Cucharada y paso atrás

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CUCHARADA Y PASO ATRÁS por Dany Campos

@danycamposf

Relatos publicados en el Diario El Sol www.diarioelsol.es

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Índice

Poesía 3 El abrazo 6 Ola ke ase? 8 La verdad encriptada 10 Una cuestión de entrega 13 Breaking panocho fino 15

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POESÍA

–Bésame.

–¿Qué? –preguntó ella como un resorte mientras fruncía el ceño con sorpresa.

–¿No crees que ha pasado ya un tiempo considerable?

Les habían presentado hacía tres horas y media aproximadamente, pero el chiste le

pareció lo más oportuno para llamar la atención de Cloe. Por otra parte, qué nombre era ese, de

dónde provendría, quién decidió llamarla así cuando era un bebé. Mientras ella reía su última

ocurrencia, Ginés tuvo un acceso de curiosidad insana por conocer ese tipo de detalles

pertenecientes a su vida privada.

–Oye, ¿para eso me has traído aquí? Te recuerdo que a tus tíos les han costado una pasta

los asientos –dijo ella mientras miraba el espectáculo con un aire de asombro que no conseguía

quitarse de la cara.

–Es simplemente que me parece el momento perfecto y el lugar oportuno.

Cloe esta vez sí le miró para cerciorarse de que se trataba de otra ironía de las suyas. La

determinación que emanaba el gesto de Ginés le hizo dudar que fuera realmente eso, una ironía.

–¿El lugar oportuno? ¿Crees que treinta mil personas alrededor nuestro convierten este

lugar en el más oportuno? –respondió ella con dulzura para intentar disimular el brote de

arrepentimiento que nacía en su interior. Se arrepentía de haberle dedicado más atención de la

que se le presta a un recién conocido en las tres primeras horas después de haber sido

presentados. No importaba si realmente le gustaba Ginés o no: simplemente, no se va por ahí

riendo a carcajada limpia cualquier chorrada que saliera por la boca de él; no se le aguanta así la

mirada a nadie de quien no sepas siquiera si es zurdo o diestro, si es más de los Rollings o de los

Beatles.

Ginés comenzaba a dudar si la receptividad anterior demostrada por Cloe había sido más

producto de su deseo que de un "Pues me está haciendo tilín a mí este chico". Pero si algo había

aprendido en su aún corta experiencia vital es que acabas arrepintiéndote más de lo que no haces

que de lo que haces, o algo así había oído a su padre y a su tío en varias ocasiones. Además, qué

demonios, Cloe se iría de la ciudad a la mañana siguiente, quién sabe si para no volver a verse

nunca más. Era ahora o nunca.

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–Está bien –apostilló Ginés como intentando asentar ciertas condiciones–, ¿qué tendría

que ocurrir para que fuera el momento y el lugar adecuados?

A qué venía esa pregunta, se decía Cloe. ¿No había sido lo suficientemente clara? ¿Acaso

era necesario un "no" rotundo para que se diera cuenta? Sin embargo, la actitud de Ginés le

inspiraba una curiosidad tierna. Puestos a haber metido la pata con las miraditas, sigamos un

poco más el juego.

–¿Qué tal un poco de poesía? –sugirió ella.

¿Poesía? ¿A qué se refería?, ¿no esperará que me ponga a recitar algo ahora?, se

preguntaba Ginés. Ni de coña, esta chica no puede ser tan repipi, no me cuadra, se dijo. Aún así,

había sido lo bastante explícita: "Poesía". Ginés trató de inventar algún juego de palabras que

albergara ese concepto sin tener que recurrir a los románticos. No sabía de memoria ningún

poema de todas formas, y no soportaba a Lord Byron después de ver 'Remando al viento'.

Ya habían pasado al menos quince segundos desde esa palabra retadora: "Poesía". Cloe

parecía haberse olvidado del asunto y sólo atendía a los actores de ese extraño acontecimiento.

