Cuadro de Una Muerte Dudosa

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Cuadro de una muerte dudosa De Vlady Kociancich 1. LA VISITA El hombre suele apostarse en una esquina de mi casa. De noche, siempre. De espaldas, siempre. Quieto atrás del farol de la calle, una silueta negra que achata la luz amarillenta de esa única lámpara. Sé que ese hombre lleva años escapando de la justicia con sobornos, pagando caro un nombre falso. Sé que amparado en la desidia de funcionarios tan huidizos como él, igualmente insaciables de plata mal habida, pudo vivir casi al nivel de la autoridad que había tenido antes de cometer la estupidez de un asesinato. Que hizo negocios —bares, droga, prostíbulos— a la sombra de una pirámide de corrupción, pero que no previo la vejez, la suma de achaques y torpezas que secaron el caudal de billetes que traía hasta dejarle unas pocas monedas y el desprecio de socios que lo habían recibido con los brazos abiertos y que ahora lo miraban rodar como una piedra suelta a la tierra de los infelices, el yacimiento de pobreza donde excavan su fortuna. Que le costó entender su nueva condición de paria, la agonía de su crédito, visible en las covachas mugrientas que le daban por lástima. Que al fin, junto con el pavor del hambre y las enfermedades, entrevió una salida: el retorno al lugar que había abandonado por miedo a ser descubierto. No sabe que lo sigo. Acepta esta pausa en la esquina, luego avanza hacia una ruta polvorienta, conmigo atrás buscando detenerlo. Pero la pierna herida me clava en la tosca del camino y miro impotente la estela destructora que crece ante mis ojos, un rastro blanco en la huella que da al cementerio de un pueblo, el blanco de las tumbas, del altar y la misa que rememora el día de los Santos Inocentes. Lo que no debe suceder, sucederá. Pasa el momento. Una alucinación que cesa bruscamente, como el último sofoco de una pesadilla. Estoy despierto, sin embargo, en mi casa de Buenos Aires, y ese relámpago de violencia no duró más que unos instantes en esta noche de verano sin nubes, sin tormenta, mientras asomado al balcón que da a una isla de jardín muy abajo, mi familia dormida y protegida, prendía un cigarrillo y hacía las cuentas de una paz que todavía me parece rara y no del todo a salvo si se repiten las visitas de ese espectro al que nunca le vi la cara, sus rondas al acecho de una víctima que él mismo ignora. 1

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Cuadro de una muerte dudosaDe Vlady Kociancich

1. LA VISITA

El hombre suele apostarse en una esquina de mi casa. De noche, siempre. De espaldas, siempre. Quieto atrás del farol de la calle, una silueta negra que achata la luz amarillenta de esa única lámpara.Sé que ese hombre lleva años escapando de la justicia con sobornos, pagando caro un nombre falso. Sé que amparado en la desidia de funcionarios tan huidizos como él, igualmente insaciables de plata mal habida, pudo vivir casi al nivel de la autoridad que había tenido antes de cometer la estupidez de un asesinato. Que hizo negocios —bares, droga, prostíbulos— a la sombra de una pirámide de corrupción, pero que no previo la vejez, la suma de achaques y torpezas que secaron el caudal de billetes que traía hasta dejarle unas pocas monedas y el desprecio de socios que lo habían recibido con los brazos abiertos y que ahora lo miraban rodar como una piedra suelta a la tierra de los infelices, el yacimiento de pobreza donde excavan su fortuna. Que le costó entender su nueva condición de paria, la agonía de su crédito, visible en las covachas mugrientas que le daban por lástima. Que al fin, junto con el pavor del hambre y las enfermedades, entrevió una salida: el retorno al lugar que había abandonado por miedo a ser descubierto.No sabe que lo sigo. Acepta esta pausa en la esquina, luego avanza hacia una ruta polvorienta, conmigo atrás buscando detenerlo. Pero la pierna herida me clava en la tosca del camino y miro impotente la estela destructora que crece ante mis ojos, un rastro blanco en la huella que da al cementerio de un pueblo, el blanco de las tumbas, del altar y la misa que rememora el día de los Santos Inocentes. Lo que no debe suceder, sucederá.Pasa el momento. Una alucinación que cesa bruscamente, como el último sofoco de una pesadilla. Estoy despierto, sin embargo, en mi casa de Buenos Aires, y ese relámpago de violencia no duró más que unos instantes en esta noche de verano sin nubes, sin tormenta, mientras asomado al balcón que da a una isla de jardín muy abajo, mi familia dormida y protegida, prendía un cigarrillo y hacía las cuentas de una paz que todavía me parece rara y no del todo a salvo si se repiten las visitas de ese espectro al que nunca le vi la cara, sus rondas al acecho de una víctima que él mismo ignora.Estos encuentros son espaciados, hay largos meses en que creo olvidarlo, y también imprevistos. Ocurren, nada más. Apenas un cruce en la memoria, una imagen estremecedora que no logro expurgar del cuadro de experiencias vividas que enmarca esa figura y me obliga a mirarla, que retoma los peores días de un verano de hace cinco años, cuando fui juez de paz en Las Rosas, un pueblo escondido en el cinturón de viviendas que rodea la capital.Razonablemente, en honor a la amistad y a los afectos, todo este tiempo me he empeñado en recordar tan sólo a las buenas personas que conocí en Las Rosas, seguro de que algún infierno se ocupa de los suyos. Pero el pasado no tiene un cielo ni un infierno. No respeta el orden que uno quiere imponerle. Como la visión de ese hombre de espaldas que me atormenta con la sospecha de que una parte de mí le pertenece y nos asocia, vuelven las muertes de ese verano trágico, vuelven con terquedad, de espaldas, a insinuarme monstruosamente que podrían repetirse.Por una vez, esta noche, estoy harto de la visita. Ya no me sirve el exorcismo ingenuo de apuntalar mi identidad diciéndome en voz baja que me llamo Juan Turner, que soy un abogado inmerso en su trabajo una considerable parte del día, que me gusta leer en la cama con una linterna portátil enganchada a la página de un libro para no despertar a la mujer que duerme a mi lado tibia y plácidamente. Que tengo el sueño liviano de los que viven en estado de alerta, en la media vigilia del temor a que los peligros de afuera, de un mundo que presiento hora a hora más feroz con los débiles, haga sufrir a los que quiero sin que pueda impedirlo. Un hombre común, que para calmarse también se pregunta si la ferocidad que le atribuye al mundo no será más que la resaca de los crímenes que lo tuvieron de testigo y el golpe de la madurez a los

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cuarenta, cuando el gran panorama del futuro se estrecha y uno empieza a mirar hacia atrás, en el vértigo del asombro por no reconocerse en el que fue ni saber qué le espera al otro lado de esa marca de años que corta en dos la vida con un tajo invisible.Sea lo que sea, necesito limpiarme el resto del veneno que impregnó mi estadía en ese pueblo, un pasaje del que hasta ahora hablé muy poco, salvo los comentarios que me exigían mi posición de juez y los hechos de conocimiento público. Hechos que desprovistos de matices resumieron aquellas jornadas confusas a un título sensacionalista y una columna de catorce centímetros embutidos de apuro en la sección policial de los diarios. Pero es en los matices, esos detalles menores, cotidianos, a los que nunca se les presta demasiada atención antes de una catástrofe, donde hay otra historia: la de una gente que incidió en el destino de otra gente, por codicia, malevolencia o simple fatalidad como ocurrió conmigo.Reconstruir la historia de comienzo a fin, usando los apuntes en crudo que tomaba y conservo, quizá me libre del acecho de ese viajero nocturno que en cada una de sus apariciones me señala que fui uno de los protagonistas, que tuve una parte de la culpa que todos compartimos entonces. La culpa de no ver más que la superficie de un caserío de llanura donde el misterio se limita a un puñado de chismes.Como el hombre de espaldas, decido regresar al punto de partida. A la mañana de un domingo de enero en Las Rosas. Ahí me espera un verano ardiente, un despertarme rencoroso de haber dormido mal por el calor, una mujer que llama a la puerta.Y aunque desde esa mañana de domingo no ha transcurrido tanto tiempo, ahí soy otro, un extraño para quien soy ahora. Sólo un hombre amargado que se pregunta cómo diablos ha ido a parar a ese pueblo.

2. UNA MUJER NERVIOSA

Las Rosas.Domingo 14 de enero, 2004

A veces me pregunto cómo vine a parar a este pueblo. Llegué hace dos años y todavía no encuentro una respuesta clara. Me he quedado, estoy acá y eso es suficiente. O debería serlo.Eso pensaba esta madrugada mientras oía que alguien llamaba a la puerta de alambre de la calle, golpeando las manos tercamente hasta que consiguió sacarme de la cama. Pensaba que ya estoy acostumbrado a esta vida que llevo, una vida sin interrogantes, lisa como el colchón donde me tiendo a esperar una tregua del insomnio que ya se ha vuelto crónico, fría como el suelo que piso cuando me levanto, estrecha y descolorida como el pequeño mundo de casas y de gente que me rodea.Lamentablemente, siempre hay alguien de paso, con frecuencia un huésped de El Castillo, nuestro único hotel, que quiere saber por qué un abogado joven y sin otro defecto a la vista que una leve renguera de la pierna izquierda, dejó el centro de Buenos Aires y se enterró en este agujero de la pampa, a sólo setenta kilómetros de la capital pero tan cercado por campos inmensos, chatos y polvorientos, tan enquistado en el silencio, que podría estar en Siberia. «¿Por qué un hombre como usted...?», me interrogan, descaradamente.—¿Usted es el juez de paz? ¿Un abogado? ¿De Buenos Aires?Para hacerme notar que se suma al asombro de todos cuando se encuentran con un juez que a todas luces no pertenece al pueblo, la mujer que golpeaba las manos ni siquiera ha esperado a que le abra la puerta del jardín. Busco torpemente la llave en el manojo que cuelga de un aro de alambre. Paso por alto las preguntas. Descuento que son el resultado de la descripción que hacen de mí en el hotel. Sólo bostezo.—Es domingo y yo no trabajo los domingos. Menos a esta hora. ¿No son las seis de la mañana? Ni siquiera.Un hombre como yo. Qué estupidez. Qué hartazgo esa curiosidad que me persigue, con su desdén por la pobreza de Las Rosas y su juicio sumario y muy porteño sobre la inconcebible locura de residir aquí. ¿Y qué significa esto de ser un hombre como yo? ¿Que llevo la ciudad en el aspecto y los modales, que esos restos urbanos me señalan con fruslerías, como usar saco en

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pleno campo? La discriminación, ¿la debo a los anteojos? Soy miope, no puedo andar a ciegas. ¿O esperan que me disfrace de gaucho para ganarme a los vecinos? No estoy dispuesto a fingir actitudes y un lenguaje que no sea el mío y el de siempre, todavía no he caído tan bajo. Soy lo que soy. El juez de paz de un pueblito perdido en la provincia.—Pase, por favor —digo resignado a la mujer que me mira desde el otro lado de la verja.—Gracias. Me alojo en El Castillo y hace unos pocos días que llegué así que no conozco a nadie más que a los otros huéspedes y como apenas si salgo a caminar por el parque del hotel tampoco sé orientarme. ¿Esto es una pensión? ¿Realmente? ¿Y usted trabaja acá? ¿Realmente?—pregunta sin tomarse un respiro, a borbotones.Estamos en enero y hay un filo de sol rojo que atonta más que el letargo del sueño. La veo entrar nublada por ese resplandor, una figura tensa, impaciente por llegar a la segunda puerta, que da a la sala, mi despacho. La puerta está abierta y antes de que pueda cerrar la del jardín y alcanzarla, la mujer ya está adentro, instalada en mi sillón, las piernas cruzads, prendiendo un cigarrillo.—Esto es una pensión... —repite, como si necesitara convencerse de un extraño milagro.Sí. Las tres piezas que ocupo, piezas vacías que me han ido cediendo junto con una esquina del jardín, son parte de la pensión de Flora, la dueña de esta casa enorme pero modesta donde de tanto en tanto paran viajantes de comer y automovilistas perdidos.Afuera, en la fachada de ladrillos barnizados, cuelga el cartel. Pensión Luna Menguante.—Es una pensión, por supuesto.Estoy sin camisa y descalzo, así que le pido un momento para terminar de vestirme. Si quiere una taza de café, hay en la cocina, le digo. Y señalo la puerta del cuartito con su estrecha mesada y el anafe donde caliento el agua para el mate y el café del día.Mientras me afeito voy enumerando los motivos posibles de esta visita que rompe la costumbre del lugar.Acá la gente tiene un horario propio para cada reclamo. Los litigios entre vecinos por un terreno, un perro que muerde o una estafa, llegan siempre a la tarde, después de la siesta, entre las cinco y las ocho, ya que los demandantes ocupan toda la mañana en dibujar excusas y estrategias. Las trifulcas domésticas son invariablemente nocturnas y se arman a partir de las diez, cuando cierra el único bar, el almacén de doña Aminta, y nunca después de las doce, como si ese número fuera una línea que no se cruza sin perderse en la amenaza de la ambigüedad, la medianoche que arrastra al día nonato. El incesto o la violación se parte en idas y vueltas, con la denuncia girando en declaraciones que se contradicen hasta armar el ovillo de felonías que irá rodando a los tribunales de La Plata, donde algún juez cansado, aburrido o sobornado, lo aplasta en el cajón de donde nada vuelve.¿La han asaltado? No. Robos y hurtos se mandan a la comisaría, con el sargento Gálvez y Tormenta. No hay comisario porque el último que tuvimos se retiró, porque faltan agentes, porque no hay presupuesto ni para una hoja de papel.Sin reemplazo a la vista, Gálvez es la única autoridad policial, más los tres o cuatro muchachos de nuestro Cuerpo de Bomberos. Tormenta es un caballo viejo y manso, de orejas siempre gachas como harto de su función. «El móvil», lo llama Gálvez y no es chiste. Hubo, hace mucho, una camioneta azul, un Rastrojero histórico que patrullaba la cuadrícula de estas calles de tosca que largan un fino polvo gris, camioneta que ahora, sin ruedas, sin motor, clavada entre los yuyos del fondo de la vieja comisaría, es el parque de diversiones de los chicos del pueblo.Me estoy poniendo el saco cuando recuerdo con disgusto que cierta muerte está libre de horarios. Una muerte dudosa.En estas partes y legalmente hablando, dudosa es sólo una muerte sin testigos y no describe nada más sospechoso que un infarto, un suicidio o un choque nocturno y con víctimas en el ramal de tierra que entra en la ruta 8, ramal tan escondido de la administración de la provincia, tan poco visible en el catastro que nadie lo toma en cuenta. Como juez de paz del lugar y en ausencia del fiscal, estoy obligado a ir personalmente al sitio, acompañado por el comisario, o sea el sargento Gálvez, para registrar el accidente, su posible causa, la identidad de los cuerpos, y notificar el hecho a las autoridades de Lujan, el centro urbano más próximo, según dice la página de mi nombramiento.

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Pero la mujer que espera en la sala no corresponde a un accidente. No llegó gritando, está limpia de heridas y de lágrimas, y parece venir del atajo por el bosque de pinos que rodea al hotel. Hay agujas de pinocha prendidas en el pelo claro y revuelto de engancharse en las ramas.Es del tipo nervioso, me digo con otro bostezo. Una mujer nerviosa de treinta, treinta y dos a lo sumo, bien vestida pero con sencillez, muy cuidada, sin el desgaste de un empleo miserable, de un marido difícil o demasiados lejos. Apunto finalmente a un número que oscila entre los veinticinco y los treinta. Suspiro de fastidio. Todo este absurdo cálculo de años no es más que un prejuicio inculcado de tanto oírlo al sargento Gálvez, porque tendré que tomarle los datos y, según decreta el malhumor de Gálvez, el casillero de la edad no es fácil de llenar cuando se trata de mujeres.—¿Un café, juez?Me llama «juez». Torpe, ansiosa, agrego. Y dominante. O tal vez sean nervios. En mis diez minutos de ausencia se ha apoderado de la sala, de la cocina, del aparador con las tazas. La voz es suave pero ávida y respira agitada. Necesita calmarse. Le sonrío con cauta amabilidad. —Dígame Turner. —Juez Turner. —Sólo Turner.—De acuerdo. Turner, como el pintor inglés. Por primera vez la miro directamente a la cara y veo miedo en los ojos demasiado abiertos y fijos para una conversación informal. Pero está empecinada en controlarse. Baja la vista, se lleva la taza a los labios. La mano tiembla un poco, la taza se bambolea en el plato. —¿En qué puedo ayudarla?No responde. Ahora ha conseguido tomar un trago de café y piensa o mide lo que va a decirme.A esta altura y por experiencia, descartado ya el choque, el robo a mano armada o la violación, queda el abandono. No será la primera solitaria atraída a un fin de semana de romance en el lujo campestre de El Castillo, que el domingo a la mañana se despierta sin hombre y descubre que el tipo le ha sacado la plata, las tarjetas de crédito y hasta los documentos, dejándole la cuenta del hotel con el derroche de un room-service de champagne y otras finezas importadas de los negocios de Luján. La vergüenza le impediría cualquier denuncia ante el sargento Gálvez. Y sin saberlo, le ahorra un mal momento.Un personaje, Gálvez. Lo imagino escuchándola en las ruinas de la comisaría, vestido con los restos de un uniforme azul, de bombachas camperas y chaqueta oficial de galones descosidos, tomando nota sin dirigirle la palabra, un lápiz mocho en las manos curtidas de albañil, la mirada negra angostada por los párpados gruesos, llena de bronca y desconfianza por una loca que lo levanta de la cama. A Gálvez lo dejó la mujer para irse con otro a la ciudad y transpira rencor por cualquiera que llegue de la ruta a Buenos Aires.—Supongo que no ha venido solamente a tomar un café —digo, muerto de sueño, tratando de no bostezar delante de ella.Da un respingo de escándalo como si la hubiera tocado.—Claro que no. Si estoy aquí es porque en el hotel no me creen. Me lo recomendó el jardinero. Dijo que el juez de paz atiende los casos perdidos y el mío parece que es uno de esos casos. El jardinero...—Miguel Dono.—¿Dono? Podría ser... Nos cruzamos en el hotel, le pregunté por una autoridad. Creo que le conté que... Estaba fuera de mí, no sé si el hombre me entendió, tiene ese aspecto raro, no parece normal. Pero escuchaba. Al fin me dijo que el único que podría interesarse era el juez de paz. No dijo exactamente eso, claro. Dijo dos palabras. El juez. Le pedí la dirección del juzgado y él me explicó más o menos cómo llegar, con ademanes, señalando. Cortar por el bosque de pinos, donde hay un aguilucho, decía. ¿Qué aguilucho? ¿Y qué juzgado? A esta casa. Que es una pensión, ¿cierto? El hombre insistía en que era mejor llegar así, cruzando por el bosque de pinos, para que no me viera nadie. ¿Por qué?Para que no la vieran. Altamente improbable no ser visto por los mil ojos atentos a cualquier cosa que se mueva en este desierto en miniatura. Pero el instinto de esconderse siempre se impone. Quizá uno conserve hasta la muerte el impulso animal de refugiarse en cuevas, bajo piedras, en huecos, o de disimularse en otras formas, otra piel, entre hojas y ramas, como las fieras, para no ser mirado, para un segundo de preciosa invisibilidad, fuera de todo alcance. Una ilusión que dura poco.

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—Miguel es un exagerado. Viene mucha gente a verme, a cualquier hora y con cualquier excusa. Se supone que estoy a disposición de quien me necesite.—Entonces hice bien. Lo necesito.Levanta la cabeza y sonríe. Divertida, parece, inmensamente. Si no fuera porque la sonrisa se sostiene unos segundos más de lo esperable, mal pegada a una cara franca y unos ojos brillantes muy serios. Conozco el miedo como la palma de mi mano a fuerza de verlo y estudiarlo durante dos largos años, y eso que brilla es miedo, puro y simple.—No estoy segura... —dice.Espero. Siempre espero con calma a que me cuenten, es decir a que mientan, deformen o inventen una historia antes de que aparezca la verdad. El pueblo enseña a tener paciencia. A escuchar recogiendo una información que en la primera entrega nunca da más que pistas falsas.La gente se confiesa conmigo como con el cura de la capilla. Amontonando las interpretaciones y disculpas, retrasando la mención del pecado, anticipándose al castigo. El cura, don Roberto, que juega conmigo a las cartas el sábado, se queja amargamente de su oficio: «Dan tantas vueltas que termino por no saber qué han hecho ni qué perdono cuando los perdono».Pero mi visita no da vueltas.—Anoche, en el Pabellón Espiritual del hotel, encontré un muerto.La miro callado. Ha dicho fríamente «encontré un muerto» como quien dice que encontró un paquete, con la pregunta implícita sobre dónde debería entregarlo o a quién.—Un muerto —repite, con un gesto de cansancio y enojo.—Muerto cómo.—Estaba boca abajo, cruzado sobre el umbral del pabellón. Primero pensé que era un borracho o un enfermo. Me iba a ir, para llamar a la seguridad del hotel, cuando se me ocurrió que era más sensato intentar despertarlo. Uno de esos impulsos estúpidos. Me agaché y le toqué la espalda. No se movió. No respiraba. Salí corriendo. Se imagina, en plena oscuridad, mi miedo de pensar que ese cuerpo tirado podría darse vuelta, levantarse, seguirme... Esas cosas totalmente imposibles que igual funcionan como si fueran reales cuando pasa algo así. Algo tan increíble como ir a caminar un rato y tropezarse con un muerto.Levanta una mano enseñando la palma.—No me di cuenta de la sangre hasta que llegué a la entrada del hotel, a la luz que venía de adentro. La vi en el momento de empujar la puerta. Sentía la mano mojada y resbalosa. Había pensado que era agua porque ahora llovía a cántaros. No. Era sangre. El cuerpo estaba tirado en un charco de sangre. No en un charco de agua.La dejo hablar. Habla con desapego pero muestra una mano limpia, la palma blanca como si fuera el arma asesina, para ella una prueba contundente del horror pasado, de la repugnancia lavada una y otra vez en el baño de su cuarto, lavada a cada rato, dice asqueada, mientras se preguntaba qué hacer.—Supongo que avisó a la gente del hotel. El hombre podría haber estado herido y no muerto. Tal vez sólo inconsciente.Los hombros delgados se encogen en un estremecimiento.—¿Cree que no se me ocurrió? Ojalá fuera cierto, equivocarme. Pero sé distinguir entre un herido y un cadáver. Avisar fue lo primero que hice y a la primera persona con que me topé, el dueño del hotel. ¿Se llama Bamberg? No, Shamberg.—El nombre es Martín Shomberg.—Shomberg, sí. Shomberg... Llegaba del parque, como yo. Casi entramos por la misma puerta, al mismo tiempo.—¿Martín llamó a la policía? —pregunté por rutina.No hay teléfono en la vieja comisaría. Por otra parte, ningún aparato funciona normalmente en época de lluvias. Los cables telefónicos del pueblo son de cuarenta años atrás. Como todo el país, el tiempo se detuvo en la angurria de las compañías privadas y en las coimas a los políticos de turno, y las inversiones prometidas pero nunca cumplidas se reemplazan con la manía frenética de los celulares.—No. El dueño del hotel dijo que el teléfono está en reparaciones.—Pero tiene un cuidador para los autos. ¿Lo buscaron? Podría haber visto algo.—Tampoco. Shamberg... No, Shomberg... Me dijo que era tarde.

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—¿Tarde? ¿Tarde para qué?Sonríe débilmente, sin ganas.—Dijo eso, créame. Que era tarde. Que el cuidador se retira a las nueve, que en este pueblo nunca pasa nada, que hasta los pocos robos son de día, aprovechando el paseo de los huéspedes. Que si algo malo pasa, pasa a la luz del sol. Que de noche, todo el mundo lo sabe, no pasan más que los fantasmas.En cierto modo, Shomberg decía la verdad. A la población de los vivos, el censo municipal debería sumarle los fantasmas. ¿Acaso no tenemos uno muy importante instalado en la torre principal de El Castillo? El fantasma de la mujer de Shomberg Grande, como llaman al alemán que hizo construir este adefesio medieval, una mole gigantesca de piedra en mitad de la nada, para distinguirlo del hijo, Shomberg Chico.La historia del muerto que vuelve de ultratumba a exigir alguna suerte de justicia póstuma es un clásico del género.En el pueblo se cuenta que hará unos treinta años, Shomberg Grande descubrió que la mujer tenía un amante, que después de una discusión la tiró de la torre más alta y se escapó a Alemania. El único hijo de Shomberg, Martín, un muchachito que apenas había alcanzado la mayoría de edad, se hizo cargo de la mansión, la convirtió en hotel y luego en este spa de aguas termales, gimnasio y tratamientos de belleza. En cuanto al fantasma de una mujer que viste el inevitable camisón blanco de las apariciones, parece que flota sobre las almenas en las noches de luna menguante. Todo el pueblo lo ha visto, menos el cura y yo.Según el cura, que estuvo presente en la investigación de la muerte de la mujer de Shomberg, el hecho no tuvo nada más sobrenatural que el tamaño de la superstición. El matrimonio no se llevaba bien, las peleas, violentas, habían salido de la intimidad con gran regocijo del pueblo, pero la caída fue un accidente ridículo. A la mujer de Shomberg le gustaba tomar sol desnuda y en un parapeto de la torre, resguardado de la vista de los sirvientes. Resbaló y se estrelló en las lajas del patio. Eso fue todo. El viudo no soportó la pérdida de su cónyuge y se volvió a Berlín, donde tenía parientes y amigos, dejando al hijo atrás.Para el padre Roberto, en esa muerte sólo hubo un exceso de aceite bronceador, pero el espectro se ha arraigado en el imaginario de Las Rosas y ya produce algún milagro incomprobable, cumple alguna promesa, hay un santuario de botellas vacías en un rincón del muro circular que cierra el parque del hotel, y el cura rezonga, convencido de que no tardará el momento en que le pidan la beatificación de la santita.En el tiempo que llevo acá he escuchado demasiadas historias de cuerpos transparentes que van y vienen por el campo, esa resolana de luz mala que supuestamente desprenden las muertes secretas y que terminan por revelar, como siempre, que se trata de irradiación de fósforo en los huesos dispersos de animales tirados a los yuyos para no tomarse el trabajo de enterrarlos. Despreciar a quien da esa explicación por corto de genio o falto de interés en los misterios insolubles de este mundo, es otro clásico.A medias oigo lo que cuenta la mujer, ahora más tranquila.Insiste en la hora del hallazgo, las once de la noche. En que volvió al hotel corriendo. La grava del sendero metida en las sandalias. La lluvia que caía a torrentes. La oscuridad. Casi total en el pabellón levantado en el bosque de pinos.El Retiro o Pabellón Espiritual es un anexo del hotel, una construcción reciente, generada, parece, por el lado religioso de Shomberg Chico, que se dice miembro de una iglesia sin nombre ni capilla en Las Rosas, iglesia virtual que indigna al padre Roberto.—Otra secta que se aprovecha de los pecadores y de sus ganas de purgar una culpa, sea cual sea la culpa. Volvemos al siglo de las herejías y si uno se descuida, a la fe en brujos y brujas —protesta.Pero la idea de un pabellón en El Castillo como retiro espiritual nació del genio Shomberg para las finanzas. Nadie sabe en qué ganó su plata Shomberg Grande pero se conocen los medios con que el hijo ha sabido conservarla y aumentarla. Tiene ojos y oídos para la moda. A la religión de la salud le proveyó el moderno hotel, con sauna, masajes orientales, caminatas, chef de comida light. Pocos meses después de la inauguración, entendió que al narcisismo físico le faltaba un alma de apoyo. Hoy se necesita creer en algo más que en dioses, demasiado falibles por estar hechos a imagen y semejanza de la incertidumbre general. Creer, por ejemplo, en la meditación

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que purifica, un rito que al menos está a salvo de cualquier castigo divino, y pagar una suma importante por esa gimnasia del alma aunque dure sólo treinta minutos.El Pabellón Espiritual fue bien pensado. Una sobria cabaña de troncos con bancos de madera y chimenea en una isla de tierra negra a unos veinte metros del hotel y a cuarenta del bosque de pinos, rodeada de plantas de hibiscus de flor roja para sugerir burdamente el rojo del infierno. De tanto en tanto, un predicador traído de Santa Fe o de Brasil da una charla sobre la eternidad del alma y sus peligros a huéspedes hambrientos de cualquier distracción que no sean los viejos videos que se proyectan en el hall de El Castillo a las seis de la tarde.—No estaba más.—¿Quién? ¿Martín Shomberg?Unos segundos de silencio. Bastan para sentirme incómodo. La mujer se mira las manos, las cierra, las mete en los bolsillos del pantalón, y me mira a mí, la cabeza ladeada, con desdén.—Ni a usted le interesa escucharme. Mejor me voy. Gracias por el café.Sólo ahora, como si antes, perdido de sueño, no hubiera visto más que una cara borrosa en el centro de un aura desflecada de pelo rubio, le descubro los ojos, que son grandes y verdigrises, su forma rara, muy alargada hacia las sienes, la expresión, que es de furia absoluta.El color, pero sobre todo la ira, un relumbre verdoso, me recuerdan un eslabón en la cadena familiar de mis parientes, una irlandesa que vivió en tierras como ésta, en campos de frontera, con un pie en el desierto. O mejor dicho, a la insistente descripción de su recuerdo. Porque según mi abuelo Turner, Eddy Turner, todos los descendientes de aquella mujer temeraria que se mantuvo entera y lúcida más allá de los cien, heredamos algo de esa rama inmigrante, algo que persiste en nosotros como la soledad y sus batallas, la imaginación desbordada de los celtas, la incapacidad de adaptarnos a una vida corriente, rasgos de carácter que se suceden inevitablemente a pesar de nuevos matrimonios, de los cambios y mezclas, como esa inclinación a la ira cuando estamos desesperados.—Espere, por favor.Consigo detenerla a un paso de la puerta. Le ruego que se siente, le ofrezco más café y más disculpas. Protesta pero cede. Con bastante razón, está indignada y desconfía.Hermoso pelo, hermosos ojos, era la descripción en inglés que hacía Eddy Turner de una mujer atractiva como se debe, la imagen circunspecta de bellezas inteligentes a lo Agatha Christie. En Las Rosas, han vuelto a mí esas frases que por extranjeras me impresionaban tanto de chico y que él citaba de las novelas policiales de su autora favorita como de una venerada biblia personal. Mientras escucho a la desconocida, ahora atento, pasa por mi memoria, al modo de un fantasma de palabras, fine hair, fine eyes, esa distinción tan británica en su reticencia que se basta en dar una frase que corta al pelo y a los ojos el impacto de una mujer enteramente hermosa.Mi visitante es joven y atractiva, admito, sin otra intención que apuntarla en el catálogo interminable de huéspedes de El Castillo que pasan a consultarme por asuntos que ni valen la pena recordar. Excepto ver un muerto en mitad de la noche. Pero tampoco es raro. El campo revuelve el cerebro de los visitantes, estimula las ideas más grotescas. No tanto el campo en sí como el aislamiento, los días largos, las noches mudas, la distancia angustiosa de la ciudad, que con todo su ruido y su desorden es una compañía que no deja pensar. Aquí se piensa.—Convencí a Shomberg de ir juntos al pabellón. Me costó bastante y no puedo culparlo. Estaba lloviendo a mares, afuera era una boca de lobo y él venía, me dijo quejándose, de una cena con amigos en Lujan. La verdad, parecía agotado y un poco descompuesto, como si le hubiera caído mal la cena, pasado de vino, pensé. Pero era el único ser humano despierto en el hotel. ¿A quién más podía recurrir?—A él. Shomberg es responsable de cualquier accidente.-¿Sí?Sé que se pregunta, como yo y como todos a veces, si Shomberg no es demasiado joven para asumir responsabilidades. Un error. Me gustaría aclararle, con una envidia que comparte el pueblo, que la juventud de Martín Shomberg es el espejismo de ciertos cuerpos que parecen haber nacido con una gota de inmortalidad. No hay una sola cana en la mata de pelo amarillo que heredó de su padre alemán, ni una arruga más que el doble arco junto a la sonrisa simpática de chico, alto y atlético como una publicidad en vivo de las bendiciones del reposo, la comida

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sana y los ejercicios curativos que propone su hotel, y se viste de chico, con remeras pintadas y jeans agujereados. Sólo cuando habla, la voz rasposa, hosca, delata al hombre poco feliz que se va acercando a los cincuenta.—¿Me escucha?—La estoy escuchando.—El muerto no estaba donde lo dejé. No estaba más. Lo juro. Llovía tanto que no quedaban ni rastros de sangre en el suelo cuando Shomberg lo iluminó con la linterna. No, no me interrumpa, sé lo que va a decir. Dios, ya me lo dijo el dueño del hotel. Que lo soñé o que lo imaginé. Que es normal tener esta clase de visiones cuando se pasa del ruido de la capital al silencio del campo, de no dormir a dormir bien.Sacude la cabeza, molesta.—¡Dormir! Soltar el alma, dijo. Hasta agregó que el alma es nuestro doble caminante. Muy poético ¿no? Hablaba sin parar, con esa voz ronca que tiene. No le discutí nada. No pude. Estaba atónita, mirando el umbral del pabellón, esperando que de ahí abajo saliera el muerto.Ahora, con brusca decisión, como si en un minuto hubiera resuelto ese enigma, se pone de pie.—Muy bien. No tengo pruebas de haber visto un cadáver. Ninguna, por desgracia. Si no me hubiera lavado las manos... Pero me lavé esa sangre pegajosa con todo el jabón que había en la pileta. Entiendo la incredulidad del dueño del hotel. ¿Qué podía pensar? ¿Cómo tomarme en serio?El miedo pasa en una ráfaga de palidez por la cara que esboza heroicamente una sonrisa.—Cómo tomarme en serio si vine acá por consejo médico. En el escritorio de Shomberg está mi ficha y seguramente la leyó. La ficha dice estrés, insomnio y agotamiento intelectual con episodios de pérdida de memoria. Vine porque ya no podía dar mis clases. No podía... Realmente...—¿Maestra?—Profesora... Sí... Profesora de Historia del Arte —dice titubeando, como azorada de ver quién era ella en un mundo muy lejos de esta mañana, de su conversación con un extraño, a sólo setenta kilómetros de la capital pero donde ya le resulta difícil recordar la existencia de aulas, estudiantes, universidad, mientras se pregunta cómo vino a parar a Las Rosas, a la noche que no le creen, al hotel donde al fin pudo dormir pero sólo para soñarse un muerto.—La receta que me dieron en Buenos Aires es de veinte días en el campo, unos somníferos, buena alimentación, nada de alcohol. Se supone que eso va a curar los estragos de mi pobre sistema nervioso. Pero no soy un caso único, el noventa por ciento de los huéspedes tiene la misma ficha.Aprieta los labios con fuerza. Tratando de parar un temblor, la amenaza del llanto.—Es injusto lo que me pasó anoche. Muy injusto conmigo todo esto, el confundirme así cuando vine más que confundida. Es injusto que ahora, en este preciso momento, ni yo misma me crea.Pongo mi mano sobre esa mano que en su relato lavó desesperadamente. Una mano muy blanca, demasiado limpia.—Yo le creo.Tres palabras cordiales y falsas. No le he creído una palabra. La historia del muerto que desaparece en la noche ya la oí mil veces, tan reiterada en los detalles como las fichas de los huéspedes de El Castillo.Shomberg nunca me cayó bien pero sin llegar al extremo de quemar las notas que tomo, como el fuego que hace el tipo con el fichero del hotel si desborda de cartones idénticos, mi escepticismo sobre esos cuentos de neuróticos que no tienen nada trágico que sufrir ni por qué gimotear cuando se retiran al campo es casi igual al suyo.Y la despido con unas palabras de cortesía, hipócrita como Shomberg Chico.—No se preocupe más. Vuelva al hotel, descanse.Aunque el cargo judicial me obliga a registrar la denuncia y los datos de la mujer, un minuto después de haber cerrado el viejo libro de contabilidad donde apunto un resumen de los casos ya ni me acuerdo de su nombre. Pero me queda de la historia que me contó, como una fotografía en blanco y negro, la escena de un cuerpo desmañado y oscuro, tirado en el umbral de una cabaña, boca abajo.

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Una muerte sin pruebas insertada por el delirio de una mujer enferma en la vida plana de Las Rosas.Eso es todo, me digo. Aunque en el fondo, muy en el fondo de esta madrugada irregular, la desconocida me preocupa. El miedo es contagioso. ¿Por qué tengo una sensación de peligro inminente escondido en alguna parte de este pueblo donde no pasa nada, como dicen?Quizá se deba a que la irrupción de la mujer me encontró dormido. O quizá sea solamente que estoy expuesto, como todos los solitarios, a cavilar sobre el lado oscuro del mundo, a un monólogo incesante en el que tarde o temprano se filtra una dosis de irracionalidad, al paso de ideas sueltas que crean monstruos del aire bajo la presión del silencio.

3. POCA COSA

La mujer nerviosa se ha ido. Le prometí ocuparme. Ir al hotel, hablar con Shomberg. Averiguar qué sucedió alrededor del pabellón entre las diez y las once de la noche. Interrogar a los huéspedes de El Castillo. Cambiar impresiones con el sargento Gálvez.Prometí sin la intención de cumplir las promesas, con tal de arrancar a esa mujer de mi mañana del domingo, del alivio que siento al despertarme entre las cuatro paredes de esto que ni siquiera es una casa como Dios manda pero que ya se ha convertido en un hogar, un circuito cotidiano tan previsible como la jornada de un preso que cumple cadena perpetua. Pero sobre todo, prometí para soltarme de su mirada triste.No soporto ver la tristeza en los ojos de ninguna mujer. Tengo motivos que trato de olvidar y que creí olvidar en mis primeras semanas en Las Rosas. Hasta esquivo a la dueña de la pensión si trae esa mirada vaga y líquida, ese volverse para adentro como un remolino en el agua, arrastrando a quién sabe dónde una pena sin forma, la huella de una pena general, una memoria de fracasos, de ilusiones perdidas, ya sueltas del encuadre al que pertenecieron hace mucho. Los hombres, si estamos tristes como lo estuvo Gálvez cuando se le fue su compañera, nos endurecemos, disimulamos, claudicamos. Pero la mirada se cierra como una puerta y no deja resquicios. Afortunadamente.¿Por qué la extraña de El Castillo tenía esa mirada triste? Pasado el miedo y el enojo y la evidente desilusión de conocerme, la tristeza estaba fuera de lugar, pidiendo otra clase de ayuda, en otra parte. Una mirada perniciosa. Antes de darme cuenta, con una incómoda sensación de culpa, me había zambullido en los placeres que me impongo para cortar la semana con un día diferente. ¿Placeres? Poca Cosa.Poca Cosa es el nombre del caballo ruano que me alquila Ramiro, el marido de la dueña de la pensión. Nombre irónico y justo para un mal jinete como yo. No lo monto, lo uso.Me lleva, siempre de mañana y muy temprano, fuera de cada noche de guerra contra el insomnio o la duermevela de esas ráfagas de pesadilla que se cuelan en la conciencia, una escalera a oscuras que me baja otra vez a Buenos Aires, cada escalón un salto de dos años a una noche de lluvia y a la cara de Elena, mi mujer, a su sonrisa triste.Poca Cosa es el vivo y humilde sucedáneo de los autos que tuve. Importados, ronroneaban a dólares, me adulaban con el oro de su motor. Dóciles, muelles, vidrios polarizados, volando las rutas sin medida de los otros autos ni de obstáculos circundantes como el cartel que anuncia una curva o el máximo de velocidad. ¿Que cómo vine a parar a este pueblo? Para no ver, nunca más, un auto de ésos. He aquí, simple y por lo que valga, una de las respuestas.El sol quema a esta hora. Son cerca de las doce. He tomado el camino de los Bungen, una de las tantas calles de tierra que dan al horizonte como una flecha disparada al azar.Entre el caserío de Las Rosas y la línea del cielo no hay más que un galope largo.El primer trecho se mantiene ligado al pueblo que lentamente se despierta, al paso de un camión con una carga de caballos en dirección a alguno de los grandes harás, a invisibles canchas de polo. De pronto, sin aviso, sin una construcción o una tranquera que marque un límite, la calle se hace camino desparejo, el camino se angosta a una huella, se sumerge en un cauce de paja brava flanqueado por laureles y eucaliptus grises de vejez, árboles que muchos años atrás debieron marcar la entrada a una estancia ya desaparecida y que ahora únicamente sirven de espectadores para mi carrera del domingo, una carrera áspera, ciega, sintiendo cómo el sudor me pega la camisa a la piel, me corre de la cara al cuello, agua y sal, boca seca, sueltas las riendas

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del caballo que corre tan hambriento de velocidad como yo, incrédulo de que lo deje correr así, saltando con peligro para sus patas y mi cuerpo los troncos caídos, las matas espinosas de zarza, las corrientes de agua marrón que suelta el río Lujan cuando llueve.Paro —paramos— en la nada barrosa de la laguna de los Bungen.Me siento a la sombra del sauce, único árbol de la orilla. Como siempre, agradezco la ausencia comprobada de los dueños del campo. Si es que se llaman Bungen.En dos años, una sola vez vi a alguien aquí. Un muchacho reclinado en el tronco del sauce, que leía un libro. Levantó la cabeza, me saludó y siguió leyendo. Muy joven, sería una visita ocasional de la familia que conserva estas tierras abandonadas, sin cultivo, porque a lo lejos, en un hueco de los pastizales puede entreverse el techo de una casa a la que nunca llegué. Tal vez un casco en ruinas. Pero la laguna sólo evoca un recreo lastimoso, como una lágrima gigantesca caída sobre la inmensidad del pasto ralo, de vizcacheras, de basurales ya cubiertos de agua estancada y lodo.Lamento no tener la cámara. Es una de esas mañanas luminosas en que las cosas hablan. La laguna. El sauce. El caballo. ¿He tomado fotos del lugar? No me acuerdo. En todo caso, hubiera llegado caminando, con mi vieja Nikon al hombro, no al galope en Poca Cosa y atento en mantener el equilibrio sobre la montura.Extrañamente, me arrepiento de la salida. Es una urgencia sin sentido. La tirante impresión de algo que dejé por hacer, que debí haber hecho en vez de largarme a un paseo y con semejante calor, cerca del mediodía.Perdí la mañana, me digo con más rabia que lástima. La perdí por quedarme escuchando a la mujer nerviosa del hotel, que en este preciso momento estará pagando la estadía, subiendo a su auto o al remise contratado para llevarla a Buenos Aires después de un suculento desayuno y de olvidar el susto —como les pasa a todos los que ven algo raro de noche— en el simple trajín de armar una valija y revisar la cuenta.La cámara. Me vuelvo al tranco. Desando lentamente el camino, aunque me gustaría azuzar al ruano, obligarlo a correr otra vez, pobre animal blanco de espuma, mojado como si hubiéramos cruzado a nado la laguna, para comprobar que la cámara está sobre la mesa, la mesa en el cuarto de revelar, el cuarto en la pensión de Flora, la mujer más alegre del mundo, que hace honor a su nombre primaveral, de diosa próspera y terrena.—Salió medio tarde, doctor. Mire cómo tiene la cara. ¿Lo llamo al Ramiro? No se va a andar de nuevo en este solazo. Y ya tengo la comida lista.Flora es diez años menor que yo pero me trata como una madre vieja, pendiente de mi salud, de mi estado de ánimo y de mi estómago. Como una madre, siempre me ve demasiado flaco. Como un hijo obediente, dejo limpios los platos. Por suerte, Flora cocina bien.—No salgo más. Por favor, dígale a Ramiro que se puede llevar el caballo.Le pido un vaso de agua y me siento a esperarla en el comedor.Estoy acalorado, sin aliento. El sol cansa más que la carrera. Fue un capricho de idiota, lo acepto, mandarme a la laguna tan tarde y en enero, porque me siento mal, con esa mezcla de excitación y de mareo que da una punta de liebre. Pero la ansiedad de la vuelta, el deseo de ver el cuartito de revelar, ver si está como lo dejé, cada cosa en su sitio, la cámara, los rollos, las cajas rotuladas y fechadas, llenas de fotos que he tomado desde que vivo aquí, es ahora más débil que el alivio de sentarme en el comedor de Flora, que viene con una jarra de agua.Flora en blanco y negro. Le he sacado muchas fotografías. No la halagan.«Me revientan las fotos, doctor», dice, posando con las manos en la cintura o escondidas bajo el delantal, el mentón levantado, desafiante. «Qué manía que tiene. Para qué saca y saca fotos de todo. Un doctor como usted perdiendo el tiempo como un nene con ese juguete. ¿No le da vergüenza?»No. Retomé el hábito de otros tiempos, el gusto de la fotografía, para llenar las horas más amargas de los primeros días en la pensión de Flora.Había traído una sola valija. La mitad era ropa, la otra mitad la cámara, los rollos y algunos sobres con fotos. El resto, con los libros, fue llegando después. También era verano, una mañana igual a ésta, cuando se me avisó que habían aprobado mi dossier para el cargo de juez de paz, que presenté por insistencia de Alieri, mi socio del estudio —«si no trabajas en

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cualquier cosa, vas a terminar pegándote un tiro»— y que sospecho se me concedió gracias a uno de sus contactos.Verano. Las estaciones se repiten. La vida de uno cambia. No hubo un cambio en la mía, sin embargo. Sólo murió. En un accidente de ruta, en el choque de mi auto contra un camión estacionado en la autopista. Cuando llegué a Las Rosas esa vida ya estaba enterrada, ya la había velado largamente, ante el asombro de mis amigos, la consternación de los colegas, de Alieri, a quien dejé a cargo del estudio. Una vida que guardo bajo llave, un documento que me deshonra y no he vuelto a leer.Lo único que cuido y observo es un presente de minuto a minuto. Cada momento separado de otro por un papel en blanco que luego, en contacto con el ácido de la memoria, puede revelarse si quiero. Nunca quiero. Elijo las fotos de un mundo sin continuidad. Ni pasado ni futuro. El presente como un deber, una cuestión de ética, a falta de mejor argumento. ¿Acaso no me imponía, antes del accidente, una ruta de esfuerzos hacia un punto de orgullo? ¿No era agregarle cobardía a mi remordimiento el dejarme hundir en una sola noche atroz?Morir es demasiado fácil, había pensado en la clínica, en los pocos instantes de conciencia previos a una tercera o cuarta operación, mientras los médicos luchaban para mantenerme con vida.—A que no sabe quién anda por acá.El plato está servido. Un locro humeante, poderoso. Me rebelo en silencio. Hace demasiado calor para un locro, no tengo hambre, tengo sed y casi he vaciado la jarra de agua fría.—Quién anda por acá, Flora.Flora se sienta en una de las sillas, frente a mí. Majestuosa, solemne.—Shomberg —dice y entrecierra los ojos, como apartando de la vista a uno de los espíritus infernales en que suelen creer las buenas personas como ella.—¿Martín Shomberg acá? ¿Con el hotel repleto de gente?No tengo ganas de escucharle chismes del pueblo.—Fin de semana largo, Flora.—Aja.Levanto la cabeza del plato y la veo mirándome triunfante.—Al Shomberg Chico no. Vi al Shomberg Grande.De modo que era eso. Van dos años de lidiar con las visiones de Flora. Como todos los participantes de un canal televisivo en que se habla de percepciones de la mente más allá de la línea del conocimiento racional, Flora expone sus pruebas de videncia con el aplomo de un científico y la ecuanimidad de un filósofo. No es la única en Las Rosas que cree sin discusión ni duda alguna en hechos sobrenaturales que nadie puede compartir con otros más que contándolos como si fueran reales, pero supera a los aficionados en que la televisión le ha enseñado el idioma de los expertos y en que no hay mejor alumna.—Como usted sabe, doctor, soy parasicológica —dice enfatizando la palabra para insinuarme que tarde o temprano voy a tener que respetar sus cualidades de adivina—. Me da si estoy con las defensas bajas.Las visiones le dan. Nunca la he visto enferma pero de mirar programas de médicos que pontifican sobre enfermedades misteriosas, jura que tiene el don sincronizado con las defensas bajas.La escucho para que no me obligue a comer, no vea que juego con el tenedor dentro del plato lleno. Flora está convencida de que embucharme guisos en que las especias más picantes se juntan con asombrosa variedad, que dejar pelados los huesos del kilo de asado de tira que me hace el marido día por medio en el quincho de la pensión o el pollo entero cocinado en el horno de barro, hará de mi salud y robustez un ejemplo para cualquier convaleciente que se llegue a su casa.La visión me dio en el gallinero, dice, mientras iba juntando los huevos de los nidos.Era el viejo Shomberg, doctor. Yo lo conocí bien porque mi mamá trabajaba en la cocina de El Castillo y me llevaba para no dejarme sola en las casas. Con mucha cana, más panzón y la piel colgando de arrugas, pero era el Shomberg Grande. Pasó del otro lado de las chapas, muy apurado. Me parece que quería enfilar para el lado de los pinos.—Y qué tiene de raro. El hombre habrá vuelto de Alemania —bromeo.

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Flora se alisa la pechera del delantal. Modosa de repente, su gesto de ganarme en la eterna partida de este ajedrez oral que sostenemos, antes de mover la pieza justa.—¿Volver por la parte de atrás, el Shomberg Grande? No me parece. Me parece que el viejo vendría en auto, uno grande y lujoso, parado en la puerta del frente. ¿Usted se lo imagina caminando del gallinero al bosque y de ahí al hotel, todo apurado como lo vi y sin ni una valija?No me siento bien para seguir jugando. Estoy con náuseas y empieza a dolerme la cabeza.—Basta, Flora, sea buena. Los dos sabemos que Shomberg murió en Berlín hace casi treinta años.—¿Y a quién piensa que vi? Lo vi al muerto. Era el espíritu del fallecido pasando por acá. Me dio nomás el tiempo de mirarlo y desapareció. Como un mal aire. Se hizo aire, doctor. Aire frío, de muerto y de maligno. De Satanás.Se persigna con dedos rápidos.—Acuérdese que mató a la mujer. Ese hombre nunca tuvo respeto por nadie. Ahora el alma anda rondando por acá como una rata gris. Eso. Si viera cómo me eché a temblar, de miedo y de asco porque era igual que una rata enorme, medio pelada, con forma de hombre viejo.Se levanta, corre la silla y la endereza con prolijidad.—Lo raro fue lo poco elegante que venía —dice pensativa de repente, frunciendo la nariz mientras se toca una mejilla colorada—. Era todo un señor hasta que le agarró la maldad de tirar a la pobre señora de la torre. Y ahora, qué alma. Toda sucia de no pegarse un baño. No le ha de ir bien en el infierno y eso que el Diablo premia, como dicen. Estaba muy roñoso y chancleteando con unos zapatones embarrados, igual al linyera que pide limosna en la puerta de la capilla. Embarrados al tope, como si hubiera pasado y dado vueltas por la laguna de los Bungen.Suspira, sin mirarme.—Si no me cree, no me crea. Lo que yo me pregunto es de qué le sirve a una tener el don para estas cosas. Ni a mí me importa. ¿El Shomberg Grande pasó? Y qué. Pasó por este pueblo y dónde iba a pasar el alma condenada de ese viejo con lo orgulloso que estaba de El Castillo, de la plata que puso en la construcción, de andar como un rey entre la pobre gente, mandoneando y gritando a todo el mundo que cuando se tiene mucha plata se tiene derecho a todo y en bandeja.—Le creo, Flora —miento, derrotado, rogando que me deje en paz.—Bueno, doctor. Así son las cosas.También ella abandona la partida. El sol da de lleno en el comedor. A esta hora es un horno. Me apoyo en la mesa para levantarme. Flora me observa.La cara redonda, de campesina antigua, con esa blancura europea que se sonroja fácilmente y que le viene de sus antepasados ucranianos instalados varias generaciones antes en la provincia de Misiones, genes indestructibles a pesar de las mezclas, se ablanda de ternura cuando me ve encaminarme hacia la puerta. Mi renguera despierta en ella un grado más de su vocación maternal, dolorosamente frustrada porque no tiene hijos.—¿Le duele hoy? —pregunta, ansiosa.—Un poco, nada más.Siempre me duele un poco, aunque tome frascos de calmantes. Mi pierna izquierda salió maltrecha de las operaciones. Hay una torcedura del tobillo que quedó fija y me obliga a renguear. La única foto mía que guardo del pasado es una en que estoy corriendo por la Costanera, con el río como telón de fondo. La tomó Elena una mañana. En una salida de tregua, en una ficción de entendimiento, antes de plantearme el divorcio.La foto está pinchada en el tablero de madera terciada que puse en el cuarto de revelar. Yo, el que era entonces, en el centro de fotos de ciudades que hoy son fantasmas de mis viajes. Londres, Nueva York, Roma, Praga, Moscú. Ciudades muertas para mí. Un cementerio de ciudades con su cuidador. El hombre que corre sin mirar a la cámara, ensimismado en su velocidad y su soberbia.Me arrastro casi, rengueando más que nunca, al cuarto que es mi dormitorio. Minutos después estoy durmiendo. En la paz de la siesta. El sueño generoso de la mitad del día, pesado, hondo, que comparto con todo el pueblo.

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A esta hora Las Rosas duerme como yo. El presente nos concede la gracia de un olvido a pleno sol. Pero hoy no tengo suerte. La paz se quiebra, el pasado irrumpe brutalmente en el sueño, me atrapa y me empuja a la cavidad de los hechos.El pasado que trae una de sus fotos sombrías. En blanco y negro. Pegada a la memoria como una foto vieja en un álbum.Foto de una noche de julio, fría y lluviosa. Elena y yo en un restaurante de la Panamericana, a la altura de San Isidro. Chico, refinado, con luz de velas flotando en cuencos de vidrio sobre el mantel, el típico restaurante de parejas. Era el mismo donde habíamos tenido la primera cita, donde un año después de la cita festejamos la decisión de casarnos.En los últimos meses, siempre en la misma mesa reservada, puesta contra el ventanal que daba a un pedazo de césped y un macizo de flores, se habían sucedido las peleas y los intentos de reconciliarnos. Hacía tiempo que aquel restaurante había dejado de ser una elección sentimental. Quedaba relativamente cerca de la casa, del suburbio en que vivíamos, un círculo de chalets con sus parques cuidados y su vigilancia privada, sus garajes con autos como los míos.La cena de barrera entre los dos, cuestión de no caer en los reproches o el sarcasmo filoso de un matrimonio roto, fue un solo plato acompañado de una entrada de whisky para mí, vasos bien cargados sin hielo, vino para los dos con la comida y más whisky hacia el postre que no tocamos. Alcohol, para alentarnos o aturdimos. El motivo de hablar en el territorio neutral de aquel restaurante de la Panamericana era el único eslabón de la cadena que faltaba soltar enla separación de bienes: la firma de papeles, la elección del día, la hora y el lugar para hacerlo. El resto de los trámites ya no sería cosa nuestra. Marcos Alieri, mi socio, con la total aprobación de Elena, se ocuparía.Era un tramo sin complicaciones. No había hijos, no había entorno familiar ni de trabajo que pudiera afectar el divorcio. Los dos ganábamos más de lo necesario, Elena en una empresa de medios, yo en mi estudio. No había casa propiamente dicha a disputar.El chalet de las Lomas de San Isidro, con su amplitud y la sobra de habitaciones, decorado por alguien que no recuerdo, nunca pasó de una escenografía. Ni Elena ni yo queríamos seguir viviendo ahí. Aséptico y suntuoso al estilo de un aviso de las inmobiliarias, mantenía intacto ese frío de las casas en el primer día de mudanza. Antes de comprarlo, nos había encandilado la idea de un hogar. Idea que gradualmente fue dando paso a una dura verdad. Que estábamos ahí como pasajeros en tránsito de un aeropuerto, esperando conexiones que no llegaban nunca. Del centro al suburbio, del suburbio al cendro.La vida propiamente dicha la llevábamos en otra parte. Separados y a gran velocidad, en oficinas, en cafés, también en el secreto de cuartos de hotel, camas al paso con un cuerpo nuevo, atractivo pero distante, no amores sino asuntos con alguien que nos diera la ocasión de jugar a engañarnos, de revocar con parches el hastío de ese matrimonio. Ninguno de los dos tenía ganas de llenar la casa con algo más que el equipaje diario.Del pasado de cada uno, en que amistades y relaciones se habían sucedido sin fraguar, de familias ausentes —la madre de Elena viuda y vuelta a casar en Miami, sus hermanos trabajando en Europa, mis padres muertos jóvenes, los abuelos que me criaron muertos también en el retiro de una casita en el campo— solamente habíamos conservado una doble memoria en forma de objetos materiales. Los cuadros, muy valiosos, que Elena había heredado de su padre, y mi biblioteca conservada y aumentada por tres generaciones de los Turner.—Quiero la mitad de la biblioteca —dijo Elena.Me reí. ¿Era una broma? La biblioteca Turner, la llamaba Elena. Libros que habían pasado a cubrir con estantes tres paredes del inmenso living, como un solo cuadro gigantesco de lomos no muy nuevos, algunos grises y hasta deshilachados, sin valor económico, resignados a un papel mucho menor que el de los cuadros indudablemente prestigiosos de ella, que colgaban en paredes opuestas.No era una broma. Hablaba en serio.—¿Para qué?Salvo un libro de autoayuda o un best-seller escrito sobre el guión de una película, Elena no leía. Miraba páginas, por así decirlo, pasándolas como una revista de kiosco, páginas que terminaban en el tacho de la basura junto a los diarios viejos. Nunca había tocado uno solo de esos libros que ahora reclamaba imperativamente, como acto de justicia.

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—Es la mitad de todo. Quiero mi parte.Hice una seña al mozo, que me llenara el vaso. Prendí un cigarrillo. Me tomé el tiempo de fumarlo entero antes de contestar lentamente, palabra por palabra, apretando los dientes de furia, que la biblioteca había sido, era y sería mía, que estaba fuera de cualquier arreglo. Antes de dar pie al repaso de las cuentas ya hechas, miserables, de todos los divorcios.A Elena le había dejado la casa a cambio del departamento en la Costa. Me había quedado con el Audi, uno de los dos autos. Habíamos dividido estrictamente los depósitos de dinero en los bancos, habíamos acordado el legal cincuenta por ciento de bienes gananciales sin una discusión. Pero ahora, como si se cuarteara el equilibrio que había mantenido a raya los rencores acumulados en el tiempo que vivimos juntos, las mutuas acusaciones de infidelidad, los engaños, las trampas, caían sobre nosotros con el peso de libros, libros que a mí tampoco me importaban mucho. Hasta ese momento.—Vos estás loca.Dicho con suavidad, controlándome. Un minuto después, estallaba la guerra sucia de palabras que durante meses habíamos callado negociando como dos personas conscientes de que no había nada que perder, nada que compensara el gasto de atacarse como enemigos irreconciliables. Y de improviso, ahí en la mesa, el odio. Odio sin razón detectable, por o contra el fracaso, el tiempo perdido, la mera convivencia, el dolor vulgar de separarse. Odio animal, un odio físico, antes subterráneo y ahora ardiendo en la mesa de un restaurante con el alcohol de todas las copas tomadas y la sed de más, más fuego, más guerra, más alcohol. Y queríamos más.En algún momento, al girar la cabeza para llamar al mozo que nos miraba alarmado, me vi, nos vi, reflejados en el vidrio del ventanal, discutiendo a gritos. Lo que vi me cansó. Una fatiga neblinosa, de no haber dormido en varios días. En vez de pedir otro whisky, pedí la cuenta.Elena, de perfil, con la cabeza baja, la cara medio escondida por un largo mechón de pelo negro, hacía girar la alianza en el dedo. Me dije, todavía la usa. No alcancé a preguntarme por qué. Se la quitó y la tiró al piso. Los dos miramos rebotar el anillo, rodar y perderse entre las patas de una mesa vacía.Nos levantamos sin hablar. Salimos a la lluvia. Era una lluvia fina y persistente. Caminamos despacio hasta el auto. Me recuerdo pensando con amargura que al menos no necesitábamos preguntarnos adonde ir. Íbamos a casa.La casa era suficientemente grande para alojarnos sin la obligación de compartir momentos que nos enfrentarían. Hacía meses que yo me había mudado al cuarto de huéspedes. El alivio de saberme a buena distancia de Elena se había convertido en mi única felicidad. Disfrutaba el tamaño de aquella habitación. Era chica y compacta como la cabina de un barco, con un par de muebles indispensables y un placard. Era lejana, abstracta. Un barco sin ancla, suelto de aquella relación en que ya no quedaba ni una gota de afecto. Una promesa de mi futura libertad.—Estás yendo demasiado rápido. ¿Podes parar?No miré el velocímetro. El Audi era parte de mi cuerpo y bastaba una vibración alrededor para indicarme la raya de sí o no, el alcance o la fuga.—Juan, por favor. Por favor, no seas loco.El trecho de autopista que surcábamos en la lluvia estaba mal iluminado. Globos amarillos de luz en los faroles demasiado altos. Como bolas de fuego en el espacio negro, balanceándose arriba y de frente con un vaivén de hamacas en el viento. El Audi respondía. Era fiel en toda su potencia. Sentí que hasta podría despegar del asfalto, del resplandor laminado de la autopista, y volar hasta esas estrellas de los faroles. Nada me importaba acá abajo, fuera de mi auto.—¿Querés manejar vos?—Por favor, Juan, me da miedo. Yo no...Los faroles giraron de repente, sorprendiéndome. El auto subió a la banquina unos segundos, en otros segundos retomó el asfalto, zigzagueando y ladeándose entre el cerco de concreto a la izquierda y el guardarrail de la derecha. Frenar era suicida. Traté de mantenerlo a la misma velocidad en el carril central pero no obedecía.Recuerdo el estupor. Un hielo que me calaba los huesos, que bajaba de la lluvia amarilla y rodante de los faroles. Era saber que nada podía hacerse. Dos luces rojas se encendieron de pronto, a unos doscientos metros adelante. En ese último segundo, vi el rectángulo negro del acoplado de un camión. Las luces rojas se agrandaron. El camión no se movió. Estaba detenido.

