Curación milagrosa de Marie Bigot en Lourdes

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Curación milagrosa de Marie Bigot en Lourdes Testimonio de un testigo El milagro despierta en nosotros una doble actitud: secreto deseo de reconocer la existencia de una Potencia superior y bienhechora, exigida por nuestra latente inquietud; hostilidad de la razón descontenta, por imponérsele un hecho cuya realidad no puede demostrarse científicamente. A tractivo o repulsión que predominan según la densidad de nuestra ten- dencia afectiva o racionalista. La demostración científica no puede utilizarse en la aceptación del milagro. El objetivo de aquélla es el hecho sometido a una experiencia, previsible y renovable a voluntad. Por eso no puede interpretarse mila- groso algo regularmente producido. Pero la demostración científica no es, felizmente, la única fuente de conocimiento racional. Nuestro patrimonio intelectivo sería muy restrin- gido si se redujera tan sólo a sus limitadas adquisiciones. Además. el milagro, signo con el que Dios nos invita a la fe, no puede revestirse del carácter imperioso de una demostración científica, porque supondría un atentado a la libertad de nuestra adhesión. De ninguna ma- nera podemos asombrarnos si el más pasmoso milagro ostenta matices de incertidumbre, cuya importancia tampoco hay que exagerar. Dada su fi- ,1alidad humana y religiosa, el milagro nos exime de una experiencia or- ganizada; la competencia nec -"aria para aceptarlo está al alcance del sa- bio y de quien carece de cultura científica. La enfermedad que sufría Marie Bigot, una aracnoiditis de tOba ,.lOS- terior extendida al quiasma óptico, fué objeto en su iniciación de un con- trol quirúrgico segurísimo. Los progresos que experimentó vinieron cons- tatados por exámenes repetidos y ele resultados frecuentemente evaluables. La evolución patológica, desconocida de la misma enferma (como de la mayor parte de médicos no especializados) ha seguido el curso clásico en esta afección. Desde el principio, un examen psiquiátrico permitió afir- mar el origen orgánico ele la dolencia y de sus fases, eliminando toda par- ticipación pitiática (histérica). La conducta social de la interesada neutra·

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Curación milagrosa de Marie Bigot en Lourdes

Testimonio de un testigo

El milagro despierta en nosotros una doble actitud: secreto deseo de reconocer la existencia de una Potencia superior y bienhechora, exigida por nuestra latente inquietud; hostilidad de la razón descontenta, por imponérsele un hecho cuya realidad no puede demostrarse científicamente. A tractivo o repulsión que predominan según la densidad de nuestra ten­dencia afectiva o racionalista.

La demostración científica no puede utilizarse en la aceptación del milagro. El objetivo de aquélla es el hecho sometido a una experiencia, previsible y renovable a voluntad. Por eso no puede interpretarse mila­groso algo regularmente producido.

Pero la demostración científica no es, felizmente, la única fuente de conocimiento racional. Nuestro patrimonio intelectivo sería muy restrin­gido si se redujera tan sólo a sus limitadas adquisiciones.

Además. el milagro, signo con el que Dios nos invita a la fe, no puede revestirse del carácter imperioso de una demostración científica, porque supondría un atentado a la libertad de nuestra adhesión. De ninguna ma­nera podemos asombrarnos si el más pasmoso milagro ostenta matices de incertidumbre, cuya importancia tampoco hay que exagerar. Dada su fi­,1alidad humana y religiosa, el milagro nos exime de una experiencia or­ganizada; la competencia nec -"aria para aceptarlo está al alcance del sa­bio y de quien carece de cultura científica.

La enfermedad que sufría Marie Bigot, una aracnoiditis de tOba ,.lOS­

terior extendida al quiasma óptico, fué objeto en su iniciación de un con­trol quirúrgico segurísimo. Los progresos que experimentó vinieron cons­tatados por exámenes repetidos y ele resultados frecuentemente evaluables.

La evolución patológica, desconocida de la misma enferma (como de la mayor parte de médicos no especializados) ha seguido el curso clásico en esta afección. Desde el principio, un examen psiquiátrico permitió afir­mar el origen orgánico ele la dolencia y de sus fases, eliminando toda par­ticipación pitiática (histérica). La conducta social de la interesada neutra·

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liza de antemano la consabida objeción, predilecta de psicoanalistas de un «refugio en la enfermedad». '

En cada órgano afectado fué instantánea e inmediatamente comproba­ble la recuperación del estado de salud. La «restitutio ad integrum», per­fecta y repentina. Sin embargo, se trataba de un proceso incurable, de in­curabilidad afirmada por la autoridad de Pollack en su monografía especial sobre el conjunto de aracnoiditis conocidas. Así escribe este autor:

«Indudablemente, en un cierto número de enfermos se podía ver que la disrdnución progresiva de la visión se detenía espontáneamente y se mantenía en un estadio de escotoma central o de estrechamiento concén­trico. Forman la excepción, pues el resultado siempre terminaría siendo el de una completa ceguera por atrofia óptica». Se evocaba la pqsibilidad de una estabilización, pero jamá~ el retroceso de las lesiones.

