Cuando mi querido amigo Manuel Fernández Galiano me...

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Cuando mi querido amigo Manuel Fernández Galiano me pidió que interviniese en un curso que la Fundación Pastor iba a organizar sobre Diplomacia y humanismo, sopesé las posibilidades que tenía de hacer algo que fuese poco conocido de los oyentes y al mismo tiempo lo suficiente­mente entretenido para no hacerles bostezar. Y pensé también, como pien­san los poetas un poco o un mucho perezosos, entre los que me cuento, qué podría hacer yo para salir del paso con el menor esfuerzo posible y al par salir airoso.

Lo primero que pensé siendo yo poeta, soldado y diplomático, fue hablar sobre el diplomático, soldado y poeta don Bernardino de Rebolle­do, conde de Rebolledo y señor de Irian, cuyo ensayo sobre «La hermosu­ra y el amor» fue considerado por Menéndez Pelayo el canto del cisne del platonismo en España. Autor que tengo muy trillado, pues fue el tema de un inacabado estudio que presenté como tesis en la Escuela Diplomática. Curioso personaje sobre el que guardo bastante material inédito, y que por su descollante intervención en la conversión de Cristina de Suecia se pres­taba a una brillante salida. Pero pensando, como pienso, si Dios me da sa­lud, terminar dicho estudio, he decidido no volver sobre él para dejarlo inacabado por segunda vez.

Pensé, a renglón seguido, habiendo yo publicado en el límite del me­dio siglo los viajes a España de dos grandes embajadores italianos, Guic­ciardini, ante Fernando el Católico, y Andrea Navagiero, ante Carlos Quinto, haberme ocupado de ellos, incluyendo incluso a Baltasar de Cas­tiglione, amigo de Navagiero y embajador como él ante el Emperador. También me tentó la idea de hacer un comentario sobre el diálogo El mensajero de Torcuato Tasso, tan curioso como poco estudiado.

Pero cuando daba vueltas al tema, habiendo sido yo toda mi vida más bien inconformista y rebelde, y hasta amigo de llevar la contraria, tenien-

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do en cuenta que mis compañeros que iban a intervenir en el ciclo habla­rían sobre las relaciones entre diplomacia y humanismo, comencé a consi­derar que acaso fuese interesante, y sobre todo resultaría inesperado, pre­sentar ante ustedes cómo se había desarrollado el humanismo de un diplo­mático, yo mismo, que me he convertido en humanista ejerciente poco más o menos que sin saberlo.

Se da además la circunstancia de que los humanistas, en este mundo moderno, van siendo aves cada vez más raras, dado que se va limitando más y más el estudio del latín y del griego. Con lo cual se logra que cada vez haya menos personas que se embarquen en una nave cuya singladura se va haciendo todavía más incierta al cerrarse las salidas docentes.

Y tal vez sea por ese futuro incierto por lo que yo me he sentido atraí­do a embarcarme en esa nave, a cada momento más próxima a zozobrar. Aunque estimo que ha sido principalmente por romper una lanza en favor de un poeta entrañable, al que he saboreado en su vivo y perenne idioma, y del que me han desilusionado las versiones que de su poesía se han hecho en los idiomas que yo leo normalmente: castellano, italiano, francés e inglés. Y he pensado que tal vez resultase interesante conocer cómo tuvo lugar mi encuentro con Catulo, cuál ha sido mi convivencia con él a lo lar­go de casi medio siglo, y cómo he llegado a traducir al castellano toda su poesía.

He de comenzar por confesar que mis comienzos en el estudio del latín no pudieron ser más mediocres, pese a las matrículas obtenidas en segun­do y tercer año de bachillerato. Se nos hacía aprender de memoria declina­ciones y conjugaciones; algunas no las he olvidado, como no he olvidado muchas de las definiciones latinas del derecho romano. Pero no se nos en­señaba el latín como lengua viva, sino como lengua muerta, y se alzaba ante nosotros un muro insuperable.

Cuando yo había aprobado tres años por el plan de 1903, el plan Callejo cambió todo el sistema con su bachillerato universtario. Se estu­diaban sin examinarse los cursos 4 .° , 5.° y 6.°, haciendo al final de ellos la reválida en la Universidad y con profesores universitarios. Yo, que he sido siempre un mal buen estudiante, o un buen mal estudiante, según se quieta interpretar, asistía a clase, llevaba más o menos al día unos resúme­nes que me acostumbró a hacer un profesor, para facilitar el repaso, y leía de una manera desaforada. Durante la carrera, novela, teatro, poesía, clási­cos; pero en los años de bachillerato, Julio Verne, Salgari, Dick Turpin, etc., etc.; y estudiando intensamente desde Semana Santa hasta junio.

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Conociendo esas limitaciones decidí hacer los tres años de una vez el año en que me correspondía estudiar cuarto y presentarme a examen, pues la prueba se dividía en tres partes, escrito (necesario para seguir adelante), y oral e idiomas independientes, siendo cada una de ellas liberatoria una vez aprobada. Aprobé el escrito, aprobé el oral y me encontré a mis cator­ce años dispuesto a enfrentarme con el examen de idiomas, cuyo tribunal presidía el profesor Millares Cario. Y allá fui yo, con un francés bastante pasable, un mal inglés bien aprendido (cosa que ha sido muy perjudicial toda mi vida, pues adquirí unos vicios de pronunciación que nunca pude quitarme), y con el latín a que ya he hecho referencia.

Visto a posteriori, este examen mío de latín con el profesor Millares Cario fue como una ironía de la vida. El profesor Millares Cario tomó un libro, nunca lo olvidaré, la edición de Cornelio Nepote de Hachette (re­cuérdese, el amigo de Catulo), lo abrió al azar y me dijo: «Lea Vd.». Lei unas cuantas líneas y me dijo: traduzca. Si me hubiese preguntado qué palabras eran verbos, o los tiempos de los verbos, o las declinaciones, tal vez hubiese salido airoso, pero mi vocabulario era pobrísimo. Total: im­provisé una traducción y, al terminar, me dijo: Ahora se lo voy a traducir yo a Vd.

Efectivamente, su traducción difería notablemente de la mía. A ren­glón seguido me dijo: «Se habrá convencido Vd. que de latín no sabe una palabra». Yo le repuse: «En realidad, algo convencido ya estaba antes de venir a examinarme, pero a mí lo que me han hecho aprender de memoria ha sido declinaciones, conjugaciones o principios de párrafo, bien de la Guerra de las Galias, o bien de la Historia Sagrada». Y se rió mucho cuan­do comencé de memoria: «Gallia est omnis divisa...» o «Quidan tamen sancti viri...». Su resumen final fue: «Si tiene Vd. buenas calificaciones en francés y en inglés, aprobará; en caso contrario, mala suerte». Debí tener­las buenas porque aprobé.

