Cuentos Mineros B

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chinchilico,alias la gringa

Debido a circunstancias personales, me vi en la necesidad detrabajar en la minería informal. No tuve ningún problema yaque mi padre es natural del lugar, un pueblito llamado Santa

Cruz. Ahí hay una mina de plata que data de la época de los incas.Nunca había entrado a una mina pero me aventuré a trabajar.La primera vez que ingresé tuve mucho miedo porque no penséque era tan grande, con galerías, niveles y precipicios. Provocabatemor para alguien nuevo como yo.

Mis primos me recomendaron no tener miedo, no hablar demujeres y no llevar ajos ni cebollas dentro de la mina porque sinoel duende se enoja mucho y nos puede castigar con un accidenteo algo así. Yo, como limeño que soy, no creía en esas cosas peroun día me pasó algo.

Mi madre siempre nos enviaba frutas y agua en nuestrasmochilas, ya que salir de la mina suponía recorrer untramo demasiado largo. Una mañana, ya dentro de lamina, nos aprestábamos a trabajar cuando empezaron asuceder cosas extrañas. Yo picaba la roca para extraer layeta cuando de pronto prácticamente se redujo, quedandosolo un hilo en la roca. A mi primo Nilton, que estabacerca, también picando la roca, le cayó una plancha del

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techo que, menos mal, no era muy alto, y se lastimó la rodilla. Mi otrocompañero, Carlos, fue a prender el generador eléctrico pero no llegó afuncionar (algo inexplicable ya que la máquina era nueva).

A raíz de esto, fui a ver lo que pasaba con la máquina, que se encontrabacomo a cien metros de distancia. Efectivamente no funcionaba. Cansadode todo esto, me quedé sentado, como esperando a ver si funcionaba.De pronto vi al frente mío, como a cincuenta metros, salir de un huecopequeño a un hombrecillo de unos cincuenta centímetros, con una

lámpara de carburo. Tenía puesto un overo1 marrón y un cascopequeño de minero. Me quedó mirando un rato y movió la cabezay los dedos como diciéndome que no. Yo me quede inmóvil dela impresión y el miedo, hasta que vinieron mis compañeros. Lesconté lo que había pasado y mi primo me dijo que era el espíritude la mina, el chinchilico, a quien muy pocos habían visto.

Cuenta un vecino del pueblo que una noche, trabajando solo,se le acercó un desconocido con traje marrón y su lámpara decarburo, pidiéndole que le invitara coca, a lo que él no se rehusó.Este se tomó todo su trago y consumió sus hojas de coca. Alretirarse, le indicó que debía picar en cierto lugar y se fue. Elvecino hizo caso y encontró una gran yeta de plata.

Regresando a mi caso aquel día: un poco decaídos por lascircunstancias, decidimos tomar el refrigerio y al sacar nuestrasfrutas encontramos... ¡dos cebollas! Accidentalmente mi madrelas había puesto, pensando que eran manzanas. Entonces entendílo que esta personita de la mina me quiso decir.

No fuimos los únicos afectados, otros compañeros de otras laborestambién sufrieron percances como nosotros. Bastó que rociáramosuna botella de vino al día siguiente en nuestra labor y todo volvió a lanormalidad.

Eduardo Adolfo Pauca ChoroSanta cruz de Pichigua,

Lucanas, Ayacucho, 2008

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Esto es lo que contó mi abuelo, José Morales:

La noche llegó demasiado pronto y no habíamos terminadoel trabajo. Jacinto, Felipe y yo decidimos quedarnos aavanzar un poco más. Los demás se iban nada más a las diezde la noche y nos miraban mientras se retiraban. Nosotrosseguíamos con la ropa de trabajo, trabajando. Al vernoshablaban entre ellos y se reían; qué extraño era todo.

Pasaron las horas y nos adentramos más en la mina. Ya casi eramedianoche así que Jacinto sacó de entre sus cosas una botella dechicha de jora y empezamos a tomar, pero estábamos demasiadocansados; así que decidimos dormir ahí, dentro de la mina.Mientras dormíamos, comenzaron unos ruidos como degolpe de metal y risas de niño que no me dejaron seguirdurmiendo. Levanté la mirada hacia e1 interior de la minay vi un resplandor amarillento. Mi curiosidad pudomás que mi miedo. Di unos cuantos pasos y losruidos se hacían más fuertes. Distinguí a un niño

en ropas doradas: vestía solo un overo1 y su cabello era tandorado como el oro. El color de su piel era blanco, sus mejillaschaposas y su tamaño creo que llegaría a ser como el de mi pierna.Se encontraba jugando con metales que no habíamos visto antes

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con mis amigos. Estaba riéndose mientras tenía en sus manos oro,tanto oro que no podía sujetarlo con sus manitas.

