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Margarita María Niño Torres CUATRO NOVELAS CORTAS Bucaraman ga

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Margarita María Niño Torres

CUATRO NOVELAS CORTAS

Bucaramanga2004

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PRIMERA EDICIÓN Septiembre de 2004

DIAGRAMACIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUADERNACIÓN (Sic) Editorial

Proyecto Cultural de Sistemas y Computadores S.A.Centro Empresarial Chicamocha Of. 303 Sur

Tel: (97) 6343558 - Fax (97) 6455869Bucaramanga - Colombia [email protected]

ISBN: 958-708-091-2

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin autorización escrita del autor

Impreso en Colombia

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LA LOCURADE AGUSTÍN

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Hace unos meses, era martes, cuando vino por primera vez Marcela. Mónica había salido a su reunión de viejas amigas y yo decidí continuar la clasificación temática de los casos que atendimos a lo largo de treinta años.

Decir “atendimos” es un abuso. Yo soy la secretaria. Ella, la doctora en Psicología. Pero en estos días, los recuerdos conjuntos acumulados a través de los años, las experiencias compartidas y las comunes consecuencias de la inexorable vejez, nos hacen sentir compañeras, prácticamente hermanas.

Cuando abrí la puerta, una señora joven, no demasiado elegante, preguntó por la doctora Mónica.

—En el momento no está aquí— le dije, y a continuación le pregunté cuál era el motivo de su visita, porque la doctora estaba ya retirada del ejercicio de su profesión.

—Es que yo soy Marcela Delgado, la hija de Agustín Delgado. Mi madre fue María Luisa Gualdrón — dijo como si yo debiera conocerlos. Luego, mirándome a los ojos, dijo con amabilidad, percibiendo mi ignorancia en relación con sus padres.

— Por favor dígale que vine. Esta noche o mañana temprano, la llamaré a ver cuándo me puede recibir. —Sonrió y después de desearme buena tarde se alejó, sin adelantar ninguna explicación.

Yo continué en mi oficio hasta que fueron las siete, hora en que acostumbraba volver a mi apartamento. Ni Mónica había llegado, ni Marcela había llamado por teléfono, cuando cerré la puerta al salir.

El miércoles llegué y encontré a Mónica en bata, medio

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trasnochada, pero muy contenta. La reunión había estado animada y sin demasiadas filosofías. Todo bien para olvidar por un rato las arrugas, las canas, los kilos de más, los dolores de cintura y rodillas y todo el acompañamiento habitual de nuestra edad. Se habían reído mucho con recuerdos de todas y, al fin, la vida continuaba con su encanto. Lo que había que hacer era no pensar demasiado en el futuro, sino ir día a día, tratando de sacar jugo a lo que fuera presentándose.

Sonó el teléfono y recordé a Marcela. Contesté pero no era ella, sino una llamada de la lavandería. Cuando colgué, le conté lo de la visita de la señora Delgado.

—Dijo que María Luisa fue su madre?, ¿así, en pasado?— me preguntó pensativa y repentinamente entristecida.

—Sí, estoy segura de que eso dijo—, contesté. Al verla ensimismada y triste, le pregunté de quién se trataba y por qué ese silencio lleno de nostalgia.

—Es una larga historia, Isabel, pero después hablamos de eso— me contestó. —Voy a arreglarme no sea que venga temprano, y no quiero que me encuentre en esta facha.

Mientras Mónica se bañaba, llamó Marcela y yo le dije que la doctora tendría mucho gusto de recibirla; que podía venir hacia las tres de la tarde. Yo esperaba que en el transcurso de la mañana, Mónica me pusiera al tanto de su relación con la madre de esa señora.

El resto de la mañana se nos fue en preparar el almuerzo, en hablar de las Memorias que queríamos escribir entre las dos, en hacer cuentas y planes para las próximas vacaciones; con una u otra disculpa, ella esquivó el tema de Marcela y sus padres, hasta

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el momento de levantarnos de la mesa, cuando me dijo que dejara la cocina así, que era importante que tuvierámos todo listo, como en los viejos tiempos, para grabar lo que la joven dijera. María Luisa había sido alguien muy importante en su vida, pero no me adelantaba nada, hasta que hubiéramos escuchado lo que Marcela tenía que decirnos.

Mientras Mónica ejerció como psicóloga, siempre advirtió a los pacientes que grabaría todo lo que se dijera en el consultorio, prometiendo absoluta reserva. No atendía a quienes no aceptaban esta condición. Al finalizar cada tratamiento, ella escribía un resumen de los hechos, sin fechas precisas, cambiando los nombres de las personas implicadas, en un cuaderno que guardaba fuera del consultorio. Estos resúmenes tenían como objeto preparar una obra de aportes al ejercicio de su profesión, obra que ella comenzaba a llamar sus Memorias. Después de dos años de terminado un caso, si no había recaídas ni reclamos, destruíamos las grabaciones.

Me dijo que, si Marcela aceptaba, podíamos estar las dos en la sala con ella, para que yo pudiera grabar abiertamente, a menos que se tratara de una consulta personal.

Cuando Marcela llegó, la hice entrar a la sala; Mónica entró enseguida y la saludó con cariño, como si fuera alguien conocido y muy próximo a su corazón.

—Si hubiera sabido de tu visita, no habría salido ayer—, dijoMónica, después de hacerla sentar.

—Ah, no se preocupe, doctora, yo tenía que venir y me sentía tímida, de modo que encontrarme con la señora… —dijo mientras me miraba—, fue como un comienzo para sentir más confianza.

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—Ella es Isabel, mi amiga y compañera de trabajo por más de treinta años— le dijo Mónica. Me alegra mucho saber que te inspira confianza.

—Yo vengo — inició Marcela —para hablarle de mi madre y para…

—Marcela querida— interrumpió Mónica — todo lo que se relaciona con tu madre es muy querido e importante para mí, de modo que si no te opones, vamos a grabarlo a fin de que yo pueda oírlo nuevamente, cuando esté sola.

Marcela se ruborizó un poco, pero aceptó lo de la grabación. Entonces, yo puse la cinta y le dije que comenzara a hablar sin preocuparse, olvidando la grabadora. Ella comenzó un poco tiesa y como dudando, pero a medida que avanzaba su relato, éste pasó a ser lo más importante de todo y realmente ignoró la grabación en el transcurso del mismo.

…………………………….

RELATO DE MARCELAYo soy la menor. Llegué al mundo ocho años después de mi

hermano Jairo. El es cuatro años menor que Roberto quien ahora tiene 47 años y ya es abuelo.

Tengo 35 años, estoy casada y vine a visitar a la doctora Mónica para cumplir el deseo de mi madre y tratar de descubrir cómo se originó el milagro.

Creo en Dios y en pocas cosas más, pero la curación de mi padre es el pilar que me da apoyo en todas las crisis. Siempre, desde que ocurrió, lo he considerado un milagro y ahora, quizás

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logre conocer las circunstancias que lo acompañaron y pueda aproximarme a ese misterio que nos cambió la vida desde que yo tenía 12.

Recuerdo claramente algunas cosas de mi infancia y de mis primeros años de escuela. Vivíamos en Bogotá, en un medio apartamento de una casa vieja. Dos cuartos con un baño y una pequeña cocina en la que también se lavaba la ropa, que mi madre tendía a secar en cuerdas cerca de las ventanas. Hoy, con mi experiencia de mujer mayor, lo recuerdo como un lugar feo y estrecho, al cual se accedía a través de un corredor oscuro. Mi madre se quejaba porque no había lugar ni para una planta. Yo, que no había nacido ni vivido en el campo, no tenía elementos para comparar y me sentía bien allí.

A nuestro modo, o mejor al modo de una niña de primaria que asistía a una escuela pública, yo era feliz: Tenía un papá muy trabajador, que siempre salía a las seis y media de la mañana para sus labores de cartero y me decía: “Marcelita, tienes que ser juiciosa y estudiar mucho” y con su mano derecha medio encogida, siempre me enviaba una bendición. No recuerdo cómo se despedía de mis hermanos ni de mi madre. Ella siempre lo acompañaba hasta la puerta de la calle.

Recuerdo también cuando mi hermano Roberto cumplió 18 y se fue al servicio militar. Lo llevaron por allá al sur del país. El escribía cartas mes a mes y, cada vez que llegaba una, mi madre llorosa limpiaba una foto de él, que ella había puesto al lado de la imagen de la Virgen y se arrodillaba frente a ese altarcito, para rogarle que lo protegiera y lo volviera a traer con bien.

Se le cumplieron sus deseos y Roberto volvió al cabo de dos

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años hecho un hombre, más alto y fuerte de lo que yo recordaba. Me sentí muy orgullosa de mi hermano mayor. Sin embargo la alegría de verlo fue corta: en la media hora siguiente a su llegada, nos contó que había dejado novia en Cali y que solo estaría un mes con nosotros pues se regresaba para casarse y vivir allá. Que el suegro necesitaba quien le atendiera una nueva carnicería, que acababa de abrir en un barrio del sur de la ciudad y le había ofrecido ese trabajo, y que él se había comprometido, tanto para el matrimonio, como para la atención de la carnicería.

Quedamos en la casa Jairo y yo. Jairo estudiaba bachillerato, a diferencia de Roberto que apenas cursó dos años de secundaria y no quiso continuar. Jairo quería ser bachiller para que no le tocara sino un año de servicio militar. Realmente no sé si pensaba en otras razones para continuar estudiando, pero lo que decía era eso. Se graduó poco antes de cumplir 19 y al año siguiente se fue a prestar el servicio. Ya eran épocas de incursiones guerrilleras y las noticias de la televisión que veíamos en las noches, acrecentaban el llanto y las oraciones de mi madre.

En ese año, en el que vivíamos los tres solos en la casa, tuvo lugar la terrible enfermedad de mi padre.

Lo primero que sucedió fue que nos cambiamos de casa. Sin la obligación de sostener a los muchachos, el sueldo de mi padre alcanzaba más y mi madre lo convenció de las ventajas de vivir en un mejor lugar. Por eso nos fuimos a vivir más al norte, en una casa pequeña pero toda para nosotros.

