Dario Ruben - La Vida de Ruben Dario Escrita Por El Mismo

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La vida de Rub?n Dar?o escrita por ?l mismo

LA VIDA DE

RUBN DARO

ESCRITa por l mismo

coleccin

La Expresin Americana

BIBLIOTECA AYACUCHO

PRESENTACIN

Siempre sorprende a los lectores saber que Rubn Daro (1867-1916) conoci la fama siendo apenas un jovencito en su natal Nicaragua y que los presidentes centroamericanos de entonces se disputaron la proteccin de este poeta precoz en todas sus vibraciones de hombre y artista. Que ms tarde, donde era ms difcil competir como en Chile, en Argentina y en Espaa, Daro conoci la gloria, la consagracin y el renombre, xitos que no suelen ser frecuentes para los escritores latinoamericanos, se piensa que por las caractersticas de las sociedades en las que viven y trabajan. En el caso de Daro, se trata de una fama merecida, pues su obra cambi el concepto y la sensibilidad de la poesa. El resultado es que la historia completa de la lengua espaola, incluyendo la peninsular, pasar siempre por Daro para contar los comienzos de una actualidad llamada, precisamente, con el nombre del movimiento renovador del cual este poeta fue y sigue siendo su rey: el modernismo. Pasado el tiempo de ese movimiento, incluso superado lo temporal de su patriarca, Daro sigue siendo el punto de referencia.

Acerca de la importancia de su poesa (ver el volumen 9 de Biblioteca Ayacucho) todava se trabaja y cada generacin se siente voluntariamente obligada a hacer su balance. Acerca de sus prosas ocurre lo mismo. No menos con los hechos vitales de un hombre exitoso, contradictorio, enfermo por el alcohol, dotado adems de una complicada vida amorosa. Cmo pudo cubrir sus gastos, figurar siempre en primera plana, hacerse una posicin, Segn pretenda de muchacho, resulta siempre ese lado humano que sigue despertando la curiosidad de los lectores.

Para redondear sus ingresos o para obtener algunos escribi y public de manera infatigable en la prensa de su tiempo y toda revista hispanoamericana lo reproduca. De esta colaboracin nacieron sus mejores prosas que con su poesa, marcaron pocay hasta ficciones narrativas. Aunque de menor calidad redact a los 45 aos (1912) le quedaban cuatro de vida el relato de su peripecia vital. En este volumen se restituye el ttulo original, La vida de Rubn Daro escrita por l mismo que le solicitara el director de la revista Caras y Caretas.

Deshilvanado muchas veces, desmemoriado otras, obligado en ciertas ocasiones a silenciar o disimular acontecimientos, este cuento de Daro resulta sin embargo una experiencia singular. Sus bigrafos posteriores han logrado aclarar muchas oscuridades vitales y documentado mejor su peripecia, o desmentido errores de interpretacin, pero el contacto directo con lo que Daro escribi a la fuerza sobre s mismo es insustituible.

Pasa lo mismo con el trabajo llamado Historia de mis libros, que le solicitara el peridico La Nacin de Buenos Aires, tambin en 1912, y que puede llegar a ser un acercamiento paralelo y parcial para el conocimiento de lo ms importante, el escritor y el poeta.

Fuera pues de las notorias deficiencias de estas piezas de literatura memorialista, la galera de nombres y sucesos, relaciones y lugares, la manera cmo Daro se entiende a s mismo frente a la historia, constituyen un lugar indispensable para aumentar y desvanecer los mitos y leyendas que, con toda lgica, suscit su personalidad. Por otra parte, se ha dicho, en la literatura hispanoamericana no abunda la confesin autobiogrfica y es una lstima. Con pocos antecedentes, la impusieron los escritores modernistas en plena correspondencia con la esttica que los animaba hasta cuando repetan mecnicamente las frmulas que ellos mismos haban inventado. Pero esos inconvenientes los perdona el tiempo cuando pone en perspectiva el tamao vivo de un autor como Daro. Todos los hombres comienza el poeta citando a Benvenuto Cellini que hayan hecho algo virtuoso o parecido a la virtud, para ser verdicos y de bien, deben escribir por s mismos su vida, pero esa bella empresa no debe ser hecha antes de los cuarenta aos. Pero alcanzada esa edad el escritor precoz haba dado todo de s y estaba consumido.

LA VIDA DE RUBN DARO ESCRITA POR L MISMO

Tutti gli uomini dogni sorte, che hanno fatto qualche cosa che sia virtuosa, o che veramente alla virt si somigli, dovrebbero, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la loro vita; ma non si dovrebbe cominciare una tal bella impresa prima che sia passata leta dei quarantanni.

La Vita del Mo. Benvenuto Cellini.

I

TENGO MS AOS, DESDE HACE CUATRO, que los que exige Benvenuto para la empresa. As doy comienzo a estos apuntamientos que ms tarde han de desenvolverse mayor y ms detalladamente.

En la catedral de Len, de Nicaragua, en Amrica Central, se encuentra la fe de bautismo de Flix Rubn, hijo legtimo de Manuel Garca y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre deba ser Flix Rubn Garca Sarmiento. Cmo lleg a usarse en mi familia el apellido Daro? Segn lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, un mi tatarabuelo tena por nombre Daro. En la pequea poblacin conocale todo el mundo por Don Daro; a sus hijos e hijas, por los Daros, las Daros. Fue as desapareciendo el primer apellido a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Daro; y ello convertido en patronmico lleg a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realiz todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Daro; y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi ta doa Rita Daro de Alvarado, se ve su nombre de tal manera.

El matrimonio de Manuel Garca dir mejor de Manuel Daro y Rosa Sarmiento fue un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. As no es de extraar que a los ocho meses ms o menos de esa unin forzada y sin afecto, viniese la separacin. Un mes despus naca yo en un pueblecito, o ms bien una aldea, de la provincia, o como all se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antao Chocoyos y hoy Metapa.

II

MI PRIMER RECUERDO debo haber sido a la sazn muy nio, pues se me cargaba a horcajadas, en los cadriles, como se usa por aquellas tierras es el de un pas montaoso: un villorrio llamado San Marcos de Coln, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragense; una seora delgada, de vivos y brillantes ojos negros negros? no lo puedo afirmar seguramente, mas as los veo ahora en mi vago y como ensoado recuerdo, blanca, de tupidos cabellos oscuros, alerta, risuea, bella. Esa era mi madre. La acompaaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado el compadre Guillen. La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un da yo me perd. Se me busc por todas partes: hasta el compadre Guillen mont en su mula. Se me encontr, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de Espaa. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y as producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sac de mi buclico refugio, se me dio unas cuantas nalgadas y aqu mi recuerdo de esa edad desaparece, como una vista de cinematgrafo.

Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en Len. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi ta abuela materna, doa Bernarda Sarmiento de Ramrez, cuyo marido haba ido a buscarme a Honduras. Era l un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centroamrica, con el famoso caudillo general Mximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban el bocn, seguramente por su gran boca. Por l aprend pocos aos ms tarde a andar a caballo, conoc el hielo, los cuentos pintados para nios, las manzanas de California y el champaa de Francia. Dios le ha dado un buen sitio en alguno de sus parasos. Yo me criaba como hijo del coronel Ramrez y de su esposa doa Bernarda. Cuando tuve uso de razn, no saba otra cosa. La imagen de mi madre se haba borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, algunos de los cuales he podido encontrar en mi ltimo viaje a Nicaragua, se lea la conocida inscripcin:

Si este libro se perdiese,

como suele suceder,

suplico al que me lo hallase

me lo sepa devolver.

Y si no sabe mi nombre

aqu se lo voy a poner:

FLIX RUBN RAMREZ.

El coronel se llamaba Flix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, clebre como hombre poltico y militar, que muri de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de Len.

Fui algo nio prodigio. A los tres aos saba leer; segn se me ha contado. El coronel Ramrez muri y mi educacin qued nicamente a cargo de mi ta abuela. Fue mermando el bienestar de la viuda y lleg la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construccin, a la manera colonial; cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo, rboles. Rememoro un gran jcaro, bajo cuyas ramas lea; y un granado, que an existe y otro rbol que da unas flores de un perfume que yo llamara oriental, si no fuese de aquel prdigo trpico y que se llaman mapolas.

La casa era para m temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de nimas en pena y aparecidos, los dos nicos supervivientes: la Serapia y el indio Goyo. Viva an la madre de mi ta abuela, una anciana, toda blanca por los aos, y atacada de un temblor continuo. Ella tambin me infunda miedo, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que persegua, como una araa Se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana, por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora, y loca de su cuerpo, se la haban llevado los demonios. Una noche, la mujer grit desusadamente; los vecinos se asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que hacan un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre.

Oa contar la aparicin del difunto obispo Garca, al obispo Viteri. Se trataba de un documento perdido en un ya antiguo proceso de la curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus pajes, se dirigi a la catedral, hizo abrir la sala del captulo, se encerr en ella, dej fuera a sus familiares, pero stos vieron, por el ojo de la llave, que su ilustrsima estaba en conversacin con su finado antecesor. Cuando sali, mand tocar vacante: todos crean en la ciudad que hubiese fallecido. La sorpresa que hubo al otro da fue que el documento perdido se haba encontrado. Y as se me nutra el espritu, con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De all mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.

Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde haba existido un antiguo convento. All iba mi ta abuela a misa primera, cuando apenas apareca el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio haba un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agona, que llenaba mi pueril alma de terrores.

Los domingos llegaban a casa a jugar el fuslico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo creca. Por las noches haba tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de poltica y se hablaba de revoluciones. La seora me acariciaba en su regazo. La conversacin y la noche cerraban mis prpados. Pasaba el vendedor de arena Me iba deslizando. Quedaba dormido sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo. En esa poca aparecieron en m fenmenos posiblemente congestivos. Cuando se me haba llevado a la cama, despertaba y volva a dormirme. Alrededor del lecho mil crculos coloreados y concntricos, kaleidoscpicos, enlazados y con movimientos centrfugos y centrpetos, como los que forman la linterna mgica, creaban una visin extraa y para m dolorosa. El central punto rojo se hunda hasta incalculables hpnicas distancias, y volva a acercarse; y su ir y venir era para m como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desapareca de la decoracin de colores, se hunda el punto rojo y se apagaba, al ruido de una seca y para m saludable explosin. Senta una gran calma, un gran alivio; el sueo segua, tranquilo. Por las maanas mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal.