He citado esto porque en los últimos cuarenta (o primeros cincuenta) cuando regresó Millares a España hice una gran amistad con él, ya que se incorporó a la tertulia que teníamos Antonio Rodríguez Moñino, el padre López de Toro y yo. Un día, cuando ya teníamos gran confianza, y cuando aparecí en la tertulia con un Catulo que había encontrado en París (la edi­ción de Guillaume de Luyne de 1653), y habiendo visto y habiéndole gus­tado a Millares algunas de las traducciones de Catulo que yo había hecho, le recordé mi examen, y también él recordó la escena divertido, pues me dijo que me había salvado mi desparpajo, el comprobar en el expediente

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que yo había hecho los tres años en uno, y que, efectivamente, sabía bien lo que se enseñaba en el bachillerato, aunque aquello no era enseñar latín. Finalmente, y esto es lo más importante, me animó a seguir traduciendo, porque, según él, y pese a las dificultades de traducir en verso, le parecían las mejores traducciones al castellano —así me dijo— de las que él había visto. Figúrense Vds. qué espaldarazo para el enemigo de Cornelio Nepote que fui yo el día de mi examen con él.

No hay que pensar por eso que me precipité a traducir a Catulo a toda prisa. Yo no he traducido nunca a Catulo por obligación; lo he ido tradu­ciendo cuando alguna sugerencia externa, alguno de los Catulos que iba comprando, o una mala traducción, aunque fuese a otro idioma, me hacía reaccionar, pretendiendo mejorarla en castellano.

Ahora bien: ¿Qué había sucedido entre mis dos encuentros con el pro­fesor Millares Cario? Veamoslo rápidamente. Yo, que cuando hice mi exa­men con él no había pensado ni remotamente en ser escritor, y menos poeta, me integré en la universidad del Escorial con un grupo de amigos entte los que se encontraban José Antonio Pérez Torreblanca, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y Carlos de la Valgoma. En la Universidad se pu­blicaba una revista que, durante mi primer año, era dirigida por Ricardo Catarineu, poeta torrencial, tenido por gran genio poético y que hoy, de recordarle, sería como primo de Dolores Catarineu, una poetisa que tuvo algún renombre al final de los años treinta.

El segundo año algunos del grupo fueron redactóles de la revista, y Dionisio Ridruejo publicó un poema cuyos primeros versos eran:

Guardabarreras torero de locomotoras negras asesina con su pito golondrinitas viajeras. .

Ese curso escribimos una novela humorística en colaboración todos los del grupo, y hay que confesar que el mayor peso de dicha novela lo llevó Carlos de la Valgoma. El tercer curso —1930-1931— se hizo cargo de la revista Torreblanca; yo fui redactor de deportes, y colaboré con tres poe­mas y dos historias humorísticas muy malas, firmadas todas ellas con el pseudónimo de Álvarez Martín, que corresponde a mi tetcero y cuarto apellido.

Las poesías no debieron ser tan malas, pues la primera, una sobre la lluvia que figura en mi libro Rincón, motivó que el padre Isidoro Mar-

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tín —el gran amigo de cuantos escritores salieron del Escorial: Sánchez Ma­zas, Azaña, Juan Ignacio Luca de Tena— quiso saber quién se escondía bajo el pseudónimo, me llamó a su celda y me vaticinó que sería poeta, cosa que entonces yo no creía.

Ese año y los años sucesivos fueron de mucha lectura, sobre todo en los veranos. Mis escritores preferidos fueron Unamuno, Fernández Flórez, Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Miró —al que visité con Torreblanca— y en menor escala Pérez de Ayala y Ramón Gómez de la Serna. También leí al­gunas novelas de Jardiel Poncela, a quien seguí en el teatro, y la Estafeta literaria de Jiménez Caballero.

Hasta que se produjo un hecho que fue definitivo en mi orientación, el año 1932 compré la Antología de Gerardo Diego, que fue una revela­ción para mí, y desde entonces quedó decidida mi vocación poética. Aun­que mis libros clave seguían siendo los de Unamuno —prosa y poesía— y, otra revelación, las obras de Ortega y Gasset, a quien había seguido en los periódicos, y que me fascinaron. Consecuencia más inmediata: en las Na­vidades de 1934-1935 escribí la casi totalidad de mi libro Rincón, cuya pri­mera parte se publicó (¿postuma?) hace cuatro años, y cuya segunda y ter­cera parte —Interrogantes y Definiciones— permanecen todavía inéditas.

Mi camino de poeta así marcado terminó por remacharlo la guerra, que comencé —curiosa coincidencia— en el Alto del León, tan cerca del Esco­rial, donde nació mi vocación poética, y tan cerca de Segovia, por cuyas ca­lles había visto deambular a Machado y cuyo libro me acompañó a lo largo de esos años. Basta recordar mi poema a él dedicado, escrito en el frente de Teruel, y que figura en una especie de diario lírico que fui escribiendo en las largas horas en las trincheras y en los descansos de mis cabalgaduras. Primicias de estos poemas aparecieron —nueva coincidencia— en uno de los primeros números de la revista Escorial y fueron publicados finalmente el 1945 en Buenos Aires por la Editorial Emecé.

El final de la guerra me lleva a Alicante, donde estrecho una amistad con Ricardo GuUón que durará desde entonces. A mi vuelta a Madrid, llevado por Ridruejo y Torreblanca, y avalado por mi amistad con Gullón —astorgano como los hermanos Panero— me integro en la tertulia del Café Lyon de Correos, presidida por don Manuel Machado y en la que encontré la amistad inalterable con Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Cossío, Rosales, Panero, Vivanco, Luis Alonso Luengo, y la más saltuaria, pero mantenida, con Martín de Riquer, que venía de vez en cuando de Barcelona.

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A esta tertulia se incorporò un profesor de arte italiano, Fantucci, que tanto nos enseñó sobre pintura italiana en unas cuantas visitas al Prado que hicimos con él algunos de los contertulios. Como yo, a través de Una­muno, había llegado a sentir una gran admiración por Leopardi, y había devorado el libro de Carmen de Burgos, empujado por él asistí un par de meses a clases de italiano en su Instituto, sin poder pensar, cuando lo hi­ce, la importancia que un hecho, al parecer tan insignificante, tendría lue­go en mi vida.

El año 1941 estaba yo destinado en el Estado Mayor de la división de caballería, mandada por el General Urrutia, antiguo amigo de mi padre, que no me había dejado ir a la División Azul. El jefe de Estado Mayor de la división era el teniente coronel Benito Miranda, con el que despachába­mos otro teniente y yo todas las mañanas. Una de ellas, abriendo él el co­rreo se dirigió a nosotros y nos dijo: «¿Alguno de Vds. quiere ir a Italia?». Por esa vertiente un poco aventurera e inconformista que me ha caracteri­zado le repliqué: «Yo». Me repuso: «Pero hay que saber italiano». Sin decir palabra fui a mi mesa, tomé un libro que había sobre ella y se lo entre­gué. Lo tomó, lo abrió, me miró sorprendido y me dijo: '»Bien, bien, se lo diré al general». El libro era —otra de esas extrañas coincidencias que se han dado muchas veces en mi vida— una edición del Cancionero de Pe­trarca en italiano que había comprado aquella misma mañana en la cuesta de Moyano, la cual me quedaba de paso para la división.

