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Sebastián Edwards

Un día perfecto

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© 2011, Sebastián Edwardsc/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia [email protected]

© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo de habla hispana Editorial Norma S. A. para La otra orilla

ISBN: 978-956-300-272-0 CC: 28002902

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Domingo 10 de junio de 1962

2:01 pm

A Ofelia le gusta el ruido que hace el mar-tillo contra la broca. Es un golpeteo rítmico que perfora la tarde soleada y perezosa. Pasea los ojos por el dormitorio de sus hijos y piensa que es acogedor. Las camas están cubiertas por colchas azules que hacen juego con la cortina estampada de flores. Sobre una de las paredes hay tres pequeños cuadros de animales: un mapache con su antifaz negro, una jirafa y un puercoespín de púas relucientes. En otro de los muros hay una fotografía del delantero de la Universidad Católica Alberto Fouillioux. El futbolista tiene la pelota en las manos y su mirada se pierde en la distancia. A pesar de que sonríe, Ofelia piensa que es una imagen triste.

El hombre, con la espalda vuelta hacia ella, martillea lentamente. Sus manos son delgadas y duras, con las palmas curtidas y callosas. Ronda la treintena, aunque podría ser algo menor. Es alto, delgado y anguloso. Su boca es amplia y sus labios se curvan hacia abajo al llegar a la comisu-ra. Un mechón de pelo claro cae sobre sus ojos azules y cada cierto tiempo se lleva la mano a la frente para apartarlo. Viste con sencillez y usa zapatos pesados que no están del todo limpios.

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De pronto, deja de golpear y mira por la ventana. Se sacude las manos y se vuelve sin prisa. Al ver a Ofelia se sonroja. Luego sonríe.

“Hola ”, dice ella en un tono despreocupado. “¿Cómo va ese trabajo?”.

“La pared es más dura de lo que pensaba”, responde él. “Pero ya cederá. El estante estará instalado en un par de horas”.

“Qué bueno”, señala ella. “Los niños van a estar felices. Necesitan un lugar donde poner sus cosas. Sus libros y sus juguetes. Extrañan la casa de Santiago. También a sus amigos”.

“Sí, en menos de dos horas estará listo”, dice él, mientras coge la broca y el martillo.

Ofelia tiene el pelo corto. Demasiado corto, ha dicho su madre, agregando que es un peinado poco femenino. Pero ella piensa que ese corte irregular y algo desordenado realza sus pómulos y su nariz delgada. Además, es muy cómodo; lo puede lavar con facilidad y se seca de inmediato. Sus ojos son grandes, inquietos y expresivos. Es callada, sin ser tímida. Es alta y de piernas largas. Piensa que sus caderas son demasiado amplias e intenta disimularlas en el vestir; por eso, quizá, casi nunca usa pantalones. Cuando se concentra, entrecierra los ojos como un vigía que escruta el horizonte y entreabre sus labios finos en una actitud que pasa por desafiante.

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El hombre golpea con más brío y a Ofelia le parece que la pared cede ante sus embestidas persistentes. Acelera los golpes. Repentinamente, lanza un grito y deja caer las herramientas.

“¿Qué pasa?”, pregunta Ofelia alarmada. “Nada grave”, dice él, y le enseña el dedo

índice de su mano izquierda. A la altura de la se-gunda falange empieza a brotar un hilo de sangre.

“A ver”.“Estoy bien”, afirma él, haciendo una mueca. Ofelia le toma la mano y mira el dedo con

atención. Dice: “Es un corte profundo. Voy a buscar agua

oxigenada”. No tarda en regresar con un pequeño boti-

quín. Limpia la herida con una mota de algodón que se tiñe de un púrpura oscuro.

