d oG zález n

27
A u t o r í a : F e r n a n d o G o n z á l e z S a n t o s I n s p i r a d o e n : D i a n a

Transcript of d oG zález n

Page 1: d oG zález n

Autor

ía: Fer

nando González Santos

Inspirado en: Diana

Page 2: d oG zález n
Page 3: d oG zález n

Más allá de esas dos montañas

Autoría:Fernando González Santos

Inspirado en la historia de Diana

ISBN:978-958-52723-3-0

© Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (COALICO)

Page 4: d oG zález n
Page 5: d oG zález n

1

Entré a la Universidad Pedagógica Nacional a los veintitrés años, hacía mucho había ter-minado el bachillerato en La Palma, Cundi-namarca. Doña Blanca, una señora a la que mi papá le cuidaba la finca, le dijo que ella me daba lo del pasaje y que me dejara ve-nir a Bogotá. Empaqué los zapatos, algo de ropa y partimos las dos, rumbo a la capital. El viaje en bus siempre me ha dado mareo, no sé por qué me llega un olor añejo, como a mugre revuelta. Mi padre me dio treinta mil pesos y salió en muletas al patio de la casa a despedirme. Esa imagen se quedó clavada en mi mente como el preludio de un tormen-to inevitable. De cierto modo, ahí empieza mi historia, pues en toda historia el tiempo se parte en dos.

Llegar a un lugar que no es el de uno, a una ciudad anónima y estar rodeada de muebles y enceres prestados, solo podía conducir-me a una desazón irremediable. No es que hasta el momento yo gozara de una sólida unión familiar, pero cualquier desprendimien-to abrupto del origen es más que doloroso, además, aún tenía el sinsabor de mi primera

Más allá de esas dos montañas

1 Inspirado en la historia de Diana 1

Por Fernando González Santos

Page 6: d oG zález n

2

decepción amorosa. Casi al mismo tiempo, mi hermana me-lliza se fue con la mayor a cuidar a nuestro sobrino. Yo me preguntaba qué estaba haciendo aquí, miraba para lado y lado, la residencia era tan hermosa como fantasmal. En el desayuno me sirvieron champiñones, algo que jamás había probado. La señora de la casa me dijo: “Alístese que vamos a la Registraduría de Fontibón para que le saquen la cédula”.

Me maquillaron por primera vez, me tomaron cuatro fotos y comencé a vagar por este mundo con mi efímera identidad de ciudadana. “Tienes que aprender a moverte en Bogotá”, me dijo la Doña enfáticamente. Así que comenzó a llevarme cada día a una zona diferente; primero a Chapinero, luego a la Candelaria, después fuimos más al norte. Me hizo dibu-jar un mapa con el que iba indicándome cuidadosamente el sentido de las avenidas y de las calles, las rutas de los buses y el nombre de los parques. Uno de sus planes fue llevarme a la Caminata de la Solidaridad por Colombia para verificar que hubiera aprendido la lección. Preguntó dónde estába-mos, yo le respondí acertadamente: “Estamos en la esquina de la calle 19 con carrera 13”. La confianza que iba ganando con el sentido de orientación en Bogotá era proporcional a la que iba perdiendo en mí misma. No había ni cómo comu-nicarme con mis padres por teléfono, así que poco a poco mis seres más queridos comenzaron a sobrevivir en la me-moria, no tanto por la añoranza del pasado, como sí por los embates del presente.

En este trasegar, nos demoramos en comprender que las historias propias están muy ligadas a las de quienes nos engendran. Y quizá allá hay que llevar las dudas para no juzgar ni juzgarse en demasía. Mi papá hizo hasta tercero de primaria y mi mamá también. Él sabe escribir y leer, es

Page 7: d oG zález n

3

muy pilo recordando fechas y sucesos. Me decía que en su época de infancia se escribía en pizarras o en cuadernitos muy rústicos, cuando se le acababan, sus familiares no te-nían con qué comprarle otro o les tocaba ir hasta Córdoba, un pueblo cercano a La Dorada, que era donde llegaban de vez en cuando útiles escolares. Así que el trabajo se llevó por delante sus mínimas posibilidades de tener un destino diferente al universo inmediato.

Aunque en ese entonces los nacimientos se atendían en las casas, mamá se enfermó y la tuvieron que llevar de urgen-cias al centro médico; hace treinta y cuatro años no existían ecografías, mi hermana nació y le dijeron a mi madre que venía otra niña, en ese instante perdió el conocimiento. De ahí en adelante y hasta terminar el bachillerato, tanto mi hermana como yo, hablamos de “las dos”.