Veinte segundos. Demasiado para ser un tío con chispa, ocurrente, como se le tenía considerado

en sus círculos más cercanos. Cada segundo pesaba un quintal. Todo estaba perdido. Frunció los

párpados apuntando con su cara al cielo mientras sus labios marcaban un "me cago en la puta"

sordo. Al abrir los ojos vio las azoteas de los edificios que escoltaban la avenida en la que se

encontraban. Clavó su mirada en los balcones repletos de gente vociferante. Entonces supo que

tenía algo. Era el momento de quemar todas las naves.

–¿Y si llovieran pétalos de flor?

Cloe se giró hacia él con una mezcla de sorpresa por comprobar que Ginés había estado

dándole al coco y sorpresa por la imagen que se desprendía de la pregunta. Diablos, sí que era

algo poético, no lo vamos a negar, razonó. Luego pensó que era también muy gracioso.

–¡Pétalos! Ni que ésto fuera la India –respondió al tiempo que reía a mandíbula batiente.

Cuando acabó de reír habían pasado unos cuantos segundos, durante los cuales, Ginés no

había parado de mirarla sonriente, con un gesto de... ¿triunfo? ¿Por qué me mira así?, ¿qué creerá

haber conseguido con esa idea de la lluvia de pétalos?, se interrogaba a sí misma. La respuesta

llegó en ese momento del cielo, estaba flotando en el aire, como dice la canción de Bod Dylan, y

ella ni se había percatado: un pétalo se posó sobre su frente y resbaló delicadamente a través de

la nariz hasta la boca. Sopló para expulsarla, pero fue inútil: una marabunta se deslizaba ya sobre

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las cabezas de todos y cada uno de los presentes. Cataratas de pétalos brotaban de entre la gente

y desde los balcones de las casas que tenían frente y sobre ellos. La Virgen pasaba en su trono

por delante con gesto de dolor y de amargura. El paroxismo de la gente sólo se podía comparar al

beso con que Cloe premió a Ginés. Por guapo. Por simpático. Y por canalla.

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EL ABRAZO

Hoy voy a morir. Lo sé. Me encuentro demasiado bien. Me giro en la cama y veo a Pura.

Duerme. Sigue siendo guapa a pesar de los años y del trabajo. Me tengo que levantar. Necesito

hacerlo. Ellos me esperan. La habitación se ilumina tímidamente con los escasos rayos que se

filtran a través de las cortinas que nos regaló mi hermano por nuestra boda. De hecho, nos regaló

todo el dormitorio y, para ser sincero, no he vuelto a ser consciente de ello hasta este momento.

Ellos me esperan. Voy a aprovechar esta última oportunidad que me da la vida, esta bocanada

casi póstuma de vitalidad (si la contradicción se me permite) que me anuncia que voy a morir. Ni

siquiera me duele el pecho. Es el momento.

Consigo levantarme casi sin hacer un sólo ruido. Ni un escapista lo habría hecho mejor.

Considero ponerme las zapatillas de estar por casa pero enseguida lo descarto: quiero estar en

contacto pleno con el planeta que estoy a punto de abandonar. Además, mejor así porque no

quiero hacer ruido y despertar a los zagales: intentarían disuadirme y no quiero dedicar el resto

de mi tiempo y de mis energías a discutir. Ellos me esperan y quiero que sea mi último gesto

consciente y voluntario. Un leve mareo amenaza la distancia de mi cabeza con el suelo. Lo

atribuyo a tantos días en la cama sin apenas levantarme. Paso frente a la cocina y me pregunto a

qué capricho del cerebro responde acordarme en este momento del tío Lucas. Sí, ya sé: fue él

quien instaló la hornilla de carbón. La inauguró con unas castañas que nos comimos entre risas

mientras Pura no paraba de colgar los cacharros de cobre sobre la chimenea. Abro la puerta de

entrada y el aire fresco me golpea con autoridad. La parra que domina el zaguán, con las