Recuerdo la alegría de mi madre cuando sembraba matas de flores y yerbas aromáticas en el pedacito de tierra del patio. Hasta cantaba.

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También, al comienzo, mi padre cambió para bien. No tenía que madrugar tanto y regresaba más temprano. El trabajo le quedaba más cerca y esto le dejaba tiempo para descansar un poco más, leer su periódico y mirar televisión.

Cuando vivíamos en el otro barrio, él iba a pie todos los viernes, después del trabajo, a algún lugar cercano que yo nunca visité, para reunirse con unos amigos; se pasaba una hora con ellos y volvía para la hora de comer.

En nuestra nueva ubicación, sea porque no era hábil para hacer amigos o porque no había un lugar apropiado para esa clase de reuniones, mi padre sintió el vacío de sus viernes sin programa y comenzó a ir, después del trabajo, al viejo lugar. Por alguna razón, yo, como si presintiera algo malo, lo primero que pensaba al despertar en viernes, era que ese día mi padre llegaría mucho más tarde, pues se alargaba el tiempo con los viajes en bus, del trabajo al barrio y del barrio a la casa, y eso me hacía sentir intranquila y miedosa.

Algunos viernes cuando ya era hora de acostarme, él no había llegado. Mi madre me mandaba a dormir y me tranquilizaba, pero ella no estaba nada tranquila con la demora, a cada momento se asomaba por la ventana, hasta que suspiraba con alivio. Yo esperaba a oír esa señal de que la vida continuaba sus rutinas, para quedarme profundamente dormida.

Un viernes de final de junio, lo sé porque acabábamos de salir a vacaciones de mitad de año, estábamos todavía en la cocina lavando y organizando todo, salvo la comida de mi padre que quedaba lista para calentar en una sartén, cuando oímos que él entraba, más temprano que de costumbre.

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Mi madre se quitó el delantal de la cocina, se secó las manos y salió a saludarlo, mientras yo encendía el fogón de su cena y esperaba que entrara y se sentara. Pero no llegaron a la cocina sino que subieron a una salita que habíamos arreglado en un cuarto cuya entrada daba al descanso de la escalera, cuarto que estaba destinado a ser la alcoba de Jairo cuando regresara del servicio militar, eso si no le daba por casarse e irse como Roberto.

Cuando estuvo lista la comida, la serví y subí con ella a buscarlos. Mi madre salía algo preocupada y me hizo señas de que no hablara. Nos devolvimos a la cocina y allí me dijo que el pobre había llegado un poco cansado, con comienzos de alguna gripa muy fuerte para lo que ella le acababa de dar una pastilla, que lo dejáramos descansar tranquilo en la sala. Él mismo se buscaría su comida cuando se sintiera mejor.

Ambas subimos a acostarnos y no oí nada más esa noche. Al día siguiente, sábado, mi padre no bajó a desayunar, de modo que como a las diez subió mi madre, a quien yo veía inquieta, para ver qué pasaba. Regresó y me dijo que él seguía como mal, que ella iba a la botica para preguntar a Alfonso qué sería bueno darle.

Lo cierto es que a partir de ese viernes todo se puso muy mal: mi padre enfermó de una manera terrible. Ya no hablaba prácticamente nada, caminaba siempre tieso y como si no conociera la casa. Mi madre lo acompañaba hasta el trabajo, recomendaba a alguien conocido que lo ayudara al salir, para que tomara el bus correcto y ella iba a esperarlo en el paradero todas las tardes.

Un día vino una mujer que hacía el aseo en el edificio del

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correo, que nos quería mucho, para hablar con mi madre. Ambas lloraron. Yo me sentía aterrorizada porque él se había convertido en una persona desconocida: no me volvió a decir lo de portarme bien, ni siquiera me nombraba, creo que no me veía.

Pero los viernes por la mañana, esos días sí parecía normal. Se acordaba de todo, desayunaba bien y solo, pues muchas veces mi madre le ayudaba dándole la comida, que por andar como en otro mundo él dejaba en el plato. Si era viernes, me repetía el consejo de toda la vida y me daba la bendición de lejos, como había sido siempre. Mi madre y yo nos llenábamos de ilusión cada viernes, entre la levantada y su salida de la casa, pensando que ese día sí comenzaba a estar bien.

Lo terrible reaparecía cuando, al salir para el trabajo, más arreglado que el resto de la semana, nos decía: “Recuerden que esta noche llego tardecito. No me esperen levantadas”. Entonces nos mirábamos pero no hablábamos nada. Yo no sabía qué decirle a mi pobre madre y ella trataba de no llorar y de conservar el ánimo y la fe. Se arrodillaba frente a su altarcito y rezaba a la virgen: “Virgencita, cúrame al Agustín de mi corazón. Tú sabes que él es bueno, ayúdanos a salir de este problema”.

Cuando iba como un mes sin ninguna mejoría, decidimos llevarlo a un médico especialista en males de la cabeza que Alfonso el boticario le recomendó a mi madre, porque él no se atrevía a mandarle ningún remedio.

En esa semana mi madre pidió la cita, reunió sus ahorros para pagarla y fue hasta el trabajo para recoger a mi padre y llevarlo con el doctor. Volvieron como a las ocho y media de la noche. Ella le preparó una leche caliente para que se tomara algún

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medicamento que traía, lo llevó a la cama y después bajó a contarme que el doctor no le había encontrado nada grave y que le había recomendado a ella que lo quisiera mucho y que lo apoyara más, que todo parecía indicar falta de afecto. Al contarme se limpiaba las lágrimas con la mano.

Decirle a mi madre que tal vez no quería a mi padre, a ella, que vivía día a día dedicada a cuidarlo y a quererlo, que se iba con él hasta el trabajo a costa de sus cortos ahorros y de su tiempo, …¿qué médico era ese, así de imprudente y de equivocado?… Yo, que en esos días cumplí doce años y poquito después tuve mi primera regla, me sentía ya una mujer y resolví oponerme a que volvieran allá. Qué tal si mi madre también se enfermara por esa culpa que el doctor le echaba encima…

Ahora que pienso, creo que lo que el médico recetó era para mejorar el sueño de mi padre, porque dormía más todos los días y físicamente no se veía más flaco que de costumbre, aunque seguía caminando como un sombi, con los puños apretados, sin mirar realmente a ningún lado. Eso sí, cada viernes se repetía el mismo círculo: amanecía normal, se despedía como antes, salía solo, perfectamente consciente, a tomar su bus para el trabajo, nos advertía de su llegada tarde y a la noche volvía otra vez como hipnotizado.

Cuando mi madre habló de volver con el médico ése, yo me opuse, fui a la botica de Alfonso y le pregunté qué pensaba él. Me dijo que tal vez un psicólogo podría ayudarnos mejor. Regresé y comenté con ella. Fue entonces cuando recordó que su amiga de infancia más querida, hija de una familia de la ciudad, la última vez que se habían visto, —en el matrimonio de mi madre—, le dijo que estaba estudiado psicología o algo parecido. Buscamos

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en el directorio a ver si de casualidad encontrábamos su nombre, con la esperanza de que apareciera con el apellido de soltera pues, seguramente estaría casada, y mi madre no tenía ni idea de quién sería el esposo. Así localizamos la dirección de la doctora Mónica Gómez Pinzón y mi madre fue a verla esa misma tarde.

Al volver, solamente me dijo que la doctora trataría de ayudarnos. Que no podía ser en un momento, como si fuera una consulta instantánea, sino que ella tenía que pensar mucho y que mi madre debía llevarle una foto reciente de mi padre.

En el colegio distrital al que yo asistía, había oído a unas compañeras hablar de alguien que curaba de lejos y que solamente necesitaba una foto del enfermo y pensé que la doctora que mi madre visitó era de esas personas. Yo tenía apenas doce años pero ya pensaba lo suficiente como para que esa idea me pareciera absurda. ¿Cómo que con ver la foto van a saber qué le pasa al enfermo y lo van a curar? Qué estupidez!, sin embargo, por el momento era lo único que teníamos para apoyarnos y mi madre se veía esperanzada y también contenta de haber vuelto a ver a su amiga que ahora era alguien importante y muy estudiada, pero que seguía tratándola como siempre, con cariño y verdadero interés.

Le pregunté a mi madre si sabía cómo curaba su amiga y me dijo que no. Que ella había hablado de consultar con otro doctor, que le llevara la foto y que entonces le diría lo que convenía hacer.

Me quedé aterrada pensando que debían ser espiritistas o especie de brujos que se reunirían para hacer algún conjuro y que de pronto los antepasados muertos vendrían a rondarnos. Mi

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imaginación hacía una historia fantasmal y absolutamente pavorosa, sobre todo a partir del día siguiente, en el cual mi madre le llevó a su amiga la foto de la última escarapela del trabajo de mi padre, en donde, para colmar mis temores, estaba escrita la dirección de nuestra casa.

Por suerte no fue muy larga la espera. De haberse prolongado, mis insomnios y consecuente decaimiento se habrían hecho patentes y mi madre fácilmente podría pensar que se me había contagiado la enfermedad de mi padre.

La doctora le dijo que volviera ella sola el lunes siguiente, por la tarde, que para ese día esperaba tener claro lo que convenía hacer y se lo comunicaría. Pero no dijo nada de exámenes de laboratorio ni de dieta, lo que me habría dado cierta seguridad de que se trataba de una verdadera y normal doctora. Así que yo debía esperar cuatro días y cuatro noches más, asustada e insomne, para recibir la constatación de mis temores y esperar el resultado, que en el mejor de los casos sería la total inutilidad de esos tales métodos parasicológicos, como me habían dicho en el colegio que se llamaban. Ojalá no nos hicieran otro daño peor.

