Cuentos de radio jaén

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CUENTOS DE RADIO JAÉN

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Este libro publicado en 2010 por Radio Jaén y transcrito por Joaquín Quesada Guzmán se recogen los cuentos radiados por dicha emisora en los años 50 y 60. Asimismo, se incluye una transcripción musical de las canciones correspondientes a cada cuento.

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CUENTOS DE

RADIO JAÉN

CUENTOS DE RADIO JAÉN DEDICATORIA A Fátima, mi primera nieta, que ha llenado de alegría nuestra casa. – Prólogo: – José Liétor Morales – Portada: – Luis Martínez Vázquez – Dibujos interiores: – Luis Martínez Vázquez – Transcripciones musicales: – Luis Torres Cruz – David Manuel Carrascosa Lechuga

PRÓLOGO

Pensaba que hacer el prólogo de un libro como éste, era algo tan fácil como contar un cuento a un niño pequeño. Pero, cuando me pongo a ello, veo que no lo es. ¿Acaso será que lo que hace mi compañero Joaquín es igualmente difícil y complicado?

Sé que Joaquín, desde que lo conozco allá por aquellos años de

juventud cuando ambos vivíamos la vida del Seminario, ha dedicado gran parte de su tiempo “libre” a la recopilación de tradiciones y costumbres populares con mayúsculas.

Ha ido recogiendo todos los elementos de la Tradición Oral no sólo

de Pegalajar, sino también de los demás pueblos por los que ha pasado como maestro: villancicos y aguilandos, cuentos y leyendas, romances, refranes, juegos infantiles, chascarrillos, coplas y dichos populares, adivinanzas y acertijos, refranes, nanas, oraciones, canciones de corro y comba y un larguísimo etcétera…

En este largo etcétera hay que incluir los cuentos aquí recopilados

que marcaron la niñez y la sensibilidad de muchísimas personas de nuestro pueblo: cuentos de gran belleza, escuchados en Radio Jaén cuando aún no existía la televisión, recuperados ahora de manera definitiva.

A muchos les ha llamado la atención cuando, en cualquier momento,

en medio de una reunión, en un bar o paseando en el parque junto a “La Charca”, echaba mano Joaquín de su bolígrafo y de un puñado de hojas que llevaba siempre en el bolsillo, para escribir lo que había oído del contertulio de turno. Algunos hemos tenido la dicha de poder colaborar con él en esta hermosa e importante labor. Igualmente nos gustaría colaborar para conseguir la publicación de todo ese gran bagaje cultural.

En esta labor de recopilación ha puesto todo su empeño, su

capacidad literaria, su excelente memoria y su corazón. Roto en dos ocasiones: la primera cuando me contaba, con rabia e impotencia, que un grupo de niños (seguramente sin saber el mal que hacían) había entrado en las escuelas del Barrio de Jesús, llevándose todas sus cintas de Tradición Oral grabadas con tantísimo trabajo… También, con motivo del desaire sufrido como colofón de su bonita e incomparable etapa como recopilador, colaborador y presentador del Certamen de Aguilandos organizado por la Asociación de Mujeres “Oriental”…

Sé que tanto Joaquín, como Luis (que comenzó el trabajo musical), y sobre todo David que definitivamente realizó las transcripciones musicales de los cuentos, han puesto su trabajo, su tiempo, su inestimable punto de vista y su capacidad al servicio de conseguir una buena obra. Una obra que pueda llegar a penetrar en lectores como tú que estén dispuestos a aprender, a reír y a soñar con cada una de las lecturas, en forma de cuento, que te presentan. También a cantar…

En este punto, donde se funden la risa y la música, me viene a la

memoria el saber hacer de nuestro llorado y común amigo Francisco Almagro, que nos enseñó la ilusión por un trabajo bien hecho, por un trabajo concienzudo a partir de la Tradición Oral, por un trabajo desinteresado cuya única meta es verse publicado para poder llegar a los corazones de niños, medianos y mayores. Este libro es un buen ejemplo de ello.

Joaquín (también Luis y David) han puesto su saber y el corazón en

construir esta hermosa y completa obra, que tengo el orgullo y el placer de prologar. No quiero continuar sin comunicarte mi experiencia personal sobre lo que vas a leer, porque los cuentos tienen múltiples facetas algunas de las cuales quiero destacar:

– Los sentimos, desde los labios de nuestros mayores o desde las ondas de Radio Jaén, con adoración y respeto. – Los recibimos desde el corazón, con sus mensajes moralizantes, para que seamos buenos y sabios. – Al leerlos en este libro, desde la lejanía del tiempo, añoramos a los que nos los contaron y ya no están. – Nos hicieron vivir un mundo de fantasía, que abrió nuestra imaginación a la belleza íntima de todo lo que nos rodea. – Nos animaron a leer, a conocer más, a descubrir nuevos caminos, nuevas aventuras y experiencias en otros libros. Ahora, estos tres compañeros maestros (Joaquín, Luis y David) te los

transmiten a ti en este hermoso libro, con la intención de que disfrutes con la misma ilusión que ellos han puesto en el mismo. También, recréate con las maravillosas ilustraciones de otro Luis (amigo común), maestro también en ese arte.

JOSÉ LIÉTOR MORALES

AGRADECIMIENTOS – A Antonio Gómez, Director de Radio Jaén–Cadena Ser, por realizar (con amabilidad y prontitud) todos los trámites necesarios para que esta edición vea la luz, y sobre todo por facilitarme (junto al resto del personal) el acceso al archivo sonoro de su emisora, recuperando la letra y la música de los cuentos radiados en la década de los 50 y 60; cuentos de una gran belleza (verdaderos tesoros que aún perduran en nuestra memoria, con las mismas palabras entonces escuchadas). – A la preciosa colaboración de Paco Gómez, Saba y Virgilio Moreno Valenzuela en los difíciles trabajos de recuperación del referido archivo sonoro. – A Luis Torres y sobre todo a David Manuel Carrascosa (compañeros maestros), que han realizado, con gran conocimiento, las transcripciones musicales de los cuentos, colaborando así en la recuperación de nuestra memoria colectiva. – A Luis Martínez Vázquez, pegalajeño de adopción, que ha hecho, con enorme cariño, la portada y los dibujos interiores de los cuentos. Enamorado, junto con su mujer Isabel, de nuestro pueblo, estuvo receptivo a esta colaboración que le entusiasmó desde el primer momento. – A mi yerno Asensio, que me ayudó en el ordenador y sobrellevó con gran paciencia mis torpezas y mis lagunas en esta materia. – A la inestimable ayuda de mi mujer, que siempre ha colaborado conmigo y me ha animado constantemente en este trabajo de investigación al que he dedicado horas y horas de mi tiempo libre. – Y a la Diputación Provincial, por su apoyo a la promoción de la provincia y a la difusión de su patrimonio cultural, natural y turístico.

CUENTOS DE RADIO JAÉN A la hora de plantearme la 2ª edición del libro “Cuentos e Historias

de Tradición Oral de Pegalajar” comencé a trabajar también en la recuperación de los cuentos que, en la década de los 50 y 60, hicieron la delicia de niños y mayores desde las ondas de Radio Jaén y de otros medios informativos.

Estos cuentos radiados forman también parte de la cultura oral de los pegalajeños y de todos los giennenses, habiendo sido transmitidos de padres a hijos y de abuelos a nietos casi con las mismas palabras con que fueron escuchados.

Y es lógico que así ocurriera: en un tiempo en el que no había televisión en las casas y la radio era la principal distracción (por no decir la única), las familias enteras estaban abonadas diariamente a estos cuentos, que eran memorizados al completo, sin olvidar la moraleja o enseñanza que transmitían.

Entre los buenos recuerdos de nuestra niñez, nos vemos pegados a la radio, junto con nuestros padres y hermanos, escuchando los cuentos de Garbancito, La Gallina Marcelina, La Ratita Presumida, La Ratita Sabia, El Sastrecillo Valiente, La Lechera, Pulgarcito, El Gato con Botas, El Enano Saltarín, Los Tres Cerditos, Los Siete Cabritillos y el Lobo y un largo etc. de preciosas narraciones que marcaron esta etapa de nuestra vida.

Recuperar el contenido de los mismos, a ser posible con las mismas palabras escuchadas hace tantos años, era una necesidad que se hace realidad en este nuevo libro.

Ante la dificultad de escribir al completo el contenido de estos cuentos utilizando solamente la memoria, fue necesario recurrir al archivo sonoro de Radio Jaén, rescatando (no sin dificultad) estos preciosos tesoros que nos recuerdan aquellos primeros años de nuestra vida.

Y con ellos, la recuperación de la memoria colectiva de todos los que, en su día, nos identificamos con sus personajes, junto con los mensajes moralizantes de los mismos.

En relación con dichos mensajes moralizantes, es necesario realizar

la siguiente reflexión:

Es característico de la mente infantil su enorme facilidad imaginativa. Cuando el niño pequeño escucha de labios de sus padres y abuelos (también de sus maestros) cuentos y viejas historias, presta una enorme atención, trasladándose a regiones maravillosas donde los animales hablan y existen personajes fantásticos que les emboban y fascinan. Los absurdos más grandes aparecen como lógicos y verosímiles.

De cada narración surge una enseñanza dada por un ratón, una gallina o cualquier otro animal que la imaginación infantil humaniza y ubica en lugares donde lo fantástico y lo real conviven cómodamente. Estos cuentos, que el niño escucha con tantísima atención, los guarda en la fabulosa biblioteca de su memoria, admirando a los protagonistas (seres superiores que él considera inteligentes, intrépidos, audaces, invencibles, justos, buenos y fuertes).

La magia de estos personajes, que siempre dedican su actividad en

pro del bien, ejerce una influencia decisiva sobre sus mentes y tienden a imitarles.

De ahí que sea tan importante la orientación y el desarrollo de las

aventuras de los personajes y el mensaje moralizante que siempre transmiten. Es cierto que de la mayoría de los cuentos puede sacarse una buena enseñanza o moraleja, pero en ocasiones habrá que estar atentos al lenguaje sexista o machista existente en algunos de ellos, discriminando a las mujeres, así como a concepciones del hombre y del mundo que ya no casan con los actuales tiempos...

Muchos oyentes de estos antiguos cuentos van a sentirse defraudados

al verlos escritos… Con la escritura se pierde la sonoridad característica de las voces que estábamos acostumbrados a escuchar y los diálogos entre los personajes carecen del tono y de la viveza propios de un relato radiado…

Para contrarrestar este problema se ha realizado, al final de cada uno

de estos cuentos, la transcripción musical de las canciones contenidas en los mismos. Conocida la melodía, será fácil volver a enseñarla en las escuelas y en nuestras casas…

Junto con los cuentos escuchados en Radio Jaén (desempolvados de

sus antiguos discos de vinilo), aparecen otros muchos escuchados posteriormente en cassette por mis hijos e incluso en DVD o en libro por las generaciones más jóvenes.

He intentado rescatar así y concentrar en esta edición la totalidad de los cuentos populares más famosos (con especial atención a todos los que tienen canción), ya que ésta facilita su memorización y su recuerdo… De algunos de dichos cuentos se han recopilado dos versiones distintas: la escuchada en Radio Jaén por las personas mayores (yo y mis hermanos entre ellas) y la conocida por mis hijos en cassette treinta años después…

Se recupera así la memoria colectiva de la mayoría de los cuentos

populares, objetivo fundamental y único de este trabajo. He dejado para el final tres preciosas narraciones que me impactaron

en mi niñez y adolescencia, transportándome al mundo de la generosidad, la nobleza y el bien…

JOAQUÍN QUESADA GUZMÁN MAESTRO JUBILADO DE EDUCACIÓN PRIMARIA

RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR

Joaquín Quesada Guzmán nace en Pegalajar el día 6 de Abril de 1.947. Aprende las primeras letras en la Escuela Unitaria de su pueblo natal, pasando a la edad de 12 años al Seminario Conciliar de Jaén y posteriormente a la Facultad de Cartuja de Granada, en los que realizó estudios de Latín, Humanidades, Filosofía y Teología.

De esta primera vocación, a la que dedicó con cariño su adolescencia y juventud, guarda el mejor de los recuerdos. Estos años marcaron el rumbo de su vida, así como su manera de ser y de pensar, dejándole una huella positiva de la que se siente enormemente orgulloso.

Pronto descubrió su verdadera vocación (la de Maestro), cambiando la Teología por la Pedagogía, a la que ha dedicado los 35 últimos años de su vida.

Beas de Segura, Segura de la Sierra, Santiago de la Espada, Rus, La Guardia, Sorihuela de Guadalimar y Pegalajar han sido sus destinos como Maestro de Primaria.

Desde el Curso 80/81 (en el que se incorporó al Colegio “Ntra. Sra. de las Nieves” de Pegalajar) ha dedicado su tiempo libre a la investigación de la Tradición Oral local. De ella ha recuperado un abundantísimo material de Cuentos y Leyendas, Villancicos y Aguilandos, Juegos Infantiles, Romances, Coplas y Dichos Populares, Refranes, Adivinanzas y Acertijos, Nanas, Oraciones etc., que ya se encuentra archivado y recuperado como patrimonio cultural de todos los pegalajeños.

Los sentimientos de alegría por su jubilación van mezclados con la añoranza hacia una profesión a la que ha dedicado los 35 años más importantes de su vida. Y junto a la añoranza, cierta tristeza al tener que abandonar un trabajo que le ha llenado totalmente durante tantísimo tiempo.

A pesar de lo anterior, es ahora, en sus muchas horas libres de jubilado, cuando va a poder continuar trabajando en la recuperación de la Tradición Oral de su pueblo; Tradición Oral que espera ver publicada en los próximos años, convencido de que será útil para el Colegio y para las nuevas generaciones. Este tesoro antiquísimo de sabiduría popular, que no debía perderse, quedará escrito para siempre.

LA GALLINA MARCELINA 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Voy a contaros, amigos, la historia de Marcelina que, aún con nombre de mujer, era una astuta gallina.

Todas las mañanas, apenas amanecía, Marcelina cruzaba el corral

seguida de sus polluelos.

– ¡Buenos días, Don Caifás! ¿Qué tal siguen sus perritos?

– Mucho mejor, mucho mejor, Doña Marcelina. Les he puesto la terramicina y están muy majos.

– ¡Buenos días, Señora Micifú! ¿No viene al campo? ¡Huy, con lo hermoso que está en esta mañana!

– No, Marcelina, hija. Ya sabe lo friolera que soy. Me quedaré en la cama hasta medio día.

– Bueno, bueno. ¡Hasta luego, amigos!

– ¡Adiós, adiós, Doña Marcelina! ¡Está cada día más loca esta señora!

– Morirá de un arrechucho. ¡Con lo terriblemente fría que está la mañanita!

Y sin hacer caso de la pereza que sus amigos querían contagiarle, Marcelina marchaba al campo y allí, a pleno sol, daba a sus hijos la diaria lección de canto:

– Clo, clo, clo. Cantemos a la vida, clo, clo, clo. Cantemos a la aurora, clo, clo, clo.

Yo soy una gallina, clo, clo, clo, con pico de oradora. Cantemos, hijos míos. ¡Pío, pío, pío! No le temáis al frío. ¡Pío, pío, pío! Yo soy una gallina con mucha tradición, pues era de mi abuela el huevo de Colón. ¡Pues era de mi abuela el huevo de Colón!

Aquel día Marcelina había encontrado un grano de trigo y al volver a la granja:

– He encontrado este granito de trigo, Don Caifás. ¿Quiere usted plantarlo para que germine?

– Yo no, yo no quiero trabajar. ¡Que trabaje Rita!

– ¿Y usted, Señora Micifú?

– ¡Yo tampoco! ¡Tengo tanto frío!

– Está bien, está bien. Yo lo plantaré.

Y así lo hizo Marcelina. Crió la planta, doróse la espiga, y a otro día volvió a preguntar a sus amigos:

– Don Caifás: ¿quiere usted llevar el grano al molino?

– ¡Que no y que no! ¡Le he dicho ya muchas veces que no quiero trabajar!

– ¡Huy, qué diferencia con su honrado padre!

– Pues por eso. ¡Como mi padre trabajó mucho, yo he nacido

cansado! – Ya lo veo, ya. ¿Y usted, Señora Micifú?

– ¿Quién yo? ¿Llevar yo trigo al molino? ¡No, no y no, que no lo llevo, que no, que no! ¡Que no! ¡Tengo tanto frío!

– Está bien, está bien. Yo lo llevaré.

Marcelina llevó el trigo al molino y cuando volvía a casa con la

harina, tuvo la gentileza de preguntar a sus vecinos:

– ¿Quiere usted hacer un buen pan con esta harina, Don Caifás?

– ¡Que no! ¡Le he dicho que no quiero trabajar! – Yo tampoco. ¡Tengo tantísimo frío!

Y entonces Marcelina se fue al horno, amasó la harina, coció el buen

pan y cuando estuvo a punto preguntó:

– ¿Quieren comer de este buen pan? – ¡Oh, sí, sí, Señora Marcelina!

– ¡Sí, sí, claro que sí, buena amiga!

– ¡Oh, sí, Marcelina! ¡Claro que sí, buena amiga! ¡Claro, claro! ¡Pues no, no y no! ¡El pan me lo comeré yo con mis po-llue-los! Y dicho y hecho. Marcelina y sus polluelos se comieron el buen pan,

mientras cantaban: – Clo, clo, clo. Cantemos a la vida, clo, clo, clo. Cantemos a la aurora, clo, clo, clo.

Yo soy una gallina, clo, clo, clo, con pico de oradora. Cantemos, hijos míos. ¡Pío, pío, pío! No le temáis al frío. ¡Pío, pío, pío! Yo soy una gallina con mucha tradición, pues era de mi abuela el huevo de Colón. ¡Pues era de mi abuela el huevo de Colón!”

¡Quién no quiera trabajar, a comer no ha de aspirar!

LA GALLINA MARCELINA 2ª versión: versión literal, en cassette, escuchada por mis hijos 30 años después. “Los mejores cuentos”. Volumen 4. Editado por Movieplay. Adaptación de V. Merchán y G. Purio. “El despertador oficial de la granja lanzó su sonoro canto:

– ¡Kikirikí!

Instantes después el corral se vio poblado de una nube de gallinas, patos, cochinos, palomas y demás animales domésticos.

– ¡Niños, niños, vamos, vamos que ya es de día! ¡Despacio, no os empujéis! ¿Estáis todos? Bien, vamos a ir a la huerta y allí os enseñaré a coger gusanitos tiernos para el desayuno.

Doña Marcelina era una gallina de plumas rojas, que hacía dos días había tenido doce hermosísimos pollitos, que la seguían a todas partes, alborotando el gallinero con sus juegos y peleas.

Correteando entre sus patas, se encaminaron hacia la huerta donde escarbaron a su antojo. Ya de vuelta al corral:

– ¡Oh, una espiga de trigo! Vamos a plantarla y ya no nos faltará comida para el invierno.

– ¡Hola, Doña Marcelina! ¿Qué tal? ¿Venimos de dar una vuelta con los pequeños? ¡Huy! ¿Qué es eso que trae usted en el pico?

– Pues una espiguita de trigo que me he encontrado. Oiga: tengo una idea, Don Pato. ¿Me ayuda usted a sembrarla? Cuando crezca, tendremos muchas espigas y podremos repartírnoslas como buenos amigos. ¿Qué le parece?

– ¿Quién yo? ¡Huy! ¿Yo sembrar? ¡Con lo que a mí me gusta nadar en el estanque! ¡Oh, quite de ahí, Doña Marcelina! Siembre, siembre usted si quiere.

Doña Marcelina decidió sembrar ella sola su espiguita. Mientras trabajaba cantaba así:

– Siembro mi espiguita, quiero trabajar, y al correr del tiempo, muchas me dará. Pongo aquí un granito, pongo el otro allí. Luego la cosecha será para mí.

Pasó el tiempo. Llovió, salió el sol y con el calor brotó el trigo que la

gallinita había sembrado, multiplicado por mil. – ¡Huy! ¡Qué bendición de cosecha! Tengo que segar el trigo antes

de que se caiga. – ¡Buenos días, Doña Marcelina! ¿Qué, qué hace usted?

– Pues ya ve usted, Don Burrito. Voy a segar mi cosecha de trigo.

¡Oiga! ¿Me ayuda usted y luego la repartimos?

– ¿Yo? ¿Yo segar? ¡Ca, no señora, no! ¡No se ha hecho eso para mí! ¡No, no, no, no, no! Prefiero corretear por el prado. Es más divertido.

– ¡Vagos, más que vagos! Eso es lo que sois todos: unos vagos de siete suelas. Niños, vamos a segar el trigo nosotros solos.

Doña Marcelina, junto con sus pollitos, se pusieron a segar el trigo. Luego lo limpiaron. ¡Era una delicia ver el montón de dorados granos que reunieron!

– Ahora lo llevaremos al molino, para que el molinero nos dé harina.

– ¡Buenos días tenga usted, Doña Marcelina! ¿Qué, escarbando en el trigo?

– ¡Buenos días, Don Cerdete! No estamos escarbando. Es que un día me encontré una espiguita de trigo, la sembré y cuando creció he segado la cosecha con ayuda de mis hijitos. Hemos limpiado el trigo y ahora lo vamos a llevar al molinero. Oiga usted, Don Cerdete, tengo una idea: si me echa usted una manita, le daré la mitad de la harina que nos dé el molinero. ¿Qué le parece?

– ¡Qué clase de broma es ésta, Doña Marcelina! ¿Llevar yo trigo al molino? ¡No faltaría más! ¡Con lo bien que se está revolcándose en el barro a la sombra de la cochiquera! ¡Qué cosas se le ocurren a usted, Doña Marcelina! Llévelo usted sola.

Con la ayuda de sus hijos, que ya iban siendo mayorcitos, emprendió Doña Marcelina el camino del molino. Por el camino iban cantando muy contentos:

– Llevo mi cosecha dentro de un costal, luego el molinero me la molerá. Con la blanca harina podremos hacer ricos panecillos, tortas y un pastel.

Una vez convertido el trigo en harina blanquísima, nuestra buena

gallinita, siempre acompañada de sus pollitos, emprendió el regreso a la granja. Estaban a punto de llegar cuando:

– ¿Qué tal está usted, Doña Marcelina y compañía? ¿Qué llevan en ese costal? ¡Huy! ¡Debe de pesar mucho, pues sus pollitos están empapados de sudor! – Pues, ya ve usted Doña Palomita. Vengo del molino de moler la cosecha. Un día me encontré una espiguita, la sembré, la regué y ahora vengo con la harina. Oiga, Doña Palomita, ¿quiere ayudarme a amasar? Como tengo tanta harina, será muy pesado para mí sola. Le daré la mitad de la cochura.

– ¡Huy! ¡No señora! ¡Toda una paloma como yo amasando! ¡Qué dirían mis amistades!

– Bueno, bueno, no se ponga usted así, que no es para tanto. Lo

haremos mis niños y yo.

Y nuestra amiguita se fue a la tahona. Toda la mañana se la pasaron amasa que te amasa y luego, junto al horno, pasaron calor. Pero, ¡qué bendición de cochura!: pan tierno y crujiente, tortitas que eran una tentación para el olfato. ¿Y el pastel? ¡Qué maravilloso pastel hicieron!

Cargaron todo en una cesta y se dirigieron a la granja. Todos los compañeros del corral estaban admirados. Entonces dijo Doña Marcelina:

– ¡Don Pato!

– ¡Sí, sí, Doña Marcelina! ¿Qué quiere usted, Doña Marcelina?

– ¡Burrito, burrito! – Diga usted, Doña Marcelina. ¡Siempre a sus órdenes!

– ¡Cerdete!

– Mande usted, Doña Marcelina. ¡Ya sabe usted que estoy siempre a

su disposición, Doña Marcelina!

– Doña Palomita, Doña Palomita. Venga, venga usted.

– ¿Me llamaba usted, queridísima Doña Marcelina?

– Pues sí: yo quería preguntarles a todos ustedes si querrían ayudarnos a mis hijos y a mí a comernos el pan, las tortitas y el pastel que están diciendo cómeme…

– ¡Sí, sí, Doña Marcelina!

– ¡Desde luego, desde luego!

– ¡Faltaría más, Doña Marcelina!

– ¡Claro, siempre a sus órdenes! – ¡Bueno, bueno, bueno! ¡No me empujen! ¡No me empujen, que tengo para todos! Usted, usted, Don Pato, ¿usted sembró? Y usted, usted, Don Burrito, ¿usted segó? Y usted, usted, Don Cerdete, ¿me ayudó usted a moler? Y usted, sí, sí, sí, sí, usted Doña Palomita. ¡Venga aquí y no se esconda, caramba! ¿Usted, usted me ayudó a amasar? ¿No? ¡Pues, quien no trabaja, no come! Nos lo comeremos mis hijos y yo, que buen trabajo nos costó. Y dando media vuelta, los dejó a todos con un palmo de narices”.

Marcelina lo proclama: ¡el trabajo es cosa sana!

LA GALLINA MARCELINA

LA RATITA PRESUMIDA 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: Indalecio Cisneros. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Érase una ratita, muy limpia y muy bonita, que todas las mañanas,

en invierno y en verano, barría con su escobita la puerta de su casita.

– Limpio mi casita, lalará, larita. Barro, friego y troto, lalará, laroto. Y todos los días la misma tarea, mas lo hago contenta porque alguien lo vea. Limpio mi casita, lalará, larita. Barro, friego y troto, lalará, laroto.

– ¡Huy! ¿Qué es eso que brilla entre el polvo? ¡Huy! ¡Huy! ¡Si son

dos centimitos! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Qué susto! ¡Lalará, larita! ¡Lalará, larita! Y, ¿qué voy a hacer con ellos? ¡Me compraré una cofia! ¡No, no, que me tapará mis bellas orejitas! ¡Un delantalito! ¡No, no, que me tapará los piececitos! ¡Huy, sí! ¡Ya sé lo que voy a comprarme!: ¡una cintita de raso, para hacerme un lacito en la cola! ¡Lalará, larita! ¡Lalará, larita!

Y como lo pensó lo hizo, pues puesta a gastar dinero, la ratita era de lo más decidido. Y por la tarde, toda arregladita y con su lazo nuevo, se sentó a la puerta de su blanca casita para, mientras bordaba, ver a las gentes que por allí pasaban.

– ¡Guau, guau! ¡Guau, guau! ¡Buenas tardes, Señorita Ratita!

– ¡Muy buenas tardes, Señor Perro!

– ¡Huy, ratita, ratita! ¡Qué bonita estás!

– ¡Hago muy rebién, porque tú no me lo das!

– Ratita, ratita, ¿te quieres casar conmigo? – ¿Y cómo harás por las noches? – ¡Guau, guau! ¡Guau, guau!

– ¡Huy, no, no, que me asustarás!

Y se fue el Señor Perro y al rato pasó el Señor Gato.

– ¡Miau, miau! ¡Muy buenas tardes, ratita! – ¡Buenas, Señor Gato! – ¡Huy, ratita, ratita, y qué guapita estás!

– ¡Hago muy rebién, porque tú no me lo das!

– Ratita, ratita, ¿te quieres casar conmigo?

– ¿Y cómo harás por las noches?

– ¡Miau, miau! ¡Miau, miau!

– ¡Huy, no, no, que me asustarás!

Y allá marchó el gato con sus buenas calabazas. Siguió meciéndose

la ratita en su mecedorita, mientras continuaba con su labor. Pero acertó a pasar por allí el Señor Pato.

– ¡Cuá, cuá! ¡Cuá, cuá! Ratita, ratita, ¡oh, qué guapita estás!

– ¡Hago muy rebién, porque tú no me lo das!

– Ratita, ¿te quieres casar conmigo? – Decidme, Señor Pato, ¿cómo haréis por las noches?

– ¡Cuá, cuá! ¡Cuá, cuá!

– ¡No, no, que me asustarás!

Y el Señor Pato salió corriendo con toda la velocidad que le daban sus cortas patitas. Y no se había separado mucho todavía, cuando llegó por el camino, con retozón andar, el Señor Burro.

– ¡Hah, hah, hah, hah, hah, hah! ¡Muy buenas tardes, ratita!

– ¡Buenas tardes, bu-rri-to!

– Ratita, ratita. ¡Qué guapita estás!

– ¡Hago muy re, muy re, muy requetebién, porque tú no me lo das!

– Ratita, requeteguapísima, ¿te quieres casar conmigo?

– ¿Y cómo harás por las noches?

– ¡Hah, hah, hah, hah, hah, hah! – ¡Huy, no, no, que me asustarás!

A poco, pasó un ratoncito muy mono y muy trabajador, antiguo

conocido de la ratita. – ¡Buenísimas tardes, amiga ratita! – ¡Ay, muy buenas, amigo ra-ton-ci-to!

– ¡Ay, ratita, ratita! ¡Ay, qué preciosa estás!

– ¡Hago, hago, pero que muy bien, porque tú no me lo das!

– Ratita, ratita, ¿te quieres casar conmigo!

– ¿Y qué harás por las noches?

– ¡Dormir y callar! ¡Dormir y callar!

– ¡Pues contigo me voy a casar! ¡Ja, ja, ja, ja!...

Y se casaron y a su boda asistieron todos los vecinos. Y al acabar la

ceremonia, cantaron alegres y contentos:

– Limpio mi casita. Limpia su casita. Lalará, larita, lalará, larita. Mi amor ha llegado, ya no estás solita. Lalará, larita. lalará, lalarita. Y los dos felices en ella vivimos y juntos fregamos, bailamos, reímos.”

Con su lacito en la cola a todos los enamora.

LA RATITA PRESUMIDA

LA RATITA PRESUMIDA

2ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50.

“Érase una vez una ratita tan limpia y tan hacendosa, que siempre tenía su casa reluciente como los chorros del oro.

Un día, mientras estaba barriendo la escalera, oyó un simpático

tintineo. – ¡Oh, vaya suerte! ¡Una peseta! La recogió del suelo y se puso a pensar qué podía hacer con ella. – Puedo comprarme avellanas, que hace tiempo tengo ganas. ¡No, no, no, que al roer, las muelas podría romper! ¿Y si comprara piñones? ¡No, por las mismas razones! Porque si intento mascar, las muelas podría cascar. ¡Otra cosa he de pensar! Y pensó ir a la mercería. Compraría una cintita de raso para hacerse

un lacito en la cola. Todos los galanes del pueblo la admirarían y encontraría aquel mismo día un marido de su gusto…

Y como lo pensó, lo hizo. Aquella misma tarde, muy peripuesta, con

su lacito en la cola, la ratita sacó una sillita de su casa y se sentó a la puerta. No tardó en acercársele un pato. – Ratita, ratita, tú que eres tan bonita. ¿Te quieres casar conmigo? ¡A serte fiel yo me obligo! – Quizá, quizá, pero antes de aceptar, quisiera oírte cantar.

– ¡Cuá, cuá! ¡Cuá, cuá!... – ¡Oh, no, a tu casa debes ir! ¡Con esa voz tan horrible, no me dejarías dormir! Y el pato, patoso, pechugón y despechado, se marchó sin intentar

volver la cabeza. La ratita vio entonces que llegaba un asno, moviendo con rapidez su

largo rabo para ahuyentar las moscas. – Ratita, ratita, tú que eres tan bonita. Quisiera ser tu marido y por eso te lo pido. ¡Contesta, que es para hoy! ¡Si me aceptas, tuyo soy! – Quizá, quizá, pero antes de aceptar, quisiera oírte cantar. – ¡Ah, ah, ah, ah!... – ¡Oh, qué horror! ¡Con esa voz cantarina, despertarás mi vecina! Y el asno se marchó con el rabo entre las patas… Al rato, apareció un gallo de andar orgulloso y modales de gran

señor. – Ratita, ratita, tú que eres tan bonita. Si por esposo me quieres, dime ya si me prefieres. – Quizá, quizá, pero antes de aceptar quisiera oírte cantar.

– ¡Kikirikí! ¡Kikirikí!... – ¡Oh, qué espanto! ¡En ninguno de mis días quisiera escuchar tu canto! Al rato, dobló la esquina un perro y se acercó a la ratita. – Ratita, ratita, tú que eres tan bonita. Si esposa mía te hicieras, te daría lo que quisieras. – Quizá, quizá, pero antes de aceptar, quisiera oírte cantar. – ¡Guau, guau! ¡Guau, guau!... – ¿Con esa tan ronca voz, casarte quieres conmigo? ¡Corre y vete, sin parar, por el sitio que has venido! Y se alejó muy indignado, con sus buenas calabazas… Por fin llegó un gato. Viendo su paso suave y elástico, a la ratita le

dio un vuelco el corazón… El gato se aproximó a la ratita, cerca, cerca, muy cerca…

– Ratita, ratita, tú que eres tan bonita, y de tan dulce mirar. ¡Y tan agraciadita! Si quisieras ser mi esposa, te juro te habría de amar más que a ninguna otra cosa. Y con la inmensa ternura que atesora mi alma pura. ¿No me quieres aceptar?

– Bien deseo yo aceptar. Mas antes tengo un deseo: ¡oírte quiero cantar! – ¡Miau, miau! ¡Miau, miau!... – ¡Oh, qué mirada tan tierna, y qué dulzura en tu voz! ¡Por tu esposa yo me ofrezco! ¡Qué bonito es el amor! – ¿Me quieres? – ¡Te quiero! – ¿Amor? – ¡Amor! Y, al cabo de pocos días se celebró la boda… A la ceremonia

asistieron las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, muy tieso, con la vara de mando en la mano; los concejales, embutidos dentro de sus trajes nuevos; el juez, con su reluciente sombrero de copa; el cabo, con su uniforme de gala; el médico, el boticario… Y el pato, y el asno, y el gallo y el perro…

Todos sin excepción quisieron ver a la ratita y participar en la

comilona de la boda en la que nada faltaba… Terminada la fiesta, los recién casados se fueron a su hogar y… – Ratita, ratita, tú que eres tan bonita. Con sabor a rancio queso, ¿quisieras darme tú un beso? – ¡Te lo doy con mucho gusto, si sólo me pides eso! – ¡Ñam! ¡Ñam!... El gato, al besarla, le pegó un mordisco tan grande, tan grande, que

un poco más y la deja sin su linda orejita…

La ratita, asustada, comenzó a correr por la casa, huyendo del gato que la perseguía a pocos pasos.

El gato saltaba y la ratita se escabullía. Nuevo salto y nueva huida.

La ratita, fatigada, abrió la ventana y se puso a gritar desesperadamente: – ¡Que me come mi marido! ¡Que me come mi marido!... ¡Nadie en mi ayuda ha venido! El gato, viendo el cansancio de la ratita, creyó llegado el momento de

alcanzarla. Saltó el gato, esquivó la ratita, y, atravesando éste la ventana, fue a parar dentro de un barreño de agua que había en el jardín.

– ¡Aquí se acabó la boda! ¡No deseo yo tu beso, por mucho que sepa a queso!... Y la ratita se quedó sola en su casa, llorando amargamente su

desengaño… Es por eso que, desde aquella fecha, los gatos le tienen miedo al agua

y las ratas huyen de los gatos como del mismísimo diablo.

Y, colorín colorado, así me lo han contado”.

Casa con los de tu igual y no te arrepentirás.

LA RATITA PRESUMIDA 3ª versión: versión literal, en cassette, escuchada por mis hijos 30 años después. “Los mejores cuentos”. Volumen 1. Editado por Movieplay. Adaptación de M. Poveda y G. Purio.

“La ratita Pitusa vivía en el campo, en una casa muy ordenada y muy

limpia. Casi todos los días hacía excursiones por los alrededores, a ver si encontraba cosas bonitas para decorar su vivienda. Un día había encontrado en el suelo un botón del abrigo de un señor.

– ¡Huy! ¡Qué cuadro tan divino para colgarlo sobre la chimenea del salón!

Otro día, vio un carrete de madera ya sin hilo.

– ¡Huy! ¡Qué taburete para mi cuarto de baño!

Otra vez encontró un jersey viejo tirado en el basurero.

– ¡Qué moqueta tan ideal! ¡La lavaré y alfombraré toda la casa!

¡Ya os digo que tenía su vivienda preciosa! Pero el colmo de su ilusión fue una mañana cuando, barriendo la acera de delante de su casa, encontró una moneda.

– ¿En qué, en qué emplearé este dinero? ¡Voy a ir de tiendas a la ciudad y allí veré lo que más me conviene!

Así que entró en unos almacenes y empezó a apetecerle todo.

– ¡Dependienta! ¡Dependienta! ¡Póngame aquellos zapatos verdes de la hebilla! ¡Oh, no, no! ¡Qué horror! ¡Me hacen una pata grandísima! ¡Vaya, por favor! ¡Tráigame aquel secador de lanas! ¡Oh, no, no, no! ¡Demasiado caro y además yo me seco muy bien al sol! Joven, ¿qué precio tiene ese rímmel especial para los bigotes?

Pero lo que más le entusiasmó fue un sombrero bellísimo que se probó. Tenía dos agujeros para poder sacar las orejas, una visera para proteger los ojos de la luz y una gasa larga y rosada para hacerse un lazo que favorecía mucho.

– ¡Huy! ¡Esto me llevo sin dudarlo más! ¡No, no lo envuelva! ¡Me lo llevo puesto!

Iba tan contenta camino de su casa, que cantaba a grito pelado:

– Vecinas, vecinos, salgan a los caminos. Vean el sombrero que compré con mi dinero. ¡Qué elegante estoy y qué feliz soy! ¡Qué elegante estoy y qué feliz soy! Vecinas, vecinos, salgan a los caminos. Vean el sombrero que compré con mi dinero. Vean el sombrero que compré con mi dinero. Vean el sombrero que compré con mi dinero.

La ratita se sentó en una sillita a la puerta de su casa. Por supuesto,

sin quitarse el sombrero, porque quería lucirlo toda la tarde. Los vecinos, al oírla, comenzaron a salir a ver qué pasaba. Y estaba tan guapa la ratita, que todos se quedaban prendados de ella. Primero pasó un burro grande y lento.

– ¡Qué lindo sombrero, ratita preciosa! ¿Quieres ser mi esposa?

– ¡Huy! ¿Y qué harás, di, qué harás por las noches, grandullón?

– ¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah! – ¡Huy! ¡Qué espanto! ¡Me has dejado sorda! ¡Siga, siga su camino,

Señor Burro!

Luego pasó un perro que le dijo:

– Ratita, ratita, ratita hermosa. Ratita, ratita hermosa. Ratita, ratita hermosa. ¡Te propongo una cosa! ¡Casémonos! – ¿Y qué harás por las noches, dime, bello can?

– ¡Guau, guau! ¡Guau, guau!

– ¡Huy! ¡Qué miedo! ¡Me parece que este pretendiente es de los que

cazan ratas y ratones! ¡Anda, hijo! ¡Vete, vete ya! ¡Huy!

Más tarde pasó un gato:

– Ratita de mi vida, ¿sabes lo que te digo? ¡Eres muy atractiva! ¡Te casarás conmigo!

– ¿Yo con un gato? ¡Ni que estuviera loca! ¡Anda, hijo mío! ¡Circula

y no te acerques, que me das mucho miedo!

Más tarde pasó Simón ratón, que era un ratón joven, muy guapo, que se peinaba su pelo gris con raya en medio y mucho fijador. A la ratita Pitusa siempre le había gustado bastante y solía mirarle con el rabillo del ojo.

Esa tarde Simón, al ver a la ratita, sintió que se le erizaban los pelos de emoción a pesar del fijador y cantó:

– Rata de mi corazón, escucha bien la propuesta que va a hacerte tu Simón: ¿quieres venir a la iglesia, y recibir la bendición?

– ¿Y qué harás por las noches?

– Reposaré, rata mía, dormiré, dulce tesoro, mientras no despunte el día y no salga el astro Dios.

– ¡Oh! ¡Qué fino es! ¡Sí, sí, contigo me casaré! Se casaron y se quedaron a vivir en casa de la ratita. Simón era muy

bueno y le ayudaba mucho, hasta que un día:

– ¡Mira, Simón, te voy a pedir un favor!: voy a hacer unas compras. Vigílame la olla exprés. Le pones la presión cuando pite. ¡Chao, querido!

Simón, que siempre tenía ganas de comer, se acercó a la olla

diciendo:

– ¿Qué estará guisando aquí dentro mi Pitusa? ¡Hum! ¡Me parece que huele a estofado de saltamontes! ¡Estará delicioso!

Y subiéndose a la cocina, levantó la tapa de la olla exprés y… ¡Fue horrible! ¡El vapor le quemó la cara! Entonces perdió el equilibrio y cayó dentro de la olla…

– ¡Socorro! ¡Socorro, que me quemo! ¡Vecinos, vengan por favor!

Nadie le oía y Simón perdió el conocimiento. Después de un rato vino la ratita y comenzó a buscar a su marido.

– ¡Simoncito! ¡Yuju! ¿Dónde te has escondido? ¡Anda, ven y déjate de bromas! ¡A ver qué hay aquí dentro! ¡Ay, Dios mío! ¡Socorro! ¡Ay, mi pobre Simón ha hervido!

Lo sacó con mucho cuidado y lo cubrió con una pomada especial para las quemaduras. Luego llamó al médico, que era un topo muy viejo y muy sabio que sólo visitaba de noche, porque ya sabéis que a los topos les molesta la luz. – ¡Bueno, bueno! Simón se curará, aunque tardará un poco de tiempo. Su hermoso pelo gris quedará un poco estropeado por algunos sitios, pero ¡qué más da!

– ¡Eso no importa! ¡El caso es que viva mi Simón!

Y gracias a los cuidados de la ratita Pitusa, Simón se puso bueno y vivieron siempre muy felices”.

El ratoncito Simón, al ver tan lindo sombrero, de Pitusa se prendó.

LA RATITA SABIA Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Érase una ratita, una ratita muy pequeñita, que vivía con sus papás

debajo del suelo de una panadería. Por eso, su vida era fácil y se encontraba toda la familia gorda y colorada, con un pelo lustroso que daba gusto ver.

Pero la ratita, que era blanca, no se sentía feliz con aquella vida tranquila y sosegada. Cierto día:

– Mamá, mamá, estoy cansada de esta vida tan aburrida, siempre lo mismo. Con asomar el hociquito a la puerta de nuestra casita, no nos falta ni trigo ni harina. ¡Yo quisiera conocer el mundo!

– ¡Ay, mundo! Queridísima hijita: ¡nunca podrás figurarte lo malo que es!

– Muy bien, mamita, pero por muy malo que sea, yo quiero

conocerlo. ¡Debe ser muy divertido!

– ¡Sí, sí, divertido! ¡Ya verás! Aquí tenemos comida y tranquilidad, y en invierno y en verano, clima sano.

– Mira, mamitina guapa. Yo quiero vivir mi vida y que me dé el sol.

Y aquella noche la ratita hizo un paquetito con un pañuelo y muy despacito, con mucho cuidado para no hacer ruido y que su mamá no se despertase, se escapó de la casa y de su caliente madriguera.

– Ya está llegando la luz y yo ya estoy en el campo. ¡Ay, esto es vida y no estar siempre encerrada, siempre comiendo trigo! ¡No hay quien lo aguante!

En ese momento suenan los cascos de un caballo y…

– ¡Ay, ay, casi me aplasta ese bicho tan gordo! ¡Huy! ¡Qué susto he pasado! Pero tengo que ser valiente, muy valiente. Esto es el mundo y lo que yo quería. ¡Valiente!

– Valiente has de ser, quieras o no quieras. Valiente has de ser, aunque así te mueras. El hocico arriba, tiesos los bigotes y las patas listas “pa” emprender el trote. Valiente serás, valiente serás, porque eres muy lista y sabrás ganar. Valiente has de ser, quieras o no quieras. Valiente has de ser, aunque así te mueras. Valiente has de ser, quieras o no quieras. Valiente has de ser, aunque así te mueras. Valiente, valiente, valiente serás.

– ¡Mú, mú, mú!

– ¡Carambita! ¡Si me descuido con la canción casi me aplasta! ¡Huy!

¡Qué grandote es! Así debe ser el coco. Me parece que no voy a poder ser valiente.

La pobre ratita iba de sobresalto en sobresalto y de susto en susto. Y, con todo lo valiente que quería ser, el valor se le iba acabando por momentos y también se le iba abriendo un apetito que, a pasos agigantados, le iba minando las fuerzas.

Llegó a la orilla de un río y… – ¡Ay! ¡Qué sed y qué hambre tengo! Pero esto debe ser un río y hay

agua, mucha agua. ¡Voy a beber! Pero el río estaba lleno de cangrejos y cuando vieron el hociquito

sonrosado de nuestra amiga la ratita:

– ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Qué dolor tan horrible! ¿Qué es esto que se me ha cogido al hociquito? ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Qué daño! ¡Qué daño tan horrible! ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Suelta, suéltame bichejo, suéltame el hociquito! ¡Ay, ay, ay! ¡Qué desgraciadísima soy!

Y tales fueron los movimientos de la ratita que, al final, se vio libre

del cangrejo que le aprisionaba el hociquito. – ¡Huy! ¡Menos mal! Pero, me parece que esto del mundo no es para

mí. No puedo comer, no puedo beber y no hay tranquilidad en ningún sitio. ¡Si pudiera volver a mi casita tan calentita y al lado de mi mamita que me quiere tanto!

En ese momento… – Ratita, ¿qué es lo que te ocurre? ¿Por qué estás tan triste? – Porque yo quería ver el mundo y ahora que creía que lo sabía todo

y que era muy valiente, ahora… – Ahora estás asustada y quieres volver a tu casa. ¿No es así? – ¡Sí, sí! ¡Eso, eso! Tú podrás hacerlo porque, ¿tú eres un hada? – Sí, soy el hada de los niños desobedientes y de las ratitas que se

escapan de sus casas y dan disgustos tan espantosos a sus papás. Si me prometes que serás obediente siempre…

– ¡Seré de lo más obediente y ya no daré más contestaciones a mis

papás! – Bueno, lo que es necesario es que no se te olvide la promesa.

Vámonos a casa. Junto a su mamá, la ratita sabia, veloz como un rayo, tiene que llegar.

– ¡Mamá! ¡Mamaíta! ¡Huy! ¡Cuántas ganas de estar contigo y en

casa! – ¡Hija mía!, ¿ya te has cansado de aventuras?

– ¡Sí, mamá! Ya no quiero más aventuras. ¡Huy! ¡Qué bien se está en casa a tu lado!

Y así fue como la ratita sabia volvió a su casa, harta de aventuras y

con el propósito de no emprender ninguna más”.

Busca la paz del hogar, y no quieras aventuras, que nada te han de dejar.

LA RATITA SABIA

LA LECHERA Versión única: versión literal en cassette, escuchada por mis hijos en la década de los 80. “Cuentos populares”. Volumen 4. Editado por Movieplay. Adaptación de M. Poveda y G. Purio. No ha podido recuperarse la versión original de Radio Jaén.

“En un pueblecito de Galicia, rodeado de bosques y separado del mar por una montaña muy alta, vivía la lecherita María Pilar en una casa algo alejada del pueblo.

Todas las mañanas, el papá de María Pilar ordeñaba a la Generosa, que era una vaca rubia, muy mansa, que a veces tiraba de un carro de madera llevando algas desde la playa a los campos.

María Pilar era una jovencita muy alegre y divertida, siempre dispuesta a ir a todas las romerías del valle. Le gustaba cantar y bailar al son de la gaita. Sus amigos le decían en cuanto la veían llegar:

– Canta, María Pilar. Canta un poco.

– ¿Qué queréis que cante?

– ¡Cualquier cosa!

– Bueno, allá va: – Bajar a la romería es lo que más me divierte, bailando hasta el nuevo día, cantando y riendo fuerte. No me gusta trabajar, lo que me encanta es bailar. Lalalará, lalará, lalará, lará, lalá. Lalaralá, lalará, lalará, lará, lalá. No me gusta trabajar, lo que me encanta es bailar.

Y esto era lo malo. María Pilar era muy alegre y simpática, pero

también tenía el grandísimo defecto de ser muy vaga. El trabajo le horrorizaba. Y su padre la despertaba, desesperado, todas las mañanas:

– Niña, que ya ha “salío” el sol hace rato. Levántate, que ya he “ordeñao” a la Generosa y tienes que llevar la leche a la ciudad.

– Padre, ¡qué lata! ¡Me muero de sueño! No tengo ganas de ir.

– ¿Eh?

– ¡Que no tomen hoy leche los de la ciudad! – Pero, ¿qué tonterías dices, niña? – Sí, padre. ¡Que desayunen vino, o caldo o cerveza! – ¡No digas más majaderías y vístete ahora mismo!

La lecherita se levantó de mala gana, como era su costumbre. Se

calzó sus botas y se colocó el cántaro de leche en la cabeza. En cuanto anduvo un poquito, se le pasó el sueño y el mal humor. Hacía un día radiante y la lecherita cantaba muy alegre por el camino:

– Bajar a la romería es lo que más me divierte, bailando hasta el nuevo día, cantando y riendo fuerte. No me gusta trabajar, lo que me encanta es bailar. Lalalará, lalará, lalará, lará, lalá. Lalaralá, lalará, lalará, lará, lalá. No me gusta trabajar, lo que me encanta es bailar.

¡Ay, voy a descansar un ratito!

Se sentó en la hierba, colocando el cántaro de leche en el suelo, a su

lado. Así estuvo mucho rato. El sol calentaba cada vez más y en esto a María Pilar se le ocurrió una idea:

– Me daré un bañito en el mar. El día es demasiado bueno para desaprovechar esta ocasión.

Y así lo hizo. Bajó a la playa y…

– ¡Huy! ¡Qué rica está el agua! ¡Yupi! ¡A ver cuánto tardo en llegar a aquella roca que estará llena de lajas y mejillones! ¡Dios mío! ¡Han sonado las dos en el reloj de la iglesia! ¡No es posible! Mi padre me mata, si se entera de que aún no he vendido la leche. ¿Qué haré para contentarlo y que no se enfade? A ver, voy a discurrir… Venderé la leche como todos los días, pero luego en vez de volverme a casa, con el dinero me voy al mercado y compro un cerdito que me llevo a nuestro corral. Lo engordo en poco tiempo y cuando esté cebado, lo venderé.

Y con ese dinero, me compro un ternero. Al ternero lo alimento bien y luego lo vendo y me compro una vaca lechera. Y así ya tendremos dos: la Generosa y la otra que se llamará… Hermosa. ¡Sí, eso haré! ¡Huy! ¡Qué ricos vamos a ser dentro de poco gracias a mi inteligencia!

La leche será un cerdito, el cerdo será un ternero, un ternero muy bonito que será una vaca luego. La Hermosa y la Generosa, nuestras dos vacas preciosas. Con el dinero que den, me compraré muchas cosas.

Y tan distraída iba saltando, que no vio una raíz de un árbol que

había en el camino. Tropezó en ella, cayó al suelo y toda la leche se desparramó por el suelo. La lecherita se quedó horrorizada, viendo correr la leche entre las hierbas y los helechos del camino. En el cántaro no quedaba ni una sola gota. Entonces se echó a llorar…

– ¡Ay! ¡Ay, lo que me ha pasado! ¡Cómo voy a volver a mi casa! ¡Mi padre se va a enfadar muchísimo! ¡Ay, ay, ay!...

Los pájaros y los animalitos del campo estaban asombrados al oír los lloros de María Pilar. Una gaviota voló muy bajo para verla y al pasar le chilló:

– Lo que te ha pasado tú te lo has buscado.

Un gorrión dando saltitos pió:

– Si sigues tan perezosa, te ocurrirá cualquier cosa.

Y un gallo le dijo: – ¡Kikirikí! Si esta niña madrugara, otro gallo le cantara.

María Pilar llegó a su casa y recibió una regañina enorme de su

padre. Ella le prometió no volver a ser perezosa y sí muy trabajadora y obediente. Y desde aquel día vivieron en aquella casa todos muy contentos”.

Ni pienses en la lechera, ni te fíes de quimeras. No seáis ambiciosos de mejor y más próspera fortuna, pues viviréis ansiosos, sin que pueda saciaros cosa alguna.

No anheléis, impacientes, el bien futuro. Mirad que ni el presente está seguro.

LUCERITO Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche. Versión recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”.

“Érase una vez una familia de campesinos, que cultivaba la tierra con cariño y la tierra se portaba bien con ellos, compensándoles con magníficas cosechas. En su vecindad tenía un huerto una horrible bruja desdentada, que era muy mala, malísima, y tenía las mejores lechugas de la comarca.

Un día, la mujer del campesino le dijo a su marido:

– ¡Esteban! ¡Esteban! La comida ya está lista, pero nos iría muy bien tener una lechuga para hacer la ensalada.

– Pero no tenemos lechugas en la huerta, y ya sabes que “antiayer” cogimos la última.

– Vete al huerto de la Bruja Coruja y coge una. Como tiene tantas, no se dará cuenta…

– Eso crees tú, pero las tiene contadas y ya sabes lo mala que es.

– Anda, hombre. ¡No seas miedoso! Ya se la devolveremos.

– Bien, iré a por ella, pero si se da cuenta, se enfadará mucho y a lo mejor quiere vengarse.

– Date prisa en traerla, que la comida se está enfriando.

Y el bueno de Esteban saltó al huerto vecino para coger la lechuga. Y cuando volvía con ella en sus manos hacia casa:

– ¡Oh, miserable vecino! ¿Cómo te has atrevido a saltar a mi huerto y has arrancado la mejor de mis lechugas?

– ¡Per… per… perdóname, Bruja Coruja! Es que no tenemos ensalada y mi mujer…

– ¡Tu mujer, tu mujer, eh! ¡Bonito pretexto! ¡Mi venganza será horrible!

– Ya te la devolveremos. Y no sólo una, no. ¡Te daremos veinte!

– ¡No, no, no! No quiero vuestras lechugas, que nunca se podrán comparar con las mías que son mágicas. Pero, en cambio, me tendréis que dar vuestra primera hija para mí. ¡Cuando nazca, me la llevaré! ¡Je, je, je, je, je!...

Y cuando nació la niña, apareció la Bruja Coruja y se la llevó a un castillo donde la encerró. La niña creció, llegando a ser una hermosa jovencita, con unas trenzas muy largas, tan largas que desde lo más alto de la torre llegaban al suelo. Era tan radiante su belleza, que le pusieron por nombre Lucerito y se pasaba las horas en su encierro hilando. Y mientras lo hacía, cantaba:

– Sola, solita yo estoy viendo el viento cómo corre, pero un príncipe vendrá a sacarme de esta torre. Sobre su caballo, ballo, y aunque la bruja no ruja, nos marcharemos muy lejos de la malvada Coruja. ¡Oh, oh! ¡Oh, oh!

– ¿Quién canta ahí? ¿Quién vive en la torre de la Bruja Coruja?

¿Quién canta?

– Soy yo, que estoy aquí encerrada. ¡Aquí! ¡Aquí arriba!

– Asomaos para que os vea. ¡Oh, qué hermosa sois! ¡Qué radiante es vuestra belleza!

– Príncipe, porque vos sois un príncipe, ¿verdad?

– Sí, soy un príncipe. ¡Vuestro príncipe! ¿Cómo se puede llegar hasta vos?

– De ninguna forma, pues si la Bruja Coruja se entera, os dejará

ciego. Pero si no la teméis, os echaré mis trenzas y podréis trepar por ellas.

Y Lucerito echó sus trenzas por la ventana y el príncipe pudo subir por ellas. Pero, en cuanto llegó arriba:

– ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Vil insecto! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Mi

venganza será horrible! – ¡Tened compasión, Bruja Coruja! – ¿Compasión, eh? ¡Ahora verás! ¡Mejor dicho, no verás!

Tegucillo, tegucillo, ciego tiene que quedar este indigno principillo.

Y la Bruja, repleta de ira feroz, dejó al príncipe ciego. Pero su misma

furia fue de tal calibre que, en medio de un horrible trueno, desapareció, dejando un nauseabundo olor a azufre.

Lucerito cogió la cabeza del príncipe entre sus manos y:

– ¡Pobre príncipe! ¡Mi príncipe! ¿Qué va a ser de nosotros? – ¿Eh? ¿Habéis dicho nosotros? ¡Luego me amáis! ¡Oh, qué feliz

soy! Pero, ¿qué es esto que moja mis ojos?

– Son mis lágrimas. ¡Os amo tanto! – ¡Ya vuelvo a ver! ¡Ya vuelvo a ver! Vuestras lágrimas me han

curado. Huyamos de este castillo maldito. Mi caballo nos espera.

Y a toda velocidad huyeron del castillo, que tenía todas las puertas abiertas desde que la bruja desapareció. En el caballo llegaron a la ciudad donde vivía el príncipe, que la presentó a su padre. Éste les dio la bendición y se casaron, siendo muy felices”.

Mi memoria recordaba lo que en la radio escuchaba.

EL ENANO SALTARÍN Versión única de Radio Jaén, recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”.

"Cierta vez existió, en un lejano reino, un honrado molinero que tenía una hija muy guapa. Deseoso de que todos la admirasen, informaba en todas partes que, además de ser muy bella, era tan habilidosa que podía hilar paja y convertirla en oro.

Habiendo llegado la noticia a los oídos del rey, mandó llamar al molinero y a su hija y les dijo:

– Bien cierto es, amigo molinero, que tu hija es muy hermosa, pero quiero comprobar por mí mismo si es cierto lo que por ahí andas diciendo.

– ¡Cierto es, majestad! – dijo el molinero con miedo, al comprobar que ya no podía volverse atrás –. Mi hija, aparte de ser bien agraciada físicamente, es tan hábil que es capaz de hilar la paja y convertirla en oro.

– ¡Veámoslo! – añadió el rey, al tiempo que conducía al molinero y a su hija a una habitación llena de paja –. Si eres capaz de hilar toda esta paja y convertirla en oro, me casaré contigo. En caso contrario, os castigaré a los dos por mentirosos.

Y, cerrando la puerta, dejó sola a la pobre hija del molinero entre un gran montón de paja, sin más utensilios que el huso, la rueca y una banqueta para sentarse.

– ¡Dios mío! – decía la pobre muchacha sollozando –. ¡Pobre de mí! ¿Cómo ha sido mi padre capaz de engañar al rey de esta manera? ¿Acaso puedo hacer otra cosa que llenar esta paja con mis lágrimas?

Y, cuando los sollozos de la desesperada joven eran más fuertes, apareció en la habitación un gracioso enano que le dijo:

– ¡Hola, hermosa niña! ¡Buenos días, molinerita! ¿Qué te pasa que lloras tanto?

– ¡Qué desgraciada soy! – siguió sollozando –. Mi padre le ha dicho al rey que soy capaz de hilar la paja y convertirla en oro, y ya ve que no sé por dónde empezar. ¿Qué será de nosotros cuando descubra que todo es mentira?

– No te preocupes – dijo el enano –. Yo te ayudaré. Sólo te pido, a cambio, tu anillo.

La hija del molinero dio su anillo al enano y, cuál no sería su

sorpresa cuando vio, de repente, todo el montón de paja convertido en reluciente oro.

Cuando, al día siguiente, llegó el rey y vio tan gran cantidad de oro, no salía de su asombro... Sin querer cumplir aún su palabra, llevó a la muchacha a otra habitación más grande que la del día anterior, llena de paja hasta el techo.

– Mañana a estas horas volveré de nuevo. La escena del día anterior volvió a repetirse. Y, cuando era más

desconsolado el llanto de la muchacha, apareció de nuevo el enano y le dijo:

– Yo te ayudaré si, a cambio, me das tu collar.

La paja volvió a convertirse en oro nada más tocar el collar las

manos del enano, el cual se esfumó de la misma forma misteriosa que había venido.

Al día siguiente, nuevo asombro del rey y nueva habitación de paja aún más grande que la de los dos días anteriores.

– Ésta es mi última prueba – anunció el rey con seriedad –. Si mañana toda la paja está convertida en oro, me casaré contigo.

Amargas lágrimas volvió a derramar la joven, antes de que apareciese el enano y le ayudase.

– Yo te sacaré del apuro por tercera vez, pero a cambio de una promesa que deberás cumplir puntualmente: el primer hijo que tengas del rey, será para mí.

¿Qué remedio le quedaba a la atribulada muchacha sino prometer lo que el enano solicitaba? Hecho lo cual, la paja quedó convertida en un oro que relucía aún más que el de los dos días anteriores.

El rey, viendo cumplido su deseo por tercera vez, se casó con la bella hija del molinero. Guiado por su codicia, pensó que el matrimonio era la mejor forma para poder asegurarse la riqueza para siempre.

Pero, contra todos los vaticinios de los cortesanos que desconfiaban de aquella unión, fueron un matrimonio muy feliz.

Al cabo de un año, la cigüeña les trajo un hermoso niño. El rey

estaba loco de contento al ver que ya tenía heredero y la reina, loca de alegría, sin acordarse de la solemne promesa que había hecho al enano.

Un buen día, estando la reina jugando con su hijito, apareció el enano envuelto en humo, dando saltitos y alegres carcajadas.

– ¡Buenos días, mi señora la reina! Vengo para que cumpláis vuestra promesa. ¿Acaso la habéis olvidado?

– ¡Oh, señor, pedidme lo que queráis, pero no os llevéis a mi hijo!

– ¡Está bien! – dijo el enano con risa –. Os dejo a vuestro hijo, pero en el término de tres días tenéis que averiguar mi nombre. Si no llegáis a descubrirlo en este plazo, me llevaré al niño sin compasión alguna.

Y, diciendo estas palabras, desapareció dejando en la habitación un nauseabundo olor a azufre.

La reina no pudo dormir en toda la noche, recordando cientos y cientos de nombres... A la mañana siguiente, ya estaba el enano en palacio riendo alegremente:

– ¡Buenos días, mi señora la reina! ¿Acaso sabéis ya cómo me

llamo? – ¿Os llamaréis Juan?

– ¡No, no! – reía el enano. – ¿Os llamaréis Santiago?

– ¡No, no! – decía saltando. – ¿Acaso os llamaréis Pedro?

– ¡No, no! – palmoteaba alegre... Al día siguiente volvió a repetirse la escena y la reina fue diciendo

nombres y más nombres, ante la alegría indescriptible del enano, que comprobaba entre risas que su nombre no podía ser descubierto.

– Recuerda que ya sólo os queda un día...

La reina mandó aquel último día emisarios por todo el país, a ver si

alguien lo conocía y podía averiguar su nombre...

Uno de ellos, después de una jornada agotadora e infructuosa, llegó hasta lo más alto de una colina donde le sorprendió el sonido de una alegre melodía. Guiado por aquellas alegres notas, llegó hasta un claro del bosque. Allí vio, con asombro, una brillante hoguera y un hombrecillo, dando saltos a su alrededor, que cantaba esta rimada canción:

– Yo doy unos saltos enormes, aunque soy muy chiquitín. Por eso la gente me llama el Enano Saltarín. – Mañana tendré yo al fin un príncipe que me sirva, pues del uno al otro confín, nadie sabrá que me llaman el Enano Saltarín.

Y continuaba entonando:

– Que salga el sol, y se oculte la luna, y que llore la reina, meciendo la cuna. Un niño que a mí me sirva, mañana tendré yo al fin, pues no saben que me llamo el Enano Saltarín.

Al oír la canción, el afortunado emisario corrió veloz y le contó a la

reina todo lo que había visto y oído...

A la mañana siguiente y, a la hora acostumbrada, se presentó de nuevo el enano con cara burlona.

– ¡Buenos días, mi señora la reina! ¿Acaso habéis averiguado ya mi nombre?

– ¿Os llamaréis Federico? – decía la reina sonriente.

– ¡No, no! – palmoteaba muy contento. – ¿Os llamaréis Alberto? – ¡No, no! – decía saltando. – ¿Acaso os llamáis Enrique? – ¡Ja, ja, ja! – reía con fuerza.

– ¿Acaso, acaso os llaman... el Enano Saltarín?

La hasta ahora sonriente cara del enano cambió de repente. Sin saber

qué contestar, hizo una profunda reverencia y desapareció lleno de rabia.

Y cuentan que los reyes y su hijo vivieron alegres y felices durante un montón de años, no volviendo a ver más por aquellos contornos al Enano Saltarín".

Convertía la paja en oro la hija del molinero, y el rey se casó con ella por el ansia del dinero.

La codicia llevada hasta el extremo, puede hacernos perder el mismo cielo.

LA OCA DE ORO

Versión única y literal, original de los Hermanos Grimm. Aportaciones del libro “Cuentos de Grimm” de Ediciones Susaeta.

“El buen hombre de esta bonita historia tenía tres hijos. El tercero de ellos, conocido por todos como El Zoquete, era el blanco de las burlas de sus hermanos mayores.

Un día, el hijo primogénito quiso ir al bosque a cortar leña, y su madre le dio una torta de huevos y una botella de vino. Cuando llegó a su destino, se le acercó un viejo de pelo gris que le dijo:

– Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino, pues tengo hambre y mucha sed.

El listo mozo respondió:

– Si te doy lo que me pides, apenas quedará para mí. ¡Sigue tu camino y déjame tranquilo!

El viejo bajó la cabeza y siguió camino adelante, mientras el mozo se ponía a cortar un árbol. Al poco rato dio un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, siendo esta herida el pago de su fea conducta con el hombrecillo.

Partió luego el segundo hermano hacia el bosque, provisto, como el mayor, de una torta de huevos y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito de cabello gris, pronunciando las mismas palabras que ya conocemos:

– Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino, pues tengo

hambre y mucha sed. El muchacho le replicó con displicencia, igual que su hermano

mayor:

– Si te doy lo que me pides, apenas quedará para mí. ¡Sigue tu camino y déjame tranquilo!

Y dejando plantado al anciano, se puso a cortar un árbol. Apenas había asestado un par de hachazos al tronco, cuando se hirió en una pierna y tuvieron que conducirlo a su casa. Su herida también había sido el pago de su fea conducta con el hombrecillo.

Al ver llegar a su hermano mediano, dijo El Zoquete: – Padre, déjeme también a mí ir al bosque a cortar leña.

– Vete si te empeñas – le contestó el padre –. A fuerza de golpes,

ganarás la experiencia que te irá dando la vida.

La madre le dio una torta amasada con agua y cocida en las brasas, y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque, se encontró, igual que sus dos hermanos, con el hombrecillo de pelo gris, el cual le saludó y le dijo:

– Dame un pedacito de tu torta y un trago de tu vino, pues tengo hambre y mucha sed.

– Sólo llevo una torta cocida en las brasas y esta cerveza agria – le respondió El Zoquete –. Si te conformas con ellas, sentémonos y comeremos los dos juntos.

Y he aquí que, cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, habiéndose convertido la cerveza agria en excelente vino.

– Puesto que tienes buen corazón y has sido muy generoso conmigo, es mi deseo darte suerte. ¿Ves aquel viejo árbol? Córtalo ahora mismo y encontrarás un regalo mío en su honda raíz.

Con estas palabras se despidió el hombrecillo. El Zoquete se encaminó hacia el árbol y lo derribó a hachazos. Al caer éste al suelo, y ante su sorpresa, apareció entre las profundas raíces una oca de plumas de oro. Lleno de alegría, se la llevó consigo, entrando en una posada para descansar y pasar la noche. El dueño de la posada tenía tres hijas que, al ver la oca, sintieron curiosidad y quisieron apoderarse de una de sus plumas de oro. Así, sin pensarlo dos veces y en un momento en el que el muchacho salió de su cuarto, la mayor sujetó a la oca por el ala, quedando sus dedos pegados de inmediato en el bonito animal.

Pronto acudió la segunda y, en cuanto tocó a su hermana, también se quedó pegada en ella. Por fin llegó la tercera y, apenas hubo tocado a la segunda, tampoco pudo soltarse. A las tres curiosas hermanas no les quedó más remedio que pasar la noche junto a la oca.

A la mañana siguiente, El Zoquete tomó el animal y se lo puso bajo el brazo. Luego emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres muchachas que se veían obligadas a seguirle a gran velocidad.

En medio del campo, se encontraron con el señor cura quien, al ver

la comitiva, dijo:

– ¿No os da vergüenza, descaradas, de correr de este modo tras un joven? ¿Os parece decente lo que estáis haciendo?

Tomó entonces a la menor de la mano, con intención de separarla. Pero, apenas la había tocado, quedó también él enganchado, teniendo que participar igualmente en aquella loca carrera (sotana, manteo y bonete incluidos).

Al rato acertó a pasar el sacristán que, al ver al cura corriendo detrás de tres guapas mozas, dijo muy sorprendido:

– Pero, señor cura, ¿adónde va usted tan deprisa? ¡En mi vida había visto yo a un sacerdote persiguiendo a tres doncellas!

Y corriendo hacia él, lo sujetó por la manga de la sotana, quedando prendido en ella como el resto del grupo.

Se cruzaron al poco con dos robustos labradores, y el cura los llamó con urgencia para que los desenganchasen. Pero en cuanto tocaron al sacristán, que iba en último lugar, también quedaron pegados en él sin remedio alguno. ¡Ya eran siete los que corrían a gran velocidad tras El Zoquete y su oca de oro!

Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey tenía una hija tan seria que nadie había logrado arrancarle nunca una sonrisa. Por eso, el monarca había hecho pregonar que daría la mano de la princesa a aquel hombre que consiguiera hacerla reír. Al enterarse de ello El Zoquete, se presentó ante la hija del rey, arrastrando tras de sí a todo su séquito.

Apenas vio la princesa aquella hilera de siete personas, corriendo como locos, detrás de una oca, se echó a reír tan fuerte que no podía interrumpir sus carcajadas. ¡A nuestro protagonista le faltó tiempo para pedirla por esposa!

Pero el rey le puso toda clase de objeciones y, sin dar cumplimiento a su promesa, le dijo que antes habría de traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega del palacio.

Pensó el muchacho en el hombrecillo del bosque y fue a pedirle

ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol, vio sentado a un individuo en cuyo rostro se reflejaba la aflicción. Preguntóle El Zoquete por el motivo de su pesar y el otro le contestó:

– Sufro una sed tan terrible, que no puedo calmarla de ningún modo. – Yo puedo remediar esa sed – le dijo el joven –. ¡Vente conmigo,

que te vas a hartar! Y le condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe

que te bebe, con las voluminosas cubas que había preparado el rey. Antes de que hubiese terminado el día, había vaciado ya todo su contenido.

El Zoquete acudió nuevamente a reclamar su novia. Pero el rey, siguiendo sin cumplir su promesa, le puso una nueva condición: para obtener la mano de la princesa, debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña entera llena de pan. No se lo pensó mucho el mozo y se dirigió inmediatamente a pedir ayuda al hombrecillo del bosque. Y he aquí que, en el mismo lugar donde cortara el árbol, encontró a un hombre muy afligido, que se lamentaba con estas palabras:

– Me he comido hace un momento toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es una hornada tan pequeña para un hambre como la que yo tengo?

El Zoquete le respondió muy contento:

– Yo puedo remediar esa hambre. ¡Vente conmigo, que te vas a hartar!

Y lo llevó a la corte del rey, el cual había hecho preparar una montaña, llena hasta arriba de pan. El hombre del bosque se situó frente a ella y comenzó su tarea, come que te come, sin descanso alguno. Al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido.

Por tercera vez, El Zoquete reclamó la mano de la princesa, pero el rey, que seguía terco en no cumplir su promesa, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por la tierra y por el agua al mismo tiempo.

– En cuanto llegues navegando en él, mi hija será tu esposa – le dijo.

Nuevamente se fue el muchacho al bosque, donde le esperaba el

viejecito del pelo gris.

– Te conseguiré también el barco que te pide el rey. Todo lo merece tu buena acción. Nunca podré olvidar que fuiste compasivo y muy generoso conmigo…

Y le dio el barco que iba por tierra y por el agua al mismo tiempo... Cuando el rey lo vio, navegando en él, ya no pudo seguir negándose por cuarta vez a entregarle su hija…

La boda de El Zoquete y la guapa princesa se realizó a los pocos días

con gran pompa y solemnidad, siendo nuestro protagonista muy querido y estimado en todo el reino, dado su buen carácter y su natural bondad…

Y a la muerte del rey, El Zoquete heredó la corona, viviendo feliz

durante larguísimos años en compañía de su querida esposa”.

Aprendo bien la lección: compasivo y generoso, como lo era El Zoquete, siempre debo de ser yo.

CARASUCIA 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Puede que vosotros hayáis oído hablar de él. Carasucia era un niño que tenía los cabellos rubios, rubios y rizados. Sus ojos eran azules como el cielo, pero su cara estaba siempre sucia. ¡Claro, que llovía tan poco en la comarca donde él vivía! Sus padres le decían:

– Corre al arroyo y lávate esa cara.

– El día que te vea la cara limpia, sabré si eres feo o guapo. Y, ¿sabéis qué hacía cuando sus papás le regañaban? Escuchad:

(silbidos de Carasucia)…

Y no, no, sus padres no le pegaban por ello. Es que Carasucia no era un niño como los demás. Había conseguido para la comarca cosas que nadie más que él podía hacer. Por ejemplo, cuando el asno se ponía más bruto que de costumbre y rebuznaba como un condenado…

– ¡Vaya, ya está Morenito dándonos la serenata! Tendré que hacerle callar. ¡Eh, Morenito! ¡Ahora voy!

Llegaba Carasucia a la cuadra y el borriquillo se callaba en seguida. Ni su padre con el palo de la azada, ni su madre con la cadena del pozo, conseguían lo que él. ¿Qué le diría a Morenito? ¡Cuánto daríais vosotros por saberlo!, ¿verdad?

Bueno, pues cuando llegaba el mes de junio y el grano maduraba en los campos, empezaban a volar sobre ellos bandadas de pájaros. Entonces Carasucia cogía una guitarra sin cuerdas que tenía en el desván y cantaba:

– Pajarillos que, volando, habéis venido de lejos, cuidado que os está mirando el hijo de Marmolejo.

Tiene un tirador de gomas que maneja con destreza, y arroja piedras muy gordas que os abren la cabeza. No os comáis, pues, el grano y marchad para otras tierras, porque en éstas, en verano, al que se muere, lo entierran. Pajarillos que, volando, habéis venido de lejos, cuidado que os está mirando el hijo de Marmolejo.

Y, al oír esta canción, los pájaros levantaban el vuelo, sin tocar un

solo grano de la cosecha. Carasucia tenía sus mejores amigos entre los animales del pueblo. Y

uno de ellos era el perrito Chispita, quien le salvaba de buenos apuros cuando…

– Tienes que aprenderte la “arimética”. Cuando seas mayor, tendrás que vender el grano y te engañarán si no sabes bien las cuentas. Con que, ¡hala, a hacer los “poblemas” que te ha “mandao” el maestro!

– ¡Eso, eso, a “poblemate”, a “poblemate”, “pa” que te hagas hombre de provecho, Carasucia!

– ¡Está bien! Dos y tres, dos y tres… ¿Cuántos son dos y tres, Chispita?

– ¡Guau, guau, guau, guau, guau!

– ¡Cinco!, ¿verdad? ¿Y dos más?

– ¡Guau, guau, guau, guau, guau, guau, guau!

– ¡Siete! ¡Qué grande eres, Chispita! ¡Si no fuera por ti!...

Éste era Carasucia, el niño de cabellos rubios, rubios y rizados y ojos azules como el cielo, pero… ¡de cara tan sucia!... Claro, que puede que tuviera algo de razón, cuando a veces él decía:

– Carasucia, ¿eh? ¡Tantos niños habrá que se laven la cara tres y hasta cuatro veces al día y no sirven para nada! ¡Je, je, je, je!

– Pajarillos que, volando, habéis venido de lejos, cuidado que os está mirando el hijo de Marmolejo. Tiene un tirador de gomas que maneja con destreza, y arroja piedras muy gordas que os abren la cabeza. No os comáis, pues, el grano y marchad para otras tierras, porque en éstas, en verano, al que se muere, lo entierran.

¡No basta en este mundo tener la cara limpia, amiguitos, si el alma y

la inteligencia no lo están también!”

La tabla me han preguntado. ¡Chispita la ha adivinado!

CARASUCIA

CARASUCIA 2ª versión: versión recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”. Adaptación popular del cuento de N. Tejada.

"Érase una vez un niño bueno e inteligente, que era la alegría de sus padres. Sólo tenía un defecto: su poca afición al aseo y a la limpieza, por lo que era conocido por el simpático apodo de “Carasucia”.

A pesar de este problema, era el niño más listo y trabajador que pudiera imaginarse, ayudando siempre a sus padres en todas las tareas del campo y de la casa.

Un día, una bandada de pájaros empezó a picotear el verde trigo recién sembrado por su padre. Éste, viendo perdida la cosecha, llamó con rapidez al remediador de todos sus males:

– ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que se comen el trigo, si tú no lo remedias!

Y así hubiera sucedido efectivamente, de no aparecer de inmediato el hijo que, nada más llegar, comenzó a cantar esta bien rimada canción:

– Pajarillos, revolando, que habéis venido de lejos, cuidado, os estáis comiendo el trigo de Don Alejo. No os comáis, pues, el grano y marchaos para otras tierras, que, en invierno y en verano al que no come, lo entierran.

El efecto de la coplilla fue fulgurante, ya que los pajarillos

abandonaron de inmediato el sembrado, levantando el vuelo en aquel mismo momento.

El padre, agradecido, gritaba:

– ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¿eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien "criaos"! Otro día, el padre necesitaba cargar el burro con paja para el

invierno, pero el animal no se dejaba. Rebuznando y dando patadas, se resistía a que le colocaran el aparejo. Ni con la cadena del pozo, ni con la vara del arado podía hacer callar al alborotado jumento.

– ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que no puedo cargar el burro, si tú no lo remedias!

Y he aquí de nuevo al querido hijo plantado delante del burro, dispuesto a solucionar una vez más los problemas del padre.

– ¡Sooo, burrito, para el rebuzno un poquito! Y el burro, como si hubiera sido hipnotizado por su pequeño amo,

dejó de dar pingos y rebuznos, siendo cargado con los sacos de paja como si tal cosa.

El padre, entusiasmado, gritaba:

– ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¡eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien "criaos"!

Otro día, estaba el pequeño jugando con sus amigos, cuando resonó

con fuerza la llamada angustiada del padre:

– ¡Carasucia! ¡Carasucia! ¡Que me muerde este perro, si tú no lo remedias!

Un enfurecido perrillo tenía mordidos los pantalones del padre y tiraba de ellos con tanta fuerza, que estaba a punto de derribarlo.

Carasucia se acercó con ligereza y tranquilizó al animal con las

siguientes palabras:

– Perrillo de mis amores, Carasucia yo me llamo. Deja de pegar tirones, porque te llama tu amo.

Una vez más se había solucionado el problema y, como siempre, el

padre lanzaba a los cuatro vientos su agradecimiento con la coplilla que ya conocemos:

– ¡Ja, ja, ja, con que Carasucia!, ¿eh? ¡Como si fuera algo malo! ¡Hay niños con cara limpia, que no están tan bien "criaos"!”

