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El Otro

Darío Sztajnszrajber

Vamos a compartir unas reflexiones sobre el tema que nos convoca, que tiene

como título “El otro”. Vamos a pensar lo impensable, porque la otredad genera

ese tipo de paradoja. Vamos a potenciar las paradojas, nos gusta hacer una

filosofía de las paradojas, de las aporías, una filosofía que no resuelve sino que

problematiza y el otro es casi el espíritu de toda problematización. ¿Quién es el

otro? ¿Dónde está el otro? Si el otro es lo que desborda toda mismidad, lo que

está más allá de uno mismo, ¿cómo accedo a él? ¿Cómo accedo al otro sin

que mi propia mismidad lo contamine y por ello lo desotre? ¿O será que para el

encuentro con el otro tengo que desapropiarme de mí mismo, tengo que

salirme de mí mismo, desenmismizarme? (vicio de la filosofía inventar

palabras). Toda la cuestión del otro radica ahí, en salirme de mí mismo, pero

¿es esto posible? O como dice Derrida, la filosofía no tiene que ver con lo

posible, sino con lo imposible, y entonces el otro y su imposibilidad pasan a

tener otro lugar. ¿Hay un otro? Pero, si lo hay ¿sigue siendo otro? Si al otro

podemos nominarlo, nombrarlo, comprenderlo, capturarlo, domesticarlo,

normalizarlo, hacerlo propio, fagocitarlo, comerlo, ¿sigue siendo otro? La

misma o mera palabra “otro” ¿no traiciona al otro? ¿No lo desotra? Si hay un

otro, esta sería la conclusión: (podríamos terminar la charla acá) si hay un otro,

no hay otro. Eso es la filosofía: molestia, juego. Si hay un otro, hay un otro que

deja de ser otro, para que el que nomina al otro esté tranquilo, seguro y ejerza

su poder, pero el otro se desotra. El problema es que el que ejerce el poder

constituye al otro de acuerdo a su imagen y semejanza. Lamentablemente,

para el poder hay un otro. Y este otro no pide permiso. Irrumpe, dice Lévinas.

Molesta. Golpea la puerta de mi casa, no cuando lo espero. Si el otro llega

cuando lo espero, ya no es un otro, lo estaba esperando, lo recibo, le doy un

beso, lo hago p asar, me hace feliz, “me” hace feliz a mí. Pero el otro no tiene

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que ver conmigo, porque es otro, irrumpe y molesta, genera en mí una

perturbación y voy a hacer todo lo posible para que no moleste. Lo voy a

disolver, lo voy a constituir en lo que yo necesite para estar tranquilo, lo voy a

minimizar, lo voy a "aggiornar"; pero igualmente, aunque haga todo lo que

quiera, pretenda y suponga que va a funcionar, hay un otro y, en el momento

menos esperado, el otro irrumpe, está ahí. Justo cuando estoy mordiendo el

sándwich, el otro golpea y pide, solicita, reclama. Justo cuando estoy viendo el

final de la película, el otro golpea la puerta, me pide. Justo cuando estoy

leyendo tranquilo el último libro de filosofía contemporánea en el subte B, el

otro viene, interrumpe, me tira la estampita justo donde dice la palabra

"facticidad" y no me la deja leer. ¿No podías esperar a que termine de entender

el concepto heideggeriano antes de pedirme la limosna? No; el otro no se

comporta como yo quiero, el otro invade. El otro no es porque excede al ser y al

no-ser, cuestiona la lógica binaria del ser o no ser. El otro excede todo lo

posible, el otro es lo imposible ¿Puedo acceder al otro? ¿Cómo hago si todo el

tiempo estoy proyectando mi mismidad en el otro, si no puedo salirme

completamente de mí mismo para acceder a él? Cuando lo miro, lo miro con

mis ojos, cuando lo toco, lo toco con mis manos, cuando lo pienso, lo pienso

con mis categorías. Cuando lo toco, lo miro, lo pienso, lo "desotro" porque lo

incorporo a mí. Incorporo, lo hago mi cuerpo, "corpore". Está in-corpore. Y me

siento bárbaro, porque logro comprender al otro aunque el costo es enorme: su

exterminio, su disolución. Hay violencia, la peor de las violencias, la violencia

que disuelve al otro en nombre de la comprensión, en nombre de la racionalidad, incluso en el nombre de la democracia. Hay un otro.

