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La muñeca de modista [Cuento. Texto completo] Agatha Christie La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva. Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva. «¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.» Salió al rellano y gritó: -¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar. Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca. -Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí! Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.

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La muñeca de modista[Cuento. Texto completo]

Agatha Christie

La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.

Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.

«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»

Salió al rellano y gritó:

-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.

Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.

-Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí!

Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.

-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un señor «aguacero».

Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.

Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.

Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.

-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?

Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.

-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.

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La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.

-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.

-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás -aseguró Sybil.

-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas -suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?

-Me gustaría que viese a otras clientes.

La señora Fellows seguía examinándose.

-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo.

Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente:

-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?

Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.

-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?

-No lo sé.

-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora Fellows-. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.

Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.

-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.

-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.

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Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.

-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?

Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.

-Ven aquí, tesoro de mamita.

El tesoro de mamita no hizo caso.

-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña como si alabase una virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.

Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.

-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?

Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.

-Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?

-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La compraron ustedes?

-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría.

Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:

-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.

-Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.

Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.

-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora Groves.

La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.

-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.

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-¿No le gusta? -preguntó Sybil.

-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.

-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.

-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo-. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.

La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.

Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.

-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?

-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba dónde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí -se pasó la mano por la frente-. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el periódico!

-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo Sybil dándoselas-. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?

-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela, supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.

-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.

-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven todavía.

-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y el caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.

-Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba -dijo Alicia-. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a su alrededor, antes de añadir-: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?

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-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento-. Pero me gustaría poder...

-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.

-Imaginar la habitación sin ella.

-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! -exclamo Alicia, no de muy buen talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas-. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.

-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.

-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso Alicia.

-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.

-La gente suele profesar antipatías repentinas.

-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.

-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.

-Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.

-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?

Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.

-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia, mirándola-. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.

-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición-. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.

-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas-. Esta mujer -ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves-, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cóctel y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.

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-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.

-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?

-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!

-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.

Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.

-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-. Pero hay tanta naturalidad en ella que parece estar viva.

En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.

-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.

Las dos mujeres se miraron.

-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?

-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las chicas.

-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.

Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.

Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.

-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? -preguntó.

La encargada y tres chicas alzaron la vista.

-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?

Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:

-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!

-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?

La aludida sacudió la cabeza.

-¿No será una broma suya, Elspeth?

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El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.

-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.

-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz-. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.

Las tres muchachas se defendieron.

-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?

-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.

-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?

Sybil denegó con un gesto de cabeza.

-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.

-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.

-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.

-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló Margaret-. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.

-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?

-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a reír.

Sybil no agradeció la sugerencia.

-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.

Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.

-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.

-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un momento.

-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?

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-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.

-Sólo tengo el par que uso.

-¿Qué ha hecho de las otras?

-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.

-Oh, querida; necesita tres pares.

-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.

-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.

Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.

-¡Ya las tengo! -gritó.

-¿Dónde estaban Sybil?

-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.

-No; estoy segura de no haberlo hecho.

-Entonces se las quitaría ella.

-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece muy inteligente.

-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.

-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó Alicia.

-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.

-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.

-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!

-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?

Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.

-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.

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Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.

-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?

-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.

Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.

-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.

La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.

-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!

Luego se encaminó a la otra estancia.

-Señorita Coombe.

-Diga, Sybil.

-Alguien nos toma el pelo.

La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.

-¿Quién le parece que es?

-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.

-¿No será Margaret?

-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.

-Sea quien fuese, hace una tontería.

-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso poner coto a eso.

-¿Qué hará para evitarlo?

-Ya lo verá.

Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.

-Me llevo la llave.

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-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de diversión-, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!

-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.

Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.

-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.

Y lo que vio la obligó a dar un respingo.

La muñeca aparecía sentada al pupitre.

-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?

-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.

Entonces cogió la muñeca.

-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó la señora Groves.

-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!

-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la asistenta.

-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.

-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.

Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.

-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.

En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.

-Querida -le contestó-. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.

-Parece ser que no le preocupa.

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-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... -se quedó pensativa un momento-. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?

Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.

-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase de bromas -afirmó decidida Sybil-. Si bien no comprendo por qué...

Alice la interrumpió al preguntarle:

-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?

-Me temo que así sea.

Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.

-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.

Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.

-¿Ridículo en qué sentido?

-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.

Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador, aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.

-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil, que eso la divierte.

Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.

-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es -comentó Alicia-. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.

-¿Cómo?

-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.

-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.

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-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.

-No sé... no sé... -Sybil denotaba duda y preocupación-. Tampoco me ofrece confianza.

-¿Por qué?

-Temo que volvería.

-¿Que volvería con nosotras?

-Sí.

-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?

-Sí.

-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-. Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.

-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.

-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?

-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!

-¿Decidida?

-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera en exclusiva.

-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan -y añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.

-¿Se niega porque le asusta la muñeca?

-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había pánico al continuar-: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace varias semanas.

