Cuentos latinoamericanos

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La Canción del Negro Alí Richard RICO LÓPEZ La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos. Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina, cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho: ¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado. De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna, alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño

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La Canción del Negro Alí

Richard RICO LÓPEZ

La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos. Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina, cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho: ¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado.

De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna, alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño fruncido por la incomodidad de aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar palabra un signo de negación antes de reanudar su marcha.

Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás de sí a alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea de una vez, así sepas que rompe el cielo échala,

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tu palabra por dentro quema y te da sed, ES MEJOR PERDER EL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala…

Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí estaba, el mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo, tarareando y bailando aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía y se encerraba en un mundo de ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a detallarlo. Era un personaje de mediana estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje dejaba mucho que desear por lo maltratado y viejo. Aparentaba tener unos 50 años, aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha. Sobre su espalda una mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes parecían maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y seguramente mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a alcohol y tabaco, compañeros inseparables del hombre de la calle.

Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió? Écheme una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí, ¡pero nunca sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los carga puestos?, comentó.

El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece entonces, pero rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una motivación inconsciente que aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan curioso personaje que veía por primera vez en aquellos lares.

Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el betún y el cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin dejar por un momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto, intrigado le preguntó: –Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted

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refiriéndose a mí? –¡Claro! Y también por los otros cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron molestos, mirando el piso, pensando en quien sabe qué y en un silencio que parecía un funeral; como usted puede ver, yo casi no me puedo callar y por eso es que le canto a la gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la cabeza.

Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con detenimiento el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con el cuerpo y rostro lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había una llama viva que irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía y lo poco agradecido que había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su figura joven, con mayores recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las cosas parecen ir mal, Dios se encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo padeciendo, pensó para sí mismo.

Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire de mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a interesarle. Por primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó silencio. Levantando la mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó con la mirada perdida por unos segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con fuerza susurró una canción: –“Yo vengo de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que no ha visto…”, y continuó tarareando un murmullouh,uh,uh… El joven se sintió consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan particular de responder con trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el viejo limpiabotas le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este de Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo! Rodando como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro más en la calle, y ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy alejando de tan malos recuerdos.

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Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le había juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de cruzarse con otro borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas, –Viejo, si no le ofende, yo cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el trabajo y que podrían…

Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados por un brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van comiendo dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van llevando, larala…”-

Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y aún así le daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le causaba y detectando algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo conozco esa canción! Esa es de… ¿de Alí primera, cierto?

-¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato derecho del joven;

– ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes.

El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor?

–¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán!

El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos desde que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes y preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le atormentaban. Ahora éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este corto encuentro un proceso de renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora hermoso personaje, cantar por

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las maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del mañana.

–Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera ayudarle sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus manos nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y con una efusiva cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo necesario para vivir feliz lo que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el poniente, se despidió diciendo: –Por allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de empezar a ser feliz.

Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál es su nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos amigos como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ.

Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una carcajada y comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto ha hecho y cuenta el pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”

Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la figura del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es de noche…”, el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus primeros luceros, levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”.

 

Richard Rico López

Acarigua, Venezuela

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Sangre y agua

Camilo Andrés PÉREZ DELGADO

Dicen que la sangre es más espesa que el agua, aunque, en esta ocasión la ley de los fluidos fue violada.

El problema comenzó en la tarde mientras leía un grueso tomo de Nietzsche, Sartre o algún europeo de formas raras tan lejano de nuestros simples apellidos. Al voltear la página se percató de una gota de sangre huida de su nariz, luego vino otra, un chorro; corrió al baño y, entre taza y papel higiénico, se desplomo inconsciente.

Mamá lo encontró por la noche después del trabajo; aún tenía vida, recostándolo en el sofá grande de la sala intento con todos los remedios aprendidos de la abuela, ungüento con sábila en la frente, alcanfor entre las narices, una palmada en la cintura, nada le detenía la hemorragia; desesperada llamó a papá, con él llegaron las vecinas cercanas a la finca, ellas probaron a su vez cantidad de brebajes, rezos, súplicas. “Mijo, ¿Por qué no lo llevamos al hospital?” mamá se había olvidado del paro armado, el pueblo estaba rodeado de guerrilla. En ese punto papá no aguantó más y gruño contra este maldito pueblo perdido del mundo, deseó haber vendido cuando le ofrecieron esos tres milloncitos los de la petrolera, “es que hoy en día el que se queda en el campo es un pendejo o un dejado” dicho esto se encerró en el cuarto hasta el otro día.

Hacía las nueve fue el turno de las vecinas más lejanas, vinieron camándula en mano, a rezar junto al moribundo que estaba ya pálido; de nada sirvió, expiró unas horas más tarde, se fue dejándole su último beso a mamá, las viejitas pasaron llorando a dejarle un recuerdo en la frente, con lágrimas en los ojos, y sin ya otro remedio, alrededor de muerto entonaron su cortejo “Oh Sangre y Agua que brotaron del Corazón de Jesús, como

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manantial de Misericordia para nosotros…” pasada la medianoche dejaron la casa, se apagaron las luces.

El último rumor lo escuché en la plaza:

- Se murió

- ¿Quién?

- El hijo de América.

- Si quiera, estará con Dios.

Prefiero pensar que está con Dios, su muerte no sería de todo en vano, total la familia dejó el campo, se fue a la ciudad por evitar otra muerte.

 

Camilo Andrés Pérez Delgado

Colombia

Y aún respira entre la Patria Grande

Ana Lucía RAMAZZINI

Era ya entrada la tarde. Ella cayó rendida en medio de la milpa… Se sentía agotada, el aire le faltaba… Por eternos segundos percibió cómo la muerte –vigilante– la rondaba. Se vio recorrida por una temible sombra que la fue cubriendo toda… Escuchó el ruido ensordecedor del miedo, ese ruido que silencia y paraliza. Pero aun así, tuvo fuerzas para preguntarse: ¿cómo?, ¿cómo era posible esto? ¿La muerte había llegado a visitarla? ¡A ella! ¿A ella que se dedicaba a ir tras la vida?

Apenas terminó de hacerse estas preguntas un temblor la estremeció… Y al mismo tiempo, le hizo traer a la memoria los recuerdos más profundos de su historia de

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lucha y resistencia. Vivencias que volvieron del pasado y que, una vez más, la conmovieron: Huelgas magisteriales exigiendo el derecho a la educación de sus alumnos y alumnas, manifestaciones de sindicatos por los derechos laborales, mujeres organizadas para ser reconocidas como ciudadanas, campesinado demandando su derecho a la tierra, juventudes ansiosas de democracia derrocando dictaduras, pueblos indígenas velando por el “Buen Vivir”… Recuerdos de esa Patria Grande convencida de realizar la utopía, creyente de hacer posible aquello que desde la perspectiva dominante se proclama como imposible.

¡No, no podía dejar que la muerte se apoderara de ella! ¡Menos, en estos momentos en que la necesitaban para seguir andando! La Patria Grande clama desde sus entrañas por ella -¡hoy más que nunca!- frente a los gobiernos autoritarios, la lógica del mercado voraz, la dictadura mediática, la criminalización de las protestas sociales, el grito de la Madre Tierra…

La noche llegó… y la lluvia también… Eran lágrimas de indignación. Parecía que la Patria Grande lloraba sólo de imaginarse que ella podría morir… Por minutos se desvanecía, pero como siempre, trataba de aferrarse a la vida. Fue una noche larga… Demasiado larga…

Al amanecer, casi desmayada entre el maíz, escuchó a lo lejos los cantos sonoros de los pájaros y el tímido sol la acarició con su calor, como en un intento de reconfortarla. Ella permanecía inmóvil y sin fuerzas… Mariposas revoloteaban a su alrededor como queriendo reanimarla…

De pronto, unas voces capturaron su atención… Eran mujeres jóvenes, hijas de la montaña, que estaban reunidas en el campo bajo la sombra de un gran árbol, conversando. Estaban tan cerca, realmente tan cerca, que hasta podía entender lo que decían:

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- “¡Nos tenemos que organizar! No podemos permitir que borren lo que vivimos. ¡Sí hubo genocidio en Guatemala!”

- “Incluso la Comisión de Esclarecimiento Histórico concluyó que entre 1981 y 1983 agentes del Estado cometieron actos de genocidio”.

- “Sí, las nuevas generaciones no pueden olvidar, es necesario que en las escuelas se enseñe esto. Necesitan conocer las historias vividas…”

- “Es urgente que nos sumemos a la voces de la memoria para construir un país diferente”.

Poco a poco, lo que al principio ella escuchaba como susurros, se convertía en palabras fuertes llenas de futuro que le retumbaban en su interior como soplos de vida… Ella, quien siempre había nutrido a la Patria Grande, era ahora quien se veía alimentada por las personas que no permiten que la memoria sea arrebatada, por aquellas que se resisten al deseo de la amnesia de algunos grupos. Esta plática era evidencia de que el legado de ella estaba allí: vivo, palpable, presente…

Cada palabra penetró en lo más hondo de su ser. Así, ella, la Esperanza, se fue levantando fortalecida por las jóvenes. Al sentirla, la muerte huyó; esas voces hacían sucumbir a la inercia cómplice y a la conveniente indiferencia. Ella tomó aire... Sabía que este era su continente, el continente de la Esperanza… Estaba decidida a no dejarse morir, ¡y a seguir respirando entre la Patria Grande!

 

Ana Lucía Ramazzini

Amatitlán, Guatemala

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Rosa y León Despertares

Jorge Alfonso MANRIQUE VARELA

Me estoy volviendo loco. Resulta que estoy en la biblioteca de una casa muy antigua de mi ciudad, donde vivieron una pareja de ancianos que se encargaban de limpiar todos los días, una esculturilla de un caballo que se encuentra en un parque muy cerca de la casa. Al decir que se encargaban me quedo corto, porque esto no era un trabajo ni mucho menos para ellos. Inexplicablemente para mi entender, esto se trataba de una misión sublime y trascendente sin comparación alguna que justificaba la vida misma para estos dos personajes: Rosa y León Despertares.

Suelo ir a ese parque frecuentemente. Una noche en las que estaba ahí, me llamó la atención la pareja de ancianos que estaban limpiando la estatua; las veces que los había visto también era haciendo lo que hacían en ese momento. Lo extraño y fascinante es que no recuerdo haber estado en ese parque sin verlos cerca del caballo; ellos ya eran parte y fundamento esencial de ese lugar. La luna resplandecía en el cielo, me acerqué a la pareja; sin mirarlos a los ojos esto es lo primero que les dije.

- Felicitaciones, el caballo se ve bien-: Nunca había visto algo comparado a la reacción que tuvieron aquéllos personajes, la señora Rosa abrió esos ojos miel, tan mieles que yo digo: esto es tan miel como los ojos de la señora Rosa. Después de mirarme con una expresión descomunal de sorpresa, miró a su amado señor diciéndole.