III

SE ME HACA IR a una escuela pblica. An vive el buen maestro que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra. Usaba, naturalmente, conforme con la pedagoga singular de entonces, la palmeta, y en casos especiales, la flagelacin en las desnudas posaderas. All se enseaba la cartilla, el Catn cristiano, las cuatro reglas, otras primarias nociones. Despus tuve otro maestro, que me inculcaba vagas nociones de aritmtica, geografa, cosas de gramtica, religin. Pero quien primeramente me ense el alfabeto, mi primer maestro, fue una mujer, doa Jacoba Tellera, quien estimulaba mi aplicacin con sabrosos pestios, bizcotelas y alfajores que ella misma haca, con muy buen gusto de golosinas y con manos de monja. La maestra no me castig sino una vez, en que me encontrara, a esa edad, Dios mo! en compaa de una precoz chicuela, iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y segn el verso de Gngora, las bellaqueras, detrs de la puerta.

IV

EN UN VIEJO ARMARIO encontr los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratn, Las mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicern, la Corina de Madame Stel, un tomo de comedias clsicas espaolas, y una novela terrorfica, de ya no recuerdo qu autor, La caverna de Strozzi. Extraa y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un nio.

V

A QU EDAD ESCRIB los primeros versos? No lo recuerdo precisamente, pero ello fue harto temprano. Por la puerta de mi casa en las Cuatro Esquinas pasaban las procesiones de Semana Santa, una Semana Santa famosa: Semana Santa en Len y Corpus en Guatemala: y las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocoteros, flores de corozo, matas de pltanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se coloreaban expresamente, con aserrn de rojo brasil o cedro, o amarillo mora; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada flor de coyol. Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, penda una granada dorada. Cuando pasaba la procesin del Seor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abra y caa una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno, pero s s que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprend a hacer versos. Ello fue en m orgnico, natural, nacido. Aconteca que se usaba entonces y creo que an persiste la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, epitafios, en que los deudos lamentaban los fallecimientos, en verso por lo general. Los que saban mi rtmico don, llegaban a encargarme pusiese su duelo en estrofas.

A todo esto, el recuerdo de mi madre haba desaparecido. Mi madre era aquella seora que me haba acogido. Mi padre haba muerto, el coronel Ramrez. A tal sazn lleg a vivir con nosotros y a criarse junto conmigo, una lejana prima, rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella fue quien despertara en m los primeros deseos sensuales. Por cierto que, muchos aos despus, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: Por qu has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es verdad? Ay! le contest Es cierto! Eso no es verdad, y lo siento! No hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiramos encontrado en el mejor de los departamentos, en la ms ardiente de las adolescencias y en las primaveras del ms encendido de los trpicos?

Mi familia se compona entonces de mi ta doa Rita Daro de Alvarado, a quien su hermano Manuel Garca, esto es Manuel Daro, nico que tena en tal ocasin dinero, haba hecho donacin de sus bienes ah, malhaya! para que se casase con el cnsul de Costa Rica; mi ta Josefa, vivaz, parlera, muy amante de la crinolina, medio tocada, quien una vez el da de la muerte de su madre apareci calzada con zapatos rojos, y a las observaciones y reproches que se le hicieron, contest que, Las perdices y las palomitas de Castilla Cuando digo que era medio tocada! Mi ta Sara, casada con un norteamericano, muy hermosa, y cuya hija mayor, oh Eros! un da, por sorpresa, en un aposento a donde yo entrara descuidado, me dio la ilusin de una Anadimena Y mi to Manuel. Porque don Manuel Daro figuraba como mi to. Y mi verdadero padre, para m, y tal como se me haba enseado, era el otro, el que me haba criado desde los primeros aos, el que haba muerto, el coronel Ramrez. No s por qu, siempre tuve un desapego, una vaga inquietud separadora, con mi to Manuel. La voz de la sangre qu plcida patraa romntica! La paternidad nica es la costumbre del cario y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un nio, aunque no lo haya engendrado, se es su padre.

Mi ta Rita era la adinerada de la familia. Mi padre, que, como he dicho, pasaba como mi to, viva en casa de su hermana, la cual era propietaria de haciendas de ganado y de ingenios de caa de azcar. La vida de mi ta Rita me ha dejado un recuerdo verdaderamente singular e imborrable. Esta seora, que era muy religiosa, casada con don Pedro Alvarado, cnsul de Costa Rica, tena, como los antiguos reyes, dos bufones, enanos, arrugados, feos, velazquezcos, hombre y mujer. l se llamaba el capitn Vilches, y la mujer era su madre; pero eran iguales completamente, en tamao, en fealdad, y me inspiraban miedo e inquietud. Hacan retratos de cera, monicacos deformes, y el capitn, que deca ser tambin sacerdote, pronunciaba sermones que hacan rer, pero que yo oa con gran malestar, como si fuesen cosas de brujos.

Los domingos se daban bailes de nios, y aunque mi primo Pedro, seor de la casa, era el ms rico y un excelente pianista en tan corta edad, yo, con mi pobreza y todo, sola ganarme las mejores sonrisas de las muchachas, por el asunto de los versos. Fidelina, Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, Mara, Victoria, Gertrudis! recuerdos, recuerdos suaves.

A veces los tos disponan viajes al campo, a la hacienda, bamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes, cubiertas con toldo de cuero crudo. En el viaje se cantaban canciones. Y en amontonamiento inocente, bamos a baarnos al ro de la hacienda, que estaba a poca distancia, todos, muchachos y muchachas, cubiertos con toscos camisones. Otras veces eran los viajes a la orilla del mar, en la costa de Poneloya, en donde estaba la fabulosa pea del Tigre. bamos en las mismas carretas de ruedas rechinantes; los hombres mayores, a caballo; y al pasar un ro, en pleno bosque, se haca alto, se encenda fuego, se sacaban los pollos asados, los huevos duros, el aguardiente de caa y la bebida nacional, llamada tiste, hecha de cacao y maz; y se bata en jcaras con molinillo de madera. Los hombres se alegraban, cantaban al son de la guitarra y disparaban los tiros al aire y daban los gritos usuales, estentreos y alternativos, muy diferentes del chivateo araucano. Se llegaba al punto terminal y se viva por algunos das bajo enramadas hechas con hojas, juncos y caas verdes para resguardarse del trrido sol. Iban las mujeres por un lado, los hombres por el otro, a baarse en el mar, y era corriente el encontrar de sbito, por un recodo, el espectculo de cien Venus Anadimenas en las ondas. Las familias se juntaban por las noches y se pasaba el tiempo bajo aquellos cielos profundos, llenos de estrellas prodigiosas, jugando juegos de prendas, corriendo tras los cangrejos, o persiguiendo a las grandes tortugas llamadas paslamas, cuyos huevos se sacan cavando en los nidos que dejan en la arena.

Yo me apartaba frecuentemente de los regocijos, y me iba, solitario, con mi carcter ya triste y meditabundo desde entonces, a mirar cosas, en el cielo, en el mar. Una vez vi una escena horrible, que me qued grabada en la memoria. Cerca de una yunta de bueyes, a orillas de un pantano, dos carreteros que se peleaban, echaron mano al machete, pesado y filoso, arma que sirve para partir la caa de azcar, y comenzaron a esgrimirlo; y de pronto vi algo que salt por el aire. Eran, juntos, el machete y la mano de uno de ellos.

Por las tardes y las noches paseaban a caballo o a pie vociferando, hombres borrachos. Los soldados descalzos y vestidos de azul, se los llevaban presos. Cuando la luna iba menguando, retornaban las familias a la ciudad.

VI

POR INFLUENCIA DE MI TA Rita, comenc a frecuentar la casa de los Padres Jesuitas en la iglesia de la Recoleccin. Debo decir que desde nio se me infundi una gran religiosidad, religiosidad que llegaba a veces hasta la supersticin. Cuando tronaba la tormenta y se pona el cielo negro, en aquellas tempestades nicas, como no he visto en parte alguna, sacaba mi ta abuela palmas benditas y haca coronas para todos los de la casa; y todos coronados de palmas rezbamos en coro el trisagio y otras oraciones. Sealadas devociones eran para m temerosas. Por ejemplo, al acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque oh, Dios de los dioses!, martirio como aqul, para mis pocos aos, no os lo podis imaginar. Llegado ese da, todos nos ponamos delante de las imgenes; y la buena abuela diriga el rezo, un rezo que conclua, despus de varias jaculatorias con estas palabras:

Vete de aqu, Satans,

que en m parte no tendrs

porque el da de la Cruz

dije mil veces: Jess.

Pues el caso es que tenamos, en efecto, que decir mil veces la palabra Jess, y aquello era inacabable Jess!, Jess! hasta mil; y a veces se perda la cuenta y haba que volver a empezar.

Los jesuitas me halagaron; pero nunca me sugestionaron para entrar en la Compaa, seguramente, viendo que yo no tena vocacin para ello. Haba entre ellos hombres eminentes, un padre Kning, austraco, famoso como astrnomo; un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre Valenzuela, clebre en Colombia como poeta y otros cuantos. Entr en lo que se llamaba la Congregacin de Jess, y us en las ceremonias la cinta azul y la medalla de los congregantes. Por aquel entonces hubo un grave escndalo. Los jesuitas ponan en el altar mayor de la iglesia, en la fiesta de San Luis Gonzaga, un buzn, en el cual podan echar sus cartas todos los que quisieran pedir algo o tener correspondencia con San Luis y con la Virgen Santsima. Sacaban las cartas y las quemaban delante del pblico; pero se deca que no sin haberlas visto antes. As eran dueos de muchos secretos de familia, y aumentaban su influjo por stas y otras razones. El gobierno decret su expulsin, no sin que antes hubiese yo asistido con ellos a los ejercicios de San Ignacio de Loyola, ejercicios que me encantaban y que por m hubieran podido prolongarse indefinidamente por las sabrosas vituallas y el exquisito chocolate que los reverendos nos daban.

VII

FLORIDA ESTABA MI ADOLESCENCIA. Ya tena yo escritos muchos versos de amor y ya haba sufrido, apasionado precoz, ms de un dolor y una desilusin a causa de nuestra inevitable y divina enemiga; pero nunca haba sentido una ertica llama igual a la que despert en mis sentidos e imaginacin de nio, una apenas pber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante. No he olvidado su nombre, Hortensia Buislay.

Como no siempre consegua lo necesario para penetrar en el circo, me hice amigo de los msicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violn; pero mi gloria mayor fue conocer al payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farndula. Mi inutilidad fue reconocida. As, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me haba presentado la ms hermosa visin de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera.

Yo iba a cumplir mis trece aos y haban aparecido mis primeros versos en un diario titulado El Termmetro, que publicaba en la ciudad de Rivas el historiador y hombre poltico Jos Dolores Gmez. No he olvidado la primera estrofa de estos versos de primerizo, rimados en ocasin de la muerte del padre de un amigo. Ellos seran ruborizantes si no los amparase la intencin de la inocencia.

Muri tu padre es verdad,

lo lloras, tienes razn,

pero ten resignacin

que existe una eternidad

do no hay penas

Y en un trozo de azucena

moran los justos cantando

No, no continuar. Otros versos mos se publicaron y se me llam en mi repblica, y en las cuatro de Centroamrica, el poeta nio. Como era de razn, comenc a usar larga cabellera, a divagar ms de lo preciso, a descuidar mis estudios de colegial, y en mi desastroso examen de matemticas fui reprobado con innegable justicia.