“Hay que evitar que se infecte”, señala, ins-peccionando el corte con delicadeza. Está por agregar algo, pero no lo hace. En cambio, lo mira a los ojos durante un segundo, sonríe y repite lo que ya mencionó:

“Hay que evitar que se infecte”. Luego, y con una lentitud que a él le parece

deliberada, se lleva el dedo a la boca. Más de la mitad desaparece entre sus labios. Succiona con suavidad. Él cierra los ojos. Siente un estremeci-miento y un vacío en el estómago. Quiere que ese

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instante se prolongue para siempre. No alcanza a terminar sus pensamientos, cuando ella lo deja escapar, y lo examina con el ceño fruncido. Le pregunta si le duele mucho. Antes de que él res-ponda, vuelve a introducirlo en su boca. Ahora es Ofelia quien cierra los ojos, mientras chupa con delicadeza. Pasan tres, cuatro, cinco segundos, y lo deja ir. Aplica un poco de agua oxigenada. Toma una curita y la pone sobre el corte. Dice:

“Tienes que tener cuidado. La herida puede volver a sangrar”.

“Gracias”, responde él en voz baja, casi inaudible. Piensa que las mejillas de Ofelia han adquirido un leve brillo. Pero en vez de decírselo, mira su dedo malogrado.

A Ofelia le parece que está pálido, como si hubiera visto un ánima.

“Vamos a la cocina”, propone. “Podemos tomar un vaso de agua”.

El hombre está por seguirla, pero se detiene. Mira su reloj, y luego pasea la vista por el peque-ño dormitorio. Enciende una Philco negra que hay sobre la mesa de noche y sintoniza una de las estaciones que transmitirán el partido. Los comentaristas ya hablan de las alineaciones de los equipos y del espectáculo que, están convencidos, será inolvidable. Se sienta en una de las camas, palpa su herida y se concentra en lo que dicen.

Desde la distancia, llega la voz de Ofelia:

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“¿Qué haces?”, pregunta.Luego de una pausa, agrega:“Esteban, ven”.

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2:39 pm

Leo Horn corre en dirección al hombre caí-do, con el brazo derecho extendido y acusador. Al igual que durante sus años en la Resistencia, tiene solo unos segundos para tomar una decisión importante. Y si bien este no es un asunto de vida o muerte, sabe que lo que está en juego es el amor propio de dos pueblos or-gullosos y distantes. Los comentaristas locales gritan “¡penal!, ¡penal!, ¡penal!”, como si con ello fueran a influir en la decisión del juez. No está claro quién es el jugador de camiseta blanca que yace en el vértice derecho del área: algunos dicen que es Leonel Sánchez, el zurdo magnífico que días atrás fue una pesadilla para la atribulada selección italiana; otros aseguran que se trata de Armando Tobar, un delantero eficiente que entrega todo de sí en cada uno de los encuentros.

Juan Domech, quien llegó temprano al es-tadio y se encuentra en las tribunas a la sombra, no sabe los nombres de los jugadores, pero está convencido de que es el número 21. Lo que no puede aseverar es dónde se encontraba en el mo-mento de ser golpeado por el defensor soviético. Le parece que estaba unos centímetros dentro del área de castigo, pero no lo sabe con precisión.

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Juan es de mediana estatura y de constitu-ción atlética. Tiene el pelo negro y liso, los ojos oscuros y capotudos. Un bigote, que cuida con esmero, corta su cara alargada y le da a su expre-sión un aire de confianza y cercanía. Usa anteojos de un delgado marco de acero; sus dedos son largos y fuertes y no llevan anillos, lo que sugie-re —aunque no lo asegura— que a pesar de sus treinta y seis años, sigue siendo soltero. Si bien nació en España, no ha vuelto a poner los pies en ese país desde 1939, cuando a los trece años se exilió en México junto a su madre y hermana.

Leo Horn recorre los nueve metros que lo separan del incidente y resuelve optar por la pru-dencia. Es muy temprano para tomar decisiones drásticas; ya habrá tiempo de sobra en los ochenta minutos restantes. Con ademanes autoritarios indica que la infracción se produjo fuera del área de castigo. No es penal, tan solo tiro libre. Los jugadores chilenos reclaman y el público lo pifia con una furia incontenible. Pero Leo Horn permanece impertérrito. En su larga carrera ha vivido numerosas situaciones difíciles y siempre ha salido bien parado. Es una cuestión de calma y presencia, se repite, mientras que con el brazo extendido señala en dirección del arco soviético.