Subió a despachar con el general. A los pocos minutos sonaba el teléfo­no interior y la voz del sargento mecanógrafo: «De orden del general que suba». Lo hice y sus primeras palabras fueron: «¿Te interesa ir a Italia?». «Sí, mi General». Y él: «Para esto sí te apoyaré». Y al teniente coronel: «Haga Vd. la propuesta». Resumen: Me examinaron de italiano con unos cuantos oficiales más que habían solicitado la plaza, y el mío, pese a lo malo que era, resultó el mejor de todos. Así se inició el primer paso que yo daba, sin suponerlo siquiera, en mi camino hacia el humanismo. Y lo daba de la mano de uno de mis poetas favoritos.

El segundo paso, y que marcaría mi rumbo definitivo hacia él, lo di a los pocos meses de estar en Roma, y fue también motivado por esa afición de toda mi vida a buscar libros en los anticuarios. Yo tenía del poeta lati­no Catulo los conocimientos normales de quien había estudiado litetatura y sabía de la imitación de Lope y de su influencia en Villegas y en Melén-dez Valdés, y poco más, pues mi pobre equipaje latino no me había hecho adentrarme mucho en ese terreno.

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Sin embargo aquel día encontré una edición francesa de sus poesías del año 1771, debida a la pluma del autor de las Soirées helvétiennes, que después supe se llamaba Pezay, y esa compra es la culpable directa de que yo pueda estar hoy aquí, ante Vds., para hablar del Catulo de un diplo­mático.

Perdonen tan largo exordio. Y quiero anticiparles que no voy a hacer una disquisición pedante y farragosa. Antes bien, con un punto de ironía que al poeta veronés le hubiese gustado, voy a hablarles de curiosidades y entresijos que la dedicación a un autor lleva consigo. De la novela de Ca­tulo y de las novelas sobre su vida, de la suerte y aventura de las traduc­ciones de sus poemas, de la curiosa actitud de tres de sus traductores: uno del siglo XVIII, otro del XIX y otro del XX, separados entre ellos también por un siglo. Finalmente de mi modo de entender la traducción de un clá­sico; en este caso, naturalmente, Catulo. No se asusten, no pienso pasar de la hora, que para mí es el tiempo máximo tolerable de una conferencia.

De Catulo no existen más que tres noticias ciertas y una atribución lejana de tres siglos. Las tres noticias ciertas, de las cuales una, la de su fecha de nacimiento, es incierta, se deben dos a San Jerónimo y la tercera, la lejana referencia de que Lesbia era Clodia, a Ausonio. Con estos pocos datos, y la suerte de que se salvase milagrosamente un último manuscrito de sus poemas, se ha montado uno de los más apasionantes y cada vez más creciente cúmulo de controversias de que la historia literaria tiene re­cuerdo. Y en esta vorágine hay que diferenciar las novelas de los novelistas y la novela de los estudiosos. A pesar de que la época es una de las más llenas de acontecimientos y de intrigas que podrían haber interesado a la novela historicista, sobre Catulo y su círculo, todavía el año 1890, el profe­sor Tyrrell, editor de la correspondencia de Cicerón, se extrañaba de que nadie hubiese tomado como protagonista al grupo que giraba en torno a Clodia, con su casa, sus jardines en el Palatino, su mansión de recreo en la playa de Baia, y sobre todo con sus grandes y ardientes ojos, su prestancia patricia, su gracia, su belleza y, más que nada, sus salvajes amores y odios, su orgullo de pertenecer a la «gens» Clodia, su Claudiana temeridad e im­prudencia, su romana dureza de corazón; novela que, por otra parte, no se habría situado lejos de los dominios de la historia.

Había que esperar bastantes años para que apareciese la primera novela que los tomase como personajes de ficción. La Guide to historical fiction de 1914 no ofrece nada que tenga que ver con Clodia o Catulo. Otra nue­va guía, de 1929, tampoco. Sin embargo en ese año se publicó una traduc-

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ción de Catulo del latinista Jack Lindsay. La traducción, una de las más aceptables inglesas, se reimprimió varias veces. Este trabajo sobre Catulo le llevó a estudiar la historia de Roma. Se sabe que le impresionó el libro de Beesly Catilina, Clodio y Tiberio. Y el resultado fue una trilogía: Rome for sale (1934), Cesar is dead (1934) y Last days with Cleopatra (1935). Haciendo «pendant» con esta trilogía, y enlazando ya con Catulo y Clodia, publicó una novela sobre Celio Rufo del título Despoiling Venus (1935), y finalmente otra directamente sobre Catulo, Brief light (1939).

Tres años más tarde el profesor W. G. Hardy publicó una supuesta biografía de Clodia del título Turn back the river. Veinte años más tarde Hardy volvió a tomar el tema de Clodia y escribió The city of libertines, li­bro mucho mejor que el primero y que ha tenido un gran éxito de públi­co, al entremezclar las más o menos recreadas vidas de Catulo y Clodia con los acontecimientos políticos de su época. Anteriormente, el 1953, un di­plomático, sir Pierson Dixon, escribió una novela del título Farewell Catul­lus. Otro diplomático, Kenneth Benton, publicó el 1974 Death on the Appian way. El año 1931 el alemán F. Mainzer publicó un libro titulado Clodia, que lleva el subtítulo «Vida de la sociedad romana en tiempos de Catulo y de Cicerón». De este libro existe una traducción francesa publica­da en París por A. Helia en 1935. Queda por citar otra Clodia de un no­velista conocido, De María, que es de 1965, y la literariamente más impor­tante de todas: The Ides of March, de Torn ton Wilder, que entremezcla con la acción trozos de poemas de Catulo.

Ahora bien, al lado de los novelas escritas por los novelistas está la novela fraguada por los estudiosos de Catulo, a la que da pie la publicación de las Cuestiones Catulianas del erudito alemán L. Schwabe y va creciendo hasta nuestros días, hasta el punto de que la bibliografía catuliana de Hermann Harrauer, del 1977, reúne, en 17 secciones, cerca de tres mil títulos.

A las exaltaciones de estos estudiosos, que se empecinan en mantener sus suposiciones como verdades demostradas, se opone la templada serenidad de G. Luck, Perspectives of Roman poetry, cuando escribe: «Es difícil decir cuánto debemos descontar del sentimiento expresado en estas poesías... Es arriesgado adjudicar a los poetas ciertos puntos de vista o actitudes, porque con frecuencia no estamos seguros por dónde trazar la línea entre verdadera experiencia y convencionalismo externo; entre sentimiento y forma».