Como se ve, era la iniciacin de un nacido aeda. Y la alarma familiar entr en mi casa. Entonces, la excelente anciana protectora quera que aprendiese a sastre, o a cualquier otro oficio prctico y til, pero mis romnticos xitos con las mozas eran indiscutibles, lo cual me vala, por mi contextura endeble y mis escasas condiciones de agresividad, ser la vctima de fuertes zopencos rivales mos, que tenan brazos robustos y estaban exentos de iniciacin apolnea.

VIII

UN DA UNA VECINA me llam a su casa. Estaba all una seora vestida de negro, que me abraz y me bes llorando, sin decirme una sola palabra. La vecina me dijo: Esta es tu verdadera madre, se llama Rosa, y ha venido a verte desde muy lejos. No comprend de pronto, como tampoco me di exacta cuenta de las mil palabras de ternura y consejos que me prodigara en la despedida, que oa de aquella dama para m extraa. Me dej unos dulces, unos regalitos. Fue para m rara visin. Desapareci de nuevo. No deba volver a verla ms de veinte aos despus. Algunas veces llegu a visitar a don Manuel Daro, en su tienda de ropa. Era un hombre no muy alto de cuerpo, algo jovial, muy aficionado a los galanteos, gustador de cerveza negra de Inglaterra. Hablaba mucho de poltica y esto le ocasion en cierto tiempo varios desvaros. Desde luego, aunque se mantuvo carioso, no con extremada amabilidad, nada me daba a entender que fuese mi padre. La verdad es que no vine a saber sino mucho ms tarde que yo era hijo suyo.

IX

POR ESE TIEMPO, algo que ha dejado en mi espritu una impresin indeleble, me aconteci. Fue mi primera pesadilla. La cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el sueo, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una lmpara de petrleo. En la puerta de la calle, no lejos de m, estaba la gente de la tertulia habitual. A mi derecha haba una puerta que daba al dormitorio; la puerta estaba abierta y vi en el fondo oscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro; y con temor mir hacia este cuadrado de oscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, mir de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llen de terror, porque vi aquella figura que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas continuaban en su conversacin y, a pesar de que ped socorro, no me oyeron. Volv a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso al sentir la aproximacin de la cosa, quise huir y no pude, y aquella sepulcral materializacin sigui acercndose y dndome una impresin de horror, inexplicable. Aquello no tena cara y era, sin embargo, un cuerpo humano. Aquello no tena brazos y yo senta que me iba estrechar. Aquello no tena pies y ya estaba cerca de m. Lo ms espantoso fue que sent inmediatamente el tremendo olor de la cadaverina, cuando me toc algo como un brazo, que causaba en m algo semejante a una conmocin elctrica. De sbito, para defenderme, mord aquello y sent exactamente como si hubiera clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Despert, con sudores de angustia.

De la familia materna no conoca casi a nadie. Como mis padres eran primos, los parientes maternos llevaban tambin con el suyo el apellido Daro, as oa yo la historia novelesca de dos hermanos de mi madre, Antonio, llamado el indio Daro, que por cierto era, segn decires un hombre guapo, rubio y de ojos azules y que muri asesinado cruelmente en una revolucin en la ciudad de Granada, en donde, despus de ultimarle, le ataron a la cola de un caballo y fue arrastrado por las calles; e Ignacio, muerto a traicin de un escopetazo; unos dicen que por asuntos de amores y otros que por robarle, despus de haber salido de una casa de juego. Haba tambin dos primos de mi madre que habitaban en el puerto de Corinto, y se dedicaban al negocio de exportacin de maderas, especialmente de mora y de palo de campeche.

Cuntas veces me despertaron ansias desconocidas y misteriosos ensueos de fragatas y bergantines que se iban con las velas desplegadas por el golfo azul, con rumbo a la fabulosa Europa. En muchas ocasiones fui al puerto, en pequeas barcas, por los esteros y manglares, poblados de grandes almejas y cangrejos, y me iba a admirar al cnsul ingls, Miller, que persegua a balazos con su Winchester a los tiburones.

X

SE PUBLICABA EN LEN un peridico poltico titulado La Verdad. Se me llam a la redaccin tena a la sazn cerca de catorce aos, se me hizo escribir artculos de combate que yo redactaba a la manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado Juan Montalvo, que ha dejado excelentes volmenes de tratados, conminaciones y catilinarias. Como el peridico La Verdad era de la oposicin, mis estilados denuestos iban contra el gobierno y el gobierno se escam. Se me acusaba como vago, y me libr de las oficiales iras porque un doctor pedagogo, liberal y de buen querer, declar que no poda ser vago quien como yo era profesor en el colegio que l diriga. En efecto: desde haca algn tiempo, enseaba yo gramtica en tal establecimiento.

Cay en mis manos un libro de masonera, y me dio por ser masn, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros de Kodosh, el mandil, la escuadra, el comps, las bateras y toda la endiablada y simblica liturgia de esos terribles ingenuos.

Con esto adquir cierto prestigio entre mis jvenes amigos. En cuanto a mi imaginacin y mi sentido potico, se encantaban en casa con la visin de las turgentes formas de mi prima, que an usaba traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me contaba los cuentos del prncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de Las mil y una noches.

Brillaba el fuego de los tizones en la cocina, se oa el ruido de las salvas que sirven para desgranar las mazorcas de maz. Un perro, Laberinto, estaba a mi lado con el hocico entre las patas. Vagaba en el silencio la clida noche. Yo escuchaba atento las lindas fbulas.

Mas la vida pasaba. La pubertad transformaba mi cuerpo y mi espritu. Se acentuaban mis melancolas sin justas causas. Ciertamente yo senta cmo una invisible mano me empujaba a lo desconocido. Se despertaron los vibrantes, divinos e irresistibles deseos. Brot en m el amor triunfante y fui un muchacho con ojeras, con sueos y que se iba a confesar todos los sbados.

Por este tiempo llegaron a Len unos hombres polticos, senadores, diputados, que saban de la fama del poeta nio. Me conocieron. Me hicieron recitar versos. Me dijeron que era preciso que fuera a la capital. La mam Bernarda me ech la bendicin y me part para Managua.

Managua, creada capital para evitar los celos entre Len y Granada, es una linda ciudad situada entre sierras frtiles y pintorescas, en donde se cultiva profusamente el caf; y el lago, poblado de islas y en uno de cuyos extremos se levanta el volcn de Momotombo, inmortalizado lricamente por Vctor Hugo, en la Leyenda de los siglos.

Mi renombre departamental se generaliz muy pronto, y al poco tiempo yo era sealado como un ser raro. De ms decir, que era buscado para incontenible mana de versos para lbumes y abanicos.

A la sazn estaba reunido el Congreso.

Era presidente de l un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaqun Chamorro. Yo estaba protegido por miembros del Congreso pertenecientes al partido liberal, y es claro que en mis poesas y versos arda el ms violento, desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se public cierto malhadado soneto que acababa as, si la memoria me es fiel:

El Papa rompe con furor su tiara

sobre el trono del regio Vaticano.

Presentaron los diputados amigos una mocin al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de la nacin. El decreto, con algunas enmiendas, fue sometido a la aprobacin del presidente. En esos das se dio una fiesta en el palacio presidencial, a la cual fui invitado, como un nmero curioso, para alegrar con mis versos a los odos de los asistentes. Llego y, tras las msicas de la banda militar, se me pide que recite. Extraje de mi bolsillo una larga serie de dcimas, todas ellas rojas de radicalismo antirreligioso, detonantes, posiblemente ateas, y que causaron un efecto de todos los diablos. Al concluir entre escasos aplausos de mis amigos o los murmullos de los graves senadores, y vi moverse desoladamente la cabeza del presidente Chamorro. Este me llam, y, ponindome la mano en un hombro me dijo, ms o menos: Hijo mo, si as escribes ahora contra la religin de tus padres y de tu patria, qu ser si te vas a Europa a aprender cosas peores? Y as la disposicin del Congreso no fue cumplida. El presidente dispuso que se me enviase al colegio de Granada; pero yo era de Len. Exista una antigua rivalidad entre ambas ciudades, desde tiempo de la Colonia. Se me aconsej que no aceptase tal cosa, pues ello era opuesto a lo resuelto por los congresales, y porque ello humillaba a mi vecindario leons; y decididamente renunci el favor.

En Managua conoc a un historiador ilustre de Guatemala, el doctor Lorenzo Montfar, quien me cobr mucho cario; al clebre orador cubano Antonio Zambrana, que fue para m intelectualmente paternal, y al doctor Jos Leonard y Bertholet, que fue despus mi profesor en el Instituto leons de Occidente y que tuvo una vida novelesca y curiosa. Era polaco de origen; haba sido ayudante del general Kruck en la ltima insurreccin; haba pasado a Alemania, a Francia, a Espaa. En Madrid aprendi maravillosamente el espaol, se mezcl en poltica, fue ntimo de los prohombres de la repblica y de hombres de letras, escritores y poetas, entre ellos don Ventura Ruiz de Aguilera, que habla de l en uno de sus libros, y don Antonio de Trueba. Lleg a tal la simpata que tuvieron por l sus amigos espaoles, que logr ser Leonard hasta redactor de La Gaceta de Madrid.

As, pues, mis frecuentaciones en la capital de mi patria eran con gente de intelecto, de saber y de experiencia y por ellos consegu que se me diese un empleo en la Biblioteca Nacional. All pas largos meses leyendo todo lo posible y entre todas las cosas que le horrendo referens! fueron todas las introducciones de la Biblioteca de Autores Espaoles de Rivadeneira, y las principales obras de casi todos los clsicos de nuestra lengua. De all viene que, cosa que sorprendera a muchos de los que conscientemente me han atacado, el que yo sea en verdad un buen conocedor de letras castizas, como cualquiera puede verlo en mis primeras producciones publicadas, en un tomo de poesas, hoy inencontrable, que se titula: Primeras notas, como ya lo hizo notar don Juan Valera, cuando escribi sobre el libro Azul. Ha sido deliberadamente que despus, con el deseo de rejuvenecer, flexibilizar el idioma, he empleado maneras y construcciones de otras lenguas, giros y vocablos exticos y no puramente espaoles.