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Varado en el asfalto. Di un golpe al volante. Supe que iba a chocar. Pensé, de lado. Solamente de lado. Luego, una explosión y mi caída a un pozo interminable y oscuro donde no hubo gritos, no hubo más que el chasquido de algo pedregoso, la llovizna de vidrio y polvo sobre mi cara, antes de perder el sentido.Una puntada de dolor en el pecho me despertó. El silencio era total. La oscuridad también. Apenas podía respirar pero de a poco empezaba a ver. Reflejos. Ondas de agua cortajeadas por el dolor ahora en cuchillos que se me iban clavando a fondo en todo el cuerpo. Y nuevamente el asombro. Estaba vivo. No era nada. Era un accidente. Era un choque normal. Era algo que podía pasar y había pasado. No era nada. Me torcí, encogido por el dolor, para decirle eso a Elena. No es nada, Elena, ya pasó.En blanco, negro y gris, Elena. La cabeza vuelta hacia mí, sobre el respaldo del asiento. La cara desnuda y pálida, los labios entreabiertos, me miraba. Tenía un brillo de vidrio sobre la piel. Le hablé. Hablaba exaltado por el alivio de seguir vivos. No pasó nada, no te muevas, no pasa nada, estamos bien. No se movía. Había fijado los ojos en mis ojos. Para sostenerse, para calmarse, pensé. Está bien, mirame y espera. Vamos a salir de acá. Deja que se me pase, espera que se pase este dolor y pueda abrir la puerta. Es un momento, nada más que un momento.Pero el dolor se hizo entero, feroz de golpe y con arcadas. Mi mano no encontraba la puerta, chocaba contra la bolsa de aire. Desesperado, impotente, giré la cabeza para tranquilizar a Elena. No había dejado de mirarme. No era una mirada de pánico. Ni de sufrimiento. Era una mirada infinitamente triste.La tristeza le iba llenando los ojos como el desborde lento de un río. Tristeza de una vida fluyendo a esa mirada fija en mí desde un cuerpo tan quieto. Una mirada insoportable, que me obligó a bajar la mía. Sólo entonces lo vi. El corte en el cuello, la guía de metal insertada en el corte, la sangre que corría en un hilo cada vez más grueso sobre una blusa blanca. Y sólo entonces entendí.Traté de aferrar la mirada, aferraría conmigo, retener ese poco de Elena que se iba yendo lejos, hasta que no hubo más. Mi último recuerdo es un temblor de luz apagándose en los ojos oscuros.Entre haces de faros, de ruido de motores, de la sirena de una ambulancia, la mirada había muerto.

4. MlGUELITO

—Juez...Me remuevo en la cama pero no consigo despertarme. Sigo atrapado en el sueño, ahora mirando una calle de tierra.La calle encuadra un baldío. Yuyos altos, un alambrado roto. Basura. Flores entre la basura y los yuyos. Pleno color, las flores. Rojas. De una planta que insiste en permanecer, que brota de la escarcha cada primavera. Verbenas es el nombre que les da Miguel, el jardinero. La casa antigua que ocupaba el terreno, una pequeña casa blanca de tejados y persianas verdes, fue vendida y demolida para construir una más grande que finalmente no se hizo.—Juez...En los años setenta, muy atrás de la casa, en pleno campo, me dicen que hubo un foso.Nadie en el pueblo recuerda de quién era ese campo, solamente la vieja excavación que un equipo de hombres en uniforme, traídos en un camión de Buenos Aires, rellenó cuidadosamente. Al sitio se le echó tierra encima, se apisonó, se hundió lluvia tras lluvia y un túmulo de barro señaló el lugar durante un tiempo hasta que también fue cubierto por el pasto y la maleza, hasta que como toda tierra sin dueño se fue asimilando a la llanura, perdió forma, se mezcló con el horizonte en una sola línea que borraría la hendidura, la existencia misma del pozo. Pero acá, de este lado de la calle, contra esa grisura amarillenta, estaba la casa de mi infancia.-juezEra la casa de mis abuelos Turner, en Las Rosas. Una casa de veraneo. Acá me trajeron a pocos días de la muerte de mis padres. Yo tenía cuatro años. Por mí, para no someterme a más cambios, se mudaron al departamento que había ocupado el hijo, en el centro de Buenos Aires,

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pero a la casa de techos verdes veníamos los fines de semana. Ahí pasé mis vacaciones, hoy un baldío donde sólo quedan verbenas, único rastro del gran jardín de Mary Turner. Ningún rosal sobrevivió al abandono, esas rosas que le habían dado nombre al pueblo.A este baldío vine un par de meses después de que los médicos me dieran el alta, traído por mi socio en su auto.En el sueño de la siesta se repite la escena del coche estacionado en la calle, con Alieri hablándome desde la ventanilla. Alieri, un amigo mayor, preocupado. Harto de preguntarme por qué, a qué. No estaba curado todavía, me habían prohibido moverme hasta que cerraran bien las heridas.Tampoco pensás bien, decía Alieri, hacer este viaje en estado de shock es una locura, ni hablar de la idea de alojarte en esa pensión miserable, vi un hotel que parece decente, algo como un castillo reformado, pésimo gusto pero cinco estrellas. ¿Qué estás buscando, viejo? Hay que tomar distancia de lo que te pasó, fue mucho, Juan, date tiempo, ¿qué viniste a buscar a este pueblo de mierda?¿Qué vine a buscar? No sé. Quizá perdón. Quizá castigo. O quizá una vuelta a la infancia, al único sitio donde tuve paz, antes de empezar la estúpida carrera al éxito, antes de acelerar en vez de frenar, mil años antes de la muerte de Elena. Una infancia borrada cuando la vida de quienes me criaron llegó a su término, cuando entendí que estaba solo, que debía esforzarme en creer que había tenido una familia porque ya la olvidaba, ya se había vuelto extraña e inasible, como si la hubiera imaginado.—Doctor, es Miguelito.Abro los ojos un momento. Miguel Dono está parado al lado de mi cama, muy derecho, los brazos en posición de firme. Para anunciarse no dice «soy», dice «es» como un personaje que lo han obligado a encarnar contra su voluntad. Miguelito, el jardinero de El Castillo.En el pueblo lo llaman Miguelito, el diminutivo por afecto pero sobre todo por la actitud y las reacciones de un chico de cinco años, un chico poco despierto, extraviado en un asombro interminable, asombro de no entender el mundo, aunque ha pasado los sesenta.De estatura mediana, moreno, enjuto, lleva el pelo largo, ya canoso, trenzado torpemente con una tira roja, a lo indio, colgando de la nuca. La cara tostada de trabajar al aire libre tiene una sabiduría que contradice la ingenuidad del niño, con rasgos agradables, pero una boca floja, el labio inferior suelto, la deforma como una cicatriz.Flora cuenta que Miguel fue una criatura abandonada en el jardín de la capilla a horas de nacer, que lo recogieron los dueños de la panadería del pueblo, ahora fallecidos, que creció buen mozo y muy inteligente, que mientras se ganaba la vida como jardinero estudiaba en Lujan y noviaba con una chica de Las Rosas. Ya tenían fecha de casarse en la iglesia cuando le pasó.Le pasó, dijo Flora, que vio fantasmas.En la versión de Flora, Miguel Dono los vio una noche invernal de los setenta, en el campo sin dueño que se extendía atrás de la casa de mis abuelos.Con Miguel estaba Casimiro, otro muchacho del pueblo. Venían de tomar ginebra en el almacén de doña Aminta. Andaban muy mareados los dos pero lo bastante sobrios para esconderse de la luz, para que no los vieran cayéndose en la calle principal y que al día siguiente a Casimiro le tocaran los gritos de la madre y el castigo del padre, porque en esos días, según Flora, emborracharse fuerte se dejaba a los grandes, a los paisanos el día de la sortija, al linyera que dormía en una zanja. Estaban pegando una vuelta más larga, costeando terrenos vacíos, callados y buscando la oscuridad, cuando los paró un resplandor.Un chorro azulado y rojo salía de la excavación. Quemar basura en aquel pozo abierto al cielo era habitual, se hacía, lo habían hecho ellos también alguna vez, cuando se rompía el camión recolector o había una huelga. La distancia del pueblo la aumentaban las tierras desiertas alrededor del pozo, una franja muy ancha entre dos rutas casi intransitables. La curva de una loma hundiéndose gradualmente al oeste escondía el pozo de la vista de las primeras casas, desviaba el humo y lo arrastraba lejos, al primer golpe de viento. Pero una llamarada, luego otra, luego una corona de fuego que crecía rápidamente, les dio la sensación de que la tenían adelante, a pocos pasos de donde miraban asustados, sin atinar a irse corriendo para dar aviso de un incendio. Y de pronto cesó.

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Las llamas bajaban de a poco, como si alguien estuviera cerrando la llave de un calentador. En ese aro de fuego empezaron a ver otras cosas. Siluetas de hombres que cargaban bultos, que tiraban al fuego los bultos. Las siluetas, negras y de espaldas, de a dos, sostenían esos bultos largos y blandos, antes de balancearlos y arrojarlos al pozo. De algunos asomaba una pierna o un brazo. Embolsados a medias, levantaban una ola de llamas y de chispas y un olor nauseabundo.Los muchachos retrocedieron sin ser vistos, buscaron refugio en el pinar. Debajo de los pinos, con la cabeza despejada de golpe por el horror, se preguntaron si no habría que llamar a la policía de Luján. Los hombres de la fogata no eran de acá, seguro, y los bultos, seguro, eran muertos. Miguel y Casimiro habían oído cosas sobre cadáveres sin identificar que el mar arrojaba a las playas del sur de la provincia, cosas de entonces, esas cosas terribles, dijo Flora, de secuestros y desapariciones de gente, de militares y de subversivos, pero no las tomaban en serio, quedaban fuera de Las Rosas y por lo tanto eran incomprensibles.Igual, después de contarse una y otra vez lo que habían visto, los chicos decidieron que era mejor no abrir la boca. Igual, quién les iba a creer. Igual, si les creían estarían obligados a declarar ante desconocidos, en Luján o peor, en buenos Aires, una ciudad hostil para ellos. Aparte de Las Rosas sólo conocían Lourdes, otro pueblo a veinte kilómetros, con fama de ser aguantadero de ladrones y de asesinos.De Lourdes, se dijeron ingenuamente, tendrían que haber venido esos hombres para quemar los bultos. Un ajuste de cuentas, debía ser, entre bandas de criminales. La idea de que si ellos hablaban esos tipos podrían aparecerse en Las Rosas, los enmudeció. Juraron no decir nada a nadie, sellaron el juramento con un beso a la medalla de la Virgencita de Luján que la madre de Casimiro le había colgado al cuello. Y cada uno, con el secreto a cuestas, se fue a su casa.La historia que Flora me contó también termina con fantasmas. El fantasma de Casimiro, que en la paz aparentemente segura de Las Rosas olvidó el juramento y, unos meses después del fuego en la excavación, confesó todo lo que había visto a un médico de Luján que lo estaba tratando porque las pesadillas le daban temblores y vómitos. Al chico lo trasladaron a un hospital de Buenos Aires, sin aviso a los padres.Casimiro nunca volvió de ese hospital ni de ningún otro lugar. Miguel Dono dejó los estudios y empezó a cuidar el parque de El Castillo, solo y sin pedir sueldo, hasta que Shomberg Chico lo contrató como jardinero permanente. No se casó. Ahora vive en un galpón que le prestaron, en el centro del pueblo, al lado de la panadería.En la pensión de Flora, Miguel corta el pasto y remueve la tierra de los canteros del jardín que hay alrededor de mis tres piezas. Pero no viene por el jardín. Viene por la planta de orquídeas amarillas que creció en la rajadura de un viejo ceibo. Viene a mirarla atentamente. Una guía de orquídeas enanas con sus bocas malévolas colgando de una raya en el tronco del árbol. Miguel Dono es hoy un experto en orquídeas, incluso ha memorizado una lista de nombres en latín que recita como una plegaria o un poema, que insólitamente puede recordar y repetir sin equivocarse y con coherencia. Yo lo ayudo, le busco información en Internet, le muestro en la pantalla de mi computadora las imágenes de esas flores de belleza siniestra, le imprimo las más raras. Nunca, aunque ya lo he inscripto como miembro de un club de amantes de la orquídea, a él le parece suficiente.Orquídeas...De modo que deduzco, a través del dolor de cabeza, de la insolación que me tiró en la cama y no me deja despabilarme, que está aquí en uno de sus ratos libres, esperando que le prenda la computadora.Orquídeas...—Al juez lo busca el sargento Gálvez. El sargento Gálvez dice a Miguel que el juez vaya, dice urgente.El dolor de cabeza me enceguece. Estoy sudando a mares.—Haceme un favor, Miguel. Abrí el cajón de la cómoda, el primero, fíjate ahí, debe haber aspirinas. Pedile a Flora un vaso de agua. ¿Qué quiere Gálvez? ¿Urgente? ¿Desde cuándo hay algo urgente para Gálvez? Pedile a Flora que traiga agua bien fría, yo tengo que vestirme.—El juez está vestido.

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Miguelito me mira, la boca abierta, el labio carnoso colgando. Abierta en ese asombro fijo, de saber pero de no entender.—Dice que a la laguna de los Bungen. Dice el sargento Gálvez.—¿Ahora?—Dice el sargento Gálvez que en el Golcito, así es más rápido. Y dice que lo lleve a Miguel.Estoy vestido, sí. Debo haberme echado en la cama tal como entré en la pieza, sucio del galope, la camisa arrugada, las botas puestas, esas botas cortas de gamuzón liviano que reemplazan a las alpargatas de los gauchos, botas hechas para jinetes improvisados como yo. Con alpargatas me caería del caballo, la suela de soga resbala en el estribo, imposible afirmarse. Las alpargatas son el calce de los verdaderos paisanos, hombres duros, robustos, que parecen flotar sobre el recado, sueltos y parte del caballo, leves como los árabes cabalgando que vi en otro desierto, de arena y lejanísimo, en uno de mis viajes.—Árabes no hay en la laguna. Árabes no. El juez tiene que venir y mirar, dice el sargento, porque es el juez.¿Árabes? Debo estar realmente enfermo si ya pienso en voz alta. Un zumbido me tapa los oídos, como redobles de un tambor lejano oigo las protestas airadas de Flora, que ha entrado con un vaso de agua, que me lo hace tomar junto con un par de aspirinas, diciendo que con semejante insolación no puedo salir de la cama, que se va a buscar al médico de la salita, el puesto sanitario del otro lado de las vías del tren, y que Gálvez se las arregle solo si necesita algo.—Ya se me está pasando, Flora. Es el calor nomás.—¿Pasando? Mírese. Y son más de las cinco de la tarde. Como si Gálvez no mande ni se ocupe cuando quiere. ¿Qué le dio ahora, Miguelito, para llamar al juez?El jardinero me mira fijamente. Mira con la atención reconcentrada con que mira las diminutas orquídeas amarillas que se enroscan sinuosamente al ceibo. Sabe y espera, mudo. Como si de la cuenta de flores, de una a seis, de seis a una, esperase el brote de una nueva flor, justo delante de sus ojos. He aprendido que en momentos así es inútil hacerle preguntas. Con un gran esfuerzo de voluntad, me levanto, voy al baño, meto la cabeza en el chorro de la canilla un buen rato. El agua y las aspirinas me alivian un poco. El zumbido baja. Me seco la cara con la toalla y salgo.—Vamos, Miguel.Mi auto, un Volkswagen Gol 95, está atrás de la casa, contra la esquina sur del gallinero, bajo el toldo de media-sombra que hace de garaje. Se lo compré a Humberto, el herrero del pueblo.—El motor está bueno, anda como una seda y sobre todo no se para nunca, es de fierro el autito —recitaba Humberto—. Chocar no lo choqué. Andar, lo mucho, de acá a Lujan, de acá a Lourdes y vuelta, cargando unos pocos materiales, usted sabe, doctor, que una reja chica, que una salamandra, porque el baúl, para serle sincero, aunque saque el asiento de atrás no aguanta cargas de verdad, ponga que entra un cajón grande o dos cajones y ya está completo. Pero el motor es una joya. Y lo tengo impecable.La palabra «impecable» me había hecho sonreír más que todo aquel discurso de traficante en autos de segunda mano. El Gol gris estaba marcado de arañazos y golpes como un viejo gato de la calle, sólo tenía sano uno de los focos traseros, el restó se había quebrado y hundido en el metal de la carrocería, y el perfecto motor, esa joya, no alcanzaba más velocidad que sesenta o setenta, pisando a fondo el acelerador. Adentro, la tapicería también gris tenía las rayas negras que le habían dejado las cargas de varas y de herramientas, de rejas y de alambres. Era, apropiadamente, felizmente, el auto para mí. Ante el estupor del herrero, que me pidió lo que no valía, había pagado sin discutir el precio.Subimos al Golcito, como lo llama el jardinero, yo encogiéndome todo lo que puedo, soy demasiado alto para este coche de poco espacio y techo bajo, hasta que me acomodo en el asiento. Miguel Dono sonríe mirando al frente, tan contento que su cara de hombre mayor se enciende y cambia a una cara fresca, muy excitada, de chico al que sacan a pasear en auto nuevo.—¿Qué te dijo el sargento Gálvez?—Traer al juez.—Traer al juez. ¿Nada más?—Que el juez vea la laguna. Miguel vio primero.

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—¿Que viste primero?—Ahí, ahí. ¿El juez ve?Estamos llegando al final de un surco entre abrojales. Acá tengo que estacionar el auto. Ya empiezan las zanjas que abre el agua, los lodazales que nunca se secan del todo. Más allá de las zanjas y de los charcos, se avista el espejo circular de la laguna de los Bungen, la orilla cortada por el sauce, el árbol todavía chico y lejos, como una copa de vino verde puesta boca abajo, las ramas volcándose al suelo, las hojas tupidas y llorosas.Miguelito sigue pidiéndome que mire, riendo de alegría, entre jadeos.—¿Lo ve? ¿Lo ve?—No veo nada. ¿Qué pasa?—El aguilucho. El aguilucho...El aguilucho. No son nada raras acá las águilas de campo pero para el pobre jardinero tienen un valor especial, de pájaros sagrados. Miguel no me señala la laguna ni el sauce. Señala el cielo, el sol implacable. Y el aguilucho allá en lo alto, disminuido por la resolana, sobrevolando el camino, las alas quietas en un giro que marca desde arriba la redondez del pedazo de tierra que encierra la laguna.—¿Me trajiste a ver el aguilucho?No sería la primera vez. Ni yo el primer engañado por la obsesión del jardinero. Si no conociéramos su historia, si el pueblo no tuviera piedad por este hombre trastornado, nadie lo seguiría a admirar los vuelos circulares de esos pájaros marrones que sólo tienen gracia en el aire, en el suspenso con que planean lentamente, atentos a una carroña o una presa escondida en los yuyos. Pero se abre el sendero, ahora es ancho y blando de humedad, y veo a Gálvez. Está de espaldas a nosotros. Inmóvil, vigilante.—Gálvez —lo llamo.Se da vuelta y levanta una mano como para pedirme que no haga ruido o que avance despacio.—¿Qué pasa?No contesta en seguida. En la cara cuadrada, enrojecida por la ginebra de Aminta, atravesada por su constante malhumor, hay una mueca diferente, de expectativa, dé reserva. Y de haberme esperado, raro en él, para que yo haga alguna cosa.-Allá, .dentro del sauce —dice al fin. Una forma voluminosa, de color azul desteñido, cuelga de una rama interior, velada por las hojas del sauce, también oculta en parte por un gigantesco nido de caranchos. La forma azul parece un traje de hombre relleno de trapos o de pasto seco, un espantapájaros metido por algún bromista en el hueco de un árbol. Me acerco más.El traje azul colgado es una mujer. Instintivamente retrocedo.—Está muerta —oigo que dice Gálvez. Como si necesitara aclararlo. La cabeza está torcida a un lado, el cuerpo cae a plomo entre el follaje y la paja revuelta del nido de caranchos. La soga en torno al cuello apenas si se ve, incrustada bajo el mentón, entre pliegues de una papada blanca.La mujer es de baja estatura pero muy gorda, las caderas infladas sobre unas piernas demasiado cortas. El traje azul no es un traje, es un buzo y pantalones de gimnasia, el equipo que visten los huéspedes de El Castillo que se inscriben en el programa para adelgazar. Tardo en reconocer la cara, desfigurada por el impacto de la muerte. Los ojos sólo conservan de la vida el color, un celeste muy claro, y la boca abierta y las mejillas plenas, antes de una tersura rosa, tienen una palidez azulada. Pero es Hilda. Hilda Stein. —Por Dios.Durante lo que siento como una eternidad, los tres seguimos mirando el árbol y el cadáver. Los tres solos, en el silencio que el calor hace más intenso, como bajo una campana de vidrio, faltos de aire.—Hay que avisar —dice Gálvez, cortante. —Por supuesto. Hay que avisar que... ¿Tiene su celular?—¿Acá? No. Para qué. Andaba buscando el potrillo que se me escapó del corral.Me echa una mirada rencorosa.—Y usted no usa celular, así que no me diga nada.Hilda Stein. La señora Stein. No es posible. Me he quedado mirándola, horrorizado, incrédulo.—¿La vamos a dejar así? Habría que descolgarla, juez.

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—No podemos. Sabe que no podemos tocar ni mover nada hasta comunicarnos con Luján. Tenemos que esperar que manden un fiscal y un forense. Hasta que lleguen no hacemos nada, Gálvez.—¿Por qué?—Cómo por qué. Porque así manda el código de procedimiento.Estoy hablando de memoria, de haber leído a la carrera unos papeles de la carpeta que me entregaron con el nombramiento y que junta polvo en un cajón de la cómoda. Estoy improvisando porque no soy más que un juez de paz que atiende problemas domésticos y accidentes en ruta, porque es inconcebible que esto pase en Las Rosas. Encontrar a la señora Stein asesinada en la laguna de los Bungen.—¿Asesinada? —Gálvez arruga aún más las cejas negras—. Esto no es ningún asesinato, esto es suicidio, juez. Fíjese en el sauce, ahí en el tronco donde se abren las dos ramas gruesas. Están bastante bajas para poder treparse fácil, por más gorda que sea. La señora subió, ató la soga más arriba y saltó. Tuvo suerte de que la rama no se rompió ni se dobló. Eso sí que es raro. Los sauces son demasiado blandos para ahorcarse. Le salió bien de milagro.—¿Tuvo suerte? ¿Le salió bien? La mujer está muerta. Cállese, Gálvez.Me mira asombrado. Nunca me había oído alzar la voz.La señora Stein. Huésped de El Castillo, una del grupo de los obesos, los habitúes que vienen dos veces por año, en invierno y verano, a perder peso o mantener el que han conseguido a fuerza de matarse de hambre y de correr por la huella que atraviesa el bosque de los pinos y da al camino largo, el que termina en la laguna.Es, era, la única persona del hotel que llegué a conocer bastante. La afable, charlatana, curiosa señora Stein.Hilda Stein. Cincuenta y ocho años, esposa, madre y abuela, cocinera de platos exquisitos para los Stein de toda edad, con sus noventa y tantos kilos ganados en la cocina. La esclava gastronómica que de esa cocina pasaba a otra reclusión, al programa y la dieta de El Castillo para adelgazar, que adelgazaba sólo para engordar de nuevo en Buenos Aires, en el regreso a esa religión de alimentar incesante, amorosamente, a los suyos. La clase de mujer con un mandato de por vida. Suicidarse, imposible.—Dejó una carta, doctor.—¿Qué?Gálvez me muestra un sobre alargado y amarillo. Lo tenía en la mano.—¿De dónde sacó eso? Le dije que no tocara nada.—Se nos iba a volar. ¿Ve el clip? Medio suelto. El sobre estaba pinchado en el buzo con este clip de oficina, mal pinchado o se movió a lo último, en una sacudida del cuerpo. Agarré el sobre justo cuando se caía. Vos, Miguelito, ¿no anduviste tocando? Déjate de mirar para arriba y contéstame. ¿Lo tocaste? Miguelito llegó antes. No sé si mucho antes o poco antes de hacerme señas. Usted sabe cómo es la cosa con él.Gálvez habla del jardinero como si no estuviera presente.—Lo avisté de casualidad. Si no se me ocurre mirar para este lado, por si el potrillo había bajado a tomar agua, sigo de largo. Miguelito estaba moviendo los brazos como un molino, haciendo señas de que me llegue al sauce.—Para que viera el aguilucho —dice Miguel.—Eso. El aguilucho. Así que lo mandé a buscarlo a usted.El sobre no está pegado. Saco la hoja que hay adentro. Tiene el membrete del hotel. La letra es redonda, abierta, pero curiosamente desigual en la altura de las consonantes, la letra de una niña aplicada en la escuela primaria.—Es lo de siempre —me avisa Gálvez, encogiéndose de hombros—. Dice lo de siempre, que a nadie se culpe de mi muerte... Está bien, me callo. Léala tranquilo, pero no dice nada importante. Nada que dé para pensar en otra cosa, es igual a todas las que venimos juntando, de los que se tiran abajo del tren, se pegan un tiro, se toman las pastillas, se tragan el veneno para las ratas.Gálvez tiene razón. El texto de la carta es muy breve y parece copiado de una sola que se va repitiendo en el caso de los suicidas prolijos, los que antes de matarse piensan en los vivos, sus deudos, y quieren librarlos de cualquier responsabilidad. En esta clase de mensajes póstumos

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siempre hay dos elementos que se reiteran: la falta de emoción, como si el paso trágico a darse no dejara espacio para el sufrimiento que llevó a ese paso, y la falta de una explicación, como si ningún motivo real pudiera aclarar el suicidio porque el impulso de matarse es más poderoso que todas las razones y por lo tanto inexpresable.—No se suicidó —le digo a Gálvez.—Tenemos la carta, juez —me gruñe.—Precisamente.Hilda Stein nunca hubiera escrito una carta. En última instancia, nunca una carta como ésa, impersonal y seca. Hubiera hablado antes, insinuando lo que pensaba hacer, tal vez conmigo porque había llegado a apreciarme o con el cura, otro fanático de la conversación, que solía decir tranquilamente «a falta de un rabino para charlar estoy yo, allá arriba Dios no hace diferencias», explicando las visitas de la señora Stein al patio de la capilla y al mate sin azúcar que compartían.Para esa mujer dicharachera, hablar era como cocinar, un impulso afectuoso que no traicionaba jamás, que la desbordaba y la agotaba. Hablar, de todo y con todos, era la única acción directa que la conectaba con el mundo. Fue escuchándola comentar cosas sin importancia que yo había alcanzado la verdad de su historia, una verdad cortada y mezclada al ingrediente de sus seres queridos, como el toque secreto de las recetas de cocina que me escribía para Flora.A Hilda Stein no la preocupaba engordar ni le interesaba adelgazar. Sus estadías en El Castillo eran sólo un refugio para escaparse por un tiempo de la indiferencia de los Stein. Hacía mucho que esa abnegada ama de casa había dejado de existir para la familia. En cada descripción del marido, un rico joyero que comerciaba con diamantes, traducía la ausencia y la frialdad a un dejarla en paz en su cocina. Los hijos, casados y con hijos, la visitaban raramente en la vacía casa de Martínez.—Están todos muy lindos —me contaba orgullosa—. No salieron a esta mamá gorda. Por suerte para ellos no les gustan los postres, no comen nada dulce, hacen dieta. —Y riéndose de su glotonería: —Cocino sola, para mí, durante horas, y qué vamos a hacer, me voy comiendo todo. Pero mi marido es un ángel. El año pasado hizo remodelar la cocina enteramente a nueva para que esté contenta en mi lugar favorito. El pobre viaja mucho al exterior. Trabaja tanto, lo veo tan poco.¿Pudo haberse hartado de su indefensión hasta el punto de suicidarse sin dar una señal?En mi experiencia de los casos que he visto en Buenos Aires, en Las Rosas y en los alrededores, sí pudo. La indefensión es la causa más común de un suicidio, más que las pérdidas violentas como la de un cónyuge o de un hijo, más que el pánico de una enfermedad terminal. Es el cansancio humano al límite, la lucidez mortífera que revela de golpe el no poder seguir sosteniendo la lucha contra uno mismo, el saber que se está condenado a repetir los mismos amagues sin éxito, a sucumbir una y otra vez ante el mismo problema, ante una derrota que se muestra infinita.Hilda Stein habría llegado a esa conclusión. Que no le quedaban defensas en su temperamento para cambiar una vida asfixiante por otra algo mejor. Año tras año se habría visto haciendo el mismo viaje, incapaz de arrancarse de ese mundo ilusorio de una familia en que era percibida y necesaria, de huir de la ficción de sus retiros al descanso y la salud en el Castillo. Y cortó el viaje como hacen los suicidas, simplemente eligiendo un lugar, un árbol, una soga.Está cayendo el sol. Dejo a Gálvez apostado en el sitio, me vuelvo con Miguel a la pensión, llamo a la fiscalía de Luján.Si, van a mandar a alguien. No, no pueden decirme a quién ni cuándo, les falta personal, que tenga paciencia y espere, primero está un tiroteo con heridos en el asalto a una estación de servicio y lo que parece ser el secuestro de un empresario de la zona. Si por la información que di el caso es un suicidio, que haga cola. Entre el calor asfixiante de los últimos días y el repunte habitual del consumo de drogas de diciembre a febrero, solamente en el área de Lujan ya han levantado cuatro muertos, un pibe de sobredosis en la vereda de un boliche, una parejita de chicos en lo que se conoce corno pacto de amor y un viejo al que le remataron la casa.Mientras espero, busco en mi archivo de cajas las fotos las que le tomé a Hilda Stein. Me sorprende la cantidad, son muchas. Pero no debería asombrarme ni de mí ni de ella. Vivir en un

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pueblo aislado como Las Rosas despierta y estimula un sentido que se atrofia en la aceleración de la ciudad: el de orientarse humanamente al otro. Sacando fotos, por ejemplo.Y la señora Stein necesitaba que le tomara fotos. Su disposición a posar era más que la vanidad y el gusto natural de la gente por mirarse en el espejo de una fotografía, por aceptar la imagen, desalentarse o discutirla como si la cámara fuera una tercera persona que ocupa un puesto entre el fotografiado y el fotógrafo, un observador caprichoso que juega un juego de azar mezclando las barajas de rasgos y de expresiones, a veces con la malevolencia de un gángster, otras con la generosidad de un artista. En Hilda Stein había una sed de atención pareja a su hambre insaciable.No me resigno a aceptar que la he visto muerta, con esa expresión de lucha y de terror de la agonía, fija en la cara hasta que alguien se ocupa del difunto y le cierra los ojos y la boca. Hilda Stein muerta en una escena inimaginable, colgando del sauce junto a la laguna donde yo había estado pocas horas antes. Cómo no me crucé con ella. Debió elegir otro camino, uno de esos pasos zigzagueantes en el monte de acacias a la izquierda, entre la paja brava que en esta época larga un muro plumoso de penachos. O me vio y se escondió, si estaba decidida, para evitarme.¿Estaba decidida? La foto que tengo en la mano lo desmiente. La tomé en el taller de manualidades de El Castillo. El de terapia artesanal para el capítulo de obesos. Un salón con mesas y bancos donde hipotéticamente se descarga la ansiedad de comer haciendo jarros y figuras de arcilla blanda, bajo la supervisión de un profesor.En la foto, Hilda está muy sonriente y exhibiendo un conejo de barro recién hecho, con las manos sucias de arcilla abiertas en un aplauso a sí misma que detuvo la cámara. Pero me basta mirarla atentamente para recordar lo que no se fotografió. Las carcajadas previas a esa sonrisa:—¿No es ridículo? Un conejo me sale mejor cuando lo hago de azúcar para una torta de cumpleaños. Mire qué ojos estirados, son ojos de gato, no de conejo. Y de gato capón, de esos que pelean y arañan. ¿Sabe a quién me salió? Me salió al dios del cuadro. Debe ser porque lo tengo entre ceja y ceja.El dios del cuadro al que se refería es el cuadro que domina el hall de entrada al hotel. Un retrato al óleo de Shomberg Grande, con un marco dorado y barroco.Linus Shomberg a los cuarenta y tantos. Bien parecido, de melena y bigotes, con un aire de suficiencia que acentúa la nariz aguileña, la sonrisa algo desdeñosa, de burlarse de la impresión de respetabilidad que debería dar la pose rebuscada, anticuada, del cuerpo muy erguido contra el respaldo de un sillón que reluce de oro como el marco de la pintura, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda y sobre esa pierna la mano que sostiene un libro en el mismo gestodisplicente de la cara que mira al espectador. Un profesor ilustre, un científico laureado, sugiere el cuadro a los huéspedes desde la pared elegida por la veneración del hijo, imagen del padre muerto lejos de su castillo, en Berlín, la ciudad dividida y amurallada durante casi treinta años.—El creador del Método Shomberg para adelgazar. Qué atorrante —se indignaba la señora Stein.Pero su indignación no estaba dirigida al prócer del cuadro ni al supuesto método que, según el folleto del hotel, había sido «probado con éxito en un gran número de pacientes por investigadores de Alemania e importado al microclima y al paisaje idílico que rodea las instalaciones de “El Castillo», sino exclusivamente al hijo.—Un caradura ese muchacho Martín que no es ningún muchacho —refunfuñaba la señora Stein—.Y lo de caradura no lo digo por haberme pescado una infección de piel en las aguas termales del folleto, que es agua de pozo nomás y ni siquiera sale limpia de la canilla. Lo digo porque ese sinvergüenza puso el cuadro ahí como un altar, y cuando uno llega el primer día hay que pararse a mirar el cuadro y escuchar la historia del padre fundador, que el hijo nos cuenta con una voz llorona, de extrañarlo tanto, de que sin él sacar adelante esta empresa fue muy triste. Pero qué falso. Yo lo vengo observando de años y le juro que mientras se hace el huérfano inconsolable le cuesta no frotarse las manos de alegría por la muerte del viejo y la bonita herencia. ¿No me cree? Ah, qué buena persona es usted, qué distinto al hipócrita de Shomberg y a tantos semejantes que rondan por aquí. No entiendo por qué sigue viviendo en este pueblo.Yo la oía parlotear y, como siempre, pensaba en cuánto dice alguien de sí mismo mientras habla de otros, mientras comenta, describe, juzga vidas ajenas, en perfecta ignorancia de que está

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confesando aquello de su propia vida que quiere mantener en secreto, secreto que ni siquiera admite.Hilda Stein, en la observación de los suyos, callada y dolorida, había juntado suficientes pruebas de la dureza con que el desamor golpea al miembro más débil de la familia mientras guarda las formas. Era inevitable que volcara su experiencia en desenmascarar a cualquiera que en su opinión diera el tipo de falsedad al que ella estaba acostumbrada. Se había obsesionado con Shomberg Chico sólo porque encerrada en el hotel era el falso que tenía más cerca.—Lo escuché hablando con el cuadro, una noche bien tarde, convencido de que todo el hotel dormía. Y era verdad, todo el mundo dormía menos yo.No podía dormirse con el estómago vacío, dijo, y salió de su cuarto a cansarse dando una vuelta por la terraza. Era noche de luna. Se puso la bata del hotel y en pantuflas caminó por el corredor, buscando la salida, medio a tientas porque las luces estaban apagadas.—¿Sabe qué se me ocurrió hacer, de aburrida? Como a la luna le faltaba un pedazo, ¿luna menguante?, ¿luna creciente? bueno, nunca sé cuál es cuál, me acordé del fantasma en la torre. Usted sabe, querido Juan, que acá el fantasma es el único tema de conversación, además de los kilos que marca la balanza. Hasta se hacen apuestas con un premio para el que traiga pruebas de que se lo encontró allá arriba, en las almenas. Así que me fui a buscar a la visita en camisón. Mejor dicho, a descubrir el mecanismo que hace andar al fantasma, algún tipo de proyector con el video de una figura blanca ¿no?, un truco hecho con bastante ingenio ya que hay quien jura y rejura que lo vio. Pero no llegué a la terraza porque en el hall descubrí algo mucho más interesante que las apariciones de la señora Shomberg.Los ojitos celestes chispeaban de malicia.—Era el hijo dilecto insultando al cuadro. En alemán. Entiendo alemán porque soy de la época anterior al hebreo, cuando el idioma de las familias judías era el yiddish. No pescaba todos los insultos pero la cara de ese estafador era un libro abierto. Nada de linda, de sana, de joven, la que uno ve si es huésped del hotel, supongo que la carita feliz viene incluida en la cuenta. Y bueno, el muchacho se había puesto viejo de repente, amargo de repente, hasta encogido como si estuviera por saltar y descolgar el cuadro y pisarlo. Entre insulto e insulto, rezaba. No a Dios, le rezaba al diablo, ese que les gusta tanto a los cristianos. Y ahí pensé que en vez de resentido por algo que le había hecho el padre al chico, porque como usted sabe de mayores los hijos siempre quieren cobrarse alguna deuda, se había vuelto loco. ¿Sabe qué decía? «No me hagas esto», decía. «No podes hacerme esto.»La señora Stein sonreía satisfecha.—Un falso, como yo pensaba, pero también, y eso no me lo esperaba, loco de atar. ¿Qué puede hacerle un cuadro, Juan? Claro que sé que hay gente que les habla a los muertos, pero les habla diciendo lo que les pasa acá o pidiendo consejo, y por más ganas que tengan de una conversación, sabiendo que nadie les va a contestar del otro lado. Él no. En alemán, que suena más duro que el yiddish pero que entendí perfectamente, le estaba ordenando que ahora no le podía hacer esto. Ahora. Está muy loco. Loco furioso, mi querido. ¡Hablarle a un cuadro! ¡Insultar un retrato!En la foto que miró, Hilda Stein sonríe con los labios cerrados. Una sonrisa de juvenil impertinencia, después de haberme prometido que seguiría vigilando y escuchando, si fuera necesario escondida atrás de las puertas.Mirando esa foto recuerdo exactamente qué pensé. Pensé que al fin, la señora Stein, curiosa por naturaleza, había encontrado algo que distraía su soledad, algo divertido para contar después, más eficaz como terapia que un conejo de barro: inventarle una historia de desvaríos al dueño del hotel, procurarse con disparatadas conjeturas un inundo aparte de su triste mundo, del que no pararía de hablar con quien se le pusiera adelante.Estoy separando la foto para pincharla en el tablero cuando de afuera, de la calle, me llega una confusión de ruidos, frenadas y bocinazos, gritos de Flora llamando a Ramiro, a mí, a los perros.Me asomo a la ventana que da al jardín. Hay un auto y una vieja y abollada camioneta Hilux estacionados en la entrada de la pensión, apuntando a la casa.Tres hombres en pantalones y camperas de jean y con barba de días, y una mujer de guardapolvo blanco, rodean a Flora que no para de gritar y de amenazarlos. Suelto la foto y

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salgo por la puerta de alambre del jardín, ahora gritando yo a la dueña que todo está bien y que se tranquilice.—¡Salgan de acá que llamo a la policía! —chilla Flora blandiendo la escoba con que barría el patio.Le sujeto el brazo y le quito la escoba.—Cálmese, Flora. Ésta es la policía.Flora me mira boquiabierta.—¿Con esa facha?—Policías de civil. Es la brigada de investigaciones.Uno de los agentes, impasible, saca un bloc del bolsillo de la campera.—¿Juez Turner?—Disculpe el alboroto, la señora no...—¿Juan Turner?—Sí. No esperaba que vinieran tan pronto. La fiscalía de Luján...El oficial a cargo no levanta la vista del bloc donde escribe con una birome.—Domingo a la tarde no hay fiscal, con usted basta —me interrumpe—. Va a tener que acompañarnos al lugar donde encontró al occiso.—Es una mujer.—Un femenino —me corrige.Uno de los hombres ya se ha subido al auto y lo ha puesto en marcha. El motor ruge a saltos, preparándose para una carrera. Los otros dos, con la mujer de guardapolvo blanco, esperan al que escribe parados junto a las puertas abiertas de la camioneta y del auto.—¿Abogado o escribano?—Abogado.

—Doctor, entonces. Vamos, doctor—enfatiza sarcástico, un juez de paz no es nada, ni siquiera merece que lo llamen doctor.Detesto que me llamen doctor o juez en vez de mi nombre o mi apellido pero acuso el insulto. Recuerdo a la señora Stein y me contengo. No es el momento y no vale la pena responderle.He lidiado un par de veces con esta gente en ausencia del fiscal de turno pero son demasiado pocas para habituarme al trato despectivo, a la gratuita gesticulación nerviosa y la actitud de héroes en posesión de un secreto vital con que se mueven los policías de civil, imitando a los detectives de las series norteamericanas. El uniforme, de algún modo, aplaca estos arranques de fatuidad, tal como la vieja y descosida chaqueta azul marino del sargento Gálvez mantiene a raya su odio por todas las mujeres con que habla, jóvenes o viejas, solteras o casadas, lindas o feas, y lo convierte en un simulacro de respeto.—¿De qué se está riendo? —me pregunta, ceñudo, el policía que está al volante.—Se lo digo en diez minutos.Y exactamente a diez minutos de carrera, de sacudones en las curvas tomadas a alta velocidad, la frenada nos tira contra el parabrisas, las ruedas patinan unos metros, el auto se encaja en el barro de la primera huella, la camioneta que nos sigue apenas consigue desviarse para no chocarnos y se queda varada en otra zanja.Escucho, con merecida satisfacción, el repertorio de protestas que acompañan los intentos de mover los vehículos atascados, hasta que insultos y esfuerzos se agotan.La única mujer del grupo mira callada y bostezando, en el bolsillo superior del guardapolvo se lee, escrito con letra y en cursiva: med. forense. Pero en la cara flaca y desencajada de cansancio, hay sólo indiferencia. Lentamente sube a la camioneta, baja con una cargazón de plástico negro —la funda para meter el cuerpo— una valijita metálica con el instrumental y un puñado de guantes quirúrgicos. Se para frente a mí y pregunta con voz neutra, sin curiosidad ni fastidio:—¿Estamos lejos?—Hay que caminar.—¿Mucho?—Bastante.

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—Se acabó el combustible para la ambulancia. No tenemos camilla. Hay que subir el cuerpo a la caja de la camioneta. Hace cuarenta grados a la sombra. Y estamos de a pie. ¿Qué más? No sé. En fin...Sacude la cabeza con resignación y se echa a andar, siguiéndome por la huella, un paso atrás. Entre nosotros y los policías que avanzan mirándose los pies que se hunden en el barro, maldiciendo el calor húmedo y sofocante, los mosquitos, los abrojos que se pegan a la ropa y la atraviesan, hay unos metros de distancia. Caminan en fila india, agobiados, sumisos. De tanto en tanto, el oficial a cargo se detiene para encender un cigarrillo.—Qué espectáculo el cielo, ¿no? —murmura la mujer—. Raro y hermoso. O me parece raro y hermoso porque hoy estuve trabajando en la capital, justo en el microcentro. Era puro esmog, todo gris como si estuviera nublado.A esta hora, el cielo ya tomó un azul cobalto, el color de la noche naciente, el azul del verano antes de que lo borre el negro, de verse las primeras estrellas. Pero bajo ese azul, la puesta de sol todavía pinta con una luz difuminada la línea de la tierra. Un esplendor en rojo y oro que borra la pobreza del campo y lo eleva a la gloria de la muerte del día, un adiós que se expande en belleza a la inmensidad del espacio, que por un momento absuelve de todas sus miserias a las cosas del mundo. La señora Stein no podría haber deseado un mejor funeral que esta grandiosa despedida.—¿Dónde están las linternas?—Todavía se ve bien. Vos, Raúl, fíjate abajo del asiento, traeme algo para cortar la soga.El oficial encara a Gálvez.—¿Usted quién es?—Sargento Gálvez.—¿Y éste?—Miguel Dono. Encontró el cuerpo. Fue el que llegó primero.—Dono, Miguel. Sí, usted. Páseme el documento. ¿Qué dice? Oiga, sargento, a ver si me traduce. ¿Cómo? No, le estoy pidiendo el documento. El documento, cédula o DNI. ¿un aguilucho? ¿Qué aguilucho?—No le grite, está medio mal de la cabeza —protesta Gálvez.—Baje esa voz, sargento, con quién se cree que está hablando.—No bajo nada. Llegan cuando se les canta y encima no quieren entender. El hombre es de los nuestros.—¿Qué me quiere decir con de los nuestros? ¿Que tiene un cargo en la fuerza? ¿Un tipo que está mal de la cabeza?—Uno del pueblo, de Las Rosas, eso quise decir. Es jardinero, nació acá y todos lo conocen. Estará virado pero es un hombre decente y fuera de sospecha. Y nadie anda en el pueblo con un documento en el bolsillo. O se piensa que esto es Luján con toda esa...Antes de que la discusión pase a mayores, intervengo. Doy fe de que Miguel Dono es el jardinero del pueblo, un inocente, y por si acaso, también disculpo al sargento Gálvez, aclarando que lleva horas ahí, sin agua, en el calor, para cuidar la escena.Qué tengo que ver con esto, me pregunto. Tanta energía y hostilidad alrededor del cuerpo de la señora Stein me repugnan. Busco aire en un claro más lejos. Qué estoy haciendo acá, una mera figura burocrática, una firma, una presencia inútil en el contexto de una muerte inútil. Por qué no me vuelvo a mi escritorio en Buenos Aires, a lidiar con el hielo kafkiano de los juicios y la codicia de los contrincantes, a despejar marañas de intereses vulgares, siempre los mismos en esencia, que al menos tienen la ventaja de ser impersonales y de exigirme solamente conocimiento y eficacia.Ya es noche cerrada cuando termina todo. Todo es el grupo de hombres afanándose bajo el sauce, la forense agachada junto a la muerta, el círculo de una linterna pasando y repasando sobre el cuerpo, luego el cuerpo metido en el plástico negro. Hilda Stein en una bolsa de basura con sus ojos celestes y su charla incesante salpicada de risa, su libro de recetas que copiaba para mandarle a Flora, su promesa de seguimiento en busca del truco de un fantasma, ahora camino de la morgue judicial.El jardinero me toca el brazo.—Sí, Miguel, qué querés.

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No dice nada, solamente me mira.En esta oscuridad que apenas deja ver siluetas que hormiguean entre haces de linternas, en la cara del jardinero brillan lágrimas. No es el llanto de un chico. Es el de un hombre acorralado en un acto macabro que le recuerda otro, que lo toma desprevenido y sin defensa entre esa gente que no entiende, sin jardín a cuidar, sin orquídeas a estudiar, obligándolo a quedarse quieto mientras el bulto de un cadáver pasa delante de él, en una bolsa negra.—Miguel tiene mucho miedo —dice temblando.—No hay de qué tener miedo, Miguelito. Se acabó. Ya nos vamos a casa.La vuelta, como todas las vueltas a un lugar, parece más corta que la ida.El día fue extenuante para todos, así que ya nadie espera nada, salvo lo indispensable, beber, comer, dormir y a otra cosa. Ni siquiera se piensa en qué es lo que borraron los enfrentamientos iniciales y nos lleva a Las Rosas en una extraña calma, cada uno en lo suyo pero unidos en una misma sombra, como si cumplido un deber, terminado un trabajo, quedara solamente el hartazgo, el peso de lo hecho, mal hecho o hecho a medias por ignorancia, por falta de recursos, de una ética, de una preparación en serio o porque la voluntad individual, en el supuesto caso de que exista, nunca es suficiente para suplir la ausencia de un orden verdadero en un país donde estamos librados a la casualidad, siempre forzados a improvisar o defendernos, a desconfiar y atacarnos.En la puerta de la pensión, se hace el último repaso de documentos. La carta de la señora Stein, que acompaña a las pruebas materiales del suicidio, va en un sobre aparte. Se notificara a los deudos desde la jefatura de Luján. A partir del lunes, mañana, Gálvez y el jardinero podrían ser citados a declarar, si fuera necesario. Como se anuncia para esta semana una nueva huelga judicial, lo de necesario es relativo y depende, como todos sabemos, del altibajo de los tiempos.La claridad del caso no exige una investigación —ha dicho el oficial de la brigada—, es muerte por mano propia. A menos que a alguien de la familia se le caiga un tornillo y empiece a inventarse sospechas, el suicidio seguirá el curso normal, la dirección de la burocracia, ya que la víctima no es una figura pública. Los pobres de espíritu no entran por la puerta grande de los medios y el anonimato los junta bajo la carátula de muerte dudosa, sinónimo de olvido rápido y contundente tras un repaso superficial del departamento forense.La mujer de guardapolvo blanco se acerca para despedirse.—Hasta la próxima, doctor.—Espero que no haya una próxima.—Yo también espero. Aunque no hay que hacerse ilusiones. Diga que acá las estadísticas llevan décadas de atraso, pero en mi cuenta veo que el suicidio sigue corriendo al crimen en los números. En fin... —suspira.Nos damos la mano. Está por subir a la camioneta cuando parece recordar algo y se vuelve.—¿Sabe una cosa? Es una cosa ínfima, no creo que tenga ninguna importancia, pero me llamó la atención. El alfiler.—¿Qué alfiler?Se toca el bolsillo del guardapolvo, le da unos golpecitos con el dedo.—La carta de la suicida estaba enganchada al buzo con un clip. Dejó un agujero bastante grande por hacer fuerza para pasar la tela. La punta de un clip no tiene filo, sabe.—Un clip. ¿Y eso es raro?Está tan cansada que apenas puede sonreír.—Diría que lo pienso porque soy mujer. Si me pongo en el lugar de la muerta, después de tomarme el trabajo de escribir una carta, de meterla en un sobre, yo usaría un alfiler para pincharla. Las mujeres siempre tenemos alfileres o agujas en mente o a mano. Y más cuando se para en el lujo de El Castillo. Me contaron que ahí hasta le dan un sobrecito de costura junto con el champú, el agua de colonia y otras finezas que ponen en el baño. ¿Clips? Absurdo. No hay clips de oficina en los cuartos. ¿Por qué salir a buscar uno y en esas circunstancias? En fin...—¡Azucena! —grita el oficial desde el auto.—Espere un momento —le pido—. Debería mencionar ese detalle. Sí que es importante.Sacude la cabeza mientras se aleja.—¿Un detalle como ése? No es lo mío. Y me van a decir que es una pavada típica de mujeres. El caso está cerrado, doctor. Por suerte. Eso espero. Ya no damos más de trabajo.

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La oigo suspirar nuevamente.—En fin...A modo de último saludo.

5. EL CASTILLO

El Castillo está en la única elevación que hay en la zona, como si toda la tierra del lugar, en el principio y en un solo punto, hubiera intentado alcanzar una categoría superior, la del campo de suelos fértiles por sus ondulaciones y vías de agua, sólo para desanimarse ante la chatura infinita que la rodea, kilómetros de nada a la vista más que el pasto anémico esperando una lluvia, las salpicaduras verdosas de un monte aquí y allá, y el cielo arriba, inacabable.Pero El Castillo es un castillo. No una gran casa con reminiscencias palaciegas sino una fortaleza ridícula con almenas y foso, torres para la guardia, boquetes en el muro para los cañones y patio interno, copiada de las que quedan en Europa, hoy vacías de señores medievales, de tropas y enemigos, fragmentos de un pasado que se imagina pintoresco, falsamente simpático, como los cuentos para chicos que recuerda un adulto, sin terrores ni monstruos.Linus Shomberg, el viejo, tenía un sueño. Hacer real y habitable la nostalgia de un paisaje de la niñez, instalarlo a la fuerza en un paisaje extranjero aunque éste lo reduzca a una caricatura. Un sueño muy poco original, por otra parte. Hay castillos de imitación en todo el país, imponentes o de entrecasa, con torres altas o tan bajas como un ordinario tanque de agua. Sólo se diferencian por jerarquía, la que impone la cantidad de plata que se invirtió en construirlos. El castillo de Shomberg Grande pertenecía a la más alta. Sobre todo en extravagancia.Pertenecía. Los cambios que hizo el hijo suavizaron esa impresión de puño listo para golpear que antes daban la rampa de ingreso amurallada, las piedras y lajas del patio, desnudas, grises, el vestíbulo tenebroso y la escalera sin baranda, los peldaños anchos como umbrales, en la pared un grueso cordón de seda para sujetarse y una armadura y un escudo con dos falsas espadas de Toledo cruzadas en el primer rellano. Un par de fotografías enmarcadas y colgadas en la misma pared del retrato del viejo documentan la antigua construcción, tal vez un impulso de jactancia del heredero que la modernizó.Son las diez de la mañana. Estoy en camino al hotel, mirando el recorte de las almenas contra un cielo celeste. Es el camino largo porque elegí ir en auto, tomando San Martín, la calle principal que atraviesa la escasa docena de cuadras en que consiste el centro de Las Rosas, descartando el atajo por el bosque de pinos que me obligaría a hacerlo a pie.Hoy es un día inusitadamente fresco. Un chaparrón de los que caen a baldazos entre relámpagos y truenos, ha limpiado también a baldazos el polvo acumulado sobre el pueblo, barriendo el aire, llevándose al oeste la nube negra y húmeda de las últimas horas de ayer.Anoche, en esa pesadez sin oxígeno, esa enfermedad de nuestro verano, era una tortura meterse en la cama. El calor tampoco me dejaba leer. Estancado en la misma página, iba a soltar el libro cuando Flora golpeó a mi puerta para avisarme que me llamaban por teléfono.Fui al comedor rengueando y malhumorado. El único teléfono de la pensión está sobre un enorme aparador de estilo provenzal, entre dos platos de loza de Talavera y una bandada de minúsculos cisnes de porcelana, todos en fila. Levanté el tubo con cuidado, tratando de que el cable no se enredara en la base de plástico que sostiene los platos ni que arrasara la bandada de cisnes.—Hola —gruñí.—¿Turner?Reconocí la voz antes de que dijera otra palabra. Era Martín Shomberg.—Turner, sí.—Mira, discúlpame, ¿estás cenando? Qué incordio soy, ¿no?, es retarde. Sorry, che, imagínate cómo estoy con este .asunto que me reperjudica, man, un escándalo groso con el hotel lleno de gente, en plena temporada ¿te imaginas?—Sí.—Y menos mal que la gorda no se me colgó acá, en la pieza, en el lobby, en el taller, ¿te imaginas? Y suerte que la cana se llevó el cuerpo directamente a la morgue de Luján, de

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animales que son mira si se les ocurre pasar por el hotel, le imaginas, estos forros son capaces de cualquier cosa, hasta de venir en su Hilux y pedir que uno les sirva algo para hacerte ver cómo trabajan, capaces de arruinarte la temporada ¿te imaginas?Me imaginaba. Perfectamente y no era muy difícil. La ronquera del fumador empedernido y cuarentón luchaba para impostar una jerga liviana, de muchacho, y perdía miserablemente, denunciando al Shomberg empresario y mezquino.—¿Vos te das cuenta, Turner?Que me tutee no significa que entre nosotros haya algo que se aproxime a la amistad o por lo menos a un trato cotidiano. Shomberg tutea a todo el mundo, a jóvenes y viejos, a los huéspedes, a los empleados, a los proveedores, imitando confusamente el lenguaje de los chicos listos, chicos de Buenos Aires y la tele, no los del pueblo, que aún conservan el usted junto con el castellano anacrónico de las escuelas de Sarmiento. A caballo sobre dos tiempos, pensé, este imbécil se tambalea. La proximidad de los cincuenta le está resultando dura de montar.—Me doy cuenta —dije.El llamado a deshoras era porque el señor Stein vendría al hotel a retirar los efectos personales de su mujer a las once del lunes. Dejé pasar las exclamaciones fingidas, la ansiedad que empinaba la voz en el teléfono a una rispidez temblequeante, los «escúchame, man» y todo el «te imaginas», para enterarme, sorprendido, de que el viudo quería verme a mí, el juez Turner, antes de volverse a Buenos Aires.Colgué, intrigado por la solicitud del encuentro. No es habitual. Más común, aunque la situación obligue mi presencia, es el rechazo de los parientes de una víctima al trato con cualquier funcionario.Miro el reloj. Las diez y quince. El encuentro es a las once, en el hotel. He salido de la pensión con tiempo de sobra, para armar una respuesta que no sea demasiado dramática ni demasiado fría a las preguntas de los deudos, imposibles de contestar directamente sin sentir que se agrega una capa de sal en las heridas frescas.Las preguntas. ¿Cómo murió? ¿Sufrió mucho? ¿Cuáles fueron las últimas palabras? La verdadera información, repetida una y otra vez, que no estuvimos ahí más que como testigos tardíos que recogen un cuerpo, que no hubo últimas palabras que pudieran oírse, que antes de la autopsia no hay forma de medir la duración de una agonía, y callar que la autopsia es innecesaria para reconstruir un sufrimiento que está bien a la vista en carne desgarrada, cabezas destrozadas, sangre empapando ropa y piel, la información no sirve, se diluye en incredulidad, en negar que lo más aterrador y más extraño de la vida, que es la muerte, ha sucedido. Y que se muere como se nace, en un secreto impenetrable. El resto es sólo historia.-—Buenos días, juez —saludan al paso lento de mi cochecito.En dos años ya los conozco a todos. Somos pocos y uno converge al centro empujado por la misma corriente, entre las mismas veredas de adoquines.—Buen día, doctor.A la luz del sol y bajo un cielo limpio, Las Rosas tiene el débil encanto de la modestia.Casas cuadradas como bloques puestos en una estrecha hilera de un lado a otro de la calle. Casas de material en las que se lee todavía el esfuerzo de levantarlas ladrillo por ladrillo, de los cimientos hasta la losa irregular del techo, una obra de sábados, domingos y feriados, de manos de toda la familia, grandes y chicos acarreando baldes, paleando tierra, acercando herramientas, ayudando al que viene a instalar las piezas más difíciles de ese rompecabezas para ahorrarse una parte del pago. Algunas han alcanzado el lujo del revoque en la fachada, trabajo del sargento Gálvez en su infinidad de horas libres, y hasta el de la pintura del frente.Verde claro, marrón, azul eléctrico, nuevamente marrón, tirando al amarillo yema de huevo, tonos primarios fundidos y estridentes se repiten y se intercalan, puerta a puerta. El blanco de calcado, que les daría sencillez y gracia, acá no existe. Ese blanco mediterráneo es como el rosa colonial, un privilegio de los countries, de las mansiones semiocultas en parques tapiados por cercos de ligustro y de enredaderas, dispersas a lo lejos, que han crecido en los últimos años sobre el vago límite de un cruce bordeado de eucaliptos entre Las Rosas y Lourdes. Tal vez porque me amarga la entrevista con el señor Stein, porque no quisiera escuchar el discurso oficial que va a endilgarme, el melodrama de la pérdida irreparable, el cuento de que

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nunca se imaginó qué le estaba pasando a su mujer, compañera de toda una vida, etcétera, noto, con tristeza, la decadencia de las casas del pueblo.La pintura se ha descascarado y mezclado a las grietas de los ladrillos, en los umbrales de cemento brotan líneas de yuyo, la madera de las puertas está reseca y manchada de viejas costras de barniz. Las cortinas en las ventanas, si las hay, no han sido cambiadas en mucho tiempo. Y faltan las macetas.Había macetas con malvón en cada patio, regadas, cuidadas, floridas. Ahora no. El pueblo retrocede velozmente en el tiempo pero no a un tiempo de esperanza cuando todo está por hacer y se va haciendo lentamente. En éste gana la desidia, el agotamiento de cualquier idea de progreso.A las once menos cuarto estoy entrando en otro mundo, el de El Castillo. Subo por la rampa de acceso con el Gol. El motor responde pero tose por el esfuerzo como un anciano que se mantiene en buena forma, exigido en algo que no debería hacer a su edad.Viniendo del pueblo, es otro mundo, sí. El de lomas de césped y de flores que disimulan la hosquedad militar de los muros de piedra cordobesa. Miguelito es un buen jardinero y Shomberg no ahorró en gastos. Nada de malvones acá. Quizá la teoría de una memoria genética sea cierta y uno esté condenado a repetir ciertas manías porque Shomberg ha heredado del padre el imponer al suelo una marca europea, una floración que evoca jardines extranjeros más chicos y más frágiles, como una música de cámara en el silencio atronador del pasto duro, de árboles nativos y paja brava, que crecen solos, orgullosos de aguantarse el desprecio.Estaciono el auto en la explanada, dejo las llaves puestas. La vista no es precisamente espectacular. Sin embargo, una mujer la mira, apoyada sobre el muro de piedra, las manos cruzadas bajo el mentón. La reconozco por el pelo, que brilla al sol en ondas largas, rubio sobre una trama gruesa de reflejos cobrizos. Es la mujer nerviosa que vio un muerto.—¿Todavía aquí?Da una vuelta completa al oírme pero sin sobresalto, como si me hubiera estado esperando entretenida en la contemplación de una pintura nueva, buscándole una clave.—¿Y por qué no?Me gusta la sonrisa. Es clara como el pelo y los ojos.—Creí que no iba a quedarse ni un minuto más. Tuvo una experiencia muy desagradable.—¿Desagradable? ¿Desagradable, dice? Porque yo...Hace una pausa. La hermosa sonrisa borrada.—¡Desagradable! Cierto, usted no fue el que se tropezó con un cadáver. ¿Sabe lo que es caminar tranquilamente por un parque y encontrarse un muerto? ¿De noche, en plena oscuridad? Qué va a saber. No sabe porque a nadie le pasa. Uno se mueve entre los vivos.—En general. Hay excepciones. Médicos, funerarias...Se muerde el labio, supongo que trata de no llamarme idiota, y asiente con desgano.—Excepciones. Sí, hay excepciones. Como usted. Que no es de los que tienen miedo. Se le nota en seguida, con esos modales tranquilos, de juez de campo, de hombre que duerme bien... Pero yo soy miedosa. Tengo miedo de la oscuridad, miedo de las víboras, las arañas y las ratas. Eso no es todo. Para colmo, me contradigo. Porque tengo coraje físico. Hasta podría ser un buen soldado si me dieran una buena causa y un arma.—No la veo con un arma —sonrío.—Tenga cuidado. Sé usarla. Mi marido... Mi ex marido me llevaba al Tiro Federal. Por la inseguridad. Por los asaltos con muertes de vecinos en el barrio me compró una Bersa. Es el único regalo de él que conservo. Un valioso regalo, más las prácticas, para estos días en que uno es un blanco móvil, más yo, que vivo sola y en una calle peligrosa de Barracas. Me cabe en la cartera, en un bolsillo. Es bonita. ¿por qué me mira así? Claro que es bonita. Y legal. Está registrada en el RENAR.En voz más baja, como para contarme un secreto, agrega:—Mire, yo no tengo miedo de que me asalten. Mi miedo es de otra clase. Pura química de la imaginación, metida vaya a saber en qué neurona. Como un punto diabólico que se aprovecha de mi debilidad para convencerme de que este mundo es una pesadilla entera. Una pesadilla, juez, no un sueño con escenas que espantan. Desagradables, diría usted.

