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5 Presentación Entramos al tercer año de este proyecto venturoso llamado Culturales. Hemos construido y vigorizado los lazos de amistad y trabajo con acadé- micos de varias latitudes, cuyos intereses de investigación nos recuerdan la enorme complejidad y dinamismo de los fenómenos culturales contem- poráneos. La revista suscribe, de este modo, un reto colectivo que desde las ciencias sociales y culturales nos hemos propuesto afrontar: animar la formulación de preguntas, pertinentes y oportunas, en torno a las múl- tiples con

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5 Fernando Vizcarra Presentación 6 Gilberto Giménez Instituto de Investigaciones Sociales Catherine Héau Lambert Escuela Nacional de Antropología e Historia VOL. III, NÚM. 5, ENERO-JUNIO DE 2007 ISSN 1870-1191 7 El desierto como espacio geográáco Introducción Culturales 8 1 En el sentido de que el agua evaporada por el suelo y transpirada por las plantas excede el aporte en precipitaciones. El desierto como territorio, paisaje y referente de identidad 9 Culturales 10

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Presentación

Entramos al tercer año de este proyecto venturoso llamado Culturales. Hemos construido y vigorizado los lazos de amistad y trabajo con acadé-micos de varias latitudes, cuyos intereses de investigación nos recuerdan la enorme complejidad y dinamismo de los fenómenos culturales contem-poráneos. La revista suscribe, de este modo, un reto colectivo que desde las ciencias sociales y culturales nos hemos propuesto afrontar: animar la formulación de preguntas, pertinentes y oportunas, en torno a las múl-tiples confi guraciones y trayectorias del mundo social, a fi n de ampliar nuestra comprensión de éste. En la presente edición contamos con cuatro ensayos cuyo eje es el análisis cultural de las representaciones sociales y la problemática de los museos y sus públicos.

Abre esta entrega un artículo de Gilberto Giménez y Catherine Héau Lambert, titulado “El desierto como territorio, paisaje y referente de identidad”, donde los autores abordan el tema de las representaciones sociales en torno a los desiertos del Septentrión mexicano confrontando dos perspectivas diferentes sobre esta región: por un lado, el discurso producido desde el gobierno colonial y los grupos liberales del siglo diecinueve y, por otro, el punto de vista de los colonos anglosajones conocidos como “pioneros”. En este artículo los autores nos ofrecen ele-mentos conceptuales e históricos valiosos para el estudio de las culturas del desierto en el norte de México, a partir de la movilización de términos como “territorio”, “paisaje” y “geosímbolo”: conceptos clave discutidos en los campos de la geografía humana y cultural, y en las teorías de las representaciones espaciales.

Continuamos con un trabajo de María Alejandra Sánchez Vázquez titulado “The Trouble with Boredom: Contextualising the Disposition, Analysing its Potencial”. Se analiza en este artículo el problema del abu-rrimiento en los entornos museísticos desde una perspectiva etnográfi ca. Más aún, la autora propone la importancia de pensar el aburrimiento como un fenómeno de la sociedad contemporánea, frente a la necesidad de crear y consolidar espacios que fomenten la introspección y el entendimiento. Se trata de un texto, sin duda, enriquecedor para ese ámbito en cierne de las ciencias de la cultura en Latinoamérica: los estudios de museo.

Ana Rosas Mantecón, por su parte, nos presenta un trabajo denominado “Barreras entre los museos y sus públicos en la Ciudad de México”, en el que plantea los diversos retos que tienen los museos en la actualidad para

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brindar atención a los visitantes, para conocerlos y formar nuevos públicos, y para atraer recursos necesarios que permitan el funcionamiento de éstos. Asimismo, la autora propone la necesidad de reconceptualizar la función de los museos como instituciones incorporadas al desarrollo económico y cultural de nuestra sociedad.

Cierra este número el artículo de Alejandra Navarro Smith “Los indíge-nas no hablan ‘bien’. Defensores comunitarios, ciudadanía étnica y retos ante el racismo estructural en México”. La autora nos presenta aquí un panorama sobre las condiciones de desigualdad que se viven cotidiana-mente en el mundo indígena mexicano frente a las instituciones del Estado y otros sectores de la sociedad. La antropóloga narra las estrategias y acciones que un grupo de indígenas, organizados en la Red de Defensores Comunitarios por los Derechos Humanos, llevan a cabo todos los días en Chiapas. Una vez más, las defi niciones y representaciones construidas socialmente sobre el “ser indígena” constituyen el punto de partida de lo que la autora entiende como “racismo estructural”. Éste es un testimonio actualizado de la incapacidad histórica del Estado mexicano para forjar una nación a partir de la diversidad étnica y cultural.

Éstos son los textos que integran el número 5 de Culturales, y como no hay quinto malo, seguramente serán discutidos en aulas, seminarios y grupos académicos diversos. Bienvenidos.

Fernando Vizcarra

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culturalesVOL. III, NÚM. 5, ENERO-JUNIO DE 2007

ISSN 1870-1191

El desierto como territorio,paisaje y referente de identidad

Gilberto GiménezInstituto de Investigaciones Sociales

Catherine Héau LambertEscuela Nacional de Antropología e Historia

Resumen. Los grupos de cazadores-recolectores que recorrían los desiertos del Septentrión mexicano se los apropiaban a través de sus circuitos de trashumancia optimizando el acceso a sus recursos, y al mismo tiempo plasmaban en los recovecos de sus relieves su cosmo-visión, sus creencias y sus mitos (geosímbolos). Por eso mismo contemplaban y vivían los paisajes del desierto como “paisajes rituales”. Pero como todo territorio, el desierto es también objeto de representación colectiva, y esta representación tiene su efi cacia propia como guía potencial de las prácticas y, por ende, de las políticas espaciales. El artículo ilustra esta efi cacia confrontando dos visiones contrastantes de los desiertos norteños: por un lado, la de las autoridades coloniales y los políticos liberales del siglo diecinueve, y por otro, la de los colonos anglosajones protestantes reconocidos como “pioneros”. La colisión entre ambas visiones puede aclarar más de un enigma de la historia de nuestras relaciones con los Estados Unidos en el siglo diecinueve.

Palabras clave: 1. geografía cultural, 2. territorio, 3. geosímbolo,4. paisaje, 5. identidad, 6. representaciones sociales.

Abstract. The hunter and gatherers groups that walked the deserts of septentrional México appropriated them by this very same act of movement. In these routes they optimized their access to resources while at the same time printed in elements of the landscape elements related to their cosmovision, beliefs, myths (geosymbols). For this reason they contemplated and experienced desert landscapes as “ritual landscapes”. However, as all territory, the desert is also object of collective representation, which effi cacy is autonomous and works as potential guidance to action (practices), and therefore, the defi nition of spatial politics. The article illustrated this effi cacy when comparing two different visions about northern deserts. On the one hand colonial authorities and liberal politicians of the XIX century, and on the other hand anglo-protestant colonizers, known as the pioneers (los pioneros). The collision of the encounter of both visions can shed light to understand more of one historic question concerning Mexico’s relation with the U.S. in the XIX century.

Keywords: 1. cultural geography, 2. territory, 3. geosymbol,4. landscape, 5. identity, 6. social representations.

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Introducción

NOS PROPONEMOS PRESENTAR, en forma obligadamente esque-mática, una especie de prolegómeno a los estudios de las culturas del desierto en el Septentrión mexicano, desde el punto de vista de la geografía cultural y de la historia de las representaciones espaciales acerca de la región de referencia (Bonnemaison, 2004; Claval, 1995; Mitchell, 2001).

Algunos se preguntarán por qué focalizamos nuestra ex-posición sobre el desierto, si no todo es desierto en la región considerada. La respuesta es sencilla: porque el desierto es el rasgo geográfi co defi nitorio y determinante, al menos en sentido metonímico, de esa gran región septentrional llamada el Gran Norte, la América Septentrional o la Gran Chichimeca, que para los colonizadores españoles era “tierra de guerra” o “tierra de indios bárbaros”(Jiménez, 2006:192).

Como el desierto es un espacio geográfi co que implica formas específi cas de territorialización, trataremos de abordarlo a partir de una teoría del territorio que, hoy por hoy, constituye un capítulo medular de la geografía humana (Raffestin, 1980; Di Méo, 1998). En efecto, la geografía se defi ne hoy, en forma cada vez más gene-ralizada, como “el estudio de la organización y del funcionamiento del o de los territorios” (Scheibling, 1998:146). Para los fi nes de nuestra exposición, sólo movilizaremos algunos conceptos clave de esta teoría: el territorio como apropiación del espacio, el paisaje como condensación metonímica del territorio, los geosímbolos como referentes de identidad y el territorio como representación.

El desierto como espacio geográfi co

Antes de entrar en materia, necesitamos caracterizar brevemen-te lo que es un desierto desde el punto de vista de la geografía física (Baud et al., 1997:65ss). En un primer sentido, el término “desierto” refi ere a espacios desprovistos de presencia humana,

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cualesquiera sean sus condiciones climáticas. Por eso las zonas polares, las montañas elevadas y ciertas selvas tropicales pueden ser califi cadas como desiertos. Pero en geografía el término se utiliza para califi car espacios caracterizados fundamentalmente por la aridez, es decir, por la ausencia o escasez de agua, lo que supo-ne un balance hídrico defi citario.1 La aridez provoca, a su vez, la sequedad, es decir, la falta de humedad atmosférica que repercute en la formación de suelos secos, pedregosos o arenosos.

Los geógrafos nos dicen que no existen desiertos absolutos. Suelen distinguirse, sin embargo, entre desiertos verdaderos, caracterizados por la hiperaridez (precipitaciones del orden de 10 a 50 mm anuales), y los semidesiertos, en los que la escasez de agua es menos marcada y constante. En general, los desiertos suelen estar bordeados por regiones semiáridas donde existe una breve estación húmeda, así como formas de vida vegetal y animal más consecuentes.

Los geógrafos han elaborado diferentes tipologías de desiertos, derivadas generalmente del análisis de las causas de la aridez. Sin embargo, hay acuerdo sobre estas cuatro categorías de desiertos (Baud et al., 1997:68):

1) Los desiertos zonales, ligados a la presencia de altas pre-siones tropicales, que están situados entre los 15 y 35° de latitud y se ubican en vastas regiones continentales alejadas de las masas de aire marítimo. El desierto de Chihuahua, por ejemplo, es un desierto zonal.

2) Los desiertos costeros, generalmente brumosos por la pre-sencia de corrientes frías que provocan inversiones de tempe-ratura y condensaciones (por ejemplo, la garúa peruana).

3) Los desiertos de abrigo, que están ligados a la presencia cercana de altas montañas que obligan a las masas de aire a elevarse y luego descender ya completamente desecadas sobre las regiones situadas hacia abajo. El desierto de So-

1 En el sentido de que el agua evaporada por el suelo y transpirada por las plantas excede el aporte en precipitaciones.

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nora pertenece a este tipo, juntamente con los desiertos de la Gran Cuenca y del Mojave en los Estados Unidos.

4) Los desiertos continentales son los que están alejados de las masas oceánicas, como los desiertos euroasiáticos (Gobi, Taklamacán, Tibet).

El clima desértico se caracteriza por sus condiciones muy severas. Sus rasgos sobresalientes son la baja humedad relativa durante el día y relativamente alta por la noche, con fuertes cambios de temperatura, alta luminosidad y ausencia de pre-cipitaciones. Las condiciones climáticas y el peso de la aridez infl uyen en los procesos morfogenéticos que crean y modelan las formas del relieve en los desiertos.

La fl ora y la fauna de los espacios desérticos están programadas para adaptarse a la aridez y a la sequedad.2

El paisaje desértico que corresponde más al imaginario común es el de las grandes planicies de arena y dunas llamadas ergs. Sin embargo, son menos extensos que los desiertos pedregosos llamados regs.3 Los paisajes desérticos también están marcados

2 Las plantas son xerófi las, es decir, adaptadas a la escasez de agua. Algunas son efímeras y de corta vida (de dos a tres semanas); otras, en cambio, son formaciones vivaces y resistentes, como las plantas con raíces extendidas sobre la superfi cie para recuperar el agua del relente; o las que tienen raíces muy profundas para alcanzar los mantos freáticos, como el tamarugo y el algarrobo de la “pampa” chilena; o las plan-tas suculentas (las cactáceas) o espinosas que casi no transpiran y almacenan agua en reserva. También la vida animal se adapta a la sequedad y a la falta de alimentos. Algunos animales (como los camellos) beben mucho, para luego dejar de beber por mucho tiempo; otros se desplazan constantemente para evitar la elevación de su temperatura interna al contacto con el suelo o para procurarse alimentos; otros sólo salen de noche y se esconden bajo tierra durante el día; y otros, en fi n, practican la estivación cayendo en letargo fuera de la estación lluviosa (Baud et al., 1997:70).

3 Las arenas (ergs) resultan del desprendimiento de materiales fi nos por las corrientes de agua durante los periodos húmedos y del modelaje de estos residuos por el viento en forma de dunas. Los regs son planicies pedregosas que resultan del fi ltro selectivo y del transporte por defl ación de partículas fi nas por el viento. Están formados por piedras muy duras y gastadas, con formas labradas o formas originales esculpidas por el viento (Baud et al., 1997:70).

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por montañas de pendientes escarpadas por efecto de los procesos de erosión. Se trata de macizos de origen sedimentario o cristalino que se presentan como relieves prominentes en relación con las planicies del entorno.

Los desiertos que constituyen los referentes principales de nuestro estudio son dos: el desierto de Sonora, que se inicia en el sudeste de California, atraviesa el sur de Arizona y la esquina sudoccidental de Nuevo México y se prolonga hasta Sonora y Baja California, y el desierto de Chihuahua, que incluye el suroeste de Texas, el sur de Nuevo México, el oriente de Chi-huahua y Durango, la parte occidental de Coahuila y una parte de Zacatecas y San Luis de Potosí.4

El territorio como espacio apropiado

Siguiendo a Raffestin (1980) y a otros muchos autores (Di Méo, 1998; Scheibling, 1998), concebimos el territorio como resul-tado de la apropiación del espacio en diferentes escalas por los miembros de un grupo o una sociedad. El territorio es el espacio apropiado, ocupado y dominado por un grupo social en vista de asegurar su reproducción y satisfacer sus necesidades vitales, que son a la vez materiales y simbólicas. Esa apropiación, que conlleva siempre alguna forma de poder (porque el espacio es un recurso escaso), puede ser de carácter utilitario y/o simbólico-expresivo. Aunque en ciertos casos ambas dimensiones pueden separarse,5 generalmente son indisociables y van siempre juntas. Por eso el territorio comporta simultáneamente una dimensión material y una

4 Las “naciones” indígenas que ocupaban estos desiertos en la época colonial están bien reseñadas en Jiménez, 2006:80 y 91ss).

5 Por ejemplo, puede existir una apropiación simbólica sin ocupación o apro-piación utilitaria, como en el caso de los huicholes, que se apropian ceremonial-mente del desierto de San Luis Potosí (Wirikuta) en sus peregrinaciones anuales, pero sin ocuparlo utilitariamente; y viceversa, una apropiación utilitaria pero sin apropiación simbólica, como en el caso de los espacios ocupados sólo instrumen-talmente, para obtener resultados rentables, pero sin establecer vínculos simbólicos o afectivos con los mismos.

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dimensión cultural. Es la resonancia de la tierra en el hombre, y es a la vez tierra y poema, dice Bonnemaison (2004:131). Y nosotros añadiríamos: es a la vez tierra y símbolo, tierra y rito.

La apropiación del espacio, sobre todo cuando predomina la dimensión cultural, puede engendrar un sentimiento de pertenen-cia que adquiere la forma de una relación de esencia afectiva, e incluso amorosa, con el territorio. En este caso el territorio se convierte en un espacio de identidad o, si se prefi ere, de identifi cación, y puede defi nirse como “una unidad de arraigo constitutiva de identidad” (Bonnemaison, 2004:130).

El territorio no debe confundirse con una sola de sus escalas, la del espacio nacional, porque entonces existiría el riesgo de hacer una lectura “nacionalista” del término, privilegiando el ámbito nacional o etnonacional. Se trata, en realidad, de una noción multiescalar. “Existen sociedades locales, sociedades regionales, sociedades nacionales y sociedades que se desarrollan en el nivel supranacional. A cada uno de estos niveles corresponde un tipo de territorio”, escribe Scheibling (1998:143), aunque debe advertirse que esas escalas no son nomotéticas entre sí.

Ahora bien, ¿cómo pueden apropiarse los grupos humanos del desierto para convertirlo en territorio? Si tomamos en cuenta pri-meramente los modos de apropiación instrumental, la intensidad de la ocupación humana de los desiertos depende estrechamente de la capacidad de las sociedades para utilizar técnicas elabora-das que permitan compensar los constreñimientos de ese tipo de ambiente. Por eso la apropiación instrumental de los desiertos es diferente en los países desarrollados y en los países en desarrollo, y ha sido también diferente en las diversas etapas de adaptación del hombre a su medio ambiente.

Por lo que toca a este último punto, suelen distinguirse tres grandes etapas (Rougerie, 2000): en la primera el hombre es do-minado por la naturaleza que lo rodea, en la segunda se produce un relativo equilibrio entre el hombre y su medio ambiente (armas iguales) y en la tercera el hombre adquiere pleno dominio de su entorno natural mediante el desarrollo tecnológico e industrial.

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Aquí nos interesa por el momento la primera situación, porque es la que corresponde a la época de la territorialización indígena de los desiertos del norte antes de y durante la colonización europea y a lo largo de todo el siglo diecinueve en el México independiente.

En la época considerada, los efectos limitativos de la aridez no permiten la vida sedentaria en los desiertos, por lo que la única manera de apropiarse de ellos es a través del nomadismo, que permite el aprovechamiento óptimo de los recursos de supervi-vencia, cuya disponibilidad varía constantemente y cambia de ubicación espacial según los ciclos estacionales.6 Es precisa-mente este modo de apropiación del espacio lo que encontramos en los desiertos del norte antes y después de la llegada de los españoles. Por ejemplo, Montané Martí se refi ere a “grupos de recolectores y cazadores que utilizaban un amplio territorio del desierto sonorense en movimientos estacionales para una óptima explotación territorial” (2004:308). Y en lo que respecta al de-sierto de Chihuahua, Leticia González Arratia registra la misma situación: grupos que

se dedican a la recolección, caza y pesca más que a la agricultura, una actividad imposible donde la lluvia es escasa, impredecible y con ciclos reiterativos de sequía que se prolongan por años. Establecen igualmente un equilibrio entre, por una parte, la ubicación de los recursos acuíferos y el espacio a recorrer (2004:368).

Sigue diciendo la autora que

lo más importante de las estrategias de trabajo que desarrollaron los cazadores-recolectores de este desierto, fue enfocarse a la recolección preferente e intensiva de determinado tipo de plantas (básicamente no-pal, maguey, mesquite y gramíneas) para integrarlas a su dieta o como materia prima de sus instrumentos, vestimenta, etcétera (2004:368).

6 Sobre la “economía del desierto” y las condiciones de sobrevivencia de los cazadores-recolectores en los espacios áridos, ver el trabajo clásico de Fekri A. Hassan, “Determination of the Size, Density and Growth Rate of Hunting Gathe-ring Populations”, 1975. (Noticia bibliográfi ca proporcionada por el Dr. Claudio Esteva-Fabregat, de El Colegio de Jalisco.)

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También Everardo Garduño describe esta forma de apropiación del desierto, refi riéndose principalmente a los yumanos de Baja California:

Dependiendo de los climas benignos, del agua, de los ciclos de maduración de las plantas comestibles y de la disponibilidad de las presas de caza, estos grupos incursionaban anualmente, organizados en pequeñas bandas, a través de distintos habitat de montaña, costa, ríos y desierto, migrando de las partes altas a las zonas bajas durante el otoño, y de las zonas bajas a las altas en la primavera. Sin embargo, también es cierto que en respuesta a la escasa disponibilidad de ali-mentos en esta zona desértica, dichos grupos nómadas observaban un fl exible esquema de organización que comprendía dos fases: la fi sión y la fusión. En momentos de extrema sequía, el grupo se fragmentaba a su mínima expresión para poder dispersarse exitosamente sobre una extensa área geográfi ca y así poder recolectar una mayor cantidad de alimentos; al contrario, en épocas de abundancia distintos grupos se aglutinaban incluso por encima de sus diferencias lingüísticas para potencializar su capacidad recolectora (2003:134).7

De este modo los nómadas producen una territorialidad propia cuyas fronteras se defi nen “por el espacio que abarcan sus cir-cuitos de transhumancia, que sirvieron de barrera a la expansión colonial hispana en el Septentrión por cerca de trescientos años” (Chávez Chávez, 2004:399).

Para concluir este apartado conviene distinguir, con los arqueó-logos, entre el nomadismo propio de los cazadores-recolectores y el nomadismo pastoral.

Según Roger Cribb (2004:20ss), las principales diferencias son las siguientes:

7 Algunos documentos de la época colonial, que refi eren la difi cultad de repeler los ataques de los indígenas a los poblados del reino debido a su estrategia de alianzas, parecen confi rmar esta estrategia de fusión/fi sión destacada por Garduño: “porque su tierra es larga y en desparramándose, difícil el aniquilarlos, pues para sus invasiones les es fácil volverse a juntar [...] con los demás de tierra adentro y que los siguen en todas las ocasiones que se ofrecen” (citado por Cecilia Sheridan Prieto, 2004:461, nota 180).

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1) El nomadismo de los cazadores-recolectores programa sus movimientos en vista de la adquisición y consumo de alimentos, mientras que el nomadismo pastoral está moti-vado por la producción de alimentos y recursos, que a su vez está ligada a los hábitos de consumo de su rebaño.

2) El sistema territorial de los cazadores-recolectores tiene por base el desplazamiento hacia lugares donde existe disponibilidad de recursos en vista del consumo, mientras que los pastores nómadas se desplazan con toda su base productiva –su capital pastoral móvil– sin tomar en con-sideración la disponibilidad regional de microrrecursos, con excepción de los recursos básicos, como son el agua y la leña.

3) Mientras los cazadores-recolectores se mueven variando constantemente su estrategia de adquisición para explo-tar una amplia variedad de recursos (plantas y especies animales preferidas) en diferentes lugares y en diferentes estaciones, los pastores nómadas se mueven con el propó-sito de explotar un solo recurso básico –pastura para sus rebaños– en diferentes estaciones.

4) En el caso de los cazadores-recolectores, las actividades de procuración y consumo de alimentos están estrechamente asociadas en términos espaciales y temporales (es decir, se consume en el mismo lugar o cerca del lugar donde se ha encontrado los alimentos, sin preocuparse por almacenar los excedentes como reserva para el futuro). En cambio, en el caso de los pastores nómadas las actividades de la producción y del consumo son continuas y en gran medida independientes entre sí.

De modo general, nos sigue diciendo Cribb (2004:20-21), la textura del sistema territorial de los cazadores-recolectores está dominada por campamentos de base de carácter provisorio y estacional, situados en lugares donde existen recursos de agua (manantiales, ojos de agua) y localizados de tal manera que per-

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mitan el acceso óptimo a mayores recursos. A esto deben añadirse sitios especiales en el desierto, como son los sitios ceremoniales, las cuevas funerarias y, en general, los geosímbolos. Los pastores nómadas, en cambio, no tienen el menor interés en establecer vínculos vitales de carácter simbólico entre sus comunidades y los lugares donde asientan sus campamentos. Esto nos introduce al siguiente apartado, que trata de la apropiación simbólica de los desiertos.

El desierto: lugar de escritura geosimbólica

Hasta ahora nos hemos ocupado de la apropiación instrumental o utilitaria del desierto a través del nomadismo, ya que éste se orienta fundamentalmente a la procuración de recursos en vista de la subsistencia. Pero ésta es sólo una de las caras de la terri-torialización indígena del desierto. La otra, que es indisociable de la primera como el anverso y el reverso de una misma hoja de papel, es la apropiación simbólica. En efecto, dejamos dicho más arriba que el territorio es al mismo tiempo una realidad material y una realidad cultural. Como dice Salas Quintanal,

Es precisamente la interrelación entre los aspectos materiales de la subsistencia y las manifestaciones de índole simbólica en un esce-nario como el desierto, organizado en torno a la formación social de cazadores, recolectores y pescadores que viven de los productos del medio ambiente, lo que se ha denominado “cultura del desierto” (2006:13-14).

¿Cómo los indígenas pueden apropiarse simbólicamente del desierto? Objetivando y plasmando en los paisajes su cosmovi-sión, sus creencias y sus mitos a través de iconografías, geoglifos, pinturas rupestres, petrograbados, cuevas mortuorias e itinera-rios, y sobre todo, mediante la sacralización de determinados lugares como sitios ceremoniales. Con otras palabras, marcando y tatuando literalmente el paisaje desértico con geosímbolos.

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El concepto de geosímbolo es una elaboración del geógrafo fran-cés Joël Bonnemaison (1940-1997†), quien representa en Europa la corriente llamada “humanista” en geografía. Según este autor, “un geosímbolo puede defi nirse como un sitio, un itinerario o un espacio que, por razones religiosas, políticas o culturales, reviste a los ojos de ciertos pueblos y grupos étnicos una dimensión simbólica que los fortalece en su identidad” (2004:56). Este con-cepto permite profundizar el papel de lo simbólico en el espacio y supone que los símbolos adquieren mayor fuerza y relieve cuando se encarnan o se fi jan en lugares y parajes concretos.8

Desde esta perspectiva, el espacio cultural se presenta como un espacio geosimbólico cargado de afectividad y de signifi cados: “en su expresión más fuerte –dice nuestro autor– se convierte en territo-rio santuario, es decir, en un espacio de comunión con un conjunto de signos y de valores [...]” (Bonnemaison, 1981:249).

En conclusión,

el geosímbolo es un marcador espacial, un signo en el espacio que refl eja y forja una identidad. Puede ser un lugar santo (Jerusalén, Roma), un lugar venerado (la Casa Blanca en Washington, una mon-taña, un monumento), un lugar sagrado (papel de los robles, fontanas sagradas, bosques y calvarios en Bretaña). [...] Estos lugares o sitios expresan, en efecto, un sistema de valores comunes que pueden dar origen a peregrinaciones (Bonnemaison, 2004:55).