¿Puedo acceder a él o le exijo todo el tiempo que se desotre para sobrevivir?

Hay un problema que puedo manifestar así: para poder vincularme con el otro,

el otro tiene que dejar parte de su otredad porque, en el vínculo, tiene que

aceptar mis reglas. Si yo me vinculo con el otro, impongo las reglas del vínculo.

Entonces, si hay vínculo con el otro, ya no hay otro. No me vinculo con él en su

diferencia, en su singularidad, en lo que no tiene ver conmigo, porque ya tiene

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que ver conmigo, porque hay vínculo y si hay vínculo hay concesión. Entonces

la otredad del otro, queda del otro lado de la puerta y de este lado de la puerta

queda aquello con lo que me permito vincularme. O sea, si hay vínculo, no hay

un otro. Ahora, si el otro permanece como el otro, no hay vínculo. En el primer

caso hay un vínculo, pero no es con el otro. En el segundo caso hay un otro,

pero no hay vínculo. En ninguno de los dos casos me conecto con el otro. El

otro siempre me excede, por eso es un otro, porque me excede. Siempre que

yo suponga que estoy vinculado con el otro, estoy cometiendo, como mínimo,

un acto de ingenuidad, porque con lo que me estoy vinculando es con lo que

estoy proyectando de mí en él. Y como máximo, un acto de hipocresía, porque

me regodeo hablando del otro y en realidad me importa poco. Me importa lo

que su otredad sume a mi proyecto de expansión. Cualquiera que habla en nombre de otro, en algún punto, lo está traicionando.

La filosofía es un otro. Cuando a Sócrates lo condenan y lo juzgan, en la

famosa “Apología de Sócrates”, donde Platón relata la defensa que hace

Sócrates frente al tribunal, Sócrates se llama a sí mismo un extranjero. Un

extranjero es un otro. La extranjería es una excelente figura de la otredad. La

filosofía habla un lenguaje extraño, es extranjera. Cualquier persona que no

sepa lo que estamos haciendo acá, y pone la oreja y escucha toda esta sarta

de reflexiones dice: "Esta gente está drogada, ¿de qué está hablando?” Eso en

el mejor de los casos, en el peor de los casos, algo que recibo

permanentemente en las redes sociales: "vayan a laburar", porque se supone

que hay una forma de trabajo normal y estamos los anormales, los que

hacemos anomalías, que es este lenguaje extranjero. ¿Por qué la filosofía es

extranjera? ¿Por qué Sócrates se defiende diciendo “yo vengo a hablar como

extranjero” si está hablando el idioma que se habla ahí en Atenas? Porque el

tipo de pregunta que hace la filosofía tiene que ver con la otredad. ¿La filosofía

habla del otro? No, la filosofía es el otro. Porque la filosofía no resuelve

problemas, si no que los crea. Otredad absoluta. Se supone que la vida es un

conjunto de problemas que tenemos que resolver permanentemente. Vivimos

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como ese famoso cuento que Platón relata de Tales, cuando descubre la

filosofía y se la pasa mirando para arriba y se cae en todos los pozos. Entonces

en el pueblo lo llaman el idiota porque no puede resolver lo más nimio, lo más

práctico de la vida -no caerte en un pozo- por preguntarte los porqué de los

porqué de los porqué. "Idiota" en griego significa estar metido para adentro y no