El estado psicológico evolutivo de la enferma no se turbó ni por la en­fermedad ni por el hecho milagroso. Modesta sirvienta antes de la prueba, Marie Bigot reanudó sus ocupaciones en seguida, y las continúa en sen­cillez y pobreza. Conserva tan sólo de su dura experiencia una riqueza espiritual y de pensamiento a la que sin duda estaba predispuesta por esa finura de alma tan frecuente en los medios humildes.

Pero comencemos con la narración detallada de esta curación mila­grosa. Diremos con Bernardita: «Mi misión no es que lo creáis, sino tan sólo el comunicároslo».

Marie Bigot tuvo en 1951 una serie de abscesos faciales que quizá cau­saron los males subsiguientes. Dichos abscesos le 'dejaron huellas inde­lebles

Ex: marzo de 1951 advirtió que su vista disminuía considerablemente. Consulta a un oftalmólogo de Saint-Malo, el cual anota en ficha:

a) Ojo derecho, 3/10 visión. No recuperable. b) Ojo izquierdo, 3/10 visión. No recuperable. c) Examen fondo de ojo inexpresivo. d) Retina algo pálida. e) Presión arterial retiniana normal. f) No disturbios en campo visual.

Las investigaciones practicadas son todas negativas y no se consigna 'diagnóstico determinado.

En abril de 1951 se llama con urgencia al oculista a la cabecera de la enferma. Ésta sufre atrozmente de su cabeza; está semicomatosa. Tempe­ratura cuarenta grados.

Se prevé una sinusitis aguda con complicaciones cerebrales. Se la trans­porta con urgencia al Hospital, al servicio otorrinolaringológico del Profe­¡;:or Bourguet.

Las radiografías y punciones eliminan el diagnóstico de sinusitis. Se transfiere a la en:ferma al servicio de neurocirugía del Prof. Ferey.

Éste la somete a un minucioso examen de todo el sistema nervioso. He aquí la copia parcial de su ficha-examen, del 18 de abril de 1951.

].' Cefaleas violentas con paroxismos frontales derechos. 2.' Signo de Koernig y Brudzinski. 3.' Hiperreflexia tendinosa en brazo y pierna, bilateral.

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4: Hipermetría d~r~ha. . 5: Adiadococinesia derecha.' 6: Las tres sensibilidades superficiales, normales. 7: Disminución estereognósica y del sentido de actitud .

. 8: Ligera exoftalmia der~ha después de algunos días. Hipoestesia corneal derecha. .

9: Disminución auditiva oído interno derecho, con Weber lateralizado iz­quierdo.

lO,' Punción lumbar normal: Líquido agua de roca, ligeramente hipertenso. Elementos, 0,6. Albúmina, 0,28. Gérm~nes, O.

11.' Vértigo y trastornos de equilibrio con caída a la derecha. 12,0 Senos y mastoides normales. ):.3: B. W. (Bordet-Wassermann) normal. 14: Fondo de ojo normal. 15: Estrechamiento concéntrico del campo visual.

El Dr. Ferey decide la trepanación exploratoria cerebral. He aquí su comunicación operatoria:

«Tn.panación de orificio posterior, a nivel del occipital derecho. Se le agranda por medio de pinza-gubia.»

«Abundante salida de liquido céfalo-raquídeo en cuanto se reclina el cerebelo.»

«Se ven perfectamente los nervios auditivo, facial, trigémino y mixtos; todos englobados en adherencias que se liberan.»

«Ningún síntoma de tumor ... , etc.» «En conclusión: Aracnoiditis de fosa posterior.» El cirujano libera las adherencias; pero ¿logra con ello que desapa­

rezcan las lesiones? No; su intervención había sido demasiado tardía. Por cortar la cuerda a un ahorcado, no se le resucita.

La prolongada tirantez de las adherencias alrededor de los cordones nerviosos inició el mecanismo de la atrofia en los tejidos nobles; y las consecuencias se desarrollaron implacables durante las semanas siguientes.

En julio de 1951, dos meses después de la operación, se examina a la enferma, con este resultado:

Trastornos motores de tipo paralitico en brazo y pierna derechos. Ojo derecho. 1/10. Ojo izquierdo, 2/10. Sordera oído der~ho.

Se vuelve a enviar a la enferma al Prof. Ferey, que no quiere intervenir de nuevo porque juzga que una segunda operación no interrumpiría el proceso inexorable. Adelanta la hipótesis de una extensión del proceso in­fectivo a la protuberancia.

Es muy humano atribuir el fracaso de una terapia a la mala voluntad del enfermo. Los médicos, irritados por el tropiezo, se preguntaron si Ma­ríe Bigot colaboraba a su curación o la dificultaba. ¿Estaría neurasténica, explicándose así su comprobada agravación?

Con esta sospecha fué enviada a un neuropsiquíatra. Las conclusiones d~ reconocimiento fueron formales. Aparte de un ligero grado de ansiedad

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únuy comprensible por cierto, ante la desaparición progresiva de todos sus seatidos), el neuropsiquiatra concluyó en la ausencia de desórdenes de tipo mental y pltiático. ,

En la carta que le escribe al Prof. Ferey (diciembre de 1951) afinna que se está en presencia de lesiones orgánicas que indican la e},.'tensión a la protuberancia cerebral de las lesiones de aracnoiditis confirmadas en la intervención quirúrgica.