Era director de la Biblioteca Nacional un viejo poeta llamado Antonio Aragn, que haba sido en Guatemala ntimo amigo de un gran poeta espaol, hoy bastante desconocido, pero a quien debieron mucho los poetas hispanoamericanos en el tiempo en que recorri este continente. Me refiero a don Fernando Velarde, originario de Santander, a quien ha hecho felizmente justicia en uno de sus libros el grande y memorable don Marcelino Menndez y Pelayo. Don Antonio Aragn era un varn excelente, nutrido de letras universales, sobre todo de clsicos griegos y latinos. Me ense mucho y l fue el que me cont algo que figura en las famosas Memorias de Garibaldi. Garibaldi estuvo en Nicaragua. No puedo precisar en qu fecha, pues no tengo a la vista un libro publicado por Dumas, y don Antonio le conoci mucho. Estableci la primera fbrica de velas que haya habido en el pas. Habit en Len en la casa de don Rafael Salinas. Se dedicaba a la caza. Muy frecuentemente sala con su fusil y se internaba por los montes cercanos a la ciudad y volva casi siempre con un venado al hombro y una red llena de pavos monteses, conejos y otras alimaas.

XI

VIVA YO EN CASA DEL licenciado Modesto Barrios, y este licenciado gentil me llevaba a visitas y tertulias. Una noche o cantar a una nia.

Era una adolescente de ojos verdes, de cabello castao, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de Oriente y de los trpicos. Un cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traa al andar ilusiones de canfora. Era alegre, risuea, llena de frescura y deliciosamente parlera, y cantaba con una voz encantadora. Me enamor, desde luego; fue el rayo como dicen los franceses. Nos amamos. Jams escribira tantos versos de amor como entonces. Versos unos que no recuerdo y otros que aparecieron en peridicos y que se encuentran en algunos de mis libros. Todo aquel que haya amado en su aurora sabe de esas ntimas delicias que no pueden decirse completamente con palabras, aunque sea Hugo el que las diga. Esas exquisitas cosas de los amores primeros que nos perfuman la vida, dulce, inefable y misteriosamente. Iba a comer algunas veces en la casa de esta nia, en compaa de escritores y hombres pblicos. En la comida se hablaba de letras, de arte, de impresiones varias; pero, naturalmente yo me pasaba las horas mirando los ojos de la exquisita muchacha, que era mi verdadera musa en esos das dichosos. Una fatal timidez, que todava me dura, hizo que yo no fuese al comienzo completamente explcito con ella, en mis deseos, en mi modo de ser, en mis expresiones. Pasaban deliciosas escenas de una castidad casi legendaria, en que un roce de mano era la mayor de las conquistas. Pero para el que haya experimentado tales cosas, todo ello es hechicero, justo, precioso. Nos ponamos, por ejemplo, a mirar una estrella, por la tarde una grande estrella de oro en unos crepsculos azules o sonrosados, cerca del lago, y nuestro silencio estaba lleno de maravillas y de inocencia. El beso lleg a su tiempo y luego llegaron a su tiempo los besos. Cun divino y criollo Cantar de los Cantares! All comprend por primera vez en su profundidad: Mel et lac sub lingua tua. Hay que saber lo que son aquellas tardes de las amorosas tierras clidas. Estn llenas como de una dulce angustia. Se dira a veces que no hay aire. Las flores y los rboles se estilizan en la inmovilidad. La pereza y la sensualidad se unen en la vaguedad de los deseos. Suena el lejano arrullo de una paloma. Una mariposa azul va por el jardn. Los viejos duermen en la hamaca. Entonces, en la hora tibia, dos manos se juntan, dos cabezas se van acercando, se hablan con voz queda, se compenetran mutuas voliciones; no se quiere pensar, no se quiere saber si se existe, y una voluptuosidad miliunanochesca perfuma de esencias tropicales el triunfo de la atraccin y del instinto.

Aconteci que un amigo mo estaba moribundo y, como es por all costumbre, las familias amigas iban a velar al enfermo. Iba as la joven que yo amaba, y alguien me insinu que ella haba tenido amores con el doliente. No recuerdo haber sentido nunca celos tan purpreos y trgicos, delante del hombre plido que estaba yndose de la vida y a quien mi amada daba a veces las medicinas. Juro que nunca, durante toda mi existencia, a no ser en instantes de violencia o provocada ira, he deseado mal o dao a nadie; pero en aquellos momentos se dira que casi pona odos deseosos, para escuchar si sonaba cerca de la cabecera el ruido de la hoz de la muerte. Esto lo he dicho concentradamente en unos cortos versos de mi hoy raro libro publicado en Chile, Abrojos. Amor sensual, amor de tierra caliente, amor de primera juventud, amor de poeta y de hiperestsico, de imaginativo. Pero es el caso que haba en l una estupenda castidad de actos. Todo se iba en ver las garzas del lago, los pjaros de las islas, las nocturnas constelaciones, y en medias palabras y en profundas miradas y en deseos contenidos y en esa profusin de cosas iniciales que constituyen el silabario que todos sabis deletrear.

Un da dije a mis amigos: Me caso. La carcajada fue homrica. Tena apenas catorce aos cumplidos. Como mis buenos queredores viesen una resolucin definitiva en mi voluntad, me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un bal y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llev en seguida a la repblica de El Salvador.

XII

GOBERNABA EN ESTE PAS entonces el doctor Rafael Zaldvar, hombre culto, hbil, tirnico para unos, bienhechor para otros, y a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia, en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos. Llegar yo al puerto de La Libertad y poner un telegrama a su excelencia, todo fue uno. Inmediatamente recib una contestacin halagadora del presidente, que se encontraba en una hacienda, en el cual telegrama era muy gentil conmigo y me anunciaba una audiencia en la capital. Llegu a la capital. Al cochero que me pregunt a qu hotel iba, le contest sencillamente: Al mejor. El mejor, de cuyo nombre no puedo acordarme aunque quiero, lo tena un bartono italiano, de apellido Petrilli, y era famoso por su macarroni y su moscato espumante y las bellas artistas que llegaban a cantar pera y a recoger el pauelo de un galante, generoso infatigable sultn presidencial. A los pocos das recib aviso de que el presidente me esperaba en la casa de gobierno. Mozo flaco y de larga cabellera, pretrita indumentaria y exhaustos bolsillos, me present ante el gobernante. Pas entre los guardias y me encontr tmido y apocado delante del jefe de la Repblica, que reciba, de espaldas a la luz, para poder examinar bien a los visitantes. Mi temor era grande y no encontraba palabras qu decir. El presidente fue gentilsimo y me habl de mis versos y me ofreci su proteccin; mas cuando me pregunt qu era lo que yo deseaba, contest, oh, inefable Jerome Paturot!, con estas exactas e inolvidables palabras que hicieron sonrer al varn de poder: Quiero tener una buena posicin social. Qu entendera yo por tener una posicin social? Lo sospecho. El doctor Zaldvar, siempre sonriendo, me contest bondadosamente: Eso depende de usted. Me desped. Cuando llegu al hotel, al poco rato, me dijeron que el director de polica deseaba verme. Not en l y en el dueo del hotel un desusado cario. Se me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del presidente. Quinientos pesos plata! Macarroni, moscato espumante, artistas bellas Era aquello, en la imaginacin del ardiente muchacho flaco y de cabellos largos, ensoador y lleno de deseos, un buen comienzo para tener una buena posicin social

Al da siguiente por la maana estaba yo rodeado de improbables poetas adolescentes, escritores en ciernes y aficionados a las musas. Ejerca de nabab. Los invit a almorzar. Macarroni, moscato espumante. El esplendor continu hasta la tarde y lleg la noche.

Qu pcaro Belceb hizo en las altas horas que me levantase y fuese a tocar la puerta de la bella diva que reciba altos favores y que habitaba en el mismo hotel que yo? Nocturno efecto sensacional, desvaro y locura. Al da siguiente estaba yo mohno y lleno de remordimientos. La cara del hotelero me indicaba cosas graves, y aunque yo hablara de mi amistad presidencial, es el caso que mis mritos estaban en baja. A los pocos das, los quinientos pesos se haban esfumado y recib la visita del mismo director de polica que me los haba trado. Dije yo: Viene con otros quinientos pesos. Joven me dijo con aire serio y conminatorio: aliste sus maletas y de orden del seor presidente, sgame. Le segu como un corderito.

Me llev a un colegio que diriga cierto clebre escritor, doctor Reyes. O que el terrible funcionario deca al director: Que no deje usted salir a este joven, que lo emplee en el colegio y que sea severo con l. Dije para m: Estoy perdido. Pero el director era un hombre suave, insinuante, con habilidad indgena, culto malicioso, y comprendi qu clase de soador le llevaban. Amiguito me dijo no encontrar usted en mi severidad, sino amistad; prtese bien, dar usted una clase de gramtica. Eso s, no saldr usted a la calle, porque es orden estricta del seor presidente. En efecto, comenc a hacer mi vida escolar, no sin causar, desde luego, en el establecimiento inusitadas revoluciones. Por ejemplo, me hice magnetizador entre los muchachos. Haca misteriosos pases y deca palabras sibilinas, y lo peor del caso es que un da uno de los chicos se durmi de veras y no lo poda despertar, hasta que a alguien se le ocurri echarle un vaso de agua fra en la cabeza. El director me llam y me dijo palabras reprensivas. No insist, pero ense a recitar versos a todos los alumnos y era consultado para declaraciones y cartas de amor. En tal prisin estuve largos meses, hasta que un da, tambin por orden presidencial, fui sacado para algo que seal en mi vida una fecha inolvidable: el estreno de mi primer frac y mi primera comunicacin con el pblico.

El presidente haba resuelto que fuese yo la verdad es que ello era honroso y satisfactorio para mis pocos aos el que abriese oficialmente la velada que se dio en celebracin del Centenario de Bolvar. Escrib una oda que, segn lo que vagamente recuerdo, era bella, clsica, correcta, muy distinta, naturalmente, a toda mi produccin en tiempos posteriores.

Aqu se produce en mi memoria una bruma que me impide todo recuerdo. Slo s que perd el apoyo gubernamental. Que anduve a la diabla con mis amigos bohemios y que me enamor ligera y lricamente de una muchacha que se llamaba Refugio, a la cual escrib, en cierta ocasin, esta inefable cuarteta, que tuvo, desde luego, alguna romntica recompensa:

Las que se llaman Fidelias

Deben tener mucha fe.

T, que te llamas Refugio,

Refugio, refugiam.

Era una chica de catorce aos, tmida y sonriente, gordita y sonrosada como una fruta. El caso fue simplemente potico y sin trascendencia. Poco tiempo despus volv a mi tierra.