Mi casa quedaba en una hondonada metida en el campo, a una hora y treinta minutos a pie de un caserío que se llama San Carlos, allí estudié mi primaria. Un carro se demora una hora por carretera destapada para llegar a Caparrapí, que es donde están los bancos y la alcaldía, hay comercio y se pa-gan los servicios públicos. La mayoría de la gente habla de esta parte del país como una zona roja. El uniforme también era rojo, en la escuela nos daban el almuerzo, los niños de primero en una mesa, los de segundo, con sus sillitas, en otra. Todavía en el salón había un pizarrón verde en el que se escribían las planas y los números con tiza de colores. Una sola profesora daba clase en todos los cursos. Para lle-gar debíamos atravesar dos quebradas, en invierno mi papá tenía que acompañarnos y ayudarnos a pasar, pero nuestro mayor reto era evadir las vacas del potrero que estaba como a mitad del camino.

Page 8: d oG zález n

4

Muy cerca de la superficie de un acantilado de agua crista-lina veíamos pasar pececitos que llamábamos resbalosos. “Vamos a cazar resbalosos”, decíamos con mi hermana. Cuando la quebrada se desbordaba, salía un montón de cangrejos y apostábamos por alguno que esperábamos conquistara la meta que trazábamos con una rama. Como pasaban las mulas cargadas de caña, se armaba un barri-zal que nos untaba hasta el pelo; al toparnos con las matas de cacao, el barro era más denso, parecía la escena de la película “El amor en los tiempos del cólera”, en la que las bestias atraviesan un río ancho y agreste; luego aparecía el monte y nuevamente nos encontrábamos con la quebrada.

Llevábamos casi siempre dos cuadernos en la maleta de La bella y la bestia que nos había regalado mi papá en primero de primaria, siempre procurábamos que no se nos mojara y que la jardinera que mi mamá nos planchaba con la plancha de carbón no se arrugara. Al final de un tramo de bosque nos hallábamos de frente con el potrero. En ocasiones doña Gladys nos gritaba: “Pasen, pasen, que estamos ordeñan-do”. Ya después, mi madre nos enseñó a espantar las vacas con un palo que dejábamos escondido en la puerta de golpe, de esas en madera que dividen una parcela de otra y que al cerrarse suenan fuerte, de ahí su nombre. Al regresar el verano, en vacaciones de julio, se llevaban a las irascibles mamás y traían a los terneritos, los destetaban, se sentía el fluir del viento y se abría el azul del cielo. La época del año que más me encantaba era los meses de agosto y septiem-bre, en que los árboles se llenan de flores, unas amarillas y otras rosadas, como el otoño que se describe en los libros fantásticos. Preparábamos limonada con miel de caña, mi mamá nos la servía al desayuno con caldo y tortilla de hue-vo. Al terminar, nos daba una taza de tinto bien cargado.

Page 9: d oG zález n

5

La comida nunca faltaba, pero era tan precaria la situación que solo hasta los seis años llegué a tener cuaderno y lá-piz, también nos dieron la cartilla Nacho, por las noches nos alumbraba una lámpara de ACPM, solo dos años después vino la luz eléctrica. Nuestra conexión era con los animales. Mamá cuidaba los patos, los gansos, los marranos y anda-ba rodeada de perros. A veces, mi padre nos llevaba a sus cultivos de fríjol y de maíz, siempre le ha gustado sembrar árboles, forestar, dice él. Una y otra vez nos contaba la his-toria del 13 de noviembre de 1985, cuando erupcionó el vol-cán Nevado del Ruíz. Él tenía sembrados muchos árboles y sus hojitas se llenaron de ceniza, tuvo que cargar agua por montones y limpiarlas una a una.

Cierta tarde trajeron el televisor, pero no nos dejaban ver las novelas mexicanas con mujeres muy buenas y muy malas, hombres apuestos, dramas y secretos. El zorro, sí, con su antifaz negro, su capa y su sable renacentista, defendiendo a los más humildes de tiranos e injusticias. Mi papá pren-día el radio un ratico para que no se le acabaran las pilas y ahí nos enterábamos, como si fuera una remota leyenda que jamás iba a llegar por esos lados, de que la guerrilla estaba entre Guaduas y Caparrapí, que hacía retenes y de-tenía los buses. Yo empecé a observar de frente el conflicto armado más adelante, cuando entré al bachillerato. Hasta ese momento, uno de los mayores sustos me lo producía la presencia de la señora Vitalia Morales. Como la escuela era la más cercana al caserío y quedaba ubicada en una loma, la veíamos venir en pleno sol; el terror comenzaba a cundir el salón apenas su figura aparecía en la carretera.

Page 10: d oG zález n

6

Generalmente nos visitaba los lunes después del almuerzo, de la Bienestarina y del arroz con carve. Sentíamos sus pa-sos cuando se acercaba a la puerta del salón, la directora paraba las clases, entraba la Señora Vitalia, sacaba del em-paque de icopor un recipiente blanco, un paquete de agujas y comenzaban los llantos de la jornada de vacunación. El dolor en el brazo me seguía por varios días.