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Los ojos verdes arden. También me gustan. Le ofrezco un cigarrillo. Lo toma, se lo prendo. Da unas pitadas rabiosamente, sin mirarme. Que siga hablando, pienso, y me lamentó de haberle dado el cigarrillo. Pero sigue, ahora para sí, con desconsuelo: —Una víbora, una araña, un ratón, a mí no me paran si tengo que pasar. Lo que me asusta en serio es la idea de una víbora, de una araña, de un ratón. ¿Quién dijo que las ideas no se matan? En mi caso, acertó. Sobre todo las ideas más locas. Como tocar un muerto, mancharme de sangre, volver al sitio y no encontrar el muerto.Se mira las manos que me estaba mostrando, palmas arriba.—Pudo haber sido un truco de mi imaginación y de mi miedo combinados vaya a saber por qué. Pero también podría ser un hecho real y la falta del muerto nada más que la falta de una explicación, de una parte de ese hecho.—Posiblemente.Apaga el cigarrillo frotándolo sobre la piedra del muro hasta que se deshace.—Posiblemente, dice usted. Ah, eso es lo que me hizo venir aquí.Fija ahora la vista en el llano sin límite que se extiende al otro lado del muro en busca de un apoyo, de un centro. El verde de los ojos nublado a un gris muy similar al del campo allá abajo.—No se puede vivir en el mundo de lo posible, sin certezas. Lo posible constante enloquece. Por eso vine y por eso me quedo. Me quedo hasta encontrar la explicación que falta o hasta aprender a resignarme.Alta, delgada, firme. Así la había recordado, segura de sí misma, el tipo de mujer que uno espera ver al frente de una clase, acostumbrada a no hacerse ilusiones sobre el interés de los alumnos, a sostenerse en el placer de su tema o la satisfacción de cumplir el programa del cuatrimestre. Ahora, casi indignado por el engaño de esas primeras impresiones en las que uno se fía, descubro que es más baja, de estatura media, que la delgadez angulosa era sólo una cara demacrada y la tensión del miedo. No hay muchos ángulos en la mujer que miro. Lleva un vestido blanco de tela ligera, una de esas cosas hindúes que a la vez flotan y se adhieren al cuerpo. Está calzada con sandalias. La otra, la de ayer, había venido en pantalones, el saco de algodón era ancho y recto como un saco de hombre, las zapatillas y las medias estaban sucias de tierra, con los cordones sueltos. Ésta es perturbadoramente femenina. Todavía no sé cómo se llama. Le pregunto.—Miranda. Miranda Wilde. Si mal no recuerdo usted apuntó mis datos —dice con una risita burlona.—Están ahí, iba a mirarlos hoy —me defiendo—. ¿Miranda? No es un nombre común.—No mucho. Le gustaba a mi padre. Él fue a anotarme al registro civil. Mi madre nunca lo perdonó. Ella había elegido Florencia, que es mi segundo nombre. Miranda, Florencia... Los dos son demasiados largos para un apellido corto. A mí no me gusta ninguno. Deberíamos poder elegir como llamarnos, duran la vida entera...Sonríe otra vez y la sonrisa me hace perder el hilo de esa conversación ligera sobre nombres.—.. .coincidencia —está diciendo, creo.¿Cuál es la coincidencia? Ah sí, Turner, Wilde. Ahora estamos en los apellidos, el origen británico, si es que algo queda de británico después de tres o cuatro generaciones en la Argentina y de las mezclas. Pero los suyos, insiste, también eran de Lincoln, ¿le conté eso? de donde eran mis ancestros, ¿mencioné familiares con ese término pedante? la zona de frontera en que se amontonaron los hambreados que llegaban de Irlanda, de Inglaterra. Aunque por un segundo, sólo por un segundo, me encuentro preguntándome si esa sonrisa que me aturde y la singular coincidencia que no tiene nada de singular no sería un intento de acercarnos, de dar un rodeo en busca de una mayor intimidad. Solamente un segundo vanidoso, que la voz de Shom-berg fulmina.—¡Turner!Parado en la puerta del hotel, me llama como si El Castillo se estuviera incendiando. Antes no lo apreciaba. Ahora me enfurece. Había olvidado la cita con el señor Stein.—¡Turner!—Mejor que vaya —se ríe Miranda Wilde—. ¿Es tan urgente? Parece muy desesperado. Si tarda un minuto más se va a poner de rodillas.

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—Ni es tan urgente ni está desesperado. Es un ansioso, un neurótico —digo con más que irritación porque el hotelero me hace dejar esa charla en la explanada antes de asegurarme otra.—Así que ansioso, neurótico... Como yo. Debería aconsejarle que siga el método Shomberg para el estrés o que... —el sarcasmo se apaga en la voz—, que pase por el Pabellón Espiritual.—¡Turner!¿Por qué no aprendo a despedirme con naturalidad, usando alguna de las frases hechas como hasta luego, fue un gusto, nos hablamos, nos vemos, o algo así? Busco una apropiada, correcta, cuando veo que sin esperar un saludo ella se vuelve hacia la muralla, ya de perfil, ya inclinándose sobre el borde para apoyarse y seguir mirando el paisaje.Increíblemente, le pregunto:—¿Sabe andar a caballo?No se desconcierta, no se ríe.—Sí.—¿Bien?—Me las arreglo.—¿Quiere salir mañana?—¿A qué hora?—Tarde. A la tarde. Por el calor. Entre las siete y siete media.—A las siete y media me parece mejor.No más que un paréntesis de diálogo apresurado con una mujer de la que cuesta separarse y estoy andando hacia la puerta del hotel. Pero ahí mismo, en las lajas irregulares de la explanada me veo reflejado como soy. Un hombre hecho de torceduras y de grietas. Un tipo solitario, que renguea un poco, que sin anteojos no ve más que un borrón, en un blazer azul con la corbata oscura puesta para atender las quejas y los lloros de un viudo, con ese andar medio agachado de los altos y flacos, y estoy a punto de volverme y cancelar la invitación con cualquier excusa. Shomberg no me da tiempo. Me agarra de un brazo y me arrastra al salón donde me espera el señor Stein.Para tenerme lástima, pienso, me sobran los días con todas, absolutamente todas, sus noches blancas.La oscuridad en el vestíbulo es tan espesa que me frena.Vengo de la luz de afuera, la luz de un día soleado, para entrar en una especie de cueva de terciopelo negro. Terciopelo como colgaduras de murciélagos. La cueva huele a incienso de mala calidad. A lo lejos, un cuadrado reluce suspendido en el aire hasta que mis ojos se acostumbran: el retrato de Linus Shomberg en su marco de oro. Si ésta es la clase de bienvenida que reciben los huéspedes del hotel apenas llegan, no me extraña que crean en el fantasma de la torre. O en cualquier otra farsa.Avanzo mirando donde pongo los pies, guiado por la voz de Shomberg Chico, que susurra, imparable:—Callado, callado.Hay una alfombra persa de dibujos oscuros que ahoga todo ruido de pasos. Hay muros de cortinas allá al fondo. Metros y metros de una tela blanda y gruesa, de ese verde oleoso, negruzco, de río contaminado. Hay muebles antiguos, de caoba, en exagerada cantidad. Hay una araña de caireles, las bombitas en forma de velas, que baja del cielo raso abovedado, de una cadena sujeta a una viga del techo que se va afinando en la altura como el hilo de una araña real y gigantesca de patas transparentes, las víctimas desmenuzadas en trozos de cristal.Y hay algo que no entiendo. Ese algo es el pavor de Martín Shomberg.—A la Wilde no le contaste nada ¿no?Me empuja a un rincón del largo corredor. En la pared hay una puerta y el picaporte se me clava en la espalda. Un candado tintinea al golpear contra el metal de la cerradura. La cara de Shomberg se acerca a la mía para hablarme al oído. Huele a sudor acre y a incienso barato. Pasado el segundo de sorpresa, lo aparto de un codazo que lo hace trastabillar. No se enoja. Me mira y sonríe, suplicante.—Tenés que entender. Todavía no saben.—¿Quiénes no saben? ¿No saben qué?—Los huéspedes, la Wilde. No les quise decir lo del suicidio. La gente viene acá muy alterada.

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Así que era eso. Esconder por un rato la inquietante noticia de un suicidio impregnando las instalaciones del hotel, las sesiones de masaje, las caminatas pacíficas por la tranquilidad polvorienta de Las Rosas. Un rato muy corto, por supuesto. La noticia habría corrido por todo el pueblo a la velocidad acostumbrada y seguramente ya subía la loma hacia El Castillo, multiplicándose en su avance como una plaga de langostas. Ella, la mujer que apoyada en el muro lidiaba con la perversión de las ideas, que estaba aún en el limbo de la ignorancia, ¿cómo reaccionaría al enterarse de esta muerte verdadera que había sucedido en el ámbito llano, sin imaginaciones, de un refugio buscado para curarse o descansar? Una vez más me encuentro dándole la razón a Shomberg. La línea frágil que separa a los huéspedes del hotel de sus angustias personales se debilitaría y quebraría, dejándolos expuestos e indefensos.—Ya se van a enterar —respondo vagamente, pensando en la mujer que está afuera, aún a salvo de la noticia.—No alces la voz, no hagas ruido.Doy un paso, algo me engancha la manga del saco y me impide moverme. Parpadeo, acomodo la vista a las paredes del rincón.Es una suerte de ochava a la inversa, un resto del viejo castillo olvidado por el arquitecto que lo remodeló, con una puerta alta y robusta, de cedro, que parece tapar una ojiva, la única que no fue reemplazada por los nuevos pilares de concreto. El ruido metálico de la doble cadena con candado suelta un eco como una campanada al otro lado de la puerta.Shomberg se estira para buscar la punta torcida del eslabón que me retiene, insultando en murmullos a los obreros que dejan las cosas a medias, jurando que me comprará un saco nuevo si la tela está rota. Lo aparto con la asfixiante sensación de que caímos juntos a una trampa y que no será fácil escaparse de ahí, del sudor brutalmente perfumado de Shomberg, de los nervios que lo sacuden como un pollo al que le acaban de cortar la cabeza. Tiro con furia, el saco se rasga y me libera.Alguien ha abierto una de las cortinas del salón y el aire mira desde el jardín, limpio y punzante por la diferencia con esa negrura del vestíbulo y de las alfombras. Respiro hondo, con alivio.En el recorte de claridad que proyecta la luz exterior sobre el pasillo, Shomberg se recupera. Con una mano todavía incierta se quita de la cara el pelo húmedo, se endereza hasta volver a su altura normal, cuadra los hombros y sonríe. Todo el proceso en lentas sacudidas de títere al que van poniendo en movimiento. La voz también se eleva a un falsete de nene que quiere mostrarse encantador para complacer a los adultos.—Cómo lo siento, Turner. Es que sin luz las cosas se complican. Pero el viudo me pidió que cerrara todo un momento, quería estar solo, pensar, tranquilizarse, qué sé yo. Y bueno, es su duelo, pobre tipo. Te juro que vamos a comprarte otro saco.El señor Stein me aguarda. Ni me molesto en aclararle a Shomberg que no voy a permitir ninguna compra. Sólo para cortar el pegajoso monólogo de ruegos y suspiros, le pregunto:—¿Adonde da esa puerta con cadena?Abre los ojos, tanto que las cejas empujan hacia arriba unos pelos mojados que todavía se adhieren a la frente.—¿Qué puerta? ¿Dónde viste una puerta?Hilda Stein no exageraba al afirmar que Shomberg se había vuelto loco porque me mira boquiabierto, alarmado como si no me reconociera o como si de pronto, al cabo de esos pocos minutos en la oscuridad, descubriera que el loco soy yo y mi locura una amenaza.Una voz fuerte y calma nos interrumpe.—El juez Turner, presumo.El hombre está de pie, a contraluz, quieto y muy erguido delante del rectángulo de vidrio de la ventana descubierta.Sé que días después, incluso años después, voy a recordarlo como lo veo ahora. Mi hábito de mirar a través de una lente lo fijará en aquel instante, aislado en el recuadro de la única luz del salón, suelto de la fotografía imaginaria que yo había tomado del matrimonio Stein, ella gorda y afable, él duro y déspota, también cortado por ausencia del suicidio de su mujer, del cuerpo inerme, de esa horrible muerte a solas entre el verde de las ramas de un sauce.—Señor Stein —lo saludo, con una inclinación de cabeza, formalmente.

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6. EL SEÑOR STEIN

Estoy en el jardín de la pensión, echado en una reposera. Toda la casa duerme. Desde la caída del sol se ha ido plegando sobre sí misma como una casa de papel hasta esta paz unidimensional, cubierta ya enteramente por la noche.Son más de las diez en el tiempo que marca el reloj de luces y sonidos del campo.Primero llegan las garzas rojas del arroyo cercano, que no se ven durante el día. Llegan graznando, una suerte de quejido feroz que largan desde la punta de dos cipreses plantados fuera de la verja, en el baldío de enfrente. Avisan, callan. Uno levanta la Cabeza y ahí están, posadas en las ramas más altas de cada ciprés, en extraño equilibrio, y uno se pregunta qué dios ha creado y para qué esa paradoja de garzas que en vuelo tienen la delicadeza de una nube rosada, unidas a un grito de animal salvaje. Luego las luciérnagas, de a dos, de a cuatro, titilando sobre las formas negras de las plantas, sumándose tentativamente, apareciendo y desapareciendo como ojos amarillos que se abren y se cierran. Poco después, del otro lado del cerco de ligustro, se oye el canto de un pájaro. Brevísimo, un trino de pocas notas exquisitas: el jilguero nocturno da una vuelta al jardín.Garzas, luciérnagas, jilguero, ya se han ido cuando empiezan a sonar los grillos, un timbre monótono, incesante, que adormece, que clausura todas las puertas del día, dejando apenas el olor del pasto. Dejándome, ahora sí, completamente solo.Enciendo un cigarrillo. Fumo y pienso en el señor Stein, a conciencia, en este momento sin testigos, lejos de la reacción de loco de Martín Shomberg, lejos también de mi estupor al verme frente a frente con un hombre que desmentía el retrato del marido, del rico mercader de piedras preciosas descrito por la voz de Hilda Stein en conversaciones sucesivas.Después de presentarnos, Shomberg se había escurrido fuera de la sala sin que me diera cuenta. El señor Stein, como si en la espera hubiera tomado posesión del lugar y de su sofocante moblaje, me indicó uno de los sillones y se sentó en el otro, sacó una pipa, un encendedor y un punzón de un bolsillo del saco, una bolsita de tabaco del otro, llenó la pipa, acomodó el tabaco, arrimó la llama y aspiró hasta conseguir un hilo de humo.—Así que usted es el juez Turner —dijo con afabilidad paternal, de hombre mayor a quien le presentan un amigo de la hija y desea aprobarlo mientras lo examina—. Mi mujer lo llamaba Juan. ¿Se llama Juan realmente?—Juan es mi nombre, sí.Se inclinó un poco para mirarme bien.—¿Nadie le dice John o Johnny?—No.—Curioso.Yo no esperaba esa desconcertante introducción. Mis respuestas al interrogatorio común, elegidas para consolar, serenar o frenar alguna acusación del tipo que genera el desgarramiento de la muerte, que busca echar el peso del dolor sobre otros, sobre el médico que interviene, la enfermera que atiende, el testigo circunstancial, inventando sospechas y levantando cargos contra cualquiera que hubiese estado cerca, se disolvían en palabras inútiles y fuera de contexto.—No se sienta culpable. Usted no hubiera podido hacer nada para evitarlo. Nadie puede hacer nada en estos casos —dijo Stein, observándome por encima de los anteojos como si necesitara cerciorarse de que yo era el mismo hombre, al que había saludado en el primer momento—. Ah sí, la muerte siempre nos devuelve a un estado de culpa. Tal vez la muerte sea la raíz de eso que llaman pecado original.—No creo en el pecado original. Supongo que usted tampoco.Lo dije sin pensar, por decir algo. Le estaba dando vueltas al paquete de cigarrillos que había empezado a abrir. Trataba de ocultar mi incomodidad, la sensación de ridículo por verme puesto en el sitio del viudo, escuchando el mismo argumento que yo había hecho y memorizado en el auto mientras conducía hacia el hotel.—Es cierto, yo tampoco —respondió—. Pero la culpa como un pecado sin absolución, como el oprobio de nuestra mortalidad, no es una mala metáfora. Por algo la han usado y la usan tantas religiones, en diferentes términos. La mancha original que se intenta borrar con plegarias, con

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sacrificios, con ritos de purificación. Igual se muere. Y lo sabemos y sentimos la culpa del fracaso. ¿No es así?Hice apenas un gesto de acuerdo. El tono calmo de esa voz que hablaba de la muerte como si la hubiera abstraído con reflexiones y lecturas y no de la muerte de su mujer, me dejó sin palabras. ¿Negaba el hecho porque le resultaba insoportable o porque le importaba muy poco?—Puede fumar si quiere, yo estoy fumando. Hágalo de una vez, hijo. Va a terminar por ponerme nervioso —sonrió, apuntándome con la pipa.Le calculé setenta y tantos años. Quizá algunos menos. Quizá era solamente el porte de un hombre que había envejecido con extraordinaria dignidad lo que le daba un aire de vida muy larga y sabia al fin, aire de vencedor que ha librado todas sus batallas.El señor Stein no era alto pero su recia delgadez, los hombros echados hacia atrás, el aplomo de cada uno de sus movimientos, le añadían estatura. La cara era afilada, de líneas netas que formaban un triángulo con la punta de barba en el mentón, negra como las cejas anchas y rectas que parecían pegadas sobre las incontables arrugas de la frente. Llevaba el pelo prolijamente corto atrás y algo más largo en las patillas, con estrías canosas, rodeando las orejas demasiado chicas en la imponencia de esa cara.No estaba vestido para la ocasión, como yo. A primera vista, el traje de hilo gris, la camisa blanca y la corbata azul, tenían un sospechoso brillo a nuevo, hasta que poco a poco se advertía el desgaste del uso, de la comodidad, de la costumbre. Pero era un traje caro, de ese corte en que se lee la firma de sastrerías de París o de Londres, la clase de ropa con que antes del accidente yo mismo me vestía y pavoneaba. No debía sorprenderme. Hilda Stein me había hablado con adoración de la elegancia de su marido, una necesidad comercial del vendedor de diamantes, del trato con los clientes, privilegiados compradores de joyas que costaban una fortuna.—Mi mujer lo apreciaba, juez Turner. Le había tomado cariño. Y ella era puro sentimiento. Pobre Hilda, no encontraba la forma de volcarlo en algo que lo retribuyera como ella imaginaba que debía ser esa devolución. Había tenido mala suerte y nunca pudo sobreponerse a eso.Mientras lo escuchaba, asintiendo sin comprender a qué venía esa íntima descripción de una esposa que se había suicidado apenas unas horas antes, ese dirigirse a mí, un desconocido, con una confidencia sobre el carácter de ella en que también se mencionaba una desgracia, noté que el señor Stein me resultaba extrañamente familiar.Era un matiz apenas. Un contacto remoto de la memoria que se prendía y se apagaba. Me decía que yo había escuchado esa voz en alguna parte, sobre todo el acento extranjero, las erres débiles, las tes chasqueadas, las vocales un tono más abiertas, pero en un castellano impecable, el idioma que se estudia en colegios y en libros, un tanto rígido en su perfección gramatical y sin la calidez que dan los errores y los modos del que se aprende en casa. Que había visto esos ojos, ¿dónde? ¿cuándo?, y que me habían mirado igual, negros como las cejas, de párpados muy gruesos y sesgados que no se abrían del todo, que parecían ocultar, por discreción, el destello de una inteligencia apasionada y la hondura de una Melancolía severamente educada bajo el comando de esa Inteligencia.—Mi mujer dejó algo para usted. Sí, para usted. Yo también bien me sorprendí cuando me llamó por teléfono.Acarició la pipa que se apagaba. Bajó los párpados pesados como si quisiera evitarme ser testigo de lo que .ahora había en los ojos, otra clase de brillo, otra clase de oscuridad.—Hilda nunca me llamaba desde aquí. Teníamos ese acuerdo, por así decirlo. Pero no era un acuerdo, no. Ella se impuso. Me rogó y yo nunca pude resistir sus ruegos. Por otra parte, hubiera sido cruel negarle algo en el peor tramo de su desesperación ¿no cree? Cruel como detener a un preso que se está fugando, de la cárcel, que ya pasó el último alambrado que se interpone en el camino a la libertad, que ya toca los centímetros de tierra que va a pisar, una tierra limpia de carceleros, encierros y martirios, aunque uno vea al guardián en la torre, el arma que le apunta y el disparo en suspenso que lo va a matar.—¿Estaba enferma, señor Stein? No parecía que lo estuviera.Había empezado a levantarse y mi pregunta lo detuvo.—¿Enferma?

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Se sostenía en los brazos del sillón, mirándome por encima de los anteojos de un marco fino y anticuado, de cristales redondos, en precario equilibrio sobre la nariz como un par de monóculos unidos. Sacudió ligeramente la cabeza.—Ah, entiendo lo que quiere decir. No, no estaba enferma. No de una enfermedad del cuerpo. Mi Hilda estaba clínicamente sana. Pero por dentro, muy adentro en la sangre, la consumía una especie de enfermedad, esa que en algunas mujeres lleva a una especie de muerte. La falta de hijos cuando se los desea sin límites y a cualquier precio.—No tiene hijos...Me vio dudar y se tomó su tiempo para considerar la afirmación que insinuaba otra pregunta. Se puso de pie. Buscaba alguna cosa atrás del sillón de cuero negro. La cosa era un bastón. Lo encontró en el suelo, tirado sobre el reborde de la alfombra. Un bastón de esos que no son fáciles de olvidar aunque uno los haya visto solamente una vez. Largo, de madera lustrosa, con un puño cónico, recamado en plata. Había en la tacha de plata un escudo de armas con una espada, una pica, una maza.—Hilda no podía tener hijos. Quizá hoy hubiera sido posible. En nuestra época había que resignarse.Se apoyó en el bastón, cruzando las manos sobre la empuñadura, los ojos entornados, recordando.—Estéril. Desde la mañana en que el último médico que consultamos nos dio el mismo diagnóstico que los anteriores, esa palabra fue tabú entre nosotros. Estéril. Pero yo la oía repetirla en sueños y se despertaba con lágrimas. Estéril...¿Qué me estaba diciendo? Durante dos largos años yo había ido incorporando a Hilda Stein esos hijos con su egoísmo y sus reclamos, su infancia, su juventud, sus casamientos, el nacimiento de los nietos, tomando partido por ella, compadeciéndola y más de una vez aconsejándola, hasta el punto de no poder pensarla sin esa familia, sólo para enterarme ahora de que no habían existido nunca.—No me cree ¿verdad? Sí, ya sé. Ya he pasado por esto. Por los hijos que se inventaba. Pasé por todas las edades de esos chicos imaginarios. El llanto de los bebes, el día que decían la primera palabra, que daban el primer paso. La emoción del jardín de infantes, los deberes de la escuela primaria, las buenas o malas compañías del secundario, los exámenes de la facultad. Uno termina por aceptar cualquier locura a fuerza de resignación y de cansancio.Alzó el bastón y lo movió como un puntero señalando las cortinas, los sillones, las mesas y escritorios de vista, hasta fijarlo en el cuadro de Linus Shomberg. Sonreía con tristeza.-Dios sabrá por qué en este horrible hotel, en este castillo grotesco, mi mujer encontraba cierta paz. Yo no lo sé. Me había prohibido venir a visitarla, decía que una de las reglas del programa de adelgazar era impedir que los parientes provocaran una recaída.Las cejas negras se juntaron.—¡Una recaída! Por favor. La bendita comida era parte de la historia, del personaje de la cocinera en su cocina. La gordura también. Mi Hilda era una mujer delgada que se obligó a engordar para engañarse con la redondez de un embarazo, para decir después, cuando se acomodó a la obesidad, que antes de tener a sus hijos había sido muy flaca.Me atreví a interrumpirlo, todavía perplejo:—Pero está la adopción… ¿Nunca pensaron en adoptar?—Yo sí. Me di cuenta de cómo lo que había empezado por un deseo natural se estaba convirtiendo en una pesadilla. Pero ella quería lo imposible. Quería que su cuerpo sintiera un hijo adentro. Quería los nueve meses, la carga, los latidos, la espera, el malestar, incluso el parto con su dolor y sus peligros. No sé si verdaderamente le importaba la maternidad, mire lo que le digo. Si podía verse a sí misma después del nacimiento de la criatura, en el cuidado, en los desvelos, en las alegrías y problemas. Llegué a pensar que esa gran ilusión no era más que ilusión, que en realidad no le gustaban tanto los niños.Apretó las manos que aferraban el bastón hasta que los nudillos se pusieron blancos.—En un matrimonio que duró tanto tiempo como el nuestro, la injusticia es uno de sus tantos pasajes. Fui injusto con ella. Le gustaban los niños, por supuesto. Su rechazo no era más que apartarse de lo que le dolía inmensamente, esa falta que nos amargaba la vida. Y la culpa.—¿Culpa? ¿De qué podía sentirse culpable?

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El señor Stein me miró con asombro, antes de contestarme.—Cómo de qué. La culpa de ser ella y no yo el que no podía tener hijos. Arrastraba el estigma de la esterilidad, la marca de la mujer inútil que viene del fondo de los tiempos a estos días de fertilización y embarazos in vitro, como se arrastran las costumbres más primitivas y salvajes, maquilladas, disimuladas con ciencia de probeta y explicaciones psicológicas. No pude convencerla de que yo no era de esos hombres que se creen más hombres si son padres, que no necesitaba el mito estúpido de afirmarme en el mundo dejando descendencia. Soltó una risa áspera.—Justo este mundo. Justo a quien la última gran guerra de este mundo le mató a toda su familia en campos de concentración y cámaras de gas. La sola idea de que un hijo mío tuviera que caer en eso me enfermaba. ¿Por qué pone esa cara? ¿Piensa que mi miedo al futuro es exagerado? Quizá tenga razón. Usted es joven, yo soy viejo. —Perdone si...—No tengo que perdonarle nada —suspiró—. Me ha interpretado mal. Soy un viejo, sí, pero eso no significa que los años vividos me den más experiencia, que prueben algo serio y contundente contra la esperanza de un mundo mejor que el que tenemos. Sólo quise decir que los años me han enseñado que la imaginación de los gobiernos en cuanto a fabricar victimarios y víctimas es infinitamente superior a la imaginación de un individuo.Estiró una mano pálida y huesuda, la deslizó en él aire como palpando la semioscuridad que nos rodeaba.—Quién sabe... —murmuró con los ojos cerrados—. Quién sabe por qué Hilda...Calló sin terminar la frase. Estaba de pie en la línea relativamente iluminada de la sala, el mentón caído sobre el azul de la corbata, la mano temblando sobre el pecho, el cuerpo magro oscilando sobre el bastón, a punto de quebrarse. Aun así, su voluntad era admirable. Cuando por fin habló, ya había juntado el poco de energía que le quedaba para retomar el hilo de la conversación con naturalidad, lujo la máscara de la cortesía.—Cielo santo, estoy aburriéndolo. Peor, le estoy haciendo perder tiempo. Un juez debe ser un hombre muy ocupado.—Juez de paz, señor Stein. A un juez de paz de un pueblo chico le sobra el tiempo —dije para conformarlo, distraídamente.Porque en ese momento creía oír, sobresaltado, la voz de mi abuelo, traída por el señor Stein con una exclamación, su favorita: Cielo santo. Una vez más la familiaridad de algo sucedido y olvidado reclamaba un lugar en el presente, un minuto de existencia en esta hora de conversación tan ajena a la vida que llevo en Las Rosas y con un hombre tan ajeno a mi medio como un vendedor de diamantes.—Si me espera un momento. Voy a buscar el paquete que le dejó mi mujer. Está en el cuarto que ocupaba, junto con las cosas que debo llevarme —dijo Stein.Pero vaciló unos segundos, como perdido, temeroso ante un cuarto vacío y ya agobiado por el esfuerzo de cumplir con una serie de obligaciones penosas, de hacerse cargo de trámites y ceremonias que para él no tenían ningún sentido. Lo vi muy solo. Hubiera querido decirle que entendía, que yo también había sufrido ese desgaste inútil, pero el tamaño de su soledad me asustó. Nada más asentí y lo miré alejarse.Esperé quince minutos largos. Cuando volvió a la sala era otro hombre. El pelo y la barba tenían salpicaduras brillosas. Se había lavado la cara, se había pasado un peine, el agua había atenuado el gris enfermizo de la piel y alisado en parte las arrugas. Seguramente, de los quince minutos usaría los primeros para llorar, el resto para componerse. Entró con una sonrisa armada antes de atravesar la puerta. Traía un paquete chico. Era un sobre de papel madera, sin hilo ni cinta alguna, con los bordes sobrantes doblados.—¿No va a abrirlo? Tengo curiosidad por saber qué hay adentro.Pasé la mano por la superficie del sobre. El filo de cuatro líneas rectas se marcó en el paquete.El señor Stein murmuró:—Parece un libro. Qué extraño.Era un libro. Un libro de recetas de cocina. Pero en una edición antigua, de papel marfileño, con ilustraciones de las cocinas y de los platos que se servían a los Médicis en la Florencia del siglo XV. En la primera página figuraba el autor de esa antología gastronómica, Antón Francesco

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Grazzini, nacido en Diacetto, Toscana, en 1467. Del breve prólogo deduje que el recetario, titulado Lezione, había tenido en su tiempo un éxito equiparable al best-seller de hoy.Busqué la fecha de la reimpresión. Londres, 1824. En la segunda página, subrayada, había una cita de Rabelais:Mejor escribir la risa que las lágrimas. La risa es propia de los hombres.—¿Me permite echarle un vistazo?Le pasé el libro. Un regalo costoso. No soy bibliófilo pero tengo memoria de la admiración de mi abuelo Turner por ediciones antiguas, la avidez con que solía mirar en una vidriera esas tapas generalmente oscuras, la tela raída con pequeñas lagunas donde la trama dejaba ver los hilos, la opacidad de los dibujos. «Si tuviera la plata, los compraría», me decía suspirando aquel hombre que no suspiraba por nada.El señor Stein hojeaba el libro sin detenerse en los títulos y las ilustraciones. Lo sostenía en la palma de la mano izquierda, pasaba las páginas con la derecha, suavemente, como si acariciara el papel amarillento con temor de que se le deshiciera entre los dedos.—Caramba —dijo sorprendido, y me mostró el libro abierto.En el blanco de la parte superior de una hoja había unas palabras escritas con tinta negra.A mi querido Johnny, para que lo lea cuando yo no esté.Hilda.Levanté los ojos del libro. El señor Stein asentía, pensativo.—Johnny. Así que mi Hilda lo llamaba Johnny. Darle una vuelta al nombre, traducirlo, sería acercarlo un poco a ella. Como un hijo. Uno más de su familia imaginaria. Usted le gustaba, se preocupaba por usted. Me contó que el juez de Las Rosas estaba siempre triste. Un muchacho con una carga muy pesada, me decía, y estar triste no es sano a su edad, tiene la vida por delante.—¿Le dijo eso de mí?—Me dijo mucho. Sé que tuvo un accidente grave. Un choque. Que su mujer murió en el choque. Me dijo también que usted no se perdona, que está enfermo de culpa porque era el que manejaba el auto.El señor Stein se bajó los anteojos y me miró por encima del marco.—¿Es cierto lo del choque? ¿O ella me mintió? Ah, Hilda y sus historias. Hacía esas cosas —dijo tiernamente.Hubo un silencio entre los dos. La sala se había oscurecido aún más. En el vidrio del ventanal, el cielo se veía cortado en dos mitades, una espesa de nubes, la otra mitad celeste. Las dividía una raya ondulante como una ola extendiéndose sobre una playa. Una ola chata y negra. El celaje que trae la tormenta y la lluvia.—No mintió sobre el accidente. Es verdad que en ese accidente murió mi mujer y es verdad que yo manejaba.—Lo siento mucho. Tenía la esperanza de que fuera uno de sus cuentos.Nuevamente callamos. Uno cree que el tiempo borra la herida de una muerte como borra tantas otras cosas, hasta que una minucia, una palabra suelta, una calle cualquiera la pone a prueba y vuelve intacta, abierta, como si no hubiera pasado un solo día, un solo minuto. Dos años, me dije, y duele igual.Metí el libro en el sobre, doblé los bordes con cuidado.—Sí, hubo un cuento, señor Stein. El cuento que yo me contaba sobre mi mujer. Nos habíamos divorciado y pensé que eso era el fin de una historia, que terminaba como debía terminar, porque entre nosotros no hubo nada más que la chispa de un enamoramiento que se apagó en seguida. Nos llevábamos mal. O no nos llevábamos nada. La decisión de separarnos fue mutua y sabíamos que a la larga sería inevitable. No estábamos contentos, se entiende. Era un fracaso y a nadie le gustan los fracasos. Pero había un futuro. Un futuro para los dos, un cambio para cada uno que iba a traernos mejores experiencias que ese matrimonio.El señor Stein no dijo nada. Seguí doblando y desdoblando las puntas del sobre sin alzar la vista.—El cuento terminó con el auto incrustado en el remolque de un camión. Terminó el cuento mientras mi mujer se moría, terminó la ficción de que no quería verla más. Se murió al lado mío, mirándome, contándome su verdad en la mirada. Y la verdad era que esa noche había

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buscado retenerme con una discusión que no entendí, un reclamo de libros que no eran suyos para ganar algo de tiempo. ¿Tiempo al divorcio? ¿Tiempo de otra salida? Quizá reconciliarnos y probar una vez más. No sé. Sé solamente que la discusión fue el intento de una tregua. Pero yo ni siquiera quise escuchar el último ruego de mi mujer. La angustia con que me pidió que respetara su miedo a la velocidad del auto. Mis pesadillas son ese ruego que no termina nunca. Y las preguntas que debí hacerle y que no hice.El sobre había empezado a arrugarse. Lo dejé.El señor Stein suspiró:—Fue un accidente, hijo. La vida misma es un accidente. Si la vida tuviera voz, nos diría una sola palabra. Diría azar como única respuesta.De pie frente a mí, erguido y fuerte como un árbol de muchos años en que no hay otro signo de vejez que la anchura del tronco y el largo de raíces, me consolaba. Sentí un golpe de vergüenza.—Discúlpeme. No debí hablar de mis problemas, no en estas circunstancias.Le ofrecí el libro.—Creo que corresponde que usted lo tenga. Hilda no habrá tomado en cuenta el valor. Me imagino que pensó más en Flora, la dueña de la pensión donde vivo, que en mí. Le gustaba pasarme recetas para ella.El señor Stein sonrió.—Las comidas que figuran acá, en el supuesto caso de que su dueña consiguiera los ingredientes para hacerlas, le resultarían incomibles. Mi mujer lo sabía. El libro era para usted. Se tomó el trabajo de elegirlo y traerlo de Buenos Aires. Quizá lo habrá visto leer o dedujo de una conversación que sabía de libros y éste le pareció bonito. Guárdelo. Está dedicado. Y para que se quede tranquilo, sí, es un libro muy caro pero conservo otro ejemplar. Una inversión. Parte de mi trabajo, por supuesto.Notó que yo no comprendía porque repitió, arrugando las cejas, marcando las palabras:—Mi trabajo. Con libros. De esta clase. Raros. Antiguos. Primeras ediciones.De pronto se rio como si su mujer estuviera presente y haciéndole una broma.—Ah, entonces a usted también le dijo que yo comerciaba con diamantes. No, no. Ocurre que alguna vez le explique a Hilda que los libros que vendía, muy buscados por los leccionistas, eran como piedras preciosas. A partir de ahí los llamó brillantes o diamantes. Terminó por ser uno de sus chistes favoritos, contarle a todo el mundo que mi negocio de la calle Florida era una joyería.—¿Chiste? Yo le creí. Hablaba seriamente.Stein se apresuró a corregirme.—Seriamente no. Hablaba como una chica y yo fui responsable de esa actitud de adolescente. Tenía trece años más que ella. Era una chica de menos de veinte cuando la conocí y siguió siendo una chica porque se había casado con un hombre mayor, un hombre con una carrera ya hecha, con un negocio que prosperaba pero que siempre le pareció el más absurdo de los negocios. Creo que le hacía gracia, que me veía y aceptaba como una esposa a un marido que le salió maniático. Un buen marido pero bastante loco.Movió la cabeza sonriendo, recordando.—Bueno, bastante loco para ella. No tenía ni idea de los libros, menos aun del valor de los míos. Hilda apenas había terminado la escuela primaria. Era una mujer inteligente pero no le gustaba estudiar ni aprender nada nuevo. Traté de que lo hiciera cuando supo que no podía tener hijos. Necesitaba distraerla con algo.—Una idea razonable.—No. Todo lo contrario. Fue una idea estúpida. Se negó tan violentamente que me dio miedo que pensara que yo me avergonzaba de su ignorancia. Cómo iba a avergonzarme. En esa supuesta ignorancia había más inteligencia, más intuición, más perspicacia, que en una docena de títulos universitarios. Una chica fue siempre, y también muy hermosa. ¿Me da un minuto?Sacó la billetera. Era grande como el bolsillo interior del saco donde la guardaba. Tomé la foto que él me pasaba con una sonrisa de orgullo. En blanco y negro, una foto de los años sesenta. No se reconocía a mi amiga, la señora Stein, en esa muchacha esbelta como un junco, de pelo oscuro y ondulado, posando contra una pared con un rosal, las rosas enmarcando la silueta de brazos desnudos, blancos en el gris de la blusa y de la falda corta, que dejaba ver unas piernas

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perfectas. Era la foto de una extraña.

—Muy hermosa —dije.—Nunca perdió esa hermosura. Estaba igual, ¿verdad? Los años y la obesidad la habían cambiado un poco, pero era la misma de la foto si uno la miraba bien. Era como el libro que le dejó. Para ella no pasaba el tiempo. Pero necesitaba atención y una lectura diferente.Volvió a poner la foto en la billetera y la billetera en el saco. Con mucho cuidado y una expresión feliz. Recuperaba, por unos instantes, a la mujer querida.Pensé en la muerta, en el cuerpo deforme de la señora Stein, en la cara azulada y descompuesta de la última vez que la vi, ahorcada en la laguna de los Bungen, y me alegré de que para ese hombre se hubiera convertido en un bello espectro que él miraría sin temor y sin culpa. Creer en la fatalidad es una buena religión.Había llegado el momento de despedirnos. El señor Stein guardó la pipa, se abotonó el saco, estiró la mano para tomar el bastón, un movimiento brusco. El bastón cayó al piso y me agaché para recogerlo. Fue un segundo. En el roce frío de la plata en la empuñadura recordé enteramente, de golpe, como si se abriera la puerta de un cuarto clausurado, las sensaciones que ese cuarto guardaba bajo llave desde hacía treinta años.El olor inconfundible a papel seco, el olor dulzón del tabaco. El tacto de la plata labrada en el bastón. El escudo de armas, deslumbrante para cualquier chico. El sabor de un caramelo en la boca. Y la voz escandalizada de mi abuelo: (Cielo santo, Johnny, quédate quieto. Deja en paz ese bastón. Cielo santo, no toques esos libros.—La librería de Stein —dije, sin soltar el bastón—. David Stein. Usted es el dueño de la librería de la calle Florida. Yo estuve ahí. Mi abuelo me llevaba.—Así es —dijo sencillamente.Me sacó el bastón de la mano y lo paró en el suelo, acercándolo a mi cuerpo como para medirme.—El nieto de mi amigo Turner crecido a un hombre.Quién nos hubiera dicho, a Eddy Turner o a mí, que ese chico inquieto iba a cruzarnos en el futuro, ahora como juez en un pueblo tan lejos de Buenos Aires, tan lejos de las charlas de entonces, del puñado de libros que Turner me compraba cuando podía, a escondidas de su mujer, ahorrando plata de su sueldo de profesor de lenguas. Pero no es tan extraño si uno piensa que viviendo en el mismo país cambian muy poco la escenografía y los actores.—Usted sabía, entonces. Cuando pidió que viniera hasta aquí en vez de dejarme el libro en el hotel.Se encogió de hombros.—¿Saber que usted era el nieto de Eddy Turner? No. Puedo haberlo intuido, pero pienso que no. Algunos de mis clientes se aparecían a veces con sus hijos. Muchos eran ingleses o descendientes de ingleses y Turner no es un apellido raro ni acá ni allá. El Turner con quien teníamos esa amistad que no sale nunca de un lugar, que está hecha de conversaciones solamente, había muerto. Recibí una tarjeta informándome del velatorio pero no fui. Prefería recordarlo vivo y conversando. Era un hombre muy culto, su abuelo, y de un carácter intachable.Se tocó el bolsillo en que estaba la foto.—A usted quise conocerlo por ella. Me llamó la atención que le hubiera dejado un regalo. ¿Una herencia? Muy raro. ¿Por qué? Hilda no me había dicho que le encontraba un parecido con otra persona, menos con Turner, a quien yo no trataba en mi casa. Posiblemente, alguna vez, habría visto a Eddy en el negocio, pero entre otros clientes y, como ya le expliqué, se apartaba instintivamente de los niños.Con el bastón señaló el corredor.—Relacioné el apellido de mi amigo con el suyo por la luz. O la falta de luz. Usted y ese personaje desagradable discutían ahí. No pude oír mucho. Hablaban en voz baja y cortada. Había algo extraño en esa discusión. Parecían dos cómplices tramando un asalto sin ponerse de acuerdo. Así que fui a mover una de las cortinas, sólo un poco. Cuando me di vuelta, ya se habían calmado. Estaban quietos, usted lo interrogaba, el sujeto retrocedía con miedo o al menos eso me pareció. Pero lo que realmente vi, en ese pedazo de luz, fue un fantasma.

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Sonreía satisfecho. La satisfacción de un descubrimiento inesperado.—El fantasma de Eddy Turner. Muy alto, inclinándose para mirar el ejemplar que yo le ofrecía, el pelo más bien largo resbalando sobre la frente cuando bajaba la cabeza. El perfil que yo me sabía de memoria por haberlo observado mientras él husmeaba entre mis libros. La boca seria que también sabía reírse a carcajadas de una página involuntariamente absurda, de la retórica o la sensiblería de un estilo obsoleto, como suele pasar con la lectura de textos de otro siglo. Eddy Turner más joven que antes, incluso más buen mozo ahora que estaba muerto.Se rio, una risa suave, de reírse de sí mismo.—La verdad, hijo, me dio un susto. No duró mucho pero me impresionó. Este salón, este lugar tan tétrico, ese cuadro con esa cara cínica, y yo que estaba hundido en lo mío. Hasta que dije su apellido para saludarlo. Turner. Al fin. Me quedó esperar solamente que usted se acordara de mí. Si no lo hubiera hecho, me habría ido sin decirle nada.—¿Pero por qué?No contestó en seguida. Miró a su alrededor como si el salón se hubiera vaciado del todo, miró con vértigo, aferrando el bastón, luego me miró. Los ojos negros también vacíos.—¿Por qué? Porque sin mi mujer soy nada más que un viejo cargado de recuerdos. Demasiados recuerdos. No quiero juntar otros.—¿Puedo ayudarlo en algo? Permítame eso, por favor. Sé que hay trámites engorrosos que le falta cumplir. Déjeme acompañarlo.—No. Todavía me basto para resolver ciertas cosas. Prefiero hacerlas solo. Gracias, de todos modos. Muchas gracias.Me tendió la mano. La estreché. El apretón de Stein era firme. Lo prolongó un momento.—Johnny Turner, igual a su abuelo. Un caballero. Él esperaba eso de usted. Me alegra ver que se cumplió esa esperanza...La voz temblaba un poco ahora.—Entre todo este horror fue un consuelo cruzarme con el recuerdo de un amigo, acordarme de mi juventud y de los buenos tiempos, enterarme de que el cariño que mi mujer le tuvo a usted era real, que no murió desamparada, que hablaba con alguien que podría haber sido su hijo. Un hombre generoso, como deseaba ese otro gran hombre, Eddy Turner.Estaba muy emocionado. No me atreví a discutir la idea que se hacía de mí. Hubiera sido una verdad injusta, una amargura más aclararle qué poca cosa era hoy aquel chico de la librería, cómo había malgastado las promesas de los primeros años en la carrera que tuvo un fin previsible, el de esta vida aletargada y contaminada de culpa, esta reclusión sin esperanza de salida, el día a día de Las Rosas. Acepté la comparación y los elogios como si fueran ciertos. La memoria de la señora Stein y el dolor del marido exigían el respeto de una mentira blanca.Antes de retirarse de la sala, Stein me dio su tarjeta. Conservaba la librería pero en otra calle del centro. Le dije que pasaría a visitarlo. Me pidió que lo hiciera, sin falta.Pero en el último saludo, la última mirada, los dos pensamos que este encuentro iba a ser el último.

Medianoche y sigo en el jardín

Este lunes se estira en interrogantes que parecen ir a un único destino, la soledad. No me gusta decirlo pero me siento solo. El señor Stein me ha dejado esa carga. Hace mucho, una vida, que no tengo esta impresión estremecedora de vacío. No hay nadie alrededor: el pueblo parece haberse esfumado en el aire. Sólo hay mi cuerpo en una reposera, el siseo de mi respiración en esta noche inmensa conmigo suelto, una noche que me obliga a alzar la cabeza, echarla para atrás hasta que solamente puedo ver el cielo.Es el cielo del campo, en el verano. Negro y tan cerca.Ríos de estrellas chicas como puntos de agua luminosa y estrellas grandes como faros en un mar negro, brújulas y compases sobre un diseño inalcanzable, una cartografía astral de ese territorio en lo alto. Ahora estoy ahí. En calma. La angustia del vacío se ha ido. No sé por qué y no importa. Quizá el orgullo de no ceder a la tentación de pensar que soy una partícula importante para el orden de las constelaciones que se hacen y deshacen, para un tiempo fuera de toda medida humana, sin dioses que protejan, que premien o castiguen, me mantenga de pie en este

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misterio de estar vivo cuando hasta las estrellas han muerto, cuando aun muertas desde hace millones de años siguen mandando luz.Pliego la reposera, la apoyo contra la verja del jardín. Entro en la casa. Abro la puerta del cuarto donde revelo esas fotos que me entretienen. Prendo una lámpara. Contra las paredes de la pieza hay cajas de libros apiladas. Las de la línea superior están abiertas. De ésas he venido sacando libros, leyéndolos y guardándolos en cajas diferentes. Voy al dormitorio y me acuesto, rendido de cansancio.Pero antes de dormirme, sé qué voy a hacer mañana. Una biblioteca. Estantes. El cuarto es grande... Necesito maderas... Comprarlas en Luján... Un carpintero... Miguel, naturalmente. Libros en orden... El señor Stein...Esta noche de lunes no sueño.

7. CON EL PADRE ROBERTO

—Y no trajo su cámara. Me parece perfecto. Si estamos hablando de una muerte ¿qué iba a fotografiar? Dejad que los muertos entierren a sus muertos. ¿Un mate? Espere, me deja cambiar la yerba que está aguada, tengo la panza verde de matear pero uno más no me hará mal. Pobre mujer. Pobre Hilda Stein.No es la hora del mate. Cerca del mediodía y en el patio del rancho del cura de Las Rosas, mi visita sale del programa del sábado jugando a las cartas en la pensión, cortando las horas demasiado largas en que ni el padre Roberto —don Roberto, como le dicen en el pueblo— ni yo, tenemos nada que hacer salvo esperar el fin de ese día de la semana que parece no terminarse más.El cura es un profesional de las barajas. Mezcla y reparte con la velocidad y la destreza de un tahúr de película. Me gana siempre, salvo cuando de aburrimiento elige perder alguna mano. El póker es lo suyo, y mi torpeza o mi desinterés en las lecciones que me viene dando desde que llegué acá todavía lo asombran, aunque ha bajado ya de sus primeras y cándidas expectativas de conseguir un adversario que lo deje lucirse. Del póker pasó al bridge de las señoras, del bridge al truco, del truco a un estadio mezcla de ilusión y desesperanza donde lucha para evitar que caigamos al bochorno de la escoba de quince.Nunca pude encontrarle el gusto a las cartas, pero dan una excusa razonable para que un hombre de Dios y un ateo puedan hablar con libertad de muchas cosas. Y «hombre de Dios» es la definición abarcadura, astutamente ambigua, que el mismo don Roberto se aplica para justificar su carácter de tómbola religiosa, tómbola que si la Iglesia se tomara el trabajo de examinarla un poco arrojaría al cura del púlpito a la calle en menos de un minuto. Pero la Iglesia está educada por siglos de política terrenal y no suele interesarse demasiado en sus representantes ni pone las manos en el fuego por ninguno a fuerza de quemarse cada vez que lo ha hecho. De todos modos, a quién le importa un sacerdote perdido en esta llanura de pobreza, que atiende una capilla donde ni siquiera hay un púlpito y que vive en un rancho.—No me la creo a esta historia, Turner —dice, mientras saca la pava hirviendo del brasero y la pone en el piso de tierra del patio—. Le cuento. Nuestra amiga quería confesarse.—¿Confesarse? ¿Hilda Stein? Debió ser una de sus bromas.—Eso creí. En un chiste, quién iba pensar, ahora me acuerdo que me lo pidió unos días antes de... usted sabe, del árbol. La noté muy nerviosa. Hablaba rápido, las pavadas que uno comenta entre mate y mate. Que la humedad, que el calor, que el último episodio de guerra gaucha en lo de Aminta con el duelo a cuchillo de dos paisanos en el almacén, que la receta de un plato, de un ingrediente raro, en fin, esas cosas que a ella le gustaban... Y de repente oigo que me pide que la confiese y le pregunto para qué, si no es su religión, si igual conmigo puede hablar de lo que sea y yo puedo escucharla, darle un consejo si lo necesita. No, no, dice apurada, que no se trata de un problema personal, de usarme de psicólogo. Confesión de confesión católica, me aclara, de arrodillarse en el confesionario. O sea, de asegurarse que quien la escuche, yo, un hombre de Dios, le guarde las palabras en sagrado. O sea, un secreto para la eternidad. ¿Me entiende? En el confesionario de mi iglesia.El mate quema. Se lo devuelvo torciendo la boca.—En qué confesionario si no hay tal, que yo sepa.

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Don Roberto mira perplejo el mate.—Santa Madre de Dios, casi hiervo el agua, me distraje. Es que todavía no lo creo, Turner, no lo creo. ¡Suicidarse! ¿Por qué? Y escuche bien, hereje, ya tenemos un confesionario. Flamante. Un lujo. Si se diera una vuelta por la iglesia...—No insista, padre.—¿Que yo insisto? Venga, vamos a ver ese confesionario. Que no y que no pero me llama padre, como un chico de la parroquia.—Y cómo prefiere que lo llame. ¿Pastor? ¿O reverendo?Se hace la señal de la cruz sobre el pecho de la sotana donde le faltan dos botones.—¡Dios me libre y me guarde! Dios nos libre de los protestantes, esos fanáticos del Antiguo Testamento, un manual de amenazas a todo trapo y de barbaridades sangrientas que a mí me dan más frío que un viento sur en pleno julio. A usted también, estoy seguro, y a cualquiera que se tome el trabajo de leerlo, cosa que no hace nadie. Mire el Libro de Job, ¿qué es? un cuestionario de pregunta y respuesta entre un masoquista y un sádico. Y sea sincero, piense, Turner, ¿quién inventó el psicoanálisis? ¿Freud? Por favor. Un plagiario vienes que se presenta como el descubridor de la salvación contando a otro los espantos del alma. Como si nosotros no hubiéramos inventado el truco primero. La confesión. El confesionario. ¿Dónde? En el Concilio de Trento. ¿Quiere la fecha? Mil quinientos cuarenta y dos. O sea, cuatro siglos y pico antes del doctor Freud, ese maniático farsante.—O sea —me río.—O sea —asiente, impasible.Con la pava abollada y negra de tizne colgando de una mano y el mate estropeado en la otra, se levanta cuidadosamente de la silla de paja, alzando el peso de su gordura como con miedo de soltarlo a mitad de camino y que lo desplome en el asiento.Tengo una foto de él posando en esa misma silla. El cuerpo redondo, los brazos cortos, metido en la vieja sotana que lo envuelve como una carpa negra agujereada en la cumbrera, de donde asoma una cabeza enorme, con enormes orejas abiertas; una frente muy alta, inesperadamente flaca y rematada por una línea circular de mechas pelirrojas en punta, el efecto de cortes en casa con una tijera desafilada, la piel curtida por el sol y el polvo de Las Rosas, y el lustre de una curiosidad imbatible en el gris de los ojos muy chicos y muy juntos pero siempre en estado de alerta.Le di una copia de esa foto y lo divirtió tanto que le pidió un marco a la Negra, la vieja beata que mantiene el rancho más o menos limpio y le hace la comida. La foto cuelga en una pared del comedor del rancho, junto al inevitable almanaque con la reproducción de los gauchos caricaturizados de Molina Campos que el almacén de doña Aminta regala a sus clientes cada fin de año. Cuando alguna visita se escandaliza de que un sacerdote haya puesto su propio retrato entre imágenes de Jesús crucificado y de la Virgen con el Niño, el cura explica: «Ni siquiera un hombre de Dios como yo está a salvo del pecado de vanidad. La foto ésa me protege de condenarme».—Vamos ahora, Turner, que le muestro el confesionario.El calor aprieta. Me resisto a salir de la sombra de la parra. Las hojas anchas, ásperas, forman un toldo de verdor.Los racimos de uva chinche ya empiezan a colgar de los tirantes de madera de fresno, todavía apretados como bolitas de mercurio verde a un imán. Falta un mes para que maduren al rojo pulposo que luego vira al negro tinto, cuando don Roberto le avisa a Miguelito que es tiempo de cosecha. Entre los dos hacen vino patero. Siempre hay vasos limpios en la fiambrera puesta en un rincón del patio, contra las botellas con etiquetas borroneadas de vino en serio, vino fino, las botellas vacías que les va dando doña Aminta.La invitación a cada uno que se llega al rancho es más una orden que una gentileza: probar el resultado de cada estación. Toda una ceremonia. El jardinero trae más sillas de la casa. El cura se ocupa de llenar el vaso y, alargando el cuello con su poderosa cabeza pelirroja fuera de la sotana, espera el juicio de la víctima que después de las felicitaciones saldrá del patio tambaleándose.El patero es un vino traidor. Baja por la garganta con la frescura de la uva, sin precauciones te tomas unos vasos, qué mal te puede hacer un producto casero como las empanadas o los

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pastelitos criollos que prepara la Negra. Pero al día siguiente la resaca es feroz, la cabeza aúlla de dolor, el estómago no se asentará antes de que transcurran horas de agonía, de tomar litros de agua para apaciguar esa fiera de zarpas enormes y uñas largas que uno tiene adentro.—Está bien, vamos —le digo resignado.Si no es hoy será mañana o cualquier otro día, sé cuánto le ha costado ese confesionario, sé que no me permitirá pasar por alto la nueva adquisición.Hay varias cuadras que hacer al sol, interminables en el serpenteo de las calles de tierra mal abiertas con zanjas al costado, la maleza alta por las últimas lluvias, bandeándose entre lomas de cascote y de pozos donde se hundió la tosca.—Ahora me falta dar una misa en latín, una sola, Turner, y juro que no le pido nada más al Señor.—En latín. Nadie lo va a entender acá, me parece.—Y eso qué importa. ¿Cuándo importó? Ni siquiera me escuchan cuando los reto en castellano. Ah, el latín es la música de Dios. «Iban solos, oscuros bajo la noche, entre las sombras» no es lo mismo que «Ibant oscuri sola sub nocte per umbras». Virgilio, o sea. Qué suerte que conserve los libros de su abuelo. Y a propósito, el último que me prestó está bien guardado en el cajón de mi mesa de luz. Quién me iba a decir a mí, que perdí el baúl con los míos en el puerto de Montevideo, que se aparecería por el pueblo el dueño de una buena biblioteca.Otra sombra, la señora Stein, pasa un instante por la conversación. ¿Hablaban así aquellos dos? ¿Un torrente de comentarios donde se mezclaba el disparate a la necesidadde dar y oír una voz en esas vidas solitarias? Es natural que el padre Roberto la extrañe. Y de pronto, la envidia me hace ver que acá he olvidado el gusto de charlar por charlar, que esa costumbre tan porteña la perdí al dejar Buenos Aires y que respondo a todo con frases sentenciosas, de juez. Que me falta la pausa diaria con Alieri en una mesa del viejo London de Roque Sáenz Peña, a una cuadra del estudio, comentando casos, cine, políticos, viajes o lo que fuera, entre bromas, alusiones a la estupidez de un cliente, a los vaivenes de un campeonato de fútbol, nada concreto ni importante en suma, sólo el café, el cigarrillo y la charla picando aquí y allá, movimiento continuo.¿Qué me pasa? En vez de ganar claridad en el aislamiento, a costa de silencios y de cavilaciones se me ha arrugado la cabeza, debo tener seca y huesuda el alma que preocupa tanto al padre Roberto, alma, espíritu, carácter, cerebro o sentimientos, perdiendo savia como uno de los árboles de la capilla que crecen mal en esta tierra pedregosa, que buscan la luz siempre esquiva en un rincón mirando al sur. La capilla está en la primera curva de asfalto, justo frente al local de doña Aminta, la iglesia y el pecado cara a cara, a uno y otro lado de las vías del tren.A la izquierda y en medio de un baldío, se levantan los restos del chalet inglés con tejado a dos aguas y ladrillo a la vista, que a principios del siglo pasado fue la casa del jefe de la estación de trenes, la sala de espera con su campana, las palancas de maniobra y el gran reloj de agujas de bronce reluciente colgando de un alero sobre el andén, importados de Londres. En fotos de la época ahí quedan, estaciones y trenes, guardas en uniforme, horarios justos, una prosperidad vial en sepia, inverosímil como un cuento de hadas de los ferrocarriles de otro tiempo. Ventas por izquierda y robos por derecha, han dejado de la Estación Las Rosas sólo las paredes y las tejas mohosas del chalet, refugio de perros sin dueño y orinal de borrachos, junto al concreto agrietado de los andenes, al relampagueo intermitente de las vías entre la maleza, al paso ocasional de vagones de carga.—Una confesión —repite el cura.—Sí, es un poco raro —le concedo.Pero a mí no me parece tan raro que la señora Stein quisiera hablar privadamente —y nada más privado que la confesión a un sacerdote— con un amigo al que le conocía un defecto igual al suyo: no poder guardar un secreto. Si pensaba matarse, si quería impedir que él consiguiera disuadirla o que llamara a su marido, tenía que investirlo de una autoridad superior. ¿Por qué no llegó al confesionario?Hilda Stein no era una mujer tonta. Debió costarle mucho ese pedido sorprendente. Tenía conciencia del ridículo y se quejaba de sí misma, de sus debilidades y manías, con implacable seriedad, a pesar de la risa que aconsejaba Rabelais, subrayada en el libro de cocina que me

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dejó. Respetuosa, además, de creencias ajenas. Si Shomberg Chico no hubiera despertado en ella una desconfianza obsesiva, hasta habría aceptado las apariciones del fantasma por las terrazas de El Castillo, cuestión de no insultar la fe de los huéspedes que juraban verlo. ¿Qué la detuvo? No era de echarse atrás cuando se decidía a hacer algo importante.—Cambió de idea, se avergonzó. Habrá sido un impulso, nomás —digo al cura, evitando la mención de que el sacerdote, tan charlatán como ella, no sería un oyente confiable.Don Roberto me escucha, callado. Camina despacio, bamboleándose y resoplando. La sotana negra con el obsoleto cinturón de cuerda del hábito de los Agustinos arrastra el polvo de la calle, que cubre con un tizne ceniciento los dedos correosos y torcidos de esos pies que andan en sandalias por caminos de ripio, de tosca, de gramilla, en verano e invierno, con lluvia, con sequía, con escarcha, pies infatigables en sus idas y venidas del pueblo a la capilla, de la capilla al rancho.—¿Y si fuera lo obvio? —dice al fin—. ¿Si fuera que la pobre no tenía nada que confesar? Usted tiene razón. Por ahí le estarnos dando vueltas a una insignificancia.Con un pliegue de la manga de la sotana se enjuga el sudor que le cae a chorros de la frente y que da la impresión de una cascada bajando de una roca con yuyos rojos en lo alto.—Ahora bien, Turner. Explíqueme por qué dos hombres grandes como usted y yo, con experiencia en las miserias de la gente del lugar, seguimos haciendo esto, dándole vueltas al tema de la señora Stein. ¿Cuántas veces nos tocó un suicidio? No me pida que haga la cuenta pero que yo recuerde, en un radio de veinte kilómetros al menos fueron cuatro o cinco, una barbaridad. Y que yo recuerde, nunca discutimos la causa. Usted hizo los trámites, yo enterré y perdoné al pecador, los dos consolamos a la familia y después, bueno, después pasamos a otra cosa.—A Hilda Stein la apreciábamos más y la conocíamos mejor.El cura me mira un momento, de soslayo.—No invente, Turner. La apreciábamos, sí. Pero no la conocíamos tanto. No se conoce a nadie por dentro. Somos como el castillo de Shomberg, a la vista de todos pero lleno de recovecos. Tenebrosos, diría yo, como nuestra alma pecadora, hasta que de casualidad se abre una puerta, alguien prende una luz y ahí viene la sorpresa. Buena o mala sorpresa da lo mismo, siempre es una sorpresa. Una que nadie se imaginaba y no porque sea inimaginable. Todo lo contrario. Es una sorpresa porque imaginamos demasiado y lo imaginamos sin entrar, desde la puerta. Visto de afuera, hasta este mundo que uno pisa duro, miente.Llegamos a la capilla, San Agustín el Joven. No el Salvador, no el Protector. El Joven. Un nombre que enorgullece a don Roberto porque en los registros de la iglesia figura simplemente como San Agustín.Alguna vez, en mis primeros días en el pueblo, le pregunté por qué le agregó «el Joven». ¿Por qué no?, contestó.El santo había tenido dos vidas. Una de juventud en ignorancia de la santidad y en el regocijo del placer, otra en la madurez y la virtud, dedicada a ordenar con reglas muy estrictas la vida no muy limpia de sus monjes. Don Roberto prefería al joven pecador de las Confesiones.—No me va a negar que desde Adán y Eva estamos naciendo divididos en por lo menos tres o cuatro Adanes y Evas cada uno, todos muy diferentes en el paso de una sola vida. El Señor nos ha dado esa estupenda oportunidad. Ser muchos y uno. Con los años nos vamos reencarnando en otros cuerpos y otras almas pero en la misma carne, sobre el mismo esqueleto. El alma, que es más delicada, se acomoda a los cambios como puede y como las circunstancias le permiten. O sea.Se rascó un lado de la nariz, pensativo de pronto, y continuó:—O sea. Usted es un chico con el alma de un chico, después un muchacho con alma de muchacho, después un hombre con alma de hombre y al final, si alcanza la vejez, un viejo de alma vieja. Imagine que puede cortar cada fase justo en el momento del cambio. ¿Qué saca? Saca una cantidad de personas distintas pero tan parecidas entre sí como las caras de una misma familia. Ahora suponga que tiene que elegir una que lo defina. ¿Con cuál se quedaría? Ahí está la cuestión.Francamente, le dije riéndome, qué teoría blasfema para un sacerdote católico.

