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CONTRAINSURGENCIA EN AMÉRICA DEL NORTEINFLUJO DE ESTADOS UNIDOS EN LA GUERRA

CONTRA EL EZLN Y EL EPR,1994-2012

Ramsés Lagos Velasco

El Colegio de Michoacán

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PÁGINA LEGAL

303.6472LAG

Lagos Velasco, Ramsés, autorContrainsurgencia en América del norte : Influjo de Estados Unidos en la guerra contra

el EZLN y el EPR, 1994-2012 / Ramsés Lagos Velasco. -- Zamora, Michoacán, © 2014236 páginas : ilustraciones ; 23 cm. -- (Colección Premio Luis González y González)

ISBN 978-607-544-103-0

1. Contrainsurgencia – América del Norte – Historia – Siglo XX2. Guerrillas – México – Historia3. Ejército Zapatista de Liberación Nacional, México4. Ejército Popular Revolucionario, México

Imagen de portada: Sin título, Francisco F. Lagos Velasco, 2013.

© D. R. El Colegio de Michoacán, A. C., 2014Centro Público de InvestigaciónConacytMartínez de Navarrete 505Las Fuentes59699 Zamora, Michoacá[email protected]

Edición en formato digital:Ave Editorial www.aveeditorial.com

Hecho en MéxicoMade in México

ISBN 978-607-544-103-0

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A la memoria de mi padre.

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Al hombre se le dio una naturaleza levantisca; ¿acaso los levantiscos pueden ser felices?

F. M. Dostoyevski

Paz y seguridad no son conceptos equivalentes ni quieren decir lo mismo. La paz brota del orden internacional, es una consecuencia y no una causa. La seguridad, en cambio, no requiere sino el acuerdo entre los poderes. La seguridad es un concepto policíaco; la paz, una noción civilizada. La paz surge, natural, orgánicamente, cuando existe un orden universal, como el de la antigüedad romana o el de la Edad Media. La seguridad no surge del seno de la sociedad; es una imposición o un compromiso. No tiende a destruir las causas de la guerra, sino a impedirla por medio del poder, del mismo modo que la policía castiga a los malhechores pero no suprime la delincuencia.

Octavio Paz

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PRÓLOGO 7

INTRODUCCIÓN 9

Los porqués y la hipótesis 9

La delimitación y sus criterios 10

Acerca de las fuentes y los alcances de esta investigación 11

La estructura y los capítulos 11

PRIMERA PARTE. LA AMENAZA Y SUS CONTORNOS EL RETORNO DEL FANTASMA DE LA REVOLUCIÓN 13

I. EL RETORNO DE LA INSURGENCIA. APROXIMACIONES INTERPRETATIVAS Y CONCEPTUALES 14

Una mirada al punto de partida 14

EZLN y EPR. El retorno del fantasma de la revolución 14

Estados Unidos y el “tercer vínculo”. Por vía de interpretación 20

Horizonte conceptual 23

Nociones preliminares 23

Seguridad nacional 25

El partisano y la enemistad absoluta 27

2. LOS CONTORNOS DE LA AMENAZA 31

La insurgencia como amenaza. Criterios de caracterización 31

La amenaza zapatista 32

Desarrollo histórico 32

Ubicación geográfica, organización y forma de operar 33

Estado actual 39

La amenaza eperrista 41

Desarrollo histórico 41

Ubicación geográfica, organización y forma de operar 46

Estado actual 52

SEGUNDA PARTE. CONJURANDO LA AMENAZA. EL INFLUJO DE ESTADOS UNIDOS 54

3. CONJURANDO LA AMENAZA I. LA DIMENSIÓN TEÓRICA Y ORGANIZATIVA 55

Doctrinas y preceptos de guerra 55

La cruzada por el “progreso”. Estados Unidos y la doctrina de la contrainsurgencia 55

De Vietnam al Golfo Pérsico. Origen y florecimiento de la contrainsurgencia 55

De la entropía a la guerra contra el terrorismo. Una nueva era 59

La “maquinaria” contrainsurgente mexicana. Tras la estela de Estados Unidos 61

El Plan DN-II 62

Las fuerzas especiales 63

Los elementos “no combatientes” 66

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4. CONJURANDO LA AMENAZA II. LA GUERRA CONTRA EL “ENEMIGO INTERNO” Y LA ASISTENCIA BÉLICA ESTADOUNIDENSE 68