Ese lunes me quedé en la casa mientras mi madre volvía con la doctora. Se tardó más que en las anteriores visitas y mientras tanto mis temores crecían al ritmo de mis fantasías, en las que se me aparecía ella involucrada en alguna misteriosa y terrible sesión. Llegó al fin, sonriente y segura de que todo iba a mejorar. Solamente me explicó que en la semana no dijera nada, que era necesario esperar al viernes. Entonces sí que no tuve duda, el viernes sería la gran sesión de brujería para convocar espíritus que buscarían a mi padre y terminarían de

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volverlo completamente loco. Seguro que después no tendríamos ni siquiera las dos horitas

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de normalidad de los viernes en la mañana.Pensé que debía evitar el próximo mal, pero no sabía cómo

hacerlo. Me aterrorizaba lo que sin duda iba a suceder a mi padre y, más todavía, me asustaba la idea de buscar yo sola a esa doctora para pedirle que no nos hiciera brujería, que yo me quedaba con mi padre así como estaba, pero que no le mandara los espíritus porque ahí sí que lo perderíamos del todo. Qué tal si me agarraba a mí también y me llevaba a su sesión, entonces mi madre también enloquecería… Creo que me estaba volviendo loca. Por suerte, el amor a mi madre y el deseo de protegerla de nuevos sufrimientos me ayudó a aparecer siempre ante ella como su niña normal y estudiosa.

Llegó el viernes y mi padre repitió su rutina de siempre y salió arreglado para su trabajo y posterior reunión. Poco después yo salí para el colegio.

Al regreso, después de almorzar, mi madre me dijo que teníamos que sacar los muebles de la sala y poner ahí cosas en las cuales mi padre no se pudiera sentar, para obligarlo a subir a su cuarto, en lugar de que se quedara hasta media noche, haciendo nada y a oscuras en esa sala, como venía haciendo todos los viernes desde que se puso mal.

Mi imaginación insertaba fácilmente cada acción y cada tarea dentro de la novela de terror que me había construido y pensé que el estar acostado en la cama era la mejor posición para que mi padre no se pudiera defender de los espíritus… le dije a mi madre que mejor que no se acostara tan temprano porque más se desvelaría, pero ella estaba feliz con su proyecto y yo, por fuerza de la costumbre de obedecer y de colaborarle, ayudé a sacar los

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dos sillones sencillos, a voltear el más grande que no cabía en ninguna otra parte, a llevar allí tarros y cajas vacías, en fin, a volver nuestra salita un desorden bíblico.

Luego fuimos a arreglar la alcoba de ellos. Lo primero que observé fue una videocasetera que no era nuestra, sobre el asiento.

“Se la pedí prestada a don Alfonso” dijo mi madre, “es que la doctora me dijo que le tuviera algunas películas, para que él pudiera entretenerse cuando estuviera sin sueño”, y me indicó un videocasete que estaba sobre la mesita.

Entonces pensé que éste era un consejo razonable y mis fantasmas retrocedieron un poco. Arreglamos el cuarto, poniendo la mesita de la sala contra una pared para el televisor con la videocasetera que le ayudé a conectar, luego pusimos una de las sillas de la sala del otro lado de la cama, de manera que desde allá se viera bien la pantalla.Mi madre acabó de arreglar, cambió tendidos a la cama y puso también flores en la repisita de la Virgen. No olvido su expresión de absoluta confianza y su sonrisa llena de fe, mientras miraba el cuadro de la Virgen en ese momento. Ella estaba absolutamente segura de que mi padre sanaría.

Acomodamos la otra silla de la sala en mi cuarto y decidimos dejar la sala cerrada pero sin candado, para evitar que mi padre se disgustara más de lo preciso.

Mi madre me dijo que cuando él llegara yo debía saludarlo aunque no me contestara y que luego me fuera a acostar y no saliera de mi cuarto sino en caso de que ella me llamara. Que no me preocupara, que nada malo iba a pasar. ¡Cuánta fe tenía en que todo saldría muy bien!

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Para terminar, después del ajetreo, cuando la casa se veía como nueva, mi madre resolvió bañarse y ponerse bonita. Se peinó y se pintó como si fuera a salir a una fiesta. Yo me asusté de nuevo pensando en esas víctimas que tanto arreglaban los antiguos, para sacrificarlas después. No estaría mi madre engañada y caminaría hacia quién sabe qué experiencia fatal?. Entonces recé para que no le pasara nada malo a ella y para que mi padre no se acabara de enloquecer. Realmente nunca creí que se pudiera mejorar.

Mi padre llegó. Yo lo saludé, pero como cada viernes en la noche, él se dirigió a la salita; mi madre subió rápidamente los peldaños y se paró delante de la puerta cerrando el paso, de modo que cuando él quiso entrar, ella le tomó del brazo y lo orientó suavemente hacia arriba. Apenas lo dejó acomodado en la silla que habíamos preparado, bajó por el plato de espaguetis con pollo, el preferido de mi padre que yo tenía listo, me dio un beso y me dijo que apagara todo y me fuera a acostar; luego subió.

Estaba quedándome dormida cuando comencé a oír música en el cuarto de mis padres, “debe ser el video” pensé y me dormí tranquila y feliz. Me habían dicho que los espíritus malos no gustaban de la música. Al menos esa noche no corríamos peligro.

Pienso que en mi subconsciente, antes de constatar nada, yo sabía que todo iba bien, porque dormí sin interrupción hasta las ocho de la mañana, hora en que ya el sol entraba por la ventana.

Apenas me senté en la cama, recordé que era sábado y sentí una opresión en el pecho. Me vestí y bajé despacio, expectante, con mucho temor y ansiedad.

Mi madre estaba en la cocina, de espaldas, pendiente de una cacerola mientras batía unos huevos y algo decía. Supuse que me

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había oído y hablaba conmigo, me acerqué para saludarla y escucharla mejor, cuando vi a mi padre sentado a la mesa, hacia el rincón, en el sitio desde el cual podía ver de perfil a mi madre. Era con él con quien ella hablaba.

En ninguno de mis recuerdos anteriores aparecía mi padre acompañando a mi madre mientras ella hacía algún oficio. La escena de la cocina en ese sábado era absolutamente impensable para mí. Mi padre, antes de su enfermedad, había sido todo el tiempo bueno, trabajador, amable, pero siempre a distancia. Siempre esperaba que lo llamáramos para comer y cuando bajaba se sentaba y empezaba sin más, casi sin decir nada. Quizás hablaba demasiado poco, pero yo no tenía con qué comparar y por eso no llegaba a desear que lo hiciera con mayor frecuencia y duración. Tal vez por eso, nosotros, sus hijos, le temíamos y obedecíamos. Mi madre era otra cosa: ella marcaba el rumbo de la familia con tanta sencillez y sentido común que no se notaba; aceptaba y amaba a mi padre como era, sin intentar cambiarlo. Convencido, él cumplía los deseos de mi madre de tal forma que para nosotros y para cualquiera que pudiera observar nuestra vida, las decisiones familiares provenían siempre del padre.

Pero ese día, mi padre charlaba con mi madre mientras ella preparaba la comida. Había un elemento nuevo, inmensamente sereno, dulce y tierno, en esa compañía. Mi padre simplemente estaba ahí, con sus manos sobre la mesa, miraba a mi madre mientras le decía algo acerca de conseguir otro escaparate para que no se tuviera que agachar tanto a buscar las ollas debajo del mesón. Sus manos, eran otras manos. Siempre en mis recuerdos las llevaba cerradas y cuando las abría para ejecutar las acciones comunes, nunca las abría del todo, siempre estaban como

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tensionadas por hilos no lo suficientemente elásticos como para permitir que estirara completamente los dedos. Así nos daba la bendición, siempre de lejos, así saludaba, así daba indicaciones a quien le preguntara sobre alguna dirección. Esas manos, que siempre buscaban cerrarse, estaban ahora planas, descansadas, con sus dedos ligeramente separados y relajados sobre la mesa de la cocina.

Sí, sin duda había sucedido un milagro. Un milagro de la Virgen para la fe de mi madre, un milagro en el cual algo tuvo que ver la doctora Mónica, aunque yo no entendía qué.

Mi padre me vio ahí parada, asombrada y confusa. Me sonrió y me dijo: “Marcelita, mi niña, ¿cómo amaneció sumercé?”…—Marcela hizo una pausa, por la emoción del recuerdo—… ¿En dónde estaban esas palabras? ¿Cuándo había aprendido a decir cosas como ésa? En los tiempos anteriores a su enfermedad él siempre me saludaba, respondiendo a mi “buenos días, padre”, con un “Buenos días, hija” y nada más. Ahora decía mi nombre y se interesaba por mi amanecer. Realmente el milagro estaba patente y había sido dado con gran generosidad.

Mi madre volvió la cabeza y pude ver su rostro fresco, joven, lleno de vida y de satisfacción. Con un mínimo guiño de ojos, unido a una presión de sus labios, me hizo comprender que no debía mencionar nada de la enfermedad ni de la noche anterior. Entonces me acerqué a los dos y con una alegría nueva, completamente nueva que me brotaba sin que pudiera ni deseara impedirlo, les dije “Buenos días mis queridísimos padres, ¿cómo amanecieron?”

Por respuesta, mi madre, siempre práctica, dijo, “amanecimos

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bien, pero siéntate que ya están estos huevos y no es bueno que se enfríen”, y así comenzó una vida completamente nueva, con mi amado padre liberado de un peso que lo agobiaba; fue como si se hubiera desprendido de una envoltura apretada que por casi 50 años le había impedido manifestar todo lo bueno y dulce y tierno que su corazón encerraba.

Cuando al lunes siguiente mi padre volvió al trabajo y yo regresé del colegio, quise que mi madre me explicara todo. Me dijo que la doctora Mónica le había dado el consejo y las explicaciones apropiadas, pero que no debíamos hablar de nada de eso, porque mi padre no recordaba que había estado enfermo. “El pobre no recuerda ni siquiera cómo eran sus hijos cuando estaban pequeños, y eso lo hace sufrir”.