- ¡Escuchó papito!-. -¡Sí mamita!-: Le respondió don León con una voz gruesa y ronca; se dieron un abraso tremendo, tan sentido que yo me estremecí profundamente, estaban tan alegres que no había necesidad de hablar o preguntar para darse cuenta. Inmediatamente pensé.¿Pero qué les dije? Sin darme cuenta, los dos viejitos estaban cerca de mí, ofreciéndome una sonrisa. El resto de la noche la pasamos en la casa de

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Rosa y León Despertares: hablando sobre el pasado, el amor y la vida. No hablamos nada sobre el tema del caballo.

Después de esa noche, ésta es la segunda vez que vengo a la casa de los Despertares; ayer pasé por el parque como solía hacerlo frecuentemente, -ya no como antes-, por pasar y nada más, ahora era por saludar a la pareja. No se encontraban allí esos dos viejitos, que con esmero cuidaban de ese caballo de piedra oscura, de mirada triste y presencia melancólica. Me sorprendí muchísimo al no encontrar la pareja en un momento del día en el que siempre estaban. Me dirigí a la casa con el motivo de averiguar qué era lo que les había pasado. Cuando llegué, la puerta estaba abierta, paré un momento en la entrada timbrando unas cuantas veces sin recibir contestación.

Entré, dirigiéndome rumbo al segundo piso; atravesando un pasillito que llaman el “hall” e inmediatamente después, unas escaleras que dan la curva hacia la izquierda. Al subir por las escaleras despacio y sin hacer ruido, vi una aglomeración de señores todos viejitos, unos hombres y otras mujeres, vestidos de negro y en profundo silencio. Casi me muero. Guardé silencio, sin darme cuenta una de las hermosas señoras de cabellera plateada, rostro gastado y ojos profundos, puso su mano en mi hombro halándome hacia un sitio de la sala donde se encontraba una silla apartada de todas las demás; involuntariamente me senté.

Donde me encontraba sentado, veía a mi izquierda a un espacio considerable, al grupo de viejitos que vi al entrar; al frente mío había más hombres y mujeres sentados con el rostro pétreo. A mi derecha veía el pasillo, un largo pasillo en el cual dos cuartos se encontraban de frente. Observé de nuevo para encontrar a quién le podía preguntar por los señores Despertares. Me dirigí sin inmutarme hasta donde la señora que me había recibido; cuando iba en camino, ella me miró. Al ver que yo estaba

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a punto de hablarle, levantó muy suavemente su mano colocando su dedo índice en el medio de sus labios.

Ya era suficiente, así que me dirigí hacia la salida con toda la intención de marcharme de ese lugar tan desquiciado; al dar los dos primeros pasos rumbo a mi liberación, una de las puertas de los cuartos del pasillo se abrió. Yo quedé expuesto por ser el único personaje que estaba parado, miré de reojo y observé que dos personas salieron del cuarto. Al principio no los distinguí, en seguida descubrí que se trataba de don León y doña Rosa; ¡que alegría! Porque debo confesar que en ese momento, después de ver a todos esos viejitos, pensé que esto era un velorio y que los señores Despertares se habían muerto; lo que pasó después confirmo el pálpito.

Los ancianos me hicieron un gesto para que me acercara. Cuando entré a la biblioteca, don León se sentó junto a doña Rosa, esperaron a que yo hiciera lo mismo. El que habló fue don León.

- Todas las personas que has visto hoy en la casa, ya estamos muertos. Cuando éramos más jóvenes tuvimos que salir de nuestras casas porque los militares nos iban a matar. Recorrimos las montañas llegando a la ciudad después de mucho tiempo. Lo único que trajimos del antiguo hogar, fue el caballo al que llamamos “pálido”. Él nos salvo la vida. Cuando murió, con su cuerpo hicimos la escultura que está en el parque. Ahora hijo, te lo recomendamos.

Al terminar, doña Rosa se levantó de la silla acercándose a mí; me paré, nos dimos un fuerte y sentido abrazo. Salí solo de la biblioteca, sin entender lo que pasaba, cuando llegué a la sala, ya no había nadie; revisé toda la casa con el mismo resultado, tiempo después regresé a la biblioteca. Han pasado muchas horas desde que vi a los ancianos despertares, ahora me encuentro acá solo escribiendo con la intención de convertir en real lo que he vivido. Voy a dejar de escribir para ir al parque; ahora estoy tranquilo. Estaré al lado del caballo, seguramente tendremos mucho sobre qué hablar.

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Jorge Alfonso Manrique Varela

Bogotá, Colombia

 

Una taza

Marcela VEGA

En otro tiempo, Zoraida hubiera rehecho la cama esperando a que algún día alguno de los durmientes se apeara. Pero el terror estaba pronto y no había tiempo de tales delicadezas, delicadezas impropias para un momento tan álgido. Noemí colocó entonces sus pequeños zapatos de lona al pie de la cama, tan anciana desde niña, nunca pareció superar su encorvamiento, el persistentemente instruido miedo a mirar de frente, pero miedo era lo que faltaba por vivir.

Zoraida sintió venir algunos pasos decididos y su vagina se endureció: se aprieta, duele de seca tan amarga, toda su estructura arde, finalmente se duerme adolorida sin comprender qué ha sucedido, me inquiere desconcertada recordándome que no hay placer alguno en el terror, como si fuese la vagina de una niña resguardada debajo de una mesa… pasan los pasos sin darse cuenta del mutismo con el que hemos tenido que ir existiendo, luego miro sin moverme y no hay nadie, nadie ha estado aquí, sólo ha sido mi vulva trastornada y sola.

Pero los pasos eran muchos de los tantos y tan poco singulares pasos que en una calle a veces ahora pocas veces transitada, se suelen escuchar, alguien se atrevió a moverse, todos y todas suplican silencio con un invisible lenguaje de gestos, se corrige rápidamente, la calle queda sola de nuevo . Noemí tomó una cobija motosa y se envolvió en ella mirando tan niña desde que es anciana, al rostro aterrorizado de Zoraida. Nadie, no es nadie. Y

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Noemí se envuelve, se envuelve, se envuelve, da vueltas imaginarias en la amplitud de su palacio nunca poseído, del patio con Olivos retorcidos, de losas frías y azuladas, y a Zoraida le acusan unas ganas enormes de cubrir con abrazos a su hermana Noemí, llevarla en su canto y resguardarla allí para siempre y besar la llana alegría con que se va quedando quieta, llenarla de palabras. Pero nada debe distraerla del terror que se avecina, recio, implacable, del miedo que la nombra.

El café se va enfriando huérfanamente en una mesa que también tiembla y se estremece llamando a “ZoraidaParalizada” al borde de una cama comunitaria, en la que suelen dormir cuatro, a veces cinco. Ahora siendo una cama tan deshabitada, una inmensa extensión a merced del porvenir inmediato, tácito, toda esa vastedad es reducido a un blanco perfecto de la tristeza. Mira hacia los bordes y le cuesta trabajo divisar dónde termina la ruda cama y donde empieza la oscuridad de una habitación que es aún más inmensa que el propio universo. Pero si intenta levantarse, entonces el espanto cierra sus muros musculosos sobre ella, las piernas no responden, la quietud parece ser la única alternativa decente para esperar el terror. Cae en cuenta que se abalanza sobre ella su propia respiración.

Cuando acabará todo esto, me duele tanto la vagina de tan apretada que está.

Noemí saca una mano de juguete de su palacio de lana, tratando de alcanzar a Zoraida pero no lo consigue, desde el borde de la cama no podrá tocar a Zoraida si no intenta por lo menos, una maniobra que le permita movilizar todo el cuerpo hacia ella. Zoraida la mira como si estuviera a kilómetros de distancia, ¡necesita tanto esa mano! Pero un solo movimiento, un solo cambio de postura aceleraría la llegada del terror que es capaz de escrutarlas, desde la más inmensa extensión de los cielos ahora privados. Consciente de ello Noemí desiste, con lágrimas en sus ojos, incapaz de salvar su propia pequeña

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vida, menos, intentar salvar toda la extensión de la dos veces Zoraida.

Dos instantes antes de cualquier otro instante, repentinamente las mujeres comenzaron a respirar violentamente, sin compasión de sí hicieron de sus rostros montones de ojos, para escudriñar una sombra feroz que se avecinaba. Esta era una técnica de supervivencia aprendida desde la inmensa eternidad que se interponía entre ellas y su último momento feliz, la historia de su niñez, el entrenamiento clásico de quien en toda su vida no debe dormir nunca sosegadamente. La cama no aliviaba los recuerdos, ahora era ese espacio que se ahuecaba para enterrarlas en el insoportable segundo, tras aquel determinado segundo, tras otro segundo menos soportable que el anterior, en la suma absoluta de todos los segundos que disipaban cualquier esperanza.

El corazón más pequeño se agigantó y comenzó a golpear las costillas con tal fuerza que Zoraida tuvo que pedirle mesura al corazón de Noemí, para que no perturbara la tarea de pasar inadvertidas. Silencio corazón, silencio.

Pero la sombra pasó y con ella, nadie, la calle se incorporó a la espera de otro fantasma. Y Zoraida se veía a cada segundo más delgada, con su mandíbula cuadrada y sus dientes gastados de tanto terror antes del terror y sus ojos adelgazados entre gruesos párpados como depósitos de toneladas insomnes y sus labios vitales estrujaron besos mortales y endurecidos, acabo de pulverizar otro beso imposible. Las rodillas no se separaban, las rodillas permanecían tenazmente juntas. Los muslos enmarañaban para que las células pudiesen abrazase entre ellas y protegerse de los músculos, gruesos vidrios, brillantes y letales. Zoraida sintió un calambre en sus pies, pero esas eran otras delicadezas impropias del momento. Juntó los dedos con decoro y los contó. Aún había diez.

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Noemí subió una pierna a la cama y empezó a girar su pie menudo para librarse seguramente, de algún adormecimiento, luego se encogió como un caracol, babosita, blanda, en su caparazón de lana humeante. Parecía querer dormirse, pero el terror ya venía, no había derecho a dormirse.

Quiero tomarme el café, debo poder tomarme el café sin ser notada.

Zoraida se inclinó para intentar levantarse de la cama, en un gesto que duró tal vez un minuto. Quitó sus manos del esmaltado de su pánico en las rodillas y apoyó una, aferrada a la manta con desesperación. Verificó mil veces que no tenía zapatos, contaba con el silencio de una vida vocacionalmente silenciosa, su propia versión monástica de vida. Ignorando el fuerte dolor del calambre de los pies y el de las piernas y sobre todo, el de su vagina aún joven, logró ponerse en el término de dos minutos y medio de pie. Zoraida se resistía mirar a la ventana, pero no podía ignorar a las sombras agigantarse y achicarse horrorosamente oscuras y simbólicas, algunas aguadas en tinta china y otras densas como acrílico, olorosas a plumas carbonizadas que se le arrancaron a la espantosa bestia del cielo.