-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo -confesó Sybil-. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... -dudó un momento antes de proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una solución.

-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...

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-¿Hasta qué...?

-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.

Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.

-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?

-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.

-¿Qué quiere usted decir?

-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.

-Pero esta es su salita despacho.

-No importa.

-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó Sybil incrédula.

-¡Exacto!

-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.

-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que limpie la habitación -y añadió-: Nos odia, ¿no lo sabe?

-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca nos odia?

-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?

-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.

-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.

Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.

Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:

-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!

-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?

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Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» -se preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:

-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen, como yo, que hay algo en la muñeca.

 

Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:

-Es necesario que entremos en el probador.

-¿Para qué?

-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.

-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.

-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.

-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.

-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.

-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.

-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.

-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró hondamente-. ¡Qué bobadas decimos!

-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!

-¡Está bien; está bien!

-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.

Sybil abrió el probador.

-¡Qué cosa más extraña! -dijo.

-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.

-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.

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-Sí, es raro.

-¡Mírela! -invitó Sybil.

La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.

-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.

-Vámonos.

Sybil volvió a cerrar la puerta.

Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.

-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo Alicia.

-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.

-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.

-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?

-¡Quién lo sabe!

-No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.

-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?

-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.

-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?

-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.

Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.

-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!

-¿Qué ocurre?

Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.

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-¿Qué pasa, Sybil?

-¡Véalo usted misma!

Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.

-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.

Alicia se sentó junto a la puerta.

-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.

-Podría ser -dijo Sybil.

-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!

Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.

-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!

Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.

Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:

-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.

Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.

-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.

-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?

-Es horriblemente real -murmuró Sybil.

-¡Cielos! Aquella niña...

Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.

-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.

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Ésta se volvió a Sybil.

-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.

En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.

-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-. Devuélvemela.

La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.

-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi cómo lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!

-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.

-¡No!

La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.

-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.

Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:

-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.

Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.

-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.

-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.

-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.

En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.

El caso de la doncella perfecta[Cuento. Texto completo]

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Agatha Christie

-Ah, por favor, señora, ¿podría hablar un momento con usted?

Podría pensarse que esta petición era un absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita Marple, estaba hablando con su ama en aquellos momentos.

Sin embargo, reconociendo la expresión, la solterona repuso con presteza:

-Desde luego, Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre?

Tras cerrar la puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su delantal entre sus dedos y tragó saliva un par de veces.

-¿Y bien, Edna? -la animó la señorita Marple.

-Oh, señora, se trata de mi prima Gladdie.

-¡Cielos! -repuso la señorita Marple, pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado-. No... ¿no estará en un apuro?

Edna se apresuró a tranquilizarla.

-Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que está preocupada. Ha perdido su empleo.

-Lo siento. Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita... o señoritas... Skinner.

-Sí, señora. Y Gladdie está muy disgustada... vaya si lo está.

-Gladdie ha cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así?

-¡Oh, sí, señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada definitivamente, no sé si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso marcharse.

-¿Y esta vez ha sido al contrario? -preguntó la señorita Marple con sequedad.

-Sí, señora. Y eso ha disgustado terriblemente a Gladdie.

La señorita Marple pareció algo sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna vez viera tomando el té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre, de temperamento despreocupado.

Edna proseguía:

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-¿Sabe usted, señorita? Ocurrió por lo que insinuó la señorita Skinner.

-¿Qué es lo que insinuó la señorita Skinner? -preguntó la señorita Marple con paciencia.

Esta vez Edna la puso al corriente de todas las noticias.

-¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita Emilia y, claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se alegró mucho.

»Y al día siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para despedirla, cuando el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que debió pensar que lo había devuelto al oír que iban a llamar a la policía, y eso no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así. Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora.

La señorita Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía haberla trastornado aquel suceso.

-Señora -siguió Edna-, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie está en un momento difícil.

-Dígale que no sea tonta -repuso la señorita Marple-. Si ella no cogió el broche... de lo cual estoy segura.., no tiene motivos para inquietarse.

-Pero se sabrá por ahí -repuso Edna con desmayo.

-Yo... er..., arreglaré eso esta tarde -dijo la señorita Marple-. Iré a hablar con las señoritas Skinner.

-¡Oh, gracias, señora!

 

Old Hall era una antigua mansión victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había resultado inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos instalando un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los terrenos» debía repartirse entre los inquilinos. El experimento resultó un éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los pisos con su doncella. Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron el segundo piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos señoritas solteras, ya de edad, apellidadas Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían distantes unos de otros, puesto que

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ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que luego trae quejas y reclamaciones.

La señorita Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador de la empresa. La más joven, la señorita Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la casa quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint Mary Mead, eran imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el martirio de su hermana, y de buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que su hermana había deseado de pronto».