Y aquí se acaba mi cuento que para ti me he "inventao". Al bueno de Carasucia no lo tengas "olvidao". Pues la vida nos demuestra que no importa el exterior, que importa más lo de dentro, como Dios nos lo mandó.

GORDILLO EL CARITA Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche. “Hace muchos, muchos años; tantos de esto que os voy a contar, que a veces creo que nadie debe recordarlo ya. Incluso hay momentos en que creo que nunca han existido el joven, gordezuelo y atrevidísimo Gordillo el Carita, ni el enorme, malvado y tonto Arrancapinos.

Aunque de todas formas, os voy a narrar una aventura en la que los dos se vieron metidos, como asimismo la bellísima, bondadosa y radiante Estrellita Rutilante.

– ¡Ya estoy harto, requeteharto y tal! ¡Esto no hay quien lo aguante! Hace ya quince hermosos y orondos días que los heraldos han pregonado la pérdida de mi hija Estrellita y nadie, nadie sabe nada o al menos no vienen a decírmelo… ¡Ay!

– Señor, majestadísima. ¡Tened calma chicha, pues si no vais a tener las mismas!

– ¡Calma, calma! ¡No puede ser! ¿Es que entre todos mis súbditos no hay ni uno, ni uno siquiera que no sea una acémila?

– Acordaos de vuestro corazón, majestad. Tened en cuenta que está un poco pachucho y puede dar un estallido. Y, ¿qué sería de vuestros fieles súbditos sin vos?

– Mi corazón que se pierde y mi hija Estrellita que estalla… Digo, ¿qué digo? ¡Ya no sé lo que digo! ¡Ay, ay, qué desgraciado soy! ¡Ay, ay!

– ¡El gran obeso y rechonchete Gordillo el Carita pide audiencia!

– ¿Qué quiere ese jovenzuelo?

– A lo mejor, en la mente calenturienta de ese joven, hay alguna idea para traeros a la princesa.

– ¿Sí? ¡Que pase con la rapidez de una buena centella! ¡Que pase!

– Señor, majestad majestuosa, símbolo de paz y de tristeza, yo puedo traeros a vuestra hija.

– Sé más respetuoso y menos atrevido, jovencito. Bueno, pero eso no

importa. Lo que interesa es mi hija. ¿Qué sabéis de ella?

– Majestad, mediante mis bien organizados servicios de información, radar y demás he sabido que vuestra hija Estrellita Rutilante se encuentra prisionera en el castillo del ogro Arrancapinos.

– ¡Huy!: gran malvado, pero también gran tonto, ya que es el gran maestre de la enorme orden de la tontería gorda. ¡Seguid, seguid! ¡Hablad, hablad!

– Pues precisamente por su gran tontería propia y asociada, es por lo que creo haber dado con el procedimiento de liberar a la princesa.

– ¡Hablad, hablad! ¡Seguid, seguid!

– Majestad, no quiero lanzaros ni brigadas blindadas ni nada de nada.

Yo solo lo haré y lo haré, eso sí, para ser útil a vuestro reino. – ¿Y cómo y cómo?

– Pues con mi procedimiento nº 3.497 especial para princesas

perdidas, y que tiene por otro nombre “Explosueño con canción, tolón, tolón”.

– ¡Bien, bien! Sea como sea, hacedlo y mi agradecimiento no conocerá límites.

Y Gordillo, el gran Gordillo el Carita, partió para la gran aventura de tal forma que, al llegar la noche, se encontraba en las tapias del vetusto, sórdido, sólido y enorme castillote en el que vivía el enormísimo ogro Arrancapinos.

Por las ventanas abiertas de par en par llegaban hasta Gordillo las voces del ogro:

– ¡Ja, ja, ja, ja! Pequeñaza princesa: tu padre no da señales de vida y mañana te comeré con mis tortazas con nata para el desayuno.

– Tened piedad, ogro gordote. ¡Que soy una princesa de las buenas!

– ¡Calla, princesilla, calla! Ahora a dormir y mañana ya veremos cómo estás con las tortazas. ¡Ja, ja! ¡Hala, a dormir!

Mientras tanto, Gordillo, desde fuera del castillo, ponía en marcha su plan nº 3.497 especial, que consistía… Pero será mejor que él nos lo diga:

– Ya estoy frente al castillo. Ha llegado el momento de poner en

marcha el plan “Explosueño con canción, tolón, tolón”. Sacaré mi piano portátil y cantaré la canción. El tonto de Arrancapinos saldrá, le lanzaré los explosivos del sueño y me llevaré a la princesa por la escalera telescópica. ¡Je, je, je, je! Veamos cómo suena el piano portátil electrónico. (Suena el piano). ¡Je, esto marcha! Ahora la canción. ¡Cuánto peor salga, mejor!

– Ogro, entre los ogros malos, raptor de princesas guapas, si te pego con un palo, te borraré de tres mapas. Asómate a la ventana, que tu cara quiero ver, y así, al llegar la mañana, seguro no has de comer. Asómate a la ventana, que tu cara quiero ver, y así, al llegar la mañana, seguro no has de comer. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Ogros a mí!

– ¿Quién será ese desventurado que canta? ¡Ahora verás!

– ¡Ya sale! ¡Ya se asoma! ¡Ahora la explosión!

¡¡¡Plom…!!! – ¡Ay, ay!

– ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Princesa! ¡Princesita Estrellita Rutilante!

– ¡Qué!

– ¡Bajad por la escalera telescópica! ¡Vamos, daos prisa!

– ¡Ya voy! ¡Oh, qué difícil es bajar por aquí!

– ¡Hola, princesa! Soy Gordillo el Carita.

– ¡Llevadme a casa de mi padre!

Y Gordillo, con la rapidez de una centella, más rápida y grande que la de antes, la llevó al palacio, donde en premio a su valor e ingenio, le dieron grandes honores y riquezas, comprándole la patente de su procedimiento nº 3.497 “Explosueño con canción, tolón, tolón”.

El tonto de Arrancapinos se “durmió” tras la canción. ¡La patente de Gordillo me la quiero comprar yo!

LOS TRES DESEOS Versión única, recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”. Cuento original de Charles Perrault.

"Érase una vez un pobre leñador que no tenía nada que llevarse a la

boca. Él y su mujer vivían en la más absoluta de las miserias en una pequeña y destartalada choza del bosque.

Aquel año habían escaseado las ventas de carbón, aumentando el hambre del matrimonio que se maldecía continuamente por una situación tan triste y desesperada.

Un día, estaba el bueno del leñador cortando un trozo de madera en la espesura del bosque, y se detuvo un instante para descansar y secarse las gruesas gotas de sudor que le empapaban el rostro.

– ¡Qué pobre y desgraciado soy! – dijo con profunda pena –. ¡Hasta este momento, no me ha concedido el cielo ni uno solo de mis deseos!

Apenas había terminado de hablar, tuvo una extraña e inesperada visión que lo dejó desconcertado. Un anciano de barba blanca se había colocado a su lado y le hablaba en tono amigable y bondadoso:

– El cielo no trata mal a ninguno de los mortales y mucho menos a un leñador como tú, dedicado siempre a trabajar honradamente. Tengo poder de Dios para concederte los tres primeros deseos que solicites. ¡Piénsalos bien antes de decidirte, y no desperdicies ninguno de ellos!...

El inesperado visitante desapareció tan misteriosamente como había venido, recogiendo el leñador el hacha y los pequeños trozos de madera que había estado cortando.

Más contento que unas pascuas, se dirigió a su humilde cabaña para notificar a su mujer lo que acababa de ocurrirle. Ella, más juiciosa que él, sabría aconsejarle en una elección tan complicada.

– ¡Viva! ¡Viva! – gritó con fuerza al entrar en su choza –. ¡Somos ricos! ¡El cielo, para remedio de nuestra pobreza, nos concede los tres primeros deseos que le solicitemos!

Y, en breves instantes, contó a su mujer lo que le había sucedido en el bosque... Tenían que pensar bien antes de decidirse, no desperdiciando ninguno de los deseos que el cielo, tan inesperadamente, les otorgaba.

En ese momento llegó a la nariz del leñador un agradable olor a

lentejas que su mujer estaba cociendo en la lumbre. Con la boca hecha agua, exclamó rendido por el hambre:

– ¡Qué bien le vendría al potaje una sabrosa morcilla que tanto nos gusta!

Antes de terminar sus palabras, ya estaba hirviendo en la olla una negrísima morcilla que alimentaba con sólo mirarla.

– ¡Burro! ¡Animal! – gritó su mujer hecha una furia –. ¡Has

desperdiciado el primer deseo con una petición que sólo a un necio como tú se le hubiera ocurrido!

El pobre leñador, completamente aturdido por lo que había sucedido, seguía aguantando las protestas y las altisonantes voces de su esposa, que lo trataba de bruto y de majadero por no haber solicitado un hermoso palacio y vestidos para ella que deseaba deshacerse de sus harapos.

Harto ya de tanto improperio, gritó también él, elevando su voz por encima de la de su consorte:

– ¡Maldita morcilla y maldita la mujer que tanto me vitupera! ¡Quisiera Dios que se quedara pegada en tu nariz en este mismo momento!

El segundo deseo fue escuchado con la misma rapidez que el primero, quedando la morcilla adherida en la nariz de la enfurecida leñadora.

¿Qué podrían hacer ante una situación como aquella? ¿Pedirían oro y plata para sacar provecho al último de los deseos?...

El leñador y su mujer, después de pensarlo y repensarlo muy despacio, decidieron solicitar del cielo la desaparición de aquel maldito embutido. ¡Muy poco iban a aprovecharse del dinero y de las riquezas con aquella fea nariz, que casi llegaba al suelo y horrorizaba con sólo mirarla!

Habían desperdiciado los tres deseos otorgados por el cielo, por lo que tuvieron que seguir viviendo, durante el resto de sus días, en su acostumbrada pobreza".

No le des quejas al cielo, ni maldigas de tu suerte. Es mejor la vida honrada que dineros y riquezas que a tu alma le atormenten".

EL DOCTOR SABELOTODO 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: Indalecio Cisneros. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Por los años de mil seiscientos y pico, en el centro de un gran llano poblado de ubérrimos bosques y verdegueantes huertas y vergeles, existía una aldea a la que se llegaba por muchos caminos. Por uno de ellos avanzaba una carreta que, tirada por dos bueyes, conducía una carga de leña a casa del médico de la aldea.

Cangrejo, que así se llamaba el carretero, mientras esperaba que le pagaran, vio al médico que, sentado ante una bien provista mesa, comía y bebía a su placer. ¡Ser médico es una buena cosa!, pensaba Cangrejo. Y así y pensando:

– Oiga, “dotor”. ¿Es muy difícil hacerse “méico”?

– Nada difícil, muchacho. ¡Je, je! Yo juraría que es bastante fácil.

– ¿Y qué debo hacer “pa selo”?

– Mira, lo primero es que te compres un abecedario de esos que se llevan a la escuela.

– ¡Ah, eso es muy fácil! ¡Ya está!

– Luego, vendes tu carreta y los bueyes y con ese dinero te compras un traje y todo cuanto corresponde a un médico.

– Tampoco es difícil eso, porque el tío Purrela me la quería comprar esta mañana.

– Y por último, mandas pintar un letrero con estas palabras: “Yo soy el Doctor Sabelotodo”. Y lo pones encima de la puerta de tu casa.

– Pues, ¡“muchimas” gracias!

– ¡De nada, hijo!

Y Cangrejo hizo todo lo que el médico le dijo y bajo el nombre del “Doctor Sabelotodo” se hizo famoso en toda la comarca, no tanto por su ciencia como por su buen sentido práctico.

La vida le sonreía y él la correspondía con sus mejores cantos,

siempre acompañado de su mujer:

– “En” de que me hice “dotor” nadamos en la abundancia, “me casao” y soy feliz con la buena de Venancia. Seis cerdos “pa” la matanza, mil celemines de trigo, y en mi casa a todas horas soplan vientos de bonanza. Y conseguimos el oro gracias a las buenas artes del Doctor Sabelotodo.

Así cantaban felices. Pero sucedió que robaron al señor de la

comarca, que era un barón muy rico. Enterado de lo listo que era el Doctor Sabelotodo, lo mandó llamar para que averiguase dónde estaba el dinero.

Y pensándolo mejor, les invitó a comer con él. Una vez sentados a la mesa, al entrar el criado con el primer plato, dijo Cangrejo, refiriéndose a la comida:

– ¡Venancia, éste es el primero! – ¿Yo, señor?

Salió el criado muy asustado, ya que él había sido uno de los

ladrones.

– El Doctor lo sabe todo y saldremos muy mal parados. ¡Ha dicho que yo era el primero!

– ¡Bah, no seas tonto! ¿Cómo va a poder saberlo? ¡Es imposible! En fin, voy a verlo. Llevaré esta fuente con los cangrejos bien tapaditos para que no se enfríen.

– Amigo doctor: ya que sabéis tanto, vamos a ver si sabéis adivinar lo que contiene esa fuente cubierta que trae el criado.

– ¡Éste es el segundo! – No te desanimes, maridito.

– ¡Ay, pobre Cangrejo! – ¡Y lo sabe! Entonces es seguro que sabrá quién tiene mi dinero.

Ya podréis figuraros, pequeñines, el miedo tan terrible que le dio al

criado, ya que él era otro de los ladrones. Y haciéndole una seña a Cangrejo, le invitó a salir.

– Vamos a ver. ¿Qué “querís”?

– Doctor, no nos delate. Hemos sido nosotros.

– Sí, pero no le diga usted nada al señor. Se lo devolveremos todo.

– Si no nos descubre, le daremos mucho oro.

– Bien, no “sus” preocupéis, que no diré “na”. Ahora me vuelvo a comer.

– ¿Qué querían esos perillanes?

– “Na”, que uno de ellos se encontraba mal y quiere que le cure. Vamos a ver. Voy a consultar mi libro. Veamos… Pues nada, que no lo encuentro. No lo encuentro, no. Y, sin embargo, sin embargo, tú estás aquí dentro… Tú estás aquí dentro y debes salir. ¡Debes salir!...

Al oír esto, uno de los criados que estaba escondido detrás de unas cortinas, salió corriendo.

– ¡Este hombre lo sabe todo!

– ¿Eh? ¿Pero qué es esto?

– Sí, señor. Nosotros hemos sido. ¡Este hombre lo sabe todo! ¡Perdonadnos, señor barón!

– Señor barón, perdonadlos, pues en su ánimo estaba devolverlo.

– Ya veremos, ya veremos. Pero vos, por vuestra sabiduría, seréis recompensado.

Y en efecto, fue ampliamente recompensado y su fama se extendió

por todo el mundo, viviendo Cangrejo y Venancia felices en su casa, cantando, siempre cantando:

– “En” de que me hice “dotor” nadamos en la abundancia, “me casao” y soy feliz con la buena de Venancia. Seis cerdos “pa” la matanza, mil celemines de trigo, y en mi casa a todas horas soplan vientos de bonanza. ¡Y lo conseguimos todo, gracias a las buenas artes del Doctor Sabelotodo!”

¡NO SEAS DESCONFIADO! ¡CANGREJO LO HA ADIVINADO!

JUAN CIGARRÓN 2ª versión: versión del Doctor Sabelotodo, recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”. Adaptación popular del cuento de Indalecio Cisneros.

"Érase una vez dos hermanos, uno rico y otro pobre, siendo conocido el último por el apodo de "Juan Cigarrón" en todos aquellos contornos.

El hermano rico se dedicaba al estraperlo, debiendo al mismo todos sus bienes. En cambio, el pobre Juan trabajaba en el campo y vivía en la más absoluta de las miserias.

Un día que no tenían nada que llevarse a la boca, le dijo a su mujer:

– Todos los días pasan por nuestra puerta tres burros de mi hermano, cargados de trigo, que trae del pueblo vecino. He pensado que, para remedio de nuestra hambre, no nos queda más remedio que robar la carga de uno de ellos, aún a sabiendas de que no es de buenos cristianos quitar nada a nadie.

– Estoy de acuerdo contigo – corroboró su mujer –. Él nada en la abundancia, mientras que nosotros estamos pasando gran necesidad.

¡Y dicho y hecho! El bueno de Juan Cigarrón se vio en la precisión de salir al paso de los tres burros y apoderarse de la carga del primero de ellos, la cual llevó con ligereza a su casa, después de esconder al jumento entre unos matorrales cercanos.

Cuando el hermano rico descubrió la falta de uno de los burros, removió a toda la vecindad para buscarlo, pero nadie supo darle noticias de él ni de la carga...

Así pasaron varios días, sin que se descubriera el paradero del desaparecido burro. A Juan le dio pena del pobre animal que ya debería estar hambriento, y se presentó en la casa de su hermano diciéndole:

– Esta noche he estado soñando con tu burro y creo saber dónde poder encontrarlo. Está atado tras los matorrales que hay antes de entrar al pueblo, pero la carga de trigo ha desaparecido. En el sueño no me fue indicado quién es el ladrón, ni mi corta inteligencia llega a precisarlo.

– ¡No me importa el trigo, porque los trojes están ya repletos! – dijo el hermano rico –. A mí sólo me interesa el burro.

Y, dirigiéndose a los matorrales, encontraron efectivamente al

hambriento animal, entre el contento y la alegría de los dos hermanos.

La fama de adivinador de Juan Cigarrón se extendió por todos los pueblos cercanos, llegando incluso a los oídos del mismo rey.

Realizado un robo en palacio, mandó llamar al pobre labrador, que recibió asustado a sus mensajeros.

– Hasta el rey ha llegado tu fama. Venimos, pues, para que descubras

al autor o autores del robo. Todos esperan impacientes tu llegada. – ¡Sí, sí!... ¡Adivinar! ¡Adivinar! – le dijo su mujer entre dientes –.

¡Un adivinador de mierda es lo que tú eres! El pobre de Juan Cigarrón fue llevado temblando a palacio, ya que

no sabía cómo podría desembarazarse de aquella situación tan problemática.

– Es necesario que adivine, en el menor espacio de tiempo, quién ha robado las alhajas de la reina – le dijo su majestad nada más llegar.

– Necesito estar tres días encerrado en una habitación para estudiar el problema con toda tranquilidad – contestó el falso adivinador, queriendo ganar tiempo.

Efectivamente fue encerrado en una habitación del palacio, a la que sólo entraba un criado para llevarle alimento. El desayuno, la comida y la cena del primer día le fueron servidos por uno de los ladrones, el cual se puso blanco como la pared al escuchar a Juan Cigarrón, tras haber visto finalizado el día primero:

– ¡Bendito sea el señor San Bruno, que de los tres, ya he visto uno!

El criado entendió que él era el primero de los ladrones y se reunió

rápidamente con sus compinches diciéndoles:

– ¡Este adivinador lo sabe todo! ¡Ha dicho que yo soy el primero!

Al segundo día, entró otro de los criados (también ladrón) y salió de la habitación más muerto que vivo, al escuchar las palabras del adivinador:

– ¡Bendito sea el Señor, que de los tres, ya he visto dos!

El criado entendió que era el segundo de los ladrones y se reunió con

sus compañeros, lleno de sorpresa y de miedo.

– ¡Efectivamente lo sabe todo! ¡Ha dicho que yo soy el segundo!

Al tercer día, fue otro de los criados (compañero también en el robo) y Juan Cigarrón dijo cuando le retiraba el plato de la cena:

– ¡Bendito sea San Andrés, que ya he "conocío" a los tres!

Los tres criados ladrones, al verse descubiertos, confesaron a Juan su

delito y le informaron dónde se encontraban las alhajas robadas.

– ¡No nos descubras, por favor! – le dijeron –. La reina tendrá todas sus alhajas sin faltar ni una. A cambio de tu silencio, te daremos todo lo que nos pidas.

Y así fue como el buen agricultor salió de aquel atolladero,

haciéndose de los dineros que los criados le dieron para comprar su silencio.

Pasados los tres días, el rey se presentó y le dijo:

– Veamos, señor adivinador, ¿quién ha robado las alhajas de la reina?

– Majestad, las alhajas sé en qué lugar están todas sin faltar ni una, pero no he podido llegar a adivinar quién las ha robado.

Al rey no le importó conocer el nombre de los ladrones, una vez recuperados los preciosos collares y los magníficos pendientes de su esposa.

Ni que decir tiene que el falso adivinador fue recompensado con una enorme cantidad de dinero e invitado a pasar unos días en palacio.

Paseando por el jardín cogió el rey un cigarrón que volaba a su alrededor y, escondiéndolo en su mano, quiso poner a prueba al bueno de Juan, diciéndole:

– Veamos, señor adivinador, ¿qué tengo escondido ahora mismo en mi mano?

– ¡Ay, Juan Cigarrón, qué mal te veo en esta ocasión!

El rey no daba crédito a lo que había oído, pero quiso seguir

poniéndolo a prueba. Así que mandó a sus servidores llenar de excrementos un bacín, cubrirlo de olorosas flores y presentárselo.

– Veamos de nuevo, señor adivinador. ¿Qué hay debajo de estas preciosas flores? – ¡Ay! – dijo Juan Cigarrón, que en su vida se había visto en tal aprieto –. ¡Con razón me dijo mi mujer al despedirme, que era un adivinador de mierda!

El rey, cada vez más asombrado por las dotes de su súbdito, le dijo lo

siguiente:

– La reina y yo estamos esperando descendencia. No quiero que te marches, sin adivinar antes lo que hay dentro del vientre de mi esposa. ¿Será niño o será niña?

¡Ahora sí que se vio perdido el pobre Cigarrón! Pero intentó salir una vez más de tan difícil situación diciendo:

– Majestad, para adivinar si la reina va a tener un niño o una niña, tendrá que pasearse desnuda delante de mí varias veces.

La reina accedió a dar el paseo como su madre la trajo al mundo y el pobre Cigarrón decía a la ida:

– ¡Niño! Y dudando de que pudiera ser varón, decía a la vuelta:

– ¡Niña!

Y quiso Dios que la reina trajera al mundo un varón y una hembra, quedando todos maravillados de la sabiduría de aquel hombre.

Y cuentan que Juan Cigarrón vivió feliz y contento el resto de sus

días, disfrutando de su merecida fama como adivinador, la cual le permitió comer abundantemente sin tener que echar mano del trigo que seguían transportando los borricos de su rico hermano".

Y sin haberlo intentado, Cigarrón lo ha adivinado.

GARBANCITO Versión casi literal y única, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Escuchada también en DVD en la actualidad. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S.L.).

“Hace muchos años, vivía en un pueblecito lejano un padre y una madre que tenían un hijo muy listo y espabilado, pero tan pequeño como el dedo pulgar.

– Nuestro hijo no crece.

– Pequeño como una peonza es nuestro Garbancito.

Y así lo llamaron. Y como era tan pequeño, nunca sabían dónde estaba.

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

– ¡En el bolsillo de papá, que se está muy calentito!

– ¿Dónde se habrá metido Garbancito?

– ¡Estoy aquí, jugando al fútbol con estas avellanas!

Más de un susto les había dado Garbancito que, como niño, era

travieso y juguetón. Un día lo encontraron nadando dentro de una olla, que utilizó como piscina. Otro, se había metido dentro del zapato de su padre y éste por poco lo aplasta.

Una mañana descubrió un ratoncillo en la cocina y se subió en él, como si fuera un caballo de carreras. Y cabalgó por el patio cuanto quiso. Una noche, mientras sus padres estaban en la cama, hablaron así:

– Me siento viejo y el trabajo del campo me agota. ¡Si tuviera quien me echara una mano!, pero no tenemos dinero para alquilar jornaleros.

– Garbancito te ayudaría si fuera mayor…

– Ya lo sé, pero tendría que cavar la tierra con una cuchara y un tenedor y no acabaría nunca. En fin, Dios proveerá…

Mientras ellos se echaban a dormir, Garbancito, que había escuchado

la conversación, permanecía despierto.

– Tengo que ayudarles. Los hijos deben ayudar a sus padres. Y aunque sea pequeñín, como un pulgar de persona normal, debo ingeniármelas para ser útil.

A la mañana siguiente, mientras su madre estaba cocinando, Garbancito se dedicaba a escalar un montón de patatas. De pronto oyó que ésta exclamaba:

– La comida hierve ya, y no encuentro el azafrán. Desde lo alto de una patata Garbancito llamó a su madre:

– ¡Déjame ir a mí, mamá!

– No, porque al ser tan pequeñito, la gente te pisará. – ¡Mamá, déjame ir!

Y tanto porfió Garbancito que al fin su madre accedió a que fuera. Le

dio dinero y le recomendó que tuviera mucha prudencia. Garbancito, satisfecho de poder ser útil, salió a la calle. Nada más salir, tropezó con una señora que estaba hablando con la vecina.

– ¡Caramba, una montaña de pies! ¡Como me pise, adiós Garbancito!

Y tomando mucha precaución cantaba:

– ¡Pachín, pachín, pachón, mucho cuidado con lo que hacéis! ¡Pachín, pachín, pachón, a Garbancito no lo piséis! Llegado a la tienda, se encaramó en lo alto del mostrador y…

– Quisiera una carterilla de azafrán.

El tendero miró a todas partes, preocupado.

– Oigo una voz, pero no veo a nadie.

– ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Encima del mostrador! ¡Eh, que soy yo!

– Sigue sonando la voz, pero no veo a nadie. – Estoy harto de esperar,

y quiero que me despache un céntimo de azafrán. Pero en ese momento vio encima del mostrador a Garbancito y…

– ¡Ah, eres tú! ¡Menudo susto me has dado! Te daré la carterilla de

azafrán.

Tan pronto como Garbancito se ve con la bolsa encima, la coge muy apretada y a la calle va ligero, dejando muy asustado al pobrecito tendero. Por el camino de vuelta continuó cantando:

– ¡Pachín, pachín, pachón, mucho cuidado con lo que hacéis! ¡Pachín, pachín, pachón, a Garbancito no lo piséis! Y la gente por la calle huía atemorizada, al ver una bolsa sola. Sola. ¡Como si fuera una bola! Así pudo llegar a su casa feliz y contento. – Aquí está la carterilla de azafrán, madre.

A partir de aquel día, Garbancito preguntaba a su madre todas las

mañanas si podría servirle en algo.

– No, hijo mío, hoy no. Lo he comprado todo en el mercado. Sólo me falta preparar la cesta con la comida y llevársela a tu padre, que se ha quedado en el campo trabajando.

– Yo puedo llevársela, madre. – ¡Eso sí que no, hijito!, pues mucho pesa la cesta y el campo está nevadito. ¡No podrás llevarla a cuestas! – ¡Yo quiero llevarle la comida a papá! ¡Yo quiero llevarle la comida a papá! – Por no oírte más llorar, coge el cesto y vete ya.

Garbancito cargó con la cesta y se encaminó hacia el campo de labor

donde su padre trabajaba. De repente estalló una tormenta y gruesas gotas de agua cayeron sobre él.

– ¡Ay, madre! ¡Como no busque donde cobijarme, me ahogaré sobre la tierra!

Y echó a correr, arrastrando la cesta… Garbancito, para no mojarse, bajo una col fue a resguardarse.

– Este paraguas verde me protegerá de la lluvia. ¡El ser pequeñito

también tiene sus ventajas!

Ninguno de los vecinos del pueblo podría utilizar una col como paraguas… La lluvia seguía cayendo y Garbancito buscó dentro de la col una postura cómoda. El ruido de la lluvia le sirvió de nana y se quedó profundamente dormido.

La lluvia fue cesando y los truenos se fueron a asustar a otro pueblo, pero Garbancito seguía durmiendo dentro de la col. Al salir el sol, vino un buey extraviado y…

De un grandísimo bocado, se come la col con gana, y también a Garbancito, con sus zuecos, su camisa y pantalones de pana. Cuando el padre llegó a casa preguntando por la comida, se llevaron

un susto de muerte. ¡Garbancito había desaparecido!

– La lluvia le habrá sorprendido a mitad de camino y el agua le habrá arrastrado quién sabe adónde.

– ¡Vamos a buscarle!

Se echaron al camino, llamándole a grandes voces:

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás? – ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

Varios vecinos les acompañaron en la búsqueda.

– Yo le vi pasar por ahí. Es decir, vi caminar un cesto solo y me dije:

ahí va Garbancito. ¡Lo encontraremos! ¡No se preocupen!

– Debió guarecerse en alguna parte y ahora no puede salir.

Continuaron llamándole. Al llegar al campo de coles donde el buey estaba tumbado descansando…

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

– ¡En la barriga del buey que se mueve, donde no nieva ni llueve!

– ¡Es él! ¡Ha sido su voz, pero no se le ve por ninguna parte!…

– Llamémosle de nuevo y trataremos de localizarle.

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

– ¡Garbancito! ¿Dónde estás?

– ¡En la barriga del buey que se mueve, donde no nieva ni llueve! – ¡Se lo ha comido el buey! ¡Se lo ha comido el buey!

– ¿Y cómo lo sacaremos de ahí?

– ¡Ya está! Traedme mucha hierba. Se la haremos comer quiera o no

quiera. ¡Vamos, deprisa!

Los vecinos trajeron hierbas y empezaron a dar de comer al buey. Éste comió y comió manojos de hierba hasta que se puso como un globo. Y entonces…

¡¡¡Plom!!! – reventó, saliendo Garbancito disparado por los aires.

Lo cazaron al vuelo y lo limpiaron de hierbajos. – ¡Hijo mío! ¡Cuánto nos has hecho sufrir! – ¡Creíamos que ya no volveríamos a verte!

Y el padre y la madre lo abrazaron con cariño y, llorando de alegría,

regresaron los tres a su casa. A partir de aquel día, Garbancito se fijó mejor en lo que hacía y, aunque continuó siempre ayudando a sus padres, jamás volvió a quedarse dormido fuera de casa”.

En la barriga del buey encuentran a Garbancito. ¡Ayuda siempre a sus padres, aunque es muy pequeñito!

¿QUIÉN LE PONE EL CASCABEL AL GATO? Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Discos Columbia. Colección “Fábulas para niños”. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche. Y también en Discos Fontana. Adaptación: M. Sierra.

“En la bonita historia que vais a escuchar, queridos amiguitos,

intervienen un gato matón, cascarrabias y greñudo que se llama Bigotazos y una legión de simpáticos ratoncitos a quienes se les presenta, nada más y nada menos, que el siguiente problema:

– ¿A cuántos se ha comido hoy este odioso minino?

– Creemos que pasan de la docena.

– ¿Más de doce? ¡Y aún no ha cenado!

– ¡Ay, rata mía! ¡Lo que nos aguarda esta noche!

– Por una parte, nos conviene ser cada vez menos, porque así tocamos a más en el queso que acaban de traer los dueños de la casa. Pero, ¡eso de estar a merced de las garras del maldito Bigotazos!

– ¡Cuidado, ahí viene!

– Espérame esta noche en la despensa, en frente del queso. Convocaré a todos los ratones para hablar del asunto.

Aquella noche los ratones comenzaron a llegar con aire misterioso a las proximidades del queso.

– ¡Amigos ratones! ¡Silencio, silencio, silencio! No podemos soportar por más tiempo la tiranía de Bigotazos.

– ¡No, no, no, no! ¡De ninguna manera!

– Esta noche, que ha salido al jardín a cazar pajarillos, podemos forjar un plan con toda tranquilidad.

– Veamos, ¿cuál, si puede saberse?

– Ese bicho no tiene más ventaja sobre nosotros que sus dientes y sus uñas.

– ¡Sí, sí, sí, sí! ¡Desde luego, desde luego! – Por lo tanto, podemos cortarle las uñas y arrancarle los dientes.

– ¡Eso, eso! – ¡Dificililla me parece la cosa, muy dificililla! – ¿Puedo hablar yo?

– ¡Desde luego, desde luego!

– Esto es una asamblea general y tú, por tu edad, también puedes

opinar. ¡Habla, habla, buen ratón!

– Yo he observado que el perrito de la señora de esta casa lleva un cascabel atado al cuello.

– ¿Y eso qué tiene que ver con el gato?

– ¡Silencio, silencio! ¡Sigue hablando, abuelo!

– Pues que ese cascabel que lleva el perro, suena siempre que el chucho corre o camina.

– ¡Vaya novedad! ¡Eso ya lo sabíamos!

– Lo que os propongo, ratoncitos míos, es que pongamos a Bigotazos el cascabel. Así, cuando se acerque, lo oiremos desde lejos y nos dará tiempo a escapar.

– ¿Hay que quitárselo al perro?

– No, ratoncito, no. La señora se lo quita por las noches, cuando se acuesta.

– ¡Huy! ¡Estupendo, estupendo, estupendísimo! ¡Te haremos un monumento con corteza de queso por tu gran idea, abuelazo!

– ¡Huy! ¡Es verdad! ¡Qué gran idea! ¡Ponerle un cascabel al gato!

– ¡Un momento, un momento! Queda aceptado, pero… ¿quién le pone el cascabel al gato?

– ¡Yo no, yo no, porque soy muy viejecito!

– ¡Ni yo tampoco, porque soy muy miedoso!

– ¡Ni yo, ni yo, porque soy muy pequeñito y tengo muy poquita voz!

– Entonces, ¿quién le po-ne el cas-ca-bel al ga-to?...

– Del asedio del terrible gato nos podíamos haber librado, con la idea del genial abuelo de quitarle el cascabel al perro. Y pillando al gato bien dormido, de ratones harto y bien comido, el sonoro cascabel colgarle para que su paso denunciase. Pero el problema, pero el dilema, es el peor: ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién le pone el cascabel al gato?”

Lo llevo pensando un rato: ¿quién le pone el cascabel a Bigotazos el gato?

LOS ANIMALES AGRADECIDOS Versión única, recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”.

"Érase una vez un hombre que se fue de su casa en busca de aventuras. Yendo camino adelante, se encontró con cuatro animales (un león, un galgo, un águila y una hormiga), que estaban peleándose, intentando comerse una cabra muerta que había en el suelo.

– Yo como soy el rey de la selva, quiero para mí la mejor parte – decía enfadado el león.

– Tú serás el rey de la selva, pero yo soy la reina de las aves y pienso que la mejor parte debe ser para mí – replicaba el águila con no menos enfado.

– Yo no soy el rey de la selva ni la reina de las aves, pero soy el animal que más corre añadía el galgo – por lo que la mejor parte debe ser mía.

La pobre hormiga apenas se atrevía a levantar la voz, pero pensaba entre sí que también ella se tenía merecido un trozo de cabra, al ser el animal más laborioso y trabajador de cuantos existen en la tierra.

Cuando los cuatro animales vieron acercarse al hombre, le pidieron por favor que les hiciera el reparto. Éste cogió un cuchillo y entregó la carne al león, las tripas al águila, los huesos al galgo y la cabeza a la hormiga, diciendo estas palabras:

– A ti león, que eres el rey de la selva, te entrego la carne, que estoy

seguro será de tu gusto. Las tripas las dejo para el águila, que no tiene dientes. Los huesos serán para el galgo, pues conozco que los de su especie tienen fuertes dientes para comerlos.

La pobre hormiga miraba hacia arriba, esperando pacientemente que le diera a ella su parte. El hombre, tras una pequeña pausa, dijo:

– A ti, hormiga, te entrego la cabeza. Ahí tienes hueso donde roer y casa donde vivir.

Los cuatro animales quedaron contentísimos con el reparto efectuado

y se dispusieron a comer cada uno su parte.

Cuando ya hacía un rato que el hombre se había marchado, dijo el galgo:

– ¡Hay que ver! ¡Después del favor que nos ha hecho, y ni siquiera le hemos dado las gracias!

– ¡Es verdad. Deberíamos pedirle que volviera! – dijo el león –. ¡Que vaya el águila, que lo alcanzará más pronto!

El águila echó a volar, alcanzó con rapidez al hombre y volvieron los dos hacia donde les esperaban el resto de los animales. Al llegar, le dijo el león:

– Toma un pelo de mi melena y llévalo siempre contigo. Cuando

quieras volverte león, no tienes más que decir "Dios y león" y en león te convertirás.

– Cuando quieras convertirte en águila – dijo ésta entregándole una

pluma de la cola – no tienes más que decir "Dios y águila" y en águila te convertirás.

– Pues cuando quieras volverte galgo, no tienes más que decir "Dios y galgo" – añadió éste entregándole un pelo de su rabo.

La pobre hormiga miraba y remiraba su cuerpo, intentando encontrar un regalo que obsequiarle, hasta que al final dijo:

– Todo lo que tengo me hace falta, pero toma una de mis patas, y cuando quieras convertirte en hormiga, no tienes más que decir "Dios y hormiga" y en hormiga te convertirás.

Finalizada la entrega de obsequios por parte de los animales en señal de gratitud, el hombre continuó tranquilo y satisfecho su camino.

Andando, andando, se le ocurrió probar los dones que le habían entregado los animales, convirtiéndose sucesivamente en león, en águila, en galgo y en hormiga.

A los pocos días de estar caminando, vio a lo lejos un castillo y una guapa muchacha en la ventana más alta del mismo, la cual le hacía señas para que se acercara. Sintiendo curiosidad por conocerla dijo "Dios y hormiga", y pasó sin esfuerzo alguno por debajo de la puerta.

Subió escaleras arriba, hasta que dio con la habitación de la joven. Diciendo "Dios y hombre", se convirtió en persona humana. La muchacha sintió en principio miedo de aquel desconocido, ya que llevaba encerrada mucho tiempo en la habitación sin ver a nadie más que al terrible gigante que la tenía prisionera. Más tarde se calmó, al comprobar las buenas intenciones del recién llegado.

La princesa (pues de una princesa se trataba) comenzó a contarle que había sido encerrada por un gigante... En ese mismo momento se escucharon los fuertes pasos del mismo, que subía por las escaleras con gran estrépito: ¡Pon! ¡Pon! ¡Pon! ¡Pon!...

El hombre se convirtió rápidamente en hormiga. El gigante entró en la habitación de la princesa pegando un portazo y diciendo con fuerte voz:

– ¿Quién ha entrado en mi castillo? ¡A carne humana huele distinta a la tuya! ¡A carne humana huele!

Indagó con rabia por toda la habitación, pero por mucho que buscó y rebuscó no pudo encontrar nada. Marchado el gigante, pudo por fin enterarse de cómo podía desencantar a la princesa: a catorce mil leguas del castillo había una laguna en medio del bosque, y en la laguna una serpiente. Había que matar a la serpiente y abrirla. De ella saldría una liebre. De la liebre había que sacar una paloma, y de la paloma un huevo, que contenía la vida de la princesa. El huevo debía ser estrellado en la frente del gigante, para que éste muriera y se acabara el hechizo.

– Yo traeré ese huevo – dijo con decisión. Se puso en marcha con rapidez, y después de mucho andar y andar

buscando a la serpiente, se encontró con una pastora que estaba cuidando unas cabras muy flacas.

– ¿Por qué están tus cabras tan flacas? – le preguntó. – Porque cerca de aquí hay una laguna, y en la laguna una feroz

serpiente que viene de vez en cuando y se come las más gordas.

Él le pidió con agrado quedarse a cuidar el rebaño, contento por haber encontrado por fin el paradero de lo que estaba buscando.

Una tarde, apareció ésta entre fuertes silbidos que aterrorizaban nada más escucharlos.

– "Dios y león" – dijo, convirtiéndose rápidamente en un fiero depredador.

En seguida, comenzó a luchar con la serpiente, prolongándose los

esfuerzos de ambos durante toda la tarde y toda la noche.

Viendo que ninguno de los dos vencía, dijo la serpiente:

– Si yo tuviera un vaso de agua fría, muy pronto la vida te quitaría.

– Pues, si yo tuviera un pan caliente y el beso de una doncella, yo te daría la muerte, serpiente fiera.

Así fue sucediéndose este diálogo una y otra vez, hasta que la pastora

les escuchó un día, acercando al león un pan caliente que acababa de cocer y dándole un beso en su melena. En ese mismo momento acabó el león con la vida de la serpiente.

– "Dios y hombre" – dijo con rapidez, abriendo con un cuchillo a la serpiente.

Al momento salió una liebre, que echó a correr. Sin pensarlo dos veces, dijo "Dios y galgo", alcanzándola en un santiamén y matándola.

Convertido de nuevo en hombre, le rajó la barriga a la liebre y salió de ella una paloma que echó a volar por el cielo.

– "Dios y águila" – fueron sus palabras. Voló con gran rapidez y alcanzó a la paloma. Al decir "Dios y

hombre", abrió su vientre y le sacó el huevo que tenía dentro.

– "Dios y águila" – dijo, agarrando el huevo con las garras y dirigiéndose volando al castillo del gigante.

Al llegar, entró por el balcón que estaba abierto, no sin antes

asegurarse de que el ogro no se encontraba por allí en ese momento.

Llegó hacia la princesa y le entregó el huevo, convirtiéndose posteriormente en hormiga, y esperando pacientemente los dos a que llegara el gigante.

A la mañana siguiente llegó éste a la habitación de la princesa, para

que le quitara los piojos, como era su costumbre nada más levantarse. Ella se puso manos a la obra, como si tal cosa, y cuando más descuidado estaba el gigante, le estrelló el huevo en la frente muriendo el terrible ogro al instante.

Al momento quedó todo desencantado. El castillo se convirtió en un palacio hermosísimo, y la princesa y nuestro protagonista se casaron y vivieron felices, y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron".

Mi memoria aún recuerda lo que Ana a mí me cuenta. Al convertirse en león, quitó el huevo a la serpiente, muriendo el malvado ogro al estrellarlo en la frente.

LOS MÚSICOS DE BREMA Versión única, recogida en el libro “Cuentos e historias de tradición oral de Pegalajar”.

“Hubo una vez un borrico a quien su amo (un molinero sin conciencia) maltrataba continuamente. A pesar de ser ya viejo, se pasaba todo el día trabajando, pero los palos caían sobre su viejo lomo desde que se levantaba hasta que se acostaba. Transportaba sin poder sacos y más sacos de trigo al molino, llegando a faltarle las fuerzas. Como cada vez resultaba menos útil en este trabajo de carga y descarga que durante tantos años había llevado a cabo, el molinero decidió deshacerse de él,

Antes de que lo vendiera para la carne, el pobre animal, que estaba ya cansado del mal trato que le daba, abandonó a su dueño. Se marchó mientras éste dormía, deseoso de recorrer mundo y buscarse la vida en la ciudad de Brema. A nuestro amigo le gustaba mucho la música y pensó que tal vez en esta gran ciudad encontraría trabajo como músico municipal.

No había andado mucho camino cuando se encontró con un gato, de aspecto famélico, que lloraba tristemente.

– ¿Qué te pasa, gatico? – dijo, acercándose a él.

– Pues que me estoy volviendo viejo y me gusta estar todo el día junto al fuego… Hoy he tenido la mala suerte de comerme las sardinas que tenía mi ama preparada para la cena, y me ha echado de la casa para siempre.

– No te preocupes y vente conmigo. Ya somos dos para pasar fatigas juntos. Desde hoy te incorporarás a la banda de música que estoy formando.

El burro le contó con todo detalle las palizas que había recibido de su amo y su propósito de buscarse la vida por sí solo en la ciudad de Brema. El gato estuvo de acuerdo en irse con él y los dos emprendieron el camino, convencidos de haber encontrado el remedio a sus problemas.

Andando, andando, recorrieron caminos y atajos y, cuando menos lo esperaban, se encontraron con un gallo que estaba malhumorado y pensativo.

– ¿Qué te pasa, gallico? – dijeron a la par el burro y el gato.

– ¡De la que me he “librao”! – suspiró el gallo, a punto de echarse a llorar –. Todos los días he cumplido con mi obligación, anunciando puntualmente la salida del sol. Pero se acerca el Día de las Nieves y mis amos, sin tener en cuenta mis servicios, han pensado matarme y comerme para las fiestas. Pero yo he sabido huir con rapidez, antes de de que me hincaran el cuchillo en el pescuezo.

– Pues, si quieres buscarte la vida, vente con nosotros que tenemos

tu mismo problema. Caminemos los tres juntos, y que sea lo que Dios quiera. Vamos en dirección de Brema, a formar una banda de música y tú puedes pertenecer a la misma, dada tu buena voz. – ¡Claro que me voy con vosotros! – dijo el gallo lanzando a los aires un esplendoroso kikirikí.

¡Y dicho y hecho! El burro, el gato y el gallo caminaron sin descanso hacia la ciudad de Brema, huyendo de la mala vida que dejaban atrás y buscando otra sin tantos problemas.

Anda que te andarás, se encontraron con un toro que se alejaba pesaroso de la casa de sus amos.

– Torico, ¿qué haces por aquí? – le preguntaron nuestros tres amigos.

– Pues que estaba "uncío" a la yunta y me he "salío" del "arao". Mi amo me ha "echao" a la calle, diciendo que ya estoy viejo y no valgo para el trabajo.

– Anda, vente con nosotros y no te preocupes por tan poca cosa. Tú también puedes formar parte de nuestra banda.

Hacía ya un rato que caminaban los cuatro amigos a buen paso,

cuando se encontraron con un perro jadeante por una larga carrera.

– Se diría que estás muy cansado – dijeron a coro nuestros cuatro amigos.

– Vosotros también lo estaríais si hubierais corrido como yo,

huyendo de un amo que quería matarme. – ¿Matarte? Pareces un buen perro – exclamó el burro.

– Sí, soy un buen perro, pero muy viejo. Cada día estoy más débil y ya no sirvo para la caza.

– No te apures y vente con nosotros – volvió a decir el burro –. Vamos a Brema a ver si encontramos trabajo como músicos de la ciudad. Tú también puedes ser de la banda.

El perro no se lo pensó dos veces y los cinco amigos siguieron caminando y caminando, hasta que se les hizo de noche. De pronto, divisaron una casa y decidieron refugiarse en ella. Una luz muy débil se filtraba por la ventana e iluminaba los alrededores.

Se sorprendieron mucho al ver aquella luz, pues en un principio habían creído que se trataba de una casa deshabitada. De ahí que entraran silenciosos y con mucho sigilo, temerosos de encontrarse con algún peligro inminente.

Pero, cuál no sería su sorpresa, cuando encontraron la casa totalmente vacía, a pesar de estar la luz encendida.

– ¡Miau, miau! ¡Qué casa más maja! – dijo el gato –. Aquí pasaremos la noche divinamente. Buscaré en la cocina a ver si encuentro una sardinilla fresca para la cena.

– Voy a la cuadra por un poco de paja – añadió el burro, relamiéndose.

– ¡Kikirikí, kikirikí! – cantó alegremente el gallo –. Voy al corral a

ver si encuentro un poco de trigo.

– ¿Hay comida para mí? – preguntó el toro, que también se relamía de gusto después de todo un día de ayuno.

– Yo también necesito mi ración. Unos huesecillos me vendrían la

mar de bien – agregó el perro con la boca hecha agua. Pero, mientras buscaban comida por toda la casa, llegaron los amos

de la misma: unos peligrosos ladrones que se sentaron a la mesa para planear el siguiente de sus robos. ¿Qué harían ahora nuestros cinco amigos? Tenían mucha hambre y no estaban dispuestos a quedarse sin comer.

El burro, muy serio y pensativo, reunió en la cuadra a sus cuatro compañeros, con la intención de idear un plan que les permitiera pasar allí la noche.

– ¡Ya lo tengo! – dijo el gato –. Entre los cinco asustaremos a esos

granujas. Seguid mis instrucciones al pie de la letra y conseguiremos nuestro propósito.

Todos estuvieron de acuerdo con la idea del gato y decidieron ponerla en práctica al momento. A una orden suya los cinco se pusieron a cantar, cada cual a su manera, tan desafinadamente como pudieron. ¡Los gritos que salían de sus gargantas eran impresionantes y podían asustar al mismo miedo, mezclándose los rebuznos del burro, los maullidos del gato, los ladridos del perro y los mugidos del toro, con los desafinados kikirikís del gallo!…

Los ladrones huyeron despavoridos, pidiendo auxilio y corriendo que se las pelaban. El plan del astuto gato había dado resultado…

Muy contentos por el éxito obtenido, los cinco amigos se sentaron a la mesa y llenaron, entre risas, sus desnutridos estómagos.

Antes de buscar un sitio donde dormir, dijo el burro a sus cuatro compañeros:

– Seguro que esta misma noche vuelven otra vez. Debemos estar preparados, esperándolos. Tú, torico, colócate en el pajar. Tú, gallico, en el vasar. Tú, gatico, en las cenizas con un ojo dentro y otro fuera. Tú, perrico, detrás de la puerta. Yo me quedaré en la cuadra. La luz la apagaremos para que no sospechen nada.

Y como estaban muy cansados por la larga caminata del día, los cinco miembros de la banda quedaron muy pronto profundamente dormidos. Sería ya media noche cuando…

El astuto burro tenía razón. A las doce en punto, volvió a la casa uno de los ladrones enviado por sus compañeros, ya que deseaban refugiarse en ella cuanto antes.

Entró sin hacer ruido y sin echar la luz, y se dispuso a inspeccionar las distintas habitaciones. Fue, en primer lugar, a la cuadra. El burro, bien colocado y apoyado con fuerza en sus patas delanteras, le dio un par de pingos, dejándolo sin habla.

Se dirigió después al pajar y el toro, que ya estaba esperándolo, lo corneó con fuerza en el trasero, derribándolo en el suelo con estrépito. El pobre ladrón, aturdido por los porrazos, quiso remojarse la boca y se dirigió al vasar a coger un vaso. ¡Nunca lo hubiera hecho! El gallo, que estaba encaramado encima de él, le picó con toda su fuerza en la cabeza...

Fue entonces cuando vio algo que relucía entre las cenizas y, creyendo que era la llave de la luz, metió la mano en el escondite del gato. Éste, sin pensárselo dos veces, le saltó a la cara y le arruñó con saña, poniéndosela como la de un Santo Cristo. Pudo encontrar la puerta de milagro, donde le esperaba el perro para rematar, con un gran mordisco, el trabajo de sus compañeros. El ladrón abandonó la casa, espantado como alma que lleva el diablo.

– ¡Corramos, corramos! – gritaba con toda su alma, más muerto que vivo –. ¡Huyamos y no se nos ocurra entrar más en este infierno!

– Pero, ¿qué es lo que dice este miedica? – gruñó el ladrón jefe, con cara de pocos amigos.

– ¿Que qué digo? ¡Entra tú en la casa y lo verás! – gritaba con fuerza sin dejar de correr –. ¡Hay un diablo "metío" en las cenizas, que me ha "arañao" la cara con las uñas de un gato! ¡Y hay otro en el vasar que me ha "hincao" una afilada lezna en la cabeza! ¡Y otros tres, uno en la cuadra, otro en el pajar y otro en la puerta de la casa, que dan pingos, horquillazos y mordiscos a diestra y a siniestra! Si alguno de vosotros quiere probar, ¡que entre, que entre!...

Y fue así como los ladrones abandonaron definitivamente su casa, dejándosela a nuestros cinco amigos que vivieron en ella felices, sin tener que soportar a sus antiguos amos. Los músicos de Brema fueron dueños para siempre de la vivienda y tan a gusto estuvieron en ella, que ya no quisieron abandonarla”.

La orquesta dio resultado: los kikirikís del gallo, los rebuznos del borrico y los maullidos del gato. El torico dio mugidos que los dejó sorprendidos, saliendo todos corriendo con los ladridos del perro.

LA CIGARRA Y LA HORMIGA

Versión única: versión literal, escuchada por mis hijos en cassette en la década de los 80. “Los mejores cuentos”. Volumen 1. Editado por Movieplay. Adaptación de M. Poveda y G. Purio.

“La tarde en que empieza nuestro cuento, la cigarra Cantaprados salió de su casa, que estaba escondida entre las ramas de un rosal.

Cantaprados era muy joven y se asombraba mucho de todo lo que

veía. Lo primero que encontró fue una abeja que volaba de flor en flor. Muy alterada, la saludó:

– ¡Buenas tardes! ¡A usted, a usted le digo, a la que vuela entre las

flores! ¿A qué juega usted? ¿Al escondite? – Yo no juego, querida niña. Estoy trabajando intensamente. Chupo

el jugo de la flor de tilo y luego haré miel para comer y cera para las velas. – ¿Se come usted toda la miel? – No: la reparto entre los hombres. Y la abeja siguió trabajando. Cantaprados continuó su paseo

cantando muy alegre: – Viva el verano, viva el calor. Vivan los campos y viva el sol. Viva el verano, viva el calor. Vivan los campos y viva el sol. Yo quiero divertirme, no pienso trabajar. Sacaré mi violín y me pondré a tocar.

Viva el verano, viva el calor. Vivan los campos y viva el sol. Viva el verano, viva el calor. Vivan los campos y viva el sol.

– ¡Ay! ¿Quién es usted que tiene esas alas blancas tan bonitas? – Soy una mariposa. – ¿Y no quiere usted quedarse a cantar conmigo? – No puedo. ¡Lo siento! Tengo que ir a aquella casa y entrar por una

ventana, para que me vea la señora que vive allí y sepa que mañana va a tener carta de su hija.

– ¡Vaya! ¡Todos están haciendo algo! ¡Qué pesados son! ¡Huy, una

mosca! ¡Oiga, señora mosca! ¿Me hace usted la segunda voz con sus alas? – ¡No puedo, no puedo, no puedo! Voy a poner mis huevos ahora

mismo en una cortina de aquella casa. Ya voy con retraso y temo que mis niños salgan raquíticos. ¡Huy, sería terrible!

Y desapareció. En este momento la cigarra Cantaprados se quedó

asombrada mirando una fila larga de negras hormigas que desfilaban en un orden perfecto. Una hormiga, algo apartada, que era el oficial de la tropa, les daba órdenes que todas cumplían a la perfección:

– ¡A…tención! ¡Carguen las semillas! ¡Semillas a la cabeza! ¡Arr!...

¡De frente! ¡Arr!... ¡Un dos, un dos, un dos!...

– Vamos hermanas al hormiguero, luego tendremos un buen granero. Nuestra despensa casi está llena de trigo, arroces, maíz y avena.

Marchad veloces sobre la arena. Cuando la nieve cubra la tierra y no se encuentre comida en ella, tendremos llenas nuestras despensas. Marchad, hermanas, buscad sin tregua.

La cigarra echó a andar tras el ejército de hormigas…

– ¡Un dos, un dos! ¡Un dos, un dos!...

Y las vio cómo trepaban por un montecito de arena, que tenía un

agujero en el centro y por él se iban metiendo una tras otra, cargadas con sus semillas, hasta desaparecer debajo de la tierra. Sólo quedaron fuera los centinelas de la ciudad de las hormigas.

– ¿Adónde van todas? Eso debe ser el metro y van de paseo, ¿no? – ¡No, niña! Eso es nuestra casa y ahí dentro se trabaja. – ¿No juegan por los pasillos a policías y ladrones? – ¡No, niña! Las hormigas no juegan nunca. – ¡Huy, pues vaya aburrimiento ser hormiga! Yo, en cambio, nunca

trabajo. – ¡Ah, algún día lo sentirás, pequeña! Pasó el verano. Luego vino el otoño y los árboles se pusieron

amarillos y todas las hojas se cayeron al suelo. Cantaprados decía: – ¡Huy, qué lata! Cada día hay más hojas tapando mi casita. ¡A ver si

encuentro un trocito de galleta que se le haya caído a algún niño! Allí veo una cosa rosa que huele muy bien. ¡Voy a meterle el diente!

Pero era un chicle que los niños habían tirado en el campo y

Cantaprados se asustó mucho.

– ¡Qué es esto, madre mía! ¡Se me pega en la boca! ¡Ay, ay, ay, que no puedo ni para atrás ni para adelante! ¡Ay!...

Pero consiguió escupirlo y siguió su paseo cantando:

– ¡Qué lista soy! Con buscar un poquitito nada más, siempre pesco algún mosquito y me doy muy buena vida, pues tengo casa y comida. ¡Ay que ver, pero qué lista que soy! Con buscar un poquitito nada más, siempre pesco algún mosquito y me doy muy buena vida, pues tengo casa y comida. ¡Ay que ver, pero qué lista que soy! Con buscar un poquitito nada más, siempre pesco algún mosquito y me doy muy buena vida, pues tengo casa y comida.

Pero un día Cantaprados tuvo mucho miedo, cuando al levantarse

sintió que hacía un frío terrible y que toda la tierra estaba cubierta de una capa blanca.

– ¿Esto qué es? ¡Y se me hunden las patitas! ¡Y la barriga se me

queda helada! ¡Y no ha salido el sol! Bueno, ¡a ver qué encuentro para comer!

Anduvo y anduvo hasta cansarse muchísimo, pero no encontró nada.

¡Nada! – ¡Huy, qué hambre y qué frió tengo! No sé qué hacer… Iré al

hormiguero, a ver si las hormigas que guardan tanto, me dan algo de comer.

Se arrastró helada hasta la puerta del hormiguero y llamó: – ¡Soy la cigarra, que me muero de hambre! ¿Me podrían regalar

unas semillas?

Salió el centinela muy enfadado: – ¡Cigarra Cantaprados! ¿No decías que las hormigas éramos unas

tontas y unas aburridas al trabajar en verano y que lo bueno era cantar y bailar? ¡Pues, canta ahora!...

¡¡¡Plaf!!!... La cigarra se quedó muy triste, caída en la nieve, con las patitas para

arriba, viendo llegar la noche. – ¡Me muero! ¡Qué tonta fui al no prepararme para los fríos del

invierno! ¡Ay! ¿Qué animal se acerca a comerme? Pero era un niño muy bueno… – ¡Pobre cigarra helada! ¡Está casi muerta! La llevaré a casa y la

meteré en la jaula del grillo con comida, a ver si revive. La cigarra, muy agradecida, le quiso decir: – ¡Muchas gracias, querido niño! Pero el niño no lo oyó, porque nosotros no entendemos el idioma de

las cigarras”. ¡Si no trabajas primero, vacío estará tu granero!

LA CIGARRA Y LA HORMIGA

EL SASTRECILLO VALIENTE Versión única: versión literal, escuchada por mis hijos en cassette en la década de los 80. “Los mejores cuentos”. Volumen 4. Editado por Movieplay. Adaptación de M. Poveda y G. Purio.

“Hace mucho tiempo, había un sastrecillo que vivía solo en su casa y

se sentaba a coser al lado de la ventana para ver mejor con la luz del sol. Una mañana, mientras cosía, oyó la voz de una mujer que pregonaba:

– ¡A la rica confitura de fresa! ¡Vendo mermelada muy rica! El sastrecillo era muy goloso y compró algo de confitura: poca,

porque tenía poco dinero… – Terminaré de coser este chaleco y luego extenderé la confitura

sobre una rebanada de pan. Pero, cuando se la fue a comer, se dio cuenta de que sobre la

mermelada había muchísimas moscas tan golosas como él. El sastrecillo se enfadó mucho y, agarrando una tira de tela que tenía a mano, les pegó a las moscas un tremendo papirotazo y siete de ellas quedaron muertas en el acto.

El sastre comenzó a gritar, muy satisfecho: – ¡Huy, qué tío soy! ¡He matado siete de un golpe! ¡Siete de un solo

golpe! ¡Soy fenomenal! En ese momento pasaban bajo su ventana unos soldados del rey. Y

cuando oyeron lo que gritaba, le dijeron: – Sastrecillo, ven con nosotros al palacio de su majestad, que quizá

sirvas tú para prestarle un gran servicio. El sastrecillo se puso muy contento y orgulloso, al pensar que iba a

ver el palacio y hablar con el rey en persona. Los soldados lo dejaron un momento en la antesala y en seguida volvieron diciendo:

– Dice su majestad que pases a su presencia.

Pasó el sastrecillo, bastante avergonzado, al ver el salón tan enorme y allá al fondo el trono, con el dosel encima, y al monarca sentado grave y majestuoso. El rey habló:

– Te he hecho venir, porque sin duda eres hombre valiente y fuerte, a

pesar de tu tamaño. Mis servidores te han oído decir que has matado a siete de un golpe y sin duda eres tú el hombre que necesito. Has de saber que, desde hace algún tiempo, hay en nuestro reino un terrible ogro que está causando grandes destrozos y aterrando a los campesinos, y pienso que para ti será facilísimo terminar con él.

El sastrecillo sintió que se le ponían los pelos de punta. Pero pudo

sacar un hilito de voz para preguntar: – ¿Qué, qué… me daréis a cambio, señor? El rey, que estaba desesperado con el ogro, al que sus ejércitos no

lograban derrotar, le contestó: – Pues, si lo matas, te daré a mi hija como esposa y la mitad de mi

reino. La princesa era bellísima y la mitad del reino tampoco era ninguna

tontería. Así que, casi sin darse cuenta, el sastre contestó: – Ahora mismo, majestad, parto en busca del ogro. Anduvo todo el día y al anochecer, ya muy cansado, se sentó en un

campo. En su bolsa de viaje llevaba un pajarillo, que era su compañero en las horas de costura, y un queso pequeño que había cogido por si tenía hambre.

Precisamente se disponía a sacarlo para comer, cuando oyó unos

pasos espantosos que se acercaban haciendo temblar el suelo, como si hubiera un terremoto. Al tiempo que un tremendo vozarrón preguntaba:

– ¿Qué haces sentado en mis dominios, miserable gusano? El sastrecillo contestó con gran desparpajo: – ¡O tú en los míos, grandullón! – ¡Ah, mira lo que voy a hacer contigo! ¡Mequetrefe! ¡Ignorante!

Y diciendo esto, el ogro tomó del suelo una piedra grande y redonda y, apretándola con una mano, la hizo harina.

– ¡Bah, eso no es nada! ¡Yo también lo sé hacer mejor que tú! Y, sacando con disimulo el queso de su zurrón, hizo como que se

agachaba a coger una piedra y “espachurró” el queso en su mano. El ogro se quedó asombrado y entonces, agarrando otra piedra del suelo, la tiró lejísimos diciendo:

– ¡A ver si eres tú capaz de tirar una piedra tan lejos! – ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Vaya tontería! Yo la tiraré tan lejos que no la verás

bajar. Y, sacando disimuladamente el pájaro de la bolsa, lo echó con fuerza

hacia el cielo donde el animalito desapareció de lo más contento. El ogro, que era medio tonto, estaba admiradísimo…

– ¡Vaya, vaya! Veo que no te había conocido a primera vista. ¡Ajá,

ajá, ajá! Te convido a cenar y a dormir en mi casa. – ¡Con mucho gusto acepto tu invitación! Cenaron en casa del ogro y luego el sastrecillo se acostó en una cama

grandísima que había al lado. Pero, como era muy listo, se dijo: – ¡Que se cree el tío este, que voy a pasar la noche ahí tan tranquilo!

Me esconderé en aquel rincón, sin que él se dé cuenta. En efecto, a media noche, el ogro cogió una barra de hierro y,

acercándose de puntillas a la cama del sastre, descargó en ella toda su furia, moliéndola a golpes. El muy bruto se reía con su gran vozarrón:

– ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ya terminé con este hombrecillo, que

era tan fuerte! ¡Ya no hay nadie que pueda compararse conmigo! ¡Ja, ja, ja, ja!

Pero, a la mañana siguiente, se quedó boquiabierto al ver que se le

acercaba el sastrecillo y le decía tan tranquilo: – ¡Huy, qué bien he dormido! ¡Soñé que me hacían cosquillas con un

palo! ¡Huy, qué risa!

– ¿Eh? El ogro se asustó muchísimo y decidió marcharse a otro país, donde

no existiera un hombrecillo tan fuerte. Echó a correr a campo traviesa y no se le vio nunca más.

El sastrecillo, muy contento, corrió también hacia el palacio del rey

gritando: – ¡Majestad, majestad! ¡Ya derroté al ogro! ¡Vengo a recoger mi

premio! Pero este rey era bastante informal y le contestó: – Bueno, bueno, muchacho: primero debes matar a dos gigantes

enormes que hay al sur del país. Luego hablaremos… El pobre sastrecillo se dirigió esta vez al sur y vio a dos gigantes

charlando al pie de un árbol, sentados en el suelo. Sintió que el corazón se le paralizaba y, escondiéndose tras una roca, esperó a ver qué pasaba. Los gigantes tenían calor y sueño y decían:

– ¡Oye, tú, vamos a echarnos una siestecita a la sombra de ese árbol! – ¡Buena idea!... Cuando roncaban como dos locomotoras, el sastre se llenó los

bolsillos de piedras y, encaramándose al árbol, encima de los gigantes, lanzó una sobre la cabeza de uno de ellos… Éste se despertó furioso y dijo a su amigo:

– ¡Oye tú, estúpido! ¿Por qué me golpeas? – ¿Yo? – ¡Sí, tú! – ¡Anda, anda ya, anda ya! ¡Tú estás soñando! ¡Duerme, duérmete un

poco! – ¡Ten mucho cuidado a partir de ahora y a mí no me toques!

Se durmieron y el sastrecillo tiró otra pedrada al gigantón, que le dio en toda la nariz. Entonces éste se levantó hecho una furia y se lió a golpes con su amigote. El otro se los devolvía. ¡Era algo horroroso de ver!...

El pobre sastre se tapaba los ojos y los oídos, aterrado. Los gigantes

se atizaban tan tremendos puñetazos que al fin cayeron muertos en el suelo. En ese momento se bajó el sastrecillo del árbol y corrió velozmente a palacio.

– ¡Señor, señor, ya terminé con los dos gigantes! Y el rey ya no tuvo más remedio que darle a su hija y a la mitad de

su reino. El sastrecillo fue muy, muy feliz y no volvió a coser en su vida. Y sí comió mucha, muchísima confitura de fresa”.

Con una honda cargada, David venció a Goliat…

A David y al sastrecillo en la vida has de imitar: los “ogros” y los “gigantes” no te deben de asustar.

LAS BOTAS DE SIETE LEGUAS O PULGARCITO Versión única de la tradición oral de Pegalajar. Cuento original de Charles Perrault. Aportaciones del libro “Cuentos de Perrault” de Ediciones Susaeta.

“Hubo una vez una familia de leñadores muy pobre, con siete hijos

pequeños a los que alimentar, que vivía en una casita a la entrada del bosque. El más pequeño de los hermanos no levantaba un palmo del suelo, siendo tan pequeño como el dedo pulgar, por lo que sus padres y sus hermanos le pusieron el nombre de Pulgarcito.

Marido y mujer estaban tristes y apenados, viendo que no tenían pan para dar de comer a sus hijos. Temían verlos morir de hambre cualquier día. Una noche, mientras sus hermanos dormían, escuchó Pulgarcito la siguiente y triste conversación de sus padres:

– Si nuestros hijos continúan con nosotros, morirán de hambre – decía desesperado el pobre leñador –. Debemos llevarlos al bosque y abandonarlos en él. Tal vez tengan suerte y alguna persona bondadosa los recoja en su casa. Ésta es la única manera de que puedan seguir viviendo.

– ¿Abandonar a nuestros hijos? ¡De ninguna manera! – lloró enternecida la madre –. ¿Tendrías valor para dejar que se pierdan?

– No hay otra solución. Si se quedan con nosotros, no encontrarán mañana nada que echarse a la boca…

Por más que su marido trataba de convencerla, ella no podía consentirlo. Era pobre, pero era su madre. Sin embargo, después de considerar lo doloroso que sería para ella verlos morir de hambre, consintió y, llorando, fue a acostarse…

Al día siguiente, nada más amanecer, se levantaron todos los de la casa. La madre dio el último mendrugo de pan duro que quedaba a sus hijos y el padre y los siete hermanos partieron hacia el bosque. Pero Pulgarcito, poniendo en práctica el plan que había estado pensando durante toda la noche, había llenado sus bolsillos de piedras pequeñas y… quedándose el último, fue arrojándolas al suelo, sin que su padre lo advirtiera.

Cuando llegaron a un lugar apartado, éste les dijo:

– Buscad leña por los alrededores. Ya sabéis que en la casa hace mucho frío y necesitamos calentarnos.

Los siete hermanos se separaron y buscaron ramas y palos para

quemarlos en la lumbre. Al cabo de un buen rato, cada uno se presentó con un haz de leña en el mismo lugar de donde habían partido. Pero el padre ya no estaba. Según lo planificado, los había abandonado, volviendo a su casa muerto de pena. Los hermanos de Pulgarcito se pusieron a llorar desconsolados.

– No lloréis y no tengáis miedo – dijo éste –. Yo he ido tirando piedras por el camino y ahora sabremos cómo podemos volver a casa. Seguidme.

Todos emprendieron la marcha detrás de su pequeño hermano, el

cual les fue mostrando el camino hasta llegar a su casa. Los padres se sorprendieron mucho al ver llegar a sus hijos, pero en el fondo de su corazón se pusieron muy alegres al comprobar que no les había pasado nada.

La miseria en la casa de los leñadores era cada día mayor y los

padres no tuvieron más remedio que volver a hacer otra vez lo mismo. En esta ocasión, el padre vigiló a Pulgarcito para que no pudiera llenar su bolsillo de piedras.

Pero éste no se comió el trozo de pan duro que le había dado su

madre, a pesar de la mucha hambre que tenía, y se lo guardó en el bolsillo. Como la vez anterior, se quedó el último y fue arrojando pequeñas migajas por el camino.

Llegados al medio del bosque, se dispersaron de nuevo para buscar leña. Cuando regresaron, vieron con tristeza que su padre había vuelto a abandonarlos. Al verse perdidos, los seis hermanos rodearon de nuevo a Pulgarcito. Pero esta vez no pudo encontrar el camino, porque los pajarillos del bosque se habían comido todas las migajas de pan, borrándose las huellas dejadas tan astutamente.

Al ver que la tarde iba cayendo y se encontraban totalmente perdidos en el bosque, comenzaron a llorar desconsolados. Por todas partes creían oír aullidos de lobos que venían hacia ellos para comérselos. Apenas se atrevían a hablarse ni a volver la cabeza.

En ese momento sobrevino una fuerte lluvia que los caló hasta los huesos. Resbalaban a cada paso y se caían al suelo, volviendo a levantarse totalmente embarrados, no sabiendo qué hacer con sus sucias manos.

– ¡No os preocupéis! – dijo Pulgarcito –. Yo seré vuestro guía.

En ese momento, y dada su diminuta estatura, pudo encaramarse a

las ramas más altas de un árbol, tratando de buscar desde ellas algún lugar al que dirigirse. Nada más llegar arriba, divisó una pequeña luz que parecía venir de una casa en el interior del bosque. Hacia allí se dirigió veloz Pulgarcito, seguido de sus seis hermanos que no paraban de llorar.

Llegados a la luz, llamaron con decisión a la puerta de la casa. Salió a abrirles una mujer que les dijo:

– ¿Qué queréis? ¿Qué buscáis tan lejos de la casa de vuestros padres? ¿No sabéis que ésta es la casa de un ogro que se come a los niños pequeños?

– ¡Nos hemos perdido! – respondió Pulgarcito –. Estamos muy cansados y tenemos mucha hambre. Déjenos pasar aquí la noche. Si nos quedamos fuera, los lobos podrían atacarnos y comernos.

– ¡Es imposible! – dijo la buena mujer –. Mi marido es un terrible ogro y os comerá nada más veros.

– ¡Déjenos pasar, por favor! – volvió a decir Pulgarcito –. Si estamos bien escondidos, el ogro no podrá encontrarnos.

Compadecida de los siete niños, secó sus ropas en el fuego, les dio de cenar y los escondió debajo de la cama. Al poco rato llegó el ogro pidiendo la cena y dando grandes voces:

– Mujer, ¡a carne humana huele! ¡A carne humana huele!

– Debe ser el cordero que te estoy preparando para la cena. Pero el ogro continuaba olfateando a izquierda y a derecha, al tiempo

que repetía sus anteriores palabras: – ¡A carne humana huele! ¡A carne humana huele!

Y, buscando por toda la casa, encontró a los niños dormidos debajo de la cama.

– ¡Qué tiernos deben estar! – dijo el ogro relamiéndose –. Me los comeré ahora mismo.

Y devoraba a los pequeños con los ojos, pensando en los sabrosos

trozos que degustaría cuando su mujer hubiera hecho una buena salsa con ellos. En ese momento cogió un gran cuchillo y, según iba acercándose a los pobres niños, lo afilaba con una larga piedra que llevaba en la mano izquierda.

Ya había agarrado a uno de los hermanos, cuando le dijo su mujer: – Mañana tendrás tiempo de comértelos. Siéntate tranquilo y tómate

la cena que te he preparado.

El ogro se puso a cenar y a beber vino, como era su costumbre y, con la borrachera, pronto le entró sueño y se fue a dormir.

Tenía éste siete hijitas que dormían tranquilamente en su habitación.

Había también allí una cama grande en la que la mujer, una vez descubiertos los hermanos de Pulgarcito, había acostado a los niños. Las hijas del ogro llevaban coronas, que no se quitaban ni para dormir, y a Pulgarcito se le ocurrió la idea de cambiar las coronas por los gorros que él y sus hermanos tenían puestos.

A media noche, el ogro se despertó con hambre y se dirigió al dormitorio de los niños con idea de comérselos. Iba a oscuras y entró tanteando. Al tocar las cabezas de éstos con las coronas puestas, creyó que se había confundido de cama y se dirigió a la de sus propias hijas, tragándoselas en un momento nada más palpar los gorros. Vuelto a su cama, se durmió de nuevo profundamente.

En cuanto Pulgarcito oyó que el ogro roncaba, despertó a sus seis hermanos y se alejaron corriendo de aquel lugar. Estuvieron andando toda la noche y a la mañana siguiente vieron, con gran sorpresa, que se encontraban muy cerca de su casa.

Mientras tanto, el ogro se había dado cuenta de su error y le dio un ataque de rabia. Se calzó sus botas mágicas, con las que recorría siete leguas con cada paso que andaba, y salió veloz persiguiendo a los niños.

Éstos vieron de lejos al ogro, que iba de montaña en montaña y cruzaba enormes ríos con la misma facilidad con que hubiera cruzado el más pequeño de los arroyos. Y cuando Pulgarcito se dio cuenta de que el ogro les pisaba los talones, descubrió una roca hueca cercana al lugar donde estaban. Allí mandó esconder a sus seis hermanos y se metió también él, sin dejar de mirar lo que hacía el ogro.

Éste, que estaba muy cansado del largo camino que había andado,

quiso descansar y casualmente fue a sentarse encima de la roca donde los niños estaban escondidos. Y, durmiéndose con rapidez, se puso a roncar tan espantosamente, que los pobres niños no pasaron menos miedo que cuando llevaba su gran cuchillo para cortarles el cuello.

No le ocurrió lo mismo a Pulgarcito.

– Huid rápidamente a casa mientras el ogro duerme, y no tengáis cuidado por mí.

Y así lo hicieron los seis asustados hermanos. Mientras tanto, Pulgarcito se acercó al ogro, le quitó suavemente las botas y se las puso él al instante. Las botas eran muy grandes y muy anchas, pero, como estaban encantadas, tenían el don de agrandarse y empequeñecerse según la pierna del que las calzaba, de forma que se ajustaron a sus pies como si las hubieran hecho a propósito para él.

En pocos minutos llegó al palacio del rey y le pidió soldados para coger prisionero al ogro. Al frente de una tropa a caballo, llegó Pulgarcito con los soldados al sitio donde seguía durmiendo el ogro. Lo ataron con grandes sogas y se lo llevaron a los calabozos de palacio, quedando el país libre de aquel terrible enemigo.

El rey, entusiasmado por la captura, le dio mucho dinero a Pulgarcito. Contento y feliz volvió éste a su casa, consiguiendo para sus padres y sus hermanos las comodidades que antes no tenían y tanto necesitaban”.

Pequeño como un pulgar a todos supo salvar.

PERIQUITO TRAGAPEPES

Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Pues señor, a principios del siglo XII, antes del siglo XV, vivía un

labrador que tenía un hijo llamado Periquito. No lejos de la casa de Periquito habitaba un terrible gigante, a quien todos conocían con el nombre de Pepe.

El gigante Pepe abultaba lo que tres hombres y para calmar su apetito robaba cuantos bueyes y ovejas encontraba, por lo que tenía atemorizados a todos los habitantes de la comarca. El padre de Periquito se quejaba:

– ¡Ay! ¡Este gigante va a ser la ruina de todos los labradores! Periquito, hijo mío, ¡si Dios no se apiada de nosotros, estamos perdidos!

– No te apures, padre. ¡Yo mataré al gigante Pepe!

– ¿Tú matar a Pepe?

– ¡Sí!

– ¡Infeliz! ¡A él que es capaz de hundir esta casa de un manotazo!

– Te digo que no te apures, padre.

Y en efecto, una noche salió Periquito de su casa, sin que el padre lo advirtiera, en busca de la gruta del gigante Pepe. Una vez allí cavó un hoyo en el suelo, lo cubrió con hierbas y palitos para disimularlo, y cuando hubo terminado, tocó con fuerza el cuerno de caza que llevaba. De pronto…

– ¡Ah! ¿Quién ha osado acercarse a mi gruta?

– ¡Oiga!

– ¿Eh? ¡Ah, tunante! ¿Has sido tú?

– ¡Sí, señor!

– Está bien, me servirás de cena aliñadito con unos cuantos melones como aceitunas. ¡Sí, sí! ¡Ay, qué rico debes de estar!

– ¡Pero antes tendrías que darme alcance! – ¿Darte alcance, mocoso? ¡Pues claro que sí! ¡Ahora verás! ¡Ven

aquí!

Y el gigante Pepe salió en persecución de Periquito, que corrió hacia la trampa que tenía preparada. Y en efecto…

– ¡Ay, ay, ay! ¡Que me traga la tierra! ¡Maldito niño!... Pepe había metido el pie en el hoyo, cayendo dentro con gran

estrépito, lo que aprovechó Periquito para, enarbolando un hacha, rebanarle la cabeza.

– ¡Ahora verás!...

– ¡Ay, ay!...

Después de tan gran hazaña, Periquito volvió a su casa y todo el pueblo celebró solemnemente la muerte de Pepe.

– Como alcalde de esta villa y por tu heroica hazaña, te entrego como ofrenda esta espada que fue del bravo conde de Rabadilla y te adjudico el honorífico título de Periquito Tragapepes.

Mas poco iba a durar la alegría en la comarca. A los pocos días…

– ¡Ay, hijo! ¿Sabes que en la cercana Papilandia ha hecho su aparición otro gigante, que tiene secuestrada a una princesa?

– ¿Otro gigante? ¡Je, je! ¡Gigantes a mí! Papi, mañana libraré a Papilandia de ese monstruo y así tendré ocasión de estrenar la espada que fue del bravo conde de Rabadilla.

Y al amanecer del nuevo día, Periquito salió del pueblo cantando su himno de guerra:

– Periquito Tragapepes me llaman en la región, porque he matado tres ogros, un gigante y un dragón.

Con ingenio y valentía, tía, tía, tía, tía, siempre adelante salir, lir, lir, lir, lir. Y lo mismo mato a uno, que matar a siete mil. Periquito Tragapepes de gigantes es el temor. De montañas y de valles yo soy el dueño y señor.