Ahora bien, ¿cuáles fueron los geosímbolos erigidos por los indígenas en el desierto en la época considerada? La arqueología y la etnografía han descubierto y explorado una gran variedad de ellos. Citemos sólo los más signifi cativos:

• La montaña sagrada de la ciudad de Acoma, Nuevo México, cubierta de nieve la mayor parte del año (Broda Prucha, 2004:279).

8 El geosímbolo de Bonnemaison está emparentado, bajo muchos aspectos, con el concepto de iconografía de Jean Gottman (1947), que también se refi ere a imágenes culturales encarnadas en territorios vectores de identidad.

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• El pedregal sagrado llamado El Malpaís, cerca de la misma ciudad, con numerosos petrograbados en su entorno (Broda Prucha, 2004:280).

• El Chaco, el sitio ancestral más importante de los indios pueblo, en el cañón del mismo nombre, al noroeste del actual estado de Nuevo México (Broda Prucha, 2004:276; Kantner, 2004).

• La Casa Grande del Río Gila, que fue un importante centro de poder en la época prehispánica. “Fue allí donde el sa-cerdote –contaron los españoles– saludaba todos los días, al amanecer, al sol. El mismo lugar que el jesuita Eusebio Francisco Kino exorcizó con una misa” (Montané Martí, 2004:308).

• El centro ceremonial prehispánico La Quemada, en el estado de Zacatecas.

• El santuario del Señor de Mapimí, enclavado en la sierra del mismo nombre en el municipio de Cuencamé, Duran-go, centro de peregrinación (en caravana de carretas) de la gente del Cañón de Jimulco y del Valle de Nazareno (Coahuila) (Del Moral González, 2006).

• El Cerro Prieto y la Sierra del Bacatete en territorio yaqui (Del Moral González, 2006:310).

• La sierra de El Pinacate, en el gran desierto de Altar, Sonora.• Quitovac, situado a unos pocos kilómetros de la frontera

con California, muy cerca de las ciudades de Caborca y Sonoyta (Salas Quintanal, 2006:25).

• El cerro de Trincheras, también en el desierto de Sonora, con sus terrazas y otras estructuras en sus laderas; considerado como “la construcción prehistórica más elaborada entre los que existen en el Noroeste de México” (McGee, 1895:XL, citado por Villalpando Canchola y McGuire, 2004:225).

• El desierto de San Luis Potosí (llamado también Wirikuta9), gran centro ceremonial y lugar de peregrinación anual de los huicholes hasta el presente.

9 Nombre indígena del desierto de San Luis.

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A éstos deben añadirse los innumerables petrograbados y pictografías, así como también las cuevas mortuorias estudiadas por González Arratia (2004:371).

A título de ejemplo, quisiéramos detenernos sólo en uno de los geosímbolos arriba mencionados: la sierra de El Pinacate.

El Pinacate ha sido estudiado, entre otros, por Salas Quintanal (2004:399ss; 2006:24), y en este autor nos apoyaremos para la descripción de este importante geosímbolo prehispánico:10

Ubicada en el extremo noroeste del estado de Sonora, la región de El Pinacate es principalmente volcánica, cubierta de rocas color negro o café muy oscuro que adoptan confi guraciones diferentes y difi cultan distinguir lo que quedó con la explosión de los volcanes y lo que el hombre ha construido con el paso del tiempo. En algunas partes la lava formó burbujas de gran tamaño, paredes y rocas de múltiples formas. Entre cerros, dunas, ríos petrifi cados y entradas de volcanes, se encuen-tran manifestaciones culturales como petrograbados, enterramientos, montículos, laberintos de piedra o geoglifos (2004:340).

Según las mitologías de los pápagos, aquí apareció el creador I’ito o Hermano Mayor, y por aquí pasaba la ruta hacia el mar (la costa del Golfo de California) que los antiguos pápagos recorrían para la recolección de sal y el acopio de conchas. Así se explica la existencia de petrograbados con diseños de conchas en las cuevas, que según los arqueólogos habrían señalado el camino hacia el mar. Pero hay más: según los mismos, el viaje tenía el carácter de una travesía ritual. Por eso “Elaboraban sobre el pavimento del desierto fi guras humanas y de animales delineadas con piedras, al igual que ‘calles’ que realizaban despejando espacios de dos metros de ancho por más de 150 de largo, presuntamente utilizadas para danzas o procesiones” (Salas Quintanal, 2006:26).

Pero lo más interesante es que los pápagos actuales, tanto los del lado mexicano como los de Arizona, siguen reconociendo a El Pinacate como lugar sagrado, como un espacio simbólico

10 La región entera ha sido declarada Área Natural Protegida y Reserva de la Biosfera en 1993.

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vinculado con los antepasados, en suma, como un espacio de identidad.11 No hay mejor ilustración de lo que es un geosímbolo en el desierto, según la defi nición de Bonnemaison.

Paisajes del desierto

Los paisajes del desierto están muy ligados a los geosímbolos, ya que éstos aparecen las más de las veces como elementos integrantes de los primeros, por lo menos de los más signifi cativos de entre ellos. Por eso Johanna Broda Prucha ha podido hablar de “paisajes rituales”, entendiendo por paisaje ritual “el paisaje culturalmente transformado donde existen santuarios y lugares de culto y se llevan a cabo ritos signifi cativos en términos de la cosmovisión y de la observación indígena de la naturaleza” (2004:269).

¿Pero qué es un paisaje? Los geógrafos han utilizado este tér-mino en dos sentidos que hay que distinguir cuidadosamente: como sinónimo de territorio o de medio ambiente natural (en la tradición de la escuela de Berkeley la geografía se defi nía como el estudio del paisaje) y como percepción visual y/o sensorial de una porción del territorio.12 En este último sentido, el paisaje es objeto de la geografía de la percepción y se sitúa en el nivel de lo que Armand Frémont (1999) llama “espacios vividos”, que comprenden la suma de los lugares frecuentados y familiares, así como también de los lugares conocidos, amados (o detestados), percibidos y representados.

11 En efecto, como refi ere Salas Quintanal, los pápagos de Arizona han vuelto a reencontrarse con sus hermanos del lado mexicano, estableciendo con éstos lazos de cooperación y solidaridad; frecuentemente cruzan la frontera para visitar El Pi-nacate y restablecer de este modo los vínculos con sus raíces ancestrales por largo tiempo interrumpidos por la división fronteriza; e incluso el Consejo de Ancianos en Arizona ha elegido como encargado del sitio sagrado a un pápago mexicano, con la misión de cuidarlo y darlo a conocer a su tribu (Salas Quintanal, 2004:342).

12 Esta concepción está ligada a la tradición de la geomorfología alemana: en alemán, Landschaft, que en español traducimos como “paisaje”, signifi ca también las características naturales de un espacio, de un paraje o de una región (Baud et al., 1997:127).

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Pues bien, el paisaje es una instancia privilegiada de la per-cepción vivencial del territorio en la que los actores sociales invierten en forma entremezclada su afectividad, su imaginario y su bagaje sociocultural interiorizado. Como dice Roger Bru-net (1990), el paisaje sólo puede existir como percibido por el ojo humano y vivido a través del aparato sensorial, afectivo y estético del hombre. Por eso pertenece al orden de la represen-tación y de la vivencia, aunque no debe olvidarse que, como todo territorio, también el paisaje es construido; es decir, es el resultado de una práctica ejercida sobre el mundo físico, que puede ir desde el simple retoque hasta la confi guración integral. Podríamos defi nirlo sumariamente como un punto de vista de conjunto sobre una porción del territorio, a escala predominante local y, a veces, regional (porque la tipicidad de una región –el Bajío, la Huasteca potosina, la Toscana en Italia o la Sologne en Francia– con frecuencia es determinada por la combinación de sus paisajes característicos).

Según los geógrafos culturales, la función principal del paisaje es la condensación metonímica del territorio no visible en su totalidad, según el conocido mecanismo retórico de la parte por el todo.

Bonnemaison (2004:60-61) distingue diversos tipos de paisaje:

1) El paisaje como marco de vida, como entorno de la vida cotidiana.

2) El paisaje-patrimonio, elemento de la memoria colectiva de los pueblos.

3) El paisaje-recurso, valorado en términos mercantiles, como son los paisajes turísticos que “se venden bien”.

4) El paisaje-identidad, que por los signos que presenta per-mite a los grupos humanos situarse en el tiempo y en el espacio e identifi carse con una cultura y con una sociedad. “Entendamos que nuestros paisajes, nuestros terruños y nuestros bosques son, lo mismo que nuestra lengua, la sustancia de nuestra identidad y el fundamento de nuestra personalidad colectiva” (2004:61).

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La fascinación por los paisajes del desierto ha sido una cons-tante en la literatura, en los relatos de viajeros y exploradores, y hasta en los reportes de campo de los antropólogos y de los arqueólogos. Por eso dichos paisajes han sido explotados por fotógrafos, magazines (¡National Geographic!), e incluso por la industria turística; es decir, han sido convertidos en lo que Bonnemaison llama “paisaje-recurso”.

Refi riéndose precisamente al desierto de Sonora, Salas Quin-tanal evoca de este modo su paisaje:

El desierto ofrece un horizonte vasto, grandioso, despejado, sereno, desprotegido, solitario y expuesto a la intemperie. Las especies que lo habitan, sin mediar resguardo alguno, se encuentran a merced del viento, del sol y de los cerros. Como un gran océano, arena, montes y cielo se unen inseparables (2004:331).

Fernando Benítez, quien participó alguna vez en la peregrinación de los huicholes al desierto de San Luis Potosí, describe de este modo sus impresiones ante el espectáculo grandioso de ese espacio:

La inmovilidad y el silencio propio de los desiertos son agobiantes y las montañas desnudas al fondo, unas montañas de suaves pliegues minerales, sobreponen un nuevo silencio, una nueva inmovilidad, una nueva sensación de intemporalidad absoluta (2002:90, citado por Porras Carrillo, 2006:36-37).

En fi n, Víctor Blanco Labra ve y siente de este modo el mismo desierto de San Luis Potosí:

Por donde uno mire sólo hay matorrales. Tremendo chaparral que se extiende hasta el infi nito en cualquier dirección y da la impresión de estar en el centro de un enorme disco de fl ora desértica; ni más ni menos que parados en el centro del universo, en el ombligo del mundo (1992:42, citado por Porras Carrillo, 2006:36).

Pero en todos estos casos se trata del desierto visto y percibido a través de los ojos y de la sensibilidad de los antropólogos, una

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visión estetizante que no es la de la “gente del desierto” (pápagos) de Sonora ni la de los huicholes peregrinantes a Wirikuta. En efecto, hemos visto que los paisajes varían según los ojos que los ven, esto es, según la cultura, los valores y la sensibilidad de los grupos que los construyen, los viven o los contemplan. De aquí la pregunta que sigue pendiente: ¿cómo miraban el paisaje los pueblos originarios que recorrían o habitaban los desiertos del Gran Norte? La respuesta no ofrece dudas si tomamos en cuenta lo dicho sobre el carácter sagrado y mítico de los geosímbolos del desierto: los miraban con ojos mítico-religiosos, como lugares impregnados por la presencia invisible de los antepasados, como “geografía sagrada” o, en términos de Broda Prucha (2004), como “paisaje ritual”. En suma, para los pueblos originarios del desierto el paisaje era a la vez paisaje-patrimonio, depositario de una memoria colectiva de los orígenes, y paisaje-identidad, referente simbólico que permite identifi carse con su cultura y su sociedad. Ambos aspectos paisajísticos están relacionados entre sí, ya que, después de todo, la “memoria fuerte” es el nutriente por excelencia de la identidad (Candau, 1998).

Esto explica el redescubrimiento de El Pinacate como “paisaje ritual” y espacio simbólico de relación con los antepasados por los pápagos de aquende y allende la frontera, en búsqueda de sus raíces ancestrales para recomponer su identidad colectiva (Salas Quintanal, 2006).

Por lo demás, esta visión mítica y sacralizante del paisaje desértico puede ilustrarse con la actitud de los huicholes frente a la naturaleza durante su peregrinación a Wirikuta, la tierra del peyote, actitud repetidamente registrada por los antropólogos. Dice Porras Carrillo:

Temor y respeto son actitudes comunes ante ese paisaje [...] el desierto también tiene un orden, una lógica y se encuentra poblado, habitado por seres que existieron antes de los actuales indígenas, ya sean con-siderados como antepasados, dioses, diablos o seres peligrosos. Por un lado se puede considerar sin duda a Wirikuta como una topografía sagrada en la que los lugares están bien determinados y con accesos

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específi cos, al menos para los que conocen sus puertas, que, aunque invisibles, requieren de una apertura ritual (2006:35 y 37).

[...]Por otro lado, Wirikuta es también el lugar de origen de los antepa-

sados y el escenario en donde se sucedieron muchas de las aventuras y hazañas que recuerdan los mitos y leyendas que son narradas en las fi estas o en la intimidad de los hogares (2006:38).

Incluso se llega a sacralizar la ruta hacia el desierto. “Por el camino a Huiricuta están regados cacauyarixi, antepasados convertidos en rocas y en picachos; ellos no lograron alcanzar Huiricuta; en el camino erraron, dejando la huella de su historia” (Negrín, 1997:21, citado por Porras Carrillo, 2006:39).

Es así como

los elementos físicos o materiales que presenta la naturaleza propia del desierto son interpretados a la luz de la cultura de los huicholes como signos palpables de la realidad de sus mitos, como pruebas de la validez de lo que éstos narran; huellas que se hallan en los detalles más diminutos y escondidos que presenta la geografía y sus accidentes, rocas, cuevas, montañas, arroyos [...] (Porras Carrillo, 2006:38).

Concluyendo: también en este caso el paisaje del desierto es a la vez paisaje-patrimonio y paisaje-identidad, cuya frecuentación ritual refuerza los nexos familiares y proporciona un referente simbólico de la identidad de pertenencia al grupo. Decidida-mente, los pueblos originarios miran y sienten el paisaje, no a la manera del turista, del pintor o del fotógrafo occidental que sólo se interesa en las categorías estéticas del paisaje, sino con ojos profundamente religiosos, con los ojos de su cultura y de sus tradiciones ancestrales.

El territorio del desierto como representación

Ha llegado el momento de explicitar algo que estaba implícito en nuestra defi nición del territorio, con sus geosímbolos y sus

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paisajes: el fenómeno de la representación. Porque ocurre que el territorio existe dos veces, como diría Bourdieu: en la realidad objetiva y en la representación. En efecto, no es posible apropiar-se del espacio, sea instrumentalmente, sea simbólicamente, sin representarlo antes. Y no es posible percibirlo sensorialmente, sino desde el trasfondo de nuestras representaciones sociales. No existe la percepción pura, nos dicen los psicólogos sociales. La percepción es una actividad sensorial momentánea infl uida siempre por nuestra cultura interiorizada en forma de imaginarios, representaciones y esquemas cognitivos, almacenados en nuestra memoria y frecuentemente cargados de emotividad.

La tesis central a este respecto puede formularse así: todo grupo humano tiene una representación simbólica de su territorio, la cual prescinde de la totalidad y de la analiticidad de los elemen-tos que lo constituyen, pero los resume en pocos y vigorosos rasgos, sufi cientes para orientar sus decisiones. Porque, como toda representación social, la representación del territorio no es inocua ni irrelevante. Por el contrario, tiene su efi cacia pro-pia, ya que opera como guía potencial de las prácticas y de las decisiones territoriales. Los geógrafos explican de este modo ciertas decisiones, como la transferencia de la propia residencia, el abandono de la vivienda rural y la tendencia a la inurbación y a la concentración poblacional.

La teoría de las representaciones sociales procede de la socio-logía de Durkheim y ha sido recuperada por la escuela francesa de psicología, bajo el liderazgo de Serge Moscovici (1961). Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del sentido común, y pueden defi nirse como conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado (Abric, 1994:19). Constituyen, según Denise Jodelet, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, que tiene una intencionalidad práctica y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social” (1989:36). El presupuesto subyacente en este concepto puede formularse del siguiente modo:

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No existe una realidad objetiva a priori; toda realidad es representada, es decir, apropiada por el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo, integrada a su sistema de valores, dependiendo de su historia y del contexto ideológico que lo envuelve. Y esta realidad apropiada y es-tructurada constituye para el individuo y el grupo la realidad misma (Abric, 1994:12-13).

Así entendidas, las representaciones sociales no son un simple refl ejo de la realidad, sino una organización signifi cante que depende, a la vez, de circunstancias contingentes y de factores más generales, como el contexto social e ideológico, el lugar de los actores sociales en la sociedad, la historia de los indi-viduos y de los grupos, y en fi n, los intereses en juego (Bailly, 1998:199ss).

Aplicando esta teoría a la representación social del territorio, vale la pena resaltar los siguientes puntos, que son otras tantas hipótesis en la materia que nos ocupa:

1) Las representaciones que tienen por referente el territorio o sus componentes no son representaciones neutras, sino representaciones constructivas que confi eren un valor simbólico añadido, es decir, un signifi cado social a la geografía física de un lugar.

2) Estas representaciones son socialmente compartidas y resultan de la interacción entre una cultura y el medio ambiente físico.

3) Las representaciones del territorio tienen una efi cacia propia, en la medida en que orientan las actitudes y las prácticas territoriales de los actores sociales.

4) Las representaciones del territorio revisten, por lo ge-neral, un carácter sociocéntrico; es decir, sirven a las necesidades, valores e intereses de los individuos y de los grupos.

Debe advertirse que las representaciones sociales no son, por lo general, efímeras y de corta vida. Muchas de ellas tienen una

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historia de larga duración y funcionan como si fueran arquetipos (Jung). Tal es, precisamente, el caso de las representaciones del desierto que nos proponemos estudiar a continuación.

La tesis que proponemos a este respecto puede resumirse del siguiente modo: el modo de apropiación, el estatuto territorial, la organización y la partición fi nal de los territorios desérticos de la Gran Chichimeca en el siglo diecinueve por medio de una frontera fue el resultado de una confrontación prolongada entre representaciones divergentes y contrapuestas del desierto: la de los españoles en la época colonial, prolongada por la de los po-líticos liberales del México independiente en el siglo diecinueve; la de los colonos angloamericanos y europeos que ocuparon el suroeste de los Estados Unidos en el mismo siglo, y, en medio, la de los pueblos originarios de esa vasta región. Naturalmente, la representación que se impuso a la postre y llegó a prevalecer con todas sus consecuencias geopolíticas fue, marxianamente hablando, la de los grupos y potencias dominantes, en detrimento de la visión indígena, que nunca fue reconocida y terminó siendo aplastada a pesar de una férrea resistencia repartida en diferentes ciclos (Garduño, 2003).

En lo que sigue cambiaremos de foco y nos ocuparemos sólo de la visión colonial de los desiertos norteños y su prolongación en la representación de las élites políticas del México independiente en el siglo diecinueve, todo ello en confrontación con la visión de los colonos estadunidenses y europeos que establecieron un frente pionero en constante movimiento hacia el sur y el suroeste en la misma región.

1) La representación novohispana de los desiertosseptentrionales durante la Colonia

La representación dominante del desierto norteño entre las autoridades y funcionarios de la Nueva España puede con-densarse en unos pocos elementos temáticos que recurren una

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y otra vez en las crónicas de los viajeros y en los reportes de los funcionarios a la Corona española. Según esta visión do-minante, el desierto es

• un espacio desolado (“la desolación del norte”);• constituido por tierras áridas, de clima extremoso;• un lugar inhóspito e intransitable;• un “confín siniestro”;• un lugar baldío, “vacío e inhóspito para los hombres ci-

vilizados”;• un espacio no civilizado, habitado por indios bárbaros y

crueles;• una región devaluada “que no vale la pena” (porque no

resulta rentable para la Corona);• un lugar de castigo, en donde las autoridades confi nan a

veces a los indeseables, a los antisociales y a las mujeres de mala vida para “redimirse”;

• fi nalmente, un área sólo imaginariamente dominada por la Corona, de confi nes y extensión desconocidos hacia el norte.

Resulta particularmente reveladora, por ser ampliamente compartida por las autoridades y funcionarios virreinales, la visión que tiene del desierto el ingeniero De Lafora, enviado por la Corona para verifi car el estado de los presidios situados en la frontera de la América Septentrional en el último tercio del siglo dieciocho (De Lafora, 1939, citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:13). Según el ingeniero real, la provincia de Texas está llena de “moscos, tábanos, garrapatas, aradores, que la ha-cen inhabitable”. El autor asegura en su relato que allí incluso las mujeres se vuelven estériles por lo insalubre del agua. Por otra parte, se trata de tierras áridas durante ciertas estaciones del año, y de otras irrigadas excesivamente, que hacían imposible la vida civilizada. Pero, además, De Lafora considera que “no vale nada todo este país el situado de un año”, es decir, el dinero que

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la Corona erogaba para la protección de esa frontera no guarda proporción con los benefi cios obtenidos, tema que volverá a ser retomado frecuentemente por los liberales mexicanos del siglo diecinueve (Rajchenberg y Héau, 2005a:14).

El tema de los “indios feroces y crueles” tampoco está ausen-te de la Relación de viaje del ingeniero De Lafora. Sus relatos refi eren cómo los indios destripaban a las mujeres embarazadas azotándolas luego con el neonato hasta matarlas (Rajchenberg y Héau, 2005b:246).

Pero, además, para los españoles estos indios son bárbaros, incivilizados e incapaces para el trabajo, “porque no tienen se-menteras de maíz ni otras semillas y se sustentan con muy viles y bajos mantenimientos” (Riva Palacio, 1984, tomo V:218, citado por Rajchenberg y Héau, 2006b:8).

En su periplo en búsqueda de la mítica Cíbola, Vázquez Co-ronado comunica al rey que “la tierra es tan fría, como a V.M. tengo escrito, que parece imposible poderse pasar el invierno en ella, porque no hay leña ni ropa” (Riva Palacio, idem, citado por Rajchenberg y Héau, 2006b:8).

Siguiendo la idea ampliamente compartida en Europa de que los indeseables, los malhechores y las mujeres de mala vida deben ser confi nados en los márgenes de la ciudad, es decir, de la civilización, el desierto fue considerado también como los márgenes donde pueden ser confi nados los agentes disolutivos del tejido social. Así, a mediados del siglo dieciocho, el virrey “‘limpió a México de malas mugeres’ enviándolas a colonizar la Florida y Panzacola” (José María de Lacunza, Discursos, citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:14).

Por último, los funcionarios novohispanos son conscientes de que más allá del paralelo 30 el dominio del norte es imaginario. La expresión “dominio imaginario” la encontramos literalmente en boca del marqués de Rubí, quien señalaba que la frontera que él quería delimitar (alrededor de Adaes, cerca de lo que hoy se llama Corpus Christi) “hoy la ocupamos imaginariamente” (Velázquez, 1974:166).

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Cabe señalar que esta visión del desierto norteño desde la región focal del centro de México, tan ampliamente compartida por funcionarios y autoridades novohispanos, no fue circunstan-cial ni episódica, sino que estaba nutrida por todo un imaginario religioso del desierto que ya cargaban consigo los colonizado-res españoles, familiarizados desde su niñez con una profusa iconografía de santos anacoretas y eremitas. Este imaginario, heredado a su vez del Occidente medieval, enfatizaba la soledad y la ausencia de presencia humana. Los desiertos se concebían como zonas no habitadas o incivilizadas, independientemente de sus características climáticas, en contraposición a la “ordenada ciudad”, es decir, al espacio habitado, al espacio de la civilización (Fernández de Rota y Monter, 2004:21ss).

Para los eremitas y anacoretas, el desierto era, además, el lugar de las tentaciones y de los demonios que ponían a prueba su virtud y acendraban su santidad. Era, por lo tanto, el antiedén, el lugar estratégico de la lucha entre el bien y el mal.

Estas visiones religiosas las encontramos todavía en los escritos de los misioneros jesuitas de la época colonial. Por ejemplo, en su crónica sobre las misiones jesuíticas en el Septentrión, el padre Pérez de Ribas afi rmaba que su misión era domesticar a “los bár-baros más feroces del orbe”, y coincide con su colega Acosta,

quien creía que América era el último refugio del demonio, el lugar donde seres expulsados día tras día del Viejo Mundo, desde el principio de la acción apostólica, habían encontrado refugio. Y si América era considerada como el refugio del demonio, las tierras desérticas de los confi nes septentrionales serían a su vez tierras demoníacas en esencia, reducto del enemigo del género humano desde donde amenazaba la obra evangélica establecida desde hacía un siglo en el Nuevo Mundo (Rozat Dupeyron, 2004:320).

Así se explica la gran persistencia y correosidad de la represen-tación novohispana del desierto, que justamente por sus múltiples connotaciones religiosas y evangélicas ha llegado a funcionar como un verdadero arquetipo, en el sentido de Jung.

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2) La representación de los desiertos septentrionalesentre los políticos liberales del siglo diecinueve

Lo curioso es que los políticos liberales mexicanos del siglo diecinue-ve no sólo heredan, sino también prolongan y ofi cializan, las imágenes novohispanas de los desiertos septentrionales, quizás con un énfasis especial en la “plaga de los indios”, debido al recrudecimiento de las incursiones indígenas sobre las poblaciones situadas en las inmedia-ciones de la frontera interior de la República hacia el norte.

El propio Benito Juárez, al notifi car en 1859 a los gobernadores liberales el reconocimiento de su gobierno por Washington, co-menta que más vale un vecino rico y poderoso “que un desierto devastado por la miseria y la desolación” (Zorrilla, 1995, tomo I:395, citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:31, nota 4). Por su parte, el gobernador Vidaurri refi ere a Benito Juárez, en una carta fechada el 29 de septiembre en Monterrey, “el alto precio pagado por los habitantes de Nuevo León por vivir en una región tan inhóspita ‘diezmada cruelmente por los bárbaros’” (Benito Juárez, Documentos, tomo 4:57, citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:34, nota 38). La expresión decimonónica “la plaga de los indios” recurre una y otra vez en los documentos ofi ciales y en el discurso social común del siglo diecinueve.

Incluso, encontramos renovados ecos de las opiniones del ingenie-ro real De Lafora sobre la nula rentabilidad de los desiertos norteños. Así, en una carta del 2 de mayo de 1859 dirigida a Benito Juárez, Matías Acosta alude a las difi cultades militares y fi nancieras de los liberales afi rmando que “por desgracia es cierto cuanto se diga para demostrar nuestra impotencia de conservar en utilidad nuestros desiertos del norte” (Benito Juárez, Documentos, tomo II:302). En el mismo sentido se había expresado Ramón de Ceballos, quien con-sideraba que México había sacrifi cado demasiadas vidas y gastado mucho dinero para conservar durante la guerra de 1846-1848 un territorio que no representaba un verdadero interés económico, sino solamente una cuestión de honor” (XXIV capítulos de vindicación de Méjico, citado por Velázquez, 1974:233, nota 67).