Según el punto de vista de Saint Mary Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía, ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso no era sencillo... que los mejores especialistas de Londres habían fracasado... y que un médico nuevo y maravilloso la tenía sometida a un tratamiento revolucionario con el cual esperaba que su salud mejorara. No era posible que un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso.

-Y yo opino -decía la franca señorita Hartnell- que hace muy bien en no llamarle. El querido doctor Haydock, con su campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por qué armar tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien!

Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo caso omiso de un tratamiento tan despótico, continuaba tendida en los divanes, rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi todos los alimentos que le preparaban, y pidiendo siempre algo... por lo general difícil de encontrar.

Gladdie abrió la puerta a la señorita Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar. En la salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido para formar el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la señorita Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple.

Lavinia Skinner era una mujer huesuda de unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos.

-Celebro verla -le dijo a la solterona-. La pobre Emilia está echada... no se siente muy bien hoy. Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces no se siente con ánimos de ver a nadie. La pobrecilla es una enferma maravillosa.

La señorita Marple contestó con frases amables. El servicio era el tema principal de conversación en Saint Mary Mead, así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan atractiva, se les marchaba? Miss Lavinia asintió.

-El viernes. La he despedido porque lo rompe todo. No hay quien la soporte.

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La señorita Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que aguantar tanto... que era difícil encontrar muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie?

-Sé que es difícil encontrar servicio -admitió la señorita Lavinia-. Los Devereux no han encontrado a nadie..., pero no me extraña... siempre están peleando, no paran de bailar jazz durante toda la noche... comen a cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una casa. ¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con el temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las seis de la mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña. Juanita, la doncella de la señora Carmichael, es la única fija... aunque yo la encuentro muy poco agradable y creo que tiene dominada a la vieja señora.

-Entonces, ¿no piensa rectificar su decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a toda la familia; son muy honrados.

-Tengo mis razones -dijo la señorita Lavinia dándose importancia.

-Tengo entendido que perdió usted un broche... -murmuró la señorita Marple.

-¿Por quién lo ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no puede decirse nada a menos de que se esté bien seguro -cambió de tema-. Venga usted a ver a Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito de charla.

La señorita Marple la siguió obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso, cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia se hallaba en la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos sufrimientos.

La escasa luz dejaba ver una criatura delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo gris amarillento rodeando su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún ave se hubiera sentido orgullosa. Olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor.

Con los ojos entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días malos».

-Lo peor de estar enfermo -dijo Emilia en tono melancólico- es que uno se da cuenta de la carga que resulta para los demás.

La señorita Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la enferma continuó:

-¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi botella de agua caliente como a mí me gusta... Demasiado llena me pesa... y si lo está a medias se enfría inmediatamente.

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-Lo siento, querida. Dámela. Te la vaciaré un poco.

-Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá galletas en casa... no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita de limón... ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece que la leche de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla en el té. No importa. Puedo pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil... Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera tomar unas pocas... No... no... Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo ayunar hasta mañana.

Lavinia abandonó la estancia murmurando incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta.

La señorita Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la rodeaban.

 

Aquella noche la señorita Marple contó a Edna que su embajada no había tenido éxito.

Se disgustó bastante al descubrir que los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó:

-Mi querida Juana, le han dado una recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta, sensata y respetable, pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque hoy día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan difícil encontrar otra...! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen verdadera prisa por volver a sus casas en los días libres. Ya verá usted, las Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo.

Grande fue el disgusto de todo el pueblo cuando se supo que las señoritas Skinner habían encontrado nueva doncella por medio de una agencia, y que por todos conceptos era un modelo de perfección.

-Tenemos bonísimas referencias de una casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo y pide menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas.

-Bueno, la verdad -repuso la señorita Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la pescadería-. Parece demasiado bueno para ser verdad.

Y en Saint Mary Mead se fue formando la opinión de que el modelo se arrepentiría en el último momento y no llegaría.

Sin embargo, ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron que admitir que su aspecto era inmejorable... el de una

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mujer respetable, pulcramente vestida.

Cuando la señorita Marple volvió de visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la tómbola del vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella de muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y cuidado, mejillas sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de negro, con delantal blanco y cofia... «el verdadero tipo de doncella antigua», como luego explicó la señorita Marple, y con una voz mesurada y respetuosa, tan distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie.

La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.

La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto.

-La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se porta estupendamente con Emilia.

La señorita Marple se apresuró a preguntar por la salud de Emilia.

-Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda.

-¡Cielos! -exclamó la señorita Marple-. ¡Vaya suerte!

-Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.

-Casi me parece demasiado buena para ser verdad -dijo la señorita Marple-. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría con cuidado.

Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase.

-¡Oh! -exclamó-. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se marchara.

-No creo que se marche hasta que se haya preparado bien -comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.

-Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima,

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¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna?

-Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo.

Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba:

-Esas compresas se han secado del todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya, déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que venga.

La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, se dirigió hacia Lavinia.

-La señorita Emilia la llama, señora.

Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del modo más irreprochable.

La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y un pedazo de caramelo de menta.

La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión.

-¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!

-¿Quiere que lo tire, señora?

-¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...!

Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:

-¡Qué suerte que no se haya roto!

Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.

 

Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las señoritas Skinner.

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Al undécimo, el pueblo se estremeció ante la gran noticia.

¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche.

¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino, además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de la señorita Emilia.

Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las llaves que abrían todos los pisos.

Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...!

-Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.

A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.

-Ha sido endiabladamente lista -tuvo que admitir el inspector Slack-. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor.

El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.

No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.

La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock.

El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de la señorita Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas

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del Ejército que se fingían enfermos.

Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.

El piso quedó por alquilar.

 

Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack.

Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.

-Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?

-¡Oh, Dios mío! -repuso la solterona-. Veo que tiene usted mucha prisa.

-Hay mucho trabajo -replicó el inspector Slack-; pero puedo dedicarle unos minutos.

-¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?

-¿Ha venido a hablarme del tizón? -le preguntó el inspector, enrojeciendo acto seguido.

-¡Oh, no, no! -se apresuró a responder la señorita Marple-. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.

-Mary Higgins -dijo el inspector Slack.

-¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante que se la rehabilite.

-Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella -repuso el inspector.

-No; ya sé que no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero

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decir es que lo importante es encontrar a Mary Higgins.

-Desde luego -replicó el inspector-. ¿Tiene usted alguna idea?

-Pues a decir verdad, sí -respondió la señorita Marple-. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las huellas dactilares

-¡Ah! -repuso el inspector Slack-. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en toda la casa!

-Y si las tuviera, ¿le servirían de algo?

-Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!

La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en algodones, había un espejito.

-Es el de mi monedero -explicó-. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras... puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.

El inspector estaba sorprendido.

-¿Las consiguió a propósito?

-¡Naturalmente!

-¿Entonces, sospechaba ya de ella?

-Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto.

-Bien -repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo-. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.

Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y lo contempló con fijeza.

-¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector?

-¿Qué quiere decir, señorita Marple?

-Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace

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tiempo que me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no!

-¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple?

-Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!

La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.

-¡Cáspita! -murmuró-. ¿Tendrá razón, acaso?

No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más.

El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo cuando lo encontrara.

Una broma extraña[Cuento. Texto completo]

Agatha Christie

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-Y ésta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.

Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.

Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.

Charmian dijo, algo cortada:

-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.

Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.

-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será fácil.

La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.

-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.

-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...

Eduardo acudió en su ayuda.

-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.

Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:

-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.

-Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.

-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!

-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.

-¿Lo ha intentado ya?

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-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.

-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.

-Pues claro, querida.

-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.

Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.

Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.

-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos lo queríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?

El bueno de Eduardo asintió:

-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.

-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.

-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.

-Bien, habla tú entonces.

Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.

-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.

-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza

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humana es inconcebible.

-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.

-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.

-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo -explicó Charmian.

-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?

-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió... con una risita débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...

-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.

-¿Saca alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.

-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.

-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian, contrariada.

-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.

-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.

-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.

-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!

Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:

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-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa resplandeciente.

 

-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.

Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.

Sobre una mesa había un montón de papeles... todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.

-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita Marple.

-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.

Eduardo se removió, inquieto.

-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...

-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.

-Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.

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-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.

Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.

Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:

-¿Y bien, señorita Marple?

Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.

-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.

-¿Ha descubierto algo importante?

-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.

A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»

Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.

-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.

Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.

-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.

Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:

-¡Me parece horrible!

-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido

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que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.

-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.

-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!

-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?

Charmian meneó la cabeza.

-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.

Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.

-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...

-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.

-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?

-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.

-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.

-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.

Eduardo dijo con sequedad:

-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.

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-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.

-Él siempre decía...

-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.

-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.

-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?

-Sí. Voy a enseñárselo.

Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.

-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.

-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.

-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.

Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.

Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.

-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!

Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:

-¡Cartas de amor!

-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.

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Charmian leyó:

«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»

Charmian hizo una pausa.

-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!

«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré siempre tuya,

betty martin

P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»

Eduardo lanzó un silbido.

-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.

-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio... toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.

Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.

-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!

Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:

«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de espinacas.»

-¿Qué opinan de esto?

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-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.

-No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?

-¿Usted cree que se trata de una clave... o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.

-Exacto -repuso la señorita Marple.

-Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.

Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.

-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.

-¿Las cartas?

-Especialmente la firma.

Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:

-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos años después.

-Exacto -repuso la señorita Marple.

-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...

-Precisamente -confirmó la solterona.

-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.

-Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.

Por primera vez le dedicaron toda su atención.

-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.

-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.

Charmian miró el papel.

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-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.

-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.

-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.

Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:

-Betty Martin...

-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.

Hizo una pausa y repitió con énfasis.

-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?

-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.

-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno... de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los relatos de detectives.

Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.

-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.