Cuando llevaba un rato caminando, sintió apetito y se sentó a un lado

del camino para tomar de su zurrón algo de pan y tocino.

– Hijo, ¿no le darás un poco de pan a esta pobre anciana, que lleva varios días sin abrir la boca más que para bostezar?

– ¡Pues claro que sí! Toma mi comida, abuelilla. Yo puedo aguantar más tiempo sin comer.

– ¡Ay, gracias, hijo! Y por tu buen corazón, voy a regalarte esta capa que te hará invisible a todo el mundo cuando te la pongas…

Poco después llegaba ante la gruta del gigante Ronchabichos.

– ¡Socorro, socorro! ¡Auxilio a un pobre caminante que se ha perdido

en la noche!

– ¿Eh? ¿Quién anda por ahí?

– ¡Yo!

– ¿Te has perdido?

– ¡Sí! – Pasa, pasa, pequeño, que aquí encontrarás cuanto deseas. ¡Ya tengo

aperitivo para la cena de esta noche! ¡Je, je, je! ¡Me lo comeré rociado con treinta cubos de buen vino! Aquí dormirás bien. Hasta mañana y que sueñes con los angelitos… ¡Ja, ja, ja, ja!

– Este tío grandullón se cree que soy tonto y me la va a dar con queso. ¡Je, je! ¡Ya verás lo que es bueno!

Y cuando el gigante Ronchabichos se alejó, Periquito se puso la capa que le hacía invisible y recorrió todos los aposentos hasta llegar a donde estaba la princesa de Papilandia. Hizo una señal en la puerta para acordarse y luego fue en busca del gigante.

– ¡Eh! ¡Ronchabichos!

– ¿Quién me llama?

– ¡Yo!

– ¡Hum! ¡No se ve a nadie!

– ¿No se ve? ¡Pues toma!

– ¡Ay, ay! ¡Me has matado!

Acercándose al gigante le había clavado la espada, librando a la

comarca de semejante monstruo y liberando a la joven princesa.

Como Periquito Tragapepes era muy pequeño, no se pudo casar con ella como ocurre siempre en los cuentos, pero su padre el rey le regaló cien sacos llenos de oro, cincuenta caballos y un peón de plata maciza.

Así vivieron felices Periquito Tragapepes y sus padres, que por cierto eran de Yepes”.

Periquito Tragapepes de gigantes es el temor. De montañas y de valles él es el dueño y señor.

PERIQUITO TRAGAPEPES

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS Cuento original de los Hermanos Grimm. Versión única y casi literal del Grupo de Literatura Infantil de los Grupos Pedagógicos de Jaén. Canción: “Los mejores cuentos”. Volumen 1. Editado por Movieplay. Adaptación de G. Purio y V. Rodríguez.

“Cierto día de crudo invierno, en que los copos de nieve caían lentamente sobre la tierra, hallábase una reina en su palacio, sentada junto a una gran ventana y bordando un finísimo pañuelo. Mirando cómo nevaba, se pinchó un dedo con la aguja. El dolor le hizo alzar bruscamente la mano, de modo que, de la pequeña herida, cayeron unas gotas de sangre sobre la blanca nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la nieve era tan bello, la reina pronunció el siguiente deseo:

– ¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nieve, cuyos labios sean rojos como la sangre y los cabellos tan negros como el ébano del marco de esta ventana!

Poco tiempo después quedó complacida y le nació una niñita que era tan blanca como la nieve, con unos labios rojos como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano. Por esta razón, le pusieron el bonito nombre de Blancanieves.

Al cabo de algún tiempo murió la reina y el rey, si bien lloró mucho tan dolorosa pérdida, transcurrido un año hubo de casarse de nuevo por el bien del reino que gobernaba y escogió para compartir el trono a una preciosa princesa de un reino vecino.

La nueva reina era una mujer hermosa, pero muy orgullosa, altanera y arrogante, pues se consideraba la más hermosa del mundo, no pudiendo soportar que hubiese nadie cerca o lejos que la pudiese aventajar…

Era dueña de un espejo mágico que le había regalado una vieja hechicera amiga suya. El tal espejo le contestaba, cuando se le ocurría preguntarle a propósito de su belleza. Su dueña se contemplaba en él mañana y tarde, y le preguntaba a todas horas:

– ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de esta región – respondía siempre el

espejo.

Ella quedaba satisfecha, pues sabía que su espejo siempre decía la verdad. Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más. Cuando alcanzó la edad de quince años, era tan bella como la clara luz de la mañana y mucho más linda que la reina. Ocurrió que un día ésta, mientras contemplaba satisfecha su rostro, le preguntó al espejo:

– ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de este lugar, pero la linda Blancanieves lo es mucho más. ¡Terrible fue el disgusto de la reina al escuchar semejante

afirmación! Tuvo mucho miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, siempre que veía a Blancanieves, el corazón le daba un vuelco en el pecho. Tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia, su orgullo y sus celos crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche. Entonces hizo llamar a un cazador y le ordenó con gran autoridad:

– Esta noche vendrás a palacio en busca de mi hijastra y te la llevarás al rincón más escondido del bosque. No quiero que aparezca más ante mis ojos. Una vez allí, matarás a esa mocosa y me traerás sus pulmones y su hígado, como prueba de haber cumplido mi mandato.

A la hora convenida, el cazador fue a buscar a la pobre Blancanieves y se la llevó al bosque. Cuando estuvieron en un lugar solitario, echó mano a su gran cuchillo de monte y se dispuso a matarla. Cuando la niña se dio cuenta de sus planes, se puso a llorar con desconsuelo y, cayendo de rodillas ante él, exclamó:

– ¡Mi buen cazador, no me mates! ¡Apiádate de mí! Correré hacia el espeso bosque y no volveré a palacio nunca más.

Como era tan linda, el cazador tuvo piedad de ella y le dijo: – ¡Corre, pues, mi pobre niña! Te dejo marchar, pero a condición de

que cumplas lo prometido.

Blancanieves, hizo la promesa llena de agradecimiento y se apresuró a dejar al cazador. Pensaba éste, sin embargo, que las fieras la devorarían muy pronto. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso de encima de su noble corazón. En ese momento, el cazador mató un corzo que venía saltando por el camino; extrajo sus pulmones y su hígado, y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocinero los aderezó y la mala madrastra los comió, creyendo que de verdad eran de Blancanieves.

Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de un gran bosque, abandonada por todos y con tal miedo que hasta las hojas de los árboles la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió durante lo que restaba de la noche y todo el día siguiente. Los animales feroces que encontraba a su paso, no le hacían el menor daño.

Cuando ya tenía los pies destrozados por las piedras del camino y por las espinas que se clavaba, vio una casita a la que entró para descansar. En la cabaña todo era pequeño, pero enormemente lindo, limpio y ordenado. Había una mesita con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve.

Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves comió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sintió muy cansada y se quiso acostar en una de las camas. Pero ninguna era de su medida, excepto la séptima que le vino bien. Se acostó, se encomendó a Dios y se durmió plácidamente.

Cuando cayó la noche, volvieron los dueños de la casa. Eran siete enanitos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete pequeños faroles y advirtieron con rapidez que alguien había entrado en la casa, pues las cosas no estaban en el orden en que las habían dejado. Los siete a la vez exclamaron:

– ¿Quién se sentó en mi sillita?

– ¿Quién comió en mi platito?

– ¿Quién utilizó mi pan?

– ¿Quién probó mis legumbres?

– ¿Quién pinchó con mi tenedor? – ¿Quién cortó con mi cuchillo?

– ¿Quién bebió en mi vaso?

Luego, el primero de los enanos pasó su vista alrededor y viendo una

pequeña arruga en su cama dijo:

– ¿Quién anduvo en mi lecho?

Los otros acudieron y exclamaron:

– ¡Alguien se ha acostado también en el mío!

Mirando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanieves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Entonces fueron a buscar sus siete pequeños faroles para alumbrarla.

– ¡Oh, Dios mío! – exclamaron –. ¡Qué niña tan bella ha entrado en nuestra casa!

Y sintieron una alegría tan grande que no la despertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus compañeros y así pasó la noche. Al amanecer, tan pronto la joven abrió los ojos, experimentó hondo sobresalto al encontrar rodeada su camita por los siete enanos. Pero pronto se tranquilizó al ver que le sonreían con dulzura y gran cariño, al tiempo que le preguntaban:

– ¿Cómo te llamas, pequeña?

– Me llamo Blancanieves – respondió ella. – ¿Y cómo llegaste hasta nuestra casa? – ¡Ay, si supierais, buenos enanitos! La reina, mi madrastra, ordenó

que me matasen. Si el cazador consintió en dejarme vivir, fue a condición de que jamás regresara a palacio.

Los enanos le dijeron:

– Si quieres hacer las tareas de la casa (cocinar, hacer las camas, lavar, coser y tejer) y si tienes todo en orden y bien limpio, puedes quedarte con nosotros y no te faltará de nada.

– Sí – respondió Blancanieves –. Acepto de todo corazón. Y se quedó a vivir con ellos. Todas las mañanas los despertaba

diciendo: – ¡Venga, dormilones! ¡Ya está el desayuno preparado y es hora de ir

a trabajar! Ahora haré las camas, lavaré los platos, arreglaré la casa, plancharé la ropa y todavía me quedará tiempo para ir al bosque a jugar con mis amiguitos los animales.

Y la linda Blancanieves cantaba:

– Con mis enanitos soy feliz. Tengo una casita. ¡Qué ilusión! Mullo los colchones, limpio los rincones, vivo en su continua admiración. Cuido la casita con primor. Todo lo merece su bondad. Con mis pajarillos y mis cervatillos, encontré por fin felicidad.

Y tras la canción, los enanos partían hacia las montañas, donde

buscaban los minerales y el oro de las entrañas de la tierra, y regresaban por la noche. Para ese momento la casa ya estaba muy bien arreglada y la comida estaba lista. Como durante todo el día la niña permanecía sola, los buenos enanos la previnieron:

– ¡Cuídate de tu madrastra! ¡Pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie en la casa!

Desde que ordenara matar a su hijastra, la reina no había consultado al espejo mágico, convencida de ser la más bella de todas las mujeres. Pero un día se colocó de nuevo ante el espejo y le preguntó:

– ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de este lugar. Pero, pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más.

La reina quedó aterrorizada, pues sabía que el espejo no mentía

nunca. Se dio cuenta de que el cazador la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella, pues hasta que no fuera la más bella de la región, la envidia no le daría tregua ni reposo. Finalmente urdió un plan: se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irreconocible.

Así disfrazada, atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los

siete enanos, golpeó a la puerta con fuerza y dijo:

– ¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!

– ¡Buen día, buena mujer! ¿Qué vende usted? – preguntó la niña. – Una excelente mercadería – respondió la anciana –. Cintas de todos

los colores.

La vieja sacó una de las cintas en seda multicolor y Blancanieves pensó:

– No hay peligro alguno. Puedo dejar entrar a esta buena mujer.

Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar la linda cinta.

– ¡Niña! – dijo la vieja –. ¡Qué mal te has puesto esa cinta! Acércate, que te la arreglaré yo como se debe.

Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápidamente, la vieja lo oprimió tan fuerte, tan fuerte, que Blancanieves perdió el aliento y cayó al suelo como muerta.

– Y bien, hermosa Blancanieves – dijo la vieja –. Dejaste de ser la más bella.

Poco después, a la noche, los siete enanos regresaron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blancanieves en el suelo, totalmente inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron con rapidez y la niña comenzó a respirar y a reanimarse poco a poco. Cuando los enanos supieron lo que había pasado, dijeron:

– La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estemos en casa!

Cuando la reina volvió a su palacio, se puso frente al espejo y preguntó:

– ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de este lugar. Pero pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más.

Cuando oyó estas palabras, toda la sangre le afluyó de un golpe a su

malvado corazón. El terror la invadió por completo, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.

– Pero ahora – dijo rabiosa –, voy a inventar algo que la hará perecer.

Y con la ayuda de sortilegios, en los que era experta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfrazó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida, atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó con fuerza a la puerta y gritó:

– ¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!

Blancanieves miró desde dentro y dijo:

– Sigue tu camino, buena mujer. No puedo dejar entrar a nadie.

– Al menos podrás mirar – dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.

Tanto le gustó el peine a la niña, que se dejó seducir por segunda vez y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre la compra, la vieja le dijo:

– Ahora te voy a peinar como corresponde.

La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal de nadie, dejó hacer a la vieja. Pero apenas ésta le había colocado el peine en los cabellos, el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó al suelo sin conocimiento.

– ¡Oh, prodigio de belleza! – dijo la mala mujer –. ¡Ahora sí que acabé contigo!

Por suerte, la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon en seguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. Entonces le advirtieron una vez más que debería cuidarse y no abrir la puerta a nadie.

En cuanto llegó a su casa, la reina se colocó frente al espejo y dijo: – ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de este lugar. Pero pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más.

La reina, al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló

de cólera.

– Es necesario que Blancanieves muera – exclamó –, aunque me cueste la vida a mí misma.

Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que

nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena. Era blanca y roja, y tan bien hecha que tentaba a quien la veía. Pero apenas se comía un trocito de ella, sobrevenía rápidamente la muerte.

Cuando la manzana estuvo preparada, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los enanos. Golpeó la puerta con fuerza como de costumbre. Blancanieves sacó la cabeza por la ventana y dijo:

– No puedo dejar entrar a nadie. Los enanos me lo han prohibido.

– No te quiero para nada – dijo la campesina –. Solamente deseo regalarte una de mis manzanas. Toma y come.

– No – dijo Blancanieves –. Tampoco debo aceptar regalo alguno.

– ¿Temes que esté envenenada? – dijo la vieja –. Mira, cómo corto la

manzana en dos partes; tú te comes la parte roja y yo me comeré la parte blanca.

La manzana estaba tan ingeniosamente hecha, que solamente la parte roja contenía veneno. La bella manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer, no pudo resistirse más, estiró la mano y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta al suelo. Entonces la vieja la examinó con mirada horrible, rió muy fuerte y dijo:

– Blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!

Vuelta a su casa, interrogó con rapidez al espejo: – ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de esta región – respondió el espejo.

Entonces su corazón envidioso encontró reposo, si es que los

corazones envidiosos pueden encontrar reposo alguna vez.

A la noche, al volver a la casa, los enanitos encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que un solo aliento escapara de su boca. Estaba muerta. La levantaron, buscaron por todo su cuerpo alguna cosa que pudiera estar envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lavaron con agua y con vino, pero no sirvió de nada. La querida niña estaba muerta y siguió estándolo a pesar de sus desvelos.

Entonces la colocaron en una parihuela, se sentaron junto a ella y durante tres días la lloraron sin consuelo. Luego quisieron enterrarla, pero ella continuaba estando tan fresca como una persona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas. Los enanos se dijeron:

– No podemos ponerla así bajo la negra tierra.

E hicieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos y en todas las direcciones. La metieron dentro e inscribieron su nombre en letras de oro, proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para velarla. Los animales de todas las clases vinieron ante el ataúd a llorarla…

Blancanieves permaneció mucho tiempo en su caja de cristal sin

descomponerse. Al contrario parecía dormir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos continuaban siendo negros como el ébano. Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque a cazar acompañado de su séquito. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba escrito en letras de oro. Quedó maravillado al verla tan hermosa y al conocer su triste historia. Entonces dijo a los enanos:

– Dejadme ese ataúd. Os daré lo que queráis a cambio.

– No lo daríamos por todo el oro del mundo – respondieron los

enanos.

– En ese caso – replicó el príncipe – regaládmelo, pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y la estimaré como a lo que más quiero en el mundo. La pondré en la mejor sala de mi palacio y la cuidaré como si fuera mi esposa. Al oírlo hablar de este modo, los enanos vacilaron y cambiaron impresiones entre sí, pero como vieron que el príncipe se había enamorado de la niña que ellos habían amado tanto, tuvieron piedad de él y accedieron al final a sus deseos.

El príncipe hizo llevar la caja de cristal sobre las espaldas de sus servidores, pero sucedió que uno de ellos tropezó con la raíz de un árbol y como consecuencia de la sacudida, el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta, fue despedido hacia fuera.

Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió,

resucitada.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde estoy? – exclamó.

– Estás a mi lado – le dijo el príncipe lleno de alegría –, y conmigo están todos tus enanitos.

Le contó lo que había pasado y le dijo:

– Te amo como a nadie en el mundo. Ven conmigo al castillo de mi padre y serás mi mujer.

Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y magnificencia. También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes, fue ante el espejo y preguntó:

– ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

– La reina es la más hermosa de este lugar, pero la joven reina lo es mucho más. Entonces la mala mujer lanzó un juramento terrible y tuvo tanto,

tanto miedo, que no sabía qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero, como no encontraría reposo hasta ver a aquella joven reina que era más hermosa que ella, decidió acudir.

Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le

produjo el descubrimiento, la dejaron clavada en el suelo sin poder moverse.

Pero ya habían preparado unos zapatos de hierro sobre carbones encendidos delante de ella… Se obligó a la bruja a entrar en aquellos zapatos incandescentes y a bailar con ellos hasta que le llegara la muerte”.

Mala cosa es el orgullo. ¡Que ese vicio no sea el tuyo! El recuerdo de mi infancia en mi mente se atesora: siete enanitos barbudos a Blancanieves adoran.

JUAN SIN MIEDO Versión única y casi literal, recogida por Antonio Rodríguez Almodóvar. “Cuentos populares españoles”. Editorial Anaya.

“Érase una vez un joven llamado Juan, que había nacido con el

privilegio de no sentir miedo de nada ni de nadie. Por eso, era conocido con el sobrenombre de Juan sin Miedo. No había en este mundo cosa alguna que le espantara. Su madre no sabía ya qué hacer con él para que se asustara…

Un día fue a hablar con el cura, y juntos discurrieron que, cuando fuera de noche, ella haría como que le daba un dolor, y mandaría al muchacho a buscar aceite de la lámpara de la iglesia. Allí lo esperaría él para darle un buen susto. Con que llegó la noche y la madre se puso a chillar de dolor:

– ¡Ay, ay, hijo mío! ¡Qué dolor más grande! ¡Qué dolor más grande! ¡Anda, corre y tráeme aceite de la lámpara de la iglesia!

Juan sin Miedo echó a correr y se metió en la iglesia. Estaba completamente a oscuras, y sólo se veía relucir a lo lejos la lámpara del aceite. El cura se había escondido en el confesonario y se había echado por encima una sábana. Cuando Juan sin Miedo pasaba por delante, le salió a su paso diciendo:

– ¡Soy un alma del purgatorio y ando por aquí penando!

Pero Juan sin Miedo ni se inmutó. Cogió un candelabro y se fue para el de la sábana, diciéndole:

– ¡Pues vuélvete ahora mismo donde estabas y sigue allí penando todo el tiempo que quieras!

Y le arreó con el candelabro, dejando al cura en el sitio. Sin darle más importancia a lo ocurrido, fue y se le contó a su madre. Entonces ésta le dijo que tenía que marcharse del pueblo inmediatamente a buscar el miedo.

Juan se fue con este fin por esos mundos de Dios… A todas partes que llegaba se ponía a dar voces:

– ¿Quién me enseña lo que es el miedo? ¿Quién me enseña lo que es el miedo?

La gente lo tomaba al principio por un fanfarrón, y lo ponían a prueba de muchas maneras. Lo mandaban al cementerio de noche, le ponían calaveras de difuntos para beber y cosas por el estilo, pero no conseguían su propósito. No había forma de que aquel muchacho sintiera el miedo.

En un pueblo donde acababan de ahorcar a unos cuantos bandidos le dijeron que pasara la noche con ellos, pues seguro que esto le daría miedo.

– ¿Miedo? – preguntaba Juan –. ¿Y qué es el miedo? – ¡Ya lo verás! ¡Ya lo verás esta misma noche!

El muchacho fue a donde estaban colgados los ahorcados, y se puso

a mirarlos y a darles vueltas, y ya los bajaba o los volvía a subir, como si fueran jamones. Pero no sintió ni pizca de miedo….

Se marchó de aquel pueblo y llegó a otro. Como siempre, se puso a gritar:

– ¿Quién me enseña lo que es el miedo? ¿Quién me enseña lo que es el miedo?

Se fue corriendo la voz de que había llegado al pueblo Juan sin Miedo y llegó la noticia a oídos del rey.

– Si fuera verdad que este muchacho no conoce el miedo, sería el mejor de mis soldados – dijo el monarca.

Y, para ponerlo a prueba, le prometió que se casaría con su hija si era capaz de permanecer tres noches, sin pasar miedo, en un castillo abandonado que había en aquel reino.

– ¿Miedo? ¿Y qué es el miedo? – volvió a preguntar Juan.

– ¡Ya lo verás! ¡Ya lo verás esta misma noche!

Lo llevaron al castillo abandonado y allí lo dejaron solo, con la total seguridad de que no resistiría ni la primera noche. Juan se puso a recorrerlo y no veía a nadie. Pero sí que veía habitaciones con mullidas camas y también una despensa con todo lo mejor del mundo. Allí podría estarse toda la vida, comiendo y durmiendo, sin más trabajo que hacerse la comida que él quisiera.

Cuando llegó la noche, había un enorme silencio en aquella mansión tenebrosa. ¡Sólo se sentía el palpitar del corazón del valiente joven! Éste se puso al fuego una sartén con chorizos y huevos, como si tal cosa. En ese momento se escuchó una voz que le dijo:

– ¿Caigo o no caigo?

– ¡Cae si quieres, pero ten cuidado de no caerte en la sartén y estropearme la cena!

Y nada más decirlo cayó al suelo una mano. Juan sin Miedo siguió tan tranquilo, haciéndose la comida. Al momento volvió a escuchar:

– ¿Caigo o no caigo?

– ¡Por mí ya puedes partirte la crisma! ¡En no cayendo en la sartén!...

Y cayó otra mano. Y dijo otra vez la voz:

– ¿Caigo o no caigo? – ¡Cae de una maldita vez, que no voy a poder terminar la cena! Y cayó una pierna y luego otra… Por aquella noche ya paró de caer lo que fuera, y Juan sin Miedo

pudo terminar de comer tan tranquilo. Al ir a acostarse se decía:

– ¿Y a esto le llaman miedo? ¡Ya quisiera yo saber lo que es el miedo!...

Durmió toda la noche de un tirón y al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo. Otra vez se escuchó la voz que decía:

– ¿Caigo o no caigo?

– ¡Cae de una vez y déjame ya tranquilo!

Y cayeron unos brazos y un cuerpo sin que a Juan sin Miedo le importara lo más mínimo. Cenó todo lo que quiso y se acostó diciendo:

– ¿Y esto es el miedo? ¡Ya quisiera yo saber lo que es el miedo!

A la tercera noche, ya esperaba Juan que cayera lo que faltaba, cuando escuchó la voz de siempre:

– ¿Caigo o no caigo?

– ¡Cae, hombre, cae! ¡Total, para lo que falta!...

Y entonces cayó la cabeza… Ésta, desde el suelo, dijo:

– ¿Quieres que me recomponga?

– ¿Y a mí qué me importa? ¡Recomponte, si quieres!

– Te advierto que puedes sentir miedo.

– ¿Miedo? ¡Qué más quisiera yo!

Se recompuso el cuerpo de aquel hombre, que dijo:

– Tú has sido el único que ha tenido valor de aguantar sin miedo las

tres noches y volverme a mi ser. Por eso, te doy como recompensa todo lo que hay en este castillo…

Juan sin Miedo cogió todo lo que le pareció bien: joyas, candelabros, manteles, y, por supuesto, un carro lleno de jamones, chorizos y quesos… Con esta carga se presentó en el palacio del rey, dispuesto a casarse con la princesa.

El rey no tuvo más remedio que cumplir su promesa y dispuso las bodas aquel mismo día. Y se casaron Juan sin Miedo y la princesa. Pero la noche de bodas Juan estaba tan cansado, que se durmió nada más acostarse. A la princesa no le gustó lo que había hecho y agarró lo primero que tenía a mano, que era una pecera llena de agua, diciendo:

– ¡A éste lo espabilo yo ahora mismo!

Y le echó a la cara con fuerza toda el agua de la pecera… Entonces Juan sin Miedo se despertó muy asustado, poniéndose en pie de un salto.

– ¡Socorro, que me matan! ¡Socorro, que me matan! Por primera vez en su vida había sentido miedo… Pero refiere el

cuento que se le pasó muy pronto, gracias al enorme cariño que sentía por su esposa”.

Me parezco a Juan sin Miedo, cuando me dices “te quiero”.

MEDIO POLLITO

Versión literal y única. Cuento original de Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber), recogido en su libro “La gaviota”.

“Érase una vez una hermosa gallina, que vivía muy holgadamente en un cortijo, rodeada de su numerosa familia, entre la cual se distinguía un pollo deforme y estropeado: justamente el que la madre más quería (que así hacen siempre las madres).

El tal aborto, que había nacido de un huevo muy pequeño, no era más que un pollo a medias; y no parecía sino que la espada de Salomón había ejecutado en él la sentencia que en cierta ocasión pronunció aquel rey tan sabio. No tenía más que un ojo, un ala y una pata, y con todo eso tenía más humos que su padre, el cual era el gallo más gallardo, más valiente y más galán que había en todos los corrales en veinte leguas a la redonda.

Creíase el polluelo el más importante de su casta. Si los demás pollos se burlaban de él, pensaba que era por envidia; y si lo hacían las pollitas, decía que era de rabia, por el poco caso que de ellas hacía.

Un día le dijo a su madre:

– Oiga usted, madre: el campo me fastidia. Me he propuesto ir a la corte. Quiero ver al rey y a la reina.

La pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.

– Hijo – exclamó –, tu padre no salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta. ¿Dónde encontrarás un corral como el que tienes? ¿Dónde un montón de estiércol más hermoso? ¿Dónde un alimento más sano y abundante, un gallinero más abrigado y una familia que más te quiera?

– Nego – dijo Medio Pollito en latín, pues se las echaba de leído y “escribido” –. Mis hermanos y mis primos son unos ignorantes y unos palurdos.

– Pero, hijo mío – repuso la madre –. ¿No te has mirado al espejo? ¿No te ves con una sola pata, con una sola ala y con un ojo de menos?

– Ya que me sale usted por ese registro – replicó Medio Pollito –, diré que debía usted caerse muerta de vergüenza al verme en este estado. Usted tiene la culpa y nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo? ¿A que fue del huevo de un gallo viejo?

– No hijo mío – dijo la madre –. De esos huevos no salen más que

basiliscos. Naciste del último huevo que yo puse. Y saliste débil e imperfecto porque aquél era el último de la overa. No ha sido por culpa mía.

– Puede ser – dijo Medio Pollito con la cresta encendida como la grana–. Puede que encuentre un cirujano diestro, que me ponga los miembros que me faltan. Con que, no hay remedio: me marcho.

Cuando la pobre madre vio que no había forma de disuadirle de su intento, le dijo: – Escucha, a lo menos, hijo mío, los consejos prudentes de una buena madre: procura no pasar por las iglesias donde está la imagen de San Pedro. El santo no es muy aficionado a los gallos, y mucho menos a su canto. Huye también de ciertos hombres que hay en el mundo, llamados cocineros, los cuales son enemigos mortales nuestros, y nos tuercen el cuello en un santiamén. Y ahora, hijo mío, Dios te guíe y San Rafael bendito, que es abogado de los caminantes. Anda y pídele a tu padre su bendición.

Medio Pollito se acercó a su padre, bajó la cabeza para besarle la pata y le pidió la bendición. El venerable gallo se la dio con más dignidad que ternura, porque no lo quería, en vista de su mala índole. La madre se enterneció, en términos de tener que enjugarse las lágrimas con una hoja seca. Medio Pollito tomó el portante, batió el ala y cantó tres veces, en señal de despedida. Al llegar a las orillas de un arroyo casi seco, porque era verano, se encontró con que el escaso hilo de agua se hallaba detenido por unas ramas. El arroyo, al ver al caminante, le dijo:

– Ya ves, amigo, qué débil estoy. Apenas puedo dar un paso. Ni tengo fuerzas bastantes para empujar esas ramillas incómodas que embarazan mi senda. Tampoco puedo dar un rodeo para evitarlas, porque me fatigaría demasiado. Tú puedes fácilmente sacarme de este apuro, apartándolas con tu pico. En cambio, no sólo puedes apaciguar tu sed en mi corriente, sino contar con mis servicios cuando el agua del cielo haya restablecido mis fuerzas.

El pollito le respondió:

– Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y miserables?

– Ya te acordarás de mí cuando menos lo pienses – murmuró con voz

debilitada el arroyo.

– Pues no faltaba más que la echaras de buche – dijo Medio Pollito con socarronería –. No parece sino que te has sacado un terno a la lotería, o que cuentas de seguro con las aguas del diluvio.

Un poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casi exánime en el suelo.

– Querido Medio Pollito – le dijo –. En este mundo todos tenemos necesidad unos de otros. Acércate y mírame. ¿Ves cómo me ha puesto el calor del estío: a mí, tan fuerte, tan poderoso; a mí, que levanto las olas, que arraso los campos, que no hallo resistencia a mi empuje? Este día de canícula me ha matado. Me dormí embriagado con la fragancia de las flores con que jugaba, y aquí me tienes desfallecido. Si tú quisieras levantarme dos dedos del suelo con el pico y abanicarme con tu ala, con esto tendría bastante para tomar vuelo, y encaminarme a mi caverna, donde mi madre y mis hermanas las tormentas se emplean en remendar unas nubes viejas que yo desgarré. Allí me darán unas sopitas y cobraré nuevos bríos. – Caballero – respondió el malvado pollito –, hartas veces se ha divertido usted conmigo empujándome por detrás y abriéndome la cola a guisa de abanico, para que se mofaran de mí todos los que me veían. No, amigo: a cada puerco le llega su San Martín. Y a más ver, so farsante.

Esto dijo, cantó tres veces con voz clara y pavoneándose siguió su camino. En medio de un campo segado al que habían pegado fuego los labradores, se alzaba una columnita de humo. Medio Pollito se acercó y vio una chispa diminuta, que se iba apagando por instantes entre las cenizas.

– Amado Medio Pollito – le dijo la chispa al verle –. A buenas horas vienes para salvarme la vida. Por falta de alimento estoy en el último trance. No sé dónde se ha metido mi primo el viento, que es quien siempre me socorre en estos lances. Tráeme unas pajas para reanimarme.

– ¿Qué tengo yo que ver con la jura del rey? – le contestó el pollito –

. Revienta si te da la gana, que maldita la falta que me haces.

– ¡Quién sabe si te haré falta algún día! – repuso la chispa –. Nadie puede decir de esta agua no beberé.

– ¡Hola! – dijo el perverso animal –. ¿Con que todavía echas plantas? Pues tómate ésa.

Y diciendo esto, la cubrió de cenizas. Tras de lo cual se puso a

cantar, según su costumbre, como si hubiera hecho una gran hazaña. Medio Pollito llegó a la capital. Pasó por delante de una iglesia que

le dijeron era la de San Pedro, se puso enfrente de la puerta, y allí se desgañitó cantando, no más que por hacer rabiar al Santo y tener el gusto de desobedecer a su madre.

Al acercarse a palacio, donde quiso entrar para ver al rey y a la reina, los centinelas le gritaron:

– ¡Atrás!

Entonces dio la vuelta y penetró por una puerta trasera en una pieza muy grande, donde vio entrar y salir mucha gente. Preguntó quiénes eran, y supo que se trataba de los cocineros de su majestad. En lugar de huir, como se lo había prevenido su madre, entró muy erguido de cresta y cola, pero uno de los galopines le echó el guante y le torció el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.

– Vamos – dijo –. Venga agua para desplumar a este penitente.

– Agua, mi querida Doña Cristalina – dijo el pollito –, ¡hazme el favor de no escaldarme! ¡Ten piedad!... ¡Compadécete!...

– ¿La tuviste tú de mí cuando te pedí socorro, mal engendro? – le respondió el agua, hirviendo de cólera.

Y le inundó de arriba abajo, mientras los galopines le dejaban sin una

pluma para un remedio.

El cocinero entonces agarró a Medio Pollito y lo puso en el asador. – ¡Fuego, brillante fuego! – gritó el infeliz –. Tú, que eres tan

poderoso y tan resplandeciente, duélete de mi situación, reprime tu ardor, apaga tus llamas y no me quemes.

– ¡Bribonazo! – respondió el fuego –. ¿Cómo tienes valor para acudir a mí, después de haberme ahogado bajo el pretexto de no necesitar nunca de mis auxilios? Acércate y verás lo que es bueno.

Y, en efecto, no se contentó con dorarle, sino que lo abrasó hasta ponerlo como un carbón.

Cuando el cocinero lo vio en tal estado, lo agarró por la pata y lo tiró

por la ventana. Entonces el viento se apoderó de él.

– Viento – gritó Medio Pollito –, mi querido, mi venerado viento. Tú que reinas sobre todo y a nadie obedeces, poderoso entre los poderosos, ten compasión de mí y déjame tranquilo en ese montón de estiércol.

– ¡Dejarte! – rugió el viento arrebatándolo en un torbellino y volteándolo en el aire como un trompo –. No en mis días.

El viento depositó a Medio Pollito en lo alto de un campanario. San Pedro extendió la mano y lo clavó allí de firme. Desde entonces ocupa aquel puesto, negro, flaco y desplumado, azotado por la lluvia y empujado por el viento, del que guarda siempre la cola. Ya no se llama Medio Pollito, sino veleta. Pero sépanse ustedes que allí está pagando sus culpas y pecados, su desobediencia, su orgullo y su maldad”.

Medio Pollito ha palmado, por haber sido malvado.

GOLONDRINITA Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“En lo más intrincado de un lejano bosque vivía Golondrinita. Pero no creáis que Golondrinita era un pájaro. Golondrinita, amigos míos, era una niña de grandes ojos y largas trenzas, que vivía desde muy pequeñita en compañía de los pájaros del bosque y por eso la llamaban así.

– ¡Golondrinita! ¡Golondrinita!

– ¡Hola, ruiseñor!

– ¡Buenos días! Te traemos un regalo, ¿sabes?

– ¿Un regalo?

– ¡Sí! Te lo estuvieron haciendo los papagayos con sus mejores plumas.

– ¡Oh, qué hermoso vestido!

– ¿Te gusta?

– ¡Es precioso, ruiseñor!

– ¡Póntelo ahora, por favor! Mis amigos van a llegar de un momento a otro y quiero darles esa sorpresa.

– ¡Claro que sí! En seguida vuelvo, ruiseñor.

Todos los animalitos del bosque rendían pleitesía a Golondrinita y todas las mañanas, nevara o lloviera, hiciera frío o calor, Golondrinita recibía la visita de:

– ¡Buenos días, cabrita! ¿Cómo estás?

– ¡Buenos días, Golondrinita! Te traigo tu desayuno.

– ¡Ay, me encanta tu rica leche, cabrita mía!

– Pues, bebe hasta que te sacies, Golondrinita. Y por las tardes, un viejo y sesudo topo, llevando un libro bajo el

brazo, llegaba a casa de Golondrinita. La casa la habían construido los conejitos del bosque.

– Hoy vengo a contarte una maravillosa historia: la historia del gusano de luz que acabó con las restricciones en un lejano país, donde las gentes carecían de fluido eléctrico.

– ¡Gracias, mi buen topo! Pero antes, si te parece, cantemos nuestra canción:

– Golondrinita, golondrinita, nuestra gentil y gran amiguita. Por tu belleza y grandes bondades eres la reina de estos lugares. Nuestra gentil y gran amiguita eres la reina de estos lugares. ¡Yo soy feliz a vuestro lado! ¡Ella es feliz a nuestro lado! ¡A vuestro lado! ¡A nuestro lado!

Pero, como es natural en toda jovencita bella, radiante y graciosa, un

día llegó hasta ella un príncipe: ese príncipe encantador con el que todas sueñan. Y con la rapidez de una centella quedaron prendados el uno del otro.

No hacía falta noviazgo. El amor allanó todas las dificultades. Las visitas se hicieron más frecuentes y en una gran carroza tirada por doce caballos blancos, cubiertos de plumas y flores, los reyes, padres del príncipe, fueron a conocer a Golondrinita.

Y para todos aquellos seres tan felices, compañeros de la niña, aquello era una amenaza; una amenaza que cada vez se extendía más entre ellos.

– ¡Se irá para siempre!

– Siendo un príncipe rico, poderoso y guapo el que viene a buscarla, yo haría lo propio…

– ¡Eh, amigos! ¿Qué os sucede? ¿Por qué estáis tan tristes?

– Niña, querida niña. ¡Sabemos que vamos a perderte! – ¿Perderme? – ¡Sí! El príncipe vendrá pronto y tú te irás con él.

– ¡Y harás muy bien!

– ¡Y haría muy mal! Habéis de saber que he accedido a ser su

esposa, tan sólo a cambio de que construya aquí su palacio y viváis conmigo en él todos vosotros.

– Pero, ¿es eso cierto?

– ¡Pues claro!

– ¡Viva, viva, viva!...

– Mirad, aquí llega el príncipe… Y tal como dijo Golondrinita, sucedió. Tras una boda fastuosa, a la

que asistió no sólo la corte del país, sino la de los reinos vecinos, ataviados con sus mejores galas, Golondrinita no olvidó su promesa. Y en el atardecer de cada día, en los jardines de palacio, ella con sus amiguitos volvía a cantar feliz:

– Golondrinita, golondrinita, nuestra gentil y gran amiguita. Por tu belleza y grandes bondades eres la reina de estos lugares. Nuestra gentil y gran amiguita eres la reina de estos lugares. ¡Golondrinita!”

¡Qué bonita es la amistad, si la sabes cultivar!

EL ENANITO TIP Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: C. Domínguez y J. Casas. Discos Odeón. Director: J. Casas.

“Esta historia del enanito Tip ocurrió hace mucho tiempo. Tanto, que ya casi nadie se acuerda de él. Sólo algún que otro abuelito o abuelita la cuentan a sus nietos. Yo voy a contárosla hoy, porque aunque parezca mentira, hay por ahí muchos niños como el enanito Tip: quizá alguno de vuestros amiguitos o quizá vosotros mismos. Por ello es bueno que la sepáis…

El enanito Tip era muy travieso e inconsciente. Se pasaba el día gastando pesadas bromas a todo el mundo, sin pensar en las consecuencias de las mismas y en el daño que causaba con ellas. En el bosque verde donde vivía, todos le temían por sus travesuras que, como os digo, no respetaban a nadie.

Así por ejemplo: el enano Bolita, al irse a acostar un día, sintió cómo la cama se venía al suelo, dando con su gordita persona en tierra. Podéis suponer lo que había ocurrido: Tip había cortado las patas de la cama y el pobre Bolita se dio un gran golpe en el suelo.

– ¡Ay, ay, ay! ¡Qué golpe me he dado!

Pero el enanito Tip reía divertido y continuaba con sus pesadas bromas.

Otro día se le ocurrió poner letreros en las blancas paredes de la casita del duendecillo Loti.

– ¡Oh! ¡Las paredes de mi casita sucias y llenas de letreros!

O bien echaba tierra en el estanque de la Señora Pato.

– ¡Qué horror! ¡El estanque lleno de tierra! ¡Pobre de mí! ¿Dónde me bañaré yo ahora?

O hacía una trastada al duendecillo Rit, el tendero del bosque.

– ¡Qué espanto! ¡La harina mezclada con el azúcar! ¡Las lentejas con las judías! ¡Los garbanzos por los suelos!

Pero al fin un día, el enano Tip sufrió las consecuencias de su mal comportamiento. Veréis cómo ocurrió…

En un rincón del bosque, vivía un gnomo viejecito y bonachón al que todos querían por su buen carácter y respetaban por su edad.

El enano Tip, sin respetar sus canas, decidió un buen día hacerle víctima de sus bromas y, aprovechando que el anciano gnomo había salido, se coló en su casita dispuesto a reírse a su costa.

– ¡Qué casita tiene el viejo gnomo! ¡Hay que ver qué cuidadita y qué

limpia! ¡Pero se la voy a poner toda al revés!... ¡Qué risa cuando encuentre el comedor en la sala, ésta en la cocina y el dormitorio en el corral! ¡Ja, ja, ja! ¡Va a ser muy divertido!

Efectivamente, sin pensarlo más, el enanito Tip comenzó a cambiar

los muebles de lugar revolviendo toda la casa…

– ¡Ya está todo cambiado! ¡Qué risa más grande! Pero, ¿qué es aquello que hay sobre aquel estante? Parece un tarro de mermelada. ¡Sí, sin duda lo es! Pues, voy a cogerlo y a tomármelo. ¡A ver si alcanzo! ¡Huy, qué alto está! Me subiré en una silla. ¡Pues, tampoco llego! Pero lo que es yo no me quedo sin comerme la mermelada. ¡Ahí hay una banqueta! La pondré sobre la silla y así alcanzaré. ¡Eso es! ¡Ahora llego perfectamente! ¡Ya es mía!...

Pues, amiguitos, cuando ya el enano Tip tenía en sus manos el codiciado tarro, le falló un pie y cayó al suelo. Pero eso no fue lo peor, no. El tarro no era de mermelada, como suponía, sino de tinta. ¡Imaginaos cómo se puso! ¡Todo negro de arriba a abajo!

– ¡Ay, ay, ay! ¡Que me he quedado negro! ¡Negro como un trozo de carbón! ¡Ay, ay, ay!...

Y en este crítico momento regresó a su casa el viejecito gnomo…

– ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo es que está mi casita toda revuelta? ¿Y tú quién eres?

– ¿No me conoces? ¡Soy el enano Tip!

– ¡Debí de suponerlo! ¡Sólo tú eres capaz de hacer trastadas como ésta! Pero estás tan negro, que no te conocí.

– ¡Oh, buen gnomo, mira cómo estoy! ¡Ayúdame a quitarme este feo color!

– ¡Es el colmo! Vienes, me revuelves toda mi casa, convirtiéndola en una cuadra, y ahora quieres que te ayude.

– ¡No volveré a hacerlo más! ¡Te lo prometo!

– Pues, lo siento, enanito Tip. Pero esa tinta está encantada y no podrás quitártela así como así.

– ¡Qué vergüenza, cuando los demás enanos y animalitos del bosque me vean tan negro!

– Tú te lo has buscado con tus maldades. Nunca has querido ser bueno y éste es tu castigo.

– ¿Y me quedaré negro para siempre?

– De ti depende. Procura borrar con buenas obras los males que has hecho y quizá así te veas limpio de esa mancha.

– ¡Sí, buen gnomo, sí! ¡Procuraré hacerlo! El enano Tip se marchó y durante varios días permaneció oculto en

su casita, pues le daba vergüenza que lo vieran de aquella forma. Pero al fin se decidió a seguir el consejo del viejo gnomo y fue a donde el duendecillo Loti…

– Vengo a pedirte perdón por llenar las paredes de tu casita de letreros, y a ofrecerme a ayudarte en lo que quieras.

– ¡Muy bien, Tip! Ya que eres tan amable, limpia las paredes de mi casa y déjalas como estaban antes.

Y Tip se puso a la tarea, dejando las paredes blancas, muy blancas. Cuando terminó fue a ver a la Señora Pato.

– Señora Pato, deseo que me perdone por haber echado tierra en su estanque, y quisiera ayudarle en lo que pueda.

– Me alegra que estés arrepentido y, ya que lo deseas, puedes ayudarme a limpiarlo.

Y, durante varios días, Tip trabajó como un enano que era y dejó el estanque limpio, muy limpio.

Después fue a ver al duendecillo Rit, el tendero, al que ayudó en su tienda… Y así, uno tras otro, a todos los que había gastado sus pesadas bromas.

Por fin, el único que le quedaba era el enanito Bolita, al que encontró enfermito en cama porque le dolía la barriguita.

– Vengo a pedirte perdón, Bolita, y a ayudarte en lo que pueda.

– ¡Gracias, Tip! ¿Puedes hacerme el favor de arreglar mi casa? Desde que caí al suelo no la he podido barrer. ¡Ay, ay!

– ¿Estás muy malito?

– ¡Ay, sí! ¡Me duele mucho la barriguita!

– Pues voy a barrer tu casita.

Y el enano Tip se puso a la faena. Cuando terminó, se despidió de Bolita que seguía quejándose de muchos dolores y se encaminó a la casa del viejo gnomo.

– ¡Buenos días, buen gnomo! Ya hice lo que me dijiste, pero sigo tan negro como al principio.

– No te preocupes. Coge esta pastillita y, en cuanto llegues a tu casa, te la tomas. Es una pastilla encantada que cura todas las enfermedades y a ti te quitará esas feas manchas negras.

– ¡Gracias, buen gnomo, gracias!

Cantando alegremente marchó hacia su casa el enano Tip, pero a

mitad del camino unas palabras del viejo gnomo vinieron a su memoria.

– “Es una pastilla encantada que cura todas las enfermedades”…

Tip pensó entonces en el enano Bolita que estaba tan enfermito: la pastilla encantada podría curarlo. ¡Claro, que si se la daba, él continuaría negro para siempre!

¿Por qué iba a sacrificarse por Bolita? ¿No había cumplido lo que le dijo el viejo gnomo? ¿Por qué entonces hacer más, no teniendo necesidad? Cuando se tomase la pastilla, volvería a ser de su color y eso era lo importante…

Pero, pese a estos pensamientos, el enanito Tip no podía apartar de sí la idea de que el pobre Bolita estaba sufriendo y que con aquella pastilla podía curarlo. Por fin, decidido, fue a ver a Bolita.

– ¡Hola, Bolita! ¿Cómo estás?

– ¡Muy malito, Tip! ¡La barriguita me duele mucho, mucho!

– Pues bien, no te preocupes. Tómate esta pastillita y verás como te pones bueno.

Y así fue. Nada más tomarse la pastillita, Bolita escapó de la cama dando saltos de alegría.

– ¡Me has curado, Tip! ¡Me has curado! ¡Ya no me duele nada! ¡Estoy bueno! ¡Gracias, Tip, muchas gracias!

Dejando a Bolita satisfecho, marchó el enano Tip hacia su casa. Iba muy contento por lo que había hecho y no le importaba seguir siempre negro, pues la alegría de su buena acción le bastaba. ¡Se sentía alegre y feliz como nunca! Al llegar a su casa, se encontró al viejo gnomo esperándole.

– ¡Hola, buen gnomo! ¿Querías verme?

– Así es, enanito Tip. Deseaba saber qué es lo que has hecho con la

pastilla encantada que te di.

– Pues…, verás, buen gnomo: se la di al enano Bolita que estaba muy malito y sufría mucho. A mí no me importa seguir siendo negro, con tal de que él no sufra más.

– ¡Ha sido una buena acción la tuya, Tip! ¡Mírate en este espejo!

– ¿Cómo? ¡Pero si ya no estoy negro! ¡Si he vuelto a ser de mi color! ¡Qué alegría! ¡Qué alegría tan grande!

– Así es, pero no sólo han desaparecido las manchas negras de tu piel, sino que, con tu buena acción, ha desaparecido una mancha mucho peor que tenías: ¡la mancha del egoísmo y la maldad que ensuciaba tu alma! ¡Ahora serás mucho más feliz, enanito Tip! ¡Ya lo verás!... Y efectivamente, así fue. El enano Tip vivió feliz y contento desde aquel día. Todos le querían y deseaban ser sus amigos.

¡No hay nada más horrible que un alma manchada, ni nada más bello que un alma blanca y limpia!”

¡Enano Tip, no lo dudes!: ¡Quien quiere a sus semejantes, carecerá de inquietudes!

LOS TRES CERDITOS Y EL LOBO Versión única: versión casi literal escuchada por mis hijos en cassette. Década de los 80. Colección “Clásicos Disney”. The Walt Disney Company. Fabricada en España por Eurogram, S. A.

“Hubo una vez tres hermanos cerditos. El mayor de los tres era muy juicioso y por eso le llamaban Práctico. En cambio, los otros dos eran muy irreflexivos y no tenían ningún juicio.

Un día, los tres decidieron construir sus propias casas en un verde valle, cerca de un bosque.

– ¡Oh, qué lugar tan bonito!

– ¿Por qué no nos quedamos aquí?

– No sé… No parece un sitio seguro. Huelo a lobo malo. Debe de estar escondido cerca.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– Un lobo cualquiera no nos va a impedir vivir en este lugar.

– No debemos olvidar que los lobos son fuertes y feroces, y les gusta mucho comer cerditos.

– ¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Todos menos yo!

– Está bien. Ya que sois tan valientes, construyamos aquí nuestras

casas.

– Apuesto a que consigo hacer mi casa más rápido que vosotros. ¡La mía será toda de paja!

– ¿Y crees que una casita de paja resistirá a un lobo feroz?

– ¿Y por qué no, sabihondo? – ¡La mía será de madera! Con una sola tabla haré todas las paredes.

– No será una casa de madera la que aguante los ataques del lobo. – ¿No? ¿Y tu casa de qué va a ser? ¿Una fortaleza de piedra? – ¡Sólo de ladrillos y cemento, pero seguramente a prueba de lobos!

Como no tardaron mucho en construir las casas de paja y de madera,

los dos cerditos se fueron a pasear por el campo, cantando: – ¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Todos menos yo!

Mientras tanto, Práctico continuó trabajando hasta que pudo

terminar, con mucho esfuerzo, su casa de ladrillos y cemento…

El lobo, que vigilaba a los cerditos desde que los vio construyendo sus casas, se escondió muy bien detrás de un árbol, esperando a los dos alocados hermanos.

– ¡Ahora verán! ¡Me comeré a estos dos y después cogeré al que falta! ¡Quietos! ¡De ésta no escaparéis!

– ¡Cuidado, hermano! ¡El lobo feroz!

– ¡Vamos, corre, huye!

– ¡No, no escaparéis!

– ¡Deprisa, deprisa! ¡Vamos a casa!

– ¡Parad! ¡Ay, maldita raíz que me ha hecho caer!

– ¡Yo ya me he encerrado! ¡Aquí dentro no me cogerá!

– ¡Cierra bien las puertas y las ventanas! – ¡Y tú también!

Cada cerdito se había encerrado en su casa. El lobo feroz se detuvo

ante la puerta de la cabaña de paja y gritó amenazadoramente:

– Abre la puerta, abre la puerta, que quiero yo entrar.

– No la abriré, no la abriré. Deja de gritar. Vete pronto al bosque, que aquí no entrarás.

– Yo mando y no engaño. Me gusta mandar. Si no me obedeces, me puedo enfadar. Soplaré tan fuerte que “to” volará y ningún cerdito se podrá escapar. ¡Soplaré, soplaré y tu casa derribaré! – ¡Soplarás, soplarás y mi casa no derribarás! – ¿Qué no? ¡Ahora verás!

El lobo sopló con tanta fuerza que la pobre cabaña de paja no resistió

y voló por los aires. El cerdito tuvo la suerte de poder agarrarse a unas ramas que había en el tejado, pudiendo así escapar del lobo feroz. ¡Parecía un cerdito volador! Fue a aterrizar junto a la casa de madera de su hermano que, nada más verlo, abrió la puerta y le dejó entrar. El lobo estaba ya tan cerca de él que se dio con la puerta en las narices.

– ¡Ay, ay, mi nariz! Me la pagaréis. Ya veréis. ¡Seguro que ahora no escaparéis!

El lobo feroz se detuvo ante la puerta de la casa de madera y gritó

amenazadoramente:

– Abrid la puerta, abrid la puerta, que quiero yo entrar.

– No la abriremos, no la abriremos. Deja de gritar. Vete pronto al bosque, que aquí no entrarás.

– Yo mando y no engaño. Me gusta mandar. Si no me obedecen, me puedo enfadar. Soplaré tan fuerte que “to” volará y ningún cerdito se podrá escapar. ¡Soplaré, soplaré y vuestra casa derribaré! – ¡Soplarás, soplarás y nuestra casa no derribarás!

– ¿Qué no? ¡Ahora verás! El lobo sopló y resopló con tanta fuerza que la pobre cabaña de

madera tampoco resistió, volando las tablas por todos lados. Pero esta vez los cerditos no volaron con ellas. Tuvieron que recurrir a “piernas para qué os quiero” y emprender una loca carrera hacia la casa de su hermano Práctico. Éste, viéndoles en apuros, tuvo el tiempo justo de abrir la puerta y cerrarla en seguida para que el lobo no pudiera entrar. Echaron todos los cerrojos, atrancando muy bien las puertas y las ventanas. Fuera, el lobo no desistía en su intento de entrar.

– Abrid la puerta, abrid la puerta, que quiero yo entrar.

– No la abriremos, no la abriremos. Deja de gritar. Vete pronto al bosque, que aquí no entrarás. – Yo mando y no engaño. Me gusta mandar. Si no me obedecen, me puedo enfadar. Soplaré tan fuerte que “to” volará y ningún cerdito se podrá escapar. ¡Soplaré, soplaré y vuestra casa derribaré!

– ¡Soplarás, soplarás y nuestra casa no derribarás!

– ¿Qué no? ¡Ahora verás! Y por mucho que sopló y resopló el lobo, no pudo conseguir su

propósito. ¡No tuvo más remedio que abandonar el lugar con el rabo entre las patas!...

– ¡Por fin, nos hemos librado de él para siempre!

– Esto le servirá de lección.

– No volverá a meterse con cerditos valientes.

– ¿Cerditos valientes o cerditos prácticos?

– ¡Bueno, las dos cosas! ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo!”...

Casas de paja y madera derriba la ventolera. ¡Las de ladrillo y cemento no se caen con el viento!

LA PAZ DEL BOSQUE O EL CONGRESO DE LOS ANIMALES Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Reparto: Matilde Vilariño, A. González, R. Muñoz, J. Montijano, E. Calderón y Vicente Marco. Director: Maestro Tejada.

“El bosque estaba silencioso. No se oían ni los rápidos pasos de los gamos, ni el gruñido de los osos, ni los grititos de las ardillas, ni el rugido de los leones, ni, ni… No todo era ni, porque a lo lejos se oían voces. Oigamos. Escuchemos lo que decían:

– A mí me parece muy buena idea, que todos nos quitemos nuestras armas y vivamos en paz, pero…

– ¡No hay peros que valgan, no señor! Debemos dejar nuestras garras y nuestros dientes y no utilizarlos nada más que para comer.

– ¿Para comer?

– ¿Para comer el qué?

– Para comer frutas, bellotas y todas las cosas que se comen. Yo, el oso, voto por el desarme. ¡Fuera las garras!

– ¡Fuera, fuera!

– ¿Y tú, qué opinas? ¡Que va por ti, canguro!

– Yo creo que…, yo creo que si…, pero el caso es que…, teniendo en cuenta que…

– ¡Calla, calla, bestia saltarina! ¿Votas o saltas? ¿Estás con las garras y los colmillos o contra ellos?

– ¡Fuera las garras y los colmillos! – ¡Fuera, fuera! – Y ahora tú, amigo. Mejor dicho, hermano curvo y accidentado,

hermano camello. ¿Qué opinas sobre la cuestión que se debate?

– ¿Qué otra cosa puedo yo opinar de la paz, sino que es bella?

– Bueno, amigos: ¡callad todos! Me estáis cansando con vuestras divagaciones.

– Pues a mí me parece que tiene razón nuestro fuerte y poderoso amigo el oso. (Hay que estar bien con los poderosos, no hay más remedio).

– No quisiera dudar del hermano zorro. Los camellos tenemos fama de ingenuos. Pero se me ocurre pensar que el hermano zorro arrima el ascua a su sardina y le hace la pelotilla al oso.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡La pelotilla! – ¡Silencio! De acuerdo, hermano canguro. Tus palabras nos han

convencido. Efectivamente, como ha dicho el hermano canguro con esa oratoria que arrebata, lo que necesitamos es conseguir la paz. ¡La paz! ¿Os enteráis? ¡La paz!

– Queremos paz en el bosque, queremos tranquilidad, y comeremos bellotas y nunca se acabarán. ¡Hola, amigo mariposo! ¡Hola, hermano marsupial! Y felices y contentos viviremos siempre en paz.

Y tras aquel tratado de paz y no agresión, volvieron todos a sus

guaridas. Pasaron días y, al parecer, la cosa marchaba bien. Pero, ¿era realmente así?

– ¡Y yo, el ser más fuerte de este bosque, tengo que andar sin mis garras! ¡Y ya estoy de bellotas hasta el hocico! Pero, ¡si sólo con mis brazos puedo hacerlos a todos mis esclavos!... ¡Ahora verán!

Y el oso, impulsado por su estómago y su corto cerebro, se fue en busca del resto de los animales.

– ¡Oídme, hermanos, oídme! ¡Hermanos! ¡Ja, ja, ja! ¡Hermanos!

¡Esclavos!... ¡Sí, esclavos! No me hacen falta las garras para dominaros. ¡Yo seré vuestro rey! Y me traeréis comida. Si no… ¡está claro!

– Pero, oso, tú prometiste respetar la ley y juraste la paz.

– ¿Qué dices? La paz es mi fuerza. La paz está en estos brazos que, sin garras, pueden haceros papilla. ¡Ja, ja, ja, ja!

– Bueno, pero eso no puede ser. ¡Hay que ser honrado y fiel a la palabra dada!

En ese momento todos se abalanzaron sobre el oso y…

– ¡Ay, ay! ¡Perdonadme, perdonadme! Todos unidos sois demasiados para mí. Uno a uno sí, pero con todos no puedo, no puedo…

Y sucedió lo que parecía imposible: que ante la injusticia del hermano oso, se unieron todos los débiles y pequeños, consiguiendo de esta forma que la paz durara algo más. Y en el bosque se volvió a escuchar la canción de la paz:

– Queremos paz en el bosque, queremos tranquilidad. Unidos contra el malvado ganaremos nuestra paz. ¡Viva la paz!”

¡La paz y la no violencia las reclama mi conciencia!

LA PAZ DEL BOSQUE O EL CONGRESO DE LOS ANIMALES

EL GALLO KIRIKO 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Escuchada en la actualidad en cassette y DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Oh Records, S.L.).

“Un gallo muy engreído, de buen plumaje y buen pico, paseaba presumido. ¡Era el gallito Kiriko!

Al cruzar el caminito, encontróse a Gusanito.

– ¿Dónde vas, gallo Kiriko?

– ¡Voy a la boda del Tío Perico!

– ¿No puedo ir yo contigo? Si dices que sí, te sigo.

– Desiste de tal empeño. No corres. Eres pequeño. Mira, para que no digas, te llevo yo en mi barriga.

Y aquel gallo tan altivo lo tragó de aperitivo.

Caminando muy contento y luciendo su pechuga, vio una huerta y al momento le preguntó una lechuga:

– ¿Dónde vas, gallo Kiriko?

– ¡Voy a la boda del Tío Perico!

– ¿Y, cerca del caminito, no habrás visto a Gusanito? – ¡Con él mi tiempo no pierdo! ¡Si lo he visto, no me acuerdo!

– ¡Me comió este gallo feo como si fuera un fideo, para llevarme Kiriko a la boda del Tío Perico!

– ¿Ah, sí? ¡Pues toma, maldito, por comerte a Gusanito! Y la lechuga, con prisa, le dio una buena paliza.

Huyó el gallo malparado y a poco, en un verde prado, encontróse a Doña Cabra a quien dijo estas palabras:

– Doña Cabra, un gran favor quisiera que usted me hiciera: la lechuga me pegó y ojalá usted la comiera.

– Bien, ¿cuándo hizo eso, Kiriko?

– Cuando iba a la boda del Tío Perico.

– Antes contesta, amiguito. ¿No habrás visto a Gusanito?

– ¡Con él mi tiempo no pierdo! ¡Si lo he visto, no me acuerdo!

– ¡Me comió este gallo feo, como si fuera un fideo, para llevarme Kiriko a la boda del Tío Perico!

– ¿Ah, sí? ¡Pues toma, maldito, por comerte a Gusanito! Y le embistió con sus astas y el gallo gritaba: ¡basta!

Corre Kiriko, espantado, cuando un palo se ha encontrado. – Buen palo, pega a la cabra, que me embistió y se ha negado a comerse la lechuga que tan mal me había tratado.

– ¿Cuándo hizo eso, Kiriko?

– Cuando iba a la boda del Tío Perico.

– Antes contesta, amiguito, ¿no habrás visto a Gusanito?

– ¡Con él mi tiempo no pierdo!

¡Si lo he visto, no me acuerdo!

– ¡Me comió este gallo feo, como si fuera un fideo, para llevarme Kiriko a la boda del Tío Perico!

– ¿Ah, sí? ¡Pues toma, maldito, por comerte a Gusanito!

Del palo Kiriko huyendo, ve un gran bosque que está ardiendo.

– Señor fuego, quema al palo que a la cabra no pegó, por no comer la lechuga que tantos golpes me dio. – ¿Cuándo sucedió, Kiriko?

– Cuando iba a la boda del Tío Perico.

– Antes contesta, amiguito, ¿no habrás visto a Gusanito? – ¡Con él mi tiempo no pierdo! ¡Si lo he visto, no me acuerdo!

– ¡Me comió este gallo feo, como si fuera un fideo, para llevarme Kiriko a la boda del Tío Perico!

– ¿Ah, sí? ¡Pues toma, maldito, por comerte a Gusanito!

Chamuscado echa a correr, cuando comienza a llover.

– Doña lluvia, apaga el fuego, porque al palo no quemó, que a la cabra no pegó, por no comer la lechuga que tantos golpes me dio.

– ¿Cuándo sucedió, Kiriko?

– Cuando iba a la boda del Tío Perico.

– Antes contesta, amiguito, ¿no habrás visto a Gusanito?

– ¡Con él mi tiempo no pierdo! ¡Si lo he visto, no me acuerdo!

– ¡Me comió este gallo feo, como si fuera un fideo, para llevarme Kiriko a la boda del Tío Perico!

– ¿Ah, sí? ¡Pues toma, maldito, por comerte a Gusanito!

Calado y medio quemado llega maltrecho Kiriko a la boda del Tío Perico.

Sin decir hola ni adiós, lo coge la chacha Antonia, lo mata sin ceremonia y lo pone en el arroz.

Y fue tal como os explico el fin del gallo Kiriko.

– Narrador, un momentito: ¿qué le pasó a Gusanito?

– No temas, pues yo salí e invitado estoy aquí, comiendo este arroz tan rico en la boda del Tío Perico.”

¡A Kiriko han castigado! ¡Le estuvo bien empleado!

LA BODA DEL TÍO PERICO

2ª versión: versión casi literal, recogida por Antonio Rodríguez Almodóvar. “Cuentos populares españoles”. Editorial Anaya.

“Esto era un gallo muy hermoso y muy fino que fue invitado a la boda de su Tío Perico. Se lavó, se peinó, se puso sus mejores galas y emprendió presuroso el camino.

Cuando ya llevaba un buen rato andando, se encontró una caca de burro en el suelo. Como tenía mucha hambre, dijo:

– ¿Comeré o no comeré? Si como, me mancharé el pico y no podré ir a la boda del Tío Perico. ¡No comeré y el pico no mancharé!

Con que siguió andando y al momento se encontró otra caca más rica

que la anterior.

– ¿Comeré o no comeré? Si como, me mancharé el pico y no podré ir a la boda del Tío Perico. ¡No comeré y el pico no mancharé!

Siguió andando y encontró una tercera caca que quitaba el sentido…

– ¿Comeré o no comeré? Si como, me mancharé…

Pero no acabó de decirlo… No pudo resistirse más y picoteó con

frenesí algo tan apetitoso y tan rico…. Y claro, se ensució el limpio pico…

– ¡Ahora no puedo ir ya a la boda del Tío Perico!

Muy cerquita de allí se encontró una malva y le dijo:

– Malva, malvita, límpiame el pico, que no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Siguió el gallo andando y se encontró con una oveja. – Oveja, ovejita, arranca la malva, que no quiso limpiarme el pico y

no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Siguió el gallo su camino y se encontró con un lobo. – Lobo, lobito, cómete la oveja, que no quiso arrancar la malva, que

no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Siguió andando el gallo y se encontró con un perro.

– Perro, perrito, mata al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Luego se encontró el gallo con un palo.

– Palo, palito, pégale al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Siguió andando el gallo y se encontró con una lumbre.

– Lumbre, lumbrita, quema el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Poco más adelante se encontró el gallo con el agua.

– Agua, agüita, apaga la lumbre, que no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero! Después se encontró el gallo con la vaca.

– Vaca, vaquita, bébete el agua, que no quiso apagar la lumbre, que

no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

– ¿Por dónde íbamos?

– ¡Por la vaca!

– ¡Pues álzale el culo y dale un beso a la caca! – ¡Bésala tú, que a mí ya no me hace falta!

Y el gallo se encontró poco después con un cuchillo.

– Cuchillo, cuchillito, corta la vaca, que no quiso beberse el agua,

que no quiso apagar la lumbre, que no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Fue entonces el gallo a la herrería y le dijo al herrero:

– Herrero, herrerito, rompe el cuchillo, que no quiso cortar la vaca,

que no quiso beberse el agua, que no quiso apagar la lumbre, que no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Fue entonces el gallo en busca de la muerte.

– Muerte, llévate al herrero, que no quiso romper el cuchillo, que no quiso cortar la vaca, que no quiso beberse el agua, que no quiso apagar la lumbre, que no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

– ¡No quiero!

Entonces el gallo le dijo a Dios:

– Envía la muerte que se lleve al herrero, que no quiso romper el

cuchillo, que no quiso cortar la vaca, que no quiso beberse el agua, que no quiso apagar la lumbre, que no quiso quemar el palo, que no quiso pegarle al perro, que no quiso matar al lobo, que no quiso comerse la oveja, que no quiso arrancar la malva, que no quiso limpiarme el pico y no puedo ir a la boda del Tío Perico.

Entonces Dios envió la muerte al herrero, el herrero rompió el cuchillo, el cuchillo cortó la vaca, la vaca se bebió el agua, el agua apagó la lumbre, la lumbre quemó el palo, el palo pegó al perro, el perro mató al lobo, el lobo se comió la oveja, la oveja arrancó la malva, la malva le limpió el pico y el gallo, muy contento, se fue por fin a la boda del Tío Perico.

Pero, como se había entretenido tanto, llegó tarde, cuando no

quedaba carne y… al ver un gallo tan hermoso y tan lozano, corriendo lo mataron y en la olla lo echaron”.

Por llegar tarde el gallito, se lo comieron bien frito.

EL REY DE LAS AGUAS Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autora: Fabiola Mora y Aragón. “Los cuentos de Fabiola”. Discos Hispavox. Música: Manuel Moreno Buendía. Dirección del Cuadro Artístico: Amparo Reyes.

“En el profundo dominio de las aguas, vivía hace mucho tiempo, un viejísimo y poderoso rey. Era su trono una gigantesca concha de nácar de colores tornasolados. Desde allí gobernaba a todos los peces y demás seres vivientes que habitaban el inmenso lago.

Todas las mañanas, al despuntar el alba, bajaba a pescar un joven pescador, llamado Nahamur, que cogía un centenar de peces cada día. Con ellos, dándose por satisfecho, regresaba a su casita en la playa.

Lleváronle al rey la noticia y, alarmado, convocó a consejo a todos los mayores del reino. Allí discutieron el pez espada, el tiburón, la ballena, los peces voladores, la lubina y todos los demás peces de las más variadas especies y colores. Y entre todos acordaron tomar venganza de su joven y temible adversario.

Al día siguiente, se hallaba Nahamur en su lancha y le cerraron el paso seis tiburones de los más grandes, y arremetieron contra la barca, amenazando con hundirla. Viéndose en tal peligro, prorrumpió Nahamur en grandes exclamaciones y sollozos, pidiendo piedad para él y para su joven esposa Sirima, con la que estaba casado sólo hacía unos meses.

Movidos por sus ruegos, hiciéronle prometer que, a cambio de su vida, entregaría sin falta al rey del lago los hijos que Dios les concediese. Asintió nuestro pescador y lo dejaron marchar, sin hacerle daño alguno.

Llegado a su casa, contóle a su mujer lo sucedido. Tras mucho cavilar, propusieron marcharse de allí cuanto antes. Pero era ya demasiado tarde, pues aquella misma madrugada tuvo Sirima dos mellizas, tan blancas como la luna y tan doradas como el sol.

Preocupado Nahamur no bajó al lago como de costumbre y se puso a pasear pensativo por las arenas de la playa. En esto le pareció percibir una voz muy fina que le decía:

– Por mucho que pienses, no encontrarás solución. Entrega, como lo has prometido, a las dos mellizas que te ha dado tu mujer. Si no lo haces, grande será tu castigo y no conseguirás escapar de él. ¡Y no conseguirás escapar de él! ¡Y no conseguirás escapar de él! ¡Y no conseguirás escapar…!

Sobrecogido, miró Nahamur en torno suyo para averiguar de dónde

procedían aquellas voces, mas no vio a nadie. Sólo yacían esparcidas por el suelo, acá y allá, conchitas pequeñas que, sobre la arena, parecían aún más blancas bajo los rayos del sol.

Extrañado Nahamur volvió a su casa y hablóle así a su mujer:

– Vámonos, antes de que sea demasiado tarde y nos suceda cualquier desgracia.

Y, dicho y hecho, emprendieron el viaje.

Mientras tanto, el rey del lago saboreaba lentamente su venganza. ¡Cómo había osado aquel mísero pescador burlar sus mandatos! Mas, sabio y astuto, esperó con paciencia.

Sólo encargó a las aguas de su lago que, aprovechando el calor del

sol, se evaporaran en gran parte y, elevándose al cielo, se convirtieran en nubes. Así podrían acompañar siempre, sin ser vistas, a Nahamur, a Sirima y a sus hijas. Y al propio tiempo, volviendo a caer en lluvia, lograrían ponerse en contacto con los demás lagos, ríos y riachuelos para formar así, unidos, el gran plan que nuestro rey tenía proyectado…

¡Qué distante estaba nuestro pobre pescador de lo que se estaba tramando en contra suya!

Al cabo de un año, Sirima volvió a traer al mundo otras dos mellizas. Esto preocupó mucho a Nahamur, pues era muy pobre y con su trabajo apenas tenía lo suficiente para alimentar a su familia.

Así pasaba el tiempo, siempre andando de acá para allá. Hasta que encontraron una cueva que convirtieron en su morada. Hallábase esta cueva cerca de unas peñas, de las cuales brotaba una torrencial cascada, donde los trinos de los pájaros se convertían en mil sonidos distintos.

Desembocaba ésta en un pequeño riachuelo. Un día caluroso en que Sirima y sus hijas se bañaban en sus transparentes aguas, las arrastró la corriente con tal fuerza que, sin resistencia alguna, fueron flotando una tras otra hasta desembocar en el río.

Mas no paró aquí la cosa, sino que, en aquel río, vinieron a

desembocar en otros y, siempre corriendo y corriendo, se dirigían cada vez con más caudal y vértigo, atravesando valles y ciudades, hacia un desconocido fin.

Nahamur las seguía enloquecido y desesperado. Así fue recorriendo

campos, valles, ciudades y bosques, durante muchos, muchos días, hasta que un amanecer quedóse exhausto. Al cabo de un rato despertóse sobresaltado, viendo llegar hacia él una gran tromba de agua que le envolvió, sin darle más tiempo que el de agarrarse fuertemente a un leño.

Le arrastró a un punto que en seguida él reconoció por el mismo lugar en que, años atrás, había hecho la fatal promesa al rey de las aguas.

Aquel gran lago habíase convertido en un inmenso mar, pero en la playa, como entonces, aún seguía en pie la casita blanca donde empezaron sus desgracias. Nahamur, al llegar a la orilla, soltóse del leño y se encaminó a su antigua morada donde pasó unos días muy tristes.

Todas las mañanas, muy temprano, bajaba Nahamur a la playa y, embarcándose en una tosca lancha, recorría las azules y transparentes aguas, por ver si encontraba rastro de Sirima o de alguna de sus hijas. Mas no dieron resultado sus pesquisas y, solo y triste, lloraba su gran desventura.

Tanto gimió y lloró que el rey, compadecido al fin de su pena, se le apareció en un magnífico carro de oro y perlas, tirado por dieciséis caballitos de mar, que galopaban veloces sobre la blanca espuma de las aguas. Junto a él se encontraba una maravillosa sirena, que no era otra sino Sirima.

Nahamur rogó al rey humildemente que tomase su vida, como una vez quiso hacerlo, a cambio de devolvérsela a Sirima y a sus hijas. El poderoso rey, conmovido ante tan generoso rasgo, hablóle así a Nahamur:

– Tu generosidad salva a los tuyos de su hechizo y regresarán a tu lado. Tan sólo una noche de luna llena volveré a reclamarlas, para que, convertidas en olas, me rindan pleitesía y así terminen de expiar tu falta.

Agradecido Nahamur, derramó lágrimas de alegría y abrazaba una y mil veces a Sirima y a sus hijas, a quienes después de tantas penas y fatigas, tenía otra vez junto a sí y para siempre”.

¡Si quieres vivir en paz, tus promesas cumplirás!

CAPERUCITA ROJA 1ª versión: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento original de Charles Perrault. Adaptación de N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro Artístico de Radio Madrid.

“En una pequeña aldea perdida entre las montañas y en una casita

situada al borde de un profundo y tranquilo lago, vivía con su mamá una niña rubia como los trigos del campo y buena como el pan.

Para protegerse del frío de aquellos parajes, llevaba siempre una

caperuza de lana roja. Por eso, era conocida por todos como Caperucita Roja.

Un día que su mamá había cocido bizcochos en el horno, le dijo:

– Caperucita, hija mía. Ve a casa de la abuelita y le llevas estos

bizcochos recién hechos y esta jarrita de miel. Está enferma y débil, y le sentarán muy bien.

– ¡Sí, mamá!

– Date prisa y no te entretengas en el camino. Y ten cuidado cuando pases por el bosque. Ayer me dijo Juan el leñador que anda el lobo por estos alrededores.

– Todo lo haré como deseas. ¡Adiós, mamita!

– ¡Adiós, hijita! – Lalaranlarán, laranlarán, laranlarán. Soy la Caperucita. ¡Qué contenta yo voy! Lalaranlarán, laranlarán, laranlarán. Y a ver a mi abuelita por el bosque yo voy.

Caperucita partió alegre y contenta a casa de su abuelita, que vivía en un pueblo cercano, a media hora de camino.

– Lalaranlarán, laranlarán, laranlarán. Y a ver a mi abuelita por el bosque yo voy.

Al atravesar el bosque encontró a unos leñadores que le preguntaron: – ¿Adónde vas, Caperucita?

– A casa de mi abuelita, a llevarle estos bizcochos recién hechos y

esta jarrita de miel. – Saluda a tu abuela de nuestra parte y dile que iremos a verla

cuando terminemos la tarea. Caperucita siguió su camino, mientras los leñadores continuaban su

trabajo. Más adelante y en un recodo del sendero, escondido detrás de un árbol para que no lo vieran los leñadores, aguardaba el lobo.

– Ya se acerca Caperucita. ¡Lástima que ahora no podré comérmela!

Esos leñadores que andan por ahí cerca oirían sus gritos. ¡Y cada uno de ellos tiene una enorme hacha! Tendré que prepararle una trampa… Le hablaré con toda delicadeza para que no se asuste.

Como la niña no conocía su crueldad, no se asustó lo más mínimo al

ver a la fiera.

– ¡Buenos días, Caperucita! ¿Adónde vas tan temprano?

– A casa de mi abuelita que está enferma, a llevarle estos bizcochos recién hechos y esta jarrita de miel.

– ¿Dónde vive tu abuelita?

– Más allá del molino, en la primera casa antes de entrar al pueblo.

– ¡Hum! Tu abuelita se pondrá muy contenta si le llevas un ramo de

estas preciosas florecillas que llenan el bosque. ¡Ya lo creo que le gustarán!...

– Es temprano todavía y puedo llevarle un buen ramillete, ¿verdad? – ¡Claro que sí! Esta niña es linda y tierna y, si obro con astucia,

devoraré a las dos al mismo tiempo. Me adelantaré y llegaré a casa de su abuelita antes que ella. Bueno, ¡adiós Caperucita! Me voy, que tengo mucha prisa. Yo también quiero visitar a tu abuelita. ¡A ver quién llega antes! Tú irás por el camino de la izquierda, que es el más corto, y yo por el de la derecha…

– ¡Adiós, Señor Lobo! ¡Adiós y muchas gracias!

– Lalaranlarán, laranlarán, laranlarán. Y a ver a mi abuelita por el bosque yo voy.

El lobo echó a correr con todas sus fuerzas por el atajo, mientras

Caperucita iba por el camino más largo. Sin atender los consejos de su madre, perdió el tiempo recogiendo moras silvestres, persiguió a las mariposas que por allí revoloteaban, se distrajo con el canto de los pájaros y se entretuvo, siguiendo los consejos del lobo, en hacer un ramillete de flores para su abuelita.

Mientras tanto, el astuto lobo había llegado a la casa de la abuela y

llamó con fuerza a la puerta.

– ¡Toc, toc, toc, toc! – ¿Quién es?

– Soy tu nietecita, que vengo a traerte unos bizcochos recién hechos

y una jarrita de miel. ¡Ábreme la puerta, abuelita!

– Alza tú misma la aldabilla y podrás abrirla.

El lobo levantó la aldabilla y abrió la puerta. Dando grandes zancadas, se dirigió presuroso a la cama donde se encontraba la abuela.

– ¡Ah!...

– ¡Ay, ay!...

El lobo saltó al lecho y, de un solo bocado, se comió a la abuelita… – Cerraré la puerta, entornaré los postigos para que entre poca luz,

me pondré esta cofia en la cabeza, me meteré en la cama y me taparé bien con la manta hasta el hocico. Cuando llegue Caperucita, creerá que soy su abuelita…

Al poco rato llegó Caperucita cantando y con un gran ramo de flores.

– Lalaranlarán, laranlarán, laranlarán. Y a ver a mi abuelita por el bosque yo voy.

– ¡Toc, toc, toc, toc! – ¿Quién es?

– Soy tu nietecita, que vengo a traerte unos bizcochos recién hechos

y una jarrita de miel. ¡Ábreme la puerta, abuelita!

– Alza tú misma la aldabilla y podrás abrirla. – ¡Qué oscuro está esto, abuelita! ¿Dónde estás? – Estoy aquí, en la cama. Acércate, hijita. Caperucita se aproximó a la cama y, al ver tan rara a su abuelita, le

dijo: – ¡Huy, abuelita! ¡Qué orejas tan grandes tienes! – ¡Son para oírte mejor, hijita!

– ¡Qué ojos tan grandes tienes!

– ¡Son para verte mejor!

– ¡Y qué manazas tan grandes tienes!

– ¡Son para acariciarte mejor, Caperucita!

– Pero, abuelita, abuelita… ¡Oh, qué dientes tan grandes tienes! – ¡¡¡Son para comerte mejor!!!