Los ánimos empiezan a calmarse y Lev Yashin, alto y sereno, les da instrucciones a sus jugadores, que visten la tradicional casaca roja

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con un vistoso CCCP en letras blancas sobre el pecho. Juan Domech toma sus binoculares y los dirige hacia el guardameta. Como siempre, Yashin está vestido de un negro severo. Las pier-nas son enormemente largas y mueve los brazos —también larguísimos— con parsimonia mien-tras ordena la pared humana que se interpondrá entre su valla y el balón. Sus manos parecen gigantescas y están metidas dentro de guantes, también negros. La distancia, calcula, es de veinticinco metros, y si bien no sabe quién es el encargado del disparo, no le da mayor importan-cia. La “Araña Negra” —como es conocido por la afición mundial— ha participado en jugadas como esta en cientos de ocasiones y casi siempre lo ha hecho con éxito. De pronto recuerda, como un mal presagio, el juego disputado hace unos días contra el desconocido equipo colombiano; pero, con esa disciplina aprendida durante sus años en el ejército, aparta las imágenes y los malos pensamientos y se concentra en el tiro libre que está por ejecutarse. Decide formar una barrera compuesta por solo tres hombres. El resto, indica a gritos, debe ubicarse en el centro del área a la espera del balón que, está convencido, llegará por el aire en busca de las cabezas de los delanteros rivales.

¤ ¤ ¤

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Esteban deja el martillo y la broca en el suelo y se concentra en la voz del locutor. Agudiza los sentidos, pero no puede imaginar todos los deta-lles en el campo de juego. Ofelia está sentada en la cama de uno de sus hijos, mientras que él se encuentra de pie con la mirada fija en la Philco. Por la ventana entra el sol de la tarde, dándole a la habitación una luminosidad inusual para un día de otoño. Ofelia va a decir algo, pero se detiene. Se da cuenta de que Esteban tiene toda su atención puesta en el locutor, quien repite lo que ha afirmado hasta el cansancio: el árbitro se equivocó y en vez de tiro libre debió haber cobra-do un penal. Ofelia se pasa la mano por el pelo, lo mira y esboza una sonrisa que Esteban no ve.

¤ ¤ ¤

Juan Domech siente el olor agrio y punzante que flota en el aire. Poco a poco se ha ido acos-tumbrando y, aunque nunca lo abandona del todo, ya no lo persigue con la tenacidad de hace unos días. Enfoca sus binoculares en la “Araña” y vuelve a impresionarse por su tranquilidad. Sin apartar los Zeiss de sus ojos, gira la cabeza hacia la izquierda, hasta que, uno a uno, empiezan a aparecer los defensores soviéticos, sudorosos y concentrados. Admira las casacas rojas con sus cuatro letras blancas y relucientes. Y aunque

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trata de evitarlo, evoca sus años en Moscú. Piensa en Nadia, a quien llegó a amar hasta la insensatez, y en los viejos camaradas de su padre, esos exiliados nostálgicos y enrabiados con los que departió innumerables veladas de vodka y arenques. También recuerda el día en que decidió que Moscú no era para él. Desde luego, era un hombre de izquierda y seguía comprometido con los ideales del socialismo, pero durante una noche de insomnio concluyó que prefería vivir en Occidente. Fue así como en 1952 se mudó a Londres y empezó a trabajar como reportero de la agencia Reuters. Desde entonces viaja, cubriendo guerras, terremotos y alzamientos militares. Su primer reportaje importante fue en Kenia, donde escribió sobre la rebelión de los Mau Mau, a principios de los años 50. Estuvo en Suez en 1956 y entre los primeros en subir a la Sierra Maestra para entrevistar a los rebeldes que luchaban contra Batista. Vuelve a dirigir los Zeiss hacia Leo Horn. Al finalizar el partido lo entrevistará para su nuevo libro. Quiere que el árbitro le hable de su vida como partisano du-rante la guerra. Que le cuente sobre las acciones armadas, los sabotajes y las refriegas. También sobre sus días como fugitivo, viviendo al borde de la catástrofe, paseándose con papeles falsos, escabulléndose por agujeros mínimos y burlando a los nazis una y otra vez.