El poeta W. B. Yeats, que convivió con muchos de estos estudiosos, es­cribió un poema satírico The scholars, incluido en su libro The wild swans at college, publicado el 1919, y que, traducido por mí dice así:

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Calvas testas que olvidaron sus pecados, viejas calvas, doctas calvas respetables, editoras y escoliastas de poemas que muchachos desvelados en sus lechos compusieron con amor desesperado para halago de bellezas desdeñosas. Todos dudan, se confunden en lo mismo; todos tosen sin cesar sobre la tinta; todos gastan las alfombras mismas; todos piensan en las cosas mismas siempre; todos saben poco más o menos unns que otros. ¡Señor mío, qué de cosas no dirían si Catulo apareciese ante sus ojos!

De ediciones críticas hay tantas, y plantean tantos problemas, que no se puede entrar en ello en una charla informativa. Vayamos al tema más acu­ciante, el de las traducciones; hechas para poner al alcance de los lectores modernos, cada vez más distanciados del latín, a los poetas clásicos. Para no perdernos, y como orientación, he elegido, como anticipé ya, a tres de ellas. La primera es la del libro titulado Traduction en prose de Catulle par l'auteur des Soirées helvétiennes (gracias a esta referencia sabemos que su autor es M. Pezay). Se publicó en París el 1771. El segundo, titulado Catullo e Lesbia, cuyo autor se llama Mario Rapisardi y lo publicó el 1875 en Floren­cia. El tercero es la edición del texto con la traducción al frente hecha pot el piofesor Goold y aparecido en Londres el 1984. Se trata, pues, de un fran­cés, de un italiano y de un inglés. Veamos lo que su examen nos depara.

M. Pezay incluye, al frente de sus traducciones un discurso preliminar que es digno de atención. Lo inicia diciendo: «Yo no conozco más traduc­ción de Catulo y Tibulo que la del Abate Marolles y una especie de novela titulada Leurs amoeurs... La traducción del Abate Marolles es tal que cual­quiera que haga otra tiene perfecto derecho para despreciarle y vituperar­le». En cuanto a la novela añade: «Un M. de la Chapelle es su autor. Ha recogido, almacenado y alterado muchas anécdotas históricas, cosiendo to­do junto. En esa trama coloca a los poetas Catulo y Tibulo en sucesivas si­tuaciones, apropiadas para inspirarles los versos que nos han dejado. Hay que hacer justicia, la idea era agradable; la ejecución como novela no se halla totalmente carente de interés; pero las traducciones o imitaciones en verso me han parecido mucho menos felices».

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M. de la Chapelle nos advierte —dice Pezay— que, si él hace a! pú­blico el presente de su obra, es por una especie de caridad hacia esos hombres endurecidos para los que la lectura del evangelio no es una dis­tracción suficiente. Él quiere tratarles como seres débiles, delicados y hambrientos, a los que se les permiten los alimentos menos dañinos para que no se abandonen a los más peligrosos. Y apostilla Pezay; «con esto es claro que a M. de la Chapelle debería dársele una plaza en las misiones y no en la Academia francesa» (se tradujo el 1707 al inglés: The adv enture...).

Refiriéndose a las traducciones dice Pezay que hay que convenir en dos cosas: una, que las gentes de mundo saben raramente el latín; otra, que Catulo no puede ser traducido por un pedante; y para entenderle hay que saber algo de borracheras con vino de Tokay, y de los caprichos de las be­llas damas; si bien —reconoce— se puede gozar de la compañía de las be­llas damas y del buen vino y hacer una pésima traducción.

Nos expone seguidamente su teoría sobre la traducción de un poeta, que —según él— tiene, sin duda alguna, mucho más mérito en verso que en prosa. Pero precisa: una traducción de Catulo en verso es la obra de toda una vida, y eso para el hombre que sea capaz de lograrlo. Esti­ma que el medio más seguro para que una traducción no sea fiel es pre­tender que sea demasiado literal, subraya; es el espíritu y jamás las pala­bras del autor lo que se busca. Para ello nos da una solución increíble al decirnos que, sobre todo, para lograr una excelente versión de los poemas de estos poetas, se necesitaría que un hombre muy enamorado se los ex­plicase a su amante, que la amante los tradujese, y que el enamorado no se encargase de corregir más que las faltas de ortografía». Y precisa: «Por­que la mujer que no lo necesitase no sería aquella de la que yo preferiría la traducción».

De la suya dice: «Yo dedico la mía, tal y como es, a todas las mujeres, exceptuando solamente aquellas que vayan a comparar la versión con el texto. Yo no amo nada a las mujeres que saben latín y no correría nunca el riesgo de perder el mío por ellas. A las otras les ruego que no se alar­men por la reputación un poco escabrosa de Catulo. Lo que yo he traduci­do, y oso ofrecer a sus bellos ojos no hará que ellas tengan que bajar los suyos nunca». ¿Qué ha hecho? Por lo pronto uno de los obstáculos más graves lo ha solucionado con la mayor habilidad, y con el más mínimo cambio: total, sustituyendo la o por una a en la terminación del nombre de Juvencio ha dado un gran paso en ese sentido.

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Éstos son los puntos más salientes de su discurso, lleno de tan buenos ptopósitos como de peregrinas teorías. Pasemos a lo que un siglo más tarde nos dice el catanese Mario Rapisardi en su Catullo e Lesbia.

Mario Rapisardi es un curioso personaje de las letras italianas, del que siento no tener más tiempo para ocuparme. Revolucionario, ateo y ácrata, pasó casi toda su vida en su ciudad natal, salvo algunos breves viajes al continente, viviendo en orgullosa soledad y dedicado a traducir a poetas, principalmente latinos y algún inglés que otro.

Antes de sentirle opinar de las traducciones de Catulo y de referirnos a las suyas propias oigámosle la andanada fortísima que lanza contra los emditos sin sensibilidad —para él los alemanes sobre todo— que ya comenzaban a asediar a los poetas clásicos, pero nada mejor que escuchar sus propias palabras:

«Si la crítica no debe hacer otta cosa que analizar, desmenuzar y des­trozar una obra de arte, del mismo modo que los niños deshacen su<; ju­guetes para ver cómo están construidos, yo confieso que esto q u e a h o r a

publico no es un libro de crítica. »De árboles genealógicos desenterrados, de cuestiones de nombres, de

prosodia, de temas y de raíces descubiertas con tanta facilidad como la que tienen ciertos animales para encontrar y desenterrar trufas, de todos aque­llos revoltijos, en suma, de que la filología moderna se vale para hacer más apetitosas sus comidas, el discreto lector no enconttará en estas páginas el menor rastro; y si torna, por mor de tudesquería donde todo este material ha debido de producir atracones, apuesto ciento pot uno que quedará más escandalizado de mi ligero proceder y se le pondrá la piel de gallina al solo pensamiento de que yo haya tenido el valor de escribir un libro en torno a Catulo sin fundir y destilar dentro todo lo que la ciencia moderna ha en­contrado, comenzando por la raza aria o la vandálica, que nos enseñaron la civilización a nosotros los latinos, y abismarnos hasta el uso de los epíte­tos y de las partículas conjuntivas o separativas.