XIII

DE NUEVO EN NICARAGUA, reanud mis amores con la que una vez llam garza morena. Era presidente de la Repblica el general Joaqun Zabala, granadino, conservador, gentilhombre, excelente sujeto para el gobierno y de seguros prestigios. Se me consigui un empleo en la secretara presidencial. Escrib en peridicos semioficiales versos y cuentos y uno que otro artculo poltico. Siempre lleno de ilusiones amorosas, mi encanto era irme a la orilla del lago por las noches llenas de insinuante tibieza. Me acostaba en el muelle de madera. Miraba las estrellas prodigiosas, oa el chapoteo de las aguas agitadas. Pensaba. Soaba. Oh, sueos dulces de la juventud primaveral! Revelaciones sbitas de algo que est en el misterio de los corazones y en la reconditez de nuestras mentes; conversacin con las cosas en un lenguaje sin frmula, vibraciones inesperadas de nuestras ntimas fibras y ese reconcentrar por voluntad, por instinto, por influencia divina en la mujer, en esa misteriosa encarnacin que es la mujer, todo el cielo y toda la tierra. Naturalmente, en aquellas mis solitarias horas brotaban prosas y versos y la ertica hoguera iba en aumento. Haca viajes a veces a Momotombo, el puerto del lago. Admiraba los pjaros de las islas. En ocasiones cazaba cocodrilos con Winchester, en compaa de un rico y elegante amigo llamado Lismaco Lacayo. Mi trabajo en la secretara del presidente, bajo la direccin de un ntimo amigo, escritor, que tuvo despus un trgico fin en Costa Rica Pedro Ortiz me daba lo suficiente para vivir con cierta comodidad.

A causa de la mayor desilusin que pueda sentir un hombre enamorado, resolv salir de mi pas. Para dnde? Para cualquier parte. Mi idea era irme a los Estados Unidos. Por qu el pas escogido fue Chile? Estaba entonces en Managua un general y poeta salvadoreo, llamado don Juan Caas, hombre noble y fino, de aventuras y conquistas, minero en California, militar en Nicaragua, cuando la invasin del yanqui Walter. Hombre de verdadero talento, de completa distincin, y bondad inagotable. Chilenfilo decidido desde que en Chile fue diplomtico all por el ao de la Exposicin Universal. Vete a Chile me dijo. Es el pas adonde debes ir. Pero, don Juan le contest cmo me voy a ir a Chile si no tengo los recursos necesarios?. Vete a nado me dijo aunque te ahogues en el camino. Y el caso es que entre l y otros amigos me arreglaron mi viaje a Chile. Llevaba como nico dinero unos pocos paquetes de soles peruanos y como nica esperanza dos cartas que me diera el general Caas: una para un joven que haba sido ntimo amigo suyo y que resida en Valparaso, Eduardo Poirier, y otra para un alto personaje de Santiago.

En ese tiempo vino la guerra que por la unin de las cinco repblicas de Centroamrica declaraba el presidente de Guatemala, Rufino Barrios. En Nicaragua haba subido al poder despus de Zabala, el doctor Crdenas. Y anduve entre proclamas, discursos y fusileras. Vino un gran terremoto. Estando yo de visita en una casa, o un gran ruido y sent palpitar la tierra bajo mis pies; instintivamente tom en brazos a una niita que estaba cerca de m, hija del dueo de casa, y sal a la calle; segundos despus la pared caa sobre el lugar en que estbamos. Retumbaba el enorme volcn huguesco, llova cenizas. Se oscureci el sol, de modo que a las dos de la tarde se andaba por las calles con linternas. La gente rezaba, haba un temor y una impresin medievales. As me fui al puerto como entre una bruma. Tom el vapor, un vapor alemn de la compaa Kosmos, que se llamaba Uarda. Entr a mi camarote, me dorm. Era yo el nico pasajero. Despert horas despus y fui sobre cubierta. A lo lejos quedaban las costas de mi tierra. Se vea sobre el pas una nube negra. Me entr una gran tristeza. Quise comunicarme con la gente de a bordo, con mi precario ingls y no pude hacerme entender. As empezaron largos das de navegacin entre alemanes que no hablaban ms lengua que la suya. El capitn me tom cario, me obsequiaba en la comida con buenos vinos del Rhin, cervezas teutnicas y refinados alcoholes. Y por el juego del domin aprend a contar en alemn: ein, zwei, drei, vier, fnf Visit todos los puertos del Pacfico, entre los cuales aquellos donde no hay rboles ni agua, y los hoteleros, para distraccin de sus huspedes tienen en tablas, que colocan como biombos, pintados rboles verdes y aun llenos de flores y frutas.

XIV

POR FIN, EL VAPOR llega a Valparaso. Compro un peridico. Veo que ha muerto Vicua Mackenna. En veinte minutos, antes de desembarcar, escribo un artculo. Desembarco. La misma cosa que en El Salvador: qu hotel? El mejor.

No fue el mejor, sino un hotel de segunda clase en donde se hospedaba un pianista francs llamado el capitn Yoyer. Hice buscar a Eduardo Poirier y al poco rato este hombre generoso, correcto y eficaz estaba conmigo, dndome la ilusin de un Chile esplndido y realizable para mis aspiraciones. El Mercurio de Valparaso public mi artculo sobre Vicua Mackenna y me lo pag largamente. Poirier fue entonces, despus y siempre, como un hermano mo. Pero haba que ir inmediatamente a Santiago, a la capital. Poirier me pidi la carta que traa yo para aquel personaje eminente en la ciudad directiva y la envi al destinatario.

Mi artculo en El Mercurio, mi renombre anterior Contest aquel personaje que tena en el Hotel de Fran-ce ya listas las habitaciones para el seor Daro y que esperara en la estacin. Tom el tren para Santiago.

Por el camino no fueron sino rpidas visiones para ojos de poeta, y he aqu la capital chilena.

Ruido de tren que llega, agitacin de familias, abrazos y salutaciones, mozos, empleados de hotel, todo el trajn de una estacin metropolitana. Pero a todo esto la gente se va, los coches de los hoteles se llenan y desfilan y la estacin va quedando desierta. Mi valijita y yo quedamos a un lado, y ya no haba casi nadie en aquel recinto, cuando diviso dos cosas: un carruaje esplndido con dos soberbios caballos, cochero estirado y valet y un seor todo envuelto en pieles, tipo de financiero o de diplomtico, que andaba por la estacin buscando algo. Yo, a mi vez, buscaba. De pronto, como ya no haba nada que buscar, nos dirigimos el personaje a m, yo al personaje. Con un tono entre dudoso, asombrado y despectivo me pregunt: Sera usted acaso el seor Rubn Daro?. Con un tono entre asombrado, miedoso y esperanzado pregunt: Sera usted acaso el seor C.A.?. Entonces vi desplomarse toda una Jeric de ilusiones. Me envolvi en una mirada. En aquella mirada abarcaba mi pobre cuerpo de muchacho flaco, mi cabellera larga, mis ojeras, mi jacquecito de Nicaragua, unos pantaloneros estrechos que yo crea elegantsimos, mis problemticos zapatos, y sobre todo mi valija. Una valija indescriptible actualmente, en donde, por no s qu prodigio de comprensin, caban dos a tres camisas, otro pantaln, otras cuantas cosas de indumentaria, muy pocas, y una cantidad inimaginable de rollos de papel, peridicos, que luchaban apretados por caber en aquel reducidsimo espacio. El personaje mir hacia su coche. Haba all un secretario. Lo llam. Se dirigi a m. Tengo me dijo mucho placer en conocerle. Le haba hecho preparar habitacin en un hotel de que le habl a su amigo Poirier. No le conviene.

Y en un instante aquella equivocacin tom ante m el aspecto de la fatalidad y ya no exista, por los justos y tristes detalles de la vida prctica, la ilusin que aquel poltico opulento tena respecto al poeta que llegaba de Centroamrica. Y no haba, en resumidas cuentas, ms que el inexperto adolescente que se encontraba all a caza de sueos y sintiendo los rumores de las abejas de esperanzas que se prendan a su larga cabellera.

XV

POR RECOMENDACIN de aquel distinguido caballero entr inmediatamente en la redaccin de La poca; que diriga el seor Eduardo Mac-Clure, y desde ese momento me incorpor a la joven intelectualidad de Santiago. Se puede decir que la lite juvenil santiaguina se reuna en aquella redaccin, por donde pasaban graves y directivos personajes. All conoc a Don Pedro Monti; a Don Agustn Edwards, cuado del director del diario; a don Augusto Orrego Luco; al doctor Federico Puga Borne, actual ministro de Chile en Francia, y a tantos otros que pertenecan a la alta poltica de entonces.

La falange nueva la compona un grupo de muchachos brillantes que han tenido figuracin, y algunos la tienen, no solamente en las letras sino tambin en puestos de gobierno. Eran habituales a nuestras reuniones Luis Orrego Luco; el hijo del presidente de la Repblica, Pedro Balmaceda; Manuel Rodrguez Mendoza; Jorge Huneeis Gana; su hermano Roberto; Alfredo y Galo Irrarrzabal; Narciso Tondreau; el pobre Alberto Blest, ido tan pronto; Carlos Luis Hbner, y otros que animaban nuestros entusiasmos con la autoridad que ya tenan; por ejemplo: el sutil ingenio de Vicente Grez o la romntica y caballeresca figura de Pedro Nolasco Prndez.

Luis Orrego Luco haca presentir ya al escritor de emocin e imaginacin que haba de triunfar con el tiempo en la novela. Rodrguez Mendoza era entendedor de artsticas disciplinas y escritor poltico que fue muy apreciado. A l dediqu mi coleccin de poesas Abrojos. Jorge Huneeis Gana se apasionaba por lo clsico. Hoy mismo, que la diplomacia le ha atrado por completo, no olvida sus ganados lauros de prosista y publica libros serios, correctos e interesantes. Su hermano Roberto era un poeta sutil y delicado; hoy ocupa una alta posicin en Santiago. Galo Irrarrzabal muri no hace mucho tiempo, siendo diplomtico, y su hermano Alfredo, que en aquella poca tena el cetro sonoro de la poesa alegre y satrica, es ahora ministro plenipotenciario en el Japn. Tondreau haca versos gallardos y traduca a Horacio. Ha sido Intendente de una provincia. Todos los dems han desaparecido; muy recientemente, el cordial y perspicaz Hbner.

Mac-Clure sola aparecer a avivar nuestras discusiones con su rostro sonriente y su inseparable habano. Era lo que en Espaa se llama un hidalgo, y en Inglaterra, un gentleman.

La impresin que guardo de Santiago, en aquel tiempo, se reducira a lo siguiente: vivir de arenques y cerveza en una casa alemana para poder vestirme elegantemente, como corresponda a mis amistades aristocrticas. Terror de clera que se present en la capital. Tardes maravillosas en el cerro de Santa Luca. Crepsculos inolvidables en el lago del parque Cousio. Horas nocturnas con Alfredo Irrarrzabal, con Luis Orrego Luco o en el silencio del Palacio de La Moneda, en compaa de Pedro Balmaceda y del joven conde Fabio Sanminatelli, hijo del ministro de Italia.

Debo contar que una tarde, en un lunch, que all llaman hacer once, conoc al presidente Balmaceda. Despus deba tratarle ms detenidamente en Via del Mar. Fui invitado a almorzar por l. Me coloc a su derecha, lo cual, para aquel hombre lleno de justo orgullo, era la suprema distincin. Era un almuerzo familiar. Asista el cannigo doctor Florencio Fontecilla, que fue ms tarde obispo de La Serena, y el general Orozimbo Bardosa, a la sazn ministro de la Guerra.