Y, saltando veloz de la cama, se precipitó sobre la pobre niña, con las

fauces abiertas y las garras extendidas, y se tragó a la pobre Caperucita… Tan pronto hubo saciado su apetito, se acostó de nuevo y,

quedándose dormido, empezó a roncar ruidosamente. Un cazador que por allí pasaba, al oír los ronquidos pensó:

– ¡Cómo ronca la anciana! ¡Voy a ver si necesita algo! ¿Cómo? ¿Eres tú el que ronca, viejo lobo? ¡Ya has hecho otra fechoría!, ¿eh? Hace mucho que ando buscándote y ahora me las pagarás todas juntas…

¡Pom, pom! – ¡Socorro, socorro, que estoy aquí, que estamos aquí! Y el cazador, al oír los gritos que daban Caperucita y la abuela

dentro del cuerpo del lobo, le abrió el vientre con un enorme cuchillo de monte, saliendo las dos enormemente alborozadas y agradecidas.

– ¡Gracias, mi buen cazador!

A Caperucita le sirvió aquello de escarmiento. Jamás volvió a

desobedecer a su mamá, prometiendo no entretenerse nunca más en el bosque ni hablar con desconocidos.

Y aquella niña, rubia como el trigo y buena como el pan, que llevaba

siempre una caperuza de lana roja, continuó viviendo en la casita del borde del lago, rodeado de las montañas que abrigaban su pequeña aldea.”

¿Dónde vas, Caperucita? ¡A casa de mi abuelita! ¡Por no hacer caso a mamá, el lobo me trató mal!

CAPERUCITA ROJA 2ª versión: versión literal, escuchada por mis hijos en cassette 30 años después. “Los mejores cuentos”. Volumen 4. Editado por Movieplay. Adaptación de G. Purio y V. Merchán. Cuento original de Charles Perrault.

“Al borde del bosque, en una casita muy bonita, vivía con su mamá

una niña rubia, a la que todos conocían con el nombre de Caperucita Roja, porque siempre llevaba una caperuza encarnada que le había regalado su abuelita el día de su santo.

Un día su mamá le dijo:

– Mira, hija. La abuela está en la cama con mucho catarro. Así que vas a ir a hacerle un poco de compañía y de paso le llevas esta tortita y una jarrita de miel, que va muy bien para el resfriado.

– ¡Sí, mamá! ¿Cómo las llevo?

– Toma esta cestita y pon todo dentro. No te entretengas por el bosque. Vete derechita, no vaya a ser que te ocurra algo.

– ¡Sí, mamá!

Caperucita tomó la cesta y piano, pianito, se internó en el bosque, pues la abuelita tenía su casa al otro lado del mismo, en el alto de un cerrillo que allí había.

– Llevo en mi cestita muy rico pastel, con una tortita y un tarro de miel. Sé que mi abuelita muy feliz será, pues la pobrecita sola siempre está. Lalará, lalalán, laralá, lalán…

Llevaba un rato andando cuando… Era el lobo que salía a su

encuentro en un recodo del camino.

– ¡Hola, linda Caperucita! ¿Dónde vas tú por aquí? – Voy a ver a mi abuelita, que está algo resfriada y de paso le llevo

algunas cosillas.

– ¡No estará muy lejos la casa de tu abuelita!, ¿verdad?

– ¡Oh, no señor! En el otro lado del bosque, en lo alto de aquel cerro. ¡Por allí! El lobo pensó que no podía comerse a Caperucita en el bosque donde se encontraban, pues lejos de allí había una cuadrilla de leñadores. Desde allí se oían los golpes de sus hachas y si la niña gritaba, podrían oírla. Entonces pensó:

– Me adelantaré por un sendero que hay a la derecha, y me la comeré cuando llegue a la casa, pues yo habré llegado antes… ¡Bueno, bueno! Pues, anda, que no quiero entretenerte. Sigue por ese caminito de la izquierda y verás qué pronto llegas.

– ¡Muchas gracias, señor! Ha sido muy amable. ¡Adiós, señor!

– Llevo en mi cestita muy rico pastel, con una tortita y un tarro de miel. Sé que mi abuelita muy feliz será, pues la pobrecita sola siempre está. Lalará, lalalán, laralá, lalán…

Caperucita siguió su camino. De vez en cuando cogía una flor de

aquí, otra de allí y así fue haciendo un hermoso ramo para ofrecérselo a su abuelita, sin darse cuenta que así se entretenía. Lo que permitió al lobo llegar mucho antes.

Ya ante la casa, el astuto animal…

– ¡Toc, toc, toc, toc!

– ¿Quién es? Pase quien sea, que no está echada la llave. El lobo abrió la puerta y de un salto se encontró en la alcoba de la

pobre abuelita, que del susto se desmayó. – ¡Huy, qué señora más vieja! Prefiero comerme a Caperucita, que

estará más tierna. Y se relamía pensando en el festín… – Esconderé a la abuela, para que cuando llegue Caperucita no la vea

y no sea que se me escape. La ató muy bien atada y, después de taparle la boca con un pañuelo,

la escondió dentro de un armario. – ¡Ajajá! Ahora a esperar. ¡Huy! ¡Qué idea más estupenda he tenido! La idea fue ponerse un camisón y un gorro de dormir de la pobre

abuelita y ocupar su lugar en la cama… – Sé que mi abuelita muy feliz será, pues la pobrecita sola siempre está…

– ¡Toc, toc, toc, toc! – Abuelita, abuelita, soy yo, Caperucita. Te traigo cosas muy ricas y

un ramo de flores muy bonito. – Pasa, hijita. ¡Qué malita estoy! ¡Fíjate qué voz se me ha puesto!

¡Adelante, adelante! – ¡Oh, abuelita! ¡Qué brazos tan largos tienes! – ¡Para abrazarte mejor, Caperucita! – ¡Oh, abuelita! ¡Qué orejas tan grandes tienes! – ¡Para oírte mejor, Caperucita!

– ¡Oh, abuelita! ¡Qué ojos tan grandes tienes!

– ¡Para verte mejor, Caperucita! – ¡Abuelita, abuelita! ¡Qué boca más grande tienes!

– ¡Basta! ¡¡¡Para comerte mejor!!! – ¡Ay, ay! ¡Socorro, socorro!

– ¡Calla, calla de una vez!

El malvado lobo se abalanzó sobre nuestra pobre niñita, que corrió

por toda la casa tratando de escapar de las fauces abiertas del animal. El lobo logró acorralar a Caperucita en un rincón del comedor. ¡Estaba perdida! La niña gritaba y gritaba, pidiendo auxilio. Ya se abalanzaba sobre ella cuando…

¡Pum, pum!

¿Sabéis qué había pasado? Pues que un cazador, que había visto desde lejos entrar al lobo en la casa, se fue acercando sigilosamente, y justo cuando estaba ante la puerta, oyó los gritos de Caperucita.

Adivinó al momento lo que estaba pasando. Y desde una ventana disparó sobre el malvado lobo, dejándolo muerto en el acto. Mientras tanto, la abuela que estaba dentro del armario, empezó a hacer ruido para que la sacaran de allí.

Que esto que le ocurrió a Caperucita os sirva de lección: nunca os

entretengáis con desconocidos, pues no sabéis sus intenciones y alguna vez pueden haceros daño”.

Si a Caperucita imitas y en el “bosque” te entretienes, de los “lobos” que se acerquen no verás las intenciones.

EL ENANITO BARBUDO Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autora: Fabiola Mora y Aragón. Colección “Los cuentos de Fabiola”. Discos Hispavox. Música de Manuel Moreno. Dirección del Cuadro Artístico: Amparo Reyes.

“Cerca del país de las hadas hubo una vez, hace tiempo, un bosque muy grande de encinas centenarias. Se encontraba en este gran bosque una casita pequeña de madera, con ventanitas verdes y un pequeño tejado de un rojo muy vivo. Y en la casita, una diminuta enana con su travieso hijo también enano.

Habían vivido hasta entonces en el país de las hadas, pero como el enanito estaba siempre tramando alguna travesura, la reina de las hadas los castigó a que viviesen en el bosque, hasta que el hijo se convirtiese en un enanito bueno.

Su padre había sido leñador, por lo que el enanito tuvo la siguiente ocurrencia: intentar cortar todas las grandes encinas del bosque.

Y una mañana, muy temprano, se marchó con su hacha al bosque. Trabajó tanto y tanto que, al dar el medio día, estaban sus manos muy lastimadas y ni siquiera había logrado profundizar unas pulgadas en la corteza del árbol.

Así continuó durante quince días, pero se cansaba tanto y avanzaba tan poco en su empeño, que por fin se sentó a descansar y comenzó a llorar amargamente. En tanto que así lloraba, sintió que le tocaban en el hombro. Era el astuto señor zorro que le preguntó:

– ¿Por qué estás tan triste?

El enanito levantó la vista y le contó sus penas. El señor zorro sabía que aquellos árboles estaban habitados por todas las pequeñas ardillas y por los pajarillos del bosque. Y era tan comilón, que ya se estaba regocijando del gran banquete que iba a darse si ayudaba al pequeño gnomo en su tarea y dejaba sin hogar a todos aquellos animalitos.

Así, le contó a su amiguito que, a través de las siete montañas, en una inmensa cueva, vivía un gigante dueño de un hacha mágica.

Partió, pues, nuestro hombrecillo, con su hatillo de comer al hombro. Silbando una alegre canción, despidióse de su madre y emprendió la marcha. Después de siete largas semanas se aproximó a la última, que era la más grande de las siete montañas.

Un ruido tremendo, semejante al de un trueno, causado por el ronquido del gigante, parecía sacudirla con una fuerza espantosa. Nuestro pequeño amigo se asustó de una manera terrible pero, armándose de valor, comenzó a ascender hasta que llegó a corta distancia del gigante dormido. Por suerte yacía al lado de su hacha.

Silenciosamente, se acercó arrastrándose y, cogiéndola, cortóle de un gran golpe al gigante la cabeza. Apenas se había bajado el enanito de la montaña, cuando ésta se abrió de repente, tragándose al gigante.

Nuestro hombre echó a correr para casa lo más deprisa que pudo, y

cuando por fin llegó, llamó al señor zorro y le mostró su botín. A la mañana siguiente, de madrugada, partieron ambos al bosque para probar su poder y, a su gran satisfacción, caían los árboles como por arte de magia. Todos los pájaros huyeron de sus nidos y las ardillas saltaron de árbol en árbol llenas de terror… Las crías que no pudieron huir, fueron a caer en las garras del señor zorro, que se dio aquel día un soberano banquete.

Aquella noche, cuando dormía nuestro enanito, le despertó un cosquilleo en la nariz. Sobre la cama, a su lado, encontrábase el rey de las ardillas con su séquito. El soberano le rogó humildemente que se compadeciese de ellos. Pero el enano, cruel, se mofó de su llanto.

Despechado y rencoroso, el rey de las ardillas levantó el campo. De vuelta, ya en su reino, decidió convocar, en el silencio de la noche, a todos los pájaros y ardillas del bosque. Y, después de mucho discutir, llegaron a un acuerdo: los pájaros carpinteros habrían de picotear en la corteza de los árboles, hasta que la resina fluyese de ellos y la corteza quedase pegajosa.

Al amanecer del día siguiente, apareció en el horizonte un disco encendido, de color fuego, que poco a poco fue vistiendo a la naturaleza de un rico y diverso colorido. Despertábanse aún los árboles y el césped, cuando, con su fresca caricia, les expresó los buenos días el rocío madrugador. Los trinos de los pájaros, en alegre algarabía, invitaban a despertar.

Como de costumbre, empezó el enanito con su tarea… Pero, el hacha quedó adherida firmemente en el árbol y no era posible desprenderla por más esfuerzos que hacía. Al apoyar el pie para lograrlo, quedó igualmente pegado al tronco. Y lo malo no fue solamente eso, sino que en su apuro por soltarse, acabó también las manos sobre la pegajosa corteza y quedaron asimismo prisioneras.

Hete aquí a nuestro enanito chillando y gritando sin lograr desasirse en muchos, muchos días y muchas, muchas noches.

Pasaron los años. Su barba creció con el tiempo y volvióse tan blanca, tan blanca como la nieve recién caída…

Y aquí acaba la historia de nuestro travieso enanito barbudo”.

¡El enanito obró mal! ¡Yo no lo debo imitar!

LOS TRES OSITOS

Versión única: versión literal escuchada en Radio Jaén, cassette y DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.).

“En un espeso bosque había una preciosa casita donde vivían

felizmente tres ositos: el oso padre, la osa madre y el oso hijito.

Un día, al despertar, mamá osa preparó los desayunos, pero estaban muy calientes. Entonces dijo papá oso:

– Este desayuno está muy caliente. Vámonos a dar un paseo por el bosque y cuando volvamos, ya estará frío.

– ¡Sí! ¡Sí!

Y así lo hicieron.

Mientras ellos paseaban, se acercó casualmente a la casita de los osos una niña que pasaba por allí. Y se preguntó quién viviría en aquella casa tan bonita. Llamó a la puerta y, al ver que no contestaba nadie, abrió y pasó al interior.

– ¡Oh, qué bonita!

Vio sobre la mesa tres tazones de leche con sendas rebanadas de pan: una era muy grande, la otra mediana y otra pequeña. Probó la leche de la taza grande.

– ¡Qué caliente!

Después probó la mediana.

– ¡También está caliente!

Luego probó la pequeña.

– ¡Huy! ¡Qué rica está ésta!

Y la niña se bebió toda la leche. Entró después en otra habitación y vio allí tres sillas: una muy grande, otra mediana y otra pequeñita. Y la niña se sentó en la silla grande.

– ¡Hum! ¡Qué dura es! Luego se sentó en la mediana.

– ¡Huy! ¡Ésta está muy blanda!

Por fin se sentó en la pequeña.

– ¡Ah! ¡Ésta sí que está bien! Y se sentó con tal fuerza, que la sillita se rompió. Después la niña

pasó a otra habitación y vio allí tres camas: había una cama muy grande, otra mediana y otra pequeña. La niña se sentó primero en la cama grande.

– ¡Qué dura es!

A continuación se acostó en la cama mediana.

– ¡Huy! ¡Ésta es demasiado blanda!

Y luego se tendió en la pequeña.

– ¡Oh! ¡Qué bien se está en esta camita!

La niña suspiró y se quedó profundamente dormida.

Mientras tanto, los tres osos volvieron de su paseo por el bosque. Miraron la mesa y observaron los cambios. El oso padre, con su voz grande, dijo:

– ¡Alguien ha estado aquí y ha probado mi desayuno!

La osa madre, con su voz mediana, dijo:

– ¡Alguien ha probado la leche de mi taza!

El osito hijo, con su voz pequeña, dijo: – ¡Alguien se ha bebido todo mi desayuno y se ha comido mi pan!

Los tres osos fueron a la otra habitación y entonces el oso padre, con

su voz potente, dijo:

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla grande! – ¡Alguien se ha sentado también en mi silla mediana! – dijo la

madre osa, con su voz mediana.

Inmediatamente se dejó oír la voz del osito hijo, con su voz pequeña:

– ¡Oh, oh! ¡Alguien se ha sentado en mi sillita y me la ha roto!

Después entraron en la habitación de las tres camas y el oso grande dijo con su voz grande:

– ¡Alguien ha estado acostado en mi cama grande!

La osa madre, con su voz mediana, dijo:

– ¡Pues también se han acostado en la mía mediana! Y el osito dijo con su voz pequeña:

– ¡Alguien se ha tumbado en mi cama y… se ha quedado en ella

dormido!

Al oír las voces de los osos, la niña se despertó y se asustó mucho al ver que la miraban enfadados. Dio un salto de la cama y salió al bosque corriendo todo lo que le daban de sí sus piernas.

Ya sabéis, amiguitos, que no se debe entrar sin permiso en ningún lugar. Podéis llevaron sorpresas desagradables como la niña de nuestro cuento. De todas las maneras, los ositos eran buenos y la habían perdonado ya.

Mamá osa puso otra tacita de leche al osito pequeño y se pusieron a desayunar. Dijo el oso grande, con su voz potente:

– ¡Si vuelve, la dejaré que beba de mi taza grande!

Dijo mamá osa, con su voz mediana:

– ¡Si vuelve, la dejaré que se siente en mi silla mediana!

Y dijo el osito pequeño, con su voz pequeña:

– ¡Y yo la dejaré que duerma en mi camita pequeña! ¡Y podré jugar con ella!

Y colorín colorado, la vida de los osos siguió, la niña volvió y este cuento se acabó”.

Si sorpresas no quieres encontrar, no entres sin permiso en ningún lugar.

En parvulitos lo enseñan: grande, mediana y pequeña.

LA CENICIENTA Versión única: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento de la tradición oral de Pegalajar, original de Charles Perrault. DVD actual en la colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.). Aportaciones del libro “Cuentos de Perrault” de Ediciones Susaeta.

“Érase una vez un noble caballero que tenía una hija hermosa como el sol. La doncella, que se había quedado sin madre poco después de nacer, vivía sola con su padre.

El caballero se fue olvidando con el tiempo de su esposa y decidió

casarse de nuevo. Contrajo segundas nupcias con la mujer más altanera, orgullosa y de peor genio que pudo verse jamás. Tenía ésta dos hijas de su mismo carácter y que se le parecían en todo. Contrastaban claramente con su preciosa hija que poseía una dulzura y una bondad sin igual. Las había heredado de su madre que fue la mejor persona del mundo.

Tan pronto como murió el padre, la madrastra dio rienda suelta a su mal humor, ya que no podía soportar las buenas cualidades de aquella muchachita, que convertían todavía más odiosas a sus dos hijas.

La pobre niña, que se encargaba de todas las tareas de la casa, dormía en el sótano, sobre un duro jergón. Las hermanas, en cambio, lo hacían en mullidos lechos y podían contemplarse, de la cabeza a los pies, en grandes espejos. Ella lo sufría todo con paciencia y no se atrevía a quejarse, dada su natural bondad.

Cuando terminaba su trabajo, se iba a un rincón de la chimenea a sentarse sobre las cenizas, recibiendo por eso el nombre de Cenicienta. A pesar de su viejo y raído vestido, era mil veces más guapa que sus hermanas, aunque éstas aparecían siempre ricamente ataviadas.

– Cenicienta, cuida de que no se apague el fuego.

– Cenicienta, límpiame los zapatos.

– Cenicienta, plánchame el vestido nuevo. Cenicienta atendía todas las órdenes y procuraba complacer a sus

exigentes hermanastras lo mejor que podía.

Sucedió un día que el hijo del rey anunció un gran baile en palacio. El príncipe quiso invitar a todas las jóvenes damas del reino, puesto que había de elegir entre todas ellas la que había de ser su esposa.

– ¿Qué son esas trompetas?

– ¡Mirad lo que pregunta nuestra Cenicienta!

– ¡Pobre tizón! ¿Es que no sabes que los heraldos del rey van

invitando a todas las doncellas de la ciudad al baile de esta noche en el palacio real? ¡Infeliz Cenicienta!

– ¡Como siempre estoy en la cocina!

– ¡Eso, eso, a la cocina que es lo tuyo! – ¡Hala, fuera de aquí!

– ¡Por favor, dejadme que oiga el pregón, os lo suplico!

– En nombre de su majestad el rey se hace saber que, al gran baile de

esta noche, en el palacio real, quedan invitadas todas las doncellas de la ciudad.

– ¡Eh, Cenicienta! ¿Qué haces ahí pasmada? ¡Despierta y no sueñes más!

– ¿Es que te has creído que lo del baile de palacio también va por ti?

– ¡Corre, Cenicienta, y desempolva mi peluca nueva! Sí, la de los tirabuzones rubios. ¡Me sienta tan bien y el príncipe es tan buen mozo!

– ¡Cenicienta, prepara mi vestido azul! ¡Venga, mujer, no te duermas!

– Cenicienta, cóseme estas lentejuelas en mi vestido de terciopelo.

– Cenicienta, ponle un volante a mi vestido de raso. – ¡Y no vayas a manchar mi vestido violeta con encajes, que pienso

ponérmelo esta noche! ¡Yo seré la que baile más veces con el príncipe!

– ¡Ya voy, ya voy! Pero, ¿por qué no me lleváis con vosotras? ¡Me gustaría tanto! ¡Nunca he estado en un palacio!

– ¡Mirad lo que dice Cenicienta! ¡Ella al palacio real!

– Ella sólo vale para estar en la cocina y fregar los platos. – ¡Vamos, tizón, prepárame esa peluca de los tirabuzones rubios que

te dije antes!

Las hermanastras de Cenicienta andaban a todas horas inquietas y atareadas pensando en la fiesta. Todo era ir de un lado para otro en busca de los trajes más suntuosos, de las joyas más ricas y de los adornos más vistosos. Reventaron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos para hacer el talle más fino, y pasaban largas horas ante el espejo.

Y llegó al fin el día del baile. Cenicienta salió a despedirlas y se quedó mirándolas hasta que desaparecieron. Entonces comenzó a llorar desconsoladamente… Con la cabeza entre los brazos, desahogaba el llanto contenido hasta entonces.

– ¡Se han ido! ¡Se han ido y me han dejado sola en la casa! ¡Pobre de mí!

De pronto sintió como si estuviera acompañada de una rara presencia. Era su hada madrina que, al saber que estaba llorando, se le apareció y, con voz dulcísima, le preguntó qué le sucedía.

– ¿Qué te pasa, Cenicienta? ¿Por qué lloras con tanto desconsuelo? – Me gustaría mucho…, me gustaría mucho – comenzó a decir

Cenicienta –. Pero lloraba tanto que no conseguía acabar la frase.

– Te gustaría ir al baile, ¿verdad?

– ¡Sí, sí! ¡Claro que me gustaría!

– Lo has deseado con toda tu alma y estoy dispuesta a complacerte. Arreglaré todas las cosas que son necesarias para que vayas. Anda, tráeme del huerto una calabaza y los ratoncillos que haya en la ratonera.

Cenicienta trajo lo que le había pedido su madrina y… la varita mágica convirtió a la calabaza en una espléndida carroza dorada y a los ratoncillos en seis magníficos caballos blancos.

– Ahora necesito un cochero – dijo el hada –. Ve a ver si ha caído alguna rata en la trampa.

Cenicienta trajo una hermosa rata, que fue transformada en un

imponente cochero de grandes mostachos. – Ahora, corre de nuevo al jardín y encontrarás seis lagartijas detrás

de la regadera. Apodérate de ellas sin pérdida de tiempo. Tan pronto la niña se las trajo, la madrina las transformó en seis lacayos, que se encaramaron con rapidez en la carroza con sus capas llenas de galones y botones dorados. Se acoplaron en ella como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.

– Bien. Ya tienes todo listo para ir al baile. ¿Estás contenta? – ¡Muy contenta! Pero, ¿cómo me voy a presentar allí con estos

andrajos? ¡Me daría vergüenza ir al baile con este sucio delantal y unas alpargatas!

La madrina hizo funcionar de nuevo su varita mágica, y el vestido andrajoso de la joven y sus harapos se transformaron en un vestido de oro y plata, cuajado de piedras preciosas que despedían deslumbrantes destellos.

La madrina completó su maravillosa obra, entregando a Cenicienta un par de zapatos de cristal la mar de lindos. Antes de partir el carruaje, recibió la siguiente recomendación de su hada madrina:

– No vuelvas a casa después de medianoche. Si te demoras un minuto más, el carruaje se convertirá en calabaza, el cochero en rata, los caballos en ratones y los criados en lagartijas, y tu precioso vestido recobrará su forma primitiva.

– Te prometo que saldré del baile antes de que den las doce.

– Sube, pues, a la carroza. Te conducirá a palacio y podrás asistir al baile más fastuoso que hayas soñado jamás.

Cenicienta, rebosante de alegría, se montó en la carroza y se dejó conducir camino del más hermoso sueño de su vida.

En palacio se celebraba el baile con la mayor magnificencia y los

salones lucían las más esplendorosas galas. Cuando mayor era la animación, un mayordomo se acercó al príncipe y le habló discretamente:

– Alteza, acaba de llegar una hermosa princesa a la que ninguno de

nosotros conoce. No nos hemos atrevido a preguntarle el nombre para poder anunciarla.

– No es necesario. Iré yo mismo a la puerta para introducirla. El príncipe acudió a recibir a la recién llegada. Le dio su mano para

ayudarla a bajar de la carroza, le ofreció su brazo y la acompañó al salón del baile donde ya se hallaban reunidos todos los invitados.

Al hacer su aparición la joven, todo el mundo guardó el más absoluto silencio. Se detuvo el baile y hasta los violines enmudecieron. Un murmullo de asombro acompañó la entrada de la hermosa desconocida. Se oyeron susurros de admiración, atentos todos a su gran belleza. Incluso el rey, a pesar de su avanzada edad, aseguró en voz baja a la reina que jamás había visto una doncella tan gentil y tan bonita.

El príncipe la invitó a bailar sin pérdida de tiempo. Todo el mundo contemplaba a los dos jóvenes, comentando que hacían una buena pareja. Acabado el baile, se ofreció una magnífica cena. Cenicienta se sentó al lado de sus hermanastras, mostrándose muy amable con ellas. Pero éstas no la reconocieron…

– ¿No se parece esta princesa tan bella a nuestra pobre Cenicienta?

– ¡Por Dios, hermana! ¿Cómo se te ocurre decir una cosa así?

El príncipe no probaba bocado. No hacía más que contemplar a Cenicienta. La bella princesa lo tenía como hechizado y no tenía ojos aquella noche para nadie más que para ella.

Cenicienta era tan feliz que había olvidado por completo la

advertencia de su hada madrina. De pronto sonó la primera campanada de la medianoche.

Al oírla, abandonó a su pareja y salió precipitadamente. El príncipe, sorprendido por su actitud, la siguió. Pero, era tan veloz la carrera de la desconocida que no consiguió darle alcance. Sólo encontró, al pie de la escalinata de palacio, un diminuto zapatito de cristal que tomó en sus manos con el mayor cuidado.

El príncipe, perplejo y afligido, preguntaba a los guardias si habían

visto salir de palacio a una princesa. Éstos respondieron, sin titubeos, que sólo habían visto pasar a una muchacha mal vestida, que más se parecía a una campesina que a una princesa…

Cuando las dos hermanas regresaron a casa, dijo la mayor a

Cenicienta:

– ¡Oh, si hubieras ido al baile! Apareció una princesa tan bonita, tan bonita, que es imposible que haya otra igual. Fue amabilísima con nosotras y nos hizo mil demostraciones de cortesía…

– ¡Ah, sí, Cenicienta! Hubo una princesa guapísima con la que su

alteza, el príncipe, estuvo bailando toda la noche.

Cenicienta preguntó a sus hermanas el nombre de la princesa, pero éstas respondieron que nadie lo sabía, ni siquiera el príncipe, que había quedado encantado y daría cualquier cosa por conocerla.

– ¿Tan bonita era?

– ¡Muy hermosa!, pero se marchó apresuradamente cuando el reloj comenzó a dar las doce, perdiendo un zapatito de cristal en su huída.

– Y han dicho que el príncipe enviará emisarios por todo el país, probando el zapatito olvidado. Y a quien calce bien el zapato, el príncipe la convertirá en su esposa.

– Quizá sí, quizá no, quizá la princesita fuera yo.

– ¡Vamos, presumida! ¿Qué te has creído? – ¡Pronto, tizón! ¡Prepáranos agua caliente para asearnos!

A los pocos días, el príncipe mandó anunciar al son de trompetas que se casaría con aquella doncella que pudiese calzar el zapatito… Sus servidores debían recorrer la ciudad y averiguar dónde moraba la bella princesa que había salido de palacio tan precipitadamente.

Efectivamente los heraldos reales recorrieron el país anunciando el

siguiente bando: – De orden de su alteza real, se comunica a todos los habitantes de

estos reinos, que la doncella a cuyo pie pueda calzarse el zapatito de cristal que le será probado, se unirá en matrimonio con el príncipe.

Cuando los emisarios reales llevaron el zapato de cristal a la casa de

las dos hermanas, éstas hicieron lo imposible por introducir el pie dentro pero, como era de esperar, no lo consiguieron.

– ¿No hay en esta casa ninguna otra doncella?

– ¡Sí, Cenicienta! Pero ésa no cuenta. – Es una infeliz, sucia y mal vestida, que no pudo estar en el baile.

– ¿Queréis llamarla? Tenemos órdenes de probar este zapato a todas

las doncellas de la ciudad.

– Sal, Cenicienta, que quieren ver si eres princesa. – ¡Cuidado, señor, que el tizón de la casa puede mancharle!

Sentada Cenicienta, se calzó el zapatito, el cual encajó sin dificultad

en su pie, quedándole a la medida. La sorpresa de las dos hermanas fue inmensa, pero fue aún mayor cuando sacó del bolsillo el otro zapatito y se lo calzó también.

– ¡Oh, perfecto! Luego vos sois la bella princesita.

– Quizá sí, quizá no, quizá sí que era yo.

En ese preciso instante apareció el hada madrina, y tocando con su varita mágica el pobre vestido de Cenicienta, lo convirtió en un modelo primoroso, más bonito aún si cabe que el que luciera en el baile. Al verla así ataviada, las hermanas reconocieron a la bella princesa y, arrojándose a sus pies, le pidieron perdón por los malos tratos que le habían hecho sufrir durante el tiempo que habían vivido juntas.

Cenicienta las ayudó a levantarse y, abrazándolas, las perdonó de corazón, rogándoles que la quisieran siempre… La llevaron ante el príncipe, ataviada como estaba y, encontrándola más hermosa que nunca, le preguntó:

– ¿Por qué te ocultaste la noche del baile, sin darme razones de tu

inesperada huida?

– Mi madrina me ordenó que me apartase a la media noche y no podía desobedecerla.

– Si quieres, no volveremos a separarnos. Quiero que seas mi esposa.

¿Aceptas? – ¿Y lo dudáis? ¿Acaso no visteis en mis ojos que la noche del baile

fue la más feliz de mi vida? – Me esforzaré para que esa felicidad sea para todos los días. Y el príncipe cumplió su promesa. Poco después se celebró la boda y

Cenicienta fue la más dichosa de las princesas. Y como era tan buena como hermosa, hizo alojar a sus hermanas en

palacio, y el mismo día las casó con dos grandes señores de la corte”. Un zapato de cristal Cenicienta se probó, y a pesar de sus cenizas al príncipe enamoró. Gentileza, bondad y gracia son los mejores dones de las hadas, para acabar rindiendo un corazón.

LOS TRES HIJOS DEL REY Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: Indalecio Cisneros. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Hace muchísimos años y en un lejano país, vivía un rey que tenía tres hijos: los dos mayores llevaban una vida tan desordenada que su padre el rey, cansado de sus disipaciones, decidió mandarlos por esos mundos, para que la vida y las aventuras les enseñaran a desenvolverse en sociedad.

Pero pasaron los días y los meses y no se volvió a tener noticias de ellos. El rey, desesperado por su larga ausencia, le dijo un día a su hijo menor:

– Amado hijo Simplicio: hace ya largo tiempo que partieron tus hermanos y, no habiendo recibido ninguna noticia de ellos, desearía que fueses en su busca.

– Vuestros deseos serán cumplidos, padre. En cuanto prepare mi caballo, saldré en su busca.

– Recibe, hijo querido, mi bendición.

Y Simplicio, el hijo menor del rey, partió obediente en la búsqueda de sus atolondrados hermanos, recorriendo llanos y montañas, aldeas y ciudades, hasta que un día…

– ¡Hermanos! ¡Al fin os encuentro!

– ¡Simplicio! ¿Qué haces tú aquí?

– En vuestra busca vengo, por orden de nuestro padre el rey.

– Pero, ¿cómo se le ha ocurrido a nuestro padre enviarte a ti, con lo tonto que eres?

– Además, nosotros no volveremos a casa hasta que hayamos conseguido el triunfo y la fortuna.

– Bueno, pues si no queréis volver, os acompañaré en vuestras

correrías.

– No serás una gran ayuda, pero puedes venir si quieres. – Sigamos andando. Fijaos, ¡qué hormiguero más grande! – ¡Aplástalo con el pie! ¡Para lo que sirven! – Dejad en paz a las pobrecitas hormigas. ¡No permitiré que las

molestéis!

– La cosa no tiene importancia. ¡Las dejaremos!

Y los tres hermanos siguieron marchando en busca de la aventura. Para ayudarse en la marcha, entonaban una cancioncilla: – En busca de la aventura,

para encontrar la fortuna, los tres por el mundo vamos. Si encontramos la primera, sin olvidar la segunda, raudo, veloz y cual rayo a casa nos reintegramos.

Llevaban un buen rato marchando, cuando vieron un hermoso lago,

rodeado de grandes árboles, a cuya orilla se levantaba un viejo castillo.

– ¡Mirad, qué hermoso lago! ¡Y cuántos patos hay en sus aguas!

– El lago es precioso. Y en cuanto a los patos, ¿qué os parece si cogiéramos dos para asarlos?

– ¡De ninguna manera! Ya encontraremos en el castillo algo para comer.

– ¡Hombre, pero un asado de pato!

– ¡No consentiré que los matéis!

– Al menos podremos encender una hoguera, al pie de ese árbol, para ahuyentar a las abejas y coger un poco de miel de ese hermoso panal.

– ¡Dejad en paz a esos pobres insectos! ¡No consentiré que los

toquéis!

Así charlando, llegaron al castillo. – Hemos recorrido todo el castillo y no habita nadie en él. – No hables tan fuerte, Simplicio… Aquí en esta celda hay un

anciano. Parece dormido.

– ¡Llama a la puerta hasta que despierte!

– ¡Toc, toc, toc, toc!

– Ya parece que despierta y viene hacia aquí.

– “¡Oídme, jovenzuelos! En el bosque, entre el musgo, están las mil perlas de la hija del rey. Todas deben ser encontradas. Y si alguna faltase al ponerse el sol, el buscador quedará convertido en piedra”.

El hermano mayor salió al bosque, pero aunque realizó con afán la búsqueda, al llegar la noche sólo había recogido un centenar de perlas. Así es que fue convertido en piedra.

Al día siguiente le correspondió el turno al segundo hermano, que no obtuvo mayor éxito que el primero, quedando también convertido en piedra, al caer la tarde.

Al fin, le correspondió su vez a Simplicio.

– Llevo ya dos horas buscando y no he encontrado nada más que

veinte perlas. ¡Creo que esta noche haré compañía a mis dos hermanos! ¡Qué va a ser de mí! ¡Mi pobre padre morirá de tristeza!

– ¿Por qué lloráis, buen Simplicio?

– Reina de las hormigas, tengo que encontrar las mil perlas del collar de la princesa, antes de que se ponga el sol.

– No os apuréis. No en balde salvasteis la vida de mis súbditos y la mía propia.

Y, en un periquete, las hormigas reunieron, ante los asombrados ojos

de Simplicio, las mil perlas del collar. La segunda frase pronunciada por el anciano decía así:

– “La llave del dormitorio de la princesa debe ser sacada del fondo del lago”.

Cuando Simplicio se acercó a las orillas del lago, los patos a los que

había salvado la vida, enterados de su pena, se sumergieron en el agua, sacando uno de ellos la llave en el pico.

La tercera frase del anciano era: – “De las tres hijas del rey, elige a la más joven y bella”.

– Las tres son bellas y las tres son jóvenes. Sólo sé que la mayor ha

comido azúcar, la mediana jarabe y la menor miel. ¿Cómo descubrirlas?

– ¿Es sólo eso lo que te apena a ti, que libraste a mi pueblo de la destrucción? ¡No te preocupes! ¡Ésta es!...

Al posarse la reina de las abejas sobre los labios de la que había comido miel, fue roto el hechizo y el palacio se pobló de vida y de alegría.

– ¡Cuán bella sois, princesa mía! ¿Queréis ser mi esposa? ¡Así haríais de mí el príncipe más dichoso de la tierra!

– ¡Y de mí la más dichosa de las mujeres!

Y juntos marcharon al palacio del padre de Simplicio, donde después de recibir su bendición, se casaron siendo muy felices. ¡Ah, y en compañía de sus hermanos, que también casaron con las otras dos hermanas!”.

¡Y, sin ninguna sorpresa, las hormigas encontraron el collar de la princesa!

EL GATO CON BOTAS

Versión única de la tradición oral de Pegalajar. Cuento original de Charles Perrault. Escuchado actualmente en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.). Aportaciones del libro “Cuentos de Perrault” de Ediciones Susaeta.

“Hace muchísimos años, un honrado molinero dejó a sus hijos toda

su fortuna: el mayor heredó el molino, al segundo le correspondió el asno y al más joven, solamente el gato. Este último se sentía desconsolado al haber obtenido tan miserable porción de la herencia:

– Mis hermanos podrán ganarse la vida honradamente. En cambio yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, tendré que morirme de hambre…

El gato, que oyó estas palabras, respondió en tono calmoso:

– No se preocupe, mi amo. Lo único que necesito es un saco y un par de botas, y, a no tardar, podrá ver que no está tan mal servido como juzga.

El joven no le hizo mucho caso en principio, pero luego se puso a pensar en sus palabras y decidió que nada perdía entregándole lo que había pedido. Le había visto numerosas veces realizar hábiles artimañas para cazar ratas y ratones. Era, pues, un gato despierto que podría serle útil, tal como él mismo aseguraba. Cuando el gato recibió el saco y las botas, se echó aquél al hombro, calzó las botas y se dirigió al bosque. Una vez allí, abrió el saco, puso dentro gran cantidad de alfalfa y se escondió. Al poco llegó una hermosa liebre y, oliendo la alfalfa, se metió dentro del saco.

– ¡Ya ha caído la primera! ¡Ya ha caído la primera! Ahora, ¡al palacio del rey!

El astuto felino se echó la carga al hombro y se dirigió presuroso al palacio del rey, al que pidió audiencia. Le mandaron subir a los aposentos de su majestad, y apenas entró hizo una gran reverencia y le dijo:

– Majestad, aquí tiene usted esta liebre, que le envía mi amo, el

Marqués de Carabás. – Di a tu amo que acepto su regalo y que le doy por él infinitas

gracias.

Algunos días más tarde se escondió el gato en un trigal, entre unas gavillas recién cortadas, siempre con el saco abierto. Apenas entraron dos perdices tiró de los cordones y las cazó a ambas. Sin pérdida de tiempo fue a llevárselas al rey y le dijo:

– Majestad, le envía estas perdices mi amo, el Marqués de Carabás.

– Di a tu amo que acepto su regalo y le doy de nuevo las gracias. El gato continuó así durante dos o tres meses, llevándole al rey, de

vez en cuando, piezas de caza de parte de su amo, el Marqués de Carabás. Cierto día, sabiendo que el monarca pensaba dirigirse a la orilla del río para pasear en compañía de su hija, la más hermosa princesa del mundo, dijo a su amo:

– Si sigues mis consejos, te reirá la fortuna. Lo único que tienes que hacer es ir a tomar un baño en el río, justo en el sitio que te voy a indicar. Yo esconderé tus ropas y…¡lo demás corre de mi cuenta!

El joven Marqués de Carabás hizo lo que el gato le indicó, sin saber exactamente el motivo. Mientras tomaba el baño, pasó por allí la carroza del rey y el gato empezó a gritar con todas su fuerzas:

– ¡Socorro, auxilio! ¡Mi amo se ahoga! ¡El Marqués de Carabás se ahoga! ¡Socorro, auxilio!

– ¿Se ahoga tu amo el Marqués de Carabás? ¡Pronto, guardias, auxiliad a mi buen amigo el marqués!

El gato se aproximó al carruaje real y le explicó al monarca que, mientras su señor tomaba un baño, unos ladrones le habían robado la ropa… El rey encargó a varios cortesanos de su séquito que fueran a buscar sus mejores atavíos para el señor Marqués de Carabás. El rey le hizo mil cumplidos y como el precioso traje que acababan de darle ponía de relieve su buena traza (porque era guapo, de buena presencia y de elegante figura), la hija del rey lo encontró muy de su gusto y se enamoró locamente de él.

El gato estaba muy satisfecho al ver que su plan comenzaba a dar resultado. Se adelantó a la comitiva y a poco encontró a unos campesinos que cortaban hierba en un prado próximo al camino. El gato se acercó y les dijo:

– ¡Labradores! ¡Si no decís al rey que el prado en que trabajáis es del Marqués de Carabás, daos por muertos!

Poco después, el rey ordenó detener la carroza para preguntar a aquellos campesinos a quién pertenecía tan hermoso prado.

– ¡Son propiedad del señor Marqués de Carabás! – respondieron los campesinos a coro, temerosos de que el gato cumpliese sus amenazas.

El rey dijo al falso Marqués de Carabás:

– Posees una bella propiedad, querido amigo. Te felicito.

El astuto gato, que siempre iba delante, encontró a unos segadores y les dijo:

– ¡Eh, buenas gentes! ¡Si no decís al rey, cuando pase por aquí, que todas estas gavillas pertenecen al señor Marqués de Carabás, seréis todos hechos picadillo!

Momentos después, se detenía la carroza del rey junto al sembrado.

El monarca sacó la cabeza por la ventanilla y dijo:

– ¡Eh, buenas gentes! ¿A quién pertenecen esas gavillas de trigo?

– ¡Al señor Marqués de Carabás! – contestaron los segadores.

El rey se volvió hacia el hijo del molinero:

– ¡Vaya! – exclamó gratamente sorprendido –. ¡Veo que sois muy rico!

El Gato con Botas, que en todo momento se adelantaba a la carroza real, repetía las mismas palabras a cuantos trabajadores encontraba junto al camino. Y así, el rey llegó a la conclusión de que el joven Marqués de Carabás tenía grandes posesiones y era enormemente rico. Y por fin llegó el gato a un bello castillo que pertenecía a un ogro muy poderoso, dueño de todos aquellos lugares. Todas las tierras por donde habían pasado eran de su propiedad…

El Gato con Botas, que había tenido la precaución de informarse bien

acerca del ogro y de sus poderes, llamó a la puerta del castillo. No quería pasar de largo sin tener el honor de presentarle sus respetos. Fue recibido cortésmente y…

– Me han asegurado – empezó diciendo el gato – que tienes el admirable poder de transformarte en cualquier especie de animal, y que puedes convertirte en un león, si ése es tu gusto.

– Es cierto cuanto te han dicho – contestó el ogro –. Y para que lo compruebes con tus propios ojos, vas a verme al instante convertido en un león.

El ogro pronunció unas extrañas palabras y se convirtió en un fiero león. El gato se asustó tanto que salió corriendo… Cuando vio que el ogro recuperó su apariencia habitual, le confesó que había pasado mucho miedo.

– Me han asegurado también – dijo el felino – que igualmente eres capaz de transformarte en un animal pequeño, como un ratoncillo. Yo no puedo creerlo y me parece absolutamente imposible.

– ¿Imposible? ¡Ahora verás!

Y, volviendo a pronunciar unas extrañas palabras, se transformó en un pequeño ratón. El gato no lo dudó un solo instante y se arrojó sobre él, devorándolo en un santiamén. En aquel momento, el rey pasaba junto al castillo y quiso visitarlo. El gato, corrió a la entrada a recibirle.

– ¡Sea bienvenida vuestra majestad al castillo del Marqués de Carabás!

– ¿También este castillo es de vuestra propiedad? ¿Sabes, marqués,

que no me disgustaría que te casaras con mi hija?... Sólo de ti depende que seas mi yerno.

Y así fue cómo un pobre molinero, sin más fortuna que un gato, llegó a ser príncipe, casándose con la guapísima hija del rey”.

¡Dale unas botas a tu gato y no ha de faltarte el plato! La industria y el ingenio bien usados, valen más que bienes heredados.

EL PASTORCILLO MENTIROSO Versión única de la tradición oral de Pegalajar, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Colección “Fábulas para niños”. Discos Fontana. Adaptación de M. Sierra.

“En una casita muy bonita, cerca del campo, vivía un pastorcillo llamado Pedro, que se las daba de muy listo y le gustaba gastar bromas pesadas a sus amigos. Además tenía un enorme defecto: ¡era muy mentiroso!

Todas las mañanas, apenas salía el sol, salía a la verde pradera para llevar sus ovejas a pastar. Un día, que estaba guardando su rebaño en el monte, comenzó a pedir auxilio diciendo:

– ¡Socorro, auxilio! ¡Que viene el lobo!

Los pastores, que había por los alrededores, acudieron armados con estacas y con garrotes para hacer huir al lobo y posibilitar que no se comiera las ovejas de Pedro.

– ¡Es Pedro pidiendo auxilio! ¡El lobo se comerá sus ovejas! ¡Vamos a ayudarle!

– ¡Socorro, auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo! – continuaba gritando Pedro.

– ¡Traigan las escopetas! ¡Mataremos entre todos al lobo!

Pero, al llegar…

– ¿Dónde está el lobo, amigo Pedro?

– ¿Cuál lobo? ¡Aquí no hay ningún lobo! ¡Se creyeron que era verdad! ¡Ja, ja, ja!

– ¡Muchacho mentiroso! Si fueras hijo mío, ahora mismo te daba una buena paliza… ¡Vamos, amigos!

– ¡Vámonos y dejémoslo solo con sus mentiras!

Al día siguiente, salió como de costumbre a llevar a sus ovejas a pastar. Cuando estaba en lo más lejano del monte, volvió a gastar la misma broma a sus compañeros. Éstos acudieron de nuevo a ayudarle, volviendo a quedar burlados con las mentiras de Pedro…

Pasó el tiempo y un día en el que Pedro estaba guardando

tranquilamente su rebaño, vio acercarse (esta vez de verdad) a un feroz lobo.

– ¡Socorro, auxilio! – gritaba desesperado.

– ¡Que viene el lobo! ¡Socorro, auxilio! ¡Que viene el lobo!

– ¡Que ahora es de verdad! ¡Ayudadme! ¡Se va a comer todas mis ovejas!

Pero nadie acudió a su llamada, pues nadie lo creía ya. Estaban

seguros de que, como de costumbre, mentía y quería burlarse de ellos. Y las pobres ovejas de Pedro sufrieron el ataque despiadado del

lobo…

Pedro lloró y se arrepintió de haber engañado a sus compañeros las veces anteriores. De no ser así, éstos hubieran acudido a socorrerlo. ¡El escarmiento fue muy amargo!

La mentira es mala y siempre produce sinsabores. Al mentiroso nadie lo cree, aún cuando diga después la verdad. Nunca debemos mentir, pues llegará el momento en que nadie nos creerá”.

¡Nadie te cree si has mentido! ¡Grábalo bien en el sentido!

LA PRINCESA Y EL GUISANTE Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento original de Hans Christian Andersen. Discos Columbia. Adaptación: Marina Hyat y N. Tejada. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Maestro Tejada.

– “Atención, las princesas del reino aqueste. Óiganme las doncellas de regia estirpe: vuestro príncipe, el jefe de nuestra hueste, invítalas a todas y las divierte, a un gran baile de gala con cotillón, en el castillo negro del gran florón.

Y, en la siguiente plaza:

– Atención, las princesas del reino aqueste. Óiganme las doncellas de regia estirpe: vuestro príncipe, el jefe de nuestra hueste, invítalas a todas y las divierte, a un gran baile de gala con cotillón, en el castillo negro del gran florón.

Así llenaron las plazas de todas las ciudades y aldeas las voces de

pregoneros que, por orden de la reina, invitaban a todas las princesas a una gran fiesta. ¡El príncipe, en edad de casarse, debía encontrar a una doncella de sangre real que compartiera con él el trono!

La noche del gran baile, la reina habló así a su hijo el príncipe:

– Hijo mío: tu porvenir me preocupa mucho. Me gustaría verte casado y para ello he invitado a todas las doncellas de sangre real a esta fiesta.

– ¡Gracias, madre mía! Ya veo que están aquí todas las princesas de nuestro reino y de los reinos vecinos. ¡Algunas son bellísimas!...

– ¡Sí, hijo! Pero ya he ideado un procedimiento para que sepamos mañana mismo, sin ninguna duda, la que es más acreedora al trono y a tu cariño.

– Hada buena, me sacaste de mi pena y de mi dolor, y a este sueño me has traído a buscar el favor. ¡Ajajajajá! (siete veces) ¡Ja, ja! ¡Ajajajajá!

– ¡Qué voz más deliciosa, madre! ¡Si fuese ella la elegida!

– No desesperes, hijo, que si es una princesa auténtica, ella será la

elegida. Y continuó el baile hasta altas horas de la madrugada. A la mañana

siguiente:

– ¿Qué tal habéis dormido, princesa?

– ¡He dormido como nunca! ¡Oh, era una cama suavísima!

– Pues, entonces, ¡lo siento! Tú no eres princesa real.

– ¡Adiós, bella princesa!

– Hijo mío, hemos realizado la misma pregunta a veintiuna princesas y ninguna ha pasado la prueba. Pero no hay que desesperar. Tengo la seguridad de que algún día la encontraremos.

– ¡Gracias, madre! ¡En ti confío!

Aquella noche se desencadenó una terrible tempestad: los relámpagos se cruzaban en el firmamento, los truenos retumbaban con gran potencia y la lluvia caía a jarrillos. ¡Era espantoso! De pronto llamaron a la puerta del castillo…

– ¡Auxilio! ¡Favor! ¡Socorro! Pronto fue abierta la puerta de palacio, para dejar paso a una hermosa

doncella cuyos cabellos estaban empapados por la lluvia. ¡Cómo la habían puesto el agua y el mal tiempo! Ésta le chorreaba por todo el vestido, se metía por las cañas de los zapatos y se le vertía por los talones.

– ¿No habrá, por caridad, un techo donde cobijarme? Caí del caballo y me perdí… Soy la princesa del reino vecino.

– ¡Qué bella es la princesita, madre!

– Tú, déjamela a mí. ¡Mañana mismo sabremos si es o no es de sangre real!

Veinte colchones y sobre ellos veinte edredones de finísimas plumas de ganso tibetano, en las que podría dormirse de mil primores…

Allí fue colocada la princesa, tras haberle administrado un tentempié y haberle secado el cabello en el fuego de la chimenea.

A la mañana siguiente:

– ¿Qué tal has dormido, querida niña?

– ¡Pésimamente, majestad! ¡No he pegado un ojo en toda la noche! ¡No he podido descansar ni un minuto tan sólo! ¡Sabe Dios lo qué habría en la cama! ¡Era algo tan duro que me ha dejado el cuerpo lleno de cardenales!…¡Qué horrible ha sido! – ¿Es verdad, hija mía? ¡Por fin! ¡Por fin hemos encontrado una princesa de auténtica sangre real! Yo coloqué un guisante debajo de los veinte colchones y sólo una auténtica princesa podía sentir la molestia de una cosa tan pequeña… ¡Sólo una princesa de verdad puede tener la piel tan delicada! ¡Ésta es la princesa que hará feliz a nuestro reino!...

Con alegría casaron al príncipe y a la princesa. Y en un arca dorada y bella el guisante conservaron, pasando a formar parte de las joyas de la corona”.

El guisante de este cuento al museo fue trasladado, y allí estará todavía si nadie se lo ha llevado. ¡Si en paz tienes la conciencia, dormirás cual la princesa!

RIQUET EL DEL COPETE Versión única: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento original de Charles Perrault. Adaptación de N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“En el palacio de los reyes había gran consternación: a sus egregias majestades acababa de traerles la cigüeña un niño feo y contrahecho… ¡Tan feo que, durante mucho tiempo, se dudó si tenía o no tenía forma humana! Y, para colmo de fealdades, le adornaba en medio de la cabeza un copete de rojos cabellos.

Lloraba la reina a lágrima viva, cuando el hada madrina anunció:

– No lloréis, majestad, que si vuestro hijo carece de toda belleza, en cambio será muy querido de todos por su sabiduría y por su bondad; sabiduría y bondad que tendrá el don de transmitir a la persona que más ame.

Estas palabras del hada madrina consolaron a la reina, que estaba afligidísima por haber traído al mundo una criatura tan deforme.

Poco después, en el reino vecino, la misma cigüeña trajo a los reyes dos hijas: una de ellas feísima y la otra muy bella. También a estos reyes el hada madrina anunció:

– La princesa fea será buena y lista como ninguna. Tendrá tanto talento que casi no se advertirá su falta de belleza.

– ¿Y no habrá manera de concederle un poco de talento a la mayor, que es tan bella?

– Será tan tonta y estúpida como hermosa, pero podrá transmitir a quien ame sus encantos.

A medida que fueron creciendo las dos princesas, sus perfecciones crecieron también con ellas, y en todas partes no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor. Verdad es igualmente que sus defectos aumentaron mucho con la edad, haciéndose cada vez más grandes la fealdad e inteligencia de una princesa, así como la belleza y mentecatez de la otra. La menor se afeaba a ojos vistas y la mayor, aunque muy guapa, se hacía cada día más estúpida.

Al principio, todos se iban al lado de la más bella, para verla y admirarla. Pero, poco después, iban junto a la que tenía más ingenio para oírle decir mil cosas agradables. La mayor no tenía a nadie a su lado y todos rodeaban a la menor.

La mayor notaba su estupidez y hubiera dado de buena gana toda su belleza con tal de tener la mitad del ingenio de su hermana…

Cierto día cantaban en el jardín:

– Pim, pam, pum Tiro mi pelota. Pam, pam, pam. Yo tiro la otra. Pam, pim, pom. Y con muy buen ojo, rápida la cojo y vuelvo a tirar. Pam, pam, pam. Si la tiro fuerte, pum, pum, pum, me quedo sin verte. Pam, pim, pam. Y con las dos manos, la tengo muy fuerte y corro a cogerte. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja!

Las princesas habían crecido con los años y Riquet había seguido el

mismo ejemplo. Pero, mientras ellas eran unas jovencitas normales, él aparecía contrahecho y con cara de viejo. Con los años le había crecido mucho más el copete rojo que tenía en lo más alto de su cabeza.

Solamente le salvaba de su aspecto la luz de sus inteligentes ojos que denotaban, junto a aquel desagradable aspecto, una notable inteligencia.

Enterado Riquet de la belleza de su vecina la princesa, decidió un día presentarse ante ella y poner a sus pies su principado y su persona. Se había enamorado de ella por los retratos que circulaban por todas partes y había dejado el reino de su padre para tener el placer de verla y hablarle.

– ¡Mirad, mirad, qué chico tan feo!

– ¡Y tiene un mechón de cabellos rojos en medio de la cabeza! ¿Quién sois?

– ¡Soy Riquet, Riquet el del Copete, por estos cabellos rojos que ondean en mi cabeza!

– ¿No sois vos el príncipe del reino vecino?

– ¡Así es, princesa!

– ¡Marchaos ahora mismo, si no queréis que llame a mis criados!

– ¡Tan bella y sin embargo tan malhumorada! No comprendo que una persona como vos esté de mal humor. Porque, aunque yo pueda preciarme de haber visto infinidad de bellezas, tengo que decir que no he visto jamás una que se aproxime a la vuestra.

Y continuó diciendo:

– La belleza es un mérito tan grande que supera a todos los demás. Y, cuando se posee, no veo que haya nada que pueda afligiros.

– ¡Preferiría ser tan fea como vos y ser inteligente, que tener la belleza que yo tengo y ser tan necia como soy!

– ¡No lo entiendo!

– ¡Preferiría tener más talento! ¿No veis lo tonta que soy?

– Si sólo es eso lo que os aflige, puedo poner fin fácilmente a vuestro

dolor. – ¿Cómo lo haréis? – Tengo el poder de dar tanta inteligencia como pueda a la persona a

quien ame más. Y como esa persona sois vos, solamente de vos dependerá tener toda la inteligencia que se puede poseer, siempre que deseéis casaros conmigo.

– ¡Sí, pero sois tan feo!

– Os prestaré mi inteligencia y volveré dentro de un año. Tenéis doce meses para pensar si os conviene ser mi esposa. En caso contrario, volveré a llevármela.

Y dicho esto, Riquet desapareció. Durante todo el año, la bella

princesa triunfó plenamente con la inteligencia prestada. La princesa era completamente otra. Tenía una facilidad increíble para decir todo lo que quería de forma delicada, agradable y natural.

La corte no sabía qué pensar de un cambio tan súbito y extraordinario, porque, así como antes le habían oído decir siempre impertinencias, empezaron ahora a oírle decir cosas sensatas e infinitamente agudas.

Toda la corte sintió una gran alegría y sólo la hermana menor se mostró incómoda, porque, no teniendo ya sobre la mayor la ventaja del ingenio, aparecía al lado de ella como una mujer fea y desagradable.

La noticia de este cambio se extendió con gran rapidez y los príncipes jóvenes de los reinos vecinos realizaron todos los esfuerzos posibles con el fin de hacerse amar por ella. Casi todos la pidieron en matrimonio, pero ella no encontraba ninguno que tuviera suficiente inteligencia, y los escuchaba a todos sin comprometerse con ninguno. Mas, un día volvió Riquet por su respuesta.

– Aquí me tenéis decidido a mantener mi palabra. Me haríais el

hombre más feliz del mundo, concediéndome vuestra mano.

– Mi buen Riquet: pienso en lo feos que serían nuestros hijos y no puedo aceptaros por esposo.

En ese momento y por tercera vez el hada madrina habló:

– Bella princesa, ¿ignoráis que así como Riquet os ha dado la inteligencia que le sobra, podéis cederle la belleza que atesoráis, quedando así los dos iguales? La misma hada que concedió a Riquet el don de volver inteligente a la persona que fuese de su agrado, os concedió también a vos el don de hacer hermoso al hombre que améis.

– Siendo así, deseo de todo corazón convertir a Riquet en el príncipe más bello y más amable del mundo.

En cuanto hubo pronunciado estas palabras la princesa, apareció Riquet ante sus ojos como un joven guapísimo, el más apuesto, más plantado y más amable que ella jamás había visto.

– ¡Vos sois el príncipe de mis sueños!

– ¡Y vos, la princesa de mi corazón!

Riquet, que nunca más fue llamado el del copete, se casó con la princesa y sus hijos, tan hermosos como sabios, fueron la admiración del mundo entero”.

Lo inteligente y lo bello a veces están reñidos. Prefiero la inteligencia que belleza sin “sentido”.

EL INTRÉPIDO SOLDADITO DE PLOMO Versión única: versión casi literal escuchada en Radio Jaén, en cassette y DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.). Original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta.

“Esta historia comienza en una caja de cartón estrecha y oscura, con veinticinco soldados de plomo alineados en su interior: con el fusil al hombro, mirada al frente y un precioso uniforme rojo y azul ofrecían un soberbio aspecto.

Un buen día, alguien levantó la tapa de la caja y un grito de alegría se escapó de su garganta:

– ¡Soldaditos de plomo!

Era la voz de un chiquillo, que los había recibido como regalo en el día de su cumpleaños. Los sacó en seguida de la caja y los colocó sobre la mesa. Todos los soldados eran exactamente iguales, excepto uno, pues había faltado plomo en el molde y sólo tenía una pierna… Pero con ella se sostenía tan firme como los otros con dos.

– ¡Pobrecillo! ¡A éste le falta una pierna, pero parece muy valiente!

En la mesa donde el chiquillo colocó sus soldaditos, había otros muchos juguetes. Pero el más maravilloso de todos era un hermoso castillo de cartón por cuyas ventanas podían verse amplios salones. Delante, rodeado de árboles, se veía un estanque formado por un espejo en el que nadaban unos elegantes cisnes de cera.

Todo era precioso, pero lo más encantador era la señorita que estaba a la entrada del castillo: llevaba un vestido de muselina blanca, una cinta de seda azul sujeta al hombro y sobre el pecho una rosa de lentejuelas tan grande como su cabeza. La muchachita mantenía los brazos extendidos y tenía una pierna en alto, porque era bailarina. Pero el soldadito pensó que sólo tenía una pierna como él…

El soldadito contemplaba a sus anchas a la linda bailarina, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin perder el equilibrio.

– ¡Oh, ésta es la mujer que me conviene!... Pero vive en un castillo y yo sólo tengo una caja que he de compartir con otros veinticuatro compañeros. ¡No es lugar adecuado para ella!

Se hizo de noche y todas las personas de la casa se retiraron a dormir.

Y, cuando reinó el silencio, los juguetes empezaron a divertirse por su cuenta, jugando a visitas y a peleas. Los polichinelas daban saltos mortales y el pizarrín bailoteaba sobre la pizarra. Se armó tanto ruido y jaleo, que el canario acabó por despertarse y se puso a recitar versos.

Los soldados de plomo se movían nerviosos dentro de su caja.

También ellos querían tomar parte en los juegos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella seguía sosteniéndose sobre la punta de un pie, con los brazos extendidos, y él sobre su única pierna, sin apartar los ojos de ella.

De repente, la caja que estaba junto al soldadito se abrió al sonar las doce y un muñeco de resorte, feo y negro, salió dando saltos y empezó a reírse, balanceándose sobre su muelle:

– ¡Ja, ja, ja! ¡Mira qué facha tienes con una sola pierna! ¡Eres el juguete más ridículo que he visto en mi vida!

El soldado de plomo fingió no oírle.

– ¡Pareces tonto! ¡Tonto, tonto, tonto! ¡No mires lo que no te importa! Está bien, ¡mañana verás!

Al día siguiente, los niños colocaron el soldado sobre el alféizar de la ventana. Repentinamente, empujado por el muñeco o por el aire, ésta se cerró y el soldadito cayó a la calle, quedando clavado cabeza abajo, con la pierna al aire y la punta de la bayoneta hundida entre los adoquines.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué caída! ¡Me siento magullado y es incomodísimo estar cabeza abajo! Empieza a llover y voy a mojarme. Pero creo que sería poco digno gritar yendo de uniforme.

– ¡Tú, mira! ¡Un soldado de plomo!

– Le falta una pierna y está medio despintado. – ¡Vamos a meterlo en una barca y le haremos navegar!

Hicieron una barca de papel con una hoja de periódico y dejaron al soldadito en ella a merced de la corriente que se había formado en el arroyo.

– ¡Qué horror! ¡Qué olas! ¡Y qué corriente tan impetuosa! Esta barca no para de subir y bajar dando topetazos.

Efectivamente, el barquito de papel subía y bajaba, girando a veces

con tanta violencia, que el soldadito temblaba de miedo. Pero él seguía manteniéndose firme con el arma al hombro. La corriente le arrastró hacia una boca de desagüe, hacia una alcantarilla negra como la caja en que había estado encerrado.

– ¿Adónde iré a parar? Toda la culpa la tiene aquel muñeco. ¡Si al menos aquella muchachita estuviese a mi lado, no me importaría nada la oscuridad!

En aquel momento apareció una gran rata de agua, que vivía en la alcantarilla, gritando al infeliz muchacho:

– ¡A ver, dame el pasaporte! ¡Detenedlo, que no ha pagado peaje, ni quiere enseñar el pasaporte!

La corriente era cada vez más impetuosa y el soldado vislumbraba ya la clara luz del día al extremo del túnel, al tiempo que oía un estruendo capaz de asustar al más valiente. La alcantarilla desembocaba en un gran canal.

Al salir, fue arrastrado hacia una cascada peligrosísima. La barca se

mojaba y se deshacía.

El soldadito se fue hundiendo y hundiendo, hasta que el agua se cerró sobre su cabeza y quedó echado en el fondo del río. Entonces pensó en su gentil bailarina, a la que no volvería a ver más, y en sus oídos sonó una antigua canción:

– ¡A marchar, soldado, a marchar! ¡Ante la muerte no debes temblar!

En ese momento, un pez grande se lo tragó y se alejó con él. ¡Allí sí

que se estaba oscuro! ¡Peor aún que en la alcantarilla, y más estrecho que en la caja! Pero el soldadito de plomo se mantenía firme sin soltar su fusil.

De repente, el pez empezó a agitarse en todas las direcciones, a hacer unas horribles contorsiones, quedándose finalmente totalmente quieto. De repente se produjo un relámpago, apareció la luz del día y una voz exclamó:

– ¡Oh! ¡El soldado de plomo! Niños, mirad dónde ha aparecido vuestro soldadito: dentro del pescado que estaba limpiando. Tomad. ¡Oh, santo Dios, qué cosas pasan en este mundo!

El soldadito se encontró de nuevo entre sus compañeros en la misma

habitación, sobre la misma mesa y frente al hermoso castillo de cartón con la linda bailarina, que lo miraba asombradísima.

– ¡Oh! ¡Estoy tan emocionado que las lágrimas me saltan de los ojos! Pero, llorar es impropio de un militar.

No dejaba de mirar a la señorita del castillo. La miró, ella le miró también, pero no se dijeron nada…

Pero de pronto, el niño más pequeñito lo cogió y, sin la menor explicación, lo tiró al fuego de la chimenea. Entre las llamas, el soldadito se iba derritiendo, mientras se despedía en silencio de la bailarina. Sentía un calor espantoso, pero nunca sabremos si era debido al fuego o al amor que tenía hacia ella… Miró por última vez a la muchachita y ella le devolvió la mirada. En aquel momento vio que se derretía, pero continuó con su fusil al hombro, siempre intrépido.

Entonces, se abrió la puerta y una ráfaga de aire cogió a la damisela que, volando como una sílfide, fue a parar a la chimenea y allí quedó envuelta en llamas junto al soldado.

Al día siguiente, cuando la criada limpió las cenizas del hogar, encontró un corazoncito de plomo. De la bailarina sólo quedaban las lentejuelas de la ropa, completamente ennegrecidas por el fuego”.

¡Pobre soldado de plomo! Envuelto en llamas quedó… Pensando en la bailarina no le ardió su corazón.

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR Versión única: versión casi literal escuchada en Radio Jaén y en cassette. Colección “Clásicos Disney”. (The Walt Disney Company). Fabricado en España por Eurogram, S. A. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta”.

“Hace muchos años hubo un emperador tan aficionado a los trajes

nuevos, que gastaba todas sus rentas en ataviarse. Cuando organizaba desfile de sus tropas, cuando iba al teatro o salía de paseo por el campo, lo hacía con la única finalidad de lucir un traje nuevo. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y así como de otros monarcas se dice “está en la Sala del Consejo”, de él se decía sin temor a equivocación: “el emperador está en su ropero”.

Un día aparecieron en la ciudad dos malandrines, que decían ser los mejores tejedores del mundo. No sólo los colores y el dibujo de sus trajes eran extraordinariamente bellos, sino que los vestidos confeccionados por ellos poseían una cualidad realmente maravillosa: eran invisibles para toda persona que no supiese ejercer su cargo o que fuera rematadamente estúpido.

– ¿Es cierto que sois capaces de tejer una tela sólo visible para los inteligentes y para las personas capaces de ejercer bien sus funciones?

– ¡Así es, majestad! Hemos hecho trajes invisibles para todos los reyes y emperadores del mundo.

El monarca se decía a sí mismo:

– Un traje de esa tela me sería muy útil para poder distinguir entre mis funcionarios a los que desempeñan bien sus tareas y poder separar a los inteligentes de los tontos.

Y sin pensarlo más, dijo a los dos truhanes:

– ¡Hacedme pronto ese maravilloso traje!

Y adelantó a los pícaros una importante cantidad de dinero, para que pudieran emprender inmediatamente su trabajo. Éstos montaron dos telares y simularon estar trabajando, aunque no tenían absolutamente nada en las máquinas.

Cada día pedían para su trabajo finas sedas y oro puro, pero todo se lo embolsaban, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta bien entrada la noche. El emperador deseaba conocer cómo marchaba el trabajo de los tejedores, pero sentía malestar al recordar que las personas necias o ineptas para el ejercicio de sus funciones no podrían ver la tela. No dudaba de sí mismo, pero le pareció más conveniente enviar a otro, antes que él, para que lo viese. Todos los habitantes de la ciudad estaban al corriente de la maravillosa propiedad de la tela, y estaban impacientes por conocer el grado de estupidez o de incapacidad de sus vecinos.

– Enviaré a mi viejo y fiel ministro. Él juzgará mejor que nadie de las cualidades de la tela, porque es inteligente y desempeña ejemplarmente su cargo y su deber.

El anciano y honrado ministro entró en la sala donde los dos

embaucadores trabajaban en los telares vacíos.

– ¡Dios se apiade de mí! – dijo el viejo ministro, abriendo desmesuradamente los ojos –. ¡No veo absolutamente nada en el telar!

Pero no soltó palabra. Los dos granujas le rogaron que se acercase y apreciase el dibujo y los colores. Le mostraron los telares vacíos y el viejo ministro, por mucho que abría los ojos, nada veía, por la sencilla razón de que no había nada que ver.

– ¡Dios santo! ¿Seré yo tonto? ¿Es posible que sea un inepto para el cargo que desempeño? ¡Que no se entere nadie! ¡Por nada del mundo reconoceré que no veo la tela!

– ¿Qué? ¿Qué le parece? ¿No tiene nada que decir el señor ministro?

– ¡Es una tela preciosa, francamente maravillosa! ¡Qué dibujo y qué colores!... Le diré al emperador que me ha gustado muchísimo.

Desde aquel día los dos pillos pidieron más dinero, más seda y más oro para continuar tejiendo. Y todo fue a parar a su bolsillo. Los telares continuaban vacíos y ellos, como siempre, fingiendo que trabajaban.

Días más tarde, el emperador envió a otro honrado funcionario a examinar la tela para ver si estaba ya lista. Y a este nuevo emisario le ocurrió lo mismo que al primero…

– ¡Es una tela de una magnificencia incomparable! En toda la ciudad no se hablaba más que de aquella extraordinaria

tela y nadie dejaba de encomiar la maravillosa labor de los tejedores. Por fin, el propio emperador quiso ir en persona a ver aquella maravilla, antes de que la sacasen del telar. Iba acompañado de una multitud de personajes escogidos que exclamaron nada más entrar:

– ¡Qué maravilla! ¡Qué colores y qué dibujo! ¡El diseño y la caída son simplemente extraordinarios!

Aunque nada veían, nadie (incluido el propio emperador) se atrevía a poner de manifiesto su incapacidad para el cargo que desempeñaba… Y le aconsejaron que se pusiese aquel traje para la gran procesión que próximamente iba a celebrarse. Y así fue. La noche anterior al día de la procesión, los embaucadores la pasaron en vela, con todas las lámparas encendidas, para que la gente viera lo afanados que estaban finalizando su trabajo. Y el día de la procesión:

– Si su majestad se digna quitarse la ropa que lleva, le pondremos el traje delante del espejo. ¡Ved los pantalones! ¡Ésta es la casaca! ¡Aquí tenéis el manto! Son prendas tan ligeras como una tela de araña. Parece como si no se llevase nada sobre el cuerpo… ¡Los hombros encajan que es una maravilla! ¡Aquí hay una arruga que hay que alisar! ¡Dejad que os abotone, majestad!

– Realmente es un tejido tan leve que no siento su peso. Y los dos pillos continuaron diciendo:

– Reparad lo bien que os va el tejido. Observad la elegancia del

corte. El emperador continuaba desvestido y los dos bribones simularon

continuar poniéndole las nuevas prendas. Le cogieron el cuerpo por la cintura como para atarle la cola del manto. Y el emperador todo era contonearse, completamente desnudo, ante el espejo…

– ¡Qué bien le sienta! – exclamaron a coro todos.

– El palio bajo el cual irá su majestad está ya en la puerta.

Los chambelanes encargados de sostener la cola del manto, se inclinaron hasta el suelo como para recogerla, y siguieron tras el emperador con ademán de sostener algo en el aire, no queriendo reconocer que no veían absolutamente nada.

La procesión se puso en marcha. Y mientras el emperador marchaba

orgulloso bajo el magnífico palio, en la calle y desde las ventanas exclamaban:

– ¡Qué traje tan soberbio! ¡Qué graciosa es la cola! ¡Qué bien le

sienta todo! ¡Nunca se vistió tan bien al emperador!

Y así, sin traje alguno, continuaba el cortejo. Totalmente desnudo caminaba orgulloso bajo palio por las calles de la ciudad. Todo el mundo veía que iba sin ropa, pero nadie quería pasar por tonto o incapaz para la función que estaba desempeñando. Pero de pronto se oyó el grito de un niño:

– ¡Pero si va desnudo!...

– ¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Oíd la voz de la inocencia! ¡El emperador no lleva nada encima! – exclamó el padre del niño.

Y todos los ciudadanos iban repitiendo lo que el niño había gritado:

– ¡El emperador no lleva nada encima! ¡El emperador va desnudo!

Éste comprendió que el pueblo decía la verdad, pero pensó que convenía seguir el desfile hasta el final. Y continuó la marcha. Y hasta los chambelanes seguían sosteniendo una cola que nunca había existido”.

Y desfilaba orgulloso… ¡Qué maravilla de traje! ¡Qué tejido tan precioso!

Debes tú de hacerme caso: dicen siempre la verdad los niños y los borrachos.

LOS SIETE CABRITILLOS Y EL LOBO Versión única: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. También en cintas de cassette y DVD posteriores. “Los mejores cuentos”. Volumen 4. Editado por Movieplay. Adaptación de G. Purio y V. Merchán. “Érase una vez una cabrita blanca como la nieve. Únicamente una mancha negra, en forma de estrella, adornaba su frente. Vivía la señora cabra en una casa lindísima y muy limpia, perdida en el monte, en compañía de sus siete hijitos. Seis de ellos eran blancos como ella, siendo de color negro el más pequeño de los hermanos.

Una tarde, mientras mamá cabra atendía los trabajos de la casa, se le acercaron sus siete hijitos.

– Mamá, mamá, tenemos mucha hambre. – Se nos han terminado las provisiones y queda lo justo para la

merienda. Mientras coméis, iré al bosque a coger hierba. También tengo que buscar leña. Pronto llegará el invierno y, con el campo lleno de nieve, no podré encontrarla. Voy a dejaros solos un buen rato.

Y continuó:

– A ti, Balín, que eres el mayor, te dejo al cuidado de tus hermanos. ¡Ojo con el lobo! Ya sabéis que le encanta la carne tierna de los cabritillos.

– ¡Sí, mamá! Pero si viene el lobo, ¿cómo sabré que es él cuando llame a la puerta?

– Mira, hijo: en primer lugar, el lobo tiene una voz muy ronca. Y en segundo, su piel es negra como el tizón. Con estas señas, creo será suficiente para que le reconozcas.

– Bueno, mamá. No te preocupes, que yo cuidaré de que mis hermanos sean buenos y no les pase nada. Vigilaré y no abriré la puerta a nadie.

Mamá cabra se fue más tranquila después de las palabras de Balín, que mostraba un carácter muy juicioso, nada corriente para su edad.

El lobo, que estaba fuera espiando, esperando una ocasión como aquella, se relamió de gusto.

– Ya sabía yo que, en un momento o en otro, tendría que salir, ¡Ésta

es la mía! ¡Vaya siete delicados bocados que me esperan! Y, cuando mamá cabra se hubo alejado, se dirigió presuroso a la casa

y unos fuertes golpes sonaron en la puerta. – ¡Toc, toc, toc, toc!

– Debe de ser nuestra madre. ¡Vamos a abrir!

– Esperad. Ya sabéis que nos dijo que no abriéramos, si no

estábamos seguros que era ella. ¿Quién es? ¿Quién llama?

– ¡Abrid, hijitos! Soy yo, vuestra mamá, que ya vuelve con hierba fresca y con un montón de leña seca para el fuego.

– ¡Vete, vete, que tú no eres mi mamá! Tú eres el lobo, porque mi mamá tiene la voz muy fina y la tuya es muy ronca. ¡No me engañas, porque tú eres el lobo!

Éste se puso muy furioso y no tuvo más remedio que marcharse con el rabo entre las patas, al comprobar que no había podido engañar a los cabritillos.

– ¡Me las pagarán! ¡Así que vuestra madre tiene la voz más fina!… Dicen que los huevos aclaran la voz…

Fue entonces a una granja vecina y… – ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Me comeré una docena de huevos. Con ellos se me

aclarará la voz y podré engañarles fácilmente.

El lobo se zampó en un santiamén los doce huevos que robó a la asustada granjera.

– ¡Tontos, más que tontos! ¡Ahora me abriréis!

El lobo, loco de contento, se encaminó de nuevo hacia la casa de la señora cabra, relamiéndose de gusto al pensar en el banquetazo que le esperaba. Una vez ante la puerta:

– ¡Toc, toc, toc, toc! – ¿Quién es? ¿Quién llama? – ¡Abrid, hijitos, abrid! Vengo cansadísima con hierba fresca y un

montón de leña para el fuego. ¡Qué calentitos vamos a estar este invierno! ¡Abrid, abrid pronto!

– Es que…, es que, antes de abrir, tengo que asegurarme de que eres nuestra mamá y no eres el lobo. Porque ya antes vino, pero no logró engañarnos.

– ¡Hijos míos! ¿Cómo podéis tomarme por el lobo? ¿No estáis oyendo mi voz? ¿Cómo podría un lobo, con una voz tan fea, hablar tan clarito como yo? ¡Abrid ya!

– ¡Asoma la patita por debajo de la puerta!

¡Lo que vio el cabritillo le puso los pelos de punta!: cuatro patas

negras como el carbón estaban paradas delante de la casa.

– ¡Vete, vete, lobo malo, embustero! ¡Vete! Tú no eres mi mamá. Tú eres el lobo, aunque hables tan clarito como ella, porque mi mamá tiene las patitas blancas y las tuyas son muy negras. Puedes irte, que no me engañas.

El lobo se marchó rabioso, echando chispas por los colmillos, al verse de nuevo descubierto. Entonces tuvo una genial idea: se encaminó galopando hacia el molino y el molinero, al verlo llegar, huyó como alma que lleva el diablo. Lo que aprovechó el malvado lobo para desgarrar uno de los sacos de harina, revolcándose encima de ella y saliendo de allí blanco de pies a cabeza.

– ¡Ya no se reirán más de mí esos niños tontos! ¡Ahora verán!

Su piel, antes tan negra, era tan blanca como la harina que se había pegado en ella. Cuando se vio así disfrazado, se encaminó por tercera vez a la casa de la señora cabra.

– ¡Abridme, hijitos! ¡Qué cansada vengo! Traigo hierba fresca y un montón de leña seca para el fuego.

– ¡Asoma la patita por debajo de la puerta!

Y, al ver blancas las cuatro patas, Balín abrió la puerta…

– ¡Mamá, mamá! Ha venido dos veces el lobo, pero no ha conseguido que abra.

– ¡Al fin ya sois míos! Podéis figuraros el revuelo que se organizó en toda la casa en un

momento. Los cabritillos corrieron a esconderse por todos los rincones: uno dentro del armario, otro debajo de la cama, un tercero se agazapó tras la puerta de la cocina, el siguiente se acurrucó en el aparador, otro dentro de un baúl y el más pequeño de todos, en la caja del reloj.

El lobo los iba buscando y, a medida que los encontraba, los iba

engullendo uno a uno de un solo bocado. Sólo se salvó el más pequeño… Como era negro, el lobo no pudo distinguirlo en la oscuridad del rincón en el que estaba escondido.

