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S iempre me llamó la atención el miedo que le tenemos a la muer- te. Nuestros temores se refractan hacia aquellos que están cerca, aquellos que nos muestran que la muerte existe y nos va a llegar a nosotros también. Si pensamos en los enfermos y en los ancianos, en los modos en que nuestra sociedad lidia con ellos, la invención y hegemo- nía de la “salud institucionalizada”, observaremos que estos “espacios de cuidado” –hospitales, clínicas, geriátricos, hospicios– no son otra cosa que lugares de reclusión, heterotopías, “espacios otros”, como los llamó Michel Foucault, donde se suspende el tiempo y se neutraliza, o directa- mente se borra, la identidad. Parece ser que no soportamos la vejez, que resulta intolerable en este tiempo acompañar en la muerte que, por lo general, es lenta y descaradamente solitaria. Como el parto. Michel Odent, el obstetra francés y defensor del parto respetado, analiza este reciente fenómeno bajo la idea de la “industrialización del nacimien- to”, una etapa del capitalismo tardío que se condice con la destrucción del planeta, el uso y abuso de agrotóxicos en los cultivos, la desvin- culación absoluta de la humanidad del resto de las especies animales, es decir, cierta violencia en el nacimiento y los primeros días del bebé como pivote de la conquista de la naturaleza y el sometimiento de las demás especies. Sin embargo, argumenta Odent, ahora que los homíni- dos hemos destruido tan terriblemente la Tierra, ya no sería necesario seguir con esta tradición que nos identifica. Por el contrario, tendríamos que empezar a cultivar el amor desde el inicio, el respeto del parto y del nacimiento, el cuidado de las mujeres y personas gestantes y de los seres humanos que llegan a este mundo para que se ramifique en lugar del egoísmo, la violencia y la destrucción, la cultura del amor hacia todo lo que nos rodea. En términos de la biopolítica de los cuerpos: que haya más oxitocina y prolactina y menos adrenalina. *** Debo confesar que en mi vida anterior pensaba que el parto en casa era una locura, algo de hippies, de personas irresponsables o de aquellos que Parirse CRÓNICA Por Carolina Bartalini BOCA DE SAPO 30. Era digital, año XXI, Mayo 2020. [FRONTERAS] pág. 68

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Siempre me llamó la atención el miedo que le tenemos a la muer-te. Nuestros temores se refractan hacia aquellos que están cerca, aquellos que nos muestran que la muerte existe y nos va a llegar a

nosotros también. Si pensamos en los enfermos y en los ancianos, en los modos en que nuestra sociedad lidia con ellos, la invención y hegemo-nía de la “salud institucionalizada”, observaremos que estos “espacios de cuidado” –hospitales, clínicas, geriátricos, hospicios– no son otra cosa que lugares de reclusión, heterotopías, “espacios otros”, como los llamó Michel Foucault, donde se suspende el tiempo y se neutraliza, o directa-mente se borra, la identidad. Parece ser que no soportamos la vejez, que resulta intolerable en este tiempo acompañar en la muerte que, por lo general, es lenta y descaradamente solitaria. Como el parto. Michel Odent, el obstetra francés y defensor del parto respetado, analiza este reciente fenómeno bajo la idea de la “industrialización del nacimien-to”, una etapa del capitalismo tardío que se condice con la destrucción del planeta, el uso y abuso de agrotóxicos en los cultivos, la desvin-culación absoluta de la humanidad del resto de las especies animales, es decir, cierta violencia en el nacimiento y los primeros días del bebé como pivote de la conquista de la naturaleza y el sometimiento de las demás especies. Sin embargo, argumenta Odent, ahora que los homíni-dos hemos destruido tan terriblemente la Tierra, ya no sería necesario seguir con esta tradición que nos identifica. Por el contrario, tendríamos que empezar a cultivar el amor desde el inicio, el respeto del parto y del nacimiento, el cuidado de las mujeres y personas gestantes y de los seres humanos que llegan a este mundo para que se ramifique en lugar del egoísmo, la violencia y la destrucción, la cultura del amor hacia todo lo que nos rodea. En términos de la biopolítica de los cuerpos: que haya más oxitocina y prolactina y menos adrenalina.

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Debo confesar que en mi vida anterior pensaba que el parto en casa era una locura, algo de hippies, de personas irresponsables o de aquellos que

ParirseCRÓNICA

Por Carolina Bartalini

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no pueden medir las consecuencias de sus actos. Una práctica egoísta que ponía en riesgo al bebé, que podía producir LA MUERTE o cantidad de se-cuelas todas malas y fruto de la irresponsabilidad. Parir como antes cuando las mujeres se morían desangradas en sus camas; parir y que los chicos se ahoguen con el cordón umbilical o se llenen de mierda (qué problema las secreciones y lo escatológico, qué problema). Parir como indígenas, parir como perras. Parir tranquilas, entre mujeres, parir con placer y parir con dolor, parir en la posición que cada una necesita, parir con deseo, parir sin miedo, sin el miedo propio del acontecimiento que es parir y nacer. Sin otros miedos extra. Sin los miedos que pretenden amedrentarnos y pasivizarnos, mantenernos calladitas, colaborativas, tranquilas, modocitas.