Preceptos y pertrechos en el campo de batalla 68

La guerra contra el “enemigo interno” 68

EZLN. La guerra en todos los frentes 68

EPR. Los derroteros de la inteligencia y la guerra psicológica 76

Contrainsurgencia en América del Norte. El apoyo de Estados Unidos 83

Prolegómenos e historia 83

Las claves de la asistencia. dcs, fms , imet y Sección 1004 85

Armamento, instrucción y alianzas. Características de la asistencia 87

Contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos. Las facetas de una imbricación 94

CONSIDERACIONES FINALES 98

FUENTES CONSULTADAS 101

Bibliografía 101

Publicaciones periódicas 103

Diarios 103

Revistas 105

Tesis 106

Documentos oficiales 107

Boletines 107

Documentales fílmicos 107

Entrevistas 108

Fuentes electrónicas 108

Libros digitales 108

Publicaciones periódicas 108

Revistas 109

Artículos especializados 109

Tesis 110

Documentos oficiales 110

Documentos de movimientos armados 111

Estadísticas y análisis de programas de asistencia estadounidense 112

Documentos de organizaciones civiles 113

ANEXO 114

Una nota sobre los datos de Just the Facts 114

ÍNDICE DE ESQUEMAS, MAPAS Y CUADROS 116

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PRÓLOGO

Este libro trata de los efectos prácticos de las ideas en un conflicto histórico concreto. No se desdeña en él, ni por asomo, la siempre indispensable evidencia empírica (nombres, estadísticas, “datos duros” de todo tipo), pero tampoco se le confiere un papel protagónico. No es una obra obsesionada con lo cuantificable, pues los frutos de la conciencia (aun cuando se trate de la conciencia de políticos y militares) rara vez se pueden cuantificar. Que este enfoque haya caído en desgracia dentro de la academia es algo que apenas puede objetarse. Hoy se quiere que todo quepa en hojas de cálculo, en tablas y gráficos portátiles. Los centros de estudios internacionales también lo quieren, y por eso fomentan entre sus agremiados el amor por lo cuantificable. Para una “ciencia” (la de las relaciones internacionales) acostumbrada a buscar las respuestas en la letra de los tratados o en los informes de las Naciones Unidas, la conversión al culto de lo mensurable es un tránsito casi natural.

Hasta cierto punto, este trabajo va en dirección contraria, pero su “indocilidad” no carece de fundamento. Al desarrollarlo tuve presente la obra de José Luis Orozco, quien, como pocos en México, ha estudiado el pensamiento político estadounidense y su influjo en los actos y consciencias de quienes habitan las altas esferas del poder. También incorporé muchas de las enseñanzas de Jesús Gallegos (pupilo de Orozco, asesor de esta investigación), con quien descubrí, durante mis años formativos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, la importancia que revisten las ideas políticas en la configuración de los grandes sucesos históricos, al igual que la necesidad de conocer a los Estados Unidos a partir de ellos mismos, a estudiarlos con objetividad antes que a condenarlos con el estómago. La crítica más certera de los Estados Unidos pasa por el estudio acucioso de su historia y su filosofía, no por los credos nacionalistas ni las proclamas antiimperialistas.

Así pues, este estudio sería impensable sin la influencia de Jesús Gallegos y José Luis Orozco. El libro que el lector tiene en sus manos es, en buena medida, un efecto práctico de sus ideas. Mi principal reconocimiento y agradecimiento es para ellos.

La conclusión de un trabajo científico, por primerizo que sea, también requiere de estímulos y apoyo. En los últimos tres años, mi mayor estímulo ha sido la revista Cuadrivio: editar una revista de crítica y creación implica afrontar retos permanentes, rodearse de gente talentosa que con su sola presencia incita a buscar nuevos horizontes y métodos para desarrollar ideas. En esta aventura, Camila Paz Paredes ha sido más que una editora: ha sido una amiga, la más paciente y abnegada de todas, la que ha tomado el timón en varias ocasiones para capear con su talento y buen juicio los temporales. Debo a ella un sincero agradecimiento.

Sara, mi mamá, y Fineas, mi hermano, han estado siempre a mi lado. Nadie como ellos conoce el proceso que culminó en esta obra –las muchas horas de lectura, las demasiadas rectificaciones, los peores momentos de desaliento pero también la alegría de concluir por vez primera una investigación. Más aún: nadie como ellos me ha brindado su apoyo en éste y en cualquier otro proceso de mi vida. Este libro es un pequeño tributo a su amor y compañía.