-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.

-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo

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que el billete quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.

Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.

-SeñoritaMiss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.

El Rey del Trébol[Cuento. Texto completo]

Agatha Christie

La verdad -observé dejando el Daily Newsmonger a un lado- tiene más fuerza que la ficción. La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de nuevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:

-¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!

Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.

-¿Lo ha leído ya? -pregunté.

-Sí. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.

(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)

-¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no sólo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de la clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van al centro de la ciudad todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto.

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Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.

-¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? -interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.

-El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mí me han impresionado enseguida las posibilidades dramáticas del suceso.

Poirot aprobó pensativo mis palabras.

-Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Sólo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.

-¿De verdad?

-Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paul de Mauritania.

-Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?

-Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.

Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.

-...desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!

-Bueno, continúe su historia. Quedamos en que mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?

Yo me encogí de hombros.

-Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la Jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa del señor Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.

-Yo he criticado su estilo -dijo Poirot con afecto-. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!

Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes

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y oscuros de un fanático.

-¿Monsieur Poirot?

Mí amigo se inclinó.

-Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...

Poirot hizo un ademán de inteligencia.

-Comprendo su ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto?

El príncipe repuso sencillamente:

-Confío en que será mi mujer.

Poirot se incorporó con los ojos muy abiertos.

El príncipe continuó:

-No seré yo el primero de la familia que contraiga matrimonio morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado también las iras del Emperador. Hoy vivimos en otros tiempos, más adelantados, libres de prejuicios de casta. Además, mademoiselle Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que conocerá su historia, o por lo menos una parte de ella.

-Corren por ahí, en efecto, muchas románticas versiones de su origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa gitana; otros, que su madre es una aristócrata, una archiduquesa rusa.

-La primera versión es una tontería, desde luego -repuso el príncipe-. Pero la segunda es verdadera. Aunque está obligada a guardar el secreto, Valerie me ha dado a entender eso. Además, lo demuestra, sin darse cuenta, y yo creo en la ley de herencia, monsieur Poirot.

-También yo creo en ella -repuso Poirot, pensativo-. Yo, moi qui vous parle, he presenciado cosas muy raras... Pero vamos a lo que importa, monsieur le Prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se hallaba relacionada mademoiselle de algún modo con ese crimen? Porque conocía al señor Reedburn, naturalmente...

-Sí. Él confesaba su amor por ella.

-¿Y ella?

-Ella no tenía nada que decirle.

Poirot le dirigió una mirada penetrante.

-Pero, ¿le temía? ¿Tenía motivos?

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El joven titubeó.

-Le diré... ¿Conoce a Zara, la vidente?

-No.

-Es maravillosa. Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las cartas. Habló a Valerie de unas nubes que asomaban en el horizonte y le predijo males inminentes; luego volvió la última carta. Era el rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho cuidado. Existe un hombre que la tiene en su poder. Usted le teme, se expone a un gran peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!». Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora, después de lo ocurrido la noche pasada, estoy seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey de trébol y de que él era el hombre a quien temía.

El príncipe guardó brusco silencio.

-Ahora comprenderá mi agitación cuando abrí el periódico esta mañana. Suponiendo que en un ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en sueños!

Poirot se levantó del sillón y dio unas palmaditas afectuosas en el hombro del joven.

-No se aflija, se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.

-¿Irá a Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada por la conmoción sufrida.

-Iré en seguida.

-Ya lo he arreglado todo por medio de la Embajada. Tendrá usted acceso a todas partes.

-Marchemos entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme? Au revoir, monsieur le Prince.

Mon Désir era una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada para coches conducía a ella y detrás de la casa tenía un terreno de varias hectáreas de magníficos jardines.

En cuanto mencionamos al príncipe Paul, el mayordomo que nos abrió la puerta nos llevó al instante al lugar de la tragedia. La biblioteca era una habitación magnífica que ocupaba toda la fachada del edificio con una ventana a cada extremo, de las cuales una daba a la calzada y otra a los jardines. El cadáver yacía junto a esta última. No hacía mucho que se lo habían llevado después de concluir su examen la policía.

-¡Qué lástima! -murmuré al oído de Poirot-. La de pruebas que habrán destruido.

Mi amigo sonrió.

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-¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de decirle que las pruebas vienen de dentro?. En las pequeñas células grises del cerebro es donde se halla la solución de cada misterio.

Se volvió al mayordomo y preguntó:

-Supongo que a excepción del levantamiento del cadáver no se habrá tocado la habitación.

-No, señor. Se halla en el mismo estado que cuando llegó la policía anoche.

-Veamos. Veo que esas cortinas pueden correrse y que ocultan el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban corridas anoche también?

-Sí, señor. Yo verifico la operación todas las noches.

-Entonces, ¿debió descorrerlas el propio Reedburn?

-Así parece, señor.

-¿Sabía usted que esperaba visita?