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En los libros de historia y en los libros de texto escolares persiste la misma imagen negativa del norte mexicano. Así, Roa Bárcena consideraba que antes de la Conquista los límites norteños eran “desiertos y establecimientos de tribus desconoci-das” y que en el noroeste habitaban los “bárbaros chichimecas” (Roa Bárcena, 1986:7 y 23, citado por Rajchenberg y Héau, 2005b:247). En otro libro de texto, el Septentrión mexicano se describe como “estéril, por falta de humedad”, y se consigna que mientras “las tribus y hordas no tienen habitaciones fi jas, viven de la caza y de la pesca y se abrigan en tiendas portátiles”, los hombres civilizados forman “naciones y pueblos, gobernados por un solo jefe o monarca, que es rey o emperador” (Ariza y Huerta, 1869:27, citado por Rajchenberg y Héau, 2005b:247). El corolario evidente es que los indígenas del imperio mexica podían ser considerados civilizados, a diferencia de los habitantes originarios del Septentrión.

En los grandes periódicos nacionales, como El Universal y El Monitor Republicano, que llenaban sus páginas con relatos cruentos sobre las incursiones cada vez más frecuentes y cercanas de los indios chichimecas, se debatía en 1849 el estatuto de los indios levantiscos en la nación, a raíz de las denominadas con-tratas de sangre propuestas por la legislatura de Chihuahua, con-sistentes en poner precio a cada indio capturado vivo o muerto. La cuestión pasó a ser discutida incluso en el Senado. Las voces opositoras fueron las de los senadores Otero y Urquidi, quienes consideraron que el decreto en cuestión ofendía a la moral y a la religión. Pero el senador Rodríguez de San Miguel alegaba que probablemente el decreto contravenía a la caridad cristiana, pero no a la Carta federal, porque para los indios la Constitución no era fuente de derechos, ya que “las tribus salvajes no viven sujetas a ella, no son parte de nuestra sociedad, aunque ocupen físicamente nuestro territorio” (El Universal, 24 de julio de 1849, citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:24).

Por esa misma época también se debatía la cuestión de cómo “poblar nuestras soledades”, es decir, los desiertos del norte, y

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El Monitor Republicano proponía llamar a franceses, suizos, españoles e italianos católicos. Entre todos ellos, se prefería a los franceses (Rajchenberg y Héau, 2005a:25).

Las consecuencias prácticas y territoriales de esta representa-ción negativa del Septentrión mexicano entre las élites políticas de México en el siglo diecinueve fueron principalmente dos:

1) La primera y la más fundamental fue la disociación de los territorios norteños de lo que podríamos llamar territorios pa-trios, es decir, de los espacios apropiados también simbólica y sentimentalmente como “territorio signo” y soporte visible de esa “comunidad imaginada” que es la nación. Esta separación se profundizó aún más por la casi ausencia de vías de comunicación entre el centro y el norte árido desde la Colonia hasta práctica-mente fi nes del siglo diecinueve, ya bajo el gobierno de Porfi rio Díaz, quien construyó las primeras vías férreas que corrigieron drásticamente esta situación.

Diríase que según la percepción del centro, es decir, del “área focal” de la República, el sentimiento patrio se reducía a lo que más tarde se llamaría “Mesoamérica”, cuyas fronteras hacia el norte no iban más allá de la línea de ciudades fronterizas con el desierto, como Zacatecas y San Luis Potosí. Esta línea constituía precisamente la “frontera interior” de la República hacia el norte. Más allá estaban los territorios apropiados sólo instrumentalmente por el Estado, como ámbito de jurisdicción político-administrativa. Su ocupación a través de presidios y de precarias y casi simbólicas aduanas, siempre defi citarias, sólo era un medio para contener la expansión de los colonos norte-americanos y para defender “el honor de la nación”.13

13 Así se explica el sentimiento que acompañó a José María Sánchez, quien tuvo que partir a Texas para informar sobre el estado de los presidios. En su diario de viaje consigna que al acercarse a Laredo, después de sortear muchos peligros “en virtud de la abundancia de indios bárbaros”, volvió “el rostro a México para dar un adiós tal vez a las personas que allá quedaban y merecían mis afectos y ternuras” (Sánchez, 1939:15, citado por Rajchenberg y Héau, 2006a:13). Sánchez sintió que más allá de Monterrey ya no era México, su patria, su familia real e imaginada, sino que estaba ingresando en otro país.

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Así se explica el hecho de que los geosímbolos dominantes de la patria, como referentes de la identidad nacional, hayan sido siem-pre los volcanes y las pirámides aztecas, pero nunca los elementos de la geografía de los desiertos. La incorporación del desierto tachonado de cactus como símbolo de la nación es una maniobra tardía de la industria turística y de la fi lmografía nacional.

b) Otra consecuencia importante de la visión mexicana deci-monónica del Septentrión es la disposición a hacer concesiones a los Estados Unidos en partes del territorio desértico a cambio de preservar lo más importante: la integridad de la “verdade-ra patria”, que coincidía, como vimos, con la geomorfología mesoamericana.

Así lo percibieron los propios estadunidenses en la época consi-derada. El viajero norteamericano Albert M. Gillian (1996), quien visitó México entre 1843 y 1844, escribe en sus memorias:

En 1835 México abandonó sus puestos militares y las misiones de California, y los hechos históricos subsecuentes demuestran abundan-temente que el gobierno intentaba renunciar al territorio, considerán-dolo, como lo considera el pueblo de México, una región demasiado remota y sin valor para justifi car el gasto de su ocupación militar, o bien, considerándose demasiado débiles a sí mismas para mantener su autoridad sobre ella (citado por Rajchenberg y Héau, 2005a:14).

Del lado mexicano parece hacerle eco la opinión de Matías Acosta, embajador en Washington, quien en 1859 escribía a Be-nito Juárez que no tenía “nada de deshonroso” realizar “grandes concesiones” a los Estados Unidos (Juárez, 1964-1965, tomo II :454-455, citado por Rajchenberg y Héau, 2005b:246).

3) La representación anglosajonade los desiertos del suroeste

Si para los mexicanos las planicies norteñas eran sólo desiertos poblados de cactáceas y habitados por indios bárbaros, para los

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colonos angloamericanos esas mismas planicies tenían toda la potencialidad de convertirse en fértiles valles y sembradíos de al-godón. Por eso las veían paradójicamente como desierto y jardín al mismo tiempo, como naturaleza salvaje que puede redimirse mediante el arduo trabajo humano y convertirse en “praderas exuberantes” (“luxuriant prairies”). Eran, por lo tanto, un lugar de oportunidades para los pioneros emprendedores dispuestos a conquistarlas y a arrostrar sus desafíos.

El periódico Texas Gazette publica el 7 de noviembre de 1829 un artículo que refl eja muy bien la visión que tenían del desierto de Texas los colonos anglos y europeos:

En su percepción, Texas era un lugar de misteriosa vastedad, para-dójicamente naturaleza salvaje y jardín al mismo tiempo, un lugar de oportunidad que puede convertirse en hogar de hombres libres, intrépidos, emprendedores e inteligentes (Clark, 2002:58, citado por Rajchenberg y Héau, 2006b:13).

El propio Stephen Austin, colono empresario considerado como el fundador del estado de Texas, se expresa de este modo en una carta enviada al general mexicano Mier y Terán, encargado de Coahuila y Texas, antes de la secesión de este último estado:

Mi ambición [al venir a Texas] fue redimir esta naturaleza salvaje y contribuir de este modo a la prosperidad, riqueza y fortaleza física y espiritual de esta República que he adoptado como patria (Reséndez, 2005:24, citado por Rajchenberg y Héau, 2006b:13-14).

Esta actitud contribuyó a la emergencia de la fi gura mítica del hombre fronterizo texano –y por extensión norteamericano–, ce-lebrado en la literatura popular y en el cine como pionero y héroe civilizador. En su Historia de Texas, Robert Calvert y Arnoldo de León (1990) afi rman que los residentes texanos de esa época,

viviendo, como lo hicieron, en un terreno remoto y frecuentemente in-hóspito, desarrollaron rasgos de rudeza e igualitarismo, incluidos el valor

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y el coraje cuando se confrontaban con el peligro. Este legado forma parte del carácter tejano (citado por Rajchenberg y Héau, 2006b:15).

También esta representación anglosajona del desierto en la época considerada tiene profundas raíces religiosas. En el tras-fondo se encuentra la visión puritana del desierto, alimentada por imágenes y pasajes bíblicos “que establecen la necesidad de conquistar la tierra inculta y de separarla de la cultivada, es decir, de la tierra ganada simultáneamente al reino de lo divino y a la civilización” (Torres Parés, 2004:423). Torres Parés refi ere que, en su estudio sobre La Biblia inglesa y la revolución del siglo XVII, el historiador Christopher Hill cita pasajes bíblicos como éstos, con los que estaban familiarizados los puritanos de la Nueva Inglaterra:

Y la tierra desolada será labrada –dijo el profeta– donde sea que permanezca abandonada a la vista de todos los que pasaron. El Señor multiplicará el fruto de los árboles y el aumento de la tierra para que nunca más recibáis oprobio de hambre entre las gentes (Ezequiel, XXXVI :34, 30).

Según Torres Parés, “algunos de los puritanos estadounidenses consideraron que cristianizar a los indios era también trasladarlos de la naturaleza a la tierra cultivada, lo mismo que económi-camente las tierras libres eran paulatinamente convertidas en Jardín” (2004:424). Más aún, según la visión de los puritanos de Nueva Inglaterra “l a verdadera religión se expande hacia el oeste desde tiempos inmemoriales, por lo que la expansión estadouni-dense al oeste sólo es parte de ese deber religioso” (2004:424). Finalmente, Torres Parés sugiere acertadamente que las tesis de Frederick Jackson Turner sobre “el espíritu de frontera” –es decir, la voluntad de empujar incesantemente las fronteras hacia delante y siempre más adelante–, como rasgo fundamental de la historia y de la cultura nacional norteamericana, no es más que la versión secularizada de la visión puritana de la marcha hacia el desierto (2004:420ss).

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Epílogo

Si es verdad que las representaciones sociales –siempre inscritas en contextos históricos y sociales específi cos– orientan y guían las prácticas, se comprende que la consecuencia fundamental de esta manera de ver las cosas no pudo ser “la propensión a ceder el espacio desértico” y a replegarse territorialmente, como en el caso mexicano, sino, por el contrario, la voluntad de expansión permanente sobre las fronteras del suroeste des-értico o semidesértico, y la insaciable voracidad de territorios, que han sido características mayores de la geopolítica norte-americana en relación con México en el siglo diecinueve. Y pensamos que justamente el encuentro entre la “propensión a ceder” de los políticos liberales del siglo diecinueve, derivada de la representación de los desiertos norteños como ajenos a la patria y carentes de todo valor, y el incontenible expansionismo norteamericano, derivado de su visión pionera de esos mismos territorios como tierra de promisión, explican en términos psico-sociológicos, y no políticos, un hecho aparentemente anómalo y enigmático en la historia del siglo diecinueve mexicano: la fi rma del Tratado McLane-Ocampo en 1859,14 nada menos que por Benito Juárez, de cuyo patriotismo y acendrado naciona-lismo es difícil dudar.

Justo Sierra (1972) buscaba angustiosamente la solución a este enigma histórico en su obra Juárez, su obra y su tiempo, planteando el problema en los siguientes términos:

14 Como es sabido, este tratado estipulaba el derecho de libre tránsito de los ciudadanos de Estados Unidos por territorio mexicano siguiendo una ruta que uniría a Matamoros con Mazatlán, la cual incluiría un borde de 10 leguas (57 kiló-metros, aproximadamente) de ancho a cada lado y a lo largo de todo el paso, para comodidad y protección de los usuarios norteamericanos in transitu. Este tratado también contemplaba el libre tránsito por una vía que enlazaría en línea recta a Nogales con el puerto de Guaymas. El tratado no fue ratifi cado por el Senado estadunidense porque, entre otras cosas, los senadores norteños no querían en esa época favorecer el auge económico de Nueva Orleáns. El tratado fue cancelado por el presidente Cárdenas en 1938.

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Yo busco para mí una explicación de este fenómeno de orden psico-lógico: ¿Cómo es que hombres de una moral cívica excelsa, de un patriotismo tal que ha sobrevivido incólume y espléndido, no sólo a los ataques de estupenda violencia de que han sido víctimas en vida y muerte, sino al hecho mismo, al acto que constituyó su falta suprema, acto de irreductible gravedad para su memoria; cómo es, en suma, que repúblicos como Juárez, Ocampo, Lerdo, compaginaron esa obra de tan claro aspecto antinacional? (pp. 193-194).

Nuestra propuesta de explicación apunta, sin excluir otras causas más coyunturales, a la fuerza cuasimaterial de las representaciones sociales de una época, sobre todo si están profundamente arrai-gadas en el imaginario colectivo y han funcionado en la larga duración con la tenacidad y la fuerza secular de los arquetipos.

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Fecha de recepción: 5 de noviembre de 2006Fecha de aceptación: 18 de diciembre de 2006

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The Trouble with Boredom.Contextualising the Disposition,

Analysing its Potential

María Alejandra Sánchez VázquezUniversidad Autónoma de Baja California

Abstract. This article analyses boredom in museographic environments. From an ethnographic perspective, a difference is made between the monotony that affected the employees of the institution from the misbehaviour of not few bored souls. One aim is to rethink the importance of boredom for the human being, specially in matters of introspection and understanding. A corolary of this article is to remember that an uninteresting and static working environ-ment evidences museographic failure; the contemplative and muted pace of the visitors does not.

Keywords: 1. estudios de museos, 2. aburrimiento, 3. fatiga de sala,4. divulgación de la ciencia, 5. organización en museos,

6. comunidades de práctica.

Resumen. En el presente artículo se analiza el aburrimiento en ambientes museísticos. A partir de una perspectiva etnográfi ca, se marca la importante diferencia entre la monotonía que afecta a los empleados de una institución y la indeseable conducta de aquellos que parecen andar aburridos entre los co-rredores. Uno de los objetivos es repensar la importancia del aburrimiento para la vida humana; especialmente cuando se trata de fomentar la introspección y el entendimiento. El corolario en este artículo es recordar que un ambiente de trabajo poco interesante y estático es evidencia del fracaso museográfi co; no así el andar contemplativo y silencioso de los visitantes.

Palabras clave: 1. museum studies, 2. boredom, 3. room fatigue,4. popularisation of science, 5. museums organisation,

6. communities of practice.

culturalesVOL. III, NÚM. 5, ENERO-JUNIO DE 2007

ISSN 1870-1191

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MOST POPULARISATION CAMPAIGNS, regardless of state or coun-try, are similar in one respect: They all encourage children to fi nd science entertaining. The adjectives most frequently used to advertise the newest exhibitions in any science museum are ‘en-tertaining’, ‘interesting’, ‘fantastic’, ‘enjoyable’, even ‘magic’.1 As a researcher of the public understanding of science, one cannot only ask what makes science attractive; instead, an anthropologist asks fi rst who makes it attractive. How do the staff working for museums or science centres succeed in exciting the public with displays of science? The question seems especially salient after spending several months inside a planetarium, exhausted amid its repetitive environments. After experiencing the monotonous daily routines of the workers in the centre, the most pertinent question was not only who made science attractive, but what sort of understanding of science was accomplished in a soporifi c working environment.

The aim of this essay is to explore boredom. It will be enquired why tediousness seems to be feared by museogra-phers. We will consider if boredom can be signifi cant in the socialisation of the scientifi c spirit, and if so, in what way. Two situations are considered here to further the understand-ing of boredom in museums: boredom as the preamble to the feeling of ennui, and boredom among the workers of an institution obsessed with hyperactivity. The following lines are an attempt to explain why boredom has always been so present in museums; and why it can become a problem among staff but a need for the visitor.

1 Nelkin (1994) and Sánchez Vázquez (2000, 2003) have already suggested how the promotional metaphors that scientists use to communicate their sci-ence to the public are part of strategies that can mislead the public but most importantly, cause problems for the scientists themselves. In the present context it is important to notice that the museums are taking the position of the mediator and it is they who may be also causing problems for the ways in which scientifi c activities are perceived by the public. See as well Wynne, 1992; Neidhardt, 1993; Durant et al., 1996; Macdonald, 1996; Kerr et al., 1997.

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The power of boredom

Given that many science centres promote science with the prom-ise of entertainment, it becomes salient to think about how insti-tutions attempt to avoid boredom and why it seems impossible to eradicate. The interest in thinking about boredom emerged after spending a year, 2001-2002, doing ethnography about the popularisation of science in a Mexican planetarium-museum. Time and again people of all ages—workers, guides and visi-tors—expressed boredom verbally or with their bodies.

Maybe boredom was felt more acutely by this observer because of the sense of expectation generated by the entertainment that was announced in every science campaign. The planetarium’s ostensible function was to be a centre for leisure with the purpose of motivating people to have an interest in science. But seeing so many people bored and feeling it personally day after day, made it relevant to think about boredom in the planetarium, as well as the consequences of its presence for the understanding of scien-ce, and get rid of it to study the popularisation of science. But it never went away; boredom was ever so present that it became a must to take into account, while analysing the explanations and understandings of science.

To answer the question of what effect a soporifi c environment has on the popularisation of science I would fi rst like to quote Reinhard Kuhn by saying that boredom can be seen as an idée force; ideas that are ‘far more than abstract intellectual con-cepts’. The idea of boredom has ‘contributed to the formation of the human spirit.’ Ideas like this do not ‘merely refl ect what already exists’ because they act as ‘creative forces’ that help ‘mould the human mind and shape reality.’ Some other similar idée-forces are ‘love, hate, charity, envy, pride and jealousy’ (Kuhn, 1976:3). Words like these hide a range of meaningful interpretations that we can too easily overlook in spite of their implications. In any case, the idea of boredom can mould our experience of understanding science, art, culture, the native,

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history, and so forth. Hence we must look at its possible effects more closely.

Signs of boredom

I seldom heard the phrase ‘¡Qué aburrido!’ (How boring!) – not as often as I would have expected. On one occasion I heard a girl from Tijuana, a Northern Mexican city, complain. She told her grandmother that there was nothing to see at the planetarium, and pleaded with her to do something to convince the group to leave sooner and go to the metropolitan zoo instead. But not every member of her group was bored and the grandmother expected her granddaughter to fi nd something to attract her interest sooner or later.

On another day, a guide called for the attention of the group she was leading after she heard many of the children complaining about being in the planetarium when they wanted to go to the zoo. The children were told at school that they would visit the zoo, but they were taken to the planetarium instead.

Seeing one or two children bored was the norm. I did not ever see a whole group bored, although whole families could be, especially after the youngest children began complaining and had to be dragged through the rooms. On one occasion I helped the special-events manager treat a girl for a bite infl icted by her three year old-brother. She said her brother was so fed up that he grabbed her and bit her chest in despair. This planetarium was not entertaining for the very young; not only because the centre was designed for people who could read but because there was nothing they could safely reach. Still, many grown ups, walking in a place where they could read and reach, felt bored too while in the corridors.

There was always a group of bored souls in the larger groups of people old enough to understand and read. I saw many boys, girls and teenagers yawning while sheepishly following their peers. I

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saw others walking from one exhibit to the next with their hands in their pockets and moving quickly on to the next exhibit.

The characteristic interaction of the groups with the guides started by following them. Then the children or teenagers would gather in front of the fi rst exhibit or picture. Most of the children would try to get the front places; there was always a struggle to stand at the very front, closer to the guide, in which elbows would be used. The same behaviour would be repeated at the second and some times even at the third exhibit, but thereafter attention seemed to fade and only a few children, generally those who did not fi ght with their elbows before, stood calmly closer to the guide until the end of the tour. Every minute expectations seemed to fade, and a sort of learned group behaviour would characterise the groups after seve-ral minutes of attention to the guide. Very few children held their level of interest throughout the tour. This syndrome is well known among museographers who call it ‘room fatigue’. To prevent it, some museums suggest that those in charge of the school-groups focus on one room per visit. The reason they give is that children seem to lose interest after the fi rst half hour of explanation, so some museums recommend that the school visit lasts for half an hour and the rest of the time is spent playing. In the planetarium observed no one suggested this and I believe that even if someone did, the teachers in charge would not pay much attention to it, because they had their own agenda during the visits.2

When groups were not interacting with the guides, different behaviour revealed the boredom of the visitors. Grown-ups crossed their arms over their chests and only followed the rest of the family or group; many visitors quickly walked through the rooms without paying much attention to anything and often with similar, characteristically expressionless faces (not even

2 Some specialists in museums in Mexico mention that although many efforts are made to involve teachers in the planning of visits to best suit the children’s be-haviour, the teachers interest is almost nil because of the excessive workload they have in school. Attending a museum’s specialist talk is an unpaid activity that is an extra job for teachers. So when a school group visits a museum or planetarium most teachers will treat it as spare time to relax their attention over their groups.

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fi nding me watching them seemed to matter). As for the guides, they often had to raise the volume of their voice from exhibit to exhibit, until they took the groups to the recreational physics area where all the children were free to play and touch anything, and where the guides could go backstage to relax.

Since the normal course of things was to replicate school be-haviour, the guide stood in front of the group, which took notes or listened without saying anything. Complaints were not often heard because of the fear children seem to have learned to feel for the authority of the adults. Yet, the tedium was certainly felt. To contrast with the humdrum experienced inside the rooms, the behaviour of the children changed noticeably when they were outside the planetarium in the gardens, eating lunch, chatting, running and playing.

I think not much is said about boredom because people have learned to cope with it since childhood. As Reinhard Kuhn’s (1976) work on ennui suggests, the kind of boredom felt by school children when listening to the teacher is the most common form. This was the expression of apathy most obviously seen at the planetarium too. Orders were given by the teachers and the guides in an environment which was interesting to a child because of its newness, but soon, after two or three stops on the tour, boredom prevailed. This common type of detachment is that illustrated by the student sitting in the classroom who half listens to the lecturer; or by the person standing in line, or people sitting in the subway. This type of boredom is a temporary state ‘dependent almost entirely on external circumstances’ (Kuhn, 1976).

When the conditions that induce this frame of mind cease, as they always do, the forced inactivity of the mind comes to an end as well. The bell that signals the end of the lecture always rings; one’s turn at the checkout always comes; and the train always reaches the station that is home (Kuhn, 1976:6).

The cure for this distress is its termination, ‘which the passage of time inevitably brings’ (Kuhn, 1976:6).

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The search for excitement: Attraction and detraction

Boredom and its effects would be over as soon as a new activity took place. When in large groups many things could call back people’s enthusiasm, although not necessarily for the science. For example, there was one thing that excited children, teena-gers, mothers, fathers, nuns and teachers all the same: The Van de Graaff generator. Many visitors had been to this planetarium more than once. If interviewed with his or her family, a child might have said that s/he visited the planetarium with his school group once or twice before visiting it with his parents, and, inva-riably, would remember the ‘electric shocks machine’.3

Once I walked around with a family of emigrants who had come back from the United States to visit their relatives. The mother was a humorous woman who mentioned to the guide how she convinced her son and daughters to go to the planeta-rium. It was only by talking about the effects on the hair and the electric shocks felt when holding hands and touching the instrument that her children agreed to visit the planetarium with her. She talked to me about what she remembered from her early visits to the planetarium in the eighties, while she was ‘doing chemistry’ by mixing water and powdered baby milk for her youngest child.4

The generator was the major attraction in the Physics rooms. If anyone was bored, after watching how it made hair stand up in

3 The generator was not just the most outstanding memory among visitors in this planetarium. In Mexico City, after I interviewed the visitors of the National University’s Science Museum, most children mentioned the ‘machine that raises your hair up in spikes’ or ‘the shocks when holding hands’ as the most memorable event of their visit.

4 From Barry we learn that the importance of the experimental body has been for a long time an interest among those who study science. Foucault wrote about the ‘political anatomy’ of the museum visitor; Simon Shaffer wrote about the essential role played by the audiences who witnessed the natural philosophers’ experiments, the audience used to be ‘part of the experimental apparatus’ (Foucault, in Barry 2001:130-131). See also Bennett, 1995, 1998, and Barry, 1998, 2001.

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spikes, every visitor felt enthusiastic about participating with the guides. It was amusing to see how the generation of electrostatic energy made people feel enthusiastic again about spending time in the planetarium. It was the same situation as that recalled by Bachelard (1983) when during the eighteenth century, electricity was a major social attraction. Bachelard concluded how someti-mes ‘violent memories’, like electric shocks, are remembered for their signifi cance. These moments constitute memories that are ‘excessive’, over-rated experiences that provoke a fake interest in knowledge. This kind of experience satisfi es our curiosity, but scientifi c culture is obstructed instead of favoured; ‘knowledge is substituted by admiration, the images take the place of the ideas.’ And the rest of scientifi c culture may seem boring thereafter (Bachelard, 1983:34-47). Bachelard’s is a signifi cant argument that contradicts the way science is presented in most science centres for children. A major question is how much do children learn from these experiences, and does interest in science not get substituted for the mere need for a thrill?

Whatever the case may be, at this planetarium in the year 2001 and since 1982, the generation of electrostatic energy was the most memorable experience among the public, and it revived en-thusiasm for a little longer in the exploration of the rooms. After feeling the energy from the generator, every group of children always broke the circle of electrostatic current with a renewed interest in play and the objects in the room.

Some of the sounds of the environment had a similar effect on the children’s attention, making the planetarium seem exciting and promising for some time. When they were organised for the fi rst time by the guides in the foyer, the moment the children heard the roars of the dinosaurs at a nearby exhibition, they seemed to experience extraordinary excitement that made them jump or hug their friends. This happened most frequently among the very young who usually had great expectations of the centre. In contrast, many small children felt fear instead. Another sound that captured the children’s attention, or at least helped to sustain

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a degree of anticipation during the visit, was the scream heard from the people gathered around the Van de Graaff generator in the physics room.