Otros sustos memorables solían venir con las lluvias de octubre. Una noche, como tantas otras veces, mi padre miró hacía las montañas y dijo: “Está tronando, va a caer una tormenta terrible”. A las nueve de la noche comenzó el panorama a nublarse y minutos después se desplomó el aguacero, los relámpagos caían uno tras otro, el viento sopló como nunca antes, el árbol de enfrente, que se llama-ba Pata de Vaca porque sus hojas son como una pisada de vaca, cayó al piso, otros palos y ramas también comenza-ron a caer, el transformador que se hallaba a unos cuantos metros se quemó, duramos sin luz varios meses. Mi mamá corrió a prender el cirio y el ramo de Semana Santa, acer-camos la imagen del Divino Niño y el cuadro de la Virgen del Carmen. De niña me inquietaba saber por qué la Virgen tenía un aura de luna y quienes la rodean estaban agluti-nados como queriéndose salir. “Alcánceme la camándula y recemos el rosario”, ordenó afanada mamá. Mi hermano fue por la linterna para vigilar que el arroyo no se desbordara e inundara la casa, con mi hermana barríamos las hojas que se amontonaban en la puerta. Cuando llegaba la calma co-mentábamos que ni Godzilla habría podido causar algo así. Meses después, mi papá salió a comprar la carne, siempre lo hacía a las tres y media de la mañana. A su regreso nos dijo bastante preocupado: “Los soldados están en el Alto de la Virgen”. Cuando nosotras íbamos para el colegio los vimos en carpas empuñando sus fusiles.

Page 11: d oG zález n

7

Al entrar al bachillerato, hacia el año 97, yo me sentía muy chiquita, estábamos emocionadas porque ya no estudiá-bamos en la escuelita de la vereda sino en el colegio del pueblo, al que ingresaban niños y niñas de muchas par-tes. Estrenamos útiles las dos y, como si nos liberáramos de un espanto envejecido, botamos la maleta de La bella y la bestia. Nos compraron el uniforme azul a cuadros que usan los estudiantes de la Gobernación de Cundinamarca, las medias blancas, los zapatos negros y la sudadera roja de educación física. Mientras mi mamá nos peinaba y nos ponía una hebilla en el pelo, iba insinuando que las niñas debían ser juiciosas y, sobre todo, obedientes. Salíamos a las cinco y media de la mañana, la frescura de la madru-gada nos envolvía, nos topábamos en el camino con varios vecinos que también estudiaban allá. Comenzó a irme mal con el alfabeto en inglés, con la clase de biología y la de matemáticas; el consuelo era que me gustaban las letras y las ciencias sociales, también me encantaba hacer mapas en papel mantequilla. Como mi hermana mayor había des-aprovechado los textos que, con mucho esfuerzo, mi padre le enviaba al instituto en el que la habían matriculado, me llegaron enciclopedias y algunos libros de literatura que ella jamás hojeó. Tomé entre mis manos “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa y al terminar de leerlo sentí que la literatura se apoderaba de mí. Teníamos una tía que se llamaba Berenice, en invierno lle-gábamos a su finca con barro hasta la coronilla y después de haber caminado un trecho extenso y empinado, nos ba-ñábamos los pies, acomodábamos otra vez las cosas en la maleta, le recibíamos un café y seguíamos por la carretera pavimentada. Antes de llegar al colegio pasábamos por el matadero, a esa hora los campesinos y los dueños de las famas habían dejado apenas los rastros de los animales que

Page 12: d oG zález n

8

sacrificaban al amanecer. Mi padre era uno de los más ma-drugadores, por eso increíblemente se salvó una vez en que las FARC incursionaron con todos los fierros, como se decía en su momento, y él ya se había devuelto para la casa.

Las filas se armaban en el patio, se hacía la oración o la misa, según la fecha, hablaba el rector y nos dirigíamos a los salones. A medida que avanzaba la mañana, el calor iba entrando lentamente por el techo de zinc hasta volver-se insoportable, era común ver las figuras desgonzadas de varios estudiantes sobre el pupitre cuando los 32 grados de temperatura se nos venían encima. Los alumnos mirá-bamos, aturdidos y empapados en sudor, los garabatos que la profesora hacía en la pizarra con las mismas tizas de co-lores que llevaban a la escuela. Yo salía del salón y cada día me preguntaba qué otro mundo habría detrás de esas dos montañas.