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—Blasfemo será usted —me contestó enojado—. Yo creo en mi credo y en el libre albedrío que se incluye en mi fe. Si elegí al Agustín de Hipona, el muchacho, fue porque me llegó al corazón su oración más humana, que rezó a sus lindos veinte años. «Dame la continencia y la castidad, Señor, pero no ahora».Sonreía con malicia.—Déjeme que le cuente. Antes de hacerme monje y a la misma edad que mi santo, yo era muchas cosas, Turner, menos un hombre casto. Perdía el tiempo en mujeres en vez de seguir mi vocación. Pero no hay que ser injusto ni falso con ningún momento de la vida terrena. Fue un buen tiempo para mí. Que yo recuerde —suspiró.La capilla está atrás de un jardín enrejado. Don Roberto mete la mano en un bolsillo de la sotana y saca un enorme llavero.—Llaves, llaves, llaves —rezonga—. Me enfermo cuando pienso que el primer día que vine a hacerme cargo, recién llegado de la capital, encontré todo abierto. Esto era un páramo, sí, pero un páramo con libertad. Ni llaves ni candados hasta que empezaron los robos. Los maleantes de Lourdes, me dijeron. ¿Usted qué cree?Juntó las cejas, echó una mirada acusadora a las casas que dividía el paso de tren, y él mismo se respondió:—Para mí fue gente de este pueblo. La tentación era muy grande. Había un altar magnífico, un cáliz que era una verdadera joya, relicarios de oro en pago de promesas, platerías y medallas que colgaban los pudientes para vanagloriarse el domingo en misa de once. Todo lo de valor desapareció en una noche. «Busque en Lourdes, padre» me decían. Qué iba a buscar. Lourdes es un pueblo igual a éste que usan de chivo expiatorio para cualquier delito. Otra gran tentación del demonio, ¿me entiende? la de barrer a la vereda del vecino la basura que se junta en la tuya.El jardín que rodea a la capilla es cuadrado y oscuro. No hay flores y las únicas plantas, arbustos sin distinción alguna, crecen buscando hilos de sol entre árboles flacos, de escasas hojas mustias. Tampoco la iglesia es atractiva.Del ángulo frontal de un techo de tejas abombadas, cuelga una campana que el domingo se oye a lo lejos como el maullar de un gato enfermo. Una puerta alta de madera reseca con paneles tallados —la clase de puerta huérfana que se compra en las demoliciones— se abre directamente al interior, a una nave larga y angosta donde los bancos de los fieles sugieren una hilera de asientos para remeros en cadenas. Sin embargo, la modesta capilla exhala un aire de refugio y de paz. Yo había entrado una tarde, de curioso, en la iglesia vacía, y había sentido esa misteriosa atracción de los templos abandonados, esa presencia lejana y envolvente como un deseo no cumplido que susurra en el fondo de la conciencia, voces extrañas de llamado, ritos y juramentos ya olvidados pero que conservan la huella de una promesa de inmortalidad.Don Roberto enciende la luz. Una lamparita que pende de un cable en mitad de la nave. No se ve más que sombras bajo un débil resplandor amarillo. Sombras del altar y de una cruz de madera y de bronce, sombras del respaldo de los bancos en fila, sombras de un par de esculturas ingenuas prestadas por la Catedral de Luján, nunca devueltas. La Virgen triangular del Río de la Plata con su manto azul y su corona dorada, y una Santa Marta en hábito marrón, las dos vestidas con túnicas de tela y jirones de pelo artificial bajo una aureola de alambre pintado de oro falso, con las caras de porcelana de muñecas antiguas, los ojos de vidrio muy azules y las bocas en forma de corazón muy rojas.A la izquierda y al fondo de la nave, contra la pared de ladrillo calcado, un piano increíble, un Steinway tan fuera de lugar como un Rolls Royce en el taller donde el herrero amontona esos cascajos de auto que nos vende. Donado por el viejo Shomberg antes de marcharse a Berlín, me dice el cura, porque le recordaba a la muerta.—Shomberg me regaló el piano con tal de no comprarnos el órgano que le pedí a ese avaro en un arranque de locura. Pero era la mujer la que tocaba como un ángel las piezas para piano de Mozart. Realmente bien, créame, hasta que se convirtió en un fantasma llorón y protestón. Muy poco mozartiano —agrega con una risita socarrona.La luz del mediodía entra de golpe pero no pasa el umbral de la puerta. Don Roberto, después de forcejear con la traba oxidada de una ventana, ha conseguido abrirla. Un corredor de tenue claridad blanca atraviesa la penumbra que huele a polvo y a madera seca. A un lado del corredor, contra una pared de ladrillos toscos, se levanta el confesionario.

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—¿Y? Qué me dice, Turner. ¿Es o no es una maravilla?Claro que lo es. Un ropero provenzal de tres cuerpos, rearmado por las manos hábiles de Miguelito, el hacedor secreto de Las Rosas. La puerta del medio transformada en tabique, las dos laterales sacadas y vueltas a colocar abiertas como alas de un pájaro. Atrás de la puerta a la derecha, un reclinatorio de dos escalones que da a la rejilla con cortina, a la cara invisible del padre confesor. Sobre el escalón superior, un gastado almohadón de pana verde.Las molduras con flores del provenzal, esa manía de los años cincuenta que se ha arraigado en este pueblo, dan al confesionario el toque de un estilo tan pasado de moda como el esfuerzo de alegrar una casa según el gusto de las viejas películas de Hollywood y el póster del way of life americano con la esposa bonita mostrando con orgullo la heladera nueva, el lavarropas, la aspiradora, el triunfo colosal de la felicidad doméstica. En otra parte y otro tiempo.Estamos admirando, el confesionario cuando se oye un gemido. Viene de la parte de atrás, entre el confesionario y la pared, donde no llega la luz. Un gemido que se alza a un grito ronco.—¿Quién anda ahí?Me adelanto al padre Roberto, que sin esperar una respuesta corre en busca de una linterna.En el primer momento sólo distingo la forma de un hombre de rodillas con la cabeza entre los brazos, la frente sobre el piso, la espalda sacudida por convulsiones. Los gritos salen ahogados de la ropa, entrecortándose en palabras de un rezo, de pedir perdón, de por favor no lo hago más, perdón. Le pongo una mano sobre el hombro para calmarlo y se sacude con violencia.—Tranquilo, Miguel —digo en voz baja—. Tranquilo.Pero no puedo moverlo de esa posición. Apenas consigo sujetar la cabeza, impedirle que siga golpeando el piso con la frente mientras suelta alaridos de terror. Y de pronto, el silencio. El cuerpo se afloja y se desliza fuera de mis brazos con la blandura a peso muerto de un sueño profundo y queda acostado boca abajo, tendido a lo largo, mudo, quieto.—Por el amor de Dios.Don Roberto está de pie a mi lado. Con la linterna ilumina la camisa azul, los pantalones de trabajo, las alpargatas negras, una suelta del pie. La trenza de pelo deshecha en una madeja chorreante de sudor. Las manos abiertas, detenidas en un gesto de súplica, están sucias de barro, los dedos marrones como guantes de tierra seca.—Tráigame agua, padre. Un vaso, un balde, lo que tenga.—Pero qué le pasó, qué le pasó al pobre muchacho. ¿Miguel está...? ¿Está muerto?—No. Creo que se desmayó. Tráigame el agua, por favor, necesitamos despertarlo. Parece un ataque de algo. Hay que llamar un médico a la salita de emergencias.—¿Un médico?Nos miramos. Los martes la salita no atiende. Maldigo mi capricho de no tener un celular. Podría haber pedido una ambulancia a Lourdes o a Luján. No hay médico en Las Rosas.—Mejor me cruzo a lo de Aminta —dice el padre—. Tiene teléfono en el almacén. Y se la mando, que ella lo vea mientras yo llamo al hospital y esperamos al médico.—Está bien, me había olvidado de Aminta. Vaya usted, yo lo cuido. ¿Dónde hay agua?—En la sacristía. En la cocina de la sacristía. Tome la llave, no la pierda.He logrado dar vuelta el cuerpo del jardinero, con esfuerzo, no sabía que era tan pesado. Le pongo bajo la cabeza el almohadón del reclinatorio. Está muy pálido. Tiene los labios blancos, una blancura transparente que asusta por el contraste con la cara bronceada. Un hilo de sangre le baja de la boca, se ha mordido o raspado la piel en el ataque. Acerco la cara para asegurarme de que respira. Respira. Lo dejo ahí, salgo a buscar el agua.Afortunadamente, la sacristía está pegada a la capilla. una casa de material amplia y cómoda que la diócesis levantó para alojar al padre Roberto, quien no se movió de su rancho de adobe y usa la sacristía de comedor y escuela de catequesis donde junta a los chicos del lado más pobre del pueblo. En la puerta, vuelvo a maldecir. El padre se equivocó de llave.Pruebo una y otra vez la que me dio, metiéndola y sacándola de la cerradura, hasta que abandono, levanto una piedra del suelo, rompo el vidrio de la ventana y la abro de adentro.La ventana no es demasiado alta pero subo aguantando el tirón doloroso de mi pierna en esa posición de atravesar el marco con el cuerpo ladeado. El cruce me parece eterno. Pienso en la cara sin color que dejé en la iglesia, pienso que la respiración del sueño podría ir bajando durante mi tardanza, prolongarse en un sueño de coma, y corro rengueando a la cocina,

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encuentro una jarra de vidrio con flores, vuelco el agua y las flores en la pileta, lleno la jarra de agua limpia y salgo por la ventana rota.De vuelta en la capilla, encuentro al jardinero despierto, sentado y mirando fijamente el confesionario. —Miguelito —le digo.Ni contesta ni mueve la cabeza girada hacia el revés del mueble.—¿Estás bien? Miguel. Soy yo, Miguel ¿sabes quién soy? Le acerco la jarra.—Es agua. Tenés que tomar agua. Un poco. Muy lentamente, como si le costara despegar los ojos del confesionario, se vuelve a mí, se echa para atrás, aturdido, pero me reconoce. Y tiembla. Un temblor que empieza a sacudirlo otra vez, que lo recorre de los pies a la cabeza con el pelo alzado en greñas húmedas, la cabeza de un loco, la mirada vidriosa, la boca abierta al filo de otro grito.—Miguel fue. Lo hizo Miguel. La culpa es de... Toda la culpa. Nadie más... —delira.Y cuando me inclino con la jarra en la mano porque no se me ocurre otra cosa que darle un poco de agua, levanta el brazo y se tapa la cara sollozando.—No le pegue a Miguel, señor. No pegue más, que duele mucho. Miguel va a confesar... Por favor, no le pegue...—¿Pegarte? ¿Yo? Pero qué estás diciendo.Baja los brazos en un gesto de sumisión.—Catleya...—¿Qué? No te entiendo...—Aclandie...—No te me duermas, oíme, no te duermas, Miguel.Pero ya se va dejando caer, y despacio, acomodándose, sonriendo mientras cierra los ojos, se acuesta de lado, las piernas replegadas contra el vientre, la cabeza sobre el almohadón. Lo miro sin saber qué hacer. De perfil, encogido y en paz, durmiendo como un chico, ha vuelto a ser quien era cuarenta años atrás, la piel lisa, la boca firme, la confianza en el mundo puesta en esa expresión de calma y juventud que da un buen sueño, el regreso al punto de candor que nadie debiera perder bajo los golpes trágicos de la vida, menos alguien como Miguel, el jardinero.Catleya aclandie, dijo. Es el nombre de las orquídeas, que se ha grabado en la memoria de nuestro jardinero como se graban las cosas que uno ama, por ilusión de retenerlas para siempre. ¿Qué sucedió? Porque ahora, asombrado, apenado, las veo en el suelo, junto al cuerpo dormido. Diminutas, amarillas orquídeas de pétalos deshechos, flores arrancadas de cuajo del soporte del ceibo. No más orquídeas para Miguel Dono en el jardín de la pensión, no más orquídeas en Las Rosas.Las únicas orquídeas del lugar, las misteriosas catleyas aclandie que prendieron en este pueblo de la pampa, están muertas, junto al confesionario.

8. DESTINOS CRUZADOS

Levantado y con un soberano dolor de cabeza. En pie, sin sueño, después de dar vueltas en la cama, de tratar de dormirme, de no conseguirlo, de prender y apagar la luz del velador, de hojear el libro que saqué de una caja. El castillo de los destinos cruzados. Uno de los libros de Eddy Turner, el fantasma que sobresaltó al señor Stein.El libro estaba atravesado sobre un mosaico de tapas de volúmenes mucho más grandes y de un grosor que desanimaba la lectura en esta noche de infinito cansancio, en el agobio de un día demasiado largo. Cansancio de lidiar con gente alterada por el caso de Miguelito, de tomar decisiones que me discutían, de imponerme con el tono de autoridad que consideré necesario este martes caótico.Hubo los que llegaban a la capilla para diagnosticar la enfermedad del jardinero. Hubo la aparición de Doña Aminta con su hija Marucha, justo cuando el padre Roberto recibía al médico enviado por el hospital de Luján. Hubo amigos, Flora y Ramiro, Gálvez bufando, también algunos vecinos de la cuadra. Hubo el traslado de Miguelito a la pensión y la retahíla de interpretaciones esotéricas de Flora—«se topó con el alma de Shomberg Grande», «le dio una

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visión», «esto es un mal de ojo»— mientras preparaba la cama en una pieza pegada a la suya para vigilar al enfermo.Hubo mucho más en el día hasta que se desató el temporal.Ha empezado a llover otra vez. Mejor dicho, diluvia. La noche con el viento cargado de agua que sacude los árboles, que golpea furiosamente los postigos, se ha vuelto espesa y amenazante como el bosque que rodea el castillo del libro que tomé de la caja sólo por su brevedad, para leer algo antes de dormirme agotado.Todavía me extraña el equilibrio con que conduje hasta la pensión después de acomodar a Miguelito en el asiento trasero del Gol, de ordenarle a Flora que subiera al auto y que, por Dios, se callara la boca. Incluso cuando el cura, enarcando esas tupidas cejas pelirrojas que le dan un aire diabólico, me preguntó intrigado por qué no tiraba a la basura el destrozo de orquídeas en vez de guardármelas hechas un nudo informe en el bolsillo, le contesté serenamente:—La orquídea es la flor más antigua del planeta. Hace setenta millones de años, en el mundo había dinosaurios y orquídeas. Los dinosaurios desaparecieron, las orquídeas siguen reproduciéndose en miles de formas distintas. Una planta perversa. O sea.El padre me echó su clásico gesto de reproche, la cara vuelta a un lado y poniendo los ojos en blanco.—Estamos todos locos —suspiró.Se refería solamente a mí, por supuesto.El castillo de los destinos cruzados, de ítalo Calvino. Una coincidencia curiosa para mí en estos días, en estas circunstancias. Castillo y destinos.La edición es de 1977. En la esquina superior de la página con el título, la firma de mi abuelo y el año de la compra, el ex libris casero de su generación con que se resguardaban los libros de préstamos y robos. La letra muy chica, letra de mala vista, trepa de izquierda a derecha, como un regimiento de hormigas negras que intenta alcanzar una cima. El libro tiene el color hepático del papel archivado, la ilustración de cobertura se ha puesto borrosa, pero lo reconozco.Reconozco, primero, las dos figuras de la tapa. Son dos barajas del Tarot. El Colgado y El Alquimista. Luego, emergiendo de la bruma del argumento, recuerdo vagamentehaber leído un puñado de historias que se arman con las barajas del Tarot. De pronto, y esto nada tiene que ver con el libro ni con el autor, me llega la conciencia del paso del tiempo, de esas trampas de la memoria que se abren y se cierran como los cepos que pone en la maleza un cazador furtivo.Era un adolescente cuando mi abuelo, con esa suavidad conciliadora que adoptaba para llevarme a la lectura, me enseñó el pequeño volumen, volviendo las páginas para mostrarme las figuras extrañas del Tarot impresas en los márgenes. Un adolescente muy poco interesado en Calvino o cualquier escritor de los que a él le gustaban, que yo leía obediente pero sin entusiasmo y sólo porque intuía que lo cercaba la vejez, que su flacura se acentuaba junto al gris que iba tomando el pelo rubio en un avance cada vez más rápido. Síntomas claros de una debilidad física que chocaba con el tumulto de mis propias fuerzas, con las de mis amigos, con mi época, y había tanto para mí en esa época, miedos, excitación, deslumbramientos, que ese hombre que era un padre a falta del mío propio, casi me parecía afectuosamente prescindible.De esa injusticia, de ese brutal olvido, me había arrancado el señor Stein con la descripción de un Turner joven al que por primera vez en años vi atrapado en los deberes de la crianza de un huérfano, metido en responsabilidades nuevas, escondiendo el desgarro de la pérdida de su único hijo mientras se ocupaba del nieto, sin duda sacrificando una gran parte de su libertad. Y luego, como si la vuelta de tuerca que había dado el señor Stein a la imagen desvaída que yo conservaba de mi abuelo no fuera suficiente, llegaba ésta, un libro, a modo de mensaje del pasado o de advertencia para los hechos de los últimos días.Las dos barajas del Tarot. El Colgado, que con el cuerpo pendiente cabeza abajo parecía señalar la muerte de la señora Stein, y El Alquimista, la figura de un hombre sentado a una mesa entre balanzas y redomas, que hacía oscuros cálculos en busca del tesoro más valioso y más raro de la existencia, la verdad.Guardaba ya el libro en la caja cuando se me cayó sobre los otros y quedó abierto en una página despegada de la cola del lomo. Mientras volvía a intercalarla, leí este párrafo:

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En la última carta se ve al paladín atado cabeza abajo como El Colgado. Y finalmente, su rostro se vuelve sereno y luminoso, el ojo límpido como no lo había sido siquiera en el ejercicio de sus razones pasadas. ¿Qué dice?.Dice: Dejadme así. He dado toda la vuelta y he comprendido. El mundo se lee al revés. Todo está claro.

No, no está claro. Pero al menos la confusión se cristaliza. En ella, como en un espejo ondulante, se agranda y se ensancha lo que hasta ahora era solamente una línea de duda. Cabeza abajo cuelga el suicidio de la señora Stein, la crisis de Miguelito, el muerto evanescente de Miranda Wilde. Faltan barajas. ¿Cuáles?Estoy despierto en la madrugada pero no es el insomnio de siempre. Es abrir los ojos de golpe en la mitad de un sueño hipnótico, de un sopor similar al del jardinero enfermo, sintiendo la energía que vuelve a correr en la sangre después de contenerla en los latidos bajos, lentos, de un corazón en frío.Tal vez la teoría del cura sobre reencarnaciones en distintas personas en una sola vida no sea tan absurda. Porque ahora, sin causa inmediata, sin saber cómo ni cuándo se ha dado el cambio, no me reconozco en esta desconfianza por el pueblo que me rodea y sus encrucijadas. No soy el mismo que llegó a Las Rosas en busca de un presente continuo donde no volviera a repetirse la visión de faroles girando en la autopista, el minuto final de la carrera, las luces rojas del camión, el impacto, la mirada de Elena dejándose morir, el dolor y la culpa volcándose sobre la ruta como una lluvia negra.También inesperadamente, en una caja de cartón y por casualidad, encuentro la punta de un sentido a lo que sólo fue durante dos años el sostén de mi remordimiento por la disputa con Elena: la biblioteca de Eddy Turner, la lectura de esos libros, uno por uno y en Las Rosas, que ahora se revela como la única defensa que me permite atravesar a salvo las noches vacías del campo y mi pesadilla recurrente.

Las tres y cuarto

Sentado al escritorio y rodeado de fotos. Como barajas del Tarot. Aminta, el cura, Flora, Miguelito, Hilda Stein, Martín Shomberg. Grupo de familia alrededor del jardinero.Tomo notas de hechos y personas que se arraciman en torno al suicidio de una mujer en la laguna de los Bungen. Uso el libro de contabilidad donde apunto los datos de los casos que me trae la gente para luego revisar toda la información recogida y sus esquinas sospechosas. Declaraciones falsas a primera vista o tan ambiguas que pueden negar lo afirmado sin que parezca una mentira, que retozan en la frontera elástica que separa a un delito del respeto a la ley. Como las que he escuchado sobre la muerte de Hilda Stein y el colapso nervioso del jardinero.El libro de contabilidad lo conseguí en el almacén de Aminta. Tapas negras de tela cerosa, hojas divididas en Debe y Haber con una doble línea roja y amarilla, renglones tragados con el azul perimido de los viejos tinteros. ¿Por qué lo compré?En parte fue una adquisición razonable. Los cortes de luz son cada día más frecuentes. Basta un poco de viento, un chaparrón, para quedarse sin computadora. Hay que desenchufar todos los aparatos eléctricos de la casa, prever la caída de un rayo, el mazazo de tensión alta que aniquila heladeras y televisores o el declive de una tensión tan baja que apenas da un filamento escuálido a las lámparas y destruye las máquinas a fuerza de ponerlas a trabajar sin los 220 watts indispensables. En el típico estilo de un tirano del Tercer Mundo, la compañía de electricidad de la zona ha logrado inculcarnos el terror a las extorsiones con el simple recurso de ir probando hasta qué punto toleramos el faltante de algo indispensable para la vida cotidiana como la libertad o la luz. Yo había seguido el consejo de mi socio —«necesitas comunicarte»— y además de traerme una laptop Toshiba que tenía en el estudio, me había armado de la protección necesaria contra las tormentas, la ausencia de técnicos en computación, la estática y los cortes, con una parafernalia de estabilizadores, varas antirrayos y otros escudos, sólo para aprender muy rápido que la astucia de la compañía sortea esos obstáculos con una agilidad asombrosa y

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nos deja a oscuras, máquinas y lámparas destruidas en un flash de segundos. El viejo papel seguía siendo indispensable.Pero en parte —la gran parte— compré el libro porque me gustó. La desmesura de ese cuaderno rectangular, las tapas negras, rígidas, las hojas fileteadas de rayas enigmáticas, la geometría de espacios blancos para llenar con números y nombres, eran como la huella de un fósil del Jurásico plantada en la nueva orografía de la edad informática.Lo descubrí hace diez días. Estaba tirado sobre el mostrador del almacén de Aminta, solitario y perfectamente inútil, entre paquetes de harina, bolsas de papas fritas y latas de salsa de tomate, persistiendo gracias a esa tradición de la pobreza que nada tira por miedo a que un día la necesidad obligue, haya que revolver entre basura amontonada y un milagro de uso se manifieste y sirva.El almacén de Aminta—Yo sabía que alguien se lo iba a llevar —había dicho Aminta sonriendo mientras me daba el vuelto.Hasta esa mañana, de Aminta sólo conocía el informe chismoso que me había pasado la dueña de la pensión y que no podía tomar realmente en serio, y el que me daba el trato ocasional por una compra de café o cigarrillos.Raramente voy al almacén del pueblo. Flora se ocupa de todo y yo traigo de Buenos Aires las cosas inhallables aquí una vez por mes, en una ida al centro, al estudio a firmar papeles, a juntarme con Alieri en un restaurante, a permitirme el lujo de ver una película en un cine, harto de los videos que se atascan en la mugre de los cabezales, harto de la pantalla del único televisor que hay en la casa, un Hitachi que tiene no menos de quince años y el porte de un elefante macho pero que vira los colores a rosa o a violeta y mezcla un zumbido insoportable a las voces de los actores. Y, en Buenos Aires, también está Paula. Pero ésa es otra historia.—Por si necesita un servicio, mi hija es contadora pública —dijo la almacenera, señalando con un movimiento de cabeza a una chica que guardaba cartones de leche y panes de manteca en la vieja heladera, uno de esos refrigeradores de campo con puertas de madera y bisagras de acero. El motor de la heladera rugía acompasadamente, como el león de la Metro, y tendría la misma cantidad de años.La chica, arrodillada en el suelo, se dio vuelta para saludarme con un sachet de leche en la mano que agitó en mi dirección. Encogida atrás del cuerpo de la madre, parecía un ratoncito sorprendido en el momento de robar un pedazo de queso.—Buen día, doctor. Cómo le va.Era baja y flacucha, de pelo corto, castaño, tan llovido y opaco que en la mala iluminación del almacén se volvía gris como si hubiera envejecido prematuramente de alguna enfermedad genética. Sonrió. Tenía los dientes desparejos y demasiado anchos para una boca puntiaguda, de roedor. Pero en la sonrisa no había cordialidad sino un tic de soberbia que copiaba el de la mujer grande. Como la madre, la hija se consideraba unos cuantos metros superior a la altura del resto del pueblo: había terminado una carrera.El título enmarcado colgaba, muy visible, al lado de la puerta que daba al fondo. Que ese título no fuera más que un cuadro juntando polvo en una pared carecía de importancia, le había dado a la chica un sitial donde podía encaramarse y olvidar que una vez obtenido el diploma en la facultad de Luján no había hecho siquiera el intento de emplearlo en un trabajo, que pasado el último examen, la vuelta al almacén, al mostrador, a vender y cobrar y servir ginebra a los paisanos en la mesa de afuera, bajo un esqueleto de pérgola donde trepaba una glicina y en un patio que no medía más de cuatro por cuatro, había sido inmediata.—Cualquier servicio que necesite —oí que me decía desde el piso, mostrándome todos los dientes que podía y bizqueando de solicitud.¿Sería cierto lo que me contó Flora, que fue la amante de Martín Shomberg, que durante un par de días durmió en un cuarto de El Castillo hasta que Aminta se la trajo a los golpes, después de echarle al seductor una maldición de las que se cumplen con tragedia?Una historia poco creíble, que el dueño del hotel, el galán de eterna juventud, el rubio de ojos azules por el que suspiran todas las chicas de Las Rosas cuando lo ven pasar en su Nissan 4x4, se encaprichara con la hija de Aminta, fea de cuerpo y cara, desagradablemente untuosa en la voz y el carácter. ¿O ella no era así hasta que se enamoró con una pasión de telenovela y creyó

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ser correspondida por el más atractivo y el más rico de los hombres del pueblo, para encontrarse repudiada?Según Flora, Shomberg no la había defendido de las cachetadas de la madre, no protestó ni buscó retenerla. Aquel día se rió de las dos a mandíbula suelta y cuando se cruzaba con la chica la ignoraba como si no la hubiera visto nunca.A Shomberg le habría gustado y punto. No era bonita pero sí fresca, deseable en el candor de los quince años y en la ignorancia del mundo a la que estaba condenada por el celo de una madre, la falta de un padre y la condición de hija única de la mujer más temida del pueblo. Una mujer con un pasado que estremecía a Las Rosas, que no se olvidaba y que despertaba la oscura admiración de los débiles por la violencia de los fuertes, por el desprecio de las leyes, por la audacia de quebrarlas sin miedo, caiga quien caiga, derribando una a una las vallas puestas en el camino y aplastando la última, la de simple humanidad, como se aplasta una cucaracha.La mejor foto que tengo de doña Aminta la tomé ese día.Había recibido mi compra envuelta prolijamente en papel de diario, había pagado, saludado, y ya estaba a una cuadra del almacén cuando reparé en que me olvidaba la cámara. La había descolgado del hombro en el momento de sacar la billetera y la había puesto sobre el mostrador, donde seguramente estaba todavía.La chica me había distraído con su insistencia en entablar una conversación:—¿Se va a quedar un tiempo por acá, señor?—El señor es el juez de paz, tesoro —dijo la madre con una voz mordiente—. Se tiene que quedar.—¿No quiere tomar algo? ¿Una ginebra? ¿Un anís? ¿Una Coca?—No lo molestes al señor. Estás molestando, Marucha.—No lo molesto, le pregunto. Siempre decís lo mismo, que yo estoy molestando.—Anda a terminar de guardarme las cosas en la heladera.—¿Y yo qué hice? ¿Qué hice para molestar? Te soy una molestia para todo ¿eh?—Molestia no, sos lo que sos, una zafada. Callate y ordená esa heladera.Hablaban entre ellas, ignorándome. Una guerra de palabras que disparaban con labios juntos, sin mirarse, la madre que envolvía el cuaderno con la hoja de un diario como si preparara un regalo especial, la muchacha tiesa de furia, con el sachet de leche todavía en la mano. La gran batalla había tenido lugar años atrás, pero en los campos enemigos, el de la chica enamorada del hombre equivocado y el de la mujer implacable que había sido traicionada por la ingenuidad de su propia hija, quedaban osamentas y armas.El resentimiento y la cólera no desaparecían en los tiempos de paz.Di media vuelta para recuperar mi Nikon. Apenas entré en el almacén, Aminta sacó la cámara de un cajón del mostrador, la levantó en el aire como un trofeo, dijo:—La guardé por si usted no volvía enseguida. Acá está bien segura. Con los paisanos revoloteando como moscas por el negocio no me muevo del mostrador más que para ir al baño. Ni fío ni confío.Le agradecí y estiré la mano hacia la cámara pero la mujer se echó atrás, el brazo en alto, la Nikon balanceándose peligrosamente en el aire.—Ah, no. Primero le voy a pedir algo. A que no sabe qué le voy a pedir.Negué con la cabeza. Empezaba a irritarme.—Le voy a pedir que me saque una foto.De la parte inferior de la heladera subió un chillido mezcla de burla y rabia.—Ja. Quiere una foto, mi mamá. No le saque nada. Ella lo único que quiere es salir joven y linda. Ja. Va a tener que hacerle muchos retoques.Aminta bajó el brazo de golpe. La Nikon casi rozó el mostrador. Pensé en quitársela de un manotón. Me contuvo el temor de que la almacenera, sorprendida, fuera más torpe o más rápida que yo y la cámara terminara estrellada en el piso. Pero hubo otra razón que me paró. La mujer con el brazo en alto era una imagen imponente y supe que después me hubiera arrepentido de no tomarle una fotografía.Le pedí que saliéramos a la calle porque afuera había mejor luz y un marco de escenario: la pérgola con su mesa de piedra y los bancos de tablón donde se juntan a tomar los paisanos.

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—Ahí no, eso es mi bar y no me gusta divertir gratis a los clientes. Sé guardar las distancias. Si me ven posando como cualquier señora del pueblo, dígame quién los mantiene a raya cuando se maman. Vamos al consultorio.¿Consultorio? ¿De qué? No me dio tiempo a preguntarle. Mansamente, me entregaba la cámara, salía de atrás del mostrador, me hacía una seña de que la siguiera y se encaminaba a la puerta sombreada por una de esas cortinas hechas de tiras de hule para espantar las moscas.Pasé la cortina. Al otro lado había un patio de tierra hundido en un bosque de helechos que crecían desaforadamente de hilera tras hilera de macetones gigantescos, dejando un escuálido sendero libre. El sendero daba a una pieza construida como un castillo de juguete, la fachada con un revestimiento de lajas grises, un techo plano que brillaba de cinc, en cuyo centro, como una chimenea, había una torre diminuta cercada por un borde circular de ladrillos huecos que figuraban las almenas.La puerta de la pieza era ovalada y sobre el dintel había pintado en letras góticas:

Consultorio de Aminta

—Entre y póngase cómodo —dijo, apurándome.—Antes déjeme sacarle una foto acá, entre las plantas. La luz es excelente.De hecho, había muy poca luz. Pero no quería perderme la escena. El increíble castillo en miniatura escondido atrás de un almacén igual a todos los almacenes de campo.Vista sin conocer la historia de la hija de Aminta seducida por el hotelero, la copia en chico de El Castillo de Shomberg no hubiera despertado mi curiosidad. Era un pariente de los cisnes de cemento pintado, los enanos de jardín, las vírgenes con fuente en el ángulo libre de un terreno, sólo uno de los tantos monumentos a lo que no se tiene, la fluctuación de la avidez por representaciones de una estética en grageas que va sembrando estatuas de dioses griegos, duendes de cuentos para chicos, pagodas y templetes, entre el sentimentalismo y el mal gusto. Pero aun así, impostados, a veces grotescos, son una aspiración a algo mejor que la ausencia de sueños, que una vida al ras que no busque algo fuera de ella que valga la pena de vivirla, hambre de belleza o de magia, que nace del mismo impulso humano de darse compañía en las zozobras de un tiempo que se sabe demasiado breve o dejar una marca de pertenencia.La mujer se paró entre las macetas, a mitad del sendero. Era casi tan alta como yo. Retrocedí unos pasos para que la figura no me ocupara todo el recuadro de la lente. Mientras ajustaba la velocidad y la distancia, la vi alzar una mano. Se acomodaba el peinado y sonreía, inesperadamente coqueta. En esa posición, que duró unos segundos, apreté el disparador.—¿Ya está? —preguntó asombrada, bajando la mano lentamente y mirándome con desconfianza—. ¿Así nomás?—No. Ésta es una foto de prueba. Siempre hay que sacar unas cuantas, por si acaso. Algunas pueden salir oscuras o movidas.Mentía, naturalmente. Estaba seguro de la calidad de esa foto. Doña Aminta en la misma postura que me había impresionado en el almacén, el brazo en alto como si alzara un cetro, de pie frente a su castillo. Las que tomé después no eran interesantes. Eran fotos pedestres, fotos de una mujer de cierta edad, una mujer común en un patio de helechos, mirando la cámara con esa desnuda timidez de las personas no acostumbradas a posar.Pedestres... salvo las que saqué en el consultorio. Documentos de mi sorpresa, registros del lugar sin Aminta, sacados con engaño, simulando que la fotografiaba mientras ponía en primer plano el contenido de esa pieza grande, no tan secreta como había supuesto.Atrás de la puerta tallada en toscos arabescos había un consultorio moderno, una réplica de los cubículos de cualquier clínica cara de Buenos Aires donde se atienden los pacientes ambulatorios. Faltaba sólo el mostrador de recepción y una empleada de uniforme para completar el electo de un sanatorio de Barrio Norte. Entre las paredes lisas, con pequeñas molduras y lámparas dicroicas en el techo, había una camilla nueva de blancura impecable, un escritorio de fórmica con reborde y patas de acero, un mueble que hacía de placard, también blanco, y hasta el perchero de tres puntas con un guardapolvo colgado.

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El consultorio estaba pintado de amarillo. Un amarillo de incongruentes matices liláceos que me recordó las orquídeas de Miguelito. Y sin embargo, el color descompuesto no alteraba la asepsia del conjunto, su impresión de sanatorio al día instalado en la cascara interna del almacén.—¿Con o sin delantal? —preguntaba Aminta.—Con delantal, si quiere.Mientras la mujer descolgaba el guardapolvo del perchero y se lo ponía y abrochaba con reverencia casi sacerdotal, me acerqué a una pared enteramente tapizada de lo que parecían ser diplomas o certificados de cursos en marcos negros y brillantes.De lejos, a primer golpe de vista, resaltaban letras de imprenta sobre el ancho de un paspartú. Pero al aproximarme vi que aquella serie de aparentes diplomas tenían una foto en el centro de cada uno.Instantáneas baratas de otra época, cuadradas como tarjetas, en que las figuras y el paisaje parecían mostrarse atrás de un velo plástico, el color desvaído, la ausencia de una buena definición que obligaba a los ojos a recorrer varias veces la escena o la persona retratada y compensar los detalles ausentes con la imaginación y la memoria. De ahí los títulos y la fecha de cuándo habían sido tomadas. Más que fotos expuestas eran una cronología de la vida de la almacenera armada en imágenes, curiosamente similar a las historias callejeras medievales con sus telas pintadas representando un amor, un asesinato, la elevación de un santo. Como en esas novelas primitivas, ausente el narrador, no parecía haber relación entre uno y otro episodio.La primera foto era un carro cargado de mujeres junto a una tranquera. En el pescante, de pie, las riendas en la mano, altísima y soberbia, la mujer que a mi espalda se estaba poniendo modosamente un guardapolvo.Aminta no había cambiado mucho. A decir verdad, la de hoy era idéntica a la altiva conductora del carro. Conservaba el mismo peinado, una torre de trenzas finas que le rodeaban la cabeza. La cara larga y angulosa no se había aflojado ni ensanchado. Los ojos de la fotografía, desorbitados como si la cámara la hubiera sorprendido contra su voluntad, eran los mismos, demasiado grandes y demasiado abiertos, negros y opacos, la mirada fija, tapiada por un muro de indiferencia. La vejez parecía haberla esquivado por ahora, rozándola nomás con arañazos de unas pocas arrugas a cada lado de esos ojos de gigante impasible, y las dos gruesas rayas en las comisuras de la boca tenían la profundidad de una marca de nacimiento.En la foto del carro estaba vestida de hombre, con camisa y bombachas de paisano. Por comparación, las mujeres que se apretaban atrás de ella en esa caja de tablones desvencijados me dieron la impresión de un enorme ramo de flores de distintas especies volcándose de un jarrón estrecho. Unas pocas eran muy jóvenes, casi unas nenas, recién cortadas, en capullo; otras, la mayoría, marchitas y deformes, pero todas mezcladas en una fusión de rulos y de moños, pechos mitad al aire y piernas exhibidas en el tajo de polleras angostas, con ligas y puntillas de enaguas que tanto podrían ser encaje como seda deshilachada por el uso continuo y la miseria.El título del cuadro decía:

CAMINO DE LOURDES A LAS ROSASMi COMIENZO

Sentí la mano que se apoyó en mi hombro. Hielo y acero, los dedos apretándose para no soltar, como la pata de un enorme pájaro.—Mire bien, doctor. Ésa del carro soy yo, cuando empecé. Y empecé de abajo. Con la mayor de las humildades. Mire las chicas. Un rejunte pero siempre dispuestas. Porque había que tener corazón para largarse a esto, al progreso. Antes del carro, los muchachos no conocían más que una casa de citas en Lourdes. ¡Casa de citas! Diga mejor un rancho de dos por dos que les quedaba a medio día de caballo o a uno de a pie. Y a la vista de todo el mundo hacían la cola. Sin la menor privacidad, me entiende. Todos en fila contra la pared y con miedo de que les cayera un milico que no estuviera metido en el negocio, que encima les cobraría otra coima por el tema de la moral y las buenas costumbres.Levantó los hombros, un gesto de desprecio.

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—Usted sabe lo que son los milicos. Una mierda, si me disculpa la palabra. Lo mío era serio. Era decente. Porque yo respeto la ley del comercio al pie de la letra. Honestidad más confianza entre cliente y vendedor.Sonreía enseñando los dientes manchados de tabaco pero enteros, fuertes para morder. Lo que fuera, pensé.—Sí, señor, se llama progreso lo mío. A los muchachos les puse el carro para elegir a gusto, más una taperita que me hice levantar atrás de las acacias de la laguna de los Bungen, más que en esos días no había nada ni nadie en el camino a Lourdes, más que instalé un paisano a vigilar la ruta. Y sábado a la noche, únicamente. Eso en lo general. En lo particular, tomaba pedidos para entre semana, cobraba el doble, pero algunos no se privaban del lujo. Y mis señoritas ni robaban ni chismoseaban, ninguna era de acá. Venían en tren de la capital, ¿sabe que teníamos tren en esa época?, de un contacto que me facilitó un amigo que no puedo nombrar. Ésos eran amigos, doctor. De los de antes, de los que ya no quedan.La mano se aflojó. Sin separarse de mi hombro, ahora señalaba con el índice el resto de la hilera de fotos.—Parece ir todo derecho, ¿no? Bueno, no. Tuve unos cuantos pozos en mi carrera. ¿Quién se salva de caer de cuando en cuando? Nadie. La cosa es saber levantarse. Trepar del fondo.Suspiró. Más una exhalación que un suspiro, como si recordando hubiera contenido el aliento.—Ahí. Ahí —el dedo se movía apuntando los cuadros—. Ahí está todo mi pasado para quien guste verlo en vez de hablar. Hasta mi difunto marido, un inútil. Seguro que le dijeron que yo lo envenené con uno de mis yuyos, o que de tacaña nomás lo hice morir de hambre. Se dice cada cosa en este pueblo... ¿No me va a sacar otra foto? Si sale bien la enmarco y la cuelgo. ¿Sabe por qué? Me puso el dedo sobre el pecho. —Porque se viene otra novedad y hay que enmarcarla. La boca pintada de un bermellón grasoso, con los labios flacos pegados, se curvaba de a poco, estirando la cara. Los ojos no sonreían. Se clavaban en una mirada lejana que me excluía de la visión de esos ojos inmensos, extrañamente quietos, sin parpadear, cargados de amenaza, en espera de algo que iba a desencadenarse, de un fin estudiado largamente.No retiró el dedo de mi camisa. Lo empujó un par de veces contra la tela para llamarme la atención. Entonces se rió. Una risa corta y aguda. —Se viene la venganza.En Las Rosas no hay que ser un genio para sacar la cuenta del odio. Dos más dos, cuatro. Mi cargo ya me había enseñado a resolver en un minuto esa clase de matemática local. Los denunciantes y las víctimas ponen sus números sobre la mesa apenas abren la boca. Por ser un pueblo chico donde todos se conocen, dan por descontado que las alianzas y los enfrentamientos, las amistades y las enemistades, las virtudes y los defectos de cada uno, están grabados en las calles, las casas, las familias, inamovibles como leyes de una ciencia exacta que permite despejar cualquier incógnita si uno se toma el trabajo de sumar, restar, multiplicar y dividir las cifras de un problema.En la serie de fotos había una de Martín Shomberg. Foto de estudio, como la de su padre, de unos años atrás.El joven hotelero, sentado en el mismo sillón del retrato del viejo, llevaba el pelo corto, un saco blazer clásico, pantalones de tela con la raya impecable, mocasines de cuero, medias oscuras. Con la cabeza despejada de mechas y flequillo, vestido de ciudad, sin las zapatillas de moda, sin las remeras pintadas de guitarras o de leyendas en inglés, parecía un hombre mayor que iría rejuveneciendo con el tiempo hasta convertirse en el muchacho de estos días.La cámara le había tomado una expresión desconocida para mí. Un halo de inquietud en lo que pretendía ser una sonrisa de salón, la mirada evasiva, los ojos escondidos bajo unas pestañas tan espesas y arqueadas que hubieran dado envidia a cualquier mujer.La foto, en blanco y negro, estaba atravesada por una raya donde se había quebrado el papel. El paspartú dejaba ver una muesca angular, un corte de tijera en el borde y agujeros de chinches en cada una de las puntas. Esa foto había sido plegada, luego alisada y fijada con chinches sobre una madera, vuelta a sacar, puesta dentro de un marco y colgada en la pared, entre las otras. Tenía una vida o la había tenido hasta el día en que se integró al mausoleo de recuerdos de Aminta.Hice otra cuenta rápida. No era difícil deducir que la hija robó la foto de su seductor, que la había clavado en alguna puerta o mueble de su cuarto, a mano para acariciarla y besarla,

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inalcanzable el hombre pero un dios gráfico al modo de una estrella de rock en los pósters de los adolescentes, con un episodio humillante que la identificaba y distinguía. Una elección de la que daba pruebas la escandalosa estadía en El Castillo, la muchacha atraída y abandonada por el hotelero, unida a él para siempre en un contacto que antes era inconcebible y que una vez logrado en toda su crudeza no quería olvidar.La madre le había quitado la foto y ahora la exhibía en su dominio. Ella tampoco olvidaría al joven Shomberg. La fotografía era un registro de su odio.—Pobre infeliz.—¿Perdón?Se abotonaba tranquilamente los puños del almidonado guardapolvo blanco.—El de la foto que está mirando de reojo, doctor. Si yo la puse ahí es para mostrarla. No vale la pena que se tome el trabajo de hacer como que no la vio. Ya le contaron. ¿Cuánto hace que está en Las Rosas? Bastante poco ¿no? Igual no importa. Al nuevo que llega es lo primero que le cuentan. Lo de la hija de Aminta y el sinvergüenza que se la violó.—Nadie me contó nada. Y en todo caso, es una cuestión personal, no me concierne. Supongo que habrá hecho la denuncia en su momento.Soltó una carcajada.—¿Denunciar a ese desgraciado? Vamos, doctor. ¿Me ve a mí denunciando a alguien de este puto pueblo, con perdón de la mala palabra? ¿Justo yo, la del carro, yendo a prestar declaración con el sargento Gálvez, que me la tiene jurada desde que le presenté el camionero a la loca de su mujer?Se miró los puños del guardapolvo. Le quedaban cortas las mangas. Las estiró prolijamente.—Y Shomberg, ese infeliz, no violó a ninguna mujer. Ni siquiera a mi hija, por más que hablen. ¿Qué iba a denunciar? ¿Que se estaba mandando la parte?Rió de nuevo. Los ojos enormes no reían.—Hizo algo peor que llevársela a la cama. La usó. Usó a mi chica porque le convenía. Ya había rumores dando la vuelta al pueblo. Que lo habían visto. Con varones. No me pregunte dónde. Ni con quién. En El Castillo no. El señor no va a ensuciar la memoria de su santo padre. Con muchachos de acá, tampoco. Podrían hablar. Los levanta de Luján o de Lourdes. Yo me imagino que se saca las ganas en algún rincón cerca de la laguna de los Bungen. Hasta puede ser que en lo que quedó de mi tapera. Unos y unas se meten a la noche. Le han puesto nombre de hotel por horas, de burdel. La Luz Mala. Por la luz que de lejos se ve en la oscuridad, que se prende y se apaga, de velas, de un farol. Para correr las ratas o cualquier otro bicho.Arrimó una silla.—Tome asiento, doctor, y escuche bien —me pidió mientras se sentaba en el borde de la camilla.Seria en su delantal, las piernas abiertas y estiradas sobre las baldosas, los ojos entornados, por primera vez tenía el aspecto de una mujer muy vieja y agotada por el esfuerzo de mostrar vivacidad.—Nunca voy a entender a la gente. Y mire que traje al mundo muchos de los que usted ve caminando por la San Martín. Hace cuarenta años no había partera ni doctores pero estaba yo, que me daba maña con los conocimientos de curar a las chicas. Y qué, si los hijos salen del mismo agujero que aprendí a sanar, porque si alguna de mis mujeres se enfermaba o se preñaba yo no iba a andar llamando a ningún médico. Esos mismos, medio pueblo calculo, que sabían para qué lado tiran los gustos del jovencito del hotel, fueron los que echaron a correr la mentira de una violación. Para joderme, si me perdona la palabra. Y de envidia, nomás. Me había hecho rica.Enarcó las cejas muy altas, con orgullo.—Pero sí. La plata es lo único que se envidia en serio, doctor. Ni la salud, ni la felicidad, ni lo lindo o lo bueno. La plata. Después de los Shomberg, con su castillo y todo, venía yo. Así que me apuntaron directamente, para ensuciar a mi hija, no a mí que me hubiera importado un pepino.Hizo una mueca de resignación.—Usted la vio a la chica. No vale nada. Seré la madre pero no soy ciega. Nada de nada. Me salió fea y tonta. Igual, como todas las madres, me hacía la ilusión de casarla. Con la plata que

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tengo guardada, a ella nunca le hubiera faltado un pretendiente. Pero no. Me la dejó chiflada como una cabra. Lo quiere a él, únicamente a él y para siempre. De noche la oigo llorar y cuando llora repite el nombre de ese degenerado, le dice amor, amor. Qué le parece.Estiró el cuerpo a un lado y alcanzó una mesa baja, a la izquierda de la camilla, donde había un cenicero, una pila de sobres amarillos, un cuenco rebosante de piedras de colores, entre otras chucherías. De ahí tomó una cajita celeste. La abrió. Tenía cigarros cortos y delgados adentro. Sacó un cigarro, se lo puso en la boca y me ofreció la caja.—¿Quiere probar? Son Panter Blue, de lo mejor que hay. Tabaco importado de Holanda. El único vicio que conservo. Si es que alguna vez tuve uno.Encendí el de ella y luego el mío. El gusto era levemente dulzón, a vainilla o canela.Aspiró hondo, satisfecha, la cara relajada.—Más rico y más sano que la porquería que usted fuma. Esos Marlboro le van a fundir los pulmones.La caja de Panter Blue tenía el dibujo de una pantera con motas rojas encaramada a un cigarro como sobre la rama de un árbol, la cola enroscada en esa tensión de los felinos que anuncia el salto, la cabeza mirando atentamente hacia abajo, al camino invisible en el azul celeste de la tapa por donde pasaría una presa inocente del acecho.—Todavía no me explicó cuál es la novedad —dije.Me miró fingiendo sorpresa.—¿Qué novedad?—La que piensa marcar con una de las fotos que le saqué. ¿O fue solamente un comentario?—Siempre hay novedades en la vida. Siempre hay alguien que ve algo nuevo que otros no ven —dijo entre dientes, la mirada fija en el cigarro que se iba consumiendo.—A mí me pareció que esta novedad era especial. También me pareció que quería contarme algo más. Y que usted piensa que yo debería saberlo. ¿De qué se trata?No contestó enseguida. Sacudió la ceniza del cigarro, se tomó el tiempo de agitar la mano en el aire para barrer el humo que se había estacionado entre los dos, y luego dijo:—Así que era terco. No me lo imaginaba, sabe, con ese aire de tranquilo que lleva. Pero oyó mal. Usted oyó que algo importante va a pasar y que esta bruja pretende adivinarlo. Y no. No soy ninguna bruja ni me creo alguien con poderes como más de una estúpida que se vanagloria en este pueblo. Puede ir a preguntarle a cualquiera de mis pacientes. Los curo con la ciencia que me dio el tratar a mucha gente. Y curo solamente pavadas. Lo serio lo mando al hospital de Luján, a médicos con título, a que los tajeen cirujanos que saben cómo se usa un bisturí, a clínicos de cuarta que los surten de una montaña de antibióticos. Yo sano lo que esos tránsfugas no sanan. Males que están adentro de la cabeza. El asma, la psoriasis, el intestino que no funciona y las jaquecas.Con el cigarro señaló la pared de las fotografías. La última serie era de hombres y mujeres sonrientes, tomadas en un living hogareño, en un jardín, en la calle, firmadas con dedicatorias de alabanza y agradecimiento.—Vienen de todas partes a consultarme. Es igual a cuando trabajaba con el carro. Siempre hay necesidad. La enfermedad es el oficio más antiguo del mundo.Rio y se tocó la frente.—El truco es que yo tengo una vista de lince. Miro adentro de una cabeza, descubro el torcimiento del cerebro y lo pongo derecho. Todos esos frascos que están allá —movió el mentón hacia unos estantes donde había una fila de envases de vidrio con etiquetas—, son yuyos del campo. No me pregunte qué clase de yuyos son, ni para qué sirven hechos té. Pero como soy una mujer prudente, me aseguro de que ninguna de esas infusiones hagan algo peor que darle a mis pacientes una diarrea o un mareo.—De acuerdo. No es una adivina. Pero todavía no me dice por qué una de las fotos que acabo de sacarle le serviría para marcar algo diferente. ¿Qué significa diferente? ¿Diferente de qué?Empezó a bajarse de la camilla. Muy despacio, como si le doliera el cuerpo. Primero apoyó un pie en el suelo, luego el otro.—Usted no larga lo que le interesa —dijo, de arriba. —Y usted no me hizo entrar acá para que le saque una foto.Por los ojos negros pasó un relámpago que se apagó enseguida.

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—Mitad y mitad. Hace rato que pensaba pedirle el favor, de tanto verlo con su cámara al hombro. Y hace rato que sé que el Mal sigue el mismo camino que las enfermedades que trato. El Mal madura adentro de la gente, se pudre y sale afuera. Ahí se cura o mata. Lleva tiempo. A veces mucho tiempo. Pero si algo me enseñó la experiencia es a esperar.Sumé de nuevo, instintivamente. La hija de Aminta más el retrato del joven Shomberg más la palabra venganza, igual a odio incurable. O a la ocasión de usarlo contra el hombre que se había burlado de ella. Pero debió haber visto la pregunta en mi cara porque dijo:—No, doctor. Yo no voy a hacer nada. No preciso hacer nada. Como le expliqué, las villanías saltan solas cuando se pasan del tamaño que las hace invisibles. Y en este mundo yo creo que hay justicia. No la de Dios, como dice ese cura amigo suyo. La justicia del Diablo, al que le gusta cobrarse las almas que le deben ciertos criminales. Ésa llega seguro. Nunca falta a la cita. De nuevo, doctor, una cuestión de plata, de pago, de deuda, de ir preso o que te ahorquen. Tarde o temprano llega, la justicia de Satanás.—Tenemos otra clase de justicia, Aminta. La ley.Lanzó una carcajada. En el silencio del consultorio retumbó como un trueno.—¡La ley! ¿Qué ley? ¿Esa que no se usa más que para los ladrones de gallinas? ¿Dónde vio ley cumplida cuando se trata de gente que tiene mucha plata, mucha viveza? Míreme a mí nomás y hábleme de la ley. Pero claro, si me olvidé, qué estúpida. Usted es un abogado y usted es un juez. No sé con quién estaría hablando yo. Ah sí, con el señor fotógrafo.Me levanté. Tomé la cámara, que estaba preparada. Antes de que ella pudiera reaccionar, apreté el disparador.—Bueno, ya está su foto. Cuando la revele se la mando. Y cuando tenga ganas de hablar en serio, me va a encontrar dispuesto a escucharla. Yo también sé esperar.Abrió la boca, a punto, quizá, de largarse a explicarme. Pero la cerró y bajó la cabeza. En el techo sonó un repiqueteo. Llovía. Una lluvia que parecía atravesar las chapas del tejado y empapar a la mujer de guardapolvo, ahora arrugada y mustia.—Usted no cree en el poder de la crueldad —dijo con profundo desdén, casi con repugnancia, mientras me abría la puerta—. Tampoco cree en la venganza. Quiere decir que no se ha hecho hombre todavía. Toda esa pinta, todo ese estudio, todo ese venir de la capital y hacerse el juez no le sirven de nada. Es como un chico chico.—Piense lo que quiera.Ya pisaba el umbral cuando me detuvo, poniendo esa garra de águila sobre mi hombro.—¿Pensar? Pienso que nunca le tocó ver bien de cerca a un cruel que se abusa de un débil sin que nadie lo pare.Me di vuelta para mirarla.—No sabe cómo se equivoca.—Qué sé yo lo que le pasó a usted. Pero a mí la crueldad me tocó en mi hija manoseada. Y una cosa peor. El que lo hizo sigue manoseando. Pregúnteme quién es.La vi girar la cara en dirección a las fotografías. Buscaba la de Shomberg posando en el sillón del padre.—¿Hay necesidad de que se lo pregunte?—Tiene razón. Ya no hay necesidad —murmuró—. Llevamos mucho tiempo conversando, usted y yo. Lo que no sabe es cuál de toda la gente que explota ese desgraciado sufre más y se calla porque no tiene otra.—Dígame.Dudó. Se preguntaba si yo era de confianza. O buscaba alguna mentira viable.—El jardinero —dijo al fin, con desgano.Y nada más.Así que Miguel Dono, pensé, pobre Miguel.Como decía la almacenera, el diablo siempre ronda en cuestiones de plata. Me prometí averiguar cuánto se le pagaba al jardinero por su trabajo en El Castillo o si se le pagaba. No hubiera sido la primera vez que descubría ese tipo de abusos en los harás y los countries cercanos, ni la primera que los castigaba. Era suficiente amenazarlos con el ogro de rentas sin declarar y la mención de que en el más alto nivel en Buenos Aires yo tenía mis contactos, para

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sacarles las monedas del sueldo que les debían a los peones y al personal doméstico. Una extorsión, una basura, pero necesaria y funcionaba.Me encaminé a la salida bajo la lluvia. El sendero ya era un barrial.—¡Oiga, doctor!Doña Aminta asomaba la corona de trenzas por encima de una barrera de helechos.—¿Todavía quiere saber cuál es la novedad?Dije que sí, con impaciencia. El agua me chorreaba por la cara y me cegaba.—La novedad es usted —gritó la mujer.La puerta del consultorio se cerró de golpe.Al cruzar la cortina de hule tropecé con un hombre que entraba.Era de edad mediana, gordo y calvo, el bigote chato y oscuro, la cara inflamada y con motas rojizas como la pantera de la caja de cigarros. Tenía puesto un impermeable que entre las solapas dejaba ver una corbata prolijamente anudada bajo un cuello de camisa fina. Me miró con la sorpresa de quien no espera encontrarse con nadie en un pueblo apartado del mundo y masculló un saludo al aire, que respondí de igual modo.La cara me resultaba conocida. Pero sólo cuando llegue a la puerta del almacén lo identifiqué. Era un diputado notorio, uno de esos políticos que vociferan en la pantalla de los televisores, instalados por décadas en la sinecura de cargos que se suceden invariablemente en nuestra democracia, siempre los mismos pero con sueldos, prebendas y corrupción cada año más altos.La segunda mirada que me echó antes de atravesar la cortina era humilde. Parecía pedirme disculpas por estar ahí, por haber caído del lujo de la Clínica Suiza a las manos de una curandera de campo. Las manchas en el cuello y el mentón eran el tinte púrpura y escamoso de una psoriasis que la sala de maquillaje de un estudio de televisión ya no conseguía borrarle totalmente.Aminta estaba en lo cierto. La enfermedad es el oficio más antiguo del mundo. No me extrañaba ahora que en términos de la economía de Las Rosas esa mujer se hubiese hecho rica.Ya abría la puerta del jardín de la pensión cuando me sorprendió una voz a mi espalda.—Espere, doctor.Era Marucha, la hija de la almacenera. Me había seguido silenciosamente.—Tengo que decirle algo.Se empinaba para hablarme en voz baja. Puso una mano sobre mi brazo, reteniéndome como si tuviera miedo de que yo me alejara.—Es sobre mi mamá —susurró, en puntas de pie.Tenía puestos unos zapatos rojos, de charol, sin taco, lo que disminuía aún más el cuerpo flaco y tembloroso. Zapatos insólitos, de baile, que me hicieron pensar en una muñeca antigua, abandonada en la vidriera de una juguetería.—Cualquier cosa que ella le dijo es mentira. Miente, miente, miente. Porque no me perdona ni me va a perdonar nunca. Seguro que le dijo que él no me hizo nada.No negué ni asentí. Me miró con suspicacia. Luego sonrió. Era una sonrisa salvaje.—Pero me hizo. Y cómo. Yo sé que ella sabe. Y por eso lo odia. ¿Usted la vio? Lo odia como me odia a mí. No se saca del corazón, si es que tiene uno, la rabia que le hierve ahí dentro. ¿Qué le dijo? ¿Qué él no me violó? En eso dice una verdad. No me violó, yo quise. Pero estoy segura que ella se lo contó a usted de otro modo, como se lo cuenta a todo el mundo, haciendo correr lo que no es más que una calumnia. Que a él no le gustan las mujeres. Largó una risa corta, despectiva. —A él le han gustado siempre. No de novias, nunca para casarse. Yo pasé por ahí. Toma una y la deja. A mí me lo avisó desde el primer momento. Y qué. Todas las que pasamos por él lo sabíamos y no nos importó con tal de tenerlo un momento. A mí me dolió más. Todavía me duele. No sabe cómo duele.En los ojos sin gracia se encendió el recuerdo del hombre que quería. Fue un instante. El amor embellecía esa cara tan fea, iluminándola. Sentí pena por la pobre chica. Debió notarlo en mi expresión.—No se preocupe —dijo—. No me arrepiento. Ninguna mujer se arrepiente de haber pasado por la cama de ese hombre. La única que se arrepiente es mi madre. Sí, ella. ¿Se sorprende? Hace años ahora de ese asunto que tuvo con Martín. A mí me da asco pensar que era una señora

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grande para encamarse con un chico. Y él la dejó también. Imagino que por ahí lo hubiera perdonado con el tiempo. Si yo no hubiera hecho lo mismo que ella. Yo, la hija.Dio un paso atrás. Miró en la dirección del almacén. —Tengo que irme. No, no diga nada. No vine para buscar consejo. Vine a defender al único hombre que me hizo feliz aunque no fuera más que por un rato. Los celos de ella son peores que cualquier cosa que haga él. Míreme a mí, que vivo sufriendo esos celos. No le crea nada. Yo la conozco bien. La gente como ella no cambia. Yo tampoco, pero a mí no me importa.La dejé irse sin hacerle preguntas. Qué hubiera podido decirle. Esa joven ruina de mujer tampoco quería que yo hablara. Me había seguido con el único propósito de salvar la reputación del hombre que la hundió, segura de que en el consultorio la madre había emponzoñado la imagen del amante compartido para que yo lo despreciara.Me quedé sin saber cuál de las dos decía la verdad sobre Martín Shomberg y su relación con las mujeres, si había una verdad que no estuviera alterada por el amor incondicional de la hija y el odio incondicional de la madre. Tampoco me interesaba conocer la verdad. La historia me había dejado en la boca el resabio ácido de las habladurías, de la tendencia a corromper la vida ajena con rumores sin fundamento, típica de todo pueblo chico.