Era Balmaceda, a mi entender, el tipo del romntico-poltico y sell con su fin su historia. Era alto, garboso, de ojos vivaces, cabellera espesa, gesto seorial, palabra insinuante, al mismo tiempo autoritaria y meliflua. Haba nacido para prncipe y para actor. Fue el rey de un instante, de su patria; y concluy como un hroe de Shakespeare. Qu ms recuerdos de Santiago que me sean intelectualmente simpticos? La capa de don Diego Barros Arana; la tradicional figura de los Amuntegui; don Luis Montt en su biblioteca.

Voy a referir algo que se relaciona con mi actuacin en la redaccin de La poca. Una noche apareci nuestro director en la tertulia y nos dijo lo siguiente:

Vamos a dedicar un nmero a Campoamor, que nos acaba de enviar una colaboracin. Doscientos pesos al que escriba la mejor cosa sobre Campoamor.

Todos nos pusimos a la obra. Hubo notas muy lindas; pero por suerte, o por concentracin de pensamientos, ninguna de las poesas resuma la personalidad del gran poeta, como esta dcima ma:

Este del cabello cano

como la piel del armio,

junt su candor de nio

con su experiencia de anciano.

Cuando se tiene en la mano

un libro de tal varn

abeja es cada expresin,

que volando del papel

deja en los labios la miel

y pica en el corazn.

Debo confesar, sin vanidad ninguna, que todos los compaeros aprobaron la disposicin del director que me adjudicaba el ofrecido premio.

Y ahora quiero evocar del triste, malogrado y prodigioso Pedro Balmaceda. No ha tenido Chile poeta ms poeta que l. A nadie se le podra aplicar mejor el adjetivo de Hamlet: Dulce prncipe. Tena una cabeza apolnea, sobre un cuerpo deforme. Su palabra era insinuante, conquistadora, urea. Se vea tambin en l la nobleza que le vena por linaje. Se dira que su juventud estaba llena de experiencia. Para sus pocos aos tena una sapiente erudicin. Posea idiomas. Sin haber ido a Europa saba detalles de bibliotecas y museos. Quin escriba en ese tiempo sobre arte, sino l? Y, quin daba en ese instante una vibracin de novedad de estilo como l? Estoy seguro, de que todos mis compaeros de aquel entonces, acuerdan conmigo, la palma de la prosa a nuestro Pedro, lamentado y querido.

Y, cmo no evocar ahora que l fue quien publicara mi libro Abrojos, respecto al cual escribiera una pgina artstica y cordial?

XVI

POR PEDRO PAS A VALPARASO, en donde anomala! iba a ocupar un puesto en la Aduana.

Valparaso, para m fue ciudad de alegra y de tristeza, de comedia y de drama y hasta de aventuras extraordinarias. Estas quedarn para despus.

Pero no dejar de narrar mi permanencia y mi salida de la redaccin de El Heraldo. Lo diriga a la sazn Enrique Valds Vergara. Era un diario completamente comercial y poltico. Haba sido yo nombrado redactor por influencia de Don Eduardo de la Barra, noble poeta y excelente amigo mo. Debo agregar para esto la amistad de un hombre muy querido y muy desgraciado en Chile: Carlos Toribio Robinet.

Se me encarg una crnica semanal. Escrib la primera sobre sports. A la cuarta me llam el director y me dijo: Usted escribe muy bien Nuestro peridico necesita otra cosa As es que le ruego no pertenecer ms a nuestra redaccin. Y, por escribir muy bien, me qued sin puesto.

Que no olvide yo estos tres nombres protectores: Poirier, Galleguillos Lorca y Sotomayor!

Mi vida en Valparaso se concentra en ya improbables o ya hondos amoros; en vagares a la orilla del mar, sobre todo, por Playa Ancha; invitaciones a bordo de los barcos, por marinos amigos y literarios; horas nocturnas, ensueos matinales y lo que era entonces mi vibrante y ansiosa juventud.

Por circunstancias especiales e inquerida bohemia, llegaron para m momentos de tristeza y escasez. No haba sino partir. Partir gracias a Don Eduardo de la Barra, Carlos Toribio Robinet, Eduardo Poirier y otros amigos.

Antes de embarcar a Nicaragua aconteci que yo tuviese la honra de conocer al gran chileno don Jos Victorino Lastarria. Y fue de esta manera: Yo tena, desde haca mucho tiempo, como una viva aspiracin el ser corresponsal de La Nacin, de Buenos Aires. He de manifestar que es en ese peridico donde comprend a mi manera el manejo del estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, adems de Jos Mart. Seguramente en uno y otro exista espritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac fue para m el verdadero conductor intelectual.

Me dijo don Eduardo de la Barra: Vamos a ver a mi suegro, que es ntimo amigo del general Mitre, y estoy seguro de que l tendr un gran placer en darle una carta de recomendacin para que logremos nuestro objeto, y tambin estoy seguro de que el general Mitre aceptar inmediatamente la recomendacin. En efecto, a vuelta de correo, vena la carta del general, con palabras generosas para m, y dicindome que se me autorizaba para pertenecer desde ese momento a La Nacin.

Quiso, pues, mi buena suerte que fuesen un Lastarria y un Mitre quienes hiciesen mi colaboracin en ese gran diario.

Estaba Lastarria sentado en una silla Voltaire. No poda moverse por su enfermedad. Era venerable su ancianidad ilustre. Flua de l autoridad y majestad.

Haba mucha gloria chilena en aquel prcer. Gran bondad emanaba de su virtud y nunca he sentido en Amrica como entonces la majestad de una presencia sino cuando conoc al general Mitre en la Argentina y al doctor Rafael Nez en Colombia.

Con mi cargo de corresponsal de La Nacin me fui para mi tierra, no sin haber escrito mi primera correspondencia fechada el 3 de febrero de 1889, sobre la llegada del crucero brasileo Almirante Barroso a Valparaso, a cuyo bordo iba un prncipe, nieto de don Pedro.

En todo este viaje no recuerdo ningn incidente, sino la visin de la dbacle de Panam: Carros cargados de negros africanos que aullaban porque, segn creo, no se les haba pagado sus emolumentos. Y aquellos hombres desnudos y con los brazos al cielo, pedan justicia.

XVII

AL LLEGAR A ESTE PUNTO de mis recuerdos, advierto que bien puedo equivocarme, de cuando en cuando, en asuntos de fecha, y anteponer, o posponer, la prosecucin de sucesos. No importa. Quiz ponga algo que aconteci despus en momentos que no le corresponde y viceversa. Es fcil, puesto que no cuento con ms gua que el esfuerzo de mi memoria. As, por ejemplo, pienso en algo importante que olvid cuando he tratado de mi primera permanencia en San Salvador.

Un da, en momentos en que estaba pasando horas tristes, sin apoyo de ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y sufriendo lo indecible, me sent mal, en la calle. En la ciudad haba una epidemia terrible de viruela. Yo cre que lo que me pasaba sera un malestar causado por el desvelo; pero result que, desgraciadamente, era el temido morbo. Me condujeron a un hospital con el comienzo de la fiebre. Pero en el hospital protestaron, puesto que no era aquello un lazareto; y entonces, unos amigos, entre los cuales recuerdo el nombre de Alejandro Salinas, que fue el ms eficaz, me llevaron a una poblacin cercana, de clima benigno, que se llamaba Santa Tecla. All se me asil en una habitacin especial y fui atendido, verdaderamente como si hubiese sido un miembro de su familia, por unas seoritas de apellido Cceres Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con cario y solicitud y sin temor al contagio de la peste espantosa. Yo perd el conocimiento, viv algn tiempo en el delirio de la fiebre, sufr todo lo cruento de los dolores y de las molestias de la enfermedad; pero fui tan bien servido que no quedaron en m, una vez que se haba triunfado del mal, las feas cicatrices que sealan el paso de la viruela.

En lo referente a mi permanencia en Chile, olvid tambin un episodio que juzgo bastante interesante. Cuando habitaba en Valparaso, tuve la proteccin de un hombre excelente y de origen humilde, el doctor Galleguillos Lorca, muy popular y muy mezclado entonces en poltica, siendo una especie de leader entre los obreros. Era mdico homepata. Haba comenzado de minero, trabajando como un pen; pero dotado de singulares energas, resistente y de buen humor, logr instruirse relativamente y lleg a ser lo que era cuando yo le conoc. Llegaban a su consultorio tipos raros a quienes daba muchas veces, no slo medicinas sino tambin dinero. El hampa de Valparaso tena en l a su galeno. Le gustaba tocar la guitarra, cantar romances, e invitaba a sus visitantes, casi siempre gente obrera, a tomar unos ponches compuestos de agua, azcar y aguardiente, el aguardiente que llamaban en Chile guachacay. Era ateo y excelente sujeto. Tena un hijo a quien inculcaba sus ideas en discursos burlones, de volterianismo ingenuo y un poco rudo. El resultado fue que el pobre muchacho, segn supe despus, a los veinte y tantos aos se peg un tiro.

Una ocasin me dijo el doctor Galleguillos: Quiere usted acompaarme esta noche a una visita que tengo que hacer por los cerros?. Los cerros de Valparaso tenan fama de peligrosos en horas nocturnas, mas yendo con el doctor Galleguillos me crea a salvo de cualquier ataque y acept su invitacin. Tom l su pequeo botiqun y partimos. La noche era oscura y cuando estuvimos a la entrada de la estribacin de la serrana, el comienzo era bastante difcil, lleno de barrancos y hondonadas. Llegaba a nuestros odos, de cuando en cuando, algn tiro ms o menos lejano. Al entrar a cierto punto, un farolito surgi detrs de unas piedras. El doctor silb de un modo especial y el hombre que llevaba el farolito se adelant a nosotros. Estn los muchachos?, pregunt Galleguillos. S, seor, contest el rotito. Y sirvindonos de gua, comenz a caminar y nosotros tras l. Anduvimos largo rato, hasta arribar a una especie de choza o casa, en donde entramos. Al llegar hubo algo as como murmullos entre un grupo de hombres que causaron en m vivas inquietudes. Todos ellos tenan traza de facinerosos, y en efecto lo eran. Ms o menos asesinos, ms o menos ladrones, pues pertenecan a la mala vida. Al verme me miraron con hostiles ojos, pero el doctor les dijo algunas palabras y ello calm la agitacin de aquella gente desconfiada. Haba una especie de cantina, o de boliche, en que se amontonaban unas cuantas botellas de diferentes licores. Estaban bebiendo, segn la costumbre popular, un ponche matador, en un vaso enorme que se denomina potrillo y que pasa de mano en mano y de boca en boca. Uno de los mal entrazados me invit a beber; yo rehus con asco instintivo; y se produjo un movimiento de protesta furiosa entre los asistentes. Beba pronto, me dijo por lo bajo el doctor Galleguillos y djese de historias. Yo comprend lo peligroso de la situacin y me apresur a probar aquel ponche infernal. Con esto satisfice a los rotos. Luego llamaron al doctor y pasamos a un cuarto interior. En una cama, y rodeado de algunas mujeres, se encontraba un hombre herido. El doctor habl con l, le examin y le dej unas cuantas medicinas de su botiqun. Luego salimos, acompaados entonces de otros rotos, que insistieron en custodiarnos, porque, segn decan, haba sus peligros esa noche. As, entre las tinieblas, apenas alumbrados por un farolito, entramos de nuevo a la ciudad. Era ya un poco tarde y el doctor me invit a cenar. Iremos me dijo a un lugar curioso, para que lo conozca. En efecto, por calles extraviadas, llegamos a no recuerdo ya qu casa, toc mi amigo una puerta que se entreabri y penetramos. En el interior exista una suerte de restaurant, en donde cenaban personas de diversas cataduras. Ninguna de ellas con aspecto de gente pacfica y honesta. El doctor llam al dueo del establecimiento y me present. Pasen adentro, nos dijo ste. Seguimos ms al fondo de la casa, no sin cruzar por un patio hmedo y lleno de hierba. Aqu hay enterrados muchos, me dijo en voz baja el mdico. En otro comedor se nos sirvi de cenar y yo oa las voces que en un cuarto cerrado daban de cuando en cuando algunos individuos. Aquello era una timba del peor carcter. Casi de madrugada, salimos de all y la aventura me impresion de modo que no la he olvidado. As, no poda menos de contarla esta vez.

