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crimen en la caceria del zorro LONDRES 1872

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CMYK

Ilustraciones de Iacopo Bruno

crimen en la caceria del zorro

9 crimen en la caceria del zorro

Mucho antes de convertirse en un

personaje de Las aventuras de Sher-

lock Holmes, a los doce años, Irene

Adler era una chiquilla curiosa,

inteligente y rebelde. Amante de

la escritura, decidió contar, en una

serie de libros, los increíbles mis-

terios que resolvió junto con sus

amigos Sherlock y Lupin.

Después de El trío de la Dama Negra,

Último acto en el teatro de la Ópera,

El misterio de la Rosa Escarlata, La

catedral del miedo, El castillo de hielo,

Las sombras del Sena, El enigma de la

Cobra Real y La esfinge de Hyde Park,

esta es la novena novela de la serie

Sherlock, Lupin y yo.

crim

en

en la

caceria

del z

0rr0

IrEne Adler

Dos chicos y una chica extraordinarios, amigos inseparables.

Tres mentes que marcarán la historia de la criminalidad.

Una serie de aventuras al filo de la navaja.

LONDRES 1872

«Yo los miré estupefacta.—¿Se puede saber qué tenéis inten-ción de hacer vosotros dos? —pre-gunté.Por toda respuesta, Sherlock probó la resistencia de la viga que sostenía el tejado y después la del tocón de árbol que estaba detrás del pozo. Ató a él la cuerda que habían lle-vado con ellos del pueblo y la tiró al fondo.—Bajo yo —dijo.—Olvídalo, genio —replicó Arsè-ne—. Tú piensas. Yo hago. Mira y aprende.Se acercó al agujero negro del pozo y miró abajo.—¡Uh-uh! —exclamó.Su voz le volvió en forma de eco.Sherlock se acuclilló a su lado.—Ten cuidado, ¿vale?—Cuenta con ello.Sherlock asintió, probó una vez más la resistencia de la cuerda y se alzó.Arsène se volvió hacia mí, se tocó la frente y me sonrió.—Tardo solo un momento —dijo.Y después desapareció en el Pozo de las Brujas.»

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Londres, 1872. Irene está preocupada por su padre; en los meses de invierno el estado de ánimo de Leopold Adler se ha vuelto cada vez más sombrío. Para sacarlo de sus oscuros pensamientos, un amigo los invita a pasar unos días en el campo, donde la chica podrá dedicarse a la lectura y la equita-ción, mientras que su padre participará en una cacería de zorros. Pero, en aquel ambiente de calma aparente, un hombre desaparece y nadie lo busca. Irene comprende que algo no cuadra y escribe una carta a Sherlock y Lupin pidiéndoles ayuda. Y así, mientras la noticia de un despiadado homicidio trastorna el pueblo, los tres amigos se pondrán a investigar un nuevo caso que tiene su origen en un tenebroso asunto del pasado.

SANGRIENTO DELITO EN JACOB ’ S I SLAND

luego sospechó, al ver su atuendo señoril, in-sólito en aquellas sórdidas calles. Al tratar de despertarlo, descubrió el horrendo crimen. La víctima es un conocido y respetado médico con un próspero consultorio en Amwell Street. El episodio confirma las escandalosas condiciones de ciertos barrios de nuestra ciudad, en los que reina el crimen, y a los que un ciudadano res-petable no puede ir con tranquilidad. ¿Cuándo se decidirá la administración a poner fin a este estado de cosas?

Esta mañana se ha hallado el cadáver de un hombre tirado en el adoquinado del mal afamado distrito de Jacob’s Island. La policía ha sido avisada por una pes-cadera que iba al mercado. En un primer momento, la mujer creyó que el hombre estaba dormido, pero

PVP 14,95 € 10163605

A C A B A D O S

D i S E Ñ A D O R

E D I T O R

C O R R E C T O R

E S P E C I F I C A C I O N E S

nombre: Silvia

nombre: Marta V., Iván

nombre:

Nº de TINTAS: 4/0

TINTAS DIRECTAS:

LAMINADO:

PLASTIFICADO:

brillo mate

uvi brillo uvi mate

relieve

falso relieve

purpurina:

estampación:

troquel

título: El enigma de la cobra real

encuadernación: Tapa dura c/sobrecub

medidas tripa: 14,1 x 20

medidas frontal cubierta: 14,6 x 20,6

medidas contra cubierta: 14,6 x 20,6

medidas solapas: 8

ancho lomo definitivo:

OBSERVACIONES:

Fecha:

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Irene Adler

Crimen en la caceríadel zorro

Ilustraciones de

Iacopo Bruno

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Todos los nombres, personajes y detalles relacionados con este libro, copyright de Atlantyca Dreamfarm s.r.l., son propiedad exclusiva de Atlantyca S.p.A. tanto en su versión original como las traducciones o adaptaciones de los mismos. Todos los derechos reservados.

