Cuentos tradicionales

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CUENTO DE LOS TRES CERDITOS En el bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos, por lo que decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, el mediano construyó una casita de madera y el mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas -riñó a sus hermanos el mayor. El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El pequeño corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano, pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos huyeron a la casa del hermano mayor. El lobo, que buscaba algún sitio por el que entrar, trepó hasta el tejado para colarse por la chimenea, pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua y el lobo cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Se cuenta que el lobo nunca jamás quiso comer cerdito.

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Cuentos tradicionales para trabajar el texto narrativo y la comprensión lectora.

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CUENTO DE LOS TRES CERDITOS

En el bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba

persiguiéndoles para comérselos, por lo que decidieron hacerse una casa. El

pequeño la hizo de paja, el mediano construyó una casita de madera y el

mayor trabajaba en su casa de ladrillo.

- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas -riñó a sus hermanos el

mayor.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero

el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El pequeño corrió a

refugiarse en casa de su hermano mediano, pero el lobo sopló y sopló y la

casita de madera derribó. Los dos cerditos huyeron a la casa del hermano

mayor. El lobo, que buscaba algún sitio por el que entrar, trepó hasta el tejado

para colarse por la chimenea, pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con

agua y el lobo cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.

Se cuenta que el lobo nunca jamás quiso comer cerdito.

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Caperucita Roja

Había una vez una niña llamada Caperucita Roja, ya que su abuelita le regaló

una caperuza (gorro) roja. 

Un día, la mamá de Caperucita la mandó a casa de su abuelita, estaba

enferma, para que le llevara en una canasta pan, chocolate, azúcar y dulces. 

Su mamá le dijo: "no te apartes del camino de siempre, ya que en el bosque

hay lobos". 

Caperucita iba cantando por el camino que su mamá le había dicho y, de

repente, se encontró con el lobo y le dijo: "Caperucita, Caperucita, ¿dónde

vas?". 

"A casa de mi abuelita a llevarle pan, chocolate, azúcar y dulces". 

"¡Vamos a hacer una carrera! Te dejaré a ti el camino más corto y yo el más

largo para darte ventaja." 

Caperucita aceptó pero ella no sabía que el lobo la había engañado. El lobo

llegó antes y se comió a la abuelita. 

Cuando ésta llegó, llamó a la puerta: "¿Quién es?", dijo el lobo vestido de

abuelita. 

"Soy yo", dijo Caperucita. "Pasa, pasa nietecita". 

"Abuelita, qué ojos más grandes tienes", dijo la niña extrañada. "Son para verte

mejor". "Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes". "Son para oírte

mejor". "Y qué nariz tan grande tienes". "Es para olerte mejor". "Y qué boca tan

grande tienes". "¡Es para comerte mejor!". 

Caperucita empezó a correr por toda la habitación y el lobo tras ella. Pasaban

por allí unos cazadores y al escuchar los gritos se acercaron con sus

escopetas. 

Al ver al lobo le dispararon y sacaron a la abuelita de la barriga del lobo. Así

que Caperucita después de este susto no volvió a desobedecer a su mamá. 

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

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Simbad el Marino es un relato conocido en todo el mundo debido a Las mil y

una noches, obra a la que no pertenecía en origen y que ha dado mucha más

fama a este relato que al de Simbad el Terrestre, también tradicional y

protagonizado por un viajero diferente aunque de idéntico nombre. Se

considera que es de autor anónimo.

Simbad el Marino

Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven

llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a

transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador.

"¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!". 

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa

casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. 

A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue

conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta

una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. 

En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un

anciano, que habló de la siguiente manera: "Me llamo Simbad el Marino. No

creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis

aventuras...". 

"Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable. Fue tanto lo que

derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me

quedaba y me embarqué con unos mercaderes. 

Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo

tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una

enorme ballena. 

Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes

agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en

tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdag..." 

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al

muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. 

Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas... "Volví a zarpar.

Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el

barco se había marchado sin mí. 

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Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con

todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé

hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome

así de aquel lugar." 

Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de

oro, con el ruego de que volviera al día siguiente... 

 "Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la fortuna conseguida,

pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió

una gran tormenta y el barco naufragó. 

Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos

cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un

solo ojo y que comía carne humana. 

Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente

en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar. De vuelta a Bagdag, el

aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..." 

Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar.

Esta vez fuimos a dar a una isla llena de feroces. 

Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta

murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con

la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a

Bagdag cargado de joyas..." 

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de

sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el

Cargador. 

De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el

Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de

nuevo su fortuna. 

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido

como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes.

Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. 

El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal

modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo

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entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como

para no tener que matar más elefantes. 

Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde

podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le

concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos. 

"Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el

anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora

gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los

padecimientos." 

Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que

aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya

nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo. 

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

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El soldadito de plomo es un cuento de hadas escrito por el escritor  y poeta

danés Hans Christian Andersen (1805-1875), famoso por sus cuentos para

niños. Fue publicado por primera vez el 2 de octubre de 1838.

Trata de que el día de su cumpleaños, un niño reciba un conjunto de soldaditos

de plomo en una caja. Uno de ellos sólo tiene una pierna, pues no había

suficiente metal para darle forma completa y terminarlo.

El Soldadito de Plomo

Había una vez un juguetero que fabricó unos ejércitos de soldaditos de plomo,

muy derechos y elegantes. Cada uno llevaba un fusil al hombro, una chaqueta

roja, pantalones azules y un sombrero negro alto con una insignia dorada al

frente. Al juguetero no le alcanzó el plomo para el último soldadito y lo tuvo que

dejar sin una pierna.

Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes.

Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el

niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le

llamó mucho la atención. 

El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes

flotando a su alrededor en un lago de espejos. 

Frente a la entrada había una preciosa bailarina de papel. Llevaba una falda

rosada de tul y una banda azul sobre la que brillaba una lentejuela. La bailarina

tenía los brazos alzados y una pierna levantada hacia atrás, de tal manera que

no se le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa! 

"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la

bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la

casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El

cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y

corrían por todas partes. 

Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa

bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las

doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un

duende con expresión malvada. 

-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente. 

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-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende. 

A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo

puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o

quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la

calle. 

El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver

nada. 

-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella

se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada

cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete. 

Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes

encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos

adoquines. 

-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan fuerte que

se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos

hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron

a navegar. 

El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar

por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando. 

"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende

malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina." 

En ese momento, apareció una rata enorme. 

-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje. 

Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de

papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya

estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el

papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en

el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó. 

-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro

que en la caja de juguetes! 

El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al

mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el

castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina. 

"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de

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plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte

quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red. 

El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el

pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la

criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se

decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro. 

La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera. 

-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera. 

Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al

horno. 

-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de

plomo. 

La criada lo reconoció de inmediato. 

-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó. 

El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había

aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado

tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de

nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el

castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una

pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a

mirarla. Ella lo miraba también. 

De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo: 

-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a

pescado. 

Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al

fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los

colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una

ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como

a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la

consumió en un segundo. 

A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las

cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra

como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina. 

Y colorín colorado este cuento se ha acabado. 

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El flautista de Hamelín es una fábula  o leyenda, documentada por los

Hermanos Grimm que cuenta la historia de una misteriosa desgracia acaecida

en la ciudad de Hamelín  (Hameln en alemán), Alemania, el 26 de junio de

1284. Además existe un famoso poema en inglés sobre este tema escrito por

Robert Browning. 

El Flautista de Hamelín

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió

algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes

salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones

que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus

repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba

a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué

hacer para acabar con tan inquietante plaga.

Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía

que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de

ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que

hasta los mismos gatos huían asustados. 

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían

peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y

dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". 

Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien

nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no

quedará ni un sólo ratón en Hamelín". 

Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con

su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes

saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que

tocaba incansable su flauta. 

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde

allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un

caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los

ratones perecieron ahogados. 

Los hamelineses, al verse al fin libre de las voraces tropas de ratones,

respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos

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negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para

celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy

entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el

Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro

prometidas como recompensa. 

Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le

contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto

oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos

prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes

carcajadas. 

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual

que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez,

insistentemente. 

Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la

ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos

del extraño músico. 

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos

y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación,

intentaban impedir que siguieran al flautista. 

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie

supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la

ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y

bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso

manto de silencio y tristeza. 

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía

ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un

ratón ni un niño. 

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.