Le pregunté si de mí sí se acordaba y me dijo que no era que no nos recordara, no, él sabía que éramos sus hijos y conocía perfectamente nuestros nombres, nuestras edades y lo que cada uno hacía; lo que no recordaba era cómo habíamos sido de pequeños, cuando apenas empezábamos a caminar, si él nos había llevado de la mano o si había jugado con nosotros. Pobre padre, realmente nunca hizo esas labores. Mi madre me dijo que él nos tomaba en brazos, solamente cuando era necesario y ella le pedía esa ayuda. Que siempre había tenido como una timidez o una inseguridad tremenda, que le impedía manifestar el afecto con abrazos y caricias.

Mi madre me pidió que olvidara lo de la enfermedad, que lo olvidara para siempre. Que no les dijera a mis hermanos nada de lo que vivimos en esos meses, que al fin y al cabo habían sido solamente dos, aunque largos. Así, cuando vinieran, ellos notarían los cambios, los interpretarían a su modo y no harían preguntas

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inoportunas a su padre.Siguió el año adelante, también en el trabajo mejoró el aspecto

y el rendimiento de mi padre y a veces traía algunos pesos extras que había ganado haciendo entregas especiales. Comenzamos a salir los tres juntos, a caminar, a conocer con él, que los recorría en sus labores de cartero, parques y lugares de la ciudad especialmente interesantes. Poco a poco involucramos en nuestra vida, dentro de la modestia que el salario de mi padre permitía, actividades de recreación, viajes cortos a los alrededores por el solo placer de conocerlos; no como los viajes que antes hacíamos al pueblo de ellos cuando allá vivían los abuelos, que eran una obligación sagrada e ineludible y de los cuales no tengo sino borrosos recuerdos. A estos nuevos viajes llevábamos el almuerzo preparado en una canasta y lo comíamos en el campo, cerca de alguna quebrada y a la sombra de los bosques.

Qué feliz fue ese tiempo… Caminar del brazo de mi padre por el barrio, que mis amigas me vieran y me envidiaran, me llenaba de orgullo, me hacía sentir como una princesa.

Con mi madre, ideados por ella, inventamos muchos trucos para que mi padre aceptara nuevas actividades sin sobresaltos y recordara algunos hechos de los que no tenía memoria. Ella me contaba que a veces, por la noche, él despertaba preocupado porque no recordaba haber ayudado a Roberto con algún dinero para su matrimonio o a Jairo para ropa nueva, cuando crecía tan rápidamente. Ella le decía que sí, que él le había ayudado pero que, como siempre, le había pedido a ella que entregara la platica o que acompañara al muchacho a comprar nuevos pantalones. Y le decía: “si siempre que decides comprar ropa para tus hijos, me

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pides a mí que lo haga” pero estaba claro que ella era quien decidía,

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quien le pedía los pesos, compraba la ropa y se la daba al hijo en nombre del padre, después de disculparlo por su excesivo trabajo y su timidez.

Mi madre tuteaba a todos, a mi padre y a nosotros. Nosotros solamente nos tuteábamos entre nosotros y a los amigos, pero a nuestros padres siempre les decíamos “sumerced”, al viejo estilo campesino de mi padre que así nos trataba a todos. Él nunca tuteaba a nadie. Esto no cambió después de su enfermedad, pero así, sin tuteo, conservando las formas arcaicas aprendidas en su hogar, el lenguaje de mi padre se hizo más expresivo, más cargado de afecto, con oraciones más largas y más frecuentes.

Para esa Navidad, mi madre me pidió que yo hablara de adornar un árbol grande, además del pesebre tradicional. Al fin yo era joven y quería vivir según lo que se hacía en ésa, que era mi época. También me dijo que le hablara de conseguir una grabadora y música especial para las fiestas, con el fin de hacer una reunión familiar, dado que Jairo regresaría del servicio militar. Además podíamos invitar a Roberto y familia a pasarla con nosotros.

Poco a poco fui introduciendo las ideas en las conversaciones con mi padre y fuimos haciendo cuentas para que los gastos no superaran su bonificación de fin de año. Al comienzo se preocupaba, no decía que era por el dinero pero yo me adelantaba a hacer averiguaciones de lo que costaban las cosas, se lo comunicaba y cuando se daba cuenta de que podría pagarlas sin endeudarse, se dejaba contagiar de mi entusiasmo y decía que sí. El día que íbamos a buscar la música y los adornos del árbol, nos dijo que lo esperáramos, que él quería ir con nosotras, después

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del trabajo. Eso fue muy emocionante, era como si volviera a descubrir el mundo. Al domingo siguiente salimos a buscar el

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arbolito, pero no de plástico, que todavía no eran comunes, sino en el monte, alguna rama de pino de un tamaño apropiado que no fuera muy difícil de transportar en algún campero que contrataríamos para traerlo a la casa.

Mi madre llamó a Roberto para invitarlo con su esposa y sus dos hijitos a pasar con nosotros la Navidad en la nueva casa. Él enumeró sus muchos compromisos y obligaciones, pero, finalmente, aceptó y fijó la fecha del viaje en cuanto su suegro ofreció reemplazarlo en la carnicería por esos días. Además recibimos carta de Jairo: estaría viajando el 20 de diciembre y, a más tardar, el 22 lo tendríamos en casa.

Me había hecho aficionada a la cocina y sabía preparar tortas y algunos platos especiales, de modo que hablé a mi madre de que adelantáramos las compras del mercado para Navidad y diseñáramos lo que serviríamos en esos días. Desde ese año, siempre que llega Diciembre, comienzo a pensar en la comida y su preparación. Me gusta tanto revivir ese recuerdo de lo que fueron las más felices fiestas de mi infancia…

La Navidad llegó y la vivimos de manera alborotada. Éramos muchos en una casa pequeña, pero había ambiente, música, niños que corrían, galletas y golosinas para todos, y las comidas siempre eran especiales y sabrosas. Mi madre nos hacía rezar la Novena de Aguinaldo frente al pesebre. Acordamos entre todos que compraríamos solamente un regalo pequeño para cada uno y que lo haríamos una tarde, todos juntos. Así que fuimos a un almacén grande, escogimos lo que cada uno quiso, todos pusimos el dinero que teníamos disponible que alcanzó bien, compramos más dulces y regresamos para poner los regalos al pie del arbolito.

En esto no hubo misterios ni cuentos de Papá Noel, solamente

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el gusto de tener un regalo en Navidad. Mi madre dijo que ese gusto era para festejar el cumpleaños del Niño Jesús y a todos nos pareció muy verdadera razón.

Jairo se acopló perfectamente al nuevo estado de cosas en la casa, no se sorprendió demasiado con el cambio de mi padre, pero lo disfrutó cuanto pudo. Roberto en cambio, se mostraba incómodo. Parecía como si no le gustara que mi padre estuviera en medio de las actividades, como si prefiriera que permaneciera alejado, como antes. Mi madre y yo nos mirábamos cuando asumía una actitud de desagrado frente a la mayor cordialidad de mi padre.

Creo que fue el 27 o 28 de diciembre. Era domingo. Jairo, que se había vuelto muy aficionado al fútbol, llegó en la mañana con tres entradas para un partido tradicional y les dijo a mi padre y a Roberto que quería hacerles esa invitación a ellos, para que compartieran la emoción de los goles con él. No parecía que mi padre estuviera muy emocionado, pero aceptó y a Roberto no le quedó otro camino que hacerlo también.

Después de almuerzo, los hombres salieron para el estadio; poco después mi madre me dijo que, por qué no ejercía como una buena tía, y me llevaba los niños al parque para que ellos también jugaran en un espacio más amplio. Entendí que quería quedarse con Ana Julia, mi cuñada, y salí con mis bellos sobrinos y sus juguetes.

No sé qué habló mi madre con su nuera, ni los hombres en su programa deportivo, pero a la hora de la comida, por la noche, todos, incluido Roberto, estaban tranquilos y destensionados. Los niños se durmieron y Jairo propuso un juego de parqués. Ese era

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el regalo que él había escogido para su Navidad.Jugar en una mesa, era una experiencia nueva en la familia. No

creo que mi padre lo hubiera hecho nunca antes, en toda su vida. Al comienzo, había como dudas y desilusiones, pero pronto aparecieron los ánimos competitivos y se levantó el volumen de las voces y las risas y también las lamentaciones… yo sentía como si me iniciara en prácticas desconocidas y secretas. Nunca antes había experimentado esas sensaciones de competir y desear ganar y sufrir, sin sufrir de verdad, cuando otro se me adelantaba. Fue muy emocionante. Todos vimos que Jairo era un experto. Debió tener mucho tiempo en sus campañas, por allá en el monte, durante el servicio militar, para esa clase de juegos. Al fin, nos levantamos para ir a dormir, pasada la media noche.

La Noche del 31, Roberto me buscó antes de la cena, para pedirme que hablara en la mesa de la conveniencia de instalar un teléfono en la casa, que él me apoyaría. Me pareció de maravilla eso de tener teléfono y seguramente a mi madre, pensé, le gustaría mucho, así no se atreviera ni a pensarlo.

Cuando hablamos de que había pasado un año más y que el tiempo volaba, yo dije que estar en esa casa era mucho mejor que en el apartamento de antes, tan estrecho, y que lo que más deseaba era un teléfono para nosotros solos, pues usábamos el de la botica de Alfonso, pero nunca era lo mismo que si lo tuviéramos en la casa. Mi madre me miró como asombrada de mi atrevimiento, pero Roberto apoyó la idea, contó de la instalación del teléfono en su casa y del costo, que no era tanto, y, sobre todo, de la comodidad de tenerlo para una emergencia o para hablar sin que desconocidos escucharan. Mi padre preguntó sobre las tarifas mensuales, con su preocupación de no excederse de sus

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posibilidades. Jairo dijo que él creía que conseguiría un trabajo pronto, porque en el ejército había resultado bueno para las comunicaciones y que lo que allá había aprendido, le servía para trabajar en estaciones de radio. Que ya tenía algunos conocidos que le iban a ayudar, de modo que él podría aportar parte de los gastos. Se acordó que el primer día hábil del nuevo año, Jairo mismo iría a la telefónica a solicitar nuestra línea.