Una tarde vi partir a mis dos hermanos a la misma hora y en el mismo bus. Uno se iba a prestar servicio militar a Madrid, Cundinamarca; la mayoría del tiempo estuvo en un cerro tapado de nubes y de nieve cuidando unas antenas de tele-comunicaciones, ni los helicópteros militares podían entrar a llevarle comida. El otro terminó en Israel y luego viajó a Egipto, llevado por el Ejército de los Estados Unidos; corrió con la suerte de un mercenario que goza sin remordimientos de la buena vida, paseaba por Tel Aviv, por Galilea y Jerusa-lén. Cuando vino de visita nos trajo esteras y papiros, me obsesioné con las fotos que nos mostraba del Mar Muerto, de las pirámides, del desierto y de los templos. Exponía con ímpetu sus fotografías y me decía: “Este es Nazaret y aquí está la estrella de David, ese es el Muro de los Lamentos”. Con semejantes imágenes, me di cuenta de que más allá de esas dos montañas el mundo era una creación infinita.

Page 13: d oG zález n

9

Mis inquietudes sobre la existencia de algo diferente al pai-saje que rutinariamente tenía enfrente eran reforzadas por las advertencias de mi madre: “Cuidadito con los hombres, es lo único que les digo”. Lo malo es que terminaba prohi-biéndonos los novios luego de culminar su elocuente dis-curso: “Su papá no ha sido un mal hombre, pero yo llevo trabajando desde los ocho años y no quiero que repitan la historia; tienen que estudiar y buscar un futuro distinto al mío, no quiero que cocinen para obreros ni que sepan qué es no tener un peso en el bolsillo”. A mi papá le daba temor que mis hermanos nos visitaran, pues el tramo entre Guaduas y Caparrapí era puro monte, ahí estaba la guerrilla y los dos, con sus cortes de pelo militar, podían caer en un retén o una requisa en cualquier momento. Uno de ellos, el que había estado fuera del país, dejó luego de una visita una caja de casetes con los clásicos del rock y yo terminé escuchando todos los días Los Prisioneros, Soda Estéreo y Hombres G. Música del demonio, como decía mi madre. Pero era el con-traste entre las canciones de cantina que nunca me gustaron y la música colombiana que ponía mi padre los domingos, y que aún me apasiona, sobre todo la de Garzón y Collazos.

La semana en que las FARC mataron a once personas en una vereda cercana y las dejaron debajo de una mata de plátano, descubrí que me había enamorado de Joan Argüe-llo. Llegó dueño sí el lunes al colegio, tenía una camiseta estampada con la banda Metallica, cerró la puerta del sa-lón y se presentó como el nuevo profesor de Sociales. En mi imaginación había elegido a alguien así para desbocar mis primeros deseos, un hombre raro, que no compaginara con el mundo normal, cuyo espíritu fuera ajeno a esas dos montañas que desde hacía mucho había querido traspasar. Yo tenía catorce años y él unos veintitrés. Mi vida se vol-

Page 14: d oG zález n

10

vió color de rosa, anhelaba ir al colegio cada mañana, así Argüello no me parara bolas. A raíz de una primera conver-sación que sostuvimos, le regalé una gatita para que espan-tara los ratones. La llamó Karen, era una cría que la gata de nuestra finca acababa de tener. Nos volvimos amigos, me prestaba libros y, por sus gustos musicales rockeros, la gente del pueblo decía que era satánico. Me esmeré más de lo normal en sus clases y él me decía que era muy buena para las humanidades. Yo me inundaba de felicidad con sus comentarios, pese a que los del curso afirmaran que a él le gustaba era una estudiante de once.

En su incursión, la guerrilla había dejado pintadas las pare-des de varias casas para denunciar a los supuestos colabo-radores de quienes consideraba sus enemigos. Según los rumores, ya estaba actuando en el pueblo “El Águila”, quien, antes de convertirse en un temible personaje, era conocido entre la gente como un joven bastante amable y servicial. Salíamos del colegio y comenzábamos a ver camionetas de las que se bajaban, indistintamente, sujetos de civil y de uniforme camuflado. Empezó a ser normal que llegáramos a la casa y habláramos bajito sobre algún evento del día, como si alguien nos oyera tras las paredes. Al anochecer también se volvió común escuchar a intervalos el sonido de las ráfagas de fusil. Al día siguiente los vecinos comentaban que habían matado personas, pero que era mejor guardar si-lencio. Seguíamos yendo a clase simulando la tranquilidad que, sin siquiera darnos cuenta, ya había partido hace mu-chos meses. Un viernes, en el corrillo que se armaba cuando salíamos al descanso, como si fuera la protagonista de una

Page 15: d oG zález n

11

película de aventuras, una compañera que se llamaba Deysi Munévar nos dijo: “Pues ya conocí a Ramón Isaza”. Desde luego, no teníamos ni idea de que nos hablaba del hombre que en la historia de la violencia colombiana sería conocido como el jefe de las Autodefensas Campesinas del Magdale-na Medio.