Actualmente, los incentivos para que un joven se dedique a la investigación son mínimos, por momentos inexistentes: las aulas y los institutos universitarios se llenan de cabezas entrecanas, sus puertas se cierran a los jóvenes con vocación académica; el mercado laboral exige “recursos humanos” híper-especializados y no titubea si al reclutarlos debe extirparles cualquier indicio de creatividad. El Premio Luis González y González representa algo más que la posibilidad de añadir una estrella al

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historial con la publicación de un libro: es el reconocimiento de que los jóvenes son capaces de hacer investigaciones de calidad, de contribuir, aunque sea un poco, al desarrollo de las ciencias sociales y a la comprensión de la realidad que los rodea. Para un joven independiente de estos tiempos de desprecio generalizado por las vocaciones intelectuales, ¿puede haber un mayor estímulo que éste? Yo lo dudo.

Ciudad de México, diciembre de 2013

Ramsés L.

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INTRODUCCIÓN

LOS PORQUÉS Y LA HIPÓTESIS

La irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y del Ejército Popular Revolucionario (EPR) constituye uno de los acontecimientos políticos clave en la historia reciente de México. Por primera vez en mucho tiempo, dos organizaciones armadas desafiaron al Estado y tomaron las armas para derrocar al Gobierno y erigir un nuevo orden social. Esta violenta y súbita reaparición de lo subversivo (esto es, de lo “políticamente indeseable”, como diría J. M. Coetzee) confirmó cuán agotado estaba el régimen autoritario y corporativista emanado de la revolución mexicana y desencadenó un alud de libros, ensayos y debates acerca de las profundas transformaciones sociales sufridas por México en las últimas décadas del siglo XX y del rumbo que debían tomar las reformas encaminadas a consolidar la democracia en nuestro país. Sin embargo, lo que se echó –y se sigue echando– de menos fue una tendencia equivalente a esclarecer la dimensión internacional de esa reaparición y, sobre todo, el papel que Estados Unidos desempeñó en la guerra (entre Estado y guerrilla) por ella desatada. Esta investigación nace de la necesidad de subsanar, aunque sea un poco, esa carencia, que afecta más a los estudios internacionales (y, dentro de ellos, a los de América del Norte) que al bien nutrido acervo de historia de México.

Hay, al mismo tiempo, un par de inquietudes adicionales que justifican esta investigación. La primera de ellas es académica y tiene que ver con lo poco que se acostumbra analizar las ideas y los efectos prácticos de las mismas en las relaciones internacionales. La segunda es personal y responde a una peculiar paradoja: aunque mi renuencia a tomar partido por el radicalismo político es grande (una renuencia temperamental pero también de principios), mi fascinación por las implicaciones éticas del homicidio político es mayor. ¿Qué es lo que lleva a un hombre a arrebatarle la vida a sus semejantes en nombre de una utopía revolucionaria? ¿La sangre y la violencia pueden dar a luz sociedades justas y democráticas y no únicamente rencores y tragedias? Si bien este trabajo no resuelve en absoluto estas preguntas, sí las tiene presentes: al combatir a las insurgencias revolucionarias los dirigentes de México y Estados Unidos niegan esa posibilidad y condenan el homicidio político, pero simultáneamente, y sin darse cuenta, hacen lo mismo que pretenden evitar: defender con sangre y con violencia un orden social que, si no consideran justo, cuando menos sí estiman preferible y cualitativamente superior a cualquier otro. En este aparente contrasentido, como veremos, las ideas y las relaciones internacionales desempeñan un papel fundamental.

Volviendo al planteamiento y la justificación iniciales, ¿Estados Unidos influyó en la guerra contra el EZLN y el EPR? Y si lo hizo, ¿qué formas adquirió ese influjo? Esta investigación se propone demostrar que, efectivamente, Estados Unidos incidió en ese conflicto y que lo hizo por partida doble: por un lado, con sus doctrinas y preceptos de batalla contrainsurgentes, los cuales influyeron decisivamente en la configuración del sistema antiguerrilla mexicano así como en las estrategias y tácticas empleadas por las fuerzas armadas para contener al EZLN y al EPR; y por otro, con la venta y transferencia de armamento, equipo e instrucción militares a México. No se trata, desde luego, de afirmar que sólo Estados Unidos influyó en esa guerra ni que fue el único que le vendió pertrechos a nuestro país; se trata, por el contrario, de esclarecer que ese sólo influjo, el estadounidense, que es, en todo caso, el más importante de todos.1

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1 Guatemala también influyó en la contrainsurgencia mexicana, pues desde 1996 más de una docena de militares mexicanos se entrenaron en el Centro de Adiestramiento y Operaciones Kaibil, una de las academias de contrainsurgencia más célebres del continente. Los mexicanos se adiestraron asimismo (aunque no necesariamente en contrainsurgencia) en países como Francia, España, Brasil, Argentina, Colombia, Venezuela, China, Alemania, Canadá, Uruguay, Italia, Irlanda, Inglaterra, El Salvador, Suiza, Suecia e Israel, pero la mayoría lo hizo en Estados Unidos y pocos han destacado tanto como los egresados de academias estadounidenses y guatemaltecas. Véase Isaín Mandujano, “Militares mexicanos se entrenan en escuela Kaibil” en Proceso, 11 de junio de 2006 (disponible en www.proceso.com.mx/noticia.html? id=34060&cat=0). Sobre las compras de equipo militar a otros países véase Raúl Benítez Manaut, Abelardo Rodríguez Sumano y Armando Rodríguez Luna (eds.), Atlas de la seguridad y la defensa de México 2009, México, Casede, 2009, p. 293.