Debo señalar, también, que antes no me detenía a pensar mucho en estos temas. Prefería evitar todo lo que tuviera que ver con partos y con bebés, con un rechazo casi patológico. Desde chica siempre dije que si al-guna vez quería experimentar un hije, adoptaría. Con el tiempo no volví a hacerme esa pregunta hasta que pasé los treinta (preguntas, mandatos, de-seos externos que se traducen en la perversa noción naturalizada del ‘reloj biológico’) y, así y todo, pensar en un parto propio nunca se me pasó por la cabeza. Hasta que, embarazada, me di cuenta de que el bebé por algún lado tendría que salir.

Ahora, soy yo quien se siente observada con esa lupa. Atravesada por el lente de la curiosidad y el espanto frente al relato o la respuesta de que parí a mi hijo en mi casa. Cuando mis padres nos vinieron a ver, me pregunta-ron dónde había nacido. Les contamos que fue a los pies de la cama. “¿En el suelo?”. Efectivamente, en el suelo. Imaginaban ellos que un parto tiene que ser en una cama. Parir en el suelo les pareció, lo vi en sus caras, in-concebible. Diría que algo abyecto. No es que hayan rechazado nuestra de-cisión de planificar el parto en casa, al contrario, cuando les conté el plan me acompañaron. Pero tuvieron que lidiar con sus prejuicios. Mi padre me preguntó si podría venir a esperar el nacimiento, sin molestar, sentadito en la cocina (como si fuera, mi cocina, una sala de espera). Le respondí que no, obviamente. No entré en ese momento en detalles acerca de lo se-xual y lo privado del acontecimiento porque me pareció sencillamente un

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A mí me pasaba lo mismo y mucho tiene que ver con la falta de in-formación con la que crecemos, desvinculadas de nuestros ciclos, proce-sos hormonales y sexuales. Mucho tiene que ver con la romantización del parto, la histerización extrema de la parturienta y el silencio médico que resguarda explicaciones fisiológicas y sobrepide estudios como si el saber sobre nuestros cuerpos fuera de ellos y como si la gestación fuera una en-fermedad que hay que atender y temer. Y aunque a veces hay otras situacio-nes que afectan la salud, no necesariamente se dan en todos los embarazos y tampoco debido a ellos.

Ahora soy yo la que es examinada con el lente de la locura. Un lente que refracta los prejuicios de una sociedad escindida, de una humanidad que se somete a los controles del biopoder al tiempo que elude, contra-dictoriamente, las regulaciones del cuerpo. Las regulaciones del cuerpo femenino desbordan el asunto. La ciencia del poder pretende domarlo. No puede tolerar la pérdida de control que significa el acontecimiento del parto: es la vida y la muerte a la vez. Pero también es el grito, es lo intempestivo.

***

Tala llegó con las aguas del sudeste. El lunes de la tormenta y el granizo cumplimos 40 semanas y 3 días de gestación. El último tiempo había pasa-do tranquilo, pero con un incipiente nivel de ansiedad y, mal que me pese, preocupación. Desde que comencé a imaginar el parto, fantaseaba con que mi bebé nacería antes del tiempo previsto. Teníamos fecha para el 27 de septiembre. De hecho, a las 37 semanas ya tenía todo bastante organizado: casa limpia y anidada; ropa lavada y planchada; la cuna, los pañales, las ga-sas, alcohol, zaleas y todo lo del parto en una bolsa de arpillera a la vista; el bolso listo, por las dudas, de cábala. Además, esas últimas semanas fueron hermosas de día y molestas de noche, me pasé el último mes durmiendo sentada y la mayoría de los días sin poder entablar el sueño hasta la maña-na. Ese lunes de tormenta y sudestada, Tala no nació pero algo comenzó a abrirse. La gente habla y la ansiedad sube. Pero también hay algo adentro que hay que soltar. Es cierto.