Roberto, esa misma noche, quería escandalizarnos a todos con sus osadías y, sin preámbulos preguntó si el dueño nos vendería la casa. Dijo que le gustaba el sitio y que la casa, aunque pequeña era suficiente para los que pasábamos en ella todo el año; que estar un poco estrechos en Navidad no era nada malo, en fin, que sería bueno pensar en comprarla. La sonrisa tímida e incrédula de mi madre, me descubrió cuánto lo deseaba y cómo le parecía un sueño imposible de lograr.

Mi padre no sabía qué decir, pero Roberto habló de planes de vivienda, de que sin duda en el correo habría formas fáciles para conseguir un préstamo, que pagar una casa a plazos era como pagar un arriendo, con la diferencia de que no se la pedirían al terminar el contrato. De modo que lo convenció de que no era locura y de nuevo Jairo se postuló para acompañar a mi padre a hacer las averiguaciones. Jairo, tal vez por el mayor tiempo de estudio antes de irse al servicio, era mucho más moderno y seguro de sí mismo que lo que parecía Roberto en su momento e incluso hasta pocos días antes. En el partido de fútbol del domingo anterior le debieron meter un gol que le tumbó sus anticuadas tiesuras.

El 2 de enero despedimos a Roberto y familia. El nos repitió varias veces la recomendación de no dejar pasar el tiempo sin

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iniciar lo del teléfono y lo de la casa. Jairo y yo le aseguramos que lo haríamos y regresamos todos a la casa. Mi padre volvería al trabajo después del día de Reyes.

Los cambios se volvieron lo habitual en la vida familiar. En el transcurso del año siguiente, se instaló el teléfono y mi padre obtuvo fácilmente el préstamo para la casa que el dueño aceptó vendernos. Jairo entró a trabajar en una radiodifusora y yo continué con mi bachillerato. Al terminarlo, estudié secretariado pensando en trabajar y ahorrar, para comprar lo necesario cuando me casara.

Jairo se casó y se instaló aquí, en Bogotá, muy contento. El fue realmente el más alegre de todos, el más moderno y despejado. Ahora tiene una niña adorable de seis años que se llama Tania.

El tiempo pasó velozmente, llegó la pensión de mi padre. Recuerdo que quiso volver al pueblo, en donde no había ya familiares ni pertenencias. Fuimos y lo acompañamos a recorrer lo que había sido la casa y tierra de sus padres, convertida en un centro de alfareros, con hornos modernos y muchas piezas terminadas y listas para empacar y viajar a los mercados artesanales del país. Ese día, buscó quién le vendiera un bulto de arcilla en bruto, sin ningún tratamiento y un muchacho que la llevara hasta el bus cuando decidimos regresar.

Al día siguiente, en el patio, al lado del jardín de mi madre, mi padre empezó a amasar, limpiar y moldear el barro, siguiendo los recuerdos de su infancia. Después consiguió un torno viejo, y, poco a poco fabricó algunos platos y vasijas hondas. Vino el problema de hornearlas. ¿Cómo y dónde? Contactos en una feria artesanal lo llevaron a hacer amistad con un ceramista bogotano

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que ofrecía servicio de horno.Así, se puso de manifiesto el profundo sentido artístico de mi

padre, en esa ocupación que desarrolló por el resto de su vida y a la cual puso su propio sello de originalidad y belleza. Mi madre le ayudaba en lo básico, el artista era él. Hacía pequeñas, pero hermosas esculturas de barro. Nunca lo habíamos imaginado. Creo que tampoco él lo sabía.

Pasó el tiempo, llegó la vejez, su corazón débil falló un día, así, sin aviso, de repente. Se nos fue hace tres años.

Dos años antes, yo me había casado con Alfredo. Tomamos en arriendo una casa cerca de la de mis padres y todos los días en algún momento pasaba a acompañarlos. Alfredo trabajaba en una ferretería y por la noche estudiaba tecnología en instalaciones sanitarias. Habíamos decidido esperar a que él terminara sus estudios para pensar en hijos. Cuando mi padre murió, Alfredo me dijo que si yo quería, podíamos irnos a vivir con mi madre o traerla a vivir con nosotros. Se lo propuse pero no quiso. “Cada uno en el lugar que le corresponde, es lo mejor”. Fue su respuesta.

Mi madre no se recuperó de la terrible pérdida. Yo trataba de animarla pero ella se sentía incompleta, como perdida con sus manos y su tiempo desempleados. En esos años volvió a hablar de Mónica, su amiga de infancia. Le propuse que viniéramos a buscarla pero no quiso. Me repetía: “a ella le debemos la vida de su padre…, me sentiré demasiado mal de verla ahora que él ya no está”. Por algo que un día inició y cambió de tema, pensé que temía conversar con su amiga, a quien tanto quería.

Comenzaron a darle fuertes y frecuentes gripas. La tos no se le iba. Yo la llevaba al doctor y siempre le daban las mismas medicinas

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y los mismos consejos acerca de protegerse del frío y de tomar líquidos y frutas frescas. Se recuperaba un tiempo pero volvía a engriparse más fuertemente. Degeneraba en bronquitis y le aplicaban antibióticos.

Hace un año tuvo una primera pulmonía, de la cual salió débil y agotada. Entonces me la llevé para la casa y me dediqué a cuidarla. Se recuperaba poco a poco y tuvimos esperanzas. Roberto vino a verla dos veces, le propuso un cambio a Cali, a tierra caliente, pero el médico dijo que no era conveniente, que le sentaría mucho mejor el mar. Entonces, los tres hombres, Roberto, Jairo y Alfredo decidieron que yo fuera con ella por dos semanas, a Cartagena. Así que mi madre conoció el mar y a pesar de su nostalgia, fue feliz. Pensaba en mi padre y en cómo le habrían sentado unas vacaciones en la playa. Mejoró notablemente, pero no nos podíamos quedar, así que volvimos a Bogotá.

Estuvo tres meses casi bien. Ella iba a su casa en el día y por la tarde yo la recogía y nos veníamos a la mía. Creí que el mal estaba desterrado.

No fue así. Una noche se acostó temprano con frío. A medianoche deliraba. Tenía fiebre muy alta, el médico ordenó internarla inmediatamente y desde el hospital avisé a Roberto y a Jairo. A los quince días murió. “Ve con Mónica”, me dijo unos días antes. “Si puedes, vive cerca de ella para que le ayudes y la acompañes”.

Por eso vine hoy, me siento emocionada con todos estos recuerdos. Si quiere vuelvo otro día.

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Cuando Marcela terminó eran más de las seis. Ella miró su

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reloj y apenas me aceptó una taza de té, porque su esposo estaría por llegar y se preocuparía de no encontrarla.

—Vuelve, Marcela, pero ven a almorzar un día, qué tal pasado mañana, viernes. Yo tengo que pensar y rezar. La noticia de la muerte de tu madre me perfora el corazón —dijo Mónica mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Realmente estaba muy triste.

—Yo la llamaré para confirmar, doctora —dijo Marcela. —Pero si me necesita, no dude en llamarme. Aquí tengo el teléfono y la dirección de mi casa. Lo traía listo desde ayer pero se me olvidó dárselo a la señora Isabel — sacó de su cartera un papel doblado, lo revisó y me lo entregó al tiempo que se encaminaba hacia la puerta. Se despidió con su amabilidad simple y salió.

—Mónica, siento mucho lo de tu amiga. ¿Por qué no sabía yo nada de ella?... ¿Y ese caso de su marido, cuándo ocurrió? —le pregunté.

—Isabel querida, María Luisa pertenece al mundo de mi infancia. Todo lo de ella me afecta profundamente— contestó a mi primera pregunta. —En cuanto a lo de Agustín, pues nunca supe que hubiera tenido tanto éxito. Fue algo muy breve hace mucho tiempo. Tu no estabas aquí por alguna razón… Ni siquiera vi al paciente, por eso no hay grabaciones ni expediente. …

—Ahora que me acuerdo, —continuó—, fue Carlos Robles, lo recuerdas? un estudiante alto y guapo, que vino a hacer su pasantía con nosotras, quien me colaboró, pero no recuerdo nada del tratamiento. Eso sí, puedes estar segura que no fue espiritismo ni brujería. Por la colaboración de Carlos, podemos ubicar la época. Recuerdo también que escribí la historia en mi cuaderno. Esta noche la buscaré y mañana te la enseñaré para que la leas. Y que

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sea el momento de comenzar con las Memorias.— El mundo de los niños. —dije yo— quién podría sospechar

lo que piensan y cuánto sufren por los problemas de sus padres, aunque los interpreten equivocadamente y creen historias fantásticas en relación con ellos.

—Sí, Isabel, tendríamos que empezar de nuevo a ejercer, para cuidar más a quienes rodean a una persona aquejada de un problema psicológico, sobre todo a los niños… Gracias a Dios, Marcela era una niña inteligente y tenía una mamá de lo mejor que alguien pudiera desear…—otra vez se entristeció y apenas me deseó buenas tardes, antes de meterse en su cuarto, con la grabadora y la cinta del relato de Marcela.

Al día siguiente, Mónica me entregó el cuaderno en el cual había anotado la historia de Agustín. Curiosamente no sintió la necesidad de cambiar los nombres. Tal vez por lo que no hubo contacto con el paciente ni grabaciones. Transcribo el relato, manuscrito en un viejo cuaderno de Mónica desde hace veintitrés años. Lo leí de un tirón.

……………………………….. RELATO DE MÓNICA

A veces me aburro en mi oficio, pero de pronto suceden cosas muy diferentes, de veras interesantes, que no se me hubieran ocurrido jamás, como el caso de Agustín Delgado que tuvimos hace unos tres meses.

María Luisa vino llorando a mi consultorio porque su marido se estaba volviendo loco: andaba todo el día como alelado, en la casa ella tenía que darle la comida en la boca, y en el trabajo, no

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hacía absolutamente nada. Esto último lo supo por Mercedes, la mujer del aseo y los tintos de la empresa, quien debía su puesto a una recomendación de Agustín.