-No me lo dijo, señor. Pero dio orden de que no se le molestase después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se sale de la biblioteca a una terraza lateral. Quizá dio entrada a alguien por ella.

-¿Tenía por costumbre hacerlo así?

El mayordomo tosió discretamente.

-Creo que sí, señor.

Poirot se dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con llave. En vista de ello salió a la terraza que iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la izquierda se levantaba una pared de ladrillo rojo.

-Al otro lado está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta que conduce a él, pero permanece cerrada desde las seis de la tarde.

Poirot entró en la biblioteca seguido del mayordomo.

-¿Oyó algo de los acontecimientos de anoche? -preguntó Poirot.

-Oímos, señor, voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca, poco antes de dar las nueve. Pero no era un hecho extraordinario. Luego, cuando nos retiramos al vestíbulo de servicio que está a la derecha del edificio, ya no oímos nada, naturalmente. Y la policía llegó a las once en punto.

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-¿Cuántas voces oyeron?

-No sabría decírselo, señor. Sólo reparé en la voz de mujer.

-¡Ah!

-Perdón, señor. Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.

La idea nos pareció de perlas y poco después se reunió con nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy jovial, que proporcionó a Poirot los informes que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el asiento de mármol adosado a aquélla. Tenía dos heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal, en la nuca.

-¿Yacía de espaldas?

-Sí. Ahí está la prueba.

El doctor nos indicó una pequeña mancha negra en el suelo.

-¿Y no pudo ocasionarle la caída el golpe que recibió en la cabeza?

-Imposible. Porque el arma, sea cualquiera que fuese, penetró en el cráneo.

Poirot miró pensativo el vacío. En el vano de cada ventana había un asiento, esculpido, de mármol, cuyas armas representaban la cabeza de un león. Los ojos de Poirot se iluminaron.

-Suponiendo que cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría haberse abierto una herida como la que usted describe?

-Sí, es posible. Pero el ángulo en que yacía nos obliga a considerar esa teoría imposible. Además, hubiera dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.

-Sí, contando con que no se hayan borrado.

El doctor se encogió de hombros.

-Es improbable. Sobre todo porque no veo qué ventaja puede aportar convertir un accidente en crimen.

-No, claro está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer uno de los dos golpes?

-Oh, no, señor. Supongo que está pensando en mademoiselle Sinclair.

-No pienso en ninguna persona determinada -repuso con acento suave Poirot.

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Concentró su atención en la ventaba abierta mientras decía el doctor:

-Mademoiselle Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa Daisymead por entre los árboles. Naturalmente, que hay muchas otras casas en la carretera, frente a ésta, pero Daisymead es la única visible por este lado.

-Gracias por sus informes, doctor -dijo Poirot-. Venga, Hastings. Vamos a seguir los pasos de mademoiselle.

Echó a andar delante de mí y en este orden pasamos por el jardín, dejando atrás la verja de hierro y llegamos, también por la puerta del jardín, a Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de escalera conducía a la puerta de cristales a la francesa. Poirot me la indicó con el gesto.

-Por ahí entró anoche mademoiselle Sinclair. Nosotros no tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta principal.

La doncella que nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde nos dejó para ir en busca de la señora Ogiander. Era evidente que no se había limpiado la habitación desde el día anterior, porque el hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa de bridge colocada en el centro con una jota boca arriba y varias manos de naipes puestas aún sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor innumerables objetos de adorno y unos cuantos retratos de familia de una fealdad sorprendente, colgados de las paredes.

Poirot los examinó con más indulgencia que la que mostré yo, enderezando uno o dos que se habían ladeado.

-¡Qué lazo tan fuerte el de la famille! El sentimiento ocupa en ella el lugar de la estética.

Yo asentí a estas palabras sin separar la vista de un grupo fotográfico compuesto de un caballero con patillas, de una señora de moño alto, de un muchacho fornido y de dos muchachas adornadas con una multitud de lazos innecesarios. Suponiendo que era la familia Ogiander de los tiempos pasados la contemplé con interés.

En este momento se abrió la puerta del salón y entró una mujer joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y vestía un jersey y una falda a cuadros.

Poirot avanzó unos pasos como respuesta a una mirada de interrogación de la recién llegada.

-¿Señora Ogiander? –dijo-. Lamento tener que molestarla... sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido espantoso!

-Sí, y nos tiene a todos muy trastornados -confesó la muchacha sin demostrar emoción.

Yo empezaba a creer que los elementos del drama pasaban inadvertidos para la señora Ogiander, que su falta de imaginación era superior a cualquier tragedia y me confirmó en

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esta creencia su actitud, cuando continuó diciendo:

-Disculpen el desorden de la habitación. Los sirvientes están muy excitados.

-¿Es aquí donde pasaron ustedes la velada anoche, n 'est-ce pas?

-Sí, jugábamos al bridge después de cenar cuando...

-Perdón. ¿Cuánto hacía que jugaban ustedes?