arrogantes retorceduras de sus ramas, parece recordarme que ellos me esperan. Cómo hacerle

saber que lo sé y que voy en dirección a donde ellos están. Camino agradecido porque la claridad

del día me permite vislumbrar con precisión cada detalle de la Sierra de la Almenara. Si no

tuviera otra prioridad en este momento, de buena gana me sentaría a mirarla por última vez en el

poyo en el que se abrió la cabeza el Dieguico con cuatro años. Qué azogue ha tenido siempre el

bribón. La acequia me conduce a través del bancal. Los tormos se deshacen bajo las plantas de

mis pies y pienso –siento– que he acertado al no calzarme.

Ahí están. Me estaban esperando. Son muchos pero me veo con fuerzas. Me acuerdo

absurdamente de cuando le preguntaron al tío Lucas qué tetas le parecían las mejores de España.

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Las de mi mujer, que son las que han dado de mamar a mis hijos, contestó él. Ahora que lo

pienso, no es tan absurdo detenerse en esa anécdota: ellos, los que me esperan, son los que han

dado de comer a mis hijos también. Han sido compañeros silenciosos; altivos pero silenciosos;

petulantes pero silenciosos; dueños de un silencio fiel con el que ofrecían el premio a mis

cuidados. Los canallas me van a sobrevivir, y puede que también lo hagan a Pura y a los críos.

Me acerco al primero y los enormes surcos de su piel me sirven de agarradero para no

caer antes de tiempo. Lo abrazo. Apoyo mi mejilla en él y cierro los ojos para ver mejor. Veo –

siento, otra vez– una extraña reverencia hacia mí. Y un lamento silencioso. Pero éste es así. Es el

más sensible. No necesito abrir los ojos para llegar al siguiente. Confirmo que mis brazos no

pueden abarcarlo, pero su tacto es ardoroso. Su sola presencia lo es. Estoy abrazando al

protector, al que un día se erigió como el líder. Tambien se inclina hacia mí. Me dice adiós y

gracias. Luego llego al risueño. Después al despistado, y al lírico, y al hablador... Todos, a su

manera, me agradecen haber hecho posible su función. Me dan las gracias por su vida. Y pienso

–siento una vez más, la última– que me voy yo, pero no mi vida. Ellos son una manifestación de

mi vida, concluyo.

Termino el abrazo. Me cuesta soltar al último. Es el mimoso, no esperaba otra cosa de él.

Es el momento más duro porque les doy la espalda y sé que no los volveré a ver. Me cuesta una

barbaridad, pero me dirijo hacia la casa clavando imperiosamente los pies en la tierra. Me

detengo al ver a Pura y a los zagales en el zaguán. Ella los abraza. Me miran sonriendo, pero

lloran. Lo saben. Ya saben, como yo, que hoy voy a morir.

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OLA KE ASE?

–Ola ke ase?

–He salido de viaje.

–muxo?

–Hasta el domingo. Tienes comida en la nevera.

–y me lo dces x guasap???

–Jaja... Como tú! Últimamente sólo me hablas de tus cosas por whatsapp. Además, desde

cuando un padre tiene que dar explicaciones a una hija? ;-)

–dnde stas?

–Adivina.

–...paso

–Ok. Te doy pistas. Hoy hace 30 años.

–...

–Hace sol.

–stas en la playa??? T voy a... ññrfgh##fbrrr!!

–Noooo. Otra: he viajado en el tiempo.

–si y ke +?

–De verdad! He hablado con un capitán cristiano del siglo XII.

–ke siiii… ke ya t vale. Otra psta…

–Piensaaa!!

–pfff...! ace 30 añs d ke?

–Del cerdo me gustan hasta los andares...

–stas de cña no? 30 añs d keeeee?

–Espeeera. He entrado en coche por un lado y 90 Kms después aún estaba en este

municipio.