Se reconocía, por tanto, que la pobre Marie Bigot no había fomentado en nada la fatal evolución de su enfermedad.

Desde este momento desaparecen médicos y cirujanos de la escena, y la ,enferma queda sin cuidados ni medicamentos particulares.

En agosto de 1952, la situación es como sigue:

La vista ha desaparecido completamente del ojo derecho. En el ojo izquierdo persiste una visión de l/IDO. Los trastornos motores derechos se acompañan de otros sensitivos de igual

lado; toda sensibilidad al contacto ha desaparecido, indicando el conjunt{J signos de orden encefalítico, meníngeo y de irritación cerebral.

La enferma presenta asimismo:

a) La desaparición del olfato. b' Dificultades en la' deglución por espasmos permanentes de faringe. c) Obstáculos respiratorios.

Esta visión de 1/100 en el ojo izquierdo era insignificante. A lo sumo, percibía una vaga claridad en pleno día; pero el brillo de una lámpara eléctrica no podía verlo.

Ocurría a veces que para ocuparla en algo la enviaban a «verll (j iro­pía de la palabra!) si había quedado encendida la luz en otra habitación, para que la apagase.

Marie Bigot ganaba lenta y penosamente la habitación con su marcha he­mipléjica. Con su mano izquierda, única fuente de noticias, buscaba a tientas la bombilla, que por el calor le revelaba su luz. Entonces, 'empren­diendo de nuevo la marcha a lo largo de la pared, tanteaba el interruptol' para apagarle la luz a los demás.

Hacia finales de agosto de 1952, e'i oftalmólogo, llamado con urgencia por un'a nueva agravación, certificó:

Ceguera total. Sordera total.

Todo hacía prever una muerte próxima por el carácter de los trastornos rE'spiratorios y de deglución, que, a su vez, indicaban cómo se habían ex­tendido las lesiones al bulbo cerebral.

Y, sin embargo, Marie Bigot no debía morir .. Me decidí a llevarla a Lourdes en la peregrinación de octubre de 1952.

Aunaue no tendría nada de particular que, dada la evolución de su enfer· medad, no volviese con vida.

Una de las veces que fué introducida en la piscina, le acometió tal malestar, que fué preciso transportarla inmediatamente al hospital.

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Era una mañana, a eso de las nueve. Bajaba yo hacia la explanada, cuan­do en un recodo del camino vi una camilla que subía precipitadamente hacia el hospital. Un cuerpo se adivinaba bajo la manta doblada a la altura del rostro. «Alguien que habrá muerto», pensé. En Lourdes son raros los muertos en relación con el número de enfermos graves; pero, sin embargo, no dejan de ser posibles incidentes semejantes.

Me impresionó, sin embargo, comprobar que la enfermera que acom­pañaba aquella camilla era la encargada de una parte de los enfermos de mi tren.

Inmediatamente me di cuenta de la gravedad de la situación; pero no quise mandar parar la camilla en medio de la calle para proporcionar al enfermo los primeros auxilios. Habría sido un espectáculo triste provocar una aglomeración de gente alrededor de un pobre moribundo.

Aquella persona que estaba a las puertas de la muerte era MarieBigot. N os apresuramos hacia el hospital; y apenas estuvimos dentro, sin es­

perar a recorrer los pocos metros que nos separaban de su cama, comencé a ponerle inyección tras inyección. Un Padre dominico, avisado inmediata­mente, vino para darle la extremaunción.

«Padre -me atreví a decirle-, esta enferma está para morir de un momento a otro; no creo que tenga tiempo de administrarle los últimos sacramentos.»

El Padre, en vista de ello, se contentó con una simple unción. Pero Marie Bigot lograría sobrevivir, a pesar de aquella crisis, y po­

dríamos devolverla viva a su residencia de La Richardais.

En el curso del año 1953, nuestra enferma estaba: - totalmente ciega; - totalmente sorda; - la sensibilidad le había desaparecido por completo de la parte

derecha de su cuerpo.

Su pie derecho, a efectos de las contracciones, se había deformado y ha­bía adquirida aspecto de tullido y contrahecho. Al caminar, se apoyaba so­bre su borde externo, sin que la planta estableciese contacto alguno con el suelo.

Sólo teníamos un medio de entrar en comunicación con ella: escri­biéndole en la palma de la mano izquierda, en letras mayúsculas, las pa­labras que le queríamos decir. Ella repetía letra tras letra, y luego las combinaba hasta formar la palabra correspondiente. Es fácil comprender lo agotadoras que resultaban estas conversaciones para el interlocutor, y todavía más para la enferma.