Todas las guerras son santas, es el sagrado ritual del despojo, es la procesión del ir acechando todo lo que se mueva, se arrastre o apenas sobreviva. Es un orden que se respeta con la misma disciplina del asceta, pero con toda la ostentación de los ornamentados templos imperiales.

Mientras aguardaban el terror (como si toda aquello no fuera terror en sí), la mujer más grande había decidido rescatar al abandonado café que clamaba, con las pocas fuerzas que le quedaban, por un poco de amor, algún cobijo. El café también se hallaba aterrorizado e incapaz de acercarse a ellas, al contrario de lo que sí sucede con ciertos cafés veleidosos ofrecidos en épocas mejores, siempre tan promiscuos.

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Zoraida lloró por el desamparo del café lágrimas silenciosas, sin sorber, dejó que las lágrimas desfilaran una ruta ininterrumpida hasta el borde de su nudismo imaginario y aún más allá. No se atrevía a elevar sus manos a la altura de su rostro para detener el cosquilleo de las lágrimas groseramente inquietas. Sus manos debían permanecer lo más cerca de sus muslos, fieles a la estructura estoica de su cuerpo, entrenado para resistir cataclismos en un obediente orden cerrado. Zoraida creía ingenuamente que tal postura le permitiría sobrevivir a fuerzas descomunales, mal calculadas por efecto de una fe pasada de moda. La fe en la obediencia.

Llegada a la mesa, estiró las manos en algo así como 10 horas, 10 días, hasta sentir en la yema de algún primer dedo, el ambiguo calor de la oreja de la taza y de repente la mano, pese a no tener casi sangre en los dedos, se sobresaltó en el descubrimiento de los sentimientos connaturales a todos los cafés, y en un súbito acto de independencia se apresuró a atraparlo. Aquello resultó ser un gesto brutalmente audaz, un momento delator, asesino y natural de la inconciencia. Rebeldía espontánea ante la condena de la quietud. Y sin embargo, visto desde aquí o allá, podía parecer algo tan delicado, tan propio de la sujeción de mujeres como Zoraida. Nadie podría calcular a simple vista las fuerzas y las tensiones tan tremendas que se batían entre esta taza y la mano, quizás, digo yo por la languidez del espacio en que solemos adecuarnos a una taza.

El verdadero café se dejó atrapar en la misericordia hasta el final, había llegado su más alegre final, salvado de morir de frío e insipidez.

Noemí quería café y miraba como una niña antojada a Zoraida, como la niña que era desde que era niña. Pero se conformó con saber que a Zoraida la acompañaba antes del terror, un pequeño torrente tibio que navega paralelo a los más ácidos e hirientes jugos gástricos, convidándolos a una pequeña tregua, a un desarme de tres segundos. Al menos en su vientre habrá una tregua, cesaba también

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esa guerra imprecisa que atormentaba su vagina. Así que Noemí, al comprender la difícil mecánica del cuerpo de Zoraida, y hallándose a su vez sosegada en el sosiego de las tensiones ajenas liberadas, de los músculos disueltos, cabeceó un poco y sonrió. Se preguntaba, qué debía sentir en ese justo momento, qué postura asumir. Zoraida al menos parecía tenerlo un poco más claro. Pero igual, ante la insignificancia de su propio desconcierto volvió a sonreír.

¡Sonreír! Una delicadeza necesaria antes del terror

Zoraida se invadió de café y de la sonrisa de Noemí, justo cuando pudo acomodar cada sección de su vagina y creyó poder esperar tranquila el inevitable terror que se avecinaba. Haría de cuenta que se había criado en una de esas culturas donde desaparecer es otro acto de la alegría. ¿Cuántos instantes habría pasado desde su primer pensamiento hasta este último? Minutos, apenas. Inclina la cabeza de nuevo, en un movimiento de tantas horas para sentir el líquido viajar hacia sus entrañas y humedecer los órganos resquebrajados por el pánico.

Cuando se disponía a sonreír, darse el lujo de sonreír, entonces descendió una cosa inmensa, espantosa, ruidosa, como un tumor descomunal expulsado por su fealdad, de la etérea belleza del cielo y sus ángeles. Su ruido se estrelló contra la tierra y al término también el objeto. Pero su ruido hizo un primer círculo de devastación, desgarrando los delicados hilos que sujetaban al mundo en el universo, así les pareció a las mujeres. No que un punto ínfimo de la tierra estuviese siendo atacado por, no sabemos qué odios azuzan la demencia. Para ellas era el planeta, el que estaba siendo arrancado del universo y tenían toda la razón. El ruido estrelló el suelo contra Zoraida y arrojó haica la pared a Noemí, en el momento de mayor descuido en la espera del terror. Zoraida pensó la inmediata fragmentación del mundo, sería su culpa por haberse relajado de tal manera. Si hubiese conservado cada pieza en su lugar…

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La anciana, que era solía ser una niña, flotó detenida con el rostro al filo de una pared imaginaria, patas arriba, giró y finalmente de forma acelerada, chocó contra la verdadera pared. Se encogió, rodó en un falso suelo vertical, calló al verdadero suelo y la cama la ocultó.

Zoraida sintió su pecho irse hacia delante, mientras adentro de sí, sus criaturas empujaban para poder escapar de un cuerpo en proceso de disolvencia. El ruido la dobló, sus brazos se fueron violentamente hacia atrás y sus pies se levantaron, su cabeza pendía de su cuello gracias a una debilidad preocupante y su largo cabello campesino, se abrió haciendo el aura de la Guadalupe, llamarada negra, caótica arquitectura de la sombra. La onda golpeaba sus muslos y estos se palmoteaban despavoridos, tratando de agarrarse entre sí, queriendo que nada los separara. Empezando a sentir un gran extrañamiento, se despedían el uno del otro con lágrimas sanguinolentas, mientras los cartílagos de sus rodillas se quebraban agotados como viejas cuerdas de algún instrumento abandonado. Cayó sobre su pecho, en un suelo también herido y la taza de café, a unos cuantos centímetros de ella, dejó de ser.

Luego vino un naranja intenso que llenaba el espacio con su perversa ostentación. Era una cosa tan maravillosa e in imaginada, era un color sólo para ese momento arrogante. Y era un color tan poderoso, que su paso iba despejando el lugar que ocuparían los mensajeros círculos de luz y astillas, corriendo endemoniados por el allí, por el acá, por todo lo que no fuera vacío, como una última visión del dios al que hace sacrificios la perversión humana, el Mammon de nuestros tiempos llenando el aire con cuchillas de la inquisición moderna. La inmensa montaña naranja aplastaba con su corteza irregular cada parte que sobre parte pendía, las desunió en tan pequeños segmentos, a todas las partes sin miramientos, sin reparar acerca de qué objeto componían, si era orgánico o inorgánico, si alguien esperaba volver a verlo, si alguien le necesitaría mañana para alguna labor de la casa. La casa

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no estaría desordenada mañana, simplemente no estaría, Zoraida intentó tranquilizarse.

Entonces viene esa otra fase de nubes y nubes compuestas con objetos que han dejado de ser. Todo dejaba de ser esa quietud tan habitual, para convertirse en una nueva existencia de las cosas, ahora navegando minúsculas, sin particularidad distinguible en una nube naranja con ribetes negros. Pensar que no podría comprender en el siguiente instante, después de este brevísimo instante, semejante voluptuoso orden desorbitado, le causaba aún mayor angustia a Zoraida. Las mujeres flotaron como moléculas iridiscentes, el largo espacio del terror que inexplicablemente aún podían ver. Y luego de eso, sordera, silbatina, necedades innecesarias, todos los infiernos preciosos, glotones, ingiriéndose al mundo, esa pequeña partícula vulnerable en medio de un mar de creatividad maligna, el mundo borrado de la memoria, el mundo desaparece cuando desaparece lo que causa en la memoria, el mundo acaba cuando nadie le recuerda. Lo posible se hace cruelmente aún más posible, dos o tres frases más antes de no poder enunciar nunca más, eternamente nunca más nada, no poder pensar, no funciona más y después de tanta obesa fastuosidad, no hay nadie.

A todas las víctimas de los bombardeos en la franja de Gaza, inspirado en los recuerdos de Franz Hinkelammert.

 

Marcela Vega

Colombia

Del otro lado

Marianela VALVERDE

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“Tomó sus cosas y miró el reloj, se dirigió al lugar donde se sentía seguro, probablemente porque siempre había estado ahí para él: su cuarto.

Se despidió de sus paredes que tantos recuerdos habían guardado: sus sueños, sus ideas, sus sentimientos y ahora sus nostalgias, éstas estaban plasmadas con grafitis multicolores, con figuras y formas que solo él podía ver, que solo él podía leer, que solo él podría comprender.

También se despidió de las ventanas, que por las soleadas tardes tapizaban su solitario rostro con las más variadas armonías y que por las mañanas le anunciaban la hora de levantarse; de su cama y de su almohada, amigas íntimas, quienes conocían sus secretos y fantasías de amores encontrados y olvidados en la memoria.

Y antes de marcharse, le dirigió una oración al crucifijo, luego lo besó, recordó que él era quien lo había acompañado toda su vida y que la soledad era necesaria algunas veces (no siempre) para encontrarse con su propio corazón, lo volvió a mirar y entonces lo tomó y lo echó en su bolsa.

Salió, cerro la puerta y tiró el fósforo. No miró hacia atrás, siguió caminando mientras sentía arder su espalda… brotaron algunas lágrimas que fueron arrancadas por el viento que soplaba como todos los diciembres.

La plateada luna iba alumbrando las callejuelas llenas de sombras que cobraban vida y hacían revivir las aventuras de recuerdos infantiles y de las juventudes mutiladas…De un momento a otro se detuvo, su mirada se había nublado y de nuevo una estampida de viento volvió a secar el rostro apesadumbrado de tristeza por su partida necesaria… necesaria para trabajar, necesaria para vivir, necesaria para ser feliz, necesaria para transformarse, necesaria para experimentar la libertad, necesaria para

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vivir en paz, necesaria para encontrar compañía, necesaria para el pan y el techo digno…

Al final de la calle se encontró con quien le ayudaría a transformar su vida del otro lado. Como pudo se subió al camión y se encontró con otros ojos iguales a los suyos, con otros rostros iguales al suyo: forzados, afligidos y asustados por dejar aquel lugar que tanto querían, que tanto esperaban que cambiara para no marcharse.

Era demasiado tarde ¡eso lo habían esperado desde hace mucho!

Entre más se alejaba, más se aferraba el corazón a su tierra, quiso por un momento arrojarse al suelo pero miró hacia la colina y vio como su choza se desvanecía lentamente por el fuego, así también su esperanza…

Mientras del otro lado las noticias anunciaban: “los jefes de estado se reunirán para plantear medidas ante el tema migratorio”…. “han construido un muro en la frontera…”, “la nueva ley migratoria vigente traerá…”, “la mayoría de inmigrantes se desplazan por…hay que tomar medidas fuertes ante el tema migratorio…”

Él solamente pensaba al escuchar los voceros… “¿qué saben ellos?... esos los del otro lado.”