conectar con el sentido común. Y es un otro el lenguaje de la filosofía porque

pregunta no para responder sino que parte de las respuestas instituidas para

preguntar y con la pregunta, desarticular esas certezas que se nos presentan

como últimas y absolutas escondiendo intereses particulares. La filosofía

pregunta sin buscar respuestas. Pregunta como quien hiere, como quien

molesta, como quien muestra frente a algo cerrado y definitivo, que puede ser

de otro modo. No tiene sentido la pregunta de la filosofía. ¿Qué sentido tiene

preguntarse el porqué de un vaso? Es para tomar. ¿Cómo para tomar? Para

llenarlo de líquido. ¿Y por qué? ¿Por qué hay cosas que hay que llenar con

líquidos? ¿Por qué tiene que estar contenido? Porque el líquido no se puede

agarrar. ¿Y por qué? Porque hay materiales sólidos, gaseosos y líquidos, y los

líquidos vienen así. ¿Y por qué? Porque la naturaleza vino hecha de este

modo. ¿Y por qué? Por el desarrollo evolutivo de la capas geológicas. ¿Y por

qué? Porque después del Big Bang se dio una explosión. ¿Y por qué así, con

estas dimensiones, con estos colores, con estos materiales, con estas formas,

en el tiempo, en el espacio? ¿Por qué? ¿Por qué así? Si todo pudo haber sido

de otro modo. De muchos otros modos, infinitos, pero fue así. Que bajón. Nos

tocó esta particular dimensión del mundo, nos podrían haber tocado infinitas

otras ¿Por qué? Ahí, llegamos ahí, no sigue, es eso. Es la pregunta que se

pelea con aquello que intenta presentarse como una respuesta definitiva. ¿A

quién le importa y le molesta la pregunta del vaso? A nadie, a alguna empresa

que fabrique vasos. El problema es que este tipo de pregunta la podes hacer

con cualquier cosa. Cualquier cosa significa que empezás con un vaso, pero

terminás con las instituciones, los valores, las certezas. En la medida en que se

habilita la otredad de la pregunta filosófica, algo se mueve. Porque da igual

preguntar por el vaso que preguntarte por el porqué de lo que quieras. Es

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reconciliarte con lo improductivo de la filosofía. Esa es su otredad. Es la

pregunta que más me hicieron desde que me dedico a esto: ¿para qué sirve la

filosofía? y es lo incomprensible. Cualquiera de ustedes puede preguntar

filosóficamente lo que quiera, habiendo leído más Kant o menos Kant. La

pregunta es una prerrogativa: la hacemos si queremos sentirnos extranjeros, si queremos sentirnos otros, reconciliarnos con algo de nuestra otredad.

¿Qué hace el sistema con la otredad de la filosofía? Hace lo que siempre se

hace con el otro, como decíamos antes. Directamente sostiene que la filosofía

no sirve para nada. ¿Para qué sirve la filosofía? Y uno dice “bueno, la filosofía

se pregunta esto” o “bueno, no la vas a comparar con ser médico, ser

arquitecto, ser ingeniero, actividades útiles, productivas” ¿Por qué no? Habría

que ver la historia de la arquitectura, de la ingeniería, de la medicina y veremos

desde qué o para qué lugar se fue constituyendo el sentido de las cosas. Yo

me acuerdo cuando conté en mi casa que iba a estudiar filosofía. Hubo un

llanto grave y una de las frases que me quedó muy grabada fue “¿por qué no

me tocó un hijo más normal?” La comparación que hacían en mi casa era

siempre con profesiones normales, como ser contador. Como si ser contador

fuese algo normal. Normaliza, obviamente, pero ¿qué significa lo normal en ese

sentido? Hay un lenguaje extranjero que es el de la filosofía que; o no sirve

para nada o se la considera como un juego. ¿Hacés filosofía? ¡Qué bien la

pasás! O te dicen que hacer filosofía es algo improductivo: ah, se juntan tres o

cuatro a delirar. Hay una idea, un imaginario de que el filósofo es un ratón de

biblioteca, de anteojitos, solemne y aburrido, o un terrorista drogadicto.

Complejo ser terrorista y drogadicto al mismo tiempo, pero son como dos

características de esta especie de imaginario del que hace filosofía. Son formas

de normalizar la pregunta molesta. En realidad, diciendo que sos aburrido o

que no se entiende nada de lo que decís o que tus preguntas no sirven para

nada, lo que se hace es desotrar a la filosofía porque la filosofía con sus

preguntas lo que hace es cuestionar, justamente, el status quo, el estado en

que funcionan las cosas. Hacer filosofía y que podamos hacerla todos, es una

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forma política de cuestionar lo establecido. Y no hablo solo de la política del

Estado. Hablo de la política. Me importa en este momento aquello que el

feminismo radical definía muy bien con la frase “lo personal es político”. Lo

político jugado en el hogar donde el padre le dice al hijo “¿qué vas a estudiar?”

O donde uno le dice al otro “¿qué estás haciendo? ¿Abriendo un Facebook?”

Me importa el desotramiento, en ese ejercicio de poder que se hace en lo

micro, en lo doméstico. Qué palabra, ¿no? Y seguimos hablando de doméstico, de empleo doméstico, de domesticación, de desotramiento extremo.

Hay muchas figuras de la otredad que nos ayudan a entender de qué se trata.