«Viéndolo tan malito, hizo viaje hasta mi casa, a preguntarme qué le estaba pasando al pobre de Don Agustín», me contó María Luisa repitiendo las palabras de Mercedes mientras se enjugaba las lágrimas.

Qué le podía haber sucedido a él, siempre cumplido, responsable y metódico para que olvidara sus deberes de esa forma?

“Mire, doctora, ya no pide nada, ni grita por su camisa mal planchada, ni le encuentra mal sabor a la sopa como tantas veces hacía. Tampoco se opone cuando me voy con él en el bus para dejarlo en su trabajo. Es que me da miedo que se olvide y siga quién sabe hasta dónde. A todo contesta «sí mujer, como sumercé quiera», en fin yo creo que ni me oye ni le importa lo que le digo”.

Yo le dije que me llamara por mi nombre, Mónica, porque sigo siendo la misma de cuando estábamos en el pueblo de niñas, y todo lo compartíamos. Luego le pregunté sobre el tiempo que hacía que Agustín estaba así y sobre cómo había comenzado el problema.

“Pues hace ya siete semanas con ésta en que estamos”, contestó, y agregó: “Ese viernes que empezó el mal, llegó de su juego de billar, porque todos los viernes juega billar desde hace como diez años, y no quiso comer. Se veía congestionado, no saludó ni a Marcelita ni a mí, sino que se encerró en la salita que casi no usamos y que tenemos en reserva para que sea el cuarto de Jairo cuando regrese del Servicio Militar”.

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Hizo una pausa y continuó:“Yo le dije que ahí quedaba su comida, le dí una aspirina con

agua, por si acaso le estaba comenzando una gripa, casi no logro que se la trague. Luego le dije a Marcela que se fuera a descansar y yo también subí a acostarme. También pensé que tal vez Agustín había perdido en el juego y por eso estaba de mal humor. Lo cierto es que me dormí sin darle importancia”.

“De pronto desperté, como a la una de la madrugada y me di cuenta de que él no había subido. Me paré lo más rápido que pude, porque me dió miedo que le hubiera podido dar algún ataque y yo dormida, tan tranquila. La puerta de la sala estaba cerrada con seguro, y por más que llamé no se movió. Adentro estaba oscuro y él no hacía ningún ruido”.

Ella me miró y se dio cuenta de que yo estaba muy atenta a lo que me contaba, entonces continuó su relato:

“Subí las escaleras a toda velocidad y busqué las llaves. Tuve que medir como cuatro antes de dar con la de esa puerta. Cuando abrí y encendí la luz lo veo sentado con los ojos muy abiertos y las manos tiesas agarrando los brazos de la silla. Primero creí que estaba muerto, pero al acercarme veo que respira.”

“Yo no sabía qué hacer. Por no dejar, porque estaba segura de que no se iba a poder parar, lo llamé pasito: Agustín, Agustín. Cuál sería mi sorpresa cuando oigo que me contesta, como cuando le hablaba mientras estaba oyendo un partido de fútbol por el radio, sin ponerme atención, y sin mirarme dijo: «Sí mujer..»

—Y qué pasó entonces?, —le pregunté.“Pues me acerqué y le dije que era hora de acostarnos, que

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viniera conmigo. El se dejó llevar como una criatura y al fin se quedó dormido”.

¿Y…? dije y esperé la continuación del relato.

“En ese fin de semana lo presioné para que se quedara en la cama y le preparé comida suave, pensando que le habían dado algún trago malo y que lo que tenía debía ser una intoxicación”.

“El lunes estaba todavía mal, pero así se fue al trabajo. Marcelita quedó triste porque no se había despedido… —Como si no me viera— me dijo”

¿Cuántos años tiene Marcelita? le pregunté y me contestó que acababa de cumplir doce y de tener su primer período. Después de esta anotación sobre su hija de la que yo no sabía nada, María Luisa continuó:

“Los días siguientes fueron iguales, me empezó a dar miedo de que se perdiera y por eso comencé a acompañarlo al trabajo.”

“El viernes siguiente se levantó completamente bien, escogió su camisa y salió muy normal para el trabajo. Eso sí, como todos los viernes nos advirtió de su juego de billar. Marcelita estuvo muy contenta porque de nuevo la había mirado y se despidió como siempre dándole la bendición. Yo pensé, bendito sea Dios que ya se mejoró.”

Al llegar aquí, María Luisa suspiró y se enjugó una lágrima con la mano. Le acerqué un pañuelo, lo tomó, se limpió la nariz y prosiguió:

“Puras ilusiones nuestras. Esa tarde se demoró en llegar y cuando apareció, estaba otra vez así, los ojos como si se le quisieran salir y las manos tan duras que me enterraba las uñas cuando se

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agarraba de mi brazo, porque yo no lo dejé que se encerrara, sino que me subí con él para dejarlo acostado y salir a buscar un médico”.

“Fui donde Alfonso, el de la botica vecina que es casi como médico para las cosas de todos los días. Le conté el caso y me dijo que lo mejor era ayudarlo para que durmiera bien. Que le diera leche caliente con una pastillita que me entregó, asegurándome que no le haría daño para nada, porque era un producto naturista sin contraindicaciones, mientras amanecía y buscábamos algún doctor”.

—¿Se tomó la pastilla? —pregunté, preocupada por esas medicinas no controladas.

“Sí, la pastilla lo ayudó a dormir, pero no fue mucho lo que mejoró en ese fin de semana. Alfonso me dijo que había averiguado y por los síntomas lo mejor era pedir una cita con un doctor especialista en enfermedades del cerebro. Había que esperar hasta el lunes para conseguirla, pero si se ponía muy malo tocaba llevarlo de urgencia al hospital”.

“El mal no pasaba de ahí, ni ahora tampoco, pero no se mejora. No se cae ni se desmaya, pero si es fin de semana pasa todo el día alelado, sin atender a nada. La comida se queda servida en el plato y él con la cuchara en la mano, como si no la viera. Siempre tengo que ayudarle o si no se muere de hambre sin sentirla. En el trabajo, según me dijo Mercedes, no hace nada y los compañeros lo cubren por compasión. Me imagino que piensan que se va a morir pronto”.

Al llegar aquí, María Luisa necesitó limpiarse de nuevo los ojos.

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“Alfonso me pidió la cita para el miércoles a las 6 y media de la tarde, de modo que ese día fui a esperarlo a la salida de su trabajo en el correo y nos fuimos al consultorio del médico de locos, que Alfonso, por lo educado y comprensivo que es, llama de enfermedades del cerebro.”

“El doctor lo examinó mucho rato, le miró con una luz adentro de los ojos, le golpeó las rodillas con un martillito, le oyó el corazón y todo eso y me dijo que no le encontraba nada, que tal vez se debía a cansancio, falta de vacaciones, falta de afecto...”

“Yo, doctora,… Mónica, he querido siempre a mi marido. Cierto que no soy ni lo he sido nunca como esas muchachas tan lindas de la televisión, pero le he dado veinticinco años de mi vida y tres hijos: Roberto que ya está casado y tiene dos niños, Jairo que presta el servicio y Marcelita que llegó después de ocho años, ¡tan linda, mi niña!... Nunca me he negado cuando él me busca, aunque me sienta muy cansada y aunque él esté borracho, con lo feo que es eso de aguantar un borracho encima!. Tampoco le he reclamado por esos abusos. No, yo he tratado siempre de darle todo lo que puedo. Pero ahora sí no sé a dónde iremos a parar porque no sé cómo darle más afecto”.

—Y, dije, no le has preguntado qué está pasando allá en el juego de billar?

“Sí, doctora,.. —otra vez se acordó y corrigió— sí, Mónica, dos veces lo he hecho, pero no dice nada. Me contesta que los billares son para hombres, que allá no entran mujeres y al fin, me quedo en las mismas.

—Ha vuelto al billar?, — pregunté de nuevo.

“Sí, por suerte. El viernes es el único día que se levanta normal.

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Se baña, se perfuma, pide su camisa nueva y sale para el trabajo después de advertirnos como siempre: «Acuérdense de que llego un poco tarde porque hoy jugamos billar», nosotras pensamos que se está mejorando, y confiamos en que vuelve a ser como siempre, pero no: Cuando regresa otra vez está mal. Se encierra en la sala y para que suba a acostarse tengo que llevarlo del brazo, pero no se duerme pronto sino que se queda mirando al techo como embobado”.

“El doctor ése de los locos me dio otras pastillas para que duerma bien. Al fin Alfonso sí sabe y no cobra la consulta. Porque, con ser mucho médico importante, aparte de hacerlo dormir mejor, no le dio nada más, y ya veo que con eso no se va a curar”.

Finalmente me dijo: “El mismo Alfonso me aconsejó que buscara un psicólogo, que tal vez nos ayudaría más. Entonces me acordé que en mi matrimonio, que fue la última vez que nos vimos antes de hoy, tú me contaste que estabas estudiando psicología. Suerte que en el directorio apareces con tu apellido de soltera y así te pudimos localizar.”

Luego, reviviendo nuestra amistad, sin secretos ni desconfianzas, me preguntó acerca de mi esposo. Le contesté la verdad. Mi matrimonio duró muy poco, nos separamos, no tuvimos hijos y ni siquiera cambié el apellido en la cédula. De modo que a la gente le digo que soy soltera. Me miró incrédula y triste, pero no dijo nada más.

Volviendo al tema de Agustín, yo le dije:—Bueno, María Luisa, voy a ver qué se puede hacer. Necesito

que me traigas una foto de Agustín, la última que se haya tomado. No voy a hacerlo venir todavía. Más bien voy a consultar con

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otros psicólogos que pueden tener experiencia en casos como éste y luego te avisaré. Tráeme esa foto apenas puedas. La foto es para reconocerlo porque con el tiempo que hace que no lo veo, seguro que va a notar que no lo conozco y eso no es conveniente. Somos amigas de toda la vida y trataremos de que esto lo ayude también a él.