La inundación llegó a casa, la catarata en la cocina, la pileta en el patio. Cuidar que el agua no llegue a la cama, estrujar trapos toda la noche, ner-vios. Luego, descansar sabiendo que faltaba, ahora sí, muy poco. El domin-go anterior había limpiado y me sentía lista. Hubo que hacerlo de nuevo. Planificar un parto en domicilio tiene sus cosas. Hay que organizar los ele-mentos que nos piden las parteras y manejar el temita de la ansiedad por la limpieza que, en mi caso, no fue tan fácil. Cada vez que decía: “listo, todo limpio, hermoso, perfecto: el parto puede suceder” (cómo si pudiéramos preverlo. Ay, el control), obvio, no pasaba. Sin embargo, se ve que algo se activa porque hasta que no dejamos todo ordenado y limpio después de la tormenta, la cosa no empezó. La humanidad ha llegado a pisar la Luna, mandar cohetes a Marte, pero aun no puede explicar con certeza qué es lo que desencadena un parto de manera natural. Dicen que los pulmones del bebé cuando se desarrollan mandan información a su cerebro para que comience el trabajo de parto. Pero, hay algo en la sujeta gestante que tam-bién influye. Con esto no quiero decir que sea una cuestión voluntaria ni

exceso para él. Antes, habíamos ha-blado de violencia obstétrica y tuve que contarle algunos casos que no se ajustaban al golpe del médico a la paciente que mi padre imaginaba como ejemplar prototípico de “vio-lencia”. Los “bifes” del patriarcado son mucho más sutiles, papá.

A pesar de los miedos y reticen-cias de mis padres, tuve la suerte de que ambos aceptaran mi decisión de planificar un parto en domicilio, incluso, mi madre fue aprendien-do conmigo del tema. Sé que no es común y que muchas veces se evita contarles a las familias justamente para no cargarse con más ansieda-des y prejuicios. Sin embargo, por lo general, cuando te preguntan y respondés que lo tuviste en casa, la gente no sabe qué cara poner. Algunxs se quedan pensando y casi que ni se animan a re preguntar: “¿en tu casa?”, “¿acá?”.

Otrxs, lxs médicxs (juro que lo que sigue es cierto), están entrena-dos para eludir emociones faciales y simplemente se quedan calladxs o hacen preguntas absurdas como “¿parto natural o cesárea?”, como si en mi casa se pudiera realizar una intervención quirúrgica de alto riesgo. Porque la cesárea es una ci-rugía de alto riesgo por más que la quieran disfrazar de lo que quieran (y, explican los profesionales de la salud, los índices de complicaciones por ellas hicieron ascender las tasas de mortalidad materna y perinatal, en lugar de reducirlas como sería su función principal cuando las ce-sáreas son realmente necesarias). Otras personas se ven atraídas por el cuento y charlamos largo sobre el tema, aunque siempre la primera reacción es llanamente el descon-cierto (excepto quienes tuvieron en casa o pretendieron hacerlo). Ojo: es totalmente lógico.

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consciente. Las últimas semanas odié fervientemente todo ese discurso del “estás preparada”, “va a salir cuando vos lo sientas” y toda esa perorata que pone a las mujeres en la situación de sujetas activas de un proceso que las excede. Es decir, no somos nosotras las responsables de que el bebé nazca antes o después de la fecha. El problema es justamente eso: la fecha, no nosotras.

***

Vivimos en una sociedad que pare en hospitales de manera precoz. Quiero decir: el parto institucionalizado tiene tres generaciones. Mis abue-los nacieron en sus casas. Antes de ellos y hasta el inicio fue así. Aunque no siempre hubo casas. Así como tampoco estudios y controles médicos que permitan observar si el embarazo llega a término sin complicaciones, de modo de que efectivamente se pueda planificar un parto en domicilio. Por-que parir en casa hoy no es parir como mi bisabuela, en el medio del cam-po, sola, como señala el relato familiar. Parir en casa es planificar un parto en libertad cuando las condiciones lo habilitan. La pregunta es: ¿por qué ir a un hospital a parir cuando no hace falta? ¿Por qué en las instituciones nos van a someter a procedimientos dañinos, anticuados y violentos como par-te del protocolo médico? Más aún, en tiempos de Pandemia, estos asuntos quedan sobreexpuestos. ¿No es posible, incluso en una situación de ex-tremo riesgo, volver a los controles prenatales a domicilio y fomentar la intervención del Estado para disponer de un espacio seguro en domicilios, si fuera posible, para que los partos que se dan en salud se lleven a cabo?

La pregunta real es: ¿por qué tenemos que ocuparnos y preocuparnos de averiguar, leer, estudiar y llegar a las instituciones con planes de parto impresos y agitándolos en la mano si no queremos que nos violenten? Hay una ley (25.929) que no se cumple. O solo se cumple en sanatorios priva-dos pagando aparte. O solo se cumple cuando presentás plan de parto (si te lo aceptan, si llegás a enterarte, si te armás de fuerza, energía y tiempo para ir y argumentar y discutir, o si directamente ni lo toman, como pasa en muchos casos). O solo se cumple en contados hospitales y maternidades públicas. Contadísimos casos y con restricciones demasiado excluyentes.