 

Marianela Valverde

Costa Rica

Caen los sueños

Aldo Joel BALCÁZAR TOLEDANO

Nunca llegó a entender en qué momento semejante ejercicio dejó de tener la importancia que debería tenerlo; la seriedad de la que había escuchado hablar. —La vida es lo más importante, pero sin libertad—. En qué país, con

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qué dictador se transforma en un juego de papel. Vidas de papel tiradas en el agua.

Unas gotas de sangre salpican. La jícara de sangre para regresar a la realidad, el líquido más parecido al agua desde hace algunos días. ¿Cuántos días llevo aquí? Cuatro o tres, no deben ser más. No podría aguantar más de una semana. Más sangre y gritos de su torturado de cuarto lo obligan a intentar abrir los ojos pero es imposible.

—Nada más mírate cabrón, con esa cara hasta parece que llevas dos días de madriza continua, peor que boxeador. Ya ni la chingas ¡qué va a decir tu madre? ¿Quieres ver a tu madrecita de nuevo? Claro, todos queremos a nuestras madres, de una o de otra forma, pero en estas condiciones ¿Qué va a pensar de ti?

Mírate con los ojos cerrados, los labios abiertos, ya casi no te reconozco, todo desmadrado. En fin, has visto la película del jorobado, esa de Disney —el cuerpo no responde— pues él está más carita que tu. — Y suelta un golpe—. Para ser sinceros está bien cabrón que regreses a casa, no porque no queramos que regreses, sino porque ya no tienes. Sabes, fue destruida en la balacera que hubo con el cártel…quien sabe qué pinche cártel enfrentamos, y como la cosa estuvo bien difícil y, estos pinches narcos tenían bombas… pues se destruyó como cuatro casa. No sabías. Aquí está en los periódicos. No que muy enterado de la situación del país. Puras pendejadas tú y esta bola de revoltosos.

Hay algo bueno entre tanto desmadre en todo el país, y es que le estamos ganando al narco. Y hay gente que piensa que los militares en las calles son sólo para violar, maltratar, detener a los estudiantes, matar, quemar casas, torturar indígenas, investigar a grupos guerrilleros y quien sabe que tantas pendejadas más. Puras mamadas. Lee, lee, en los periódicos, en la tele, en la radio y hasta el presidente nos respaldan, nos protegen.

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Pon atención que esto es importante —vuela otra mano y un pie— porque cuando quedes en libertad y un puñetazo, libertad y una patada, libertad patada, libertad puño, puño y libertad, libertad, libertad.

Imposible gritar o sentir dolor —pero sin libertad, ¿cuántos días?—no se puede pensar, recordar la última tarde allá afuera, en libertad repetía el oficial aplicando una buena dosis de golpes y palabras.

Ir a la escuela por la mañana, encontrarse con los compañeros, hablar de las cosas, de todas las cosas en general, pero como un instinto innato nos encabronamos en los hechos políticos. Gritábamos tan fuerte que en ocasiones las personas de afuera de la casa se quedaban paradas y se iban con rapidez. Ver a mamá de nuevo ¿por qué aparece mamá des pues de la gente corriendo? Botas negras bien lustradas, pantalón verde corriendo por la calle gritando ¡qué va a decir tu madre! Cenar con la familia, subir al cuarto y poner un disco. Los están buscando, mejor cuídense. El ejército viene para acá a combatir el narco local, se escribe en el diario del municipio. Cuídense… los buscan… ejército, y la canción del león Santillán encuadran la noche. Te quedas dormido.

Tal vez todo fuese un sueño. Los golpes ya no duelen. En el subconsciente todo es más suave. Abres los ojos y ves a una persona vestida de verde, los cierras y estás en un cuarto oscuro, tirado en una cama. Abres los ojos y te encuentras en el cuarto, los cierras y el de verde golpeando. —No duelen los golpes, ya no duelen—. Cierras los ojos para despertar en un lugar extraño con verde hablando de periódicos y del narco. A la izquierda se encuentra Iván inmóvil en una laguna de sangre, Lucía con el sostén roto sin pantalones, el cuerpo pálido con grandes lunares morados, en frete otras dos personas que no has visto nunca. Una nube de mosquitos se acerca a ti y comienza a picarte. —No duele—, piensas, pero cada vez son más fuertes, se convierten en pájaros hasta llegar a ser puños golpeándote en el cuerpo. Pero ya no duelen. —Pon atención que esto es importante—. Cierras los ojos y

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despiertas en un lugar oscuro, el mismo de hace rato. No puedes ver nada, pero sientes un alivio. —Este es mi cuarto, son las horas de la noche, las tres o cuatro, los perros no ladran y está oscuro. Empiezas a distinguir dimensiones. Es mi cuarto—. Tu cuarto, no ha pasado nada. Los vuelves a cerrar para ver otro lugar extraño. Sólo puedes ver algunas cajas de madera, una pared de metal, huele a perro muerto y una montaña de maniquíes con ropa pintados de verde, morado y manchas rojas te impiden ver más allá. Intentas moverte pero hay más muñecos encima de ti y no puedes. Un ruido de motor llega a tus oídos. Cierras los ojos, prefieres despertar, el olor es insoportable. La oscuridad te llena de calma, ahora estás seguro de que esta oscuridad le pertenece a tu cuarto. Nada ha cambiado. Descansas y vuelves a dormir.

El ruido del motor es más fuerte y el olor te sigue hasta tu rincón, tu cuarto, y decides terminar el sueño que ahora es una pesadilla que te sigue hasta tu recámara, a la oscuridad y tranquilidad de tu recámara.

Los maniquíes de un principio son en estos momentos cuerpos fétidos con ojos sin sentido, viendo a todos lados, viéndote y buscando una salida que te exigen encontrar. El piso se abre y todos caen de aquel lugar que es un avión. De abajo se acerca el agua. —El llanto de la gente va hacia el mar—, piensas. Las máscaras están con otro rostro, más contentos, más felices, liberados de torturas, diría yo. Otros no han cambiado mucho, siguen tristes. —Estoy volando entre máscaras de tristeza, logros a medias, sueños rotos; si, no hay felicidad entre nosotros, hay una especie de liberación del maltrato al que nos han sometido. No hay felicidad. Hay sueños inconclusos, utopías cayendo de aquel avión por encima de nosotros, de nuestro trabajo. Un avión cagando utopías—.

El mar está acercándose, los cuerpos me tocan, se agarran a mí. Cierro los ojos para despertar, no quiero morir. Los abro pero el mar está más cercano ¡despierta! Cierro los ojos pero otra vez el agua, el aire se hace presente. No puedo respirar, apenas me doy cuanta. Todo

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era tan tranquilo, ahora es demasiado rápido pero no llego al mar. Cierro los ojos y el mar, abro los ojos y el mar, en las dos partes agua. Sueño o no, no puedo cerrar los ojos, no puedo abrirlos ni moverme, ni volar, en los sueños se puede volar cuando quieres, pero calma, calma, sólo tienes que… Pero el mar.

 

Aldo Joel Balcázar Toledano

México

Don José

José OROZCO JUÁREZ

Don José, hombre sesentón, terminaba de cenar, cuando de repente se acordó.............

El pueblo se llamaba San Juan, y era uno de tantos del país, donde el hambre se sentía con ganas ya que más que pueblo, era una aldea semi-urbana, con casas de adobe y un gran patio, donde gallinas, cerdos y perros convivían en total armonía (aunque no siempre).

La familia Díaz, que vivía en los arrabales del arrabal que era San Juan, se componía de 9 miembros: Don Crisógono y Doña Vicenta (Don Cris y Doña Chenta) quienes eran los padres de 7 hijos, 4 hombres y 3 mujeres, siendo José (Pepe) el más pequeño. Vivían de la agricultura, si así se le puede decir, poseer un pedazo de tierra en las afueras de San Juan, que no llegaba a media hectárea, y donde cultivaban maíz y frijol, que en años buenos alcanzaba para medio abastecer a la familia y en años malos, había que dedicarse a otros menesteres como hacerla de peón de albañil, mozo de los grandes hacendados que acaparaban las mejores tierras, siendo uno de estos últimos Don Samuel, a quien todos decían “Tío”.

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Así fue creciendo Pepe, entre algunas clases en la escuela del pueblo y los trabajos en la milpa de Don Cris y la hacienda del “Tío”. El trabajo en esta hacienda era del agrado de Pepe, ya que el patrón le mostraba cierta deferencia, pues el joven era muy atento y servicial y también le gustaba el orden que reinaba en todos lados, y lo que más le impresionaba, era el empeño y la constancia que ponía el “Tío” en el trabajo. A pesar de lo bueno que le parecía el trabajo, también se dio cuenta de otras cosas, que no le parecieron tan buenas, y era que el patrón consentía demasiado a las jóvenes más hermosas del pueblo, y las invitaba a llegar a la hacienda en donde a base regalos insignificantes o por unos cuantos pesos, abusaba de su inocencia, y esto era lo que le enojaba a Pepe, ya que en una ocasión vio llegar a su novia Everilda (la Eve), aunque según ella, no pasó nada con el patrón.

Otra cosa que le enojaba era el ver el maltrato de los capataces y jefes de la hacienda sobre los peones y demás trabajadores, quienes por cualquier motivo, con razón o sin ella, eran humillados físicamente con golpes y oralmente con palabras soeces, y estos capataces, no contentos con eso, hacían trabajar hasta turnos de 12 horas a los empleados del “Tío”, que más que empleados eran unos verdaderos esclavos, y todo por sacar adelante a la familia.

Cuando la gente se dio cuenta de que, aunque se sufría, pero a pesar de ello, se salía con los gastos de la familia, muchos aun de otros pueblos y regiones, iban a pedirle trabajo al “Tío”, pero pocos eran lo que lo conseguían, aún así, otros por el afán de conseguir algo, se presentaban subrepticiamente con los capataces, y éstos, aprovechándose de la situación, aplicaban medidas más severas de represión, y aunque los contrataban, era con menos salario que los demás, pero con más obligaciones. Esto redundaba en beneficio de los capataces, ya que ellos cobraban al patrón salarios completos, pero al trabajador le pagaban menos y aquellos se llenaban los bolsillos de dinero mal habido.

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Algunos, en su afán por conseguir trabajo, aunque fuera clandestinamente, contrataban a algunos inescrupulosos (coyotes), para que los presentaran a los capataces y así conseguir su deseo de trabajar. Esto se prestó para otro negocio turbio, ya que muchos se hicieron pasar por coyotes y solamente recibían el pago del servicio y desaparecían como por arte de magia. Algunos que lograban entrar de contrabando a la hacienda, sufrían lo indecible, ya que el “Tío” tenía como guardianes, a unos perros enormes, que al darse cuenta de algún intruso, arremetían contra él, causándole en muchas ocasiones la muerte. Y el “Tío” se hacía de la vista gorda.