Su mejor interlocutor fué desde el principio un niño de seis años. El niño conoce mejor que el adulto los inmensos apuros y angustias de un ¿nfermo. Le había cogida cariño y le contaba todo lo que ocurría: naci­mientos, matrimonios, casas que se reconstruían... Ella, por este medio, se acostumbró a la ortografía de laE' palabras tal como se pronuncian. Y es que el niño, por ejemplo, escribía f en lugar de ph, no doblaba cuando era preciso las consonantes, etc. Por eso, la enferma experimentaba des­pués una gran dificultad en entender a personas mayores de ortografía correcta. Las consonantes dobles sobre todo le hacían frecuentemente pero der el sentido de las palabras. Lo mismo sucedía con esas abreviaciones que a nosotros ordinariamente nos parecen tan naturales.

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Cuando no entendía la palabra, la señal convenida era un gesto como si borrase sobre la palma de la mano; lo mismo que se borra en una pi· zarra y había que volver a empezar.

Este estilo de conversación, sobre todo cuando le daIfa la cabeza, la enervaba extremamente.

Pero ese su sufrimiento moral estaba, además, provocado por otra causa: y es que cualquier cosa le causaba terror y le producía choc ner· vioso Todo le sobresaltaba.

Pensemos lo que nos ocurre y en qué estado de ánimo nos ponemos cuando una persona, escondida en cualquier rincón, se entretiene en asuso tarnos y causarnos miedo. Que repitan esta clase de entretenimiento varias veces en un día ... ¿no es verdad que al fin, inquietud tras inquietud, es· tamos en un estado de exasperación profunda?

Es lo que le pasaba a cada moni'ento a Marie Bigot siempre que alguien se le acercaba sin precaudón o cuando no se le prevenía de que había alguien en la sala; su reacción, cuando ya estaba a punto de estallar, era huir a su habitación y encerrarse con llave. Pero a sus allegados no les gustaba esta actitud; permitiéndosela, se hacía imposible el entenderse con ella mientras permaneciese encerrada, con el agravante de que cual­quier desgracia que le ocurriese entonces se haCía inevitable. Para obviar esa dificultad, la enferma se ataba a la cintura una guita, que luego hacía pasar bajo la puerta. Cuando se quería saber de ella, se tiraba de la guita, y nuestra enferma abandonaba su encierro. Como en todas las personas privadas de alguno o varios sentidos, su tacto había adquirido un desarrollo extremo. Su mundo era un mundo de manos.

El Dr. De Dieuleveut (de Dinard) asistía a la familia Costard, donde se hallaba recogida Marie Bigot. Ésta nunca le había visto ni oído hablar. El Doctor, cada vez que visitaba aquella casa, se contentaba con darle un apretón de manos ligero y rápido.

Cuando en 1954 volvió milagrosamente curada de Lourdes, el Dr. De Dieuleveut fué el primero en comprobar esa perfección exquisita de su tacto. Marie le salió a abrir. El médico, como siempre, le estrechó simple­mente la mano. Inmediatamente, Mlle. Bigot se dió cuenta de quién era y se lo dijo a él mismo sin darle tiempo a presentarse.

Fué durante el mismo año de 1953 cuando aprendió el método Braille para ponerse en contacto con el mundo exterior, esfuerzo tanto más meri­torio sise tiene en cuenta que su cultura era limitada. Antes de su enfer­medad y curación milagrosa, Marie Bigot era una simple sirvienta. Eso mismo es en la actualidad. Y, sin embargo, consiguió escribir y leer per­fectamenteel Braille; con su ayuda mantenía correspondencia con otros ciegos. Libros en el mismo sistema le ayudaban a distraer su soledad.

Fué también el año de 1953 cuando un joven de la: familia que la hos­pedaba quiso comprobar el grado de sordera y ceguera en que se hallaba.

Marie se paseaba en el jardín. Ya había anochecido, cosa que no le daba apuros, naturalmente. Se dirigía hacia la casa por el paseo central, cuando el joven lanzó su coche en dirección a ella, frenando bruscamente unos metros antes, con los faros encendidos y tocando el claxon. Ni el chirrido de las ruedas al frenazo violento ni el resplandor de la luz encendida pro· vacó en la enferma el menor sobresalto.

En octubre de 1953 tuve que llevar a Marie Bigot a Lourdes por se­gunda vez. En esta peregrina:ción tendría lugar la primera fase de su

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asombrosa curación. Le dejo la palabra a ella, porque su deposición ante la Comisión· Canónica es más conmovedora en su simplicidad de lo que podría serlo mi relato. Es notable el carácter descarnado de su declara· ción. No usa de exclamaciones grandilocuentes sobre la vuelta a la vida y al movimiento de sus miembros muertos, ni de acciones de gracias exaltadas y entusiastas. N o; su narración es un sencillo inventario de sen­saciones, seco e impersonal (no obstante ir en primera persona), en que manifiesta y analiza la presión del muúdo exterior y de los Objetos fami­liares, ausente y ajena del campo de nuestra conciencia, no obstante es· tarla ex~rimentando cada día.

«El viernes, durante la procesión con el Santísimo, estaba yo sobre mi camilla. De repente sentí como un adormecimiento de todo mi pie derecho y a continuación una especie de calambre terrible.»