Paradoxically, the sounds were both an attraction and an anno-yance. For those working at the centre, the repetitive dinosaurs’ roars recording was discomforting and sometimes even irritating. Some members of staff had suggested to the administration many times that they installed a sensor that distinguished when the Ju-rassic World was being visited from the long hours when it was empty. By installing this device, the roars would only be heard when visitors walked through the room and not all day long as was the case. The suggestion was never taken up, so the roars continued non-stop. Something similar happened with the xylo-phone. Whoever designed the instrument never imagined that, from the four tunes available on the plaques, only ‘La Cucaracha’ would be played again and again because of its proximity to the place the player stood. The designer did not imagine how loud La Cucaracha would sound in the enclosed room without a ceiling. The designer also did not imagine that putting the xylophone so close to the door of the administration offi ce would be a major inconvenience. After several years and many more ‘cucarachas’, the last director fi nally ordered a ceiling to be built to minimise the sound from the xylophone.

Monotony and dullness in the working space

These contrasting days were the norm; day after day, riot was followed by emptiness in repetitive cycles. Two or three times a day, the planetarium would be fi lled with the collective yell of those holding hands to feel the shocks; but even this would be drowned out by the even louder reverberation of the speakers calling an employee to the offi ce. In the following minutes, there would be a partial silence, sustained over the repetitive cycle of the dinosaurs’ roars. That steadiness, or emptiness, forecasted

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the employees’ escape to their hideaways. The predictable mo-notony of contrasts made me grow aware of an uncomfortable creeping feeling of exhaustion. The weekly schedule made this hectic routine feel heavier and, I presume, the cycle of a year lived in the planetarium would be followed by a similar one, leaving the employees with a calendar of repetition synchronised with the school schedule. Were the employees as exhausted as I was feeling?

In the same way that there was a contradictory situation where the same sounds that annoyed the staff attracted the public, the planetarium’s environment was contradictory because though it was supposed to be a place for leisure, it had an uncomfortable working atmosphere. The centre was controlled by people who behaved like teachers in a school room or like indifferent bureaucrats. Leisure and work co-habited in these spaces.

I began researching the staff’s feelings soon after I began seeking real silence. I wondered if the people working inside those walls enjoyed their job and the atmosphere of their work-ing place. Some had worked for the centre for more than fi fteen years already and wanted to continue working there. After a time discovering their hiding habits and hiding with them, I woke to a different perspective. It was behind the walls where they could relax, but most importantly, where they could escape the monotony, and by consequence, the public.

I remember one morning when I saw an acquaintance—a populariser of science in the region—visit the planetarium with her daughter’s school-group. After greeting each other, we ar-ranged to meet later after the visit, outside in the garden. I was interested in fi nding out the impression the place made on her. Two hours later, I found her surrounded by seven girls and boys at the parking lot. They were all looking at one of the mothers’ cars. A thief had broken one of the windows to steal the stereo system while the group visited the planetarium. My acquaintance was upset and began complaining angrily about the whole experi-

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ence. She said she could not understand why the planetarium was so neglected: the rooms, the toilets, the exhibits. ‘...The guides! They do not have a clue about science; they cannot answer the children’s questions!’

After visiting the planetarium, this populariser said that the absence of interest that reigned in the centre among staff and the guides’ low level of knowledge was unacceptable. She was convinced that the interest, knowledge and passion that the populariser feels for her subject is what matters most. She said the children very quickly became bored and were disappointed in their city’s planetarium. She, like many other people, wrote to complain to the administrative secretary.

The spaces outside the offi ces felt dull: it seemed that the employees’ routine tasks were a source of tedium and this was manifested in their apparent lack of interest. The exhibitions, the spaces, and some of the guides’ scripts were boring to the children. Not all and not for all though. This necessitates that a distinction is made between the boredom felt by the employees, and the boredom provoked by the dull exhibitions that made up the majority in the planetarium.

One evening, while eating lunch at one of the gardens with two of the guides, one of them sighed suddenly and said that she loved working at the planetarium. The other guide sighed as well while eating her hamburger. I could not believe my ears. They were so thrilled about the subject and I could not under-stand how they felt. I had to ask if they were serious because I thought they might be joking, but they had that special sparkle of someone who experiences an insight. They did not look at me while answering. With their eyes lost among the animal shapes of the trees, they began to talk about the effort they put in making the planetarium look better than it really was. One of them said how she had to act optimistically in the presence of the adult public whenever she heard a complaint about the poor state of the rooms or the exhibits. ‘We have to do magic’, she said. Their efforts were not enough.

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The long hours observing hundreds of girls and boys entering and leaving the rooms in the planetarium were useful for obser-vational purposes. But it was diffi cult to differentiate those who understood anything at all. Were these young people learning about science? Were they learning anything at all?

An important question is how the working environment was affecting the explanation and understanding of science? A more signifi cant one is if it is fully considered by museographic insti-tutions how relevant it is to help the employees shake boredom off and to support them in doing so?

The stick and the carrot

This section broaches the subject of the cohabitation of leisure and work and so is titled after Csikszentmihalyi’s remark on how people motivate themselves:

The management of behaviour, as presently practiced, is based on the tacit belief that people are motivated only by external rewards or by the fear of external punishment. The stick and the carrot are the main tools by which people are made to pull their weight (Csikszent-mihalyi, 1975:2).

This seems to also be the case in the public understanding of science. In many centres, the motivation to promote learning is concealed under the promise of fun. Like many similar institutio-ns, this planetarium was conceived to help educate the population in a zestful environment. We have mentioned earlier how, from the perspective of science centres, understanding science can be a joyful activity: learning while playing is often their motto. But considering Lefebvre’s ideas about public spaces, there are differences between conceived spaces and the ways these are lived in and perceived. The planetarium was a place conceived for the understanding of science and technology through play. But in fact, the centre was lived as a place where leisure and

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obligation shared the same setting. Play, as a motivation for learning, was less visible to the observer than the reinforcement of ordered behaviour as lived in a primary or secondary school. Discipline came fi rst. Although the planetarium’s publicity said learning science could be entertaining, the initial motivation was transformed into disciplined behaviour in most of the rooms during school visits.

The planetarium may have been presented as an entertaining place to learn science and seen by primary school children as an occasion to have fun. However, while children were in a school group, usually enjoyment came second to the educatio-nal objective of standing silent while being told about sciences and technologies. The guides characteristically behaved like an extension of the teachers in the classroom. Although each guide had her or his style, they all behaved like teachers who knew the information needed for a particular activity (reproducing the patterns they learned at school). The guides were experienced in controlling the groups, including the punishment involved (maybe also as learnt from school). Respect for the guides or reprimand by the teachers enforced the fear of punishment that the students seemed used to. In contrast, the joy of playing was sustained as the external reward; as the motivational side of attending a science or history class. Play, enjoyment and food would come later, but it was expected that the group behaved properly during the guided session.

Following Mihaly Csikszentmihalyi’s arguments on motiva-tion, ‘children are threatened or cajoled into conformity with parental demands’ fi rst, and later in life they are involved in similar environments at school, with grades and symbolic pro-motions used by teachers as motivation. A similar system exists even later at our workplaces (Csikszentmihalyi, 1975:2). This objectifi cation of incentives into grades fi rst, money and status later, has been basic to the development of a ‘rational, universal motivational system whereby communities can produce desired behaviours predictably and can allot precisely differentiated

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rewards to construct a complex social hierarchy’ (Csikszent-mihalyi, 1975:2). For Csikszentmihalyi, the ease with which external rewards are used is frightening:

When a teacher discovers that children will work for a grade, he or she may become less concerned with whether the work itself is meaningful or rewarding to students. Employers who take for granted the wisdom of external incentives may come to believe that workers’ enjoyment of the task is irrelevant (Csikszentmih-alyi, 1975:3).

Jean Lave and Etienne Wenger (1991), described the learning communities we all participate in, and wondered what are people really learning? Here is a partial answer from Csikszentmihalyi to support the observations at the planetarium:

As a result, children and workers will learn, in time, that what they have to do is worthless in itself and that its only justifi cation is the grade or paycheck they get at the end. This pattern has become so general in our culture that by now it is self-evident: what one must do cannot be enjoyable. So we have learned to make a distinction between ‘work’ and ‘leisure’: the former is what we have to do most of the time against our desire; the latter is what we like to do, although it is useless. We therefore feel bored and frustrated on our jobs, and guilty when we are at leisure (Csikszentmihalyi, 1975:3).

In the conceptual planetarium, work and learning should not be distinguished from leisure. In the space as it was lived, the understanding of science subsisted in a disciplined environment and as part of a school task, not as a rewarding activity in itself. So, in fact, it was the process of learning that was manipulated in the conceived plan, but in the actual and concrete place, learning was again the ideal outcome of the disciplined attention of the visitors, and the authoritarian attitudes were the norm among the guides. What were the visitors and guides understanding about science?

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The objects as the core: Investing in the unintended

Kathleen Stewart, an anthropologist, might have called this pla-netarium a ‘space of desire’, somehow similar to the roadside environment she described in Western Virginia, United States: ‘in-fi lled with texture and the force of imagination and desire’ (Stewart, 1996a:4, 1996b). The institution had been, for several administrations, the space in which to wish for the public to be-come interested in science. Year after year the fi rst exhibitions in the old rooms and some newer ones fi lled the centre wishfully. People came and left and the employees grew older as well as the bonds or ruptures among them. The administration in turn decided to invest in the betterment of the exhibitions leaving the social aspects to the side.

One Mexican specialist in the popularisation of science said during a conference: ‘In a bad science centre a child learns that when he or she presses a button, nothing happens’. I am sure that anyone who has visited a science centre and pressed a button that did not move anything experienced an odd feeling close to frustration. Personally, what came to my adult mind whenever I pressed such a button was that maybe I was not making it work properly. The second feeling was that I could not perceive what I was supposed to. Only later did I realise that it was sim-ply faulty. In the planetarium, often three or four displays had that kind of buttons. Once I even had to stop the director from pressing a button for the fi fth time and from shaking more and more vigorously a white stick that worked as an impermanent screen for the projection of images. ‘It is out of order since two weeks ago’ I said. That optical display broke one month after its installation.

Between two extremes – electric shocks or nothing – are many slight or subtle phenomena that result from pressing the buttons that do work. However, we have already become insensitive to the minor and expectant of the obvious. I confi rmed this per-sonal impression during my attempts to explore what children

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and teenagers were learning at other science museums. When I asked them what they had learnt, the most immediate and com-mon answer was: ‘electric shocks’ ‘it was fun’. They only talked about the most memorable and obvious, nothing else. Walking around every room one sees children pressing, pushing or pulling violently any button, crank or handle without waiting to see the outcome. Fun seems to be to pull, push and hit. Fun is less often waiting, watching, trying again, watching again and assessing. Only a few children waited to see what happened, and even fewer considered thinking what could be wrong and tried to rearrange the exhibit before pressing again or leaving.

I remember when I saw one of these few children at the pla-netarium. Observing how different people used the Newton’s cradle, I had time to corroborate that children learnt that the exhibit did not work. Most of them walked towards the cradle, held one of the metallic spheres higher and then released it to see how it hit the rest of the spheres. The third ball was tangled up with the fourth, leaving a space that prevented the collision of all the spheres. The third law of Newton: ‘If one body exerts a force on another, there is an equal and opposite force, called a reaction, exerted on the fi rst body by the second’5 could not be properly visualised because of the entanglement. Only one child tried something else. He was a nine-year-old boy who tried the exhibit and saw it did not work. His friends left to watch some-thing else but he stayed and untangled the spheres until he made it work properly. Indifferent, he did not read the poorly-spelled explanatory plaque; he fi xed the display and left. Evidently he had seen that instrument before; he knew how it was supposed to work, so he fi xed it. But, what about the children who had not seen it before? What can a person understand when there is not even a plaque informing that the instrument is out of order?

While experiencing an environment with its particularities, the individual perceives and learns from participating in that context,

5 Third law of motion by Isaac Newton in the Oxford Dictionary of Science, 1999, Oxford University Press.

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not so much from the conceived concept upon which that func-tional or dysfunctional environment was once built (Lefebvre, 1991). If the environment where children and adults are invited to learn about science is a dysfunctional place with old exhibi-tions, buttons that do not make things work, unprepared staff, a bureaucratic environment and a school-like setting, then one should wonder what learning results? Or how does knowledge survive these kind of environments?

This question presupposes a diffi cult answer, especially after it is widely acknowledged that children learn even if we think they are ‘only playing’, because they are wholly engaged. I would like to present here the idea that among the many things we learn, we get used to feeling bored, and we learn to devalue the capacity to attend (as suggested by Bateson, 1994:56), to be patient and to contemplate. What we feel when we realise we are not excited by the stimulus seems to be uninteresting, unimportant. So the question remains, what is the ensuing learning in an environment promoted as entertaining but which is not quite?

Boredom in museums

Museums in general have provoked in many a sense of bo-redom and this has hampered attendance at their exhibitions. Interestingly enough, in museum studies, the word boredom is not commonly found. Boredom´s symptoms raise worries, but boredom is not studied as a fact.

Among museographers, one way of describing boredom is fati-gue. They fi ght against the room fatigue by displaying appealing exhibitions designed to secure interaction by the public with the objects (de Rosnay, 1994:24). Joel de Rosnay coined the phrase intellectual ergonomics to name techniques applied to exhibitio-ns after understanding the behaviour of the public in exhibition rooms. Observing how people of different ages, gender and in

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different social groupings walk around the displays has informed the designers. To give the impression of movement is the goal; even the typography of the plaques should avoid giving the im-pression of stillness. Exhibitions should be placed at different levels so children of all ages can reach to see them; differing, non-linear routes should be designed so people, even if they are rushing through a room, may encounter something interesting on the way out; redundant information should be placed everywhere, so that the learning process becomes more effi cient (de Rosnay, 1994:23; Brookes, 1994; Hooper-Greenhill, 1994a). The newest science centres of the world have stimulating exhibitions tailored to suit the diverse behaviour of the public in buildings. Nonethe-less, boredom is still common in many intellectually designed exhibition centres. It is therefore surprising that boredom is less studied as a fact than it is fought as a problem.

A Mexican museographer called ‘the museum vaccination’ to that belittling behaviour expected in a museum (silent, of res-pectful contemplation and almost reverent). This phenomenon takes place in many museums and has vaccinated generations of people against the museum visit. Today, museographers must convince people to visit museums by allowing a different behaviour in the rooms – or at least in the workshops – which is still, in any case, highly controlled. However, the words of Paul Valéry make one think about the complexity of what really happens in an exhibition room:

A strangely organised disorder opens up before me in silence. I am smitten with a sacred horror. My pace grows reverent. My voice alters, to a pitch slightly higher than in church, to a tone rather less strong than that of everyday. Presently I lose all sense of why I have intruded into this wax-fl oored solitude, savouring of temple and drawing room, of cemetery and school... Did I come for instruction, for my own be-guilement, or simply as a duty and out of convention? Or is it perhaps some exercise peculiar to itself, this stroll I am taking, weirdly beset with beauties, distracted at every moment by masterpieces to the right or left compelling me to walk like a drunk man between counters?

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Dreariness, boredom, admiration, the fi ne weather I left outside, my pricks of conscience, and a dreadful sense of how many great artists there are, all walk along with me (Valéry, 1960:203).

I cannot confi rm that boredom is seen as an ‘enemy’ in the same way as it has been perceived in religion,6 but there is certainly a noticeable emphasis on promoting exhibitions as entertaining –the opposite of boring, without assuming that a museum visit evokes many, and contradictory, emotional states.

The lines quoted above from Paul Valéry were discussed in a group of museum specialists at Manchester in the year 2002. Valéry’s text was used to provoke a discussion about the pub-lic’s experience of museums. The people gathered that evening agreed that the essence of the problem was as suggested by one archaeologist. She revealed how she constantly strived to feel surprised again, to the same degree as the fi rst time she felt she had understood something striking. Whenever she faced the challenge of designing a new exhibition, she wanted to reproduce that original emotion of surprise and replicate it for others. This continual search for surprise may be the same in every museum that goes through changes intended to achieve the goals of becoming both sustainable and attractive to new people.

Exhibition designers strive to create hype, surprise and enter-tainment in their exhibitions. All over the world, people in the museum circuit is trying to counter the museum vaccination by building attractive displays and creating hands-on exhibits,

6 The subject of ‘boredom as an enemy’ has been dealt with in, at least, a novel and a theological book. In The Journal of a Country Priest (1936), Georges Bernanos wrote about the destructive process of a bored town. Boredom was the fatal illness of the parishioners who suffered from a void that not even God could fi ll. In The Enemy is Boredom by Guy (1964), the writer, an English priest, tells of his experiences in defeating boredom among the parishioners of his church. I acknowledge the relevance of studies of boredom in religion, as in school and the working place, but given the scope of the present article that stems from a PhD thesis, they were not developed. These relationships remain for future studies.

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compelling the visitor to participate and not just to stare (Padilla 2000:85; Silverstone, 1994 [1992]; Miles and Tout, 1994 [1992]). Yet the curator’s interest is not only in striving to design attrac-tive exhibitions. Curators are asking how they can transform current practices in science museums and other institutions to improve exhibitions, attract more people, and become sustain-able with reduced public funds (Brooks, 1994; Durant, 1994; de Rosnay, 1994).7 It is not out of place to remember that sci-ence museums are ‘communicating environments’ (Silverstone 1994:36) where information tends to be presented to the public as scientifi c facts: ‘as unequivocal statements rather than as the outcome of particular processes and contexts’ (Macdonald, 1998a:2). Macdonald has explained how, after an exhibition is set in place and tidied, ‘the assumptions, rationales, compromises and accidents’ that lead to the fi nished exhibition ‘are generally hidden from public view’. Exhibitions emerge as a result of a complex interplay of institutional and individual forces and are consumed in a multitude of different ways by visitors. But they appear as anything but arbitrary. They are structured according to their own rhetoric, a rhetoric which seeks to persuade the visitor that what is being seen and read is important, beautiful, true (Silverstone, 1994:36).8

7 The public understanding of science has been adopted by neo-liberal gov-ernments, becoming a primary government interest and a profi table business for entrepreneurs. Educational, industrial, scientifi c and economic interests are merged together in the public understanding of science. John Pickstone inter-preted the public understanding campaign in Britain as a ‘corporate good and a corporate goal’ (2001:192). In Mexico, science museums are following a similar commercial path.

8 Because of all these factors, science museums, planetariums and similar institutions are seen by scholars as very rich arenas in which to analyse society through the way in which science and technology are promoted. It appears that museums are defi ning what science should be for society – they are a sort of inter-face between the scientifi c, the social and the productive, which must be explored (González et al., 2001; Macdonald, 2001, 1998a, 1998b, 1996; Silverstone, 1994; Butler, 1992; Haraway, 1989). In the science museum, a place where science is not only produced but authorised and legitimised for public consumption, the roles of scientists and museographers have shifted.

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Hooper-Greenhill (1994b:3) differentiates the intended from the unintended messages given in a communication system like an exhibition. It appears that the promoted interest and enjoyment become the intended messages in contemporary popularisation of science activities. Boredom, an evident outcome in the plan-etarium rooms, is banned from the discourse, although it prevails. But boredom may be interpreted as an unintended message behind the popularisation of science. The unintended message that is communicated may be that learning science should be entertaining. If learning science is not enjoyable and leads to the child feeling bored or indifferent, then something must be going wrong with science or the individual, rather than with the object, or the environment where it is represented. Because boredom is generally interpreted as a negative outcome and we do not usu-ally blame the objects, science or the individual’s intellectual capacity are accountable.

In Boredom [1924] (2002), Siegfried Kracauer, analysing the everyday life of his time, wrote that ‘the environment of moder-nity is made up of commodifi ed forms of communication (ad-verts, fi lms, radio and so on) that aggressively hail and inculcate their audience’ (Kracauer, 2002:301). Ben Highmore introduced Kracauer’s article, suggesting that ‘the designed environment of the commodity has set its designs on us’ (Highmore, 2002:302). The genuine search for the reproduction of wonder in an exhibi-tion may be interpreted as the design of a commodifi ed form of communication as explained by Kracauer.

A fi rst step to understand boredom would be to keep in mind that museistic environments are the result of some sort of cogni-tive and behavioural engineering. Barry, as other authors, sees in interactivity a dominant model in which objects ‘can be used to produce subjects’ (Barry, 2001:129).9 Man, as Foucault puts it, ‘“appears in his ambiguous position as an object of knowl-edge and as a subject that knows; enslaved sovereign, observed spectator” (Foucault,1997:312). In other words, interactivity has

9 See for example Hooper-Greenhill, 1992; Bennett, 1998:30; Macdonald, 1998a:16.

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been taken as a promise to turn the museum visitor into a more active self (Strathern and Macdonald, in Bennett, 1995:7). In this production of active subjects, the knowledge acquired regard-ing the behaviour and habits of the individuals seems binding because their objective has been to increase the effi ciency of the learning environment and reduce the time to learn. These intellectual designs should put the individual in the situation of fl ow. This is: the active subject should fi nd the subject matter appealing enough as not to feel bored nor fi nd it out of reach or diffi cult (Csikszentmihalyi, 1975). Although the time to learn is reduced, participation is abridged and boredom emerges fi lli ng the time that could be used to explore and understand—were the subject not so clear.

In Politics of Display, the authors seem to agree on the impact of the ways in which the creators and promoters of knowledge imagine their visitors to transform their spaces accordingly (Mac-donald, 1998a:18). Barry explains the centrality of scientifi c and technical objects that are today everywhere around us: in a science museum the body of the visitor is where scientifi c experimenta-tion can take place (Barry, 2001:200). However, the presence of these new environments for experimentation and technological progress does not always allow for negotiation. In such cases, the objects can turn into apolitical machines (Barry, 2001:140-141), closely resembling Ferguson’s developmental apparatus or antipolitics machine (Ferguson, 1985, 1994). For Barry and Ferguson, apparatuses can easily carry the closure to any pos-sible negotiation. The intellectual ergonomics implemented in science centres and museums stand for a contemporary learning model, leisure, and a method to keep the individual scientifi cally informed and entertained. Museographic interactivity is based upon the idea that we can understand scientifi c information by participating and using our body to learn as opposed to sitting on a bench, listening to the explanation of a teacher; activity, mind and body involvement versus passive reception. But entertain-ment cannot be eternal; sooner or later the individual will leave

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that engineered environment. We are conditioned to thrive for excitement at the same time that our periods of attention are reduced, and we get too susceptible about boredom.

Boredom as a social issue

Mary Catherine Bateson suggested in her book Peripheral Vi-sions (1994) that we, as individuals, grow conditioned to feel bored:

Sometimes when I talk with friends who spend hours in formal medita-tion it strikes me that they are seeking therapy for a wounded capacity to attend. As a society, we have become so addicted to entertainment that we have buried the capacity for awed experience of the ordinary. Perhaps the sense of the sacred is more threatened by learned patterns of boredom than it is by blasphemies (Bateson, 1994:56).

Modernity is characterised by an overwhelming input of information that has conditioned recent generations to always feel the need for more of everything. Bateson illustrates her argument with the daily problems that teachers at schools face: children grow up watching scientifi c programmes on television and these contemporary forms of communicating science set new challenges to those interested in educating children, especially when children become used to learning mostly through over-stimulation by sounds, music, fi ction, suspense, colour, action, animation and/or three-dimensional information that teachers at school fi nd impossible to reproduce. It is then understandable that children seem less and less able to concentrate in compulsory school-like environments where the same teacher, and not a fi lm or pop star, lectures them day after day without music or special effects. Bachelard (1983 [1948]) thought that scientifi c culture gets buried under the thrill of excitement. It seems as if when science does not look entertaining, colourful and interesting, it is not worth the experience. Entertaining children at schools

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grows expensive and requires multiple skills that teachers have to learn. By adding chocolate fl avour to milk – writes M.C. Bateson – we raise chocolate-eaters instead of milk-drinkers.10 Reinterpreting the metaphor, instead of encouraging children’s interest in science, their interest in hyperaction is nurtured, and the educational system appears to reinforce the child’s need for fun after hours of tedium. As children we are obliged to stay inside the room and listen to the teacher, so we grow used to coping with tedious days.

In other words, there seems to be a modern race against bore-dom everywhere but in the school. Boredom is perceived as a problem to solve, so the imposition of new rhythms sets enor-mous challenges to the educational systems of the world. This old ‘enemy’ gets some attention after several generations of children have grown accustomed to living part of their lives in environ-ments in which their natural disposition to play is repressed. While at school, playful interaction is seen as negative for the educational purpose of the institution, hence boring instruction is the major outcome. Boredom is not seen as a reality that might be central to behaviour and human agency in environments like school, where play and leisure are scheduled separately from the hours of learning. Although not all museums are boring and not all the time spent at school is dull, environments of inexpressive children are assumed to be negative for education, even after play is mostly forbidden.

Thinking about the invisible

Were the aim here to be critical about the institution that fails to improve the working conditions of its employees, or the me-diating elements that should make a visit to the rooms exciting

10 The problems of worldwide compulsory and legally enforced education are not the subject here. Nevertheless it should be mentioned that in Mexico as eve-rywhere else, formal compulsory education faces serious problems, and its reform is a major government issue (Esteve, 2003).

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for everyone, the result would be a mere critique using the same contemporary popularisation ideals as a frame of reference. A second option, and the one preferred here, was to focus on the description of the environment, as perceived, to feel boredom and analyse what was provoking it, what makes us conscious of it, and how and when we stop feeling bored.

Sharon Macdonald (2001) wrote about the possibility of paying attention to those things that do not happen. She distinguished scientifi c experiments that fail from successful ones that determi-ne the paths later followed by scientists. Failure, like the never-realised efforts described in Macdonald’s study of an exhibition at the Science Museum in London, are

as socially constructed and as culturally interesting, as is success [...] [An] anthropological-ethnographic exploration behind the scenes can take us into the world of such ‘almosts’, where they struggle with what may become ‘successes’, and into the classifi catory battles of which fi nished exhibitions are an, albeit important and visible, after-effect (Macdonald, 2001:118).

The planetarium is what it is: the temporary fi nal outcome of many attempts to keep it alive and appealing for the public. Considering the prominent presence of boredom, these attempts will always be partial because on one hand there is a powerful mediatic culture that depends on making everything for sale look exciting and perfect to satisfy created needs and on the other there is a schooling system that still trusts in the separation of play from duty and the merging of discipline and learning. Boredom will not be defeated under these circumstances. Ennui, that in-trospective condition, nevertheless has existed and may happen to all from time to time, always moulding the human mind and helping us make sense of reality (Kuhn, 1976).