–tu lo flipas, trnko... Siberia XD

–Jajaja... No, te aseguro que hace mucha mejor temperatura. Te hacía más perspicaz.

–a ver... ke stas viendo?

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–Una plaza preciosa, una cerveza, una alcachofa con una anchoa encima y luego voy a

ver una milhoja de crema de la pastelería de Zenón :-O

–ola ke aseee??? stas en Lorca o ke aseeee???????

–Esa es mi chicaaa!! :-)))

–........trnko

–Dime, cariño.

–ace ya 30 añs ke conociste a mama?

–Sí.

–kmo stas?

–Muy bien.

–sguro?

–Sí. Han pasado 2 años y es como si estuviera con ella. Han construido otro edificio,

sabes? Le van a poner su nombre. Han tenido un detallazo.

–papa la exo d mnos

–Lo sé, mi amor.

–t kiero

–Yo también.

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LA VERDAD ENCRIPTADA

–¿Dónde te han dado el título, en una tómbola? –recriminó Fidel a Álvaro cuando se

percató de su intención de dejar abiertos los botes de colorante. –¿No ves que pierde todo el

alcohol y mañana no servirán para nada?–. La regañina tenía todo el sentido: un simple detalle

como aquél podía estropear una partida entera de pieles curtidas. Sin embargo, Fidel era

consciente de la facilidad con que se podían cometer ese tipo de errores, incluso para alguien

como Álvaro, técnico especialista en curtidos de la piel recién egresado de la Escuela de Tenería

de Igualada. Pero ese no era realmente el motivo de su enfado: fue más bien una excusa para

cargar contra Álvaro por ser en quien Alicia, la hija mayor del dueño de la fábrica, había puesto

sus ojos, y puede que sus deseos más libidinosos.

Fidel, el bueno de Fidel, acababa de contabilizar el vigésimo sexto de los años que

formaba parte del personal de la empresa. Su falta de preparación académica y su –digámoslo

así– escasez de recursos intelectuales no habían supuesto en la práctica un problema para su

adaptación a un trabajo como ese. De hecho, la extraordinaria motivación de Fidel por sentirse

integrado en un grupo profesional suplía con creces otras carencias, hasta el punto de llegar a

dominar al detalle –y esto era lo sorprendente– cada paso de los procesos químicos a los que las

pieles crudas eran sometidas en esa tenería. Lo que no había conseguido Fidel era el amor de una

chica; pero un amor de los de verdad, de los que te esperan en casa y te preguntan qué tal el día,

de los que se interesan por tu ropa de los domingos, no sea que haya que renovarla. No. Los años

fueron pasando para él sin la menor muestra de interés por parte de ninguna muchacha de la

ciudad. Años de sequía emocional; años de esa devastadora asunción de lenta pero irrefrenable

derrota. Pero eso fue hasta que llegó Alicia unos meses atrás. La Alicia que sonreía con los ojos,

la que, tras unos cuantos años de estudios y una maleta que decía que había viajado por medio

mundo, volvía a la empresa familiar a tomar el relevo de su padre, ya septuagenario. La Alicia

que no escatimaba en halagos y miradas de complicidad a Fidel por su actitud ejemplar y –por

qué no decirlo– quijotesca. La Alicia que, en suma, había despertado en Fidel unas expectativas

desproporcionadas y quién sabe si no indecorosas.

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–Acho, Fidel, no seas duro con el zagal, que acaba de salir de la escuela– dijo Alfonso el

panzaburra, tratando de ablandar el tono áspero de Fidel. Si Alfonso, como el resto de

compañeros de la fábrica, no estuviera al tanto de los sentimientos de Fidel hacia Alicia, en

especial tras la irrupción de Álvaro, se habría sorprendido de lo cáustico de su comportamiento.

Pero Alfonso lo sabía, y en su interior, como en el interior de los demás, albergaba una solidaria

conmiseración hacia él y su circunstancia.

–Señoritingo… –sentenció Fidel hacia sus adentros mirando de soslayo a Álvaro.