Tengo muchas: el tiempo, Dios, el amor. Tomemos Dios. Dios es el otro, ¿qué

Dios? ¿Existe o no existe? No importa, salgamos de ese debate, que está

buenísimo, pero pensemos la cuestión de Dios desde su definición. ¿Qué es

Dios? Dios es lo otro de lo que existe más allá de todo límite, lo que está más

allá de todo lo pensable. Dios es la pregunta por si hay algo más. Es el tema

que más me interesa y cuando me pongo a hablar de Dios vienen algunos y

dicen ¿qué te metés con Dios?, es un tema de la religión, no lo profanes, como

si la filosofía no hubiese tratado la cuestión de Dios. Hay peleas hasta por el

nombre. Siempre las peleas son por los nombres. Y entonces, más allá de la

religión, definimos a Dios como lo que nos excede, como lo que está más allá

del límite. Si de algo somos conscientes como seres humanos, es de nuestros

límites. Sabemos que vamos a morir. Tratamos de reinventarnos y expandir

ese límite, pero siempre sabiendo que hay un límite, por lo que tenemos el

derecho y la vocación de preguntarnos qué hay más allá de ese límite. Pero

¿cómo no te contentás con saber que tenés límites y te dedicás mejor a

propósitos en el marco de tu mundo limitado, por ejemplo, construís puentes,

jugas a la quiniela, ves la final Argentina – Chile? ¿Para qué preguntarte si hay

algo más? Y bueno, vocación humana. Poneme un límite y yo no hago otra

cosa que pensar qué hay del otro lado. Eso es Dios: la pregunta. Después

viene uno y dice “Del otro lado hay un viejito de barba blanca, canoso, casi

siempre blanco, macho y burgués” pero se llama Dios y entonces ya no es del

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otro lado. Yo pregunto si hay algo más allá y vos lo metés de este lado. Todo lo

que digas sobre Dios, no es Dios. Dios es lo que escapa la posibilidad del

habla, de la comprensión. Salvo que creamos que lo comprendemos todo,

entonces nosotros somos Dios. Pero no. ¿Por qué no? Porque tenemos

hambre, tenemos que ir al baño. Porque hay un otro, somos conscientes de

nuestras limitaciones. Entonces ¿hay algo más? Ahí está Dios, en la pregunta.

Ahí está la otredad, jugando como pregunta y en el valor del otro. Es

independiente de las religiones, es más, esto destartala las religiones porque

las religiones no hablan en nombre de la pegunta, hablan en nombre de la

verdad, pero el otro escapa a toda verdad. El otro es como un palo en la rueda,

que no permite que ninguna verdad se instale de manera definitiva. ¿De quién

hablo? De quienes quieran, llévenlo donde quieran. De la política, del fútbol, de la casa, de las parejas.

Hablemos de las parejas. Llegó el momento hot de La Noche de la Filosofía.

¿Con quién es el amor? ¿Con uno o con el otro? Se supone que con el otro. Es

como mínimo entre dos. Incluso si es con uno mismo, es entre dos. Ahora, si el

amor es con el otro, el tema es cómo me vinculo con el otro. El vínculo con el

otro en el amor es un vínculo molesto, porque el otro llega con su otredad, con

su diferencia. Pero uno tiene una idea del amor -que es la que hay que

deconstruir, para mí- según la cual uno parte de una carencia. Platón decía que

uno ama lo que no tiene, uno es consciente de su carencia y busca en el otro

un complemento, alguien que nos completa, que nos acompaña en aquel lugar

en el que asumimos nuestras falencias. Busco que el otro me ayude a

realizarme. Busco que el otro me haga feliz, que el otro me haga crecer, que el

otro me ayude a ser mejor persona, me, me, me, me. El otro parece ser una

especie de dispositivo ideal para que uno alcance sus objetivos. ¿Qué me

importa del otro? ¿Lo que tiene de otro o lo que tiene para que yo pueda sumar

en mi objetivo de alcanzar la felicidad? En el amor, ¿conecto con el otro o

conecto con lo que yo proyecto de mí mismo en el otro en función de la

necesidad que tengo para mi propia realización? Uno parte del modelo ideal de

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lo que es una pareja. Ahí empieza el problema, la idealización. Porque la

idealización parte de nuestras carencias constitutivas. Entonces vos pensás

¿cuál es mi modelo de pareja ideal? Que me escuche, que le guste el fútbol,

que le guste comer pescado. Cada uno arma su pareja ideal en función de su

fracaso anterior. Entonces te armás tu listadito, tu modelo ideal de pareja y

después salís al mercado del amor, van pasando los candidatos y decís llega al

74%, 68%, 54 %, 42%, 38%. Después vas y 74% no te da bola, bajás a 68% y

tampoco te da bola, así que llegas hasta 54% y te terminas enganchando.