When I fi rst began writing I could not help but feel a degree of resentment that the planetarium was so dull when it should not be. Why not? Why should I analyse it through the same lens of a desire for fun as when it was conceived? The analysis of boredom

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has to do with what is not supposed to happen albeit it does. As stated before, boredom is a key word, an idée-force, a word that can shape our experiencing of the world, and as Reinhard Kuhn has invited us to think, it is not often mentioned but is part of contemporary human perception of life (Kuhn, 1976).

Boredom, the eternal enemy? Whose boredom?

M. C. Bateson (1994) wrote about being habituated to the ‘hype’ of daily modern life, whereas Kracauer wrote about being ‘pus-hed deeper and deeper into the hustle and bustle’ until individuals no longer fi nd that extraordinary and radical boredom that will ‘reunite them with their heads’, and with their own existence (Kracauer, 2002).

For Kracauer, letting oneself feel boredom would allow a person to ‘do nothing more than to be with oneself, without knowing what one actually should be doing’ (2002:303, em-phasis added).

Kracauer concluded his brief article by saying that boredom becomes the only proper occupation as it provides a ‘kind of a guarantee’ that one is ‘in control of one’s own existence.’ In a very similar tone, Kuhn concludes his research on boredom by highlighting how the psycho-literary term ennui has not been seen by every author as a malady; instead, by some authors ennui has meant a source of inspiration:

As a negative force, ennui, if it does not engulf its victim, can and often does induce efforts to fi ll the void that it hollows out. It is the state that, if it does not render sterile, precedes and makes possible creation in the realms of the practical, the spiritual, and the aesthetic (Kuhn, 1976:378).

For the authors mentioned here, if one were never bored, so bored as to fall in this state of near-contemplation called en-nui, the individual could never be with her or his self, being

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subject to the artificial, the ongoing increase of consumption of unfulfilment. By sharing an ideology where boredom is seen as an enemy to the human spirit, the individual would always be subjected to that ideology that prevents him or her from exploring life; preventing the subject from being an individual (Althusser, 1976:133-138; Fortes & Lomnitz, 1991:73).

What are those ‘patterns of boredom’, mentioned by Bateson, that we have learned? What stops us from reaching the realms of our subjectivity when thinking is induced by our ennui?

There is one reason, at least, behind the apparent individual inability to voluntarily stop feeling bored, and it is related to coercion. Kuhn explains how ennui, under the name of acedia, assumed some of its negative force with the inception of Chris-tianity:

ennui began to occupy a central position in man’s intellectual and spiritual concerns. [...] In the religious anguish resulting from what Thomas Aquinas was to castigate as an abhorrence of all spiritual good, the romantics were to see a primitive version of their own malady (Kuhn, 1976:376).

But still in the early days of Christianity, some thinkers saw in acedia ‘a condition that could lead to salvation’ and later as a source of inspiration (Kuhn, 1976:376). Yet the vulgar boredom of daily drudgery is not actually what is at issue here, since it neither kills people nor awakens them to new life, but merely expresses a dissatisfaction that would immediately disappear if an occupation more pleasant than the morally sanctioned one became available (Kracauer, 2002:302).

The kind of boredom that everyone has felt during any routine or meaningless task cannot be learned nor prevented. In the words of a young female astrophysicist: ‘It is natural to withdraw for some time when paying attention.’ The answer to when it is that we withdraw seems more psychological, neural even, but not social. This naturalness about withdrawing for some time from

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paying attention makes a social explanation diffi cult. That state of mind that stops as soon as the bell chimes is learned; but it is brief, it is felt and passes. Are these brief patterns enough to distract us from introspection?

People feel bored ‘until the bell rings’ because of the power-relationships that determine our behaviour in the given context, for example the microphysics of power set in action by the school bell (Foucault, 1975). The power of the ringing or whatever dis-tracts us again might divert our attention from our independent thought; but when we are immersed for longer in monotony, in ennui, then we spare the time to attend to our self. It may be that in this ‘monumental struggle against the power of nothingness’ (Kuhn, 1976:378) we defi ne our self and affi rm our humanity. Becoming conscious of ourselves in the middle of our lassitude can allow the individual to be attentive to space, to her existence and maybe even to abstract ourselves from the concrete world, as any scientist – social ‘or’ natural – wishes to do. This ennui, as distinguished by Kuhn from mere tiredness, may certainly be considered a relevant social side of boredom, for it is in that state of mind that individuals think about themselves and life. But how can we feel at ease when we need to be allowed to feel it, or have to hide away just to be who we are?

These are reasons why boredom matters to anthropology. Kuhn wrote about it calling it ennui. Kracauer also wrote about it calling it a bliss and completed his analysis in this way: ‘If, however, one has the patience, the sort of patience specifi c to legitimate boredom, then one experiences a kind of bliss that is almost unearthly. [...] then boredom would come to an end, and everything that exists would be...’ (Kracauer, 2002:304). Kracauer does not conclude his sentence, leaving it open for conclusion. Allowing for the presence of wandering visitors in a museum, without insinuating that the institution is failing, may mean the allowance for the recuperation of the capacity to attend. Different strategies should be developed, for example, giving enough freedom, space for research and enough attention to the

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guiding staffs; helping the employees to renew their interest in their subject matter before buying new exhibits or building new rooms. The staffs’ boredom will hamper any attempt to improve an institution. As for the public’s dreary walks through exhibi-tions, museum staff should consider that boredom is sometimes needed for the achievement of introspection.

The idea of boredom has been put to the test here because of its prevalence in museographic environments.11 It is not easy to convince the reader or myself of the powerful ideas that bore-dom can provoke in all of us, and to call this a human need. The proposition then is to think of boredom as part of the signifi cant but unconscious act of desiring to understand, and consider if its presence among the visitors to planetariums or museums really eliminates reasoning or interest. If science popularisation environments are not constantly interesting, it is not because the environments are not motivating, nor because science is uninteresting; nevertheless, with the condemnation of boredom both may be the unintentional messages.

Paul Willis explained that children at school, rather than gai-ning the qualifi cations to work as something different than shop-fl oor workers, learn instead what they need to become able shop-fl oor workers. By resisting the school’s antagonism to working class culture they learn the habitus, or the cultural dispositions (Bourdieu, 1977) that facilitate their immersion in the hard life of the shop fl oor. I suggest that something similar was happening at the planetarium. Through being taken by school buses to the centre and by interpreting the planetarium and its contents as part of a school activity, most children would believe that science is as boring as learning in school can be. As this interpretation is not consistent with my interest in portraying boredom as a frui-tful state, I formulated a second interpretation: if we are to see boredom as problematic for the popularisation of science, then we should explain that the problem is not fi nding oneself bored

11 I cannot deny that there is a search for the explanation of consciousness. But

such research is for the future.

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while learning about science, the problem is in seeing boredom as a negative state and that hype and action are more important than a contemplative state of mind. Contemplation can be seen as natural and even necessary for the human mind in order to make sense of the world and our selves in it. The greatest problem to be solved in promoting the understanding of science as exciting is the belief that boredom results from a lack of understanding. The truth may be quite the inverse, that, in fact, the process of understanding has just begun. If so, there is a problem at the very core of many popularisation campaigns.

As M.C. Bateson wrote: ‘It takes adult effort to turn bright, open children into a sullen underclass or into compliant factory workers, to keep life in shades of black and white and avoid new learning’ (Bateson, 1994:57). By imposing fun as the signifi cant social behaviour, but banning play, there is a widely shared ‘imposition of particular kinds of societal blindness’ (Bateson 1994:57), and a learning and understanding external behaviour that may not be that useful in the long term.

It may be then, that in the same way as ‘participation precedes learning’ (Bateson, 1994:41), and participation will necessarily imply learning (Lave and Wenger, 1991), boredom may precede ennui, which may precede consciousness and personal involve-ment. Ennui, a combination of consciousness and withdrawal has taken many thinkers somewhere. Where may it take the visitor of a museum? Kuhn suggests that ennui can help to explain the creative act (1976:378). If boredom is partly a consequence of the cultural restriction of play during childhood, and as we become habituated to this limitation, we do not allow ourselves to feel calm, observant and creative. Allowing oneself to feel boredom can be the step prior to understanding anything that interests the individual (including science). The problem is that after so much habituation to patterned school-like behaviour, the subject might let ennui pass.

The fi ght against boredom is like keeping a state of unstable equilibrium. This equilibrium might be lost and the individual

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could enter the realm of introspection, or else the individual could stop feeling any interest in introspection, becoming subject again to the option of hyper action. The idea that people fi nd the fl ow in their preferred activities when they do not get bored or challenged outside their possibilities (Csikszentmihalyi, 1975) has not exactly being corroborated here. The feeling of bore-dom and feeling challenged by the diffi culty of a task can, on the other hand, advance exploration. Participation nevertheless most assuredly will not take place in a boring environment, and will diminish in one obsessed by hyperaction. The fl ow in understanding science can be achieved after boredom turns into ennui. Ennui is not thrilling because it turns the self inside itself, alone. People can fl ow too with their ennui. Museums should allow their visitors feel it without so much concern. On the other hand, museums should understand that a bored staff certainly forecasts an institutional failure.

If institutions could stop preferring immediate learning for the casual visitor, then time and space for contemplation—hence for understanding—should be provided too. In this strategy, the museum staff should always come fi rst.

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Fecha de recepción: 2 de agosto de 2006Fecha de aceptación: 27 de octubre de 2006

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Barreras entre los museosy sus públicos en la Ciudad de México

Ana Rosas MantecónUniversidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

Resumen. Aquellos que logran llegar a los museos y constituirse en sus públicos son los vencedores de una larga carrera de obstáculos geográfi cos, económicos, educativos, simbólicos, de competencia con la oferta mediática y otros más que los esperan en los recintos, como los dispositivos de comunicación e in-formación o incluso el trato que les brinda el personal de custodia. Muchos no llegan y, de hecho, ni lo intentan. No son ni se sienten convidados. El artículo aborda los retos que se plantean a los museos para dar un atención prioritaria a sus públicos, atraer nuevos visitantes, generar recursos y reconceptualizar su función como instituciones incorporadas al desarrollo económico y cultural de la sociedad contemporánea.

Palabras clave: 1. públicos de museos, 2. consumo cultural, 3. museos.

Abstract. People who are successful in fi nding and getting to certain museums, and after that are able to become their audience, deserve the adjective of winner in a race against geographical, economic, educational, symbolic, and media obstacles. Additionally, visitors face obstacles when they face information and communication strategies inside the museum and also, the manners in which the museum’s personnel treat them. Many people not even try to fi nd out about museums at all: they do not feel invited to get there. This article gives an ac-count of the challenges that are posed to museums when they attempt to give emphasize their role of attending their real and potential audiences, as well as to get to know them. Also, the article deals with the ways in which museums try to attract new visitors, generate resources, and also, in rethinking their function as institutions with a key role to cultural and economic development in contemporary society.

Keywords: 1. useum audiences, 2. cultural consumption, 3. museums.

culturalesVOL. III, NÚM. 5, ENERO-JUNIO DE 2007

ISSN 1870-1191

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LA INVESTIGACIÓN SOBRE CONSUMOS culturales1 en México ha recibido impulsos de muy diversa naturaleza, desde aquellos que vieron en los estudios de público una posibilidad de democratizar las políticas culturales hasta los que han buscado mercantilizar más efectivamente sus ofertas valiéndose del mayor conocimiento de sus audiencias. No obstante, esta variedad de miras ha tenido desde sus inicios un objetivo común: combatir la ausencia de información sobre las prácticas, necesidades y demandas de los públicos de bienes culturales. El reto es grande, si reconocemos que en nuestro país no ha existido un ordenamiento sistemático y comparativo de las estadísticas culturales ni algún organismo dedicado al estudio de este campo. El Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) da una atención secundaria a la información cultural, y sus cifras son demasiado generales, imprecisas y de difícil comparación de un año a otro. Esta situación empieza a cambiar lentamente. A nivel nacional, la Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales –publicada a mediados de 2004–, impulsada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y realizada por la UNAM, ha venido a transformar el árido panorama de la información cultural y posiblemente alimentará el desarrollo de investigaciones en esta materia. Los principales espacios en los que se realizan estudios de consumo cultural en México son las universidades y otros centros de investigación. En parte, el desa-rrollo de las investigaciones en esta área ha sido impulsado con los recursos provenientes de instituciones culturales gubernamentales y por la incursión ocasional de algunos investigadores en estu-dios para industrias culturales, pero han sido fundamentalmente dinámicas propias de los ámbitos académicos –alimentadas por las discusiones internacionales, los exilios latinoamericanos y el diálogo con las demandas sociales– las que han tenido una mayor

1 Cuando hablamos de “consumos culturales” nos referimos a los realizados por los públicos de bienes y servicios culturales, por los receptores de las in-dustrias culturales; pero también a los que realizan quienes recorren los centros comerciales y espacios públicos como los museos, los teatros, las bibliotecas o los salones de baile.

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relevancia para el rumbo que han tomado las indagaciones sobre las audiencias.2

En su introducción a El consumo cultural en México, un texto que fue fundacional para esta área de estudios a principios de los años 90, se preguntaba Néstor García Canclini cómo era posible que en un país como México, donde al menos desde los gobiernos posrevolucionarios se manifi esta una intensa preocupación por extender los vínculos del arte y la cultura hacia las masas, no se hicieran investigaciones sobre públicos, consumo y recepción de bienes culturales (García Canclini, 1993). Fundamentalmente, considero, porque el diseño e implementación de las políticas culturales se desenvolvió a lo largo del siglo en un contexto antidemocrático en el que se consideraba innecesarias las evalua-ciones sobre su relación con las necesidades y demandas de los públicos. Con contadas excepciones, las instituciones ofi ciales carecían de diagnósticos que les permitieran formular, evaluar y reorientar sus políticas.

La primera investigación sobre el público de los museos –pio-nera en América Latina– fue realizada por Arturo Monzón en el Museo Nacional de Antropología, allá por los años 80. Los escasos estudios de los años 70 y 80 no tuvieron continuidad ni contagiaron inmediatamente a otras áreas de la cultura. Entre estas investigaciones se encuentran la dirigida por Rita Eder sobre “El público de arte en México: los espectadores de la exposición Hammer” y la coordinada por Néstor García Canclini, El público como propuesta: cuatro estudios sociológicos en museos de arte (Cimet et al., 1987).

Pero la sociedad mexicana se ha ido transformando, y resul-taba imposible que la efervescencia de las demandas sociales y políticas que pugnaban por una mayor democratización, notoria desde fi nales de los años 60, dejara intocadas a las instituciones culturales. Ya en los 90, la Ciudad de México comenzó a elegir a sus gobernantes y se multiplicaron las asociaciones civiles que

2 Para un balance sobre los estudios de consumo cultural en México, puede consultarse a Rosas Mantecón, 2002.

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representan a sectores antes marginados del sistema político. Las instituciones gubernamentales se vieron cuestionadas y comenza-ron los sondeos sobre los destinatarios de sus acciones. Partiendo de que una política cultural democrática requiere superar las formulaciones dirigistas y vincular las orientaciones globales con las demandas reales de la población, los estudios de consumo se veían como necesarios tanto para la adecuada formulación de las políticas culturales como para su evaluación.

Mas no fueron solamente las crecientes demandas de la sociedad civil las que movieron a las instituciones guberna-mentales a conocer mejor a sus destinatarios. Después de la crisis económica de los años 80, se han venido implementando políticas neoliberales que han recortado signifi cativamente los presupuestos estatales para educación y cultura. A la reduc-ción presupuestal se suma la presión para que las instituciones culturales y educativas alcancen niveles de efi ciencia simila-res a los de las empresas privadas. Importantes instituciones culturales, como los institutos nacionales de Bellas Artes y de Antropología e Historia (que manejan los principales mu-seos del país), se ven en la necesidad de imponer prácticas efi cientistas que compensen la merma en sus presupuestos. El resultado de estas políticas ha sido doble. En primer lugar, el Estado aminoró su presencia en el campo de la cultura, y ello fue más notorio en la cinematografía y la televisión pú-blica, que sufrieron recortes presupuestarios de importancia. También lo hizo en el área de los museos: a diferencia de lo que sucedía en las décadas de 1960 y 1970, cuando el 80 por ciento de los museos eran ofi ciales, ahora aproximadamente sólo un 15 por ciento pertenece a los institutos nacionales de Antropología e Historia y de Bellas Artes.3 En segundo tér-mino, se fomentaron modos de gestión empresariales, con la participación de empresas privadas que vienen compitiendo con el Estado en la producción de bienes culturales. En el caso

3 Así lo declaró Felipe Lacouture al diario Reforma (“Cultura”, p. 1, 18 de septiembre de 2002).

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Barreras entre museos y públicos en la Ciudad de México

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de los museos, la reducción paulatina de los recursos para la operación, conservación y restauración de sus colecciones y para la investigación y difusión de sus acervos ha colocado a buena parte de ellos en una situación crítica para operar de manera óptima y, sobre todo, para continuar su crecimiento y seguirle el paso a la transformación acelerada del entorno en el que se encuentran.

Los fondos cada vez más raquíticos con los que operan, las presiones económicas y las nuevas lógicas mercantilistas que se les imponen han empujado a diversas instituciones a conocer mejor la información sobre su audiencia real y potencial. Duran-te los años 80, un número creciente de instituciones culturales desarrollaron sus propias fuentes de fi nanciamiento, tales como cuotas de admisión, tiendas, donaciones no gubernamentales, etcétera, ante la insufi ciencia de los fi nanciamientos públicos. No obstante estas presiones, los museos mexicanos no han ge-nerado un desarrollo sistemático de investigaciones de público. La mayor parte de estas instituciones en la Ciudad de México no han estudiado los perfi les y necesidades de sus visitantes, situación que difi culta el diseño de estrategias comunicativas para una interacción y participación efi caz con ellos: los estu-dios de público son escasos, en siete museos se han realizado esporádicamente y sólo dos tienen un equipo profesional para desarrollarlos sistemáticamente (Castro, 2000:33). Así lo ha reconocido Graciela de la Torre, ex directora del Museo Nacional de Arte: “En los museos mexicanos el público suele ser marginado, pues por lo general muchas de las decisiones se toman desde el escritorio”.4 Además, los sondeos sobre los visitantes no se traducen en un mayor conocimiento público de la evolución de las audiencias, ya que no son dados a conocer más que ocasionalmente, por lo que no resultan acumulativos ni de fácil acceso como para contribuir a evaluar globalmente las políticas culturales.

4 Reforma, “Cultura”, p. 1, 14 de mayo de 2003.

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En busca del público desconocido

La certeza sobre cuántos visitantes acuden a los museos del país sigue aún pendiente. Si bien las cifras ofi ciales nos muestran un incremento constante tanto de museos como de visitantes en la última década, hay informaciones menos optimistas, como la del investigador Felipe Lacouture, quien consideraba en 2002 que sólo unos 15 o 17 millones de personas –alrededor del 16 por ciento de los poco más de 97 millones que habitaban el país– visitaban anualmente los museos en México, mientras que en Alemania y en Francia el 40 y el 33 por ciento de la población, respectivamente, asiste año con año a esos recintos.5 Otro contraste lo representa el Museo del Aire y el Espacio de Washington, que recibe él solo a casi diez millones de visitantes al año (Witker, 2001:9).

La primera encuesta que sondeó las prácticas de consumo cultural en la Ciudad de México, en 1989, mostró una baja asistencia a los museos: sólo cuatro habían sido visitados al-guna vez por más del 5 por ciento de la población: el Museo Nacional de Antropología, el de Cera, el del Templo Mayor y el de Historia Natural (García Canclini y Piccini, 1993:50). Según el INEGI, entre 1995 y 1997 los visitantes de museos en la Ciudad de México fueron en promedio 6 041 015 (5 617 635 nacionales y 423 380 extranjeros) cada año. En 2001 la cifra total fue de 16 493 159, con el triple de visitantes nacionales (15 605 302) y el doble de extranjeros (887 857). La fuerza adquirida por las industrias culturales y la comunicación masiva de la cultura a domicilio reduce comparativamente el peso del patrimonio histórico y artístico: mientras los museos más concurridos atraen a un millón y cuarto de vi-sitantes por año, estas cifras son superadas diariamente por las audiencias de radio y televisión: el 92.2 por ciento de la población de la Ciudad de México escucha regularmente la radio y el 96.5 por ciento encuentra en ver televisión la

5 Reforma, “Cultura”, p. 1, 18 de septiembre de 2002.

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principal actividad de su tiempo libre (Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales). Como nos informan las encuestas elaboradas por el diario Reforma, en el 2000 un 62 por ciento de los entrevistados respondió que nunca asistía a museos y en 2001 el 32 por ciento sólo lo hacía rara vez.6 De acuerdo con la Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales, el 41 por ciento de los encuestados en el Distrito Federal en 2003 declaró haber asistido en el último año a un museo (23.6 por ciento a nivel nacional).

Si revisamos las pocas cifras disponibles por museo, encon-tramos que algunos museos han incrementado sus públicos pero otros los han visto disminuir. Así, mientras entre 1995 y el 2000 el Museo Nacional de Arte recibió 129 071 visi-tantes en promedio al año, en 2002, después de una profunda reestructuración, la cifra de concurrentes casi se duplicó (240 mil). Aun en un lapso menor de tiempo, el Museo Nacional de Antropología (sin duda, el más visitado del país) atrajo en 2001 a 1 170 948 visitantes y en 2002 a 1 250 000, una cifra ciertamente relevante pero que constituye poco más de la cuarta parte de los que acudieron ese mismo año al Zoológico de Chapultepec, que se ubica enfrente.7 No ocurrió lo mismo a los museos Mural Diego Rivera y Carrillo Gil, que vieron

6 “Encuesta sobre Consumo Cultural y Medios”, en Reforma, 12 de abril de 2002 (http://www.reforma.com).

7 En el Bosque de Chapultepec se encuentra la mayor área verde de la ciudad, así como una importante concentración de museos con una oferta diversifi cada, que va desde el Museo Nacional de Antropología (punto de referencia obligado para el turismo) hasta el Museo del Papalote, para niños, y también comprende los museos de Historia Natural, el Tecnológico, el de Arte Moderno y el de Arte Contemporáneo Rufi no Tamayo. Ahí se encuentra el zoológico, que recibe 5.5 mi-llones de visitantes al año. Ver www.zoologicodechapultepec.com. Por otra parte, resulta ilustrativa la comparación de visitantes atraídos por museos y zoológicos de todo el país, según los datos del INEGI para 2001: mientras el promedio diario de visitantes a museos fue entonces de 173, el correspondiente a los zoológicos fue de 1 897. Algunas zonas arqueológicas tienen un gran atractivo para diversos sectores: a Teotihuacan llegan unos cinco millones de visitantes al año (Witker, 2001:41).

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disminuir sus concurrentes entre 1995 y 2002 (de 97 220 a 96 mil el primero y de 71 044 a 36 mil el segundo).8

Los museos son parte de la imagen que México proyecta hacia los extranjeros. Sin embargo, son contados los que efec-tivamente cumplen su función: el Nacional de Antropología, el del Templo Mayor, el del Palacio de Bellas Artes, el de Arte Moderno y el Frida Kahlo reciben un alto porcentaje de turistas provenientes de otros países, pero en los demás su presencia no es signifi cativa (Castro, 2000:15). En el 2000 llegaron a México 20.6 millones de turistas internacionales, de los cuales la Ciudad de México recibió 2.1 millones. En ese mismo año, de acuerdo con el INEGI, sólo el 15 por ciento de los turistas extranjeros visitó los museos del país (la cifra de visitantes era menor a la del año anterior)9 y el 40 por ciento de los que llegaron a la ciudad capital acudió a dichos recintos. En lo que toca a los visitantes a las zonas arqueológicas del país durante el 2000, la proporción de visitantes extranjeros es mayor: la tercera parte de los 9.47 millones que recibieron eran turistas provenientes de otros países. Sin embargo, el número de dichos visitantes era muy similar al de un año anterior y disminuyó de 3 199 400 en el 2000 a 2 641 400 un año más tarde.

Barreras entre los museos y sus públicos

¿Quiénes logran llegar a los museos? Aquellos que sortean exi-tosamente las barreras que difi cultan el acceso: los que logran desplazarse y vencer la distribución concentrada e inequitativa de los equipamientos culturales; aquellos que actúan a contraco-

8 Fuentes: 1995-2000, Coordinación de Asesores de Ignacio Toscano; 2001, INAH , y 2002, periódico Reforma. La cifra del Museo Nacional de Antropo-logía proviene del Atlas de Infraestructura Cultural de México (Conaculta, 2003:142).

9 En 1999, los museos del país recibieron 4 250 720 visitantes extranjeros y un año después sólo 3 226 838.

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rriente de la tendencia internacional hacia la disminución de la asistencia a espectáculos urbanos, en tanto crece el consumo a través de aparatos de comunicación masiva en el ámbito familiar y aumenta la inseguridad en las calles; los que pueden pagar el precio de entrada, que en el caso de los museos de la ciudad oscila entre 15 y 38 pesos (en promedio, aproximadamente tres dóla-res, que equivalen a un día de salario mínimo de una población que ha visto disminuir agudamente su poder adquisitivo desde la crisis económica de los años 80), pero que puede no ser un obstáculo si se considera que todos los recintos tienen entrada libre a estudiantes y maestros con credencial, a niños menores de 12 años y adultos mayores de 60 y a todo público un día a la semana.

La primera barrera entre los museos de la Ciudad de México y sus visitantes es la geográfi ca. Al igual que ocurre con la mayor parte de la infraestructura cultural –con excepción ahora de los cines y las bibliotecas–, los museos se encuentran fuertemente centralizados: como podemos apreciar en el siguiente mapa, tan sólo cuatro delegaciones concentran el 87.6 por ciento de los 127 museos registrados10 y cinco de éstas no cuentan con ninguno.