María Luisa es hija de quien fue mi nodriza, la esposa del viviente de la finca de mis padres en el pueblo donde nací. Mi madre murió dos días después de darme a luz en un parto terriblemente difícil. María Luisa fue mi verdadera hermana gemela, hasta los diez años. Entonces mi padre vendió la finca y se vino a trabajar a Bogotá. Me trajo con él y me puso interna en un colegio de monjas, que tenía fama de bueno.

Además de la distancia, empezaron a separarnos las diferencias sociales y económicas.

Al principio, mi padre y yo íbamos al pueblo en todas las vacaciones porque allá quedaban mi abuela y dos tías. Cuando María Luisa y yo nos veíamos, nos abrazábamos y volvíamos a jugar como en la primera infancia, ella me llevaba a su casa y yo imploraba de mi padre el permiso de dormir allá en el campo, con mi hermana de leche.

Con un nuevo trabajo de mi padre mejoró nuestra situación económica y pudimos ir de vacaciones al mar y a otros lugares desconocidos y emocionantes, poniendo distancias cada vez más largas, entre mi amiga y yo.

Cuando tenía quince años, yo volví al pueblo, porque la abuela Tulia había muerto. María Luisa vino a saludarme y me presentó a su novio, Agustín Delgado, campesino, hijo de alfareros, que

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por lo visto no quería seguir en el campo y había conseguido el empleo de cartero del pueblo. Pensaban casarse pronto. Ella solamente tenía quince, como yo.

Esa fue la primera vez —hace casi treinta años— que ví a Agustín y la segunda y última fue en su matrimonio, celebrado en la Navidad del año siguiente, que también fue la última vez que estuve en el pueblo. Por entonces, yo estaba ilusionada con mi próximo ingreso a la facultad de Psicología. La vida nos separaba de manera radical.

Las tías se vinieron a Bogotá y vivieron cerca de nosotros hasta su muerte, de modo que no hubo nuevos motivos para volver al pueblo.

Supe de los primeros hijos por cartas de María Luisa. Su lenguaje simple, casi infantil, me remontaba a nuestros felices días de la niñez, al aroma de las flores del campo y de la majada en los establos.

Como diez años después, me enteré de que le habían dado a Agustín un puesto en el correo en Bogotá y que vivían en un barrio hacia el sur de la ciudad. Demasiado lejos de los lugares en los que yo me movía, así que en todo ese tiempo María Luisa y yo no nos vimos sino un domingo, en que la casualidad nos hizo encontrarnos en el Parque Nacional. Ella estaba sola con los dos hijos mayores, que eran unos niños de siete y diez años más o menos. Los miré tan parecidos a ella... En ese momento me pasó algo raro... como que se devolvió el tiempo y una alegría y frescura que había olvidado, me sacaron del presente por unos bellos instantes. Recuerdo que pensé: «Cómo hubiera sido de bueno quedarme en el pueblo... allí siempre fui tan feliz…»

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Ese día, solo hablamos de cosas generales. Mi matrimonio acababa de fracasar y ella se veía plenamente satisfecha con el suyo, así que no le dije nada de mí, salvo que ya me había graduado y que no me olvidara. Pero veo que ella no recuerda este encuentro porque piensa que la última vez que nos vimos, fue el día de su matrimonio.

Cuando vino con el problema de su marido, ya no me decía Mónica como en nuestra infancia y juventud, sino «doctora», pero era la misma de siempre, mi hermana de leche, con su ruda sencillez y su carácter abierto y espontáneo.

Ahora sigo con la historia. Como Isabel mi secretaria estaba de vacaciones, llamé a mi colaborador más joven y por cierto guapísimo, Carlos Robles, estudiante de Psicología que hace su tesis y comparte algunos trabajos para cubrir un tiempo de experiencia profesional previa a su graduación, que le exige la facultad. Le propuse que abandonáramos el consultorio y, por este caso nada más, nos convirtiéramos en detectives, para averiguar lo que traía loco al pobre de Agustín. Lo puse en antecedentes de la situación y de mis lazos afectivos con María Luisa.

Después de pensar en las posibilidades, decidimos seguirlo el siguiente viernes, para saber en dónde y con quién era el juego de billar que parecía ser el meollo de la cuestión. Ya tenía la foto, de modo que fue fácil identificarlo.

Lo vimos salir del edificio en donde trabajaba. Se dirigió solo al paradero de los buses y nos acercamos a esperar con él, intrigados por aquello de que «hoy jugamos billar», y que no aparecieran los supuestos compañeros.

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Subimos al mismo bus que iba a un paso lentísimo, pero al fin llegamos al paradero en donde bajó Agustín y nosotros detrás.

Era un barrio del centro, no sé cuál, una calle en la que además de tiendas de víveres y casas comunes y corrientes, a mitad de la cuadra, por la acera del lado opuesto al que ocupábamos, hay un aviso grande que dice «Café y Billares».

Carlos con su comiquería de siempre me dijo:»Espérame que este es un trabajo para Supermán». «Ok, Clark, cuídate», le dije y nos separamos riéndonos.

Yo entré en una tienda de víveres, de esas en donde también venden tinto y gaseosas. Allí, en una mesa bastante sucia, me sirvieron un café con leche que pedí para poder esperar a Carlos, sin tener que permanecer en la calle. Pronto tuve que pedir papitas y frunas y no sé qué más, porque ninguno de los dos salía y yo ya estaba poniéndome un poco nerviosa. Qué tal que le den la misma burundanga que al pobre Agustín, qué voy a hacer si se hace de noche? Me tranquilicé pensando que, según me había dicho María Luisa, Agustín siempre llegaba el mismo viernes, así que continué esperando.

Habían pasado cuarenta minutos cuando salió Agustín, con la cara encendida, los ojos brillantes y las manos temblorosas. Lo dejé ir y me sentí triste porque me pareció evidente que se trataba de droga. Diez o quince largos minutos después, apareció Carlos en la puerta del café. En dos zancadas atravesó la calle, llegó hasta la tienda y salimos.

No me dijo una sola palabra en el taxi, de acuerdo con nuestra norma no hablar de los asuntos que tratamos, en presencia de extraños. Su expresión asombrada tenía algo de divertida y

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maliciosa.Apenas estuvimos en la oficina le pregunté:

—Bueno, qué es la cosa?. Droga, no? ¿Por qué te demoraste tanto?

—Ni te imaginas. Ven y la miramos — dijo y sacó del bolsillo de su chaqueta una cinta de video.— Agitándola en su mano me la señalaba mientras decía: —Esto es lo que tiene loco al pobre viejo. Me demoré hasta que hicieron esta copia.

—Cuidado con lo de viejo, —le dije,— debe tener a lo sumo tres o cuatro años más que yo. Nada más. —Añadí riendo.

Pasamos a la sala de audiovisuales en donde, cuando es conveniente, proyectamos películas a quienes buscan ayuda psicológica. Carlos encendió el equipo y nos sentamos.

« Es el cliente más antiguo del Billar. El dueño actual lo heredó al anterior y nosotros a los que trabajaban aquí antes. Todos los viernes ese señor llegaba y buscaba a alguien con quien “jugar una partidita”. Alguno de nosotros tenía que aceptar, porque es parte de nuestro oficio, pero la verdad, nos daba mucha flojera. A la media hora, miraba el reloj y decía siempre: “mi esposa me espera. Tengo que irme”, pagaba y salía. Nos reíamos mucho y nos repartíamos los pesos porque el viejo siempre perdía».

Carlos decía esto remedando los gestos y la voz del empleado del billar que le había contado de la afición de Agustín. En ese momento había acabado de retroceder la cinta y, antes de proyectarla, le pedí me acabara el cuento. Siguió con su relato teatral:

«Hace como mes y medio compramos un Betamax y unas

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películas de esas buenas. —aquí Carlos remedó el guiño malicioso del empleado joven que le contaba— El viernes siguiente, cuando llegó, le propusimos que en lugar de jugar, por qué no invertía doscientos pesitos para ver una cosa muy, pero muy maravillosa. El aceptó, nos invitó una cerveza y pagó los doscientos pesos. Apagamos las luces y le pusimos «La Venus de Julio». Solo dura media hora, pero él siguió ahí sentado otra media, hasta que lo sacamos a la fuerza a la calle. Todos los viernes, desde ese día, llega a la misma hora y pide la misma película, la misma siempre. Está enamorado de esa puta.»

Vimos la cinta. Una muchacha baila cubierta solamente con un velo. Al final, el velo está en el suelo y ella continúa moviéndose suavemente, al compás de la música, exhibiendo su cuerpo, como si no hubiera sentido que se quedó desnuda. Ni siquiera manifiesta una actitud especialmente provocativa o excitante. Simplemente baila desnuda.

—Qué hacemos?, —pregunté a Carlos.—Pues mira la película con María Luisa y proponle que baile

con un velo. —Me contestó riendo.María Luisa vino el lunes siguiente, le hablé de lo que habíamos

investigado, sin mencionar la parte triste de los juegos de billar, sino llevándola al tema de las películas para hombres que hoy se veían en todos los lugares en donde se reunen señores.

Luego le dije que una de esas películas era la que tenía así de mal a Agustín, porque estaba obsesionado con alguien a quien no podía tener en la realidad. Enseguida la miramos juntas.

Después de ver el video, María Luisa me dijo que en todos los años de casada, no se había dejado ver nunca desnuda. Que todo

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sucedía debajo de las cobijas y que ni siquiera se le había ocurrido eso de pararse sin nada de ropa y con la luz encendida enfrente de él y que tampoco Agustín se lo había pedido.

“Pero claro que si sirve, yo lo hago”. —Me dijo. “No voy a dejar que una mona, que ni siquiera puede tocarlo, me quite mi marido”.

Me pidió prestado el video, y alguna bata parecida a la de la mujer, o algo que le sirviera. Le regalé una cortina de velo, que había cambiado en el consultorio por una más pesada, y nos despedimos

—No dejes de contarme cómo sigue Agustín — le dije cuando salía. Ella sonrió entre esperanzada y divertida, dio media vuelta y se fue.