XVIII

Y AHORA, CONTINUAR EL HILO de mi interrumpida narracin. Me encuentro de vuelta de Chile, en la ciudad de Len de Nicaragua.

Estoy de nuevo en la casa de mis primeros aos. Otros devaneos han ocupado mi corazn y mi cabeza. Hay un apasionamiento sbito por cierta bella persona que me hace sufrir con la sabida felinidad femenina y hay una amiga inteligente, graciosa, aficionada a la literatura, que hace lo posible por ayudarme en mi amorosa empresa; y lo hace de tal manera, que cuando, por fin, he perdido mi ltima esperanza con la otra, entregada desdichadamente a un rival ms feliz, me encuentro enloquecido por mi intercesora. Esta inesperada revolucin amorosa se prolonga en la ciudad de Chinandega, en donde, desventurado de m! iba a casarse el dolo de mis recientes anhelos. Y all nuevas complicaciones sentimentales me aguardaban, con otra joven, casi una nia; y quin sabe en qu hubiera parado todo esto, si por segunda vez amigos mos, entre ellos el coronel Ortiz, hoy general, y que ha sido vicepresidente de la Repblica, no me facturan apresuradamente para El Salvador. Lo que provoc tal medida fue que en una fiesta dada por el novio de aquella a quien yo adoraba, y a la cual no s por qu ni cmo, fui invitado, con el aguijn de los excitantes del diablo, y a pedido de no s quin, empec a improvisar versos, pero versos en los cuales deca horrores del novio, de la familia de la novia, qu s yo de quin ms! Y fui sacado de all ms que de prisa. Una vez llegado a la capital salvadorea busqu algunas de mis antiguas amistades y una de ellas me present al general Francisco Menndez, entonces presidente de la Repblica. Era ste, al par que militar de mrito, conocido agricultor y hombre probo. Era uno de los ms fervientes partidarios de la Unin Centroamericana, y hubiera hecho seguramente el sacrificio de su alto puesto por ver realizado el ideal unionista que fuera sostenido por Morazn, Cabaas, Jerez, Barrios y tantos otros. En esos das se trataba cabalmente de dar vida a un nuevo movimiento unificador, y es claro que el presidente de El Salvador era uno de los ms entusiastas en la obra.

A los pocos das me mand llamar y me dijo: Quiere usted hacerse cargo de la direccin de un diario que sostenga los principios de la Unin? Desde luego, seor presidente, le contest. Est bien me dijo, dar orden para que en seguida se arregle todo lo necesario. En efecto, no pas mucho sin que yo estuviera a la cabeza de un diario, rgano de los unionistas centroamericanos y que, naturalmente, se titulaba La Unin.

Estaba remunerado con liberalidad. Se me pagaba aparte los sueldos de los redactores. Se imprima el peridico en la imprenta nacional y se me dejaba todo el producto administrativo de la empresa. El diario empez a funcionar con bastante xito. Tena bajo mis rdenes a un escritor poltico de Costa Rica, a quien encomend los artculos editoriales, don Tranquilino Chacn; a un fulminante colombiano, famoso en Centroamrica como orador, como taqugrafo y aun como militar y como revolucionario, un buen diablo, Gustavo Ortega; y a cierto malogrado poeta costarriqueo, mozo gentil que muri de tristeza y de miseria, aunque en sus ltimos das tuviese el gobierno de Costa Rica la buena idea de hacerlo ir a Barcelona para que siquiera lograse el consuelo de morir despus de haber visto Europa; me refiero a Equileo Echevarra. Luego, contaba con la colaboracin de las mejores inteligencias del pas y del resto de la Amrica Central; y el diario empez su carrera con mucha suerte.

Habitaba entonces en San Salvador la viuda de un famoso orador de Honduras, lvaro Contreras, que si no estoy mal informado, tiene hoy un monumento. Fue este hombre vivaz y lleno de condiciones brillantes, un verdadero dominador de la palabra. Combati las tiranas y sufri persecuciones por ello. En tiempo de la guerra del Pacfico fund un diario en Panam en defensa de los intereses peruanos. Su viuda tena dos hijas: a ambas haba conocido yo en los das de mi infancia y en casa de mi ta Rita. Eran de aquellas compaeras que alegraban nuestras fiestas pueriles, de aquellas con quienes bailbamos y con quienes cantbamos canciones en las novenas de la Virgen, en las fiestas de diciembre. Esas dos nias eran ya dos seoritas. Una de ellas cas con el hijo de un poderoso banquero, a pesar de la modesta condicin en que quedara la familia despus de la muerte de su padre. Yo frecuent la casa de la viuda, y al amor del recuerdo y por la inteligencia, sutileza y superiores dotes de la otra nia, me vi de pronto envuelto en nueva llama amorosa. Ello trascendi en aquella reducida sociedad amable: Por qu no se casa?, me dijo una vez el presidente. Seor le contest, es lo que pienso hacer en seguida. Y, con el beneplcito de mi novia y de su madre, me puse a tomar las disposiciones necesarias para la realizacin de mi matrimonio. Entretanto, uno de mis amigos principales era Francisco Gavidia, quizs sea de los ms slidos humanistas y seguramente de los primeros poetas con que hoy cuenta la Amrica espaola. Fue con Gavidia, la primera vez que estuve en aquella tierra salvadorea, con quien penetrara en iniciacin ferviente, en la armoniosa floresta de Vctor Hugo: y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francs, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgi en m la idea de renovacin mtrica, que deba ampliar y realizar ms tarde. A Gavidia acontecile un caso singularsimo, que me narrara alguna vez y que dice cmo vibra en su cerebro la facultad del ensueo, de tal manera que lleg a exteriorizarse con tanta fuerza. Sucedi que siendo muy joven, recin llegado a Pars, iba leyendo un diario por un puente del Sena, en el cual diario encontr la noticia de la ejecucin de un inocente. Entonces se impresion de tal manera que sufri la ms singular de las alucinaciones. Oy que las aguas del ro, los rboles de la orilla, las piedras de los puentes, toda la naturaleza circundante gritaba: Es necesario que alguien se sacrifique para lavar esa injusticia! E incontinenti se arroj al ro. Felizmente alguien le vio y pudo ser salvado inmediatamente. Le prodigaron los auxilios y fue conducido al consulado de El Salvador, cuyas seas llevaba en el bolsillo. Despus, en su pas, ha publicado bellos libros y escrito plausibles obras dramticas: se ha nutrido de conocimientos diversos y hoy es director de la Biblioteca Nacional de la capital salvadorea.

XIX

LISTO, PUES, TODO PARA MI BODA, qued sealada la fecha del 22 de junio de aquel ao de 1890 para la ceremonia civil. En ese da debera efectuarse en San Salvador una gran fiesta militar, para la cual vendran las tropas acuarteladas en Santa Ana y que comandaba el general Carlos Ezeta, brazo derecho, y diremos casi hijo mimado del presidente de la Repblica. Se deca que haba querido casarse con Teresa, la hija mayor de ste. Si no estoy equivocado haba disenciones entre Ezeta y algunos ministros del general Menndez, como los doctores Delgado e Interiano, pero no podra precisar nada al respecto.

Es el caso que las tropas llegaron para la gran parada del 22. Esa noche deba darse un baile en la Casa Blanca, esto es, en el Palacio Presidencial.