»A decir verdad, si yo me hubiese aplicado a meter la hoz en el campo germánico, habría podido hacer una tal recolección de cuestiones catulia-nas, de citas, de lecciones, de abreviaturas de nombres árabes y romanos, y otras flores similares, hasta abarrotar más de un volumen y merecerme la admiración de los más, que suelen alzar la vista al cielo y mirar con reli­gioso estupor todo aquello que no entienden.

»Pero como no creo tener tantas aptitudes, ni fuerza para someterme a es­ta sublime fatiga, después de dar un sombrerazo a tantos bravos rédeseos, los cuales han anatomizado tan bien el campo del pobre Catulo, me he contenta-

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do con una tarea mucho más modesta; he interrogado más a mi poeta que a sus centenares de intérpretes y glosadores; más a la naturaleza humana que a los libros; he estudiado su tiempo, sus costumbres, sus amores, su alma, su vida, y he tratado de entender sus poemas, sus versos, sus palabras; los críticos han hecho añicos la estatua y yo me he propuesto rehacerla.

»A mí me parece que las obras de arte que son hijas del sentimiento, no deben estudiarse y explicarse más que con el sentimiento. Con esta idea, no he sido siempre escrupuloso en el traducir la letra, la palabra, la frase, pero he puesto todo mi empeño en dar el sentido, la situación, el espíritu de nuestro poeta. Si con este propósito, y todo mi estudio, no he conseguido hacer algo que valga la pena, la culpa es ciertamente mía, la cuba da el vino que tiene».

Y en cuanto termina con los eruditos, ¿con quién creen Vds. que em­pieza? Nada menos que con el señor Pezay. Dice así: «El autor de las Soi­rées helvétiennes prueba una vez más que los discursos preliminares y los prefacios se hacen a propósito para dar con un canto en los dientes a quien los hace. Su traducción demuestra que es más hombre de espíritu que bra­vo traductor. No se le puede negar un cierto garbo, pero incaponito (con­servo la palabra italiana por su expresividad y por no sonar tan duramente como su homónima castellana) por traducir para uso de las damas france­sas, se ve constreñido a mutilar, parafrasear y suprimir por razones de ga­lantería, con lo que sólo consigue darnos un Catulo de guante blanco, un joven marqués de la regencia».

A renglón seguido toma por su cuenta otra traducción francesa, y dic­tamina: «Menos infiel, pero mucho menos elegante, es la versión de He-guin de Guerlé. Está hecha sin escrúpulos, y es de apreciar que sea ínte­gra; ingluso algunos pasajes oscuros son interpretados con agudeza. Pero si casi siempre está la palabra, el espíritu de Catulo no lo está casi nunca; el alma inquieta de Catulo está tan poco a gusto en aquella prosa como un pobre loco en una camisa de fuerza».

¿Y de Italia? —se pregunta Rapisardi para contestarse—. «Si Mesina llora. Esparta no ríe. Traducciones famosas de éste o de aquel poema exis­ten algunas, pero traducciones generales que no hagan reír, salvo la de Puccini, podemos decir sin más que no tenemos».

Parecería que salva la traducción de Puccini, pero ni ésa. Oigámosle: «Puccini es un buen latinista, traductor discreto y versificador fiel, pero le falta sentimiento; entiende a Catulo pero no lo siente, le interpreta pero no le traduce». Del mismo modo sigue descalificando a Pastore, a Lanzi, a Suyblerás, etc., etc. Como se ve, no deja títere con cabeza.

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Si eso dice de las traducciones, ¿qué no habría dicho si hubiese caído en sus manos la perla bibliográfica que ahora voy a citar? Se trata de una edición cuyo frontispicio reza:

C VALERII CATULLI VERONENSIS Carmina in usum studiosae juventutis

in seminario et collegio MONm FALISCI

—selectis et opportunis interpretationibus illustrata —MDCCXC— ex typographia eiusden seminarii

y en cuyo texto el

Vivamus, Lesbia mia, atque amemus...

se ha transformado en

Vivamus socii, jocosque amemus...

En el siglo XVIII Juventia por Juventio; en el siglo XIX socii por Les­bia. Pero no queda aquí la cosa. Al mismo Rapisardi en un artículo titula­do «Un secolo di traduzioni da Catullo», publicado en la Rivista di Cultura Classica e Medioevale (1977), su autor, Filippo Maria Pontani, le juzga así: «De todas las versiones de los últimos decenios del siglo XVIII y de la pti-mera mitad del XIX, hizo justicia Mario Rapisardi, y de cuyo libro, ya con un siglo de antigüedad, partimos nosotros. Él recuerda los absurdos metros de ciertas versiones que «se dan de patadas» con el sentimiento del poema, Rapisardi destruye con implacable mordacidad a una serie de traductotes, conocidos o ignotos, que se hallan en petpetuo conflicto con el sentimien­to y con el tono de los originales, con la métrica o con la gramática del ita­liano. El mismo Rapisardi propone después una empeñativa versión suya, la que, en contraste con sus teorías ya expuestas, hace que Pontani le obje­te que sus traducciones «parecen viejas, y no antiguas, agravadas por la in­soportable pretensión de rimar a toda costa».

En su recorrido destaca algunas versiones aceptables de poetas como Carducci, Foscolo, Manzoni, y sobre todo Pascoli, del que dice que su co­nocimiento de Catulo le sirvió mucho para sus poesías latinas, pero que traducciones hizo pocas, y algunas de ellas por la métrica empleada llegan a ser grotescas. De la traducción del buen latinista catuliano que fue Pas­cal, dice que tiene la consabida obsesión de la rima, que emplea desafora­damente cuando y como puede.

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Intento interesante fue el de Rigutini, que reunió las que él considera­ba mejores de diversos autores, añadiendo sesenta suyas, a las que Fontani descalifica porque «imperversa la rima». Su juicio sobre otro traductor —Spagnolo— es que se alió con la rima y la estrofeta, descalificando el es­fuerzo con que busca los esdrújulos y las rimas que emplea que son delez­nables. No sale mejor parada la traducción de Calandrino, «ya que es im­posible no sonreír ante muchas de sus versiones». La de Guido Mazzoni la despacha porque, «siendo literata y animosa, aparecida con cincuenta años de retraso, era ya fósil cuando se publicó».

De la de Vincenzo Errante, reconoce que, habiéndose planteado en su estudio con seriedad el problema de una versión moderna de los clásicos, elaborando una serie de magníficos principios, en la realidad sus versiones están lastradas por una sustancial frialdad y el empleo de trilladas caden­cias, sobre todo en las elegías.

