetar que en "Don Segundo Sombra" de Ricardo Güiraldes se hable de "gauchos" y de "pampa" cuando debería hablarse de "paisanos" y de "campo", ya que sólo alguien extraño al medio en que se desarrolla la novela podría usar ese primer par de términos. En tal sentido, Borges sigue pensando lo mismo que escribió en "El idioma de los argentinos" (1928): que los viejos tangos nunca estvieron repletos de palabras en lunfardo. Borges habrá aplacado con el tiempo su "italofobia" pero continúa reprochándole al tango su "internacionalismo esnob" y su "vocabulario fuera de la ley". Otras composiciones de Borges y Piazzolla fueron grabadas por Amelita Baltar y por el brasileño Ney Matogrosso, otras milongas de Borges fueron musicalizadas por Sebastián Piana (legendario compositor de "milongas sentimentales" ), pero el disco que compartió con Piazzolla marcó un hecho hasta entonces inédito en la cultura argentina: por vez primera una figura de la "alta literatura" conseguía plasmar letras de tango exitosas y convincentes. En realidad, antes de Borges el escritor Héctor Pedro Blomberg había logrado parcialmente esto, con "La pulpera de Santa Lucía" y otros temas de caracter histórico-didáctico. Pero que Borges ofreciera letras tan perfectas como "Jacinto Chiclana" o "Alguien le dice al tango" es otra muestra de su excepcional talento. Poetas argentinos de raigambre netamente popular jamás se atrevieron a cruzar la frontera entre literatura y tango. El propio Ernesto Sábato le confesó al pianista Héctor Stamponi (autor del tango "El último café" ) que hubiese dado varias páginas de sus libros a cambio de haber escrito un tango como "Sur" (Homero Manzi-Aníbal Troilo).

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Las milongas de "Para las seis cuerdas" provienen de la "memoria detenida del ciego", tal como dice un viejo poema de Borges ( "Barrio Norte" ). El escenario es el barrio que ya no existe, el "Palermo perdido". "Venga un rasgeo y ahora...", comienza "A Don Nicanor Paredes" porque, de nuevo, es la guitarra el instrumento imaginario que preside estos versos escritos --según Borges -- "a pesar de mí", "casi contra mi voluntad".(13) Los guapos y malevos que enumeran estas milongas son en gran número personajes reales que Borges conoció en su juventud, a través de "las rejas". El caso de Nicanor Paredes es particularmente interesante. Se llamaba en realidad Nicolás Paredes y era un caudillo y caïd del barrio de Palermo a quien Borges recurrió como fuente de información para escribir su vida de Carriego. "Por Nicolás Paredes conoció Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección", indicó en el libro dedicado al poeta. El mismo Paredes reaparecerá en el celebrado cuento "Hombre de la esquina rosada", donde Rosendo Juárez es presentado, en el primer párrafo, como "uno de los hombres de D. Nicolás Paredes". "Cuando escribí esta historia, yo pensaba en Nicolás Paredes; él acababa de morir. Escribía cada frase y luego la leía en voz alta, imitando su entonación"(14) En sus desenfadadas charlas con Antonio Carrizo, Borges recuerda que Paredes siempre la ganaba al truco (ese juego de cartas tan argentino) y que la última vez que se vieron le obsequió una naranja a pesar de que "estaba muriéndose de hambre". También cuenta allí que, a la hora de rendirle homenaje con una milonga, decidió cambiar su nombre por el de Nicanor "para no ofender a la familia, ya que hablo de las muerte que él debia (...) y me vino mejor para el verso, ademas". (15) Una obsesión de Borges preside las letras de sus milongas: los duelos entre malevos que empuñan "esa víbora, el cuchillo". Cabe recordar que en un cuento llamado "El Congreso" Borges se autodefinía como "un literato que se ha consagrado al estudio de las lenguas antiguas, como si las actuales no fueran suficientemente rudimentarias, y a la exaltación demagógica de un imaginario Buenos Aires de cuchilleros". En su biografía sobre Borges (16), María Esther Vázquez cuenta una anécdota muy ilustrativa. Estaba él dando una charla en la Universidad de Columbia, en los Estados Unidos, cuando un estudiante de Puerto Rico a los gritos lo tildó de "reaccionario" y "recordó malamente a la madre de la manera más tradicional y menos universitaria". Borges, que por entonces tenía 72 años, se levantó furioso y "golpeando el puño del bastón contra la mesa le exigió que, si se consideraba tan guapo y con tantas agallas, salieran a la calle a arreglar el asunto como hombres". Las autoridades expulsaron al joven del recinto y consiguieron calmar al escritor que, acaso por un momento, con la sangre retrepada a la cabeza, se había olvidado de sí mismo, se había olvidado del "otro" Borges --el hombre público, el de las conferencias-- y había supuesto por un fugaz error que era Muraña, que era Chiclana, que era Paredes. _______________________________ (1) "Borges el memorioso", entrevistas con Antonio Carrizo (Fondo de Cultura Económica, Mexico, 1983) (2) "Siete conversaciones con Borges", entrevistas con Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1974). (3) "Revista Martín Fierro", 1927 (4) "Borges el memorioso", página 27 (5) "Borges el memorioso", página 309 (6) "Borges, una biografía", página 266 (Editorial Planeta, Buenos Aires, 1994) (7) "Farol", tango de 1940; música y letra de Virgilio y Homero Expósito