Me quedé impávido por un momento, pero de algunaforma, no sé cómo, reaccioné. Comencé a decirle: “Niño,

qué haces aquí, ¡niño!”, pero no se inmutaba. Entoncesdecidí acercarme a paso lento y, cuando estuve muy

cerca de él, le tomé del brazo y le dije “qué hacesaquí?”. De pronto levantó su rostro hacia el mío

y pude ver su mirada. No era la de un niño, era lade alguien viejo; su cara estaba arrugada y sus ojoscambiaron totalmente. Transmitían furia, enojo, y

me respondió casi de inmediato con una voz latosa:“ustedes qué hacen aquí? Esta es mi casa”.

Quise soltarlo pero con su otra mano tomómi brazo. Su mano era muy pequeña, pero

tenía uñas grandes y gruesas que empezarona lastimarme el brazo. Lo itnico que atinéa hacer fue sacar a “Tenora” — así es como

llamaba a mi puñal— y le hice un corte en el

brazo. Me soltó. Empecé a correr hacia dondeestaban mis amigos y comencé a despertarlos.

Mientras lo hacía, el resplandor seguía. No sabíacómo despertarlos así que agarré la poca chicha que

quedaba y se las eché en la cara. Cuando despertaron noatiné a decir nada. Solo les señalaba con mi mano hacia dóndemirar y cuando lo hacían vi como el resplandor desaparecía. Al

ver mi puñal, donde supuestamente debía haber sangre porel corte que hice, no había nada. Solo noté que la navaja

brillaba más.

Jan Carlos Morales AcuñaPataz, La Libertad, 1960

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en el túnel del .

errocarriEsto ocurrió muchos años atrás, cuando recién empezabala construcción de la mina de Cuajone, allá en la sierra deMoquegua. Caminaba mi padre con su compañero luegodel trabajo, saliendo a la medianoche para regresar a casa.

— ¡Corre! ¡Corre! ¡Son los Chinchilícos! — comenzó a gritar mi Jviejo y solo se veían unas luces al fondo del túnel. No sabía porqué había dos luces más que revoloteaban alrededor de la linternade su amigo; y seguía corriendo.— ¡Tomás! ¡Tomás! ¡Espera! — gritaba su amigo, y mi viejo dejó decorrer y se encontró con él.

Los dos, armados de valor, esperaron a las otras luces. Mi viejoy su compañero ya habían escuchado algunas historias, pero estavez se iban a enfrentar en persona. Les daba miedo pero sabíanqué hacer. Se abrazaron ios dos. Eran solo sus linternas contra

la oscuridad debajo del túnel. Se escuchaban pisadas depiedras cascajo, de rato en rato un tropezón como unacaída y las pequeñas luces se iban haciendo un poco másgrandes; y de pronto percibieron un olor fuerte a azufre.Los dos hombrecitos aparecieron, con la luz pequeñaempezaron a balbucear palabras. Estaban borrachos;empezaron a reír y cantar.

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Mi viejo y su amigo estaban sorprendidos por su estatura.Cayeron en cuenta de que eran ios chinchilícos del túnel, esosduendecillos de las minas que les gusta molestar, bromear y aveces asustar a los mineros. Estos chinchilícos eran especiales;les gustaba reír, tomar y timbear, pero eso sí, siempre y cuandorecibieran un regalo de sus nuevos conocidos.

Mi viejo empezó a observarlos; eran enanitos rechonchos que al parecerhabían robado el mameluco de algún trabajador y se lo acomodarona su tamaño. Llevaban unas botas muy grandes para ellos y unoscascos pegados curiosamente a sus cabezas. Los chinchilícos eran muyarrugados, de ojos chinitos. Su piel era oscura, quemada por el frío y susmanos siempre cargaban una chata de ron. Les ofrecieron tomar y jugar

con ellos. Mi viejo y su amigo aceptaron.— ¡a apuestas! — gritó uno de ellos.Sacaron sus cartas y más chatas de ron.

Jugaron golpeado por un buen rato; apostaban monedas, linternas ycascos. Ya entendieron los hombres de dónde sacaban toda su ropa losenanos. Compartieron las chatas de ron hasta que se acabó el juego.

Mi viejo y su amigo se quedaron sin monedas. Los chinchilfcosseguían riendo y bailando, festejando su nueva victoria. Era tantala euforia que ni siquiera se despidieron y se perdieron al fondodel túnel con sus pequeñas lucecitas.

Estaban asustados, porque sabían que si no hubieran jugado ycompartido el trago con los chinchilícos, estos podían haber lanzadosus maldiciones contra ellos y dejarlos mudos o paralíticos. Así dicenque terminó otro compañero de trabajo por no aceptar jugar con ellos.

Por eso, cada vez que vean un chinchilíco salúdenlo,rían con él, jueguen y compartan su trago. Eso loshace más dóciles.

Rojo25Mina de Cuajone

Mariscal Nieto, Moquegua, 1976