Mi amigo Salvatore Quasimodo, premio Nobel de poesía, dio un rami­llete de traducciones de Catulo después de haber hecho otra de líricos grie­gos. Reconoce que en las traducciones de los griegos ofreció una nueva ma­nera de leer los clásicos, pero que sus traducciones de Catulo desilusionan, y que no debieron satisfacer tampoco al autor puesto que las rehizo, a pe­sar de lo cual bastantes de sus defectos continúan.

Así llega a la del latinista veronés y ferviente catuliano, Pighi, que con motivo del centenario nos ha dado la más bella edición tipográfica que de Catulo se haya hecho. La traducción es en prosa. Y, menos mal, la sal­va relativamente ya que, «al menos, su prosa tiene una medida propia in­terna que da una imagen de Catulo menos falsa que la de la mayor parte de las traducciones en verso».

A un tan duro «aristarco» no debería habérsele escapado nada. Pues bien, comete un error y un olvido importantes. El error es que, para ha­blar de un siglo de traducciones, da la fecha de 1846 al libro que contiene las traducciones de Bassani, Rubbi y Peruzzi. Y sí, esa edición existe, pero yo poseo la primera edición de dichas traducciones, estampada en Venecia por el impresor Zaata el 1796, o sea, justo medio siglo antes. En cuanto al olvido, no ha recogido en su artículo la versión en verso de Giuliano Bo-nazzi, para mí la mejor de todas las italianas realizadas en verso, y que fue publicada en Roma, por un editor tan conocido como Signorelli, en el año 1936.

Si pasamos de Italia a Inglaterra el panorama que nos encontramos no varía mucho. En algunos artículos de revista y en determinadas recensiones

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suelen encontrarse juicios peyorativos. Y más aún si las traducciones son en verso. Como no podemos estudiarlas con detalle reduzcámonos al orto li­bro que hemos propuesto con anterioridad como exponente de las opinio­nes y propósitos de un traductor del siglo XX. Sólo hace pocos días ha lle­gado a mis manos el Catullus del profesor Goold, publicado el año 1983. Pues bien, ese libro tiene un prólogo que deja en mantillas a cuanto han dicho M. Pezay y Mario Rapisardi. Citemos literalmente: «Este libro está pensado para todos cuantos deseen gozar de Catulo: estudiantes, estudio­sos, amantes de la literatura o simples curiosos. Yo espero que incluso aquellos con pocos latines puedan, gracias a mi edición llegar a conocer y apreciar al poeta. Muchas ediciones de Catulo presentan un feo aspecto, con poemas, estancias, e incluso pareados, separados en páginas distintas, y el texto desfigurado por comillas, guiones, lagunas y cosas peores».

«En este libro todo ha sido subordinado a su artística intetpretación. Dentro de los límites de cada página los poemas se presentan íntegros al ojo, y el único artificio tipográfico que puede perturbar son los fundidos para señalar los suplementos ilustrativos de versos que se han perdido».

«Me jacto de que el texto aquí presentado refleja mejor que ningún otro las palabras de Catulo, y con más veracidad que ningún otro de los anteriormente impresos. Es uno de los más polémicos sobre un autot lati­no; se encontrará que mucho de lo que aquí se ofrece difiere de las edicio­nes más al uso, y también de los puntos de vista expresados por mí ante­riormente siempre que he descubierto o me he persuadido de que estaban equivocados. La traducción no es ni poesía ni verso, pero intenta combinar precisión, claridad y elegancia al trasladar los significados del latín, mien­tras que la introducción y las anotaciones comprenden la mayor cantidad de conocimientos importantes que, sin embargo, no asfixiaran al poeta cu­yo verdadero libro es éste». No se puede llegar a más altas cimas de vani­dad en letra escrita. Yo asistí en la Sociedad de Estudios Romanos de Lon-dies a un seminario sobre Catulo que dio el profesor Goold, y efectiva­mente era tal su jactancia que tras la segunda sesión dejé de asistir.

Tras este rápido recorrido por las traducciones francesas, inglesas e ita­lianas, pasemos ahora a las españolas. Su panorama no es muy vasto. Me­néndez Pelayo con su exuberancia habitual recoge en su bibliografía hispano-latina incluso la más mínima influencia de Catulo en nuestra lite­ratura hasta su época. A ella remito a quienes quieran ampliar detalles.

En el siglo veinte hay dos traducciones íntegras españolas, la de Juan Petit, cuya última edición revisada es de 1974 (que también publicó una

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traducción al catalán, en colaboración con José Verges, el 1928, siendo asi­mismo su colaborador en la primera versión española) y la de Miguel D 0 I 5

(publicada en Barcelona en Alma Mater el año 1963, cuando era catedráti­co en Valencia). Las dos son muy dignas, y la de D 0 I 5 tiene como dato digno de elogio el haber utilizado los dos manuscritos de Catulo existentes en la Biblioteca del Escorial, tal vez los únicos existentes en España, y que en la tabla de manuscritos de D. S. F. Thomson, publicada en su edición de Catulo de 1978, llevan los números 18 y 19·

Traducción completa de Catulo al castellano en verso no hay ninguna publicada, y la mía, que lo es, permanece en su mayoría inédita, salvo unos cuantos poemas ejemplifícadores aparecidos en mi libro De Catulo a Dylan Thomas, publicado en las Ediciones ínsula el I960. Dadas estas cir­cunstancias parecería llegado el momento de que yo comenzase a hablar de mi traducción, no voy a caer en ese pecado de vanidad. El título de mi conferencia dice bien claramente «El Catulo de un diplomático», y yo voy a hablaros del Catulo de un diplomático y en castellano, sí, pero se trata de un diplomático mejicano que publicó su traducción el año 1906 en la ciu­dad de Méjico, y en una edición de lujo limitada a quinientos ejemplares, por lo que constituye una rareza bibliográfica, y cuyo ejemplar, encontrado en la libei-aría anticuarla de la calle del Prado, no ha llegado a mi poder sino solamente hace dos años. Don Joaquín Casasús, que es su autor, tiene también publicado un estudio sobre la vida y la obra de Catulo, en edi­ción de lujo con el mismo formato del de la traducción, y publicado en la misma Imprenta, pero dos años antes: el 1904.