El exorcismo en la capilla

Más barajas faltantes. ¿Qué sabía Aminta y lo calló?La foto de Aminta con el brazo en alto es la única que conservo de las que tomé esa mañana. Tiré las otras porque no decían nada. Hice bien. Puesta ahora sobre el escritorio, su fuerza y peculiaridad se imponen a mi recuerdo de los vecinos que se llegaron a la iglesia para ver a Miguel.Cuando Aminta entró en la capilla donde Miguel estaba tendido, todas las caras se volvieron a ella. Su sola presencia rebajó al médico, que se había arrodillado junto al cuerpo y lo examinaba con un estetoscopio, a un aprendiz de brujería menor. El círculo de amigos y curiosos se abrió para dejarle paso a la almacenera.Aminta se inclinó y extendió los brazos sobre el durmiente. Tenía las uñas largas y pintadas de esmalte violeta, casi negro. Cerró los ojos. Luego fue bajando las manos con los dedos abiertos, lentamente. Un rumor se alzó de los testigos de aquel acto imprevisto. Sonaba a una plegaria hecha de emes sostenidas, como el zumbido de un insecto gigante que anidaba en los travesaños de la nave y que se estaba despertando.—Se da cuenta por qué tengo que dar esa misa en latín —me dijo el cura en voz muy baja—. Es un milagro que me dejen ser un hombre de Dios en este pueblo de paganos, pero ese respeto va a durar lo que dura un milagro si no les ofrezco algo nuevo. La verdad, yo no sé qué quieren decir cuando dicen que son católicos. Escuche eso y compadézcame.Pero él mismo estaba atento y esperaba, hablándome sin quitar la vista de Aminta y el enfermo.Nada ocurrió. Miguel no despertaba. Aminta abrió los ojos y cerró las manos. Los testigos contenían el aliento.—Está dormido, nada más —dijo el médico de Luján, tímidamente—. El pulso y el corazón dan perfectos. Déjenlo descansar...Era un médico joven, con seguridad un residente que el hospital nos había mandado de apuro, sacándolo de la guardia. Tenía cara de susto.—Habrá que hacerle unos análisis, pero está bien. A lo sumo, sufrió una leve descompensación. No pasa nada... —agregó.La voz juvenil descendía un tono, oprimida por el silencio alrededor.—Cómo que no pasa nada —protestó Flora y dio un paso adelante—. Usted debe ser sordo. ¿No escuchó?—¿Escuchar al paciente? Está dormido y...Flora lo interrumpió.—Claro que está dormido. Digo que no lo escuchó al juez. Digo que no lo escuchó al padre. Digo que a ellos hay que escucharlos porque atendieron a Miguelito cuando le dio el ataque. Y qué ataque. Parece que estaba aullando como un lobo, revolviéndose y enseñando los dientes. ¿No es cierto, padre?

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Don Roberto asintió vagamente, los ojos levantados a ese cielo que nunca lo atendía, con una expresión tal de inocencia que me enfureció. Le había pedido que no hablara del delirio de Miguelito. El padre no podía mantener cerrada la boca.Gálvez se interpuso entre Flora y el médico.—Loco, lo que se dice loco, siempre fue. No es nada nuevo lo de loco. El pobre muchacho está rayado de acá, doctor —dijo tocándose la frente—. Es de hace años que anda así, como medio perdido. Pero siempre tranquilo y más bien tirando a contento. Que sepamos, nunca hasta ahora tuvo ningún ataque. Un pan de dios, este muchacho.El médico escuchaba al sargento, indeciso. Se preguntaba por qué toda esa gente llamaba muchacho al viejo que dormía en el suelo, un hombre de pelo gris y con arrugas, para él, con veinte años, un anciano que no cargaría otra locura que el desmadre de la senilidad.—De todos modos —insistió suavemente—, van a tener que llevarlo al hospital para que se le hagan análisis.—¿Se olvidaron de mí?Aminta los fue mirando uno por uno, hasta que los duros ojos negros se detuvieron en el médico.—¿Le ha inyectado algún tranquilizante, doctor?El residente negó con la cabeza. Parecía un chico acusado injustamente de una travesura.—Muy bien. Usted tiene razón. Al enfermo no le pasa nada que pueda curarle un hospital —dijo Aminta con la condescendencia de una jefa de sala—. Fue ¿cómo dijo, doctor? una descompensación. Justamente. Felicitaciones. Sí, se descompensó. Pero de miedo. ¿Sabe que el miedo descompensa? No debe figurar en sus libros de medicina pero yo en mi ignorancia le puedo recitar los síntomas uno por uno. Ahora se durmió. Usted manda, doctor. ¿Que lo dejen dormir? Que duerma. Y a usted le pongo un diez, sobresaliente. Hay que permitirle dormir. Cuando se despierte, en mi ignorancia le voy a hacer un té calmante, de yuyos para el caso, así no hay que pincharlo de nuevo. He dicho.—Entonces lo llevamos a la pensión —dijo Flora, la cara arrebolada de entusiasmo ante la idea de ocuparse de alguien que la necesitaba—. Yo lo cuido. Vení, Ramiro, ayúdame a levantarlo.—Lo llevamos —repitió el marido, con la resignación de siempre cuando Flora le daba una orden.—Un momento. No terminé.Aminta se enderezó en toda su altura.—Dense la vuelta, ahora.Nadie preguntó para qué. Nadie protestó. Menos el cura y yo, todos, también el médico en su azoramiento, retrocedieron y giraron, dando la espalda a la mujer y al hombre dormido en el suelo.—¿Qué es esto, padre? —pregunté atónito—. ¿Un exorcismo o algo así?Don Roberto hizo un gesto de cansancio. —Nada que tenga que ver conmigo. Déjelos. Ellos saben lo que hacen.—¿Saben lo que hacen? Pensé que a usted lo indignaría este tipo de supersticiones.—¿Yo indignarme? Por supuesto que no. ¿Se olvidó de que la ira es uno de los pecados capitales? Y de qué supersticiones me habla, Turner. Preste atención. Mírelos bien. Están muy asustados. Asustados de algo que no entienden porque sale de la normalidad. Y para ellos la normalidad es el Miguelito que conocen. Normal como acostarse a la noche y despertarse a la mañana, normal de no tomarlo en cuenta. Se lo saben de memoria a Miguel. Que es atrasado, obsesionado con los aguiluchos, feliz con sus orquídeas, que habla al tuntún, que uno tiene aprendida esa forma de hablar en jerigonza. Una vida, Turner, de verlo trabajar todos los días, de pedirle cosas, de que haga unas mal y otras bien, tan bien como el confesionario. Para ellos Miguelito es como una estación del año. Hay verano, después viene el otoño, después el invierno, después la primavera. O sea. No importa que en pleno verano se meta una racha de frío, que en el invierno haga un calor mortal. Uno sabe que siempre están las estaciones, que llegan una después de otra. Siempre.El padre hablaba mirando la escena de la mujer que con las manos juntas ahora trazaba un arco sobre el cuerpo dormido en el centro de otro arco de espaldas.

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—O sea. Miguelito cambió. Se enfermó. Están pensando que podría ser grave. Piensan que el jardinero podría morirse y eso quiere decir no estar más en el pueblo. Miguel no es un hombre común. Es parte del pueblo y parte de cada uno. Cuando falte, esta gente perderá algo suyo. Lo aceptarían más fácil en un Miguelito muy viejo, pero este Miguelito todavía no llegó a la edad en que uno se resigna a lo inevitable. Cómo no asustarse. Entonces rezan. A su manera. Se colgarían cabeza abajo del techo de esta iglesia si con eso pudieran salvarlo.Cerró los ojos un instante:—Ah, Turner. Es así. Es que hoy ya nadie cree en los milagros que cuenta el Evangelio. La vida es demasiado dura para agarrarse a unos cuantos espejismos que pasaron de moda. Eligen otros. ¿Por qué no? Quizá tengan razón en buscar dioses nuevos, en escuchar a esa Babel que les habla desde la radio y el televisor prometiendo regalos que se entienden. Una entrada a un estadio de fútbol, una casa, un auto, aunque a ellos no les toque la suerte. Es igual con las sectas, con los predicadores, sus enfermos que sanan en público y sus gallinas degolladas, con los místicos que vuelan en platos voladores, con retiros espirituales en hoteles de lujo. La salvación se compra aquí y ahora.Sacudía la cabeza, apenado.—A usted, que viene de otro mundo, toda esta ceremonia de Aminta le parece un disparate. Y sí, en un sentido es un disparate. Sin embargo... —volvió a medias el corpachón para mirar el confesionario, los ojos grises achicados, el entrecejo hundido.—Aminta descubrió una verdad —asentí—. Más allá de todo ese teatro de las manos, no hay duda de que Miguel está enfermo de miedo.El cura se ajustó el cinturón y empezó a caminar hacia el confesionario, abriéndose paso entre las espaldas de los que zumbaban una sola palabra indistinguible. Lo seguí. Nos paramos juntos, callados, delante de la puerta convertida en reclinatorio, con sus dos escalones y la apertura de rejilla donde habíamos encontrado al jardinero.—Yo debería haber estado ahí, Turner. Atrás de esa rejilla, para escucharlo. Sin verme la cara, él hubiera podido hablar tranquilo. Sacar afuera esa cosa que lo aterra. A Miguelito lo conozco de muchos años, se ha vuelto como un hijo para mí. A fuerza de tenerlo cerca ya casi no me cuesta descifrar lo que dice. Pero justamente por tenerlo tan cerca, olvidé que esa alma de chiquilín podía sufrir de nuevo. Y por creerlo un chico, y porque uno supone que los chicos no sufren como los grandes, que olvidan lo peor en un segundo, que un juego o un caramelo los distraen, que basta una palabra de cariño para sacarlos de una pesadilla, no lo vi...Se frotaba las manos como si quisiera lavarlas del veneno de aquel pecado de omisión.—No tenía modo de saber qué le estaba pasando, padre. Yo también lo conozco, también lo traté, y en ningún momento, ni siquiera cuando encontramos el cuerpo de la señora Stein...Me detuve. Durante un segundo, la memoria me trajo la escena nocturna en la laguna de los Bungen. Y aquellas lágrimas en la cara del jardinero. Pero eso era natural, pensé. Hasta yo había sentido un nudo en la garganta.—Usted no le pegó, ¿no es cierto?Miré al cura, boquiabierto.—¿Me lo está preguntando en serio?—No. Se lo pregunto para sacarme una cosa de la cabeza. La tengo llena de cosas raras. Una es ésa. Dijo que le pegaban. ¿Se acuerda cómo levantó el brazo para esquivar un golpe?—Me acuerdo. Pero fue durante el ataque. Estaría soñando.—Mi viejo me pegaba.De un solo tirón, don Roberto alzó el brazo derecho, la manga de la sotana resbalando hasta el codo, y se cubrió la cara. Bajó el brazo, alisó la manga hasta que alcanzó la muñeca. Me miró, la mano aún volcada hacia arriba, ahora floja.—Tengo cincuenta y siete años. Hace cincuenta, o sea medio siglo, ese hombre que se decía mi padre venía a buscarme a la pieza y seguir lo que había empezado con una paliza a mi madre. Pegaba duro. Era peligroso. Se murió cuando cumplí los siete. Nos salvamos de casualidad, esa pobre mujer y yo. Porque fuimos a escondernos a la iglesia y el párroco atrancó la puerta para que mi viejo no pudiera entrar. Esta vez se venía con un cuchillo en la mano. Borracho perdido como siempre. No había teléfono pero el párroco consiguió mandar al sacristán en busca de la policía, saliendo por la puerta de atrás. Cuando oí la sirena del patrullero me pareció la voz de

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un ángel, del serafín pintado en la pared, arriba del hueco donde nos habíamos acurrucado. Estaba oscuro pero el halo alrededor del ángel iluminaba. Le pedí al ángel, como pude, que matara ahí nomás al hombre del cuchillo. Pero aunque era un chico, yo sabía que la policía no haría nada, tampoco ese ángel pintado, ni el sacristán ni el cura. Que nos llevarían solitos a la casa, que el viejo estaría un tiempo preso pero después iba a volver y con más ganas de emborracharse y de pegarnos. Fíjese la ironía.Don Roberto sonrió, de costado.—La ironía fue que nadie tuvo que hacer nada. Ni el ángel. Cuando llegó la policía, el viejo estaba muerto. De un infarto, nos dijeron después. Lo encontraron tirado en los escalones de piedra de la iglesia, boca arriba, el cuchillo caído por ahí. Pero...Levantó otra vez el brazo, doblando el codo. —Pero cincuenta años después, si estoy durmiendo y viene la Negra y me despierta de repente, este brazo se alza exactamente igual, dormido y todo. Igual. Tanto que ha vivido mi cuerpo, tanto que pasó por mi alma, y este pedazo de carne y este pedazo de miedo no se olvidan del viejo y del cuchillo aunque yo les mande que sí. Volvió los ojos al confesionario. —Miguelito hizo el mismo movimiento cuando lo hallamos. Alguien le está pegando, Turner. Y no ha sido una única vez. Esa reacción no sale de unos cuantos golpes un día. Sale de repetirse, de aprenderse. Por supuesto que usted no le pegó. Ni creo que ninguno de los que están acá. Eso es lo que me extraña. Quién. Y cuál sería el motivo de castigar a un inocente como él. —No tiene marcas. —¿Qué marcas?—De castigo. No tiene moretones. No está lastimado. No hay heridas. El médico será un inútil pero lo revisó con cuidado. Yo le vi un poco de sangre en la boca, pero acuérdese que tuve que sujetarlo porque se golpeaba la cabeza contra el piso.—Dos confesiones interruptas —murmuró—. La señora Stein y Miguel.Se acercó al confesionario y pasó suavemente una mano por la talla de las molduras, por la puerta que ocultaría al pecador de la vista de los fíeles sentados en los bancos, por el marco de la ventanilla enrejada.—No bendije a esta cosa. Me olvidé. De puro egoísmo, de alegría, me olvidé de lo más importante. De mi responsabilidad, de mi deber, del juramento que hice un día, del compromiso que me obliga a respetar las leyes de mi fe.Una expresión de derrota apagaba esa cara siempre radiante de entusiasmo.—Sin bendición, esto es un ropero provenzal de tres cuerpos. Solamente un ropero, Turner. El pobre de Miguel merecía algo mejor para su intento de buscar asilo.Se dio vuelta y echó a andar hacia la puerta de la capilla, arrastrando las sandalias, cabizbajo.La sotana se perdió de vista entre la gente que se amontonaba en la calle.

9. LA CABALGATA

Me despierta el olor del café recién molido y recién hecho. Si existe el Cielo que el cura invoca todo el tiempo, ahí sirven café. Café de filtro, no el instantáneo del frasco de Dolca que hay en el simulacro de cocina empotrada en una pared. Flora es el ángel que lo trae a mi pieza. Ha entrado callada, en puntas de pie, esquivando los muebles en la sombra del cuarto.Entreabro los ojos y la veo sostener la bandeja en el aire mientras busca un claro en el amontonamiento de libros y de fotos sobre el escritorio. Ahora mira el cuaderno de contabilidad que dejé abierto con la lapicera en el medio. Absorta, frunciendo la nariz. Conozco bien el gesto: dice que ha encontrado su nombre en la lista apuntada en la página, que daría la vida por seguir leyendo si no fuera que tiene la mejor bandeja de su colección en las manos y en ella la única taza con plato que heredó de la madre —una bandeja de cristal y filetes dorados, una taza de porcelana—, dos tesoros muy frágiles.Cuando la nariz se desfrunce, ya ha tomado una decisión dolorosa. No seguirá leyendo. Aprieta los labios con determinación, apoya la bandeja como si cargara una bomba de tiempo, endereza la espalda, va hacia la ventana, gira la falleba y empuja los postigos que se entrechocan con un ruido que me hace saltar en la cama.—Hasta cuándo piensa dormir tirado ahí. ¿Sabe qué hora es? ¿No sabe que es malo para la salud trasnochar hasta las mil y una? ¿Y encima trabajando? Con tanto libro va a terminar ciego como un topo. Acá tiene los lentes. Y se le enfría el café.

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—¿Cómo está Miguel?El rezongo se corta en una sonrisa.—Durmiendo como un santo. Le toqué la frente y no l ¡ene nada de fiebre.—¿Todavía no se despertó?Flora se ha puesto a ordenar mi escritorio. Apila los libros por tamaño. Una costumbre que no logro sacarle a pesar de ruegos y de órdenes, que me obliga a rebuscar el que necesito deshaciendo uno a uno esos torreones de tapas que coinciden prolijamente pero con lomos vueltos del revés, el título contra la pared. El cuaderno de contabilidad sigue abierto. La tentación es grande. Flora levanta una punta del delantal y finge quitar el polvo alrededor.—Aminta dijo que Miguelito tiene que dormir, así que yo no voy a despertarlo.El sol entra por la ventana como el haz de un faro lejano. Motas de polvo flotan en el aire. En esa luz móvil que cruza la habitación de lado a lado, el delantal blanco de Flora resplandece, borronea el color del vestido y esfuma los rasgos de la cara, haciendo de ella una silueta con algo de especial para un hombre recién salido del sueño.Esta sana, alegre mujer, no se merece el destino de envejecer sin hijos, no debería estar condenada a derrochar la energía de un cuerpo robusto, de un espíritu vivo y generoso, cuidando extraños como yo, perros abandonados, viejos enfermos, un jardinero loco. Sé cuánto quiere tener un chico suyo, aunque la voluntad campesina se imponga al deseo no concedido y nunca se lamente o lo mencione. En el secreto de la pausa de sus labores, a solas y sin nada que cocinar, lavar, planchar ¿qué pensará? Y ahí recuerdo la tristeza de la señora Stein, trastornada y mintiendo año tras año, siempre en camino a una ilusión que terminó en suicidio...—A sus clientes se los mandé para las casas. Les dije que usted se había ido a Luján, que tenía un trámite. Todos sus clientes. Todos, doctor, no faltó ni uno. Fíjese cómo son. Nunca se le presentan a la mañana. Hoy sí. Hoy tuve que salir a atenderlos sin lavarme la cara. Le juro que había cola en la puerta. Estaban los del terreno que se pelean por dos metros de cerco de ligustro en la medianera, las partes, como dice usted, que ni se dirigían la palabra, si los hubiera visto juntos conversando, ¡carne y uña! de no creer. Estaba también la chica embarazada que vino con ese documento que le pidió y que siempre se olvida. ¿Sólita? Hoy justamente no, doctor. Se trajo a la familia entera, hasta al caradura de su primo segundo que para mí es el padre del nene que la chica tiene en la panza. ¿Y por qué tanto apuro de ver al juez y arreglar sus asuntos a la mañana temprano? De chusmas nomás. Para averiguar qué pasa con Miguelito, así tienen de lo que hablar cuando matean o prenden el fuego para el asado. ¿Sabe qué les dije para que no me tomen por opa?Con un dedo se quita de la frente el pelo rizado y grueso, muy rubio al sol, que en las sacudidas de su indignación ha resbalado de la peineta de carey que lo junta en la nuca, y me mira satisfecha, antes de continuar:—Les dije que la curiosidad mató al gato.No puedo evitar una sonrisa. El esfuerzo que hace para disimular las ganas de llevarse el cuaderno a otra parte y leerlo tranquila separa el brazo del cuerpo en dirección a la página y la lapicera, la inclina a un lado en una posición tan ridícula como el pedazo de franela que sacó del bolsillo del delantal, con el que simula repasar el mueble, ya brillante.—Por acá andan muchos gatos. Y todos vivos, Flora. Como cierta persona que conozco muy bien. ¿Puedo levantarme y vestirme?Se pone colorada, el rubor sube de la garganta blanca a una cara sobresaltada de vergüenza, pero no cede.—Si quiere vivir como un gitano, viva como un gitano. Pero está en mi casa y a mí no me gustan los campamentos. Primero le ordeno un poco este nido de caranchos y después se levanta o no se levanta, como guste. Igual ya casi dan las doce, a qué le viene tanto apuro.El delantal revolotea por el cuarto. Cambia una silla de lugar, levanta y palmea un almohadón, corre el teclado de la computadora unos centímetros para que se ajuste al ancho del monitor, mueve las cortinas de cretona azul con rosas estampadas, de modo que caigan a cada lado del marco de la ventana en ondulaciones idénticas.La dejo hacer. Un orden impuesto a un desorden que no es tal.Lo primero que aprende un hombre solo y con tiempo de sobra es a ordenar sus cosas. Sin ningún entusiasmo, cuestión de mantener la privacidad de un territorio que está expuesto a

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husmeadores natos como Flora. Quedarme acostado esperando que se agote el remolino de limpieza y de protestas en voz baja por un par de medias tiradas en el piso no me enoja, por el contrario, me divierte.Imagino el estupor de Alieri si le describiera la escena. Pero cómo le permitís, me diría. Le permito porque ese furor de ama de casa irradia una vitalidad contagiosa que en más de una ocasión me ha limpiado las babas de una pesadilla con una eficacia mayor que la ducha, el café o los calmantes.—Mire, doctor. Alguien se olvidó esto.Me muestra un pañuelo de cuello, largo y de seda verde. Lo sostiene en alto como a una víbora muerta tomada por la cola.Alguien y esto, en boca de Flora es todo un interrogatorio. Retórico, además. Sabe quién es el alguien —la mujer que anoche volvió conmigo a la pensión— y sabe que el pañuelo pertenece a la mujer que se lo quitó cuando entramos, porque ella misma nos abrió la puerta mientras Ramiro desensillaba los caballos.—Déjelo por ahí.—Esto es muy lindo —dice doblando cuidadosamente el pañuelo, los ojos clavados en mí, para ver si se le da la suerte de que yo haga un comentario—. A la señora le quedaba muy bien. Bueno, todo le queda bien, me parece.—Supongo, sí.—Una linda señora, doctor. No paran muchas como ella en El Castillo. Todas son una ruina ¿vio? de muy gordas o de muy viejas. ¿Se va a quedar un tiempo por acá? Digo, para que le lleve el pañuelo antes de que se vaya.Le devuelvo la mirada, ahora serio.—Tengo que levantarme, Flora.—¿Le traigo más café?No contesto. La miro fijo solamente.—Está bien, está bien, ya lo dejo.Cuelga el pañuelo en el respaldo de una silla, lo alisa, lo observa unos minutos más, como hechizada por los reflejos verdes de la seda. Luego recoge la taza vacía, la pone en la bandeja. En cámara lenta. Por si cambio de idea, en una de esas me da por contarle algo de la visita que traje a mi departamento, yo, un hombre al que no ha visto acompañado de otra mujer que no sea una de las que atiendo en mi condición de juez de paz del pueblo.—Me voy a ver si Miguelito duerme.—Vaya.Se detiene en la puerta, una mano sobre el picaporte.—¿Y si lo despierto a Miguelito? Puede que la Aminta se equivoque ¿no? Y el médico también. ¿Se fijó lo joven que era el médico? Parecía que recién le habían sacado el chupete.—Flora...—Ah, me falta traerle las camisas planchadas. Más tarde paso a buscar la ropa de ayer. No sé si no se pescó una gripe. Seguro que siguió charlando con la señora sin cambiarse, todo mojado como vino. Qué temporal, señor. Y uno que no se lo esperaba, después de semejante día...Aparto la colcha, saco una pierna de la cama. Flora y la bandeja desaparecen.Duchado, afeitado y vestido, me preparo una segunda taza de café. Soluble y comparado con el que me hizo Flora, no tiene gusto a nada. Pero es café y lo necesito.Café. Tiene la cualidad del sol, la de alumbrar un mundo a oscuras que amenazaba eternizarse, con la punta de angustia de no saber si volverá la luz, esa vieja angustia que ronda en la noche completa y se retira en la también vieja sorpresa de la mañana nueva.El sol ha vuelto. Y uno se siente estúpido de haber tenido esa desazón de cavernícola y todavía más estúpido cuando ha tomado la segunda taza de café, mira a su alrededor, ve lo firme y tranquilo que está el cuarto, los muebles en su sitio, los libros con palabras que se entienden, los objetos mansos en su sencilla utilidad —una cama, un escritorio, una lámpara, un sillón— y uno se pregunta si no cargó el repaso de los acontecimientos del día con imaginaciones superfluas, con sospechas que mueren al primer golpe de luz, esas larvas del antiguo terror a las peores costumbres de la noche.Me asomo a la ventana. Enciendo el primer cigarrillo.

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Qué verano tenemos. Llueve a cada rato, sin aviso. Las zanjas se llenan, los patios se inundan. Pero a pocas horas de los relámpagos, los truenos, las cataratas de agua que nos echan las nubes, el cielo se despeja, la tierra chupa la lluvia acumulada, las zanjas se vacían, los caminos de tosca se agrietan y el campo visto a la distancia sin postes ni alambrados, recobra la apariencia de un Sahara criollo, plomizo bajo un sol de justicia, la humedad concentrada en un calor insoportable, en charcos sueltos, en el barro bajo la sombra de los álamos, en la orilla de la laguna que pierde altura, que se retira dejando un rastro de juncos aplastados, de basura adherida a los yuyos. Y el temporal se borra como si no hubiera sucedido.Apago el cigarrillo y voy al baño en busca de mi pastilla diaria. Pero mientras abro el botiquín y saco el frasco, descubro que no me duele nada. El desgarro en la pierna está dormido. Por el momento, pienso. Pero la ausencia de ese gancho de dolor agudo que ya es un hábito, me hace dudar. ¿Tomo o no tomo la pastilla? Un gramo de esperanza dice que no. Devuelvo el frasco a su estante y cierro el botiquín.Ahora, en el espejo, está mi cara. Descansada, sin las arrugas matinales de la presión del sueño. Una cara asombrosa, ya que pertenece al mismo cuerpo que ayer no tuvo un momento de tregua. El más agotador de los días que recuerde desde mi llegada a Las Rosas.Un día largo y turbulento que terminó, increíblemente, en una cabalgata.Eran las siete y media de la tarde. Había oído el grito de las garzas en su atalaya del ciprés, había mirado el reloj, me había dicho que controlar la hora de los pájaros es una de esas manías incomprensibles que inyecta el campo sin que uno pueda evitarlas. Esperaba la cena con ansiedad, no con hambre, sólo para que la obligación de sentarme a la mesa del comedor, de atender el rito de platos y cubiertos, sacudir un salero atorado o desdoblar una servilleta, me distrajera por un rato de preocupaciones más serias, cuando Ramiro golpeó la puerta de mi cuarto. Le abrí.—Ya llegó la señora —dijo.—¿Qué señora?Movió la cabeza, negando, los hombros alzados. No tenía ni idea.—Una señora que parece que usted la invitó a dar una vuelta a caballo. Dice que es del hotel.Fui hacia la ventana, todavía confundido. Era la nerviosa mujer de El Castillo. De espaldas a la verja, sujetaba las riendas de un magnífico zaino que tiraba inquieto del freno. A un costado, Poca Cosa se empecinaba en mordisquear el pasto hasta donde le daba el cabestro.Sentí un peso en el estómago. Me había olvidado de la invitación tan completamente como de su nombre.¿Wilde? La Wilde, la había llamado Shomberg. El de pila no era común. ¿Cómo era? De novela, había dicho. ¿Qué novela? Una novela que le había gustado mucho al padre, uno de esos padres que ponen a sus hijos nombres que sacan de la televisión, del cine o de Internet, nombres que enmarañan las partidas de nacimiento, las escrituras notariales que hay que corregir o modificar, los documentos en que los datos de identidad parecen una broma jurídica.Al fin, pude acordarme. Miranda. Miranda Wilde. El nombre era indispensable para empezar a disculparme sin ofenderla. «Miranda, tuve un día difícil, iba a avisarle que hoy me es imposible, quizá en otro momento. Tendrá que perdonar...»—¿Entonces no va a salir, doctor?—No.—¿Le aviso a la señora?—Gracias, le aviso yo.Ramiro no se movía de la puerta. Estaba incómodo. Noté que se había puesto una camisa nueva, que las bombachas grises eran las del desfile el día de Santa María de Las Rosas, la santa patrona del pueblo. Tenía en la mano el rebenque de fiesta, un talero con cabo de plata que yo le había regalado para un cumpleaños. De punta en blanco.Iba a preguntarle si hoy había partido de polo en el campo de los Reynal, donde trabaja de petisero, cuando me di cuenta de que la camisa impecable, las rayas de plancha en las bombachas, llevaban la rúbrica de Flora. Lo habría mandado a cambiarse a las apuradas en el momento en que apareció la mujer del hotel, que se presentó mencionando un paseo a caballo, no una cita con el juez para una consulta o un reclamo.

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Ramiro se miraba los pies, las alpargatas sin una sola hilacha, mientras balanceaba el rebenque, esperando en silencio. No era de hablar. Menos aun de preguntar. Y su incomodidad, que se mostraba en la torpeza con que se movía dentro de la casa como si no entendiera para qué tanto mueble apretujado bajo un techo, hombre de espacios abiertos, nacido y crecido en pleno campo y educado para domar, montar en pelo y correr la sortija, era de siempre.Cuando Flora lo conoció, Ramiro no sabía leer ni escribir. Le había enseñado ella porque estaba pasado de la edad de ir a la escuela, pero únicamente, me dijo, con el propósito de que aprendiera cosas chicas.Las cosas grandes, añadió ufana del marido, ya las sabía muy bien. Y se comprendía el orgullo de Flora al verlo montar de un salto alguno de los caballos finos que amansaba para los Reynal, que vareaba galopando despacio sobre el borde de un círculo de gramilla en el campo de polo. Liviano, erguido sin tocar los estribos, en esa elegancia estilizada de los paisanos del lugar, ágil y rápido, jinete y caballo hechos uno, girando en la perfecta comunión de movimientos que no necesita más que una palabra y un ligero toque de riendas para quebrar el círculo, detenerse y retomarlo en una vuelta dada como en el aire. La casa, el piso, las minucias de abajo con el estorbo de una conversación que no le interesaba, eran el exilio que lo arrancaba de su verdadera patria, un país extranjero donde se trababa y se perdía.Sin levantar la vista, no por humildad sino porque cuando acababa de desmontar miraba el suelo con el cuidado de un alpinista que baja de la cumbre, dijo:—Pero la patrona me insistió.La patrona era su mujer. Flora debía estar espiando por la ventana del comedor. Una de las tantas ilusiones que se hace conmigo, además del empecinamiento en sus dones parapsicológicos y en la curación de mi pierna mediante comidas especiales y muy condimentadas, es conseguirme pareja, término, el de pareja, que aprendió en los talk-shows de la televisión.Me reí.—Aclaremos, Ramiro. La patrona lo manda a usted. A mí no, todavía. La verdad, no sé cómo la aguanta.-Es mandona —asintió convencido—. ¿Qué le decimos?—¿A la señora?—A mi mujer, doctor. ¿Me llevo los caballos de vuelta? Le pedí que aguardara un momento. Salí bastante molesto. Lo último que deseaba a esa hora era explicarle a una turista del hotel que no tenía tiempo libre para ningún paseo y menos a caballo, aunque me sobraban excusas. ¿Me creería? Difícil.No pensaba darle detalles de lo sucedido en la iglesia al mediodía, de la conversación con el cura o del exorcismo de Aminta. Recibiría, por lo tanto, sólo la información de que estuve ocupado en atender al jardinero de El Castillo. Una coartada floja, que ella traduciría a desinterés de mi parte luego de haberla entusiasmado con la propuesta de una salida en el aburrimiento de la espera sin término en el hotel, que había decidido por capricho, como si quedándose en Las Rosas pudiera resolver el problema de ese agotamiento en que se había filtrado una alucinación macabra. —Miranda.Estaba acariciando las crines renegridas del zaino, que la dejaba hacer inquieto, con resoplidos de protesta. —Hola, juez.Sonreía sin enojo aparente por haberla hecho esperar un buen rato. La sonrisa entera de una boca algo más ancha de lo que yo recordaba, los labios también algo más gruesos y más tiernos.—Así que se olvidó de mí. Ayer no se acordaba de mi nombre, hoy no se acordó de la hora. Hablando en serio, ¿prefiere que dejemos el paseo para otro día? Yo no tengo nada que hacer pero imagino que usted sí, y realmente no quiero fastidiarlo.Tenía puesta una camisa blanca y ajustados pantalones de montar, un pañuelo de seda verde al cuello. Y botas altas. Me pregunté de dónde habría sacado el atavío de amazona. Hasta con fusta. Una fusta corta, fina, de equitación. ¿Vendían equipos de ésos en la tienda de regalos del hotel junto a los buzos y las camisetas con logo?—Podríamos dar una vuelta —me rendí—. Hasta la laguna. Es el único camino despejado. No hay tanto pozo ni paja brava. La otra posibilidad es la ruta a Lourdes o la banquina de la calle que cruza el pueblo.

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—Prefiero la laguna. No sabía que hubiera un lago acá. ¿Queda lejos?—No tanto. Pero me extraña que no la conozca. Está incluida en las caminatas del hotel.—Ah, pero Shomberg me desaconsejó las caminatas.—¿Le desaconsejó caminar? Qué raro. Es lo único que recomienda a los huéspedes además de matarlos de hambre.—A mí no me mata de hambre. No puede —sonrió—. El médico que me trata en Buenos Aires le mandó un resumen del diagnóstico junto con los análisis que me hicieron allá. Para ser breve, inapetencia. En Buenos Aires no comía nada o casi nada, estaba al borde de una anemia. Mi clínico tenía una paciente que había pasado por aquí, así que me sugirió el hotel de Las Rosas. El silencio, el restaurante de primera, en fin, todo eso. Necesitaba urgentemente, y me repitió urgentemente, dormir ocho horas diarias, nutrirme, ganar algo de peso. Luego veríamos. La comida era lo primero.—No sé de dónde habrá sacado la idea. En El Castillo la comida es tabú. La gente paga, y me dicen que mucho, para adelgazar. Usted debe ser una tortura para los otros huéspedes.—Soy. Y es muy incómodo. Imagínese.Shomberg le había destinado una mesa apartada sobre la gran terraza del hotel y un biombo chino la ocultaba de los ojos voraces de los comensales a dieta.Caminar por un pasillo abierto entre las mesas con manteles blancos y fuentes casi vacías hasta el rincón donde a ella le servirían tres platos y un postre con crema o dulce de leche, era desfilar en una pasarela ante un público de caras resentidas y hambrientas. El cruce la hacía sentirse cul-pable y le quitaba el poco apetito con que marchaba a su comida diaria. Desayunos, almuerzos y cenas en el confinamiento solitario atrás del biombo chino la deprimían, pero por piedad de los que mordisqueaban una zanahoria, una rama de apio con medio puñado de arroz blanco y un par de nueces o una ciruela, se obligaba a comer y comía.—Después de una semana de penitencia, tengo que admitir que me siento mejor y más fuerte. Gracias a la atención médica del hotel y a la cocina casera de Shomberg, que es realmente buena.—¿Atención médica?Según la señora Stein, no había médicos en El Castillo.«Una farsa como todo lo que promete la folletería que le entregan al ingresar. La foto del consultorio está en la publicidad, pero el consultorio no existe», me había dicho Hilda Stein, indignada. «Es cierto que hay un cuartito en el subsuelo, bajando la escalera de la terraza, un cuartito que podría ser un consultorio, pero hasta ahora nunca lo he visto abierto. Es una puerta con un cartel que dice Laboratorio y abajo el horario de atención. De diez a doce, de cuatro a ocho. Doctor A. N. López. Se supone que ahí se ocupan de la revisación y del control de los que seguimos el programa de adelgazar, pero el doctor A. N. López, sea quien sea, está siempre ausente por motivos de urgencia.»—Creí que habían suspendido las revisaciones. Una amiga que solía venir todos los años me contó que cerraron el consultorio hace bastante tiempo.Se echó a reír.—Está bien, exageré un poco sobre lo de atención médica. Es una mesa en un corredor del subsuelo, cerca de las duchas finlandesas, del sauna y de los gabinetes de masaje. Una mesita como las que se ven en la calle para tomarse la presión. Al lado de la mesa hay una balanza y me peso, como me indicaron el primer día. Todos los del hotel lo hacemos, antes del desayuno. Todos apuntamos la fecha, los kilos y los gramos en un bloc, con una birome que nos dejan atada a un piolín. Y se firma. Ahí queda el registro de los progresos o de las recaídas de los huéspedes. Supongo que en algún momento alguien viene y lo lee. Yo lo leo. Todas las mañanas.—No debe ser una lectura apasionante, la de firmas. Me miró sorprendida.—Qué extraño que justamente usted diga eso. ¿No es lo primero en que se fija cuando tiene que mirar documentos? La firma es la letra compactada de una persona, como cierta forma de hablar, cierta forma de caminar. Dice mucho de alguien que no se conoce. La edad, por ejemplo. Si recibió o no una educación. Si le gusta esconderse atrás de un garabato complicado o dibuja el nombre como un cartel de propaganda. Si separa los signos dudando o los apelmaza ansiosamente. Una firma es un autorretrato hecho para observadores anónimos, una especie de

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botella al mar. ¿Me leerán? ¿No me leerán? ¿Me verán como soy o como yo me veo? A veces creo que es el único rasgo individual que se conserva más o menos intacto a lo largo de toda una vida. ¿O no? Dígame, ¿cuántas veces modificó su firma? Una, a lo sumo dos. Y apenas. —Dos veces, creo.—No leo las firmas por curiosidad —aclaró—. Deformación profesional más bien, la costumbre de buscar en un cuadro la firma del artista. Que es como asomarse a una ventana abierta en el tiempo. Ah sí. La escena, los colores, la luz de una pintura, se imponen con tanta vida propia que mientras usted la mira se olvida de que tuvo un autor y de que ese autor es alguien con una vida privada. Una vida real, como la mía y la suya. Pero hay que acercar los ojos a la tela si se quiere encontrar el nombre y entonces se ve que esas pocas letras fueron elegidas con el mismo cuidado que el efecto de la pintura. Un cuadro dentro de otro cuadro, que dice a quien lo mira, esto también soy yo. Bajó la cabeza, casi con timidez agregó:—A mí me emociona. Profundamente. No sé, siento que estrecho la mano de ese nombre. Cuanto más antiguo, más intenso el contacto. Y aunque dure unos pocos segundos, siempre me deja la impresión de haber estado ahí, de que en ese puñado de signos, abajo, en una esquina de la tela, en el ángulo de un fresco, quedó un rastro de vida tangible. Quiero decir, la abreviatura de una vida.Calló. Se había retirado a un ámbito lejano en que debía sentirse más a gusto que en la calle de tierra arañada frente a la pensión, esperando que un paisano de gala terminara de revisar la cincha de los caballos, hablando con un hombre al que sólo había visto un par de veces, que la escuchaba por educación. El mismo hombre que al olvidarse de la cita le había hecho saber que ella no era demasiado importante.Estaría habituada a esa clausura de silencio, a resignarse a hablar sin esperanza de ser oída, porque volvió de ahí bruscamente, con un sacudón de la fusta como para probar su flexibilidad o su agarre en la mano, y una sonrisa triste.—No quería aburrirlo con un discurso. Pero es inútil. Aburro a todo el mundo hablando de cosas que a nadie le interesan, en medio de una conversación cualquiera. De arte, de artistas, por ejemplo. Tengo ese don, el ser inoportuna. Así me va.¿Le iba mal? Con qué, con quién. Tal vez sólo con ella misma. Pero la alusión a un fracaso, que las palabras dejaron colgando en el aire, se desmentía en ese cuerpo firme, grácil en su delgadez, la salud estampada en la cara limpia y los ojos brillantes, el sello de un carácter rebelde a la opinión ajena en la elección del traje que se había puesto, en el largo pelo desordenado que ahora flotaba en el viento que empezaba a soplar, y en la sonrisa para nada nerviosa que le dirigió a Ramiro mientras decía:—Ya estamos listos.Y a mí:—Si seguimos charlando se nos va a hacer de noche.El cielo se azulaba. Una franja rojiza empezó a levantarse del horizonte que minutos antes era una recta de gris amarillento entre nubes pesadas, amenazantes de agua. La calle ya tomaba esa tersura de cartón pintado de los atardeceres con los álamos puestos en hilera, y la casa de la pensión, única en la cuadra, se ensombrecía contra el fondo ascendente de rojo como una caja negra lanzada al fuego de ese incendio general.Era el mismo reparto de colores del fin del día en que encontramos a la señora Stein, el mismo esplendor de la puesta de sol que había despedido a su cadáver. Y a ese mismo sitio, ese escenario tétrico, íbamos, mi invitada y yo, sin que se me hubiera ocurrido que era una idea pésima.A estas horas, como todos los huéspedes del hotel, Miranda Wilde ya estaba enterada del suicidio de una mujer que se alojaba en El Castillo. Dudé. Pero no había mucho que elegir en Las Rosas para un paseo a caballo. O la ruta a Lourdes tosiendo en la estela de polvo que levantaba un auto o la laguna de los Bungen. Trataría de rodear la orilla por el sendero más apartado del sauce y pegaría la vuelta.—¿Cómo se llama? —preguntaba Miranda con un pie en el estribo, mientras Ramiro sujetaba al zaino.—Se llama Noche. Tiene una sola maña. Asustadizo. No le afloje la rienda. Es medio loco a veces.

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—Yo también —dijo ella y ya estaba sentada en la montura.Ramiro le medía los estribos.—Un poco más altos, por favor.Él se detuvo y la miró un momento.—Si los pongo más altos y el Noche salta de repente usted se va a ir por las orejas.—No se preocupe, sé afirmarme.—Le van a quedar cortos.—Todavía están demasiado largos para mí.—¿Y si le resbala la suela de esas botas? No sea que se le trabe el pie si al Noche le da algo.—Hágame caso, súbalo un punto más.Discutían placenteramente. Ramiro había olvidado su cortedad, ella su melancolía. Sabían, los dos, de qué estaban hablando, y el tironeo sobre la altura de los estribos y las mañas del zaino no era más que un juego que los ponía contentos.De arriba de Poca Cosa, que seguía rumiando el manojo de yuyos que le colgaba de los belfos, intervine:—Está bien, Ramiro. Igual vamos a andar al paso.El zaino remolineaba ahora, impaciente. El marido de Flora se apartó y —otra sorpresa— me sonrió mostrando una amplia dentadura blanca.—Si usted lo dice, doctor.Entendí la ironía de la respuesta cuando tomamos el camino de la laguna.Habíamos salido al tranco, uno al lado del otro, en ese rítmico balanceo de los caballos que se mueven juntos, que se pegan entre sí como amigos que saben que hoy no les toca trabajar de peones en un partido o en una carrera, que cargan jinetes sin preparación ni exigencias, con un sentido del deber de meros portadores y una perspectiva de la gozosa libertad de hacer nada que por un rato los asemeja al perro que uno saca a pasear. Y sin embargo, me preocupaba el zaino que Ramiro había elegido para mi compañera.Aunque de alzada algo más baja que el mío, el Noche era un espléndido animal, quizá uno de los mejores del harás de los Reynal, lustroso de mucho cepillo y de poco uso público, como indicaban las crines demasiado largas y la cola ondulante que habían dejado crecer sin recortarlas.Me prometí heroicamente que si el zaino daba un problema, si no era el caballo bien manso que se destina a los de la ciudad, si Ramiro, por una vez, me traicionaba, cambiaríamos de montura. Oscureciendo y en esa soledad, era riesgoso para ambos que una caída de la mujer que se había vestido como para un concurso de salto en el Club Hípico de Palermo, por más suave que fuera, ocurriera en el descampado.La huella se abrió en abanico. A la izquierda se divisaba el monte de acacias donde había un sendero bastante parejo, sin matas espinosas ni zanjas, salvo las costras oxidadas de los viejos rieles que alguna vez transportaron a la estación las cargas de un molino de harina. A la derecha se extendía una media parcela de campo ralo, poceado y con picos de paja brava, un terreno de aspecto sarnoso que bajaba hacia el linde del harás de los Reynal.Tiré de la rienda a la izquierda. El monte de acacias no era sólo un paisaje menos deprimente sino más corto, que giraba entre árboles hasta enfilar directo al pueblo y la pensión, y taloneé a Poca Cosa, que no me obedeció. Porque el caballo de Miranda, apenas me detuve para torcer el rumbo, salió disparado a la derecha sin darme tiempo de anunciar el cambio.El Noche galopaba a toda carrera hacia la laguna de los Bungen. El brazo de Miranda se levantó agitando la fusta en el aire. Me invitaba a seguirla. No la seguí. Corté el impulso de Poca Cosa, que quería largarse atrás del zaino, con más dureza de la necesaria. Al primer instante de alarma —creí que el Noche se había desbocado— sucedió un largo minuto de fastidio y otro minuto de ganas de matarla. Me había preocupado sin motivo.«Me las arreglo», había dicho modestamente cuando le pregunté en el hotel si sabía montar. Ahora volaba, eso me pareció, hacia el fondo verde de la laguna de los Bungen, hacia la copa única del sauce, imparable y, lo hubiera jurado, perversamente satisfecha de mi estupor y de su habilidad de jinete, hasta desaparecer de la vista tras el cerco de altos matorrales que cercaban la orilla en declive.

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Aflojé las riendas. Sin necesidad de talonearlo, Poca Cosa avanzó directamente a la laguna donde estaba su compañero. No lo dejé trotar. De mal humor, pensando si no debía dar la vuelta y permitirle a la mujer que galopara cuanto se le antojara pero sola, lo obligué a un paso lento, que el ruano resistía subiendo y bajando la cabeza, tascando el freno.A medida que se acortaba la distancia, aumentaba la ansiedad de mi caballo y crecía mi disgusto por la ida a una escena que había intentado descartar como lo hago con las malas fotografías, en un sobre con una etiqueta que dijera «La señora Stein», sin mención de su muerte ni de las circunstancias. En blanco y negro, una más de las fotos de un hecho irreversible que se integra al pasado, a olvidarse y perderse.En otro sobre, amarillo, había partido al archivo de la burocracia la carta de adiós escrita por una mano tan inflamada en su gordura que la alianza de matrimonio se hundía en la piel del anular. Mano que había visto colgar entre las hojas del sauce y que ahora veía de nuevo, con la horrible nitidez de un primer plano, inerme y avanzando a la descomposición, cumplido el acto de una voluntad declarada en los términos secos de la carta —A nadie se culpe de...— y en la contundencia de la firma. Hilda Stein.Hilda. La memoria es una bestia de costumbres. La mía es visual. En el recuadro del paisaje que tenía adelante se apagaron de pronto los detalles. La curva de la barranca, el flanco izquierdo empinado de acacias, el islote junto a la orilla opuesta, los abrojales que rodeaban la laguna ocultando al caballo y la mujer, borrados. Sólo la copa del sauce se distinguía claramente contra un fondo de rojo vivo. En esa copa se desplegó la firma de la señora Stein, ampliada y llenando de borde a borde la visión del sauce. Hasta fundirse en una sola letra. La hache de Hilda.No era la misma hache de su dedicatoria en el libro de recetas que me dejó. La hache de la carta era tosca, marcada a fondo en el papel por la presión de una mano no habituada a escribir, como la cruz de los analfabetos. La otra, la del recetario, conservaba en cada extremo de los trazos esas vueltas de adorno con la curva de broche en el centro, típica de la vieja caligrafía que solía enseñarse en la primaria.Maldije en voz alta la negligencia con que entregué a la fiscalía la carta de suicidio sin mirarla dos veces. Los pecados de omisión siempre terminan por ser los más graves. Me sentí tan culpable como el cura cuando se reprochaba no haber bendecido el confesionario.Sin las observaciones de la mujer que me esperaba en la laguna, sin su comentario sobre la firma y el retrato, posiblemente no hubiera reparado en una hache fuera de lugar, muy distinta a las letras de la dedicatoria, a la calidez maternal de aquel A mi querido Johnny que la señora Stein volcó en un libro, la clase de libro que yo nunca leería, salvo esas pocas líneas escritas por ella antes de suicidarse. Un recordatorio de la amiga que había sido, para el amigo más joven que sabía escucharla. ¿O el recordatorio era un mensaje?Para que lo lea cuando yo no esté, pedía. Un deseo anulado en contradicciones a dos puntas. Hilda Stein sabía perfectamente que yo no iba a leer un libro de recetas, que, a lo sumo, miraría las bonitas ilustraciones de otro siglo. Sabía también que interpretaría el cuando yo no esté como su ausencia del hotel, la vuelta a Buenos Aires que estaba próxima, a una semana, más o menos, de cumplirse el mes de internación y del programa, no como un fúnebre anuncio de su muerte. Por lo tanto, no existía ninguna relación de contenido entre la dedicatoria y la carta del sauce. El señor Stein había cometido un error en su deducción de que el libro fue un regalo elegido por su mujer antes de ahorcarse y sólo para agradecerme la ocasión de incluir otro hijo en su familia imaginaria. No. La dedicatoria era simplemente un saludo. El libro era el mensaje.Traté de recordar la última vez que hablé con Hilda Stein.En el pueblo no. Tampoco en el rancho del cura. A mi oficina en la pensión no había venido nunca. Fue en el hotel. Pero dónde.Descarté la terraza sobre la loma, el restaurante al aire libre donde Miranda Wilde se sentaba atrás de un biombo chino. ¿En el salón de entrada, oscuro y con el cuadro del viejo Shomberg que Hilda aborrecía? Imposible. También eliminé el Pabellón Espiritual. Ninguno de los dos había traspuesto el umbral de esa cabaña portentosa de la que nos burlábamos con gusto. Quedó el taller de manualidades. El taller. ¿Cómo no me acordé inmediatamente si tenía la foto que le tomé ese mismo día? Por el simple, brutal efecto de su muerte.La muerte había cortado en dos el tiempo de Hilda Stein. El cadáver que colgaba en el sauce había arrojado a la mujer viva fuera del pasado inmediato, de una charla normal que, para ser

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normal, se sostiene en la convicción de que todos somos inmortales mientras dura el momento, hacia esa negrura atemporal cuando contar días, horas, incluso años, pierde su sentido de ser.En apenas una semana, el encuentro en el taller de manualidades se había vuelto tan distante e irreconocible para mí como si hubiera sucedido en otro mundo y otra época, incluso diluidos en esa edad de las tinieblas la atención que yo le había prestado a la anécdota que Hilda Stein me contaba y la risa con que me prometió investigar cuál era el truco del fantasma que se paseaba por las almenas de El Castillo en las noches de luna menguante.Paré el caballo en la mitad del campo. Mi última charla con Hilda Stein había tenido lugar en el taller, un sábado promediando la tarde. La hora en que el hotel se vacía de huéspedes, la hora del recambio en que unos ya salen de regreso a la capital para evitar las demoras del tráfico en la Panamericana, el embotellamiento del fin de semana, y otros ingresan en los cuartos liberados al mediodía, abriendo valijas, cambiándose de ropa, retenidos en las habitaciones por la necesidad de acomodar en los placares el equipaje que traen, en los salones por la curiosidad que los asoma a las ventanas de esa fortaleza, en una cama por el mero cansancio de haber manejado hasta Las Rosas a la velocidad de la autopista.La noche del sábado es noche de iniciación, la noche de los nuevos, de los recién llegados, la de una ignorancia general sobre el mecanismo del hotel común a todos los hoteles, que recluye y distrae con minucias: qué llaves prenden y apagan qué luces, qué números hay que marcar en el teléfono para comunicarse con la conserjería, que cómo funciona la ducha, a qué hora se habilita el comedor para la cena. En esa noche cruzada y amurada de El Castillo, Hilda Stein habría abierto el libro de recetas y escrito la dedicatoria. A mi querido Johnny.Una ráfaga de viento me pegó en la cara. Era caliente y húmedo. Alcé la vista. Nubes de lluvia taponaban el cielo antes rojo y azul. Otro golpe de viento, más largo, terminó de arrancarme de las preguntas que me habían clavado a medio camino de la laguna de los Bungen, del esfuerzo de establecer una conexión entre los datos que confirmaban el suicidio de la señora Stein y los datos de pura verosimilitud que lo negaban, datos estimulados por una intuición repentina que escarbaba nerviosamente en el terreno de la duda.Casi sin darme cuenta, llegué a la orilla de la laguna, al sauce donde la mujer había atado las riendas del zaino, a la barranca de pasto limpio donde estaba sentada, las piernas plegadas contra el pecho, los brazos rodeando las rodillas, el pelo volcado sobre un hombro.Me miró y dijo simplemente:—Aprendí a montar en Arizona.

10. LA ANGUSTIA DE LO POSIBLE

Son las cinco de una tarde incandescente. De una y media a cinco menos cuarto, despaché las consultas de los vecinos que volvieron pasado el almuerzo, esta vez sin respetar la sagrada hora de la siesta.Terminado el trabajo del día. Aunque no sé si puedo llamar «trabajo» a esta función de juez de paz cuando recuerdo la actividad frenética del estudio en el noveno piso de Sáenz Peña, las carreras a Tribunales, las discusiones a favor o en contra de una línea a seguir, interrumpidas por otras en cuña y diferentes. Comparada con ese infierno de velocidad superficial que humea como una antorcha olímpica en el microcentro de Buenos Aires, mi oficina en una pensión de Las Rosas es un cielo de tedio.¿Qué me ha tocado hoy? Más o menos, las cuestiones de siempre. La revisión de los términos de un contrato de alquiler, el litigio por los metros de una medianera, la adolescente embarazada que no se decide entre una denuncia por violación y un arreglo con el primo segundo que terminará con la entrega del recién nacido al régimen de adopciones en la Justicia del Menor, el derivar la lucha sobre la herencia de unos terrenos a los abogados del estudio junto con el número del celular de Alieri, quien no me ahorra insultos por mandarle esos nudos gordianos que se cortan de un tajo cuando ya no queda un centavo a repartir.Más pesado que este circuito de rutina ha sido el limpiarlo de curiosos.Como Flora había dicho, hoy nadie vino solo. Vi caras nuevas atrás de las que yo conozco y otras que nunca se acercaron a mi despacho. El ex jefe de la estación Las Rosas, que vive en la caseta pegada a las vías aunque hace décadas que perdió su puesto. El carnicero que a medio

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vestir cada mañana se enjabona y se afeita en la calle, apoyado en la cortina metálica de la carnicería y haciendo malabarismos con un espejito de mano. La peluquera del negocio a una cuadra de la capilla, teñida en todas las variantes de colores que prueba en su propia cabeza, y hasta Humberto el herrero, que se apareció con la excusa de traerme un repuesto para el auto, repuesto que le pedí hará ya unos tres meses.A todos los alejé con una sola frase:—Miguelito está bien.Se fueron sintiéndose estafados por la escueta confirmación de lo que honestamente esperaban, que Miguelito estuviera bien, pero sin oír de mi parte ni un comentario sobre el porqué y el cómo de aquel ataque de locura en el confesionario de la iglesia.«Las mujeres distraen de...», pensaba mientras repetía a cada uno por turno que Miguelito estaba bien.Una y otra vez, me venía a la mente esa cita inconclusa y boba. Pero no las mujeres, sino una mujer, Miranda Wilde, me había distraído de concentrarme en lo que podría ser un crimen. La mujer del pañuelo verde, el temporal que nos sorprendió en la laguna de los Bungen, la noche juntos en la pensión.A las cinco y en este calor, el pueblo se vacía. Aun con las persianas entornadas y la pieza en sombras, de afuera consiguen filtrarse vaharadas de aire sofocante.Imagino la calle hecha de brasas que no terminan de apagarse, el polvo suspendido a ras del suelo. Salir es salir a ese fuego sin llamas. No salir es una asfixia a medias esperando que baje el sol, que llegue la noche implorada y abra la puerta de esta cárcel. Entonces, al fin, en libertad, algo de movimiento vuelve al pueblo, la gente a la vereda y a los patios de sus casas, el riego de los frentes con mangueras, el olor a seco que el agua levanta de la tierra caliente, el perfume rústico de la gramilla, el de las flores azucaradas en algún cerco de ligustro, en una planta de jazmín del cabo.Prendo el ventilador de techo y me dejo caer en el sillón. El asiento se hunde como una esponja contra el alto respaldo de esta reliquia Chesterfield que debió fabricarse para ingleses del doble de mi ancho. Para un Winston Churchill de los libros de mi biblioteca, por ejemplo, su fantasma a punto de resumir las memorias sobre los estragos de la guerra en tres palabras claves, sangre, sudor y lágrimas, aquella promesa de sufrimiento que entre las sirenas de alarma y las explosiones de bombas terminaría por elevarse a una paradoja de optimismo.Sangre, sudor y lágrimas también en la muerte de la señora Stein, la locura del jardinero, la súplica inútil de Elena, en el tac-tac de las aspas metálicas pintadas de marrón que giran lentamente en el techo. Tal vez nunca han dejado de girar, me digo atontado por el calor. Tal vez esas palabras fatales sigan anunciando en sordina las catástrofes que uno preferiría ignorar, que dan la vuelta al mundo cortando o salteándose víctimas. Un estado de cosas atroz para unos, ignorado por otros, con la regularidad de un engranaje que rota sobre sí mismo, fuera de alcance de los intentos de pararlo, extraviada la llave de encendido a pesar de una búsqueda frenética. Tal vez, me digo, eso, en conjunto, sea toda la pena de la vida. Las aspas de un ventilador.Estoy sudando como se suda en el trópico. Gotas de agua que brotan de la piel y la recubren de una película pegajosa como si todo el cuerpo estuviera metido en una bolsa de polietileno, la respiración apagada al mínimo de oxígeno, la cabeza flotando en un sopor que no altera ningún esfuerzo de voluntad, un abandono en que sólo atiendo a la transpiración que se estanca en la carne igualmente tibia, parejamente húmeda.La única frescura cuelga en una silla, donde la puso Flora. De seda y verde. El pañuelo olvidado. Aprendí a montar en Arizona.¿Olvidado a propósito? ¿O marca involuntaria dejada por una mujer en la aridez de estas habitaciones? Ahora reverdecidas por la visión del pañuelo, eso sí. Eso indudablemente. Eso y la nota única de la voz de Miranda, como la nota del jilguero nocturno, cuando volvimos de la cabalgata, galopando bajo la lluvia, y entramos empapados a la sala:—¿Por qué no nos tuteamos? Parecemos abogado y cliente. ¿Por qué tan serio? ¿Por la carrera? Hacía una vida que yo no galopaba a campo abierto... Si supiera cómo me aburre andar al trote con la avenida Del Libertador al lado y plagada de autos y bocinas, o dar vueltas como una cale-sita en la arena del Hípico. Y el aire de acá. Y el silencio. ¿Me disculpo de nuevo? ¿A usted o a vos? Por favor, no creo que sea para tanto.

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—A vos. Y no es para tanto.¿Así que parezco severo? Quiso decir ridículo.—El trato de usted es una costumbre del pueblo —me defiendo—. Como un paréntesis, hasta que se digieren las novedades de afuera. Es el aislamiento. Las Rosas conserva el usted y a nadie le llama la atención. Yo soy quien se disculpa. Tuve un día largo y bastante pesado.—No pedía una disculpa, la daba. Debe ser que todo me resulta raro, todo un poco fuera de lugar. Parece mentira que estemos a tan pocos kilómetros de Buenos Aires. Es otro mundo. Como si el pueblo quedara en el revés del mapa, algo así. Raro. Inesperado.Estaba secándose el pelo con una toalla que le traje del baño. Sacudía la cabeza, la frotaba enérgicamente, luego dejaba caer el enredo de pelo sobre la cara, volvía a pasarle la toalla, lo alisaba y lo retorcía, hasta que lo armó en una trenza suelta. Había rechazado la camisa que le ofrecí para cambiarse.«Hace demasiado calor», había dicho, indiferente a la transparencia de la tela de esa blusa que el agua adhería a un corpiño de encaje, a breteles muy finos donde subí la vista rápidamente para desclavarla de los pechos pequeños y tersos, blancos como la blusa. Podría haberme ahorrado el esfuerzo. Ni lo notó. Se sentó en el sillón, levantó las piernas juntas y me pidió que la ayudara a sacarse las botas. La ayudé. Aliviado de poner las manos sobre la dureza del cuero, de aferrar un taco sucio de barro, de tirar hacia mí solamente las botas. Cuando me incorporé, ella ya se estaba quitando las medias. La oí decir, Dios, al fin, estas botas me estaban matando, pero a mi espalda.Fui al baño a lavarme el barro de las manos. Y a inspirar hondo un par de veces. Era demasiado atractiva para tratarla con espontaneidad amistosa. Tampoco demostraba ningún interés particular en mi persona, no más que por Ramiro, la pensión, el escenario obviamente inusual de la llanura. Solamente buscaba la cercanía de alguien que le recordara el nido familiar de la ciudad, un compatriota en la extranjería del campo. Yo entendía ese impulso, me había pasado antes, en mis primeras semanas en el pueblo.Volví a la pieza despejado. Lo suficiente para alarmarme al descubrirla inclinada sobre mi escritorio y examinando con descaro libros y papeles, y darme cuenta de que en la huida de la lluvia habíamos pasado directamente al dormitorio, en busca de ropa seca. O no. El caso es que no dudé un segundo. Le quité el cuaderno de contabilidad que leía apoyada en un codo, la boca entreabierta de curiosidad y de asombro.—Son papeles privados —dije ásperamente—. Y es hora de tomar un café. No acá. En la sala.Cerré el cuaderno, la tomé de un brazo y la saqué del dormitorio sin darle tiempo a que protestara. Le señalé el sillón de mi sala-despacho. Otro Chesterfield, inmenso, que ocupa casi la mitad del cuarto.—Voy a hacer café.—¿Puedo preguntarte algo?—Ahora no. —Está bien.Se había echado en el sofá de tres cuerpos donde se acomodan los clientes. Sumergida en la ampulosa superficie de cuero borravino con relleno de plumas, los pies descalzos, la trenza húmeda echada para atrás, parecía menuda y quebradiza, una versión muy reducida de la audaz jinete del Noche.El color de los ojos era idéntico al verde del pañuelo que había quedado en el dormitorio. Con reflejos de seda, también. Ojos como esos anillos que viran de color con la temperatura de la piel. Grises, azules, verdes, pardos. Mi mujer tenía un anillo así. Lo llevaba la noche del accidente. Quedó fijo en azul, el tono de la serenidad. Azul sin cambios. Ninguno. Nunca más.Azul... En la cocina, permanecí un momento inmóvil, esperando que se desvaneciera la visión del anillo de colores en el desagüe de la pileta, en las puertas del aparador.—¿No habrá algo más fuerte que café? —la voz subía desde el pozo de los almohadones del Chesterfíeld y me alcanzó cuando empezaba a reponerme y llenaba la pava.Había. Sin tocar, una botella de Johnnie Walker. Traída por el padre Roberto el primer sábado de cartas, antes de enterarse de que yo sólo tomaba una copa de vino en las comidas. El whisky seguía ahí, en el aparador, la botella cerrada, de adorno. El Johnnie Walker era un regalo de los harás. «El Señor los condene por semejante estupidez», decía el cura, «mire que traerle whisky a un sacerdote. Un Chateau Monchenot todavía, un buen vino se entiende y se perdona». Volví

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a la sala con la botella abierta y dos vasos. Encogida, los brazos cruzados sobre el pecho, Miranda tiritaba visiblemente. Mientras le servía el whisky, sin hielo porque las cubeteras de la heladera estaban vacías, le pedí una vez más que se quitara esa blusa mojada y se pusiera mi camisa.—Cambiemos de tema, no de ropa —dijo porfiadamente.Tomó el vaso de whisky y lo bebió entero, de golpe.—Otro, por favor.Llené hasta la mitad el vaso que Miranda aferraba con las dos manos como para darse calor. Luego acerqué la única silla que había en la sala y me senté frente a ella.—Bien —dije—. Espero las preguntas.Bajó la vista, se llevó el vaso a los labios. No tomó más que un sorbo y con una mueca de disgusto, como si lo probara por primera vez y no le gustara demasiado. Cuando volvió a mirarme, los ojos habían pasado del verde a un gris pizarra. Tal vez era el efecto de la lámpara de pie junto al sillón esa sombra que pasaba por ella.—¿De dónde salió este sillón?El sillón. Eso sí que era cambiar de tema. El sillón. No la indignación que yo esperaba por la página del cuaderno que había leído con el pelo salpicando el papel de tinta corrida y aureolas blancas. La página donde seguramente había leído la nota que comenzaba: La mujer nerviosa...—No. Era parte de los muebles de El Castillo.—¿Del hotel? No preguntó, pareció confirmarlo. Sin duda, en algún lugar de El Castillo habría quedado un resto de los Chesterfíeld.—Sí, del hotel —le señalé el borde inferior de uno de los tres almohadones—. El dueño original, el viejo Shomberg, los marcó con sus iniciales. Linus Shomberg. L. S. No, ahí no, un poco más abajo.Se agachó para mirar de cerca el grabado, hecho en letras doradas. Cuando levantó la cabeza, sólo dijo:—Ah.—Ah qué.Tardó un poco en contestarme. Había apretado los labios y tenía la mirada en blanco.—Este dorado yo lo vi en otra parte.—¿Las iniciales? No me extraña. Cómo no verlas. El viejo debe haber puesto su monograma en cada cosa de El Castillo. En sábanas, en manteles, en platos. Parece que además de tacaño era un tipo de una soberbia loca, que si hubiera podido habría marcado el piso con los dientes. Pero el oro era su obsesión. A mí me lo han descrito como un rey de opereta. Cadenas de oro al cuello, reloj de oro, anillos de oro, hilos de oro en el saco de terciopelo que se ponía para las fiestas. Le faltaba la corona y no sé si no tendría alguna escondida por ahí. En fin, un payaso prepotente que se había construido un castillo. —Ah.—Un pobre diablo con delirios de grandeza. Nada más que eso, un pobre tipo —sonreí.Estaba muy seria. Me pregunté si me escuchaba. Había empezado a destrenzarse el pelo, a soltarlo de a poco con los dedos, mecánicamente, el pensamiento puesto en las dos líneas apretadas del ceño —qué pensamiento, por qué esa marca de atención interna y a qué— sobre los ojos de pizarra oscura ahora agrandados por la palidez de la cara. —No, es imposible —murmuró. —Hay una explicación de por qué estos muebles llegaron aquí. La madre de Flora trabajó en El Castillo desde muy jovencita y la mujer de Shomberg se encariñó con ella. El viejo también. Considerando el trato que daban a los sirvientes, la mimaron bastante. Cuando la mujer quedó embarazada no la despidieron, no la mandaron de vuelta a Misiones como era la costumbre. Flora creció en la casa, estudió en un colegio de Lourdes y dice que nunca le faltó nada hasta que ocurrió el accidente y... —¿Qué accidente? —me interrumpió. —El de la mujer de Shomberg padre. Dicen que tenía la costumbre de tomar sol en una terracita del techo, entre las almenas. No se sabe por qué se arrimó tanto a uno de esos huecos sin protección y pisó un declive del techo. Resbaló y se cayó al patio, a la explanada del camino que sube a la casa. Desde esa altura, la muerte habrá sido instantánea. Según Flora, tardaron bastante en encontrar el cuerpo. Era pleno verano y la hora de la siesta, así que no había un alma alrededor.Prendí un cigarrillo, le ofrecí uno. Negó con la cabeza, enfáticamente.