El punto es que las mujeres y personas gestantes nos hemos acostum-brado temiblemente a dos cosas: tenerle mucho miedo al nacimiento (al parto) y a considerar que no podemos hacerlo solas, que necesitamos ayu-da. La segunda pauta es la causa de la primera. Así como el patriarcado nos robó el útero, el sistema médico se nos metió en la bombacha con todas sus sutiles y ramificadas representaciones sociales. Llegamos a creer que no podemos parir. Locura. O que si lo hacemos ponemos en riesgo a los bebés. Locura. Llegamos a pensar, porque el sistema patriarcal médico así nos lo va tramando desde pequeñas, que parir es un acto que puede organizarse, regularse y, sobre todo, un acto que debe ser llevado a cabo en Instituciones sí o sí siempre. Llegamos a rozar la idea de la enfermedad. No es casual que el discurso feminista subraye que “el embarazo no es una enfermedad”, tampoco es casual que la medicina obstétrica insista todo el tiempo con cantidad de estudios, muchos innecesarios, y cierta pedagogía de la sumisión, sutil y efectiva. Igual que en la lucha por la legalización

del aborto, la consigna es volver al cuerpo, que es decir recuperar el deseo por el derecho a decidir, siempre.

Leía, en los grupos de parto res-petado en Facebook, una cantidad alarmante de mensajes de ayuda de gestantes desesperadas porque lle-gaban a las semana ¡39! y sus obste-tras ya querían intervenir, inducir o cesariar. Mujeres desesperadas que salen a caminar todos los días (lo hice), que toman té de frambuesa (no llegué), que tienen sexo, que hacen yoga, reflexología y no sé qué más (probé, probé y probé, bienve-nidos sean siempre). Y todo me pa-rece súper bien. Pero eso de sentir que somos responsables de que no nazca porque nosotras no lo deja-mos salir, que “no estamos listas”, o lo que sea que se nos mete en la cabeza como un mensaje en loop, es horrible. En mi caso, no tenía nada que ver con las profesionales que me atendieron. Pero igual el men-sajito chillaba.

El equipo que me acompañó, Carolina Waldner y Ana Becu, ja-más dijo nada por el estilo, muy al contrario. Pero el patriarcado se mete en la sopa, ¿no? Y parece que una de las primeras cosas que pretende enseñarnos cuando nos volvemos gestantes es la sensación constante de culpa (culpa en el em-barazo por comer, por no comer, por querer, por no querer), culpa en el parto (hacerlo bien, hacerlo mal, poder, no poder, querer y no querer –importante–), y más culpa luego con bebé nacide. Pero eso es capítulo aparte.

El derecho a decidir implica el derecho a la información para derri-bar la cantidad de lugares comunes en torno al parto y al nacimiento que, basados en el desconocimien-to, nos llevan a considerar que el

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La asistencia al parto en domicilio en Holanda e Inglaterra se realiza de manera habitual si la gestación es saludable. Los hospitales son para las complicaciones, que las hay, y para eso están los quirófanos: para salvarnos de situaciones que en otros tiempos nos llevaban a la muerte. Otros países, como Alemania y algunos estados de Estados Unidos, se organizan con casas de partos. Una referente ineludible fue Ina May Gaskin, quien fundó el Centro de Partería de La Granja en Summertown, Tennessee, y colaboró en revitalizar la partería como una práctica de mujeres que convoca los saberes ancestrales junto con el estudio científico en la actualidad. Re-cordemos: la prohibición de las parteras en los nacimientos se produjo en simultáneo con la masculinización del parto, los intentos de control de la natalidad (la prohibición de la anticoncepción, el aborto y los infanticidios) y la caza de brujas a mediados del siglo XVI en Europa. Fue la época de la acumulación originaria del capitalismo a costa de la explotación de todo el cuerpo social y, especialmente, el femenino, como analiza Silvia Federici.

***

Volviendo al relato. El martes a la mañana fuimos caminando hasta el sanatorio para el control de la semana 40. Carolina y Ana habían tenido un parto el lunes y no habían podido venir a casa como habían hecho desde el quinto mes en que tomamos la decisión de planificar el nacimiento en casa y ellas comenzaron a acompañarnos. Todo bien, latidos súper bien. Moni-toreo de 20 minutos. Mientras tanto, charlamos. Cansancio. Pasó Gabriela Miglaccio (quien me había seguido el embarazo como médica obstetra) y también charlamos un poquito. Ya está. Pronto va a nacer. Hay que esperar que Tala quiera salir. Me acuerdo que Carolina dijo: “Cuando tengas la casa limpia te vas a relajar”. También señaló, al pasar, que el jueves siguiente se iba de viaje. Inyección de adrenalina. La amé y la odié a la vez. Me di cuen-ta de que su comentario me iba a afectar porque funciono muy bien bajo presión. Así que nos fuimos del consultorio y escupí: “ya no me importa ni que esté limpio ni nada”. Hacía unos días que de verdad quería parir, ya ni pensaba en el miedo tampoco. Fue como una invocación.