Nunca volvió. A los ocho días recibí por correo un sobre con el video y una notica que decía: Agustín mejora. Gracias. Ma.Luisa.

……………………………

Cuando acabé de leer, volví con el cuaderno a donde estabaMónica y le dije:

—¡Qué historia, Mónica!, ¡qué historia!... Un milagro medio raro, pero milagro sin duda. ¿Quieres que le dé a leer tu relato a Marcela?— le pregunté.

—No, yo hablaré con ella. —Luego, mirándome a los ojos, con gran convicción, añadió: —El milagro no es la curación de Agustín, el milagro es encontrar una voluntad como la de María Luisa, con su carácter, su espíritu abierto, su inmenso amor. Ése es el milagro.

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Mirando el cuaderno que yo le estaba devolviendo, me dijo:

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—El escrito guárdalo para las memorias, pero cambia los nombres y omite la historia de nuestra amistad.

Marcela volvió a la siguiente semana. Mónica quiso hablar a solas con ella y cuando terminaron, eran amigas y estaban alegres.

Desde ese día, Marcela viene todas las semanas, nos ayuda, nos cuenta de sus deseos de quedar embarazada y de sus decepciones cuando la realidad le niega su esperanza. Mónica ha consultado y ya sabe cuál es el mejor médico, para que obtenga lo que tanto anhela. La primera consulta está programada para el viernes próximo.

……………………………

También conocimos a Alfredo y será un papá inmejorable. No me queda duda de que esa familia crecerá felizmente.

Bello epílogo para nuestras Memorias…

…………………………………………………

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EL AHIJADO

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— Lo qu’es mija, al chino hay que bautizarlo antes que se le quede el vestido. Yo no tengo plata pa’ comprarle otra muda.

—Pero no vé que naiden quere apradinar; ónde voy a topar padrinos y que endemás sian casaos?. Y ahora con esa idea de los padrecitos de qu’iay qu’ir a prepararsen pa ser padrinos, sí que menos queren los patrones de pu aquí hacersen de ahijaos.

—Pues entonces que se quede así, sin bautismo.

— Eso sí que no. Si no jante con batizo y tó, se les mete el diablo en el cuerpo, cómo será sin batizar!. Yo mejor me voy a ver si encuentro alguno que quera, man’que siá pobre.

Rosita salió del rancho con su pañolón viejo y sus alpargatas llenas de tierra. Al llegar al camino se paró a mirar hacia todos lados como si esperara que el padrino para su Chepe la llamara desde alguna de las casas que se veían regadas por las laderas de la vereda. Finalmente se resolvió a ir en dirección al pueblo.

«Ave María purísima, ayúdame Virgencita de Chiquinquirá, que yo dé con unos güenos padrinos...» rezaba Rosita en voz baja y también pensaba: «ojalá que me topara con unos padrinos ricos que le regalaran sus buenos zapatos al Chepe. Porque lo qu’es Mateo ya jué mucho que le comprara el pantalón y la camisita, cuando Don Roque el capataz dijo que sí lo apadrinaba. Pero el bendito no quiso ir endespués a prepararse y el padrecito no aceitó la desculpa. «que tienen que venir dos domingos a la priparación!», me gritó. Nos quedamos con las ganas...

El ruido de un camión que subía por la carretera la sacó de su monólogo, y la curiosidad de saber para dónde iba le hizo olvidar

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su propósito. Rápidamente llegó al cruce y no tuvo que correr porque el chofer paró unos metros adelante, frente al portillo de entrada de la finca «El Espino».

«Paró en la jinca del dijunto Ruperto. Si esa casa tá pura sola. El Pedro y la Maruja qu’eran los vivientes se jueron con los chinos porqu’iai naiden les pagaba por el cuido de ese caserón viejo. Endemás los hijos del muerto se llevaron hasta l’última gallinita y les dijieron que si querían plata, que pusieran un pleito. Los pobres mejor se jueron, antes de que les quemaran los cuatro chiros; mmm... pleito, pleito, ¿cómo será qu’iun pobre le pone pleito a un poco e ricos?...»

Rosita no pudo seguir con su alegato interior porque el camión iba entrando a la finca y ella quería ver bajar a la gente: porque seguro que vendría gente ahí atrás; ¿qué otra cosa podía llegar a un peladero como ése, sino trabajadores para arreglar o para tumbar la casa?. Rosita, muy emocionada con la novedad, se acercó hasta la entrada, que quedó abierta. Entonces sí tuvo de qué admirarse: Habían limpiado el camino y la casa se veía toda al fondo. Además un automóvil estaba parado allá, frente a la puerta de la casa y una señora indicaba a varias muchachas lo que tenían que hacer y al chofer del camión en dónde se parara para bajar el trasteo. Lo mejor de todo era la música que se oía y las risas de las jóvenes, que tiraban por las ventanas abiertas, toda la tierra y la basura que iban barriendo.

Rosita se sintió contenta. Esa finca, desde que ella la conocía, se veía siempre cerrada. Solo el viejo Ruperto entraba y salía por la puerta de atrás de la casa. Maruja le preparaba la comida, en el rancho que les había dado para vivir, y se la llevaba. Pedro cuidaba las gallinas y la vaca. Pero de la leche y los huevos ellos no veían

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nada, porque siempre estaba el patrón pendiente. Cuando el viejo se enfermó, él mismo se fue al hospital del pueblo. Dicen que sacó un montón de monedas que tenía metidas en la estufa, y que por eso era que no dejaba entrar a Maruja a cocinar adentro, y con ellas pagó su entierro por adelantado. Como un mes después de muerto, aparecieron los hijos. Ese fue el único mes en que tuvieron buen alimento de huevos y leche los cuatro críos de Pedro y de Maruja. Pero no se atrevieron a comerse ninguna de las gallinas. Además la gente envidiosa, fue a acusarlos y por eso los hijos no les pagaron nada y se llevaron todo. Después de que se habían ido los vivientes, los herederos volvieron y quemaron el rancho.

«Qué güeno que viene gente nueva. Si ya sentía yo que se me aparecía el muerto por lo mucho que yo lo odiaba. Dizque ni un güevito a la pobre Maruja cuando taba parida!, pero, Dios me pirdone, y que lo tenga en la gloria, al muy tacaño viejo ese!»

Rosita se santiguó y después de echar otra miradita a la casa y a los muebles que bajaban del camión, y de atender un poquito a la música que la hacía cerrar los ojos y contonearse al compás, decidió alejarse rápido, porque «con los muertos uno no sabe...» Cuando volvió al rancho, el Chepito que ya iba para los siete años estaba jugando en la puerta. «Te voy a consiguir unos padrinos muy prencipales, mijito, pero toca esperar unos días, le dijo Rosita que ya pensaba en esa señora que vió y cuya cara, desde lejos, le pareció de confiar.

Mateo llegó a comer con la noticia de los nuevos patrones de«El Espino». — Pero que no son dueños. Que solo están de arriendo porque la finca quedó intestada y no se puede vender.—dijo el cuando Rosita le habló de su intención de conseguir

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padrinos allá.—Y eso qué? — Con arriendo o con propiedá, si queren serán

padrinos del Chepe. Por ái el miércoles voy a ver si la señora necesita que le ayude en algo y tanteo pa’ver si le digo lo del batismo.

—Mejor espérese hasta el domingo, mujer. Ese día hay más tiempo, que no entre semana que siempre está todo el mundo muy ocupado.

—Güeno. El domingo voy.

En esos días Rosita se enteró de todo lo que la gente sabía de los nuevos señores: Que la señora se llama Ana, que tienen tres hijas, que todavía no han visto al señor porque viaja mucho...

El domingo, a las siete de la mañana, llegó Rosita, muy arreglada, al portillo de «El Espino», que estaba cerrado todavía. Al mirar hacia adentro vió otro carro y a la señora que hablaba con un señor calvo mientras acomodaban algunas cosas en el automóvil. Resuelta como estaba, Rosita se atrevió a llamar en voz alta:

«Güenos días !!»Ana que ya la había visto, llamó a una de las niñas para que

fuera a ver qué quería esa señora.La niña fue hasta el portillo y después de hablar un momento

con Rosita, lo abrió y regresó hasta la casa.—Que quiere hablar contigo para ver si tienes algún trabajo

que ella pueda hacer. Que es Rosa, la mujer de Mateo, el mayordomo de la finca de Don Pacho Gómez que queda por aquí cerca. —Dijo la niña mientras Rosita se acercaba a la casa.

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La figura de Rosita hizo sonreír a Ana: Un metro y medio escaso, de estatura; cerca de treinta años, calculó Ana al mirar las arrugas alrededor de los ojos, —en realidad Rosita solo tenía veintiuno—, vestida enteramente como una campesina, con sus ropas domingueras, le recordaba una muñeca muy linda de una tienda de artesanías. Pero había en su expresión una mezcla de temor, de necesidad, de decisión y también algo de malicia, que le hicieron olvidar enseguida lo de la muñeca.

—Buenos días, señora.— Saludó Ana.

—Güenos días sumercé,— dijo Rosita y se apresuró a añadir:—Yo vine pa’ ver si sus mercedes dos me podrían hacer un

grande favor...Rafael, que había continuado con el acomodo de una cajas en

el baúl de su carro, miró de reojo a las mujeres y siguió en su oficio sin decir ni una palabra. Ana le preguntó a Rosita cuál era ese favor. Sentía ganas de ayudarla.

—Pos a ver si pudieran apadrinar a un niño que tenemos que ya va pa’ los siete y que Don Roque no pudo llevar al batizo. Es que la urgencia es porque le compramos el vestido hace ya como seis meses y con esa forma de crecer el chino, se le va a quedar...

Ana buscaba una disculpa en su mente. Lo de menos sería regalarle otro vestido al niño, pero a ella no le gustaban las cosas de Iglesia, y además, cómo explicar los detalles de su vida personal, a esa criatura tan ingenua..?. Iba ya a explicarle que les era imposible, cuando escuchó a Rafael que contestaba a Rosita con todo aplomo y seguridad:

— Con mucho gusto señora. No hay ningún problema.

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