Los bombos de curtido –estructuras cilíndricas rotatorias de varios metros de diámetro en

los que las pieles se mezclan con productos químicos para transformar sus propiedades– cesaban

su actividad tras varias horas de funcionamiento, despidiendo una fetidez húmeda que invadía

irrespetuosamente cada recoveco de los pulmones de los trabajadores, cada fibra de los monos de

trabajo que vestían para la faena. Fidel, de acuerdo con el protocolo rutinario, subió por las

escaleras metálicas hacia las plataformas de acceso a la boca de los bombos cuaderno en ristre.

Como responsable de esa línea de bombos, debía reportar el resultado de la exposición de los

pellejos a una moderada cantidad de sales de cromo. Lo que no advirtió fue que la dosis, aplicada

horas antes por Álvaro, multiplicaba por diez la cantidad oportuna: el pipiolo no advirtió la coma

que separaba el uno del cero en las indicaciones de aplicación del producto, produciendo una

emanación excesiva de gases tóxicos. Eso fue lo que provocó el mareo instantáneo de Fidel al

abrir la escotilla del bombo. Al mareo le siguió una pérdida de conocimiento que le dejó

colgando con medio cuerpo dentro del armatoste.

Álvaro, que evidentemente no era consciente del error cometido, ascendió a la plataforma

segundos después para cerciorarse también de los resultados esperados. La imagen de las piernas

de Fidel asomando por la boca del bombo le alarmó y se lanzó como una exhalación hacia él

para agarrarle e impedir que terminara de caer y sacarlo de allí. La corpulencia de Fidel dificultó

el rescate pero, finalmente, Álvaro pudo depositar el cuerpo de su compañero en el suelo

enrejado de la plataforma. Luego, ignorante de la causa del desmayo de Fidel, en un acto casi

automático, se asomó por la escotilla para comprobar el interior del bombo. Los gases

adormecedores provenientes de su propia fórmula sacudieron irreparablemente, como a Fidel, la

consciencia de Álvaro. Sin embargo, Álvaro no tuvo la suerte de Fidel y el enorme tambor de

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madera africana se tragaba su cuerpo con la eficacia de una anaconda que engulle un gorrión

desvalido.

–¿Qué me ha pasado? –se preguntó Fidel al despertar junto a su cuaderno. Permaneció

casi un minuto sentado con las palmas de las manos apoyadas en el suelo de la plataforma

intentando entender esa extraña situación. –Me he desmayado. Tengo que ir al médico: a ver si

es que la nueva medicación para la tensión me ha hecho un efecto raro… –concluyó. Entonces,

aunque no del todo recuperado, se levantó, cerró la escotilla del bombo de una manera más

mecánica que racional y ordenó su funcionamiento pulsando un botón verde. En medio de los

resquicios de su adormecimiento creyó que procedía la puesta en marcha de la segunda parte del

proceso.

La Policía Judicial no fue capaz de deducir la desafortunada combinación de

acontecimientos que provocaron la muerte de Álvaro en el interior del bombo. Las pesquisas

conducían indefectiblemente a la notoria animadversión de Fidel hacia el muerto. Ni siquiera los

vehementes testimonios exculpatorios de todos y cada uno de los miembros del personal de la

fábrica –ponían su mano en el fuego por la inocencia del bueno de Fidel– evitaron el

procesamiento. El azar conspiró para que el cuerpo sin vida de Álvaro quedara curtido. Su piel

embalsamada se mantendría intacta durante años, quizá décadas. Nada comparado con la

eternidad, tiempo en que la verdad sobre Fidel y la muerte de Álvaro permanecería encriptada.

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UNA CUESTIÓN DE ENTREGA

Lorca, 17 de marzo. Año del señor de 1452.

Amparado en la fortaleza de la que soy alcaide, escribo esta misiva con la esperanza de

que quien la encuentre la despache a nuestro Rey Juan II de Castilla.