«Luego sentí algo pesado sobre mi pierna: era mi manta.» «Pasé el rosario de mi mano izquierda a mi mano derecha. Le hablé

a la enfermera que me acompañaba. Pero me dió a entender (escribién· dome en la mano izquierda) que no dijese nada.»

«Recé entonces un misterio del rosario pasando las cuentas con la mano derecha.lt

«Vuelta al hospital de los Siete Dolores, a la sala de S. Benito Labre, pedí una botella, diciendo que sentía frío en los pies. Claramente sentí el calor en el pie izquierdo. El médico de la sala vino a verme. En su pre­"encia, la enfermera escribió mi nombre en mi mano derecha. Lo entendí perfectamente. La sensibilidad había vuelto a mi mano derecha. En la comida pude comer cosas sólidas: un poco de jamón y medio plátano. Después de la comida, hacia las siete de la tarde, para probar mis fuerzas, me senté primero en la cama y luego puse los pies en el suelo. l'ude {'omprobar entonces que mi pie derecho estaba normal y que podía te­nerme sobre él solo. También sentí el flio de los baldosines ... »

Esta desaparición instantánea de los trastornos motores y sensitivos casi no me impresionó. En octubre de 1953, Marie Bigot, otra vez en Lourdes, era una enferma más entre muchas. Me había llamado la atención cuando su crisis del año anterior, pero apenas si habia detallado todas sus enfermedades. Para mí continuaba siendo simplemente una sorda y C'iega, de aspecto caquéctico, a la que había que llevar constantemente en .camilla porque andaba con mucha dificultad. Me puse en comunicación con ella utilizando la palma de su mano izquierda, como hacían los que la acompañaban. La lentitud de este medio de comunicación no impedía, sin embargo, que mi interrogatorio fuese preciso. Yo desconocía su historia clínica anterior. Su ficha de enferma, brevísima, tenía estas simples indi­caciones: «Sorda y ciega; parálisis; operación en 1952».

Ante la insistencia de la enfermera que la acompañaba para que hi­ciese registrar la curación incompleta ocurrida, de mala gana conduje a la enferma a la Oficina de Comprobaciones.

Me vi en la obligación de tener que confesar al Presidente de la Ofi­rina mi poco entusiasmo ante el caso, sobre todo teniendo en cuenta que, como le dije en voz baja, la enfermera me parecía notable~ente propensa a cantar en seguida el milagro.

Era un· sábado por la mañana y fin de peregrinación; la mayor parte de los médicos había partido durante la noche con sus respectivos trenes.

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El Dr. Leuret, Presidente de la Oficina Médica de Lourdes, y yo está­bamos solOS en el anfiteatro vacío.

El Dr. Leuret examinó atentamente a la enferma. Era un hombre bondadoso, un gran sabio y un dechado de cristianos, pero no tenía pro­pensión ninguna a la credulidad.

«Vamos a tener suma prudencia -me dijo-, vistas las circunstancias que me indica y la falta de informes válidos. N o abriremos expediente, no Sea que parezca que queremos adelantarnos en la constatación de una curación extraordinaria. Podrían interpretar este paso en sentido no cier­t.ament~ deseable.»

En una simple hoja de papel, y en términos que ponían de manifiesto nuestra desconfianza, escribimos nuestras impresiones:

«Lo El examen de fondo de ojo, en el izquierdo, muestra un edema enorme de la papila negra, con una mancha blanca en crecimiento en su parte superinterna.»

ddéntico aspecto en el ojo derecho.» «2.0 El pie se apoya en el suelo claramente por suplanta y la enferma

lo levanta al andar. Apenas hay que sostenerla cuando anda.» «3." Persiste la ceguera y la sordera.» «Tales modificaciones, que nos parecen subjetivas, las hemos apuntado

eimplemente para dejar constancia de ellas. Insistimos en que estas líneas no deben considerarse como un inicio de constatación, al no haberse em­prendidO anteriormente investigación ninguna.»

Mi opinión no cambiaría cuando, horas después, me vinieron a anun­ciar que la enferma había recobrado repentinamente el olfato.

Durante el primer contacto con la Oficina de Lourdes, un gesto apa­rentemente insignificante del Dr. Leuret sería para Marie Bigot una de esas graCIaS íntimag y consoladoras que la Virgen de Lourdes prodiga entre los que sufren. El Dr. Leuret, conmovido ante aquella pobre mujer, cuya euración parcial se intentaba comprobar cuando tantas enfermedades la abrumaban todavía, quiso olvidar por unos instantes la frialdad que le exigía su condición de técnico que simplemente examina; le tomó la mano y escribió en ella: «Ánimo y confianza». Esas dos palabras no fueron recibidas como otras cualesquiera. Marie Bigot me recordaba recientemente Jas horas de inmensa tristeza que se abatían a veces sobre ella; entonces se repetía a sí misma las palabras que un médico desconocido le había escrito en la mano en Lourdes: «Ánimo y confianza»; apuraba su pro­fundo sentido, y la alegría le inundaba de nuevo. Es el influjo insospe­chado que tienen las palabras salidas del corazón.