Esto vino a agravar más la situación, ya que muchos vendían sus animalitos, inclusive su casa, para pagar la cuota que los coyotes les exigían. Cuando el “Tío” se dio cuenta de este manejo, también exigió su cuota a los coyotes, y sólo para “taparle el ojo al macho”, realizaba campañas ridículas, para detener el tránsito de “indeseables” por su hacienda.

Con el paso del tiempo, Pepe, ahora José, se pudo casar con la Eve, pero en su mente bullía el afán de hacer algo, (pero qué), a favor de todos sus compañeros y amigos que trabajaban con el “Tío”. Está por demás decir que éste se consideraba el amo de la región, ya que dominaba todo, desde el comercio hasta el cura, así es que los pequeños agricultores (fuera de la hacienda todo era pequeño) y comerciantes, se tenían que plegar a los antojos gansteriles del “Tío”, quien imponía precio a las compras y ventas de todo lo negociable en la comarca.

Lo peor era, que como el “Tío” acaparaba todo tipo mercancía, sólo a él se le podía comprar todo: comida, vestido, inclusive las semillas para sembrar. En fin, que no se `podía concebir actividad alguna en la cual no estuviera involucrado el “Tío”.

Dàndole vueltas al asunto, José se encontró con Juan, un amigo suyo al que no veía desde hacía muchos años, ya

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que éste se había ido a estudiar a la capital y ahora regresaba a su pueblo con la idea de establecerse ahí, puesto que la carrera que estudió fue agronomía, y ahora graduado como ingeniero agrónomo, venía a hacer algo por su pueblo.

José lo puso al tanto de todos los problemas que tenían, principalmente con el “Tío”, problemas que al principio alarmaron a Juan, pero que después vio que sí había remedio para ellos; ya que si el “Tío” tenía el dinero, Juan poseía la inteligencia.

Lo primero que hizo Juan fue , convocar a todos los agricultores para convencerlos que no había necesidad de depender ya del “Tío”, sino que ellos mismos podían ser autosuficientes para satisfacer sus propias necesidades, lo único que se necesitaba, decía Juan era trabajo, fuerza de voluntad y honestidad.

Al principio casi todos los agricultores se entusiasmaron, pero después, solo quedaron los que sí estaban convencidos de que podían por sí mismos salir adelante, ya que esto implicaba doble trabajo y mucho esfuerzo.

El siguiente paso fue: preparar el terreno para la siembra, pero sin usar abonos químicos, sino abonos orgánicos que el mismo Juan les enseñó a preparar; claro que esta preparación tardó el doble de tiempo que la que hicieron los que habían usado químicos.

Siempre tratando de mejorar, Juan se dio a la tarea de conseguir semilla nativa para sembrar, esto sí le costó mucho trabajo, pero a fin de cuentas, adquirió la suficiente semilla para sembrar, tanto él como sus compañeros.

El siguiente paso de Juan, fue el enseñar a sus compañeros a seleccionar la semilla, para así tener asegurada la siembra del próximo año.

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Afortunadamente ese año, fue bueno: llovió lo necesario, no hubo cosas negativas en el trabajo, aunque sí por el lado del “Tío”, quien al ver la cosecha de Juan y compañeros, quiso comprársela a un precio ridículo, alegando que era de una semilla de baja calidad; pero éstos no se desanimaron, y aunque tuvieron que recorrer mucho camino, al fin lograron vender a buen precio su cosecha, fuera de los límites del monopolio del “Tío”.

Esto le causó malestar al “Tío” pero no tuvo más remedio que resignarse y con el tiempo fue perdiendo autoridad y dominio sobre los demás; pero eso se debía a que Juan supo organizar a la comunidad, buscando nuevos horizontes, luchando con honestidad, fomentando la paz y la justicia, a tal grado que con el tiempo, se constituyó en el líder del pueblo de San Juan, y José fue su aliado incondicional.

El “Tío” se dio cuenta que ya era imposible oponerse a casi todo el pueblo y optó por enclaustrarse en su hacienda a disfrutar sus millones de dinero bien y mal ganados.......

Pero eso sucedió hace muchos años, ahora Don José se sienta a recordar con su familia, todos esos acontecimientos de antaño. Su amigo Juan y líder del pueblo, en busca de ayudar a más gente, emigró a otra región para seguir apoyando el desarrollo integral de las personas y las comunidades.

No faltaron dificultades, pero lo único que le queda de satisfacción a Don José, es que la humildad, la honestidad, la solidaridad, el bien común, son la base para un desarrollo personal y comunitario, todo ello aunado al fomento de la paz y la justicia social.

 

José Orozco Juárez

Santa Ana, El Salvador, C.A.

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Nacimiento

Olga ALONSO PERALTA

La representación de navidad había empezado, las mamás vestían a los niños y los papás, cámara en ristre, inmortalizaban a través de la lente la capacidad histriónica de sus retoños.

En Cancún ya había empezado el frío, con la lluvia y el norte que llevaba mas de dos días, todos parecíamos refugiados de algún desastre ecológico, como siempre, con suéter pero con sandalias o bermudas.

Pero dentro del teatro, con aire acondicionado, el viento y la lluvia eran mas bien parte del decorado de la pastorela. Las inclemencias del tiempo serían nada más un retraso para subirse a los coches…

En otro lugar de la misma ciudad, una pareja se abrazaba mientras el camión que venía de Villahermosa entraba a la reluciente Cancún vomitandolos entre risas, carcajadas y abrazos que no eran para ellos, en una isla de soledad dentro del estruendo y el gentío.

Encarnación volteó a ver a Manuela con ternura.

-Ya mero llegamos, te prometo que hoy estaremos bajo techo… tratando de que su voz no saliera el cansancio que llevaba acumulado.

Manuela sonrió.

-Estoy bien, de veras vamos otro poco, las mujeres de mi casa somos reteaguantadoras…

La temporada vacacional era excelente, hasta el presidente municipal lo dijo, y eso que él siempre ponía las cosas negras para subir los impuestos y jalar más agua a su molino.

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La asociación de hoteles estaba de acuerdo con que Cancún se recuperaba de los daños sufridos por el embate de los todo-incluido y de la competencia de Playa del Carmen.

¡Vaya, si hasta los hotelitos del centro estaban llenos! Parecían los tiempos primeros en que todo el mundo quería un pedacito de Cancún.

¡Cómo me había costado preparar a los niños para que la obrita escolar saliera lucidora! De veras que las mamás ayudaron mucho, los trajes vinieron de una casa especializada en el DF. Trabajar en las escuelas privadas tenía su encanto, este tipo de cosas se daban bastante más fácil, especialmente si se tenían los medios económicos necesarios.

Mi colaboración es importante; enseñar a los niños el significado verdadero de la navidad. El nacimiento del Salvador, que se hizo hombre para habitar entre nosotros. Uno más entre los humildes de la tierra. No ese Santa Claus, tan gringo que es nada más sólo un pretexto para comprar regalos sin una verdadera razón de ser. A menos de que el crecimiento económico sea una prioridad cristiana

¡Creo que lo conseguí! Mientras los papás brindaban con los maestros, me escabullí a fumarme un cigarrito, eso que la maestra de moral le meta duro al cigarro no se ve muy bien, que ejemplo les daré a mis niños…un poco difícil con la lluvia y el viento pero bajo la marquesina, a un ladito, se estaba bastante bien. Nadie me vería.

Una voz me sorprendió, saliendo de la lluvia y el viento.

-¿Seño me puede ayudar? ¿Será que podemos quedarnos aquí? Las escuelas luego tienen habitaciones vacías durante las vacaciones…Mi mujer está embarazada y estamos muy cansados… Fíjese que mi prima no está y nos íbamos a quedar con ella… nomás que los hoteles están llenos y dicen que no hay ni un lugar…

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-¿Y a que vinieron? … además como se le ocurre, con su señora en tan avanzado estado… (esta gente no tiene dos dedos de entendimiento)

-Es que nos dijeron que aquí había trabajo y como me cerraron mi taller allá en Villahermosa, bueno… no en Villa en Teapa… pues dicen que aquí si hay y pues la familia está creciendo ya ve usted… (ay estos indios clasemedieros, bueno ni a clasemedieros llegan… se creen todo lo que les dice la tele, si por lo menos llegaran sin familia o sin preñarse… con la cantidad de servicio que hace falta aquí… pero embarazada, ni loca! Luego se te quedan con todo y la criatura)

-Si usted quiere le doy mis datos, somos gente honrada. Mire, mis papeles, me llamo Encarnación Bautista y mi mujer se llama Manuela Flores; somos de buena familia…no hay problema si nos quedamos hasta le puedo ayudar a cuidar la escuela…

-Pues si son tan conocidos ¿para que se vinieron para acá, no sabe que no es época de andar viajando? Tengo un velador, gracias (como si fuera yo a meter a un desconocido a estas alturas…)

-Seño, pero…

-Nada, nada, mire váyanse al parque de las Palapas, ahí esta el DIF, a lo mejor le pueden ayudar…ellos sabrán que hacer..

-Miss Laura, ¿Donde anda?

Las voces de mis alumnos con algunos de sus papás me hicieron despedirme.

-Ándele, vayan para el centro…aquí tiene para el taxi, no es mucho pero de algo le servirá.

La lluvia amainó un poco, lo suficiente para permitirles subir

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trabajosamente, a un taxi que al ver que había función estaba por ahí, con la esperanza de una “llevada”

Una imagen se quedó en mi retina, una mujer embarazada, cansada y con todo ello caminando sonriente, un hombre joven pero encorvado por la responsabilidad de la vida que llega. Apenas entré y ví la imagen de nuevo, esta vez en el escenario. No pude salir, ya la lluvia se los había llevado, otros dos mil años quizás, otra noche cualquiera.

La promesa inmemorial del nacimiento…

 

Olga Alonso Peralta

Cancún, México

Mi reflejo

Brailyn GARCÍA TRIMIÑO

Adoro a los espejos. ¿Imaginas la vida sin ellos?

No es vanidad, pero si no estuvieran, si de pronto dejaran de existir, habría un caos.

No me refiero al simple, vulnerable y gastado acto de reflejar nuestras caras y cuerpos en ellos, sino de cuestiones del alma.

Sería como quemar una parte importante de nuestra vida.

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Las fotos son buenas, pero recuerdas la primera vez que te miraste a un espejo. Tal vez no te acuerdes pero él sí, él no olvida: la primera sonrisa, el primer uniforme, el llanto más agudo, el suspiro más hondo.

Los diarios son buenos, pero alguien los puede descubrir; entonces se enterarían de lo que jamás hubieras querido que nadie supiera: el primer amor, el primer beso, los horrores de tu cuerpo, o la inconformidad con la propia vida.

Los amigos también son buenos; pero cuántas veces deseabas estar solo para meditar un poco y organizar tus pensamientos, esos que te llenan la cabeza producto del común ciclo vital, sin encontrar solución alguna.