Pasaba el tiempo y otras chicas, haciendo gala entre ellas de sus hazañas picarescas, empezaron a mostrarnos fotos de los propios campamentos paramilitares y de las cadenas en oro de los comandantes. Se propagaron los conflictos familiares, pues un hijo se iba con las autodefensas y otro con la guerrilla. Algunos no volvían o aparecían muertos. También se dividieron las regiones, los municipios y corre-gimientos según el control que cada grupo lograba imponer. La palabra “sapo” se instauró como un designio de ame-naza y de muerte. Una mañana salimos de la casa hacia el colegio con un par de vecinos, el día estaba lluvioso y el camino resbaloso, cuando de pronto vimos a un muchacho de pantalón negro tirado bocabajo, su camisa blanca estaba ensangrentada, se le notaban los orificios en el cuerpo, pro-ducto de los disparos. Nos quedamos petrificados durante unos segundos, alcanzamos a mirarnos como si fuéramos cómplices inocentes de un crimen inesperado y salimos co-rriendo. Llegamos a la casa de la tía Berenice, no le dijimos una sola palabra de lo que habíamos presenciado. Hacia las once de la mañana dijeron en el colegio que al lugar había llegado un carro de la Policía por el cadáver.

Page 16: d oG zález n

12

En medio del silencio generalizado se abría espacio a las voces de quienes comenzaban a protagonizar la guerra. Un pelado al que le decían “Muñeca” se acercaba campante-mente a los círculos de estudiantes que armábamos a la salida del colegio y contaba cómo eran las técnicas de tor-tura que implementaban en su organización, la forma como usaban las motosierras, el apoyo que recibían de los más ricos del pueblo. Apenas caía la tarde, luego de que mi padre llegara con el mercado, nos encerrábamos en la casa. En alguna ocasión se organizó un bazar en una escuela que se llamaba El Oso, vino el baile y la comida. Al rato, la fiesta se llenó de hombres armados que compartían mesa y risas con los ganaderos más pudientes. Nosotras con mi papá hacía-mos acto de presencia, saludábamos a unos pocos conoci-dos y nos devolvíamos para la finca con la advertencia de mi mamá: “Cuidadito sueltan la boca”. Por eso intentábamos no hablar más de la cuenta, ni de lo que pasaba en el cole-gio ni de la señora que recibía el dinero de las vacunas que comenzaron a cobrarle sin falta a cada habitante, menos de los descuentos que supuestamente hacía. La autocensura parecía ser la mejor medida de protección.

El 6 de agosto de 2000 fue para mí uno de los días más tris-tes. Entró el profesor Joan al salón y nos dijo: “Les presento a la nueva docente de ciencias sociales. Espero que la aco-jan de la mejor manera, como me acogieron a mí”. A pesar de que era casado, él se había convertido en el misterio que tanto inspiraba mis sentimientos: inteligente, ingeniero de la Universidad Nacional y licenciado en filosofía. Había lle-gado al colegio como maestro provisional. Cuando la nueva profesora habló, sentí que se me desgarraba algo por den-tro. Aquí terminaba lo que en el fondo anhelaba cada ma-ñana: el acto de pensar en la realidad, en el ser, en la nada, en las mil preguntas que trajo consigo Joan a estas tierras

Page 17: d oG zález n

13

con sus clases. De esta forma recibí junto a mi hermana los primeros quince años de vida. Hubo un asado sencillo en la casa, pero yo ni podía comer; salía al patio, miraba las es-trellas y evocaba los ojos grises de mi profesor, su anillo con calavera, su lectura en voz alta y el tatuaje de su brazo iz-quierdo. Volvía a recordar, sumando más detalles cada vez, el día en que entré a la biblioteca porque la secretaría me había puesto a organizar papeles y vi un cajón entreabierto con unas carpetas en las que decía “Hojas de vida”.

Me atreví a leerlas y ahí fue que me enteré de los estudios y experiencias del profesor Argüello. Él era ateo, en las misas no contestaba las oraciones ni se persignaba. ¿Cómo iba a durar alguien así en un pueblo donde todo lo que “sona-ra diferente” lo estaban aniquilando? El filo de su ausencia lo asociaba al rito mañanero en el que uno pasaba frente a las casas construidas al lado del camino que conducía al pueblo y escuchaba a los jornaleros afiliando los machetes para comenzar su labor. Unos metros más adelante salu-dábamos a los profesores con sus libros bajo el brazo. Esa sonrisa tibia y natural que compartíamos tan amigablemen-te entre quienes nos dirigíamos muy de mañana a estudiar, cambió el día en que al bajar por la loma más alta divisamos a los militares con su uniforme verde y sus insignias. Des-pués los veíamos patrullando o comprando mecato en las tiendas. Su presencia era la novedad.