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—Gracias, pero quiero dejarlo. Aunque acá y por... es más difícil. ¿Qué pasó después? Con el viudo, quiero decir, ¿fue entonces que hizo del castillo un hotel?—No. Ése fue el hijo, Martín. El viejo Shomberg se retiro a Alemania. Los Shomberg eran de Berlín. El chico no quiso seguirlo y se quedó en Las Rosas. El padre nunca volvió al país, murió en Europa. Acá todavía se preguntan por qué el hijo no trató de vender la casa. Quizá no se resignaba a rematarla. Me imagino que no habrá sido fácil encontrar comprador para este esperpento en medio de la nada. Pero dicen que el chico tenía agallas, que también le había quedado plata de la herencia materna. Buscó asesoramiento entre los conocidos del padre y así empezó el hotel. Ésa es la historia que me cuentan. Y le ha ido bien. De hecho, más que bien. Martín Shomberg resultó muy hábil para los negocios.—Ah.Asentía vagamente. El whisky y el calor de la pieza hacían su obra.El pelo y la blusa habían empezado a secarse, la cara recobraba un poco de color, el cuerpo tenso se aflojaba, abandonándose a la suavidad de los almohadones del sillón. El cansancio de la cabalgata le caía encima, empujado por el alcohol en un estómago vacío. En un minuto se quedaría dormida. Ahí mismo. A sólo metro y medio de separación entre los dos. Me vi cubriéndola con una manta, buscando a Flora para avisarle que la señora del hotel pasaría la noche en la pensión, «¿En su departamento, doctor?»En mi departamento, sí. Podría despertarla, conducirla a otro cuarto o llevarla en mi auto al hotel. Pero no quería. Quería que no se moviera de ahí. Quería tenerla cerca. Un rato más. Mirándola.La miraba recorriendo despacio la línea de la frente, los párpados bajos y la sombra de largas pestañas, la delgada nariz, los labios apenas cerrados, el cuello fino, la blancura de la piel entre los botones de la blusa que había perdido transparencia, los pies delicados, entero y muelle el cuerpo que de pronto pareció levantarse, ofrecerse, cercarme. La miraba como nunca había mirado a una mujer. Con una emoción fuera de toda lógica. Una ternura protectora mezclada al deseo de besarla. Una extraña familiaridad, como si hubiera estado años nadando en busca de una playa donde echarme, y ahora, alcanzada la playa, dejara correr la arena entre los dedos con infinito agradecimiento. Con infinito asombro.Porque al fin de cuentas, ¿qué sabía de ella para sentirla cerca, como si nos hubiéramos tratado durante mucho tiempo? Casi nada. Que era profesora de historia del arte. Que el ex marido le había regalado una Bersa y que sabía dispararla. Que un médico la mandó al spa de El Castillo. Que sufría de estrés y de alucinaciones. Que creía haber visto un muerto en el hotel. Que había aprendido a montar en Arizona. En el desierto de Arizona.«Ahí conocí la verdadera soledad», me había confesado en la laguna de los Bungen, «durante un cuatrimestre como profesora invitada a la Universidad de Arizona, en Tucson».Había aceptado las clases sobre arte latinoamericano porque le pagaban una suma que en la Argentina era imposible. Acababa de divorciarse y agradeció también la fortuna de poder tomarse cuatro meses lejos de una batalla sucia en que ella había sido la perdedora. El marido no quería el divorcio. La perseguía, la amenazaba, llegó a tirar abajo la puerta de su nueva casa.Por suerte, dijo, tenía a mano la Bersa. Odiaba las armas, cualquier tipo de arma, sólo aprendió a disparar por el marido, que la llevaba al Tiro Federal, y ella lo había seguido en ese vicio como las mujeres siguen a su hombre cuando están muy enamoradas, para probarles que lo acompañan hasta en las cosas que detestan.«Tal vez grité y un vecino llamó a la policía. Tal vez la llamé yo. No me acuerdo. No me acuerdo de nada más que de la puerta rota y la Bersa en la mano.»Dijo eso y calló. Harta o arrepentida de contarme esa historia. Entonces me habló del desierto.Aquel cuatrimestre en la universidad no había resultado muy distinto de la estadía en El Castillo.Se encontró aislada en el departamento que le habían asignado, perdida en las costumbres de los profesores nativos con sus encuentros de cócteles a la hora del té, con sus chismes incomprensibles, separada de los alumnos por el cuidado que debía poner en el trato, prudente con las chicas porque censuraban la femineidad latina de un vestido, de un peinado, de un poco de lápiz labial, con los chicos porque hasta invitarlos a un café con esa confianza de mujer argentina podía exponerla a una acusación de abuso sexual si no les gustaba la nota.

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Era, dijo, igual que vivir atrás de un biombo chino. El lado más mediocre de la soledad apenas compensado por el recuerdo de lo que le iban a pagar, de lo que haría en Buenos Aires con esa plata. Hasta que aprendió a montar y descubrió el desierto.«Una casualidad. O el destino. Me crucé con el hombre a caballo en la vereda del bar donde a veces iba a tomar algo sola. Un viejo hombre de campo que pasaba por la calle de asfalto junto a coches estacionados como si fueran invisibles.»Debo haberlo mirado con sorpresa pero sobre todo con envidia. El caballo era joven, la montura brillante, la cara arrugada del hombre estaba muy bronceada por el sol. El hombre se detuvo. Aún no sé por qué. Supongo que se dio cuenta de que yo era extranjera y que estaba muy triste. Me saludó. Lo saludé. Pareció alegrarse de que le contestara en inglés. Desmontó, enrolló las riendas en el brazo, sacó un paquete de cigarrillos de la camisa y prendió uno. En el mes que llevaba en la universidad yo no había visto fumar a nadie. Conversamos. Él tenía un rancho, caballos, daba lecciones de equitación.»Así empezó nuestra amistad, con clases que tomé en mis tardes libres. Era un buen profesor y un hombre de familia. Un día, cuando se aseguró de que ya montaba regularmente bien, me llevó hasta el desierto. "Es un regalo que te hago", me dijo, "no me lo agradezcas ahora. Vas a agradecérmelo cuando vuelvas a casa."»Era verdad. Le debo la conciencia de la libertad del desierto y el amor por los caballos. Cuando siento que pierdo el equilibrio, digo su nombre. Jim. No volvimos a vernos. Cada Navidad recibo de Tucson, Arizona, una tarjeta de felicidades, le mando una de Buenos Aires. Jim... Fue la mejor compañía que tuve en los últimos tiempos. Ojalá pudiera vivir en Arizona.»Había sonreído. Levemente, pensando en el desierto con nostalgia. Y después de una pausa, había agregado: «Si Jim pudiera escucharme ahora, me diría que Arizona está en todas partes».—¿Entonces?Se irguió en el sillón. Tenía los ojos abiertos y sin sueño.—¿Entonces qué?—Estábamos hablando de los muebles, de cómo llegaron acá.—El Chesterfield.-Sí.—¿Por qué tanto interés en un sillón?—No es por el sillón. No del todo —contestó ambiguamente—. Digamos que me interesa la historia del hotel. Tengo un cuarto ahí, por diez días más, creo. No sé, estar aislada me hace perder la cuenta del tiempo, me confunde. En Buenos Aires me imaginaba comiendo y durmiendo normalmente.—Normalmente, acá no pasa mucho más que eso. Comer y dormir ocupan la mitad del día. En verano los días se estiran y el trabajo se acorta porque no hay trenes ni subtes ni ómnibus que tomar, no existen las agendas ni los llamados para encontrarse con alguien. Todo, lo poco que hay, casi a mano. Pegado a uno, casi.—Debe ser asfixiante.—A veces.—Ah —dijo, asintiendo como si comprendiera algo de mí que la intrigaba.—Volvamos al sillón. Algunos muebles y un puñado de chucherías, Shomberg se los dejó a la madre de Flora cuando se fue del país. Le dejó esta casa también. La había construido para alojar a los sirvientes, tenerlos a distancia de su castillo. Despreciaba a la gente del pueblo y no se tomaba la molestia de disimular. El hijo disimula, por lo menos.—Se los dejó a la hija.No entendí.—¿Que hija?—Flora. La dueña de la pensión. Es obvio, el patrón del castillo se acostaba con la madre, la madre quedó embarazada. Debió ser una forma de recompensarla. ¿Nunca se te ocurrió?—No.No se me había ocurrido porque había llegado a la pensión como se llega a cualquier sitio nuevo. Aceptando los hechos que se cuentan, las cosas que se ven y que se usan con la absoluta convicción de que no tienen un pasado, que están ahí en un fresco presente, el del momento en que uno arriba, los descubre y les da un sentido. No había ido más allá. No tenía por qué ir más

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allá, tampoco. Se trataba de la vida privada de otra gente y del derecho de cada uno a ocultarla o mostrarla.—Que Flora sea hija de Shomberg es una idea absurda. Un prejuicio. El señor más la sirvienta, más la herencia de una casa que en realidad no vale mucho, que termina en una paternidad que se esconde y se paga a último momento como una propina —respondí con irritación.—Yo supuse...—No, en la vida de Flora no hay nada que sugiera un parentesco con los Shomberg. Ese impulso de prodigalidad el viejo lo tuvo con otros y en el fondo era puro egoísmo con una alta dosis de superstición. Antes de irse, el avaro, el tirano del pueblo, se desprendió de algunas pertenencias pero nada más que porque le recordaban a la muerta. Al cura le dejó el piano de la mujer. Está en la capilla. El cura todavía se maravilla del regalo. Es un piano valioso. Mucho más que estos muebles. Regalar cosas que después de todo no eran suyas le costaba muy poco. Y Shomberg se sentiría culpable. De qué, vaya uno a saber. Supongo que de haber humillado a su mujer como lo hacía con toda la gente de Las Rosas. La culpa siempre paga un precio.—Así que la dueña de la pensión ya es una amiga, ¿verdad? ¿La estás defendiendo de asociarla con ese hombre? Perdón, no quise burlarme. Apenas si la vi un momento pero parece una buena persona. Hay pocas. Buenas personas, digo.—Hay muchas. Pasa que no las vemos. No nos tomamos el trabajo. Para qué, si la misma definición las rebaja. Una buena persona como alguien que no hace daño a otros y que cuando lo hace es sin cálculo. La maldad no. La maldad es rotunda y tiene algo de superioridad aristocrática, algo que la distingue, que intimida. La incomprensión. El no entender qué la pone en marcha. Y cuando se encuentra el motivo, salta otro enigma. El de la estupidez de ese motivo y la estupidez del resultado. Pero las personas que uno llama buenas a la ligera son personas sin ningún misterio, sin ese aura de ferocidad que repugna pero que atrae. El viejo Shomberg era de la especie fascinante, el villano de la historia del pueblo. La gente lo odiaba. Pero no lo olvidan.—¿Seguro?—¿Seguro de qué? ¿De la maldad del viejo Shomberg o de que las buenas personas son muchas?—Las dos cosas —sonrió.—No, claro que no. Hay una franja demasiado ancha entre los dos extremos, una franja de arena movediza. Quién puede estar seguro de no caer ahí por la razón que sea. Quién puede asegurar que jamás pisó arenas movedizas. Pero en este caso vale la conjetura. Está respaldada por los hechos. Hay pruebas concretas de la bondad de Flora, hay pruebas concretas de la maldad del viejo Shomberg. Me quedo con eso. Por ahora.Quedarse con eso. No, las cosas nunca son tan simples. Pero deseaba que lo fueran. Al menos una vez. Al menos para otros.Pero ella repitió:—Arenas movedizas. Yo las conozco bien. Yo vivo andando en arenas movedizas.Se había puesto de pie, insegura, como si el piso estuviera hecho de esa materia blanda y traicionera.—Aunque es más ciénaga que arena. Trato pero no puedo salir de esa ciénaga. Porque no puedo recordar.Cerró los ojos. En voz baja y dura, dijo:—No puedo recordar la escena en que mi marido entró en la casa por la fuerza. Disparé. Sé que disparé. Lo confirmó la policía. Yo no me acuerdo de eso. Lo último que vi claramente fue cómo se abría la puerta que estaba cerrada con llave. Lo último que oí no fue un tiro. Fue el ruido de la puerta que se rompía. Los insultos. A mi marido casi no lo vi. No me dio tiempo. Todo habrá durado unos pocos minutos. No estaba sorprendida.Se apartó el pelo de la frente, con un parpadeo inquieto, de temor.—Ese lanzarse sobre mí había empezado mucho antes, siempre cortado en partes. Cortado por arrepentimiento, porque se contenía, por miedo a las consecuencias, por algo que le hacía pensar que él no era así. Y nunca había sido así, no enteramente. La violencia venía partida en amenazas y en ruegos de que no lo dejara, que no podía perderme, que nunca lo permitiría. Pero esa noche se unieron los pedazos. Estaría borracho o drogado, las dos razones por las que un día dije basta.

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Me miró con vergüenza. Le costaba seguir hablando. No querría dar lástima. Inspiró hondo.—Juro que a él casi no lo vi. Vi la puerta abierta y una cara deformada y rabiosa que entraba como suelta del cuerpo. Yo había buscado la Bersa en el cajón del mueble donde la guardaba, mientras duraron los gritos de él afuera ordenando que le abriera la puerta. Quería asustarlo. Pararlo, nada más. En la mano izquierda tenía el celular para marcar el número de la policía. Pero no sabía el número. El miedo lo borró. Entonces disparé. No a ciegas. Apunté firme al rectángulo del pecho, bien al centro, al blanco del campo de tiro, como él me había enseñado. Y lo vi caer al suelo. Cayó a mis pies. Boca abajo. Sobre un charco de sangre que se ampliaba. Como el agua cuando se tira una piedra. No era agua. Era sangre. Levantó la mano derecha y la observó un momento. —Eso es todo lo que recuerdo. Me desperté rodeada de gente. Los uniformes de la policía, médicos del SAME, los vecinos testigos, mi abogado. No podía creer lo que me contaban. Que había sido atacada y golpeada por mi marido, que milagrosamente, en medio de la lucha, había encontrado el arma, y que había tirado al aire. Que el patrullero llegó a tiempo. A él lo detuvieron y se lo llevaron. Vivo, sin una sola herida. Un caso como tantos de violencia doméstica. Así quedó calificado. Achicado a una estadística. Porque no había ningún cadáver en el piso y la única sangre era la que me corría por la cara. Dije que eso no era verdad, que lo había matado, hasta que mi abogado, un viejo amigo de la familia, me obligó a callarme. Me dio un espejo para que me viera. Tenía la cara hinchada, un tajo en la frente, no me reconocí. Pero no me dolía nada. Nada... Era como si me hubieran puesto una máscara.Se tocó una mejilla, estremeciéndose.—Sí, una máscara. Pero abajo de esa máscara estaba la intención de matar, la seguridad de que lo había hecho y el no entender por qué me lo negaban. Había visto a mi marido muerto, había visto el charco de sangre. No podía no ser cierto.Fue a la mesa donde estaba el vaso de whisky. Tomó un sorbo, despacio, y lo puso sobre la mesa con cuidado.—Me aconsejaron que olvidara el episodio, que hiciera terapia, que viajara. Con el tiempo, me decían, todo se olvida. No se daban cuenta de que mi desesperación era precisamente el olvido. El pasaje de un momento a otro que se había esfumado. Sin ese pasaje era imposible saber qué había sucedido de verdad. Dependía de información ajena, de lo que me contaban. Y esa versión de otros no era creíble para mí. Así que empecé a imaginar por mi cuenta, a buscar la escena faltante. Pero es inútil...Sacudió la cabeza como para desprenderse de la angustia que la sofocaba soltando el pelo aún mojado, dejándolo resbalar sobre los hombros. Luego me miró. Directamente. Acusadora. Resentida.—La mujer nerviosa del hotel con alucinaciones. Un buen apunte. Cierto. Y no te hablaría de esto si no hubiera leído esa nota. ¿Una mujer nerviosa? Más que nerviosa. ¿Asustada? También cierto. Si no, ¿por qué estaría escondiéndome aquí? ¿O este pueblo perdido, este hotel fortaleza sin paisaje, sin un mínimo encanto, no es un escondite para escaparte de algo? O buscar lo que la ciudad te prohíbe, como sacarte la máscara y aceptar el miedo, la frustración, la soledad, convencerte de que cuidando el cuerpo vas a volver a casa con un poco más de salud, más flaca, más gorda, menos tensa, lista a continuar la ficción de que tenés ganas de vivir. A veces resulta, supongo. A veces no. A veces alguien termina colgándose de la rama de un sauce.Calló. No dejó de mirarme con rencor. Esperaba. Pero no hablé. Sabía que necesitaba desahogarse y decir lo que faltaba. Y lo dijo.—Odio las coincidencias. Más cuando se trata de una muerte. Y sobre todo cuando esa muerte sigue a una imaginaria. Encontró un cadáver que no existe. Luego llega el cadáver. Pero no es el mismo de la alucinación de una trastornada que viene del hotel a esta pensión una mañana de domingo. Es el de otra huésped. Y un suicidio. Nada que ver con imaginaciones. El cuerpo colgado es real. Horrible pero real. Casi un alivio si uno se tortura con ideas, no con hechos concretos.Sonrió penosamente.—Lástima que para la mujer nerviosa del hotel aparezca un nuevo problema. La idea de que la segunda muerte debe relacionarse con la primera. El miedo de estar tan enferma que ya cree que adivina el futuro, que no encontró un cadáver pero pudo predecir el hallazgo de otro. Y entonces busca a quién contarle ese miedo de volverse loca para sacárselo de encima. Y quién mejor que

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el juez de paz del pueblo, que le parece inteligente y buena persona, en vez de acudir a sus amigos de la capital, a una conversación por teléfono sobre este tipo de premoniciones de las que se reirían. Y aunque el juez no la llamó al hotel, aunque ni siquiera se acuerde de su nombre, insiste en un paseo a caballo y tantea su credulidad. En el paseo algo le cuenta de su vida, pero el temporal los interrumpe, vuelven a la pensión y entonces ella lee una página que la describe. Y ahora sabe que él nunca le creerá nada de lo que diga. La duda ya está escrita. Una mujer nerviosa es capaz de inventarse un episodio que nunca sucedió sólo para justificar sus nervios.Se echó a llorar. En silencio. Las lágrimas rodaban sobre una cara blanca, sin expresión. Aunque en los labios crispados le quedaba un rastro de enojo había dejado de verme, como si el llanto viniera de tan adentro que eliminaba la presencia de cualquier testigo, un llanto desolado que ahora exhibía por desborde, suelto el nudo de voluntad que lo escondía de otros, lágrimas y pesadillas a secar al viento de un galope, a la luz del sol de verano, a campo abierto, la nada por nada de una libertad de sí misma.Di el paso que me separaba de ella. La tomé de los hombros y la acerqué a mí suavemente. No me rechazó. Fue un solo movimiento abrazarla, acariciar el pelo húmedo de la cabeza que se hundió en mi pecho, levantar su cara hacia la mía y besar los ojos cerrados y empapados de lágrimas. Se entregó a ese consuelo con la blandura del cansancio. Poco a poco dejaba de pensar, el miedo resbalaba de ella junto con las últimas gotas del pelo y del llanto.Entendí que yo no era más que el apoyo perdido en el relato de su historia, en la descripción de su impotencia. Era el desierto seco y limpio que la amparaba del terror de perderse para siempre en la oscuridad de un minuto trágico por el que se juzgaba y condenaba. Cómo no comprenderla en la obsesión de una culpa si yo no había purgado la mía. Si también buscaba el desierto lejano y luminoso, al otro lado de las vallas que pone la ciudad, para no perder el deseo de la vida, para seguir viviendo.El momento fue largo. También con suavidad se separó de mí. Evitaba mirarme.—Tengo que irme —dijo.—Por supuesto.Fui al dormitorio, recogí las botas y las medias, la fusta que había dejado sobre el escritorio. Cuando volví a la sala, la encontré con el pelo recogido, la blusa abrochada hasta el último botón, la cara limpia.Me detuve un instante, con todas sus cosas en la mano. Un instante en que me vi arrollado por la belleza de ese cuerpo quieto y en espera, tan violentamente que mi cuerpo se rebeló, que juró tomar la tensión entre los dos y llevarla a la cama y disolverla. El impulso lo cortó la emoción que había sentido mientras ella dormía. La vi desorientada, exhausta. Indefensa, también. Retrocedí, no sin esfuerzo. Tal vez el señor Stein tenía razón y soy algo mejor de lo que yo mismo imagino. Dejé las botas en el piso, colgué la fusta en el respaldo de una silla.—Voy a buscar el auto —dije.Salí mientras ella se disponía a calzarse las botas. Afuera estaba muy oscuro. Había parado de llover pero la noche era una sola bruma pegajosa. Me costó dar marcha atrás para sacar el coche a la calle.Una ventana se encendió, solitaria, en la hilera de piezas que dan al camino. Flora, quién más, se había despertado al oír el ruido del motor y vigilaba.Calmo pero físicamente dolorido como si hubiera trepado una montaña, pensé en la ironía de que la dueña de la pensión estuviera festejando un encuentro amoroso que atestiguaba desde su ventana. Enamorada del amor, Flora creía que era tan importante como la salud. El amor hace bien, me decía, como si hablara de una de esas comidas suculentas con que insistía en curarme. Me deprimió tener que desilusionarla.Estacioné el Gol delante de la verja y esperé. La puerta seguía abierta como la había dejado. Pero ella no salía. La llamé, tratando de no alzar mucho la voz. No contestó. Me bajé del auto. Tal vez se demoraba tratando de ponerse esas botas difíciles. Entré. Estaba en la sala, de pie y todavía descalza. Quieta y ahora sí mirándome a la cara. No dijo nada. Yo tampoco. Cerré la puerta.

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Creo que me había esperado sin moverse, que sólo se movió para acomodarse entre mis brazos, en puntas de pie para alcanzar mi boca, abriendo los ojos muy abiertos, ahora tan verdes como el pañuelo, igualmente sedosos y brillantes.La casa dormía cuando la llevé al hotel. No intercambiamos más que unas palabras durante el trayecto. Paré el coche en el inicio de la explanada de El Castillo donde la curva de la muralla lo ocultaba. El silencio era tibio como toda su piel. Me rozó la boca con los labios, se bajó del auto y empezó a caminar hacia la entrada. Se dio vuelta una sola vez. Hizo un breve gesto de saludo, luego tocó el timbre para que le abrieran la puerta.Me quedé mirando el rectángulo de luz en las piedras de la fachada de El Castillo hasta que el rectángulo desapareció. Entonces solté el freno de mano y dejé que el auto resbalara por la loma. Lo puse en marcha en la calle de abajo, para que en el hotel no se oyera el arranque.Cuando llegué a la pensión miré el reloj. Eran las doce y treinta de la noche.La verdad está en los detalles. La voz de Eddy Turner en el recuerdo de esas palabras dichas mientras me señalaba la página de un libro, feliz de explicarme un párrafo, excitado por un descubrimiento que quería transmitirme y que yo no entendía. Me pareció oír esa voz mientras volvía a la pensión.Detalles. Como meter el auto bajo el techo de media-sombra, cruzar el jardín en la oscuridad, abrir la puerta y entrar a mi sector de la pensión, prender la luz, ir a la cocina y llenar un vaso con agua, volver con el vaso a la sala, sentarme en el sillón, mirar el vaso sin beberlo.Detalles de un nuevo estado de cosas que no confirmaba enteramente que ella estuvo aquí, en la sala, en mi dormitorio y en mi cama. Más bien, esa acuciante novedad —que estuvo, que estuvimos, en la sala, luego en mi cama, ávidos uno de otro— insinuaba que había sido uno de esos raros momentos de paso por la felicidad, uno de los que arrastran la incertidumbre sobre el día de mañana, ¿continuará?, ¿qué continuará? junto a la sospecha de que como todo momento feliz, terminaría por consumirse en otro momento de incredulidad y finalmente en acordar con pena que sólo fue una de esas cosas que pasan. Pero había otros detalles que anulaban tanta desconfianza.Hubiera jurado que durante el tiempo que tardé en ir de libros, de objetos familiares. Ahora los rastros de una ausencia ocupaban las habitaciones que a dos años de vivirlas se habían convertido en mi casa.El pañuelo olvidado.El hueco entre sábanas revueltas.Las marcas de agua en una página.Su perfume en el aire.El recuerdo de algo extraño que me dijo en el auto.«En la mano del muerto vi un anillo de oro.»El recuerdo de mi respuesta.«No pienses más en eso.»

11. MIGUEL DESPIERTA

Baja el sol. El pueblo se ha puesto en movimiento. Llegan voces del pasillo que da al comedor. Una es de Flora, la otra de un hombre que pregunta el precio de la habitación por una noche. Pensión completa, tanto. Una pausa.El viajero seguramente encuentra que el precio es alto pero El Castillo resulta demasiado caro para la clase de huéspedes que llegan a esta casa y no hay otro alojamiento en Las Rosas. El hombre se quedará, rezongando. Uno de los desconocidos en tránsito a otro lugar de la provincia, con los que a veces comparto el calor del mediodía que se junta en el comedor, apenas atenuado por el soplido de los ventiladores.Ramiro ya está regando el jardín, los patios, el pedazo de calle frente a la pensión. El olor a tierra mojada impregna el aire, entra por fin, es el anuncio de un fresco más humano, de una penumbra en la que se podrá respirar.El calor es como la soledad. Destruye la medida del tiempo. El grito de las garzas me sobresalta. ¿Ya es esta hora? Tengo la sensación de no haberme arrancado del sillón desde las cinco de la tarde hasta las siete y media. Pero no es así.

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Alrededor de las seis, seis y media, Miguelito se despertó. Posiblemente yo lo desperté cuando fui a la pieza para ver si todavía dormía.Después del almuerzo, preocupado por ese sueño que se alargaba más de lo debido, había llamado al hospital de Luján. Di mi nombre, invoqué mi autoridad de juez de paz y conseguí un turno para que se le hicieran los análisis recomendados por el médico.A Miguel lo cargaría en el auto, dormido o despierto. No confiaba mucho en la atención del hospital ni en la del joven médico pero tenía que hacer algo. Algo hicieron los médicos conmigo después del accidente. También me tranquilizaba recordar que entonces había dormido tantas horas o más que el jardinero y que no me habían despertado. El sueño por agotamiento del cuerpo es normal, como son normales las pesadillas que acarrea.Pero había ido a cerciorarme de que dormía tranquilo. Lo encontré con los ojos abiertos.—Hola, Miguel. ¿Cómo estás?—Es el juez —dijo Miguel desde la cama, en su estilo aniñado de tercera persona.Sonreí con alivio. Me reconocía.—Sí, soy yo. ¿Te sentís mejor?Parecía muy asombrado de verme. Curiosamente, no se mostraba sorprendido por encontrarse en un cuarto de la pensión. Como si hubiera vivido siempre así, en una habitación de cortinas floreadas, echado sobre almohadas blancas que tenían la lisura del almidón, bajo una colcha de raso con florones iguales a la tela de las cortinas. En la mesa de luz, Flora había puesto un jarro con caléndulas. También se habría ingeniado para lavarlo porque estaba peinado para atrás y tenía las manos limpias de tierra, las uñas cortas.—Miguel está bien —dijo.—Me alegro mucho. Nos diste un susto.Negó con la cabeza, sin entender. Tampoco se interesaba en entender. No me alarmó, eso era de Miguel, el resistirse a lo que otros veíamos, el encogerse dentro de su mundo atrás de una muralla de negación, alta como El Castillo, un mundo estrecho donde guardaba celosamente las pocas cosas de su vida, las buenas con las malas.Estaba bien pero había envejecido de golpe.La cara de rasgos regulares había perdido nitidez, la piel colgaba ahora unida al labio grueso y suelto. En el marrón del sol y el aire libre había un fondo grisáceo. Los ojos castaños, antes alegres, habían perdido el lustre de la inocencia. Lo que vi en esos ojos ya no era la sabiduría del niño, lira una inteligencia maltrecha en la que empezaba a asomar algo diferente.El Miguel de las orquídeas y de los aguiluchos nunca estaba triste. Éste sí, y esa tristeza había caído sobre él como la vejez cae en algunas personas, sin aviso, transformándolo en alguien totalmente distinto para quien lo había visto unos días antes del cambio. No estaba enfermo, estaba viejo y triste.Me senté en el borde de la cama.—Vamos a hablar, Miguel.Volvió la cabeza y fijó la vista en las cortinas. Me daba la espalda. Hice otro intento.—Necesito saber qué te pasó.No hubo respuesta.—Es importante. No queremos que te maltraten. Si es que alguien te maltrata...Siguió mirando la ventana.—¿Me entendés? ¿Entendés lo que estoy preguntándote?Sólo se oía en la pieza el tac-tac del ventilador de techo y la respiración del jardinero, más agitada. Entender. Estaba pidiéndole un esfuerzo que nadie le pedía. Pero insistí, con la desagradable sensación de que lo hacía sufrir inútilmente, con la vaga esperanza de que en dos cortos años de trato hubiera aprendido a confiar en mí.Pero esa memoria fragmentada, ¿me recordaba en algún punto? ¿Guardaba un vínculo que se asemejara a la amistad? ¿No me habría perdido de vista entre las impresiones que giraban sin ton ni son en su vieja cabeza de niño como uno de los tantos fantasmas de lugares, de gente, de palabras, que habría acumulado sin darles un nombre, un tiempo, sin conciencia?—Sabes quién soy ¿verdad?—El juez.La voz sonó firme. Y amarga.

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—Sabes entonces que puedo defenderte.—Sí.¿Era una ilusión? Había respondido afirmativamente. Jamás lo había oído decir sí o no. Se había escudado siempre en el uso de esa tercera persona que aparta al yo de todo contacto con la realidad, que lo desplaza a un espacio vacío en que uno y los otros se funden en esbozos imaginarios. Miguel sabe era la contestación que yo esperaba. El sí directo me desconcertó. Pero atiné a continuar interrogándolo.—Bien. Ahora contame qué pasó.Se removió en la cama. Retorciéndose, como si tratara de acomodarse en una posición donde el cuerpo no le doliera. Era evidente que le dolía y mucho. El padre Roberto no se había equivocado. Hay formas de golpear que no dejan marcas en la piel. Quien golpeó al jardinero las conocía. Conocía esa perversidad de torturar calculando cómo no dejar pruebas. Alguien cercano, sin escrúpulos en el uso de un inocente, como me había insinuado Aminta cuando habló de la humillación de su hija. Shomberg, qué otro.Traté de controlar mi furia para no levantarme ahí mismo, para no salir ya a buscar a Martín Shomberg, el hipócrita que detestaba la señora Stein, y devolverle los golpes dados al jardinero pero con esos que dejan marcas, que rompen una cara, la bonita cara eternamente joven del folleto de publicidad. Pero antes tenía que escuchar de Miguel cuál había sido el motivo.—Sé que te pasó en El Castillo y que fue Shomberg —le mentí—. Pero no puedo castigarlo si no me decís por qué te golpeaba. Te golpeaba, Miguel.Hizo un gesto de asentimiento.—¿Por qué? Necesito saber por qué. ¿No quería pagarte el sueldo? ¿Tenía miedo de que se lo contaras a Gálvez? ¿De que vinieras a denunciarlo al juez?—No.Lo dijo claramente. No titubeó. No estaba confundido ni enredado en otros pensamientos. Era un no terminante y sincero. Expresado con esa lucidez y esa tristeza que le hundían la mirada a un fondo que yo no lograba alcanzar. Que perseguí obstinado pero ya resignándome a no sacarle una respuesta, hasta que se me ocurrió otra pregunta:—¿Qué viste en El Castillo?Por qué la hice no sé.—Vos viste algo que no tenías que ver.Entonces abrió la boca como si se quedara sin aire, la espalda arqueada, la cabeza volcándose hacia atrás. Lo tomé de los hombros para contener esa explosión de escalofríos.Maldije mi imprudencia, el lanzarle irresponsablemente la pregunta justa, conjurando el horror que lo enfermó y que había olvidado en el largo sueño de un día. Pero las convulsiones no duraron más de unos segundos. Como en el episodio de la capilla, Miguel se soltó pronto de la visión o del recuerdo que lo espantaba, empezó a respirar sin ahogo, los ojos cerrados, tranquilo.Pensé, va a dormirse de nuevo. Lo pensé con el remordimiento de haberlo empujado a ese letargo, esa antesala de la muerte donde ya le había dado la mano a la vejez, un paso antes. Pero no se durmió. Abrió los ojos y me miró.—Usted es el juez —dijo.Sonreía.—Catleya aclandie —dijo.Sonrió otra vez.—Orquídeas —dijo.—Sí, Miguel.—Yo tenía orquídeas.—Muy lindas.—No tengo más orquídeas.No dije nada.Miguel miraba la ventana. Salí del cuarto, cerré la puerta muy despacio. Del otro lado, en el pasillo, me quedé esperando. A que me llamara. No me llamó. A calmarme. No me calmé.La tristeza en la cara del jardinero era final. No había vuelta posible de esa tristeza. Hacerle más preguntas era torturar vanamente a un hombre con un secreto que a pesar del miedo, del

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cansancio, de la debilidad, guardaría para sí, llevándolo al último, largo sueño en que los dos se dormirían.

12. BAJO LA NOCHE

Noche entera y diáfana. De luna llena. E imprevista. Los cuartos de creciente o menguante han pasado sin verse bajo las nubes tormentosas y la lluvia de este verano, pero la luna asombra cuando sale completa, blanca y muerta, pegada al mundo como su sombra pálida en el negro del cielo. Asombra acordarse de saber que está ahí y de haberlo olvidado, de haber supuesto que no estaba porque no se veía más que en parte, una ínfima parte del satélite que acompaña al planeta, una garúa plateada que respeta los huecos, las esquinas, el lado interno de las cosas, como si sólo buscara desnudar la forma, dejando a salvo él contenido que las revelaría.El jardín bajo la luna ya no es el jardín, es un plano de rectas y de curvas. La casa, un dibujo inconcluso, como hecho con tiza. La calle, un reflejo blanquecino que atraviesa el campo y desaparece tragado por otro lejano resplandor. Pero esta noche la luna de Las Rosas me dice algo más que acá estoy, acá te deslumbro. Es una idea sobre algo que oculta esa brillantez. Sólo una idea que me ronda mientras miro el cielo, en el jardín. Y tardo en entrar de nuevo a la casa, aunque Flora me ha llamado dos veces porque la cena está servida.Cuando me dirijo a la mesa, Flora ya está poniendo el primer plato. Cordero y papas. La fuente colmada reluce de grasa, huele a leña, a orégano, a horno de barro. Pero Flora retiene la fuente, parada al lado de mi silla, mirándome con la boca abierta.—¿Qué pasa? —le pregunto.—¿Se dio cuenta?Imagino que se refiere al despertar del jardinero, pero ya lo sabía. Fue la primera en enterarse y celebrarlo.—¿Darme cuenta de qué?—Cómo de qué. De otro milagro, igual que el de Miguelito. ¿No se vio? ¿No vio cómo camina?—¿Quién?—Usted.El cordero se enfría. Y frío es incomible.—No, Flora. Qué es lo que tengo que ver.—Que no le duele más la pierna.Le sonrío, piadosamente. Pobre Flora. Desea tanto que la vida se enderece a pura voluntad, que haga felices a los menos felices que ella. La pierna me duele como siempre.—Duele, Flora —pero para no ofenderla, agrego—: Eso sí, hoy duele mucho menos.—No sea hereje —protesta—. Lo vi caminar y no rengueó ni un paso. Tengo muy buena vista. Y sírvase usted solo, doctor. No merece que se lo atienda como a un chico. Si le gusta mentirme, mienta nomás. Pero le aviso, no juegue con las cosas buenas que llegan porque se le van de las manos y cuando se van no vuelven nunca y ahí lo quiero ver, arrepentido y cavilando. Me crea o no me crea, da lo mismo, yo lo vi venir para acá derecho y ligero. Lo suyo, se lo dije, es psicológico. Y qué me importa si no se interesa en mis visiones.Está muy enojada. Deja la fuente y marcha a la cocina con la cabeza alta, una reina que ha sido desairada por el súbdito favorito. Ya se le pasará.Pero el postre lo trae Ramiro. Junto con una media botella de tinto.—La patrona se me puso mal —dice con una mirada de soslayo en dirección a la cocina—. A veces hay que seguirle la corriente, sabe.—¿Por qué no se sienta conmigo? Me levanto y voy a buscar otro vaso al aparador. Cuando vuelvo a la mesa siento la pierna operada más floja, sin esa astilla dolorosa que se me clava en el tobillo. No recuerdo si tomé mi calmante, la pastilla diaria que desinflama la cicatriz de la cirugía. Parece que sí, parece que mareado por el calor he doblado la dosis.Se lo comento a Ramiro mientras lleno los vasos. —Voy a tener que pedirle perdón a su señora —le digo medio en broma, medio en serio—. La fuerza de la sugestión. Me convenció.Ramiro bebe un largo trago de vino. Contento de una charla entre hombres. Luego dice sonriendo:

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—A mí me parece que nada de sugestión, con respeto de la patrona. Que fue el caballo. Montar y desmontar, andar y andar como usted hace, le ha venido muy bien. Para mí el caballo no es nada de otro mundo, para usted es puro ejercicio. Y mire que tiene ánimo. Yo me lo veía dejando la segunda vez que agarró al Poca Cosa. No es que usted llegue a galopar como una pluma, como la señora del hotel en el Noche, pero ya sale bien, tranquilo, y estoy seguro que le gusta.Salimos a fumar al jardín. Los grillos suenan fuerte en el silencio.—Se le está, haciendo tarde, doctor. Ya casi deben ser las once.Apaga el cigarrillo en la tierra, aplastándolo cuidadosamente con la soga de la alpargata. Luego se agacha y levanta la colilla. Flora nos prohíbe dejar puchos tirados en el pasto.—Si le parece lo acompaño.Ramiro nota cómo me ha cambiado la cara después de oír que son las once. Porque sabe que a las once tengo que ir a hablar con Shomberg. En esta casa, todo se sabe. Pero la curiosidad de Ramiro tiene otro matiz. De inquietud. El «lo acompaño» insinúa que podría correr algún peligro en El Castillo, que dos hombres son mejor que uno cuando el olfato detecta la posibilidad de una pelea, cuando se trata de enfrentar al hijo de Shomberg Grande.—Gracias pero no. Vaya a acostarse. Usted madruga y mañana tiene que trabajar.Me quedo afuera un rato más, solo y pensando. Pensando que Shomberg no me espera. Que necesito ver de cerca el sitio donde se amontonaron las preguntas, demasiadas preguntas hasta hoy.Miguel no acusó de nombre, únicamente dijo sí, no me dio fechas ni detalles. Pero estoy seguro de que en El Castillo tiene que haber rastros del maltrato. La brutalidad siempre deja una huella. El testigo de una escena, el oyente de un diálogo. Si alguno de los empleados del hotel no se fue a dormir todavía, con el patrón fuera del camino quizá logre hacerlos hablar.Mi indignación es tan fuerte que no me detengo a preguntarme por qué Shomberg no pasará esta noche en El Castillo, como me dijo el chico de la conserjería.Había llamado al hotel después de salir de la pieza de Miguelito. Me había atendido una voz edulcorada: el asistente de la conserjería, un muchacho de Lourdes, uno de esos chicos de El Castillo que van y vienen, mano de obra joven con muy buena presencia y sin empleo permanente. No, el señor Shomberg no se encontraba en la residencia. ¿De parte de quién? ¿Deseaba dejarle un mensaje? No, el señor no volvería esta noche, estaba en Buenos Aires, pero si le dejaba mi nombre y el número de celular... No dejé nombre ni número.Colgué, frustrado, escuchando todavía un hilo de voz acaramelada que seguía pidiendo un celular, un nombre, si tuviera la gentileza de... Pero ya había tomado una decisión. Iría igual. Esperaría a Shomberg en el hotel, sentado en el living oscuro como una tumba donde había conocido al señor Stein. En algún momento el hotelero volvería. Nunca pasaba la noche fuera de El Castillo. A la ciudad, a Lourdes o a cualquier otra parte, iba solamente de día. Yo lo sabía como lo sabía todo el pueblo.Ya era uno de ellos. No más un extranjero. Sin darme cuenta había aprendido a leer de otro modo la historia privada de Las Rosas.

Cruzando por el bosque de pinos

Mi descubrimiento del secreto de Shomberg fue un hallazgo sin ningún valor en comparación con el impulso que me llevó a El Castillo, una revelación tan vergonzosamente pobre que no valía la pena molestarse en buscarla.Eso me digo ahora, no cuando salí de la pensión cerca de medianoche y a pie, lanzado por la adrenalina de mi furia, por la imagen del jardinero dejándose morir de tristeza en una cama, por la rabiosa voluntad de hacer justicia.No saqué el auto porque necesitaba caminar para tranquilizarme. Era la primera vez que tomaba el atajo por el bosque de pinos. Después de discutir con Ramiro —«no vaya solo, doctor»— había conseguido que me prestara una linterna. La llevaba apagada. No era necesaria.La luna iluminaba el camino como iluminaba cada brecha abierta entre las ramas enfermas de los pinos más viejos, erizados de claveles del aire, la peste que empezaba a secarlos. Dejé atrás las chapas y el alambre tejido del gallinero donde a Flora le había dado la visión del espíritu del

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viejo Shomberg. Las gallinas dormían y sólo oí a mi paso un revuelo de plumas en los nidos, un cloqueo perezoso que también quedó atrás al internarme en el pinar.Diez minutos más tarde, la barrera de pinos que crujían como si se sonaran los huesos se abrió a una segunda barrera más baja de árboles jóvenes con troncos finos y hojas limpias. De ahí ya pude ver la torre principal de El Castillo, la terraza con su muro de almenas, la estrecha escalera de piedra que subía al tanque de agua. La luna estaba a mi espalda, alta como un gigantesco farol de autopista y echando una ambigua claridad sobre el contorno de la loma, la torre y las almenas, en un cielo negro y compacto. Abajo, nada.Sin luces encendidas, el frente del hotel parecía cortado a la mitad, desprendido del techo y la terraza que colgaban en un espacio donde también se habían borrado las estrellas. Imaginé con sincera admiración a la señora Stein, en bata y pantuflas, saliendo de su cuarto a esa negrura.A su edad, con su peso, Hilda Stein se había arriesgado a tropezar y lastimarse. «No podía dormirme, estaba aburrida», se había justificado sonriendo. El marido tenía razón. Adentro de esa mujer mayor y obesa aún vivía la chica curiosa de la foto que él guardaba en la billetera.Pensar en la edad y la gordura de la señora Stein me recordó que atrás de la fachada de El Castillo, de esa arquitectura palaciega que todavía se ve en los viejos hospitales de Buenos Aires, había una especie de hospital, aunque le dieran el nombre pretencioso de spa y el costo de una delicadeza de lujo. Explicaba las ventanas cerradas, el vestíbulo, la gran sala y el comedor sin otra iluminación que la aureola de un pequeño farol de hierro en la entrada con una bombita de cuarenta watts titilando a un lado del marco de la puerta, también cerrada a cal y canto.El programa de adelgazar o descansar tenía un horario rígido. Los huéspedes se levantaban temprano y se acostaban más temprano. No sólo porque caían muertos de cansancio después del trote por los alrededores, débiles de no comer, de los baños supuestamente termales, del empeño de distraerse con manualidades que no les servían más que para ganarse un buen dolor de espalda, sino porque tampoco había nada que hacer, ni adentro ni afuera del hotel. A las once ya dormían como bebés extenuados de tanto llorar de hambre.Me detuve cuando llegué al Pabellón Espiritual, la cabaña de troncos también a oscuras. El ronquido de una moto chica sonó en la curva de la explanada. Alcancé a ver el rojo de la motocicleta y el destello de un casco bajando la loma. El último de los empleados de El Castillo que volvía a su casa, seguramente en Lourdes. Prendí un cigarrillo. ¿Tenía sentido seguir hasta el hotel? No encontraría a quién interrogar. ¿Y con qué excusa sacaría a Shomberg de la cama, si es que estaba durmiendo como todos?«Ese Shomberg es otro tacaño igual al padre», me había dicho el cura. «Ahorra en sueldos tomando gente por el día y ni siquiera gasta en contratar un matrimonio de caseros. Lo del guardia es un chiste. Qué guardia va a tomar cuando lo único que tiene en la cabeza es ahorrarse sueldos en blanco. Cómo cree que se ha hecho rico. Ahí nadie se queda, nunca hay nadie de noche.»Pero había. Arriba, en la terraza, alguien pasó durante unos segundos. Me dije que era el chico de la motocicleta. ¿Habría vuelto? Imposible. No tuve más que el tiempo de sacar y encender un cigarrillo desde que vi la moto bajando la loma, la silueta de un muchacho con el casco puesto. Luego pensé, es el viento. Se había levantado un viento frío. En ráfagas muy cortas. Sentí un soplo helado en la nuca, como la respiración de la luna, que me empujó el pelo sobre la frente y los anteojos y por un instante, hasta que lo aparté, no me dejó ver más.Apagué el cigarrillo que ya me estaba quemando los dedos. El viento que cruzaba esa noche cálida y tranquila debía haber barrido la forma blanca en la terraza, una bolsa de plástico vacía, una ropa a secar que se había soltado del alambre y volaba suelta atrás de las almenas. Iba a volverme a la pensión, cuando la forma blanca reapareció para detenerse junto al muro. Unos segundos después giraba y volvía a fundirse en la bruma lunar de la terraza.Me oí reír por lo bajo, extrañamente. Había visto al fantasma del castillo y la reacción era reírme solo, apostado cerca de esa cabaña que tenía tan poco de espiritual como el artificio de un espectro rondando las almenas. Hasta que entendí que la risa venía del alivio.No sé qué esperaba encontrar en esa incursión que había emprendido, pero la baratija esotérica que se movía en la terraza desplazó el temor no confesado de hallar cosas peores. Bien, me dije, acabemos con esta pavada, la máquina o el espantapájaros que fascina a los huéspedes, que hizo salir a la señora Stein de la seguridad de su cuarto. Era una suerte de venganza póstuma. Crucé

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la explanada sin preocuparme de que me viera alguien. Busqué una puerta de ingreso al hotel, guiado por el resplandor de la luna, tanteando y sacudiendo las que encontraba a mi paso, pero todas estaban cerradas. No me quedaba otro remedio que trepar la escalera hendida en la pared que daba al tanque de agua. Empecé a subir. Ahora trataba de no hacer ruido. La escalera pasaba entre las ventanas de los cuartos y no quería que un huésped alarmado me impidiera llegar a la terraza.En el último tramo de escalones, hice un alto. Pegado al muro y sujetándome de la saliente de piedra, volví la cabeza y miré hacia abajo. La altura me cortó la respiración.En la náusea del vértigo, recordé a la mujer de Linus Shomberg cayendo a la explanada. Para los que escuchamos la historia fue una muerte rápida. Para ella debió ser una agonía interminable. Tuve que cerrar los ojos y apretar la frente contra el muro. El escalón que me faltaba parecía haber ascendido a varios metros de distancia. La anchura de la piedra que pisaba me aseguraba que no corría ningún peligro, pero agarré con las dos manos el borde poceado de la terraza como si me jugara la vida.Izarme a salvo, con toda la fuerza del cuerpo puesta en los brazos, saltar al otro lado y dejarme resbalar en el suelo me dejó exhausto y agitado. Por un momento no tuve conciencia de nada más que de las piedras combadas que me sostenían la espalda, salvándome de caer al pozo sin fondo de allá abajo. Me quedé sentado, esperando que se aplacara el latido de la sangre que me golpeaba los oídos. Había logrado pasar a la terraza en silencio, moviéndome con infinita precaución, e involuntariamente había evitado espantar a la figura de blanco que estaba de rodillas en una esquina de la terraza, encendiendo un círculo de velas.No era una máquina ni un espantapájaros. Era una mujer envuelta en un embozo o una capa. Los pliegues de una capucha le ocultaban la cara. Vi seda o una tela similar, lustrosa, ondulando en el viento. Una línea de botones blancos tiraba con su peso el género liviano y lo afirmaba en la cabeza impidiendo que el viento la desnudara. Los botones anacarados a la luz de la luna eran perlas.Me levanté despacio, entumecido por la tensión de trepar la escalera. La mujer sintió la presencia de alguien que avanzaba hacia ella y se puso de pie rápidamente, volcando una de las velas que estaba prendiendo, en un remolino de susto y tela blanca que se desplegaba en el viento. Retrocedió a una esquina en ángulo del muro. Buscaba una abertura para escapar de la terraza. Pero había elegido mal el sitio. Yo le cerraba el paso. Entonces se aplastó contra el hueco de la pared, acorralada, tapándose la cara con las manos.Antes de llegar al rincón, supe quién era. No me paró el asombro. De algún modo, nudo tras nudo de detalles sin importancia, se había ido armando la cuerda que daba a esta visión penosa. Lo que me inmovilizaba era una oleada de piedad y de rechazo al mismo tiempo. Shomberg vestido de mujer. Se había bajado la capucha, empezaba a quitarse lentamente la capa, a doblarla y sostenerla en los brazos como si fuera a entregármela, aún dudando, los ojos puestos en el montón de tela, turbios de miedo y de vergüenza. Sonreía. Una sonrisa penitente. ¿De encontrarse observado en uno de esos gustos que Aminta había subrayado con odio?Antes de que yo dijera una palabra, suplicó:—Por favor, Turner, no pensés mal.Se agachó, recogió la vela que se había caído y la sopló. Una por una apagó las otras. El perfil de muchacho, con la boca fruncida para soplar, se arrugaba, denunciaba la verdadera edad del hombre en las ojeras ya visibles, en la mata de pelo amarillo que al inclinarse el cuello mostraba redondas marcas de calvicie.—Es una ceremonia. Y me importa un comino lo que pienses. Tampoco me importa un comino lo que piensen los huéspedes. ¡Fantasmas! No vengo a la terraza para hacer de fantasma. No soy tan imbécil. Mi hotel no necesita ningún truco extra para que la gente vea fantasmas. Los traen de Buenos Aires, de la vida de mierda que llevan sin darse cuenta hasta que los agarra el aislamiento y el silencio. Todos vienen acá medio locos. En el campo se vuelven más locos.Los ojos oscuros estaban achicados de rencor. Pero a pesar de su altanería, la mirada trataba de esquivarme. Shomberg se agazapaba en un desplante de confianza que sabía frágil.Casi lo vi medir y sopesar las consecuencias de este encuentro. Ni siquiera me preguntó cómo había llegado hasta ahí. Daba por hecho que más allá de mi estupor o de mi comprensión yo era una amenaza. El testigo indeseable de una escena en que el hotelero de Las Rosas, el apuesto

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donjuán del pueblo, despedía a su gente para subir a la terraza y disfrazarse de mujer. Yo, el juez de paz con importantes contactos en la capital que podrían hacer temblar el negocio de la pureza de su establecimiento, la espiritualidad en que se basaban la salud y el misticismo de sus predicadores. Porque según la lógica mezquina de un hombre como Shomberg, encerrado en su torre de piedra, Buenos Aires imponía su fuerza y su poder de gran ciudad, una mano invisible que sólo necesitaba apretarse para torcer el cuello del país, incluso un pueblo ignoto, un castillo de lujo, un empresario sin amigos.Miguel, el pobre de Miguel, ¿habría sido también un testigo y por nuestra amistad, también el peligro de un chantaje?—Salgamos de acá —dije cortante. —¿A dónde? —preguntó con repentina humildad—. Sí. Vamos, vamos.Pasó adelante, casi corriendo, con la capa en los brazos, hacia una puerta baja en la pared, disimulada por una pila de cacharros y materiales de construcción —baldes vacíos, herramientas, ladrillos rotos, listones de madera podridos— como si el arquitecto que remodeló El Castillo no hubiera tenido tiempo de retirar los materiales. Pero la terraza no mostraba señales de una refacción.Había rajaduras en el concreto de los pilares, las baldosas del piso eran antiguas y se hundían en la argamasa, verdes de musgo y con los charcos de agua de las últimas lluvias. Era obvio que nadie entraba ahí, salvo Shomberg. Abrió la única puerta de salida con un empujón. Al otro lado sonó el chasquido metálico de una cadena suelta.La puerta daba a una escalera. Shomberg se lanzó a bajar esa escalera como si se lo llevara el diablo. Me costaba seguirlo.La escalera era un tubo de peldaños en espiral que se iban ensanchando a medida que descendíamos, con tramos que se alejaban de las ruinas de la terraza en una transformación de las paredes: arriba las abandonadas, abajo, palmo a palmo, las de piedra más lisa, luego una de yeso nuevo y pintado de blanco, finalmente, en la base, el arco elegante y la alfombra del vestíbulo donde colgaba el retrato del viejo Shomberg. Estábamos ya en el pasillo con la gran escalera en un extremo que comunicaba al piso superior, a las habitaciones donde se alojaban los huéspedes.Eché una mirada a la escalera señorial del vestíbulo. No pensé en Miranda que estaría durmiendo en uno de esos cuartos. Pensé en la señora Stein. Me pregunté si llevada por la curiosidad y las ganas de destruir el artilugio del fantasma, habría subido la otra, la más pequeña y tubular que terminaba en la terraza.De pronto, en una ráfaga de memoria, me di cuenta de que para los huéspedes esa escalera no existía. Usaban la central, con su imponente balaustrada de caoba, para salir al inmenso balcón del contrafrente en el segundo piso, donde cada verano se ponían las mesas del restaurante al aire libre.En el folleto del hotel, el gran balcón poblado de sombrillas y canteros de flores se veía dando al parque y a la pileta de natación que había atrás —no a la explanada de ingreso— con el nombre de «La Terraza». Copia de la del techo, la clausurada con cadena y candado, esta segunda terraza también tenía una decoración medieval, pero con almenas diminutas que parecían armadas con las piezas de un Lego.«El Castillo está lleno de recovecos, como nuestra alma pecadora», había dicho el cura.Confundir las terrazas por el uso indistinto del nombre, una de ellas solamente un balcón, era inevitable. Los paseos nocturnos de la señora Stein habrían sido dados por ese balcón. Desde ahí, algún otro pasajero insomne habría visto durante unos segundos de pavor la capa blanca y su brillo de perlas, y sólo hasta ahí habría caminado Hilda Stein. Que ella descubriera la segunda salida a la tenaza era más que improbable. Era imposible.Atravesamos la sala de los cortinajes de terciopelo verde donde el señor Stein creyó enfrentarse con el espectro de un amigo muerto, entramos en una habitación lateral, la oficina de Shomberg, él primero, con la resolución del empresario que va a ajustar los términos de un acuerdo importante.Dejó la capa sobre el respaldo de un Chesterfield igual al de mi sala, se sentó y me señaló otro sillón con un ademán y una sonrisa de deferencia. No me senté. De pie, esperé a que él hablara antes de acusarlo del estado del jardinero.

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—Como vos quieras —dijo encogiéndose de hombros—. Aunque parece que te olvidaste de algo. Vida privada y propiedad privada. Raro en un juez y un abogado, olvidarte del respeto a las dos. Pero porque somos vecinos y amigos, voy a explicarte. No me gusta que te vayas de acá pensando mal. Y sé lo que estás pensando. Un error, Turner, un error. Me viste con una capa de mujer y sacaste tus conclusiones. Mejor dicho, te sumaste a las palabrerías del pueblo. Que no me quieren nada es cierto. Acá te miden por lo que tenés y soy un hombre rico, muy rico para esta pobre gente. De ahí la bronca y el inventarme vicios de toda clase.El tono de superioridad de Shomberg era el mismo de la voz de Aminta, una voz cargada de odio por aquellos que no los admiraban y de compasión por ellos mismos, por el daño que la riqueza ocasionaba a tan inocentes triunfadores.—Te expliqué que era una ceremonia y es una ceremonia. Fúnebre. El aniversario de la muerte de mi mamá —la boca le tembló cuando dijo mamá—. Como sabrás, tuvo una muerte trágica. Allá arriba. Era una buena madre. Cariñosa conmigo, pendiente de mí. Yo la adoraba. No era como mi viejo, lo único que me acuerdo de él son órdenes y gritos. A mi madre no puedo olvidarla. Ni debo.Miró el sillón donde estaba la capa.—Era de ella. La había usado muy pocas veces, al principio, cuando se inauguró esta casa y el viejo no hacía más que invitar gente para mostrarla. Hasta que se aburrió del campo, de la casa, de mi madre también, y empezó a rezongar y a dar vueltas como un tigre enjaulado. Extrañaba Berlín. La verdad, yo no sé qué extrañaba. Nunca me dijo por qué se vino a la Argentina. Se vino sin dar explicaciones. A mí, por lo menos, nunca me dio ninguna. Y tampoco me hubiera animado a preguntarle. No porque me castigara, de eso no puedo acusarlo. Yo le era indiferente. Una carga más, me decía, sos un aburrimiento, saliste a tu madre. Aburrimiento, sí. El campo, nosotros, lo aburríamos a muerte. Eso me asustaba. Era mi padre y yo sabía que estaba decidido a abandonarnos.Se reclinó contra el respaldo del sillón y suspiró.—Me crié escuchándolos pelear. Él estaba aburrido, ella estaba harta. Yo no entendía por qué se peleaban si en el fondo estaban de acuerdo. Los dos querían irse de Las Rosas. Mi madre también extrañaba. Extrañaba la vida en Buenos Aires, los sitios donde podía vestirse con capas como ésa. Era muy linda. Sé lo que dicen en el pueblo. Amantes, escapadas, tomar sol desnuda. Todo eso es un invento. Era una mujer espléndida y un poco vanidosa, nada más. La enfermaba la idea de envejecer escondida en este caserón, pero también la espantaba la idea de otro encierro en Alemania, donde nadie la conocía, donde hubiera tenido que aprender el idioma, aguantarse esos inviernos grises de Berlín que extrañaba tanto mi padre y que le describía. Se peleaban por eso. Qué locura.Sacudió la cabeza y me echó una mirada de cándida perplejidad, de que aún no comprendía la ruptura, que la lucha feroz del matrimonio podría haberse evitado. —Ahora sabes por qué no me casé. Suspiró de nuevo. Pero había bajado la vista y con una mano nerviosa acomodaba torpemente unos papeles que había sobre el escritorio.—Yo creo—dijo sin mirarme— que no fue un accidente. Creo que esas peleas mataron a mamá. La voz se le quebró una segunda vez. —¿Creer? No. Estoy seguro. El responsable fue mi padre. Totalmente. Pregúntame si me alegré cuando se largó a Alemania de un día para otro. Pregúntame si me alegré cuando me avisaron que se había muerto. Sí. Dos veces sí. Tres, cuatro, a qué negarlo, nunca lo perdoné. ¿Qué me quedó de ella? Nada. Antes de irse, él regaló todas sus cosas. Hasta la ropa. Menos su capa favorita y eso porque no la encontró, estaba guardada en mi cuarto. De chico, a veces… de ella me la ponía.Se levantó y caminó hacia la ventana. —Está enterrada en un cementerio privado de Luján. Nunca voy. Es uno de esos parques con lápidas en el césped. Muy bonito. Hay árboles y flores. Dos veces por año recibo la factura del mantenimiento. Ahí está la primera, sobre el escritorio, ¿la ves? La segunda me la envían en junio. Sin esas facturas y los cheques que mando al cementerio, ni me acordaría que mi madre está ahí. Porque me bastó el día que bajaron el cajón a ese pozo de tierra para no querer acordarme. Cómo querés que tenga el coraje de volver a ese pedazo de pasto, cómo hacerlo sin imaginar qué hay abajo. Porque eso que hay abajo del pasto no es ella. Se tocó el pecho, a la altura del corazón.