Ahí estaban entonces, solos, tú y el espejo. Listos para desaparecer juntos, tú en él, y salirte de ese sitio, al que a veces no quisieras regresar, y encontrar el mundo imaginario, donde la vida tiene matices.

Hace 35 años en mi casa vive un espejo. Adoro a los espejos. Este es diferente.

Hace días que no me reflejo en él, será que lo encuentro obsoleto. O más bien creo que no se acuerda de mí, que no me quiere.

Es cierto que hace tiempo que no hablamos. Pero tiene que entender que yo crecí, que ya no le puedo dedicar el mismo tiempo que antes; he madurado, y mi sonrisa a pesar de la corta edad está aburrida, se siente cansada. Es que ya no río igual, lloro menos y sueño más.

¿Pero seré egoísta? He tenido fotos, diarios y amigos, y todo ha pasado, pero él sigue ahí, reflejándome cada día, pero sin intercambiar palabra alguna.

Por eso hoy no me reflejé en el espejo de mi cuarto, el que me acompaña desde hace tanto tiempo. Hoy me vi, hoy solo me vi, y también le hice un regalo. Le obsequié una oveja fluorescente. ¡Sí! Cuando todo se pone oscuro

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ella permanece encendida, así no estará más solo, y aunque yo me duerma una parte de mi permanece encendida.

El espejo de mi cuarto, el que todo lo ve desde su lugar, está rodeado por un marco de líneas sinuosas como látigo sobre las olas, como el propio sol. Es precioso. Mide algo más de un metro, pero eso no es lo importante, lo importante es que nadie en el mundo sabe tanto de mí, ni me conoce tan bien como mi propio espejo.

Adoro a los espejos. Sobre todo al mío. Es por eso que hoy le declararé mi amor. ¡Sí! Creo que estoy enamorado. ¿Pero cómo lo hago?, ¿le bailo?, ¿le beso?, o ¿le canto? Ya sé, le voy a decir lo que siento con una canción que me encanta:

“Cada vez que veo tu fotografía descubro algo nuevo que antes no veía.

Siempre te he soñado indiferente, eras tan solo un amigo, y de repente lo eres todo, todo para mí, mi principio y mi fin”.

Así es, cuando lo haga estoy convencido de que no me rechazará. De esta forma también le estaré agradeciendo por soportarme durante tanto tiempo. Pero yo sé que me ama, aunque no me lo diga.

Solo faltan veinte minutos para que este viaje termine, llegue a mi casa y comience otro viaje más interesante; de hecho, el más interesante jamás emprendido. Lo digo porque cuántas personas han decidido abandonarlo todo y perderse con su propio espejo.

Le pediré que me llene de su alegría su buen humor, de su melancolía, su pena y dolor, que me dé su aroma, hasta su sabor; pero algo más importante aún, que me dé su mundo interior.

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Sin duda alguna quiero su sonrisa, su color, la muerte y la vida, su frío y ardor, quiero que me dé su calma, su furor, y su oculto rencor.

¡Al fin llegué!

Es que ha pasado tanto tiempo desde que nos vimos por primera vez, que nadie en el mundo me conoce tan bien como mi espejo, ese que está en el cuarto, que vive conmigo, que yo amo.

— ¡Qué amabas! Dijo una voz en el interior de mi cabeza al ver la escena.

— ¿Cómo que amaba?, ¿justo ahora?, hoy que venía dispuesto a declararle todo mi amor. ¡No es posible!

Puede que no quisiera creerlo, pero ahí estaba. O mejor dicho, no estaba.

Todas las alas de mi libertad, la senda que estaba completamente dispuesto a seguir, el aire que respirar, el agua que beber, y el sueño que quería alcanzar completamente deshechos. Deshechos porque no está. Se esfumó, y para siempre.

Adoro a los espejos, pero maldigo la hora en que vine a enamorarme de uno. Y precisamente hoy, que finalmente me había decidido a contarle, ya no está. Lo busqué y rebusqué, y solo encontré una nota.

No conozco esta letra. Aunque lo que dice me es suficiente para entender.

Justamente hoy, el día de mi cumpleaños. Cómo iba yo a imaginarme que lo que más me importa en el mundo desaparecería así, de ese cuarto descolorido pero nuestro.

Se llevó la oveja que le regalé. También se llevó mi libertad.

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Hoy no puedo dormirme. No sé hacerlo sin mi espejo, al que amo. Pero qué puedo hacer.

Solo deseo pedir un favor a la maldita soledad, la única que de verdad y sin variaciones llega cuando todos se van, la única con la que puedo llorar: que lo busque y lo ame como a ninguno, para que logre sentir lo que siento.

Y yo solo le prometo que nunca más volveré a adorar así, a ningún espejo.

Brailyn García Trimiño

Cuba

Cómo se llamaba ese país

Lucrecia MALDONADO

e repente todo parece tan claro y al mismo tiempo hay tanta sombra en todas partes

de repente como que ya se acaba el dolor y sin embargo duele tanto que uno ni siquiera puede mantenerse en pie

de repente uno se olvida de todo pero vienen esas caras tristes los niños llorando agarrados a las perneras del pantalón no te vayas papi y de tales pero fui yo alguna vez el papi de alguien cuándo cómo dónde y con quién

de repente uno se ve otra vez llegando alucinado y obnubilado buscando con los ojos perdidos y perdido uno también oyendo un idioma que dijeron que era el propio pero que con ese maldito acento nadie lo entiende

de repente uno sabe que nadie nos espera en ninguna parte y sin embargo sigue buscando con los ojos alelados aleteantes de sombras viejas la cara conocida que tal vez no nos identificó entre la multitud

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de repente dos y tres días en que no se sabe qué mismo irá a pasar

de repente uno pregunta y nadie contesta porque nadie sabe nada

de repente el peso del equipaje que terminamos botando por ahí porque nos sobrepasa las fuerzas el olor de la ropa sucia que ya no podemos recambiar la plata que ya se acabó en llamadas y búsquedas inútiles y el miedo de salir a la calle y de que alguien nos meta en algún lugar del que ya jamás podremos salir

de repente la vergüenza

de repente el hambre

de repente también la soledad en esta maraña de caras que poco a poco se van volviendo conocidas aunque no hablemos con nadie aunque simplemente sea la costumbre de dormir en estas sillas duras o en este suelo frío con olor a desinfectante de repente una voz que nos pregunta qué nos pasa y no hay palabras ni lágrimas ni ninguna respuesta porque no nos pasa nada o simplemente de golpe nos pasa todo lo que nos ha podido pasar en un solo minuto

de repente una moneda desconocida en la mano que no hemos extendido para eso

de repente un bocadillo un poco de refresco algo y esa gratitud que también es ignominia y humillación y ganas de morirse pero después de comer recién al tercer día de no y de repente el ruido de otro avión que sale de otro avión que llega nadie sabe para qué

de repente una figura de mujer nos vuelve a encender brevemente el deseo pero ya no hay fuerzas ni siquiera para eso

de repente aquellos papeles que casi no podíamos firmar con el obstinado temblor de las manos con los ojos

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empañados y la expectativa atenazando la garganta sin poder evitar mirar la sonrisa satisfecha del prestamista

de repente las deudas de repente los niños de repente la primera prostituta barata y maloliente de repente la escuela de repente la voz de la mamá que nos dice desde la ventana que ya está la comida de repente una calle y la pelota de trapo que alguna vez pateamos

de repente la sensación de estar comenzando otra vez a volar de volver a los llorosos abrazos de la despedida de volver a la cuna caliente de volver al hueco profundo y oscuro del abrazo mayor y de no acordarse ni saber de qué color eran los ojos de la madre ni quién mismo es uno ni cómo se llamaba ese país

*****

Los perros de la División Anti Drogas del aeropuerto olisquearon un par de veces el cuerpo tendido en el ángulo del suelo y la pared. Cuando uno de ellos quiso mordisquear una mano, el guardia se lo impidió halando de la traílla y preguntó al barrendero negro:

–¿Cuándo parece que fue?

El barrendero se encogió de hombros:

–No sé. Yo volví de vacaciones recién esta mañana. Tal vez no había comido desde que me fui –se quitó la gorra y pasó el dorso de la mano por los ojos amarillentos–. Pobre.

La gente comenzó a amontonarse alrededor. Alguien quiso tomarle el pulso, alguna cosa. El guardia lo detuvo:

–No, déjelo. Si quiere ser útil, mejor vaya a buscar a un comisario. Solamente él puede levantar el cadáver.

 

Lucrecia Maldonado

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Quito, Ecuador

Contraste en azul y blanco

Roberto Santiago DE BRITO

-Sin protocolo González, sin protocolo. Adelante, hombre. Siéntese. Póngase cómodo. -Una mano señala un sillón frente al escritorio-. ¿Whisky?

Es una voz apacible la que pregunta. Una amplia sonrisa le divide el rostro por la mitad. González obedece. Es parte de su oficio. Dice bueno gracias, y toma asiento. Su cuerpo afloja la tensión que lo mantenía rígido momentos antes.

El sol se filtra por los amplios ventanales de la oficina. El día es plácido y caluroso, contrasta con el calendario. El General San Martín observa el esfuerzo de sus hombres transportando los pesados pertrechos de guerra a través de una cordillera adversa. Su caballo blanco resalta gracias al marrón patinado del marco barroco que lo contiene. Afuera, la misma cordillera apacible y serena se deja atravesar por un boeing de línea. González, como en un sueño, escucha el poderoso zumbido del aparato y se imagina en él. Sus ojos vagan por las paredes empapeladas del cuarto hasta posarse en el bronce de la mesa. Lo observa. Sonríe. El pequeño guerrero semidesnudo guarnecido bajo una pantalla cónica, empuña una lanza a la espera del imaginario ataque enemigo; la otra mano sostiene una lámpara que derrocha sobre su cuerpo una lluvia de luz y sombra. González vuelve su atención a la ceremonia alcohólica en el momento en que dos pedazos de hielo son introducidos en su vaso.

-¿Costó? -Pregunta el Coronel.

-Demasiado mi Coronel, pero los muchachos conocen bien su trabajo. -González se inclina para tomar el vaso

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que le alcanza su superior. Sonríe-. No viene mal un poco de descanso ¿no?

El Coronel lo mira y sus ojos le devuelven la sonrisa. González de civil, parece otro, piensa el Coronel.

-Quince días de licencia lo van a dejar como nuevo -dice el Coronel.

-No veo el momento -intercala González-. El avión sale en tres horas más. Gracias a Dios llegamos a buen puerto. Misión cumplida. -Y alza el vaso.

-¿Soda? -Pregunta el Coronel.

-No... gracias, con el hielo basta.

El Coronel se acerca a la ventana. Las montañas nevadas son descanso para sus ojos.

-Está noche va a helar -dice-, este calor en pleno invierno no puede durar. -González asienta con la cabeza-. En cuanto el Teniente Primero consiga la información, la pasamos a Baires y listo. Asunto concluido. -Y sus palabras son fragmentos de un pensamiento cuyo hilo se tensa sólo en su mente.