¿Con quién? Con 54%. No importa el nombre, importa que sea 54%, que tiene

que ver con las características que uno necesita que el otro tenga para que uno

sea feliz o crea que lo es. Ahora, lamento decirles que 54% es un otro. Hay un

46% de otredad que excede ese 54% con el que uno se vinculó. ¿Qué quiere

decir esto? Que es muy probable que si uno se ensimisma en sí mismo, esté

todo el tiempo reclamándole al otro por el 46% restante. Es fundamental esto

en un vínculo, ¿Qué busco en el otro? ¿Aquello que tiene? No, no importa lo

que tenga o lo que no tenga porque estoy delineándolo en función de mi

necesidad. Gente, eso no es amor. Es amor con uno mismo, con lo que uno

proyecta en el otro. Otra figura más de la mismidad, el encerrarse en uno

mismo. Para mí es doble el problema porque se hace eso en nombre del amor

y después se violenta y se apropia en nombre del amor. Hay un otro al que

desotro y lo vuelvo parte de mí, lo creo mi parte, mi propiedad, lo creo mi

posición. Y no hay lugar donde se ejerza más la violencia con el otro que en lo

doméstico, en el comienzo fallido de pensar el amor no en el otro sino en uno mismo.

Hay un gran otro que es el tiempo, que nos va a obligar a ir cerrando. Hay dos

maneras de relacionarnos con la otredad. Una es lo que se llama comúnmente

el paradigma de la tolerancia. La tolerancia es otro problema, porque es el

concepto que se supone representa nuestro contacto con el otro. Tolerar en

latín significa soportar. Es una palabra ambigua: “Yo soy tolerante con la

otredad” significa “Yo estoy soportando la otredad” o sea, aguantando lo que no

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aguanto. No hay una apertura a la otredad. Hay un soportar. Si hay un soportar,

es en función de algo que me conviene. O sea que tolero al otro por mí mismo,

no por el otro. Si la tolerancia tiene que ver conmigo y no con el otro, entonces,

de tolerancia no tiene nada. O la tolerancia es otro de los nombres para la

violencia con el otro. Si la tolerancia exige que el otro, para ser tolerado, tenga

que dejar parte de su otredad, no es tolerancia. Es la famosa paradoja del

pluralismo. Podríamos defender el pluralismo por donde quieran, pero si el

pluralismo es solo para los que aceptan las reglas de los que definen lo que es

pluralismo, no es pluralismo. En el pluralismo tienen que estar todos, incluso

aquellos que cuestionan el pluralismo. ¿Es posible? Probablemente no. ¿Cómo

una práctica política? Probablemente no. Esto es filosofía. Que no sea posible

no significa nada. Acá estamos haciendo una experiencia de lo imposible.

Cuestionamos qué significa, como hicieron la mayoría de los que hicieron

filosofía, al menos manifestando que el que habla en nombre de la diversidad

admite su propia limitación. En la tolerancia siempre hay una exigencia de que

el otro deje parte de su otredad para ser aceptado. Ese es el límite de la

tolerancia. El otro es intolerado y dejado afuera, o el otro es tolerado en la

medida que deja afuera lo que molesta al que tolera. En los dos casos no hay

otredad. Porque o dejo completamente afuera al otro, o lo traduzco, le exijo

cierto desapropiamento de su otredad para ser parte. No hay contacto con el

otro. Muchos de los pensadores que trabajan en esta línea -Lévinas, Derrida,

etc- dicen que el único contacto con el otro es el paradigma de la hospitalidad,

abrirse al otro. El otro irrumpe, toca la puerta, no pide permiso, te tira la

estampita, te pide una moneda. En el paradigma de la tolerancia el otro pide

una moneda y uno le dice “te doy un sándwich para que comas” y el otro

responde "No quiero un sándwich, quiero una moneda" y uno, que ejerce el

poder de la tolerancia, dice: "yo pienso en tu bien: la moneda la vas a usar para