Se celebr en casa de mi novia la ceremonia del matrimonio civil y hubo un almuerzo al cual asisti el general Ezeta. Este estaba nervioso y por varias veces se levant a hablar con el seor Amaya, director de Telgrafos y amigo suyo. Despus de la fiesta, yo, fatigado, me fui a acostar temprano, con la decisin de no asistir al baile de la Casa Blanca. Muy entrada la noche, o, entre dormido y despierto, ruidos de descargas, de caoneo y tiros aislados, y ello no me sorprendi, pues supuse vagamente que aquello perteneca a la funcin militar. Ms an, sera la madrugada, cuando sent ruidos de caballos que se detenan en la puerta de mi habitacin, a la cual se llam, pronunciando mi nombre varias veces. Levntate me decan. Est tu amigo el general Ezeta. Yo contest que estaba demasiado cansado y no tena ganas de pasear, suponiendo desde luego, que se me invitaba para algn alegre y bquico desvelo. Sent que se alejaron los caballos. Por la maana llamaron a la puerta de nuevo; me levant, abr y me encontr con una criada de casa de mi novia, o mejor dicho, de mi mujer. Dicen las seoras expres que estn muy inquietas con usted, suponiendo que le hubiese pasado algo en lo de anoche. Pero qu ha ocurrido?, le pregunt. Que ya no es presidente el general Menndez, que le han matado. Y quin es el presidente entonces? El general Ezeta. Me vest y part inmediatamente a casa de mi esposa. Al pasar por los portales vecinos a la Casa Blanca encontr unos cuantos cadveres entre charcos de sangre. Impresionado, entre al caf del Hotel Nuevo Mundo a tomar una copa; me sent. En una mesa cercana haba un hombre con una herida en el cuello, vendada con un pauelo ensangrentado. Estaba vestido de militar y bastante ebrio. Sac un revlver y tranquilamente me apunt: Diga: Viva el general Ezeta! S, seor le contest. Viva el general Ezeta! As se hace, exclam. Y guard su revlver. Tom mi copa y part inmediatamente a buscar a mi mujer. En su casa se me narr lo que haba sucedido. Durante la noche, mientras se estaba en lo mejor del baile presidencial, donde se hallaba la flor de la sociedad salvadorea, quedaron todos sorprendidos por ruidos de fusilera, y se not que el palacio estaba rodeado de tropas. Un general, cuyo nombre no recuerdo, haba penetrado a los salones e intim con orden de prisin a los ministros que all se encontraban. El presidente, general Menndez, se haba ido a acostar. La confusin de la gente fue grande, hubo gritos y desmayos. A todo esto se haba ya avisado al general Menndez, que se ci su espada e increp duramente al general que llegaba a comunicarle tambin orden de prisin. Entretanto la guardia del Palacio se bata desesperadamente con las tropas sublevadas. Teresa, la hija mayor del presidente, gritaba en los salones: Que llamen a Carlos, l tranquilizar todo esto y dominar la situacin! Seorita le contest alguien, es el general Ezeta quien se ha sublevado. El presidente haba abierto los balcones de la habitacin y arengaba a las tropas. An se oy un viva al general Menndez, pero ste cay instantneamente muerto. Fue llevado el cuerpo, y los mdicos certificaron que no tena ninguna herida. Al darse cuenta de que Carlos Ezeta, a quien l quera como a un hijo y a quien haba hecho toda clase de beneficios, a quien haba enriquecido, a quien haba puesto a la cabeza de su ejrcito, era quien le traicionaba de tal modo, el pobre presidente, que era cardaco, segn parece, sufri un ataque mortal. El cadver fue expuesto y el pueblo desfil y se dio cuenta de la verdad del hecho. Qu piensas hacer?, me dijo mi esposa. Partir inmediatamente a Guatemala, puesto que hay un vapor en el puerto de La Libertad. Sal a dar los pasos necesarios para el arreglo rpido de mi viaje, y en el camino me encontr con alguien que me dijo: El general Ezeta desea que vaya dentro de una hora al Cuartel de Artillera. Cruzaban patrullas por las calles. Unos cuantos soldados iban cargados con cajas de dinero. Una hora despus estaba yo en el Cuartel de Artillera, que se hallaba lleno de soldados, muchos de ellos heridos. Un tropel de jinetes. Llega el general Ezeta, rodeado de su Estado Mayor. Se nota que ha bebido mucho. Desde el caballo se dirige a m y me dice que me entienda con no recuerdo ya quin, para asuntos de publicidad sobre el nuevo estado de cosas. Yo salgo y prosigo mis preparativos de partida; escribo una carta al nuevo presidente manifestndole que un asunto particular de especialsima urgencia, me obliga a irme inmediatamente a Guatemala; que volver a los pocos das a ponerme a sus rdenes. Y me dirig al puerto de La Libertad. En el hotel estaba, cuando el comandante del puerto apareci y me dijo que de orden superior me estaba prohibida la salida del pas. Entonces empec por telgrafo una campaa activsima. Me dirig a varios amigos, rogndoles se interesasen con Ezeta y hasta recurr a la buena voluntad masnica de mi antiguo amigo el doctor Rafael Reyes, ntimo amigo del improvisado presidente.

El vapor estaba para zarpar, cuando por influencia de Reyes, el comandante reciba orden de dejar que me embarcase; pero junto conmigo iba ya persona que observase y procurase conocer el fondo de mis impresiones y sentimientos sobre los sucesos acontecidos. Era un seor Mendiola Boza, cubano de origen. Natural que yo me manifest ezetista convencido, y el hombre lo crey o no lo crey, pero cumpli con su misin.

XX

AL LLEGAR A GUATEMALA, supe que la guerra estaba por estallar entre este pas y El Salvador. Menndez haba mantenido las mejores relaciones con el presidente guatemalteco Badilas, y ste tena sus razones para creer que Ezeta le sera contrario, y aprovechara para prestigiarse de la antipata tradicional entre salvadoreos y guatemaltecos. No bien hube llegado al hotel, cuando un oficial se present a decirme que el presidente general Barillas me esperaba inmediatamente. La capital estaba conmovida y se hablaba de la seguridad de la guerra. Me dirig a la casa presidencial, acompaado del oficial que haba ido a buscarme. Penetr entre los numerosos soldados de la guardia de honor y se me hizo pasar a un saln. Al llegar, vi que el presidente estaba rodeado de muchos notables de la ciudad. Se hallaba agitadsimo y cuando entr pronunciaba estas palabras: Porque, seores, el que quiera comer pescado que se moje el Yo me sent tmidamente en una silla, fuera del crculo, pero el presidente me mir y me pregunt: Es usted el seor Rubn Daro? S, seor, le contest. Me hizo entonces avanzar y me seal un asiento cercano a l. Vamos a ver me dijo. Es usted tambin de los que andan diciendo que el general Menndez no ha sido asesinado? Seor Presidente le contest, yo acabo de llegar, no he hablado an con nadie, pero puedo asegurarle que el presidente Menndez no ha sido asesinado. En los ojos de Barillas brill la clera. Y no sabe usted que tengo en la Penitenciara a muchos propaladores de esa falsa noticia? Seor, insist, esa noticia no es falsa. El general Menndez ha muerto de un ataque cardaco al parecer; pero si no ha sido asesinado con bala o con pual, le ha dado muerte la ingratitud, la infamia del general Ezeta, que ha cometido, se puede decir, un verdadero parricidio. Y me extend sobre el particular. El presidente me escuch sin inmutarse. Est bien me dijo, cuando hube concluido. Vaya en seguida y escriba eso. Que aparezca maana mismo. Y vase con el Ministro de Relaciones Exteriores y con el Ministro de Hacienda. Me fui rpidamente a mi hotel y escrib la narracin de los sucesos del 22 de junio, con el ttulo de Historia negra, que en ocasin oportuna reprodujo La Nacin, de Buenos Aires.

Mi escrito caus gran impresin, y supe despus que Carlos Ezeta, as como su hermano Antonio, aseguraban que si alguna vez caa en sus manos no saldra vivo de ellas. Y pensar deca algn tiempo ms tarde el presidente Ezeta al ministro de Espaa, don Julio de Arellano y Arrospide (despus marqus de Casa Arellano, y cuya esposa fuera madrina de mi hijo, en San Jos de Costa Rica) y pensar que yo hubiera hecho rico a Rubn si no comete el disparate de ponerse en contra ma! La verdad es que yo estaba satisfecho de mi conducta, pues Menndez haba sido mi benefactor, y senta repugnancia de adherirme al crculo de los traidores. Ser ello quizs un poco romntico y poco prctico; pero qu le vamos a hacer!

XXI

DE MI ENTREVISTA con el Ministro de Relaciones Exteriores y con el de Hacienda result que por disposicin presidencial se me hizo, como en San Salvador, director y propietario de un diario de carcter semioficial. A los pocos das, sala el primer nmero de El Correo de la Tarde.

Era el general Badilas un presidente voluntarioso y tirnico, como han sido casi todos los presidentes de la Amrica Central. Se apoyaba, desde luego, en la fuerza militar, pero tena cierta cultura y excelentes rasgos de generosidad y de rectitud. Uno de sus ministros era Ramn Salazar, literato notable, de educacin alemana. La guerra se inici, pero concluy felizmente al poco tiempo. El poder de los Ezetas se afianz en San Salvador por el terror. En cuanto a m, hice del diario semioficial una especie de cotidiana revista literaria. Frecuentaba a don Valero Pujol, uno de los espaoles de mayor valor intelectual que hayan venido a Amrica y cuyo nombre, no s por qu, quizs por el rincn centroamericano en que se metiera, no ha brillado como merece. Viejo republicano amigo de Salmern y de P y Margall, creo que fue durante la repblica gobernador de Zaragoza. En Guatemala era y es todava el maestro. Ha publicado valiosos libros de historia y tres generaciones le deben sus luces. Era director de la Biblioteca Nacional el poeta cubano Jos Joaqun Palma, hombre exquisito y trovador zorrillesco. Es aqul autor de cierta poesa que se encontr entre los papeles de Olegario Andrade y que se public como suya, averigundose despus que era de Palma.

Tena varios colaboradores literarios para mi peridico, entre los cuales un jovencito de ojos brillantes y cara sensual, dorada de sol de trpico, que hizo entonces sus primeras armas. Se llamaba Enrique Gmez Carrillo. Otro joven, Jos Tible Machado, que escriba pginas a lo Bourget, el Bourget bueno de entonces, y que despus sera un conocido diplomtico y actualmente redactor de Le Gaulois, de Pars, y otros.

Hice lo que pude de vida social e intelectual, pero ya era tiempo de que viniese mi mujer y acabsemos de casarnos. Y as, siete meses despus de mi llegada, se celebr mi matrimonio religioso, siendo uno de mis padrinos el doctor Fernando Cruz, que falleci despus de ministro en Pars.

XXII

EN CASA DE PUJOL intim con un gran tipo, muy de aquellas tierras. Era el general Cayetano Snchez, sostenedor del presidente Badilas, militar temerario, joven aficionado a los alcoholes, y a quien todo era permitido por su dominio y simpata en el elemento blico. Recuerdo una escena inolvidable. Una noche de luna habamos sido invitados varios amigos, entre ellos mi antiguo profesor, el polaco don Jos Leonard, y el poeta Palma, a una cena en el castillo San Jos. Nos fueron servidos platos criollos, especialmente uno llamado chojn, sabroso plato que por cierto nos fue preparado por el hoy general Toledo, aspirante a la presidencia de la Repblica. Sabroso plato, en verdad, cido, picante, cuya base es el rbano. Los vinos abundaron como era de costumbre, y despus se pas al caf y al coac, del cual se bebieron copas innumerables. Todos estbamos ms que alegres, pero al general Snchez se le notaba muy exaltado en su alegra, y como nos pasebamos sobre las fortificaciones, viendo de frente a la luz de la luna las lejanas torres de la Catedral, tuvo una idea de todos los diablos. A ver, dijo, quin manda esta pieza de artillera?, y seal un enorme can. Se present el oficial y entonces Cayetano, como le llambamos familiarmente, nos dijo: Vean ustedes qu lindo blanco. Vamos a echar abajo una de las torres de la Catedral. Y orden que preparasen el tiro. Los soldados obedecieron como autmatas; y como el general Snchez era absolutamente capaz de todo, comprendimos que el momento era grave. Al poeta Palma se le ocurri una idea excelente. Bien, Cayetano le dijo; pero antes vamos a improvisar unos versos sobre el asunto. Haz que traigan ms coac. Todos comprendimos y heroicamente nos fuimos ingurgitando sendos vasos de alcohol. Palma serva copiosas dosis al general Snchez. l y yo recitbamos versos, y cuando la botella se haba acabado, el general estaba ya dormido. As se libr Guatemala de ser despertada a media noche a caonazos de buen humor. Cayetano Snchez, poco tiempo des