10 Se trata de una cifra aproximada, ya que no existe un censo ofi cial al respecto ni a nivel nacional ni en la metrópoli capitalina. Mientras el INEGI reconoce la existencia de 65 museos en la Ciudad de México, el periódico Reforma –que hizo recientemente una encuesta de sus públicos– habla de 200, ya que incluye también en su recuento a las galerías. El reporte que me parece más confi able, elaborado por Ana Hortensia Castro en el 2000, contabilizó 97 museos y pinacotecas. A nivel nacional, las cifras oscilan entre los 478 que reconoce el INEGI y 1 000, según aseveró en 2002 Felipe Lacouture, especialista en museos y ex director del International Council on Monuments and Sites (Icomos)-México. Las últimas cifras disponibles, del Atlas de Infraestructura Cultural de México publicado en 2003, reconocen 1 058 museos en el país y 127 en la Ciudad de México. Son manejados por el sector público los museos que tienen el carácter de nacionales, así como los de mayor importancia en términos de la diversidad, calidad y canti-dad de sus acervos (48). Las instituciones de educación superior operan también importantes museos (15) e igual número son manejados por el sector privado. Agrupaciones religiosas y diversos fi deicomisos controlan cada uno cuatro, las asociaciones civiles 10 y uno es producto de participación mixta (gubernamental y universitaria) (Castro, 2000:21).

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Mapa 1. Distribución de los museos por delegaciones, 2000.

De 3 a 49 De 2 a 3 Menos de 2 Sin museos

Podemos aquilatar la distancia geográfi ca que separa a los museos de la mayoría de la población si tomamos en cuenta que esas cuatro delegaciones centrales ocupan el mismo espacio con el que contaba la Ciudad de México a principios del siglo veinte y que en la actualidad se extiende a 1 500 kilómetros cuadrados de territorio conurbado, que pasó de 3.1 millones de habitantes en 1950 a 18.1 en la actualidad. Más que ante una metrópolis, nos hallamos frente a una megalópolis, si toma-mos este concepto para designar una etapa en la que una gran concentración urbana se entreteje con otras ciudades y zonas rurales confi gurando una red de asentamientos interconectados (Messmacher, 1987:16-17), tal como se aprecia en el mapa de la página siguiente.

Los grandes momentos de desarrollo de la infraestructura cultural de la Ciudad de México ocurrieron entre los años 20 y 60 del siglo veinte: se construyó una gran cantidad de instalaciones educativas y culturales, entre ellas museos, tea-tros y cines, alentando las artes para el fortalecimiento de la identidad nacional. A partir de los años 80 la reducción de los presupuestos públicos limitó la expansión de la infraestructura,

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perdiéndole el paso a una urbe que no paraba de crecer. Los museos van quedando geográfi camente rezagados frente al ver-tiginoso crecimiento urbano. Dado que éste no fue producto de una cuidadosa planifi cación, no se acompañó por una expansión descentralizada de los servicios básicos y de la oferta cultural, de manera que el acceso a los mismos se ha difi cultado para la mayoría de la población que reside lejos del centro. Pero entre los museos y sus públicos potenciales se tienden no sólo kilómetros de distancia, sino también otras barreras que ha traído consigo el caótico desarrollo urbano, como el conges-tionamiento vehicular, la violencia y el comercio informal en las calles, los que, junto con el mayor peso de medios como la televisión y la radio en el tiempo libre de los habitantes, favorecen la desarticulación de muchos espacios tradicionales de encuentro colectivo y alimentan una creciente segregación social y espacial.

Mapa 2. Evolución del área metropolitanade la Ciudad de México, 1940-1995.

Fuente: Negrete, 2000:253.

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En la bibliografía internacional sobre consumo cultural se ex-plica su desarrollo según la accesibilidad de los equipamientos, la disponibilidad de recursos económicos, los hábitos culturales y la estructuración del tiempo libre en diferentes sectores de la población. A todas estas condiciones las distingue la aguda desi-gualdad con que se distribuyen entre los habitantes de la Ciudad de México. La combinación de estos obstáculos, la forma en que se potencian unos a otros, genera procesos de segregación cultural y de escaso aprovechamiento de muchos de los servicios culturales existentes.

Sabemos que el mercado potencial de la oferta cultural no sólo es cuestión de precio, sino también de contar con las disposiciones adecuadas para poder distinguir, evaluar y disfrutar las prácticas y productos culturales. Acceden a la oferta cultural los que tienen este capital cultural y/o pueden pagar por su disfrute como espectadores y, en el mejor de los casos, los que se sienten convidados; quedan excluidos todos aquellos que no saben, que no han oído –en la escuela o en los medios– que el disfrute de los bienes y los servicios culturales es indispensable para lograr una mejor calidad de vida (Aura, 1999) y que constituyen los no-públicos de la cultura. Las posibilidades de que estos no-públicos se acer-quen a los museos se ven limitadas, por otra parte, por las propias comunidades a las cuales pertenecen. Si reconocemos que el consumo no es algo “privado, atomizado y pasivo” sino “eminentemente social, correlativo y activo”, no un “artefacto de los caprichos o necesidades individuales” sino “un impulso socialmente regulado y generado” (Appadurai, 1991:48-49), entenderemos el desinterés de ciertos sectores en los museos; éste no se debe sólo al débil capital simbólico con que cuentan para apreciar esos mensajes, sino también a “la fi delidad a los grupos en los que se insertan. Dentro de la ciudad, son sus contextos familiares, de barrio y de trabajo los que controlan la homogeneidad del consumo, las desviaciones en los gustos y en los gastos” (García Canclini, 1995:49).

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Estas disposiciones son las que hacen que se construya un público cuando se logra reducir la distancia social percibida que lo separa de aquellos productos y prácticas. En una encuesta aplicada en todo el país a principios de los años 90, trascendió que la mayoría de la gente percibe “cercanos” a su vida y experiencia urbana los templos (campo religioso), las escuelas (campo educativo) y las clínicas (campo de la salud). A medida que se avanza hacia recintos más cargados del sentido social construido para el arte, mayor es la distancia de la percepción. Mientras más se acercan al núcleo del equipamiento del campo artístico (salas de concierto, galerías y cines de arte), menor es la cantidad de personas que las perciben, ya no digamos, ni siquiera lejanas. Ello deja fuera por completo de la experiencia artística a una parte enorme de la población.

Cuadro 1. Uso del equipamiento cultural públicoen México: “Nunca ha estado” (1993).

Equipamiento Total (%)

Cine 22.8Museo 36.4Biblioteca pública 41.5Teatro 46.5Casa de la cultura 51.1Auditorio 51.9Sala de conciertos 62.1Cine de arte 66.6Galería de arte 67.6

Fuente: Proyecto “Formación de ofertas culturales y públicos” (González y Chávez, 1996).

Se trata de una distancia social que jamás les permitirá, no sólo entrar en ellos, sino siquiera percibirlos como parte de su experiencia cotidiana posible (González y Chávez, 1996:45-46). Esa distancia social tiene una clara marca de clase, como se puede apreciar en el siguiente cuadro.

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Cuadro 2. Recintos culturales en los que se “ha estado”,según nivel socioeconómico en México (1993) (porcentajes).

Total Alto Medio Bajo

Museo 46.3 61.7 48.4 42.5Casa de la cultura 32.6 45.3 36.0 28.3Biblioteca pública 38.4 44.6 39.6 36.8Sala de conciertos 22.8 36.5 24.7 19.5Auditorio 32.3 42.2 34.1 29.6Cine de arte 17.5 32.2 19.6 13.9Galería de arte 17.6 34.7 18.6 14.5

Fuente: Proyecto “Formación de ofertas culturales y públicos” (González y Chávez, 1996).

Si atendemos a la Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales, del Conaculta, en particular al perfi l de los asistentes a museos, es clara la misma distancia social:

Cuadro 3. Perfi l sociodemográfi code los asistentes a museos en México (2003).

Ingreso fami- Porcentaje Porcentaje liar en salarios de asistencia Escola- de asistencia mínimos a museos ridad a museos

0 a 1 sm 7.4 Ninguna 0.61 a 3 sm 16.5 Primaria 83 a 5 sm 26.8 Secundaria 18.95 a 7 sm 43.3 Preparatoria 31.97 a 10 sm 53 Universidad o más 51.8Más de 10 sm 64.2

Fuente: Encuesta Nacional de Prácticas y Consumo Culturales.

Hay otro tipo de barreras que difi cultan a los habitantes de la ciudad gozar de las ofertas culturales, entre ellas la arquitectura y la imagen urbana, que exploré en un estudio de caso sobre las representaciones del patrimonio en el Centro Histórico.11 Me re-

11 El estudio de este proceso se desarrolló mediante revisión documental, encuestas y entrevistas en profundidad a los nuevos propietarios de los inmuebles rehabilitados en el Centro Histórico tras los sismos de 1985. Ver Rosas Mantecón, 1998.

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fi ero a la monumentalización y sacralización del patrimonio, que les impiden reconocerse colectivamente en él, así como participar de manera activa en las políticas referidas a su entorno.

La mayor concentración de monumentos prehispánicos y coloniales, no sólo de México sino de América Latina, la encon-tramos en el Centro Histórico de la Ciudad de México: además de restos arqueológicos y edifi caciones históricas, varios de los principales museos de arte e historia, teatros, cines, parques y plazas. Se trata de un territorio que condensa seis siglos de his-toria urbana y que, no obstante la multiplicación de numerosos subcentros en la ciudad capital, continúa siendo el punto de referencia simbólico y político por excelencia. No obstante la cercanía geográfi ca, los habitantes del Centro Histórico se en-cuentran lejos, simbólicamente, de dicha oferta. De ahí el bajo uso que realizan del equipamiento y de la oferta cultural. La inequidad en el acceso a la cultura se manifi esta así, no sólo en la concentración de los circuitos de distribución de la oferta cultural y los principales equipamientos, sino también en la desigualdad en cuanto a la formación artística y cultural que impide a estos sectores imaginarse siquiera como consumidores potenciales de la muy grande oferta cultural de la zona.

Si atendemos a lo que dijeron los entrevistados –habitantes de vecindades rehabilitadas tras los sismos de 1985– sobre los espacios del Centro Histórico que se mostrarían a un visitante, el Zócalo es, sin lugar a dudas, el más importante. Constituye un espacio fundamental para mostrarnos pero también para reconocernos. Así, ante la pregunta de a qué lugares llevaría a pasear a sus hijos, también el Zócalo fue la opción más socorrida para una cuarta parte de los entrevistados. No ocurre lo mismo con otros exponentes de nuestro patrimonio, como el Palacio de Bellas Artes, que pareciera constituir un espacio que funciona para mostrarnos orgullosamente hacia el exterior pero no como ámbito deseado de socialización que forme parte del mundo cotidiano. Mientras el 7.6 por ciento llevaría a un visitante a Bellas Artes, tan sólo el 1.5 por ciento considera relevante que

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sus hijos lo conozcan. Podría formular la hipótesis de que el patrimonio monumental, constituido por aquellas obras únicas cuya relevancia arquitectónica o histórica cuenta con amplio consenso, tiene como función estructurar la imagen urbana en el centro de la ciudad, más que servir como un equipamiento cuyo uso sea frecuente; por tanto, su papel podría valorarse como más emblemático que cotidiano. Así, al mostrarles un conjunto de fotografías de espacios característicos de la zona central, de ma-nera general un 66.4 por ciento no los había visitado en el último año. El Palacio de Bellas Artes fue reconocido prácticamente por todos los entrevistados, pero sólo un mínimo porcentaje lo había visitado alguna vez.

Una vez que los visitantes arriban a los museos, encuentran otro tipo de obstáculos para su relación con las ofertas cultura-les. Así pude vislumbrarlo en un estudio que realicé sobre los públicos del Museo del Templo Mayor (MTM) en 1990 (Rosas Mantecón, 1993).12 Si bien es cierto que la oferta del museo se realiza a la manera de un texto a través del cual se restringen y/o inducen las posibilidades de lectura, este texto no es omni-potente: no podemos deducir de la caracterización de lo que se ofrece lo que el público recibe. Esto se debe fundamentalmente a dos factores: por un lado, la oferta de todo museo es múltiple y compleja debido a que existen diferentes niveles de emisión del mensaje (las cédulas escritas, la colocación de los objetos, su iluminación, la organización de las salas, las visitas guiadas, etcétera). Por otra parte, la emisión-recepción se ve también mediada por la heterogeneidad del público, que en el caso del MTM se diferencia a grandes rasgos en dos grupos: el que acude el fi n de semana y el de entre semana.

12 La investigación sobre el Museo del Templo Mayor formó parte del proyecto general “Políticas, necesidades y consumo cultural en la Ciudad de México”, co-ordinado por Néstor García Canclini. Para el estudio utilicé una combinación de técnicas cualitativas y cuantitativas de investigación: se muestran así datos prove-nientes de fuentes bibliográfi cas y hemerográfi cas, revisión documental del archivo del MTM , entrevistas, análisis estadístico de encuestas y observación directa.

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En general, mientras entre semana acuden visitantes que se acercan más al perfi l clásico del público de museos (estudiantes y empleados, que asisten preferentemente solos o en pequeños grupos), el público del domingo se encuentra más diversifi cado (está constituido por quienes van a pasear al Zócalo y sienten cu-riosidad por conocer el museo ya que lo tienen enfrente): tiende a tener una menor escolaridad que el de entre semana, ocupaciones diversas, menores ingresos y la cantidad de familias con niños pequeños aumenta considerablemente, por lo que las visitas son menos detenidas y la apreciación más superfi cial. Corrobora lo anterior el hecho de que el fi n de semana menos de la tercera parte de los asistentes leyó la mayoría de las cédulas, frente al público de entre semana, del cual más de la mitad las leyó. Al observar el tiempo de estancia en cada sala, encontré que permanecían un mayor tiempo en ellas cuando había información verbal disponi-ble (de custodios o guías). En el mismo sentido, identifi camos una tendencia a asumir una actitud más crítica hacia los mexicas en los que asisten entre semana y más idealizadora entre los del fi n de semana. Las posibilidades de tomar en cuenta a los públicos diversos que concurren al museo se incrementan en la medida en que se explicite y cuestione el público implícito del MTM y todos los dispositivos adecuados exclusivamente a él. Este público implícito en cualquier oferta cultural convoca a los elegidos, esto es, crea sus propias audiencias, de diversas maneras. Se trata de una oferta de comunicación que busca su recepción adecuada, ideal. Wolfgang Iser lo llamó lector implícito y Umberto Eco, lector modelo. De la misma manera que cada texto contiene ya a un lector, que no es un lector real sino un constructo que infl uye en el modo de lectura y en el efecto del texto en los lectores, los dispositivos de información y comunicación de los museos con-tienen implicaciones, presuposiciones, intenciones y estrategias integradas en ellos mismos y en la manera en que se despliegan en los espacios del museo. No son igualmente bienvenidos los otros públicos, esto es, aquellos que no leen las cédulas, que van en familia, que hacen una visita más rápida y que cuentan con

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mucho menor capital cultural que los interlocutores “ideales” del MTM . El cuestionamiento del público implícito en el museo abre las puertas a políticas educativas, de difusión y promoción diferenciadas, de acuerdo con las necesidades y demandas de públicos también diferenciados.

¿Para qué estudiar a los públicos?

Si el amor al arte es la señal de la elección que separa como infranqueable a los elegidos de los no elegidos, se comprende que los museos traicionen, en los menores detalles de su morfología y de su organización, su verdadera función, que es la de reforzar en

unos el sentimiento de pertenencia y en los otros el sentimiento de exclusión.

Pierre Bourdieu y Alain Darbel13

El impacto de los estudios de público en el el diseño y evaluación de las políticas culturales en México ha sido aún limitado. En ocasiones, los estudios se realizan y se reciben por una estructura burocrática que no está diseñada para transformarse en función de lo que plantean, lo cual difi culta que las investigaciones sobre los públicos tengan el impacto deseado. En otras, la realización de encuestas es producto de una mera búsqueda de legitimación de autoridades gubernamentales (muchas veces utilizadas, como lo llegan a hacer los partidos políticos, como mera propaganda). La información generada no siempre ha incidido en la democrati-zación de las políticas culturales (un imaginario que acompañó el impulso inicial de los estudios de público), pero indudablemente ha sido clave para evidenciar las desigualdades sociales (de in-greso, escolaridad y ocupación), de género, etarias y regionales que atraviesan los consumos.

Aquellos que logran llegar a los museos y constituirse en sus públicos son los vencedores de una larga carrera de obstáculos: han

13 L’amour de l’art, París, Minuit, 1969, p. 165. Traducción de Graciela Schmil-chuk, 1987, p. 201.

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recorrido la distancia geográfi ca que separa estos espacios culturales, alejados del ámbito cotidiano de la mayoría de los habitantes de la ciudad; pagaron su traslado y el precio del boleto, en los casos en los que no podían gozar de alguna exención; adquirieron, en su familia y/o en la escuela, un determinado capital cultural que les permite acceder, en diversas medidas, a lo que ofrece el museo; recorrieron la distancia simbólica que aleja a muchos del patrimonio sacrali-zado, producto de su construcción social jerarquizada; dejaron el abrigo de sus hogares, venciendo la poderosa atracción que ejerce la oferta mediática. Una vez en el museo, es posible que los que no forman parte del público implícito deban enfrentar barreras en los dispositivos de comunicación e información, aun en el trato que les brinda el personal de custodia. Muchos no llegan y, de hecho, ni lo intentan. No son ni se sienten convidados.

Quién arriba o no a los museos, durante mucho tiempo no fue objeto de una atención prioritaria por parte de éstos: lo relevante era acrecentar, proteger e investigar sus acervos, así como po-nerlos en escena de acuerdo con criterios decididos sin consultar a los concurrentes. He relatado la multiplicidad de factores que han impulsado el cambio de esta situación y que formulan nuevos retos a los museos; entre ellos, el de atraer nuevos públicos y generar recursos, pero también el de reconceptualizar su función como instituciones incorporadas al desarrollo económico y cultural de la sociedad contemporánea. Buscando asumir estos retos, algunos museos han intentado tornarse en lugares más aco-gedores, desarrollando sistemas interactivos, espacios lúdicos, talleres y actividades educativas vinculadas a las exposiciones. Las estrategias ensayadas para captar nuevos públicos abarcan desde la mejora de la visibilidad de sus anuncios y carteleras, la promoción en los medios, la realización de actividades parale-las: conferencias, festivales, ciclos de cine, conciertos, etcétera, hasta la remodelación de la tienda y la cafetería. Otros también se han preocupado por llevar su oferta a los que no se acercan a través de exposiciones fuera de los recintos tradicionales (en el Sistema de Transporte Colectivo Metro, sobre las rejas de

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Chapultepec, incluso en las cárceles), o elaborando páginas de Internet donde se muestran las colecciones de manera virtual a visitantes de todo el planeta.

La vinculación de los museos con las necesidades de su entor-no pasa por el necesario cuestionamiento del monólogo que ha guiado su funcionamiento. Como ha señalado Silvia Singer, pre-sidenta del Consejo Internacional de Museos (ICOM)-México,

el siguiente desafío de los museos es, además de estudiar y manejar su colección, conocer de manera muy especial a sus públicos, en plural. Esto es un cambio de paradigma muy importante, porque hasta hace algún tiempo se hablaba de un público en general o de públicos espe-cializados; pero los visitantes deben conceptualizarse en muchos más grupos, todos ellos con necesidades y objetivos distintos.14

Lejos de haber un perfi l homogéneo de asistencia, podemos reconocer que cada museo tiene una personalidad propia que atrae a una gama particular de visitantes con intereses específi cos, que deben ser identifi cados para poder ser atendidos.

Mediante los estudios de público también se pueden detectar necesidades comunes de grupos diversos. Aproximadamente, la mitad de los museos de la Ciudad de México están ubicados en el Centro Histórico, y ante la ausencia de un tratamiento integral a la problemática común que enfrentan en esta zona, el ambulantaje, la inseguridad y la delincuencia han originado una reducción de la afl uencia de asistentes; al respecto, la alarma de los directores de espacios culturales de la UNAM en esta zona trascendió a la prensa a inicios de 2006, cuando se dio a conocer que tan sólo el Antiguo Colegio de San Ildefonso tuvo un descenso radical de estudiantes que lo visitan entre octubre de 2003 y mayo de 2005: pasaron de 10 374 a dos mil. Se ha buscado desde entonces llegar a acuerdos con las autoridades del Gobierno del Distrito Federal para liberar las zonas de acceso a los museos del comercio en vía pública (Riveroll, 2006:7; Castro, 2000:12). La concentración

14 Reforma, “Cultura”, p. 3, 24 de junio de 2003.

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de museos facilita los retos de dar acceso a camiones escolares y turísticos, impedir que los puestos ambulantes se instalen en las fachadas de los museos, crear redes de vigilancia que garanticen la seguridad de los visitantes, implementar acciones conjuntas de regeneración urbana para mejorar la imagen del entorno, así como apoyar su vinculación con la población circundante, con los habitantes de las colonias periféricas, con los estudiantes y con el turismo, cuyas opiniones, quejas, deseos y propuestas pueden ayudarnos a entender mejor cómo resolver la situación.

Otra de las áreas en las que los estudios de audiencias pueden presentarse como especialmente sugerentes es la formación de públicos. Los públicos no nacen, sino se hacen y rehacen; son constantemente formados y deformados por la familia, la escuela, los medios, las ofertas culturales comerciales y no comerciales, entre otros agentes que infl uyen –con diferentes capacidades y recursos– en las maneras cómo se acercan o se alejan de las experiencias de consumo cultural. En general, las instituciones gubernamentales encargadas de la promoción y difusión cultural han limitado la formación de públicos a multiplicar la oferta y la publicidad, pero todo esto no se ha transformado en experiencias reales de formación de la capacidad de disfrute del arte. Ante la inefectividad estatal y la escasa formación artística en la escuela, niños, jóvenes y adultos se forman como públicos fundamen-talmente por la televisión y la oferta comercial, marginando las disciplinas y espectáculos artísticos en sus jerarquías de consu-mo. Se abona así el terreno para el fortalecimiento de las ofertas privadas, incluyendo la frecuentación de centros comerciales, el vínculo con la televisión y con las demás pantallas que han generado las nuevas tecnologías. La ausencia de una política de Estado en esta materia ha creado un tremendo vacío respecto a la difusión de la cultura y especialmente del arte, lo que impide una mayor familiaridad de los ciudadanos con las ofertas cultu-rales no comerciales. Mientras tanto, la escuela pública, carente de maestros especializados, tampoco promueve la formación de la sensibilidad artística, ni contrarresta el surgimiento de

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nuevos analfabetismos frente al vertiginoso avance tecnológico (Jiménez, 2005).

Multiplicar la oferta –los tirajes de libros, por ejemplo– de cual-quier producto cultural no es sufi ciente para incrementar la relación de la población con ellos. Como mostré, existen otras barreras entre el público y lo que se ofrece culturalmente, tales como la ubicación en los nuevos espacios de consumo –como los centros comerciales– o la misma magnifi cencia de las construcciones en que se muestran las ofertas culturales, así como el miedo a lo desconocido –por la desigual calidad de lo que se ofrece– o a no entender lo que se presentará, por una defi ciente formación en el campo y un defi ciente capital cultural. Entender las condiciones que permitieron a los actuales espectadores superar el miedo al acercamiento a los eventos culturales resulta de gran relevancia pero es igualmente insufi ciente para incrementar los públicos. Para comprender las razones del rechazo o la indiferencia, resulta necesario conocer también a quienes se sitúan fuera de los circuitos culturales, aquellos cuyo horizonte de posibilidades no contempla el consumo de las ofertas culturales analizadas. Como mostró el estudio Públicos de arte y política cultural. Un estudio del II Festival de la Ciudad de México, para los que sí vislumbran dicho consumo, al menos de manera potencial, resulta indispensable hacerles saber lo que se ofrece a través de las vías diferenciadas que cada sector de la audiencia utiliza (García Canclini et al., 1991). El reconocimiento de la compleja heterogeneidad de lo que suele simplifi carse bajo el rubro de “el público” obliga a los responsables de la elaboración de políticas culturales a detenerse en el diseño de estrategias multisectoriales adaptadas a las zonas y los estratos económicos, educativos y generacionales.

El reto de la inclusión en los museos pareciera incuestionable. Sin embargo, los impulsos que lo motivan pueden ser contrapuestos: por una parte, el de democratizar el acceso a la cultura y, por la otra, el de realizar una mejor mercantilización de estos espacios. La clave para diferenciarlos pareciera residir en cómo se convoca a los públicos: como clientes por complacer o como ciudadanos con

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derechos comunicacionales y culturales (Schmilchuk, 2004). No se trata simplemente de espectacularizar los recursos museográfi cos para hacer más rentable la institución aumentando las audiencias, sino de atraer y atender a la mayor diversidad posible de públicos, de ampliar la gama de “elegidos” –tal como lo plantean Bourdieu y Darbel en el epígrafe– a través de estrategias decididas de in-clusión, reconociendo que el objetivo principal es el combate a la inequidad en el acceso y en el disfrute de la cultura. Asumir esta responsabilidad implica no sólo ampliar las puertas de los museos y multiplicar los visitantes, sino también brindarles las herramientas para que tengan un encuentro más pleno con las ofertas culturales, desarrollando políticas que impulsen en los públicos un alfabetis-mo integral múltiple: formación de ciudadanos capacitados para la lectura, la escucha, la escritura y el dominio de la visualidad.

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Fecha de recepción: 18 de mayo de 2006Fecha de aceptación: 7 de agosto de 2006

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Los indígenas no hablan “bien”Defensores comunitarios, ciudadanía étnicay retos ante el racismo estructural en México

Alejandra Navarro SmithUniversidad Autónoma de Baja California

Resumen. El artículo propone que la condición necesaria para construir las bases de una sociedad interétnica requiere de la transformación de las repre-sentaciones (y autorrepresentaciones) construidas socialmente a propósito del “ser indígena”. El argumento se construye con base en la descripción de los pequeños actos cotidianos que un grupo de indígenas organizados en la Red de Defensores Comunitarios por los Derechos Humanos realizan todos los días en Chiapas. Se sugiere así que las labores de defensa cotidiana llevadas a cabo por los defensores comunitarios en cuestión –tales como entrar a la ofi cina de un ministerio público para exigirle que cumpla con su trabajo, teniendo que sobreponerse a las reacciones de discriminación y desprecio que su apariencia detona en automático– inciden potencialmente en las nociones y defi niciones que a propósito del “ser indígena” se han construido en el complejo panorama de las interacciones entre indígenas y no indígenas en México.

Palabras clave: 1. defensores indígenas, 2. relaciones interétnicas,3. racismo estructural.