– ¡Qué sueño tengo! ¡Claro, he comido tanto! Voy a echarme un

sueñecito. Allí, en la orilla del río, debajo de un sauce, estaré más fresquito.

Al poco rato, llegó mamá cabra y estuvo a punto de desmayarse, al ver la puerta abierta, la casa revuelta y todos los muebles patas arriba.

– ¿Qué ha pasado aquí? ¡Oh, Dios mío!: ¡el lobo! ¡Seguro que ha venido y se ha comido a mis niños! Hijitos, ¿dónde estáis?

– Mamá, estoy aquí, escondido en la caja del reloj. El pequeñín de los hermanos salió de su escondite y le contó a su

mamá lo que había sucedido. La señora cabra salió corriendo y…

– ¡Ahí está el lobo y duerme tranquilamente!

– Mamá, ¡mira cómo se mueve su barriga! – Es verdad. El muy glotón se habrá tragado enteros a tus seis

hermanos. Ve a casa y te traes tijeras, hilo y aguja. Cuando el pequeñín le entregó lo que le había pedido, mamá cabra se

acercó al lobo y, en un periquete, le abrió el vientre. Los cabritillos salieron bailando de alegría. Luego cogió varias piedras bien gordas, las metió en la barriga del lobo y se la cosió primorosamente.

El lobo ni se enteró. Y al despertarse… – ¡Oh, qué sed tengo! ¡Parece que he comido piedras! ¡Menos mal

que tengo cerquita el agua!

Y, diciendo esto, se inclinó sobre el río con intención de beber, pero las piedras se le fueron hacia delante y ¡zas!: ¡lobo al agua!

Los lobos nadan muy bien, pero el peso de las piedras le arrastraron

al fondo donde murió ahogado.

Los cabritillos abrazaron a su mamá y, cogiéndose de la mano, hicieron un corro cantando esta canción:

– El lobo es muy malo, al río se cayó. Su tripa mi mamita de piedras le llenó. De ahora en adelante podremos disfrutar y así vivir felices sin miedo a su maldad”. ¿Al lobo malo confundes con la buena de mamá? ¡No abrirás nunca tu “puerta”

al que te quiera hacer mal!

LA VENDEDORA DE FÓSFOROS 1ª versión: versión casi literal en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.). Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta.

“Nevaba y anochecía. Hacía un frío terrible y los copos de nieve seguían cayendo sin parar. Era Nochebuena y las pocas personas que pasaban por las calles, corrían deprisa a sus casas, cargadas de paquetes.

En medio del crudo frío y de la oscuridad, andaba una pobre niña desabrigada y descalza. Al cruzar una calle, se le habían caído, por venirles muy grandes, las zapatillas de su madre que llevaba puestas.

Caminaba con sus piececitos desnudos, completamente amoratados por el frío. Llevaba en su viejo delantal una gran cantidad de fósforos, y en la mano una caja de ellos que debía vender antes de volver a su casa. Pero la gente no le hacía caso y no había vendido nada en todo el día. ¡Pobrecilla!

Todos seguían pasando de largo. Muerta de hambre y entumecida, la pobrecilla parecía la estampa de la desgracia. Gruesos copos de nieve mojaban su cabecita y los rubios rizos le caían deshechos por la espalda.

Las luces brillaban en las ventanas y el olor de los asados llegaba hasta la calle. ¡Era la noche de Navidad! Tras los visillos almidonados de las ventanas veía hermosos árboles adornados, velas encendidas y mesas preparadas.

Se sentó en un rincón formado por dos casas, acurrucándose bien y procurando abrigarse los pies con el calor de su cuerpo. Cada vez sentía más frío, pero no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un solo fósforo. No había recogido ni un céntimo y su padre le pegaría.

Además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían en una

buhardilla y el viento entraba por las rendijas, aunque las grietas mayores habían sido tapadas con paja y con trapos.

Hacía saltar las cajas de cerillas en su delantal, por si alguien pasaba

cerca y quería comprar. Pero era en vano…

La niña prendió una cerilla. Chisporroteó hasta quedar bien encendida. Daba una llama caliente y brillante como una candela. Lo notó poniendo encima sus manitas.

Era una lumbre encantadora y a la niña le pareció estar ante una

chimenea con armazón de bronce y repisa de mármol. ¡Cómo desentumecía sus miembros el calor! ¡Ardía tan magníficamente el fuego en su interior y calentaba tan bien!

Pero la luz temblaba y cuando fue a alargar los pies para calentarse,

se apagó del todo y desapareció la “chimenea”, no quedando más que un cabo de cerilla en su mano.

– ¡Qué pena! ¡Frotaré otra contra la pared! Nadie notará que faltan

dos cerillas en la caja… Encendió el nuevo fósforo y brilló con más fuerza que el anterior. La

luz bailoteaba por las paredes y éstas parecían transparentes, permitiendo ver el interior de la casa. En el salón había una hermosa mesa cubierta por un mantel blanquísimo y sobre ella una magnífica vajilla de porcelana.

Se percibía un rico olor a pavo asado, relleno de manzanas y ciruelas.

Los niños que jugaban ante la alfombra, advirtieron que ésta los miraba.

– ¡Ven, acércate! ¿Estás sola a estas horas? Debes tener mucho frío y te has mojado. Anda, entra y quédate con nosotros. Mamá está preparando pasteles para la cena y después cantaremos ante el Belén.

Pero en aquel preciso instante, la luz empezó a debilitarse y el salón y los niños iban esfumándose. Todo estaba de nuevo oscuro. El viento silbaba y la niña sintió miedo.

Encendió otra cerilla y vio que estaba ante un maravilloso árbol de Navidad, más grande y más bonito de los que había visto en los escaparates. Las ramas verdes brillaban con miles de luces, las cintas parecían bailar al compás de las llamitas y las bolas desprendían reflejos de todos los colores. Preciosas muñecas la miraban sonriendo. ¡Todo parecía un sueño!

Tendió sus manitas hacia la muñeca y… la cerilla se apagó.

– Todo desaparecerá ahora y volveré a quedarme sola en la calle.

Pero las lucecitas del árbol de Navidad subieron muy altas hasta confundirse con las estrellas del firmamento y entonces una de ellas cayó dejando detrás un reguero de luz.

Alguien se va allá arriba, pensó la niña. Porque, cuando su abuelita

vivía y miraban juntas de noche el cielo estrellado, le decía que si una estrella se caía, un alma se elevaba hacia el cielo.

– ¡Abuelita, abuelita, llévame contigo! No quiero que, cuando se termine la cerilla, desaparezcas como el fuego de la chimenea, el salón, el pavo asado, los niños y el árbol de Navidad. ¡Aquí hace tanto frío!

Y se apresuró a encender todas las cerillas que tenía en la caja. Y ardían con tal brío, que alumbraban más que el sol. Se alinearon formando un camino de luz que llegó hasta el cielo. Surgió un haz luminoso, en cuyo centro apareció la anciana abuelita, tan radiante y tan dulce como había sido siempre.

La abuelita no había sido nunca tan alta ni tan hermosa como en aquel momento. Tomó a la niña en sus brazos y las dos, por un camino de luz, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, a un lugar donde ya no se sentía frío, ni hambre, ni miedo, porque era la mansión de Dios.

Al día siguiente encontraron a la niña, acurrucada en un rincón de la

calle con las mejillas amoratadas, pero con una sonrisa en los labios y una expresión en la cara de tanta felicidad, que la gente pensó que era un ángel de Navidad que se había dormido”.

Junto a su abuela encontró lo que aquí se le negó.

LA VENDEDORA DE FÓSFOROS 2ª versión: versión casi literal, en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.), con villancicos de la tradición oral de Pegalajar. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta.

“Era una noche de invierno. Los árboles se habían quitado el vestido de sus ramas y los pájaros se habían marchado en bandadas a otras regiones. La tierra estaba vestida con la blanca alfombra de la nieve.

En la ciudad se celebraba la Nochebuena. Por eso, es fácil oír por las calles y plazas tiernos villancicos. Cantaba feliz la infancia inocente y sencilla en la noche cuajada de estrellas:

– Noche de Dios, noche de paz, claro sol brilla ya y los ángeles cantando están: gloria a Dios, gloria al rey eternal. Duerme el Niño Jesús, duerme el Niño Jesús.

Pero la Nochebuena, esplendorosa y sonriente para tantos seres, no

se presentaba tan feliz para la pequeña vendedora de fósforos: una linda niña rubia de ojos azules y largas trenzas. Se sentía huérfana, triste y sin ilusiones en aquel viejo hogar donde su padrastro la tenía recogida. Esa noche le había dicho:

– Es Nochebuena y puedes ganarte muchas propinas vendiendo fósforos. ¡Y ay de ti si no vuelves con el bolso lleno de monedas!

Con un violento portazo fue enviada a vender su mercancía en aquella fría noche, ofreciéndola a los transeúntes que pasaban por la ciudad.

La gente tenía mucha prisa. Las calles se iban quedando desiertas y la luz de las farolas parecía triste y sin brillo. La niña sintió el zarpazo del hambre, la soledad, el frío y el cansancio.

Con mucha pena se dejó caer en el umbral de una puerta, cuando el reloj de la torre dejó oír la monótona canción de sus campanadas. Se despertó un aire frío y helado, que azotaba las ventanas de las casas y el viento no tardó en traer de su mano a la lluvia.

Mientras, la niña pensaba en la distinta Nochebuena que estarían

pasando otros niños como ella. Miró a través de los cristales de una casa señorial y vio allí a los niños felices, junto al padre y a la madre. Llevaban panderetas y zambombas y reían sin pausa. Sobre la mesa vio la comida caliente y sabrosa.

Como tenía tanto frío, se decidió a encender un fósforo para calentarse y…¡oh milagro! La pequeña llamita la deslumbró e hizo que escuchara aquel villancico familiar:

– La Virgen está lavando y tendiendo en el romero, los pajarillos cantando y el romero floreciendo. Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver a Dios nacido.

La débil luz del fósforo se ha apagado y con ella la visión. Animada,

se decidió a encender su segundo fósforo. ¡Hacía tanto frío! Lo sacó de la pequeña cajita y… recordó su feliz infancia, cuando vivía su mamá y la llevaba a divertirse al circo…

Se apagó la débil llamarada del segundo fósforo y la Nochebuena seguía triste en aquella soledad.

Acurrucada en el umbral, azotada por el viento helado, ya sólo pensó

en gastar sus fósforos. Por un momento tuvo miedo que luego le regañara su padrastro, pero ¡aquellas visiones eran tan bellas!

Encendió un tercer fósforo y esta vez la llamita de su sueño le trajo ante sus ojos un magnífico árbol de Navidad. Era un árbol de campanitas azules, velas de colorines e hilos de plata. De sus ramas colgaban dulces riquísimos. A su lado un coro de niños cantaba a la Navidad:

– Ventana sobre ventana y sobre ventana una: en la más alta ventana estaba el Niño en la cuna. Ventana sobre ventana y sobre ventana dos: en la más alta ventana estaba el Niño de Dios.

Un golpe de viento apagó la lucecita y su visión se alejó. Se alejó

mucho, mucho, tanto que la niña vio esta vez el árbol en el cielo y las velitas de colores fueron transformándose en estrellitas blancas.

De pronto una de las estrellas comenzó a caer vertiginosamente…

– Eso quiere decir que alguien se va a morir y después subirá al cielo. Al menos esto me dijo mi abuelita querida: “las estrellas errantes indican que alguien llega a los reinos de Dios”.

¡Su abuelita! ¡Cuántos recuerdos de ella en aquella noche! Entonces

tuvo un ardiente deseo: – ¡Si pudiera verte, abuelita! ¡Si pudiera ver tus cabellos blancos

como la nieve y si pudieras tenerme entre tus brazos! ¡Qué feliz sería! Entonces pensó en sus fósforos, trató de incorporarse y notó algo

muy extraño, como si no tuviera pies. Encendió de nuevo un fósforo y…

El reflejo de la llamarada de aquel fósforo le hizo cerrar los ojos y vio la imagen tan querida: su abuelita estaba allí, vistiendo un traje del color que tiene el cielo en la noche, con puntitos brillantes como estrellas. Su expresión era de infinita ternura. ¡Con qué placer miraba a su abuela!

De repente, notó que se desvanecía su visión y tuvo tanto miedo que…

– ¡Abuelita, por Dios, háblame! ¡No, no te vayas! ¡Quédate, abuelita!

¡Quédate o llévame contigo! ¡No te vayas como se han ido mis primeros recuerdos, como se marcharon los niños, y mi mamita y el árbol de Navidad! ¡No te vayas, abuelita, no te vayas!

Pero entonces llegó la nieve y comenzaron a caer grandes copos. En el último resquicio de aquella puerta ya sólo tuvo una inquietud: seguir viendo a su abuelita. Y así encendió un fósforo, y otro y otro más hasta terminar su mercancía.

Hubo un momento en que la imagen se acercó demasiado, porque el cuerpo de la niña estaba ya helándose. Entonces aquella visión celestial tendió sus brazos y la estrechó entre ellos.

En aquel momento una estrellita blanca parpadeó y extinguió su luz

azulada. ¡La niña estaba en el camino del cielo!...

En la helada madrugada, alguien descubrió a la chiquilla sentada en el rincón entre las dos casas, con las mejillas amoratadas y una sonrisa en los labios, muerta de frío en la noche de Navidad…

Las primeras luces de la mañana iluminaron el pequeño cadáver, que aparecía sentado, con una cajita de fósforos en la mano consumida al completo.

– ¡Quiso calentarse! – decía la gente.

Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con

que, en compañía de su anciana abuelita, había vivido la noche de Navidad”.

¡Mamá, mamá! ¡Abuelita! ¿Dónde estáis? ¡Venid conmigo! ¡Soñando estoy con vosotras y al cielo ya me dirijo!

LA VENDEDORA DE FÓSFOROS

RATILANDIA EN BODAS Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Colección “Los cuentos de Fernandillo”. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche. –“Así me llaman los niños

a quienes cuento mis cuentos: Fernandillo, Fernandillo, Fernandillo, Fernandillo. Así me llaman los niños, entre bostezo y bostezo: Fernandillo, Fernandillo. ¡Oh!...¡Oh!...

– ¡Migueluco! ¡Migueluco!

– ¡Hola, Fernandillo! ¿Eres tú?

– ¡No te asustes por lo que vas a ver!

– ¿Asustarme yo? ¡Yo soy un valiente!

– Es que…, ¡te voy a enseñar un ratón!

– ¿Eh? ¿Un ratón?

– ¡Sí!, pero un viejo ratoncillo muy amable. ¡Mira!

– ¡Sí, Migueluco! He venido a invitarte a una boda: el príncipe

Ratatín se casa con la princesa Ratatina.

– ¿Y dónde es la boda?

– Detrás de la despensa de tu mamá. Se entra por un agujerito así de chiquitito.

– Pero, ¿cómo quieres que yo quepa por un agujero tan pequeño? – De eso me encargo yo. Saco mi jeringuilla y te lanzo un chorrito de

arena mágica… ¿Te pican los ojitos?

– ¡Sí! ¡Me pican mucho! – ¡Ya está dormido! Ahora voy a hacerlo pequeño para que quepa

por el agujero. ¡Ya está!

– Bueno, ahora hemos de buscarle un traje que le sirva. ¡Uno que sea bien elegante!

– ¡Ya está! Lo vestiremos de general. ¿Ves estos soldaditos de

plomo? – ¡Sí! – Le quitamos el suyo al general y se lo ponemos a Migueluco.

– ¡Estupendo, Fernandillo! Bueno, y ahora, ¿cómo lo vas a llevar

hasta nuestro palacio?

– ¡En carroza! ¡Ahora es un general! ¿Ves el dedal de plata de la mamá de Migueluco?

– ¡Sí!

– Ésa será la carroza. Y de ella tirarán seis ratoncillos.

– ¡Muy bien! Yo los llamaré. ¡Eh, ratoncitos, ratoncitos! ¡Venid! ¡Por aquí, por aquí!

– ¿Eh? ¡Huele mucho a rancio!

– Es nuestro perfume más caro: tocino. Hemos frotado con tocino todas las paredes. ¡Mira! En aquella corteza de queso de bola están los novios. ¡Escucha, escucha cómo cantan!:

– Ésta es la boda grande de dos ratones, cásanse y prométense amor sincero. Ésta es la boda grande de dos ratones, de carita pequeña y bigotes recios.

El príncipe Ratatín, la princesa Ratatina, el general Bigotín, la duquesa Bigotina. Ratoncitos y ratitas, de todas clases sociales, se han puesto ricas cintitas para estas bodas reales. ¡Y viva Ratatín y viva la Ratatina! ¡Viva el queso gruyére. el tocino y la cecina!

Por la mañana, al despertar, Migueluco recordaba:

– ¡El banquete de bodas eran pastas de libros viejos! ¡Y el postre,

guisantes crudos! ¿Lo habré soñado?

– ¡Ya tenía yo ganas de que cayera uno! ¡Ya tenía yo ganas! ¡Señorita, un ratón! ¡Un ratón ha caído en la ratonera esta noche! ¡Malditos bichos que se comen todo lo que dejo en la despensa!

– ¿Qué pasa, chacha? – ¡Mira! ¡Ha caído un ratón en la ratonera!

– ¡A ver, a ver! ¡Oh, pobrecito!

Migueluco se dio cuenta de que el ratón capturado era nada menos

que el príncipe Ratatín. Y entonces… – Pero, ¿qué haces? ¿Por qué lo sueltas? ¡Señora, señora! ¡Este niño

ha soltado el ratón que había caído en la trampa!

– ¡Adiós, príncipe Ratatín! ¡Que seas muy feliz con tu princesa!

– ¡Gracias, Migueluco, gracias! ¡Los ratones seremos siempre tus amigos! ¡Siempre! ¡Adiós, adiós!”

Dos ratones se prometen cariño y amor sincero. Migueluco les ayuda, cual fiel y buen compañero.

RATILANDIA EN BODAS

PIEL DE ASNO

Versión única y literal, original de Charles Perrault. Aportaciones del libro “Cuentos de Perrault” de Ediciones Susaeta.

“Vivió una vez un rey tan poderoso, tan amado por su pueblo y tan respetado por todos sus vecinos y aliados, que podía ser considerado como el más dichoso de todos los monarcas. Su felicidad era aún mayor por su acierto en elegir como esposa a una princesa bella y virtuosa. Ambos vivían en la mayor y más completa armonía.

De su unión nació una hija, dotada de tantas gracias y encantos que nunca se quejaron de no haber tenido más prole.

La magnificencia, el gusto y la abundancia reinaban en palacio; los ministros eran prudentes y hábiles; los cortesanos, honestos y activos; las cuadras, amplias y ocupadas por los mejores caballos del mundo.

Pero, lo que más asombraba de las caballerizas reales era el lugar preferente, en el que un viejo asno lucía sus largas y gruesas orejas. No era por capricho, sino con la mayor de las razones por lo que el rey le había asignado aquel sitio tan especial y tan distinguido. Las virtudes de aquel raro animal merecían esta distinción, pues su cama de paja aparecía cubierta todas las mañanas de escudos de oro, que eran recogidos con diligencia en cuanto el asno se despertaba.

Pero, como las vicisitudes de la vida alcanzan lo mismo a los reyes que a sus súbditos y las dichas siempre van acompañadas de los males, quiso el cielo que la reina fuese atacada de pronto por una terrible enfermedad, para la cual ni la ciencia ni la habilidad de los médicos pudieron encontrar ningún remedio.

El rey, que tan feliz había sido y tan encariñado estaba con su esposa, se afligía sin consuelo alguno, organizaba rogativas en todos los templos de su reino y ofrecía su propia vida por la de su esposa querida. Pero, en vano fueron invocados dioses y hadas…

La reina, sintiendo aproximarse su última hora, le dijo a su amante esposo:

– Permitidme, antes de morir, que os proponga esta exigencia: cuando sintáis, por el bien del reino, deseos de volver a casaros, debéis hacerlo con una princesa que sea más bella que yo. Sólo si así me lo juráis, podré morir contenta.

Así lo juró el rey, no habiendo nunca un viudo que mostrase mayor

pesar por la muerte de su esposa: lloraba y sollozaba noche y día, y dejó de comer y de beber en su recuerdo…

Pero no hay mal que el tiempo no alivie su tormento, y el rey trató de satisfacer la demanda de sus consejeros, buscando entre las princesas casaderas alguna que fuese más bella que la difunta reina. Dar cumplimiento a la promesa hecha de desposar a quien fuera más bella que lo fue su mujer, le parecía, no obstante, realmente imposible…

Cada día le eran presentados seductores retratos, pero ninguno tenía las gracias de la difunta reina, por lo que no se determinaba a elegir a nadie por esposa.

Desgraciadamente, se le ocurrió pensar que la infanta, su hija, no sólo era bella y admirablemente bien formada, sino que sobrepasaba con mucho a la reina, su madre, en donaire y en encantos. Su juventud y la agradable frescura de su hermosa tez inflamaron al rey con un fuego tan violento, que no pudo ocultarlo, declarando su resolución de tomarla en matrimonio. ¡Sólo ella podía desligarle del juramento dado!

La joven princesa creyó perder el sentido ante tal proposición. Se arrojó a los pies del rey, su padre, y le imploró, con toda la fuerza que pudo encontrar en su espíritu, que no la obligase a cometer tal crimen… Pero el rey, empecinado en su idea, mandó decir a la infanta que se preparase a obedecerle.

A la joven princesa, arrebatada de dolor, no se le ocurrió otra idea que pedir consejo a su hada madrina. Ésta, que ya conocía su pesadumbre, le dijo:

– Mi querida niña: sería una grave falta que te casaras con tu padre. Pero, sin llevarle la contraria, puedes evitarlo. Dile que, para satisfacer su deseo, tiene que regalarte un vestido del color del tiempo. Nunca, por grande que sea su amor y su poder, le será posible conseguirlo.

La infanta se despidió de su madrina, dándole las gracias. Al día siguiente le dijo a su padre lo que el hada le había aconsejado, y añadió que nunca arrancaría de ella consentimiento alguno, mientras no le regalase un vestido del color del tiempo.

El rey, encantado con las esperanzas que le daba la infanta, llamó a los artesanos más famosos y les pidió el vestido solicitado, el cual estuvo terminado a las veinticuatro horas de su encargo. El cielo no tiene más hermoso azul cuando está teñido de nubes doradas, como el que tenía aquel vestido al ser expuesto a las miradas de todos.

La infanta se entristeció mucho y no sabía cómo salir del apuro. De

ahí que no le quedó más remedio que recurrir de nuevo a su madrina. Ésta, muy sorprendida de que su ardid no hubiese triunfado, le dijo a la muchacha que pidiese un vestido del color de la luna.

El rey, que no podía negarle nada, mandó de nuevo buscar a los más hábiles artesanos y les encargó con tanto apresuramiento un vestido del color de la luna, que entre pedirlo y traerlo no pasaron de nuevo más de veinticuatro horas…

Nueva obligada visita a su hada madrina…

– O mucho me engaño – dijo ésta – o creo que si pides un vestido del color del sol, encontraremos la solución definitiva. El rey nunca podrá encontrar algo parecido.

La infanta convino en ello y pidió este tercer vestido. El apasionado rey dio de buena gana los diamantes y los rubíes de su corona para la soberbia obra, ordenando que no se escatimase nada para que la prenda solicitada pudiera igualarse realmente al sol.

Y, cuando fueron a presentárselo, todos los que lo vieron tuvieron que cerrar los ojos para no deslumbrarse… ¿Qué hizo la infanta a la vista de tal maravilla? La verdad es que no había contemplado nunca nada tan hermoso ni tan artísticamente realizado. Quedó confundida y, con el pretexto de que sus ojos no podían resistir aquel resplandor, se retiró a su cuarto, donde le esperaba su hada madrina, muy avergonzada.

– Vamos a someter a una terrible y última prueba al indigno amor de tu padre. Ve y dile que deseas la piel de ese asno por el que siente tan apasionada estima, que le suministra tan abundantemente cuanto necesita para todos sus gastos.

Contentísima por tener un nuevo medio de eludir un matrimonio tan detestable, la infanta hizo saber al rey su deseo de recibir como regalo la piel del precioso y rentable animal.

Aunque el monarca se sorprendió de tal capricho, no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y le llevaron su piel a la infanta. Ésta, no viendo ya ningún medio de escapar a su infortunio, lloraba y se desconsolaba llena de tristeza. En ese momento acudió en su socorro una vez más su hada madrina.

– ¿Por qué lloras, hija mía? Éste es el momento más venturoso de tu vida. Envuélvete en esa piel, sal de palacio y vete tan lejos como la tierra lo permita. Cuando todo se sacrifica a la virtud, los dioses sabrán darte su recompensa.

Y continuó diciendo:

– Cuidaré de que no te falten nunca tus tres vestidos. En este cofre estarán guardados junto con tus alhajas. Aquí tienes mi varita. Golpea con ella el suelo cuando necesites ponerte alguno y aparecerá el cofre ante tus ojos. Pero, date prisa en partir, antes de que se entere tu padre…

La ahijada abrazó mil veces a su madrina y se disfrazó con aquella fea piel y, después de haberse pintarrajeado con el hollín de la chimenea, salió del suntuoso palacio sin ser reconocida por nadie.

La desaparición de la infanta causó gran escándalo. El rey cayó en la desesperación y estaba inconsolable. Movilizó a más de cien guardias y a más de mil mosqueteros en persecución de su hija, pero en ninguna parte pudieron descubrir a la fugitiva.

La infanta caminaba y caminaba noche y día, cada vez más lejos del rey su padre, y en todas partes buscaba lugar para refugiarse. Por caridad le daban de comer, pero nadie quería acogerla por lo sucia que estaba.

Un día llegó a una hermosa ciudad. En las puertas de la misma había una granja, cuya encargada necesitaba una fregona para lavar los platos de la cocina, cuidar de los pavos y limpiar las pilas de los cerdos. La mujer, al ver aquella caminante tan sucia, le propuso tomarla a su servicio. La infanta, cansada y hambrienta, aceptó de muy buena gana.

La instalaron en un rincón apartado de la cocina, donde pasó los primeros días sufriendo las groseras bromas de la servidumbre, porque su piel de asno le hacía aparecer sucia y desagradable. Pero, era tan escrupulosa en el cumplimiento de sus deberes, que la granjera le tomó afecto, protegiéndola en aquel ambiente tan hostil.

Un día en que deploraba su triste condición, sentada cerca de una

clara fuente, se le ocurrió mirarse en ella. La horrible piel de asno, que componía su tocado, la espantó. Avergonzada por su aspecto, se lavó la cara y las manos que quedaron más blancas que el marfil, y su linda tez recobró su frescura natural. La alegría por verse tan bella le despertó el deseo de bañarse todo el cuerpo, de arreglarse, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse el vestido color del tiempo, siguiendo las instrucciones dadas por su madrina.

La bella princesa se contempló y se admiró a sí misma con aquellos

ricos atavíos y decidió ponerse alternativamente los domingos y días festivos sus hermosos vestidos…

Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto el vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía la granja, se detuvo en ella para descansar al volver de la caza. Yendo de lugar en lugar por la misma, llegó casualmente a la puerta tras la que la muchacha lucía su hermoso vestido. La curiosidad le hizo mirar por la cerradura. Su estupefacción fue enorme al contemplar a una princesa tan bella y tan ricamente vestida. ¡Viéndola con su aire noble y modesto, la tomó por una divinidad! La impetuosidad del sentimiento que experimentó en ese momento le habría impulsado a echar abajo la puerta, de no haber sido por el respeto que le inspiró aquella persona tan delicada.

El príncipe intentó averiguar quién vivía en aquel cuarto. Le dijeron que era una fregona llamada Piel de Asno. Era tan sucia y tan grasienta que nadie la miraba ni le hablaba. Sólo por compasión la habían tomado para guardar los pavos y limpiar las pilas de los cerdos.

Regresó éste a palacio, sin hacer más indagaciones, más enamorado de lo que puede imaginarse. Tenía continuamente ante los ojos la bella imagen de la divinidad que había visto por el agujero de la cerradura. Pero la conmoción causada por el fuego de su amor le produjo, aquella misma noche, una fiebre tan terrible que puso en peligro su vida. La reina madre, de quien era hijo único, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. Prometió a los médicos las mayores recompensas y ellos emplearon todo su arte, pero el príncipe no curaba.

La reina, llena de ternura por su querido hijo, fue a suplicarle que le dijese el motivo de su pesar. Como madre, le imploraba que no se dejase morir, pues de su misma vida dependía la de sus padres.

– Ya que debo manifestarte mis pensamientos, quiero obedecerte – dijo el príncipe –. Cometería un crimen poniendo en peligro a dos seres que me son tan queridos. Lo único que deseo es que Piel de Asno me haga un pastel y que, cuando lo tenga preparado, me lo traiga.

Los deseos del príncipe se cumplieron al momento: corriendo a la granja, hicieron venir a Piel de Asno para ordenarle que preparara, lo mejor que pudiera, un pastel para el príncipe. Ella se encerró en su cuarto, tiró su fea piel, se lavó la cara y manos, peinó sus rubios cabellos, se puso un lindo corpiño y una falda, y empezó a hacer el tan deseado pastel, empleando con este fin la harina más pura y huevos y manteca bien frescos.

Mientras trabajaba, se le cayó en la masa una sortija que llevaba en el

dedo y se mezcló con ella. Cuando estuvo cocido el pastel, la muchacha se vistió con su horrible piel y fue a entregarlo al oficial de servicio, el cual corrió hacia el príncipe para llevárselo.

Éste alargó ávidamente las manos para cogerlo y lo comió con gran vivacidad, hasta el punto que estuvo a punto de atragantarse con la sortija que encontró en uno de los trozos del pastel. El aro del anillo era tan estrecho que no podría pertenecer más que al dedo más bonito del mundo.

El príncipe se atormentaba pensando en cómo podría ver a aquella cuyo dedo se adornaba con la sortija. La fiebre se apoderó de él nuevamente y los médicos, sin saber qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió junto a su hijo, acompañada del rey, y le dijeron:

– Hijo mío, ¿a quién quieres? Juramos que te la daremos por esposa,

aunque sea la última de nuestras criadas.

– Sólo me casaré – dijo el príncipe – con aquella a quien le sirva esta sortija, cualquiera que sea.

El rey publicó con rapidez un bando, que sus heraldos llevaron a todos los rincones de la ciudad: todas las jóvenes debían venir a palacio a probarse una sortija. Aquella a la que estuviese bien ajustada, se casaría con el heredero del trono.

Cientos y cientos de doncellas de todas las clases sociales acudieron con presteza a probarse el anillo, pero por más que intentaron adelgazar sus dedos, ninguna pudo meterlos en la sortija. Muchos rojos dedos, gruesos y cortos, no pudieron pasar más allá de la uña.

– ¿Habéis llamado a Piel de Asno, la que me hizo un pastel días

pasados? – dijo el príncipe. Todos se echaron a reír y le dijeron que no, por lo sucia y grasienta

que era.

– Que vayan a buscarla en seguida – ordenó el rey –. Así no podrá decirse que he exceptuado a nadie.

Salieron corriendo, riéndose y burlándose a buscar a la pavera. Ésta, tan pronto como oyó golpear a su puerta y que la llamaban para ir a palacio a ver el príncipe, se puso a toda prisa su piel de asno y se dispuso a abrir la puerta.

Aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la requería

para desposarla con su hijo. Después, con grandes carcajadas, la llevaron junto al príncipe, quien, asombrado de la ridícula vestimenta de la muchacha, no podía creer que fuese ella la que él había visto, tan ostentosa y tan bella, por el ojo de la cerradura. No obstante le dijo, temblando y lanzando un profundo suspiro:

– Enséñame tu mano.

El rey y la reina, así como todos los chambelanes y grandes señores de la corte, quedaron sorprendidos, cuando de debajo de aquella piel negra y grasienta, salió una mano pequeña, delicada, blanca y rosada, en la que la sortija se ajustó sin esfuerzo alguno en el dedo más lindo del mundo.

En ese momento y, a un ligero movimiento que hizo la infanta, cayó al suelo la piel de asno y la joven apareció con una belleza tan encantadora que el príncipe cayó rendido a sus pies, besándolos con un ardor que la hizo enrojecer.

El rey y la reina se acercaron a abrazarla y le preguntaron si quería casarse con su hijo. La princesa, confusa por las caricias de los soberanos y por el amor que le demostraba el joven y hermoso príncipe, iba ya a darles las gracias, cuando se entreabrió el techo del salón y apareció su hada madrina, contando con infinita gracia la historia del padre de la infanta.

El rey y la reina, encantados de ver que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus caricias. Y el príncipe, emocionado al conocer hasta dónde llegaba la virtud de su adorada, sintió acrecentarse su amor por ella. Y fue tanta la impaciencia del príncipe por casarse con la infanta, que apenas dio tiempo para hacer los preparativos de la ceremonia.

La princesa manifestó que no podría casarse sin el consentimiento del rey, su padre, y éste fue el primero a quien se envió invitación, sin decirle el nombre de quién iba a ser la desposada. El hada, que lo disponía todo, así lo exigió dadas las circunstancias.

Vinieron a la boda los reyes de todos los países, entre ellos el padre de la infanta, que felizmente había olvidado su desatinado amor y se había casado con una reina de gran belleza.

La infanta corrió al encuentro de su padre. Éste la reconoció al instante y la estrechó, con gran ternura, entre sus brazos. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien dio infinitas pruebas de afecto.

Las bodas se celebraron con toda la pompa imaginable, luciendo la princesa el radiante vestido del color del sol. Pero los jóvenes esposos, poco sensibles a tales magnificencias, no se preocuparon más que de sí mismos.

Las fiestas duraron cerca de tres meses y… ¡Estad seguros de que el amor de los esposos durará todavía, dado lo mucho que se querían!”.

Este cuento tú prefieres, si es mal de amor el que tienes.

EL SIRENÍN

Versión única: versión literal en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.).

“Érase una vez un sirenín pequeñín al que le gustaba juguetear por el

fondo del mar. Llevaba muy poco tiempo nadando y todo le causaba extrañeza y admiración.

Mientras correteaba por las afueras de la cueva, su madre la sirena cosía escamas de su cola sin perderle de vista. Los peces de los alrededores le conocían y algunas veces mandaban a sus hijos a que jugaran con él.

Una mañana, cuando las aguas del fondo del mar estaban más quietas, el sirenín salió arrastrándose de su casita, mirándolo todo con sus ojitos vivos y traviesos. Muy cerca de la cueva vio a una gruesa carpa que dormía plácidamente, dejando escapar burbujas de aire.

– ¡Oh, globitos! ¡La señora carpa fabrica globitos!

Corrió hacia el pez durmiente e intentó coger una burbuja con la mano. Al tocarla, estalló. Sirenín se quedó perplejo, mirándose la manecita.

– ¡Ay! Ha hecho pum y ha desaparecido. ¡Yo quiero un globito!

Y empezó a perseguir a las burbujas que se escapaban más arriba. Como no pudo alcanzar ninguna, se cansó, sentándose sobre una ostra cerrada.

– No quiero jugar a burbujitas. ¡Todas hacen pum!

La ostra, al notar que alguien se había sentado sobre su caparazón, lo abrió para asomar uno de sus ojos y, al ver a Sirenín, volvió a seguir durmiendo.

– ¡Sirenín! ¡Sirenín! ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, mamá, jugando con la señora ostra.

– No te alejes mucho de casita. Voy a la plaza a comprar perlas para comer y algas para la ensalada. Si viene alguien preguntando por mí, diles que vuelvo en seguida.

– ¡Está bien, mamá! Sirenín vio cómo su madre la sirena nadaba presurosa hacia el

mercado de peces y levantó la manecita para decirle adiós, sonriendo:

– ¡Adiós! ¡Ya soy un sirenito mayor! ¡Mamita me ha dejado solo al cuidado de la casita!

Y empezó a nadar por los alrededores muy tieso, moviendo alegremente su colita. Pero Sirenín se cansó pronto de montar guardia frente a su casa y se alejó para juguetear con las algas. Así estaba, cuando vio acercarse a un pez luminoso.

– ¡Oh, un pez bombilla! ¡Eh, pez! ¡Estoy aquí! ¿Quieres que

juguemos al escondite? – No tengo ganas de jugar. Soy un pez serio, aunque me veas tan

chiquitín. ¿Quieres venir conmigo de paseo?

– ¡Sí, quiero conocer el mar!

– Sígueme, pues.

El pez luminoso cogió con su aleta la mano de sirenín y ambos nadaron, alejándose de la casita.

– Oye, pez sabio. ¿Qué hace aquel pulpo tan feo en su casita?

– Está fabricando tinta. Así cuando cualquier pez malo le ataca, él se defiende ennegreciendo las aguas y puede escapar.

– Yo quiero ver lo que hace.

– ¡No, no te acerques, que los pulpos tienen muy mal genio!

Pero Sirenín se acercó y el pulpo, que no quería curiosos, le lanzó un chorro de tinta, transformando a nuestro amigo en un sirenín negro.

– ¡Feo, pulpo feo, malo y fofo! ¡Mira cómo me has puesto! Mamá se va a enfadar mucho conmigo. Dice que está harta de tener que lavarme cada día las escamas de la cola.

– ¡Bueno, bueno, no te preocupes! Acércate a aquella esponja y te lavará. Yo llevo mis escamas a la esponja y siempre me las lava. ¡Anda, ve!

Sirenín se acercó muy triste a la esponja y bajó la cabecita, mostrándole sus escamas negras. La esponja sonrió, lo cogió cariñosamente y se refregó contra él, dejándole las escamas más limpias que antes.

– ¡Gracias, señora esponja!

Pero, al volver con el pez luminoso, observó que éste no estaba allí. Miró a todos lados angustiado.

– ¡Pez luminoso! ¡Pez luminoso! ¡No te escondas, que tengo miedo! No sé dónde estoy. ¡Eh, pez luminoso!

Sirenín, asustado al hallarse solo en un lugar desconocido, echó a nadar llamando a su nuevo amiguito:

– ¡Pez luminoso! ¡Pez luminoso!

Sin saber a dónde ir, confiando en que su madre iría a buscarle, se entretuvo mirando todo lo que era nuevo para él. Vio a los peces espada afilando sus armas, a los peces martillo clavando rocas para asegurar el fondo del mar, a un tiburón enfermo que estaba en régimen de algas marinas, a unos vivarachos y entrometidos caballitos de mar que jugaban con conchas de almeja, a muchas anguilas que nadaban serpenteando por el agua y al pez urbano que regulaba el tráfico submarino para evitar accidentes y ponía multas a quienes desobedecían las señales luminosas.

Viendo tantas cosas y tan variadas, Sirenín se olvidó de que se había perdido y contempló, con la boca abierta, cómo unos peces gitanos hacían juegos de manos y malabarismos en mitad de una gran plaza.

– ¡Nunca había visto hacer semejantes cosas a unos peces!

Y aplaudía muy contento con sus manecitas.

Mientras, la sirena había llegado a su casa, dejó la cesta de la compra

sobre la mesa y llamó a su hijo:

– ¡Sirenín! ¡Sirenín! ¿Dónde estás? ¡Corre a casita, que mamá te ha comprado algo dulce para ti! ¡Sirenín!...

Al no oír respuesta, la sirena volvió a inquietarse y volvió a salir.

– ¡Sirenín! ¡Sirenín! ¡Eh, pez luminoso! ¿Has visto a mi sirenín?

– ¡Sí! Salió de paseo conmigo. Lo dejé con la señora esponja un momento para atender a un amigo y…, cuando regresé ya no estaba. La esponja me dijo que se había ido hacia allí.

– ¿Por qué lo dejaste solo?

– ¡Pero si fue un segundo! Llevo toda la mañana buscándolo y no lo encuentro.

– ¡Se habrá perdido! Sirenín no había salido solo nunca de casa. Hay que pedir auxilio a la comisaría de peces perdidos. ¡Ven conmigo!

Llegaron a una gran roca en cuyo interior vivía el tiburón comisario con su uniforme de policía submarina. La sirena contó el caso de la desaparición de su hijo y el tiburón se puso en movimiento.

– ¡Atención, atención! Interrumpimos nuestro programa de música submarina, a cargo de la orquesta del maestro Carpa, para comunicar la siguiente noticia: ¡se ha perdido Sirenín! Todos aquellos que puedan dar alguna noticia sobre su paradero, que lo comuniquen a su madre Sirena Azul. Aquí Radio Aguada. Continuamos con nuestro concierto “Suite en la mayor” en el fondo del mar.

Las emisoras de peces iban retransmitiendo la noticia, pero nadie daba detalles del paradero de Sirenín.

– ¡Lo habrán apresado peces malos! ¡Hay que salvar a mi pobre hijo!

¡Tenemos que ir a buscarle todos!

El señor tiburón ha comunicado lo sucedido a su majestad Cocodrilo III. Lo buscarán por todas partes.

En efecto, de todos los cuarteles de peces salían patrullas para recorrer los mares y encontrar a Sirenín: ligeras anguilas, delfines agilísimos, incluso pesadas tortugas, que formaban el ejército blindado del país.

Todos los medios disponibles se pusieron al alcance de la sirena para encontrar a su hijo.

– ¡Patrullas de anguilas destacadas en las rocas negras, busquen a Sirenín!

– ¡Peces luminosos, iluminen todo el fondo del mar!

– ¡Ostras, carpas, almejas, mejillones, registren palmo a palmo todo el terreno!

Todo el mar se había puesto en marcha para buscar a Sirenín, que seguía riéndose contemplando a los peces gitanos.

– ¡Muy bien, muy bien! ¡Otra vez, otra vez!

Cuando los peces gitanos recogieron sus tiendas para marcharse, Sirenín volvió a encontrarse solo. No había caras conocidas. Los peces nadaban a su lado sin hacerle caso y entonces comenzó a llorar:

– ¡Mamita! ¿Dónde estás, mamita? ¡Me he perdido! ¿Dónde estás, mamita? ¡Mamita!...

Una carpa anciana se compadeció de él, al verle nadar desorientado

de un sitio a otro y se lo llevó a su casa. Allí le dio de comer y lo acostó en la camita, donde Sirenín, cansado de corretear todo el día, se quedó dormidito llamando a su mamá:

– ¡Mamita! ¡Mamita!

La carpa puso la radio submarina para escuchar el serial de las cinco “El segundo pez”. Y, al finalizar, repitieron de nuevo la llamada de socorro. Se apresuró a llamar a la sirena, que acudió rápidamente a su casa, acompañada del pez luminoso.

– ¡Míralo, míralo! ¡Está durmiendo!

– ¡Sirenín! ¿Por qué te fuiste de casita? ¡Sirenín!

– ¡Oh, mamita, mamita, te eché mucho de menos! – ¡Anda, da las gracias a la Señora Carpa y regresemos!

Y así fue cómo aquel sirenín simpático realizó su primera excursión submarina. A partir de aquel día, ya se le consideró como un sirenín mayor, porque casi, casi ya sabía nadar solito por el mar”.

¡Si te alejas de mamá, seguro te perderás!

EL ÁGUILA Y LA PALOMA Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Reparto: Matilde Vilariño, C. Mendoza, A. González, S. Torcal, R. Graner y Vicente Marco. Director: Maestro Tejada.

– “¿Qué es aquello, amiguitos? ¡Mirad, mirad!

– ¡Un avión, es un avión!

– ¡Sí, claro! Yo sé que aquello es un avión. Pero, yo te pregunto por aquello otro que vuela lejos. ¿No lo ves?

– ¡Sí! ¡Es una paloma!

– ¡Gracias!

– ¿Dónde irá, señor?

– ¡Cualquiera sabe! El vuelo de las aves es como las ideas de los hombres malos. No es posible adivinarlas. Si estuviéramos a su lado, acaso lo supiéramos…

– ¡Ay, ay, no puedo más! ¡No puedo! Llevo más de dos horas volando para buscar comida. Y allá abajo, en el nido, mis pobres pichoncitos estarán a punto de morir de hambre. Veré si allí, en lo alto de aquella montaña, encuentro comida. ¿Qué es aquello? ¡Parece un nido! Me acercaré… ¡Dios mío! ¡Un águila! ¡Estoy perdida!...

– ¿Qué haces aquí?

– Nada, Señora Águila. Pasaba y… ¡Me equivoqué de camino!

– ¡Un momento, un momento! Estás muy tiernecita y me vienes a la pluma, o al pelo como dicen los hombres, y mis aguiluchos tienen hambre.

– ¡Sí, sí! ¡Claro, claro! Pero, poderosa y bellísima águila, también allá abajo mis pichoncitos tienen hambre y, si no les llevo comida pronto, acaso morirán.

– ¿Morirán?... ¡Bueno, veamos, palomita! Si te permito volver al

nido para que alimentes a tus pichoncitos, ¿me prometes que volverás?

– ¡Oh, sí! ¡Os lo prometo de todo corazón! Cuando mis hijos aprendan a volar, retornaré. ¡Palabra de paloma!

– ¡Está bien! Puedes marcharte.

¡Qué cosas! ¿Verdad, amiguitos? El caso es que aún llegó la paloma

a tiempo de socorrer a sus hijitos.

– ¡Hijos, hijos míos! ¡Estáis fríos y muertos de hambre! ¿Verdad? Poneos bajo mis alas… ¡Así!... ¡Calentaos! ¡Calentaos! Mamá os cantará la canción del sueño: – Hijos de mis entreplumas,

calentaos, mis pichones. Poneos bajo mi cola y dormid como lirones. Mucho luchó vuestra madre para llenaros la panza, encontrando en su camino, quien le espera sin tardanza. Hijos de mis entreplumas, calentaos, mis pichones. Poneos bajo mi cola y dormid como lirones.

Supongo lo que estáis pensando: ¿qué pasó cuando los pichoncitos

aprendieron a volar?

– ¡Mamá, mamá! ¿Cuándo volaremos?

– ¡Volar, volar! ¡Pronto, hijos míos, pronto!...

– Estamos ya listos. ¡Mira, mira, cómo muevo las alitas!

– ¡Verás, mamá, verás cómo volamos!

– ¡Esperad, esperad! ¡Oh, pero si es verdad!... ¡Vuelan ya! ¡Vuelan mis hijos!... ¡Bravo, bravo! ¡Ya vuelan!...

La paloma no durmió en toda la noche. Oía latir los corazones de sus hijitos muy cerca del suyo. ¡Los oía por última vez!..

– ¡Adiós, hijitos míos, adiós! Ya sabéis volar. No me necesitáis…

– ¡Ah, buenos días paloma! ¿Ya estás aquí?

– ¡Aquí estoy! – ¡Has mantenido tu palabra! ¿Y tus hijos? ¿Qué han dicho?

– Mis hijos no saben nada. Salí del nido mientras dormían.

– Pero…, ¿qué dirán cuando se despierten?

– Llorarán hasta que caigan rendidos.

– Y, sin embargo, ¡has venido!

– Os di palabra, mi señora Doña Águila. – ¡Sí, claro! Pero… ¿Sabes lo que te digo, palomita? Que tú eres

digna… ¡Que tú eres digna de seguir viviendo! ¡Márchate! – Pero…

– ¡Márchate te he dicho y ayuda a que tus hijos crezcan, para que el

día de mañana puedan parecerse a ti!…

Y mientras la paloma regresaba, loca de contenta, a su nido, el águila quedó sola, allá arriba sobre las altas rocas, contemplando el espacio infinito.

Lejos, junto a sus hijitos, se oía a la paloma cantar”…

¡Cumple la palabra dada y la promesa empleada!

EL FLAUTISTA DE HAMELÍN

1ª versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50.

“Érase una vez una antigua ciudad llamada Hamelín, invadida por una plaga de ratas y ratones, que se comían todo el trigo y los ricos quesos que elaboraban sus desesperados habitantes.

Las mujeres temían a las ratas. Y los hombres temían a las ratas y

aún más a sus indignadas mujeres que, enfurecidas, les gritaban: – ¡Demostrad que sois valientes y terminad con las ratas! ¡Sois cobardes! ¡Sois gandules! ¡Y tenéis muy mala pata! Hasta que un día escucharon la voz del pregonero que decía batiendo

su tambor: – Por orden del Señor Alcalde se hace saber: Para las ratas vencer, hoy a todos os hablará el alcalde de la ciudad. Sin excusas ni temor, id a la Plaza Mayor. – ¿Qué dirá, qué nos dirá, la más alta autoridad?

– ¡Otro impuesto nos pondrá! – Habitantes de Hamelín: quien nos libre de ratones, si todos decís que sí, le daremos cien doblones.

– ¡Muy bien! ¡Conforme! ¡Sí, sí! Quien nos libre de ratones, recibirá cien doblones. A la mañana siguiente, a caballo de los vientos, entró en el ayuntamiento un extraño caballero, de mirada misteriosa, que llevaba ancho sombrero y una flauta prodigiosa. – ¡Yo exterminaré a las ratas! ¡La bolsa me podéis dar! – Si lo hacéis, os la daremos, mas lo habéis de demostrar. Entonces el caballero, de mirada misteriosa, que llevaba ancho

sombrero y una flauta prodigiosa, recorrió las calles de la ciudad, haciendo sonar su flauta.

Y, cuando la flauta oyeron, los ratones le siguieron.

– Tras él se van los ratones. ¡Vaya extraño poderío! ¡Esa flauta está embrujada! ¡Lleva las ratas al río! Efectivamente, el misterioso flautista se dirigió al río y en él cayeron

y se ahogaron las ratas y los ratones, con gran alegría de todos los habitantes de Hamelín que bailaban de contentos.

– ¡Viva el flautista extranjero y viva su poderío, que con su flauta embrujada lleva las ratas al río! Entonces, el caballero, de mirada misteriosa, que llevaba ancho

sombrero y una flauta prodigiosa, se fue a reclamar al señor alcalde el premio convenido.

– ¡Se acabaron los ratones! ¡Dadme ahora los doblones! – ¡Escuchadme vos primero! ¿Me creéis persona incauta? No he de dar tanto dinero por sólo tocar la flauta. – ¿Entonces, señor alcalde, he de trabajar de balde? ¡Pues si lo tomáis a guasa, pronto veréis lo que os pasa! Indignado por tal injusticia, abandonó el flautista el ayuntamiento y

recorrió de nuevo las calles y plazas de la ciudad, tocando su mágico instrumento.

Su música era tan atrayente que, a su paso, todos los niños y niñas de

Hamelín le seguían como embrujados. – ¡Se lleva a todos los niños! ¡Hijo mío, vuelve aquí! Pero mi hijo no vuelve. Todos se van. ¡Ay de mí! Y el extraño caballero, de mirada misteriosa, que llevaba ancho

sombrero y una flauta prodigiosa, se llevó a los chiquillos ante una negra montaña y, al sortilegio de su flauta, la abrió por la mitad.

El flautista penetró en ella seguido de todos los niños y, al momento,

la montaña se cerró con gran estrépito. Los padres lloraban y llamaban a sus hijos, pero de sus lamentos la

montaña sólo les devolvía el eco… En Hamelín reinaba la tristeza… El avaro alcalde murió apenado,

porque en su ciudad y por su culpa, ya no había ni un solo niño que la alegrase con su risa.

– Eso no es del todo cierto. Yo tengo buena memoria.

– ¿Quién eres tú?

– Soy un hada y sé el final de la historia. – Cuéntala, pues, buena hada. – Un niño sólo quedó: un niño que era cojito, que, por no poder correr, no siguió a sus amiguitos. Ese niño, que era bueno, halló la flauta perdida y, al tocarla alegremente, la montaña abrió en seguida. Y los niños de Hamelín pudieron salir y volver a jugar dichosos,

junto con sus padres que todavía hoy, temerosos, no pueden olvidar aquel extraño caballero, de mirada misteriosa, que llevaba ancho sombrero y una flauta prodigiosa”…

¿Me creéis persona incauta? No he de dar tanto dinero por sólo tocar la flauta…

Guiado por la avaricia no le dio lo convenido… ¿Sin moraleja me quedo? Agudizaré el sentido: con sólo pensar un poco, la lección me la he aprendido…

EL FLAUTISTA DE HAMELÍN 2ª versión: versión literal, escuchada por mis hijos 30 años después. Década de los 80. “Los mejores cuentos”. Volumen 1. Editado por Movieplay. Adaptación de G. Purio y M. Poveda.

“El pueblecito de Hamelín era un pueblo feliz, con viejas casas de piedra, tejados rojos puntiagudos y un río que pasaba por el centro de la villa. Alrededor del pueblo había verdes praderas de hierba, donde jugaban los niños a la pelota y saltaban las niñas a la comba. Los hombres de Hamelín trabajaban en el campo y las mujeres tenían sus casas muy limpias y ordenadas.

Pero un día, cuando una mujer estaba tendiendo la ropa en el patio, vio en un rincón a unos ojillos brillantes que la contemplaban. La mujer soltó asustada la ropa y…

– ¡Dios mío! ¡Una rata!

Un albañil, que estaba colocando la chimenea en un tejado, casi se cae al suelo al ver que tres o cuatro ratas salían por un agujero.

– ¡Malditas ratas! ¡Qué susto me han dado!

Y, cuando el maestro estaba en la escuela enseñando a los niños a multiplicar, comenzaron a salir ratas y más ratas por debajo de la pizarra, alborotando a toda la clase.

Cada día había más ratas en el pueblo. ¡Era una verdadera invasión! Se metían entre las ropas de las camas, en las ollas de las cocinas, en los cajones de los armarios… ¡La gente estaba asustadísima!...

Y el señor alcalde mandó al pregonero que fuera por las calles anunciando el siguiente bando municipal:

– De orden del señor alcalde, se ruega presentarse en el ayuntamiento a la persona que se considere capaz de terminar con las ratas del pueblo de Hamelín. Si hay alguien que consiga librar a la villa de esta invasión, se le dará el premio que solicite.

Aquella tarde, los habitantes de Hamelín miraron con curiosidad a un extranjero que atravesaba las calles con dirección al ayuntamiento. Era joven, alto, rubio y muy delgado. Su sombrero estaba adornado con una pluma de ave, y bajo el brazo llevaba una extraña flauta. Se presentó ante el señor alcalde y le dijo:

– Señor, yo me considero capaz de librar a vuestro pueblo de la

invasión que padece.

– Pero, ¿cómo lo haréis, noble extranjero?

– Con mi flauta mágica. Pero necesito que me llenéis esta bolsa de monedas de oro.

– ¡Eso es mucho, extranjero!

– Es mi precio, señor. – Bueno, lo consultaré con los concejales, a ver qué dicen. ¡Volved

mañana!

El alcalde se reunió aquel mismo día con los señores del pueblo.

– El extranjero pide un saco lleno de monedas de oro. Es casi todo lo que tenemos en el ayuntamiento. ¡Nos vamos a quedar sin nada!

– ¿Y qué? ¡Peor vamos a estar dentro de poco, si las ratas se comen nuestras cosechas!

– ¡Y todo lo que tenemos en graneros y despensas!

– ¡Y hasta las ropas y los muebles! Si siguen aquí, acabarán comiéndose el propio ayuntamiento.

– Yo creo que hay que echar a esos animales indeseados cueste lo que cueste.

– Yo digo lo mismo. Paguemos bien al flautista extranjero y que nos libre cuanto antes de las ratas.

Al día siguiente, cuando el flautista conoció que la contestación era afirmativa, se fue muy de mañana a un extremo del pueblo. Se paró en lo alto de una cuesta, preparó su flauta y comenzó a tocar una extraña melodía… Era una música especialísima, enormemente agradable y bonita.

¡Sucedió algo increíble! Comenzaron a acudir ratas y ratas de todos los rincones. De los almacenes, sótanos y agujeros salían a cientos. Entonces, el flautista echó a andar, siempre tocando su música, y todas las ratas le siguieron en manada. Mientras atravesaban el pueblo, se le iban agrupando más y más ratas, tras de una música que las encantaba, y así el flautista salió del pueblo con miles de ratas corriendo detrás de él. No quedó ni una en todo Hamelín…

El flaco músico, sin dejar de tocar la flauta, salió de la ciudad y se dirigió al río. El joven se metió en el agua y todas las ratas le siguieron. No dejó de tocar hasta que todas se ahogaron, librando a la ciudad de aquellos animales tan repugnantes.

– Volveré al pueblo para recoger mi premio.

Pero, cuando llegó al ayuntamiento, los concejales estaban diciendo:

– Ya no hay ratas. ¡Qué gusto! Pero, verdaderamente no deberíamos darle a ese extranjero tantas monedas de oro.

– Con la mitad es suficiente. ¡Que se conforme si quiere y si no, que se aguante!

– ¡Eso, eso! ¡Que se aguante!

– Señores, ¿dónde está mi bolsa? Espero que hayan quedado contentos con mis servicios.

– ¡Sí, sí, muy contentos! Pero no le vamos a dar más que esta bolsita pequeña.

– Ustedes prometieron que… – Sí, pero lo hemos pensado mejor. ¿Comprende?

El flautista no cogió el dinero. Los miró muy enfadado y se marchó dando un portazo. ¿Sabéis entonces lo que hizo? Se volvió a colocar en la cuesta, al final del pueblo, sacó su flauta y se puso a tocar otra nueva y extraña melodía.

Las puertas de las casas se abrieron y comenzaron a salir niños y niños a montones.

– ¡Qué música tan bonita! ¡Vamos detrás de ese señor, que debe ser del circo!

– ¡Vamos, vamos!

Todos los niños del pueblo se marcharon saltando y corriendo,

contentísimos, detrás de la flauta mágica.

– ¿Dónde nos llevará? ¿De excursión al campo?

– ¡Huy! ¡Qué bien se corre con esta música!

– ¡Vamos, vamos!

Atravesaron montes y valles y llegaron a una cueva en el monte. El flautista entró en ella con todos los niños. Uno de ellos era cojito. Se había quedado retrasado y llegó el último. Mientras los niños entraban, pudo ver el interior de la cueva. Se veían jardines, flores preciosas y pájaros de todos los colores. Los dulces estaban al alcance de todos y cada niño podía coger el juguete que más le gustaba…. Pero, cuando se acercó para entrar, la puerta se cerró en sus narices.

Cuando llegó la noche, no había quedado ni un solo niño en el pueblo. Mejor dicho: sólo el cojito, el cual contó al alcalde y a los desesperados padres lo que había visto…

– Se los ha llevado el flautista y los ha encerrado en un monte. Yo lo he visto.

– ¡Ay, ay mis hijitos queridos! ¡Ya no los veré más!

– También faltan mis hijos. ¡Qué desgracia! – ¿Por qué habremos engañado a ese extranjero? ¿Qué haremos

ahora?

Los desconsolados padres se reunieron en la plaza y amenazaron al alcalde. Él era el culpable de aquella desgracia, mucho más terrible que la de las ratas y ratones.

– Yo sé por dónde se los llevó el flautista. Lo mejor sería que yo le llevara la bolsa con las monedas de oro. ¡A lo mejor se le pasa el enfado!

– ¡Buena idea, hijo! ¡Ahora mismo, muchacho! Y el niño partió muy despacito porque la bolsa le pesaba mucho. Al cabo de un rato encontró al flautista, sentado sobre unas rocas, con cara de muy enfadado. Al acercarse a la entrada de la cueva, pudo oír las risas y los gritos de sus compañeros. Dentro de ella los niños jugaban y se divertían…

– Tome, señor, su dinero. Pero suelte nuestros niños. Déjelos volver al pueblo con sus padres.

– En fin, mozalbete, te haré caso. ¡Ahí están!

Llenos de alegría y cargados de dulces y juguetes, todos los niños volvieron a sus casas. A la entrada de Hamelín los esperaba la banda de música del pueblo con el alcalde al frente. Abrazaron a sus padres y les contaron lo bien que lo habían pasado y lo mucho que se habían divertido.

Y se pusieron muy tristes, al ver marchar al flautista, con su pluma en el sombrero y su flauta bajo el brazo…

Y, a partir de ese día, Hamelín volvió a ser un pueblecito alegre y feliz, libre totalmente de ratas”.

¡En Hamelín lo aprendí!: quien no cumple sus promesas, no tiene un final feliz.

EL PATITO FEO Versión única y casi literal. Cuento original de Hans Christian Andersen. Colección “Clásicos Disney”. (The Walt Disney Company). Fabricado en España por Eurogram, S. A. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta.

“Aquella mañana de verano el campo estaba realmente hermoso: el trigo ya amarilleaba, mientras en los prados se alzaban los perfumados haces de heno. En torno a las huertas se extendían grandes bosques y en medio de los bosques, lagos profundos. La cigüeña se paseaba con sus largas patas rojas, buscando alimento para sus hijitos…

Bañada por el sol, levantábase una vieja mansión rodeada de anchos canales. Desde el muro de la misma, hasta llegar al agua, crecían grandes enredaderas formando una alta bóveda…

En uno de aquellos rincones había puesto su nido e incubaba sus huevos la hembra de un pato. Estaba ya impaciente por ver salir a los patitos… Por fin comenzaron a abrirse los huevos.

– ¡Qué emoción! ¡Ya están picoteando la cáscara! ¡Es el momento más feliz de mi vida! ¡Huy! ¡Son los patitos más lindos del mundo!

Pero el huevo más grande no terminaba de abrirse y la alegre mamá volvió a sentarse en el nido, muy contrariada…

– ¿Qué tal vamos? – le preguntó una vieja pata que fue a visitarla.

– Este huevo que no termina de abrirse – respondió la madre –. Pero mira a mis otros hijos. ¿Verdad que son preciosos? Seguiré empollando al que queda uno o dos días más.

Por fin se rompió el cascarón. ¡Qué gordo y qué feo era el polluelo! La pata se quedó mirándolo y exclamó:

– ¡Qué pato tan enorme y qué feo es! ¡No puede ser hijo mío! De todos modos, lo haré entrar en el agua con sus hermanos.

Al día siguiente hacía un tiempo espléndido. El sol bañaba con sus rayos las verdes hojas de las enredaderas. Mamá pato se fue con todos sus polluelos al canal y se arrojó al agua. Los patitos, uno tras otro, se fueron zambullendo tras ella.

Desaparecieron bajo el agua, pero en seguida volvieron a salir a la superficie y se pusieron a nadar a toda marcha. Las patas de los animalitos se movían por sí solas y todos chapoteaban contentos, incluido el feo polluelo recién nacido.

– Aunque más feo que sus hermanos, es hijo mío también. ¡No hay más que ver cómo mueve las patas y qué bien se sostiene en el agua! Venid conmigo y os enseñaré a los otros patos del corral. ¡Pero no os alejéis de mi lado, no sea que os pisoteen! En cuanto a ti, ¡procura que no te vean mucho!...

Y entraron todos en el corral… – ¡Fijaos, fijaos en ese pollito tan feo! Y, en ese momento, se adelantó uno de los patos, se lanzó sobre él y

le dio un picotazo en el cuello.

– ¡Déjalo en paz! – chilló la madre –. ¡No hace mal a nadie!

– ¡Pero es tan gordo y tan feo, que hay que echarlo de aquí inmediatamente!

El pobre polluelo, que había salido del último huevo, no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, no solamente de los patos, sino también de las gallinas y resto de los animales del corral. El pobre patito no sabía dónde meterse y se sentía desgraciado por ser feo y porque todos se burlaban de él.

Esto sucedió el primer día, pero las cosas se pusieron aún peor en los siguientes. Todos acosaban al pobre patito, incluidos sus propios hermanos que también se reían de él y le decían:

– ¡Ojalá te atrape el gato, bicho asqueroso!

Los patos lo picoteaban, las gallinas lo golpeaban y hasta la muchacha encargada de repartir el pienso a los animales lo apartaba a puntapiés.

Muy triste por lo que le ocurría, el patito decidió huir en busca de su

verdadera madre. Y se fue andando, andando, hasta que encontró a unos pollos de garza en su nido, que estaban cantando:

– Somos las garcitas, somos las más bonitas. Con pocas plumas tú nos ves aquí. Los picos bien abiertos, queremos más insectos. Nuestro apetito nunca tiene fin. Mamá se fue a buscar lombrices que tragar. Ella nos tiene que alimentar. Somos las garcitas, somos las más bonitas y nuestro nido, un feliz lugar.

– ¿Por qué cantáis? ¿Qué estáis haciendo?

– Estamos esperando que nuestra madre nos traiga comida. ¡Allí

viene! ¡Y qué lombriz tan rica trae en el pico!

– ¡Tal vez vuestra madre quiera ser también mi madre!

Pero, cuando la garza se acercó al nido, el patito feo que estaba hambriento, se apoderó de la lombriz y… – ¡Vete de aquí inmediatamente, antes de que te dé un picotazo! ¡Y no te vuelvas a meter con mis hijitos, so feo!

El pobre patito escapó lo más rápido que pudo y entró en el agua suspirando y nadando muy veloz. Los pajarillos que estaban en la maleza se echaron a volar, asustados.

– ¡Huyen porque soy feo! ¡Nadie quiere saber nada de mí!

Y, nadando tristemente, llegó hasta el pantano grande, donde habitaban los patos salvajes. Y allí pasó la noche, cansado y dolorido. Por la mañana, los patos salvajes, al levantar el vuelo, vieron a su nuevo compañero.

– ¡Eres tremendamente feo! – le dijeron.

En ese momento sonaron dos disparos y los dos patos salvajes cayeron muertos en el cañaveral, tiñendo el agua de sangre. ¡Qué susto para el pobre patito!

Inclinó la cabeza para meterla bajo el agua, pero su susto fue enorme cuando vio a su lado a un horrible perrazo, con la lengua fuera y una expresión atroz en los ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó sus agudos dientes y se alejó sin tocarlo.

– ¡Soy tan feo, que ni el perro quiere morderme! – suspiró el pato.

Y se estuvo muy quietecito, en silencio, mientras los perdigones silbaban entre las cañas y resonaban sin cesar los disparos. Hasta muy avanzado el día no se restableció la calma, pero el pobre patito seguía sin atreverse a salir. Esperó aún varias horas, luego echó un vistazo a su alrededor y escapó del pantano lo más aprisa que pudo. Corrió a través de campos y prados, bajo una furiosa tempestad que casi no le permitía avanzar.

Al anochecer llegó a una miserable choza de campesinos. El viento soplaba con tal fuerza, que el patito se vio obligado a detenerse y arrimarse a la cabaña. ¡Todo iba de mal en peor, pues tampoco en la cabaña pudo encontrar lo que buscaba!...

– ¡Todos me rechazan! ¡Si pudiese encontrar a mi verdadera familia!

Llegó el otoño y las hojas de los árboles se volvieron amarillas y

pardas. El viento las arrancó y se las llevó formando remolinos, mientras el aire iba haciéndose cada vez más frío. El pobre patito lo pasó muy mal…

Un atardecer, cuando el sol iba a su ocaso con todo su esplendor, salió de la espesura una bandada de grandes aves bellísimas. ¡Nunca las había visto el patito tan hermosas! Su blancura deslumbraba y tenían largos y flexibles cuellos. ¡Eran cisnes!

Lanzaron unos gritos singulares y, desplegando sus largas y majestuosas alas, emprendieron el vuelo, huyendo de aquella región fría hacia otras tierras más cálidas. Volaban a tanta altura, que el patito feo experimentó una extraña sensación. Giró en el agua como una rueda y, estirando el cuello hacia arriba, dio un grito tan fuerte y tan raro, que él mismo se asustó… ¡Nunca olvidaría aquellas hermosas aves felices! No sabía qué aves eran ni hacia dónde se dirigían, pero las quería como nunca había querido a nadie.

El invierno vino muy frío. El patito nadaba siempre en la superficie para que el agua no se helara, pero cada noche el agujero en que nadaba se hacía más y más pequeño. El patito se veía obligado a mover continuamente sus patitas para impedir que se cerrase el agujero…

Sería demasiado triste contar todas las penas y calamidades que hubo de sufrir el patito durante aquel riguroso invierno. Yacía entre las cañas y juncos del pantano cuando, un buen día, el sol empezó a calentar de nuevo. Las alondras cantaban y hacía un delicioso tiempo primaveral.

Entonces el patito pudo desplegar las alas, que zumbaron con más vigor que antes, con la fuerza suficiente para llevarlo lejos. No tardó en encontrarse en un jardín, donde los manzanos estaban en flor y las lilas perfumaban el aire y curvaban sus largas ramas verdes sobre las acequias. ¡Cuánta belleza encerraba aquel rincón! ¡Cómo se sentía la primavera!

De la espesura salieron en aquel momento tres preciosos cisnes blancos, aleteando y surcando suavemente el agua. El patito reconoció a aquellas hermosas aves y se dijo:

– ¡Quiero ir al encuentro de esos pájaros regios! Me matarán por mi osadía de haberme acercado a ellos, tan feo como soy, pero no me importa. Más vale ser muerto por ellos que ser maltratado por los patos, picoteado por las gallinas, echado a puntapiés por la muchacha que cuida del corral y sufrir miseria durante el invierno.

Voló hasta el agua y fue nadando hacia los cisnes. Éstos, al verlo, se precipitaron a su encuentro, batiendo las alas.

– ¡Matadme! – gritó el pobre animal, inclinando la cabeza hacia la superficie del agua y esperando la muerte.

Pero, ¿qué es lo que vio en el agua transparente? Vio su propia

imagen. Vio que no era un ave desgarbada, de color gris oscuro, fea y repelente. ¡Era un cisne! ¡Qué importaba haber nacido en un corral de patos cuando se ha salido de un huevo de cisne!

Ahora se sentía feliz, a pesar de todos los sufrimientos y de todas sus

penalidades… Los cisnes nadaban a su alrededor y lo acariciaban con el pico. Llegaron al jardín varios niños, que echaron al agua grano y trozos de pan. El más pequeño gritó:

– ¡Hay un cisne nuevo! ¡Hay un cisne nuevo!

– ¡Es verdad, es verdad! ¡Hay uno nuevo! ¡Y el nuevo es el más bonito! ¡Qué joven y qué elegante!

Y los otros cisnes se inclinaron ante él. Pero él se sintió avergonzado

y escondió la cabeza bajo el ala. ¡Era tan feliz! Recordaba las persecuciones y los insultos de que había sido objeto

en todas partes, ¡y ahora todos decían que era la más hermosa entre todas aquellas aves! Hasta las lilas inclinaban sus ramas hacia él, y el sol le envió sus rayos tibios y bienhechores.

Entonces esponjó sus plumas, irguió su esbelto cuello y, desbordante de alegría, exclamó:

– ¿Cómo hubiera podido yo soñar tanta felicidad cuando no era más

que un patito feo?”.

Aunque dicen que soy feo, mi madre me encuentra guapo…

¡Será en tu propio ambiente donde te quiera la gente!

HANSEL Y GRETHEL O LA CASITA DE CHOCOLATE

Versión única y casi literal, original de los Hermanos Grimm. Aportaciones del libro “Cuentos de Grimm y otros autores” de Ediciones Susaeta.

“Esta es la historia de un leñador alemán que vivía cerca del bosque.

De su primera mujer, ya fallecida, le habían quedado dos hijos: Hansel y Grethel. De su segunda esposa no había tenido descendencia.

Habiendo sobrevenido una gran hambruna en la comarca, dijo atormentado a su mujer, al tiempo que se acostaban:

– ¿Cómo nos las arreglaremos para alimentar a nuestros pobres hijos?

– Mañana los llevaremos al centro del bosque y los dejaremos buscando leña, hasta que hayamos concluido nuestro trabajo. Después, no volveremos a buscarlos y nos veremos libres de ellos.

– ¡Jamás podría hacer algo semejante! No tengo valor para dejar a mis pobres hijos a merced de los osos y de los lobos.

– Preparemos entonces cuatro ataúdes, porque todos moriremos de hambre. Además, ¡quién sabe si en lugar de ser comidos por los lobos, serán recogidos por personas caritativas!

Y tanto insistió la mala madrastra, que acabó por convencer al bueno de su marido. Pero, como los niños estaban despiertos, atormentados por el hambre, oyeron la conversación de sus padres.

– ¡Estamos perdidos! – dijo Grethel llorando desconsolada.

– No te preocupes, hermana. Yo conozco un remedio para el mal que nos amenaza.

Se levantó con mucho cuidado, para no despertar a sus padres, se vistió, abrió la puerta de la casa y salió sin hacer ningún ruido. A la luz de la luna las piedras brillaban como plata. Hansel se llenó los bolsillos con ellas y volvió andando de puntillas. Entonces dijo a su asustada hermanita:

– ¡No tengas miedo, porque he encontrado lo que nos hacía falta!

Consolada la niña, los dos hermanos pudieron por fin dormirse profundamente.

A la mañana siguiente, los despertó la madrastra diciendo:

– ¡Levantaos pronto, que nos vamos al bosque! Coged cada uno un

trozo de pan. Pero, no os lo comáis de una vez, porque debe duraros para todo el día.

Hansel, que tenía los bolsillos llenos de piedras, dio a su hermana el pedazo de pan para que se lo guardase. Y, cuando se pusieron en camino, se fue quedando atrás, dejando caer sobre el camino las blancas piedrecillas.

Cuando llegaron al centro del bosque, dijo la madrastra a los dos

niños:

– Quedaos aquí a recoger leña. Yo voy con vuestro padre a derribar una encina que hay lejos. Volveremos a la noche para recogeros.

Al quedarse solos, hicieron lo que la mala mujer les había encargado. Cuando se cansaron, se sentaron en la hierba y comenzaron a comer su pan.

Llegó la noche y sus padres no fueron a buscarlos. Grethel empezó a sollozar y a lamentarse, y el menor ruido lo confundía con el aullido de un lobo.

– ¡Cálmate, hermana! Cuando aparezca la luna, nos marcharemos a

casa.

Efectivamente, cuando salió la luna, cogió a su hermana de la mano y fue siguiendo de trecho en trecho las blancas piedrecitas que había dejado en el camino, las cuales relucían como monedas nuevas. Siguiendo sus huellas, llegaron pronto a su casa, donde su padre lloró de auténtica alegría nada más verlos. La madrastra, en cambio, aparentó alegrarse por el retorno de los niños, pero en su interior estaba disgustadísima.

Y aquella noche…

– Otra vez estamos amenazados de morir de hambre. No hay más que dos panes en la casa y no nos queda ni un céntimo en nuestros ahorros. Es preciso deshacernos de los niños…

Éstos lo escucharon todo, como la primera vez y, levantándose Hansel, pensó buscar de nuevo las piedras. Pero la madrastra, maliciosa, había echado la llave a la puerta. Decepcionado, no tuvo más remedio que volver a acostarse.

– No me importa – le dijo a su hermana –. Tengo otra idea y el buen Dios nos ayudará.

A la mañana siguiente, cuando se pusieron de nuevo en camino del bosque, Hansel iba dejando migajas de pan por el camino. Una vez llegados al sitio de costumbre, la madrastra volvió a hacerles las mismas recomendaciones del día anterior, llevándose casi a la fuerza al bueno del padre, que abrazó cariñosamente a sus hijos antes de abandonarlos.

Después de haber cogido un buen montón de leña, los niños volvieron a sentarse sobre la hierba, compartiendo, como dos buenos hermanos, su trozo de pan.

Llegó la noche y nadie apareció para llevarlos. Grethel tuvo otra vez mucho miedo… Apareció la luna y Hansel se agachaba en vano para encontrar las migajas de pan, pues lo pájaros se las habían ido comiendo a lo largo de todo el día.

Durante tres días y tres noches los niños vagaron por el bosque, sin encontrar el camino de su casa. Se alimentaban de frutas silvestres. Al cuarto día llegaron a una casita hecha de mazapán y turrón, con el tejado de chocolate y las ventanas de rico caramelo.

Los dos hermanos se pusieron a comer pedazos y pedazos de la

casita, hasta que alguien gritó: – ¿Quién se está comiendo mi linda casa?

En ese momento se abrió la puerta y apareció una vieja con una cara

horrible. Los niños, muy asustados, dejaron caer al suelo el trozo de turrón que estaban comiendo, pero ésta, en vez de reñirles, les sonrió y les dijo:

– ¡Buenos días, hijitos! – ¡Buenos días, buena anciana! – Podéis entrar dentro. ¿De dónde habéis venido? ¡Pobrecitos!

Quedaos a vivir conmigo y os daré muchos dulces y golosinas…

En efecto, la vieja dio a Hansel y a Grethel muchos deliciosos dulces y los dejó dormir en dos lindas camitas. Era ésta una malvada bruja, con largos y puntiagudos dientes, que había hecho su casa de turrón para atraer a los niños y poder así devorarlos.

La endiablada mujer se relamía, pensando en los sabrosos bocados

que le esperaban…

A la mañana siguiente, entró muy temprano en la alcoba y, palpándolos, los encontró muy flacos y desnutridos. Cuando se despertaron, condujo a Hansel al corral y, con gran astucia, logró introducirlo en una jaula. Después, cambiando el tono de su voz, dijo a Grethel con voz chillona:

– ¡Vamos, perezosa, a trabajar! Ve a la cocina y prepara un buen almuerzo. Cuando esté listo, se lo llevas presurosa a tu hermano, porque quiero que engorde para comérmelo.

Grethel lloró a lágrima viva y, de rodillas, pidió perdón para su hermano. Pero la bruja la amenazó con matarla y comérsela antes que a Hansel.

Y así continuó, día tras día, tratando de que engordara el niño. Pero, cada vez que la vieja le ordenaba que sacara un dedo a través de los barrotes de la jaula, éste le presentaba con disimulo un pelado hueso de pollo.

– ¡Qué raro! ¡Comiendo tan buenos alimentos, no le aprovechan y continúa igual de delgado!

Al cabo de un mes de espera, le dijo a la niña:

– Mañana es mi cumpleaños y quiero regalarme con un buen asado. Mataré por fin a tu hermano, esté gordo o esté flaco. Como también necesito pan tierno, calienta el horno y prepara la mesa.

Grethel, con el corazón oprimido por la angustia, se decía:

– ¡Hubiera sido preferible que nos hubieran devorado las fieras, antes de verme obligada a ayudar a esta fea bruja y preparar la muerte de mi hermano!

Cuando encendió el fuego, llegó la vieja y abrió la puerta del horno.

– No sé si está a punto. Entra tú en el horno y dime si está ya caliente.

– ¿Y cómo voy a subirme a la boca del horno, siendo tan pequeña?

– ¡Tonta y más que tonta! ¡Voy a enseñarte yo!

Y, subiéndose en una silla, se encaramó en la boca del horno.

Grethel, haciendo un esfuerzo desesperado, empujó a la vieja dentro

del horno, cerrando con rapidez la puerta y echando el cerrojo.

La bruja empezó a dar gritos, pero la niña no le hizo caso. Se fue a toda velocidad al corral y liberó a su hermano, llorando de alegría.

La vieja murió quemada… Y los dos hermanos, al recorrer la casa, encontraron bien guardada una fabulosa fortuna. En ese momento, cogieron todo el dinero y un gran cesto lleno de provisiones y se pusieron en camino en dirección a su casa.

Después de caminar y caminar, encontraron a unas buenas gentes que les ayudaron en su propósito. Al llegar, vieron a su padre en la puerta, completamente triste y desolado, llorando la pérdida de sus hijos, y maldiciéndose por haber escuchado los malos consejos de su mujer…

Ésta había muerto, al romperse la cabeza y las costillas, cuando bajaba de un árbol…

Hansel, Grethel y su padre se unieron en un profundo y largo abrazo, que quería ser eterno. Los niños le entregaron las riquezas que habían traído y vivieron cómodamente por largos años”.

Casita de mazapán, ventanas de caramelo, tejado de chocolate y dos hermanitos dentro.

LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO Versión única: versión literal, escuchada en cassette por mis hijos en la década de los 80. “Cuentos inolvidables”. Volumen 11. Editado por Discos Mercurio, S. A. Adaptación de Pilar Alonso.

“Hubo una vez una granja que sus dueños cuidaban con esmero. No

sólo había en ella los animales que suele haber en una granja cualquiera, sino que además se hallaba rodeada de prados y huertos, que la hacían más hermosa y rica que las demás.

El granjero se ocupaba del ganado, regaba las hortalizas y recogía la cosecha, mientras la granjera atendía la casa, alimentaba a los conejos y a las gallinas y recogía los huevos de éstas, que, como estaban sanas y comían muy bien, ponían muchos y muy grandotes.

Un día:

– Tres docenas, cuatro docenas…, cinco docenas… Y ahora recogeré los que dejan olvidados en los antiguos pesebres. La gallina Pinta pone todos sus huevos por allí. No sé qué manía le ha dado de dejarlos tan escondidos. ¡Caramba! ¡Qué huevo tan raro! Pesa mucho. Voy a salir al corral que allí lo veré mejor.

Y nada más salir:

– ¡Dios santo! ¡Pero si parece de un metal precioso! ¡Esto es oro, oro del de verdad! ¡Ay, Señor, que yo estoy dormida! ¡No es posible lo que estoy viendo! ¡Marido, marido!

– ¡Ya voy, ya voy! Pero, ¿qué te pasa mujer, que chillas tanto? ¿Te ha picado un tábano? ¿Qué es lo que te ha puesto tan fuera de ti?

– ¡Mira, mira, qué huevo tan raro ha puesto nuestra gallina, la Pinta! ¡De oro puro! ¿Te das cuenta, Germán, el mucho dinero que nos han de dar en la capital por esto? ¡Pesa al menos un cuarto de kilo!

– ¡Bien, bien dices, mujer! Guárdalo, que el sábado lo llevaré al joyero de la calle ancha. Y vigila bien a la Pinta, no se nos vaya a perder o a desgraciar, que esa gallina, bien cuidada, nos ha de hacer ricos. ¡Y ahora, a seguir con el trabajo!

Pasado el primer momento de sorpresa, siguió la granjera recogiendo los huevos. Y, según le ordenara su marido, vigilaba estrechamente a la Pinta. Así, cuando el sol se iba ya ocultando, la hizo entrar la primera en el gallinero, no fuera que algún zorro la atacara por la noche.

Al día siguiente, no bien hubo amanecido, y mientras el granjero ordeñaba las vacas, sacó la mujer grano del mejor y le dio el desayuno a la Pinta. Y, tan encantada estaba de un menú tan exquisito que, cuando se lo comió, se fue derechita a los antiguos pesebres y, al poco rato, ya cacareaba con fuerza para contar a todos que había puesto otro huevo. – Ésa es la Pinta, seguro. Voy a ir a la vieja cuadra, a ver si recojo algún huevo más. Por aquí no hay nada, pero en el pesebre de arriba alguno ha de haber. ¡Sí, hay uno y bien calentito está! ¡Dios mío, que brilla mucho! ¡Ay, que es también de oro! Lo miraré fuera para asegurarme. ¡De oro! ¡Otro huevo de oro! ¡Ay, Pinta, gallina bonita, que nos haces millonarios! ¡Marido, marido! ¡Ven, corre, que la Pinta ha puesto otro! ¡Corre, marido!

– ¡Ya voy, ya voy! ¿Otra vez? ¡Ésta sí que es buena! Nada, que esta gallina Pinta es una auténtica mina. Bueno, mujer, pues ya lo sabes. Cuídala y aliméntala bien, que cuenta nos trae que siga poniendo. Guarda este huevo con el otro y, si mañana se repite la historia, hablaremos con más calma.

Hizo de nuevo la mujer según le aconsejaba su marido. Guardó y alimentó a la gallina y, al día siguiente, cuando fue a coger los huevos y halló otro de los de oro, avisó a toda prisa a su marido. Éste dijo:

– Yo creo que lo mejor será que averigüemos si la gallina tiene algún pequeño mecanismo dentro de ella, que le hace producir el oro. Fíjate, mujer que, si se pudiera hacer que la gallina se quedara sin sentido y le sacáramos del interior el mecanismo, podríamos fabricar oro cada vez que quisiésemos…

– Germán, a mí eso me parece muy bien, pero ¿cómo se sabe si tiene o no tiene dentro un mecanismo?

– ¡Muy sencillo, mujer! Se le hace una operación, como si tuviera

apendicitis y se le pone anestesia general. Así, mientras la Pinta se echa una siestecita, el veterinario le saca el mecanismo con que ella fabrica el oro y ya está.

– ¡Oye, pues no es mala idea! Lo de dormirla tendrá que hacerlo el veterinario. ¡Nada, que eres listísimo, marido mío!

Y los dos ambiciosos granjeros, charlando y charlando, no se habían

dado cuenta de que, picoteando por allí, como quien no quiere la cosa, estaba la gallina Pinta que, con auténtico terror, escuchaba lo que sus dueños planeaban hacer con ella.

– ¡Éstos dos se creen que voy a dejarme coger, van a andarme en mis tripas y van a dejarme turulata con la anestesia! ¡Y un jamón!... Ni tengo mecanismos para el oro ni apéndice para que lo hurgue el veterinario. Lo del oro ha sido seguramente, porque me tragué aquellas pepitas junto al río…

Y continuó, malhumorada:

– ¡De operarme, nanay! Me voy a buscar otra granja, en la que los dueños no sean tan tremendamente ambiciosos.

Y, muy ofendida, la gallina Pinta se fue de la finca donde siempre había vivido y, tomando la carretera, hizo auto-stop. Y, siendo recogida por un tractor que por allí pasaba, abandonó aquel lugar para no volver nunca más.

Ya veis, queridos amigos, de qué manera perdieron los granjeros a su gallinita de los huevos de oro. Y es que nunca se debe ser demasiado ambicioso”.

La avaricia rompe el saco. La Pinta los abandona, al clarear de la aurora, y a otra granja se marcha por no estar contenta en casa.

¡Por ser grande su ambición, reciben una lección!

EL LOBO Y EL HOMBRE Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Maestro Tejada.

“Estaban una vez reunidos, en lo más hondo de un bosque, un lobo y un zorro. Éste último contaba a su buen compañero multitud de historias relacionadas con el hombre.

– Es un ser maravilloso. Y no creas, porque le veas tan pelado, que es débil. Tiene una fuerza extraordinaria y asombrosa. ¡Es capaz de vencer a todos los animales de la tierra!

– ¡No me digas! ¡No será para tanto!

– ¡No debes tomártelo a broma! Yo sé bien que ningún animal puede enfrentarse a él con éxito.

– Sin embargo, no siempre vencerá…

– Casi siempre, a no ser que se emplee la astucia con él. ¡Y aún así!

– ¡Bah! ¡Eso son exageraciones tuyas, que eres un miedoso! Si alguna vez llego a encontrarme con un hombre, ya verás cómo le asusto.

– ¡Bien, bien y bien! Me parece que voy a tener que proporcionarte la ocasión. Ven mañana a verme y te enseñaré un hombre.

– Si me lo enseñas, ya verás cómo en vez de huir, canto y bailo ante él. ¡Sí, sí, le cantaré!:

– Si encuentro un hombre, yo rugiré. Cuando me vea, él chillará. Al lobo fiero él ha de temer y, temblando de miedo, él se irá a esconder. Irá gritando, en su gran terror.

Y el lobo, tras de cantar esta cancioncilla, que era una especie de himno de guerra, se fue a su madriguera. A la mañana siguiente, zorro y lobo se volvieron a encontrar.

– Ya estoy aquí, amigo zorro. ¿Se ha descansado bien?

– ¡Muy bien, muy bien! ¡De requetechupete! Tú, en cambio, habrás dormido muy mal pensando en la aventura que vas a correr hoy.

– ¡Bah! ¡Yo no me asusto por tan poco! Al contrario, estoy deseando encontrarme con esa maravilla que dices que es el hombre.

– Pues entonces, pongámonos en camino.

– Pues, vamos andando.

El zorro llevó a su amigo a las proximidades de un camino, por el

que solía pasar gente. A poco de estar allí, detrás de un árbol, pasó un viejecillo de lo más viejo.

– ¿Ése es un hombre?

– ¡Lo ha sido!

Pasó después un niño que, con su desayuno y sus libros debajo del brazo, se dirigía hacia la escuela.

– ¿Y esto? ¿Es un hombre?

– ¡Lo será!

A los pocos minutos pasó por allí un guardabosques, con su escopeta al hombro y su cuchillo de monte en el cinturón.

– ¡Mira, ahí tienes un hombre! Salta sobre él, pero antes espera a que yo me esconda…

– ¡Allá voy!

Y saltó el lobo, poniéndose ante el guardabosques a dos patas y con sus colmillos al aire.

– ¡Hombre, un lobo! ¡Lástima que no tenga la escopeta con balas!

Pero así y todo, se echó la escopeta a la cara y… ¡Pum! ¡Pum! Mas el lobo, no obstante el dolor que le produjeron las dos perdigonadas, se lanzó colérico sobre el guardabosques, que era lo que precisamente aguardaba éste. Sacando el cuchillo, le asestó tan terribles cuchilladas, que tuvo que escapar aullando con el rabo entre las patas.

– No te quejes más, amigo lobo, que ya se ha ido el hombre. Pero dime, ¿qué te ha parecido tu enemigo?

– No me ha vencido su fuerza, sino su inteligencia. Verás: lo primero que sacó fue un palo muy gordo, se lo llevó a la cara, sopló dos veces y del palo salieron rayos y centellas, que casi me dejan ciego. Y, cuando ya iba a dar buena cuenta de él, sacó un reluciente y pelado hueso y me golpeó tan fuertemente, que caí herido a sus pies.

– Entonces, ¿te das cuenta ahora de lo presumido que fuiste? – ¡Ay, sí, sí, amigo zorro! No me venció por la fuerza, pero juro que

ya no me pondré a luchar con ningún enemigo sin conocerle antes.

– ¡Bueno, bueno! Cuélgate en mi lomo y te llevaré a tu guarida. Veremos si puedo curarte…

Y cuentan que el lobo llegó a curarse de las horribles heridas, pero que jamás se le vio acercarse a una carretera y mucho menos a un poblado. El hombre no era tan maravilloso como decía el zorro, pero había que tener con él mucho cuidado.

– Si encuentro un hombre, yo rugiré. Cuando me vea, él chillará”… Y finalizado el cuento, dice el lobo muy contento: ¡No pelees con enemigos, si no los conoces bien! ¡Ten cuidado con el hombre y no te fíes de él!

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA Versión única: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Versión de Sergio Schaaff. Teatro Invisible de Radio Nacional de España en Barcelona. Director: Juan Manuel Soriano. Música: José Luis de Pablo. Orquestada y dirigida por José Nieto. Versión también en cassette y DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. Ok Records S. L. y en la Colección “Amanecer” de Ediciones Dalmau. “Hace ya mucho tiempo, vivió en una remota ciudad del lejano oriente un niño llamado Aladino. Su madre, que era muy pobre, se veía obligada a trabajar todo el día hilando lana para ganarse el sustento.

Cierta tarde en que Aladino estaba jugando en la plaza con otros

muchachos, vio venir una caravana, con los camellos cargados de ricas mercancías. Al llegar cerca del muchacho, se le acercó un extranjero, de nariz ganchuda y torva mirada, que le dijo:

– ¡Oye, pequeño! ¡Tú eres sin duda Aladino! ¿No eres el hijo del sastre Mustafá?

– Cierto que me llano Aladino, pero no recuerdo haberos visto nunca.

– Te he reconocido porque eres el vivo retrato de tu padre. – Mi padre hace ya muchos años que murió. – ¡Qué desgracia! Yo soy su hermano y he hecho un largo viaje sólo

para volver a verle. Hace ya veinte años que nos separamos. Y ahora, que he vuelto rico y poderoso con la ilusión y la esperanza de encontrar en mi país al único pariente que me quedaba, me encuentro con que mi hermano, mi queridísimo hermano, ha muerto.

Y continuó, acercándose al muchacho: – ¡Ven a mis brazos, Aladino, sobrino mío! Yo te prometo que,

desde hoy, nada ha de faltarte.

Con gran efusión y exageradas muestras de contento, el extraño personaje volvió a apretar contra su pecho al desconcertado Aladino. El forastero manifestó su deseo de conocer a su cuñada y lo acompañó a su casa.

La buena madre, que al principio lo recibió recelosa, se dejó

convencer cuando vio que les colmaba de regalos y no dejaba ningún día de visitarles, preocupándose de que nada les faltara.

Pasados unos días, con el pretexto de visitar a unos mercaderes, cogió a Aladino de la mano y le alejó de la ciudad diciéndole:

– Acompáñame a un sitio que yo sólo sé. Te doy mi palabra de que

esta noche volverás rico a tu casa.

Al cabo de unas horas: – Estoy fatigado, tío. ¿Cuándo llegaremos? – Ya falta poco, Aladino. – Estamos en un valle desierto y rocoso y no hay ninguna casa por

aquí. – No te preocupes y haz lo que te mandaré. Recoge esas ramas secas

y amontónalas aquí para encender una hoguera.

Aladino no entendía por qué había de encenderse fuego haciendo tanto calor, pero obedeció. Entonces el estrafalario personaje, inclinándose sobre la hoguera, sacó de entre los pliegues de su vestido una cajita de metal y tiró a la llama unos misteriosos granos de incienso, pronunciando las siguientes palabras mágicas:

– ¡Abracadabra, que la tierra se abra!

Luego hizo que Aladino repitiese este mismo conjuro:

– ¡Abracadabra, que la tierra se abra!

Pronunciadas aquellas palabras mágicas, se produjo una enorme llamarada en medio de una espesa humareda, tembló la tierra y se abrió delante de ellos, dejando al descubierto una pequeña losa cuadrada, con una argolla de bronce en el centro.

– Debajo de esta losa hay oculto un tesoro que aguarda desde hace siglos la mano predestinada que lo ha de gozar. Esa mano es la tuya. Sólo tú puedes tocarlo y sólo tú podrás poseerlo. Ejecuta, pues, todo lo que voy a ordenarte, pues se trata de un asunto de gran importancia.

– ¡Sí, tío! El forastero tenía atenazado a Aladino con sus manos como garras y

no le permitía escapar. Su llameante mirada indicaba sus malas intenciones…

– Coge la argolla, Aladino, pronuncia despacio el nombre de tu padre

y tira de ella con fuerza.

– ¡Mus – ta – fá!... ¡Aúpa!

Por el hueco de la trampa se veían doce escalones de mármol que conducían hacia las tenebrosas profundidades de la tierra. El falso tío puso la mano en el hombro del muchacho y le dijo:

– Baja por esta escalera y encontrarás una amplia sala. Al final de ella hallarás una puerta que se abrirá cuando tú te acerques. Atraviésala. Te conducirá a un jardín donde verás unos árboles maravillosos de los que penden frutos de todos los colores. En el centro del jardín y, sobre una peana, encontrarás una lámpara. Ése es el objeto final de tu viaje. Cogerás la lámpara y la traerás hasta aquí.

– ¿No me pasará nada?

– ¡No! Este anillo que pongo en tu dedo, te guardará de todo mal. El muchacho bajó al extraño subterráneo e hizo cuanto el mago le

había ordenado. Una vez en posesión de la lámpara quiso probar aquellos frutos maravillosos, pero vio con gran sorpresa que eran duros como las piedras. Y es que, ciertamente, eran piedras preciosas de las más variadas y raras especies: esmeraldas, zafiros, rubíes, topacios, ágatas, amatistas, turquesas…

En vista de que no podía comer aquellas raras frutas, que él jamás había visto, cogió una buena cantidad de ellas.

Cuando sacó de nuevo la cabeza al exterior, el tío le aguardaba con

muestras de impaciencia.

– ¡Por fin! Corre, dame la lámpara y el anillo en seguida.

– Antes, dame la mano para que pueda subir. No puedo hacerlo con tanto peso.

– ¡Te he dicho que me entregues ahora mismo la lámpara y el anillo!

– Si no me ayudas a subir, no te los daré. – Con que no, ¿eh? ¡Ahora verás! El mago se acercó a la hoguera, tiró en ella los misteriosos granitos

de incienso sobre el rescoldo aún no apagado y dijo:

– Abracadabra, que la tierra se cierre y no se abra.

La entrada del subterráneo se cerró inmediatamente…

Aquel enigmático personaje era en realidad un mago que, con sus

malas artes, había descubierto la existencia de una lámpara mágica. También descubrió que sólo podía conseguirla un muchacho llamado Aladino. Por eso simuló que era su tío. Por eso, procuró congraciarse con él. Por eso, colmó de regalos a su madre…

Pero, como en aquel mago todo era falsedad y afán de riquezas,

cuando tuvo el tesoro al alcance de la mano, perdió la paciencia y demostró sus verdaderas y malévolas intenciones.

Así fue, como al encerrar a Aladino en las entrañas de la tierra, creyó

perdido el tesoro para siempre y emprendió el camino de regreso a su país.

El pobre Aladino se pasó tres días llorando desconsolado hasta que, por casualidad, restregó con los dedos el anillo que le había dado el mago. Inmediatamente apareció un genio delante del muchacho.

– ¿Qué deseas? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus órdenes como un esclavo!

– Quiero verme fuera de este horrible subterráneo. Llévame ahora mismo a mi casa.

Apenas había formulado esta petición, la tierra se abrió y Aladino se vio fuera de su encierro. Emprendió el camino de su casa, cargado de la lámpara y de las piedras preciosas cuyo valor ignoraba.

Su madre lo recibió con gran alegría, escuchando de labios de su

querido hijo las aventuras que le habían pasado. – Gracias a Dios que has vuelto sano y bueno. Pero ahora, déjame

trabajar. Ya sabes que somos muy pobres y casi no tenemos para comer.

– Hoy no tienes necesidad de cansarte, madre. Venderemos la lámpara que me he traído de la cueva.

– La limpiaré un poco, porque si logro darle brillo, nos darán más

dinero por ella.

Se puso a quitarle el polvo y de pronto…

– ¿Qué quieres de mí? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus órdenes como un esclavo!

El genio que había salido de la lámpara era más poderoso que el genio que salió del anillo.

– ¡Queremos comer! Deseo que nos proporciones una mesa bien surtida con los más ricos manjares.

Al cabo de un momento, el genio volvió con una bandeja repleta de los referidos manjares y de las más dulces bebidas que nunca hubieran podido soñar.

La madre de Aladino pudo comprobar, asombrada, la certeza de cuanto le había contado su hijo. Y cada vez que tuvieron necesidad de algo, el genio de la lámpara colmó abundantemente sus deseos.

Ambos vivieron felices durante dos largos años sin que nada les

faltara, pero sin pedir más de lo que necesitaban para vivir decorosamente.

Cuando necesitaban alguna cosa, restregaban la lámpara y se presentaba el genio…

– ¿Qué quieres de mí? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus órdenes como un esclavo!

– En esta ocasión, deseo visitar países desconocidos. Y, rápidamente, se vio transportado por los aires a una gran

velocidad. Mirando hacia abajo, pudo ver inmensas llanuras donde correteaban los camellos y las altas jirafas. Después pasó por encima de un gran lago de color azul, donde se divisaban diminutas barquichuelas pescando. Y atravesó un monte muy alto, cuya cima estaba coronada por la nieve.

Y así, viajando y viajando, fue dando la vuelta a toda la tierra, que

era muchísimo más grande de lo que él siempre había imaginado. De pronto, divisó una gran ciudad y quiso descender para poder

visitarla. Al momento se cumplió su deseo y se encontró en la plaza mayor de una ciudad oriental… En ella contempló muchas tiendas y bazares, vendedores de frutas en las calles y edificios majestuosos de la más bella arquitectura musulmana.

En la plaza todos hablaban de la guapa princesa, que no tardaría en pasar por allí, en dirección al palacio de su padre, el sultán. Efectivamente, unos minutos más tarde comenzó a llegar el séquito de la princesa. Los jinetes hacían huir a todos los reunidos en la plaza, ya que nadie podía mirar la cara de la princesa. ¡Quien tal hiciese sería castigado con la muerte!

Aladino corrió a ocultarse dentro de un cesto vacío que había en la puerta de un bazar. Y desde allí, asomando de cuando en cuando su cabeza, pudo contemplar el desfile de todos los guardias, con sus armaduras y sus lanzas, montados en briosos corceles, que daban escolta de honor a la hermosísima princesa, hija única del sultán de aquel país.

Y, desde el cesto, pudo ver el rostro de la princesa, una joven de delicada belleza y de carácter encantador, que era amada por todos los súbditos.

Cuando la princesa, con el rostro cubierto por un tupido velo, según la costumbre oriental, bajó del palanquín, el audaz Aladino se quedó maravillado ante tanta hermosura y al instante se enamoró de la joven.

Cuando ésta y su séquito hubieron desaparecido de su vista, Aladino saltó fuera del cesto y corrió hacia un rincón de la plaza, donde nadie pudiera verle. Una vez allí, sacó la lámpara, la frotó como de costumbre y solicitó al genio poder volver a casa de su madre.

Aladino había quedado tan impresionado por la belleza de la joven que, a partir de entonces, su mente no podía ocuparse en otro pensamiento que no fuese la hermosa princesa.

– ¿Qué te pasa, hijo mío, que no comes? Ni tan siquiera me escuchas

cuando te hablo. ¡Cuéntame lo que te ocurre! – ¡Qué hermosa es la princesa, madre! Desde que la vi, me enamoré

locamente de ella. Ve a ver al sultán y dile que quiero casarme con ella.

– Pero, hijo mío, ¿cómo quieres que un muchacho como tú se case con la hija de un sultán tan poderoso?

– ¡Sí, madre! ¿No ves que, gracias al genio, somos muy ricos? Tenemos en nuestro poder la lámpara mágica y el enorme tesoro de piedras preciosas que recogí en el jardín. ¡Corre y habla con él!

Siguiendo las órdenes de Aladino, la madre preparó una gran bandeja de plata, llena de joyas y piedras preciosas y se dirigió al palacio del sultán.

– Esperad en este salón, pues tal vez os conceda audiencia.

Pero, pasaban los días y no se la concedían. Al cabo de una semana, el sultán, viendo su insistencia, dijo a su mayordomo:

– ¿Quién es esa mujer que viene todos los días? Hazla pasar.

Cuando la tuvo en su presencia, en el salón del trono, le preguntó:

– Hace días que vengo observando que vienes a palacio y nunca me pides gracia alguna. ¿Qué deseas?

– Señor, temo que juzgue tan grande mi atrevimiento que sólo hablaré si me promete que no considerará como una ofensa lo que he de decirle.

– Habla, mujer. Si no es tu propósito ofenderme, tus palabras serán

siempre bien recibidas. – Poderoso señor: soy una mujer atribulada, porque mi hijo Aladino

se ha enamorado… Y la persona a quien ama mi hijo es de tan elevada posición que…

– Continúa, por favor. –¡Aladino está enamorada de vuestra hija la princesa! – Verdaderamente es mucho el atrevimiento de tu hijo… Pero, ¿qué

llevas ahí? – El presente que mi hijo me ha entregado para que se digne

aceptarlo. – ¡Oh, qué maravilla! ¡Unas joyas de tanto valor no las hay en todo

mi reino! Muy poderoso ha de ser tu hijo para poder ofrecer un regalo como éste. Y muy buen hijo, para enviar como emisario a su madre, una humilde mujer como tú.

Aprovechando la admiración que el sultán mostraba, al ver aquellas piedras preciosas, la viuda le pidió la mano de la princesa para Aladino.

– Le daré la mano de la princesa a tu hijo, si me traes otras cuarenta

bandejas de oro, llenas de piedras preciosas como éstas. Deberán acarrearlas ochenta esclavos: la mitad blancos y la otra mitad negros. Sólo así podrá obtener la mano de mi hija.

Aladino no se asustó ante la exagerada petición. Pidió ayuda al genio

de la lámpara y aquel mismo día la viuda volvía al palacio.

– Majestad, aquí tenéis lo que habéis solicitado. La bandeja estaba repleta de zafiros, rubíes, esmeraldas, topacios,

amatistas y otras muchas piedras preciosas… Amén de tres grandes elefantes, cargados con una cantidad inmensa de oro y plata, junto con los más raros frutos y productos exóticos…

El sultán no salía de su asombro. Cuando vio tantísimas riquezas, comprendió que un hombre tan rico y tan poderoso sería un yerno ideal para él, y al momento le dijo:

– Di a tu hijo que le espero con los brazos abiertos. La princesa, mi hija, será su esposa.

Gracias al genio de la lámpara, Aladino si vistió con sus mejores

ropas, se puso un gran turbante en la cabeza y se dirigió alegremente al palacio del sultán, al frente del cortejo más lujoso que pensarse pueda. Los esclavos repartían monedas de oro al pueblo que salió a aplaudirle… Todos le abrían paso al verle tan opulento y magnífico. ¡Nadie podía imaginar que aquel gran señor no era más que el pobre Aladino, hijo del sastre Mustafá!...

Al llegar al palacio, todos los guardias, formando dos filas, le rindieron honores, siendo recibido en el magnífico salón del sultán, sentado sobre blandos almohadones.

Después de los saludos y de las frases comunes de cortesía, le pidió

la mano de su hija la princesa, la cual fue concedida en aquel mismo momento.

¡Nunca se había visto una boda como aquella! La felicidad de

Aladino y de la princesa parecía no tener fin.

Pero el mago recibió la noticia… – Has de saber que Aladino, al que tú creías muerto, está vivo.

– ¡No es posible!

– Sí y se ha casado con la hija del sultán, porque tiene en su poder la

lámpara maravillosa.

Y el mago, lleno de rabia, se dirigió a la ciudad donde vivía Aladino. Cuando llegó, éste se encontraba ausente. Así que tuvo una feliz idea: se disfrazó de vendedor de lámparas y…

– ¿Quién quiere lámparas? Cambio lámparas viejas por lámparas nuevas.

Una esclava del palacio de Aladino oyó el anuncio y, creyendo hacer un bien, cogió la lámpara vieja que había en la alcoba de su señor y salió con ella a la calle.

– ¿Me da usted una lámpara nueva a cambio de esta vieja?

Al mago le faltó tiempo para coger la lámpara mágica… Y cuando

estuvo solo, la frotó con impaciencia…

– ¿Qué deseas? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus órdenes como un esclavo!

– Traslada inmediatamente el palacio de Aladino, con todo lo que contiene, a mis tierras y a mí también.

Imaginaos la sorpresa de toda la ciudad cuando, a la mañana siguiente, el palacio y la princesa habían desaparecido.

El sultán, enfurecido, ordenó:

– ¡Que Aladino regrese inmediatamente de su viaje! ¡Y una vez aquí,

prendedlo y encadenadlo!

– ¡Así se hará, señor! Aladino, desesperado por la desaparición de la princesa, pidió ser

recibido por el sultán.

– No soy culpable de lo ocurrido, señor, pero os pido un plazo de cuarenta días para devolveros a la princesa. Si no lo consigo, yo mismo iré en busca del verdugo, porque tampoco podría vivir sin ella.

Y cuando, estremecido de dolor, se retorcía ambas manos, frotó sin

darse cuenta el anillo que ya tenía olvidado…

– ¿Qué deseas? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus órdenes como un esclavo!

– ¡Llévame junto a mi esposa inmediatamente! A los pocos minutos, ya estaba junto a ella.

– ¡Aladino, amado esposo!

– ¡Amor mío!

¡Con qué alegría y cariño se abrazaron!

– Pero, dime, ¿dónde está la lámpara mágica?

– El mago la lleva siempre consigo.

– Mientras la tenga en su poder, no podremos vivir tranquilos. Es preciso que se la quite, amada mía.

Y encontró al mago, en medio de grandes cojines y alzando una

copa.

– ¡Brindo por las riquezas que le quité a Aladino! ¡Brindo por la lámpara maravillosa, que ya es mía y nadie podrá arrebatarme nunca jamás!

Aladino esperó y esperó con gran paciencia, mientras el mago bebía copa tras copa. Sabía que acabaría por dormirse totalmente ebrio… Y, efectivamente, después de otros muchos brindis, la copa cayó de sus manos y el mago quedó profundamente dormido…

Aladino fue avanzando paso a paso hacia una mesa de madera de cedro, donde brillaba la lámpara maravillosa. Con gran sigilo, alargó la mano, temblorosa por la gran emoción que sentía y … la frotó para que se le presentase el genio.

– ¿Qué deseas? ¡Tú mandas y yo obedezco, amo mío! ¡Cumpliré tus

órdenes como un esclavo!

– Haz que nosotros, el palacio y los jardines volvamos al lugar en que antes estábamos.

Inmediatamente se cumplió su deseo. Y ya Aladino y su querida princesa fueron eternamente felices, sabiendo reinar con gran bondad y prudencia durante muchísimos años”.

Ninguna lámpara mágica en la vida has de encontrar. ¡Aunque con fuerza la frotes, el genio nunca vendrá!

ALÍ-BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES Versión única y literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento de “Las mil y una noches”. Ediciones Edaf. Adaptación de Carmen Agullo.

“En una ciudad de Persia, hace muchísimos años, vivieron dos hermanos. Uno se llamaba Kasín y el otro, Alí-Babá. Al morir su padre, les había dejado pocos bienes de fortuna, que ellos repartieron por igual y en seguida gastaron.

Kasín casó entonces con una mujer rica y vióse pronto convertido en acomodado mercader. Por su parte, Alí, hombre modesto y capaz de contentarse con poco, se hizo leñador. Trabajando duramente consiguió comprar tres asnos, que le ayudaban a diario, transportando la leña que cortaba en el bosque.

Alí-Babá llegó a inspirar gran confianza a todos los que con él trabajaban, y uno de ellos, convencido de su bondad, le ofreció a su hija en matrimonio. Casó y tuvo dos hijos, viviendo alegre y honestamente del producto de su trabajo, sin pedir al creador más que aquella sencilla y feliz tranquilidad.

Un día que Alí-Babá estaba cortando leña en el bosque, oyó un ruido que iba aumentando. Como estaba solo en aquel lugar apartado, tuvo miedo y trepó a un árbol de ramaje muy espeso. Una vez oculto, pudo observar la causa del estruendo. A lo lejos divisó un grupo de jinetes armados hasta los dientes que, al galope, avanzaba hacia donde él se encontraba. Alí no dudó que se trataba de un grupo de ladrones de la peor calaña.

Cuando llegaron a una roca, situada junto al árbol que había servido de escondite a Alí-Babá, se bajaron de sus caballos y cargaron con las alforjas llenas sobre sus espaldas. En buen orden pasaron bajo éste, que pudo fácilmente contarlos y ver que eran cuarenta.

A continuación, el que parecía ser el jefe, se acercó a la roca y gritó con voz potente:

– ¡Ábrete, Sésamo!

Al momento la roca se abrió y pasaron todos al interior. Una vez que hubieron entrado, exclamó el jefe con voz autoritaria:

– ¡Ciérrate, Sésamo! Y la roca se cerró como si nunca se hubiese movido.

Alí-Babá permaneció inmóvil, a pesar de la inquietud que sentía,

esperando que salieran de nuevo los ladrones. De repente, la roca se volvió a abrir, dejando ver a los cuarenta hombres que, con sus alforjas vacías, se dirigieron a los caballos. Antes de marchar, el jefe pronunció una vez más la fórmula mágica:

– ¡Ciérrate, Sésamo!

Las dos mitades de la roca se unieron, sin dejar señal alguna de separación, mientras los cuarenta hombres se marchaban por el mismo camino por el que habían venido.

Alí-Babá, prudente, esperó hasta que perdió de vista a los cuarenta ladrones, bajó del árbol con gran precaución y, ya en el suelo, se dirigió a la roca de puntillas y casi conteniendo la respiración. Cuando llegó a ella, la miró cuidadosamente de arriba a abajo, sin encontrar la más leve abertura. Recordó entonces las misteriosas palabras y, sintiéndose impulsado por una enorme curiosidad, dijo:

– ¡Ábrete, Sésamo!

Temblando, vio cómo la roca le obedecía, y su asombro creció enormemente al contemplar un amplio lugar en vez de la horrible cueva que él había imaginado. Avanzó hacia dentro, y al mismo tiempo que la roca se unía sin ruido alguno, pudo admirar la cantidad de riquezas allí acumuladas. La abundancia de oro, plata y monedas era realmente inmensa. Alí-Babá pensó en la enorme suerte que había tenido al descubrir tan importante tesoro.

Dirigiéndose a la salida, dijo las palabras mágicas que conocemos y se dirigió a su casa en busca de sus asnos. Llegados a la entrada de la cueva, los cargó de oro y monedas, teniendo cuidado de ocultarlos muy bien poniendo leña encima.

Cuando terminó su trabajo, pronunció la fórmula para que se cerrara,

y al momento se juntaron las dos partes de la roca.

Cuando Alí-Babá llegó a su casa, pidió ayuda a su mujer para descargar los sacos. Viendo ésta el contenido de uno de ellos, se alegró en gran manera y dijo:

– ¡Oh, Alí, bueno sería saber más o menos la cantidad que hay! Voy

ahora mismo a buscar un peso. Y pidió un peso a la mujer de Kasín, el hermano de su marido, cuya

casa no quedaba lejos.

La petición sorprendió mucho a la cuñada de Alí, pues conocía que él y su familia eran pobres, y decidió enterarse qué cosa querían pesar sus parientes. Para esto, con gran astucia, puso una capa de sebo debajo del peso y se lo dio a su cuñada.

Volvió a casa la mujer de Alí, y mientras su esposo terminaba el hoyo donde pensaban esconderlo todo, colocó el peso sobre el montón de monedas. Muchísimas veces llenó y vació el platillo para pesar, y se sentía más alegre y feliz que nunca al comprobar la abundancia que iban a tener en adelante.

Terminada esta labor, fue de nuevo a ver a su cuñada para devolverle el peso, sin notar que una moneda de oro había quedado pegada en el fondo. La esposa de Kasín, en cuanto se quedó sola, quiso comprobar el resultado de su plan y fue grande su sorpresa al contemplar que, pegada al sebo, había una moneda de oro.

Llena de envidia, pues su corazón no era bueno, se apresuró a contárselo a su marido. Al oírlo Kasín, se llenó su espíritu de codicia y corrió al encuentro de su hermano, con ánimo de conocer el origen de su riqueza. Al verle, le dijo:

– Alí, ¡qué reservado eres para los negocios! Te haces el pobre cuando puedes pesar el oro.

– Hermano mío – le contestó Alí –, no entiendo de qué me hablas. Explícate más claramente.

Kasín le enseñó entonces la moneda de oro y quiso conocer la causa de que se hallara en su poder. Alí-Babá contó a su hermano la historia del bosque con toda clase de detalles, excepto lo referente a la fórmula mágica y le ofreció repartir entre los dos las riquezas obtenidas.

Kasín aceptó, pero exigió a su hermano, con amenazas, que le explicara la manera de entrar en la cueva. El bueno de Alí-Babá, más impulsado por el cariño que por el temor, refirió a Kasín la fórmula para abrir la roca. Éste, sin decir una palabra más, se fue a su casa, decidido a apoderarse de todo el tesoro.

Al día siguiente, antes del amanecer, salió hacia el bosque, llevando

diez mulas cargadas con grandes cofres que se proponía llenar. Pronto llegó a la roca, que reconoció con facilidad tras las explicaciones de Alí-Babá y, alargando los brazos hacia ella, dijo:

– ¡Ábrete, Sésamo!

Al punto la roca se abrió. Kasín penetró en la caverna y su asombro

no tuvo límites al contemplar tantas riquezas allí acumuladas. Introdujo entonces las mulas en la cueva y, una vez cerrada la entrada por medio de las palabras mágicas, se dispuso a cargar los cofres. Pero cuando terminó el trabajo, no recordaba las palabras que tenía que pronunciar para poder salir.

Muerto de miedo, corrió en busca de alguna abertura, pero todo fue

inútil... Al mediodía, regresaron los ladrones a la cueva, y al ver las mulas

cargadas y a Kasín tratando de esconderse, lo atravesaron con sus sables, llenos de cólera. Después partieron su cuerpo en pedazos y dejaron éstos en la entrada de la cueva, con ánimo de que aterrorizasen a quien se atreviera de nuevo a penetrar allí.

La esposa de Kasín, viendo que éste tardaba en regresar, fue a avisar

a Alí-Babá. Cuando llegó éste a la roca, pronunció las palabras mágicas lleno de preocupación por la vida de su hermano. Al instante la roca se abrió y el bondadoso leñador vio el cuerpo destrozado. Vencida su emoción, se dispuso a recoger el cuerpo en pedazos de Kasín, los colocó sobre uno de sus asnos y los cubrió con tupidas ramas.

Al llegar a su casa, llamó a su esclava para que le ayudase. Era ésta

una joven discreta, educada y hábil para resolver las más difíciles cuestiones. El leñador le contó lo ocurrido y le dijo:

– El cuerpo de mi hermano se encuentra sobre el tercer asno.

Mientras anuncio la noticia a su viuda, es necesario que inventes algo, para que la gente crea que su muerte ha sido natural y nadie sospeche la verdad.

La esclava obedeció y comenzó a preparar su plan. Mientras tanto, Alí-Babá fue a ver a su cuñada para anunciarle el fin

de su marido. Le ofreció su casa y sus bienes, agradeciendo la viuda la bondad y generosidad de éste…

La esclava, por su parte, no perdió un momento y, cuando el leñador

salió de su casa, se dirigió presurosa a casa del boticario. – ¡Señor, un gran mal se ha apoderado del hermano de mi amo! ¡Ni

habla ni puede comer! ¡Pocas esperanzas tenemos de salvarle! El boticario le entregó una medicina, deseándole el bien del enfermo.

Al día siguiente, volvió la esclava a repetir la operación, informando al mismo tiempo a todos los vecinos de la grave enfermedad de Kasín.

Alí-Babá y su familia, que habían sido informados en su momento de

los planes de la muchacha, admiraban a ésta por su agudo ingenio. Al amanecer del tercer día, nadie en la ciudad se extrañó al oír lloros y lamentos, pensando que se debían a la muerte de Kasín.

Pero la esclava continuó su trabajo: fue a casa de un viejo zapatero

remendón y, poniéndole una moneda de oro en la mano, le dijo: – Necesito tu trabajo. Coge lo necesario para coser y acompáñame.

Pero, tengo que vendarte los ojos, para que no sepas adónde vas. Con los ojos vendados lo llevó a la casa de Alí-Babá. Una vez allí, le

mostró, palpando, lo que tenía que coser. El zapatero se horrorizó, pero otra moneda de oro acabó por convencerle.

Terminado su trabajo, fue conducido hasta su tienda, le quitó el

pañuelo de los ojos y le recomendó el máximo secreto. Ya en casa, enterraron al bien cosido Kasín, no sospechando nadie su

violenta muerte… Mientras tanto, los ladrones habían regresado a la cueva, viendo con

gran sorpresa que los restos de Kasín habían desaparecido. Suponiendo que alguien más conocía el secreto, decidieron averiguar de quién se trataba. Con este propósito se dirigió a la ciudad uno de los ladrones…

Una vez allí y, para su buena suerte, dio con el zapatero remendón.

– ¡Alá te bendiga y conserve tu buena vista y habilidad muchos años más!

– Pues tan viejo como me ve, he sido capaz de coser un muerto en un

sitio que apenas tenía luz. Se alegró el ladrón de haber encontrado tan pronto lo que iba

buscando y, dándole unas monedas de oro, le hizo hablar y encontrar el lugar donde realizó su trabajo, ya que a pesar de llevar los ojos vendados, había ido tocando con la mano las casas por las que había pasado.

El ladrón colocó una venda sobre los ojos del zapatero, que le llevó

hasta la misma casa de Alí-Babá. Muy contento, marcó el bandido la puerta con un pedazo de tiza, y recompensó nuevamente al remendón. Desde allí fue a dar noticias a su jefe.

Pero la diligente esclava salió a comprar comida y vio la marca sobre

la puerta. Pensando en lo extraño de aquella señal, se apresuró a marcar todas las puertas de la ciudad lo mismo. Los malhechores, creyendo que habían descubierto quién poseía su secreto, fueron a la ciudad, encontrando señaladas todas las puertas. Desengañados, regresaron al punto de reunión, sin saber qué hacer.

El jefe de la banda decidió solucionar él mismo el asunto. Y,

dirigiéndose a la casa del zapatero, le pidió que le enseñara la casa de Alí-Babá. Grabó bien en su memoria cuál era y regresó a su guarida.

Allí ordenó a su gente que le trajesen treinta y nueve tinajas de barro

vacías, y una aparte que debería estar llena de aceite. Colocó las tinajas sobre los caballos y, disfrazado de mercader de

aceite, se dirigió a la ciudad. Al llegar, se fue derecho a la casa de Alí y le pidió alojamiento poniendo como pretexto la avanzada hora de la noche. Alí-Babá le ofreció gustoso su casa. Cenaron y Alí se retiró a descansar, cosa que aparentemente también hizo el jefe de los ladrones.

Sin embargo, éste se fue al lugar donde habían sido colocadas las

tinajas, para prevenir a cada uno de los suyos. – Cuando oigas que una piedra golpea tu tinaja, sal y acude junto a

mí.

Después se fue a dormir, esperando que llegase la hora. Mientras tanto, la muchacha estaba en la cocina fregando platos y cacerolas, y de pronto se apagó su lámpara de aceite. Dándose cuenta de que no había combustible en la casa, decidió coger un poquito de una de las tinajas. Al acercarse oyó una voz que decía:

– ¿Es ya la hora? – Todavía no. Ya te avisaré. Entonces vio que eran treinta y nueve las tinajas que tenían un

hombre dentro, comprobando que sólo una de ellas contenía aceite. Rápidamente se fue a la cocina y encendió un gran fuego, calentando en él el aceite de la última tinaja. Cuando estaba hirviendo, llenó un gran cubo y echó un poco en cada una de las tinajas, abrasando uno a uno a los treinta y nueve ladrones.

El falso mercader, viendo que había llegado la hora de poner en práctica su plan, se acercó a las tinajas y pudo comprobar, con horror, lo que había pasado con sus hombres. Y, aterrado, huyó…

Al día siguiente, la esclava se apresuró a contar a su dueño los sucesos de la noche anterior y Alí-Babá la felicitó por su gran fidelidad. El jefe de los ladrones, que ya había perdido a todos sus compinches, concibió un nuevo plan. Esta vez se estableció como mercader junto a la tienda del hijo de Alí-Babá y entabló amistad con él. Un día, el hijo de Alí, para corresponder a sus atenciones, le invitó a cenar…

Una vez en casa de Alí-Babá, se mostró en extremo amable con todos. Sin embargo, la muchacha reconoció bajo su nuevo disfraz al jefe de los ladrones. Y, como siempre, decidió salvar a su señor del peligro en el que se encontraba.

De repente, y ante la sorpresa de todos, la joven entró en la habitación donde estaban, vestida de danzarina. Bailó admirablemente y, al final, imitando a las bailarinas de profesión, se acercó a los espectadores para solicitar una pequeña dádiva. Alí le dio una moneda de oro y, cuando iba a hacer lo mismo el huésped, hundió en su pecho un puñal que con ella llevaba… Todos los presentes quedaron sobrecogidos, pero ella los calmó explicando quién era el invitado. Entonces reconocieron en él al mercader de aceite y dieron gracias a Alá por haberles salvado.

Alí-Babá, no sabiendo de qué forma recompensar su acción , la entregó a su hijo como esposa. Ambos accedieron gustosamente. En lo sucesivo, la felicidad de aquella familia fue completa, pues supieron compartir generosamente el fabuloso tesoro de la cueva con sus amigos y vecinos”.

Sin duda no olvidarás a los cuarenta ladrones y al honrado Alí-Babá.

LA RANA ENCANTADA Versión literal única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: Indalecio Cisneros. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Hace muchos, muchísimos años, tantos que ya no me acuerdo, existió en un país muy lejano, hacia Oriente, un palacio rodeado de un hermoso jardín y un amplio parque. En él vivía el rey Arcel I, dueño y señor de aquellas tierras, con sus dos hijas, Martina y Edelmira, iguales en belleza y muy distintas en su carácter.

La mayor, Martina, por ser la primogénita, había sido educada con mucho mimo y halago, siendo adusta y desdeñosa. En cambio la pequeña, Edelmira, era bondadosa y humilde.

Un día, se encontraban en los jardines de palacio, jugando con unas bolitas de oro, obsequio de su padre.

– Echa la bolita hacia aquí, que yo la cogeré.

– No, que está muy cerca del pozo y se puede caer dentro.

– Te digo que la tires aquí. ¡Para eso soy tu hermana mayor!

– ¡Bueno, bueno! No te enfades. Te la tiraré. Pero si cae al pozo, luego no llores. ¡Ahí va!

Y, efectivamente, lanzó la bola Edelmira y, no pudiendo Martina detenerla a tiempo, fue a caer al pozo.

– ¡Ay, ay, mi bolita de oro! ¡Ay, qué pena! ¡Lo hiciste adrede!

– ¡No llores, Martina! Yo te daré la mía.

– ¡No, no! ¡Yo quiero la mía! ¡Yo quiero la mía! ¡Yo quiero la mía! ¡Ay, mi bolita! ¡Ay, mi bolita!

– ¿Quién llora de esa manera?

– ¿Y a ti que te importa, rana inmunda?

– No le hagas caso, ranita, que eres muy guapa y estás muy bien bañada. Es que a mi hermanita se le ha caído una bolita de oro al pozo en que vives.

– No te apures, hermosa niña. Yo puedo ayudarte. Pero, ¿qué me darás a cambio?

– ¡Lo que quieras!: un pozo nuevo, joyas… ¡Quiero mi bolita! – ¡No, no, no! No quiero nada de eso que me dices. Sólo quiero que

prometas tenerme como amiga y compañera de juegos. Me sentaré en tu mesa, comeré en tu plato y beberé en tu copa.

– Lo que quieras, lo que quieras, pero búscame la bolita. ¡Yo quiero

mi bolita! ¡Mi bolita! Y, en menos que canta un gallo, la rana se metió en el pozo y sacó la

bolita, entregándosela a Martina, que salió corriendo hacia el palacio, sin pronunciar ni una sola palabra de agradecimiento.

– ¡Eh! ¿Y tu promesa? ¿Ya se te ha olvidado? Yo te haré recordarla

con mis ranitas. ¡Ranitas, venid todas!:

– A este pozo encantado una bola se cayó y su dueña la princesa, al haberla rescatado, mil cosas me prometió. Cro, cro, cro, cro, cro, cro, princesita, princesita, tu promesa has de cumplir, porque si no la cumplieras, te tendrás que arrepentir.

La princesita Martina olvidó por completo su promesa, pero no le

ocurrió lo mismo a la rana… Un día, cuando estaban comiendo:

– ¡Mira, Martina, quién ha entrado por la ventana!: una rana. Debe ser la del pozo, la que te devolvió la bolita.

– Sí, hija mía, yo soy; yo, que vengo a recordarle la promesa que hizo.

– ¿Qué promesa? – Majestad, vuestra hija me prometió, que si le devolvía la bolita que

se le cayó al pozo, me tendría como compañera de juegos, comería en su plato y bebería en su copa.

– Sí, padre, así lo hice, pero era para que me la diese. Y ahora, ¡no

quiero que coma conmigo! ¡Me da mucho asco!

– Pues, tendrás que cumplir tu promesa. La palabra de los de mi familia se cumple siempre.

– ¡No quiero, no quiero comer con ese bicho asqueroso! ¡Ahora verás, rana inmunda!

Y, cogiendo a la rana, la estrelló contra la pared. La princesa Edelmira, compadecida, recogió a la ranita y, acariciándola con gran cuidado, trató de volverla en sí.

Ante el asombro de todos, la rana se transformó en una nube de

bellos vapores de todos los colores del arco iris, de los que surgió un hermoso caballero, ricamente ataviado, con un manto de terciopelo carmesí, orlado de armiño y recamado con rica pedrería.

– ¡Gracias, hermosa joven! Vuestro buen corazón me ha librado del hechizo que pesaba sobre mí, por las malas artes de un mago que odiaba nuestra estirpe. Y así hubiera seguido, si vuestro buen corazón no lo hubiera roto al compadeceros de mí, a pesar de mi repugnante aspecto.

– Vos sois el príncipe Osifas, hijo de nuestro vecino el rey de Terfulia.

– Así es, majestad.

– ¡Perdonadme, oh príncipe! Yo os prometo enmendarme.

– Bien, os perdono. Basta con vuestro arrepentimiento. Lo que es necesario, es que sea sincero. Y a vos, Edelmira, con el consentimiento de vuestro padre, os pido que seáis mi esposa.

– Os la concedo y os doy mi bendición, si a ello accede mi hija Edelmira.

– ¡Príncipe Osifas, vuestro es mi corazón! – Pues, cúmplanse vuestros deseos y recibid mi bendición.

Y se casaron y fueron muy felices, siendo tan bondadosos en su

reinado que todos los niños de la comarca cantaban siempre en sus juegos:

– A una bella princesa al pozo le cayó una bola de oro, brillante como un sol. Pirulí, pirulá, la princesa lloraba al no poder jugar. Y la bola de oro una rana volvió, que en un príncipe bello al fin se convirtió. Pirulí, pirulá, la princesa Edelmira con él se va a casar”.

Promesa que he prometido, con ligereza he cumplido.

EL RUISEÑOR CHINO Versión única y literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Discos Hispavox. Adaptación de M. Sierra. Narración y Dirección: M. Sierra. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos y leyendas bilingües” de la Editorial Didaco.

“Érase una vez, en un lejano y hermoso país oriental, una bella princesa. El palacio de su padre, el emperador, era muy grande y estaba ricamente decorado. En sus hermosos jardines, llenos de árboles, flores, riachuelos y puentes, había maravillosos pájaros exóticos, con coloridos plumajes de belleza impresionante.

Pero ninguno de ellos cantaba, porque el monarca era sordo y no permitía que nadie disfrutara en torno suyo de aquello que él no podía apreciar.

Paseaba una tarde la princesa por los jardines de palacio y escuchó, sorprendida, un canto que jamás había oído. Se acercó al árbol de donde procedían los trinos y vio un pequeño pájaro de feo plumaje. Parecía imposible que un pájaro, tan poco atractivo como aquél, pudiese cantar de una forma tan maravillosa.

– ¡Qué bien cantas! – dijo embelesada la princesa.

– Sólo soy un humilde ruiseñor – contestó éste, sorprendido.

La princesa pensó que si su padre veía al ruiseñor, se enfadaría mucho y lo echaría de palacio. Por eso le dijo con tristeza:

– Ven a visitarme cada día, pero que mi padre no te vea. No le gustan los pájaros cantores.

Y el ruiseñor visitó en secreto a la princesa, cantando para ella dulces melodías.

Un día de invierno, el ruiseñor tardaba en llegar. Al cabo de algunas horas apareció tiritando de frío. El pobre pájaro casi no podía cantar y la princesa se lo llevó a su habitación. Los hermosos trinos del ruiseñor llenaron de forma mágica el silencioso ambiente del palacio y todos sus habitantes dejaron de trabajar, embelesados por aquel canto maravilloso.

También el emperador, extrañado ante tal embelesamiento, se dirigió hacia la habitación de la princesa. Ésta estaba tan entusiasmada, escuchando el hermoso trinar del ruiseñor, que no oyó entrar a su padre.

– ¿Qué es esa cosa tan horrible? – gritó muy enfadado el emperador. – Lo siento mucho, padre mío. Pero debes saber que, aunque tú no

puedas oírlo, su canto me hace muy feliz.

– ¡Un pájaro cantor! – se enfureció.

Y ordenó a sus sirvientes que lo echaran de sus dominios. A partir de aquel día, la princesa entristeció de forma preocupante. No salía al jardín, no quería hablar con nadie, no comía y acabó por enfermar gravemente...

El emperador hizo traer a palacio los obsequios más originales y hermosos, pero todo fue en vano. La princesa no quería ni verlos. Sólo repetía débilmente una y otra vez:

– Quiero oír el canto del ruiseñor. Quiero oír el canto del ruiseñor… Pero el emperador se negaba a que volviera a palacio. En cambio,

mandó llamar al médico más famoso del imperio para que curara a su hija. Tras ver a la princesa, dijo éste con cara preocupada:

– No puedo hacer nada por vuestra hija, pero puedo curar vuestra sordera. Para ello, necesito el corazón caliente y palpitante de un ruiseñor.

– ¡Que busquen de inmediato un ruiseñor! – ordenó.

Los sirvientes del emperador recorrieron todos los pueblos del imperio buscando un ruiseñor. Pero todos habían emigrado a otros países, conocedores de lo que había ocurrido en palacio. Los días pasaban y todos perdían ya las esperanzas de curar al emperador y a la princesa.

Pero la noticia llegó a oídos del pequeño ruiseñor, que fue en busca de los sirvientes y, sin vacilar un solo momento, se entregó. Éstos volvieron a palacio con él, explicándole el médico, nada más llegar, que necesitaba su corazón para curar la sordera del emperador.

– Utilizad el mío – dijo el ruiseñor –. Estoy seguro de que la princesa se curará cuando sepa que su padre puede oír. Otros ruiseñores vendrán para deleitarles con sus cantos.

La bondad del pájaro conmovió al emperador, que no permitió que lo mataran y lo llevó con premura ante su hija. Tan pronto el pájaro empezó a cantar para ella, la princesa abrió los ojos y en su rostro se dibujó una sonrisa. Y, levantándose de la cama, se sintió completamente restablecida.

– ¡Gracias, padre! – dijo, abrazándolo –. ¡Éste es el único regalo que necesitaba!

Y, desde aquel día, el ruiseñor vivió en palacio, alegrando a todos sus habitantes con sus trinos. El emperador había comprendido que sólo podía ser feliz si los que estaban con él también lo eran”.

Solamente soy feliz, si pienso muy poco en mí.

EL MANZANO DEL TÍO ZENÓN

Versión única: versión literal en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records. S. L.). Autores: V. Marco y M. Díaz.

– “A robar manzanas van los chicos de Fuente Viña, pues las manzanas están en el árbol como piñas. Manzanas del tío Zenón, que en el huerto se cultivan, hay que darse un atracón, que los dueños no vigilan. Manzanas del tío Zenón, que en el huerto se cultivan, hay que darse un atracón, que los dueños no vigilan.

El huerto del tío Zenón se ponía hermoso de tanta manzana como

había en él: manzanas rojas en los árboles, rojas manzanas por el suelo y sobre la hierba…

– ¡Huy! ¡Qué manzanas tan hermosas tiene en su huerto el tío Zenón! Y el caso es que el chico de la tía Genara entra en el huerto “toas” las noches y se atraca de manzanas…

– ¡Es verdad, sí señor! Pero no se lo digas a “naide”. En la tapia hay un “abujero”. Yo como soy flacucho entro por el “abujero” y me como “toas” las manzanas que quiero.

Aquella noche, el niño se fue al huerto del tío Zenón y, por el agujero practicado en la tapia, entró silenciosamente. Allí comió docenas y docenas de manzanas. Luego se llenó todos los bolsillos y fue a salirse.

– ¡Huy, huy! ¡Dios mío! ¡Ay, que no “pueo” salir! ¡Ay, que no me cabe el cuerpo por el “abujero”.

– ¡Ah! ¿Qué es eso? ¡Hay ladrones en mi huerto! ¿Verdad?

– ¡No! ¡Tío Zenón ha “dao” conmigo!

– ¡Hola, hola! ¿Eres tú? ¡Vaya, vaya con el mocete! ¡De manera que robándome las manzanas, eh!

– Yo… Mire usted, tío Zenón… Mire usted, que es que no soy el primero.

– ¿Y crees que no lo sé? Todas las noches, por el agujero que yo mismo hice en la tapia, entran dos o tres muchachos a comer manzanas, pero a comer las que hay en el suelo, no a comer y luego a llevarse “toas” las que puedan. Eso sólo lo has intentado hacer tú. ¡Avaricioso! ¡Holgazán!

– O sea, que si sólo me hubiese “comío” unas pocas manzanas, ¿usted no me habría dicho “na”, tío Zenón? – Ya te lo digo, pero tú, por avaricioso y ladronzuelo, te llenaste los bolsillos de manzanas y no podías salir por el agujero.

– ¡Huy, huy! ¿Y me va usted a hacer algo, tío Zenón?

– Mira, hijo, ¡dos cachetes bien “daos” no hay quien te los quite!

¡Plaf! ¡Plaf!

– ¡Huy! ¡Huy!

– Al ladrón hay que castigarle siempre. Y ahora, a dejar ahí las manzanas que querías llevarte. Y sal otra vez por el agujero.

– A robar manzanas van los chicos de Fuente Viña, pues las manzanas están en el árbol como piñas. Manzanas del tío Zenón, que en el huerto se cultivan, hay que darse un atracón, que los dueños no vigilan”.

No hurtarás.

No robes al que te da, ni abuses de su bondad. Si el “agujero” es estrecho, no lo quieras agrandar.

EL GALLO FEDERICO

Versión única y literal en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records. S. L.). Autores: V. Marci y M. Díaz.

– “¡Kikirikí! ¡Kikirikí!

– ¡Vaya, ya está cantando otra vez ese maldito gallo! ¡Aún no ha

amanecido y ya nos está despertando!

– ¡Gallo de los demonios! ¡Condenado gallo Federico! ¿Quién te mandará cantar tan de mañana?

– Al que nos roba horas y horas de sueño, mejor sería quitarlo pronto de en medio.

– ¡Eso, eso! Y si su dueña no se decide, tendremos que hacerlo nosotras. ¡Con el buen caldo que daría!...

– ¡Y con qué genio canta el “condenao”.

– ¡Cállate ya, gallo Federico, cresta colorada, que nos has despertado a todas antes de ser de día!

– Y, como siempre, por culpa del dichoso gallito, andaremos con sueño hasta la noche, las piernas pesadas y la palabra torpe.

– ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! Es de noche y canta el gallo. A mi niño ha despertado en el mejor de los sueños. Se oye el gallo y pies al suelo. En el pueblo no hay quien duerma por culpa del de la cresta. Desplumando a Federico, tendremos guisado rico. Un buen caldo hará el gallito, con tomate y buen pan frito. Un buen caldo hará el gallito, con tomate y buen pan frito. ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí!

– ¡Canta, que quien canta, su mal espanta!

– ¡Poco te queda ya por cantar! – ¡Gordo como una calabaza está Federico!

– ¡Si supiera lo que le está esperando! ¿Qué les parece el cuchillo?

– ¡Afílelo bien, vecina, no le vaya a fallar el golpe!

– ¿Me dará a probar la pechuga?

– A mí los muslos, que es lo que más me apetece.

– ¡Brindo la muerte de este gallo a mis vecinas, Dorotea y

Robustiana! ¡Va por ustedes!...

Un año hace ya que el gallo Federico fue degollado, desplumado, troceado, guisado y engullido por su dueña, con la colaboración de sus cotillas vecinas.

– ¡Buenos días, señora!

– ¡Buenos días, cobrador!

– ¿Va usted a pagarme hoy la letra del mes pasado?

– Tampoco hoy podré pagarle, cobrador. Desde que maté a mi gallo Federico, ningún día he podido despertar antes de las once y…

– Hizo mal en matar al gallo, señora. Gracias a Federico, todas ustedes se despertaban temprano y tenían tiempo para todo.

– ¡Ay! ¡Vuelva la semana que viene!

– ¡Dorotea! ¡Dorotea!

– ¡Buenos días, cobrador! – ¿Va a pagarme el recibo que me debe desde hace seis meses?

– ¿Y cómo quiere que le pague? Desde que mi vecina mató al gallo

Federico, todos los días me levanto a las tantas y…

– Ya veo que tampoco usted puede pagarme. Iré a ver a Robustiana.

– ¡Robustiana! ¡Robustiana!

– ¿Es usted, cobrador?

– Salga un momento al balcón, Robustiana.

– ¿Y cómo voy a salir si estoy todavía en la cama?

– ¿En la cama a las tres de la tarde? – ¡Ay, cobrador! Cuando vivía el gallo Federico de mi vecina, aún no

amanecía y ya estaba yo trabajando. Ahora me paso el día en la cama y …

– ¡Pobre Robustiana, todo el día calentando colchón! ¡Qué desgraciadas son todas desde que dieron muerte al gallo Federico! ¡Bien merecido lo tienen!...

– ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! A todas nos despertaba el gallo de la vecina, el gallo madrugador, el de la voz cantarina. El gallo despertador de la cresta siempre erguida, de la cresta siempre erguida, el gallo despertador. Por matar a Federico hoy nos vemos en la ruina. Merecido es el castigo, que nos ha dado la vida. ¡Kikirikí! ¡Kikirikí! ¡Kikirikí!”

Al gallico Federico déjalo siempre en su sitio. ¡No quites del escenario quien te sea necesario!

EL GALLO FEDERICO

LAS BABUCHAS DE ABÚ-CASEM Versión única y literal. Cuento de “Las mil y una noches”. Ediciones Edaf. Adaptación de Carmen Agullo.

“Abú-Casem fue un rico y avaricioso mercader, vecino de El Cairo. A pesar de su fortuna, vivía y vestía como el más pobre de los mendigos.

Sus babuchas, mil veces remendadas, demostraban su enorme tacañería. A fuerza de poner sobre ellas piezas y piezas, clavos y más clavos, su peso aumentó enormemente.

– ¡Eres más pesado que las babuchas de Abú-Casem! – decía la gente.

Tanto las usó que se hicieron famosas en todo Egipto…

Un día en que Abú-Casem había hecho un gran negocio, decidió celebrarlo yendo a los baños públicos. Al llegar, colocó las babuchas en el lugar destinado al calzado y se fue a tomar su baño. Una vez terminado éste, buscó sus babuchas donde las había dejado, pero allí sólo encontró unas hermosas pantuflas amarillas. Abú-Casem se dijo:

– Sin duda me las envía Alá, pues él sabe que necesito unas desde hace tiempo. También puede ser que alguien las haya cambiado por las mías sin darse cuenta.

Lleno de alegría al pensar que se había ahorrado el gasto, las cogió tranquilamente y se marchó.

Pero la causa del cambio era muy diferente: las pantuflas amarillas pertenecían al juez o cadí, que también se encontraba allí tomando un baño. En cuanto a las babuchas de Abú-Casem, habían sido retiradas a un rincón por el encargado de la casa de baños, en vista de su horrible aspecto y su mal olor.

Cuando el cadí terminó su baño, los servidores le buscaron las pantuflas, y tan sólo encontraron las famosas babuchas, que en seguida reconocieron. Buscaron a Abú-Casem, y el cadí, una vez recuperadas sus pantuflas, lo envió a la cárcel. Allí, sintiéndolo mucho, pues era grande su avaricia, tuvo que ser generoso con los guardianes, que terminaron por dejarle en libertad.

Al verse libre, quiso deshacerse de sus babuchas, a las que consideraba ya el origen de sus desgracias, y decidió tirarlas al Nilo.

Días más tarde, unos pescadores sacaron entre sus redes las

populares babuchas, que reconocieron al momento, comprobando a la vez que los clavos de éstas habían cortado las mallas de su red.

Enfurecidos, fueron a la tienda de Abú-Casem, y a la vez que

maldecían a su dueño, las arrojaron al interior, produciendo bastantes destrozos entre los frascos de perfumes colocados en las estanterías.

Al contemplar el espectáculo, Abú-Casem exclamó:

– ¡Ah, malditas babuchas! ¡No me habéis causado más que desgracias!

Y, recogiéndolas, las llevó al jardín para enterrarlas. Empezaba a cavar un hoyo, cuando un vecino, gran enemigo suyo, lo vio y pensó que había llegado la hora de su venganza. Así pues, se fue a la casa del gobernador o valí y le dijo que Abú-Casem estaba tratando de desenterrar un tesoro en su jardín.

El valí envió en seguida a unos guardias en busca del mercader. Éste explicó que tan sólo quería enterrar sus babuchas, pero no fue creído y, para obtener su libertad, tuvo que entregar una buena cantidad de plata.

Quedó Abú-Casem afligido tras esta dolorosa experiencia, y tomando de nuevo sus babuchas decidió deshacerse de ellas de una vez para siempre. Anduvo errante largo tiempo, pensando el modo de conseguirlo. Al fin decidió arrojarlas a un lejano canal que pasaba por el campo, con tan mala fortuna que el agua arrastró las babuchas hasta la entrada de un molino cuyas ruedas hacía girar. Las babuchas se metieron entre las ruedas y las obligaron a pararse.

Los dueños del molino acudieron a ver la causa de la avería, descubriendo que se debía a las enormes babuchas de Abú-Casem. El desgraciado fue metido de nuevo en prisión, obligándole a pagar una gruesa suma a los propietarios del molino, y otra para recobrar su libertad, al mismo tiempo que se le entregaban de nuevo sus babuchas.

Desesperado marchó a su casa, subió a la terraza y, dejando a un lado las babuchas, se puso a considerar la manera de solucionar definitivamente su problema.

Mientras esto hacía, el perro de un vecino saltó a su terraza, cogió con la boca una de las babuchas y se puso a jugar con ella. En el juego, salió despedida con tanta fuerza y con tan mala fortuna, que cayó sobre una anciana que pasaba por la calle, hiriéndola en la cabeza.

Los familiares de la vieja pidieron al cadí el precio de la sangre de su pariente o la muerte de Abú-Casem. Una vez más, el infortunado tuvo que volver a pagar: por un lado, el precio de la sangre según la ley, y por otro, una nueva suma para no ir a la cárcel.

Hecho esto suplicó al cadí le librara de sus babuchas. Ante tal propuesta, rió el cadí y todos los que le rodeaban, mientras el comerciante abandonaba sus babuchas en medio de la sala de los juicios.

En adelante Abú-Casem, aprendiendo la lección de las viejas babuchas, consiguió transformar su codicia primitiva, en sana generosidad”.

De una babucha muy vieja sacamos la moraleja: que en el mundo los tacaños sufren grandes desengaños.

LOS TRES ENANITOS Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Hace tiempo, existió, escondido entre las montañas, un valle tranquilo rodeado de prados y bosques, y en él un pueblecito blanco y chiquitito.

Allí vivía un hombre viudo, que tenía una niña llamada Finita, que era muy buena, guapa y simpática. Este hombre se casó con una mujer, también viuda, que tenía una niña, llamada Javiera, que era fea y antipática.

– Finita, toma este cestito y vete al bosque a coger fresas.

– ¿Con el frío que hace? ¡Si está nevando!

– ¡Qué más da! Ahí en el cesto llevas un panecillo. Está un poco duro, ¡pero a buen hambre!...

– ¡Bien, mamá! Voy en seguidita.

Y salió Finita, al frío y a la nieve, en busca de fresas que, con aquel tiempo, tan difíciles serían de encontrar. Andando por el bosque, llegó a una casita donde vivían tres enanitos. Y, como estaba muy cansada, se sentó en el portal para comerse su panecillo. Cuando estaba comiendo, llegaron por el bosque los tres enanitos.

– ¿Eh? ¿Qué haces en la puerta de nuestra casa?

– Es que estaba muy cansada y tenía mucha hambre. Y me he sentado aquí para comerme este panecillo y descansar.

– ¡Ese pan tiene aspecto de estar muy rico! ¿Nos das un poco?

– ¿Tenéis hambre?

– ¡Vaya, ya lo creo!

– Pues entonces, no os preocupéis. Lo repartiremos entre los cuatro. ¿Qué os parece?

– ¡Magnífico, magnífico! ¡Huy! ¡Está riquísimo! Bueno, ¿y qué haces tú por aquí con el frío que hace?

– Es que mi madrastra me mandó a recoger fresas.

– ¡Difícil es en este tiempo! Pero, mira, barre un poco en ese huerto

que hay al lado de la casa.

– ¡Si encuentro fresas, mi madrastra no me podrá reñir! ¡Huy! ¡Pues sí es verdad que hay fresas! ¡Muchas fresas! ¡Gracias, muchísimas gracias, enanitos!

– ¡Nada, nada de gracias! Ése es tu premio por haber sido buena y caritativa.

– ¡Gracias de todas formas! ¡Me habéis hecho muy feliz!

– Adiós, enanitos adiós, siempre tendréis un sitio en mi corazón. Con mi cesto de fresas a casa voy, y miedo a mi madrastra no tengo yo. Chinchirichín, chin, chin, me siento muy feliz. Chinchirichín, chin, chon, yo canto esta canción. Chinchirichín, chin, chen, de fresas más de cien. Chinchirichín, chin, chan, mi cesta a rebosar. Chinchirichín, chinchirichín, chinchirichín, chinchirichín…

Y allá se fue Finita hacia su casa, más contenta que unas pascuas.

Cuando llegó, su madrastra se quedó asombradísima de que hubiera encontrado fresas. Y su asombro llegó al máximo, cuando le contó todo lo que le había ocurrido.

Y aumentó más aún, si esto es posible, al ver en el fondo del cesto de las fresas una bolsa repleta de oro y piedras preciosas.

– ¿Eh? ¿Pero, cómo es posible esto? ¡Auténticas monedas de oro y muchos diamantes y rubíes! ¿De dónde los has sacado?

– Habrán sido los enanitos. ¡Como les di mi panecillo y tenían mucha hambre!...

– ¿Y por un poco de pan te han dado tantas cosas? ¡Mañana irá mi hija Javiera con una gran merienda y ya verás la de cosas que le darán los enanitos!

Y llegó el día siguiente y la madrastra de Finita estaba impaciente porque llegara la tarde. Pero el tiempo pasó y la tarde llegó.

– Javierita, vas a ir al bosque y buscarás una casita en la que viven los enanitos.

– ¡Sí, madre!

– En la cesta llevas buenas tajadas, frutas, dulces y pasteles. Les invitarás cuando vengan de trabajar y te darán muchísimo oro y piedras preciosas.

– ¡Sí, madre!

Y salió Javierita hacia el bosque, llegó a la casa de los enanitos y se

puso a comer su merienda con la glotonería que le era habitual. Llegaron los enanitos:

– Chinchirichín, chinchirichín, chinchirichín, chinchirichín, chinchirichín …

– ¡Huy, mira! Otra niña en la puerta de nuestra casa.

– ¡Y también está comiendo!

– ¡Pero es más fea que la otra!

– ¡Hola, nena! ¿Nos quieres dar un poquito de tu merienda?

– Anda, dadnos un poquito, que estamos muy cansados y hambrientos.

– ¡No, que mi madre ha hecho esto para mí y está muy rico! – ¡Anda, niña, no seas antipática y deja un poquito para nosotros!

– ¡No, no y no! ¡Es para mí, que tengo muchísima hambre! Vosotros,

si queréis comer, dadme fresas, mucho dinero y piedras preciosas…

– ¡Habráse visto la niña! ¡Anda, reparte un poquito de pastel!

– ¡Sí, sí, pastel, enanillo barbudo! ¡Como no me des dinero!

– Pues entonces, ¡vete de nuestra casa y de nuestro bosque!

– Mi madre dijo que me daríais mucho dinero y un premio.

– ¡Vete a tu casa corriendo, que ya llevas en el cesto un premio!

– ¡Hala, hala, fuera de aquí! ¡Hala, fuera, fuera!

Y Javiera llegó a su casa hecha un mar de lágrimas. Cuando su madre abrió el cesto, llena de avaricia, lo halló repleto de asquerosos bichos. También vio que su hija Javiera cada vez se hacía más fea…

En cambio, Finita cada día era más guapa. Y, como los enanitos del

bosque la premiaron con muchos regalos, cuando se hizo mayor se casó con un príncipe, siendo muy feliz”.

Trata bien a los demás y un premio recibirás.

LA MARGARITA

Versión única y literal. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de hadas para niños”. Colección “Trébol de oro”. Ediciones Gaviota.

“Escuchad una historia que os voy a contar… Seguramente habéis visto la casa que se levanta en la campiña, al lado de la carretera. Esa casa tiene un jardincito rodeado por una valla pintada, y no lejos de allí crece entre el césped una linda margarita.

Un sol radiante y cálido enviaba sus hermosos rayos tanto a las flores lozanas del césped como a la solitaria margarita, que a cada instante parecía crecer y crecer.

Un día abrió sus blancos pétalos, semejantes a rayos del sol interior de su corola. No pensaba que la gente no pudiera verla entre la hierba, ni que fuera una flor olvidada. Todo lo contrario: se sentía tan feliz, que se volvió hacia el sol, levantó la vista y se puso a escuchar el canto de la alondra en el aire.

Aquel día la margarita se sentía tan contenta, como si fuera domingo, aunque era lunes y todos los niños estaban en la escuela, atentos a la lección sentaditos en sus bancos. Mientras tanto ella estaba allí, empinada en su tallo verde, y le parecía maravilloso que la pequeña alondra cantase con claridad y gracia lo que ella misma sentía, aunque no supiera expresarlo.

La margarita sentía profundo respeto por aquel pájaro feliz, que podía cantar y volar en libertad, pero no se sentía triste por no poder hacer ella lo mismo.

– Veo y oigo – se decía –. El sol brilla encima de mi cabeza y el aire me besa. ¡Qué mejores regalos puedo desear!

Detrás de la valla crecían numerosas flores, muy rígidas y aristocráticas, y cuanto menos perfume desprendían, más aire se daban. Las hortensias se hinchaban para parecer más grandes que las rosas. Los tulipanes tenían los colores más vivos y bien lo sabían ellos, que se erguían para que se los viera mejor. Para ellos la margarita no les merecía ninguna atención, medio escondida allá fuera. Pero ella pensaba en todas las demás del jardín y decía:

– ¡Qué maravillosas son! Seguro que la preciosa alondra se acercará a ellas para hacerles una visita. Menos mal que estoy cerca y podré contemplar el espectáculo.

En ese instante se oyó el alegre canto de la alondra y la margarita vio

que descendía, pero no hacia las hortensias y los tulipanes, sino hacia las hierbas y hacia ella. Sintió tan honda alegría, que enmudeció y no supo qué pensar.

La alondra danzaba a su alrededor y cantaba.

– ¡Qué tierna es la hierba y qué hermosa es esta florecilla que tiene el

corazón de oro y los pétalos de plata!

Y es que la corola de la margarita parecía realmente de oro y los diminutos pétalos eran tan blancos, que brillaban como la plata. No es posible decir lo feliz que se sentía la margarita. La alondra la besó con su pico, cantó para ella y se elevó por el aire.

La florecilla necesitó un largo cuarto de hora para recobrarse. Algo

confusa, pero llena de alegría, miró a las flores del jardín: habían visto el honor que le había dispensado la alondra y seguramente comprendían la alegría que sentía la margarita. Pero los tulipanes seguían tiesos con gesto desairado y colérico, porque estaban enfadados, y las hortensias tenían hinchada hasta la cabeza. Menos mal que no sabían hablar, pues la margarita habría oído en su contra comentarios de todos los colores…

En aquel momento, una muchachita bajó al jardín con un largo cuchillo brillante y afilado y fue cortando uno tras otro todos los tulipanes. Ella se sintió afortunada por haber crecido entre la hierba, escondida, y por ser una flor modesta. Se sentía reconocida hacia el creador. Cuando el sol se ocultó, cerró sus pétalos, se durmió y soñó toda la noche con el sol y con la alondra.

A la mañana siguiente, al abrir sus pétalos, reconoció con alegría la voz del pajarillo, pero notó que su canto era muy triste. La pobre alondra tenía serios motivos para ello. La habían cazado y estaba en una jaula que colgaba de la ventana. Cantaba de no poder volar libre y feliz, de no poder contemplar el trigo verde de los campos y de no poder hacer un hermoso vuelo subiendo muy alto, por encima de las nubes. La alondra no se sentía feliz, viéndose prisionera en una jaula.

La margarita deseaba ir a su lado, pero ¿qué podía hacer ella? No era fácil ayudarle. De pronto olvidó las maravillas que le rodeaban, el sol radiante y cálido, sus pétalos, tan blancos y tan lindos… Sólo pensaba en la alondra prisionera, por la que no podía hacer nada.

Algunos instantes después dos niños salieron al jardín. Uno llevaba un cuchillo parecido al que mostrara la niña que había cortado los tulipanes. Se dirigieron derechos hacia la margarita, que no comprendió qué querrían de ella.

– Vamos a cortar un poco de hierba para la alondra – dijo uno de los niños.

Y la margarita tembló de miedo, pues, de cortarla, perdería la vida, y ella tenía muchas ganas de vivir ahora que se la llevaban, con la tierra y el césped, a la jaula donde estaba prisionera la alondra.

– No cortes la margarita – dijo el otro –. Hace muy bonito en medio

del césped.

La dejaron y la metieron en la jaula de la alondra. El pajarillo se lamentaba recordando la libertad perdida y sacudía las alas contra los barrotes de la jaula. La margarita no podía hablar ni dirigirle una palabra de consuelo, a pesar de las ganas que tenía de hacerlo.

– No tengo agua – dijo la alondra –. Todos se han ido y se han olvidado de ponerme agua para beber. Mi garganta está seca y siento que arde. Seguramente tengo fiebre. Me moriré y ya no podré volver a ver la luz del sol, el verde de la hierba y todo el esplendor creado por Dios.

Al decir esto, hundió el pico en la hierba esperando encontrar un poco de humedad. Se fijó en la margarita y, después de saludarla y besarla con su pico, le dijo:

– ¡Pobre margarita! ¡Tú también te marchitarás aquí! ¡Qué bien traes a mi recuerdo el mundo que he dejado allá fuera!

– ¡Si pudiera consolarla! – se decía la margarita.

Pero no podía mover ni un pétalo. A pesar de ello, hizo un esfuerzo para que el perfume que se desprendía de sus pétalos fuese más penetrante que de costumbre. La alondra lo entendió y, aunque se moría de sed, picoteó las briznas de hierba y respetó la flor.

Llegó la noche, pero nadie se acordó de llevar a la pobre alondra una gota de agua. Entonces extendió sus alas, las agitó con toda su fuerza y dejó escapar algunos píos lastimeros. Su cabecita se quedó paralizada sobre la flor y el corazón de la alondra, roto por la inanición y la nostalgia, dejó de respirar.

La margarita no pudo, como la noche anterior, esconder los pétalos y

echarse a dormir. Triste y enferma, se inclinó marchita hacia el suelo, siendo su último recuerdo para la alondra…

Los niños no volvieron hasta la mañana siguiente. Al ver a la alondra muerta, la lloraron y enterraron la pobre avecilla en una hermosa tumba adornada con pétalos de flores. Como querían hacer un gran entierro, colocaron su cadáver en una cajita color de rosa.

Sin embargo, la hierba y la margarita fueron arrojadas al polvo del camino. Nadie pensó en la flor, tan cariñosa con la alondra y en lo feliz que habría sido , si hubiera podido consolarla”.

Mi pequeña margarita: tu modestia y tu cariño enternecen al que tiene el corazón como un niño.

EL ASNO COJITO O EL BURRO DEL TÍO FANEGAS Versión única: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Autor: N. Tejada. Cuadro de Actores de Radio Madrid, con acompañamiento de orquesta. Director: Boliche.

“Hoy vengo a contaros, amiguitos, la historia de un borriquillo que cierto día cantaba alegremente:

– Ip, og, ip, og, ip, og. Yo soy un burro moruno, trabajo como ninguno. Mañana me pondrán las cuatro herraduras nuevas en casa de Fabián, el hijo del tío Cuevas. Ip, og, ip, og, ip, og. Seré en la cuadra envidiado, Ip, og, ip, og, ip, og. por el resto del ganado.

Pero, al día siguiente, cuando el borriquillo llegó a casa de Fabián el

herrador…

– Ya está aquí el borrico del tío Fanegas, el que no quiso venderme el año pasado las olivas de la solana. ¡Mi venganza será terrible, terrible!...

Y, acariciándolo, dijo:

– Ven aquí, borriquito mío. ¡Voy a ponerte unas herraduras que van a durarte quince años! Primero te pondré este clavo…, y luego éste…, y ahora éste más grande…

¿Sabéis que había hecho el malvado Fabián el herrador?: clavar en la pezuña del pobre burro un clavo así de grande, dejándolo cojito para el resto de su vida… Llorando y cojeando salió el burrito de casa del herrador.

– ¡Ay, pobre de mí! ¡Qué desgraciado soy! ¿Cómo voy ahora a dar vueltas a la noria? ¿Cómo voy a poder llevar a la era los haces de trigo? ¿Cómo voy a ayudar en adelante a mi amo, si no puedo valerme de esta patita?

Sintiéndose muy desgraciado, el borriquito caminó y caminó hasta perderse en el bosque. De pronto…

– ¡Buena merienda voy a tener hoy! ¡Voy a comerme un borriquillo entero de una sentada!

– ¡Oh, el lobo! ¡Es el lobo!

– ¡Hola, borriquito! – ¡Ho…, hola, señor lo…, lobo!... Ya sé que vais a comerme, pero ¡si

antes quisierais hacerme un gran favor!

– ¿Un favor? No será dejarte escapar, ¿verdad? – No, no. Ya habéis visto cómo cojeo. Se me ha clavado una espinita

en la pata y estoy sufriendo mucho. ¡Cómo sé que sois algo cirujano!...

– ¿Eh? ¡Ah, sí! También soy cirujano. ¡Un poquito! Sí, sí, espera. Te sacaré la espina. Veamos… A ver, ¿dónde la tienes?

– Aquí, aquí, en esta patita…

– ¡A ver, a ver!..

– Acercaos un poco más. Más, más… ¡Toma!

Más inteligente que el lobo, el borriquillo le había engañado, matándolo de una tremenda coz y liberando así a la comarca de semejante alimaña. Su amo, aunque ya no servía para el trabajo de la granja, lo destinó a la escuela de asnos, para que enseñara a rebuznar a los pequeños y los tuviera al tanto de cómo debían comportarse con el lobo…

– La voz se lleva al paladar, estirando mucho las orejas para dar mejor salida al aire. Apoyando bien las patas delanteras en el suelo, se emite así el sonido asnal:

– ¡Hah, hah, hah, hah, hah, hah, hah!... Y no debéis olvidar que, ante el ataque del lobo, siempre es infalible una espinita en la pata”…

Lo mismo que el buen David acabó con Goliat, un borrico inteligente al lobo supo matar.

EL ASNO COJITO

LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE 1ª versión: versión literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Cuento original de Charles Perrault. Adaptación: N. Tejada. Discos Columbia. Cuadro Artístico de Radio Madrid.

“Érase que se era, allá por los años de Maricastaña, un reino

chiquitito pero próspero; un reino en el que el sol lucía cada día con su mejor esplendor y en el que parecía que las flores lucían su más bello colorido y los pajaritos sus mejores trinos.

Las gentes, en los campos y ciudades, vestían sus mejores ropas y las casas aparecían engalanadas. Y en el viejo castillo, que era morada de los reyes, los salones y jardines aparecían invadidos por todos los palaciegos, ataviados con galas que deslumbraban por sus ricos colores.

Vosotros os preguntaréis, queridos chiquitines, a qué era debido todo este jolgorio y alegría. Pues en seguida lo sabréis. Aquel día presentaban los reyes a la corte a su sucesora, la princesita…

– ¡Sus majestades los reyes!

– ¡Su alteza real, la princesita!

– Amados súbditos, príncipes amigos, hadas de mi reino, os presento a mi hija heredera del trono. Cuando llegue su momento de reinar, deseo que sea para vosotros bondadosa y justa.

– Majestad, en nombre de las hadas de vuestro reino y de todo vuestro pueblo, aseguro para vuestra hija toda suerte de felicidades.

– Como premio a vuestras bondades, os regalo a cada una de vosotras un cofre de oro, que podréis llenar con lo que más os apetezca de mi palacio.

– ¿Y a mí no me regaláis nada? ¡No me habéis invitado a la presentación! ¿Me despreciáis, eh? Pues sabed que yo todavía soy poderosa y por eso os aseguro que, aunque la princesa sea perfecta, se pinchará con un huso y morirá…

– Yo no tengo poder suficiente para romper el maleficio de mi mala compañera, pero os digo que la princesa caerá sólo en un profundo sueño y que llegará un príncipe valiente y bello que la despertará, al cabo de cien años, con un beso de amor.

Por disposición del rey, fue propagada por todo el reino una orden

por la que se prohibía el empleo de ruecas y husos bajo pena de muerte.

Pasaron dieciocho años y la princesita se transformó en una bella doncella. Cierto día, burlando la vigilancia de sus damas, recorrió las habitaciones del palacio que nunca le habían dejado ver. Y en una de ellas…

– ¿Qué hacéis, buena mujer? – ¿No lo ves, niña? Estoy hilando con mi rueca y con mi huso. – ¿Esto es una rueca y un huso? No los había visto nunca. Dejadme

que hile un poco.

– Puedes hacerlo, pero ten cuidado no vayas a pincharte.

– ¡Ah, es muy fácil!... ¡¡¡Ay!!! ¡Me he pinchado! ¡Oh, oh, qué sueño!...

– ¡Oh, hada buena, ya hace diez días que mi hija duerme! ¿Qué puedo hacer?

– Dejadla dormir, que ya llegará la hora de su despertar. Y para que, cuando despierte dentro de cien años, no se vea sola, yo tocaré con mi varita mágica a todos los seres vivientes del palacio, que quedarán aletargados hasta el día que la princesita despierte.

Y así ocurrió: toda la servidumbre y cortesanos, hasta los gatos y los perros, quedaron adormecidos.

Y pasaron los años. El bosque que rodeaba al castillo fue creciendo, hasta que lo cubrió por completo, ocultándolo a la vista. Un día…

– Decidme, buen anciano, ¿qué es lo que oculta esa intrincada selva?

– ¡Oh, príncipe!: el palacio de los antiguos reyes en el que duerme, desde hace cien años, una princesa, en espera de que el hijo de un rey rompa el encanto y la vuelva a la vida. Dicen que es bellísima…

– Ya me siento enamorado de ella. Penetraré solo en el bosque, pues

quisiera ser yo quien despertase a esa Bella Durmiente.

Y el príncipe penetró entre los árboles del bosque, que doblaban sus ramas para abrirle paso. Al llegar a la puerta del palacio, ésta se abrió sin que nadie la tocase. Y lo mismo ocurrió con todas aquellas que halló a su paso en los diversos salones, donde hermosas damas y gentiles caballeros dormían en las más diversas posturas.

Al fin llegó al salón del trono donde, en un lecho de oro, descansaba desde hacía cien años la Bella Durmiente, cuyo rostro resplandecía con la más pura belleza y juventud. El príncipe se arrodilló, hechizado por su belleza, y lleno de amor besó su mano…

– ¡Oh, sois el esperado, el príncipe!

– ¡Antes de conoceros ya estaba enamorado de vos!

Y en aquel momento, el palacio se llenó de vida y de aclamaciones de alegría. Se casaron y fueron felices, siempre protegidos por la varita de virtudes del hada bienhechora que, desde su estrella, les sonreía”.

Un príncipe enamorado en la mano la besó, y del sueño de cien años al momento despertó.

Mis abuelitos queridos este cuento me han contado, con una Bella Durmiente y un príncipe enamorado.

LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE 2ª versión: versión casi literal, escuchada en cassette y DVD muchos años después. Colección “Mis cuentos favoritos”. (Ok Records S. L.). Cuento original de Charles Perrault. Aportaciones del libro “Cuentos de Perrault” de Ediciones Susaeta.

“¡Qué contentos estaban los reyes! ¡Les había nacido una preciosa hija y ya tenían heredera para su trono! ¡El rey y la reina, junto con los cortesanos y servidores, estaban locos de alegría!

– Su majestad el rey hace saber: el próximo domingo tendrá lugar el bautizo de la princesita, al que queda invitada toda la población en los jardines de palacio.

Invitaron también, como no podía ser de otro modo, a las siete hadas del reino, para que otorgaran a la recién nacida sus dones. La niña tendría todas las virtudes y perfecciones posibles.

Tras la ceremonia del bautizo, los convidados volvieron al palacio real para celebrar un gran banquete. Las siete hadas madrinas, nada más sentarse, se expresaron así:

– La princesita será la más bella de las mujeres.

– Su ingenio y su talento igualarán al de los mismos ángeles.

– Será la más graciosa y simpática del reino.

– Bailará como ninguna.

– Cantará como un ruiseñor. – Tocará con primor toda clase de instrumentos. En ese momento y antes de que otorgara su don la séptima madrina,

se presentó en la sala una vieja hada que no había sido convidada. – ¿Cómo os habéis olvidado de mí? ¡De mí que soy el hada más vieja

y más poderosa! Para demostrar mi enfado, voy a desearle a la princesita un terrible mal: cuando cumpla quince años, se clavará en la mano una aguja de hilar y morirá…

Las terribles palabras de la vieja llenaron de horror y de temor a todos los presentes. Pero, en ese momento, se adelantó la séptima de las hadas y, tocando con su varita mágica la cabeza de la princesa, exclamó:

– Estad tranquilos, majestades. ¡Vuestra hija no morirá! La princesa

se atravesará la mano con un huso, pero, en vez de morir, caerá en un sueño tan profundo, que durará cien años, al cabo de los cuales vendrá un príncipe a despertarla.

El rey, para evitar la desgracia anunciada por la vieja, mandó

publicar el siguiente edicto: – Por orden de su majestad se hace saber que queda totalmente

prohibido hilar con larga aguja en todo el reino. Todo aquel que posea una, ha de entregarla de inmediato en palacio.

Pasó rápido el tiempo y, al cumplir los quince años, la princesita era

muy bella y tenía todos los dones que le habían anunciado las hadas. Pero cierto día, en que los reyes estaban ausentes y la joven recorría las habitaciones y torres de su inmenso palacio, encontró a una vieja que estaba hilando con una extraña aguja.

– ¡Oh, buena anciana! ¿Qué estáis haciendo? – ¿No lo veis, linda niña? Estoy hilando. – ¡Qué trabajo más bonito! ¿Me permitís que pruebe yo? Tan pronto como cogió el huso, se pinchó en la mano y cayó

dormida en el suelo… Acudieron con rapidez los moradores de palacio, pero aunque frotaron con fuerza su rostro, le desabrocharon el vestido y rociaron sus manos y su cabeza con agua perfumada, no consiguieron hacerla volver en sí.

Apenas el rey conoció la noticia, se acordó de lo anunciado por la

séptima hada y la mandó llamar con premura. La princesa estaba guapísima. Su precioso rostro continuaba rosado y

se advertía en ella una ligera respiración, casi imperceptible, que probaba que no estaba muerta.

Nada más llegar el hada, pensando que la princesita, cuando despertase de tan largo sueño, se sentiría muy sola, tocó con su varita mágica a todos los moradores del castillo, incluidos los propios reyes, que quedaron profundamente dormidos (ayas, damas de honor, mayordomos, guardias, porteros, pajes, lacayos, palafreneros, soldados…).

Los cocineros se durmieron con las ollas y las sartenes en las manos.

Los caballos se durmieron en las cuadras, los perros en la perrera y las palomas en el tejado. Hasta el viento, paralizado, quedó también dormido.

– Así, cuando la princesa despierte, se hallará acompañada y servida – dijo el hada –. El castillo se quedará rodeado de un bosque tan espeso, que nadie podrá acercarse al palacio hasta transcurridos los cien años.

El tiempo pasó rápidamente. Del palacio, donde todos dormían un sueño de cien años, solamente se veían las agujas de las torres del castillo. Una gran cantidad de árboles, espinos y arbustos entrelazados formaban una tupida red que nadie era capaz de traspasar. Las hadas lo habían dispuesto así, para que los curiosos no pudieran molestar a la princesa durante su largo sueño…

Al cabo de cien años, un príncipe fue de cacería por aquellos lugares y preguntó por aquellas torres que se divisaban por encima de un bosque tan espeso. Un viejo campesino le aseguró: – Hace más de cincuenta años oí decir a mi padre que, en este castillo encantado, se encuentra la más linda princesa del mundo, esperando que un príncipe acuda a despertarla para casarse con él.

Espoleado por el príncipe, el caballo de éste corrió veloz hacia el castillo donde le aguardaba la Bella Durmiente. Al llegar a los primeros árboles, éstos se apartaron y le dejaron paso. Así ocurrió con el resto de arbustos, de zarzas y de espinos, que se hacían a un lado conforme avanzaban.

Pronto llegó a la entrada del palacio: un profundo silencio reinaba en

el lugar. Por todos lados había hombres y animales, tendidos en el suelo, como si estuvieran dormidos. Subida la escalera principal, entró en la sala de guardia, donde un gran número de soldados estaban alineados con sus picas al hombro. Cruzó varias salas repletas de pajes, damas y criados, completamente dormidos. Por fin entró en una espaciosa habitación, con una cama con sábanas bordadas en oro, cuyo cortinaje se encontraba entreabierto.

A través del mismo vislumbró el más bello espectáculo que jamás viera: una princesa, de quince o dieciséis años, de radiante belleza, dormía dulcemente. Se aproximó, como si temiera despertarla, se arrodilló a sus pies y besó a la Bella Durmiente. En ese momento, el silencio, dueño absoluto de aquel lugar, se fue por la chimenea. Ella abrió los ojos y sonrió. Entró la vida por todas las ventanas, con sus colores y su alegría…

Había finalizado el largo encantamiento. La princesa, mirando el joven príncipe, musitó:

– ¡Oh! ¿Dónde estoy?

– Estás en tu palacio, donde acabas de despertar de un sueño de cien

años.

– ¿Tanto he dormido? ¿Y tú, quién eres?

– Soy un príncipe que ha venido a sacarte de ese largo sueño. Iremos al palacio del rey mi padre, nos casaremos y seremos los reyes más felices de la tierra.

Entretanto, en el palacio, todo el mundo había despertado al tiempo que la princesa, y se dispusieron a celebrarlo con un gran banquete organizado por los propios reyes…

Cuando llegaron al reino del príncipe, el pueblo llenaba las calles y plazas, aclamándolos. Y así fue como la princesita, tras un sueño de cien años, llegó a ser reina. Casados el príncipe y la Bella Durmiente del Bosque, fueron felices durante toda la vida”.

Tras la espera de cien años vino su príncipe azul. ¡Ojalá que, sin tardanza, puedas encontrarlo tú!

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS Versión única y casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Discos RCA. Adaptación de Mario Ruiz. Escuchada también en cassette. Colección “Clásicos Disney. The Walt Disney Company. Fabricado en España por Eurogram, S. A. Aportaciones del libro “Cuentacuentos bilingüe” de la Editorial Rueda.

Una tarde, una niña llamada Alicia estaba sentada en el jardín de su

casa bajo un árbol, charlando con su gatita Diana.

– ¡Ay! ¡Cómo me gustaría que pudieras hablar! Apuesto a que tendrías cosas muy interesantes que contarme. ¡Si pudiese crear mi propio mundo, los animales y las flores hablarían como yo!...

– Los gatitos lucirán muy lindos vestiditos, usarán sombrero y zapatitos en mi país de ilusión. Y las flores jugarán conmigo en las campiñas, cantarán y charlarán cual niñas en el mundo de mi propia creación. Sin temores vivirán los pájaros cantores y serán más lindos sus colores en mi país de ilusión. Y el riachuelo me podría contar del mundo aquél que siempre he de buscar. ¡Quién pudiera algún día ver las maravillas que soñé yo en él!

Como le gustaba tanto la fantasía, Alicia no se sorprendió cuando vio

pasar un conejo blanco que sacó un reloj del bolsillo de su chaleco, miró la hora y echó a correr diciendo:

– ¡Me voy, me voy! ¡Si me hablas, ya no estoy! ¡Adiós, adiós! ¡Se me ha hecho tarde hoy!

Alicia no había visto nunca antes un conejo con chaleco, ni que tuviese un reloj para sacarlo del bolsillo. Se levantó de un brinco y corrió tras él, al tiempo de ver cómo se introducía en el tronco hueco de un árbol. Decidió ir tras de él, pero de pronto, desapareció el suelo bajo sus pies, y Alicia fue cayendo en un pozo muy profundo…Caía muy despacio, muy despacio, mirando a su alrededor mientras se producía la caída… Y, cuando ya creía que iba a salir por el otro extremo de la tierra, aterrizó sobre un espeso lecho de hojas, sin hacerse el menor daño. Frente a ella, al final de un largo pasadizo, vio al conejo blanco que pasaba a toda prisa.

– ¡Me voy, me voy! ¡Si me hablas ya no estoy! ¡Adiós, adiós! ¡Se me ha hecho tarde hoy! Antes de que Alicia se diese cuenta, el conejo blanco había

desaparecido. Se encontraba ella en una gran sala, iluminada por grandes lámparas colgadas del techo. La estancia tenía varias puertas, pero todas estaban cerradas. ¿Qué podía hacer para salir de allí? Entonces vio una pequeña mesa de cristal, encima de la cual había una llave de oro. Pero era demasiado pequeña para poder abrir cualquiera de las puertas. Descubrió, por fin, una diminuta cortina y detrás de ella una puerta pequeñísima. Alicia tuvo que arrodillarse para mirar a través de ella. Al otro lado había un pasadizo que conducía al más hermoso jardín que había visto en su vida. – ¡Cómo me gustaría poder encogerme y estirarme como un catalejo! – dijo para sí.

Volvió a la mesa de cristal y, para su sorpresa, vio una botella que no

había estado allí antes. Alrededor de su cuello colgaba una etiqueta que decía en grandes letras: “Bébeme”. Alicia bebió un sorbo y después apuró todo su contenido.

– ¡Qué sensación más extraña! – dijo Alicia –. ¡Debo estar encogiéndome como un catalejo!

¡Y así era, en efecto! Pronto su altura fue de sólo veinticinco

centímetros, el tamaño justo para poder atravesar la pequeña puerta y entrar en el maravilloso jardín. ¡Pobre Alicia! Cuando llegó a la puerta, se dio cuenta de que había dejado la llave de oro sobre la mesa de cristal, y ahora era demasiado pequeña para alcanzarla. Trató de trepar por una de las patas de la mesa, pero su superficie era demasiado resbaladiza. Al final, rendida, se sentó en el suelo y se echó a llorar.

Entonces descubrió en el suelo una pequeña caja de cristal, situada exactamente debajo de la mesa. Dentro se veía una tortita muy pequeña, con la palabra “cómeme” dibujada primorosamente.

– ¡Me la comeré! – dijo Alicia –. Si me hace más alta, alcanzaré a

coger la llave, y si me hace todavía más pequeña, podré pasar por debajo de la puerta. De una u otra forma, llegaré hasta el jardín.

Así que comenzó a comerse la tarta a bocados… – ¡Ahora me estoy estirando como el mayor catalejo que haya

existido jamás!

Sus pies estaban tan lejos que podía ver sus zapatos y sus medias con dificultad. Su cabeza golpeó contra el techo… ¡Medía más de dos metros y medio de altura! De nuevo se sentó y rompió otra vez a llorar. ¡Era demasiado grande y no cabía!… Volvió a beber de la botella y ahora se hizo tan pequeña, tan pequeña que pudo introducirse por debajo de la puerta. Al otro lado, sus lágrimas habían formado un río y Alicia se vio en medio de varios animales que gritaban:

– ¡Deprisa, nadad deprisa! Si no nadamos, moriremos ahogados… Cuando llegaron a tierra, los animales se pusieron a bailar en corro

para secarse sus ropas. Se encontraba Alicia en medio del corro, cuando vio de nuevo al conejo blanco.

– ¡Adiós, me voy! ¡Si me hablas ya no estoy! ¡Adiós, adiós! ¡Se me ha hecho tarde hoy! Pero el conejo iba tan rápido que Alicia volvió a perderlo de vista, y

se quedó sin saber qué camino seguir. De pronto oyó unas extrañas risotadas… Miró hacia arriba y vio a un gato, que le hacía muecas en las ramas de un árbol. La niña le preguntó:

– ¿Podrías decirme por dónde debo ir? – Eso depende. ¿Adónde quieres llegar tú? – ¡A cualquier sitio!

– En ese caso, ¡ve por cualquier lado! – ¿Quién vive por aquí cerca? – Por la derecha, el sombrerero, y por la izquierda, la liebre. ¡Los dos

están locos! Todos nosotros estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca…

– ¿Cómo sabes que yo estoy loca? – Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí. Si vas a jugar con la

reina, allí nos veremos.

El gato dio otra risotada y desapareció. Alicia continuó andando hasta llegar a una casa donde el sombrerero y la liebre tomaban el té en compañía del lirón, que dormía sobre la tetera. Al ver a la niña, el sombrerero y la liebre gritaron:

– ¡No hay sitio! ¡Aquí no hay sitio! ¡Vete de aquí! – Sólo voy a sentarme un momentito en esa silla. – ¡No se te ocurra! Es una falta de delicadeza sentarte cuando no has

sido invitada.

– Pido disculpas. No quería interrumpir la fiesta de cumpleaños. – Esto no es una fiesta de cumpleaños. ¡Es una fiesta de no

cumpleaños! Mira, un pastel de no cumpleaños para ti. Sopla la vela.

– ¿Un pastel? ¿Para mí? ¡Qué bueno! ¡Plom! – ¡No me hace la broma ninguna gracia! – Fíjate, estás toda llena de crema. Podemos limpiarte, echándote

todo el té encima para que te laves… Y, a propósito, ¿sabes por qué el cuervo es negro como una pizarra?

– Estoy harta de vuestras locuras. ¡Me voy!... Pero, como no sabía por dónde ir, Alicia tomó un camino cualquiera.

Al cabo de un rato, se encontró con dos extraños personajes. Estaban tan inmóviles que no parecían vivos.

– Perdonad por la molestia, pero me gustaría saber cómo se sale de este bosque. ¿Podéis decirme por dónde debo ir?

– Para ir bien, deberías haber llegado y tú todavía no has llegado. Porque si hubieras llegado, habrías dicho buenos días, lo que las personas bien educadas dicen cuando llegan a un sitio.

– ¿Todavía puedo decir buenos días o ya es demasiado tarde? – Ahora ya puedes decir adiós. El cielo se está oscureciendo y dentro

de poco será de noche.

– No está oscureciendo. Es un cuervo volando. Y a propósito, ¿saben ustedes por qué el cuervo es negro como una pizarra?

– Yo lo sé, pero no puedo decirlo. Es un secreto. ¡Adiós! Y los dos hombrecillos desaparecieron en el bosque, muy alarmados

por la pregunta de Alicia, que se quedó allí sola una vez más sin saber qué camino seguir.

– Cuando uno se pierde, lo mejor es quedarse parado hasta que alguien lo encuentre.

– Otra vez la voz del gato. ¿Puedes indicarme mi camino? – No tienes ningún camino. Aquí todos los caminos son de la reina. – Tal vez ella me diga cómo puedo volver a casa. ¿Dónde está? – Es necesario que no hagas perder la calma a la reina. Éste es su

jardín y tú aquí eres una extraña. De pronto se quedó Alicia muy sorprendida al ver a tres jardineros

pintando diligentemente de rojo una rosa blanca, y se sorprendió todavía más cuando se dio cuenta de que eran naipes, cartas de la baraja.

– ¿Por qué los jardineros están pintando las rosas de rojo?

– Pregúntaselo a ellos. ¡Adiós!

– Jardineros, ¿por qué estáis pintando las rosas de rojo?

– Este rosal de aquí tendría que haber sido rojo. Si la reina lo ve de color blanco, rodarán nuestras cabezas.

– ¡Calla! ¡Ella viene! Sus rostros quedaron sin expresión. Se oía el ruido de muchas pisadas

y Alicia miró a su alrededor, deseosa de ver a la reina.

– ¡Su alteza real, la reina de corazones! – dijo el conejo blanco, que era el primero de la comitiva.

– ¡Ah, por eso el conejo tenía tanta prisa! ¡Tenía que anunciar a la reina!

– ¿Quién eres tú que no eres de corazones? – preguntó ésta.

– Me llamo Alicia y estoy tratando de encontrar mi camino de vuelta a casa.

– ¿Tu camino? Todos los caminos de aquí son míos.

– Yo sólo quería preguntar…

– Aquí la única que pregunta soy yo. Aquí todos somos de corazones y si tú no eres de corazones, ni de oros, de ni de copas, ni de espadas, ni de bastos, te juzgaremos por intrusa.

– La rea será acusada de hacer perder la paciencia de la reina. – Pero…, ¡si yo no he hecho nada! – Se llama al primer testigo: la liebre loca.

La sala del tribunal estaba atestada de pequeños pájaros y animales

diversos, así como por la totalidad de las cartas de la baraja. La reina y el rey de corazones ocupaban sus tronos… Cerca del rey se encontraba el conejo blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra…

– ¿Qué sabes sobre este asunto? – preguntaron a la liebre.

– ¡Nada!

– ¿Nada de nada? – ¡Nada de nada! – El segundo testigo: el lirón.

– ¿Qué tienes que decir sobre todo esto?

– ¡Yo, nada! – ¿Nada de nada? – ¡Nada de nada!

– Está bien. El siguiente testigo: el gato.

– ¿El gato? ¡Socorro! ¡Que viene el gato! ¡Socorro!

– No tengo por qué tenerles miedo – pensaba Alicia –. Son tan sólo

una baraja de cartas. ¡Yo me voy a casa!

– ¡Ya es tarde para irte a casa!...

– ¡Miau! ¡Miau!

– ¡Diana! ¿Eres tú? ¡Qué alegría estar en casa de nuevo! ¡No puedes imaginar el sueño tan extraño que he tenido!

– ¡Miau! ¡Miau!

– Sólo hay una cosa que me gustaría saber: ¿por qué el cuervo es

negro como una pizarra?”

¡En mi país de ilusión siempre viviría yo!

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

CUENTO DE NAVIDAD

Versión única y casi literal. Aportaciones del libro “Cuentos famosos” de Ediciones Susaeta.

“Es 24 de Diciembre, día de Nochebuena, y las calles nevadas se ven animadas por pandillas de niños y niñas que, tocando zambombas y panderetas, recorren la ciudad entre risas y alegres villancicos.

Todo el mundo regresa feliz a sus casas con grandes y pequeños paquetes de regalos. Las últimas compras para la cena ya han terminado, y todos se saludan y se desean felices navidades. Nadie trabaja ya a estas horas de la noche. Bueno, nadie salvo…

Avanzando por la calle principal, antes de llegar a la plaza, se encuentra un pequeño establecimiento. Una débil luz ilumina aún su interior. En una de las oficinas, un viejo de aspecto miserable cuenta y recuenta un puñado de monedas. Después les saca brillo, las guarda cuidadosamente en una caja y esconde ésta tras los gruesos volúmenes de una librería.

El avaro, propietario del establecimiento, es ahora dueño absoluto del negocio a causa de la muerte de su socio, tan viejo como él. Su único empleado trabaja todavía en la habitación de al lado. Hasta que no suenen las ocho en punto en el reloj de pared y el dueño termine el lento recuento diario, no hay esperanza de poder regresar a casa; ni siquiera hoy, día de Nochebuena.

Llega por fin el momento esperado. El viejo da por terminada la larga jornada y cierra el negocio. Su aspecto es, en verdad, el de un solitario cascarrabias, que desentona con la alegría y el color que le rodean, como lo haría un cuervo paseándose entre hermosas palomas blancas.

– ¡Feliz Navidad! – le gritan unos niños cuando se dirige a casa.

– ¡Fuera de mi vista, desvergonzados! – gruñe el anciano –. Todo eso de la Navidad son paparruchas. ¡Paparruchas! ¡Nada más que paparruchas!

Vive nuestro hombre en una gran casa destartalada. El interior es sucio y helado, pues el viejo tacaño no quiere pagar una criada que le limpie, ni gastar más que la leña imprescindible para no morir de frío.

Cena un caldo sin calentar y un trozo de carne seca, que guarda en la vacía despensa, y se va a la cama. Apenas se acuesta, aparece de pronto su difunto socio en la oscuridad de la habitación.

– ¿Qué quieres de mí? – pregunta con sorpresa el anciano. – Vengo a advertirte que he sido castigado por mi avaricia y dureza

de corazón – contesta el espectro con voz de ultratumba –. Si sigues mis consejos, todavía puedes librarte de mi triste destino.

– ¡Paparruchas! ¡Apártate de mi vista, ridículo fantasma!

– Otros tres espíritus te visitarán esta noche – anuncia misteriosamente el espectro –. Espero que ellos te convenzan mejor que yo, para que dejes de poner tus ojos en las riquezas y los concentres en cosas más nobles y elevadas.

– ¡Paparruchas! ¡Eso no son nada más que paparruchas!

El fantasma desaparece pero, cuando ya cree que todo ha sido una pesadilla, producto quizá de la digestión de la carne estropeada, una nueva visión aparece ante él.

– ¿Quién eres? – pregunta el anciano.

– Soy el espíritu de las Navidades pasadas – responde el recién llegado –. Sígueme sin temor, que quiero enseñarte algo muy importante.

El espíritu abre una ventana, y cogiéndolo de la mano salen volando hacia el estrellado cielo de la noche. Sobrevuelan velozmente gran parte de la ciudad, con todas sus ventanas iluminadas aún, y entran en una espesa nube. Cuando salen de ella, es ya de día y flotan sobre un pueblecito que al viejo le resulta totalmente familiar.

Volando, volando, han llegado hasta una pequeña plaza donde unos niños juegan al pañuelo. Uno de ellos, sentado en un rincón, no toma parte ni participa, totalmente ajeno a lo que pasa a su alrededor.

– ¿Quién es ese niño solitario y triste? – pregunta el viejo.

– Eres tú – le responde el espíritu –. Eras un niño huraño y egoísta, y todos se apartaban de ti. ¿No lo recuerdas?

Poco después atraviesan otra extraña nube, igual a la anterior, y aparecen en una alameda junto a un río, al atardecer. Dos novios pasean por allí, discutiendo acaloradamente. Al cabo de un momento la joven comienza a sollozar, da media vuelta y sale corriendo apartándose de su pareja.

– ¿Qué ocurre? ¿Quiénes son ésos? – vuelve a preguntar. – Éste es el día en que tu prometida te abandonó, desengañada por tu

amor interesado y mezquino.

Pensando el espíritu que este pequeño recorrido por el pasado, había servido como lección al viejo avaro, decide devolverlo a su tiempo y a su casa. Así lo hace y, una vez que ha desaparecido, el viejo, sentado en su cama, piensa que ha tenido un sueño realmente extraño.

– ¡Paparruchas! – se dice, y dándose media vuelta en el colchón, trata de conciliar el sueño.

Apenas ha pasado un rato, cuando despierta sobresaltado. Una extraña voz susurra desde el fondo del dormitorio.

– ¿Quién eres? ¿Qué pasa? – pregunta el anciano con voz temblorosa.

– Soy el espíritu de las Navidades presentes – responde la misteriosa aparición. ¿Cómo es que te has acostado tan temprano? ¿No sabes que hoy es Navidad?

– ¡Navidad, Navidad! ¿Qué me importa a mí la Navidad?

– Quiero que veas lo feliz que es para los demás.

Y diciendo esto, el segundo espíritu saca al viejo de la cama y lo conduce, en un abrir y cerrar de ojos, a una casa de las afueras de la ciudad. Mirando a través de la ventana ven en su interior a una modesta familia que, vestida con sus mejores trajes, se dispone a cenar sobre una mesa bellamente adornada. Charlan y ríen alegremente, mientras la joven madre sirve el pavo de Navidad.

– ¡Oh! – se extraña el anciano –. ¡Es mi empleado! ¿De dónde habrá sacado dinero para comprar un pavo como ése?

– ¿No oyes lo que está diciendo? Ha gastado todos sus ahorros en ese pavo y se dispone a ir a tu casa para invitarte, compadecido de tu soledad.

– ¡Es incomprensible! ¿Cómo puede ser tan generoso, si yo siempre me he portado muy mal con él?

– Nada más cierto – dice el espíritu –. Ni siquiera le pagas el sueldo que se merece. Pero él te devuelve bien por mal, porque su corazón está lleno de bondad y no quiere que pases sin compañía estas fiestas tan señaladas.

Dicho esto, el segundo espíritu desaparece y el anciano se encuentra de nuevo en su casa sin saber cómo.

– ¡Paparruchas! – vuelve a repetir antes de intentar dormirse.

Pero, el tercer espíritu ya está allí. – Soy el espíritu de las Navidades futuras – anuncia el recién llegado – y voy a hacerte ver lo que todavía no ha sucedido.

Y el espectro, al igual que habían hecho los otros, agarra al anciano por la mano y lo conduce hacia el exterior. Frente a la puerta de su casa espera un solitario coche de pompas fúnebres.

– ¡Oh! ¿Qué hace ese coche ahí, detenido frente a mi casa? ¿Quién es el muerto?

– ¡Eres tú! – responde el espíritu con voz helada.

– ¿Yo? Y, ¿cómo es que nadie ha venido a despedirme?

– ¿De qué te extrañas? ¿Acaso tienes amigos? ¡Paparruchas, paparruchas! Eso es lo que siempre decías cuando te hablaban de la amistad, de la comprensión o del amor y respeto a tus semejantes.

Esto último es realmente un duro golpe para el anciano. Entra en su casa, cae abatido sobre una butaca y comienza a sollozar…

– ¡Todo es verdad! – gime el anciano –. Pero te prometo que cambiaré. No quiero que mi vida tenga un final tan triste, sin amigos y sin nadie que rece por mí…

El espíritu, que le observa en silencio, se desvanece en la noche.

– ¡Nunca olvidaré las enseñanzas que me habéis mostrado!

De pronto, el viejo vuelve a encontrarse en su habitación. Amanece y el sol ya asoma lentamente por el horizonte.

Un nuevo anciano se ha levantado esa mañana, día de Navidad. Canturreando y dando pequeños pasos, desempolva un traje nuevo que nunca había usado por miedo a estropearlo, se lo pone y sale alegremente a la calle.

– ¡Felices Pascuas, amigos! ¡Felices Pascuas! – grita a toda la gente con la que se encuentra.

– ¿Podemos cantarle un villancico, señor? – le preguntan unos niños.

– ¡Cantad! ¡Cantad! – les anima el anciano, agitando los brazos –.

¡Hoy es un día de felicidad y de alegría!

Cuando los niños terminan de cantar, el anciano les felicita y les obsequia con varias monedas. Más tarde se dirige a su despacho y saca todo el dinero que hay en la caja. Se encamina entonces a un bazar de juguetes y adquiere gran cantidad de regalos. Entrega algunos a unos niños que contemplan, con la nariz pegada al escaparate y muertos de envidia, las maravillas del interior.

Después marcha a casa de su empleado. Éste, viéndole llegar, se extraña por la visita, pero sale a recibirle a la puerta.

– ¡Felices Pascuas, amigo! – saluda el anciano comerciante –. Vengo a anunciarte un aumento de sueldo. Toma ya un anticipo. Además, como sé que pensabas invitarme, he comprado algunas cosillas para que la fiesta resulte más animada.

Y realmente lo fue… Y el viejo, a partir de aquel día, ya no vuelve a sentirse solo… Barriendo las sombras de la avaricia y del egoísmo, la luz de la Navidad ha entrado definitivamente a su alma”.

De este día de Navidad la lección no olvidará.

LAS AVENTURAS DE PETER PAN Versión única: versión casi literal, en disco de vinilo, escuchada en Radio Jaén. Década de los 50. Discos RCA. Director de orquesta: M. R. Armangel. Escuchada también en cassette. Colección “Clásicos Disney”. The Walt Disney Company. Fabricada en España por Eurogram, S.A. Aportaciones del libro “Cuentacuentos bilingüe” de Editorial Rueda.

“Todas las noches Wendy contaba a sus hermanos, Juan y Miguel, las aventuras de Peter Pan: un niño que había decidido no crecer y vivía en el País de Nunca Jamás, un lugar maravilloso, en una isla sin nombre, situada en un desconocido mar.

La noche especial en que comienza esta historia, Juan y Miguel ya

celebraban la nueva aventura de Peter Pan, su héroe predilecto, que su hermana Wendy iba a relatarles antes de dormir: piratas, hadas, sirenas, indios… Todo era posible en el lejano País de Nunca Jamás.

Wendy era una narradora tan especial, que el propio Peter Pan vino a sentarse esa noche en el alféizar de la ventana del cuarto de los tres niños, para oír las lindas historias que estaba contando. La niña lo vio y…

– ¡Oh! ¡Peter Pan! ¡Siempre soñé que vendrías un día!…

– He venido a escuchar tus cuentos.

– Pero, ¡si las únicas historias que cuento son tus aventuras!

– Por eso me gustan tanto. Tienes que contárselas a los niños perdidos. Te llevaré al País de Nunca Jamás.

– ¿Pueden ir también Juan y Miguel?

– ¡Claro que pueden! Volaremos todos juntos.

– ¿Volar? Pero nosotros no sabemos volar.

– Basta con un poco de polvo mágico del hada Campanilla y pensar en algo maravilloso…

– Si acaso quieres volar, piensa en algo encantador, como aquella Navidad en que viste despertar juguetes de cristal. Volarás, volarás, volarás. Si goza tu corazón, por los cielos viajarás, y en tu vuelo de ilusión a la luna llegarás. Y, al verte tan feliz, volarás, volarás, volarás.

Mientras tanto, en el País de Nunca Jamás, el capitán Garfio, en su

barco pirata, con su contramaestre Smich como guardaespaldas, está pensando un plan para acabar con Peter Pan. El plan consiste en raptar a la princesa india Triglidia, para obligarla a revelar su escondrijo.

Cuando los niños, Peter Pan y Campanilla sobrevuelan los cielos del

País de Nunca Jamás, advierten que el barco del temible capitán Garfio, el enemigo jurado de Peter Pan, está anclado en la bahía…

Pero el vigía del barco también los ha visto y da la alarma a la

tripulación pirata. Todos se precipitan a cargar y disparar los cañones a una orden del capitán Garfio.

– ¡Fuego! ¡Esta vez no escaparás, Peter Pan!... Antes de que sonase el primer disparo de cañón, Peter Pan pide a

Campanilla que se lleve a los tres hermanos al refugio más seguro del País de Nunca Jamás: la guarida de los niños perdidos. Pero ésta, celosa de las atenciones de Peter con la linda Wendy, alecciona a los niños perdidos para que reciban a los hermanos con una lluvia de objetos contundentes.

¡Menos mal que Peter llega justo a tiempo, escapando airoso del ataque de Garfio! Los niños perdidos acusan a Campanilla de la fechoría y Peter Pan, indignado de que trate así a sus invitados, castiga a su amiga alada con una semana de destierro.

– ¡De modo que prefieres a una extraña antes que a mí! ¡Te acordarás de esto, Peter Pan! – dice refunfuñando el hada.

Después de este incidente, Peter Pan los llevó a su curioso escondrijo: una casa subterránea con una entrada secreta, a prueba del capitán Garfio, donde vivía junto con los niños perdidos. Éstos tampoco crecían, porque en el País de Nunca Jamás los niños eran siempre niños.

– Ahora que ya conocéis nuestra casa, creo que os gustará conocer la isla.

– Claro, ¡debe ser maravillosa! – Juan y Miguel, podéis ir con los niños perdidos a visitar la aldea

india.

– ¡Estupendo!

– Yo llevaré a Wendy a ver el lago de las sirenas.

Al llegar a la orilla del mar, Peter Pan divisó el bote del capitán Garfio y presintió el peligro.

– Mira, Wendy: allí está el capitán Garfio.

– ¿Garfio? ¡Escondámonos! ¡Deprisa!

– Él no nos puede ver. Hemos de averiguar lo que pretende ese pirata de la princesa Triglidia.

– Mira, la está atando a una roca en aquella gruta. Las voces del capitán Garfio rebotaban contra la caverna: – Ahora, Triglidia, tienes que decirme el refugio de Peter Pan. Si no

me lo dices, te abandonaré aquí, y, cuando suba la marea, el agua te cubrirá y serás pasto de los cocodrilos.

Dijo esto y, echando un vistazo a su espalda, vislumbró al cocodrilo

que le seguía como a su sombra. Antiguamente, en una pelea contra Peter Pan, el cocodrilo se había comido la mano que ahora sustituía con un garfio. Y desde entonces, el único deseo del animal era saciar su hambre con el apetitoso capitán…

– ¡Triglidia no hablar! – contestó la princesa india.

– Entonces, mi querida princesa, te quedarás aquí. Luego, cuando las aguas hayan subido, será tarde y morirás…

Pero Peter Pan decide intervenir. – Voy a dar una lección a ese miserable. Quédate aquí, Wendy, y no

te muevas.

– Ten mucho cuidado, Peter. El capitán Garfio continuaba insistiendo:

– Te doy la última oportunidad, Triglidia.

– ¡Tú perder tiempo!

– ¡Tanta lealtad merece un premio! – exclamó Peter Pan,

desenvainando su espada y presentándola ante el atónito capitán Garfio. La lucha fue feroz, pero al fin Peter logró desarmar a su enemigo, que

puso garfio en polvorosa, para no convertirse él mismo en almuerzo del hambriento cocodrilo.

Poco más tarde, fue grande la alegría de los indios cuando vieron llegar a la princesa. Organizaron una fiesta para celebrar su regreso y el jefe dio a Peter Pan el nombre de Águila Voladora.

Al mismo tiempo, en el barco, el capitán Garfio, furioso, planeaba vengarse.

– Peter Pan se burló de mí. Lo voy a atravesar con mi garfio y lo haré picadillo.

– ¡Eh, capitán! Peter Pan ha expulsado a Campanilla de la isla.

– ¿Expulsado?

– A causa de Wendy, una guapa niña que él ha traído.

– ¡Es nuestra oportunidad, Smich! Si convencemos a Campanilla de que le queremos ayudar, tal vez ella nos revele dónde está el escondrijo de Peter Pan.

Un poco más tarde, Smich trajo a bordo a Campanilla y Garfio la convenció de que mataría a Wendy, si ella le revelaba dónde estaba el escondrijo de Peter Pan. Campanilla se lo dijo y Garfio partió inmediatamente hacia allí con sus hombres, precisamente al mismo tiempo en que Wendy y todos los niños volvían del campamento indio.

El capitán Garfio decía contento: – Muy bien. Amarraremos en primer lugar a Wendy en el palo mayor

del barco y después dejaremos un regalito para Peter Pan. Dejaremos este paquete a la entrada del escondrijo, y cuando lo abra…

Peter Pan, en efecto, encontró el paquete con una falsa tarjeta de

Wendy, pidiéndole que lo abriese a media noche.

Mientras tanto, en el barco pirata:

– Peter Pan vendrá a salvarnos.

– ¿A salvaros? ¿Eso creéis?

– Sí, no tardará en venir volando en nuestra ayuda.

– ¿Volando? ¡Volando abandonará el País de Nunca Jamás! A media noche Peter Pan volará en pedazos con la bomba de relojería que hemos preparado.

– ¡Qué horror! ¡Sólo falta un minuto para la media noche!

En aquel momento, Campanilla se dio cuenta de que había caído en una trampa y entonces salió volando a toda velocidad hacia el escondrijo de Peter.

– Ya es media noche. Voy a abrir el regalo de Wendy. Pero, antes de abrirlo: – ¡Campanilla! ¿Qué? ¿Una bomba? ¿De Garfio? ¿A media noche?

– ¡Sí! ¡Vamos, huye! Wendy y los niños están en peligro en el barco

pirata. ¡No perdamos tiempo!

En el barco, Garfio, convencido de que Peter había muerto, amenazaba a los niños:

– Ahora que Peter Pan ha muerto, ¿aceptáis ser de mi tripulación o

deseáis andar por la tabla y caer al mar?

– ¡Nunca aceptaremos ser piratas! ¡Antes morir!

– Vosotros sabréis lo que hacéis. Las señoras primero… ¡Wendy, sube a la tabla!

– ¡Prefiero la muerte!

– ¡Qué raro, capitán! ¡No se ha oído chapoteo cuando ella ha caído al

mar! – Si quieres oír chapoteo, pasemos al siguiente. ¿A quién le toca? – ¡A ti, Garfio! – ¡Viva, viva! ¡Peter Pan ha salvado a Wendy!

– ¿Eh? ¿Peter Pan? ¡No puede ser!

– Es un fantasma, capitán. – Veremos, Smich, veremos. Fantasma o no, voy a atravesarlo con mi

espada…

A una orden de Peter Pan, todos los niños se lanzan a una lucha encarnizada contra los piratas. Peter Pan se bate con Garfio en el puente, en una lucha desesperada, más igualada que nunca. Pero, un certero golpe da la victoria a Peter Pan.

Garfio ha luchado valerosamente, pero sus piratas, que lo único que quieren es buscar tesoros en los mares del sur, no le son de mucha ayuda… Cuando se quiere dar cuenta, los piratas nadan hacia la playa, y el capitán Garfio escapa a duras penas de las fauces del cocodrilo hambriento.

Los niños perdidos vitorean a su héroe y de las bocas de todos surge un único deseo:

– ¡A casa!

– ¡Listos para zarpar! ¡Campanilla, cubre el barco de polvo mágico para levantar el vuelo y surcar los cielos!

– ¡Estamos volando! ¡Adiós, País de Nunca Jamás!

Y el barco se fue volando hacia la casa de Wendy y sus hermanos,

atracando junto a la ventana.

– ¡Ha sido un viaje maravilloso!

– ¡Adiós Peter! ¡Adiós, Campanilla! ¡Adiós, niños perdidos!

– ¡Adiós, amigos! Atención, marineros. ¡A vuestros puestos! ¡Zarparemos hacia la isla!

– ¡A sus órdenes, capitán! Y así, calculando el rumbo para las estrellas, Peter Pan y su

tripulación pusieron proa hacia el País de Nunca Jamás. Agotados por las aventuras, Wendy y sus hermanos caen en sus camas, profundamente dormidos.

– Si acaso quieres volar, piensa en algo encantador, como aquella Navidad en que viste despertar juguetes de cristal. Volarás, volarás, volarás”.. Como los niños del cuento nunca quisiera crecer. ¡En un mundo de ilusión siempre, siempre, yo estaré!

LAS HABICHUELAS MÁGICAS

Versión única y literal, traducida del inglés por María Isabel Villarino. Editorial Anaya.

“Érase una viuda muy pobre que tenía un hijo llamado Juan. Su único sustento era una vieja vaca que les daba todos los días una rica leche que vendían en el mercado. Hasta que un día, sus grandes ubres se secaron y…

– ¡Ay, Señor! ¿Y ahora de qué viviremos? – decía llorando la pobre

viuda.

– ¡Ánimo, madre! Yo buscaré trabajo.

– Nadie te lo dará, hijo mío. No nos queda más remedio que vender la vaca.

– Está bien, madre. Ahora mismo me la llevo al mercado.

– ¡Que te den por ella diez mil pesetas! ¡Ni un céntimo menos!

Juan se fue para el pueblo, llevándose la vaca atada con una soga. En el camino se encontró con un viejo muy extraño que le dijo:

– ¡Buenos días, Juan!

– ¡Buenos días tenga usted! – contestó el chico, sorprendido al ver que aquel señor sabía su nombre.

– ¿Adónde vas, si puede saberse?

– Voy al mercado a vender la vaca. Me voy a hacer rico con lo que me den por ella.

– Te propongo un trato – dijo el anciano sacando cinco habichuelas del bolsillo de su gabán –. Te las doy a cambio de tu vaca. Son mágicas y si las plantas al anochecer, por la mañana la mata habrá llegado hasta el mismo cielo.

– ¿Hasta el cielo? – dijo Juan con la boca abierta.

– Hasta el mismísimo cielo. Y si no es verdad, vienes mañana y te devolveré la vaca.

– Trato hecho – replicó Juan más contento que unas pascuas. Y, cogiendo las supuestas habichuelas mágicas, entregó la vaca al

viejo y regresó a su casa. Ya estaba anocheciendo y su madre lo esperaba en la puerta, muy preocupada.

– ¡Menos mal que ya has vuelto! Veo que has vendido la vaca. ¿Cuánto te dieron por ella?

– No se lo puede figurar, madre – contestó Juan, frotándose las manos, muy contento.

– ¿Diez mil pesetas? ¿Quince mil? ¡No me irás a decir que veinte!...

Juan sacó las habichuelas del bolsillo y se las enseñó a su madre.

– ¿Qué le parece? ¡Son mágicas!

– ¿Cómo? – le gritó la madre – ¿Qué has regalado la mejor vaca lechera de toda la comarca, a cambio de un puñado de habichuelas?

Y le dio un par de bofetadas que le pusieron la cara como una amapola, al tiempo que tiraba las habichuelas por la ventana y mandaba a Juan a la cama sin cenar. Éste se fue a su cuarto desconcertado y hambriento, no tardando mucho en quedarse profundamente dormido.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se frotó los ojos muy sorprendido. En las paredes de su habitación se proyectaba un juego de luces y sombras. Se levantó de un salto y se fue a la ventana. ¿Y qué diréis que vio? ¡La mata de habichuelas más alta que haya crecido jamás en sitio alguno!

El anciano tenía razón: por la noche habían germinado y la mata que había brotado de ellas, subía alta, muy alta, hasta las lejanas nubes. Lleno de curiosidad, saltó por la ventana y comenzó a trepar por ella. Trepó, trepó y trepó, cada vez más arriba, hasta que alcanzó el cielo. Nada más llegar vio una carretera blanca y serpenteante que se perdía en el horizonte. La recorrió a buen paso y llegó a una casa enorme, a la puerta de la cual se hallaba una mujer gigantesca.

– ¡Buenos días, señora! ¿Podría darme algo de desayuno? Estoy hambriento.

– Con que desayuno, ¿eh? Más vale que te largues por donde has venido, si no quieres tú servir de comida a alguien. Mi marido es un ogro y le encanta desayunarse con tostadas de niño frito. Vete inmediatamente, no sea que llegue.

Pero Juan que era muy valiente le dijo:

– ¿Y no le parece que resultaré más sabroso si estoy bien rellenito?

La mujer, que no era mala, sonrió ante el desparpajo del muchacho y se lo llevó a la cocina, donde le dio un bocadillo enorme de pan y queso y un caldero lleno de leche. Pero, apenas Juan había comenzado a comer, cuando se oyeron unas pisadas fortísimas que retumbaron por toda la casa.

– ¡Santo cielo! ¡Ahí viene mi marido! ¡Corre, escóndete ahí dentro!

Juan se metió rápidamente en el horno y, por la puerta entreabierta, pudo observar al ogro: un gigante horroroso que llevaba tres terneras colgadas del cinturón. Al entrar en la cocina, las desenganchó y las tiró encima de la mesa, mientras decía con un vozarrón de trueno:

– ¡Ásame esto para el desayuno!

Pero al momento se interrumpió y se puso a olfatear por toda la habitación, canturreando:

– Tarabí, tarabí, tarabí, tarambana, aquí huele a carne humana. Al que encuentre, vivo o muerto, le roeré hasta los huesos.

– ¡Qué vas a oler! – le gritó su mujer –. No son más que los restos del

niño que te cenaste anoche. Anda y vete a lavarte, mientras te preparo el desayuno.

En cuanto se fue el gigante de la habitación, Juan salió del horno, dispuesto a marcharse corriendo. Pero la mujer le dijo:

– Más vale que te esperes a que haya desayunado. Después suele dormirse y será el mejor momento para escaparte.

El ogro se comió las tres terneras y, sacando de un cofre dos talegos de oro, se puso a contar las monedas hasta que quedó profundamente dormido.

En cuanto lo oyó roncar, salió Juan del horno, cogió uno de los

talegos y se echó a correr por la carretera que se las pelaba. Llegó hasta la mata de habichuelas y bajó veloz de rama en rama.

Cuando llegó al suelo, ya estaba su madre esperándole, contando

entre los dos, con enorme alegría, las relucientes monedas de oro.

Desde aquel día vivieron felices madre e hijo sin que les faltara de nada. Pero al cabo del tiempo se agotaron las monedas y Juan quiso probar de nuevo suerte en los dominios del gigante. Así que una mañana, muy temprano, volvió a trepar mata adelante.

Trepó, trepó y trepó, cada vez más arriba, hasta que llegó a la carretera y por ella a la mismísima casa del ogro…

– ¡Buenos días, señora! – le dijo Juan de muy buen humor –. ¿Podría darme algo de comer?

– ¡Lárgate, granuja! – le gritó la mujer –. La última vez que se me ocurrió socorrer a un muchacho, me robó un talego de oro. ¿No serías tú aquel chico, por casualidad?

– Se lo diré cuando me haya dado algo de comer.

En esta ocasión le sirvió una enorme sartén repleta de gachas. Pero apenas había comido unas cuantas cucharadas, cuando oyeron las pisadas del gigante.

– Rápido, métete en el horno, si no quieres que te desuelle vivo.

Juan atisbaba por la rendija del horno y desde allí pudo ver cómo el gigante daba a su mujer tres enormes vacas para que las asase, al tiempo que canturreaba:

– Tarabí, tarabí, tarabí, tarambana, aquí huele a carne humana. Al que encuentre, vivo o muerto, le roeré hasta los huesos.

La mujer lo distrajo, como la vez anterior y, después de almorzar, gritó el gigante:

– ¡Mujer, tráeme la gallina de los huevos de oro! Traída ésta, le ordenó:

– ¡Gallina pon un huevo! Juan no daba crédito, al ver la brillante bola que apareció ante sus

ojos. En cuanto el gigante se quedó dormido, agarró la gallina y se echó a correr a toda velocidad. Cuando el gigante quiso darse cuenta, Juan iba ya mata abajo entre un torbellino de hojas y plumas. En cuanto llegó al suelo, gritó:

– ¡Gallina, pon un huevo!

Y lo puso: un huevo hermoso, dorado y reluciente. A partir de aquel día, cuando Juan y su madre necesitaban algo, recurrían presurosos a aquel magnífico remedio…

De este modo se fueron pasando las semanas y los meses, pero Juan estaba cada vez más inquieto. No hacía más que pensar en otros regalos que tal vez guardaba el gigante en su morada. Así que una mañana, muy tempranito, volvió a trepar por la mata.

Trepó, trepó y trepó, cada vez más arriba. Sólo que esta vez no se atrevió a hablar con la mujer del gigante. Esperó a que ella saliera a buscar agua del pozo y se escondió en el barreño de la colada. No llevaba mucho tiempo allí, cuando oyó las terribles pisadas y el mismo canturreo de siempre:

– Tarabí, tarabí, tarabí, tarambana, aquí huele a carne humana. Al que encuentre, vivo o muerto, le roeré hasta los huesos.

El ogro y su mujer anduvieron husmeando y buscando por toda la

casa, convencidos de que en algún lugar tenía que estar escondido el que les había robado el talego y la gallina. Lo buscaron dentro del horno y en los armarios y alacenas, menos en el barreño de la colada. Cuando se cansaron de buscar, dijo la mujer:

– Ya te vas haciendo viejo y perdiendo olfato. Se ve que no distingues la carne fresca de la carne asada.

El gigante se sentó a comer como de costumbre y, al terminar, le pidió a su mujer que le trajera su arpa de oro. Nada más llegada ésta, entornó los ojos y le dijo:

– ¡Toca!

Y el arpa entonó una bellísima melodía, quedándose el ogro y su mujer plácidamente dormidos. Juan salió muy despacio de su escondite y echó a correr a toda velocidad, con el arpa bajo el brazo. Llegó con rapidez a la mata de habichuelas y comenzó, como ya era su costumbre, a descender por ella…

Juan y su madre vivieron muy felices, sin que nunca les faltara de nada, gracias a los huevos de oro que seguía poniendo su querida gallina. Y la música del arpa los entretenía y deleitaba con maravillosas melodías que todo el mundo admiraba”.

Y el que no se lo crea, trepe por la verde mata y lo vea.

LAS AVENTURAS DE SIMBAD EL MARINO: PRIMERA AVENTURA

Versión única y casi literal. Aportaciones del libro “Cuentacuentos bilingüe” de Ediciones Rueda.

“En tiempos de un gran califa, vivió en Bagdad Simbad el Marino.

Era Simbad un hombre muy rico, que poseía una hermosa mansión en la mejor zona de la ciudad.

Cuando el sol calentaba las primeras horas de la tarde, él y sus amigos solían sentarse en el jardín, bajo los árboles.

– Es cierto que soy un hombre rico – contaba a sus amigos –, pero no siempre lo he sido. De hecho, fui antes muy pobre y desgraciado y con mucha frecuencia pasé miedo. Os contaré mi primer viaje…

Como otros muchachos jóvenes vivía yo disipadamente, sin apenas recursos, por lo que me dije a mí mismo:

– Tengo que hacer algo para conseguir dinero.

De modo que vendí mi casa y todas mis propiedades por tres mil dinares. Con esta cantidad compré cierta cantidad de las mejores telas y diversas mercancías y me trasladé a Basora. Allí, fondeado en el gran río, había un barco árabe y me entrevisté con el capitán.

– Me haré a la mar la próxima semana – me dijo –. Van en mi barco seis mercaderes con sus géneros y nos dirigimos a los países e islas del lejano Oriente, donde podrán vender sus mercancías. Piensan adquirir joyas y piedras preciosas para comerciar con ellas, a la vuelta, en sus países de origen.

– ¿Podríais admitir a bordo a otro mercader? – pregunté.

– Está bien. Podéis embarcar – me contestó el capitán.

Así que, a la mañana siguiente, nos hicimos a la mar. Navegamos durante muchos días con sus noches y fondeamos en ciudades e islas para vender y comprar mercancías. Cierto día avistamos una hermosa isla.

– No conozco esta isla en absoluto – dijo el capitán –, pero su aspecto es bueno y quizá consigamos agua potable.

Fondeó el barco cerca de la isla y algunos de nosotros descendimos

en busca de agua y para estirar las piernas. Los marineros que me acompañaban llevaban grandes barriles . Yo quise ver el otro lado de la isla, alejándome del barco. Algunos encendieron una hoguera, no lejos de donde estaba anclado el barco.

Entonces gritó el capitán:

– ¡Corred! ¡Volved al barco! Esto no es una isla. Es un enorme pez, que ha estado durmiendo en la superficie durante años. Por eso ha crecido sobre él la vegetación. Pero el fuego que habéis encendido, lo ha despertado. ¡Corred!

Todos corrimos. Pero yo, alejado, tenía por delante un largo camino y, antes de que pudiera alcanzar el barco, el pez isla ya se había hundido profundamente en el mar. Al mismo tiempo, se levantó un fuerte viento que alejó el barco. Cuando, finalmente, conseguí mantenerme a flote en la superficie, lo había perdido de vista.

– ¿Voy a morir aquí, solo, en medio del gran océano? – me pregunté.

Pero, ¡Alá es bueno! Divisé próximo a mí un gran recipiente para agua y pude abrazarme a él. Esto me salvó de una muerte segura, pero me resultaba muy difícil mantenerme asido a él, pues el mar me zarandeaba con violencia.

Llegó la oscuridad. El viento me arrastró, abrazado a mi asidero, durante larguísimas horas. Lo mismo ocurrió durante el día y noche siguiente. Por fin, al clarear el día, miré a mi alrededor y dije:

– Éste es el último día de mi vida. Estoy helado y ya no siento mis dedos. Muy pronto dejaré de sentir los brazos, perderé mi salvavidas y acabaré hundiéndome para siempre en el mar.

En ese momento divisé tierra a lo lejos… El viento me condujo, junto con el recipiente, hasta cerca de la orilla y el mar me depositó bajo un árbol. Después no puedo recordar bien lo que sucedió. Creo que no pude moverme hasta pasados dos días…

– He de encontrar agua y comida – me dije –. Si no lo hago, moriré.

Traté de levantarme, pero me fue imposible. Me arrastré por la arena sobre mis brazos y encontré por fin un lugar donde un árbol frutal crecía cerca de un arroyo.

Permanecí allí durante varios días, comiendo los frutos del árbol y

bebiendo el agua del arroyo, hasta que mis pies mejoraron y me sentí más fuerte.

Había llegado el momento de ponerme en movimiento… Cogí varios frutos, pero no podía llevarme agua. Caminé por la orilla del mar sin ver ni casas ni seres humanos. Después de haber andado durante tres días, comencé a asustarme.

– Estoy solo – me decía a mí mismo – en una tierra desierta. ¿Es éste un lugar sin animales, sin pájaros y sin seres vivos?

En ese momento me pareció ver a lo lejos un caballo... Me encaminé hacia él y pude comprobar que era una hermoso animal.

– Un caballo como éste – pensé – tiene que pertenecer a un rey, o a un hombre muy rico.

En ese preciso momento, salió un hombre a toda prisa de una gruta. Empuñaba una gran espada y gritaba, mientras corría hacia mí:

– ¡Todo el que toca un caballo del rey debe morir! ¿Quién sois y qué hacéis aquí?

– Estoy aquí porque Alá es generoso y puso a mi alcance una barrica de agua para salvarme del mar.

Y le conté mi aventura. Entonces él me condujo a la cueva, donde me hizo sentar, dándome alimentos y agua.

– Alá ha sido, en verdad, generoso con vos. Sólo una semana cada año, yo y otros servidores del rey traemos a esta isla sus mejores caballos, porque el aire de aquí es muy bueno para ellos. Está muy alejada de lugares habitados y no habrías encontrado manera de salir sin ayuda. Nosotros partimos mañana, de modo que podrás acompañarnos.

Al día siguiente partí con ellos, montado en uno de los hermosos caballos reales. Por el camino me hablaron de su rey.

– Nuestro rey es el soberano más poderoso de la tierra. Su pueblo le ama y él es bueno y justo con todos. Mercaderes de todos los países acuden a nuestra gran ciudad, que se encuentra próxima al mar.

Cuando llegamos a la ciudad, hablaron de mí al rey y el monarca envió a buscarme y escuchó mi historia.

– Has sido muy afortunado – me dijo –. ¡Alá es magnánimo!

Y ordenó a sus servidores que me facilitasen cuanto quisiera. El rey me tomó cariño. Me llamaba a su presencia una y otra vez y era muy amable conmigo.

Y, como yo hablaba la lengua de gentes de muchos países, me pidió que atendiese a todos los mercaderes y navegantes que llegaban a la ciudad. Desde entonces, yo acudía todos los días a su presencia, para informarle de las mercancías que se comerciaban.

A cada capitán de barco yo le preguntaba por mi querida Bagdad… Cierto día, llegó un gran navío procedente del este. Los comerciantes descargaron sus mercancías y empezaron a comprar y vender en la ciudad. Entonces le pregunté al capitán del barco si quedaba alguna otra mercancía a bordo.

– Estos comerciantes ya no tienen más géneros a bordo – me contestó –, pero quedan algunas cajas en el barco. Un joven mercader emprendió viaje con nosotros y sus pertenencias continúan aquí. Él murió, pues vimos cómo el mar se lo tragaba. Voy a vender sus mercancías a cambio de oro y se lo llevaré a los suyos, que viven en la gran Bagdad.

En ese momento reconocí los rasgos del capitán y le pregunté: – ¿Cuál era su nombre? ¿Cómo se llamaba ese mercader del que me

habláis? – Se llamaba Simbad. Estuve a punto de caerme al suelo sin sentido. No pude contener un

grito y le dije: – ¡Yo soy Simbad! Esas mercancías son mías y os estoy muy

reconocido por haberlas conservado para mí. Escuchad mi historia y me creeréis…

Y le conté mi aventura desde el momento en que trabé conversación con él en Basora. Repetí todo lo que habíamos hablado y le recordé muchas cosas que él y yo habíamos planeado y hecho. Al fin me creyó, y tanto él como los comerciantes que iban en el barco se mostraron muy contentos.

– Casi no podemos creer que estés vivo – decían –, pero Alá es

realmente magnánimo y sois afortunado por haber sido salvado por él. El capitán me devolvió mis mercancías. Escogí de entre ellas un rico

presente para el rey y lo puse bajo sus pies. – ¿Llegaste aquí sin nada y ahora me haces este precioso regalo?

¿Qué ha sucedido? Le conté que había llegado el barco con mis propiedades y él dio

gracias a Alá en mi nombre. Y me hizo un presente aún más precioso que el que yo le había ofrecido. Cuando el barco estuvo dispuesto para partir, acudí de nuevo a presencia del rey y le dije:

– Me siento triste de dejar vuestro hermoso país y a su poderoso y

buen rey, que tan generoso ha sido conmigo. Pero anhelo ver de nuevo mi querida Bagdad.

– Es cierto, Simbad – me contestó –. Debes volver a casa. Has sido

un buen amigo y me has ayudado mucho. Puedes irte, con mis bendiciones. El rey ordenó a sus servidores que llevasen al barco magníficos

regalos para mí: oro y brillantes, maravillosas telas y otros muchos presentes de inapreciable valor.

Después de un largo viaje, el barco fondeó en Basora y pude pronto

volver a Bagdad. Mis amigos sintieron una gran alegría al verme. Yo compré una hermosa mansión y viví aquí, rico y feliz, durante varios años.

Y mañana, si Alá lo permite, os contaré mi segundo viaje”…

Las historias de Simbad de niño me hacían llorar.

LAS AVENTURAS DE PINOCHO (UNA DE ELLAS)

Versión única y casi literal. Aportaciones del libro “Cuentacuentos bilingüe” de Editorial Rueda.

“El viejo Geppeto vivía en un pequeño y destartalado cuartucho,

dentro de un sótano pobremente iluminado. El mobiliario era humilde y sencillo: una silla desvencijada, una cama destartalada y una vieja mesa poco segura. Su trabajo de carpintero no daba para más comodidades.

Un artesano, amigo suyo, mientras reparaba un día la pata de una

mesa, había encontrado en su taller un trozo de madera, que comenzó a lloriquear cuando iba a ser cortado. Muerto de miedo, creyó más seguro desprenderse de él y se lo dio a su amigo Geppeto, que quería hacerse un muñeco.

– ¡Le pondré de nombre Pinocho! – dijo éste... Pero cuando cogió las herramientas y se dispuso a comenzar su

muñeco, oyó una vocecita que gritaba: – ¡Ay, ay! ¡Me haces daño! ¡Asombroso! ¡El trozo de madera que le habían regalado, parecía

haber cobrado vida! Geppeto, emocionado, siguió trabajando con mimo. Terminó la cabeza, le hizo el pelo y la frente y, al acabar los ojos, éstos parecían parpadear y mirarle. Luego, al realizar la nariz, ésta empezó a crecer y crecer. Cuanto más se la cortaba, más crecía…

Pero esto no fue todo: apenas había terminado de hacerle las manos,

sintió que la vieja peluca volaba de su cabeza y el muñeco la colocaba sobre la suya propia, que desapareció dentro de ella. Y, cuando hubo terminado las piernas, el muñeco le dio un puntapié…

Geppeto exclamó: – ¡Bribonzuelo! ¡Aún no he acabado de crearte y ya te burlas de tu

padre!

Entonces cogió al muñeco por debajo de los brazos y lo colocó en el suelo, para enseñarle a andar. Las piernas de Pinocho eran tan rígidas que se movían con dificultad, pero Geppeto lo cogió pacientemente de la mano, enseñándole a dar un paso detrás de otro. Cuando Pinocho pudo mover las piernas con soltura, empezó a andar y a saltar por la habitación sin necesidad de ayuda alguna.

Antes de que Geppeto pudiera pararle, ya había salido por la puerta y

estaba en la calle. El pobre viejo salió en su persecución, pero no pudo agarrarlo. El travieso muñeco corría tan de prisa como se lo permitían sus piernas de madera, y sus pasos apresurados producían más ruido que veinte pares de zuecos.

– ¡Agarradlo! ¡Agarradlo! – gritaba Geppeto. Afortunadamente, un policía se situó en medio de la calle, con las

piernas abiertas, dispuesto a capturar al fugitivo. Lo agarró con destreza de la nariz, que parecía hecha a la medida de su mano y lo condujo de esta manera hasta Geppeto que, pensando en castigar al muñeco, pretendió cogerlo de una oreja, sin conseguirlo. ¡Había olvidado hacérselas! En pocos instantes se caldearon los ánimos, y al final el policía dejó libre a Pinocho y se llevó a Geppeto a la comisaría. Así, mientras Geppeto era conducido, el pícaro Pinocho se marchó tan de prisa como se lo permitían sus piernas. Una vez en casa, abrió la puerta y se desplomó en el suelo, tratando de recuperar el aliento y riéndose, complacido, de todo lo ocurrido.

Cuando Geppeto llegó a casa, ya casi amanecía. Estaba furioso con el

muñeco, pero éste le pidió perdón por haberse escapado y, a pesar de su severa actitud, sus vehementes promesas casi le rompieron el corazón. Sin decir una palabra más, le hizo un trajecito de papel, adornado de flores, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorro con migas de pan. El muñeco se abrazó a su padre y exclamó:

– Para recompensarte, iré de inmediato a la escuela, padre. Lo

primero que necesito es un abecedario. – ¿Y con qué dinero lo consigo? – dijo Geppeto con pesadumbre. No obstante, salió a la calle y volvió al poco tiempo con el

abecedario. Pero su viejo abrigo había desaparecido, aunque fuera estaba nevando. Pinocho comprendió al momento lo que el anciano había hecho y, sin poder contenerse, le echó los brazos al cuello y le colmó de besos.

En cuanto dejó de nevar, Pinocho marchó a la escuela con su abecedario bajo el brazo. Los niños más traviesos se pusieron contentísimos al ver que un muñeco iba a clase… Pero él estaba decidido a estudiar. De hecho, fue el primero en el examen final, nunca llegó con retraso y tuvo siempre buenas notas… Un día, mientras soñaba despierto, creyó oír una música de flautas y tambores. Se paró y escuchó, descubriendo que procedía del final de la calle. Llegado a una plaza llena de gente, que se arremolinaba alrededor de una caseta de lona, pudo averiguar que se trataba de un teatro de títeres.

En cuanto entró, provocó un gran tumulto. – ¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! – decían a coro todos los muñecos, saltando en el escenario.

¡Y había que ver los abrazos y besos que recibió del excitado grupo

de actores y actrices! Justo en ese momento apareció el dueño del teatro… El titiritero llevó aparte a Pinocho y le preguntó por su padre.

– Se llama Geppeto y hace juguetes. – ¿Es rico? – ¿Rico? ¡No tiene un céntimo! Ha tenido incluso que vender su

abrigo para comprarme el abecedario. – ¡Pobre hombre! Me da mucha pena. Toma, llévale estas monedas

con mi saludo. Pinocho le agradeció mil veces su bondad y, antes de marcharse,

abrazó uno a uno a todos los títeres. Y después emprendió el camino de vuelta a casa. Sin embargo, siempre había alguien dispuesto a llevarle por el mal camino… Un zorro tullido y un gato viejo, encapuchados para la ocasión, le salieron al paso.

– ¡La bolsa o la vida! Todo lo que percibía Pinocho de las dos figuras embozadas eran los

centelleantes ojos a través de las ranuras de sus máscaras. No sabiendo éste dónde ocultar sus monedas, las escondió en su boca, bajo la lengua, de modo que no podía hablar ni decir nada.

Fueron inútiles los esfuerzos de los dos encapuchados para saber dónde ocultaba el dinero, de modo que le ataron las manos a la espalda, pusieron una soga alrededor de su cuello y lo colgaron de la rama de un robusto roble.

– ¡Hasta que amanezca! – dijeron –. ¡Para entonces estarás bien

muerto! Pero un hada buena vio, desde la ventana de su morada, cómo el

pobre Pinocho colgaba del árbol, más muerto que vivo y, sintiendo pena, batió palmas dos veces. A su señal, un corpulento halcón voló hasta el alféizar de la ventana, preguntando:

– ¿Qué ordenas, hada buena? – ¿Ves aquel muñeco colgado? Quiero que cortes sus ligaduras con tu

poderoso pico y lo deposites con cuidado sobre la hierba de debajo del árbol.

El hada trasladó al muñeco a su blanca casa y lo colocó en su propia cama. Con sus tiernos cuidados pronto se encontró mejor y le contó al hada lo sucedido. Cuando hubo concluido, le preguntó:

– ¿Y dónde están ahora las monedas que te dio el titiritero? – Debo de haberlas perdido – contestó Pinocho, frunciendo el ceño. Pero mentía, porque las tenía en el bolsillo. Apenas había salido de

sus labios la mentira, su nariz creció más de dos dedos. – ¿Dónde las has perdido? – volvió a preguntar el hada. – En el bosque. Segunda mentira: la nariz creció otros dos dedos. El hada le miró y se

rió. – ¿De que te ríes? – preguntó el muñeco. – De tus mentiras. – ¿Y cómo sabes que digo mentiras?

– Sólo hay dos clases de mentiras: las de patas cortas y las de narices largas. Las tuyas son de estas últimas, naturalmente.

Muerto de vergüenza, Pinocho no sabía dónde esconder su nariz y

rompió a llorar. El hada, sintiendo compasión de él, dio unas palmadas y un buen número de pájaros carpinteros entró volando por la ventana, picoteando la nariz del muñeco que, en pocos minutos, quedó reducida a su longitud normal. El hada le dijo entonces:

– Pinocho, no digas mentiras si no quieres que tu nariz vuelva a

crecer. Ve con tu padre sin entretenerte y llévale esas monedas. Yo te prometo que algún día serás un niño normal…

Agradecido de corazón, Pinocho la abrazó y salió corriendo por el

sendero del bosque. Al llegar a su casa, abrazó a su padre, le dio las monedas y se acostó. Soñó que el hada le sonreía y le decía:

– Ya te he perdonado por tus mentiras y travesuras, Pinocho. Has

aprendido la lección y ahora tu corazón es bondadoso. Consérvalo siempre así.

Cuando despertó, le aguardaba una gran sorpresa: ¡ya no era un

muñeco de madera, sino un muchacho normal, como otro cualquiera! – Dime, padre, ¿qué es lo que ha cambiado? –Tú eres el que ha cambiado, hijo mío. Cuando los niños son buenos

y obedientes, no mienten y piensan en los demás más que en sí mismos, llevan la felicidad a todo lo que les rodea.

– Pero, ¿qué ha sido del muñeco de madera? – preguntó el muchacho. – Aquí está – dijo Geppeto –, señalando a una silla que había en un

rincón. Allí estaba Pinocho el muñeco, sentado en la silla, la cabeza inclinada

a un lado, los brazos caídos e inmóviles y las rígidas piernas colgando”…

Si persistes en mentir, te crecerá la nariz.

PULGARCITA

Versión única y literal. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “Cuentos de Andersen” de Ediciones Susaeta.

“Érase una vez una buena mujer que deseaba tener una hija pequeña,

pero no sabía dónde buscarla. Entonces fue a la casa de una vieja bruja y le dijo:

– Quisiera tener una niña. Dime qué debo hacer para lograrlo.

– Aquí tienes un grano de cebada, diferente a los que siembran los campesinos en sus campos y distinto también a los que comen todas las gallinas del mundo. Plántalo en un tiesto y sucederá algo maravilloso.

Y así lo hizo. Sembró el grano de cebada en una maceta y en seguida nació una flor grande y hermosa, parecida a un tulipán, pero con los pétalos cerrados como un capullo. La mujer besó los pétalos rojos y amarillos y en ese mismo instante la flor se abrió con un chasquido. En efecto, era un tulipán y en el centro del cáliz, sobre los verdes estambres, había sentada una gentil y bella niña, tan pequeña como un dedo pulgar. Por eso le puso el nombre de Pulgarcita.

Una cáscara de nuez le servía de cuna, hojas de violeta eran su colchón y un pétalo de rosa, su sobrecama. Allí dormía por la noche, y durante el día jugaba sobre una mesa, en la cual la mujer había puesto un plato lleno de agua, rodeado de una corona de flores. En una gran hoja de tulipán navegaba Pulgarcita de un lado a otro del plato, usando dos blancas crines de caballo como remos.

Una noche, mientras Pulgarcita dormía plácidamente, un sapo penetró en la habitación por un cristal roto de la ventana y dijo:

– Esta bella mujer será para mi hijo.

Y cogiendo la cáscara de nuez, saltó por el mismo cristal roto y se llevó a la pequeña al jardín. Por allí pasaba un arroyo, en una de cuyas orillas se extendía un pantano donde vivía el sapo con su hijo. Cuando llegó con la pequeña donde se encontraba éste, exclamó:

– La colocaremos en medio del arroyo sobre una ancha hoja de nenúfar, que para ella, tan menuda y ligera, será como una isla, y así no podrá escaparse. Mientras tanto, prepararemos una habitación grande de matrimonio.

El sapo saltó del agua, se acercó a una gran hoja de nenúfar y colocó

sobre ella la cáscara de nuez, en la que dormía Pulgarcita. Por la mañana temprano despertó la pequeña y, al verse rodeada de agua por todas partes y lejos de la orilla, lloró con gran desconsuelo.

El viejo sapo, después de adornar la habitación con juncos y flores amarillas, se dirigió con su feo hijo hacia la hoja donde se encontraba Pulgarcita y le dijo:

– Te presento a mi hijo, tu futuro marido. He preparado para los dos una magnífica vivienda en el fondo del pantano.

Pulgarcita lloró de nuevo con gran pena, pues no deseaba vivir con el horrible sapo ni aceptar a su repugnante hijo por marido. Los peces que nadaban por allí habían escuchado las palabras del sapo y les dio lástima de la linda niña. Tenían que impedir que viviera en el pantano con un sapo tan asqueroso.

Entonces, se reunieron alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con sus dientes y la hoja salió río abajo, llevándose a Pulgarcita lejos de los sapos. Los pájaros, al verla pasar, decían desde los matorrales:

– ¡Nunca habíamos visto una niña tan bella!

Y la hoja continuaba su viaje, alejándose cada vez más. Una bonita mariposa blanca revoloteaba a su alrededor y se posó sobre ella. Pulgarcita, contenta de haber escapado del repulsivo sapo, contemplaba con regocijo las maravillas de la naturaleza, en especial las aguas que los rayos de sol hacían brillar como el oro. La niña se quitó el cinturón, ató un extremo del mismo a la mariposa y otro a la hoja, y así pudo avanzar más rápidamente.

De pronto apareció un gran abejorro y, al verla, atrapó con sus patas el delicado cuerpo de Pulgarcita y se lo llevó a un árbol. La hoja verde siguió río abajo con la mariposa, sin que ésta pudiera soltarse de ella. ¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro voló con ella hacia el árbol! Pero más sufría por la linda mariposa blanca, que ella había atado a la hoja, y que moriría de hambre si no lograba librarse.

El abejorro la sentó sobre la mayor hoja del árbol, le ofreció dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita. Más tarde la visitaron otros abejorros que habitaban en el mismo árbol. Las señoritas abejorros la estudiaron de pies a cabeza y exclamaron, arrugando las antenas:

– ¡Sólo tiene dos pies! ¡Y no tiene antenas! ¡Tiene una cintura muy fina y parece una persona!

– ¡Y es muy fea! – finalizaron a coro, llenas de envidia…

Y, aunque el abejorro que la había raptado la encontraba linda, hizo caso de la conversación que acababa de escuchar. Convencido de que realmente era fea, decidió dejar que se marchara. La bajó del árbol y la depositó sobre una margarita, devolviéndole la libertad. Pulgarcita se puso a llorar, pues creía ser tan fea que ni los abejorros la querían… Pero, la verdad es que no podía ser más bella.

La pequeña pasó todo el verano completamente sola en el bosque. Se tejió un lecho de hierbas y lo colgó de una gran hoja para protegerse de la lluvia. Se alimentaba del néctar de las flores y bebía el rocío que todas las mañanas encontraba sobre las hojas.

Así transcurrieron el verano y el otoño y llegó el invierno, largo y frío. Todos los pájaros que le habían divertido con su canto se marcharon, los árboles perdieron las hojas, las flores se marchitaron y la hoja grande que le servía de techo se arrugó, quedando sólo un tallo amarillo y seco.

La pobre Pulgarcita tiritaba al comenzar la primera nevada del invierno. Con rapidez se envolvió en una hoja seca, pero no logró entrar en calor. Sentía un frío mortal.

Al lado había un gran campo de trigo. Lo habían segado hacía tiempo y sólo asomaban de la tierra helada los secos rastrojos. La infeliz pequeña se adentró en ellos buscando calor y llegó a la madriguera de un ratón de campo.

La entrada era un pequeño agujero, donde vivía el ratón, bien

cómodo y calentito, con su despensa repleta de trigo. Pulgarcita se detuvo ante la puerta como una mendiga, pidiendo uno de los granos, pues llevaba más de dos días sin probar bocado.

– ¡Pobre pequeña! – exclamó el viejo ratón de campo, que en el fondo tenía un buen corazón –. Entra dentro y comerás conmigo. Dentro hace calor y dejarás de tiritar en un instante.

El ratón le tomó afecto a Pulgarcita y volvió a decirle:

– Puedes pasar aquí el invierno, a condición de que limpies la casita y

me relates bonitos cuentos, que me gustan mucho. La niña aceptó la oferta y no tuvo que lamentarse.

– Hoy tendremos visita – dijo un día el viejo ratón –. Mi vecino suele

venir a verme un día por semana. Es más rico que yo, tiene grandes salones y lleva puesta una preciosa piel de terciopelo negro. Si te casaras con él, serías muy feliz. El único problema es que es ciego. ¡Cuéntale los cuentos más bonitos que sepas!

Pero Pulgarcita no deseaba casarse con el vecino, que era un topo.

Éste no tardó en llegar, con su piel de terciopelo negro. La conversación giró en torno a sus riquezas y a su instrucción, pero el topo habló con desprecio del sol y de las flores, que jamás había visto.

El topo, encantado por la voz de la niña, no tardó en enamorarse de ella… Hubiera deseado un matrimonio feliz, pero no dijo nada, pues era muy prudente. Para congraciarse con sus vecinos, invitó al ratón y a Pulgarcita a pasearse por una larga galería subterránea que él había excavado, al tiempo que les advertía:

– No os asustéis. En el corredor hay un pájaro muerto, que alguien ha enterrado aquí a comienzos del invierno.

Cuando llegaron al lugar donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó su ancho hocico contra el techo de la galería y, empujando la tierra, abrió un agujero para que penetrara la luz del sol. En medio del pasillo había tendida una golondrina, con las alas apretadas contra los costados y la cabeza oculta bajo las plumas. El pobre pájaro había muerto sin duda de hambre.

La visión impresionó mucho a Pulgarcita, pues quería mucho a los pájaros que, durante todo el verano, la habían acompañado con sus cantos. Pero el topo empujó a la golondrina con sus patas y dijo:

– Ya no volverá a cantar. ¡Es una verdadera pena haber nacido pájaro! Estos desgraciados se mueren de hambre en el invierno.

Pulgarcita no dijo nada, pero en cuanto sus dos acompañantes

volvieron la espalda al pájaro, se inclinó sobre éste y, apartando las plumas que cubrían su cabeza, besó con ternura sus ojos cerrados.

– Tal vez seas la misma golondrina que cantaba tan gentilmente para

mí este verano. ¡Pobrecilla, cómo te compadezco!

El topo volvió a tapar el agujero y acompañó al ratón y a Pulgarcita hasta su casa. La pequeña no pudo dormir en toda la noche. Saltó de la cama, tejió con heno un bonito tapiz y fue a tenderlo sobre el pájaro muerto. Hecho esto, puso en cada costado un poco de algodón que encontró en la madriguera del ratón, para que no sintiera el frío de la tierra.

– ¡Adiós! – exclamó con pena –. Gracias por tu bello canto que me alegraba tanto durante la dulce temporada del verano, cuando yo podía admirar el verdor de los árboles y calentarme al sol.

Y, diciendo esto, apoyó su cabeza sobre el pecho de la golondrina, pero la retiró en seguida, porque había sentido un ligero latido. Era el corazón del pájaro, que no estaba muerto, sino aletargado. El calor lo había devuelto a la vida. Pulgarcita colocó más algodón alrededor de la pobre golondrina, buscó una hoja para que le sirviera de cubrecama y la extendió sobre su cabeza.

A la noche siguiente volvió a ver a la enferma y la encontró viva, pero tan débil que sus ojos apenas se abrieron un instante…

– ¡Gracias, mi linda pequeña – dijo el pájaro enfermo –. Me has hecho entrar en calor. Pronto habré recobrado mis fuerzas y volveré a volar bajo los rayos del sol.

– Fuera hace mucho frío – exclamó Pulgarcita –. Hiela y nieva. Quédate en tu cama calentita y yo te cuidaré.

Pulgarcita le trajo agua en el pétalo de una flor. El pájaro, después de beber, le contó que se había lastimado un ala en un zarzal espinoso y por eso no había podido volar hacia África con el resto de sus compañeras…

Durante todo el invierno, sin que lo supieran el ratón y el topo, Pulgarcita cuidó a la golondrina con el mayor cariño. Y, cuando llegó la primavera y los rayos del sol comenzaron a calentar la tierra, el pájaro se despidió de la niña… Ésta volvió a abrir el agujero que el topo hiciera un día en la bóveda de la galería.

La golondrina propuso a su bienhechora marcharse con ella al verde bosque, montada sobre su lomo. Pero Pulgarcita sabía que su partida causaría una enfermedad al viejo ratón de campo y dijo:

– No puedo irme contigo. ¡Lo sentiría tanto mi viejo amigo! – ¡Adiós, pues, mi linda pequeña! – exclamó la golondrina,

emprendiendo el vuelo hacia los rayos del sol. Pulgarcita la vio alejarse con lágrimas en los ojos. ¡Quería tanto a la

gentil golondrina!

– Este verano tendrás que preparar tu ajuar – le dijo un día el ratón –. El topo ha pedido tu mano. Para casarte con él, debes estar equipada de vestidos y ropa de cama.

La pobre Pulgarcita tuvo que coger el huso… El ratón de campo contrató a cuatro arañas, que tejían día y noche para ella. El topo las visitaba cada tarde y decía complacido:

– Pronto terminará el verano. El sol dejará de quemar y resecar la tierra, y entonces será el momento de celebrar la boda.

Mientras esperaba ese momento, todos los días, a la salida y a la puesta del sol, Pulgarcita se deslizaba hasta la puerta de la madriguera y, a través de las espigas, agitadas por le viento, contemplaba el azul del cielo, admirando la belleza de la naturaleza y pensando en su querida golondrina…

Al llegar el otoño, Pulgarcita ya tenía listo su ajuar. El ratón de campo le decía, al ver su triste cara:

– Deberías considerarte muy dichosa de casarte con un hombre tan distinguido. ¡Ni la misma reina tiene una piel de terciopelo negro como la suya! Deberías dar gracias a Dios por haber encontrado un novio con una despensa tan repleta…

Y llegó el día de la boda. El topo se presentó para llevarse a la linda niña a vivir con él debajo de la tierra, donde no volvería a ver más el brillante sol. El ratón de campo, por lo menos, la dejaba salir a la puerta…

– ¡Adiós, hermoso sol! – dijo con voz afligida, levantando los brazos al cielo –. Estoy condenada a vivir para siempre en este lugar tan triste, donde no brillan tus rayos. Si en algún momento ves a la golondrina, salúdala de mi parte…

En ese mismo instante miró hacia arriba y… Era la golondrina que pasaba, mostrando una enorme alegría al ver a Pulgarcita.

Descendió con rapidez y se posó al lado de su pequeña bienhechora.

Pulgarcita le contó que la querían casar con el horrible topo, que vivía bajo tierra, donde el sol nunca penetraba. Y, mientras hablaba, vertió un torrente de lágrimas junto a su amiga querida.

– Se acerca el invierno – dijo la golondrina –, y yo me voy a tierras cálidas. ¿Quieres venir conmigo? Monta en mi espalda y átate con tu cinturón. Huiremos del feo topo y de su oscura madriguera, muy lejos, más allá de las montañas, donde el sol brilla más que aquí, el verano es eterno y las flores florecen cada día. Vente conmigo, querida Pulgarcita. Tú me salvaste la vida cuando yacía medio muerta de frío en el oscuro subterráneo. Tengo una deuda contigo, que estoy dispuesta a saldar ahora mismo…

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Me iré contigo!...

Y, sentada en el lomo del pájaro, se ató con su cinturón a la pluma

más resistente y emprendieron el vuelo, cruzando bosques, mares y altas montañas cubiertas de nieve.

Pulgarcita se resguardó del frío entre las calientes plumas de la

golondrina, dejando únicamente al descubierto su cabecita para poder admirar las bellezas que se ofrecían a su vista.

Así llegaron a las tierras cálidas, donde el cielo es dos veces más alto, las viñas con sus frutos azules y rosados crecen en todos los ribazos, se ven grandes huertas de limoneros y naranjos, los niños corretean en los caminos jugando con grandes mariposas multicolores y miles de maravillosas plantas exhalan sus perfumes.

La golondrina le dijo nada más llegar:

– Elige la flor más bonita que veas y en ella te dejaré. Yo haré todo lo posible para que te sientas feliz.

Y, en el pétalo mayor de una bonita flor, depositó la golondrina a Pulgarcita. Ésta estaba embelesada con todas las maravillas que le rodeaban en un lugar tan encantador. Pero, ¡enorme sorpresa!: en el cáliz de la flor había un hombrecillo blanco y transparente, como de cristal, y apenas de una pulgada de alto. Llevaba en la cabeza una corona de oro y en sus espaldas, unas brillantes alas. ¡Era el ángel de la flor!

– ¡Dios mío, qué guapo es! – susurró Pulgarcita al oído de la

golondrina. Éste, al descubrir a Pulgarcita, se puso muy contento, porque era la

muchacha más linda que había visto en su vida. Entonces, se quitó la corona y la colocó sobre la cabeza de ella. En ese mismo momento y, sin pensárselo dos veces, le preguntó su nombre y la pidió por esposa…

¡Qué diferencia entre aquel guapo pretendiente y el hijo del sapo o el topo de terciopelo negro!

Pulgarcita aceptó encantada, y al punto salieron de cada flor una dama y un caballero para llevarle sus regalos. El mejor de todos fue un par de alas transparentes que le ofreció una gran mosca blanca. Prendidas a sus espaldas, permitían a Pulgarcita volar de flor en flor.

La golondrina, desde su nido, dedicó a los novios sus más bellas canciones, aunque en el fondo de su corazón sentía una gran tristeza por tener que separarse algún día de su bienhechora.

Y así ocurrió cuando pasó el buen tiempo y la golondrina tuvo que retornar en su anual viaje migratorio…

– ¡Adiós, adiós! – cantó la golondrina –. El año que viene volveremos a vernos.

Y, cuando hubo llegado a Dinamarca, su nuevo destino, volvió a

instalarse encima de la ventana donde el autor de este cuento esperaba su regreso. Fue así y sólo así como él pudo conocer esta bonita historia”…

Los cuentos de este danés a todos nos hacen bien.

LA SIRENITA

Versión única y casi literal. Cuento original de Hans Christian Andersen. Aportaciones del libro “La sirenita y otros cuentos”. Editorial Anaya.

“Justo en la mitad del mar, el agua es azul y transparente como el más puro cristal; pero es tan profunda, que ni la más larga cadena de ancla podría alcanzarla nunca. Allá abajo, en dicha profundidad, vive el pueblo del mar donde ocurrió esta historia.

Por todas partes crecen allí árboles y plantas prodigiosas, con hojas y tallos tan flexibles, que al menor movimiento del agua, se agitan como si estuviesen vivos. Los peces, grandes y pequeños, se deslizan por entre las ramas igual que los pájaros por el aire.

En lo más hondo está el castillo del rey del mar. Sus muros de coral y sus largas ventanas son del ámbar más transparente, y el techo está construido con conchas, que se abren y se cierran con los movimientos del agua.

El rey del mar es viudo desde hace muchos años, siendo su anciana madre quien lleva el peso de la casa. Sólo pueden decirse de ella cosas buenas, sobre todo porque quiere mucho a las princesitas del mar, sus lindas nietas. Son seis niñas preciosas, aunque la más joven es la más bella de todas. Su piel es suave y delicada como un pétalo de rosa; y sus ojos, azules como el mar profundo. Igual que sus hermanas, no tiene piernas y su cuerpo, como el de todas las sirenas, termina en una bonita cola de pez.

Las seis hermanas pasan el largo día jugueteando en el palacio, en el gran salón donde crecen flores vivas en medio de las paredes. Las grandes ventanas de ámbar están abiertas y los peces entran nadando, igual que en nuestras casas entran las golondrinas. Cuando abrimos las ventanas, se acercan a las princesitas, comen de su mano y se dejan acariciar por ellas. Fuera del castillo hay un gran jardín con árboles azules y rojos como el fuego. Por encima crece un asombroso arrecife. Cada princesita tiene su propia parcela en el jardín, y en ella puede cavar y plantar lo que le plazca.

La pequeña es una niña extraña, callada y pensativa. Mientras las demás hermanas se engalanan con las cosas más extrañas que cogen de los barcos hundidos, ella sólo quiso una estatua de mármol: un precioso muchacho esculpido en blanca piedra brillante, que había caído al fondo del mar en un naufragio.

No había para ella mayor deleite que oír hablar de los seres humanos de allá arriba. La anciana abuela les contaba muchísimas historias sobre barcos y ciudades, hombres y animales, y sobre todo le encantaba que allá arriba en la tierra las flores olieran, pues aquello no sucedía en el fondo del mar, y que los bosques fueran verdes y que los pájaros que se veían entre las ramas cantaran bellas melodías.

– Cuando cumpláis quince años – les decía la abuela – se os permitirá

subir a la superficie del mar, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los grandes barcos que pasan por delante de los bosques y las ciudades que hay allí.

La mayor de las hermanas cumpliría quince primaveras muy pronto. Pero a la más joven le quedaban aún cinco largos años antes de poder salir del fondo del mar, para ver cómo era nuestro mundo. ¡Había tantas cosas que quería conocer de él!...

Ninguna de las hermanas tenía tantas ganas como ella. Precisamente ella, que era la que más tenía que esperar y que era callada y pensativa. Muchas noches se apoyaba en la ventana abierta y miraba a través del agua de color azul oscuro, donde los peces agitaban sus aletas y sus colas. Podía ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían mucho más grandes que a nuestros ojos.

La mayor de las princesas cumplió por fin quince años y la autorizaron a subir a la superficie del mar. Cuando volvió tenía cientos de cosas que contar, pero lo más hermoso, según dijo, fue tumbarse a la luz de la luna en un banco de arena en medio del mar tranquilo, muy cerca de la costa, y ver la gran ciudad, donde brillaban luces como centenares de estrellas. Desde allí oyó la música y el ruido y el alboroto de los carruajes y las personas, vio numerosos campanarios de las iglesias y escuchó el tañer de las campanas.

¡Oh, con qué atención escuchó este relato la hermana pequeña! Aquella noche pensó en la gran ciudad con todo aquel ruido y ajetreo, y hasta creyó oír las campanas de las iglesias que repicaban para ella.

Al año siguiente le tocó el turno a la segunda hermana. Salió a la superficie justo cuando el sol se estaba poniendo y el espectáculo que se ofreció ante ella fue maravilloso. ¡Todo el cielo parecía de oro! Las nubes se deslizaban rojas y violetas por encima de ella, pero mucho más deprisa que las nubes fue el vuelo, como un largo velo blanco, de una bandada de cisnes salvajes que se dirigía hacia el sol.

Al año siguiente subió la tercera de las hermanas. Era la más atrevida de todas y entró nadando por un ancho río que desembocaba en el mar. Vio preciosas colinas verdes con viñedos, palacios y granjas que asomaban entre los majestuosos bosques. Oyó cantar a los pájaros y el sol brillaba tan caliente, que hubo de zambullirse muy dentro del agua para poder refrescar su rostro ardiente. En una pequeña ensenada encontró un tropel de niños humanos. Completamente desnudos, corrían y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero huyeron despavoridos. Jamás podría olvidar los majestuosos bosques, las verdes colinas y los preciosos niños que nadaban en el agua sin tener cola de pez.

Y también les tocó el turno a la cuarta y a la quinta hermana, que contaron maravillas sin cuento a la más pequeña…

– ¡Ay, si tuviera ya quince años! – decía a punto de llorar –. Estoy

segura de que me encantará el mundo de allá arriba y los humanos que viven en él.

Pero todo llega y al fin cumplió la esperada edad…

– Ha llegado tu momento – le dijo su abuela –. Ven y déjame que te engalane igual que a tus hermanas.

Y le puso una guirnalda de lirios blancos en el pelo y la adornó con ocho grandes ostras que se pegaron a la cola de la princesa, para que ésta pudiese hacer ostentación de su rango.

– ¡Adiós! – dijo, y subió ágil y ligera por el agua, como una burbuja.

El sol acababa de ponerse cuando su cabeza emergió del agua, pero las nubes brillaban todavía como las rosas y el oro, y en el cielo rojizo lucía la estrella vespertina bellísima y luminosa. El aire era suave y fresco, y el mar estaba quieto como un espejo.

Había un gran barco que sólo tenía izada una vela, porque no hacía viento. Sonaban música y cánticos, y según la tarde se iba haciendo más oscura, se fueron encendiendo luces multicolores. La sirenita fue nadando hacia el ojo de buey del camarote y pudo ver a través de los vidrios transparentes a muchos seres humanos bellamente ataviados. Pero el más apuesto de todos era el joven príncipe de grandes ojos negros.

No tendría más de dieciséis años y celebraba su cumpleaños. Los marineros bailaban en cubierta y cientos de cohetes estallaron en el aire. Parecía como si todas las estrellas del cielo estuvieran cayendo sobre ella.

Nunca había visto unos fuegos artificiales como aquellos. Grandes

soles se abrían con estruendo a su alrededor, bellísimos peces de fuego ascendían zigzagueando por el cielo azul y el resplandor se reflejaba en el mar tranquilo y transparente.

En el barco había tanta luz que se podía ver fácilmente a cada hombre. ¡Oh, qué apuesto era el joven príncipe, que estrechaba la mano a todos, y sonreía, mientras la deliciosa noche se llenaba de música!

Se hacía tarde, pero la sirenita no podía apartar sus ojos del barco y del guapísimo príncipe… De repente, comenzó una tormenta espantosa. El barco se columpiaba a enorme velocidad sobre el mar embravecido y el agua se elevaba en grandes montañas negras. Quería derribar el mástil, pero el barco se zambullía como un cisne entre las altas olas y volvía a levantarse sobre las montañas de agua.

El barco crujía y crepitaba, y las gruesas tablas se combaban con los embates del mar, que penetraba en la nave. El mástil se rajó por la mitad como una caña y el barco se inclinó hacia un lado, mientras el agua entraba en el casco.

La sirenita se dio cuenta entonces de que estaban en peligro… Incluso ella tenía que tener cuidado con los maderos y los fragmentos del barco que flotaban por el agua. Por unos instantes la oscuridad era negra como el carbón, y la sirenita no podía ver nada en absoluto. Pero, cuando había un nuevo relámpago, se volvían a reconocer todas las cosas del barco. Cada uno se salvaba como podía…

Buscó al joven príncipe y lo vio. El barco se deshizo por completo y el príncipe se hundió en el profundo mar. La sirenita nadó entre las tablas y las planchas olvidando que podían aplastarla, se sumergió y volvió a aparecer entre las olas, y por fin llegó junto al joven príncipe, que casi no podía seguir manteniéndose a flote en aquel mar embravecido. Sus brazos y sus piernas empezaban a agotarse y sus bellos ojos se cerraron. La sirenita le mantuvo la cabeza sobre el agua y dejó que las olas los llevaran a donde ellas quisieran.

Al amanecer, la tormenta había cesado. Del barco no se veía ni una astilla. El sol apareció rojo y brillante sobre la superficie del agua. Las mejillas del príncipe parecieron recibir nueva vida del sol, pero sus ojos continuaban cerrados. La sirena besó su bella y despejada frente y acarició su cabello. Pensó que se parecía a la estatua de mármol de su jardín y volvió a besarlo deseando que viviera.

La sirenita vio ante ella tierra firme y altas montañas azules en cuyas

cumbres brillaba la nieve. Abajo, en la orilla, había espléndidos bosques verdes, y en primer plano una iglesia o convento. Limoneros y naranjos crecían en el jardín, y ante el portal se alzaban altas palmeras. Nadó hasta allí con el apuesto príncipe y lo puso sobre la arena, pero con mucho cuidado para que la cabeza quedara en alto, recibiendo la cálida luz del sol.

Repicaron entonces las campanas del gran edificio blanco y llegaron muchas niñas hacia la orilla. La sirenita se alejó nadando y se ocultó sobre unas altas rocas que descollaban por encima del agua, se puso espuma de mar en el pelo y en el pecho para que nadie pudiese verle la cara y observó. Quería ver quién llegaba hasta el pobre príncipe.

No pasó mucho rato sin que una bella muchachita llegara hasta él. Pareció asustarse mucho al verlo e hizo venir a otros seres humanos. La sirena vio al príncipe revivir y sonreír a los que le rodeaban, pero a ella no le sonrió, pues no sabía que era ella quien lo había salvado. La sirenita se sintió muy triste cuando condujeron al príncipe al interior del gran edificio, se zambulló apenada en el agua y regresó al palacio de su padre.

Siempre había sido callada y pensativa, pero ahora lo era mucho más. Sus hermanas le preguntaron qué había visto en su primera visita, pero ella no contó nada. Muchas tardes y mañanas subía donde había dejado al príncipe, pero al no poder verlo regresaba más triste a su casa. Su único consuelo era sentarse en su jardín y abrazar la bella estatua de mármol que tanto se parecía a él.

Finalmente no pudo resistir más y se lo contó a una de sus hermanas y a alguna de sus amigas íntimas. Una de ellas sabía quién era el príncipe y dónde estaba su reino. Y, cogidas del brazo, subieron hasta la superficie del mar, formando una larga fila, y se dirigieron a donde estaba su palacio…

Ahora ya sabía la sirena dónde vivía y allá se dirigió muchas tardes y muchas noches, mirando al joven príncipe, que se creía solo, a la clara luz de la luna. Lo vio muchas tardes navegando en su preciosa barca, donde sonaba música y ondeaban banderas al viento. La sirena se asomaba a mirar entre los verdes juncos, con el viento jugueteando con su largo pelo…

Muchas noches escuchó a los relucientes peces contar muchas cosas buenas sobre el joven príncipe, y se alegraba de haberle salvado la vida cuando flotaba medio muerto entre las olas, y recordaba su cabeza reposando sobre su pecho, y con qué dulzura lo había besado. Él no sabía que ella existía y no podía ni siquiera soñar con ella.

Cada vez amaba más a los seres humanos y cada vez deseaba más

ardientemente irse a vivir con ellos. Ansiaba conocer tantas cosas, que todos los días le preguntaba a su abuela:

– ¿Los humanos pueden vivir siempre? ¿No mueren como nosotros, la gente del mar?

– ¡Claro que mueren! – contestaba la anciana –. Y además sus vidas son más cortas que las nuestras. Nosotros llegamos a los trescientos años pero, cuando dejamos de existir, nos convertimos en espuma de mar. Ni siquiera tenemos una tumba en medio de aquello a lo que amamos. Nosotros no tenemos alma inmortal y no podemos seguir viviendo. ¡Somos como los verdes juncos, que cuando se cortan no vuelven a reverdecer! En cambio, los seres humanos tienen un alma que sigue viviendo después de que el cuerpo se haya convertido en polvo. ¡Se eleva hasta las estrellas por el claro cielo! Igual que nosotros salimos del mar para ver las tierras de los hombres, ellos suben a maravillosos lugares desconocidos que nosotros no podremos ver jamás.

– ¿Por qué no tenemos alma inmortal nosotros? – decía tristemente la sirenita –. Yo daría todos los cientos de años que me quedan de vida, para poder ser humana un solo día y tener luego mi parte en ese mundo celestial.

– ¡Ni lo pienses! – contestaba la anciana –. Nosotros somos más felices que ellos y nuestra vida es mejor que la de los hombres que habitan allá arriba.

– Yo también moriré y me evaporaré como la espuma del mar, no

oiré la música de las olas ni veré las preciosas flores ni el rojo sol. ¿No puedo hacer nada para conseguir un alma eterna?

– Sólo si un humano te amara, de tal modo que llegaras a ser para él más importante que su padre o su madre; si todo su amor y todos sus pensamientos se derramaran sobre ti y el sacerdote pusiera su mano derecha sobre la tuya e hicierais un juramento de fidelidad por los siglos de los siglos, sólo entonces entraría en tu cuerpo un alma y podrías gozar de la felicidad del ser humano.

La pobre sirenita pensaba continuamente en el mundo de allá arriba. No podía olvidar al apuesto príncipe y su pena era cada vez más honda por carecer de un alma inmortal como la que él tenía. Y se decía a sí misma:

– Ahora estará él navegando allá arriba: él, a quien amo más que a mi padre y a mi madre, sobre quien se derraman mis pensamientos a todas horas y en cuya mano quiero poner la felicidad de toda mi vida. Lo arriesgaré todo para conseguirlo, a él y a su alma inmortal. Iré a la bruja del mar, pues quizá ella sepa cómo ayudarme.

La sirena salió de su jardín y se dirigió a los espumeantes remolinos,

detrás de los cuales vivía la bruja.

– ¡Ya sé lo que quieres, mi bella princesa! – dijo la bruja al verla llegar –. Quieres librarte de tu cola de pez y tener en su lugar dos columnas para poder caminar igual que los humanos, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguir tu alma inmortal.

Y continuó diciendo:

– Te prepararé una bebida. Antes de que salga el sol nadarás hacia la costa, te sentarás en la orilla y te beberás mi poción. Entonces la cola se te rajará y se irá apretando hasta formar lo que los humanos llaman unas piernas preciosas, pero dolerá como si te estuvieran atravesando con una afilada espada. Conservarás tu andar ondulante y no habrá bailarina que pueda igualarte, pero cada paso que intentes dar será como si pisaras un cuchillo afilado y sangrarás. ¿Estás dispuesta a sufrir todo eso?

– ¡Sí! – dijo la princesita con voz trémula, pensando en el príncipe y en conseguir un alma inmortal.

– ¡Pero, tendrás que pagarme! – dijo la bruja –. Y no es poco lo que voy a pedirte. Tienes la voz más bella de las profundidades del mar y piensas hechizar con ella al príncipe, pero quiero que me la regales a mí. Lo mejor que tú posees, te lo pido yo a cambio de mi valiosa bebida.

– Pero, si te doy mi voz, ¿qué me quedará a mí?

– Tu preciosa figura, tu caminar ondulante y tus expresivos ojos. Con ellos podrás fascinar a cualquier ser humano. Anda, saca tu lengüecita y te la cortaré en pago por mi poderosa bebida.

– ¡Así sea! – fueron sus palabras…

– Aquí tienes la bebida – dijo la bruja, cortando la lengua a la sirenita, que se quedó totalmente muda, sin poder hablar ni cantar.

Su corazón parecía romperse de dolor antes de marcharse. Se deslizó

entre el jardín de su casa, cogió una flor de cada uno de los macizos de sus hermanas, lanzó con sus dedos miles de besos hacia el castillo y ascendió por el oscuro mar azul. Aún no había salido el sol, cuando vio el palacio del príncipe. La hermosa luna brillaba luminosa.

La sirenita bebió la ardiente y picante bebida que le había dado la bruja y sintió como si una espada de doble filo atravesara sus delicados miembros. Se desmayó y quedó como muerta. Cuando el sol comenzó a brillar sobre el mar, se despertó sintiendo un dolor abrasador, pero a su lado estaba el apuesto y bello príncipe clavando en ella sus ojos negros como el carbón.

Ella bajó los suyos y vio que su cola de pez había desaparecido y que en su lugar había dos piernecitas blancas, más bellas que las de cualquier muchacha. Pero estaba completamente desnuda y se cubrió con sus largos cabellos. El príncipe le preguntó quién era y de dónde había venido, y ella lo miró dulce y triste con sus ojos de color azul marino, pues no podía hablar. Él la tomó entonces de la mano y la condujo al palacio.

Cada paso que daba, tal y como le había anunciado la bruja, era para ella como pisar sobre puntiagudas leznas y afilados cuchillos, pero lo sufrió gustosa. De la mano del príncipe subió la escalinata, ligera como una burbuja, y todos quedaron admirados por su precioso andar ondulante.

Le pusieron costosos vestidos de seda y muselina. Era la más bella del palacio, pero era muda: no podía cantar ni hablar. Bellísimas esclavas cantaron para el príncipe y sus reales padres. La sirenita se entristeció, porque sabía que ella sabía cantar muchísimo mejor que todas las demás.

– ¡Oh, si el príncipe supiera que, para estar a su lado, he tenido que perder mi voz para siempre!

Las esclavas empezaron entonces a bailar preciosas danzas al son de una música deliciosa. La sirenita alzó sus bellos brazos blancos, se puso de pie sobre las puntas de los dedos y bailó ondulante como nadie había danzado jamás. Con cada movimiento su belleza se hacía aún más patente y sus ojos hablaban al corazón, con mucha más hondura que el anterior canto de las esclavas.

Todos quedaron fascinados, sobre todo el príncipe, que la llamó “mi preciosa huerfanita”. Ella danzaba y danzaba, aunque cuando sus pies tocaban el suelo, era como si pisara sobre afilados cuchillos.

El príncipe dijo que quería que se quedara siempre a su lado, y le

permitió dormir a la puerta de su aposento sobre una almohada de terciopelo.

Durante el día cabalgaba con el príncipe por los perfumados bosques, donde las verdes ramas les acariciaban los hombros y los pajarillos cantaban detrás de las frescas hojas. Trepó con el príncipe a las altas montañas, y aunque sus delicados pies sangraban, ella reía y seguía con él hasta que veían las nubes flotando bajo ellos, como una bandada de pájaros que volaba hacia lejanas tierras.

Y por las noches, mientras los demás dormían, ella refrescaba sus ardientes pies con el agua fría del mar, y entonces pensaba en los que vivían allá abajo, en las profundidades.

Una noche llegaron sus hermanas cogidas del brazo, cantando muy preocupadas. La sirenita les hizo señas, la reconocieron y le contaron lo tristes que se habían quedado todos sin ella. Luego volvieron a visitarla todas las noches…

Día a día el príncipe iba tomándole más aprecio, la quería como se

puede querer a un niñito cariñoso, pero ni siquiera se le pasaba por la imaginación convertirla en su reina. Pero ella tenía que ser su mujer, porque si no, jamás conseguiría un alma inmortal y se convertiría en espuma de mar la mañana de sus esponsales.

– ¿No me quieres más que a nadie? – parecían decir los ojos de la sirenita cuando él la tomaba en sus brazos y le besaba su hermosa frente.

– Claro que te quiero más que a nadie – decía el príncipe –, porque eres la que tiene mejor corazón, me eres fiel y me recuerdas a una muchacha que vi una vez, pero seguramente jamás volveré a ver. Yo iba en un barco que zozobró. Las olas me arrojaron a tierra muy cerca de un precioso templo donde servían varias muchachas. La más joven de ellas me encontró en la orilla y me salvó la vida. Sólo a ella podré amar en este mundo. Tú te pareces a ella y casi sustituyes a su imagen en mi alma. Ella pertenece al sagrado templo. Por eso mi buena suerte te ha enviado a mí y jamás nos separaremos. – ¡Ay, él no sabe que fui yo quien le salvó la vida! – pensó la sirena –. Yo lo llevé por el mar hasta el bosque donde estaba el templo. Yo me senté tras las rocas a esperar que llegara algún ser humano. Yo vi la hermosa muchacha a la que ama más que a mí. La muchacha pertenece al sagrado templo y no volverán a verse. Yo, en cambio, estoy con él, lo veo todos los días, quiero cuidarlo, amarlo y ofrendarle mi vida.

Pero el príncipe tenía que casarse y se concertaron bodas con la hija

del rey vecino.

– Tengo que viajar a conocer a la hermosa princesa con la que mis padres desean casarme. Pero no podrán obligarme a traerla a casa como mi novia. No puedo amarla. No se parece a la hermosa muchacha del templo, a la que tú sí te pareces. Si alguna vez tuviera que elegir novia, serías tú, mi muda huerfanita de ojos que hablan.

Y la besaba en la roja boca y jugueteaba con sus cabellos, mientras ella apoyaba la cabeza en su corazón para soñar en la felicidad y en el alma inmortal.

Y el barco que conducía al príncipe y a la sirenita entró en el puerto de la magnífica ciudad del rey vecino. Todas las campanas de las iglesias repicaban y en las altas torres tocaban las trompetas, mientras los soldados formaban con ondeantes banderas y brillantes bayonetas. Había fiestas todos los días y los bailes y las recepciones se sucedían sin cesar. Pero la princesa aún no había llegado. Estaba muy lejos, en el templo sagrado, aprendiendo las virtudes de una reina. Por fin llegó.

La sirenita estaba ansiosa por ver su belleza y hubo de reconocer que jamás había visto figura tan hermosa.

– ¡Eres tú! – dijo el príncipe entusiasmado –. Tú, la que me salvó cuando yacía como un cadáver en la playa. ¡Oh, qué feliz soy!

Y la sirenita le besó la mano, mientras se le rompía el corazón. A la mañana siguiente de su boda moriría y se transformaría en espuma del mar.

Repicaron las campanas de todas las iglesias y los heraldos recorrieron las calles anunciando el compromiso. En todos los altares ardía aceite aromático en costosas lámparas de plata. Los sacerdotes movían los incensarios, mientras el novio y la novia se daban la mano y recibían la bendición del obispo.

La sirenita estaba vestida de seda y oro y sostenía la cola de la novia, pero sus oídos no escuchaban la música festiva, ni sus ojos veían la sagrada ceremonia. Sólo pensaba en la noche de su muerte, en todo lo que había perdido en el mundo.

Sabía que aquella era la última noche que vería al príncipe, a aquél

por quien había abandonado su familia y su hogar, por quien había sacrificado su maravillosa voz y por quien había sufrido día a día tormentos interminables sin que él se diera nunca cuenta de ello. No tenía alma y no podría tenerla nunca.

El príncipe besó a la hermosa novia y ella jugueteó con sus cabellos negros. Y, cogidos del brazo, fueron a descansar en la magnífica tienda que el rey les había preparado.

La sirenita buscaba la aurora y el primer rayo de sol que habría de matarla. Entonces vio a sus hermanas, que subían a la superficie del agua. Sus largos y hermosos cabellos ya no ondeaban con la brisa.

– Se los hemos dado a la bruja, para que nos ayudara a salvarte esta noche. Nos ha dado este cuchillo. Clávalo, antes de que salga el sol, en el corazón del príncipe. Cuando su sangre caliente caiga sobre tus piernas, éstas volverán a unirse formando una cola de pez y volverás a ser una sirena. Podrás zambullirte con nosotras en el agua y vivir trescientos años antes de convertirte en espuma de mar. Mata al príncipe y vuelve con nosotras. Apresúrate. Dentro de unos minutos se alzará el sol y morirás.

Y, lanzando un suspiro increíblemente profundo, se sumergieron entre las olas.

La sirenita levantó el tapiz de púrpura que cerraba la tienda y vio a la hermosa novia con la cabeza apoyada en el pecho del príncipe. Miró el afilado cuchillo y clavó sus ojos en el príncipe, que pronunciaba entre sueños el nombre de su amada. Sólo a ella tenía en el pensamiento. Y el cuchillo tembló en manos de la sirena…

Y entonces lo arrojó muy lejos, hacia las olas, que brillaron

enrojecidas. Miró otra vez al príncipe, con los ojos ya casi vidriosos. Se arrojó al mar y sintió cómo sus miembros se iban convirtiendo lentamente en espuma”.

¡Pobre sirenita muda! Igual que la humanidad, anhelas ser aceptada, pero te ves condenada a exclusión y soledad.

EL GIGANTE EGOÍSTA

Versión única y literal. Cuento original de Óscar Wilde. Colección “Cuentos escogidos” de Ediciones Gaviota.

“Todas las tardes, al volver de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del gigante. Era un precioso y extenso jardín, con suave y verde césped. Por aquí y por allá había hermosas flores que parecían estrellas sobre la hierba, y doce melocotoneros que, en primavera, se cubrían con delicadas flores y en otoño daban abundantes frutos. Los pájaros, posados en los árboles, cantaban tan dulcemente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

– ¡Qué felices somos aquí! – se gritaban unos a otros.

Un día volvió el gigante y vio a los niños jugando en su jardín…

– ¿Qué estáis haciendo aquí? – gritó con áspera voz…

Y los niños salieron corriendo…

– ¡Mi jardín es mío y sólo mío! ¡No permitiré que nadie más que yo juegue en él!

Al día siguiente levantó una tapia muy alta alrededor y puso un letrero con grandes letras: prohibido el paso bajo pena de multa.

¡Era un gigante muy egoísta! Los pobre niños no tenían ahora dónde jugar y vagabundeaban alrededor de las altas tapias al salir de la escuela.

– ¡Qué felices éramos allí! – se decían unos a otros.

Y llegó la primavera, y hubo florecillas y pajarillos por todas partes. Sólo en el jardín del gigante egoísta era aún invierno. A los pájaros no les apetecía cantar en él porque no había niños, y los árboles se olvidaron de florecer. Una hermosa flor sacó la cabeza fuera del césped, pero cuando vio el letrero le dio tanta pena de los niños, que se metió de nuevo en la tierra y se puso a dormir. Los únicos que estaban satisfechos eran la nieve y la escarcha…

– La primavera se ha olvidado de este jardín – exclamaban –. Así que viviremos aquí todo el año.

La nieve cubrió el césped con su gran manto y la escarcha pintó de plata a todos los árboles…

– No entiendo por qué viene tan retrasada la primavera – decía el gigante egoísta, sentado junto a la ventana y mirando a su frío y blanco jardín.

El otoño trajo dorados frutos a todos los jardines, pero no trajo ninguno al jardín del gigante. Allí siempre era invierno, y el viento del norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban felices por entre los árboles.

Una mañana, el gigante oyó una música deliciosa. Era un pajarillo, que cantaba fuera, junto a su ventana. El granizo había dejado de danzar y el viento del norte de bramar… Un perfume exquisito llegó hasta él a través de la ventana abierta.

– ¡Por fin ha llegado la primavera! – dijo el gigante.

Y, saltando de la cama, vio un espectáculo maravilloso. A través de

un pequeño agujero en la tapia se habían colado los niños y estaban encaramados en las ramas de los árboles. Y éstos estaban tan contentos de que hubieran vuelto los niños, que se habían cubierto de flores y agitaban sus ramas dulcemente sobre las cabezas de los pequeños. Los pájaros revoloteaban alrededor y las flores aparecían por entre el verde césped con cara de felicidad.

Era una escena encantadora. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más alejado del jardín y allí había un niño muy pequeño. Era tan pequeño que no llegaba a las ramas del árbol y daba vueltas alrededor de él, llorando de amargura. El pobre árbol estaba aún cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía por encima de él.

– ¡Aúpa, pequeñín! – decía el árbol, y le alargaba sus ramas tan bajo como podía, pero el niño era demasiado pequeño para atraparlas.

El corazón del gigante se enterneció al mirarlo…

– ¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Voy a poner a ese pobre pequeñuelo en lo alto del árbol. Luego derribaré la tapia y mi jardín será el sitio de recreo de todos los niños.

Estaba arrepentido de veras de lo que había hecho. Así que bajó sigilosamente las escaleras, abrió la puerta de entrada con suavidad y salió al jardín. Los niños, al verlo, se asustaron tanto que salieron todos corriendo, invernando de nuevo el jardín.

Sólo el niño pequeño no había huido, porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no vio venir al gigante. Éste avanzó con cuidado por detrás y lo levantó cariñosamente con sus manos hasta lo alto del árbol.

Y el árbol floreció en el acto, y vinieron los pájaros y cantaron en

él… El pequeño extendió los brazos, se los echó al cuello del gigante y lo besó.

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y con ellos llegó la primavera.

– Desde ahora éste es vuestro jardín.

Y cogiendo una enorme hacha, echó la tapia abajo... Los niños jugaron todo el día y al anochecer fueron a decirle adiós al gigante.

– ¿Dónde está vuestro compañero, el pequeñín que no alcanzaba al árbol?

El gigante lo quería más que a ninguno, porque le había dado un beso.

– No sabemos nada de él. Se ha ido…

– Decidle que venga mañana sin falta… Todas las tardes, cuando acababa la escuela, venían los niños a jugar

con el gigante. Pero el pequeñín, al que tanto amaba, no fue visto nunca más…

Pasaron los años y el gigante se hizo muy viejo y débil. No podía jugar ya, así que se sentaba en un sillón enorme a mirar los juegos de los niños, mientras admiraba su jardín.

– Tengo muchas flores hermosas, pero no hay flores más hermosas que los niños.

Una mañana de invierno miraba por la ventana mientras se estaba vistiendo. De repente, se frotó los ojos asombrado y miró con atención.

Era ciertamente una visión maravillosa: en el rincón más alejado del

jardín había un árbol completamente cubierto de preciosas flores blancas. Sus ramas eran doradas, frutos plateados colgaban de ellas y debajo estaba el pequeñín que él tanto amaba.

El gigante bajó alborozado las escaleras y salió al jardín. Atravesó el césped a toda prisa y llegó junto al niño. Cuando estuvo cerca de él, se le puso la cara roja de indignación.

– ¿Quién se ha atrevido a herirte?

En las palmas de las manos del niño y en sus pequeños pies aparecían las huellas de los clavos.

– ¿Quién se ha atrevido a herirte? Dímelo, que cojo mi espada y… – No – respondió el niño –. Éstas son las heridas del amor.

– ¿Quién eres? – dijo el gigante, cayendo de rodillas delante del

pequeñuelo.

El niño le sonrió y le dijo:

– Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín. Hoy jugarás conmigo en el paraíso...

Y cuando los niños llegaron corriendo aquella tarde, encontraron al gigante tendido bajo el árbol, con sus ojos cerrados, y todo cubierto de flores blancas”…

El gigante me enternece, a mí y a toda la gente.

EL PRÍNCIPE FELIZ

Versión única y literal. Cuento original de Óscar Wilde. Colección “Cuentos escogidos” de Ediciones Gaviota.

“En la parte alta de la ciudad, sobre una esbelta columna, estaba la estatua del Príncipe Feliz. Toda ella aparecía cubierta de láminas de oro fino, por ojos tenía dos brillantes zafiros y un gran rubí rojo resplandecía en el puño de su espada.

Una noche voló hasta la ciudad una pequeña golondrina. Hacía ya

varios días que sus compañeras habían emigrado a Egipto, pero ella se había quedado rezagada. Nada más llegar se preguntó:

– ¿Dónde me cobijaré? Espero que la ciudad tenga un buen sitio para recibirme.

Entonces vio la estatua sobre la gran columna…

– Me refugiaré ahí. Está bien situada y con aire fresquito.

Y fue así cómo se posó entre los pies del Príncipe Feliz y se dispuso a dormir. Pero justo en el momento de ir a meter la cabeza bajo el ala, le cayó encima una gota de agua.

– ¡Qué cosa más rara! – exclamó –. No hay ni una nube en el cielo, brillan y relucen las estrellas y sin embargo está lloviendo.

Entonces cayó una segunda gota y una tercera… Miró hacia arriba y vio… ¿qué es lo que vio? Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados en lágrimas, que rodaban por sus mejillas de oro. Su cara era tan hermosa a la luz de la luna que la golondrinita se conmovió.

– ¿Quién eres? – le dijo.

– Soy el Príncipe Feliz.

– Y si eres feliz, ¿por qué lloras?

– Allá lejos, en una callejuela, hay una pobre casa. A través de una de las ventanas, que está abierta, veo a una mujer sentada a una mesa. Tiene la cara demacrada y las manos bastas y enrojecidas, acribilladas de pinchazos de aguja, porque es costurera En un rincón de la habitación yace en cama su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río y por eso llora.

Y continuó con voz cariñosa: – Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿querrías arrancar el rubí de

la empuñadura de mi espada y llevárselo? Yo tengo los pies sujetos a este pedestal y no puedo moverme.

– Me esperan en Egipto – respondió la golondrina –. Mis amigas ya estarán volando arriba y abajo del ancho Nilo.

– Golondrina, golondrina, golondrinita – repitió el Príncipe –, ¿no querrías quedarte conmigo una noche y ser mi mensajera? ¡El niño está sediento y la madre está tan triste!…

– Hace mucho frío aquí, pero me quedaré contigo una noche y seré tu

mensajera.

Entonces la golondrina arrancó el soberbio rubí de la espada del Príncipe y voló llevándolo en el pico por encima de los tejados de la ciudad. Y llegando a la casucha, miró adentro. El niño tosía febrilmente en su camastro y la madre se había quedado dormida muerta de cansancio. Entró y posó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la costurera, al tiempo que abanicaba la frente del niño con sus alas…

Y regresó muy contenta junto al Príncipe…

– ¡Qué bien me encuentro ahora, aunque haga tanto frío!

– Es porque has hecho una buena acción…

Y la golondrina se quedó dormida. Al amanecer voló hasta el río

pensando:

– Esta misma noche me voy a Egipto.

Cuando salió la luna, la golondrina voló junto al Príncipe Feliz.

– ¿Quieres algo para Egipto? Me largo para allá ahora mismo.

– Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no querrías quedarte conmigo una noche más?

– Me esperan en Egipto. Mis amigas volarán ya mañana hasta la segunda catarata y…

– Golondrina, golondrina, golondrinita: allá abajo, al otro lado de la

ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y en un vaso, a su lado, hay un ramito de violetas marchitas. Lucha por terminar una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío para continuar escribiendo. No hay fuego en su hogar y está extenuado de hambre.

– Me quedaré contigo otra noche más…

– Ya no tengo más rubíes – dijo el Príncipe –. Todo lo que puedo dar

son mis ojos. Son dos zafiros, que fueron traídos de la India hace miles de años. Arráncame uno de ellos y llévaselo. Se lo venderá al joyero, comprará leña para la lumbre y podrá terminar su obra.

– Mi querido Príncipe: yo no puedo dejarte sin ojo.

– Golondrina, golondrina, golondrinita, haz lo que te mando.

Así que la golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hasta la buhardilla del estudiante. Fue muy fácil entrar por un agujero que había en el tejado… El muchacho tenía la cabeza hundida en sus manos, pero al levantar la mirada pudo ver el hermoso zafiro entre sus manos marchitas… Al día siguiente, la golondrina voló hasta el puerto. Se posó en el mástil de un gran navío y observó a los marineros que sacaban con cuerdas enormes cajas de la bodega…

– ¡Me voy a Egipto! ¡Me voy a Egipto!...

Pero, cuando salió la luna, regresó volando junto al Príncipe. – Vengo a decirte adiós – se lamentó.

– Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no vas a quedarte conmigo

otra noche más?

– Es invierno y la fría nieve llegará pronto. En Egipto el sol es cálido en las verdes palmeras, y los cocodrilos, tendidos en el barro, miran perezosamente a su alrededor. Mis compañeras ya estarán haciendo sus nidos…

– Allá, en la plaza de abajo – dijo el Príncipe Feliz – hay una pequeña cerillera. Se le han caído las cerillas al arroyo y se le han estropeado todas. Su padre le pegará si no lleva dinero a casa y por eso está llorando. Anda, arráncame el otro ojo y dáselo.

– Estaré contigo una noche más, pero no puedo arrancarte el ojo. Te quedarás completamente ciego.

– Golondrina, golondrina, golondrinita, haz lo que yo te mando.

Así que la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe y alzó el vuelo con él. Se lanzó en picado hacia la cerillera y le dejó caer la joya en la palma de la mano… Entonces la golondrina volvió junto al Príncipe.

– Ahora que estás ciego, me quedaré contigo para siempre.

– No, golondrina. Tienes que irte a Egipto.

– Me quedaré contigo para siempre.

Y se durmió a los pies del Príncipe… El día siguiente se lo pasó con el Príncipe, contándole todo lo que había visto en tierras extrañas…

– Me cuentas cosas maravillosas, querida golondrina, pero más maravilloso que nada es el sufrimiento de los hombres y las mujeres. No hay mayor misterio que el sufrimiento. Vuela sobre mi ciudad, golondrinita, y cuéntame lo que veas.

Así que la golondrina voló y voló sobre la gran ciudad. Vio la alegría de los ricos en sus magníficas casas, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por los míseros barrios y vio las pálidas caritas de los niños hambrientos que miraban con tristeza las calles sombrías. Y la golondrina regresó y le contó al Príncipe todo lo que había visto.

– Estoy cubierto de oro fino – dijo éste –. Despégalo hoja a hoja y

dáselo a los pobres.

Hoja a hoja de oro fino fue arrancando la golondrina, hasta que el príncipe Feliz quedó sin brillo ni belleza. Y llevó hoja a hoja de oro fino a los pobres y las caras de los niños recobraban sus colores, y reían y jugaban en la calle…

Al fin vino la nieve y tras la nieve, la helada. Largos carámbanos

como puñales de cristal colgaban de los aleros de las casas, todo el mundo vestía pieles y los niños llevaban gorras y patinaban en el hielo.

La pobre golondrina tenía cada vez más frío, pero se negaba a abandonar al Príncipe. Picoteaba las migajas a la puerta del panadero, y trataba de entrar en calor batiendo y batiendo las alas.

– ¡Adiós, mi querido Príncipe! ¿Me dejas que te bese la mano? – Me alegra que te vayas por fin a Egipto, golondrinita. Te has

quedado aquí demasiado tiempo, pero bésame mejor en los labios, porque te quiero…

Y, besando al Príncipe en los labios, cayó muerta a sus pies. En ese

mismo instante, un extraño chasquido sonó en el interior de la estatua, como si algo se hubiera roto: su corazón de plomo se había partido en dos… A la mañana siguiente, cruzaba el alcalde por la plaza en compañía de sus concejales.

– ¡Dios mío, en qué mal estado está el Príncipe Feliz!

– ¡Es verdad, qué deteriorado está! ¡Parece un pordiosero!

– ¡Y hasta hay un pájaro muerto a sus pies!

Y acordaron demoler la estatua del Príncipe Feliz. La fundieron en un horno y…

– ¡Qué cosa más rara! No hay manera de fundir en el horno este corazón de plomo. Habrá que tirarlo para chatarra.

Así que lo arrojaron en un montón de desperdicios, justo donde se encontraba la golondrina muerta.

– Tráeme las dos cosas más valiosas que haya en la ciudad – ordenó Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo del Príncipe y la pobre golondrina muerta.

– Has acertado en la elección, pues en mi jardín del paraíso cantará este pajarillo eternamente, y en mi ciudad el Príncipe Feliz entonará por siempre mis alabanzas”.

Siempre estará en mi recuerdo la golondrina del cuento.

MARCELINO PAN Y VINO Versión única y literal en DVD. Colección “Mis cuentos favoritos”. Ok Records. S.L. Cuento original de José María Sánchez Silva.

“Hace casi cien años, tres franciscanos pidieron permiso al señor alcalde de un pequeño pueblecito para habitar, por caridad, unas antiguas ruinas que estaban abandonadas. El señor alcalde, hombre piadoso, accedió a ello, iniciándose con rapidez la reconstrucción de aquel edificio.

Cincuenta años más tarde, la situación había variado mucho, pues ya

no eran tres los frailes, que continuaban viviendo de limosna, sino doce. El nuevo alcalde dijo al padre superior:

– He decidido regalarles para siempre el terreno y la edificación que habitan.

– ¡Pero si nosotros no podemos tener nada de nuestra propiedad y sólo vivimos de limosna!...

Por aquel entonces ocurrió que, una mañanita, oyera el hermano portero una especie de llanto al pie de la puerta. Anduvo unos pocos pasos guiado por aquel soniquete y vio un bulto de ropa que se movía. De allí salían los ruidillos producidos por el llanto de un niño recién nacido, que alguien había abandonado. Recogió el buen hermano a la criatura y se la entró en el convento. Ya iba a ser la hora de tocar y así lo hizo el buen fraile. Al sonido de la campana, pronto comenzó a escucharse actividad por todas partes.

Cuando el hermano presentó al niño al padre superior, éste no pudo disimular su sorpresa y con él todos los demás, corriendo con rapidez al lugar en el que oían las exclamaciones de asombro.

– ¡Válgame Dios! ¿Dónde lo has encontrado?

– ¡A ver, a ver, hermano!

El problema era grande. ¿Qué iban a hacer con el niño los pobres frailes, sin poderlo criar ni apenas ocuparse de él?

– Usted mismo, hermano, cogerá a esta criatura y la entregará a las autoridades.

Pero el hermano y alguno de los padres más jóvenes no ponían buena cara a tal determinación. Y fue Fray Bernardo el primero que atinó con un obstáculo:

– Padre, ¿no deberíamos bautizarlo antes?

Accedió el superior y determinó que se retardara la salida del pequeñín hasta que fuera cristiano. Ya se dirigían a la pequeña capilla del convento, cuando Fray Gil detuvo a la comitiva:

– ¿No le parece a vuestra paternidad que le demos el nombre del

santo del día?

Era a finales de abril y correspondía aquella jornada a la fiesta de San Marcelino. Poco después, el nuevo cristiano, Marcelino, lloraba bajo el agua del bautismo. Hízoles gracia a todos los frailes aquel encuentro y estaban como pesarosos de tener que desprenderse del niñito, que la voluntad de Dios había dejado a sus puertas.

En el huerto trabajaban dos hermanos y…

– Yo me encargaría de él si me dejaran.

– ¿Y cómo piensas criarlo?

– ¡Con la leche de la cabra!

A todo esto el padre superior no perdía el tiempo:

– No dejen de preguntar, hermanos, allá donde vayan, a quién puede

pertenecer este niño y qué es lo que las autoridades pueden hacer por él.

Con la hora del ángelus fueron regresando los frailes y contaron cómo sus pesquisas acerca del niño habían fracasado. Nadie sabía de un niño perdido, ni en ninguna parte podían quedarse con él, ya que la comarca era extremadamente pobre.

Así amaneció el siguiente día y habrían de amanecer muchos más,

pues siempre ocurría algo que impedía la salida de Marcelino, con gran contento de los frailes.

Y comenzaron a pasar las semanas y aún los meses y Marcelino, cada vez más hermoso, seguía en el convento, criado con la leche de la cabra y unas sabrosas papillas inventadas por el hermano cocinero.

Cuando a Marcelino le faltaba muy poco para cumplir cinco años,

era ya un niño robusto y avispado, que sabía de la vida y costumbres de todos los animales del campo y ¡no digamos de la de los frailes!

A cada uno de ellos les había puesto un nombre diferente: así, el

anciano enfermo era Fray Malo; el portero, Fray Puerta y Fray Bernardo, quien bautizara al niño, Fray Bautizo. Lo mismo que el sacristán, porque tocaba la campana, fue llamado Fray Talán. Incluso el hermano cocinero se quedó con Fray Papilla, en recuerdo de las primeras sopas.

Marcelino se pasaba la mayor parte del día solo, jugando y pensando en sus cosas, cuando no ayudando a los frailes en las pequeñeces que él podía hacer. Pero sus verdaderos juguetes eran los animales: la vieja cabra que había sido su nodriza, los vencejos, las grandes arañas inofensivas en aquellos parajes, las ranas y los sapos, los famosos caballitos del diablo, las mariposas, los escarabajos, los saltamontes e incluso los alacranes eran sus víctimas o sus capturas preferidas.

Una vez le picó un alacrán y todavía recordaba los horribles dolores sufridos, a pesar de que Fray Puerta le había chupado el veneno con su propia boca. En sus juegos, Marcelino siempre contaba con un personaje invisible: era el primer niño que él había visto.

Ocurrió una vez que una familia, que se trasladaba de un pueblo a

otro, acampara cerca del convento para poder suministrarse de agua y de otras cosas que necesitaban. Iba con la familia el menor de sus hijos, que se llamaba Manuel, y allí conoció Marcelino, por primera vez, a un semejante suyo de parecida edad.

No había vuelto a olvidar a aquel niño y desde entonces Manuel siempre estaba en su imaginación y era tal la realidad con que Marcelino le veía, que llegaba a hablarle:

– ¡Vamos, Manuel, quítate de ahí! ¡No ves que me estás estorbando! También algunas veces se había preguntado Marcelino por su padre

y por su madre y aún por sus hermanos, como él sabía que los demás niños tenían. Y había llegado a preguntárselo a sus frailes favoritos, sin obtener otra respuesta, si insistía mucho, que ésta:

– ¡En el cielo, hijo, en el cielo! Pero en aquel paraíso que para Marcelino era el convento, sólo una

prohibición pesaba; y era la de subir las peligrosas escaleras del desván. Los buenos frailes le asustaban diciendo:

– Allí arriba hay un hombre muy alto, que si te ve, te cogerá y te llevará para siempre.

Marcelino miraba aquellas escaleras prohibidas y no pasaba día sin que se hiciera el propósito de subirlas. Pensando, pensando, llegó a redondear su plan:

– Subiré descalzo y con un palo, y antes de apoyar los pies en los escalones, veré por dónde suenan menos.

Como lo pensó, lo hizo. Aprovechó una tarde tranquila en que sólo quedaban dos frailes en el convento. Subía despacio, pero el corazón le latía terriblemente y sólo cuando logró doblar el recodo de la escalera, respiró más tranquilo.

– ¡Vamos, Manuel! Siguió su ascensión y logró llegar arriba del todo. Abrió con cuidado

la puerta del desván… Había leña seca, cajones vacíos, picos, palas y cacharros viejos. Con todo cuidado se dirigió a la puerta, miró antes por entre las junturas de las maderas y sólo vio mucha oscuridad. Empujó la puerta. El desván tenía un ventanillo pequeñísimo cerrado por el que apenas entraba luz. Había algunas sillas rotas, mesas, maderas y otros muchos cachivaches.

Cuando Marcelino miró a su izquierda, no reconoció al pronto lo que había. Pero, poco a poco, fue viendo la figura de un hombre altísimo, medio desnudo, con los brazos abiertos y la cabeza inclinada hacia él.

Marcelino estuvo a punto de soltar un grito de terror. ¡Luego, no le habían engañado los frailes! ¡Luego había allí un hombre, que a lo mejor se lo llevaba para siempre! Entonces sacó la cabeza de un tirón, cerró de golpe y bajó alocadamente las escaleras. Cuando salió al campo, se dejó caer junto a un árbol.

– ¡Era verdad, Manuel! ¡Hay un hombre en el desván!

Unos días después, Marcelino seguía pensando en el hombre del desván. El terror que había padecido cuando lo vio y la pena que le producía pensar que el hombre pudiera estar enfermo, además de desnudo y solitario allá arriba, le aumentaban los deseos de subir otra vez a verlo.

Tenía ya su plan: una tarde, algo fresca y sin sol, aprovechó la

ausencia de la mayoría de los frailes y, sigilosamente, subió las escaleras.

– ¡Ten cuidado, Manuel!

Esta vez fue directamente hacia el desván. Abrió con precaución la puerta y estuvo escuchando. Pero, guardando tanto silencio, sólo podía oír los latidos de su corazón. Abrió un poco más la rendija y pudo distinguir al gran hombre. Estaba igual que la otra vez y no se le oía respirar.

Para ver si hacía algo, Marcelino metió su palo por la rendija y lo dirigió hacia él con mucho miedo. El palo golpeó a los pies del mismo hombre y no pasó nada. Seguramente aquel hombre estaba enfermo o quizá muerto. Marcelino se decidió a entrar, no sin antes volver la cabeza hacia la escalera.

– ¡No dejes de avisarme, Manuel, si viene algún fraile!

Después se fue acercando, palo en ristre, hasta el pie del ventanuco y lo abrió. En seguida miró a donde estaba el hombre. Marcelino no había visto jamás un crucifijo tan grande, con un Jesucristo del tamaño de un hombre de veras, clavado a la cruz, tan alto como un árbol.

Se acercó al pie de la cruz , mirando con fijeza a la cara del Señor, la

sangre que le goteaba por la frente por las heridas de la corona de espinas, las manos y los pies clavados al madero, y las llagas del costado, y sintió llenársele los ojos de lágrimas.

Jesús estaba muy flaco y la barba le caía a borbotones sobre el pecho. Tenía las mejillas hundidas y su mirada le infundía a Marcelino una grandísima compasión. El niño había visto muchas veces a Jesús, aunque siempre en los crucifijos pequeños que llevaban los frailes. Pero nunca le había visto de verdad como ahora, con todo el cuerpo de bultos que él podía rodear con sus manos.

Entonces, tocándole las piernas delgadas y duras, Marcelino levantó sus ojos hacia el Señor y le habló sin reparo:

– ¡Tienes cara de hambre! Marcelino tuvo una idea repentina y, empinándose mucho hacia

Jesús, para que lo oyera, le habló de nuevo: – ¡Espera, que ahora vengo!

Se dirigió hacia la puerta y bajó la escalera. Mientras bajaba pensó

cómo podía engañar a Fray Papilla. Y, en vez de dirigirse a la cocina, lo hizo hacia la ventana y desde allí gritó:

– ¡Fray Papilla, Fray Papilla, salga que hay aquí un alacrán!

Apenas dicho esto, Marcelino corrió a esconderse junto al cajón de la leña. Poco tardó en vez salir a Fray Papilla, murmurando algo entre dientes:

– ¿Dónde? ¿Dónde?

Rápido como el rayo, Marcelino entró en la cocina, cogió lo primero que vio de comer y subió corriendo escaleras arriba. Al llegar al desván, se coló como una exhalación y, acercándose al gran Cristo, extendió su brazo ofreciéndole lo que traía.

– ¡Es pan solo! ¿Sabes? No he podido encontrar más por la prisa.

Entonces el Señor bajó un brazo y cogió el pan. Y allí mismo, según estaba clavado, comenzó a comerlo. Marcelino recogió su palo y sus sandalias, empujó a la madera del ventanillo y salió corriendo, diciéndole al Señor:

– ¡Es que me tengo que ir, porque he engañado a Fray Papilla! Pero mañana te traeré más.

Fue precisamente después de la fiesta de San Francisco, cuando

Marcelino vio que apenas si quedaban, de la carne regalada al convento, las raciones justas para los de casa, y pensó con remordimiento en el pobre tan pálido y tan flaco que estaba clavado en la cruz.

Se propuso entonces subir, pero Fray Papilla no se separaba ni un

minuto de su cocina y el chico hubo de esperar hasta que, en un descuido del fraile, sepultó en su bolsillo un gran trozo de carne asada y poco después otro buen tarugo de pan.

Llegado al desván, se dirigió derechamente al ventanillo y lo abrió. Miró en seguida a donde Jesús estaba, lo vio en su postura de costumbre y se llegó hasta sus pies.

– He subido porque hoy había carne.

Y, sacando la carne y el pan y poniéndolos sobre la mesa, añadió:

– ¡Con que ya podías bajar y comértelo aquí sentado!

Y dicho y hecho, acercó hasta la mesa un sillón frailero. Entonces el Señor movió un poco la cabeza y le miró con gran dulzura. Y a poco se bajó de la cruz y se acercó a la mesa.

– ¿No te doy miedo?

– ¡No!

– ¿Sabes quién soy?

– ¡Sí! ¡Eres Dios!

El Señor se sentó entonces a la mesa y comenzó a comer la carne y el pan, después de partirlo de aquella manera que él sólo sabe hacer. Marcelino, familiarmente, le puso la mano sobre el hombro desnudo.

– ¿Tienes hambre?

– ¡Mucha!

Cuando Jesús terminó de comer la carne y el pan, miró a Marcelino.

– ¡Eres un buen niño y yo te doy las gracias!

Pero Marcelino estaba pensando en otra cosa.

– ¡Oye, tienes mucha sangre por la cara y en las manos y en los pies! ¿No te duelen tus heridas?

El Señor sonrió y puso su mano sobre la cabeza del niño.

– ¿Tú sabes quiénes me hicieron estas heridas?

– ¡Sí! ¡Te las hicieron los hombres malos!

El Señor inclinó su cabeza y entonces Marcelino aprovechó la ocasión y, muy suavemente, le quitó la corona de espinas y la dejó sobre la mesa. El Señor le dejaba hacer, mirándole con un amor que Marcelino jamás había visto reflejado en mirada alguna. Y, repentinamente, el niño le señaló las heridas.

– ¿No te las podía curar yo? Hay un agua que pica, que se da por encima, y a mí se me curan todas.

– Sí puedes, pero sólo siendo muy bueno.

– ¡Eso ya lo soy! ¿Y si yo te quitase los clavos de la cruz?

– No podría sostenerme en ella.

Y así fue llegando la tarde y con ella las primeras sombras. Marcelino se despidió de Jesús:

– ¿Te gusta que vuelva mañana o te da igual?

– ¡Sí me gusta! ¡Sí quiero que vengas mañana, Marcelino!

Marcelino se despertó al otro día y recordó en seguida la promesa hecha al Señor. En uno de sus viajes a la cocina, la halló abandonada. Y sin más, se metió un gran pedazo de pan en el bolsillo y luego registró con la mirada todos los sitios para ver qué más podría llevarle.

Mas como no viera sino una botella de vino como hasta la mitad de

llena, agarró corriendo un vaso de latón y lo llenó hasta los bordes. Se dirigió a la escalera y entró en el desván. Todavía a oscuras, dio los buenos días y el Señor desde su cruz le contestó:

– ¡Buenos días, buen Marcelino!

Y, con la luz entrando por el estrecho ventano, Marcelino se aproximó a la mesa y dejó en primer lugar el vino del cual se le había caído un poco al suelo. Y después dejó el pan. El Señor ya había descendido de la cruz y estaba en pie a su lado.

– ¡No sé si te gustará el vino, pero dicen los frailes que da calor!

El Señor había tomado asiento y Marcelino estaba junto a él, viéndole cómo comía el pan y cómo, de vez en vez, se llevaba el vaso a los labios.

– Aún no me has contado tu historia.

– ¿Mi historia? Dura muy poco: no he tenido padres, los frailes me

recogieron cuando pequeño y me criaron con la leche de la cabra y con unos caldos que me hacía Fray Papilla. Tengo cinco años y medio y no he tenido madre. ¿Tú tienes madre, verdad?

– ¡Sí, tengo madre!

– ¿Y dónde está?

– ¡Con la tuya!

– ¿Y cómo son las madres?

– Son muy dulces y muy bellas, Marcelino. Quieren siempre a sus hijos y se quitan las cosas de comer, de beber y de abrigar para dárselas a ellos.

Y Marcelino, oyendo al Señor, se le llenaban los ojos de lágrimas y pensaba en su madre desconocida.

Pero, por fin llegó la hora de retirarse el niño, que fue cuando la campana tocó a comer y el Señor se volvió a su cruz. Muchos más días subió Marcelino y a veces le llevaba al Señor los más raros alimentos, pero casi siempre le subía pan y vino. Hasta que un día Jesús, sonriendo mucho, le dijo:

– ¡Tú te llamarás desde hoy Marcelino Pan y Vino!

A Marcelino le gustó el nombre y aquella noche lo dijo a la hora de cenar, entre el silencio de los frailes en el refectorio, gritando mucho para que se enteraran todos:

– ¡¡Yo me llamo Marcelino Pan y Vino!!

El niño proseguía sin trabas su amistad con Jesús y le seguía llevando alimentos y se ocupaba menos de los bichos del campo. Tenía abandonada la caza de animalejos y parecía ensimismado y entraba a la capilla y los frailes, viéndole tan diferente de cómo siempre había sido, comenzaron a caer en sospechas y le observaban con atención.

Y Marcelino tenía la cabeza llena de ideas muy misteriosas y Manuel se le había olvidado y hacía siete días que no gastaba bromas a Fray Papilla, ni subía a ver a Fray Malo en su celda. Por fin un día el padre superior reunió a la comunidad y expuso sus dudas y pidió consejo referente al evidente cambio de Marcelino.

– Yo lo encuentro más serio y como convertido en un hombrecito.

– Yo lo encuentro más devoto.

– Nuestro Marcelino ya no es como era.

– El otro día lo vi rezando junto a la tapia.

– ¿Rezando?

Fray Papilla había estado muy callado todo el tiempo y el superior se encaró con él.

– Escuche, hermano. ¿No sospecha usted que esa ración que le falta a diario le puede ser sustraída por Marcelino, sin que usted se dé cuenta?

– ¡Sí, padre!

– Pues vamos a vigilarle más aún. Y usted, hermano, cuide su cocina y no se deje engañar por un niño tan pequeño.

Y un día la vigilancia dio resultado. Había andado por allí Marcelino

en ocasión de que el cocinero estaba contando las raciones preparadas. Nada más irse el niño, faltaban un pan y un pescado. Fray Papilla buscó por todas partes, pero no pudo encontrar ni rastro hasta la hora de comer. Se dispuso a vigilarlo mejor aún y al día siguiente le ocurrió lo mismo: le faltó una ración y se decidió a comunicarle al superior su descubrimiento.

– Ahora es preciso saber qué hace con esos alimentos. Cuando usted descubra al niño con la ración, sígale sin que él se dé cuenta.

Obedeció Fray Papilla y pudo observar una tarde, con sorpresa, que el niño, una vez el bolsillo bien lleno, se dirigía a las escaleras del desván. Siguióle el buen fraile, asombrado, y quedóse al otro lado de la puerta, viendo por sus rendijas cómo el desván se iluminaba al abrir el niño el ventanillo.

Pero no pudo ver más, porque le dio entonces como un mareo y a

poco si pierde el sentido y viene a dar con su gran cuerpo en el suelo. Fray papilla, que ya era viejo, bajó a tientas las escaleras y entró en su cocina. Persistió en sus investigaciones con redoblado fervor y acabó por estar al tanto de lo que ocurría a diario en el desván entre el niño y la imagen de Jesucristo crucificado, que allí tenían los frailes por su gran tamaño, que no permitía instalarla en la capilla hasta que ésta pudiese ser reformada.

Pero esta vez Fray Papilla avisó a los frailes, pidiendo todos luz a Dios para entender el tan misterioso asunto. Marcelino andaba aquellos días como dormido en su propia felicidad. Dijérase que no recordaba nada y que vivía embebido en sus pensamientos. Nada le distraía de su amistad con Jesús. El niño entraba ya en la cocina sin detenerse en engañar a Fray Papilla, recogía la ración acostumbrada y subía las escaleras sin temor.

Aquella tarde, sin saber que los frailes lo veían todo desde el otro lado de la puerta, su ofrenda había consistido en pan y vino solamente. Jesús descendió, como de costumbre, de su cruz, y comió y bebió su pan y su vino como siempre y sólo al final, ante Marcelino embebido en su figura, de la cual no quitaba ojo, pero sin atreverse ya a tocarle del respeto y el amor que le paralizaban, llamó hacia sí al niño y le tomó por los delgados hombros.

– Bien, Marcelino, has sido un buen muchacho y yo estoy deseando

darte como premio lo que tú más quieras. Marcelino le miraba y no sabía responder, pero el Señor insistía

dulcemente, haciéndole presión con sus largos dedos.

– Dime, ¿quieres ser fraile como los que te han cuidado? ¿Quieres juguetes como los que tienen los niños de la ciudad y del pueblo? ¿Quieres que venga contigo Manuel?

A todo decía que no Marcelino, con los ojos cada vez más abiertos, y sin ver ya al Señor de lo mucho que lo veía y de lo cerca que lo tenía de sí.

– ¿Qué quieres entonces?

– Sólo quiero ver a mi madre y también a la tuya, en el cielo.

El Señor lo atrajo entonces hacia sí y lo sentó sobre sus rodillas desnudas y duras. Después le puso una mano sobre los ojos y dijo:

– Duerme, pues, Marcelino.

En aquel mismo instante, once voces clamaron al unísono:

– ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!

Y la puerta se abrió de golpe y todos los frailes, menos Fray Malo,

irrumpieron en la pequeña estancia.

– ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!

– ¡Dios mío! ¡Jesús! ¡El niño! Pero todos estaban en calma ya y, bajo la luz del ventanillo abierto,

aparecían los muebles y maderas hacinados como siempre y el Señor en su cruz, inmóvil como de costumbre.

Sólo Marcelino reposaba entre los brazos del sillón frailero, al parecer dormido. Cayeron los frailes de rodillas y allí estuvieron hasta dar en la cuenta de que Marcelino no despertaba.

Acercóse entonces el padre superior al niño y, tocándolo con sus manos, hizo señas a los frailes, de que fueran bajando y solamente dijo:

– ¡El Señor se lo ha llevado consigo! ¡Bendito sea el Señor!”

Bajó Jesús de la cruz y premió su candidez. ¡Quisiera ser como un niño para parecerme a él!

ÍNDICE CUENTOS DE RADIO JAÉN PÁGINA 1.- La Gallina Marcelina (1ª versión) 2.- La Gallina Marcelina (2ª versión) 3.- La Ratita Presumida (1ª versión) 4.- La Ratita Presumida (2ª versión) 5.- La Ratita Presumida (3ª versión) 6.- La Ratita Sabia 7.- La Lechera 8.- Lucerito 9.- El Enano Saltarín 10.- La Oca de Oro 11.- Carasucia (1ª versión) 12.- Carasucia (2ª versión) 13.- Gordito el Carita 14.- Los Tres Deseos 15.- El Doctor Sabelotodo 16.- Juan Cigarrón 17.- Garbancito 18.- ¿Quién le Pone el Cascabel al Gato? 19.- Los Animales Agradecidos 20.- Los Músicos de Brema 21.- La Cigarra y la Hormiga 22.- El Sastrecillo Valiente 23.- Las Botas de Siete Leguas o Pulgarcito 24.- Periquito Tragapepes 25.- Blancanieves y los Siete Enanitos 26.- Juan sin Miedo 27.- Medio Pollito 28.- Golondrinita 29.- El Enanito Tip 30.- Los Tres Cerditos y el Lobo 31.- La Paz del Bosque o el Congreso de los Animales 32.- El Gallo Kiriko 33.- La Boda del Tío Perico 34.- El Rey de las Aguas 35.- Caperucita Roja (1ª versión) 36.- Caperucita Roja (2ª versión) 37.- El Enanito Barbudo 38.- Los Tres Ositos 39.- La Cenicienta

40.- Los tres hijos del rey PÁGINA 41.- El Gato con Botas 42.- El Pastor Mentiroso 43.- La Princesa y el Guisante 44.- Riquet el del Copete 45.- El Intrépido Soldadito de Plomo 46.- El Traje Nuevo del Emperador 47.- Los Siete Cabritillos y el Lobo 48.- La Vendedora de Fósforos (1ª versión) 49.- La vendedora de Fósforos (2ª versión) 50.- Ratilandia en Bodas 51.- Piel de Asno 52.- El Sirenín 53.- El Águila y la Paloma 54.- El Flautista de Hamelín (1ª versión) 55.- El Flautista de Hamelín (2ª versión) 56.- El Patito Feo 57.- Hansel y Grethel o la Casita de Chocolate 58.- La Gallina de los Huevos de Oro 59.- El Lobo y el Hombre 60.- Aladino y la Lámpara Maravillosa 61.- Alí-Babá y los Cuarenta Ladrones 62.- La Rana Encantada 63.- El Ruiseñor Chino 64.- El Manzano del Tío Zenón 65.- El Gallo Federico 66.- Las Babuchas de Abú-Casem 67.- Los Tres Enanitos 68.- La Margarita 69.- El Asno Cojito o el Burro del Tío Fanegas 70.- La Bella Durmiente del Bosque (1ª versión) 71.- La Bella Durmiente del Bosque (2ª versión) 72.- Alicia en el País de las Maravillas 73.- Cuento de Navidad 74.- Las aventuras de Peter-Pan 75.- Las Habichuelas Mágicas 76.- Las Aventuras de Simbad el Marino 77.- Las Aventuras de Pinocho 78.- Pulgarcita 79.- La Sirenita 80.- El Gigante Egoísta 81.- El Príncipe Feliz 82.- Marcelino Pan y Vino