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—La guardo acá. Y le rindo homenaje en una ceremonia bien privada, la que yo sé que a ella le gustaría. La que vos viste en la terraza. La capa de fiesta y unas velas como los candelabros de esos salones de película con que soñaba encerrada en Las Rosas, sin otra sociedad que la del pueblo, sin todos esos hombres que se enamorarían de ella solamente con verla.Irguió la cabeza, enderezó los hombros, se pasó una mano por el pelo y agregó, con una sonrisa desafiante:—Dicen que yo me parezco mucho a mi madre. Vos, qué pensás.¿Qué pensaba? Que ya era suficiente. Que ni siquiera tenía ganas de recordarle que nunca había visto a su mamá. Que a medias le creía la historia del duelo. Era demasiado teatral, como la ceremonia en la terraza.Shomberg no me había dicho todo. Algo escondía bajo aquel despliegue de dolor incurable, entre velas y capas y lamentos de un espiritismo de entrecasa. Tampoco me llegaba la última provocación: el gesto amanerado. No era real. Era sólo un intento de desviarme cautelosamente de algo más grave que lo preocupaba. Tenía miedo de mí y se le notaba. Nada de lo que yo había visto y lo que él había contado, justificaba ese temor.Durante el silencio que siguió a su pregunta, Shomberg pareció replegarse contra las cortinas del ventanal, endurecida la falsa sonrisa de coquetería, la cabeza inmóvil sobre un cuello que se había puesto rígido, en estado de alerta.Fingí indignarme. Yo también representaría un papel.—Basta, Martín. A partir de ahora se termina el truco del fantasma. No voy a hablar del tema. Espero no tener que hablar más adelante. Tu juego con el miedo de los huéspedes te podría resultar peligroso. Las leyes son elásticas y hay una, la de sustitución de identidad con abuso de la credulidad del otro, que a un juez estricto no le costaría estirar para encarcelarte unas semanas. Con veinte días adentro y ese bello parecido a tu madre, no te iría muy bien. La mejor alternativa para vos sería un juicio largo y costoso, más el descrédito de tu hotel gracias a la publicidad que unos buenos amigos míos te conseguirían en los medios.¿Era sólo una impresión o el discurso que le tiré con toda la prepotencia de matón que pude simular, producía el efecto contrario? Porque aunque retrocedió un poco más y se sujetó de las cortinas como para no desplomarse, vi que la cara se relajaba, que atrás de la resignación a perder la ceremonia fúnebre o el gusto de vestirse de mujer, asomaba un brillo de triunfo. Se hubiera dicho que la amenaza de arruinarle el hotel lo rejuvenecía. —Lo que vos quieras —dijo. —Quiero hablar de Miguel.—Ah, el jardinero. ¿Qué pasa con el jardinero? —dijo soltándose de la cortina—. Qué tiene que ver el jardinero. Trabaja aquí, con eso qué. Es uno de los empleados. ¿Por qué te interesa ese loco?Corté las preguntas ordenándole que volviera a sentarse. Con un gesto de fastidio fue hacia el escritorio y se instaló en el sillón, cruzó los brazos y me miró como un chico rebelde que obedece sin ganas una instrucción estúpida.—Si Miguel Dono es un empleado del hotel, guardarás los recibos de sueldo. Quiero verlos. Sonrió. Una sonrisa torcida. —Vos no tenés ningún derecho... —Los recibos y los aportes.Abrió un cajón, murmurando «bien, bien, bien». Sacó una carpeta. En la profundidad del cajón era la única. En la oficina no había archivadores y cualquier registro en la computadora sólo tenía el valor de una copia. Pero en la falta de carpetas se había hecho una excepción con la del jardinero.Me tomé el tiempo de revisar cada planilla, el paquete de recibos, la firma de Miguel, las letras toscas, duras, escritas con esfuerzo por su mano de obrero, una tras otra con un blanco que las separaba, el blanco de buscar en la memoria la letra que venía después. Todo estaba en orden.Eso no me gustó. Primero, porque había esperado encontrar un desliz que me permitiera acusar a Shomberg de aprovecharse de la incapacidad del jardinero; segundo, porque cualquier denuncia, hecha pública, liberaría a Miguel de la extorsión de Shomberg y tal vez, cuando se sintiera protegido, pudiera confesar que el abuso había llegado a las palizas. Y finalmente, porque el impecable registro de los sueldos de Miguel Dono era demasiado impecable.En todo el pueblo no había nadie que llevara la cuenta de pagos, cobros o impuestos con esa prolijidad, menos aún con esa honestidad. Pero la documentación cerraba definitivamente una puerta. La que daba al único motivo comprobable por el que Shomberg pudiera haber

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aterrorizado al jardinero. Sólo insistí en mi intención de perjudicarlo si me enteraba de que seguía representando la comedia de la terraza.Mientras salíamos al vestíbulo, Shomberg se deshizo en promesas y excusas.Que en el dolor de la trágica desaparición de su madre había perdido la cabeza. Que los duelos traumáticos son así, de no darse cuenta de nada, de saltar de una pesadilla a otra, de hacer cosas extrañas con tal de agarrarse a la idea de que el ser querido no ha muerto. Que me agradecía, cómo no agradecerme, el haberlo sacado de esos extravíos con tan poco, con asustarlo y sí, también con humillarlo, algo que no se les había ocurrido a los médicos que consultó, porque Turner, te imaginas, vi médicos, o te crees que me sentía normal, después de la muerte de mamá nunca más fui normal, vos entendés, sé que entendés el incordio de casos como el mío, verla cayendo de allá arriba, saber que el viejo la empujó a esa muerte horrible y no poder hacer nada. Te imaginas. Nada de nada.Hablaba sin parar, exultante de compasión por sí mismo, recobrando la jerga de los buenos momentos y mezclándola torpemente al lloro por el niño que había sido, al sufrimiento y a los sueños atroces que había intentado anular con el disparatado recurso de vestirse como la madre, representándola en su capa de fiesta, a la luz de los candelabros, a la luz de la luna que los sustituía. Hablaba y caminaba bailoteando, desaforado, guiándome a la puerta principal, con una trepidación nerviosa que me recordó el episodio de nosotros dos discutiendo y la mirada de curiosidad del señor Stein cuando nos vio en el pasillo que atravesábamos ahora.Pero los nervios del hotelero no eran los mismos de aquel día. En la histeria de Shomberg asomaba una mezcla de satisfacción y de entusiasmo por la vida, como si yo lo hubiera rescatado de un peligro mortal. En cuanto a mí, la repulsión por aquel espectáculo de alegre servilismo se transformaba en un solo deseo de llegar a la puerta, de respirar el aire limpio de la noche.La otra diferencia era nimia. Una cuestión de luz. El señor Stein había tenido que correr una cortina para vernos con claridad. Ahora Shomberg iba encendiendo todas las lámparas que encontraba al paso, como si quisiera imponerme a la fuerza su decisión de no ocultarme nada.Iluminado, el largo y alto corredor se ampliaba a una panorámica de la que antes yo sólo había observado un detalle: la puerta con candado donde me enganché el saco. En esta nueva toma del corredor entre el flash de las luces, la puerta encapsulada en una ojiva se había reducido bajo el peso visual de los arcos en punta del techo, de la hilera de columnas desnudas y empotradas en el viejo muro que el arquitecto había respetado y que tomaban el aspecto de hornacinas vacías.Tuve la sensación incómoda de haber visto antes, duplicada, esta imagen de un segmento del hotel, sólo para olvidarla o no tomarla en cuenta. ¿Por qué me exasperaba no poder acordarme, si era la primera vez que miraba con atención el corredor de entrada?Tal vez, me dije, es porque me estoy yendo con las manos vacías y porque presiento que Shomberg, loco o no, lo festeja.Me despidió en la puerta. No contesté al saludo. Empecé a bajar la explanada. De pie bajo el arco del muro, contra la luz del interior, una mano apoyada en el pilar, el pelo dorado moviéndose suave en el viento, la silueta que Shomberg proyectaba era la de un cuerpo esbelto y lánguido.El parecido con su madre debía ser la única verdad entre las mentiras que dijo.

13. LA CONVERSACIÓN EN EL LONDON

Esta mañana, en Buenos Aires

Me desperté a las seis, la hora en que empieza a clarear. Tan despierto que mientras calentaba el agua para el mate cambié de idea y preparé café, ansioso como si se me hiciera tarde para algo. No había nada hacia qué correr pero a las apuradas me duché, me afeité, me vestí. Estaba sirviéndome la segunda taza cuando me di cuenta de que afuera, en la calle, en el pueblo, todo estaba en silencio y dormido como siempre antes de las nueve. Esa calma chicha del campo me sofocó.

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Tenía que salir. No al jardín a dar la vuelta del insomnio, no a la sala con un libro para entretenerme un par de horas hasta que la gente de la casa y de los alrededores empezaran a dar señales de vida. Tenía que salir de Las Rosas. Necesitaba una conversación que me despejara: mi socio, Alieri. Con la taza de café en la mano fui al comedor, busqué el teléfono y marqué el número de una remisería de Lourdes.Por uno de esos raros milagros que se producen en la localidad me tocó un chofer que no hablaba. A esa hora, el carril rápido de la Panamericana estaba desierto y el auto, otro milagro, era bastante nuevo.Rápidamente pasamos la sucesión de fábricas y laboratorios pegados a la ruta, los parques y chalets atrás del muro de los countries, los shoppings monumentales con sus cines y restaurantes entre campos pelados y barrios humildes, avanzando hacia un amontonamiento mayor de edificios junto al asfalto, donde ya se veían las colas de los que esperaban un colectivo para ir a trabajar, resignados a no subir al primero de los ómnibus que se ladeaban bajo el peso de cuerpos colgados del estribo.El remís entró en la General Paz y tomó la curva que da a la Lugones entre las agujas de los faroles ya por suerte apagados, sin la luz amarilla que todavía me sobresalta. En ningún momento el auto pasó el límite de velocidad, iba a cien, ciento diez a lo sumo, pero el mutismo del chofer y el poco tráfico parecían acelerar la marcha. Me sorprendió ver tan pronto, a la izquierda, las pistas de aterrizaje y los hangares del Aeroparque, y en otros pocos minutos la aparición del Planetario flotando como un globo sobre su lago, los bosques de Palermo, el Monumento de los Españoles. Enormes. Imponentes.Admirables, me dije.La mañana era espléndida, una de esas mañanas frescas, de cielo limpio, cuando engañosamente, seductoramente, Buenos Aires pone su mejor cara, que impresiona al recién llegado de un pueblo como Las Rosas, tan cerca pero disuelto en polvo en algún tramo de la Panamericana, el último puñado arrojado al aire en el cruce de la General Paz. Y me impresionó. Hasta diría que me conmovió.No hacía ni un mes desde mi última visita a la ciudad, visita obligatoria como todas las de los últimos dos años, pero sentí el desarraigo de media vida afuera y en un pueblo que al tomar la distancia de una sola mañana se había vuelto hostil. Le pedí al chofer que me dejara en Córdoba y Alem. Tenía que hacer tiempo antes de llamar a mi socio y acordar una hora para encontrarnos.Caminé por Alem hacia Plaza de Mayo. La vieja avenida, que en su mano derecha siempre me había parecido sórdida, con sus huecos de sucias arcadas y la carbonilla del escape de autos que ennegrece las paredes de los edificios, absorbía el reflejo de luz de los cristales de las torres de acero contra el lado del puerto, una luz celeste como el cielo de Buenos Aires cuando el viento ha tirado el esmog que la cubre a la llanura de agua del Río de la Plata. Las calles angostas que bajan de la ciudad amontonada arriba, en pendiente y oscuras, habían comenzado a dorarse. Los cafés abrían sus puertas. Caminé con la sensación de volver después de mucho tiempo y de un exilio que tenía algo de ridículo, como si me hubiera mudado a la vuelta de la esquina, pero que había sido necesario y completo. Vereda a vereda, iba levantando recuerdos que creí aplastados para siempre por todo el peso de la culpa.El bar donde los estudiantes de mi Facultad nos juntábamos después de un examen, las noches en grupo saliendo de un restaurante, la plazoleta pintarrajeada con aerosoles para sentarse a descansar entre trámite y trámite, y sobre todo el olor del café mezclado al olor de papeles y de nafta, las voces, los rezongos, las bocinas, el roce de transeúntes cruzándose apurados, cargando portafolios, carpetas y un malhumor idéntico, calle por calle. Eso era Buenos Aires, eso era yo también, antes y ahora.Cerca de las diez, busqué una cabina telefónica y llamé al departamento de Alieri. Me atendió él mismo. Estaba a punto de salir para el estudio.¿Qué haces acá?, preguntó sorprendido. Le pedí que nos juntáramos en el London. ¿Para qué? ¿Pasa algo? ¿Qué te pasa?, insistía. No pasaba nada, sólo necesitaba hablar con él. ¿De qué? Colgué sin explicarle.A los veinte minutos, estábamos sentados a una mesa del café. Una célebre fotografía de Cortázar, la del cigarrillo en la boca, nos miraba desde la pared del sector fumadores. —Qué

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querés que te diga —dijo Alieri. Me había escuchado, atento como siempre que le exponía un caso difícil, apuntando en una memoria ejercitada por treinta años de oficio las palabras que no se dictan a una secretaria, los datos aún privados que luego procesaría hasta darles un orden y un lenguaje legal.—Decime.Alieri jugaba con el paquete de Marlboro, la vista fija en el retrato de Cortázar.—Tenemos que dejar de fumar —suspiró.—De una vez por todas, habla.Soltó el paquete y cruzó las manos, una sobre la otra.—Qué querés que te diga, Juan. Mira, no te ofendas, pero la historia que contás es más para un psiquiátrico que para que vos y yo le encontremos la vuelta. Te hago un repaso. Una señora trastornada se suicida. No es la primera vez ni la última que alguien se mata. Muerte dudosa, por supuesto, pero ya te avisaron que en el examen forense no va a salir nada fuera de lo esperable, o sea que la duda queda sobre el motivo únicamente y se va a enternizar para los familiares, amigos y conocidos de la señora. Vos no estás tan seguro. ¿Por qué? Y, Juan, porque le tomaste cariño a la señora. Es decir que caíste en lo que podríamos llamar el círculo de la familia, los amigos y los conocidos. El círculo que mantiene y mantendrá siempre una sospecha. —Eso ya lo pensé y te lo acepto.Alieri se acomodó la corbata como si hubiera descubierto que estaba torcida. No lo estaba. Supe que se preparaba a dar un paso incómodo.—Bien. Hasta ahí vamos bien. Luego...Hizo otra pausa para aclararse la garganta.—El jardinero. Veamos. El jardinero no es un hombre normal, ¿sí? Tiene un ataque en la iglesia y delira. Delira sobre algo horrible que hizo y que tiene que confesar. En cambio, vos y el cura del pueblo lo atribuyen, ese delirio digo, a que el dueño del hotel lo maltrata, ¿sí? Y que eso que ha estado cerca de confesarles es el maltrato. Naturalmente, el tema los preocupa y sienten que deben hacer algo al respecto. ¿Voy bien?—Vas bien.—Sigamos. Ahora viene lo mejor. Mi amigo Juan Turner, abogado, que se repone de un accidente que casi le cuesta la vida, y que, gracias a los contactos de su socio en Buenos Aires, se distrae en un pueblo de mala muerte con un cargo honorario de juez de paz, cargo de ninguna utilidad personal considerando todo lo que podría hacer en su estudio del centro, se pone más loco que antes. Para, no me interrumpas. Sin otra ocupación que meter un poco de orden en los embrollos de la gente, deprimido, gastando en lecturas de libros viejos la única neurona que se salvó de la obsesión por la muerte de su mujer, mi amigo, presente acá, se raya.—Gracias por el aliento.—No, Juan, déjame hablar. No estoy diciendo que te inventes problemas. Con ese tipo de problemas, vos lo sabes, nos ganamos el pan de cada día en el estudio y mucho más que el pan. Un solo divorcio da para escribir volúmenes si te vas al detalle, con una sola herencia grande nos queda chica la Biblioteca Nacional. Pero no somos psicólogos, doctor, y menos que menos detectives, aunque pensándolo bien, una cosa no quita la otra. Igual no vale. Se termina por ir al grueso de la cuestión. Se junta todo, se traduce a los términos de la ley, se cierra, se negocia y se acabó. Los perdedores de este lado, señores, los ganadores de este otro. Y punto.Prendió un cigarrillo, miró el humo y luego la inteligente cara de Cortázar fumando en la pared de un café de Buenos Aires.—No se murió de un cáncer de pulmón. Lo mató una leucemia.—Alieri...—Sí. Me pedís mi opinión. Te voy a ser franco, Juan. Hiciste bien en venir a hablar conmigo. No le cuentes a nadie estas dudas. Por favor. Oí lo que contás. Una mujer que puede no haberse suicidado. Un jardinero loco que puede no ser tan loco. Un cadáver que desaparece. Un hotel que puede ser un castillo siniestro. Un tipo vestido de mujer que se hace el fantasma en un rito con velas. Qué querés que te diga. Que es como mucho para andar comentándolo a otro que no te conozca como yo te conozco. Me preguntas qué creo. Está bien. Escúchame.Apagó el cigarrillo sin fumar en el cenicero de vidrio, con lástima.—Hay otro tema.

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Alieri no se había afeitado para llegar a tiempo y la barba crecida con manchas grises le aumentaban los años.—Otro tema. Qué tema.—La plata. No oigo más que hablar de plata.—Yo tampoco. ¿Y? ¿Cuál es la novedad?Le describí el encuentro con Aminta en su castillo de juguete.—Parece que la novedad soy yo. La mención de la plata no se suelta de cada miseria que vienen a contarme sobre este tipo, Shomberg, como si me insinuaran algo de lo que no les gusta hablar. Curiosamente, la plata, la cantidad, la fortuna, sea como sea, mucha o poca, es un dato insignificante comparado con la importancia que le dan a mi juicio sobre la riqueza de Shomberg. Tengo la impresión de que me piden que haga algo que hunda al hotelero. Por qué, no sé. Ni lo conozco bien ni me interesa conocerlo. ¿Una revancha? De qué. ¿Y por qué yo?Alieri se encogió de hombros.—Y bueno, viejo, sos el juez de paz.—¡Juez de paz! Perdóname, no son tan ignorantes. Saben que un juez de paz no tiene autoridad para nada realmente grave, que se ocupa de consultas y trámites menores y eso si se da la ocasión.—Les habrás caído bien.—Supongo. No, me pregunto si... Ahora que lo pienso, debe ser por las fotos. —Qué fotos.Le expliqué. La cámara, el cuarto de revelar, las fotografías que había tomado a medio pueblo, las que había mostrado o regalado. En Las Rosas no estaban habituados a ese interés, esa atención gratuita. Las fotos y el verme con la Nikon al hombro, me humanizaban. La misma ilusión que proyecta la compañía de un perro o de un gato al funcionario nuevo en la primera y limpia etapa de su cargo. —¿Estás haciendo eso? ¿Sacar fotos? Me miraba escandalizado. Comprendía que perdiera el tiempo leyendo —Alieri no era precisamente amante de los libros— porque después de todo se trataba de la biblioteca familiar, la propiedad que había desencadenado una tragedia, pero que me hubiera puesto a jugar de fotógrafo era la gota que rebalsaba el vaso de mi estupidez o, más exactamente, la prueba incontestable de que en el campo había perdido la cabeza.—¿Para qué sacas fotos? —preguntó, conteniéndose—. ¿De recuerdo?Me eché a reír.—¿De qué te reís, Juan? A mí semejante pavada no me da risa. Me preocupa bastante. Estás más chiflado de lo que creía. Aclárame cómo se te ocurrió.—No entenderías. No vivís en Las Rosas. Déjalo así. Era gracioso ver la alarma de Alieri, que me imaginaba dando vueltas por el pueblo como un fotógrafo de casamientos y de cumpleaños. Para qué decirle que ésa había sido mi manera de enfrentar la soledad y los días demasiados largos. Una ocupación inocente que como los libros de la biblioteca me había ido educando en la lentitud, en el tiempo de una reflexión más civilizada que la barbarie de las aceleraciones de dos años atrás. Que me había enseñado a mirar la vida de otro modo, casa por casa, individuo por individuo, poniéndome en el lugar de cada uno, aceptando sin juicios apresurados la excentricidad o los defectos, incorporando el paisaje del que eran parte, el presente y el pasado del pueblo, sin arrancarlos del contexto al que pertenecían, sin esperar tampoco hallarle otro sentido que el fluir incesante de cosas y personas. No, Alieri no lo entendería.De todos modos, en un punto de nuestra charla, tenía que darle la razón. Esa virtuosa lentitud también albergaba un peligro. El de exagerar las dimensiones. Como en el proceso de ampliar una fotografía en papel, salirse de los límites del tamaño comprometía su definición, sacaba sombras donde no las había, deformaba los rasgos de una cara, torcía la simple línea del tronco de un árbol y lo rodeaba de un bosque confuso de rayas que figuraban árboles.Había hecho bien en hablar con Alieri. Mi socio era claro como la pantalla de un cine. El pueblo y la gente del pueblo, El Castillo y su dueño, el jardinero y su secreto, el suicidio de la señora Stein, vistos desde la platea del London, en un Buenos Aires radiante, recobraban su medida normal, la que se había perdido por estar perdido yo mismo en un mundo al que no pertenecía. Mi mundo era la ciudad. El campo no era más que una visita a esa tierra prometida de paz con que soñamos los porteños. No me costó asentir cuando me preguntó:

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—Entonces, ¿te venís?—Todavía no sé cuándo. Pero sí, vuelvo.Me aplaudió fuerte. Los fumadores de la mesa vecina se dieron vuelta para mirarnos.Justo a tiempo, exclamaba Alieri, justo a tiempo. Estaba hasta el cuello de trabajo, había tomado dos pasantes, uno más que inútil que el otro, Paula no daba abasto. Y a propósito, che, qué te pasa con Paula, dijo guiñando un ojo, me contó que dejaste de llamarla, ¿la vas a ver ahora? ¿le avisaste que venías al centro? Qué aguante, esa chica. Mira que bancarse tus visitas de médico, con lo buena que está, casada y todo. Decí que no se despega de vos y que si la bruja se entera de que ando en algo raro me fusila, porque si no...Casi le pregunto «qué Paula».—Tengo que hacer otra visita. Decile que la llamo después.Pero no pensaba llamarla. Tampoco acepté los ruegos de Alieri para que me acercara al estudio. Mi socio quería asegurarse de que yo iba a largar el campo y remontar el trabajo abandonado, mostrándome los cambios en la oficina: alfombras nuevas, pintura nueva, muebles nuevos.En medio de la crisis general el estudio no sólo se había mantenido a flote, prosperaba. Es lógico, dijo Alieri riéndose con ganas, en el desastre y la anarquía los abogados somos como las cucarachas, una especie que se multiplica cuando peor anda el país. Fíjate, concluyó, que estamos trabajando en enero, en plena feria judicial.Nos separamos en la vereda con un apretón de manos, como para sellar el acuerdo. Entre otras cosas, su promesa de tirarme un cable si necesitaba una ayuda en esos líos de pueblo. El cable sería un abogado penalista, uno de los conocidos de Alieri. Nosotros, dijo, con una sonrisa de falsa modestia, no pasamos de lo civil, civiles o sea blandos como manteca, un poco por encima de los clientes pero no mucho, los penalistas sí que son duros y no los para nadie. Tienen menos escrúpulos que uno, dijo soltando otra carcajada.Ya me estaba alejando en dirección opuesta a la suya cuando oí que me llamaba.—Una última pregunta —dijo, la mano alzada para protegerse los ojos del sol. —Qué.—Esa gente. La gente del pueblo. Qué hacen. ¿Qué hacen ahí, en medio de la nada?La curiosidad, la extrañeza, eran sinceras. Preguntaba como si Las Rosas quedara en uno de los canales de Marte, no en la provincia y a menos de una hora de Buenos Aires.Busqué una respuesta de la que Alieri no pudiera burlarse, pero no encontré ninguna acorde con ese razonamiento típicamente urbano.—Viven —le dije.Así de simple. Y de complejo.Tardé bastante en llegar al negocio del señor Stein. No por una distancia de cuadras, sino porque la dirección que tenía anotada se perdía entre fachadas de cemento gris y vidrieras con ropa de saldo colgando en perchas a la puerta de los comercios, la calle rebajada a un bazar oriental, a tiendas desbordantes de fealdades baratas importadas de China, la entrada a los departamentos reducida a un agujero sombrío que se abría entre sucuchos de comida rápida y pilas de cajones de fruta cortando parte de la vereda.Debí pasar o dos tres veces por delante de la galería sin verla. Mi recuerdo de la librería de David Stein se negaba a aceptar que ya no existía aquella ancha vidriera de la calle Florida con los libros expuestos en atriles, las mesas con más libros adentro, el escritorio de Stein rodeado de cómodos sillones, el bastón con su puño de plata apoyado en el escritorio, el aire y el silencio impregnados del aroma del tabaco que fumaban Stein y mi abuelo joven mientras conversaban.Cuando entré en la galería me golpeó una ráfaga de olores inconcebibles para la memoria de mi infancia. A humedad concentrada por falta de ventilación, a frituras, a restos de cigarrillos esparcidos por las baldosas, a bollos de papel con las manchas rojas y la grasa de la pizza que habían envuelto.No le ha ido nada bien al señor Stein en los últimos años, me dije consternado. Las piedras preciosas, los diamantes de que me hablaba su mujer, se habrían dispersado en el tsunami de cada crisis del país, dejándole sólo unas pocas piedras para subsistir y la orgullosa dignidad con que ocultaba las desgracias. A esa caída había que sumarle la vejez, la voracidad lobuna con que avanza sobre un cuerpo más débil y una cabeza más cansada. Fingir un estado de prosperidad para no alarmar a una esposa ingenua y muy enferma, más el costo de las estadías en El Castillo, habrían acelerado el derrumbe.

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Los libros no son como los abogados, pensé, son una especie siempre al borde de la extinción como el amor o la felicidad, y su lujo, su placer, su gloria, su verdadera naturaleza, tal vez consista, precisamente, en ser fugaces.El local era mínimo y estaba entre una cueva financiera con su guardia alquilado en la puerta susurrando a cuánto pagaban el dólar y una relojería con el cartel Cambiamos Pilas. No había libros expuestos en la vidriera opaca por una película de suciedad, donde se abrían círculos que había dejado el trapo con que se limpiaba descuidadamente y muy de tanto en tanto. Un par de mesas largas atravesaban el negocio hasta el fondo. Sobre las mesas, algunos libros parecían arrojados ahí y a la deriva, como los restos de un naufragio. No había estantes.Contra la última pared, se arrumbaban un sillón de cuero negro y una mesa baja. En el sillón estaba el señor Stein, leyendo, la pipa en una mano, indiferente al movimiento por el pasillo de la galería.Me pregunté si debía entrar, si no era una crueldad imponerle esta visita que le evocaría otros tiempos y al otro David Stein, desaparecido para siempre.En el momento en que decidía retirarme discretamente, levantó la cabeza y me vio. No me reconoció enseguida. Los hundidos ojos negros me miraron por encima de los anteojos con desconfianza. No estaría habituado a que alguien se detuviera a observar el negocio. Quizá me confundía con uno de sus viejos clientes y le pareció tan inusual que se irguió alarmado, torpemente, dejando caer el libro al piso, tanteando el aire como si se hubieran apagado las luces. Buscaba su bastón. Lo recogí del suelo a un lado del sillón, donde lo habría puesto para tenerlo a mano, y se lo acerqué. —Señor Stein.Tomó el bastón, un poco trémulo. Luego sonrió. Aliviado.—Es usted.Mi temor a ofenderlo pasó. Lo vi cambiar rápidamente. La figura encogida y patética que me había hecho retroceder, se alzaba y recobraba su imponencia. La mirada negra era directa, lúcida y suspicaz. Preguntaba cómo había llegado hasta ahí, a esa guarida oscura donde se había retirado a esperar leyendo que transcurrieran los vacíos, últimos años de su vida.—No puedo ofrecerle un café —se disculpó—. Yo ya no tomo. Tengo que preservar el poco sueño de la noche. Duermo bastante mal. Y abro el negocio temprano. Usted entiende, ya lo ha visto, que no es porque mis clientes se amontonen delante de la puerta. Es que no aguanto estar en casa mucho tiempo.Sacó la pipa del bolsillo y señaló con ella un libro abierto sobre la mesa baja.—Acá puedo leer tranquilo, sin quedarme penando. A mi edad, leer quiere decir releer. Para mí, quiere decir los clásicos. Un Herodoto, un Tácito, alguna comedia de Shakespeare. Sí, hijo, los clásicos son el consuelo de nosotros, los viejos. Me divierte mucho acordarme de las pocas ganas con que abría esos libros cuando era un estudiante, verme joven y tonto de pura ignorancia, pasando de largo las páginas extraordinarias que ahora leo como si fuera la primera vez.Se había puesto de pie mientras hablaba. Fue hacia el extremo de una de las mesas y tomó un libro que estaba marcado por un señalador de plata. El señalador era una pequeña mano de mujer con dedos finos y un anillo en el índice. Una también diminuta piedra roja, un punto de rubí, en el anillo.—Bonito ¿verdad? Lo compré en París, en la Rué des Beaux Arts. Para Hilda.Sacudió la cabeza, sonriendo.—Dos cosas que recuerdo. Una, que Hilda no quiso acompañarme en ese viaje de negocios porque la avergonzaba no saber francés. Dos, que cuando vi el señalador en la vidriera pensé que podría tentarla a que ella lo pusiera en algún libro. La quería ver leyendo como otros hombres quieren ver a una esposa que odia las tareas hogareñas con un delantal en la cintura y haciendo la comida. El deseo de los contrarios. Uno no aprende. Rescaté el señalador de donde lo había prendido. Como ve, tiene un clip para sujetar la página. Bueno, mi Hilda lo había puesto en un libro de cocina y lo usaba para marcar recetas. Ni se dio cuenta de que me lo llevé. Estaba pegoteado de harina y de restos de huevo.Se reía por lo bajo. No había resignación ni pesar en el recuerdo de la escasa importancia que su mujer le había dado a un regalo exquisito. La había amado, la seguía amando, en todos sus defectos. Seguramente por todos sus defectos, con ese amor de los contrarios.

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—Pero mire qué casualidad —exclamó de pronto—. Hablando del diablo...De una pila chica levantaba un librito. Reconocí la tapa del recetario que me había dejado la señora Stein. Era el segundo ejemplar que su marido conservaba. Stein lo abrió y leyó:—«Ranas en fritura harinada». El plato favorito de los Medicis. Escuche esto. «No debe estar compuesto de las ranas comunes del Amo. Sólo se prepara con las ranas de piel verde oscura y lunares». Lunares. ¿De dónde sacarían esas ranas? Acá no se menciona. Ah, ésta es mucho mejor. «Gallina en licor dulce». Cielo santo, no es una sopa, es un postre. ¡Una gallina hervida en almíbar y leche! Me miró y sonrió:—Espero que la dueña de su pensión no haya tratado de hacerle probar una de estas recetas —dijo y me pasó el libro. —Por suerte no. Aunque las de ella no son muy diferentes de estos menjunjes. Pensándolo bien, a Flora le gusta tanto darle de comer a la gente que si hubiera vivido en la Toscana de la época habría trabajado de esclava para alguno de estos príncipes.Y le mostré la ilustración que ocupaba una página entera. La cocina de una de las magníficas villas mediceas. La cocina era inmensa, casi de la amplitud del patio del palazzo Medici-Riccardi que había visitado en un viaje. Bajo los arcos del techo, se alineaban las mesadas desnudas y severas donde debió ajetrearse una multitud de sirvientes, entre alacenas y canastos colmados de aves, de carne, de legumbres y frutas. Sobre esas mesadas se sucedían los huecos de grandes hornos, separados abajo por un pilar chato, unidos en el punto más alto por también gigantescas chimeneas.Los hornos vacíos del dibujo eran similares a las hornacinas con estatuas que adornaban el jardín amurado al fondo del palacio. Sólo que sin estatuas. Huecos, pilares y arcos en una especie de corredor sin uso, con un par de puertas clausuradas, estancias no abiertas al público, donde se guardan los objetos en restauración. Pero en la ilustración faltaba una marca de cruz, hecha con tinta negra.Recordé la marca en el mismo instante en que le devolvía el libro a Stein. En éste no había ninguna cruz, la página estaba limpia. La señal de tinta aparecía en mi ejemplar, el que había quedado en Las Rosas.Unas rayas ligeras como si Hilda Stein hubiera tratado de no arruinar el libro del todo. Un signo apenas, la clase de registro apurado en un mapa del camino que no quiere olvidarse. El sitio marcado por Hilda era casi idéntico al corredor del hotel, a las hornacinas que me habían llamado la atención, por donde pasé con un Shomberg frenético que iba prendiendo luces. ¿Habría otras marcas en el libro? ¿Qué había querido indicarme la señora Stein? ¿Que ése era el camino a la escalera que daba a la terraza, a Shomberg vestido de mujer y representando a un fantasma?El señor Stein, mientras tanto, me enseñaba un libro de tapas grises y decía:—Éste es otro de los diamantes que desconcertaban a mi mujer. Todavía me parece oírla. «¿Cómo puede costar tanto? ¿Hay gente que paga por esto?» Sí y mucho. ¿Sabe qué es? La traducción de los cuentos de Las Mil y Una Noches que hizo Burton. Richard Francis Burton, el explorador inglés del siglo diecinueve que fue en busca de las fuentes del Nilo. ¡Hilda creía que se trataba de un actor de cine, ese del mismo apellido!Apretaba el libro contra el pecho. —Usted debe tener dos de los volúmenes de esta edición especial que sacó el Burton Club. Su abuelo compró los libros cuarto y quinto de la traducción porque ahí están los mejores cuentos. Pero la quería entera, pagándola en cuotas, yo ya la había pedido a mi socio de Londres. Hasta que un día, Eddy me llamó para pedirme que cancelara todo. Fue, creo, poco después del accidente en que murió su hijo, es decir el padre de usted. Me explicó que ahora tenía otros compromisos, que no podía endeudarse. Le insistí en que aceptara los libros como un préstamo a muy largo plazo, pero se negó rotundamente. No pude convencerlo. Y me dio mucha pena. Era uno de sus sueños.Lo escuchaba a medias. Traté de no mirar el reloj. El deseo de volver a Las Rosas y hojear el recetario que estaba en mi biblioteca era acuciante. Quizá, por qué no, había imaginado esa marca en cruz.—La traducción de Burton es pésima. Ilegible —decía Stein, con una sonrisa compasiva—. Curioso que un hombre de una audacia y una imaginación tan poderosa, capaz de atravesar el África de esos días, cometiera un error semejante.

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Abrió el libro y pasó algunas páginas, moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión y de afecto a la vez, como si aquel explorador de dos siglos atrás hubiera sido un atolondrado amigo suyo.—El error típico de una desmesurada ambición de exactitud. Burton se empeñó en darle a cada palabra en árabe un símil perfecto en inglés. No se permitió la resignación necesaria a un acercamiento del significado cuando un término de la lengua que se traduce no tiene equivalente en la nuestra. Quería la palabra justa y como no la encontraba se puso a explorar otros idiomas en busca de una fuente virginal. El resultado es una narración enmarañada por brotes de francés y de alemán, por neologismos ridículos. Pobre Burton. Un hombre que había atravesado una tierra llena de peligros no recordó en su traducción que para alcanzar el fin que se propuso debía escuchar a su experiencia, seguir su instinto y olvidarse de las tentaciones que encontraba a un lado del camino.Dejó el libro sobre la mesa y se quedó mirando el gris de las tapas.—Hubo una época, cuando yo era muy joven, en que no entendía por qué los escritores más inteligentes desprecian la inteligencia. El mal menor, la llamó alguno. Ahora, a mis años, creo saber por qué el rechazo de uno de los dones más valiosos que recibimos. Y es que esa misma inteligencia les había enseñado que no puede aplicarse a la vida sin falsearla en ideas, en conceptos vacíos. Que en la carrera de la vida misma, gana otra rama del pensamiento, una más eficiente, la imaginación. La locura de Burton cuando se puso a traducir esos cuentos extraordinarios y enhebrados desordenadamente a lo largo de siglos, fue aplicarle un pensamiento lógico que destruyó el material tan fino con que ese libro estaba hecho. El desorden de lo maravilloso.Acomodó el libro sobre la mesa, le quitó el señalador. La piedra relucía solitaria en la oscuridad deprimente del local. Stein se metió el señalador en uno de los bolsillos del saco.—Mejor guardarlo ¿no? Tiendo a olvidar las cosas. Mi memoria no es...Los ojos negros se habían hundido nuevamente.—No es... Tenía muy buena memoria. Ahora...—Cuénteme algo más sobre Burton —lo interrumpí, para que no cayera en pensamientos sombríos, para no verlo alejarse, porque se estaba yendo como si se despidiera de mí, esta vez definitivamente.—Ah sí. Speke. Extraño episodio el de Speke, el socio de Burton en esa travesía. El hombre que lo traicionó por ambición, pero ésta fue una bajeza. La de usurpar la gloria de un descubrimiento que no le correspondía. Cuando llegó el día de volver a Londres, Burton se enfermó y no pudo embarcarse. Speke aprovechó la ocasión, adelantó su viaje y se presentó como el único protagonista de la hazaña.Me miró enarcando las cejas, saboreaba ya la ironía de lo que iba a contarme.—Y sí, por unas semanas Speke fue toda una celebridad. Las fuentes del Nilo eran el premio mayor de los exploradores. Lástima que los aplausos terminaron con la llegada de Burton denunciando que Speke era un farsante. Pero eso no parece suficiente motivo para lo que ocurrió después. Los invitaron a debatir en público y Burton demostró la incompetencia de su socio con pruebas tan irrefutables que Speke huyó de la asamblea antes de que le cedieran la palabra. Llegó a su casa, dijo que se iba a cazar. Una hora después lo encontraron muerto en el parque. Se había pegado un tiro.No conocía toda la historia y el desenlace me inquietó. Esperé, tenso, que Stein conectara aquel suicidio histórico con el de su mujer. Pero no lo hizo. Continuó hablando de Burton y de sus increíbles aventuras, en apariencia complacido de que su memoria todavía pudiera darme nombres, fechas, itinerarios. Afortunadamente, habíamos cambiado de tema.Antes de irme, como si el propósito de mi visita hubiera sido una cuestión de negocios, le dije que el abogado que estaba a cargo de mi estudio tenía un local vacío en el centro, en una excelente ubicación, y pensaba destinarlo a una librería. Que por supuesto, mi amigo no sabía nada de libreros ni de librerías y buscaba una persona de confianza que la sacara adelante. ¿No querría él, con su experiencia, dirigir el proyecto? Le haría un favor enorme a mi amigo.Stein se cruzó de brazos y me miró detenidamente. En el fondo de esa mirada brillaba un punto de emoción. Había comprendido sin necesidad de preguntas que le estaba mintiendo para ayudarlo a escapar de esa tétrica galería. Sostuve la mirada, incómodo pero firme.

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—Siempre es útil tener un proyecto, algo nuevo a la vista, empezar algo diferente. Eso piensa mi amigo.—Un proyecto —repitió Stein.Sonreía con gentil condescendencia, como si estuviera tratando con un chico. Durante unos segundos, los ojos negros recorrieron el estrecho espacio del local, las dos mesas, los pocos libros que iban juntando polvo. Luego dijo:—A mi edad, no existen los proyectos. Sólo hay que seguir. Seguir haciendo lo que uno hizo, seguir siendo lo que se es. Y eso no está mal, hijo. Cada momento de la vida tiene el valor que le da su propio tiempo. Salirme de este tiempo sería renunciar cobardemente a todos los que lo precedieron, un crimen casi.Buscó su bastón, se apoyó en él con las dos manos. Muy derecho, la cara despejada de tristeza por una sonrisa de labios apretados en que se leía su coraje y su determinación, ganaba altura y fuerza.—Por supuesto, le agradezco sinceramente la propuesta. Por supuesto, no puedo aceptarla.Me acompañó hasta la puerta. Yo no atinaba a irme. A dejarlo solo, sin otra compañía que sus libros. Tomé la mano que me tendió para que la estrechara en el saludo. Sentí que desde mi mano, grave y lentamente, el señor Stein resbalaba hacia el lugar que había elegido para seguir siendo quien era. Hice un esfuerzo y después de apretarla la solté.Antes de volverse a su sillón y a su libro, me dijo:—Un hombre inteligente como usted no debería cometer el error de Burton. La razón es una amiga traicionera y lo veo razonar demasiado. Déjese guiar por la intuición. Obedecerla, aun cuando el resultado no dé lo que se espera es una de las pocas decisiones de las que uno nunca se arrepiente.Llegué a Las Rosas cuando empezaba a atardecer. Bajé del remise apesadumbrado por la visita al señor Stein. Me dirigí a mi cuarto. Quería darme una ducha.Al pasar por el comedor, oí un llanto de mujer. Entré. Acodada a una mesa, la cara entre las manos, Flora sollozaba. De pie junto a ella, Ramiro la miraba sin saber qué hacer. Junto a la ventana, estaba Gálvez. La reunión de los tres me alarmó. Pregunté qué pasaba.Flora no dejó de llorar. El marido le acariciaba tímidamente la cabeza. Fue Gálvez quien me contestó.Que la policía había venido a la pensión para interrogar al jardinero.Y que Miguel Dono, Miguelito, confesó haber asesinado a la señora Stein.

14. LA CONFESIÓN

En las últimas veinticuatro horas no he conseguido hacerme a un lado más que para tomar unas notas a la carrera y sólo con el fin de no perder el curso de los hechos en la inundación de preguntas morbosas sobre la confesión del jardinero, en la incredulidad de la mitad del pueblo y la condena a priori de la otra mitad, que repite la frase «lo veíamos venir», como si en la enfermedad de Miguel, que durante tantos años habían incorporado a la vida cotidiana de Las Rosas, agradeciendo ese candor de niño que nadie conservaba, durmiera un diabólico instinto criminal que iba a despertarse en cualquier momento. El momento había llegado.Las notas que apunté son escuetas, casi garabateadas. La primera es de impotencia: Debo sobreponerme al impacto de la confesión. Todavía no entiendo ni lo creo.Mil veces subrayé la duración de una jornada en este pueblo con la misma palabra: interminable. Pero el día que volví de la escapada al centro se había achicado de golpe, como si en mi ausencia un viento huracanado hubiera recogido muchas horas para tirarlas a otra parte. Sin dejar rastros. Salvo la consternación y el dolor de los testigos más confiables con los que pude hablar.

Flora dice que Miguel estaba tan tranquilo, que nunca se hubiera imaginado. No para de llorar. Imposible sacarle una información sensata. Todo son los sueños que tuvo, las visiones, el don que caso.Ramiro dice que a él la policía fue a buscarlo al campo de los Reynal, por ser el hombre de la casa donde se aloja el acusado, para actuar de testigo en ausencia del juez de paz que reside en

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el mismo establecimiento. Ramiro está espantado del papel que jugó y no hace más que repetir que tiene toda la culpa de la confesión de Miguelito.Gálvez dice que casi se cae muerto cuando le trajeron a Miguel a la comisaría, donde estaba justo cortando el pasto. Dice que les dijo que la comisaría ya ni es una comisaría, que dónde carajo iba a meter al preso. Dice que lo intimaron a hacerse cargo de Miguelito mientras buscaban al fiscal, que está con gripe de verano, o al juez de paz que estaba en Buenos Aires. Que la explicación que le dieron fue que en Luján no tienen sitio ni para encerrar a una laucha. Que se dio cuenta de que era mejor para Miguel quedarse con gente conocida y no protestó más. Que si yo tuviera un celular las cosas serían diferentes.Los tres coinciden en que lo peor fue el interrogatorio, lo más increíble la seguridad con que Miguelito decía sí a todo y lo más triste los detalles que dio.Separo a Gálvez de los otros, vamos los dos a mi escritorio. Le pido que se siente y me cuente, paso a paso, qué ha visto y qué ha oído. Luego iremos a la comisaría, donde pienso hablar con Miguel, ver qué puedo sacarle, si está consciente, si no divaga, si la confesión fue confesión o uno de los asentimientos al azar con que responde a cualquier pregunta que le hagan en el entresueño de siempre.—Confesó —dijo rotundamente Gálvez, sentado en el borde del Chesterfield.—¿Qué es lo que confesó? ¿Qué puede haber confesado ese pobre hombre? Usted sabe mejor que yo que Miguelito es incapaz de relacionar una cosa con otra.Gálvez torció la boca.—Mató a la señora, qué va a ser. Eso, que la mató.—Gálvez, la señora Stein se suicidó.Sacudió la cabeza, negando.—Usted no estaba, así que me dieron a mí la carta que le mandó una doctora. La forense que vino cuando encontramos el cuerpo. «Désela al juez», me dijo el oficial, ese hijo de mil putas, «para que cuando se entere no meta la trompa en el asunto y nos tire encima más trabajo hasta que se aparezca el vago del fiscal.» Dijo que es el informe del laboratorio.Metió la mano en el bolsillo menos roto de la chaqueta, sacó un sobre y me lo tendió con enorme disgusto, como si tocara algo repugnante.—Es la prueba. Qué le vamos a hacer.El sobre estaba dirigido al doctor Juan Turner, juez de paz de Las Rosas. Lo abrí.—No es el informe, Gálvez. Es una carta personal. Escuche.Leí despacio. En parte para que Gálvez la fuera asimilando, en parte para convencerme yo mismo.Estimado doctor,No sé si se acuerda de nuestra conversación cuando le mencioné mi duda sobre el clip de oficina en la ropa del cadáver que levantamos y usted me pidió que comunicara ese detalle y yo le contesté que no iba a hacerlo. Estaba segura de que nadie me tomaría en serio y que lo único que ganaría metiéndome en un campo que no es el mío sería la burla de mi superior.Pero a veces pasa. Cambié de idea. Cambié el turno del examen del cuerpo, que me esperaba entre otros cuerpos, todos fáciles y de rutina. Usted me recordó que se puede tratar, y digo por lo menos tratar, de hacer bien alguna cosa.Por las razones que conoce, me es imposible mandarle el informe protocolar. Igual, no sé si entendería los términos de la jerga médica así que solamente le aviso. Siento que estaba tan interesado en la víctima que es justo que le avise que esa mujer no se ahorcó. Fue estrangulada y después colgada en el árbol.Una simulación que no siempre se descubre en casos como éste, si ya de entrada y por tal o cual circunstancia, se acepta de hecho el suicidio. Circunstancias como la carta manuscrita, la falta de intención de robo, los problemas físicos y psíquicos de la persona, acá la obesidad y el internarse regularmente en un sitio donde la señora hasta seguía una terapia. Más la edad en ese punto crítico, el ver que se está al filo de cumplir los sesenta, punto que se sabe nos lleva a las mujeres a una peligrosa depresión y por ahí a tomarse en serio las fantasías de muerte.Lamento no hablar personalmente con usted, pero hoy empieza la licencia que solicité, considerando las reacciones en mi entorno, desde la autoridad superior hasta la de colegas. Era un caso normal, de los que se encarrilan mediante el papeleo, así que sin querer metí a todo el

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mundo en más trabajo, más enredo y con un futuro de no llegar a aclararlo, de complicarse para nada, como me dicen. En fin. Lo saluda cordialmente,Azucena Molina.

Alisé la carta con cuidado y la puse sobre el escritorio. Pensaba en Stein, leyendo en su refugio de la galería, el duelo interrumpido por la ferocidad de esta noticia. Pensaba en Miguel respondiendo a preguntas que por supuesto no entendía, manipulado por extraños para hacer de chivo expiatorio a conveniencia de quienes necesitaban cerrar el caso como fuera. Pensaba en muchas cosas. En todas, una cuestión se mantenía por encima de las otras, a la vez punzante e insoluble. La falta de motivo.El jardinero no tenía antecedentes de agresión, muy al contrario, era patológicamente sumiso. ¿Por qué atacar a la señora Stein, una mujer que conocía y que lo trataba con cariño?Gálvez gruñó:—¿Motivo? No buscan el motivo. Tengo un conocido en la fuerza, en Luján. Me hizo unas averiguaciones. Y la doctora que le mandó la carta se equivoca fiero. Acá no pasa nada. ¿Que la investigación va para largo? Sí. Va para largo en los trámites, las firmas y todo eso. Pero ya lo dieron por resuelto. Parece que todo empezó hace unos cuantos días, justo cuando la doctora metió la pata hasta la nuca en esa mierdería del alfiler, se puso a toquetear la muerta, encontró no sé qué moretones que no salen en las primeras cuarenta y ocho horas. Después dijo sofocación o algo por el estilo, y se rajó. Con el barullo que se armaba lo que se tomó no son vacaciones que le debían. Hasta me cuentan que hay rumores sobre que van a despedirla. Por no saber cerrar la boca.Apartó la vista de mi cara y se puso de lado, a mirar fijamente los estantes de la biblioteca que Miguelito dejó a medio hacer.—Igual...Tragó saliva y se aclaró la voz que se le atascaba en la garganta.—Igual lo reventó a Miguelito. No, juez, preso no va, eso ya está decidido de palabra. Ni falta que hace. Una vez que termine el proceso va derecho a Open Door. —Open Door...—Sí, el loquero. Usted sabe lo que es, ir a parar ahí. Justo Miguel, que encima no está loco, está perdido únicamente.Lo sabía y demasiado bien. Open Door, el asilo para enfermos mentales que más de un siglo atrás, cuando fue levantado en plena zona rural, con sus seiscientas hectáreas de campo y monte, su elegante edificio de estilo normando, su propósito de albergar a insanos indigentes sin familia, auguraba —al menos en la letra— un paraíso al aire libre, a puerta abierta. Para convertirse, como todos los psiquiátricos, en una sucursal del purgatorio con salida al infierno.Recordé titulares de los diarios. Un enfermo despedazado por una jauría de perros. Cadáveres sin identidad hallados en el parque. Internos desaparecidos. Hacinamiento, mugre, hambre, miseria. Recordé una fotografía del alto portón de rejas de la época, forjado en arco, la precisión artesanal que buscaba dar un sello de indestructibilidad a todo lo que se construía, una promesa de que cada cosa hecha manualmente duraría para siempre. Esa foto registraba el fracaso, la caída inevitable de las mejores intenciones que de tanto en tanto tiene este país. La gran puerta de ingreso se había hundido en el yuyal que la rodeaba. El camino atrás pasaba por los matorrales como una víbora arrastrándose sobre una alfombra de basura vieja y tierra descarnada y maloliente.La imagen de Miguel el jardinero, el hombre que amaba las orquídeas, que amaba la belleza del mundo reducida a unos pájaros humildes y a un puñado de flores, entrando solo por esa puerta, me apretó el estómago. No podía permitirlo. No lo permitiría. El problema era cómo.Gálvez me resume el interrogatorio a Miguel Dono. La primera mitad de las preguntas y respuestas no tienen ninguna validez. Sin la presencia de un fiscal y dirigidas en forma de acusación directa, Miguel sólo dijo que sí a todo. Según Gálvez, como con mucho sueño. La segunda mitad lo condena. En ésta describió detalles del crimen que sin haberlo cometido no puede conocer.¿Estranguló a la señora Stein? Sí. ¿Con la misma soga que tenía en el cuello cuando fue encontrada? Sí. ¿Dónde la atacó? Sí. ¿Fuera del hotel? Sí. ¿En el camino a la laguna de los Bungen? Sí. ¿De noche? Sí. ¿El sábado a la noche? Sí. ¿El domingo a la mañana? Sí.

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—Esto es un disparate, Gálvez.—Yo traté de pararlos. Con esa clase de interrogatorio iban a seguir hasta el fin del mundo y Miguelito siempre diciendo sí. Me contestaron que estaban obligados, que Miguel fue el que encontró el cadáver y que no lo denunció. Que eso lo convertía en el principal sospechoso. Cuando protesté que me lo había comunicado a mí, que justo pasaba por la laguna, se me rieron. Así que usted justo pasaba por ahí, me dice el oficial, así que usted descubrió al sospechoso antes que el sospechoso diera aviso. Me taparon la boca. —¿Le preguntaron por qué la mató? Gálvez se quedó pensando. Después me echó una mirada rara, como si una idea dolorosa se le ocurriera en ese momento.—No. Por ahí, por defenderlo, yo insistí tanto en que el cerebro del pobre no funciona, que les pareció de más preguntarle algo que no va a poder contestarles. O también es que se vinieron muy seguros. No tenían ganas de averiguar en serio. Lo que buscaban era la confesión. El motivo es lo segundo. Para qué, si el acusado habló.—No es cierto, sin el motivo cualquier confesión queda pendiendo de la duda. ¿Robo, disputa, venganza? Se necesita una causa que relacione a Miguel con el ataque a la señora Stein. No puedo creer que no buscaran el motivo. —¿No lo puede creer? Me miró un momento.—Oiga, doctor. No les doy la razón a los de la brigada, pero piénselo un poco. Piense qué les da vuelta en la cabeza. ¿De dónde se precisa un motivo para matar, justo hoy? Usted sale a la calle, pasa un tipo, el tipo es un ladrón, usted le da todo lo que tiene encima, el tipo se va pero antes de irse saca un cuchillo, una pistola, lo rebana o le dispara todo el cargador. ¿Motivo? ¿Qué motivo para asesinarlo? Bueno, si quiere uno, que el tipo salió pesado, se inyectó, se sopló y usted se le cruzó. Así están las cosas. Y bueno, piense que en vez de un tipo de esos, que a la vista parece normal, le toca un loco. ¿Se va a poner a buscarle un motivo? ¿En la carnicería de asaltos de día, de noche, delante de todo el mundo? ¿Sabiendo que esto de la inseguridad es una ruleta y que si todavía no le cayó la bola en su número es porque somos muchos y hay víctimas de sobra haciendo cola? Encima este loco de Las Rosas no salió de la nada. Es el loco del pueblo. ¿Que antes era un loco bueno? ¿Y qué? Un día se reviró. ¿Quiere un motivo? Que hacía mucho calor. Que con la calor le dio un ataque. Como el que vimos todos en la iglesia. Ése es el motivo. Para qué cansarse investigando.La cara morocha de Gálvez se había puesto púrpura de rabia. Alcé una mano.—Está bien. Tranquilícese. Cuénteme los detalles que Miguel le dio a la policía.—Eso sí que no entiendo —jadeó—. Le soy sincero, yo no entiendo nada.Hubo un solo momento, dijo, en que el jardinero se alteró. Y por una sola palabra, cadáver.Le estaban preguntando si la soga con que colgó al cadáver del árbol era de él. Hasta entonces habían usado la palabra víctima para referirse a la muerta. Pero cuando Miguel oyó cadáver se encogió como si lo fueran a golpear, blanco como la cal y temblando de miedo. Ahí empezó a hablar.—Hablaba enredado y todo junto. Quiero decir que hablaba igual que siempre, usted sabe, diciendo Miguel hizo esto, Miguel hizo lo otro, él sacó, él ató. No decía yo saqué, yo até. Por eso vi que estaba lúcido, que se daba cuenta. Porque hablaba como es. Fue eso lo que me partió el corazón y no me da vergüenza decirlo.—Cálmese y trate de hacer memoria. Qué dijo Miguelito, exactamente.Gálvez cerró los ojos, inspiró hondo.—¿Exactamente? No sé si puedo.—Haga un esfuerzo. Es importante.Palabra más, palabra menos, murmuró Gálvez, el jardinero contó lo siguiente:Miguel es amigo de la señora. La señora muy buena. Miguel tiene que esperar y mirar y eso es muy feo. Miguel no la quiere lastimar. Pero él ya la había agarrado. La señora no gritó porque él le tapó la boca. Que respiraba cuando él la agarró del cuello. Que después no respiró más. Que la culpa era de Miguel. Miguel tenía mucho miedo. Miguel no se acuerda de par qué hizo una cosa tan mala. Miguel tiene que confesar. Pero él se va a ir al infierno, de lastimar a la señora buena. La señora era muy pesada y Miguel la cargó. La soga es de Miguel. Miguel cortó la soga con su navaja y le hizo los nudos. A Miguel le da miedo la noche. Él dijo que mejor que era noche. Miguel también se va al infierno porque no confesó antes. Él dijo que si confesaba se iba al cielo. Miguel quiere ir al cielo porque el padre Roberto dice que si uno va al confesionario se

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va al cielo, que es un lugar muy lindo. Él dijo que ahí Miguel no va a ver más un cadáver. Él dijo que el cielo está lleno de orquídeas.—Eso es todo, juez. No sé de qué nos sirve. Pero a los de la brigada les vino corno anillo al dedo. Habían rebuscado en el galpón de Miguel y ahí encontraron la soga y la navaja. La misma soga con un nudo en la punta para que no se destrence, un nudo idéntico al que tenía la soga de los elementos de prueba.Empezó a levantarse. Por una vez, la amargura que endurecía las facciones del sargento Gálvez no expresaba resentimiento. Era el signo de la derrota y de un enorme cansancio.—No estamos vencidos —le dije.Hizo una mueca. De incredulidad. Mi optimismo debió parecerle el de un imbécil.—Si usted lo dice...Por la puerta entornada, Ramiro asomó la cabeza.—Teléfono, doctor. ¿Atiende ahora?—Atiendo. Espéreme acá, Gálvez. Tenemos que ir a verlo a Miguel.Salí sin preguntar quién me llamaba. Daba por descontado que era la policía o la fiscalía de Luján, que habían tratado de ubicarme durante todo el día. Me equivoqué.Era Shomberg. La voz ronca. Ansiosa. Atropellándose.Suerte que me encontraba, dijo, este asunto me arruina. Las cosas que tengo que aguantar. Quién lo diría, imagínate, con esa cara de mosca muerta que tiene el jardinero no va y se enloquece y le toca a una de mis huéspedes, lo único que me falta. Tenemos que hablar, me probaste que sos un tipo comprensivo y acá todos, todos te respetan. Seguro que ya hablaron con vos, la policía se entiende. ¿Vos ya sabes qué les dijo el loco? Ese retardado pudo haber dicho cualquier cosa. Espero que lo encierren en Open Door antes de que asesine a alguien más. Porque supongo que lo van a mandar a Open Door. Vos sos el juez de paz, seguro que sabes qué le preguntaron. A mí, que soy el perjudicado, no me dijeron nada más que eso, que lo iban a interrogar.Siguió parloteando en un tono que se volvía grotescamente agudo. Pero yo no lo escuchaba. ¿La policía había hablado con Shomberg antes de buscar al sargento Gálvez y a Ramiro? ¿Por qué habían pasado primero por El Castillo?No tenía sentido. Shomberg estaba en la segunda o tercera línea de conexión con la señora Stein, sólo como propietario del hotel donde se alojaba la víctima. A menos que...—Shomberg. Fuiste vos quién llamó a la policía.Hubo un largo silencio al otro lado de línea. Luego oí una tos. Shomberg se daba tiempo.—Fuiste vos, apenas te enteraste de que iban a cambiar la carátula de suicidio por la de homicidio. ¿Qué les dijiste?Otro silencio. Esperé. Nada.—Tenés amigos en Lujan. Alguno te avisó.La respiración en el teléfono se agitaba.—Yo también tengo amigos, Shomberg. Me basta colgar y hacer otra llamada.—No, no. Escúchame, fue de casualidad —dijo al fin, susurrando—. Prefiero hablar con vos, que fuiste tan amable la noche que... ¿Te das cuenta de mi posición? ¿De que siempre termino siendo yo la víctima de cualquier sospecha? No es justo, no, no hay derecho de que por alguna cosa rara que hago, me tiren con toda la porquería que encuentran. Siempre fue así en el pueblo, eso porque no soy del pobrerío y porque siempre me va bien en los negocios. Desde que tuve la mala idea de ayudar al loco dándole trabajo, le tengo miedo, imagínate. No sé qué le vieron a ese enfermo mental que tratan como si fuera un ángel. Así lo trataba la gorda Stein y mira el resultado. Quién otro podría matarla por matar. Acordate de que él mismo quería confesarse. ¿Te acordás? Porque yo me acuerdo muy bien de haberlo oído decir que se iba a confesar, mientras trabajaba en el parque. ¿Qué querías que hiciera? ¿Callarme? ¿Con el peligro que ese chiflado significa? ¿Con un asesino en libertad y dando vueltas por el pueblo?No contesté.—¿Confesó o no confesó? Si yo no llamaba a la policía, todavía andarían buscando al culpable.—Para qué me llamas a mí.—Cómo para qué —dijo y sonaba a verdadera indignación—. ¿No sos el juez de paz? A quién querés que llame cuando necesito informarme sobre un tema que amenaza la tranquilidad de mi

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hotel. O sos un juez de adorno. ¿Está mal que pretenda enterarme de lo podría ser un perjuicio para mí y para El Castillo que tanto me costó en esfuerzo y en plata?Astuto. Cobarde. Servil. Controlé como pude mi repugnancia. Sentía que la llamada de Shomberg era una llamada de atención hacia algo que buscaba ocultarme hablando con exagerada franqueza. Casi amistosamente respondí: —Tenes razón. Cuando me informen qué declaró el jardinero, te aviso. Por ahora no sé nada. —¿Me prometes? —rogó. —Te lo prometo. Por supuesto.Colgué. La hilera de cisnes sobre su carpeta estaba torcida y uno se había quedado atrás, volcado, en la madera del aparador. Lo levanté y lo puse en su sitio. Miré los cisnes acomodados, pensando. Después volví a tomar el teléfono. Y marqué el número de la comisaría de Lujan.Hice la denuncia en mi nombre. Juan Turner, juez de paz de Las Rosas. Pedí con Asuntos Judiciales. Conocía al inspector en jefe, Alberto «Tito» Martínez. Era un hombre mayor, a poco de retirarse.Mi denuncia contra Shomberg por un atentado a la higiene en dependencias del hotel no lo sorprendió demasiado. Primero porque correspondía a mi cargo, luego porque Tito Martínez llevaba mucho tiempo en el mismo escritorio y escuchando denuncias tan disparatadas como ésta, a la argentina. Más bien lo entristeció. ¿Había perdido el juicio? Ése era un tema para la Municipalidad, no para ellos. Insistí. Que a pesar de todos los reclamos que había hecho, la Municipalidad no se ocupaba de resolver un problema que me parecía realmente serio. Dije serio al teléfono, como si en el supuesto basural que mencioné el pueblo se jugara la vida.Cansinamente, por amabilidad, me preguntó si estaba seguro.Fingí escandalizarme de que pusiera en duda mi palabra. Le recordé que hasta la fecha yo no había presentado al departamento ninguna denuncia que no pudiera confirmarse.El mal olor, un olor nauseabundo que había percibido en una visita al gran hotel de Las Rosas, se sentía desde el pasillo del vestíbulo y provenía de una puerta clausurada, donde el propietario seguramente amontonaba la basura. Mi obligación, que entre otras consistía en escuchar las quejas del pueblo contra faltas de higiene que no castigaba la Municipalidad, era pedir una inspección a la policía. Si el dueño se negaba a abrir esa puerta, sólo la policía podía hacerlo con la presencia del fiscal, o la mía si el fiscal estaba ausente por una de esas gripes que lo tumbaban.Martínez dijo «Turner». Con suavidad. El apellido solamente, para hacerme notar que pensaba que yo me había vuelto loco. Luego continuó, paciente y aburrido. Que de la lentitud de la Municipalidad estaba enterado pero ¿qué podía hacer él? ¿Tirar abajo la puerta de un hotel cinco estrellas por una acusación tan menor? Aunque se tratara de un espacio público el dueño iba a chillar que eso era invasión de propiedad ajena y se armaría un escándalo con abogados. A la policía no le gustan los escándalos. Usted me entiende, dijo, ya tenemos bastantes. Y aunque se le ocurriera, de flojo nomás, dar la orden, ¿con qué excusa? Porque no había recibido quejas de los huéspedes. Parecía que el único interesado en la supuesta trasgresión de una regla de higiene era yo. Y a qué clase de olor me refería.Me tomó desprevenido. ¿Qué olor? Mientras buscaba una respuesta sentí el peso de la espera en el teléfono, el silencio con que el oficial Martínez insinuaba que vivir en el campo no era para tipos de ciudad como yo, que tarde o temprano, los tipos como yo terminaban perdiéndose en pavadas y perdiendo la línea.Un olor a verdura podrida, restos de pollo, ranas pasadas, dije. ¿Ranas? ¿Servían ranas en el hotel?, preguntó. Las sacan de un brazo del Luján, inventé, El Castillo es muy sofisticado. Ranas fritas. A él le gustaban mucho, las había probado en un restaurante del Barrio Sur, en San Telmo, dijo. Pero volviendo al otro asunto, olvídese de la denuncia, doctor. Él iba a hacer lo mismo. Olvidarse de que habló conmigo de ese tema. Era por mi bien. ¿Correcto? Buenas noches.Corté sabiendo que lo dejaba pensativo. Extrañado de que el juez de paz de Las Rosas, a quien el oficial Martínez consideraba persona razonable, le hubiera solicitado algo que, por más estúpido o ignorante que fuera un juez de paz, tenía que saber que era imposible. Lo imaginé bostezando. La curiosidad no le duraría mucho. Quizá se preguntaba si en el menú del

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restaurante de San Telmo seguirían figurando aquellas ranas fritas y si no estaría bueno darse una vuelta por ahí, un día de franco.Eché una última mirada a los cisnes de Flora. Todos en fila. Había logrado lo que me propuse. Dejar un precedente.Cuando llegara el momento de actuar, nadie se asombraría.