Título original: Caccia alla Volpe con Delitto© de la traducción: Miguel García, 2016

DESTINO INFANTIL & JUVENIL, 2016infoinfantilyjuvenil@planeta.eswww.planetadelibrosinfantilyjuvenil.comwww.planetadelibros.comEditado por Editorial Planeta, S. A.

© 2015, Atlantyca Dreamfarm s.r.l., Italia© 2016, de la edición en lengua española: Editorial Planeta, S. A.Avda. Diagonal, 662-664, 08034 BarcelonaUn proyecto de Pierdomenico BaccalarioUna historia de Alessandro Gatti a partir de la correspondencia de Irene AdlerProyecto y realización editorial: Atlantyca Dreamfarm s.r.l.Diseño gráfi co: Iacopo BrunoEdición original publicada por Edizioni Piemme, S.p.A.

Derechos internacionales © Atlantyca S.p.A., via Leopardi 8 – 20123 Milán, Italia – [email protected] / www.atlantyca.com

Primera edición: septiembre de 2016ISBN: 978-84-08-16033-5Depósito legal: B. 14.138-2016Fotocomposición: Aura DigitImpreso en España – Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está califi cado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Para más información contactar a Atlantyca S.p.A. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotoco-piar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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ÍNDICE

1. Los días grises . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

2. Dos sombras en la niebla . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

3. Una marcha sin ganas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

4. Un viaje, dos libros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

5. Camino de Devonshire . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

6. Un hombre soporífero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

7. Caza del zorro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

8. Un paseo muy movido . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

9. Velada en Ashfi eld Hall . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

10. El huésped desaparecido . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

11. Un mensaje urgente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91

12. La habitación número cinco . . . . . . . . . . . . . . 105

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13. El Pozo de las Brujas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

14. Un pueblo revuelto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

15. Una cómica anécdota . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

16. Un magro botín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

17. Una sorpresa en el bosque . . . . . . . . . . . . . . . 179

18. Una piedra en el estanque . . . . . . . . . . . . . . . 191

19. Casi una alucinación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

20. Una indagación londinense . . . . . . . . . . . . . . 215

21. Bajo los bastiones de Sebastopol . . . . . . . . . . . 231

22. Del otro lado del abismo . . . . . . . . . . . . . . . . 241

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C a p í t u l o 1

L O S D Í A S G R I S E S

speraba la llegada de marzo como se espera

a un salvador o, en el caso de chicas con

principios mucho más sencillos que los míos,

a un prometido.

Si el otoño había sido templado y agradable, hasta el

punto de que casi me había convencido de que el detes-

table clima británico no estaba tan mal después de todo,

el invierno de aquel 1872 me había envuelto como una

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C R I M E N E N L A C A C E R Í A D E L Z O R R O

telaraña y sus interminables días oscuros y neblinosos

habían acabado por entristecerme.

De poco servían para alegrarme las luces de Londres

que se encendían una tras otra en las calles en penumbra,

ni las risas, a decir verdad no demasiadas, con mis amigos.

El problema no era la oscuridad, y tampoco el frío que

nos pinzaba la cara. Era el gris que, ofuscador e impla-

cable, subía desde las aguas cenagosas del Támesis y las

chimeneas de las fábricas y goteaba de las ramas negras

de los árboles de Hyde Park. Hasta me parecía que los

carruajes se movían más despacio y que de las puertas

entreabiertas de los pubs no salía el habitual charloteo

interrumpido por el choque de las jarras de cerveza, sino

un afl igido murmullo cargado de fatalidades inexplicables.

Tal vez no me hubiera sido tan difícil identifi car las

causas si solo le hubiera dedicado un poco de mi tiempo,

pero lo cierto es que no he llegado a ellas con claridad

hasta ahora, muchos años después y teniendo sobre mi

espalda las experiencias de una vida entera vivida en

tantas situaciones de peligro y entre dos continentes.

Por entonces, en aquel plomizo febrero, todo me pa-

recía inmóvil, estancado y sin vida, incluido mi sueño de

convertirme en cantante lírica que chocaba con la gris

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L O S D Í A S G R I S E S

realidad: yo no era más que una de las numerosas hijas

de buena familia de la ciudad que podían permitirse las

clases particulares de la señorita Langtry.