Las alumnas de los cursos superiores, las más altas y boni-tas, aunque tuvieran novio, conversaban coquetamente con los soldados. Nuestro colegio tenía énfasis en educación agropecuaria. Decíamos: “Criadas en el campo y fuera de eso nos sacan a bañar los marranos, a sembrar maíz y a arar la tierra”. Usábamos ropa de trabajo para esas clases. A la hora de cambiarnos, las chicas en el baño cuchichea-ban: “Ya me hablé con el monito de ojos verdes”, “A mí me

Page 18: d oG zález n

14

dijo que no iban a estar de servicio en la noche”, “Vamos a planear algo con el flaco que tiene el mando”. Se volvían sus novias por unas semanas, de un momento a otro los solados se iban y regresaba un nuevo grupo. El jueves era la molienda, cuando llegábamos de estudiar, mi madre es-taba sirviéndoles el almuerzo a los obreros. No sabíamos de dónde sacaban ellos tanta información sobre las niñas del colegio que se volvían pareja de los militares que patrulla-ban cada semana.

Cuando llegó el año 2004 ya se hablaba mucho de Álvaro Uribe Vélez; los militares, la guerrilla y las autodefensas se disputaban a sangre y fuego el territorio. Harían falta mu-chas hojas y bolígrafos para consignar cada acontecimiento de barbarie que volvió a esta región un pavoroso testimo-nio de la guerra, pero extrañamente las vidas singulares continúan su rumbo y, a veces, no sabes qué es lo mejor, si quedarte a esperar el desenlace o huir con el peso de la re-signación a otros territorios. En ese año mi abuelita se cayó en una quebrada y se partió la columna, quedó en silla de ruedas. Mi madre se ausentó para cuidarla, así que a mi her-mana y a mí nos tocó cocinar para la familia y los obreros. Literalmente nuestra percepción era que no había futuro, ni un mínimo sentido de las cosas, nos habíamos concentrado en los quehaceres de la finca, salíamos apenas para lo ne-cesario. El caos era nuestro pan de cada día.

Un sábado del mes de julio mi papá salió al caserío a com-prar la carne y los plátanos, y un señor que pasaba le dijo: “Móntese en la moto, que yo lo llevo hasta donde termine el camino destapado”. En una curva, mi padre se desacomodó

Page 19: d oG zález n

15

y la moto le quitó casi medio pie. A mí me tocó ir a Caparrapí con él, lo atendieron, le cogieron cincuenta puntos, conse-guí un lugar para hospedarme y estar pendiente hasta que lo trasladaron a Bogotá. La recuperación fue complicadísima, le echábamos panela para que la herida sanara, hicimos lo que más pudimos y logró regresar a la finca. El día en que cumplimos dieciocho años pasó totalmente desapercibido. Nosotras no teníamos ya dónde estudiar, en ese momento la opción de entrar a la universidad era una simple quimera. Mi padre anduvo en muletas hasta mucho después de la tarde en que la vecina le propuso que me dejara viajar con ella a la capital.

Yo pensaba que la esclavitud era un extraño, despiadado y legendario modo de poder que se enquistaba en otras cul-turas y otros pueblos. Pero llegado el momento, cuando me sentí sola, alejada de mi propio camino, sometida a unas normas, a unas formas de comportamiento, a unas maneras de actuar que nada tenían que ver conmigo, empecé a reco-nocer que la esclavitud comienza donde hemos perdido la poca libertad que tenemos de elegir qué hacer con nuestras horas y espacios, por precarios que sean. Esas horas y esos espacios ya no me pertenecían hacía mucho.

Tal vez lo único que tenía claro desde los trece años era que debía estudiar, no importaba qué, pero hacer una carrera. Estaba más que emocionada de entrar a la Licenciatura en Química en la Universidad Pedagógica, una institución pú-blica con sensibilidad frente a las injusticias del país que yo había padecido. Cada semestre, sagradamente, me ha-bía presentado a la Nacional y a la Distrital durante seis

Page 20: d oG zález n

16

años consecutivos, pero no obtenía el cupo. El sentimien-to de frustración se había alojado dentro de mí de forma permanente. No sé si el tener cada vez más conciencia de que la educación rural es terriblemente precaria empeora-ba la situación, pues constatarlo con mi propia experiencia me atormentaba en exceso. Hasta recordaba con cariño y aprecio a muchos profesores del pueblo, solo que, a esas alturas, a ellos también los consideraba presa de la margi-nalidad de este sistema.