15. MUERTE QUE ONDULAS ALREDEDOR DEL MUNDO

Ven, muerte amable y tranquilizadora Que ondulas alrededor del mundo...Anotación en la última página de uno de los libros de Eddy Turner. Muerte amable y tranquilizadora... La letra ascendiendo como la lírica vibración del poema de Whitman. Abajo, un apunte muy breve: Los que no imploran a los dioses, citan su canto favorito.En las pasadas cuarenta y ocho horas, en el estrépito y la furia de las pasadas cuarenta y ocho horas, sólo el recuerdo de esas líneas sueltas me mantuvo relativamente sereno. Tomé muy pocas notas. No importa. Difícilmente olvide cada uno de los pasos bajando mi escalera a la oscuridad siniestra que había intuido, pero aún sin tocar uno de los peldaños, el más frágil. En orden, el descenso empezó la misma noche en que hice la denuncia. Estaba satisfecho de mi plan, casi feliz diría, si en este caso la felicidad no fuera un término de injuria.Con Gálvez decidimos que era demasiado tarde para visitar a Miguel. A esa hora estaría durmiendo. Gálvez le había dejado de guardia a uno de los muchachos del Cuerpo de Bomberos. Me aseguró que Flora se había ocupado de convertir las cuatro paredes de la vieja comisaría en un cuarto decente. Ramiro había llevado una cama, un colchón, sábanas limpias.Miguelito estaba exhausto, contó Gálvez, y un poco gris del miedo a la comisaría, pero hasta sonrió y dijo gracias. En una mesa que trajeron de la pensión había sandwiches, postres, caramelos, agua mineral.No le faltaba nada, dijo el sargento. Y Miguel se acostó como si no estuviera en una pieza con las paredes de ladrillo terrosas de abandono, sino en el blanco cuarto de cortinas floreadas y jarro con caléndulas donde había dormido su largo sueño después del ataque en la capilla. Esa noche podíamos descansar tranquilos.Lo más difícil va a ser mañana a la tarde, dijo Gálvez, cuando se aparezca de nuevo la brigada y esta vez con el fiscal.No será tan difícil, le prometí al sargento. Sonriendo.Eran las siete cuando Gálvez y yo salimos de la pensión. Las siete de una mañana espléndida, con un cielo celeste sin una sola nube que me recordó Buenos Aires y trajo un soplo de nostalgia a la vista del campo desierto que íbamos cruzando en el traqueteo de mi Gol. Los restos de la comisaría estaban a diez minutos del pueblo, en la ruta a Open Door, entre baldíos que habían sido lotes para construir un barrio nuevo. Por alguna razón que yo ignoraba, el proyecto había muerto en la hoja oficial de un decreto que nunca se firmó.Estacioné el auto a unos veinte metros de la entrada. Gálvez había cortado el pasto, pero del lado de la ruta se alzaba una pared de maleza que podría tapar alguna zanja. Me alarmó el silencio. El muchacho que debía hacer guardia no estaba. No oímos la radio que esos chicos siempre llevan encima. Gálvez lo llamó a gritos, furioso porque le había ordenado instalarse en la puerta. Entramos. Yo el primero. Lo vi primero. Vi a Miguel dormido en la cama. Pero no sobre una sábana. Sobre el mantel de hule que había sacado de la mesa. Dormía vestido. En un lago de sangre. De las mangas de la camisa, cuidosamente enrolladas, asomaban las manos, el tajo en las muñecas de donde había brotado el río de sangre acumulada bajo el cuerpo en el pozo del hule. Antes de que Gálvez corriera a buscarle el pulso en el cuello supe que estaba muerto. Ahora sí, dormido para siempre.No hubo exclamaciones, no hubo gritos. Era suficiente el tronar del silencio. Gálvez se movía por la pieza buscando algo, en puntas de pie, como para no despertar al jardinero.Miguel tenía puesta la camisa que le había traído Flora, una de Ramiro, para cambiarse. Se había peinado cuidadosamente. El pelo gris liso y despejándole la frente. Había cubierto con el hule las sábanas bordadas de Flora para protegerlas de la sangre.

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La nota que el sargento encontró en la mesa y me mostró callado, era innecesaria. La decisión de Miguel estaba expuesta en la preparación de su muerte. Posiblemente oyó que lo mandaban a Open Door. No quería ver más cadáveres. Prefirió dejarnos el suyo.Miré el pedazo de diario viejo, el único blanco de la hoja en que había escrito con un lápiz cuadrado, de los que sirven para marcar medidas en una pared:

HAY ORQUÍDEAS DONDE ME VOY. HAY AGUILUCHOS. NO TENGA PENA, JUEZ

Me dolió más la letra que el mensaje. La letra de imprenta de una mano callosa, letra de trabajar la tierra, la letra de Miguel. Me dolió ver en esas pocas frases de ortografía impecable la historia de Miguel, el crimen infligido cuarenta años atrás a la cabeza de un muchacho sano que prometía un hombre entero, aquel primer golpe recibido en los primeros años de la vida. Me dolió la memoria rota que por esos azares de la memoria aún conservaba un resto de los días juveniles en escribir sin una sola falta.«Hay» con hache, leí, conmovido, estremeciéndome. El trazo duro, esforzado, que casi rasgaba el papel. Como la hache de Hilda. La única letra de imprenta en la carta pinchada con un clip a un buzo de gimnasia.Pero cuando Gálvez me tocó el hombro, no dije nada. La cara del sargento estaba contraída de horror. En la mano tenía una pequeña herramienta de acero, empapada de sangre.—Es mío —dijo—. Uno de mis cucharines. Para cortarse lo afiló. ¿Se da cuenta?Me daba cuenta. Miguel se había tomado ese trabajo. Era un cucharín de yesería, de mango redondo y de madera, el acero en forma de rombo con una punta aguda. El filo mostraba las rayas plateadas hechas con una lima. Gálvez la sostenía en la palma de la mano como si la hubiera usado él.—Dejé mi bolsa de herramientas acá. Cómo iba a pensar. ..Se acusaba, desesperado, de ser el responsable de la muerte del jardinero.—Era Miguel, no un preso común —dije—. Ni usted ni yo íbamos a tomar precauciones.—Y ahora fíjese, la agarré, la manoseé. Sabiendo que no hay que tocar nada. Dios me perdone, mire qué estoy haciendo.—Ponga esa cosa sobre la mesa y olvídese de cuidar o de guardar. Ya no tiene ninguna importancia. Lo miré y repetí:—Nada de lo que hacemos normalmente tiene importancia ahora, Gálvez.En los siguientes diez o quince minutos, conseguí sacarlo del atontamiento y que escuchara lo que debía hacer.Primero, no castigar al guardia. El muchacho había vuelto y esperaba, aterrado, con la cabeza baja, que Gálvez se pasara de rabia porque había dejado solo a Miguelito, yéndose con la novia por un rato pero quedándose dormido en casa de ella, total, gimoteaba, era Miguelito, qué le podía pasar. Luego: pedir una ambulancia a Lourdes. El aviso a las autoridades de Luján lo haría yo desde la pensión, el resto del procedimiento él lo sabía de memoria.Me miró alelado de estupor. ¿Cómo? ¿Me iba? Qué explicación iba a darle a los policías del patrullero si no estaba el juez, con lo importante que era mi presencia.—Ya le dije que no hay nada importante ahora. Que ellos se ocupen del asunto, no trate de dar explicaciones. De todos modos van a tardar en venir y después en ponerse en contacto con Lujan. Que hagan lo que se les antoje. Yo tengo que hacer otras cosas.Antes de irme, me acerqué a la cama para despedirme de Miguel.La cara bronceada había perdido todo su color en el encierro de la última semana. También la tristeza. Hasta la vejez, ahora evidente, había tomado una transparencia serena, de agua limpia y cristalina. Dormía como duermen los muertos. Sin los sueños que atormentan el dormir de los vivos. Me había pedido que no tuviera pena. Eso era imposible. Pero debía recordar el mensaje y a mi modo cumplir su deseo de una eterna noche tranquila.Fue cuando puse el auto en marcha que recordé los versos. Ven, muerte amable y tranquilizadora, que ondulas alrededor del mundo...En honor a Miguel, juré mantenerme frío, pensar y actuar en frío, mientras literalmente ardía de furia.

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16. LA PUERTA

No nos cansamos de decir que Las Rosas está como fuera del mundo. Pero sólo el campo que lo rodea imprime esa sensación de gran distancia porque basta subirse a la autopista, tomar la mano del carril más rápido, para que desaparezca la barrera que lo aísla de la capital. A mí me bastó un llamado. Dos, para ser exacto. El primero fue largo. Interrumpido por las exclamaciones de mi socio: «Vos estás loco». El segundo, más fácil. A Ramiro, que sin hacer preguntas, se fue al galpón del fondo a buscar las herramientas. Estoy en El Castillo, delante de una puerta clausurada. «Guíese por su instinto. No cometa el error de Burton», me había dicho Stein. No, señor Stein, ya he cometido muchos errores de ese tipo, razonando en el aire, buscando una secuencia lógica donde no la hay, apartándome de lo que siento ahora, del tirón de esta corazonada que debí atender desde el minuto en que surgió la duda sobre un suicidio en la laguna de los Bungen.Una corazonada incierta como todas. Ni siquiera sé lo que busco. La imaginación necesita un piso de realidad y no tengo más que piedras sueltas y resbalosas, sin un cemento que las una. Nada más que la ira y las preguntas que emanan de dos muertes ligadas entre sí y a un mismo enigma. Es mediodía. Doce y diez. El lobby del hotel está casi vacío. El muchacho que atiende la conserjería había apartado un momento la vista del televisor, me había reconocido, y después de una sonrisa de saludo se había sumergido nuevamente en la serie que estaba mirando. El hombre que me acompañaba, bajo, algo calvo, de traje y corbata, no le llamó la atención. Un amigo del juez, se habrá dicho. A Ramiro, en cambio, le dirigió una mueca de disgusto. Qué hacía un paisano ahí. Pero venía conmigo y eso le pareció suficiente disculpa.No hay huéspedes en el corredor. Es la hora del almuerzo y se juntan en el restaurante de la terraza, de donde nos llega un rumor de conversaciones y un tintineo de platos y cubiertos.Sáenz, el abogado penalista que me mandó mi socio, no se muestra intranquilo. Por el contrario, parece alegrarse de la situación, como si lo hubieran liberado del tedioso ir y venir de Tribunales para este acto de circo que nos meterá en un problema.—Mejor empecemos pronto —dice con una sonrisa comprensiva, porque me ve quieto y mirando la puerta—. ¿Tiene idea de lo que hay adentro?—No.Levanta la nariz y olfatea el aire, discretamente.—Yo no siento ningún olor.—No hay ningún olor.—Ah, bueno. Igual no importa. Tenemos la denuncia que presentó, ¿no es cierto? Una idea excelente. Pero estoy hablando de más.Ramiro aguarda, sin temor, sin nervios, impasible. A él también lo enfría acordarse de Miguelito. Digo que sí, que empiece.Se agacha, abre la mochila que trajo, saca un cortafierro y una maza para romper el candado y quitar la cadena.Hoy me pregunto qué esperaba encontrar atrás de esa puerta de cedro, instalada por el arquitecto quizá con la intención de tapar un olvido o una falla en el plano, que no daba a ninguna parte, que interrumpía la elegante decoración del hotel con su inutilidad, empotrada en la antigua ojiva y entre los arcos de las hornacinas de yeso. Una puerta provisoria para una alacena o un guardarropas, que se habría usado en los tiempos del viejo Shomberg, hasta que llegara el momento de cambiarla por una ornamentación más acorde con el hotel del hijo.No esperaba nada en concreto de la puerta. Sólo abrirla. Porque Shomberg había negado su existencia, absurdamente y sin necesidad. «¿Qué puerta? ¿Dónde viste una puerta?» Porque aparecía señalada con tinta en el recetario mediceo por la señora Stein y para mí. Porque a medio corredor de distancia estaba la oficina de Shomberg, y en el escritorio de Shomberg, mientras él me hablaba de la muerte de su madre, había visto papeles amarillos de carta y una caja con clips muy similares en tamaño al usado para pinchar el buzo de gimnasia. Porque la embarullada confesión de Miguel se había traducido erróneamente.Miguel hizo, él hizo, no refería a un solo yo. Había dos personas en ese discurso: Miguel y otro. Él, ese otro que se iría al infierno, no podía ser más que Shomberg.

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Se apareció con los primeros golpes al candado. Venía de su oficina, a los gritos. El abogado Sáenz lo detuvo.Que se calmara, dijo Sáenz, era una inspección sin importancia que respondía a una denuncia también sin importancia. Si como dueño del establecimiento, él no se hubiera negado rotundamente a abrir esa puerta, la ley no habría intervenido. Improvisaba airosamente.La reacción de Shomberg fue imprevista. No se defendió de las suaves mentiras de aquel abogado venido de la capital que le entregaba sonriendo su tarjeta. Sólo atinó a pararse delante de Ramiro para impedirle que rompiera la cerradura. El candado y la cadena ya estaban en el piso. A mí no me miró. Miraba al abogado, con la tarjeta en una mano temblorosa, con ojos que parecían suplicar una tregua.—Llamé a la policía —dijo al fin—. Sepan que llamé a la policía.Sáenz volvió a sonreír.—Muy bien —dijo—. Pero eso ya lo hicimos nosotros.Ramiro esperaba. Puse una mano sobre el hombro de Shomberg y lo separé de la puerta. Dio unos pasos y se apoyó contra la pared del corredor como si tuviera miedo de caerse.Un golpe de maza, y otro y otro. La cerradura cedió. Ramiro empujó la hoja de madera. Pero la puerta no se abría. Retrocedió y le echó todo el cuerpo encima. La puerta quedó entornada, sujeta a uno de los goznes.Oímos la sirena del patrullero, todavía lejana, en el momento de entrar. A un cuarto no muy grande pero de paredes tan altas que se perdían en el techo. Abajo estaba oscuro como el fondo de un pozo. Arriba, el hexágono de un vitral, iluminado por el sol del mediodía, volcaba tenues haces de rojo, de azul, de violeta, que se iban diluyendo en su caída hasta perderse en la mitad del muro.Tanteé la pared a mi derecha en busca de la llave de luz. Una bombita solitaria se encendió en un rincón. Colgaba de un cable sucio de pelusas.Era un cuarto vacío. Demasiado vacío para cerrarlo con una cadena y un candado. Había imaginado el sitio como la habitación en que se arrumban muebles viejos o materiales desechables. Pero no se veía otra cosa que el vitral y la bombita que apenas alumbraba. Atrás de mí, Ramiro y Sáenz, como yo, estaban inmóviles y mudos. En el corredor donde habíamos dejado a Shomberg ya se oían pasos y voces que interrogaban, acercándose.—No se preocupe —me dijo Sáenz—. No pasa nada. Un error es un error. Usted es un juez, yo un segundo letrado, tenemos la denuncia.No me preocupaba. Todavía sentía la fuerza del impulso que me había llevado a ese cuarto desnudo. Le pedí a Ramiro la linterna. Iluminé hasta el último rincón oscuro de las paredes y del techo. Al fin, ya casi resignado, abandonando esa búsqueda inútil, bajé la mano. La luz osciló un momento sobre el suelo, dibujando un círculo impreciso. Pero en el círculo había algo que no debía estar ahí. Tierra suelta.El piso era de baldosas comunes, las viejas baldosas rojas de los patios de las casas de campo. Pero en el centro del arco difuso que proyectaba la linterna, había un rectángulo de baldosas sin el barniz o la cera con que se las recubre. Eran nuevas, más claras y toscas que las otras. No colocadas sino puestas desprolijamente sobre una capa de tierra. Tierra con lunares de cal que asomaban de las juntas de las baldosas.Levanté la linterna, exploré otra vez los rincones. Más tierra, negra y húmeda, amontonada contra una pared. A un costado del pilón, vi lo que ya había visto y a lo que no le había dado importancia: el reflejo metálico de la hoja de una pala de puntear.Sáenz me dijo al oído:—Sabe, hay un olor. Apenas, pero muy desagradable. No hubo tiempo de hacer otro comentario. La brigada irrumpió como siempre, a codazo limpio y ordenando que saliéramos inmediatamente de esa pieza. Y se quedan afuera y no se mueven del hotel, vociferó el oficial al mando.—De acuerdo —dije—. Pero háganme un favor. Confirmen mi denuncia. Debajo de esas baldosas está la basura del reclamo que hice en la oficina de judiciales de Lujan. Y ahí tienen una pala.Me echó una mirada iracunda pero se contuvo. Después de todo yo era un juez y encima venía acompañado. Tomó la linterna que le pasé y se dio vuelta para descargarse en los agentes con

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más órdenes y unos cuantos insultos al capricho de ciertos abogados que mejor harían quedándose en la capital.Esperamos afuera. Un grupo insólito. El juez, el abogado, el paisano, el dueño del hotel, dos agentes de uniforme con cara de aburridos. A cierta distancia, un público de huéspedes curiosos en buzo de gimnasia para su caminata diaria. Entre ellos, pero sentada en un sillón, con un libro en la mano, Miranda Wilde. Le hice un gesto de saludo. Me sonrió y me miró, interrogante. Se preguntaría por qué el alboroto, qué estaba haciendo yo entre policías. Pero no me moví de la puerta.Shomberg, apoyado en la pared, la cabeza baja, estaba murmurando algo. Hablaba solo, las manos juntas, los ojos puestos en las baldosas que flanqueaban la alfombra del corredor, éstas blancas y negras.¿Rezaba? ¿Invocaba a su madre? De pronto, se me ocurrió una idea macabra: esa obsesión de recordarla vistiéndose como ella ¿habría ido más allá de conservar una capa de fiesta?Una idea monstruosa, enterrar a la madre en una habitación de El Castillo, pero decepcionante. Porque lo único que yo deseaba encontrar en esa estancia clausurada eran pruebas que pusieran en duda la honestidad de Shomberg, que aclararan el uso que había hecho de la inocencia del jardinero. Papeles que registraran una estafa, joyas robadas del cuarto de los huéspedes, fotografías de Shomberg en la cama con alguno de los muchachos del pueblo si la acusación de la almacenera era cierta, videos de Shomberg y Miguel, por qué no, pruebas de abuso con palizas, cualquier prueba, en busca del motivo aún ausente. Un motivo que explicara el llamado de Schomberg a la policía, la evidente intención de convencerlos de que Miguel era el asesino de la señora Stein.Pero no había imaginado tierra suelta en un cuarto vacío ni ese rectángulo de baldosas nuevas que tenía la medida de un cuerpo. Tampoco el olor, una ficción, mi excusa para abrir esa puerta. Que se abrió de repente, con una oleada nauseabunda, los policías apretando pañuelos contra la boca, el oficial de la brigada adelante, jadeando, la cara arrugada de asco. Fue directamente hacia Schomberg y le habló.Schomberg sonreía. Se dejó conducir afuera con una expresión de inmensa gratitud, como si le hubieran entregado la invitación a una fiesta que esperaba desde hacía mucho tiempo, sin esperanza de recibirla nunca.Antes de subir al patrullero, dio vuelta la cabeza y me gritó:—No pienses mal de mí. Fue un accidente.Luego lo vi inclinarse hacia el policía sentado junto a él en el asiento posterior. Había empezado a hablar. También lloraba. Sabía que sólo era cuestión de tiempo que identificaran el cadáver enterrado bajo el piso de una habitación de su hotel.Prefirió adelantarse y confesar para que le redujeran la pena.La justicia del Diablo, dijo Aminta, siempre llega en cuestiones de plata.Schomberg confesó que el cuerpo hallado era el de su padre.Shomberg el Viejo había vuelto para recuperar su castillo. Shomberg el Joven nunca se lo daría. La noche del sábado discutieron por última vez en el Pabellón Espiritual, en la cabaña donde el hotelero había logrado que el viejo se ocultara para no alarmar a los huéspedes.Shomberg hijo se desesperó. ¿Por qué aquel anciano harapiento irrumpía en su vida después de treinta años de ausencia a reclamarle una propiedad que ya no era suya? Ese mendigo que lo acusaba de falsificar documentos para apropiarse de una casa que no había heredado porque el dueño legal estaba vivo, no era un padre. Era el hombre que había matado a su madre, arrojándola de la terraza.Shomberg no tenía testigos del crimen, pero juró haberlo visto. Mi padre era capaz de cualquier cosa, dijo sollozando. Y ahora volvía, el asesino de su madre, arruinado por vaya a saber qué andanzas en su fuga a otras provincias, no a otro país, no a Berlín, no a su Alemania, achacoso y pobre pero todavía autoritario, todavía feroz, a echarlo del paraíso creado por él, solamente por él, con tanto sacrificio.No había querido matarlo. Pensaba comprarlo, negociar con inteligencia. Pero esa noche el viejo enloqueció. Quería todo, no una parte, no una compensación en plata, y se le tiró encima, a pegarle mientras lo insultaba. Y él no hizo más que defenderse. Con una piedra que levantó del umbral del pabellón. ¿Por qué la piedra? No sabía.

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Sí, claro que la diferencia de edad y fuerza entre los dos era abismal. Sí, claro que trató de pararlo con los brazos. Hasta que aquel anciano repugnante empezó a soltar barbaridades contra su pobre madre, hasta que le lanzó un escupitajo. Ahí él perdió la cabeza.No, no se acordaba de haberse agachado, de agarrar una piedra. Se acordaba de que el pabellón se puso negro y de que en esa oscuridad le vino como un relámpago la imagen de la madre Cayendo de la terraza. Después, nada. ¿El viejo había tratado de escapar? Tampoco se acordaba. Cuando lo vio tirado boca abajo y sangrando, creyó que estaba desmayado. Para su horror, estaba muerto.Su primera intención fue llamar a la policía. Diría la verdad o una media verdad, que el golpe letal con la piedra fue en defensa propia. Pero en los minutos siguientes, mientras dudaba, ¿era mejor pedir una ambulancia antes que un patrullero?, se dio cuenta de que en los dos casos, con los médicos o con la policía, tendría que dar muchas explicaciones, y esas explicaciones lo arrastrarían inevitablemente a otra condena, a la usurpación de la casa más la ristra de falsificaciones y sobornos con que había conseguido inscribirla en el Registro de la Propiedad. Y de ahí al motivo para un asesinato. Quién le creería que sólo había tratado de controlar a un padre enclenque y senil.Hasta que se le ocurriera otra salida, resolvió esconder el cadáver en el vestidor que el arquitecto había modernizado en parte antes de abandonar los trabajos porque él no aceptó un aumento del costo que figuraba en el contrato. Pero cuando intentó levantar el cuerpo, descubrió que aunque el viejo era piel y huesos, muerto pesaba más que vivo. Ese peso le impediría trasladarlo rápidamente sin ser visto. Así que buscó al jardinero loco.El pobre infeliz me ayudó a cargar el cadáver, dijo. Ese idiota creía que estábamos auxiliando a un herido.Shomberg había apagado las luces del frente. Todo el hotel dormía. Cruzaron el parque y lo rodearon para entrar por la puerta de atrás. En ese momento, se largó el temporal. Pocos minutos antes había una luna opacada por nubes. Ahora la luna se borraba en la lluvia que caía a torrentes. Metieron el cuerpo en el cuarto vacío. Ahí el jardinero se asustó. A Schomberg le costó persuadirlo.Suerte que me tenía más miedo a mí que al muerto, declaró con una sonrisa. Ese infeliz temblaba como una hoja, pero me hizo caso y empezó a romper las baldosas del piso y a cavar. Fue él quien subió a la terraza y se trajo las baldosas nuevas que habían quedado de la refacción. No protestó, para mí que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo. Me tranquilicé. Yo sabía, dijo Shomberg, que después de dormir un rato, el loco no se acordaría de nada.¿La señora Stein? La señora fue una triste casualidad. Shomberg se había topado con ella cuando estaba saliendo del cuarto donde metieron el cadáver. Si no hubiera sido por la mirada que me echó, dijo, una mirada de saber que yo andaba en algo raro... Pero la saludé y ella sonrió como si me hubiera pescado en una travesura. La dejé irse.Lástima, dijo Shomberg, que después, mientras volvía de limpiar el pabellón, me crucé con otra huésped, la Wilde, que me buscaba para decirme que había visto un cadáver tirado en el umbral. Estaba histérica. Supe que hablaría con todo el mundo. Supe también que la gorda curiosa empezaría a atar cabos y no me quedó más remedio que ocuparme de ella. Esa mujer tenía la costumbre de levantarse casi de madrugada para su caminata. La esperé. La seguí. La cargamos en mi camioneta. El resto ya lo saben.No, no fue difícil con la ayuda del loco colgarla en el sauce, solamente agotador, suspiró, de todos modos yo ya había armado el truco del suicidio. Traté de que el jardinero me escribiera la carta, si alguien desconfiaba las sospechas caerían sobre él, todo el mundo sabe que está chiflado, pero tuve que usar la fuerza y ni siquiera así me hizo más que una hache. Entonces busqué en el registro del hotel la ficha diaria donde la mujer anotaba a mano sus progresos, le copié la letra y la firma. Sabía que tal como quedó la carta, la iban a archivar. Nadie en la zona tiene tiempo ni ganas de perderlo pasando una nota como ésa a un perito calígrafo. ¿Y no acerté?También repitió que estaba seguro de que al primero que iban a acusar era al loco del pueblo. El jardinero nunca se iba a defender, porque nunca se acordaba de nada que lo hiciera sufrir, dijo. Tenía una memoria de pizarrón. El sólito había aprendido a borrarse, todo lo feo que veía se iba en el aire como polvo de tiza. Hasta que le dio el ataque. Pero a quién le importa un loco suelto.

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Concluyó diciendo que ahora a él tampoco le importaba.Había perdido su Castillo. Era como estar muerto. Es decir, libre al fin. Porque lo había pasado realmente mal, muy mal, aquellos días. Pensando en su madre, tan buena, en qué diría si pudiera enterarse de todo esto.Enterarse de que su hijo, tan parecido a ella, por un segundo empujón del padre también había caído en la trampa fatal de este pueblo, donde no se perdonan ni el éxito ni la belleza.

17. LA DESPEDIDA

—Así que se nos va.El padre Roberto me alcanza el mate recién cebado. —No se me queme. Está caliente. Es la segunda vuelta de mate en el patio del cura. Cae la tarde. En el parral apenas quedan unos esqueletos de racimos de uva, comidos por los pájaros. El aviso de que se aproxima el otoño, todavía distante. —Lo vamos a extrañar.Hemos estado hablando sin incomodidad hasta ahora, cuando la conversación empieza a quebrarse en la inminente despedida. Aunque no tenga obligación de irme a una hora determinada, prefiero hacerlo antes de que anochezca. No por miedo a una ruta peligrosa. Ha llegado el momento, nada más.Mis cosas, las últimas cosas que me llevo, caben en la valija que he puesto al lado de la silla. Libros, papeles, cámara, fotografías y otros objetos que fueron acumulándose en mi estadía en Las Rosas, embalados y transportados al centro en una camioneta de mudanzas, me esperan en el departamento que alquilé hasta que encuentre uno definitivo. Vendida la casa de San Isidro un año atrás, vendidos los muebles, despachados los cuadros de Elena a uno de sus hermanos, voy a partir hacia un piso vacío, de cero. O no tanto. Me estoy llevando a Buenos Aires mucho más que esas cosas que caben en una valija.—Me imagino lo triste que debe estar Flora. ¿Ya se despidió?No había sido fácil.Flora lloró cuando prometí visitarla; no me creía. Lloró cuando los invité, a ella y su marido, a verme en mi nueva casa del centro. Lloró porque la ciudad era espantosa y no pensaba poner un pie ahí. Dejó de llorar, un poco, cuando le pedí que me tuviera reservados los cuartos que habían sido míos para ocuparlos un fin de semana. Sonrió entre lágrimas cuando le contesté que sí, que tenía el número de teléfono de la señora del pañuelo verde y que la llamaría.—Entonces se me va curado —dijo.Entró en la casa y volvió con un paquete sin atar.—Ábralo, quiero verle la cara.Abrí el paquete. Eran los cisnes del aparador, envueltos en su carpeta de hilo.—Es mi regalo. A usted le gustan tanto.Y me abrazó sin timidez, como la joven madre que no tuve. Su última sonrisa fue radiante:—Ahora anímese a decir que las visiones no me dan. ¿Le dije o no le dije que esa rata vieja de Shomberg había pasado por mi gallinero?Don Roberto ceba otro mate.—Así que ya se despidió. Pensé que iba a quedarse un poco más aunque me lo avisó el día que enterramos a Miguelito. Le vi la intención de irse ahí mismo. Pero se ha tomado su tiempo.—Tenía cosas que hacer antes de irme. Terminar unos trámites pendientes, dejar papeles en orden para mi sucesor.—Papeles con una panza grande y ahora una linda criaturita de Dios en la casa de Flora. Ahí me ganó. Lo único que yo había conseguido fue perdonar el pecado de lujuria con un millón de avemarías, cuestión de que esa muchacha atolondrada no se hiciera un aborto y se casara con el supuesto primo, un tarambana que ya desapareció del pueblo, mire la idea que tuve. Pero a usted, que es un hereje, le tocó el milagro de conseguirle una buena adopción. Lo felicito, sinceramente.—Ningún milagro. El dato de un juzgado de los pocos que resuelven estos casos con sentido común, y un arreglo económico que persuadió a la madre de no abandonar el chico a una justicia burocrática que tardaría años en hallarle un hogar. Y no me felicite. Cuando entra un pago en la adopción, cualquier pago, aunque sea para evitar que el chico termine creciendo en la

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calle, hay una compra y una venta. Aunque se trate de la salvación del chico, no es para felicitarse. Por suerte salió bien, no imagino una madre mejor que Flora para el recién nacido ni un padre mejor que Ramiro. Arrepentirme no, pero si yo fuera creyente, le pediría que me confíese y que me absuelva.El padre Roberto alza una mano a la altura de mi frente y hace la señal de la cruz.—Dios te perdona, hijo —pronuncia con solemnidad. Luego se encoge de hombros. —Y bueno, para eso está el Señor, es su trabajo. Qué le cuesta un perdón más de los que ha tenido que repartir a diestra y siniestra en este pueblo. Empezando por mí, por los momentos en que siento que mi fe tambalea.Baja la cabeza y clava la vista en el piso de tierra como si ahí hubiera caído toda la amargura del mundo.—No es justo —murmura.Me pregunto si se refiere a su dios o a las dudas que lo atormentan. Pero el cura ya retoma la conversación, con un tono distinto, de poner voluntad en el futuro.—Parece mentira, Turnen Mírenos a los dos. Nos estamos despidiendo como si se fuera a la China —sonríe.—Cierto, pero me despedí de todos, hasta de ese estafador del herrero. Ah, también le entregué el auto para que me lo ponga en venta.El cura lanzó una carcajada.—¿A Humberto? ¿Justo a Humberto? ¿En serio? Cuando Humberto se cobre la comisión no le va a dar más que unos pocos pesos. Qué ladrón. Y ése sí que nunca se arrepiente de nada.—Me hubiera gustado dejarle el auto a usted si no fuera tan terco, para que no siga correteando a pie.Se mira las sandalias, los dedos torcidos.—Qué tienen mis pies. Están muy bien. Van a andar mucho todavía. Y ya me hizo un regalo. Demasiado. Todos esos libros.Las tres cajas de libros están delante de la puerta del rancho. En una de ellas, la Eneida de Virgilio, una edición bilingüe.—Sabe, Turner, usted tenía razón de que una misa en latín era un sueño ridículo. Todo esto que pasó me iluminó. En latín nadie me va entender y todavía, fíjese, todavía quiero que me entiendan. Como mi santo, el joven Agustín, le pido a Dios que me haga duro, sabio y paciente. Pero no ahora. Basta con que me otorgue el aceptar y perdonar las cosas que no entiendo y que no se perdonan.Los ojos grises centellean de indignación mal reprimida.—Le digo, desde el fondo del alma, que hay momentos en que ya ni creo que exista el infierno que me enseñó mi religión. Pero si no existe, juro que yo mismo lo inventaría para los criminales como Shomberg.—Ya hay un infierno, padre. Lo inventamos nosotros acá abajo y no es menos atroz que los imaginarios. La cárcel donde está encerrado Martín Shomberg. Y no debería existir. En tiempo humano es una eternidad de sufrimiento.Cerró los ojos un minuto largo. Cuando los abrió, el furor había desaparecido. Estaban opacos de tristeza.—Eran dos inocentes.No mencionaba el nombre de la señora Stein ni el de Miguel. No los había mencionado durante toda la charla en el patio. La omisión deliberada era su forma de expresar la culpa que sentía por no haber podido ayudarlos.—Y ella que solamente estaba jugando, que lo único que debió pensar fue que Shomberg escondía en esa pieza el disfraz de fantasma. Que ni siquiera había visto nada en la terraza, más que una luz de luna. ¿Por qué ella?Estuve a punto de repetirle las palabras que me había dicho el señor Stein: «Si a la vida se le hiciera esa pregunta, azar sería la única respuesta». Pero el padre Roberto tenía un dios a quien reclamar por la injusticia.Sólo cité a su amado Virgilio:—«Iban solos, oscuros bajo la noche, entre las sombras.»

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Asintió en silencio. Comprendía, más allá del dogma de su religión, más allá de la negrura que empezaba a caer en manchas sobre el patio, y se resignaba a la impotencia.La bocina del remise que pedí, sonó en la calle, del otro lado del cerco de ligustro. Un rojo intenso, el último fulgor del sol, se hundía a todo lo ancho de la línea del cielo sobre el campo.Nos levantamos juntos, despacio, para estirar ese momento. El padre Roberto estaba conmovido. Yo también. Parecíamos olvidar que no me iba a otro país, que me mudaba a Buenos Aires, a setenta kilómetros de Las Rosas, a una hora de auto.—Hágame un favor, Turner. Busque a alguien que le enseñe a jugar a las cartas. Yo abandono aquí mismo.Estaba ya subiendo al remise, cuando oí que me gritaba desde el patio.—Y no sea tan tonto de andar solo a su edad, bajo la noche, entre las sombras.

18. EL REENCUENTRO

A cinco años de mi partida de Las Rosas, a dos o tres cafés del término de una noche en vela repasando una historia que cualquiera querría olvidar, porque uno prefiere recordarse feliz entre momentos y personas tan felices como lo permite la vida, veo que no he cambiado mucho. Algo en el cuerpo se resiste a soltar viejas manías como si no quisiera perder una memoria propia.Sigo madrugando demasiado, en invierno a oscuras, en verano apenas aclara. Sigo ocupando esa hora en dar una vuelta a la casa, abrir una ventana, asomarme a esperar la salida del sol, el despertar de la ciudad, el comienzo tranquilizador de otra jornada. Sigo yendo a la cocina, la primera estación de un viaje matinal en solitario, a prepararme el primer café, y sigo agradeciendo el olor del café recién hecho, la promesa que encierra del gusto de la vida. Una hora en que el nudo de familiaridad de las costumbres me dice que estas pocas cosas soy yo y no otros, no un haz de distintas versiones del pasado que sólo obedecen a distintos puntos de vista.Y hoy mi día empezó como siempre, salvo que no dormí en toda la noche.Estamos en verano. De vacaciones, todavía en casa. Las verdaderas comenzarán mañana, cuando los tres nos vayamos al mar. Mi mujer, mi hijo y yo. Que por supuesto, en vacaciones duermen hasta muy tarde. Que no me oyen vestirme, calzarme, recoger las llaves del auto y salir, cerrando la puerta suavemente.Cruzo las calles del centro, vacías a esta hora y en el mes en que la gente huye de Buenos Aires como de la peste. Un aire fresco y húmedo entra por la ventanilla de este coche mediano pero nuevo, mientras manejo a baja velocidad, la del Golcito que deslumbraba al jardinero, por la autopista que me lleva a Las Rosas. Son las siete y diez de la mañana. El cielo despejado con unas pocas, livianas nubes blancas, ya anuncia un infierno de calor.A las ocho y cuarto, giro a la izquierda, en la dirección que indica la flecha de un cartel despintado, tomo el desvío que pasa por Lourdes, que sacude el auto en cada pozo de las calles de tierra sin vereda, entre árboles que despiden un olor dulzón y pegajoso, el de los paraísos florecidos. No me detengo en el tramo que conecta ese camino con el paso a nivel sin barreras de la estación Las Rosas. Circundo el pueblo por un atajo, la huella ancha que da a la ruta 6, luego a una bifurcación de carreteras con doble mano en sentido a Lujan y la Autopista del Buen Aire. A tres kilómetros de la bifurcación, está el cementerio de Las Rosas.Llego, exactamente, a las nueve menos cuarto. Exactamente el tiempo de las distancias que yo hacía cuando fui juez de paz, en mi cascado Gol 95. Estaciono el coche en la puerta. No entro enseguida. Miro de afuera.Miro la pared de ladrillos blanqueados que rodea todos los cementerios de pueblo. La entrada bajo un arco repite las puertas de ciudades amuralladas que se suceden a lo largo de siglos y milenios en las formas que les da su época, murallas del miedo y de la desconfianza, puertas de ingreso y de salida, control de la incursión de extraños y enemigos.En este arco no hay un cartel que indique con un nombre la parcela de campo en que se ha ido construyendo un pueblo paralelo al que está del otro lado de las vías. Un pueblo de casitas pigmeas con su escueto jardín a la sombra de cruces y de lápidas, donde los medallones con fotos y las inscripciones de frases recordatorias o plegarias, son las ventanas a la vida que tuvo el que hoy ocupa cada una de ellas.

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Paso bajo el arco y reparo en que no sé dónde queda la tumba de Miguel Dono, entre tantas iguales. Elijo uno de los senderos, voy leyendo apellidos y fechas a derecha e izquierda, atravieso el silencio de este humilde laberinto, hasta que me detengo, perdido.El recuerdo del día del entierro me trae solamente una multitud arracimada en torno al pozo abierto, la ropa ceremonial del cura, irreconocible en una sotana flamante con bandas blancas de hilo y seda que nunca le había visto, el cajón que desciende, cubierto de flores silvestres y en la cabecera una orquídea de enormes pétalos color malva, enigmática y amenazante, ajena a la sencillez que la rodea como una copia artificiosa de las catleyas del ceibo en la pensión de Flora. Nada de eso me orienta. A ciegas, doy vueltas buscando la sepultura de Miguel.No sé cuánto tiempo he caminado pero el sol está alto. Arde ya y me deslumbra. Lamento haber dejado en casa los anteojos oscuros. Un resplandor seco, de piedra rasa, blanquea con su luz uniforme las hileras de lápidas y sepulcros, el verde de las plantas y el rojo de los caminos de grava que se entrecruzan.De pronto, en ese resplandor, creo ver a alguien que se inclina sobre el muro dentado por los espacios entre tumba y tumba. Diviso, borrosamente, la figura de un hombre. Lo llamo. No me oye. Me acerco zigzagueando por la trama de bóvedas que impiden avanzar en línea recta.El hombre es un muchacho. No tendrá más de veinte años, si es que los tiene. Carga un rastrillo. Hojas, alguna rama, yuyos sueltos, un papel abollado, se enganchan a las púas de la herramienta. El muchacho levanta la cabeza. A esta distancia no puedo afirmar que me ha visto. Nos separa una media cuadra de lápidas alineadas como piezas de dominó, infranqueable porque atravesarla significa pisar cada rectángulo de tierra donde yacen los restos de un cuerpo, restos de amores, penas, alegrías, vicios, virtudes, huellas de un paso humano reducido a unos pocos huesos pero sin soltarse totalmente de la conciencia de los vivos.Desde donde estoy, trato de llamar la atención del chico que empuña el rastrillo. Debe ser el cuidador del cementerio. Seguramente me guiará al sitio en que fue enterrado Miguel. Por fin, lo veo enderezarse y fijar la cabeza en mi dirección. Se apoya en el rastrillo.Hago bocina con las manos y le pregunto cómo puedo llegar a donde él está sin dar toda la vuelta. Pero no parece oírme todavía. Una vez más, le hago señas, temiendo que se aleje y desaparezca. Hay una larga pausa. ¿No me entiende o no tiene ganas de ocuparse de un visitante que lo interrumpe en sus tareas? Estoy a punto de resignarme y emprender el camino más largo cuando reacciona. La mano libre del muchacho se levanta y se agita pidiendo que me acerque. También me indica un paso que yo no había notado porque lo cubría un macizo de flores.Cruzo mirando dónde pongo los pies. El sendero es apenas un hilo de grava rojiza que sortea las plantas y las cruces entreveradas en esa parte del terreno. Llego al punto en que estaba apostado el cuidador. Pero el muchacho ya se ha ido. Pocas ganas de ocuparse de uno de esos deudos que raramente vienen a visitar sus muertos y que en consecuencia se pierden. O el fastidio de alargar el horario que cumplió. O la novia que lo espera en la puerta. Cualquiera sea la razón, me encuentro solo, mirando el rastrillo que el chico dejó tirado ahí, en el apuro de irse.El sol cae a plomo. Me obliga a bajar la vista. El palo del rastrillo marca una línea de sombra en el rectángulo de gramilla a mis pies. El de una de las tumbas. Ahí, bajo el esbozo de techo a dos aguas relumbra una placa de metal, con el nombre y la fecha de nacimiento y muerte que llevan todas:

MIGUEL DONO

La sorpresa no me deja leer el resto de la inscripción y no importa porque yo mismo la escribí. Pero no es extraña la coincidencia de mi búsqueda con la marca involuntaria del rastrillo que abandonó el cuidador al retirarse: hice ese camino el día del entierro y no lo había olvidado más que superficialmente.Y bien, estoy aquí. Me siento incómodo, ahora que he llegado. No sé qué pensar, menos aún qué decir. Parecía tan fácil hablarle a Miguel mentalmente, en los momentos en que su memoria venía por arrastre atrás de la visión del viejo Shomberg.Momentos en que imaginaba explicarle que si aquel hombre no hubiera vuelto nunca a Las Rosas, que si el hijo hubiera denunciado el crimen que cometió el padre en vez de callarlo y evocarlo en la ceremonia de su odio, si la señora Stein no se hubiera empeñado en buscar la

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verdad de un fantasma inexistente, si la mujer que encontró un cadáver no hubiera salido de su cuarto esa noche, si aquella mañana de domingo yo hubiera creído la historia que ella me contaba... hoy estarías en Las Rosas, cuidando tus jardines, Miguel.Pero delante de esa tumba no se me ocurre nada. La foto de la cara de Miguel Dono dentro de un medallón de vidrio orlado con un marco de plomo es la de un joven desconocido, y el texto que describe el dolor del pueblo suena a falso, suena a la retórica de los obituarios, a las palabras que se imprimen en la cinta púrpura de una corona de flores, siempre las mismas con un cambio de nombre.Obviamente, no creo que Miguel esté ahí ni en ninguna otra parte. No creo en almas ni en espíritus. La vida sólo cesa. Y lo prueba el contundente silencio alrededor.Este pueblo vacío, estas casas reducidas a un símbolo, no albergan nada más que la nostalgia de quienes las visitan, apenas consuelan del dolor con una réplica de habitaciones ocupadas antes, tangibles antes, con la importancia que tuvieron. Pero sin embargo, pese a mi escepticismo, vine. A constatar, del modo más tosco posible, que Miguel está muerto; del modo más sentimental, que descansa tranquilo en su cama de tierra. Por último, del modo más cobarde, a eliminar de mi pasado el acecho del viejo Shomberg, la sombra del remordimiento que va y viene desde los días de Las Rosas. Sin otro resultado, por supuesto, que avergonzarme de mi viaje.Retomo el camino que conduce a la puerta. Al menos, de esta visita inútil me llevo el agrado de saber que alguien —Flora, naturalmente— cuida la tumba de Miguel, la limpia y deja flores en un jarro delante del medallón con el retrato.Mientras voy hacia el coche estacionado, pienso que después de todo no hice mal en recurrir a la tan antigua costumbre del respeto a los muertos. Se cumple un rito, se cumple la necesidad de enfrentar el propio miedo al vacío, a los errores del pasado que en mi caso se concentran en la imagen del hombre en una esquina, imagen que por supuesto volverá, de tanto en tanto.Pero no comparto el fatalismo de Stein, quien aseguraría que el regreso del viejo Shomberg y la sangre que hizo correr su aparición en la tranquilidad de Las Rosas ya estaba marcado en el destino de las víctimas por una ley de probabilidades en que los individuos no cuentan. Porque yo pude impedir un tramo del avance de ese hombre y soy responsable de no haberlo hecho.Fui yo, ningún otro, quien tuvo la ocasión y los medios que hubieran evitado la muerte de Miguel. Fue el egoísmo de anidarme en mi sentimiento de culpa lo que me hizo descartar por frívolas cada una de las historias que escuchaba. No fue por tolerancia, y si en parte lo fue, esa clase de tolerancia no es más que el tono bajo de la indiferencia. Es a mí, en la duda, a quien no perdono. Y me parece justo que la vida me devuelva el golpe en esos segundos de pesadilla que pasan como una ráfaga mientras estoy despierto, para que no olvide mi inserción en la esquina de locura y de muerte de Las Rosas, el cuadro de un verano que se despinta lentamente con el transcurso de los años, un cuadro que hoy sólo retiene siluetas y contornos.La calle frente al cementerio está desierta. Mi auto quema y el metal encandila bajo el sol. Lo pongo en marcha. Espero unos minutos antes de arrancar. El aire acondicionado echa un poco de fresco al asiento y al volante que hierven. Miro por última vez la puerta de entrada, el arco de ladrillos blancos. Y veo al cuidador.Está parado junto a uno de los pilares. Lo saludo con la mano, desde la ventanilla. Pero no me devuelve el saludo. Me observa solamente, con extraña atención. Quizá me confunda con otro visitante y se prepare a huir del fastidio de atenderme. Es casi mediodía, la hora del almuerzo.Muy de Las Rosas, pienso, tomarse todo el tiempo del mundo antes de hacer algo que implique una obligación. Y se lo toma. Porque cuando ya en marcha a Buenos Aires y a mi casa, miro hacia atrás por el espejo retrovisor, veo que sigue ahí, parado, quieto, como si quisiera demostrarme que está en su puesto, orgulloso de su labor.—¿Notaste que todos los jardineros jóvenes se parecen un poco? —le comenté a mi mujer, después de contarle la visita—. Me quedó la impresión de haber visto antes al muchacho del cementerio, de conocerlo bien, de que me conocía, que nos cruzamos una vez en el pueblo. Pero por la edad, sería muy chico entonces. Es imposible.Mi mujer me miró, largamente.—No digas imposible.Y agregó, bajando la voz, con un rápido brillo en los ojos muy claros:

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—Sólo improbable, como tantas cosas.

21.¿qué sospechas lo llevan a forzar la puerta del hotel? ¿quése descubre? No esperaba nada en concreto de la puerta. Sólo abrirla. Porque Shomberg había negado su existencia, absurdamente y sin necesidad. «¿Qué puerta? ¿Dónde viste una puerta?» Porque aparecía señalada con tinta en el recetario mediceo por la señora Stein y para mí. Porque a medio corredor de distancia estaba la oficina de Shomberg, y en el escritorio de Shomberg, mientras él me hablaba de la muerte de su madre, había visto papeles amarillos de carta y una caja con clips muy similares en tamaño al usado para pinchar el buzo de gimnasia. Porque la embarullada confesión de Miguel se había traducido erróneamente.Miguel hizo, él hizo, no refería a un solo yo. Había dos personas en ese discurso: Miguel y otro.Se descubre el cadáver del padre. Había vuelto, quería quedarse con todo, discutieron, lo mató el hijo. Wilde había visto el cuerpo. Lo hizo desaparecer con Miguel. Stein se enteraría y averiguaría, creería que en ese cuarto estaba el disfraz de fantasmapor eso también la mató.

20 ¿Qué sucede al retornar al pueblo? ¿Qué revela la carta de la forense? ¿Qué sucede con Miguel? En la pensión Flora llora, está Gálvez, la policía había interrogado a Miguel que había confesado el crimen de la Sra Stein. La forense concluyó que no fue suicidió, la ahorcaron y se simuló la escena. Encontraron la soga y la navaja en el galpón. Miguel se cortá las venas y muere

19.¿Qué hace Juan en su visita a Bs.As? Se entrevista con el amigo, le cuenta sus preocupaciones sobre los hechos en el pueblo. Luego visita a SDtein que le recomienda que se deje llevar por la intuición, que no razone tanto. Le había mostrado un señalador que había comprado en un viaje para su esposa, llevaba un clip. Recordó en el otro ejemplar del libro regalado que en el que tenía había una marca

18.¿Qué descubre Juan al ir al hotel de noche sobre el fantasma? ¿Qué explicación recibe?Ve arriba a Shomberg vestido de mujer. Él le dice que se trata de una ceremonia en homenaje a su madre, se cumple aniversario. No se llevaba bien con el padre, él la llevó a la muerte.17.¿Qué sucede cuando Miguel despierta y lo interroga Juan? Le pregunta quién lo maltrataba, le pegaba, afirma eso; cuando le pregunta si fue porque vio algo que no tenía que ver sufre otra vez convulsiones, pero se calma.

16. ¿Qué le llama la atención a Miranda al observar el sillón de Juan? ¿Qué sugiere sobre Shomberg y Aminta? ¿Qué recuerda de la relación con su esposo? Había ido a la casa, no quería separarse con violencia abrió la puerta ella tenía un arma y recuerda el disparo pero nada más. Vio el cuerpo caer, la sangre pero al volver en sí le habían dicho que estaba bien, sin daño, médicos, el abogado. Es del castillo y tiene las iniciales LS de Linus Shomberg en dorado, pero ese dorado lo ha visto en otro lado. Ella presume que la casa y los muebles se los dejó a Aminta porque tenía relaciones con ella y Flora era la hija.

15. Al ir de Cabalgata con Miranda hacia el sauce en que se encontró a Hilda ¿ qué detalle extraño descubre que se le pasó por alto sobre su muerte? ¿Qué empieza a recordar de la última entrevista que tuvo con ella? La firma en la nota de suicidio, la letra H no era la misma que había puesto en la dedicatoria del libro de cocina que le dejó como obsequio. Recuerda que fue en el taller de manualidades

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14. ¿Qué le confiesa el cura a raíz de charlar con Juan sobre el miedo y los golpes de Miguel?¿Qué concluye sobre Miguel? Que el padre de chico lo golpeaba fuerte, después de pagar a la madre, era un borracho perdido, a los siete años se refugiaron en un iglesia, llegó la policía, pero el padre estaba muerto, le había dado un infarto. Por la mano levantada como lo hallaron tratando de tapar un golpe se da cuenta que las palizas son reiteradas pero no hay golpes.

13.¿Qué sucede cuando Aminta revisa a Miguel? El médico había dicho que sufrió una descompensación. Ella asiente, pero agrega que de miedo.

12.¿Al recordar la charla con al ir a comprar un cuaderno ¿de qué se entera sobre la relación entre la hija y Shomberg? ¿Qué más revela sobre él?¿¿Cuál es la versión de Marucha, la hija? Y qué sabe sobre el sargento Gálvez?Se rumoreaba que él había salido o abusado de la hija, pero ella confiesa que la usó en realidad para tapar su homosexualidad. No podía denunciarlo por eso, y además Gálvez la tenía entre ojos por haberle presentado a la esposa a un camionero. Cree que Shomberg levanta muchachos de Luján y los lleva a un rincón de la laguna, donde funciona una especie de burdel. Termina revelando que abusa de Migeul Difundieron lo de la violación para difamarla por envidia, ha hecho plata. Sabe que su hija es fea, pero ella realmente está enamorada. Al irse habla con él Marucha, le pide que no crea a la madre, ella sí estuvo con Shomberg, pero sabía ya de entrada que era pasajero, como todas con las que se acuesta, incluso con su madre. Por celos, despecho difunde esa mentira de que es homosexual.

11.¿Qué hecho importante sucede en el encuentro entre el cura y Juan? Miguel sufre una especie de desmayo. Vuelto en sí pide que no le peguen, que confesará, que fue él.

10.¿Qué problemática matrimonial revela a Juan que tenían los esposos Stein? ¿Qué obsequio le dejó Hilda para él? ¿Qué revelación se da al final de la entrevista entre Stein y Juan? Era estéril, pero él suponía que no era el tema de tener un niño, pues podrían haberlo adoptado, sino que ella quería sentir todos los efectos físicos, sentirlo, la carga, las complicaciones. Le dejó un libro muy caro de recetas de cocina. Al final, al tocar Juan el bastón, la empuñadora de plata con el escudo de armas, que lo conocía: su abuelo lo llevaba a su librería de la calle Florida, su abuelo había sido amigo.

9.¿Qué nota la forense en el examen de la Sra Stein?Qué la carta estaba enganchada al buzo con un clip. Es raro en una mujer, que usaría un alfiler, incluso en el hotel entregan un costurero personal y no sal ir a buscar un elemento de oficina.

8.¿Quién es el dios del cuadro? ¿Qué episodio le había relatado la Sra Stein a Juan en relación a éste? El dios del cuadro al que se refería es el cuadro que domina el hall de entrada al hotel. Un retrato al óleo de Shomberg Grande, con un marco dorado y barroco.Linus Shomberg a los cuarenta y tantos. Bien parecido, de melena y bigotes, con un aire de suficiencia que acentúa la nariz aguileña, la sonrisa algo desdeñosa, de burlarse de la impresión de respetabilidad que debería dar la pose rebuscada, anticuada, del cuerpo muy erguido contra el respaldo de un sillón que reluce de oro como el marco de la pintura, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda y sobre esa pierna la mano que sostiene un libro en el mismo gestodisplicente de la cara que mira al espectador. Un profesor ilustre, un científico laureado, sugiere el cuadro a los huéspedes desde la pared elegida por la veneración del hijo, imagen del padre muerto lejos de su castillo, en Berlín, la ciudad dividida y amurallada durante casi treinta años. Cierta noche no podía dormir, se levantó, quería ir a ver sobre el fantasma, pero encontró a Shomberg chico junto al cuadro, hablando, insultando en alemán al padre y diciendo por qué le había hecho eso, que ahora no le podía hacer eso.

7. ¿Para qué ha mandado llamar el sargento Gálvez a Juan? ¿Qué datos personales se saben? Lo manda a llamar a la laguna, en el hueco de un árbol se halla el cadáver de una mujer, tiene una soga al cuello y está vestida con las ropas de gimnasia que usan en el hotel, es Hilda Stein. Juan

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pide dejar todo como está hasta que venga gente de luján, ha sido un asesinato, aunque el sargento cree en el suicidio. Tenía 58 años, le gustaba cocinar para la familia, obesa, iba a perder kilos que luego recuperaba en Bs.As. No cree que sea una persona para suicidarse. Encuentran una carta donde expresa la decisión, pero aún así no cree Juan en la hipótesis, ella no se habría suicidado, hubiera hablado antes, era un impulso como cocinar. En realidad no le interesaba ni engordar ni adelgazar, sus escapadas eran para suplir la indiferencia de un marido joyero, los hijos grandes que apenas la visitaban.

6. ¿Cuál es la historia de Miguel Dono? Tiene unos 60 años pero por afecto le dicen Miguelito y por las reacciones infantiles. Había sido abandonado al nacer en el jardín de la capilla y lo adoptaron los dueños de la panadería. Creció muy inteligente, trabajaba como jardinero y estaba de novio hasta que le pasó el ver la aparición fantasmal. Una noche venía con otro muchacho de tomar ginebra. Habían visto el resplandor de un fuego y siluetas de hombres que arrojaban al fuego bultos de los que se veían piernas y brazos. Los muchachos habían escuchado sobre cadáveres que arrojaba el mar, de desaparecidos, militares y subversivos. Conjeturaron que podía tratarse de ajuste de cuentas entre criminales de un pueblo vecino que era un aguantadero. Se prometieron guardar silencio. Sin embargo, atormentado por las pesadillas casimito contó todo meses más tarde a un médico de Luján. Lo trasladaron a un hospital de Bs. As. Sin aviso a los padres y nunca regresó. Miguel dejó los estudios, no se casó, empezó como jardinero en El Castillo y vive en un galpón prestado

5. ¿Quién es Flora? ¿Qué le revela a Juan cuando este vuelve de un paseo a caballo? Lo atiende en la pasión, hija de la dueña y se considera vidente. Ha tenido una visión: Ha visto a Shomberg Grande en el pueblo. Él le hace ver que él ha muerto hace 30 años en Berlín. Ella afirma que vio su fantasma y muy mal vestido, lleno de barro.

4.¿Qué suceso lo ha llevado a él, Juan, al pueblo? Un accidente en la ruta, un choque contra un camión estacionado. Alguien murió. Él debió pasar por varias operaciones para salvarle la vida. Sin embargo, le quedó una renguera. Elena fue la esposa, se divorciaron. Tenían un chalet en San Isidro. Al romperse la pareja fue sin demasiadas complicaciones, no había hijos, la casa no quería ser habitada por ninguno. Ella trabajaba en una empresa de medios y él en el estudio. Ninguno tenía familiares cercanos. La madre de ella se había vuelto a casar en Miami, los hermanos en Europa. Él perdió a los padres y los abuelos. Ambos tenían sus vidas en otra parte, ambos se engañaban. En el encuentro por el divorcio ella pidió la mitad de la biblioteca, a pesar de que casi no leía. Habían arreglado estrictamente por la mitad todos los otros bienes. Discutieron, salieron en el auto alterados; él manejaba a alta velocidad, lloviznaba y se produjo el choque, donde ella murió.

3.Por qué la visitante se encuentra en aquel pueblo? ¿A qué se dedica?Por estrés y agotamiento intelectual, pérdida de memoria. Ya no podía dar clases como profesora de Historia. Le recomendaron unos días de campo y alguna medicación. Y en realidad para olvidar el accidente en que había muerto su esposa.

2. ¿Qué historia se cuenta sobre Shomberg Grande? ¿Qué explicación daba el cura del pueblo? Descubrió que su mujer tenía un amante y la tiró desde la torre más alta, escapándose luego a Alemania. Su hijo fundó el hotel en esa mansión, luego lo convirtió en spa y aguas termales. El fantasma suele aparecer por las almenas las noches de luna menguante. Menos el cura y Turner todos lo han visto. Para el cura son supersticiones. Discutían con frecuencia, ella solía tomar sol desnuda resguardada para no ser vista en la torre. Fue un accidente, él no lo soportó y volvió a Alemania. Quizá exceso de bronceador. La gente le atribuye milagros y han alzado un pequeño santuario.

1. ¿Qué caso le plantea la desconocida del Hotel a Juan Turner? ¿En qué circunstancias ocurrió? ¿Por qué recurre a él? Ha encontrado un muerto. Estaba en el umbral del pabellón. Creyó que era un borracho o estaba dormido, quiso despertarlo tocándole la espalda, pero

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tenía sangre. Avisó al dueño Shomberg. Fue a las once de la noche, cuando volvía al hotel. El pabellón espiritual es un anexo del hotel. Cuando fue a buscar al dueño y volvió el cadáver no estaba más.

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