Afortunadamente para mí, ahí estaba el señor Horace

Nelson, nuestro mayordomo, para prestarme libros que

yo devoraba y que a menudo me salvaban del tedio más

invencible. O quizá, después de todos los secretos que

habíamos compartido, sería más justo llamarlo mi cóm-

plice en la familia. Sus preferencias literarias enriquecían

el horizonte de mis lecturas, que, si hubiera sido por la

profesora de Literatura, la señora Symonds, se habrían

limitado a John Milton, Alexander Pope y Samuel Ri-

chardson. El preceptor que mi padre había elegido para

mí, el señor Grimston, hacía poco que había añadido

clases de Latín y Griego a las de Matemáticas, y el buen

hombre, en las cuatro horas semanales de que disponía,

intentaba persuadirme de la utilidad de repetir rosa,

rosae, rosam, rosae y no sé qué más. Pero sus resultados

conmigo eran, por decirlo de alguna forma, modestos.

Las causas, decía yo, de mi profunda desatención y de

mi tristeza había que buscarlas muy cerca de mí y, como

frecuentemente sucede cuando el sufrimiento parece

inexplicable y muy hondo, estaban ligadas a mi madre.

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O, mejor dicho, a mis dos madres. Geneviève, la madre

que ya no tenía, y cuya ausencia me pesaba más cada día

aunque cuando todavía estaba viva, hasta aquella maldita

noche en París, ella y yo nunca nos hubiéramos llevado

demasiado bien. Y mi verdadera madre, tan imperturba-

ble dentro de su dulzura, incapaz de contarme por qué

me había abandonado, cuál era su historia y, por tanto,

la mía. Sophie, de todos modos, había venido a verme

en Nochevieja por invitación de mi padre, Leopold, que

de esa forma había creído complacerme. Y me había

com placido, pero en aquella fi esta, que por lo demás

transcurrió en un ambiente alegre y cordial, nosotras no

habíamos hablado mucho y yo me había resignado ya a

la idea de que la distancia y aquellos secretos que había

entre nosotras eran para Sophie una manera de prote-

germe, aunque el deseo de descubrir de qué querría pro-

tegerme asomaba a menudo y con gran vehemencia entre

mis pensamientos.

En todo caso, tenía joyas nuevas: un par de pendientes

de perlas deliciosamente rosadas que hacían juego con

el broche que Sophie me había regalado la Navidad del

año anterior. Reposaban juntos en el fondo del cajón de

la correspondencia de mi secrétaire. Era este un hermoso

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L O S D Í A S G R I S E S

mueble de madera clara, con muchos cajoncitos a un lado

y a otro de la escribanía central, en piel verde con borde

dorado. El tintero y las plumas, los lápices y el abrecartas,

todo tenía su sitio en aquel escritorio, al que me sentaba

para redactar páginas y páginas de pensamientos que

se deshacían sobre el papel como volutas de humo. Un

poco como estoy haciendo en estos momentos, con igual

espíritu dramático, pero con menos ingenuidad infantil.

Si me asomaba a la ventana, veía las hileras de teja-

dos de Londres, semejantes al dorso de innumerables

peces alineados como en los puestos del mercado. Si la

abría y miraba abajo, a las aceras, imaginaba una tur-

bia historia sobre cada paseante: si un hombre alzaba

los ojos para observar una ventana, era un ladrón que

estaba estudiando su próximo golpe, y si se tocaba la

gorra, estaba transmitiendo información secreta a un

cómplice situado al otro lado de la calle; si una ráfaga

de viento le arrebataba el paraguas a una chica era

para poder rozar después, en público, la mano de su

amante, que se había precipitado a recogerlo. En aquel

pasatiempo se adivinaban con claridad los efectos de

mi frecuente trato con Sherlock Holmes, que había

agudizado mi sentido de la observación, y con Arsène

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C R I M E N E N L A C A C E R Í A D E L Z O R R O

Lupin, que me había enseñado a desenmascarar los sub -

terfugios de la gente.

Pero lo que, en aquel sombrío febrero, ciertamente

no habría podido imaginar era lo que de verdad estaba

sucediendo a poca distancia de mi casa. Y todavía hoy,

si vuelvo al pasado con los ojos de la imaginación, me

cuesta creerlo.

Es por ese hecho por el que debo empezar esta historia,

por un crimen que no presencié pero que, como otros

acontecimientos igual de terribles demostraron a conti-

nuación, tuvo que producirse más o menos como sigue.

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