Abstract. This article suggests that a transformation of stigmatized representa-tions on “being indigenous” should be a requirement to build the conditions of equal interethnic social interactions. The argument is developed from fi eldwork done amongst organized indigenous peoples in the Red de Defensores Comuni-tarios por los Derechos Humanos in Chiapas. Their day-to-day work to bring state justice into indigenous regions are potentially transforming the contents associated to what it is to “be indigenous” that have been historically shaped in the complex arena of interethnic interactions in Mexico.

Keywords: 1. indigenous defenders, 2. interethnic interactions,3. structural racism.

culturalesVOL. III, NÚM. 5, ENERO-JUNIO DE 2007

ISSN 1870-1191

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Introducción

EN LA HISTORIA RECIENTE de la nación mexicana, la relación entre los pueblos indígenas y los agentes e instituciones del Esta-do se ha caracterizado por prácticas de dependencia con las que los últimos –guiados por patrones paternalistas– han impuesto visiones de desarrollo que consideran apropiadas para ayudar a los primeros a salir de su situación de “atraso y pobreza”. Por otro lado, la agenda electoral también ha tenido un gran impacto en la manera en que las comunidades indígenas se insertan en la vida política del país, contando, no como ciudadanos en circunstancias de igualdad de acceso y derechos a las instituciones democráticas de la nación, sino sólo como votos potenciales. Los enfoques del indigenismo integracionista –muchas veces alimentadas desde la antropología– también han contribuido a justifi car conceptual-mente –a través de construcciones de sentidos que dan origen a formas de pensamiento específi cas– la permanencia de los pueblos indígenas en lugares desfavorecidos social, cultural, política y económicamente, y por lo mismo, han contribuido a perpetuar las relaciones de explotación y abuso en las que históricamente se ha situado a estos grupos de población en México.

El concepto de multiculturalismo constitucionala la luz de las relaciones interétnicas en México

La literatura académica que versa sobre el tema del multicultura-lismo constitucional celebra los cambios que se han efectuado en la mayoría de los textos constitucionales de los países latinoameri-canos. Dichas modifi caciones se han realizado con el propósito de dar reconocimiento a la naturaleza multicultural de las poblaciones de cada país (Van Cott, 2000:277-278). Estos cambios constitu-cionales han detonado las impugnaciones de grupos minoritarios –en particular, aquellas provenientes de grupos indígenas– que contestan, recrean y producen sentidos de lo que signifi ca ser

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indígena, y de sus relaciones como sujetos sociales y políticos en las sociedades que los albergan.

En México y en Guatemala, Van Cott señala, el primer compromiso de estos gobiernos “al reconocimiento de los derechos de las comu-nidades indígenas a usar sus propias formas de organización social y política” se inició por acuerdos de paz (2000:269). En México, la Ley de Amnistía del 22 de enero de 1994 y los Acuerdos de San Andrés del 14 de febrero de 1996 dieron origen a la reforma del artículo cuarto de la Constitución, y más tarde infl uyeron también para que se cambiara el artículo segundo constitucional y para las reformas que siguieron a la movilización ciudadana que resultó de la Marcha Zapatista al Zócalo en 2001 (14 de agosto). Estas refor-mas, sin embargo, siguen siendo cuestionadas por grupos sociales que no sienten respetado el espíritu de sus demandas en materia de reforma constitucional.1 Según Van Cott, México y Guatemala sobresalen en Latinoamérica como los dos países con menor grado de reconocimiento constitucional a los derechos de sus pobladores indígenas, sobre todo si se les compara con los casos de Nicaragua y Ecuador, que inicialmente reconocieron dichas formas de organi-zación indígena sin la necesidad de acuerdos de paz, o con los casos de las constituciones argentina, boliviana, colombiana y peruana, que incluso reconocen la personalidad jurídica de sus comunidades indígenas (Van Cott, 2000:269).

El modelo de multiculturalismo constitucional documentado por Van Cott es posible gracias, por una parte, a la existencia de una comunidad internacional y, por otra, al desarrollo interno de los Es-tados –visible, por ejemplo, en la creación de cortes constitucionales y ombudsmen, así como en la existencia de una sociedad civil orga-

1 Diferentes municipios de 11 estados de la República (Chiapas, Oaxaca, Tabas-co, Guerrero, Veracruz, Morelos, Tlaxcala, Hidalgo, Puebla, Michoacán y Jalisco) promovieron 330 controversias constitucionales contra la reforma conocida como Bartlett-Cevallos-Ortega, argumentando la inconstitucionalidad del procedimiento de reformas constitucionales en materia de derechos y cultura indígena. El 6 de septiembre de 2002, la Suprema Corte de la Nación declaró improcedentes 322 de dichas controversias (ver informe de José Luis Castro en http://www.laneta.apc.org/ceacatl/020906posiciones.htm).

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nizada que es capaz de movilizarse políticamente para la obtención de nuevos derechos constitucionales– (Van Cott, 2000:278).

En el caso mexicano, con ejemplos muy concretos ampliamente documentados en estados donde el confl icto social ha estallado en la línea de lo indígena, como en el caso de Chiapas, Van Cott describe una realidad que corresponde a los niveles público-institucionales cuando habla de la lucha por el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y por la lucha por traducir ese reconocimiento en reformas constitucionales. En este caso, también se hace presente el discurso gubernamental que le habla a la comunidad internacional sobre su esfuerzo por el reconocimiento de los derechos indígenas.2 Sin embargo, contrariamente a la perspectiva optimista que Van Cott propone, las iniciativas de los grupos de la sociedad civil organizada para realizar reformas en materia indígena avanzan lentamente en México, y haría falta un análisis sistemático de las discusiones que han tenido lugar en el Congreso de la Unión, en las cámaras de senadores y diputados, así como en las 31 legis-laturas de los estados, para identifi car las corrientes políticas que favorecen u obstaculizan este tipo de reformas constitucionales.3

La explosión de movimientos indígenas rurales y urbanos que reclaman y defi enden derechos sociales, culturales y políticos, junto con la presión ciudadana que genera el trabajo de organizaciones no gubernamentales, académicos, activistas y ciudadanos indepen-

2 Esta vigilante comunidad internacional no sólo está compuesta por organismos internacionales de observación de derechos humanos, sino también y de manera muy signifi cativa por las corporaciones capitalistas extranjeras que buscan climas de estabilidad política para sus inversiones en países latinoamericanos.

3 Hasta este momento, entre los resultados de las reformas que han tenido lugar al interior de estos “órganos reformadores” sobresalen más los obstáculos legales para la implementación de las demandas indígenas de reforma constitucional ar-ticuladas en los Acuerdos de San Andrés en 1996. En 2001, el llamado a efectuar reformas constitucionales en materia indígena hecho por el movimiento popular más grande que ha visto el México contemporáneo desde la Revolución (ver los reportes sobre la Marcha Indígena publicados en La Jornada) fue respondido con la llamada Ley Bartlett-Cevallos-Ortega, que consistió en una reforma constitu-cional en materia de derechos y cultura indígena que más tarde sería impugnada por 330 controversias constitucionales.

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dientes, entre otros, ha llevado a la reforma de las constituciones de diversos países de América Latina (supra). Sin embargo, el cambio constitucional no signifi ca el cambio de facto en el modo de rela-ción que históricamente ha caracterizado a las interacciones entre indígenas y no-indígenas en lo cotidiano, ya sea en espacios institu-cionalizados o en espacios no institucionalizados; tampoco infl uye de manera directa en la “descolonización” del pensamiento y en las acciones de los indígenas (ver Delgado, 2003). Ambos procesos de-ben ser entendidos y analizados en el largo plazo y como condición necesaria para un cambio social que permita la construcción de un espacio comunicativo que garantice igualdad de condiciones para la interacción de grupos culturalmente diferenciados.

En este contexto, se plantea que las tendencias históricas de explotación económica y control político de las poblaciones in-dígenas son posibles porque la discriminación está justifi cada en el ámbito de las interacciones cotidianas y constituye un tipo de racismo estructural, entendido como el conjunto de condiciones sociales existentes que favorecen la califi cación negativa y la discriminación de ciertos grupos sociales.

Este trabajo describe los pequeños actos cotidianos que un grupo de indígenas organizados en la Red de Defensores Comuni-tarios por los Derechos Humanos (RDCDH) realizan todos los días en Chiapas.4 Mi hipótesis es que las labores de defensa cotidiana

4 La Red de Defensores Comunitarios por los Derechos Humanos es una organi-zación de indígenas que defi enden legalmente a sus comunidades en casos de abuso de autoridad y cargos penales, agrarios y civiles, principalmente. La Red inició sus labores en mayo de 1999 en ocho regiones del estado de Chiapas, aunque algunos de sus 26 miembros ya trabajaban en la defensa jurídica desde 1996. En sus pala-bras, “la Red lleva a la práctica la autogestión jurídica en varias maneras. Todos los meses los defensores vienen a la ofi cina central para participar en talleres en que ellos reciben capacitación y hacer ejercicios en el derecho penal, constitucional y internacional. Los defensores entonces traen esta información a sus comunidades, permitiendo que las comunidades y sus defensores denuncien las violaciones de derechos humanos que suceden diariamente en el estado de Chiapas. La Red de Defensores responde a los reclamos y órdenes de las comunidades, y los asesores de la Red pretenden proporcionar el apoyo legal y técnico apropiado para facilitar el trabajo de los defensores. Además, los defensores toman parte y dan talleres y presentaciones en una variedad de foros, inclusive conferencias, reuniones y dele-gaciones” (http://www.defensorescomunitarios.org/esp/quienes.html).

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llevadas a cabo por los defensores comunitarios en cuestión –tales como entrar a la ofi cina de un ministerio público para exigirle que cumpla con su trabajo, teniendo que sobreponerse a las reacciones de discriminación y desprecio que su apariencia desencadena en automático– potencialmente pueden incidir en las nociones y defi niciones que a propósito del “ser indígena” se han construido en el complejo panorama de las interacciones entre indígenas y no indígenas en México. De este modo se está incidiendo localmente tanto en los modos de interacción como en la construcción de lo que Delgado (2003) llama las “epistemolo-gías indígenas”, desde las que se efectuaría el doble proceso de auto y heterorreconocimiento de las demandas indígenas y, por ende, de la construcción del actor indígena descolonizado.

Las incidencias reales del trabajo de indígenas organizados, como en el caso de los Defensores Comunitarios por los Derechos Humanos, si bien no son todavía visibles en el nivel estructural más amplio, sí lo son en el nivel micro de las propias represen-taciones que los defensores comunitarios tienen a propósito de sí mismos y de su relación con las autoridades del Estado.5 Estos pequeños pero signifi cativos actos se traducen en hablarle al po-der en el mismo nivel de autoridad y en el cambio de estrategia para “exigir” en lugar de “solicitar” a las autoridades el cabal cumplimiento de sus funciones. Para lograr esto, el trabajo de los defensores también pasa por el difícil proceso de construcción de reconocimiento en sus comunidades y regiones de trabajo, al tener que convencer cotidianamente a sus pares indígenas de que como defensores son capaces de realizar el trabajo tan bien como lo haría una persona no indígena que conozca los marcos jurídicos institucionales a los que se enfrentan. Estos procesos pueden ser discutidos desde la perspectiva de que el poder –y el

5 Angélica Rojas Cortés (2000) da cuenta de la apropiación del espacio de la secundaria por parte de las comunidades wirráricas, que mandan a sus hijos a estudiar ahí con el interés de formar a los mediadores que puedan defender/re-presentar a las comunidades ante las instituciones del Estado, especialmente en el ámbito de la justicia.

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rol de los individuos desfavorecidos en la lucha por sus derechos en el contexto de la historia de la construcción de ciudadanías– no sólo es ejercido sino también internalizado.

Construcción de ciudadanías étnicas en América Latina

La construcción de ciudadanías étnicas (De la Peña, 1995) se refi e-re a las nuevas confi guraciones de participación social, política y de reconocimiento a las diferencias culturales en las que los indígenas se relacionan con las instituciones del Estado. El reto de estos procesos de participación pública consiste tanto en la creación de espacios como en la incidencia en el cambio de representaciones sociales que se ponen en juego cuando indígenas y no-indígenas interactúan en una situación determinada.

Este trabajo se propone analizar algunos elementos de dis-criminación experimentados por los defensores indígenas que interactúan cotidianamente en espacios institucionalizados y no institucionalizados de justicia en Chiapas, con objetivos específi cos en los casos de defensoría penal, agraria, civil y de derechos humanos.

Defensores indígenas en interaccióncon las instituciones de justicia del estado en Chiapas

En la lucha por los derechos indígenas, algunas organizaciones han centrado sus esfuerzos en el campo legal y se han dado a la tarea de identifi car irregularidades cometidas por las autoridades estatales en los procesos judiciales en México y en Latinoaméri-ca. En este sentido, el discurso de los derechos humanos ha sido empleado como una estrategia por ONGs y asociaciones civiles para denunciar los casos en los que las autoridades estatales no aplican la ley de acuerdo con los procedimientos institucionales. Con frecuencia, dichas organizaciones han documentado el uso

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de la administración de justicia para encarcelar o intimidar a indígenas, en su mayoría campesinos, que en el momento de su detención trabajaban activamente por la defensa de un proyecto político determinado.6 Así, la lucha política contemporánea por una participación autónoma de los pueblos indígenas tiene lugar en los Estados que los enmarcan políticamente (Navarro, 2005). Rachel Sieder (2002) plantea que el discurso de los derechos hu-manos es usado como una herramienta para regular el poder del Estado y para luchar contra la ideología totalitaria del mestizaje que los Estados nacionales de América Latina han usado para mantener su control hegemónico. En este sentido, la lucha por la defi nición del proyecto y los contenidos del término “derechos humanos” no sólo pone de manifi esto las desigualdades de poder entre el Estado y los luchadores sociales que lo impugnan, sino que hace visible la lucha de estos últimos por señalar pública-mente las injusticias históricas a las que han sido sometidos por las prácticas hegemónicas de los Estados latinoamericanos (Sieder, 2002:197 y 199).

En este contexto, Willem Assies (s.f) ha documentado el tema de las reformas constitucionales en materia jurídica que se han logrado en Colombia y en Bolivia como resultado directo de las luchas indígenas en esos países, y Overmyer-Velazquez (2003) llama nuestra atención sobre los aspectos paradójicos del pro-blema que se plantea cuando el Estado actúa como árbitro de los derechos humanos y al mismo tiempo plantea la necesidad de reducir su habilidad para manipular su posición de privilegio con respecto de la sociedad en general. Estas contradicciones, documenta el autor, están inscritas en los textos en materia de derechos humanos de las Naciones Unidas, ya que le otorgan el poder a los Estados nacionales cuando los reconocen como cuerpos soberanos.

6 Algunos casos concretos conocidos públicamente los constituyen los campesi-nos que Digna Ochoa defendía en el momento de su asesinato (ver Gledhill, 2004a) o el primer caso de aplicación del arraigo en Chiapas, efectuado en contra de cinco miembros de las bases de apoyo zapatistas (ver Navarro, 2005, caps. 6 y 7).

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En México todavía no existen escenarios para imaginar ejercicios de justicia como los que Assies encontró en Colombia y Bolivia. Por lo mismo, la innegable necesidad del diferenciado acceso a la justicia según el tipo de población a la que se pertenece ha gene-rado en México debates públicos y formación de conciencia que ha visto sus frutos en la emergencia de espacios de capacitación en materia de defensa indígena y la generación de foros en todo el país. En éstos se imparten cursos de capacitación y se comunican las experiencias y los modos de participación con los que los in-dígenas están haciéndose presentes en las instituciones de justicia como defensores de sus propias comunidades.

La Red de Defensores Comunitarios por los Derechos Huma-nos (RDCDH) es uno de estos ejemplos. Además, foros como el Primer Seminario-Taller “Justicia y Pueblos Indígenas”, parte del Proyecto de Fortalecimiento de Abogados Indígenas en Oaxaca que se realizó en esa ciudad en noviembre de 2005, y el fi nanciamiento que en 2006 ofreció la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en México para proyectos de promoción de justicia y vigencia de derechos en el Programa de Promoción de Convenios en Materia de Justicia7 son dos ejem-plos claros de la apertura de este debate y del trabajo conjunto de sociedad civil, pueblos indígenas y Estado.

a) El problema del racismo normalizadoen la construcción de ciudadanías étnicas

En México se requiere de más investigación sobre el tema del racismo normalizado en las interacciones entre indígenas y no-indígenas para poder abordarlo en situaciones de capacitación y de reforma de los procedimientos jurídicos institucionales.

Cuando se habla de la participación de indígenas organizados –como pueblos, ONGs, cooperativas, etcétera– en las estructuras

7 Más datos sobre estos programas se pueden encontrar en http://www.dplf.org/AINDG/span/programa_Oaxaca2005.pdf, y en http://cdi.gob.mx/index.php?id_sec-cion=1474, respectivamente. Sitios consultados el 14 de septiembre de 2006.

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institucionales del Estado mexicano, es imprescindible tomar en cuenta la dimensión del poder que juega en contra en determina-das situaciones en las que no se ha garantizado su participación en condiciones de igualdad. Esta dimensión del poder se ha na-turalizado en formas concretas de procedimientos, trato, habla, uso de espacios y acceso a información, por mencionar algunos, que actúan como barreras impuestas por formas culturales no-indígenas con características racistas, clasistas, paternalistas y excluyentes, en este orden histórico de construcción de la interac-ción de las élites político-económicas con los indígenas/sectores populares en México. Estas formas de interacción se han conso-lidado en prácticas que a su vez confi guran a las instituciones y a los espacios en los que interactuamos cotidianamente.

Para contribuir al estudio de las construcciones de las ciuda-danías étnicas en México, a continuación propongo una serie de categorías que nos permitan volver visibles las situaciones en las que se encarnan cotidianamente las discriminaciones y los racismos naturalizados en el contexto de la interacción lingüís-tica, y en las que la construcción de la nación y más reciente-mente la idea del “progreso”8 juegan un rol predominante para la construcción social de la descalifi cación de ciertas culturas –en este caso, la indígena–. Estas invisibles interacciones de discriminación reproducen y mantienen este orden en donde se permiten las imposiciones culturales y la invisibilización de las relaciones de dominación que las mantienen.

Para este ejercicio propongo analizar algunas categorías aso-ciadas con comportamientos racistas o excluyentes a través de los relatos de algunos de los miembros de la RDCDH sobre sus inicios como defensores indígenas.

El corpus que da origen a estas refl exiones fue producto de un trabajo de campo entre agosto de 2001 y diciembre de 2002, cuan-do participé como investigadora en la ofi cina central de la RDCDH y en la comunidad indígena de San Jerónimo Tulijá, por largos

8 El progreso se ha construido como lo opuesto a la tradición en el discurso de la construcción de la “nación moderna”.

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periodos, y en Paraíso Tulijá, El Tumbo, La Culebra, Nicolás Ruiz, El Guanal, Emiliano Zapata, Morelia, Chilón y Bachajón, en visitas breves. Durante el trabajo de campo se realizaron entre-vistas a los defensores comunitarios y a autoridades y miembros de sus comunidades, así como observación participante durante sus labores de defensoría y tránsito en sus regiones de trabajo. Asimismo, se registraron en video algunas de las interacciones que tuvieron lugar durante su trabajo de defensoría jurídica y su vida cotidiana. Por razones de espacio, en este trabajo sólo incluimos dos entrevistas realizadas a defensores comunitarios y algunas notas de mi diario de campo.

b) De indígenas a defensores comunitarios

Cuando los defensores relatan cómo se enfrentaron al “mie-do” de entrar en contacto con los ministerios públicos (MPs) y se entrenaron para “hablar correctamente” en situaciones de defensa jurídica, se pueden reconocer las estructuras sociales interiorizadas desde las que se perciben en desventaja –o infe-rioridad– cuando se inician en esta labor.

Esta desventaja de iniciantes es doble si se toma en cuenta no sólo su inexperiencia en el terreno de la “defensa jurídica” como ofi cio o profesión, sino también la relación de subordinación a la que se coloca a los indígenas en los pueblos mestizos y centros urbanos.

Para comprender cómo la interacción entre indígenas defenso-res y los agentes de las instituciones de justicia reproducen las no-ciones de subordinación de la cultura indígena frente a la “cultura mestiza” a la que se ha construido como “superior o deseable” en el discurso nacional, y para entender cómo se introyecta este orden de poder y subordinación en todos los miembros de la sociedad, recurro al concepto de mercado lingüístico propuesto por Pierre Bourdieu. Este autor explica que

[...] el discurso que producimos [...] es el “resultado” de la competencia del locutor y del mercado en el que introduce su discurso; el discurso depende en cierta proporción [...] de las condiciones de recepción.

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Toda situación lingüística funciona, por tanto, como un mercado en el que el locutor coloca sus productos; y el producto que produzca para este mercado dependerá de cómo anticipe los precios que van a recibir los productos. Al mercado escolar [para nuestro caso, al mercado de defensa jurídica], lo queramos o no, llegamos con una anticipación de los benefi cios y las sanciones que recibiremos. [...] Nunca apren-deremos el lenguaje sin aprender al mismo tiempo que este lenguaje será ventajoso en tal o cual situación (Bourdieu, 1990:122).

El “miedo” que experimentan los defensores durante sus pri-meras incursiones en el campo de la defensoría jurídica responde, por un lado, al reconocimiento de que entrarán a jugar un rol para el que no están autorizados ni escolar ni culturalmente. En el imaginario social, sólo los que han estudiado derecho –y la especialización de las leyes y los códigos de procedimiento así lo han defi nido– pueden navegar con éxito en los procedimientos de administración de justicia.

Aunque los defensores leen y escriben en español, algunos no terminaron el tercer año de primaria. En este sentido, no se les reconoce como “defensores legítimos”, pues no se cree que alguien que no sepa hablar “bien” el español pueda conocer de leyes. En esta construcción social del sentido, la legitimidad de los defensores también está asociada con su dominio del cono-cimiento de las leyes y de su dominio fonológico y sintáctico del español (idioma y sistema de pensamiento a partir de los cuales se elaboran las leyes). El habla “incorrecta” del español por los defensores comunitarios –o su interpretación desde un sistema de pensamiento e interpretación diferente a la del dere-cho positivo/occidental– constituiría, entonces, un elemento de no reconocimiento –y, en el marco del acceso equitativo a los procedimientos administrativos que ampara la ley, de discrimi-nación– en situaciones de defensa jurídica.

Aunada a la discriminación del contexto anterior, los indíge-nas tampoco están “autorizados culturalmente” para ejercer el rol de defensores. Este nivel de discriminación está inscrito en las relaciones de dominación que mantienen las élites políticas

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9 Por desindianización se entiende el proceso de ocultamiento de los “rasgos indígenas”, ya sea como estrategia para conservar sus formas de organización y autonomía (ver Gledhill, 2004b) o como reacción al estigma que sobre las culturas indígenas construyen las ideologías integracionistas del Estado nacional.

10 He cambiado los nombres reales para proteger la identidad de los informantes.

y económicas sobre los pueblos indígenas en México. Dichas relaciones de dominación se han normalizado en el imaginario social en México al justifi carse la integración –y paulatina des-aparición de los rasgos que los identifi can como “indígenas”, proceso denominado “desindianización”9– de los pueblos indí-genas a la sociedad “mestiza mexicana” con el argumento de que dejar de ser indígena signifi caría “progresar”, “desarrollarse” y así contribuir al “desarrollo de la nación”.

c) Construcción del grupo de referencia: la RDCDH

La organización que los defensores han imaginado en forma de red constituye un espacio fundamental como espacio de referen-cia desde donde se construyen como defensores comunitarios. Esta adscripción identitaria es usada como “credencial” cuando entran en los espacios ofi ciales en situación de defensoría, donde el uso de la palabra está regulado por la “autorización” que para hablar le confi eran al hablante los títulos académicos, el acento, el lugar de nacimiento, etcétera (ver Bourdieu, 1990:152). A continuación se presentan algunos casos concretos que proveen insumos específi cos para sustentar los puntos anteriores. Son los testimonios de dos defensores comunitarios: Juan y Óscar.10

En mayo de 2001, Juan, indígena tzeltal de la región de Altami-rano, de 23 años, recién casado y con un solo bebé, fue invitado a tomar los cursos de “derechos humanos” en San Cristóbal porque ya antes había estado trabajando en estos temas con otros instructores que llegaron a su región en 1994. Juan habla, escribe y lee un español “tzeltalizado”: género, plurales y singulares no corresponden a la gramática del castellano, sino que más bien parecen traducciones directas de su lengua materna. Este uso in-

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dígena del castellano es una marca que permite el reconocimiento de “lo indígena”. Juan relata su ingreso a la Red:

Bueno, bueno, desde que yo he visto personalmente cómo crecí, cómo viví, cómo estoy viviendo en este pueblo Morelia, es, este, vimos que este, de por sí nosotros no sabíamos, este, desde 94, desde 93, no sa-bíamos qué es los derechos. Sí sabíamos que tenemos derecho, pero derecho de tener la tierra. Que si nosotros estábamos peliando nada más acá con los compañeros, ¿no? De este, nada más de pelear por la tierra y todo eso, ¿no? Que tenemos derecho de hablar, ¿no?

Pero más ya después de 95 entré en... como nosotros decimos acá, pues formamos parte del ejidatario comunal.

¿No? Entonces nosotros vimos que así funcionaba el trabajo, que los jóvenes también tienen que trabajar en el común; entonces nosotros tu-vimos que entrar. Ya después nosotros, del 95, el mismo año, creo, que nosotros fuimos nombrados promotores de derechos humanos acá en esta región. De ahí nosotros pasamos como un año, año y medio, eh, nos formó como cuatro personas de comisiones regionales de derechos humanos, pero nosotros de nada más hacemos promoción en la comunidad, y en otras comunidades que no tienen promotores. Pero también ¿por qué formaron esto? Porque vieron que ya nosotros podemos defendernos con los funcionarios del gobierno y todo.

Así nosotros tuvimos que llevar ese plan de trabajo para que así nosotros sabemos un poco y compartir un poco con nuestro pueblo qué es el derecho, ¿no? Y qué son los derechos humanos, para qué sirve, no, los derechos, ¿no? Y nosotros veníamos tomando curso, y como comisión pues visitábamos en otros lados, comentábamos qué son los derechos, para qué sirven y todo eso.