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En el lugar de la infracción, Leonel Sánchez toma la pelota en sus manos. La coloca con suavi-dad sobre el césped, y luego la vuelve a acomodar. Mueve su brazo izquierdo como un molino, en un gesto que Juan interpreta como una orden que dice: “Todos al área, a cabecear”. De pronto, un silencio recogido cae sobre el pequeño estadio. Los diecisiete mil espectadores se ponen de pie a la espera del disparo. Los de la tribuna llamada “brava” —la más cercana al balón— se llevan una mano a la frente, formando una visera para tapar el sol y mirar con claridad lo que está por suceder. Pero más que verlo, lo que buscan es el recuerdo, el poder decir que estuvieron ahí, que fueron testigos de lo que pasó ese domingo de junio en el estadio de Arica.

Leonel Sánchez parece estar en otro mundo; acomoda la pelota por tercera vez y empieza a retroceder. Da uno, dos, tres pasos hacia atrás, y se detiene. También se lleva la mano a la frente para darle una última mirada al arco rival. Es la mano izquierda, algo que Yashin ha notado, y que le confirma que el pateador es zurdo; ahora tiene la certeza de que el peligro vendrá de los cabeceadores. Leo Horn toca su silbato indican-do que es hora de cumplir la falta. Pero en vez de tomar carrera, Leonel Sánchez da un nuevo paso hacia atrás.

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Cuando escucha al comentarista decir “Sán chez toma distancia y se apresta a disparar...”, Esteban desea estar en el estadio, siendo un testigo más de la gesta nacional. Quiere ver a Leonel Sánchez con la camiseta blanca y ceñida, y con ese gran número 11 en la espalda, emprendiendo la carrera hacia el balón que acomodó con tanta suavidad. Quiere verlo avanzar a grandes pasos, enfilando en dirección al arco de la “Araña Negra”, Lev Yashin.

¤ ¤ ¤

La pelota se eleva y su trayectoria parece ser la convencional. Avanza y al mismo tiempo gira sobre sí misma. Pero hay algo fuera de lo común. En vez de girar de izquierda a derecha, lo hace en el sentido contrario. Es por eso que el dispa-ro no se curva —o no se curva aún— hacia el centro del área, donde se encuentran apiñados delanteros y defensas.

Ahora es evidente que algo extraordinario está sucediendo. En vez de superar la barrera de tres soviéticos por la derecha, como todo el mundo esperaba, la pelota está por sobrepasar la muralla humana por la izquierda. A Juan Domech le parece que ni los delanteros ni los

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defensores que pululan al borde del área chica podrán participar de la jugada. La “Araña Negra”, en el centro del arco, espera que el peligro venga de los cabeceadores. Cuando finalmente entiende que el trayecto del balón no es el que suponía, ya es muy tarde. El disparo, que viene a gran velocidad, sigue curvándose, alejándose de donde se ha ubicado; ahora sabe que Sánchez busca el arco y no a sus compañeros.

Con su gran número 1 en la espalda, Yashin torna la cabeza y ve que la pelota está por cruzar la línea de gol. Los hombres de la barrera aún están en línea, formando esa muralla que no ha podido detener el pelotazo del zurdo puntero chileno. Al igual que el arquero, voltean la cabeza para mirar cómo terminará la jugada. El primero de ellos, el que lleva el número 14 en la casaca, parece intuir que las cosas concluirán mal. Leo Horn está entre Yashin y la muralla formada por los soviéticos. Tiene el silbato en la mano derecha y la mirada alerta.