Me puso sobre la pista del libro de Casasús la pretenciosa edición de un profesor mejicano —Rubén Bonifaz Ñuño—, publicada el 1969 y que encontré en la librería Miessner de Ortega y Gasset el año 1979 en un viaje que hice a Madrid estando destinado en Amberes. El libro llevaba un subtítulo: «Introducción, versión rítmica y notas». Lo de versión rítmica me dio muy mala espina y, efectivamente, lo ojeé y comprobé que las traduc­ciones eran deleznables, pero por ese vicio adquirido el año 1942 de com­prar cuanta obra de, o sobre, Catulo he encontrado, me lo traje a casa, y ni siquiera lo llevé conmigo a Amberes. Fue a mi vuelta a España cuando, mirándole con un poco más de detenimiento lei en el prólogo el apartado de «Catulo en Méjico». En él se decía que las únicas obras verdaderamente importantes de un escritor mejicano a propósito de Catulo son el estudio y la traducción de las poesías de éste forjados por don Joaquín D. Casasús. Del estudio dice el Sr. Bonifaz que «ejemplar como todos los trabajos de

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este humanista, por la erudita dedicación, por el incansable acercamiento a las fuentes y a los comentaristas de mayor firmeza científica, sigue, dentro de los modos culturales de la época en que fue concebido, las mejores tra­diciones». De la traducción añade que «demuestra la profundidad de los conocimientos de Casasús y su especial amor por el poeta cuyas obras ver­tía». No se puede decir por lo tanto que el Sr. Bonifaz no le conocía cuan­do hizo su traducción rítmica. Por eso no puedo menos de sorprenderme que medio siglo después de que Casasús ttaducía:

¡Oh, gorriónl La delicia de mi niña, a quien guarda en su seno o con quien juega, tú, a quien la punta de su dedo ofrece, tú, a quien suele incitar a que la muerda cuando en las ansias de estrecharte ardiendo no sé a qué juegos con placer se entrega.

pudiera él darnos: ¡Oh, gorrión! Delicia de mi niña con quién jugar, qué tener en el seno, a quien —si llega— suele dar la punta del dedo, y acres incitar mordiscos cuando a mi anhelo resplandeciente chancear place yo no sé qué gracia.

O, donde Casasús traduce: Si ella no careciese de hermosura tu amor, Flavio, a Catulo no ocultaras No sé a qué ardiente cortesana adoras mas te avergüenza confesar que la amas. Harto tu lecho, aunque callado, dice que no las noches solitarias pasas.

el Sr. Bonifaz nos ofrezca: De tu delicia, Flavio, a Catulo —si no fuera burda e inelegante— querrías decir y callar no podrías. Pero yo sé qué calenturosa puta prefieres; de esto hablar te apena pues que viudas noches tú no yaces —en vano tácita— tu cama grita.

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Bastaría con estas comparaciones para darse cuenta de la distancia as­tronòmica que separa a ambas traducciones. Pero voy a completarla con la lectura del Carmen LI en las obras de Bonifaz y de Casasús.

Rubén Bonifaz Ñuño. Carmen LI

Que es igual a un dios aquel me parece que vence a los dioses él, si es posible, quien frecuentemente ante ti sentándose

te mira y te oye

dulce riente, lo que todos, misero, los sentidos me roba, pues al punto que te vi. Lesbia, nada me ha quedado

Mas cae mi lengua; las orejas tañen con ruido suyo; cúbreme con doble

noche mis lumbres.

Catulo, el ocio para ti es funesto. Con ocio exultas, y de más te alegras. Antes, el ocio reyes y felices

perdió ciudades.

Joaquín D. Casasús. Carmen LI

Un dios, y acaso más que un dios parece, si a un dios al hombre superar fue dado, el que se sienta frente a ti y te escucha

dulce riendo.

¡Mísero! Lesbia, mis sentidos todos tú me robaste; cuando yo te veo todo lo olvido, y encendida llama

corre en mis venas.

Mi lengua torpe entre mis labios calla, rumor confuso en mis oídos zumba, ciegan mis ojos, que los nubla a entrambos

espesa noche.

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Catulo, el ocio te será funesto, te place mucho en la inacción mirarte; reyes e imperios en el ocio hallaron

siempre la muerte.

No se explica uno cómo el Sr. Bonifaz, después de leer la de Casasús ha tenido valor para publicar, no ya la suya, en este caso, sino todas las suyas, pues en general la misma diferencia puede hallarse en casi todas ellas. Ahora, para que no se piense que quiero escaparme por la tangente, voy a dar la versión mía de este mismo poema.

Carmen LI

Casi igual a los dioses me parece, o superior aún si ello es posible, quien frente a ti sentado te ve y oye

reír alegre.

Miserable yo. Lesbia, que, apocado, pierdo el sentido sólo con mirarte y se queda la voz en mi garganta

estrangulada.

Se me traba la lengua, un fuego corre por mis venas, me zumban los oídos, y un doble manto sobre mis dos ojos

tiende la noche.

La molicie, Catulo, te es funesta, la molicie te excita y te transporta. La molicie que, antes que a ti, ha perdido

urbes y reyes.

En apéndice voy a dar, para ejemplificar las posibilidades e imposibili­dades de la traducción, diferentes versiones al inglés, francés, italiano y es­pañol de un poema tan breve como el LXXXV donde se puede apreciar cómo en tan breve espacio se puede desbarrar en bastantes ocasiones.

Para terminar, hagamos unas consideraciones últimas, sobre Catulo y las traducciones de Catulo. No fue a propósito de ninguna de las suyas, pero, por lo que hemos visto, comprenderéis que la expresión podría haberse

86 JOSÉ M.» ALONSO GAMO

creado para él. A las traducciones en general, pero especialmente a las poéticas las llaman los franceses «las bellas infieles».

Parece ser que la primera vez que se empleó este apelativo fue en el si­glo XVII y desde entonces la expresión ha hecho fortuna. Hasta tal punto que un libro publicado el 1955, dedicado a estudiat si la traducción es posible, y del que es autor Geoiges Mounin, lleva por título solamente ese Les belles infideles.

Por otra parte, existe un artículo de un inglés, Tim Reynolds, con cuya opinión coincido totalmente, o mejor dicho, cuya opinión ha venido a coincidir con los criterios empleados por mí en la traducción de poemas, y que quiero daros a conocer, por si algún día la queréis o la podéis emplear contra mí. Dice así: «Una traducción de un poema debe ante todo ser un poema; debe actuar, oler, hablar y gustar como un poema. En cuanto a un último «sine qua non», se habla mucho sobre el esmero o el cuidado de la traducción. Tal vez demasiado».

«Un mal poema no debe tener la excusa, ni siquiera parcial, de que es una buena traducción; la traducción puede ser tan cuidada o esmetada como se quiera, pero si no es un poema no es una traducción; es una falsa línea, una escapada o una transliteración. No hay nada malo que decir de las falsas líneas pero no sirven para sustituir al original, lo com­plementan; una falsa línea (o traducción literal, para entendernos) sin el ofiginal no tiene ningún valor, no tienen vida propia; mientras que si una tfaducción puede actuar por sí sola, sin el original, es significativa de por sí».

Visto lo que antecede, podemos decir que Catulo, en verdad, fue poco afortunado. Amó a la más infiel de las criatuias, y por siglos enteros ha venido siendo traicionado como nadie por las «bellas infieles».