En el mes de agosto de 1954, mi escepticismo se vió conmovido en sus cimientos de un modo totalmente fortllito. Iba a convencerme de que en la peregrinación antes dicha efect~Vamente había sucedido algo inexpli­cable,

Esta vez le habíamos negado a Marie Bigot la gracia y la alegría de un tercer viaje a Lourdes. Pero su enfermera insistió de tal modo, que me vi obligado a partir para La Richardais con objeto de emprender nuevas dili­gencias sobre lo que se decía ser una cnración. Antes de presentarme en !!u domiclio, fuí a ver al párroco del lugar, que me habló en estos tér­minos:

«Una cosa es cierta: antes de ir a Lourdes en el pasado octubre, Marie

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Bigot andaba como anda una paralítica; todo el pueblo lo podía C0l1S­tatar.»)

«Efectivamente, todos los domingos al terminar la. misa, cuando la gente se retiraba hacia la salida, se veía a Marie Bigot subir contra co­rriente por la nave de la iglesia, apoyada en el brazo de cualquier vecino caritativo. Iba a comulgar a la sacristía con una partícula sólo, dándole a heber inmediatamente después un sorbo de agua.»

«Actualmente -añadió el sacerdote- también hay que llevarla siempre al comulgatorio, porque está ciega y sorda, pero anda y se alimenta como todo el mundo desde que volvió de Lourdes.»

Este testimonio concreto tenía indudablemente un valor. Una vez que estuve en presencia de la enferma, comprobé efectivamente

su andar normal. Incidentalmente, alguien observó en la conversación: -Ya no usa los zapatos de antes. Reparé en esta observación y pregunté: -¿Han conservado esos zapatos? -Seguro -se me respondió. ¿Qué no se conserva en el campo? Todo se. va amontonando en el des­

ván o en el granero, en la esperanza de que acaso algún día sirva para algo ¿Quién habría podido sospechar que esta vez aquellos zapatos conser­

vados iban a servir para lo que iban a servir? Me bajaron una esportilla llena de zapatos viejos. Sus suelas estaban

intactas, pero la parte de arriba estaba usada, tan usada a veces, que al­gunos estaban agujereados por el contacto del tobillo con el suelo. Otros en su parte lateral externa estaban reforzados con badana o con goma de cámaras de aire usadas.

Evidentemente, la persona que había usado durante tantos años aquellos zapatos era una enferma.

Una enferma que ahora andaba como anda todo el mundo.

Decidimos, pues, llevar a Marie Bigot otra vez a Lourdes. Esta vez con sus zapatos Viejos y desechados. .

Llegado a Massabielle, provisto de mi maletín lleno de zapatos, me fuí a visitar al nuevo ·Presidente de la OJicina de Comprobaciones, Dr. Pel­lissiel El Dr. Leuret había muerto en el intervalo de aquel año.

El Dr.· Pellissier escuchó mi relato; pero apenas miró los zapatos; 110 le vi entusiasmarse ante el caso; todo lo contrario, con la prudencia a que le obliga su alto cargo, comenzó por decirme: «¿ Continúa ciega y sorda?» Me vi obligado a confesarle que, efectivamente, Marie Bigot con­tinuaba sin ver ni oír. «Entonces es inútil _me dijo- querer presentar su caso en una sesión de estudio; no dice bien la curación de una pará­lisis en una persona que queda toqavía ciega y sorda. Si la Virgen hubiese querido hacer un milagro, la habría curado del todo.» .

Dos días después de esta entrevista, un viernes, último día de la pere­grinación; Marie Bigot recobraría repentinamente la audición, perfeCta desde el primer momento.

Fué al terminar la procesión con el Santísimo, cuando la multitud se dispersa cantando el «Salve, Reina del Rosario».

Me limito a citar el informe que dió ella misma a la Comisión Canónica encargada de las informaciones e investigaciones pertinentes a su caso:

«El viernes a mediodía mi estado continuaba siendo el mismo por lo que respecta a ojos y oídos. En las primeras horas de la tarde asistí sin

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dejar la camilla a la procesión con el Santísimo. Al fin de la ceremonia, de repente, oí algo semejante a un ruido formidable. Tuve miedo. No

. sabía qué me sucedía. Oí cantar claramente a la muchedumbre el «Salve, Reina del Rosario». Al mismo tiempo me desaparecieron los dolores d€l cuello. Ya podía mover la cabeza. Sólo me quedaba una especie de con­tracción en la parte superior de la misma, como. si la tuviese de piedra. Oí a mi vecino, un. enfermo de Saint-Malo, decirme: «María, ¿oye usted?» Le respondí: «j Chitón!» Oía,' sí, y entendía los comentarios de la gente que estaba alrededor: «¿De dónde es? ¿En qué sala está? ¿Quién es?» La enfermera se me acercó, me dió la mano y me pidió que no hablase. En seguida regresé para la comida. A mi llegada al hospital, fueron a verme los doctores y me recomendaron que descansase. Me hablaban y yo les respondía, incluso cuando hablaban en voz baja.»