-Pues... -la señora Ogiander reflexionó- la verdad es que no lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.

-¿Dónde estaba usted sentada?

-Frente a la puerta de cristales. Jugaba con mi madre y acababa de echar una carta. De súbito, sin previo aviso, se abrió la puerta y entró la señorita Sinclair tambaleándose en el salón.

-¿La reconoció?

-Me di vaga cuenta de que su rostro me era familiar.

-Sigue aquí, ¿verdad?

-Sí, pero está postrada y no quiere ver a nadie.

-Creo que me recibirá. Dígale que vengo a petición del príncipe Paul de Mauritania.

Me pareció que el nombre del príncipe alteraba la calma imperturbable de la señora Ogiander. Pero salió sin hacer comentarios del salón y volvió casi en seguida para comunicarnos que mademoiselle nos esperaba en su dormitorio.

La seguimos y por la escalera llegamos a una bonita habitación, bien iluminada, empapelada de color claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a una señorita que volvió la cabeza al hacer nuestra entrada. El contraste que ella y la señora Ogiander ofrecían me llamó en seguida la atención, pues si bien en las facciones y en el color del cabello se parecían, ¡qué diferencia tan notable existía entre las dos! La palabra, el gesto de Valerie Sinclair constituían un poema. De ella se desprendía un aura romántica. Vestía una prenda muy casera, una bata de franela encarnada que le llegaba a los pies, pero el encanto de su personalidad le daba un sabor exótico y semejaba una vestidura oriental de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó sus grandes ojos en él.

-¿Vienen de parte de Paul? -su voz armonizaba con su aspecto, era lánguida y llena.

-Sí, mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a usted.

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-¿Qué es lo que desea saber?

-Todo lo que sucedió anoche, ¡absolutamente todo!

La bailarina sonrió con visible expresión de cansancio.

-¿Supone que voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre, me refiero al que ha muerto, poseía un secreto mío y me amenazaba con él. En bien de Paul traté de llegar a un acuerdo con él. No podía arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha muerto me siento segura, pero no lo maté.

Poirot meneó la cabeza, sonriendo.

-No es necesario que lo afirme, mademoiselle –dijo-. Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.

-Parecía dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto. Yo conocía ya Mon Désir, había estado en ella. Debía entrar en la biblioteca por la puerta falsa para que no me vieran los criados.

-Perdón, mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí sola y por la noche?

¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausa antes de contestar?

-Sí, es posible. Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y estaba desesperada. Reedburn me recibió en la biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones. Ya adivinará las que fueron. Me negué a complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié, me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y de pronto, en un momento de silencio, sonó algo en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn lo oyó también. Se acercó a ella y la descorrió rápidamente. Detrás había un hombre escondido, era un vagabundo de feo aspecto. Atacó al señor Reedburn, al que dio primero un golpe... luego otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me asió entonces con la mano cubierta de sangre, pero yo me solté, me deslicé al exterior por la ventana y corrí para salvar la vida. En aquel momento distinguí las luces de esta casa y a ella me encaminé. Los visillos estaban descorridos y vi que los habitantes de la casa jugaban al bridge. Yo entré, tropezando, en el salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y luego caí al suelo y ya no vi nada...

-Gracias, mademoiselle. El espectáculo debió constituir un gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que llevaba puesto?

-No. Fue todo tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi pensamiento y estoy segura de poder conocerlo en cuanto lo vea.

-Una pregunta todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las cortinas de la otra ventana, de la que mira a la calzada?

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En el rostro de la bailarina se pintó por vez primera una expresión de perplejidad. Pero trató de recordar con precisión.

-¿Eh, bien mademoiselle?

-Creo... casi estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no estaban corridas.

-Es curioso, sobre todo estando corridas las primeras. No importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?

-El doctor cree que mañana podré volver a la ciudad.

Valerie miró a su alrededor. La señora Ogiander había salido.

-Estas gentes son muy amables, pero... no pertenecen a mi esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo con la bourgeoisie.

Sus palabras tenían un matiz de amargura.

Poirot repuso:

-Comprendo y confío en que no la habré fatigado con mis preguntas.

-Nada de eso, monsieur. No deseo más sino que Paul lo sepa todo lo antes posible.

-Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle!

Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.

-¿Son suyos, mademoiselle?

-Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.

-¡Ah! -exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera-. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien, mon ami, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.

-Pero ¿y el asesino?

-¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? -replicó con acento grandilocuente el detective.

Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con la señora Ogiander que salía a nuestro encuentro.

-Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes -nos dijo.

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La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.

-¿Sabe lo que pienso, amigo mío?

-¡No! -repuse ansiosamente.

-Pues que la señora Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.

-¡Poirot! Es usted el colmo.

-¡Mon Dieu! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre.

De repente olfateó el aire y dijo:

-Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.

-¡Zara! -exclamé.

-¿Cómo?

-De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.