Volvimos caminando, pasamos por el centro a hacer compras. Mi vieja vino a casa y con mi compañero limpiaron y ordenaron todo. Impecable. Después de cenar empecé con dolores como de menstruación fuerte. Y me fui a dormir ya sabiendo que la cosa empezaba y que Tala ya ahora sí quería salir a este lado del mundo. Hay algo adentro que se activa, nunca lo hubiera creído, pero es así. Descansar para estar.

A las 4 y pico me desperté con un dolor inexplicable entre el vientre y el sacro. Grité y mi compañero también se despertó. Nos quedamos un rato en cama y al rato me levanté a ver el amanecer con unos mates en la cocina. Fue hermoso. Luego, él también vino y nos reímos sabiendo que nuestro Talito empezaba a nacer. Pasé la mañana dando vueltas a la mesa de la cocina cada vez que me venía una fuerte, o acostada sobre la pelota inflable. Al mediodía se hicieron más fuertes pero en medio venían algunas otras tenues como un respiro o falsas, esas que amagan. Yuri, mi compa-ñero, empezó a contar y anotar y les iba mandando mensajes a Caro y Ana por WhatsApp. Yo pensaba que ya estaba en el famoso “Trabajo de Parto”.

parto en casa es peligroso y que, por el contrario, el parto en ins-tituciones no. El parto es un acon-tecimiento, único, que se resiste al control. Si la gestación es saluda-ble, no hay motivos para creer que un parto fisiológico tiene más ries-go que un parto intervenido. Muy por el contrario, lxs profesionales de la salud hablan de “catarata de intervenciones” y se refieren a la secuencia de acciones que se llevan a cabo para “regular”, para intentar “controlar” los tiempos, los ruidos, el dolor, el aire. De esas interven-ciones surge la mayor cantidad de problemas en los partos y los na-cimientos, que luego nos hacen creer que venían de nosotras o del bebé, que la oxitocina sintética, las maniobras desaconsejadas y reali-zadas de todos modos, la aneste-sia, que las luces y el frío, que la falta de intimidad, que la violencia verbal o corporal, que los tacos, las rupturas de membranas, que la aceleración de las fechas, que todo el compendio de agresiones y “regulaciones” a la persona ges-tante y al feto por nacer durante el embarazo (con su colofón del apresuramiento de la fecha para que no “pase nada malo”) no tie-ne nada que ver con la forma del parto u nacimiento sino que somos nosotras las que no sabemos pujar (¡como si fuera fácil en decúbito dorsal!), las que no sabemos parir.

De acuerdo con la Asociación Obstétrica Argentina, nuestro país tiene un índice de 40 por ciento de cesáreas y este número llega al 70 por ciento en el ámbito pri-vado. ¿Es que puede haber tantas complicaciones? ¿Es que venimos falladas? Estos números, que se re-plican en toda América Latina, no se condicen con el 15 por ciento recomendado por la OMS.

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Apagué el celular y solo le mandé un mensaje a Mercedes, que me acom-pañó como doula durante el embarazo, “estamos laburando”. Chau. Yuri le avisó a mi mamá. La sensación de que todo seguiría en casa, que no tendría que salir a ningún lado, fue de calma y tranquilidad.

Almorzamos una buena sopa (mi compañero había hecho litros y li-tros de caldos bien cargados y guardados en el freezer para el puerperio), aunque mucha hambre yo no tenía o, más bien, no quería comer (luego sabría por qué). Al rato un yogurt, bañadera y vino Carolina. Con su sabia mirada interpretó que faltaba y me dio a entender que todo estaba comen-zando, que las contracciones tendrían que ponerse como las más intensas que estaba teniendo pero todo el tiempo, sin ninguna flojita como las que venían cada tanto. Así que señaló: “si te dormís, a lo mejor se acelera ese paso”. Obvio, me fui a la cama. Eran como las siete de la tarde y para mí la cosa estaba intensa ya. No tenía idea de lo que iba a venir, claro. Las ges-tantes primeras somos así: todo es sorpresa. Para mí fue un sorpresón. Es imposible imaginar el dolor aunque quieras. Cuando me levanté, a la hora, aparecieron esas otras contracciones, las Contracciones Posta. Ahí entendí por qué todas las mujeres con las que había hablado usaban la palabra “IN-TENSO”. No hay modo de dar a entender qué carajo nos pasa en el cuerpo cuando el útero empieza a laburar para que el bebé nazca. Solo pasa y hay que dejarlo fluir y ya. Un dolor primario arrasa, una ola arranca y solo calma saber que en algún momento va a parar. Y va a nacer. Y así.