Tenía clases en la mañana, comencé a parchar con las chi-cas de Química. Los de Tecnología, que tomaban clase en el primer piso del bloque B, eran solo hombres. Iba en la tarde con varios de los dos grupos a la Casa de Biología, armaban su porro, lo rotaban, pero yo no les recibía. Contaban sus folladas y yo los observaba abstraída en una nueva pena de amor que me aquejaba. Nunca perdí el miedo a conectar-me con experiencias en las que no tenía el control, ni logré soltarme de los principios inculcados por mis progenitores, que, en parte, se han convertido en pesadas y gruesas ca-denas que arrastran mis pasos. La crisis que me invadió enseguida apareció con el estruendo de otra puerta que se cerraba. Resulta que solo sacaba buenas notas en los par-ciales de las tres materias de relleno, pero en matemáticas, física y la misma química, estaba absolutamente perdida, ni siquiera sabía factorizar. Definitivamente las bases aca-démicas que había recibido en el colegio departamental no me daban para tanto, ni mucho menos los seis años en que había dejado de estudiar. Debía asumir, simple y llanamente, que me había equivocado de carrera, tanto así que dejé de ir a la universidad durante algunas semanas. Con lo que me hallé cara a cara fue con el discurso de las clases sociales.

Page 21: d oG zález n

17

Me estremecieron las primeras consignas y expresiones del movimiento estudiantil, del cual hasta el momento no tenía la menor idea. A raíz de mi estado emocional, saqué una cita con el Grupo de Orientación y Apoyo que tiene designado la universidad para tramitar múltiples casos y terminé volvién-dome amiga de la psicóloga; como había enviado una carta de retiro ante mi fracaso con el currículo del programa de Química, ella me recomendó que no me desvinculara de la institución, sino que solicitara el traslado a otra licenciatura.

Mi mente iba del pasado al presente. No divisaba la más mínima señal de futuro. Rondé el abismo de la depresión, la tristeza irrumpió en mí sin compasión. Recuerdo que el fin de semana en el que debía tomar una decisión, la familia con la que vivía me dejó sola. Me atreví a llamar por teléfono a Lupe, la señora de la casa, y le dije: “Me voy a salir de la universidad, esa carrera no es para mí”. La mujer llegó el lunes, apenas se sentó en el sofá de la sala dijo: “¿A usted qué es lo que le está pasando?”. Yo le respondí sin rodeos: “Es que ese no es mi lugar”. Aún tengo grabada la mirada con que acompañó sus palabras: “Mire, le voy a comprar el último formulario de su vida, si no pasa, se jode”. Hacía mu-cho que yo no conversaba con mis padres, ni contaba con personas de confianza. Borré los contactos de Facebook de los compañeros de facultad que estaba abandonando e in-gresé a la Licenciatura de Educación Comunitaria. Como el señor de la casa me ponía a leer la prensa todos los días, estaba muy ubicada en la realidad nacional y ese era uno de los enfoques del nuevo programa académico.

Page 22: d oG zález n

18

Hay un refrán que dice: “Los caballos viejos se rascan so-los”. No entré al grupito de los más escandalosos, tampoco al de los líderes; yo hice amistad con las mujeres iguales a mí, las tímidas, las retraídas y las recatadas. Éramos de las que no se vinculaban a las actividades extracadémicas, de las que no fumaban marihuana, de las que no tomaban trago, de las que se iban de la universidad apenas acababa la última hora de clase. Nos sentábamos bajo los arbolitos a dialogar sobre cosas vanas. Al regresar a la casa comenza-ba la rutina del aseo con la estricta meticulosidad que Lupe me indicaba, preparaba la cena y si su hijo menor no estaba usando el computador, alcanzaba a revisar algunas tareas.

A parte de no pertenecer a ese sombrío cuadro familiar, me sentía extranjera en el ambiente universitario. Como si fuera poco, los fines de semana Lupe me mandaba a trabajar a una tienda de cosméticos que tenía su hermana. Me orde-naba que le mostrara el horario, no permitía que me que-dara en la universidad por mucho tiempo ni que asistiera a fiestas o que armara planes. Ella prácticamente organizaba mi agenda: el lunes la acompañaba al mercado, el martes dejaba listo el almuerzo antes de ir a estudiar, el miércoles brillaba los pisos; de ahí en adelante el calendario semanal se cumplía estrictamente. No me daba llaves, si por alguna razón no llegaba a la hora acordada, me dejaba por fuera.

La depresión se profundizó, lloraba todos los días, el hijo de Lupe empezó a rondar mi habitación y a vigilar mis mo-vimientos, fue una de las situaciones más traumáticas de mi estadía allí. Los cursos exigían el discurso y la reflexión que no lograba elaborar, la política me atraía, pero como no

Page 23: d oG zález n

19

podía hacer parte de colectivos u organizaciones, yo misma me definía como un individuo inconsecuente. La salvación, como siempre, terminaba siendo aquella clase que me acer-caba a la literatura, las mágicas palabras de García Márquez y de Jorge Amado acudieron con sus luces y sus sombras a los llamados de mi desolación.