El balón se introduce al arco, mientras die-cisiete mil gargantas sueltan un rugido de emo-ción. Un delantero chileno —el que lleva el 9 en la camiseta y las medias bajas— alza su brazo derecho con el puño apretado. El número 7, uno de los supuestos cabeceadores, está rodeado por cuatro defensores soviéticos que miran impoten-tes y atónitos, mientras que Tobar, la víctima de

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la infracción, aparece como principal testigo de lo que ya se vislumbra como una de las mayores gestas del deporte nacional.

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Ofelia y Esteban saltan de alegría, se abrazan y ríen de felicidad. El locutor grita gol, y vuelve a repetirlo una y otra vez, hasta que su voz se ex-tingue en la afonía: “¡Gooooooooool, goooooool, goooool de Chile!”. Con el ruido que hacen, ni Ofelia ni Esteban escuchan lo que señala el comentarista; no saben que ha dicho: “¡Justicia divina! ¡Justicia divina! ¡Ese era un penal y ahora es gol!”. Continúan abrazándose, mientras el estante sigue sin ser instalado. Finalmente, ella se aparta y con la cara sonriente exclama:

“¡Qué locura!”.De súbito, Esteban se pone serio y repite a

media voz, como si hablara consigo mismo: “Sí, qué locura”.

¤ ¤ ¤

Juan Domech traga saliva y mira a su alrededor. Las tribunas son invadidas por abrazos y gritos, rugidos de felicidad y de orgullo, palmetazos en la espalda y lágrimas de emoción. En la cancha, los jugadores chilenos celebran, se abrazan y ríen,

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escupen sobre el césped y miran a sus rivales con ojos que, de pronto, son altivos y desafian-tes. Juan se siente solo, casi huérfano. Trata de animarse pensando que es un revés temporal. Al final, se dice, los triunfadores serán, como tantos han vaticinado, los suyos, los de la hoz y el martillo. Mira hacia el arco soviético y ve a Yashin erguido y tranquilo. Es un gigante en paz, un hombre experimentado que no se impa-cienta ni desespera. Sabe que aún queda mucho tiempo, que las grandes batallas no se ganan en un minuto, y que las victorias nunca llegan por sí solas. Se logran con paciencia, perseverancia y tenacidad. Domech dirige sus binoculares hacia el círculo central y ve a Leo Horn esperando a que los chilenos terminen de celebrar.

¤ ¤ ¤

Esteban se sienta en una de las camas y mira el aparato de radio con intensidad. Escucha a los locutores contar, una vez más, ese gol que en menos de un minuto ha pasado a ser parte del ceñido catastro de heroísmos nacionales. Se emociona con lo que escucha. Es una hazaña que abre una puerta a la esperanza, a la noción estrambótica de que quizá sea posible seguir avanzando con los mejores del mundo. Toca su

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dedo herido y vuelve a pensar que tal vez debió haber ido al estadio.

Ofelia afirma el hombro contra el marco de la puerta y mira por la ventana. La ausencia de sus hijos le produce una sensación de irrealidad. Los imagina caminando a la orilla del océano, mientras los abuelos los contemplan desde lejos. Fue buena idea mandarlos a Viña del Mar, así aprovecharán el aire fresco y evitarán, aunque solo sea por unos días, el olor agobiante y malsa-no de Arica. De pronto, Esteban se vuelve hacia ella, y dice:

“¡Qué ganas de fumar!”.“Voy por un cenicero”. “Es que no encuentro mis cigarrillos. No sé

dónde los dejé”.“¿Quieres uno de los míos?”, le pregunta ella,

pasándole un paquete. Antes de que responda, agrega:

“Aunque quizá sean muy suaves para ti”. “Están bien. No te preocupes”.“Espera”, dice ella. “Voy a buscar los de José

Manuel. Son sin filtro y te van a gustar”.