-Hastings -dijo por fin-. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error.

Lo miré impresionado, pero sin comprender. Lo interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:

-Según tengo entendido, es usted amigo de... la señorita Sinclair.

-Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.

-Ah, comprendo. Me pareció que...

Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:

-¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?

-No, y supongo que por eso vio luz la señorita Sinclair y se orientó.

-Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a la señorita Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?

-No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido

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nada parecido a esto.

-Lo creo, madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse mañana.

-¡Oh! -el rostro de la dama se iluminó.

-Le deseo muy buenos días, madame.

Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:

-¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?

La doncella meneó la cabeza.

-No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.

-¿Quién los limpió entonces? -pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.

-Nadie. No estaban sucios.

-Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.

-Sí, estoy de acuerdo -repuso Poirot con una sonrisa singular.

-Entonces...

-Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.

El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.

-Oiga, Poirot, se equivoca de ventana -exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.

-Me parece que no. Vea -repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.

Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.

-Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego lo arrastraron hasta la otra ventana y allí lo dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.

-Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.

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-Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharlo de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!

-¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?

-No. Éste es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.

-¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?

-Sí.

-¡No! -exclamé recordando algo de repente-. Todavía hay algo que ignora.

-¿Qué?

-Ignora dónde se halla el rey de trébol.

-¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería, mon ami!

-¿Por qué?

-Porque lo tengo en el bolsillo.

Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.

-¡Oh! -dije alicaído-. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?

-No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.

-¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?

-Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.

-Y ¡a madame Zara!

-Ah, sí, también a esa señora.

-Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?

-Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.

La misma doncella nos abrió la puerta.

-Están en el comedor, señor. Si desea ver a la señorita Sinclair se halla descansando.

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-Deseo ver a la señora Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.

Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.

Poco después entró la señora Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.

-Madame, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre. La mere de famille es todo para nosotros -dijo.

La señora Ogiander lo miró con asombro.

-Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino del señor Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?

Hubo un momento de silencio en el que la señora Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:

-No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.

Poirot hizo un gesto con el rostro grave.

-Eso es, madame. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.

Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:

-¿Usted tuvo dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?

Hubo una pausa durante la cual la señora Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:

-Sí, ha muerto.

-¡Ah! -exclamó Poirot vivamente-. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡Bonjour!

-Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido? -me dijo cuando emprendimos el camino de la estación.

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-¡En absoluto! –contesté-. ¿Quién mató a Reedburn?

-John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro de si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.

-¿Por qué?

-Mire, la biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas, dos ventanas; y de éstas eligió una sola. La tragedia se desarrolló delante de una ventana que lo mismo que las dos puertas da, directa o indirectamente, a la parte de delante de la casa. Pero se simuló que se había desarrollado ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás para que pareciera pura casualidad que Valerie eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo que sucedió fue que se desmayó y que John se la echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora afirmo que posee mucha fuerza.

-¿De modo que los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?

-Sí. Recordará la vacilación de Valerie cuando le pregunté si no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn. John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó y probablemente un insulto dirigido por el dueño de la casa a Valerie motivó que Ogiander le pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.

-Pero ¿por qué motivo le llamó la atención la partida de bridge?

-Porque para jugar a él se requieren cuatro jugadores y únicamente tres personas ocuparon, durante la velada, el salón.

Yo seguía perplejo.

-Pero ¿qué tienen que ver los Ogiander con la bailarina Sinclair?- pregunté-. No acabo de comprenderlo.

-Amigo, me maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de que miró con más atención que yo la fotografía de la familia que adorna la pared del salón. No dudo de que para dicha familia haya muerto la hija segunda de la señora Ogiander, pero el mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie Sinclair!

-¿Qué?

-¿De veras no se ha dado cuenta del parecido de las dos hermanas?

-No –confesé-. Por el contrario, me dije que no podían ser más distintas.

-Es porque, querido Hastings, su imaginación se halla abierta a las románticas impresiones exteriores. Las facciones de las dos son idénticas lo mismo que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más gracioso es que Valerie se avergüenza de los suyos y que los suyos se avergüenzan de ella. Sin embargo, en un momento de peligro pidió ayuda a

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su hermano y cuando las cosas adoptaron un giro desagradable y amenazador todos se unieron de manera notable. ¡No hay ni existe nada tan maravilloso como el amor de la familia! Y ésta sabe representar. De ella ha sacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el príncipe Paul, creo en la ley de la herencia! Ellos me engañaron. Pero por una feliz casualidad y una pregunta dirigida a la señora Ogiander que contradecía la explicación, acerca de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules Poirot chasqueado.

-¿Qué dirá usted al príncipe?

-Que Valerie no ha cometido ese crimen y que dudo mucho que pueda llegar a darse con el vagabundo asesino. Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Me parece que voy a ponerle a este pequeño caso un titulo: «La aventura del rey de trébol». ¿Le gusta, amigo mío?

FIN