Esas Contracciones Posta empezaron fuertes y siguieron sin parar. Du-rante la tarde había estado desprendiendo el tapón de a poco. Ahora, en el baño salió ya una cosa consistente y marrón y les avisamos a las parteras. Al rato, llegó Carolina y me preguntó si podía tactarme para ver cómo venía el proceso. Solo me dijo (pícara) que tratara de relajarme y descansar entre una y otra contracción porque la cosa venía para largo. Después me dijeron que solo había dilatado 3 centímetros en ese momento y que ellas pensaban que, como mínimo, estaría toda la noche en el trabajo de parto. Porque ahora sí, me alertó, empezamos El Trabajo de Parto. De repente, te das cuenta de que lo anterior era joda, demasiado tran-quilo para ser verdad (yo, sinceramente, me había ilusionado durante el día pensando que no era tan terrible como decían, que no me iba a doler mucho más que eso… en fin). Intenté acostarme, pensé que Caro se había ido. El dolor, acostada, me resultaba intolerable. Sentada también, pero estaba cansada. Me acostaba y me levantaba cuando la furia del útero arrancaba. Me acuerdo que me agarraba de cualquier cosa, de mi compañero, de la cuna, de la puerta del ropero. Les hice traer un sillón y me senté en la puntita. Peor. Me fui a la bañadera y ahí bajó un poco la intensidad, mejor dicho, la frecuencia. Escuchaba a Caro y a mi compa-ñero hablar en la cocina y me di cuenta de que no se había ido, que estaba ahí. De hecho, vino a escuchar los latidos con su aparatito inalámbrico. Eso me dio tranquilidad, y además, si se iba significaba que la cosa iba a durar mucho y yo solo quería que se acabara ya. Yuri, mi compañero, me trajo helado. Teníamos reservas en el freezer de helado para varios días. Tomé un poco pero lo vomité en seguida. La bañadera con el agua tibia, las velitas en el baño y el mareo del estómago era como un viaje alucinatorio. Me acuerdo que empujaba con los pies la pared de azule-

jos y gritaba, gritaba como nunca imaginé que iba a gritar y nada me importaba. Todos los miedos bo-bos que había transitado durante el embarazo acerca del pudor, de la vergüenza del cuerpo desnudo, de lo escatológico, de los vecinos y los gritos, de la muerte, de sentir al bebé sufrir (cada una tiene sus miedos...) desaparecieron. Ni se asomaron. Empecé a gritar al prin-cipio y no paré hasta el final. Quise pasarlas en silencio pero no podía. Todo fluyó. El cuerpo tiene la sabi-duría ancestral de la tierra. Nadie nos puede arrebatar eso. El cuerpo sabe. Hay que dejarlo ser.

***

Cuando llegó Ana serían las once. A esa altura yo no tenía ya mucha conciencia exterior. Llegó con sus preparados homeopáticos y una agüita sanadora que me daba a tomar y yo sentía que cada sorbo me calmaba un poco. Ella se paró a mi lado y me acompañaba en las contracciones con sonidos que yo intentaba emular. Me dijo algo que no recuerdo pero que sé que tenía que ver con mi manera de llevar el dolor. Yo estaba muy enojada. Sor-prendida de eso que se apoderaba de mí y me agujereaba por dentro. Quería que terminara pronto y a la vez tenía mucho miedo de que si-guiera y siguiera por siempre. Ana dijo algo que no recuerdo y que me hizo considerar que debía dejarme fluir. Ella dice: “respiralo”. Tenía que dejar salir el dolor, dejar salir todo el dolor para que fluyera y Tala pudiera nacer.

Ana trajo sonidos graves a la ha-bitación, de adentro, del vientre. Yo venía haciendo grititos de garganta, medio histéricos. Sabía que por ahí no iba la cosa, y ella me lo recordó

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algo intolerable. Simplemente, porque no es lo que yo quería. Lo mismo que parir con anestesia. Miedo a no poder. Miedo a la catarata de intervenciones. Miedo a hacer fuerza en la nada y sufrir y que el bebé sufra. Y luego, todo el horror del protocolo de neo sobre el bebé, innecesario, sometedor, violento. Obviamente, esto no tendría que suceder tampoco en instituciones. Por eso, un tiempito antes también había presentado el plan de parto respetado en el Sanatorio Itoiz, que era mi plan B. Como dice Carolina, hay que ir abriendo caminos y sentando precedentes.

Pensar en internarme me daba pánico. Ahí descubrí que no era al parto a lo que siempre le había temido, sino al parto institucionalizado, o como insiste Odent, a la industrialización del nacimiento. Esta sí que me parecía la pesadilla más terrible. Hablo por mí. Nada de eso, yo no quería nada de eso. Si nacemos, parimos y morimos solas, es que se debe poder. Parir como parió mi bisabuela diez hijos en el campo sola (sola significa, lo entendí con los años, sin médicos, con la ayuda de las comadronas). Parir como parieron las ancestras siempre, antes de la industrialización del parto, hace apenas tres generaciones. Quería darle a mi bebé la posibilidad de nacer, de ser recibido en mi pecho, de mamar, de estar tranquilo conmigo mientras todo lo que tiene que pasar pasa.

Y así: las contracciones siguieron fluyendo cada vez más intentas y más cercanas. Por momentos era como una sola en continuado. Antes de esto, Caro había escuchado varias veces los latidos del bebé con un aparatito por-tátil que usó incluso en la bañera. Eso me dejaba tranquila. Desde lo de la pelota en la cama yo estaba bastante ida, centrada en pasar el dolor. Me venían imágenes sueltas, como en un sueño. Me fui para los pies de la cama porque me dieron ganas de pujar. En rigor, no fue algo voluntario. Al final de una contracción intensa la cadera se convulsionó y se movió sola. Fue raro la primera vez. La pelvis se modula de forma autónoma y el cuerpo se te fuga. Asusta. Estremece perder el control.

En un momento, luego me dijeron que fue a eso de la una de la madru-gada, apareció Carolina en la habitación y me puso contenta porque supuse que la cosa avanzaba. Lo único que pensaba era que terminara pronto y que pasara el dolor en cada furia. Me ofrecieron el banquito. Antes, sentada en la esquina de la cama, en una de esas furias intempestivas de dolor, pujos y fuga rompí la bolsa. Explotó. Salió el líquido amniótico expulsado de mí como si estrujara una bombucha en carnaval. El chorro mojó toda la estufa. Me acuerdo que mi compañero se puso contento, “qué bueno, vas re bien”, me decía. Le pedí que apagara la estufa, que nos íbamos a quedar pegados. Trajo otra, tipo de cuarzo, y se sentó delante para tapar con un almohadón las tres luces fuertes. La luz refractada en los colores verdes y amarillos de la funda era bellísima. Yo sentía que entre ellos murmuraban, imaginaba que se daban indicaciones del tipo “prendé”, “apagá”, “la luz”, “esto”, “aquello”. No sé por qué no los escuchaba, los veía balbucear pero sin sonido. Enseguida, volvieron las ganas fuertes de pujar y me dije “ya está, sale”. Les dije: “tengo ganas de pujar, ¿puedo?”. No sé por qué pregunté eso, yo imaginaba que si empujaba el bebé salía ahí de toque. Pero no. La fantasía de los dos pujos cayó rápida y estrepitosamente. Alguna de las chicas explicó en tres o cuatro palabras algo así como que el bebé estaba bajando, que los pujos lo ayudaban a bajar. El cuerpo se va abriendo de a poco. Yo lo sabía. Leí mucho durante

solo gimiendo. Mi compañero en la cama con la pelota me esperaba para cuando pasara la furia uterina, para que me recostara y me hiciera caricias en la espalda, en el cuello, en la cara. Fue la sensación más hermo-sa del mundo. Como si todo estallara y pudiera recuperarse con un mimo salvador que nos recordaba que la vida es así: terrible y bella de a ratos, sublime. Que hay que fluir, que no queda otra cuando la fuerza arrasa. Dicen que el parto natural, fisiológi-co, es como hacer el amor. Yo no le encontré mucho sentido a esta idea, la verdad. Aunque leí a Casilda Ro-drigañez muchísimo, no tuve el gus-to del placer. De ese placer. Lo que sí sentí fue una explosión de amor en cada una de esas caricias en la cara y en la cabeza, como si estuviera re drogada y todo estallara en AMOR.

Desde que supe que estaba em-barazada, y desde toda mi vida antes, le tuve terror al parto. No llegué a decidir planificar el parto en casa por esa fantasía del “parto soñado” que muchas mujeres manifiestan en sus búsquedas y relatos. Para mí, era imposible de imaginar cómo va a ser un parto, yo no podría haber soñado ni un segundo de lo que aconteció en el nacimiento de mi hijo, en mi par-to. Mi madre me tuvo en una cesárea que luego pudimos interpretar como violenta y el miedo a las instituciones médicas y a sus patrones de interven-ción, manipulación y sometimiento de las sujetas que nos ponemos en sus manos fue lo que más me enojó en las primeras consultas obstétricas. Lxs médicxs nos infantilizan, nos do-blegan con medicaciones que no tie-nen razón ni explicación, nos indican lo que sí y lo que no como si ellxs tuvieran el poder total, un control totalizante que pretenden continuar en el parto. Imaginar una cesárea conmigo en la camilla me resultaba