A la mañana siguiente yo mismo hice que la examinase el Dr. Goubert, especialista en otorrinolaringología de Ales, que confirmó la desaparición del síndrome vertiginoso y la recuperación instantánea de una audición completamente normal, tanto para la voz alta como para el simple susurro, perceptible a más de dos metros.

Un examen más complicado y con ~udiograma, hecho algunos días des­pués en Rennes, en el servicio del Profesor Bourguet, confirmó la exis­tencia de una audición normal desde el punto de vista de la conducción aérea y de la conducción ósea. La pérdida biauricular era sólo de un 1.8 por 100.

Treinta y seis horas después de lo narrado, Marie Bigot recobró, ade­más, inesperadamente la vista, una vista normal desde el primer momento, después de una ceguera total de más de dos años. He aquí ia carta que esCribía yo a la mañana siguiente al Presidente de la Oficina de Compro­baciones de Lourdes para hacerle .sabedor del caso:

«Durante la noche, a eso de las dos de la mañana, Marie Bigot, atacada por la tarde por un dolor de cabeza extremadamente violento, sentido pri­mero en la región frontal derecha y después rápidamente en el resto de ]a cabeza, ha recuperado la vista en las circunstancias que voy a detaliar, tal como me las ha descrito horas después.»

. «Las enfermeras, prevenidas de esta noticia, le habían pedido que no manifestase nada exteriormente,' cosa que aceptó sin dificuitad. lnsisto, además, en hacer notar que en ningún momento manifestó exaltación ninguna, ni en su lenguaje, ni en sus gestos.»

«Le he hecho un interrogatorio hacia las siete de la mañana en el departamento del tren, en presencia de M. Boyer, farmacéutico de Mayen­ne, que me la había llevado.» ,

«Inmediatamente he querido comprobar el grado de agudeza de su vi­sión. Como no tenía conmigo escala visual, me he contentado con sacar de mi libro de misa, que tenía en la mano, el recordatorio del Dr. Léuret. pidiéndole que lo leyese.»

«Después de una· vacilación, apenas perceptible, en la palabra «Doctor» (conviene saber que el vagón estaba débilmente iluminado, estaba ama­neciendo y el alumbrado era flojo), lentamente, pero con decisión, leyó: ({Doctor Fran<;ois Leuret, nacido en Orleáns, etc.»; le mandé parar en su lectura al llegar a «médico honorario».

«La lectura de letras tan pequeñas me permitieron convencerme que gozaba de una visión neta de un 10/10°»

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«Entonces le pedi que me explicase brevemente las circunstancias que habían acompañado esta recuperación de la vista. «Hacia las dos de la ma­ñana -me dijo-... vi un reflejo y después como un relámpago que pasó ante mis ojos.» (Más tarde identificaría esa especie de relámpago, con verosimilitud, con el reflejo de las luces sobre el cristal del vagón al pasar a toda marcha por una estación.)>>

«En seguida -continuó- experimenté un dolor muy vivo, mucho más vivo que los de la cabeza que habían dado comienzo a las siete de la tarde anterior.» De repente vió la boina blanca de la enfermera de guardia que efectuaba su recorrido (Marie Bigot estaba acostada en la parte superior del vagón sanitario, de modo que la boina naturalmente quedaba a su ál­tura); luego, al R. P. Goupil, cuyo brazalete, poco visible, distingue en la semi oscuridad del vagón sanitario. Mientras leía, observé cómo MarieBigot conservaba el rostro inexpresivo del ciego, con ese aire típico de uno que mira a lo lejos. Y movía la cabeza de sitio como para seguir las palabras.»

Algunos días después, el oftalmólogo, que había tratado a la enferma durante varios años, la examinó de nuevo. Y afirmó: «La audición es to­talmente normal, con el diapasón y con el reloj. En el oído derecho como en· el izquierdo. (El aUdiograma hecho algunos días antes, ya mencionado, registraría gráficamente los mismos resultados.) Su agudeza visual es: ojo derecho, lO/lOO; ojo izquierdo, lO/lOO, es decir, completamente normal».

Presentado su caso al año siguiente a la Oficina de Comprobaciones. fué reconocida unánimemente su curación por los treinta o cuarenta mé­dicos presentes, y sus anotaciones y expedientes transmitidos a una Co­misión Internacional.

Dieha Comisión, puesto que se trataba de una afección cerebral, estaba formada por neurólogos, psiquíatras ingleses, holandeses, italianos, etc., y por cirujanos franceses y también extranjeros.

De los veinticinco miembros de la Comisión, ocho eran Caedráticos en Facultades de Medicina.

El relator fué el Profesor Franc;ois Thiebault, de la Facultad de Medi­cina de Estrasburgo; autoridad francesa en neurología.

Su informe concluyó así: «El origen orgánico de los trastornos de MUe. Bigot es indudable. El

Profesor Ferey ha podido comprobar durante la operación la existencia de una aracnoiditis de la fosa posterior. Indudablemente que ella sola no lJasta para explicar todos los desórdenes observados; pero es que una aracnoiditis no va nunca sola, sino acompañada de la inflamación de la raíz de nacimiento de los nervios, que es por donde se producían los tras­tornos observados. No se ha observado en esta enferma manifestación alguna pitiática, y el hecho de haber aprendido el Braille para poderse co­municar con sus allegados es un argumento en favor de la organicidad de f!U enfermedad.»