En el día de hoy, me encuentro condolido tras la dura batalla librada en nuestras tierras

contra las tropas árabes de Muhammed IX, indigno gobernante del Reino de Granada. A la

llegada de los moros tomé la decisión de atacarlos al alba y por sorpresa en las tierras lorquinas

de Los Alporchones. La fortuna proveyó para que me encontrara en lid contra Malik ibn al-

Abbas, capitán de ese ejército. Tras el duelo, conseguí derribarlo de su corcel y tomarlo

prisionero, socavando así los ánimos del ejército enemigo y provocando su huida. Fueron

perseguidos por nuestros soldados y, con la ayuda de Dios, consiguieron darles alcance a las

puertas del municipio de Vera. Majestad, tras la batalla las bajas enemigas se cuentan por

cientos, así como los prisioneros capturados. Por nuestra parte sólo 40 fueron los héroes que

dieron su vida por el Reino de Castilla.

La vuelta a la fortaleza se ha producido de la extraña manera que procedo a relatarle.

Una vez conducidos los prisioneros a un lugar de alta vigilancia, me encontré con hordas

desconocidas de cristianos ataviados con absurdos ropajes que portaban estandartes azules y

blancos, profiriendo gritos y consignas que fui incapaz de comprender. Para no llamar la

atención por mis heridas de batalla decidí esconderme y estudiar sus movimientos. Prevenido, y

temiendo la toma de mi fortaleza por parte de aquel desconocido ejército, decidí en soledad

caminar hasta el feudo que regento para asegurar su protección. Para mi sorpresa, el castillo se

encontraba vacío. Ni mi guardia ni mi servicio se hallaban en él. Han debido ser capturados por

el ejército blanquiazul.

Mi decisión de escribir este despacho la tomo tras advertir la presencia en la puerta de la

torre en la que me hallo de un carruaje metálico. De su interior han descendido dos soldados

vestidos de blanco que suben las escaleras hacia mis aposentos. Aunque sin armas, plantaré toda

la resistencia posible ante los invasores para que el Reino de Castilla conserve uno de sus más

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importantes bastiones fronterizos y que Su Majestad pueda estar orgulloso de este alcaide hasta

el final de sus días.

Alonso Fajardo, alcaide del Castillo de Lorca.

Lorca, 30 de junio de 2013. Diario El Sol. Municipios. Noticias breves.

Hoy, durante la celebración de los aficionados lorquinos por el ascenso de su equipo de

fútbol a la segunda división nacional, ha sido localizado Andrés Merlos, desaparecido hace tres

días. Merlos, conocido actor de la ciudad, se ha convertido en una celebridad por el

extraordinario realismo conseguido en la interpretación del personaje del siglo XV Alonso

Fajardo “el Bravo” en las recreaciones históricas del parque temático “Lorca Taller del Tiempo”.

Dos miembros del personal sanitario del Hospital Rafael Méndez se dirigieron en ambulancia

hasta la Torre Alfonsina de la Fortaleza del Sol, lugar donde Andrés Merlos representa su papel

habitualmente. Tras oponer gran resistencia, los enfermeros se vieron obligados a inyectarle un

sedante para poder conducirlo posteriormente al Hospital Psiquiátrico de El Palmar, en donde ha

comenzado su tratamiento.

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BREAKING PANOCHO FINO

Existen acontecimientos que cambian el rumbo de la historia, el devenir humano en su

miserable condición de especie mortal y finita. En esta ocasión no me refiero a la conquista de un

continente ni de un satélite espacial, ni siquiera a un avance científico o tecnológico. Tampoco al

nacimiento de un líder espiritual en conexión directa con los dioses, o de una catástrofe natural

que acabe con una civilización entera sumergida en un mar de cenizas. No. Me refiero a una

frase, una simple combinación de palabras que suponen un punto de inflexión en la evolución de

un dialecto a una versión mucho más actualizada y acorde con los tiempos.