Pues ya de ahí, pues ya juntamos muchos compañeros. Casi todo el pueblo del municipio autónomo 17 de Noviembre, juntamos casi como 80, 85 promotores de derechos humanos, pero ya al fi nal ya nosotros quedamos. Fueron quedando nuestros compañeros, fueron así saliendo, pues. Ya los viejos, viejos promotores, ya nomás quedamos 12 nomás. Sí, los que aguantaron.

Ya después, cuando llegó la invitación a la Red de Defensores, pues nosotros tuvimos que, bueno ya habíamos nosotros retirado pues en el promotor, en el regional. Ya habíamos salido todo. Ya no existíamos. Pero fue cuando llegó la invitación del licenciado Miguel Ángel, eh, el consejo autónomo llegó en casa y me dijo que si quisiera seguir yo

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más el curso de derechos humanos, que... bueno para mí me gusta, para que yo ayudo a mi pueblo, a mi municipio, y a todos los otros pueblos que necesiten. Eso es pues como nosotros estuvimos, este, este, trabajando, echándole ganas, ¿no? (...)

Pues yo pienso que alguien, alguien tiene que abrir otra vez el camino. Como hizo el licenciado Miguel. Ahí nosotros tuvimos que seguir porque yo ya había tenido un poco de conocimiento de qué es el derecho (...).

Miguel Ángel de los Santos, asesor de la RDCDH y a quien hace referencia Juan en el extracto anterior, es un abogado nacido en Chiapas que ha puesto en el centro de su actividad profesional la investigación y documentación de las detenciones arbitrarias, trabajo que ha realizado como miembro de las organizaciones sociales en las que ha participado. En 1995 formaba parte del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas y se dedicaba, junto con un grupo de otros tres abogados “mestizos”, a identifi car los casos de detenciones arbitrarias, que se incremen-taron en la misma medida que lo hizo el faccionalismo político al interior de las bases de apoyo zapatista. La “invitación” a la que hace referencia el defensor comunitario fue el inicio del proyecto de capacitación en defensa jurídica que Miguel Ángel propuso a los gobiernos de los municipios autónomos, en ese momento la población más afectada por el problema de los encarcelamientos irregulares en Chiapas.

d) Organización de la RDCDH: una concepción diferentede las relaciones interétnicas en el trabajo con indígenas

Una de las características más importantes de la RDCDH es la concepción –y la práctica– de los indígenas como sujetos con capacidad lingüística. Además, la relación de respeto de los ase-sores de la Red hacia defensores y autoridades de las comunida-des indígenas se manifi esta en actos como el de Miguel Ángel al realizar una propuesta a modo de “invitación” a las autoridades indígenas y a esperar a que se consultara con los pueblos de

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las regiones la pertinencia del proyecto de capacitación que les proponía. Por lo anterior, este proceso estuvo acompañado de las formas de relación que entre indígenas demuestran “respeto”; a saber, el tiempo de espera que debe pasar antes de recibir una respuesta, pues los procesos de consulta y discusión de los casos pueden tomar más tiempo del que un habitante de la ciudad está dispuesto a tolerar.11 La práctica de la consulta y una compren-sión diferente del tiempo y de la espera surgen de esta manera como elementos indispensables para una relación interétnica respetuosa en este caso concreto.

Una vez que los participantes del curso deciden constituirse en la RDCDH, realizan su trabajo de modo que las comunidades quedan en el centro de su organización, como se muestra en el diagrama de arriba.

Siguiendo con las formas de interacción propuestas por este esquema, los defensores comunitarios “sirven” a sus comunidades representadas por las autoridades indígenas. Asimismo, las comu-nidades se encargan de proveer a los defensores los insumos de

11 Paradójicamente, “hacer esperar demasiado” es ofensivo en el contexto urbano.

Diagrama de cómo la RDCDH imagina su relación con sus comunidades, las autoridades y los colaboradores externos a su organización.

Comunidadesindígenas

Autoridadesindígenas

Defensorescomunitarios

Colaboradoresde la RDCDH

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subsistencia que necesiten mientras realizan este servicio. Estos insumos consisten principalmente en apoyos económicos tanto para entrenamiento como para la resolución de los casos. Así se pretende garantizar la continuidad del proyecto de defensoría jurídica, pues tanto sus miembros como su sostén económico los proveen las comunidades mismas. De esta manera, los habitantes de las regiones donde trabajan los defensores se dirigen a las au-toridades locales, las que delegan en los defensores comunitarios el seguimiento de los casos. Las familias de los afectados se en-cargan de apoyar a los defensores con los pasajes y con los gastos administrativos que surjan durante la defensa. Finalmente, los colaboradores externos de la Red son los abogados y voluntarios que unen sus esfuerzos para impartir los cursos de capacitación y asesoría en los problemas expresados por las comunidades. Estas relaciones de cooperación contrastan con las políticas indigenistas integracionistas, que se caracterizan por la imposición de los pro-yectos nacionales y de desarrollo a las comunidades indígenas, los que promueven relaciones de dependencia económica (proyectos de desarrollo), cultural (proyectos escolares) y política (como votos potenciales y no como candidatos) de las comunidades con las instituciones y el proyecto del Estado. Por lo mismo, la defi nición de las relaciones que los defensores comunitarios buscan establecer hacia dentro y hacia fuera de sus comunidades demuestra una refl exión consciente de la dependencia que ha generado la concepción integracionista del desarrollo propuesto para los pueblos indígenas.

De lo anterior se desprende otra característica generada desde la RDCDH: los defensores indígenas ocupan el lugar de los inter-mediarios no-indígenas para establecer contacto con las insti-tuciones de justicia del Estado. En este proceso, los defensores son los responsables de todas las labores que implica la defensa de un caso, desde la organización de la información para armar un expediente que sea coherente con los referentes, los lenguajes y los tiempos del proceso que se sigue en las instituciones del Estado, hasta la elaboración de los escritos, las relaciones con los

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agentes de las instituciones jurídicas y el enlace con los medios masivos de comunicación.

El hecho de que sean los mismos indígenas los que escriben los documentos que se envían tanto a los ministerios públicos como a los medios masivos de comunicación es una práctica inédita entre las ONGs en Chiapas. Éste es uno de los pequeños pero signifi cativos actos de los sujetos indígenas, y al llevarlos a cabo agregan elementos a las concepciones de lo que signifi ca “ser indígena”. De este modo se empieza a romper con las res-tricciones sociales impuestas/aceptadas derivadas de la falta de competencias asociadas con el ser indígena (“no hablar bien”, “no escribir bien”) que se reproducen y se legitiman en el campo escolar. El espacio de la RDCDH es, por lo tanto, un espacio que ha permitido a sus miembros actuar y transformarse de indígenas en defensores comunitarios. En este contexto crece la conciencia del trato paternalista que les dispensan los agentes de las instituciones cada vez que se encuentran con ellos, pues, como reconocen los mismos defensores, “tratan a los campesinos como niños”.12 En esta línea de pensamiento, en México los niños no son sujetos de escucha por parte de los mayores, sino que se les ha construido culturalmente como cuerpos sobre los que se permite imponer el orden social, según los padres consideran pertinente. La me-táfora del no escuchar y no tomar en cuenta las participaciones de los niños en una conversación de adultos es comparada por los defensores con las restricciones que son impuestas por los ministerios públicos cuando los indígenas quieren presentar a sus testigos para que hablen de los casos que están defendiendo. En palabras de Juan:

(...) nosotros vemos en la forma de ser del ministerio público. Que no nos quieren tomar en cuenta, que no nos quieren escuchar lo que nosotros decimos. (...) sino que trabaja fuera de la acta [ministerial], no a favor de la acta (...) no nos quieren tomar en cuenta, no quiere que nosotros presentemos testigos, no quiere que nosotros presentamos

12 Entrevista a Óscar, en archivo de la autora.

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fi lmación de video. No quiere que nosotros presentamos testigos por personal. No quieren nada, nada, nada.

Y no quieren investigar, no quieren ir a dar fe ministerial de los hechos. Nada. Eh, pero en cambio [a] nosotros las autoridades tradi-cionales, pues [sí] nos toman en cuenta. Si nosotros decimos que no, en esa hora estoy con este compañero, en esa hora estoy trabajando en su casa del compañero. Y si quieren escuchar su palabra del compañero, estamos acá. Sale. Nos toman en cuenta y lo traen y todo. Entonces, ya de ahí pues ya empezamos a platicar, a hablar, y comentamos y nos escuchan, cada persona que habla, nos tomamos en cuenta, ya sea mujer, ya sea hombre, pues así.

El reclamo a las autoridades del estado: “que escuchen”

La consolidación de la RDCDH como grupo de referencia para la práctica cotidiana de los defensores comunitarios ha contribuido a su “credencialización” o autorización, de la que carecían antes de iniciarse en la defensa jurídica, tanto ante ellos mismos como ante los ojos de quienes laboran en las instituciones del Estado. Juan continúa hablando:

Hasta ahora sí me han tratado muy bien [en el ministerio público] (...) yo nada más me presento:

—“Yo formo parte de la Red de Defensores. Es que nosotros tenemos una ofi cina en San Cristóbal de las Casas. Que yo estoy trabajando con el licenciado Miguel Ángel”. Y a mí pues: —“Está bien. ¿Formas parte como defensor?” — “Sí”. — “Está bien, puedes entrar ahí, recibir y escuchar notifi cación”. Es lo que nosotros hace-mos acá. Yo quedo como defensor del hermano, y ya el licenciado, si me quiere preguntar algo a mí, me pregunta. Y yo le pregunto también al compañero. Sí.

La primera vez sí [me dio pena]. La primera vez sí porque no sabíamos cómo hablar, cómo entrar y cómo terminar la plática. Y no sabemos cómo entrar muy bien.13 Tenemos miedo todavía. Pues sabemos, yo pienso que un licenciado, miembro del ministerio público ahora, sabe más que nosotros.

13 Las itálicas son mías.

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Pero poco a poco nosotros vamos avanzando con nuestro curso. Vamos poco a poco, paso a paso, y así yo también voy conociendo también qué es el función del ministerio público, cómo trabaja, hasta dónde puede limitar su trabajo también. Porque ya también ya no puede pasar a un juez. ¿Sí? Ya no puede avanzar más a lo que pertenece a un juez. Yo pensé, yo al no entrar en mi trabajo, yo pienso que un MP es el que detiene, y es el que lleva el caso, y es el que manda en la cárcel, es el que sentencia. Pero no es así. Como vamos aprendiendo, aprendiendo. El MP lo deja su investigación, ya de ahí pasa con el juez. Ya el juez manda ahí, ya lo tiene que dictar la sentencia. Ya ahí vamos de paso por paso. Así voy conociendo lo que es su función. Y qué artículos en la Constitución, nuestra Constitución Política de los Estados Unidos, acá en México, en Chiapas, qué artículos lo podemos exigir a los MP si no quieren hacer el trabajo. Así nosotros conforme el estudio, en nuestra práctica, voy conociendo qué artículo es, y qué artículo no podemos aplicar. Yo he, también hemos practicado, pero donde yo me gustaría que se quedara más en mi mente es la Consti-tución Política (...).

Sin embargo, en los casos de encarcelamientos irregulares las autoridades muchas veces no dan respuestas de acuerdo a derecho. Entonces, los defensores recurren a la difusión de los casos a través de los medios masivos de comunicación, principalmente a la radio y a la prensa, aunque sus casos también han sido cubiertos por los reporteros de los noticieros de la televisión local.

Ante la práctica de las autoridades de “no escuchar” a los defensores indígenas, éstos recurren al uso de tecnologías de registro de imagen y voz (videocámaras, cámaras de fotografía fi ja y grabadoras de audiocassette) y las usan como herramientas para extender la documentación de sus casos y las demandas específi cas que plantean a las autoridades. Un ejemplo de este uso de la tecnología de registro fotográfi co como evidencia que apoya la palabra del defensor, que parece no tener credibilidad ante las autoridades cuando éstas retardan u obstaculizan los procesos para resolver el problema que se plantea, lo constituye la ocupación e intimidación de un poblado indígena por el Ejército Federal Mexicano. De mis notas de campo presento a continua-

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ción la manera en la que Óscar, un defensor comunitario de 24 años originario de la región de Teopisca, caracterizado por su espíritu de investigación, iniciativa y creatividad, logró sentarse a dialogar con miembros del Ejército Federal Mexicano y pactar su salida del poblado en cuestión:

(...) en agosto de 2001 entró el Ejército en San Isidro del Ocotal, delante de Rancho Nuevo, en dirección a Teopisca. Ahí fue Óscar a preguntar cómo había sucedido la entrada del Ejército. Precisamen-te, cuando estaba visitando a las autoridades se escuchó a la gente que decía que estaban ahí los militares nuevamente. Entonces Óscar comenzó a tomar fotografías al mismo tiempo que entrevistaba a los militares sobre los motivos que los habían llevado a esa comunidad. Los militares no dieron razones de su presencia en ese lugar. La co-munidad de San Isidro del Ocotal es base de apoyo zapatista.

Con su información, Óscar regresó inmediatamente a la ofi cina central de la Red de Defensores en San Cristóbal de las Casas. Redac-tó su denuncia y la acompañó con las fotografías que había tomado durante los hechos. Inmediatamente envió el documento por fax a los medios de comunicación, radio y prensa escrita locales, así como a corresponsales de la prensa nacional e internacional con base en San Cristóbal. Al día siguiente el hecho era transmitido por radio y había sido retomado por algunos medios impresos.

Al cabo de algunos días, un representante del Ejercito Federal Mexica-no llamó a la Red para concertar una cita con Óscar y otros miembros de la misma. Ahí se presentaron en la fecha acordada. La autoridad militar les dijo que los miembros del Ejército ya no iban a entrar en esa comu-nidad, que estaba bien el trabajo que ellos realizaban para supervisar las acciones de las tropas. Y les dijo: “¿Pero por qué en vez de sacarlo en la prensa no vienen primero con nosotros? Seguro que encontramos una solución para que estas situaciones no se repitan”. Al salir de la reunión Rubén se sentía orgulloso. “Ellos quieren que nos callemos, pero no lo van a conseguir”. Éste es nuestro trabajo como defensores.

Es de esta forma como los defensores van ganando credibilidad en las comunidades cuando trabajan y consiguen solucionar los problemas expresados por ellas. De este modo también se inci-de en las comunidades para desvincular a las representaciones

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del prestigio asociado con a) ser de fuera (que muchas veces implica no ser indígena) y b) tener estudios formales (un título universitario).

Conclusiones

Las concepciones “mestizas” que descalifi can las formas de autoridad indígena y que dudan de las capacidades de racio-nalidad lingüística y de expresión escrita de los indígenas son construcciones sociales que operan desde lógicas excluyentes con base en prejuicios respecto de ciertas características étnicas y raciales. Estas adjetivaciones asociadas a “lo indígena” han sido construidas a través del tiempo, por lo que es necesario rastrear los contextos y los motivos a partir de los que fueron acuñadas para así poder transformar el lenguaje y el pensamiento que re-gulan socialmente las relaciones interétnicas en México y que, en este caso concreto, dan forma a las relaciones interétnicas en el campo de la impartición de justicia estatal.

La autoridad indígena está asociada a las nociones de servicio y consenso. Por lo mismo, la autoridad se construye con cada acto cotidiano en la vida de los miembros de la comunidad. Las estra-tegias que con frecuencia los defensores comunitarios ponen en práctica están ancladas en las formas culturales indígenas (forma, tono al hablar y tiempos en los que se resuelven los problemas) que regulan sus comunidades. El segundo tipo de discriminaciones a las que se enfrentan los defensores comunitarios está estrechamente relacionado con la califi cación negativa que se comparte fuera de las comunidades sobre “las culturas indígenas”. En su interacción con las autoridades del estado, los defensores “no saben cómo entrar en las ofi cinas, iniciar una conversación o terminarla” y deben socia-lizarse en las normas impuestas por los no-indígenas, por las que, paradójicamente, los indígenas son descalifi cados de antemano.

Finalmente, el punto principal de esta contribución se limita a presentar algunos ejemplos que demuestran la necesidad de

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la transformación de las nociones negativas de “lo indígena” [no saben hablar/no saben escribir] y de los “actores indígenas” en el ámbito de las representaciones sociales de toda sociedad que pretenda construir bases de igualdad para la participación de los indígenas en sus instituciones nacionales. El desarrollo de programas para la enseñanza de valores que promuevan una sociedad pluricultural y relaciones interétnicas respetuosas es la base fundamental para generar las condiciones que después transformarán a las instituciones. Esto es lo que Rojas (2000) denomina la construcción de ciudadanía étnica “desde abajo”. En este proceso, también es necesaria la revisión de los currículum escolares para garantizar que se socialicen representaciones in-dígenas que indaguen las lógicas de sus pensamientos y acciones desde sus contextos.

Por lo que se infi ere de mi trabajo con los defensores comunitarios, resulta evidente que las instituciones han ritualizado en sus prácticas cotidianas las discriminaciones que están contenidas en la califi ca-ción negativa de los aspectos culturales y étnicos de los indígenas. Los defensores comunitarios trabajan primero en derrumbar esta barrera y luego en la obtención de la justicia.

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Fecha de recepción: 3 de enero de 2007Fecha de aceptación: 29 de enero de 2007

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La culminación de un proceso de

reflexión, análisis, problematiza-

ción e interpretación de la realidad

social (o de una parte de ella),

objetivándose y adquiriendo forma

de libro, es siempre digna de re-

conocimiento. Máxime si presenta

el esfuerzo colectivo de un grupo

de académicas/os en torno a un fin

común, pues si publicar una obra

escrita de manera individual es

complicado, lo es más aún hacerlo

colectivamente.

En esta obra encontramos que

se abordan diferentes historias

cotidianas (y otras no tanto) y

se percibe –desde sus primeras

páginas– la articulación que las

LIBROS

Espacios de género.Imaginarios, identidades e historias

Loreto Rebolledo y Patricia Tomic(coordinadoras)

Universidad Autónoma de Baja California, Mexicali, 2006

Teresita de Jesús Ruiz Botello

autoras y el autor hacen entre

la argumentación teórica, el

razonamiento sustentado y la

sensibilidad, tanto para desvelar

la subjetividad de los sujetos que

dan sentido a sus reflexiones,

como para involucrar a los/as lec-

tores/as en la aventura de “vivir”

las situaciones contextuales a las

que hace referencia cada historia,

cada ensayo, cada experiencia

contenida en este libro.

En cada uno de los 11 ensayos

que lo integran, y más allá de la

calidad, claridad y solidez teórica

de los mismos –que las tienen–,

encontramos reflexiones pro-

fundas que en estos tiempos

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Culturales

136

hubiera parecido inverosímil

siquiera pensar lo que hoy es

un hecho más que probado: es

más fácil modificar la herencia

genética que la herencia cultural.

Y justamente es ésta la dimen-

sión que se pone en relieve en la

contextualización que enmarca

los eventos, circunstancias e

historias que este libro nos

cuenta.

Ejercicios reflexivos como los

que se realizan en cada ensayo

de esta obra nos permiten pensar

nuestro lugar en la sociedad, en

el mundo, y en las formas en que

hemos participado para que esta

sociedad y este mundo sean lo

que ahora son. De estos ejercicios

se deduce que no es suficiente

asomarnos al mundo, que hay que

asumirnos como parte de él, con

todo lo que ello implica.

Cada ensayo invita al/a lec-

tor/a a re-pensarse desde los

diferentes roles sociales que

desempeña: ser humano, mujer,

hombre, hija/o, esposa/o, padre,

madre, trabajador/a, etcétera, y

a lo largo de su lectura podemos

confirmar, si volvemos la mira-

da atrás, que ha sido mucho lo

que hemos avanzado, pero si

esa mirada la dirigimos hacia el

frente, entendemos que todavía

cobran especial relevancia, ya

que, a pesar de estar viviendo

en el siglo veintiuno y del auge

que han cobrado los estudios de

género en los últimos años, la

discusión de temas y problemas

cruzados por la perspectiva de

género aún sigue enfrentando

circunstancias adversas y ani-

madversión y repelencia de mu-

jeres, hombres, comunidades,

instituciones, etcétera.

Esta obra, al colocar como

centro de sus reflexiones la si-

tuación y el lugar de la mujer en

las sociedades latinoamericanas,

nos persuade a reconocer que

como seres humanos todavía

no logramos vencer los obstá-

culos creados por la innegable

discriminación y desigualdad

que sigue imperando y obstruye

nuestro propio camino hacia la

hominización.

Los estudios de género siguen

luchando con versiones de la

realidad sustentadas en una his-

toria oficial androcéntrica. Esto

es, aún no hemos construido la

apertura suficiente para discutir-

los, quizás porque ello implicaría

asumir la responsabilidad que

nos toca, o tal vez porque nos

negamos a reconocer su exis-

tencia. Apenas unos años atrás

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Culturales

nos queda mucho camino por

recorrer.

En esta conexión íntima que el/

a lector/a establece con la obra,

uno de los primeros elementos

que descubrimos nítidamente

es que a lo largo del texto las

autoras y el autor incorporan en

sus reflexiones la voz de personas

de carne y hueso, de mujeres

que cuentan sus historias, sus

experiencias y versiones del

mundo desde sus propios roles

de género. Descubrimos que las

experiencias concretas que cada

mujer vive son elementos que

median la percepción que de sí

misma tiene, lo que le permite ir

construyendo su propia identi-

dad; también se revela cómo las

situaciones límite son suscepti-

bles de tornarse posibilidades

para el crecimiento personal, la

definición identitaria y la deci-

sión de asumir/transformar sus

circunstancias sin violentar su

dignidad.

Y hablando de historias, ése es

otro ingrediente de cada ensayo:

la reconstrucción de historias

cotidianas, que precisamente

por encontrarse en el ámbito de

lo cotidiano (ámbito que históri-

camente ha sido el centro de la

vida de la mujer) solemos olvidar,

invisibilizar o naturalizar, por lo

que regularmente permanecen

en el anonimato. Son historias

que además son contadas por las

propias protagonistas como una

manera de desafiar las versiones

oficiales (como lo señala Janssen

en su ensayo).

Desde diferentes espacios

cotidianos se problematiza y re-

flexiona el lugar que los roles de

género –especialmente el feme-

nino– ocupan en la construcción

social de esas realidades y en la

propia constitución de las iden-

tidades. En esa reflexión destaca

la relación dialéctica que se en-

cuentra entre los espacios y las

identidades de género, ya que el

género es la significación/cons-

trucción social de una cualidad

biológica que es el sexo.

En cada ensayo encontramos

también que en estas identidades

de género la memoria, los imagi-

narios colectivos, la historia oral,

la historia de vida, los relatos,

los testimonios y las crónicas se

erigen como ejes centrales que

permiten aproximarnos a sus

procesos de constitución.

Se va dimensionando la reali-

dad cotidiana y se le lee desde

las diásporas, las instituciones

(la familia, la Iglesia, el Estado),

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el trabajo, etcétera, sacando a

las protagonistas de la invisibili-

dad al permitirles interpretar la

realidad y no ser mero objeto

de estudio, como sucede con

frecuencia en los discursos y

versiones de la realidad que aún

conservan la hegemonía.

Estos ensayos, producto de

investigaciones serias, profundas

y comprometidas, van desve-

lando nudos problemáticos que

nos aproximan a la comprensión

de las múltiples maneras en que

cotidianamente construimos

(hombres y mujeres) la realidad

y las identidades de género en y

desde los diferentes espacios de

la sociedad, pues cada espacio

es un entramado de relaciones

que, entre otras cosas, cumple

una función formativa.

En la primera sección de este

libro, “Imaginarios de géne-

ro”, Imelda Vega reflexiona en

torno a lo que históricamente

ha sido la interpretación de la

relación hombre-mujer como

una relación de poder dico-

tómica, contradictoria, exclu-

yente y de confrontación. En

la segunda sección, “Viajeras y

cronistas”, tanto Claudia Borri

como Etelvina María de Castro

colocan como eje de discusión

las maneras específicas de la

interpretación espacio-temporal

de las mujeres que rechazan y/o

superan el rol social que se les

ha asignado, comprometiéndose

con proyectos personales de

relevante significación histórica y

ofreciendo visiones teórico-crí-

ticas de la realidad que aparecen

como contrapeso de la tradición

patriarcal.

En la sección “Desplazamien-

tos y exilios” encontramos

cuatro interesantes ensayos

que centran su análisis en la

perspectiva de la mujer marcada

por experiencias construidas en

torno a viajes, desplazamientos

y exclusiones, resultado –gene-

ralmente– de las condiciones

políticas de América Latina en

las últimas décadas. Ya sean

trabajadoras sexuales, inmi-

grantes o indígenas, las mujeres

protagonistas de estos ensayos,

conforme nos cuentan sus his-

torias, evidencian la relación

íntima y dinámica que existe

entre la experiencia, el contexto

sociohistórico y la construcción

identitaria desde los roles de

género.

En “Espacios públicos/vidas

privadas”, las autoras muestran

la complejidad que representa

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la relación público-privado si

se le ve desde la perspectiva

de género. En estos trabajos se

exploran las creencias, los mitos

y las tradiciones como elemen-

tos que definen las formas de

entender los espacios y las rela-

ciones de género. Se cuestiona

la polaridad entre lo femenino

y lo masculino, y surgen así pre-

guntas e interpretaciones que

permiten descubrir la porosidad

de las fronteras de género, las

especificidades que va tejiendo

la relación mujer-mercado la-

boral, tomando precisamente

como ángulo principal de ese

tejido el rol de género asignado

tradicional y oficialmente a las

mujeres, así como la relación

de las mujeres con las diferentes

instituciones.

Finalmente, esta obra en su

conjunto –desde la diversidad de

situaciones, historias y sujetos que

le dan forma– invita al/a lector/a

(de una manera por demás inte-

resante) a reflexionar un hecho

insoslayable: mientras sigamos

–como sociedad– haciendo de la

diferencia sexual un motivo de des-

igualdad social, mientras perviva la

tendencia a invisibilizar a los otros

(y sobre todo a las otras), mientras

se siga asumiendo como “natural”

la discriminación (en cualquiera

de sus manifestaciones), mientras

no reconozcamos que el mundo

es policromático, seguirá siendo

oportuno y necesario denunciar-

lo, investigarlo y trabajar por la

igualdad de género, que antes

que masculino o femenino es...

somos... género humano.

Espacios de género. Imaginarios, identidades e historias

Loreto Rebolledo y Patricia Tomic (coordinadoras)Universidad Autónoma de Baja California, Mexicali, 2006, 246 pp.