González se deja llevar por las imágenes acogedoras de su departamento en la Capital Federal. La nieve y el frío del cuartel se le hacen insoportables. Dos mil kilómetros de distancia no le impiden detenerse en los detalles del rostro de su mujer y de sus dos hijas. Un fuerte golpe en la puerta lo sorprende.

-¡Mensaje urgente para el Coronel! -Gritan desde afuera y el Coronel se sobresalta. No disimula su repentina preocupación.

-¡Adelante! -Responde con voz de mando. La puerta se abre y un oficial se cuadra ante él.

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-Teniente Primero Benitez, mi Coronel. Parte para usted, mi Coronel. -Y disimulando su impaciencia, espera la orden que le permita continuar.

El Coronel, con parsimonia, deposita el vaso vacío sobre el escritorio. Su gesto es premeditado.

-Lo escucho Teniente Primero.

-El prisionero, mi Coronel... -pero no se atreve a continuar. El Coronel observa la palidez de su interlocutor.

-¡Hable carajo! ¿Qué mierda pasó con el prisionero?

-Se murió mi Coronel, -el Teniente Primero, inmóvil, escupe las palabras de su boca.

-¿Qué se qué?... -al Coronel se le transforma la cara en un rictus de cólera o asombro. Sin saludar, sin pronunciar una sola palabra más, sale en forma vertiginosa de la oficina. La puerta es golpeada con furia y contrasta con el silencio reinante en la habitación que deviene profundo, espeso. González con su rostro demudado adhiere al silencio. Clava sus ojos en los del Teniente Primero mientras se levanta del sillón sin ocultar la tormenta que se desata en su interior.

-¿Qué pasó Benitez? -Las palabras son prisioneras de dos mandíbulas apretadas que apenas se fugan por entre los dientes del Capitán González.

-Lo de siempre, mi Capitán, -el Teniente primero, adrede, retrasa la pregunta inexorable. Su postura sigue clásica.

-Teniente Primero -repite-, ¿confesó? -Es casi un susurro, una melodía entonada en los oídos del subalterno.

-Mi Capitán, -balbucea Benitez-. El Cabo casi lo había conseguido. -Un esfuerzo impide tartamudear a Benitez.

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Lo invade una sensación de inestabilidad y sin esperar la orden de su superior se coloca en posición de descanso.

-Les dije que lo picanearan, no que se les fuera la mano. -Los ojos del Capitán pretenden salir de sus órbitas. Es bronca el torbellino de emociones dentro de él. Inmensa bronca. Impotente. Estéril. En cualquier momento estalla como una granada.

-No había otra manera, mi Capitán.

La voz del Teniente reprime las palabras del Capitán González. El sol sigue filtrando la calidez del día por los amplios ventanales. La apacible cordillera es ajena al diálogo militar.

-¿Son todos pelotudos aquí? -Vocifera González-. ¿No les dije que el hombre sufría del corazón y que tuvieran cuidado? Ahora a comenzar todo de nuevo. A la mierda con la licencia.

-¡Era un guerrillero, mi Capitán!

-No hablo de misericordia Benitez, hablo de eficacia, ¿me entiende Benitez? ¡E... F... I... C... A... C... I... A! ¿No le enseñaron eso en el Liceo? Cinco meses rastreando para nada. ¡Al pedo!

-El tipo se hacia el sota, mi Capitán. Gritaba que no sabía nada, que él no tenía nada que ver, que no pertenecía a la célula. Incluso dijo que no sabía qué era eso. Si hasta dijo que estaba ahí de pura casualidad. -Benitez lo miró como excusándose.

-¿Y usted que creía Teniente, que le iba a cebar unos mates mientras él le contaba la historia de su vida? Di orden expresa de que lo apretaran para que hablara, no para matarlo. ¿Alguna vez oyó hablar de sicología? Era el único enlace que teníamos. -El Capitán comenzó a mirar a través de la ventana pretendiendo descargar su enfado sobre la cordillera.

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-Es que el tipo en un momento lo llamó negro hijo de puta al Cabo. -Pretende disculparse Benitez-. Fue cuando el Cabo lo desnudó y lo amenazó con la picana. Y usted sabe... el Cabo se pone como loco cuando lo llaman así.

-¿Usted es de palo, Benitez? ¿Qué hacía en ese momento? -Interrogó González inquisidor.

-Sucedió de golpe, mi Capitán. A mí me entraron ganas de mear... perdón mi Capitán, de orinar. Salí y cuando volví, el Cabo estaba con el fierro en la mano y vi que el tipo estaba por hablar... y de repente sucedió. El tipo se infartó. El Cabo y yo creímos que se había desmayado. Esas cosas pasan ¿no?

González lo mira con desprecio, con mucho desprecio. Piensa en el Coronel ausente y la anulación segura de su licencia. Golpear al Teniente está contra las reglas no contra sus ganas. Con un gran esfuerzo refrena el impulso de hacerlo. Prefiere ordenarle retirarse, tiene tiempo para pensar en el arresto.

-Retírese, Teniente Primero. -Le ordena. Luego, sin mirar, posa sus ojos enrojecidos en la cordillera nevada del cuadro y descarga con furia su puño derecho sobre la palma abierta de su mano izquierda.

-¡Hijos de puta! -murmura.

En tanto, el General San Martín impertérrito, orgulloso en su caballo blanco, sigue observando el esfuerzo de su tropa para cruzar los Andes e iniciar el camino de la liberación.

 

Roberto Santiago De Brito

Bariloche, Argentina

En la plaza

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Carmen Noelia RODRÍGUEZ

Gabriela y Ana salieron de la fábrica, luego de un duro día de faena, en la calle se encontraron con un paro de transporte público, por lo que de momento no era posible regresar a sus casas. Mientras se resolvía la situación decidieron al igual que mucha gente sentarse en una pequeña plaza cercana.

A diferencia de Gabriela, a Ana no le importaba mucho su trabajo, por eso no entendía o tomaba muy en serio las constantes quejas de su amiga, que no dejaba de preguntarse ¿Por qué? Había tenido que aceptar aquel empleo que no quería, que no se parecía a ella, que tanto le ahogaba la dignidad o la felicidad, si es que realmente esta palabra formaba parte de la realidad y no era más que algún invento esperanzador e imposible. La vida era una gran paradoja para Gabriela; hacer lo que no queríamos por necesidad, por llevar dinero a casa. La vida para ella, se reducía tristemente a canjear dinero por su tranquilidad, sus energías, su alma, a depositar sus verdaderos deseos en el cajón de lo inalcanzable, porque no había recursos, ni buenos contactos con gente bien colocada, ni oportunidades, ni nada diferente a su necesidad siempre urgente de dinero.

Ana no entendía a Gabriela, por eso, sin siquiera proponérselo, cada vez que su amiga comenzaba a expresar sus ideas o su malestar, ella desviaba su atención hacia otra cosa, por eso, en la plaza, tan concurrida por el paro de transporte, prefirió ver a su alrededor, reír en silencio de la gente que se vestía extraño o admirar a algún sujeto con buen porte. Miraba a los hombres que hurgaban la basura en busca de latas que echaban en un gran saco, a las señoras con bolsas de víveres, a los borrachitos, a las prostitutas... en estas últimas reparó un buen rato:

- “Mira esas mujeres – le dijo a Gabriela señalando discretamente con un mohín de labios – se les nota que son de la mala vida, tu sabes, que venden su cuerpo,

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seguro andan buscando quien les contrate sus servicios. Seguro encontrarán a alguien pronto ahora que nadie tiene como irse a su casa”

- ¿De qué te horrorizas? Al menos yo, creo que soy igual, tengo años vendiendo hasta mi alma...”

Ana no comprendió a su amiga, luego de pensar por pocos instantes cómo era eso de que su Gabriela había practicado la prostitución, se fijó en el sensual guiño de ojo que le hacía un caballero que pasaba, sonrió y le contestó, aún disfrutando la emoción del silencioso piropo que acaba de recibir: “Tu si que dices cosas raras”.

 

Carmen Noelia Rodríguez

Caracas, Venezuela

La Chinita

Alba María BARREIRO

Ahora quien sabe cuanto tiempo me tendrán encerrada en el cuarto. Tendré que esperar que la señorita Isabel deje de llorar y se les pase el susto.¿Para qué se me habrá ocurrido robarle el frasco de tinta roja y las tijeras y desparramar la tinta y hacerme la muerta?. Cuando sentí los pasos y que me andaban buscando me reía, un poco nerviosa es cierto, pero nunca creí que la señorita Isabel se quedara así. Abrió la puerta y cuando gritó, la miré y estaba blanca como un papel. Después se desmayó ¿Qué aspaviento! Y bueno, que se joroben. La que me da lástima es la señora mayor. Es muy vieja y no es tan mala como la señorita Isabel. La señorita Isabel es mala, mala. Ella fue la que me mandó buscar y fue la que me rapó la cabeza por los piojos cuando me trajeron. Me acuerdo muy bien. Pero buen susto se dio al otro día cuando me corté los pelos de las cejas.¡Qué risa! Igual no me dejan andar por la calle. Dicen que tienen miedo de

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que me pase algo, pero yo creo que es para que les limpie la cocina y todo lo demás. No me mandaron a la escuela y eso que la promesa era criarme y mandarme a la escuela. La señorita Isabel no me enseña porque no quiere. Cuando me mandaron prestada a lo de doña Fermiana, por lo menos estaban los gurises y me divertía con ellos. Me parece que siento pasos...no...no vienen para acá. Deben andar buscando algún remedio para la señorita Isabel. Bueno, aunque doña Fermiana tampoco me mandara a la escuela, me gustaba más allá Me gustaba cuando Albita se disfrazaba con la colcha y bailaba. ¡Qué lindo que baila Albita!. Pero también es diabla esa chiquilina. Me acuerdo la vez que se me encocoró y anduvimos a los manotones y la encerré en el sótano y gritaba y yo me reía de ella y disparó para la puerta que daba al patio del fondo y como nadie la podía oír y yo le hacía burla por detrás del vidrio, ella empezó a mirarme fijo hasta que le salieron brasas de los ojos y rompió el vidrio con la mano y se cortó toda. Un lío y un susto…¡ay! La madre vino corriendo, le envolvió el brazo con lo primero que encontró y salió para la calle. Horas esperando que volvieran. Por suerte la mano no le quedó torcida, pero estuvo como un mes sin ir a la escuela. Y doña Fermiana....dale, todos los días...”china desagradecida, te sacaron de entre las chircas para hacerte gente y mirá cómo pagás”....pero yo la quiero a Albita porque me hace acordar a mi hermana más chica y disfruto cuando doña Fermiana y la señorita Isabel rezongan con ella porque anda saltando por las azoteas en vez de estar jugando a las muñecas como todas las niñas, aunque yo con mis nueve años que dicen que tengo nunca jugué. Ahora cuando me saquen del cuarto quien sabe lo que va a pasar. Para Paso del Barro no me van a mandar, porque mi madre ya se debe haber muerto, digo yo... Si supiera donde está mi hermana, la que vino primero.¡Pobre María! Esta desgraciada de la señora Isabel me dice que anda por Buenos Aires, con un vestido negro, bailando con cualquiera. Estoy segura que es mentira porque ella es gorda y las que salen en las revistas son flacas. Ella me dice eso para que me de vergüenza y queda malísima cuando le contesto que no me importa y