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2:43 pm

Desde uno de los asientos a la sombra, José Manuel Morandé sigue el juego con atención. Los soviéticos avanzan con la marcialidad y el orden de un destacamento pretoriano. Son altos y rubios, de piernas largas y fornidas. En contraste, los jugadores chilenos se ven pequeños y frágiles. Pero a pesar de ello, no se amedrentan. Al contrario, desde la distancia pareciera que crecen con el asedio, que gozan repeliendo cada embate y cada estocada. José Manuel mira de reojo a Max y Alberto. Son buenos amigos, piensa. Quizá no tan buenos como los que dejó en Santiago, pero son leales y eso es lo que importa. Fue un acierto haberse mudado a Arica. El trabajo en la pesquera es interesante y le pagan bien. Además, está con-vencido de que el futuro del país está en el mar. Claro, lo apenó dejar el campo de la familia, pero la situación económica era cada vez más difícil. Trata de olvidar sus preocupaciones y concentrarse en el partido.

La presión de los soviéticos aumenta; domi-nan casi sin contrapeso. Uno de los delanteros retiene la pelota y espera a que dos defensores chilenos se abalancen sobre él; se trata de una maniobra deliberada, de una especie de señuelo

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que le permite abrir el resto de la cancha y darles mayor movilidad a sus compañeros de ataque. Juan Domech nota que a pocos metros de la jugada, fuera de la cancha y sentado sobre un pequeño banco de tres patas, se encuentra uno de los cientos de policías del Cuerpo de Carabineros que pululan por el estadio. Todos vestidos de verde, con la gorra ceñida hasta las cejas y un revólver en la cintura. También hay carabineros en lo alto de las tribunas, de pie y con una actitud severa y alerta, como si quisieran controlar todo lo que está sucediendo.

El que ahora domina el balón es Ponedelnik. Levanta la cabeza, da un par de pasos e intenta un centro. El disparo, sin embargo, es muy largo y muere mansamente en las manos del arquero. Este aprisiona la pelota y barre la cancha con sus ojos negros y achinados. Está por despejar, pero se detiene. El público lo aplaude y lo alienta. Que demore, le gritan. Que dilate y haga tiem-po, por algo el equipo nacional va adelante en el marcador y están jugando de local. Leo Horn se dirige hacia la portería con aire de impaciencia. En cualquier momento hará sonar su silbato y amonestará al guardameta. Pero se trata de un hombre experimentado, y antes de que le llamen la atención se desprende del balón con un dis-paro largo y potente que describe un estilizado arco contra el cielo de la tarde. La pelota cruza la

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mitad de la cancha y cae a los pies de uno de los jugadores chilenos, que la controla con destreza. De inmediato lo rodean tres adversarios. Si bien no tiene binoculares, a José Manuel le parece que el chileno hace una mueca de resignación. Contempla a Max y percibe la tensión y el mie-do en sus ojos. Vuelve a mirar hacia la cancha y se asombra al ver que el jugador nacional —su nombre es Ramírez y lleva el número 7 sobre la espalda— ha dejado atrás a sus rivales. No sabe cómo lo hizo, pero tampoco le importa. Lo esencial es que ya enfila hacia el arco enemigo con el balón pegado a los pies.

El público brama y lo anima. Ramírez parece no escuchar los gritos sobre la patria y sus sufri-mientos, sobre sus héroes y sus dolores. Despeja su mente de todo pensamiento ajeno y sigue su camino. En la portería, la “Araña Negra” se apresta para lo peor. Sabe que no puede volver a sucumbir, que si lo hace, sus compañeros enfrentarán una montaña difícil de escalar, un Klyuchevskaya escarpado y traicionero. Un rápido vistazo le indica que hay dos delanteros chilenos expectantes. El número 11 es el que más le preocupa. Ya conoce su fuerza y resolución, su puntería y poderío. Lo mira y frunce el ceño. De pronto siente alivio al ver que sus defensores se desplazan con rapidez y que ya tapan los princi-pales agujeros. Ahora, se dice, debe preocuparse

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de las grietas, de esas oquedades invisibles por las que a veces se cuelan la humillación y el des-consuelo. Tiene los guantes perfectamente cal-zados, como si fueran su segunda piel. Flexiona las piernas y golpea sus manos: dos aplausos sonoros pero tristes. El rugido de los aficionados es ensordecedor y, aunque no entiende lo que gritan, supone que como siempre es una mezcla de exhortaciones e improperios. Con el rabillo del ojo ve que el réferi ha entrado al área penal y que, como es su costumbre, sigue las acciones desde cerca.