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el embarazo, lo recordé pero igual me resultaba duro transitarlo. Estuve como una hora y media en esa fase que llaman “El expulsivo” y que es la mejor y la peor. La mejor, porque sabes que falta poco. La peor, porque cada pujo duele como nada que te puedas imaginar y cada vez es más intenso y duele más y sentís que tenés una cosa enorme en el culo que no termina de bajar. Pero se va a pasar pronto. Y el bebé va a nacer y el cuerpo sabe que es así. Mi compañero se fue para el pasillo que comunica a la habitación. Yo me puse en cuatro patas y lo veía ir y venir, cada tanto sacaba una foto. Me agarré con las manos del banquito y empujaba con el culo para arriba, para abajo, tipo gato, tipo cobra. Es fundamental moverse. El cuer-po va buscando la posición. Aunque todas me resulta-ban bastante incómodas, comparadas con la cama eran la gloria. Entre una furia y la otra pensaba dos cosas. Una, menos mal que estoy en casa. Y otra, menos mal que no tengo que estar en la cama. La cama para mí fue una tor-tura. Nadie te dice que el famoso Expulsivo dura tanto. Yo pensaba que había problemas, que no estaba pujando bien. Caro me decía que no, que era así, que tomaba tiempo que el bebé baje. Empecé a ver que Caro y Ana traían cosas de parto y me tranquilicé. El mejor momen-to fue cuando Ana, que estaba arrodillada en el piso de-lante de mí, se puso los guantes.

***

En los documentales ves a la mina que puja un par de veces y el bebé sale. En los relatos, se cuenta que “me dieron ganas de pujar…” y ya. La cosa termina. A lo me-jor, fue mi imaginación negadora y no era tan así. Tendría que buscar citas. Igual, supongo que lo hacen para que las primerizas no nos aterroricemos. Es muy gracioso, vista la película para atrás, recordar las caras de las minas cuando me contaban sus partos, signos inentendibles que ahora descubrís que dicen mucho más de lo que podías oír.

Ya en el banquito, con Caro detrás de mí y Ana de-lante con los guantes y las mantas, me agarré con toda la fuerza de los brazos de Carolina y empecé a hacer esa fuerza desde abajo, con los pies bien agarrados al sue-lo. Cuando sentí ESO, el célebre anillo de fuego del que todas hablan en sus relatos, fue increíble. El dolor es in-soportable pero a la vez sabés que hay que seguirla un poquito más, que no queda otra, que hay que respirar y seguir. En realidad, no pensé nada, solo pasa. Yo les decía: ¡sáquenlo! Después nos reímos bastante recordándolo.

Pasó ESO y después sentí que salía el resto del cuerpito y fue la sensación más hermosa del mundo hasta que me di cuenta de que había nacido, que Ana lo agarraba y lo vi y esa fue la sensación más hermosa del mundo; hasta que me lo dio y lo puse en el pecho y esa fue la sensación más hermosa del mundo. Y zas, el mundo se abrió de golpe. Tala nació con la mano en la cara, esa posición la mantuvo unos días después, y todavía la sigue haciendo. Me di cuenta de que yo también duermo así, con una mano en la cara y la otra al costado. Flash. Al ratito de nacer, nos llevaron a la cama. Talito se prendió al pecho enseguida, y al ratito alumbré la placenta. Fue glorioso sentirla salir, esos pujos no dolieron nada y al ter-minar la sensación de felicidad fue plena.

Las chicas y Yuri prepararon un desayuno y me trajeron fru-ta y un súper licuado de frutas, creo que fueron dos. Al rato cortaron el cordón, lo midieron y pesaron, me revisaron: tenía un desgarro por la manito en la cara. No hubo suturas. El cuer-po se regenera solo, de eso se trata todo esto, ¿no? Nos sacamos unas fotos. Caro y Ana se pusieron a limpiar y ordenar. Ya bien clareado el día se fueron y nosotros nos quedamos en la cama, durmiendo los tres. Yo, en realidad, no. Todas sabemos que es imposible bajar.

Después de que todo pasara, algunas familiares me pregun-taron si las parteras me indicaban cómo pujar, cómo respirar, cómo hacer. No, de ninguna manera, no. Ellas estuvieron con una presencia tan alumbradora, tan fuerte, tan sagrada y cor-poral al lado mío: Caro atrás dándome sus brazos y sus manos para que la agarrara fuerte y pudiera largar, Ana adelante es-perando, calmando con la mirada, sabiendo esperar, acompa-ñar, callar y decir lo importante. Como un susurro, como una oración, como un sonido que ayuda a llevar el momento, ellas están. No indican, no ordenan, están. Y el cuerpo hace. Los dos hacemos, mi cuerpo y el del bebé: laburan juntos para nacer. Los dos nacimos: Tala nace, yo lo nazco, él me nace. Nacemos.

Y como dicen las comadres: todo parto es político. Que sean más en libertad.

*Carolina Bartalinies escritora, docente e investigadora.

Publicó La niña (La Carretilla Roja, 2016) y Enfrentar al muerto (Zindo & Gafuri, 2018).

Es integrante de Poetas por el Derecho al Aborto Legal y parti-cipó del volumen colectivo Martes Verde. Es egresada de la carrera de Letras (UBA). Actualmente, realiza el doctorado en Teoría de

la Artes Comparadas con una beca de CONICET y dicta clases en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y en la Universidad

Nacional de Tres de Febrero.

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