comprar paco y con el sándwich estoy cuidando tu salud". ¿Hay encuentro con

el otro? En el paradigma de la hospitalidad, que es el otro paradigma, el otro,

no es una figura anversa. Se trata de cambiar de plano, o sea, admitir que el

contacto con el otro es imposible. ¿Entonces qué hago? Abro la puerta, viene

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el otro, me golpea, me transforma. El vínculo con el otro es siempre imposible,

pero hay que admitir la imposibilidad, entender que somos esa dualidad, esa

ambigüedad. Siempre voy a estar relacionándome con el otro desde un lugar

propio. Pero en la medida que pueda abrir la puerta a ese otro lo máximo

posible, al que no se la abriría, el otro me transforma. El otro busca destruirme

muchas veces. Nietzsche tiene una idea tremenda que dice “mi mejor amigo es

mi peor enemigo”. El otro busca destruirte pero te transforma. Uno al principio

trata de reventar al otro. En una época yo debatía con un tipo que era mi

enemigo. Nos llamaban de un montón de lugares y debatíamos a golpes

diálecticos cuestiones como el matrimonio igualitario. Y un día mi enemigo

viene a una charla, me mira y me dice "te quiero decir algo, Darío. Vos tenés la

cabeza tan abierta, que un día se te va a caer el cerebro". Lo odié. Me cambió.

Odio que me haya cambiado él, pero mis amigos no me cambiaron, mis amigos

me aplauden, me adulan, me dicen “muy bien, muy bien, coincido”. Tuvo que

venir el otro, tuvo que venir con su aguijón y transformarme. Pero hay que estar abierto, porque si uno se cierra dice “es una porquería” y se acabó ahí.

Hay muchas figuras de la otredad. En la otredad se mezcla lo que es la

diferencia con lo que es la debilidad. Yo tengo una idea de la debilidad: creo

que el otro siempre es el débil, porque uno decide quién es el otro. Uno lo

nomina, el otro es otro para mí, entonces yo ejerzo un poder sobre el otro, por

eso es la figura de la debilidad. Hay que entender esa diferencia entre los otros

que yo constituyo y me tranquilizan, y los otros que realmente me provocan y

que dejo completamente afuera. Piensen, ya que tenemos la final Argentina -

Chile mañana, en las identidades nacionales. ¿Quién es el otro? ¿Por qué son

el otro? Nosotros tenemos una identidad, los chilenos también; nosotros

tenemos una selección, los chilenos también; nos gusta el fútbol, a ellos

también; somos un Estado Nacional, ellos también; tenemos himno, ellos

también; tenemos una bandera, ellos también; tenemos a Messi, ellos a Vidal.

Somos iguales. Somos lo mismo. Para la Argentina, Chile, Brasil o Paraguay

son países como nosotros. Compartimos una identidad y decimos “son el otro”.

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Pero no son el otro, son lo mismo. ¿Dónde está el otro? El otro no tiene

bandera, no tiene equipo de futbol, no tiene identidad. El otro está

completamente disuelto en su identidad porque no encaja en los parámetros

con los que pensamos la identidad. El otro en la Argentina está presente todo

el tiempo. Es el hijo justamente, de la identidad híbrida, de la mixtura. No tiene

nombre. Es una mayoría pero no tiene nombre. No es el extranjero, es el

extranjero interior. Es otra extranjería. Es más, ¿saben cómo le decimos? Lo

llamamos con la ausencia absoluta de nominación. Les decimos “negros”, “la

negrada”, son medio argentinos, medio bolivianos. ¿Cómo bolivianos, si Bolivia

es un país como el nuestro? Tienen bandera, tienen equipo de fútbol… Es que

debemos encasillarlos en alguna identidad para que nos cierre. Y sin embargo

el otro es el hijo de la mixtura. Cabecita negra lo llamaban en una época, con

todo el imaginario zoológico que incluso tiene la otredad cuando uno no quiere

reconocer la convivencia con un otro. ¿Quién es el otro? ¿Quién es el

verdadero extranjero? ¿Dónde habita? ¿Cómo nos relacionamos con él? ¿Lo fagocitamos o somos hospitalarios?

Ser hospitalario con quien creo que merece la hospitalidad, no es ser

hospitalario. Es un negocio. No se hace economía con el cielo. Al cielo no se

entra, el cielo te recibe. El cielo es el otro. El cielo es de los otros.