En medio de las tensiones cotidianas era inevitable no par-ticipar en algunas iniciativas del movimiento estudiantil. Además, porque los edificios se bloqueaban y en el patío se disponían las asambleas por carreras o departamentos.

Lupe y su esposo provenían de una tradición militar, lo que agravaba mi vínculo con el activismo político. La hija era de la Fuerza Aérea, la casa mantenía llena de agentes de inteli-gencia, el señor trabajaba para una empresa que adelantaba proyectos con el Ministerio de Defensa, así que el mandato de Lupe fue claro: “Aquí no la admitimos con sus ideolo-gías”. Al siguiente día de que me dijera eso me fui con Nata, otra amiga que sí era una dirigente estudiantil reconocida, a una exposición artística sobre la memoria del movimiento M-19, la cual coincidía con una movilización hacia la Plaza de Bolívar. Tenía una cámara fotográfica que mi hermana me había prestado y guardé las imágenes en el computador de la casa; abrieron los archivos, visualizaron las fotos y se armó tremendo alboroto, yo solo escuchaba los insultos y me quedaba callada.

No sé bien cómo hice, pero salí a marchar varias veces a escondidas. Estábamos en pleno paro estudiantil del 2011, quizá el más importante movimiento por la defensa de la educación pública de los últimos tiempos. Creía que mi mo-

Page 24: d oG zález n

20

tivación para estar en las calles protestando era más que justificada. Así me ganara más regaños y me castigaran con más oficio, yo pertenecía a esa clase popular que no ha go-zado de los más mínimos derechos, era joven, estudiante y parte, según Lupe, de una manada de gamines y desa-daptados. ¿Cómo podía yo explicarle el propósito de una movilización a una familia cuyos hijos hablaban inglés y se educaban en Estados Unidos?

Casi al final de la carrera, Pilar, una profesora de la licencia-tura, abrió una línea de investigación que permitió mi acer-camiento a una dimensión contraria a las disciplinas del conocimiento. La orientación pedagógica de ese proyecto partía del encuentro con la sensibilidad personal y colec-tiva. Comenzamos a reconocer el valor de la palabra, no solo amparada en unas pretensiones de verdad, sino atenta y dispuesta a descubrir los silencios que el cuerpo guarda, que las reminiscencias no terminan de interpretar, que el devenir cotidiano no considera un saber válido dentro de la academia. La danza, la poesía y la música eran los compo-nentes de un plan de estudio que ponía la experiencia por encima de la evaluación. Llevábamos tierra, panela y café a los talleres, en un intento por abrirnos a la exploración de los sentidos con materiales provenientes de la naturaleza y el entorno. El relato autobiográfico fue llevando a un descu-brimiento paulatino de aquellas emociones que nos habitan y que por décadas sobreviven sin lenguaje. La percepción de los olores y los sabores hacía parte de la indagación en

Page 25: d oG zález n

21

rasgos muy diversos de la cultura actual y la sabiduría an-cestral. Tal vez lo más importante para el momento que yo atravesaba consistió en que logré recuperar algo de con-fianza en mí, a partir de uno de los fenómenos más insólitos que nos ocurre a los seres humanos, el de experimentar la fortaleza individual a partir del rito de escuchar las trage-dias de los otros; tan parecidas y distintas a las nuestras.

Alguna vez realizamos un ejercicio basado en las metáforas con que se pueblan los recuerdos, juntamos esos fragmen-tos que seleccionamos a lo largo de los años para armar la versión de lo que somos. Revisé una a una las fotos de Caparrapí, recorrí nuevamente los sembrados, las lluvias, el barro, las balas al anochecer, los amores inconclusos y, sobre todo, las dos montañas que siempre quise traspasar.

Hice un video, con diferentes episodios, en el que intenté relatar lo que ahora les cuento: la abismal distancia entre el campo y la ciudad, lo masculino y lo femenino, lo propio y lo ajeno. Como les decía, la esclavitud es un estado que forma parte de nuestra existencia. Sartre escribió que es-tamos condenados a ser libres, porque una vez arrojados al mundo, somos responsables de todo lo que hacemos. Como él afirma: “Todo está descubierto, menos vivir”. Yo me sien-to privilegiada porque logré estudiar y arrojarme, con mis limitaciones y posibilidades, a los enigmas de este mundo. Hoy soy maestra, no estoy en las mejores condiciones, pero entiendo el sentido de aprender y de enseñar el inminente valor que tiene la libertad.

Page 26: d oG zález n
Page 27: d oG zález n

@coalicocolombia

@COALICO

@COALICO

@COALICO

Conformada por:

Proyecto: Apoyado por: