Cuentos de Ajedrez

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diez cuentos de ajedrez

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Bajo los auspicios del "Club de Ajedrez San Cristóbal", A. C. (Fundado en 1995) Av. Ignacio Allende Núm. 5. 29240 San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

Directivos: Mario Penagos Corzo. mpcorzo [email protected]. Jorge Sántiz Encinos. [email protected].

Autor: Luis Alberto Flores. [email protected]

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Mario Penagos Corzo y Jorge Sántiz Encinos,

mentores y promotores del ajedrez.

Para ellos, aplausos . .. digo mal. .. ¡ovaciones!, por su entrega empeñosa, desinteresada y eficiente a la causa.

Luis Alberto Flores

GENS UNA SUMUS.

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� El rey cortés �

I�L IU�Y COIl1'í�s

Quién sabe de qué tienda de antigüedades, de qué bazar recoleto o de qué desván añoso emergió aquel juego de aje­drez. En los trebejos se observaban los cánones del diseño Staunton; por lo tanto, tal vez fueron los primeros fabricados en ese estilo que se inició en la segunda mitad del siglo XIX. Pero si en los peones y en las piezas se advertían a leguas los estropicios que ocasiona el transcurso de los años, en el rey blanco eran aún más notables los achaques y la vejez. Después de más de siglo y medio de existencia el monarca blanco ¡era un carcamal! : rostro surcado de arrugas, lunares en la frente y en la calva, dobles ojeras, colgajos de piel en la garganta y verrugas en la nuca; su figura se había encorvado tanto que se parecía una hoz; arrastraba los pies cuando se trasladaba de una casilla a otra; el enroque significaba para él un esfuerzo mayor (aunque sólo se trataba de una casilla más); y ya no se diga una final en la que el rey debía desplazarse dilatadas dis­tancias, ya sea avanzando, retrocediendo, yendo de un costado para otro del damero; en tales casos el valetudinario rey reali­zaba esfuerzos titánicos y quedaba acezante, sudoroso, total­mente agotado, casi inmóvil, como si hubiera corrido el ma­ratón o escalado el Everest, aunque independientemente del resultado, más bien con la satisfacción del deber cumplido, iluminaba su marchito rostro una mirada de triunfador.

Además de la decrepitud, se distinguía por su amabilidad. Aun siendo rey, todo en él eran buenas maneras. Presumía veladamente (porque la presunción ya es una falta de cortesía) que dominaba de pe a pa el tratado de urbanidad de Carreño y que la mayoría de sus preceptos, hasta donde era posible, los

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� El rey cortés �

acataba. A sus subordinados inmediatos los trataba con defe­rencia, pero también con firmeza para que no se debilitara el sentido de las jerarquías y del mando. A sus peones no los tu­teaba, y a veces descendía de su alto solio y se permitía un intercambio de palabras con ellos, una ligera conversación sobre temas triviales: "¿Es usted casado?, ¿cómo está su seño­ra esposa?, ¿no tendría usted inconveniente de enviarle mis parabienes?" A tales preguntas los peones contestaban tarta­mudeando, con reverencias y sin levantar la vista, embaraza­dos, casi encogidos por el gesto del soberano de haberse dig­nado a platicar con la plebe. Ah, y con las damas, ¡ya ni se diga! , de plano era tan meloso que parecía un caramelo: ¡Qué de reverencias, qué de gentilezas, qué de cumplidos y comedi­mientos les gastaba!

En el mundo de los trebejos las malas lenguas abundan ¡y cómo son de activas! Aseguraban que encubierto por su empa­lagosa amabilidad, anidaba en el provecto rey un afán de noto­riedad desmesurado (es decir, era egocéntrico). También se rumoraba que las finezas que prodigaba aquí y allá carecían de autenticidad (es decir, era hipocritón). Y lo peor consistía en su enfermizo sentido de la conveniencia personal (es decir, era convenenciero). En resumen, según los rumores, todas las cor­tesías que acostumbraba derramar entre los trebejos en vez de sinceras estaban enfocadas a que en algún momento le fueran de utilidad personal. Y como prueba, un botón: delataban las habladurías que en alguna ocasión, estando el rey todavía sin enrocar, casi comenzando la partida, le anunciaron "jaque al rey", y éste ni se inmutó; se quedó clavado viendo el piso de su casilla, como si hubiera perdido algo. Considerando su edad, su incipiente sordera, le repitieron con voz más alta "jaque al rey". Ni caso. Por tercera vez, a gritos le avisaron "¡jaque al rey! ". Entonces sí, como regresando de un ensueño el rey cortés reaccionó y volviendo el rostro a la izquierda, inclinándose (todavía más de lo que estaba) hacia su compañe­ra, ceremoniosamente, con la voz engolada dijo: "Primero las damas".

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j! Peón pasado j!

H\ l peón blanco aquel era en apariencia como los demás peones de su equipo: madera de fresno barnizada en mate, fieltro verde en la base y diseño Staunton. El peón, pues, no se distinguía de sus compañeros por su fisonomía, pero sí por su carácter aguerrido, el temple y un espíritu de sacrificio tan acendrado que era el asombro de todas las piezas. No se arre­draba estando en la línea de fuego y recibía el embate de los adversarios con imperturbable serenidad. A veces, sin que emitiera la menor queja, sin que se le notara alguna expresión de miedo o el atisbo de una protesta, era inmolado en aras de que su bando despejara una columna, una diagonal, o socavara la estructura de los peones contrarios o bien desocupara su casilla a fin de emplazar en ella una pieza en una posición per­turbadora para las milicias opuestas. Ah, pero no todo eran virtudes en el peón aquel: quienes lo conocían bien, los trebe­jos de su equipo, comentaban que más que valiente era teme­rario y, ¡oh sorpresa! , bravucón, pendenciero y pedante; ase­guraban que cuando todos se encontraban guardados en el es­tuche se transformaba en un tipo insoportable: buscaba camo­rra por cualquier fruslería y sus fanfarronadas eran insufribles. y para colmo de males, aseveraban sus compañeros que no obstante haber nacido recientemente, ya iniciado el siglo XXI, roía su alma de madera un mal inconcebible para la época: era misógino; sí, aunque parezca increíble, en vez del respeto al

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rango y al género que todos las figuras le guardan a la dama, el belicoso peón la trataba con indiferencia, o de plano se por­taba descortés y hasta grosero. El caso es que despreciaba a las mujeres o más bien las odiaba con un odio furibundo. Se desconoce si en alguna etapa del proceso de fabricación, en el embalaje, en la distribución, en la bodega, en la tienda o quién sabe en qué momento de su corta vida, alguien instiló en su tierna mente la tirria por el género femenino, y entre otras sin­razones, sostenía con firmeza:

-El sacrificio de un peón es pan de cada día, pero el sacrifi­cio de una dama es un hecho tan notable que causa íntima va­nidad en el ejecutor, sorpresa y estupor en el adversario y des­lumbramiento en el público.

Entre sus compañeros había un peón veterano y benévolo: -Ese fenómeno ocurre -le explicó-- cuando el sacrificio

de la dama conduce a la victoria, o si su bando consigue el empate en una posición perdida.

-De cualquier manera -insistió el peón rebelde-, cuando nos sacrifican no hay fanfarrias ni vítores.

-Tienes razón, pero eso es consecuencia del valor de los trebejos. Por si no lo sabías, el valor de una dama es nueve veces mayor que el de un peón.

-¡Cómo no lo voy a saber! ¡Eso es elemental! En efecto, allí reside el meollo de mi inconformidad: efectivamente nues­tra valía es ínfima; somos eso, unos simples peones, cuya vida poco importa para el jugador. En cambio la dama merece todo tipo de atenciones y cuidados. Ah, y todavía ella, altiva y toca­da con una corona ducal, desde su señalada estatura derrama soberbia.

-También los peones tenemos nuestro valor. No sé si sa­bías que el gran Philidor dijo que los peones son el alma del ajedrez.

-¿Alma del ajedrez? Más bien somos carne de cañón. -Creo que todavía no estás enterado de todas nuestras posi-

bilidades. ¿Qué posiciones has ocupado? -Todas las posiciones, desde la "a" a la "h".

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.ít Peón pasado .ít

-¿Y? -He formado parte de una cadena de peones; también he

sido peón aislado, atrasado, clavado, doblado, colgante ... -¿Algo más? -Me ha tocado ser un peón de gambito y de contragambito,

tanto de rey como de dama. -¿Allí se agota tu experiencia? -Bueno, también he sido peón defianchetto. -¿ Y nunca has sido un peón pasado? -Nunca. No sé qué es eso. -Es el que no tiene en su misma columna ni en las dos ad-

yacentes un peón adversario que impida su avance. -¿ Y hay algún mérito en ello? -¡Claro! Tiene mayores probabilidades de alcanzar la octa-

va fila. -y si alcanza la octava fila, ¿qué? -Entonces aumenta en gran medida su valor. Por eso, el

peón pasado adquiere una importancia estratégica tan conside­rable que con frecuencia en torno a él gira todo el resto de la partida.

-Hasta no ver, no creer -remató nuestro peón con humos de suficiencia.

Otros peones, que escucharon la plática, comentaron diri­giéndose al peón veterano:

-Tú rebosas paciencia. Déjalo con sus ideas anacrónicas. Ese feo sentimiento que corroe su corazón de árbol sólo le afecta a él. Allá pues él y sus trasnochadas ideas.

-A veces siento que mi tolerancia se agota -reconoció el veterano-, pero hay que ser comprensivo: lo defiendo porque sus criticables actitudes, su terquedad, la estrechez de sus mi­ras, son parte de su novatez. Ya habrá ocasión en que viva otras experiencias.

Y lo que tenía que suceder, sucedió: para que los conten­dientes en turno disputaran una partida de gran importancia en un torneo formal, el peón de marras fue colocado por azar en la columna "c", como hubiera ocupado cualquiera otra colum-

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ít Peón pasado ít

na. Después de que los jugadores plantearon una Ruy López en su variante clásica, las negras optaron por el sistema Tschi­gorin. A la vuelta de unos quince movimientos la partida había desembocado en una posición de extraordinaria complejidad. Mediante maniobras sutiles el blanco fue forjando un ataque de piezas y peones de crecimiento gradual en el ala de dama que produjo un peón pasado: ¡era precisamente el misógino! En pleno juego medio, aunque ambas damas ya habían desaparecido de la palestra, la refriega no perdía violencia, y allí estaba nuestro peón, firme, templado e incólume, en la columna de alfil-dama. Claro que él, a fuer de egocéntrico, se daba cuenta clara de que su emplazamiento, en la línea cuatro, era el foco de las atenciones del ejército albo y de las preocu­paciones del bruno. A la vuelta de. varios golpes tácticos, a base de esfuerzo y paciencia, con desesperante lentitud el peón avanzó una casilla, y luego otra. Cuando llegó a la línea seis su marcha se detuvo porque fue bloqueada por una torre negra.

-¿ Ya advertiste, compañero -preguntó el peón veterano-, que las atenciones de los dos bandos están enfocadas en ti?

-Así me parece --contestó con fingida modestia. -y que tu avance está bloqueado por una torre negra. -Claro que me doy cuenta, si la tengo enfrente. -Lo que quiere decir que las negras tienen que distraer una

pieza de ataque para realizar una labor pasiva y defensiva. -Lo entiendo; no soy estúpido. -No lo tomes a mal. Te aclaro lo anterior, por si no te

habías dado cuenta, para que veas que en ocasiones el modes­to peón puede adquirir enorme valía.

-Aclarado está --concluyó el peón pasado con arrogante displicencia.

A estas alturas de la partida, la finalidad de las blancas se enfocó en desalojar a la torre obstructora; lo consiguieron me­diante un fino sacrificio de caballo. El conductor de las hues­tes claras calculó con precisión el tránsito del juego medio a la etapa final, y después de que forzó la simplificación, la partida

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se redujo a una posición de rey, alfil y peón de las negras, con­tra solamente rey y peón de las blancas, ah, pero era un peón pasado y avanzado.

Su promoción era difícil de evitar: el monarca adversario se encontraba en un sector alejado; quien hubiera podido darle alcance era el alfil negro, pero ¡oh desgracia! , el propio rey obstruía la acción de su alfil. Curiosamente, cuando el rey ne­gro se percató de esa horrible circunstancia, palideció total­mente; ya hasta parecía rey blanco. Por añadidura, el peón ne­gro se encontraba dentro del cuadro de alcance del monarca blanco. Así que el peón misógino, el héroe, alcanzó por fin la octava fila. Al momento la mano de su conductor lo retiró del tablero.

-¿ y ahora qué? -preguntó azorado el peón a sus congéne­res que se encontraban fuera de la palestra.

-Ya coronaste, zoquete -le dijo alguien-. Ahora te susti­tuirán por una dama.

-¡Cómo! -exclamó el peón-o Después de tantos sufri­mientos, luego de haber arrostrado tan graves peligros, ahora me van a cambiar por una de esas remilgadas mujeres! ¡Protesto! ¡Protesto mil veces!

Los gritos destemplados del peón fueron oídos por los trebe­jos que se encontraban fuera del tablero, y éstos, sin poderlo evitar, se reían y se mofaban de las pataletas de aquél.

-¡Nada más eso me faltaba! ¡Que me cambien por una da­ma! -seguía rezongando el peón promovido.

El veterano se acercó a él y le dijo: -Ahora sí entiendes cuán importante fuiste tú en esta parti­

da. Tu promoción puede significar la victoria de nuestro amo. Pero aquél no aceptaba razones y seguía vociferando. Para

ese momento ya nadie le hacía el menor caso; más bien, atendían al desarrollo del juego. El rey y al alfil negros, como un desesperado y postrer lance, trataron de proteger su peón y, de alguna manera, apoyar su avance con el fin de forzar unas tablas, pero la potencia de la dama blanca se hizo notar de in­mediato; ésta, y la cercanía del rey blanco dieron al traste con

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la pretensión de las negras. Entretanto, nuestro peón seguía desgañitándose, hecho un energúmeno, protestando por su promoción. En algún momento, para recuperar aliento y seguir gritando, echó un vistazo al tablero y lo único que alcanzó a ver fue que después de precisos movimientos de la dama, el conductor de las piezas negras inclinó a su majestad, el rey.

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� Labalalla �

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1 A\a monotonía de la inmensa llanura sólo era interrumpida por unas colinas de escasa altura en un costado, en otro se le­vantaba un bosquecillo de pinos y un río de escaso caudal dis­curría a lo lejos. En sus extremos estaban emplazados dos nu­tridos ejércitos, uno vestido con uniforme blanco, otro con negro. Después de agotadoras jornadas, ambos habían acam­pado la noche anterior, y ahora, al rayar el alba, se hallaban descansados y prestos para entrar en combate. En el bando blanco sonó una trompeta; en el negro, un cuerno. Entonces las masas humanas se agruparon en diversas formaciones, on­dearon sus pendones y empezaron a movilizarse, caminando de frente, acercándose una a la otra. Cuando las separaban unos cien pasos emprendieron una carrera desaforada lanzan­do ensordecedores gritos.

Los dos ejércitos, por fin, se toparon frontalmente. El encon­tronazo fue terrible. La llanura se estremeció. Los infantes blancos, empuñando sus espadas, se enfrentaron a los alfanjes de los rivales. De las filas medias se arrojaron mutuamente andanadas de venablos y jabalinas. Los jinetes albos y sus sa­bles chocaron contra los brunos que blandían cimitarras. Un contingente de elefantes del bando negro rompió las líneas contrarias. Desde sus lomos, los arqueros disparaban certeras flechas. En un furioso asalto los alabarderos blancos arreme-

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.#l. La batalla .#l.

tieron contra los lanceros adversarios. De repente se oyó un toque de clarines. Entonces, por las faldas de las colinas asomó un destacamento blanco que atacó la retaguardia con­traria. En seguida se oyó el redoble de timbales, y del bosque­cillo emergieron varias brigadas negras que a su vez hostiliza­ron la zaga enemiga. Ambas celadas estaban previstas por los estrategas de los dos bandos, y causaron escasos daños y nin­guna sorpresa.

Cuando el sol se hallaba en el cenit aparecieron las primeras fisuras en el ejército negro: un batallón de sus infantes fue ba­rrido por el flanco izquierdo. Varias brigadas de la caballería blanca abrieron profundas brechas en el ala derecha del ene­migo y clavaron picas en las patas, los ojos, las trompas y las fauces de los elefantes; las enormes bestias, enloquecidas de dolor, huyeron despavoridas por diversos rumbos, arrastrando y aplastando a soldados de ambos colores. Los mandos negros echaron mano de sus fuerzas de reserva para evitar la conquis­ta de un valioso emplazamiento pero una potente embestida de la infantería rival las dispersó. Incesantes cargas de la caba­llería clara, bien cohesionada, golpeaban las caóticas líneas oscuras. Finalmente la ola blanca arremetió contra el centro enemigo y lo dislocó.

A pesar de la heroica defensa y los esporádicos contraata­ques, los gerifaltes negros hubieron de reconocer la derrota. Siguiendo el consejo de sus altos mandos, el rey perdidoso dispuso el repliegue ordenado, pero el constante asedio del adversario provocó la huida en masa. El rey triunfante ordenó la persecución con el fin de asestar el golpe definitivo a las fuerzas de su contrario. Los jinetes de la caballería ligera en­cabezaron el acoso. Detrás de ellos, a pesar de estar agotados y jadeantes, corrían los infantes blancos, enardecidos por la victoria y el botín prometido.

Las milicias negras, en su desbandada, fueron dejando atrás un reguero de cadáveres, las quejas de los heridos, su impedi­menta y sus armas. Llegaron al río de aguas someras y lo atra­vesaron atropelladamente. Los generales victoriosos aconseja-

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� la batalla �

ron poner un alto a la persecución, pero su monarca se empe­cinó en continuarla, pues deseaba aniquilar por completo a las fuerzas enemigas, y ordenó trasponer el río. Montado en su corcel con gualdrapa y vistoso penacho, el rey blanco se apartó de su séquito, descendió por un talud y empezó a cru­zarlo sobre un lecho pedregoso. La corriente mansa apenas le llegaba a las pantorrillas. En medio del curso fluvial los cuar­tos traseros del caballo se hundieron en un hoyanco del fondo, trastabilló y perdió el equilibrio; sin embargo, pataleando y dando respingos logró sobreponerse, y continuó su ruta ... pero ya sin jinete: el soberano había caído en las aguas y, embutido como estaba en su pesada armadura (yelmo, peto, guanteletes, cota de malla, quijotes, grebas y escarpines), se había hundido en un santiamén, sin que pudiera incorporarse o nadar. Su es­colta personal intentó salvarlo; con muchos esfuerzos lo saca­ron del lecho del río y trasladaron la pesada carga a la margen opuesta, pero el monarca ya había perdido la vida.

Mientras esto ocurría la totalidad del ejército triunfante, salvado el río, se hallaba detenido en la otra ribera, esperando nuevas órdenes. Sus generales, entre consternados por la muerte de su soberano, pero exultantes por el triunfo tan an­siado, comentaban la tragedia y deliberaban sobre si continuar la persecución, acatando la última disposición del monarca, o reagrupar sus fuerzas y valorar la situación. En ese parlamento se encontraban cuando avistaron a lo lejos una nube de polvo que se acercaba. Era una comitiva del rey derrotado; por de­lante cabalgaba un jinete portando una bandera blanca. La em­bajada se acercó al estado mayor del ejército victorioso. El oficial que encabezaba la comitiva anunció con amargura:

-Nuestro soberano se rinde, depone las armas y sólo pide se respete la vida de sus súbditos.

-No puedo aceptar su rendición -declaró el general en jefe de los blancos.

-¿Cómo es posible -replicó el emisario con el semblante demudado- que el rey vencedor sea de corazón tan duro que quiera ensañarse con un ejército vencido?

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� la batalla �

-No me refiero a eso -aclaró el primero--. Nada más puntualizo que nosotros no hemos vencido.

-¿Cómo? ¡No entiendo ... ! -exclamó perplejo el alto co­misionado.

-La contienda se declara empatada -afirmó el general blanco.

-Sigo sin entender -farfulló el enviado. -La contienda está empatada porque nuestro rey, el rey

blanco se ahogó.

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* El rey asceta *

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¿ y qué fue de aquel rey que venía a visitarte, papá? -¿Quién de ellos? -Uno muy alto y flaco. -¿Era blanco o negro? -Blanco. -Ah, ya sé a quién te refieres ... uno de larga cabellera. -y barbón. -Le decían el Asceta, hijo. -¿Por qué? -Precisamente por su modo de vida. -¿Pero por qué "le decían"? ¿Ya no le dicen así? -El pobre ya pasó a mejor vida. -¿Qué quieres decir? -Que ya murió. -¡Cómo! ¡No lo puedo creer! Hará unos dos meses que

estuvo aquí de visita. -Así es. -¿Entonces fue una muerte repentina, papá? -No, de ninguna manera; ya se veía venir el desenlace. -¿Qué le pasó? -Murió de inanición. -Eso significa ¿de hambre? -Sí.

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* El rey asceta *

-¿Cómo pudo ser posible? -Sí, hijo. Así fue. Te lo voy a platicar brevemente: Des-

pués de ser un rey de ajedrez como todos, normal y tragón aunque delgado, inopinadamente cambió su comportamiento. ¿Cometió un crimen, un pecado grave ... ? No lo sabemos. Lo cierto es que a veces permanecía callado por horas, ensimis­mado; más de uno le vio lágrimas que resbalaban por sus me­jillas y se perdían en su abundante barba; en otras ocasiones se encolerizaba de pronto, sin ninguna razón aparente; entonces decretaba castigos. A los caballos y alfiles los fueteaba. A las torres les derruía sus almenas, les taponaba las troneras. A los peones, ya ni se diga, los mandaba amarrar a un poste con el torso desnudo y los azotaba con un látigo de siete colas pro­vistas de bolitas de plomo en las puntas.

-¿Qué barbaridad! ¿Y no se sabía la razón de su crueldad? -Ni la de su llanto. Ya estás en edad, hijo, para darte cuen-

ta cómo es el mundo de los trebejos de ajedrez; la mayor parte del tiempo la pasamos recluidos.

-Claro que ya me di cuenta. -Metidos en un estuche, en una bolsa, en una caja, en una

gaveta; siempre encerrados, excepto cuando nuestro dueño juega o reproduce una partida, o cuando analiza aperturas, de­fensas, finales, problemas.. . Entonces vemos la luz. Pero mientras tanto, debido a las muchas horas de encierro, nuestro único pasatiempo es la comunicación.

-Con mis compañeritos ese es nuestro pasatiempo. -Para decir verdad, en muchos casos el término es un eu-

femismo. -¿Qué quieres decir? -Digo que a veces sí practicamos la comunicación, la in-

formación, el intercambio de ideas y opiniones. Pero otras ve­ces deriva en la mera charla, las bromas o de plano en el chis­me, el cotilleo, la maledicencia, fisgar al prójimo, difamarlo (lo admito) y no obstante eso, nunca averiguamos el origen del desarreglo anímico que sufría el rey Asceta. No soy misógino pero es un hecho que las damas son más dadas al comadreo,

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* El rey asceta *

son más hábiles y le dedican más tiempo. Con todo y eso, nin­guna de ellas supo la causa del extraño comportamiento del rey Asceta.

-Era poco comunicativo. -Nada comunicativo. Yo digo: ¿Por qué no platicar con

amigos nuestros problemas y sinsabores? Así desahogamos un poco nuestras penas. Yo era uno de sus pares con quien tenía más confianza. Nos conocíamos de mucho tiempo atrás. Pero nunca me confió nada; a veces taciturno, a veces colérico, se encerró en un mutismo infranqueable que sólo interrumpía para echarnos sermones.

-¿No has visto casos semejantes? -No; definitivamente no. Es el único en mi prolongada vi-

da. Se sabía, por ser un hecho público, a la vista de todo el mundo, que algún día lo abordó un tipo misterioso. Vestía gui­ñapos, los pies envueltos en harapos, maloliente, con las uñas sucias. Era un tipo alto, delgado; tenía una cabellera y una bar­ba muy largas, ¡y mugrientas!

-Como el rey Asceta, papá: Muy alto, muy delgado, de larga cabellera y barba, nada más que en sucio.

-Exacto ... Pues ese tipo, de mirada hipnotizadora, verba fluida y persuasiva, platicó con todo mundo que era anacoreta, que dormía en una ermita en ruinas, que llevaba una vida de soledad en el campo, apartado de todo trato con trebejos o se­res humanos, dedicado a la meditación y a la oración. Divulgó que el cielo le había concedido poderes de sanación somática y espiritual; que alguna vez, en la penumbra de un bosque, se le apareció un ángel con su aureola y su halo iridiscente; el ángel le dijo con voz celestial que había un rey de ajedrez que sufría mucho y le pidió fuera a reconfortarlo, a curarlo, a puri­ficar su espíritu. El ermitaño cumplió con la encomienda; se presentó ante el rey. ¡Quién sabe cómo lo embaucó! Lo cierto es que bastó una primera entrevista para que el rey quedara fascinado con la elocuencia y el carisma del tipo. De inmedia­to lo instaló en la corte.

-Como Rasputín, papá.

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* El rey asceta *

-Veo que estás informado, hijo. Efectivamente: Después se convirtió en uno de sus más devotos prosélitos ... digo mal: ¡el único! El ermitaño, se supone, convenció al rey de que debía purgar sus pecados. Y la manera de purgarlos era el as­cetismo: Vivir en la pobreza, flagelarse, ayunar y practicar la abstinencia sexual.

-¿Sera posible que el rey le hizo caso? -Le hizo caso es poco ... El rey quedó como embobado,

hechizado ... no sé, y siguió al pie de la letra sus consejos. Se levantaba al amanecer y se flagelaba la espalda desnuda. Di­cen que se oían los riendazos de la fusta y de repente unas quejas apenas ahogadas. Luego se ponía un cilicio ...

-¿Un qué? -Un cilicio. Entiendo que es como una faja con cerdas o

pinchos que se colocaban los místicos de otras épocas en la piel desnuda para mortificarse.

-¿Con qué objeto? -Supongo que era un modo de expiar sus culpas. Luego se

vestía con un hábito de tela áspera y se iba al monte a orar y meditar, y como san Francisco, a platicar con los animalitos del bosque.

-¿No estaría loco, papá? -No creo; nada más cumplía con la penitencia que le había

recetado el embustero del ermitaño. Al caer la tarde se vestía normalmente e iba a visitar a sus pares, entre ellos a mí, a tra­tar de adoctrinarnos. Luego regresaba a su celda, rezaba y se dormía. Su dama confesó que desde que apareció el ermitaño, el rey ya no tuvo trato íntimo con ella.

-¿ Y en qué momento comía? -Allí está el meollo del asunto. Nosotros, hijo, por nuestra

propia naturaleza, estamos destinados a comer a los trebejos negros, excepto al rey. Ese es nuestro alimento natural, aun­que para los humanos sea una ficción. El rey Asceta, obser­vando las enseñanzas místicas del ermitaño, no comía ni carne de alfil ni de caballo. Son animales inmundos, aseguraba el rey con un gesto de repugnancia. Tampoco comía torres. ¿Qué

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* El rey asceta *

es eso de comer, arena, cal, estuco, polvo de ladrillo y piedra molida?, decía el rey. ¡Imposible comer peones! Esos tipos eran de la más baja ralea, según él incompatibles con su regio aparato digestivo. Y comerse una dama era un sacrilegio. Así que se murió de inanición.

-Qué tontería. -Claro; hasta un aprendiz de peón como tú lo entiende.

Pero el rey se dejó seducir por un charlatán. De ahí que hasta la fecha sea un misterio: ¿qué faltas tan graves estaba expian­do con penitencias tan desmesuradas? Repito, es un misterio. En sus últimas visitas, tú no te diste cuenta de su delgadez por los ropajes que abultaban su figura, pero si se miraba de cerca, tenía la cara demacrada y las manos esqueléticas. ¡Qué cosas! ¡Imagínate: Todo un rey ... famélico!

-y allí acabó la historia de aquel rey barbón. -No del todo. Yo no sabía de su muerte. Hoy en la maña-

na, cuando estábamos con unos amigos presenciando un juego aburrido de nuestros colegas, en algún momento vi en el table­ro la figura del que supuse era el rey Asceta, pero ahora gordo, cachetón, sonriente y pulcro, pavoneándose entre los trebejos, abrazando y besuqueando a la dama. Quedé tan sorprendido que no pude contener una exclamación: "¡Allí está el rey As­ceta!", grité. Un amigo con el dedo en sus labios me pidió si­lencio y me dijo al oído: "El rey Asceta ya murió. Ese que ves es el ermitaño".

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1. La derrota 1.

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Aún estaban todas las figuras en su posición inicial cuan­do desde la fila de los peones negros se lanzó un grito desa­fiante:

-¡Serás vencido, rey blanco! Éste sonrió con desprecio, desechó la amenaza y mandó sus

huestes a la lucha. El bando negro hizo lo propio. Entonces se trabó un encarnizado combate con vistas al dominio del cen­tro. A la vuelta de varios movimientos:

-¡Ya perdiste la iniciativa, rey blanco! -se escuchó de nuevo la voz proveniente de un peón oscuro.

En efecto, en algún momento de la contienda el empuje de las tropas claras había perdido aliento. El monarca blanco, inquieto, nervioso, ideó una sutil maniobra combinatoria para reactivar a sus tropas, pero fue refutada con precisión por el bando opuesto.

-¡Rey de pacotilla! -gritó nuevamente un peón negro-: ¡No seas ingenuo! ¡No mordemos tus anzuelos!

Desde su bien resguardado enroque corto, el monarca incre­pado se irritó. Ordenó en seguida un impetuoso ataque sobre el ala izquierda que se estrelló contra una sólida defensa.

Otro peón negro exclamó: -¡Ni mella nos haces, torpe rey! ¡Ahora vamos al ataque!

Y así fue: gracias a su inexpugnable posición las figuras ne-

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i. La derrota i.

gras pudieron lanzar un contragolpe en el flanco de rey. La ofensiva cohibió la posición del ejército blanco y lo obligó a ceder casillas clave.

-¡Estás perdido, reyezuelo! -vociferó un peón negro an­tes de perecer en aras de la movilidad de las piezas de su co­lor.

El soberano desafiado no podía ocultar el agobio que lo in­vadía porque su posición ya acusaba puntos vulnerables. La estructura de sus peones era deleznable: por aquí dos peones doblados; por allá dos aislados; las torres desconectadas, los alfiles malos, los caballos en los bordes del tablero.

Afligido, preparó una celada que el bando contrario eludió con precisión. Entonces se oyó una estruendosa rechifla de la infantería retadora:

-¡No caemos en tus garlitos, zopenco! Notoriamente exasperado, el regio personaje emprendió una

combinación aventurada, de doble filo, que fue finamente re­pelida por sus contrincantes.

Los peones bulliciosos abuchearon de nuevo la jugada y gri­taron:

-¡Ríndete, rey mentecato! Éste, impotente, urdió un último lance intimidatorio que no

tuvo la menor trascendencia. El alboroto de la infantería bra­vucona creció en intensidad. Y también el ataque negro, enér­gico, despiadado, continuó: embarazó aún más la posición de las milicias blancas y desmanteló su enroque. Y ahí andaba el soberano expulsado de su refugio, furioso y acosado, a la in­temperie, del tingo al tango, brincoteando de una casilla a otra, y a otra, y a otra, hasta que tres peones negros ligados se le fueron encima tejiendo una red de mate irrebatible. El del cen­tro le solicitó la capitulación con un dejo burlón:

-Su majestad, todo es inútil: abandone la lid. En ese momento el rey blanco pretendió dar un paso hacia

atrás y acabó saliéndose del tablero. La dama blanca, que se encontraba también fuera de la palestra, miró inquisitivamente a su consorte. Éste explicó con el rostro descompuesto:

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.1 La derrota .1

-Aquí no hay disciplina, ni orden, ni respeto para mi ran­go; esa turba de gritones, plebeyos, pelafustanes, no cesaron de vociferar, y hasta me insultaron. Así no se puede luchar; no puede uno concentrarse. De plano esos peones negros me sa­caron de mis casillas.

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.1 La derrota 1.

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.1. El peón anarquista .1.

I�I. I)I�(.N ilNllR()(JIS'.'il

H\n el Londres de 1898 Mr. Jackson, de edad mediana y superior fortuna, adquirió un juego de ajedrez que constaba de dieciséis figuras de caoba y otras tantas de ébano. El tablero era una pieza de tafilete escaqueado. Completaba el equipo un estuche de madera con incrustaciones de marfil. En calidad de materiales y finos acabados, el equipo de Mr. Jackson rebasa­ba la medianía, sin llegar a la ostentación, y allí, entre los peo­nes de caoba, adormilado y entumido, estaba Greg y sus ideas.

Después de despertarse y estirar el cuerpo, Greg dirigió una mirada panorámica a sus compañeros y exclamó:

-¡Abajo la monarquía! -con una voz tan potente que no parecía provenir de un ser tan menudo-o ¡Abajo la reina Vic­toria y todos sus privilegios! -recalcó casi desgañitándose.

El rey blanco se estremeció al escuchar semejantes blasfe­mias y se acercó al negro:

-No me rebajaré a impugnar la exaltada prédica de ese peón impertinente -dijo irritado.

-Lo mismo opino -contestó el otro adoptando una actitud de altiva indiferencia.

Las demás piezas se burlaron de Greg y apagaron sus gritos con abucheos y rechiflas. Y entre los peones, algunos no pu­dieron ocultar un gesto de fastidio, otros permanecieron indi­ferentes y solo unos cuantos, tres o cuatro, escucharon las ex­clamaciones más por curiosidad que por interés. No obstante el número tan escaso de figuras que alguna atención le presta-

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j; El peón anarquista j;

ban, Greg no claudicó y siguió lanzando peroratas incendia­rias:

-Entre los humanos -disertaba Greg entre sus pocos oyentes- la monarquía sigue siendo hereditaria, unipersonal y vitalicia, pero ya no es absoluta. Los poderes omnímodos de los reyes de otros tiempos, ahora están frenados por una cons­titución y un parlamento. Su antigua omnipotencia ha men­guado o ya casi es nula, a tal grado que los reyes son meros símbolos, elementos decorativos, resabios de antiguas tradi­ciones. En todo caso, ya no tienen razón de existir. ¡Mueran las testas coronadas y toda su corte! ¡Quiero ver la derrota de la reina Victoria!

Nuevamente el rey blanco se acercó a su par: -Su majestad, las peroratas de ese vasallo me empiezan a

preocupar -balbuceó con la mirada inquieta. -Su alteza no le debe conceder ninguna importancia

-contestó impávido el rey negro-o Según mis pesquisas, el peón blanco que al parecer se llama Greg sigue las ideas sedi­ciosas de un tal William Goding que en nuestra patria fue el precursor del anarquismo.

-¿Anarquismo? ¡Horror! ¡Qué será de nosotros y nuestro linaje! ¿Y los humanos no pueden capturar al tal Goding?

-Murió en 1836. -Hace más de medio siglo. -Efectivamente; pero la doctrina ha sido retomada por su-

jetos tales como un Bakunin y un Kropotkin -informó el mo­narca negro.

-Me imagino que son rusos. -Así es, y además el segundo pertenece a la nobleza. -¡Es un traidor! -exclamó indignado el monarca blanco. -Además hay un italiano de apellido Malatesta. -Así se debería apellidar el tal Greg: Greg Malatesta. -¡Claro! -confirmó el rey negro-o Pero en todo caso, no

hay motivo de preocupación porque el movimiento ácrata tie­ne escasos seguidores y con muchos esfuerzos sobrevive. El único peligro que corren los humanos es que algunos anar-

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.1 El pe6n anarquista .1

quistas han llevado a tal extremo su fanatismo que no se limi­tan a propalar su credo sino que han hecho uso del terrorismo y del magnicidio.

-¡Qué barbaridad! -Pero son casos aislados. -Si entre los hombres no ha prendido el movimiento, entre

nosotros menos. Me quedo más tranquilo -concluyó el rey blanco con un suspiro de alivio.

Pero a base de constancia y de repetición, las doctrinas igua­litarias preconizadas por Greg fueron calando en la mente de sus compañeros, y ya algunos repetían sus ideas:

-y no sólo la monarquía, camaradas -pregonaba uno-o Debemos propugnar por la abolición de toda autoridad, jerar­quía y control social. Todo eso es innecesario y nocivo para el individuo.

-Tiene razón el camarada Greg -declaraba alguien-: Debemos poner en práctica el lema de Proudhon: "Sin amo y sin soberano".

-Es detestable -agregaba otro- la distinción entre ricos y pobres, grandes y pequeños, amos y mozos, poderosos y débiles.

-Así es, camaradas -decía alguien más-, la naturaleza coercitiva y autoritaria del gobierno es un obstáculo para la plena realización de los individuos.

-Entre los hombres -argumentaba Greg- la anarquía radica en la abolición de cualquier autoridad organizada. Toda forma de gobierno, todo medio de control social impide la li­bre expresión de la voluntad.

-Pero eso nos llevaría a un desorden total -argüía un peón negro.

-No, de ninguna manera -contestaba Greg-. El anar­quismo mundial propugna por una asociación libre de indivi­duos, sin reyes, sin leyes, sin tribunales, sin prisiones, lo que no significa desorden ni trastorno, sino la organización de las actividades del hombre, acorde con la vocación de cada uno de ellos, conforme con un sistema que permita la realización

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� El peón anarquista �

de sus mejores cualidades. Y tales principios, que están en boga en el mundo de los hombres, deben aplicarse al mundo de los trebejos de ajedrez. La igualdad es el único correctivo que hay que oponer a las injusticias internas del ajedrez.

-Sin diferencias, el ajedrez se volverá tedioso -reparó un alfil, en su modalidad inglesa de obispo.

-Tedioso pero igualitario -retrucó Greg-. Hay que sa­crificar el atractivo del ajedrez como está concebido, en aras de la igualdad de sus piezas.

-Sería como el monótono juego de damas chinas -objetó una torre.

-No importa -insistía Greg-. Las normas que rigen el juego del ajedrez pecan de discriminatorias. Fíjense: son muy variados los valores de las piezas y peones. Y no sólo eso: al rey le basta con nacer para que tenga todo tipo de prerrogati­vas. ¿Por qué el rey no puede ser capturado? ¿O tomado o co­mido, como también se dice?

La mayoría de peones y piezas, exceptuando los reyes, pres­taban atención a las palabras de Greg.

-y no basta con esa diferencia enorme -deCÍa Greg-. ¿Por qué se le previene con la frase "jaque al rey" cuando se encuentra amenazado? ¿Por qué ese segundo privilegio?

-Es cierto -comentaban algunos. -En cambio -&bundaba Greg-, todos nosotros, inclu-

yendo las damas, podemos ser capturados. Y además, sin pre­VIO aVIso.

-Tiene razón -deCÍan los oyentes. -y con frecuencia -subrayaba Greg- nos mandan al

matadero, nos sacrifican. En cambio el rey es intocable. ¿Por qué?

Las figuras asentían con la cabeza. -y por último -remataba-, somos unos juguetes en po­

der de los seres humanos. Esa es la más abominable de las esclavitudes. Una vez establecida la igualdad entre los trebe­jos, hay que librarnos de los humanos. Ellos nos mueven de acuerdo con sus reglas. Y aun dentro de los cauces de tales

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.1 El peón anarquista .1

reglas hay un gran margen de libertad, y ello entraña muchos riesgos para nuestra integridad y dignidad. Qué culpa y qué mala suerte tenemos cuando caemos en las manos de un juga­dor inepto, novato, distraído, atolondrado, arriesgado, irres­ponsable o, como comúnmente se dice, un empuja-maderas.

De este modo la obstinada labor proselitista de Greg se fue entronizando entre los trebejos, y todos ellos, excepto los re­yes, propugnaron por la abolición de la monarquía en el aje­drez, porque todos los trebejos tuvieran el mismo valor y por la liberación del yugo que los seres humanos ejercen sobre ellos.

-¡Claro que sí! -exclamaba una pieza como hechizada-o ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

-¡Greg es un sabio! -gritaba otra con los ojos desorbita­dos.

-¡Greg es nuestro mesías! -clamaba un peón bañado en lágrimas.

-¡Que la diosa Caissa derrame todas sus bendiciones en ti, camarada Greg! -imploraba otro de rodillas.

Después de tomar el té con la familia, Mr. Jackson acostum­braba encerrarse en su biblioteca para estudiar algunas apertu­ras o defensas, con vistas a su diaria partida cafetera. Cuando regresaba a casa se volvía a enclaustrar y con papeleta en ma­no analizaba concienzudamente la partida disputada; entonces solía murmurar: "¡Qué brillante movimiento realicé aquí! " o "¡Saliste airosamente de este brete, Jackson! " o "¡En esta ma­niobra cometí una torpeza inexcusable". Durante esas sesiones empezó a escuchar no solo murmullos sino también algún ru­mor apagado que provenía de su tablero. Creyó estar alucinan­do.

Pero no, no alucinaba. Eran los discursos, las exclamaciones y los vítores de sus trebejos, poseídos por un creciente frenesí.

-La anarquía como modelo social -continuaba pregonan­do Greg- tiene una única razón de ser, y es la rebelión moral contra la injusticia. La causa de todos nuestros males es la

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.1. El peón anarquista .1.

desigualdad que prevalece entre nosotros. Y también el hecho de ser viles esclavos de los seres humanos. ¡Entre los trebejos, igualdad, y con los seres humanos, independencia!

Sus secuaces, llorando a lágrima viva y entre gritos desafo­rados, lo aclamaban tumultuariamente:

-¡Bravo, camarada Greg! -Debemos asumir la causa de los oprimidos -gritaba

Greg enardecido-, porque lo bello y lo sublime está del lado de aquellos que luchan por la luz y por la justicia.

-¡Así es, camarada Greg! ¡No claudicaremos hasta el final de nuestros días!

-y no permitiremos -remachaba Greg-, hermanos, que nuestra causa sea un espectáculo que divierta a los humanos. Así, lucharemos con todo sigilo frente a ellos. Por lo pronto, la lucha será interna, y si es necesario moriremos en aras del movimiento.

- ¡Síííí! -contestaba la multitud. -Llegaremos hasta el martirio . . . ¿Verdad camaradas? - ¡Sííí! -¡Seremos quemados en la hoguera! -¡iSííí!! -¡ ¡O fusilados en algún paredón! ! -¡¡Sííí! ! -¡ ¡O colgados en la horca! ! -¡¡Sííí!! -¡Pero nuestras ideas libertarias quedarán impregnadas

entre los trebejos de todo el mundo! ¡Seremos los pioneros y los mártires de la causa! -remataba Greg con la voz ronca, el rostro descompuesto y la vista alucinada.

Alguna vez Mr. J ackson vio que una pieza cambiaba de lu­gar. y luego vio, ¡inconcebible! , que un peón retrocedía, que un alfil cambiaba de diagonal, que una pesada torre brincaba una pieza, que un caballo lanzaba coces a las figuras del ban­do contrario, que una dama se ponía a bailotear como loca en­tre las casillas. Al principio Mr. Jackson estaba maravillado

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J. El peón anarquista J.

con el prodigio, se pasaba horas viendo los movimientos im­predecibles de sus trebejos y se divertía tratando de adivinar sus trayectorias, pero con el transcurso del tiempo, como buen inglés, flemático y utilitario, se fastidió porque ya no le ser­vían. Para su desgracia, no podía compartir con sus amigos o con el mundo ese portento porque sus muñecos sólo se rebela­ban cuando no había espectadores. Y no quería ni siquiera pla­ticar el fenómeno porque lo iban a tildar de orate.

Esperó un tiempo. Cuando le llegó la certeza de que el de­sorden no tenía remedio, sino que iba en aumento, en una ma­ñana caliginosa de Londres adoptó una medida radical: guardó en una gaveta de su escritorio el estuche de madera con in­crustaciones de marfil y el tablero de tafilete escaqueado, y arrojó los trebejos al cesto de basura, junto con cáscaras de plátano, trapos deshilachados, osamentas de pollo y restos de papel higiénico.

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� El rey inconforme �

I�L lU�Y INCONl?(nnll�

---H\so de ser rey de ajedrez nunca me ha gustado. -A mí sí me gusta. A ti, compañero, ¿por qué no? -Creo que en primer lugar mi temperamento rechaza la

disciplina que se debe observar en el juego. -Pero a cambio nosotros somos el centro de las atenciones

y preocupaciones de los jugadores. -No me agrada ser el foco del cuidado de los seres huma­

nos que nos manejan. Tampoco me agrada la seriedad con que juegan, la tiesura, el mutismo y su permanente tensión nervio­sa; se traban en una lucha feroz, como si en la derrota les fuera la vida . . . Es una lucha de egos.

-El ajedrez es un juego serio, compañero. No se presta para las chanzas entre los combatientes. Además nosotros tenemos la prerrogativa de que somos incapturables. Y hasta nos avisan cuando nos atacan.

-Debo reconocer que gozamos de ese privilegio, pero aún así, detesto la rigurosa precisión con que deben jugar los con­tendientes.

-Ah, eso sí; la precisión es una de las cualidades del aje­drez. ¡Qué cálculo tan exacto en las combinaciones! ¡Qué profundidad en la concepción estratégica! ¡Qué ejecución tan escrupulosa de los planes . .. !

-Lo cual me fastidia. -A mí, en cambio, me maravi11a el caudal inconmensurable

de posiciones que nos ofrece el combate en el cuadrado de las

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� El rey ¡nconforme �

sesenta y cuatro casillas. Me deslumbra la infinidad de peripe­cias en las escaramuzas del juego medio.

-Eso me deja frío. -Por el contrario, compañero, yo admiro cómo un jugador

se aprovecha de debilidades casi imperceptibles de la posición contraria, y qué alta técnica desarrollan en los finales comple­jos, tan medidos, tan calculados.

-Lo sé. -y qué memoria tan prodigiosa demuestran en las apertu-

ras, con todas sus variantes y ramificaciones. -Todo lo sé, o cuando menos lo comprendo, pero mi natu­

raleza prefiere el azar a la exactitud. -Bueno, eso es otra cosa, compañero. -No hay misterio en el juego de ajedrez; no hay nada for-

tuito. Todas las piezas están a la vista de los dos jugadores. -Claro: inician en igualdad de circunstancias. -Ahí está el defecto: el ajedrez no tiene ni siquiera un ma-

tiz de aleatorio. No hay emoción. -No compañero: ¡Estás muy equivocado! Muchas partidas

son muy emocionantes. -Pero yo me refiero a la emoción que produce la incerti­

dumbre: ¿Qué cartas tendrán los oponentes? ¿Qué cartas me van a llegar? ¿Cuántas pido?

-No hay eso; en el ajedrez todo está en el tablero ... y en la cabeza de los jugadores.

-Pues yo, en lugar de tanta formalidad, prefiero la incerti­dumbre. Y además el ajedrez no se presta para el relajamiento de la disciplina ni para la apuesta. Me aburre. Amén de una agradable partida de cartas, gozaría de la plática informal con los amigotes, las risotadas ...

-Eso no va con el ajedrez ... -y la guasa, la guasa acompañada de abundantes copas! -Eso si no, compañero. Detesto y repruebo la vida licen-

ciosa. -Pero, según sé, unas copas de vino nos desinhiben, nos

relajan, nos alegran. ¿Por qué esa conducta tan adusta de los

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� El rey ¡nconforme �

trebejos? ¡No, no! A mí me gustaría experimentar el regocijo que producen unas copas ...

-¡El ajedrez es enemigo del alcohol...! ¡Son totalmente incompatibles!

-Ah, pero yo ansío la vida bohemia y los juegos de azar. ¡ Viva la parranda y viva la suerte!

-Bueno, cada quien tiene su manera de ser. Por lo pronto, naciste rey de ajedrez y eso no tiene remedio, compañero.

La diosa Caissa y el dios Birján escucharon el diálogo de los dos reyes de ajedrez, se les condolió su divino corazón y pla­nearon una metamorfosis. Alguna noche descendió sobre el rey inconforme una niebla espesa moteada con fulgurantes y diversos colores; su silueta quedó envuelta en un limbo lumi­noso; se escucharon sordos rumores y el chasquido de chispas. y en donde había estado el rey de ajedrez ahora había un nai­pe ilustrado con un ser humano, de pelo largo y bigotes de puntas enhiestas, tocado con una corona de oro incrustada de rubíes, vestido de túnica roja recamada con adornos dorados, una toga azul turquesa con orlas de armiño, un ancho cinturón y un par de sandalias; en dos esquinas del naipe aparecía el número doce; el rey de ajedrez se había transformado en un rey de la baraja ... y de copas.

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.1 Un sueño .1

(]N SUI�ÑO

I A\a del alba sería y yo estaba soñando: era un amplio y con­currido salón; en un sector había una fila de nueve mesas rec­tangulares cubiertas con manteles de paño azul. En ellas se encontraban a la espera sendos juegos y relojes de ajedrez. Adosado a la pared, sobre cada una de las mesas, refulgía un tablero electrónico y el nombre de los dos contendientes. La mayoría estaban escritos en alfabeto latino y unos cuantos en latino y cirílico. De cualquier manera reconocí los nombres de todos: Eran dieciocho. Diecisiete pertenecían a los jugadores de ajedrez más selectos del orbe, los más grandes entre los grandes, y uno ... uno era ... ¡recórcholis ... ! ¡uno era el mío! ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?, me pregunté angustiado; yo, un mediocre jugador de café participando en un magno certamen mundial. ¡Ampárame, diosa Caissa! Te prometo ...

Mi invocación mental se interrumpió cuando frente a mí se sentó un hombre muy joven, alto, rubio, vestido con sobria elegancia. Sonrió, me estrechó la mano y accionó el reloj ... era ... ¡nada más y nada menos que Carlsen, Magnus Carlsen, el campeón mundial! Lo reconocí al instante por las fotos que he visto de él en las revistas especializadas. Quedé aterrado, como paralizado, pero luego me consolé al amparo de un do­ble argumento; primero: cualquiera de los contendientes de tan egregia justa me hubiera vapuleado sin el menor esfuerzo; segundo: es seguro que sólo haré el ridículo ... pero ¿y qué? Yo llevaba blancas; con mano temblorosa inicié la partida dando dos pasos con el peón de "e". Él respondió avanzando dos casillas su peón de "e". ¡Estaba planteada la defensa sici-

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1. Un sueño 1.

liana! ¡Ah, carajo! Algo de suerte hay en el ajedrez pues esa es mi defensa favorita y cuando menos conozco sus rudimentos. Así, mi adversario no me arrasará a las primeras de cambio. La partida derivó en la variante del Dragón; ¡sigo con suerte! , porque también es mi predilecta. El combate discurrió por ru­tas conocidas. Carlsen tranquilo, imperturbable, jugaba con aplomo, mientras mi frente, mis mejillas, mis axilas, mi espal­da sudaban copiosamente.

En algún momento opté, ¡oh atrevimiento! , por renunciar al enroque e inicié un ataque a la bayoneta. Sentía que la invoca­ción a la diosa Caissa había sido escuchada, y ella iluminaba mi opaca mente con una clara concepción posicional y copiosa provisión de recursos tácticos. En el rostro inmutable de mi oponente creí ver un gesto de sorpresa. Lancé, pues, los peo­nes del flanco de rey en un avance suicida para despejar co­lumnas. Mi corazón ¡tu-tun tu-tun tu-tun! , no dejaba de palpi­tar desbocadamente. En mi impetuoso ataque perecieron dos peones blancos; hacia ese cruel destino los había enviado. Co­mo compensación a mis sacrificios, en el ala de rey una co­lumna quedó abierta y otra semiabierta. Para desplazar mi to­rre de dama al sector opuesto del tablero hube de avanzar mi rey una casilla. Estaba desguarnecido, pero no me importaba; para mi fortuna entre los peones del centro y del ala de dama había cierta trabazón.

Mi corazón tu-tun, tu-tun, tu-tun, latía desaforadamente. El reloj tic-tac, tic-tac, tic-tac tampoco dejaba de latir. Mi ataque avanzaba lento pero inexorable, según yo; en algún momento de la contienda mi optimismo vislumbró la demolición del enroque contrario. ¡Diosa Caissa, un don nadie de una ciudad perdida en el mapa, poniendo a sufrir al genio de Noruega!

Ah, pero mi optimismo era infundado. Carlsen se defendió con precisión magistral, sacando de la manga recursos invisi­bles. El agresivo ataque que había emprendido desfallecía, casi se paralizaba. El rostro de mi ínclito adversario reflejaba alivio. Después de estar acodado en la mesa, con las manos sobre el mentón, ora la derecha, ora la izquierda, alternando, o

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1 Un sueño 1

bien con las dos sobre las mejillas, el ceño fruncido, abismado en su concentración, ahora se había relajado distendiendo el entrecejo y reclinando la espalda en su mullido sillón. Claro: el ataque atrofiado y la desventaja material significaban para mí la derrota irremisible.

Sin embargo, otra vez se inundó mi mente con un alud de ideas que reactivarían el ataque. Ejecuté una maniobra combi­nativa basada en el recurso de los rayos equis que debilitó el esquema de peones contrarios. Mi ilustre oponente se inclinó de nuevo sobre el tablero y apoyó sus brazos cruzados en la mesa. Nervioso, intranquilo, tal vez alarmado, echaba furtivas ojeadas al reloj: ¡Se demoraba en responder a mis movimien­tos! En algún momento realicé un preciso sacrificio de la cali­dad para emplazar un alfil en la gran diagonal que abrió paso a una fuerte ofensiva contra el enroque negro. Con brillantez y tenacidad se defendía mi adversario, pero la balanza se empe­zaba a inclinar a mi favor y además él se encontraba angustio­samente apurado de tiempo. Por fin, con otro sacrificio, esta vez de caballo, se completó la ruptura y el derrumbamiento del enroque contrario. El rostro de mi oponente ahora estaba demudado. Con seguridad su mente no concebía cómo era po­sible padecer posiciones tan maltrechas frente a un desconoci­do. Acosado por el reloj y por el ataque de mis piezas, decidió devolver el material ganado; la partida se simplificó pero tran­sitó hacia un final indiscutiblemente favorable para las blan­cas. El resto sólo era cuestión de técnica, como dicen los tex­tos.

En el largo salón, el espacio para los jugadores estaba sepa­rado por un cordón colgado de balaustres. Del otro lado se agolpaban los aficionados y la prensa siguiendo con sorpren­dida atención nuestra partida en el tablero electrónico. Creo que causaba sensación en ellos el curso de la contienda. Tal vez los hinchas de Carlsen no querían creer la situación tan lamentable en que se encontraba su ídolo. Me sentía orgulloso y a la vez apocado. Algo así como queriendo decir: no me me­rezco esto pero, en fin, yo no decidí contender en tan distin-

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1. Un sueño 1.

guida competencia; además un día de gloria como este me hará un hombre feliz el resto de mi vida. Ah, pero no me debía confiar: cualquier imprecisión daría al traste con mi empeñosa labor. Claro que la divina Caissa no me desamparaba: jugué con exactitud, con prudencia, rehuí airosamente las sutiles ce­ladas negras que anhelaban tablas .. . ¡ring, ring! . .. Mi oponen­te ya no tenía recursos ... ¡toc, toc, toc! . .. Sus réplicas eran inocuas . .. ¡ring, ring! Tal vez solo esperaba una equivocación mía... Seguía yo temblando, pero ya no de terror sino de re­gocijo, de un regocijo desenfrenado ... ¡ring, ring! ... ¡Qué dia­blos ocurre! ... ¡toc, toe, toc ... ! ¡Qué son esos toquidos, esos timbrazos! . .. ¡ring, ring! . .. ¡toc, toc, toc! . ... ¡plan, plan, plan! . .. ¡Y ahora unos aldabonazos! ¡Carajos! Llaman a la puerta de calle, me dije entre las brumas del sueño. Entonces desperté ... ¡toe, toc toc! ¿Quién diablos podrá ser a hora tan temprana?, me pregunté . .. ¡ring, ring! ¡Me lleva patas de cabra! Me puse la bata, las pantuflas. ¡Plan, plan, plan! ¡Ya voy! , grité mental­mente ... ¡Era mi vecino! . .. Que se estaba chorreando el agua de mi tinaco y caía sobre su patio. Bueno, en un momento lo veo; tal vez el flotador, pensé, pero no es para tanto. ¡Maldición! ¡Cómo se atrevió a despertarme al amanecer! Y precisamente en este momento, en este momento irrepetible en que iba ganando. ¡Y a quién!

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* El rey escapista *

I�L RnV I�SCAI)lsrl'A

D esde las alturas cósmicas se divisa sobre el valle del Indo una pradera tropical dividida alternadamente por cuadros de pasto claro y oscuro. Dos ejércitos de ajedrez se encuentran enzarzados en feroz combate, como ha sucedido por los siglos de los siglos

Con la piel untada de harina de arroz procedente de las mo­liendas de Bombay, el dios Visnú, dios preservador, de cuyos brazos mana el anchuroso Ganges, conduce el ejército blanco.

Las milicias negras son dirigidas por el dios Shiba, el dios destructor. De sus divinos pies surge la colosal cordillera del Himalaya y su piel está cubierta de polvo del carbón originado por los incendios con que destruye montes y poblados.

En medio del universo, desde el monte Meru, funge como árbitro el dios Brahma, el dios creador, saturado con cenizas de piras crematorias, de cuyos ojos brotan las constelaciones siderales.

Allá abajo, en la ashtapada, entre el tumulto de las huestes que se baten en enconada batalla, el rey blanco, que tiene bien ganada fama de marrullero, mantiene en una casilla contigua a un caballo de su color. Cuando ve que su causa está perdida, que se avecina el jaque mate, monta sobre su corcel y huye de la palestra en veloz cabalgata.

Shiba protesta ante el dios Brahma por semejante ardid. Viendo éste la justeza de la queja, manda erigir un alto vallado de bambú que circunda la pradera. Sin embargo, después de

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* El rey escapista *

varias competencias, cuando el rey blanco se encuentra de nuevo en un trance adverso, monta en el lomo de un alfil que se halla en una casilla adyacente, y éste, barritando, con sus colmillos y sus vigorosas patas destroza el vallado y huye del sitio con el astuto rey a cuestas.

Escuchando la querella de Shiba, el dios Brahma enfurece. Manda sembrar por todo el perímetro de la palestra una cerca de altos y tupidos setos de espino. Inmediatamente atrás de los setos, sobre profundos y sólidos cimientos, se construye una verja de gruesos postes de hierro verticales rematados con puntas de lanza, casi sin espacio entre uno y otro. "Doble va­lladar a prueba de caballos y elefantes; con eso basta", piensa Brahma, y se siente satisfecho.

Pero no basta. En otras contiendas, cuando se encuentra hos­tilizado de cerca por los combatientes negros, el rey blanco vuelve a desaparecer de la pradera cuadriculada.

Las dos deidades en eterna lucha, y el dios Brahma que ejer­ce de árbitro, no se explican el fenómeno: El rey blanco se ha esfumado, no han escapado ni caballos ni alfiles y la barrera que circunscribe la palestra está incólume.

Nunca alcanzaron a escuchar sus divinos oídos la voz del rey negro que murmuraba con su dama, allá abajo, en la minúscula Tierra, algo así como que las tres deidades eran egocéntricas, que no sabían o querían ignorar la existencia sobre la faz del planeta de otros territorios, de otras culturas, de otras creencias, de otras deidades, y que en cierta región, al occidente había un monte Olimpo, un conjunto de dioses, se­midioses, héroes y otros seres míticos, y que uno de ellos se llamaba Pegaso.

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* El coloquio de las damas *

I�L COLO(UJIO J)I� lAS J)A)IAS

E\n una lujosa sala del museo de Cluny, en París, se ex­hibían juegos de ajedrez de alto valor intrínseco, estético o histórico.

Cuando se retiraron los visitantes y se cerraron las puertas, la sala quedó en silencio ... pero sólo por un rato. Poco des­pués comenzaron a oírse unos murmullos, unas voces, unos tintineos. Y entonces, sobre un tablero de cedro de Líbano ta­raceado en cobre a manera de escenario, comenzó el concurso de belleza que ya habían concertado las piezas de ajedrez.

Contoneándose pasó la primera dama: -Yo pertenecí -dijo- a un juego de Carlos el Temerario,

duque de Borgoña. Turquesa es mi material, y el de mi contra­ria, ópalo.

-Yo fui de Abderramán 11 -presumió una dama labrada en amatista-o Mi otra parte es de jade.

-Mi dueño -proclamó alguien más- fue Erik Y, el Biz­co, de Dinamarca. Estoy tallada en marfil de morsa. Mi oposi­tora está hecha con barbas de ballena.

-Yo -dijo otra dama fingiendo modestia- estoy hecha de madera ... sí de madera, pero de madera de sándalo de La In­dia, y pertenecí al rey Alfonso X el Sabio. Mi competidora es de ébano del mismo lugar.

-Yo -presumió otra- estoy tallada en lapislázuli de Af­ganistán, y mi adversaria, en malaquita de Ceilán. Fuimos pro­piedad de Bermudo 1 1 , el Gotoso, de Castilla y León.

-Ella -alardeó una dama señalando a su contraparte­está labrada en aguamarina y yo en zircón. Pertenecimos a García Sánchez 1 1 , el Temblón, de Pamplona.

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� El coloquio de las damas m

-Yo estoy hecha de topacio y mi rival de ámbar -se vana­glorió otra concursante-o Fuimos el juego preferido del em­perador bizantino Basilio 1 .

-Nosotras -anunció otra participante con altivez- fuimos de Frank Szécsényi, voivoda de Transilvania. Ella está burila­da en granate y yo en turmalina.

Pavoneándose se jactó una dama de oro: -Yo pertenecí al podestá Gualfredo de Milán. Mi contra­

parte está forjada en platino. -Mi dueño fue Ashora, de la dinastía hindú de Magadha

-se preció una bellísima dama de zafiro-o Mi oponente es de diamante.

Y así continuó la pasarela que además del concurso de belle­za, también era un duelo fatuo de la importancia de los propie­tarios. Hubo quien fuera del papa León X, de Tamerlán el In­vencible, de don J uan de Austria, de Solimán el Magnífico, de Ricardo Corazón de León y de otros personajes históricos. Y también hubo parejas que estaban cinceladas en esmeralda y rubí, pórfido y ágata, plata engarzada de perlas y de nácar, mármol blanco de Carrara y negro de Oira y en otros materia­les preciosos.

Por votación democrática de las demás piezas, ganaron las damas de zafiro y diamante, quienes al tiempo de la noticia, se abrazaron y se soltaron a llorar.

-y aquella que se acurruca en el rincón, ¿quién es? -preguntó la dama de platino.

-Ignórenla -dijo la de oro con disimulada arrogancia-o No tiene nuestra categoría.

-Es plebeya -comentó la de zircón adoptando una pose mayestática.

-¡ Cierto! -terció la dama de turquesa-o Es muy humilde la pobre; su dueño fue un don Nadie. Ella confiesa . . . ¡qué bar­baridad! , ¡ qué corriente! . . . No me lo van a creer. . . que está hecha ¡de resina sintética! y que perteneció a un desconocido, un muchacho gringo . . . eh . . . un tal Bobby Fischer.

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El rey cortés. 3

Peón pasado. 5

La batalla. 1 1 El rey asceta. 1 3 La derrota. 2 1 El peón anarquista. 23 El rey inconforme. 3 1 Un sueño. 3 5 E l rey escapista. 39 El coloquio de las damas. 43

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