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(8) "Una luz de almacén", E. Rivero (Emecé, Bs. As., 1982) (9) "Piazzolla, la música límite", C. Kuri (Corregidor, Bs. As., 1997) (10) Reportaje de Eduardo Stilman, revista "Información Literaria". (11) y (12) Entrevistas de Osvaldo Ferrari a Jorge Luis Borges (13) "Borges, el memorioso", página 63. (14) "Entretiens avec Jorge Luis Borges" de Jean de Milleret, página 189. (15) "Borges el memorioso", page 185. (16) "Borges: esplendor y derrota". (Tusquets, España, 1996), página 274. El tango Jorge Luis Borges ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía de quienes ya no son, como si hubiera una región en que el Ayer pudiera ser el Hoy, el Aún y el Todavía. ¿Dónde estará (repito) el malevaje que fundó, en polvorientos callejones de tierra o en perdidas poblaciones, la secta del cuchillo y del coraje? ¿Dónde estarán aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron? Los busco en su leyenda, en la postrera brasa que, a modo de una vaga rosa, guarda algo de esa chusma valerosa de los Corrales y de Balvanera. ¿Qué oscuros callejones o qué yermo del otro mundo habitará la dura sombra de aquel que era una sombra oscura, Muraña, ese cuchillo de Palermo?

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¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos se apiaden) que en un puente de la vía, mató a su hermano el Ñato, que debía más muertes que él, y así igualó los tantos? Una mitología de puñales lentamente se anula en el olvido; una canción de gesta se ha perdido en sórdidas noticias policiales. Hay otra brasa, otra candente rosa de la ceniza que los guarda enteros; ahí están los soberbios cuchilleros y el peso de la daga silenciosa. Aunque la daga hostil o esa otra daga, el tiempo, los perdieron en el fango, hoy, más allá del tiempo y de la aciaga muerte, esos muertos viven en el tango. En la música están, en el cordaje de la terca guitarra trabajosa, que trama en la milonga venturosa la fiesta y la inocencia del coraje. Gira en el hueco la amarilla rueda de caballos y leones, y oigo el eco de esos tangos de Arolas y de Greco que yo he visto bailar en la vereda, en un instante que hoy emerge aislado, sin antes ni después, contra el olvido, y que tiene el sabor de lo perdido, de lo perdido y lo recuperado.

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En los acordes hay antiguas cosas: el otro patio y la entrevista parra. (Detrás de las paredes recelosas el Sur guarda un puñal y una guitarra.) Esa ráfaga, el tango, esa diablura, los atareados años desafía; hecho de polvo y tiempo, el hombre dura menos que la liviana melodía, que sólo es tiempo. El tango crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto, un recuerdo imposible de haber muerto peleando, en una esquina del suburbio Alguien le dice al tango Jorge Luis Borges Tango que he visto bailar contra un ocaso amarillo por quienes eran capaces de otro baile, el del cuchillo. Tango de aquel Maldonado con menos agua que barro, tango silbado al pasar desde el pescante del carro. Despreocupado y zafado, siempre mirabas de frente. Tango que fuiste la dicha de ser hombre y ser valiente.

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Tango que fuiste feliz, como yo también lo he sido, según me cuenta el recuerdo; el recuerdo fue el olvido. Desde ese ayer, ¡cuántas cosas a los dos nos han pasado! Las partidas y el pesar de amar y no ser amado. Yo habré muerto y seguirás orillando nuestra vida. Buenos Aires no te olvida, tango que fuiste y serás.

DIJO BORGES SOBRE EL TANGO "...el tango no es la música natural de los barrios de Buenos Aires, sino la de los burdeles. Yo he sostenido siempre que lo representativo es la milonga. La milonga es un infinito saludos que narra, sin apuro, duelos y cosas de sangre; muerte y provocaciones; nunca gritona, entre conversadora y tranquila. Yo creo que la milonga es una de las grandes conversaciones de Buenos Aires, como lo es también el truco, ese juego de naipes dialogado y lleno de picardías.” “ termina adquiriendo un tono sentimental, sin duda el tono nostálgico del inmigrante europeo. A partir de ahí comienza a ser materia poética de los arrabales. Las zozobras del amor clandestino invaden las plumas de los autores populares y bueno, el tango se transforma en burla, en rencor, en recriminación hacia la mujer infiel. Pasa entonces a ser tango de desdicha y de lamento. Todo el trajín de la ciudad, todo lo que mueve a los hombres – la ira, el temor, el deseo, el goce carnal- es materia que motiva a los autores de tango. Yo creo que no sería disparatado afirmar que el tango es una vasta expresión de la inconexa comédie humaine de la vida de Buenos Aires.” de “Conversaciones con Borges” Roberto Alifano

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Música: -“Lo que más le gustaban eran las milongas y los blues, más que el tango. Para él, la milonga es alegre y valerosa, y el tango, melancólico y quejoso. Criticaba a Gardel, pero estando en el extranjero, decía que sin darse cuenta, cuando lo escuchaba, lloraba.” Borges con Ferrari, Dialogos     FUENTE: http://www.taringa.net/                                     

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