¿Le habrán traicionado también las «bellas infieles» por culpa mía? Co­mo este ciclo ha sido de humanismo y diplomacia, yo he querido haceros ver que, hasta traduciendo a Catulo, ha habido en las letras castellanas un diplomático humanista, al que alguno de vosotros tal vez no conocía, y que puede contarse entre los mejores traductores que haya habido entre los de todas las lenguas que conozco.

Mas si no habéis terminado cansados de mi charla y de Catulo, si os ha parecido un poeta interesante, y si las pocas muestras que he dado de mis traducciones —las que he procurado que sean lo más poéticas, lo me­nos infieles y lo más bellas posibles— os han interesado, perdonadme por el equivoco al no haber hablado casi de ellas. El señor Casasús fue un hu-

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manista diplomático y su traducción encajaba perfectamente en el ciclo; era la de un diplomático.

En cambio, yo soy también diplomático, pero mi traducción es la de un poeta. Y para que no creáis que quiero eludir vuestro juicio, con todos los riesgos que ello lleva, de la confrontación de mis intentos con mis re­sultados, si vosotros y mis queridos amigos de la Fundación Pastor así lo deseáis, estoy dispuesto a entrar a fondo en el examen, análisis y lectura de las traducciones de un poeta, un día cualquiera de los del próximo cur­so. Deo volente.

Carmen WMV

Odz et amo, quare zd faczam fortasse requzns. Nesczo: sed jien rentzo, ed excmczor.

ELLIS. 1871 Half I hate, h a y love. How so? -one haply requzreth Nay, I know not; alas feel it, in agony groan.

TREMENHEERE . 1897 I hate and love. Can hate and love be blent? I not know. I feel them, and upon a cross I am rent in agony.

CORNISH. 1913 I hate and love. Why I do so, perhaps you ask. I know not, but I feel it, and I am in torment.

WRIGHT I hate and love, nor can the reason tell; but that I love and hate I know too well.

COWLEY I hate, and yet I love thee too; How can that be? I know not how, Only that it is I know, A n d feel with torment that'this so.

LINDSAY. 1948 I hate and love. You ask how that can be. I do not know, but know it's agony.

EL CATULO DE U N DIPLOMÁTICO 89

COPLEY. 1 9 5 7

/ hate and I love, well, why do I, you probably ask. 1 don't know, but I know it's happening and it hurts.

M I C H E . 1 9 7 2

/ hate and love. If you ask me to explain the contradiction,

1 can't, but I can feel it, and the pain is crucifixion.

ZuKOFSKY. 1 9 6 9 0 th 'hate 1 move love. Quarry it fact I am, for that's so requeries.

Nescience, say th 'fiery scent I love whets crookeder.

G O O L D . 1 9 8 3

1 hate and love. Perhaps you ask how I can do this? I know not, but I feel it so, and I am in agony.

A L O N S O G A M O . 1 9 1 3

/ hate and love. If you ask me how? I bum and suffer it, but don't know why.

2 . I T A L I A N O

A G O S T I N O PERUZZI. 1 7 9 6

Amo ed odio. E ch'é mai ció! Mi dirai. Io non lo so. So che il sento e n'ho tormento.

LUIGI SUYBLERAS. 1 7 7 0

Odio e insieme amo Lesbia. Or come avviene? Come, io non so; ma il sento e vivo in pene.

M A R I O RAPISARDI. 1 8 7 5

Odio ed amo. Perché, chiedi? L'ignoro. So ch'odio ed amo, e iman mi crucio e accoro.

G I U L I A N O B O N A Z Z L 1 9 3 6

Odio ed amo. Tu forse mi chiedi com 'esser ciò possa: non so, ma sento che avviene e mi tormenta.

V I N C E N Z O ERRANTE. 1 9 4 5

Odio ed amo. Il perchè tu forse pretendi? Lo ignoro Sento che questo accade, e che mi danno in croce.

CARLO S A G G I O . 1949

Odio ed amo. Perché ciò faccia tu forse domandi, lo non lo so, ma sento che é così e mi struggo.

E . Q A F F I . 1 9 5 1

Odio ed amo. Come posso vuoi forse sapere? Non so. Ma può essere sento - ed in croce.

90 JOSÉ M." ALONSO GAMO

PiGHL 1 9 6 1

Odio e amo. Perchè io faccia cosi, forse t'interessa sapere? Non lo so. Ma sento che cosi é, e sono in croce.

T I Z I A N O R I Z Z O . 1 9 7 7

Odio e amo. Mi chiedi come si può. Lo sa il mio cor crucifiso. Io non lo so.

PASCOLI

Odio ed amo. io noi so, ben so tutta la pena che n'ho.

A L O N S O G A M O . 1 9 1 3

Odio ed amo. Se mi chiedi perché non lo so, ma lo soffro e patisco pure me.

3 . F R A N C É S

M . D . M . 1 6 5 3

]e hai, et faime en mesme temps; demandes tu peut estre pourquoi j'en use de la sorte? je ne le scay pas: mais je sens que cela se fait en moy, et J'en suis tormente.

R O S T A N D . 1 8 8 2

Je hais, et faime. Est-il possible? vas tu dire. Je ne sais. Je le sens, et mon coeur se déchire.

LAFAYE. 1 9 2 3

Je hais et faime. Comment est-ce possible? demandez-vous peut-être. Je l'ignore, mais je le sens et c'est une torture.

A . E R N O U T . 1 9 6 4

faime et je hais. —Comment cela? peut-être vas-tu me demander. Je ne sais, mais je le sens, et je suis déchiré.

H . B A R D O N . 1 9 7 0

En moi haine et amour. Pourquoi cela? Vous demandez peut-être. Je ne sais; mais cela est, je m'en rends compte. Et c'est ma croix.

A L O N S O G A M O

J'hais et faime en même temps. Ne dites pas pourquoi? Rien ne sais. Mais je souffre un grand chagrin, moi.

4 . E S P A Ñ O L

R . B O N I F A Z . 1 9 6 9

Odio y amo. Por qué lo haga preguntas acaso. No sé. Pero siento que es hecho y me torturo.

EL C A T U L O D E U N D I P L O M Á T I C O 91

C A S A S Ú S . 1 9 0 6

Odio y amo. Tú preguntas: ¿será esto posible acaso? No lo sé. El hecho es cierto. ¡Y con ello sufro tanto!.

VILLENA. 1 9 7 7

Odio y amo. Preguntaréis tal vez porqué lo hago. No lo sé. Pero lo siento así y me torturo.

M . R O L D A N . 1 9 8 4

Odio y amo. Tal vez penséis cómo es posible. Lo ignoro. Mas lo siento y me torturo.

A L O N S O G A M O

a) Odio y amo a la vez. ¿Cómo es posible? No lo sé. Pero ardo y me consumo.

b) Odio y amo. Si preguntáis: ¿Cómo es posible? No lo sé. Pero ardo y me consumo.

D e mis dos versiones, la segunda es más literal, pero la primera, a mí , al m e n o s , m e parece más poética.