Corría el año 1941. La muchedumbre, hambrienta pero limpia, acudía a buen paso a la

última sesión del día en el Central Cinema de Lorca. El cinematógrafo se había afianzado en el

primer lugar de los entretenimientos sociales, con la peculiaridad de que entre sus seguidores no

había distinción entre pobres y ricos, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos. Ese día, la luz del

proyector atravesaba por primera vez el celuloide de una de Errol Flynn y Olivia de Havilland:

Murieron con las botas puestas. La popular sala –repito que estamos a principios de los años 40–

no contaba con una puerta de entrada y otra de salida por la que evacuar al público de la sesión

previa. Los sábados por la noche, si la película lo merecía, el intercambio de asistentes entre una

sesión y otra podía producir en la puerta del cine una densidad de personas tal que no era extraño

llegar a casa con parte de la piel de otra persona en tu propio cuerpo, y viceversa. Una ocasión

impagable para carteristas de medio pelo y furtivos arrimadores de cebolleta.

Sin embargo, para Aurelio Tomás Mellinas, el dueño del local, un jornalero venido a más

como consecuencia de dos golpes de suerte en juegos de azar, se trataba de un momento de

tensión que podía poner en peligro la celebración de la siguiente sesión, en caso de que alguien

acabara mal parado en el choque de masas. Por eso, en aquella ocasión, había dispuesto a uno de

sus subordinados como organizador del pandemonium cuando este se produjera, conduciendo

desde su metro ochenta y cinco y su vozarrón de afilador, el curso de las corrientes humanas para

asegurar el intercambio ágil de espectadores. Pero Errol Flynn era mucho Errol Flynn y, ese día,

la canalla estaba especialmente díscola: no hubo manera de que los que querían entrar dejaran

salir a los de la sesión anterior. De manera que, temeroso de que se produjera la catástrofe que

aniquilara la posibilidad de celebrar el siguiente pase –con la consiguiente pérdida de caja–,

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Aurelio Tomás Mellinas trepó por los barrotes de la puerta del recinto para dirigirse a la gente

con toda la diplomacia de la que era capaz y soltar a grito pelado la siguiente perla: “¡AR

FAVOL, ASAJÁTRENSE QUE ENTAVIA ES TREMPANO, QUE YA SALIRÁN LOS QUE

TENGAN QUE SALGAR!” *

El silencio se hizo. Los cuerpos se paralizaron. Las carteras y las cebolletas se

mantuvieron en sus lugares. Las miradas entre unos y otros –acaudalados, incultos, amas de casa,

ilustrados, desgraciados, chatarreros, panaderos...– se cruzaron en una suerte de pensamiento

colectivo que, habiendo entendido el mensaje de Aurelio Tomás Mellinas, entendía también que

ese podía ser el cénit de una vía de comunicación, la máxima expresión de un dialecto –el

panocho– que no podía hacer otra cosa más que evolucionar hacia algo inteligible, más allá del

bramido que acababan de escuchar.

En 2003, la Bienal Internacional de Lingüistas y Filólogos celebrada en Pernambuco,

Brasil, tuvo como único punto del orden del día el análisis del acontecimiento de 1941 en la

puerta del Central Cinema de Lorca. Las conclusiones fueron recogidas en un tomo de 655

páginas (pastas duras y enteladas con serigrafía dorada) depositado en una cámara hiperbárica y

a la temperatura constante de 293,15 grados Kelvin, construida a tal efecto en el Instituto

Internacional de Lingüística de Estrasburgo, Francia.

* Traducción de la frase: “Por favor, échense para atrás que aún es pronto, que tienen

que salir las personas de la sesión anterior.”

N. del T.: aunque estoy satisfecho con la traducción, me queda el desaliento de no haber

conocido en persona a D. Aurelio Tomás Mellinas, cuya prosapia me podría haber encumbrado a

lo más alto del noble oficio de la traducción de expresiones rayanas con los mensajes no

humanos.