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que yo la quiero igual. Lo mejor sería que me mandaran otra vez para lo de doña Fermiana. A lo mejor aprendo a leer con los chiquilines. Albertito y Carlos no quieren saber de nada con enseñarme, pero Albita estoy segura que me enseña, porque a ella le gusta que yo le haga cuentos de lobizones y de todo lo de allá. Cuando viene a visitar a la abuela yo me quedo contenta porque se escapa para mi cuarto y saca de los bolsillos algún regalito como la pulserita con un corazoncito colorado... ¡Otra vez andan a las corridas en el piso de arriba!...¿no terminarán más? Le mostré a Albita como aprendí a remendarme las bombachas y nos reímos mucho de la tía Isabel y de que nunca se va a casar aunque sea maestra porque la señora mayor le corre los novios. Si la vuelvo a ver...ay si, Dios quiera, le voy a contar lo que me pasa con el cuadro. No se si me voy a animar. Tengo miedo de que le cuente a alguien, pero le voy a hacer prometer que no lo va a contar. Es horrible, me da miedo pensarlo y miro el marco dorado y los colores y el Jesús tan lindo y ...pobre...con un corazón que le sale fuego y con espinas alrededor! Y le vuelvo a mirar la cara tan linda y ya estoy pensando cómo será el culo de Jesús. Esto Dios no me lo va a perdonar, estoy segura.¡Cómo tardan en venir a sacarme de la penitencia.! ¿Habrán llamado a un médico?.....Ya estoy aburrida de pensar y ...además voy a tener que lavar toda esta ropa y la sábana y la funda.....¿saldrá fácil la tinta? Y bueno...si no me mandan otra vez con doña Fermiana, capaz que me mandan para afuera y me quedo en lo de doña Hilda, pero doña Hilda ya tiene otra para criar. Aunque sería más lindo volver al rancho de mi madre y levantarme tarde y andar buscando leña cerca del monte o ir con mi madre a lavar al río...Debe hacer más de una hora que me encerraron...Ya ni me acuerdo cuántos hermanos éramos... a ver...Margarita, Amelia, el Tito... me parece que tengo ganas de llorar. Ahora si creo que viene alguien para acá...¡Qué Dios no me castigue por lo del cuadro!

 

Alba María Barreiro

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Uruguay

 

El día que María pensó

Jenny TORRES

Como cayena en capullo se movía en el camino. Silvestre, salvaje, bella aún sin cuidado. Con alegrías dentadas, con la lengua esperanzada y dispuesta al sol. María, repitente hará ya dos veces, pareciera que nace cada día. Sin memoria lejana, sin precedentes. Como su novato cerebro utilizara ese subterfugio para olvidar el hambre.

Ese día, como todos, María despertó como picaflor y salió al encuentro de sus amigos. Como todos los días, como una mariposa entre aleteos desorganizados, dejando sus colores que salían de sus pies desarrapados y teñían el cascajo.

La casa estaba ausente, sin voces, sin risas. Sin el llanto de su minúscula sobrina. Sin la agudeza de la voz de Bolívar. Pero ella, a prisa, pensando que se le acabaría el mundo si no salía de inmediato, no lo advirtió. Se detuvo abruptamente al pie del camino. Silencio total. Realmente no. No era silencio. Era el terrible ruido de la brisa que sólo se escucha en ausencia de risa. Era posible incluso escuchar cómo se movían los insectos entre las ramas.

María giró sus ojos: de un lado, estaba el camino que la llevaba hacia fuera. Estaba a pocos kilómetros de la playa, con el ruido de los bares, el sabor a lo que huele el pescado gustosamente sazonado, el baile, el agua. Fascinación de los sentidos, olores, sabores. Del otro lado estaba el camino más adentro. La destartalada escuela que tantos jalones le había costado. Estaba la casa de Lea, que sólo le daba trabajos, mandados. Estaba la casa de Goyo, el ciego. Imagínate, más trabajo. Estaba el hondo

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pesar de cargar agua desde los profundos tambores de Caña Andrés.

María no sabía dónde habían ido todos. Miraba hacia un lado y giraba su cabeza con células llenas de ruido y luego miraba hacia el otro. Estuvo detenida en el mismo punto casi una eternidad. Entiendan que para María más de un minuto es una eternidad. Pensó rápidamente que la solución estaba en un lugar donde las limitaciones físicas obligan la estancia. Fue fácil y clara la decisión. Goyo tenía que estar ahí. El era la respuesta. Corrió. Voló, iba cantando, aún ignoraba su destino y era obvio que cantara. Bajó por la larga cuesta. Se detuvo frente a la escuela. Era lógico que estuviera vacía. Según los cálculos de María era sábado. El día más feliz del mundo, según su corta filosofía. Pero bueno. Se detuvo. Atravesó el espacio que debía ocupar la puerta. Miró a través de una ventana doblada. No estaba rota, sólo doblada. El salón se veía precioso a los ojos de María. Era obvio, lógico: ¡faltaba la profesora! Esa tirana, inhumana que sólo sabía decirle que era una tonta, que no se concentraba, que sus cuadernos estaban sucios, que no había hecho la tarea. Pero María tenía un cerebro inteligente, claro que sí. ¿Cómo, si no, entonces habría sobrevivido durante esos largos nueve años? Imagínese, pensaba María. Se levantaba un poco después de que salía el sol. Se lo anunciaban las paredes de zinc, tan buenas conductoras de calor para su pesar. Eso, si no llovía, porque entonces la despertaba el agua en el cuasi colchón. Al despertar, se bañaba y se lavaba los dientes con medio vaso de agua. Se vestía con el uniforme sucio del día de ayer y se sólo se iba. Si, se iba. No estaba peinada. María carecía de la paciencia para desenredar todo el embrollo exterior de su cabeza y su madre estaba ocupada, a sus cuarenta y tantos años, lactando a su recién nacida hermanita. Llegaba a la escuela pasadas las ocho. Comenzaba unas clases sin himno nacional y solamente estaba deseosa de la hora del desayuno escolar. Imagínese, pensaba María, que voy a entender de matemática. Estaba atenta solamente al manjar de una cajita de leche y una pieza de pan. Después de eso igual. Tenía que aprovechar el

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tiempo estando ahí, solo sentada, ejecutando la vagancia y divirtiéndose cuanto podía.

Lo que seguía después de la escuela ya lo puedes imaginar. La trillada situación de un almuerzo vacío, la hermanita vomitando las mascotas, la hora del baño sin agua, la cena sin gas ni carbón y todas esas minucias de la pobreza que de seguro usted ya conoce.

Y así la maestra tiene la osadía de llamarla tonta. Tonta ella que come y se baña y encima de eso lanza desprecios a los niños. Inteligente María, que espanta la miseria y el dolor con sus dientes al aire y olvidándolo todo.

A María se le humedeció un ojo. Era un poco más difícil sonreír cuando estaba sola. Salió de la escuela y siguió su camino hacia la casa de Goyo. Interrumpió su viaje varias veces, cuando un estímulo le incentivaba la memoria. Se estaba dando un fenómeno peligroso. Su cerebro estaba cambiando y eso no era bueno.

Siguió caminando y contrario a todos los días, ya no volaba como mariposa. Caminaba como si fuera persona y por primera vez sintió cansancio. Se sentó sobre una piedra. Sintió sed, pero el pozo estaba muy lejos y no pudo conseguir agua. De todos modos siguió. Por fin llegó a la casa de Goyo y le sorprendió lo que halló. La casa estaba vacía. Ni siquiera estaba el bastón. Se le humedeció el otro ojo. Ya era inevitable. Debía tomar la decisión. Estaba sola. Pensó que a todos les pasó lo mismo. Se levantaron, miraron hacia un lado. Sintieron los ruidos en su cabeza. Miraron hacia el otro lado. Sintieron los ruidos nueva vez. Sintieron el silencio de breves segundos y se fueron por un camino. Uno a uno. Cerebro por cerebro.

Para María era obvia la decisión que todos habían tomado. Era claro hacia donde los llamó el destino. El silencio de la comunidad frente al ruido de la playa. Todos se cansaron. Uno a uno. Cerebro por cerebro. El sonido del mar, el olor del pescado, la abundancia de ruido

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actuaron como flautista de Hamelín y como ratones hambrientos, se fueron tras el queso.

María pensó: Si se fueron todos, si ellos con su cerebro no novato abandonaron el espacio, ¿qué podía hacer ella? Ignoraba que ya podía pensar, Subió nueva vez la cuesta. Se sentó debajo de una gran sombra de un enorme árbol. No sabía qué hacer. Pensó que era bueno estar así. La comunidad sin escuela, sin reglas, era un ideal. Pero también pensó: tendré que trabajar para comer y sobre todo sola. Era tan grande el esfuerzo de su cerebro que María se durmió. Pero se durmió con la escena de la decisión en su cabeza: hacia dónde me iré. Se movían sus sueños entre el catecismo sabatino y los santos de Caña Andrés. Estrenando confusiones en la cortedad de su cerebro. Nada firme la ataba. Nada firme la llamaba.

De nuevo pasó una eternidad. Recordemos que para María más de un minuto era una eternidad.

La despertó un gran ruido. Voces, risas, canto a San Antonio. María había olvidado, por ese juego de su cerebro, que estaba castigada. Se había celebrado una gran fiesta ese día y todos habían ido menos ella. La profesora había llamado a su madre con una pila de quejas y ella decidió que para que María aprendiera, se iba a quedar en la casa mientras toda la comunidad participaba del regocijo.

Al regresar todos veían a María como si fuera igual. Sus amigos la llamaban: “María, María, ven a a jugar”; su madre la llamaba: “María, María, ven a ver lo que trajimos”; la profesora la llamaba:”María, María, dejaste los cuadernos en la escuela”. Y ella, contrario a todos los días, escuchaba. María era distinta pero nadie lo notó. Esa eternidad que estuvo sola la hizo perder su novato cerebro. Ya no supo más volar como mariposa. Ya nunca más despertaría como pica flor. María simplemente se convenció de que vivía en la miseria.

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Al amanecer del domingo, ya no sola, ya sin ausencia, ya con ruido, aprovechó que los demás dormían y salió al pié del camino. Miró hacia un lado por una eternidad, miró hacia el otro por otra eternidad. Pero esta vez sabiéndose miserable. Y fue obvio lo que el olor y el sabor hicieron sobre su destino.

 

Jenny Torres

San Cristóbal, República Dominicana.