«Conclusión: la curación súbita de la sordera y después de la ceguera, que venía padeciendo más de dos años, no parecen poder explicarse na­turalmente.» Firmado: Profesor Franc;ois Thiebault.

Dicha conclusión fué transmitida a las autoridades eclesiásticas, y el 15 de agosto de 1956, su Eminencia el Cardenal Roques, después de haberse informado de las conclusiones de la Comisión Canónica, aprobaba oficial­mente el LIV milagro de· Lourdes: la curación de Marie Bigot.

Mi relato ha terminado. Es seguro que la inteligencia del lector se en-

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contrará en seguida con esos ribetes de incertidumbre que siempre senti­mos ante el milagro.

¿Había sido exacto el diagnóstico del cirujano ¿No se había equivocado al dictar el informe de la operación? Esa enfermedad ¿no se cura a veces espontánea y rápidamente? ¿No estamos ante un caso de fingimiento? . ¿Qué crédito conceder a testimonios dominados por la pasión religiosa?

Error, simulación, credulidad, ¿con cuál de las tres soluciones nos que­damos?

Cada una de estas dudas parciales ofenden más a la razón que una aceptación simple del hecho y de su explicación sobrenatural. Un gran pensador y un gran santo, San Anselmo, nos da una pauta para estudiar críticamente el milagro; No comprender para creer, sino creer para com­prender.

¿Significa eso que tenemos que abdicar de la razón? Ni mucho menos. Lo que sí afirmamos es que no -es un método racional el «de no aceptar nunca nada como verdadero si no lo conocemos evidentemente como tal». El método cartesiano por sí solo no puede tener la pretensión de sustituir la dialéctica de Aristóteles, -de Platón y Santo Tomás.

«Las apariciones de Lourdes -escribía alguien no hace mucho- fue­ron en la mitad del siglo XIX como Una invasión de lo sobrenatural en una Rociedad descristianizqda por el influjo de la filosofía del siglo precedente, por las ruinas que trajo la Revolución y por el positivismo triunfante.»

La existencia del milagro en plena mitad del siglo xx mantiene el pres­tigio y el sello de lo sobrenatural en medio de progresos científicos más impresionantes aún que los del siglo pasado. El médico no puede perma­necer indiferente ante su presencia. Sus procedimientos y sus técnicas le hacen due;ño, es verdad, del sufrimiento físico, pero ¡qué impotencia la suya ante las verdaderas torturas del espíritu humano; la inquietud, la angustia, los deseos insaciados, las decepciones afectivas! Son cosas ésas que sólo Dios puede curar.

Hay muchos caminos para remontarse a lo sobrenatural. Lo expresa­mos a veces cuando decimos; «No necesito de Lourdes para creer en Dios». Es frase que encubre frec1).entemente una repulsa ante lo sobrenatural ofrecido al hombre a través de circunstancias y condicionamientos físicos y psicológicos; apretujamientos de la muchedumbre, el trajín de las pro­cesiones, cirios, brazos en cruz, vulgaridad dolorosa de los baños en las piscinas, botellas que se llenan de agua entre empujones sin fin ...

Y, sin embargo, esa forma, la de peregrinar, con todos los condiciona­mientos, a veces miserables, impuestos por nuestra naturaleza, es la que nos ha impuesto la Virgen;

Que se venga aqui en procesión. El gozo espiritual está así relacionado con un lugar geográficamente

determinado y concreto. Los médicos de servicio en los trenes de enfermos que van a Lourdes

constatan continuamente con asombro cómo la alegría de la partida per­severa indemne en ellos a lo largo de todo el viaje. ¿ Qué enfermo hay que no vaya con la esperanza de ser él el elegido? Y, sin embargo, el tren de vuelta va cargado prácticamente con el mismo peso de dolores y sufri­mientos. Que el milagro, de hecho y por definición, es fruto raro y extra­ordinario.

Los enfermos vuelven, sin embargo, con la sonrisa que da la resignación y la gracia.

Esa paz y vida del espíritu, don munífico de la Virgen de Lourdes a

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sus enfermos, hubo un día quien quiso grabarlo como a fuego en el granito frío de un monumento. Lo encuentra el peregrino subiendo por los sende­ros arbolados que serpentean por encima de la Gruta.

Una dama italiana, ciega e incrédula, vino, a pesar de serlo, a pedir en Lourdes la curación de su ceguera. Salió de Lourdes ciega. Pero creyente. y mandó grabar en el frontispicio de aquel monumento:

Ofrecido por una dama italiana convertida en Lourdes. Este monumento quiere proclamar que: Recuperar la fe vale mds que recobrar la vista.

Esa simple frase pudiera muy bien ser una real y profunda explicación del fenómeno multitudinario de Lourdes. ".

Rennes. DR. GABRIEL DEBROISE

Ex interna del 8ospita~ Bon-Secours de París 'lJ Profesar en ~a Facultad de Medicina

, . de Rennes