El delantero chileno levanta la vista y mira a la “Araña” en el momento preciso en que dos defensores se abalanzan sobre él. Quiebra la cintura y detiene la pelota con la planta del pie derecho. A Yashin le parece que ha perdido el equilibrio y que va a caer, pero no lo hace. Se recupera y empuja la bola hacia adelante. Da dos pasos, cierra los ojos y dispara con potencia. El balón rasguña el botín de uno de los defensores, se eleva y avanza. José Manuel se pone de pie y le parece que el disparo se clavará en el ángulo derecho de la portería rival. Los diecisiete mil espectadores que atiborran el mínimo estadio se estremecen y gritan con todas sus fuerzas. Es un estruendo profundo y extenso que rebasa la cancha y llega hasta el Pacífico. Leo Horn se lleva el silbato a la boca como si esperara una nueva

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conquista chilena. El único impertérrito es la “Araña”, quien, sin alterarse, observa la pelota rozar el travesaño, besándolo casi, y perderse fuera del campo de juego.

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Esteban mira por la ventana, enciende un ciga-rrillo y aspira el humo como un albañil en una mañana fría de invierno. Ofelia tiene el suyo en las manos, pero no lo enciende. Un locutor con voz nasal continúa narrando los pormenores del juego. Los nombres de los rusos se suceden con una frecuencia preocupante. Habla de Netto y Chislenko, de Ponedelnik y Voronin. A la “Araña” ya casi no la menciona. Los soviéticos arremeten, disparan, lanzan centros y cabecean. Asedian la valla chilena con eficiencia y control. Oleada tras oleada de ataques coordinados y elegantes, interrumpidos por inconsecuentes y breves incursiones chilenas en el campo rival.

Coge el martillo y la broca y se apresta para recomenzar su trabajo.

“Espera”, le dice Ofelia. “¿Cómo está ese dedo?”.

“Bien, ya no me duele”. “Quiero verlo”, dice ella en un tono de leve

reproche. “Creo que ha vuelto a sangrar. La curita se está tiñendo de rojo y eso no es bueno”.

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A regañadientes, Esteban deja las herramien-tas sobre una de las camas y se acerca a ella.

“Sí”, afirma Ofelia. “Está sangrando”. Remueve la curita y vuelve a limpiar la heri-

da. La examina, y cuando él piensa que volverá a introducir el dedo en su boca, lo deja ir.

“Hay que mantener el corte al aire libre. Esperar unos minutos antes de cubrirlo”.

“Creo que tienes razón”.Ofelia da media vuelta, sale del dormito-

rio, y se pierde en un pasillo angosto y oscuro. Esteban vacila entre seguirla o permanecer en el cuarto de los niños escuchando el partido. Lo que quisiera es dividirse y estar en dos lugares a la vez. Al final se decide y se dirige hacia la sala. Entra y se queda de pie. Ella está sentada en un sofá verde. Le sonríe y le pregunta si quiere un vaso de agua. Él se lo agradece y le dice que está bien, que no tiene sed.

Luego de un breve silencio, Ofelia le pre-gunta:

“¿Te recuerdas de esa vez, hace años, cuan-do te caíste de un caballo? Eso sí fue serio. No como este corte. Estuviste sin conocimiento por veinte minutos, o más. Nos asustamos mucho. ¿Te acuerdas?”.

Él la mira con sus ojos húmedos y demora en responder. Finalmente, señala:

“Sí, lo recuerdo”.

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