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LA DELIMITACIÓN Y SUS CRITERIOS

El presente estudio se circunscribe al terreno de la seguridad, pero cuando en estas páginas se habla de seguridad no se hace desde esa perspectiva “amplia” (“humana”) tan en boga en nuestros días, sino desde el restringido ámbito del Estado. Y cuando hablamos de México y Estados Unidos nos referimos por lo general a los estados mexicano y estadounidense, no a las colectividades nacionales enteras. El lector encontrará las razones teóricas de estas “limitantes” en el capítulo 1, aquí cabe hacer sólo algunas aclaraciones: toda investigación debe fijar sus contornos; los nuestros son los del Estado. Lo que nos interesa es entender la contrainsurgencia como política de Estado, no como un conjunto de métodos represivos que afectan a una comunidad específica. Sobre esa vertiente social de la contrainsurgencia (especialmente la que atañe al EZLN) se ha escrito mucho; sobre la vertiente estatal (y, sobre todo, internacional) se ha escrito muy poco. De cualquier manera el lector descubrirá que ceñirse al ámbito del Estado no es tan restrictivo como parece y que, por lo demás, esa limitación autoimpuesta queda parcialmente contrarrestada cuando concebimos al Estado como una relación de dominación de hombres sobre hombres y no como la encarnación racional e infalible (digna de lealtades a ultranza) de una “nación”. En otras palabras, nuestra concepción del Estado es crítica, y, en los pasajes pertinentes se hace énfasis en la falibilidad de la contrainsurgencia como política de Estado.

Es necesario precisar, además, que aunque nuestro terreno es el de la seguridad, éste no es un libro acerca de seguridad nacional. Los aspectos teóricos e históricos de dicho concepto se abordan, desde luego, pero sólo en la medida en que clarifican los temas centrales de la investigación. Del mismo modo, pese a que a menudo se recurre al análisis histórico, ésta no es una historia del EZLN ni del EPR y mucho menos de la contrainsurgencia mexicana y estadounidense. No se esperen, por tanto, revisiones exhaustivas de los contextos nacionales e internacionales de cada uno de los sexenios abarcados, ni narraciones pormenorizadas de, por ejemplo, la guerra de Vietnam o las negociaciones entre los gobiernos de Salinas y Zedillo y la guerrilla zapatista. Lo que aquí se hace es, más bien, caracterizar a la insurgencia de acuerdo con los criterios que una política de contrainsurgencia tomaría –y, de hecho, toma– en cuenta (entre ellos la historia) y analizar la guerra contra el EZLN y el EPR en función del influjo que Estados Unidos ejerció en ella, lo que implica revisar históricamente la doctrina de la contrainsurgencia estadounidense así como la evolución de sus principios tácticos y estratégicos.

Ahora bien, ¿por qué incluir al EZLN y al EPR en este estudio y excluir al resto de las agrupaciones subversivas que hay en México? El EZLN es, quizá, la insurgencia revolucionaria (de raíces marxista-leninistas) más importante de nuestra historia. En su momento alteró de forma significativa el panorama político mexicano e incluso atrajo la atención de activistas e intelectuales de izquierda de otras partes del mundo; hoy en día, el zapatismo se mantiene como un movimiento político de cierta envergadura y nadie le rebatiría sus aportes a la transición democrática en México. El EPR, por su cuenta, es la organización subversiva cuyas operaciones comprenden más estados de la república, la que posee la mayor capacidad de fuego y la única cuyas acciones armadas han puesto en verdaderos aprietos a las autoridades mexicanas. Ninguno de los restantes grupos revolucionarios, entre ellos las numerosas escisiones del EPR, reúne estas características.

En esta delimitación también se consideraron otros factores. Si bien el EPR comenzó a desgajarse en 1998 y de su seno salieron muchas divisiones que se proclamaron autónomas, todavía resulta difícil determinar cuáles son auténticas y cuáles simples fachadas;2 y aun si hubiéramos querido abarcar al resto de las guerrillas mexicanas y todos los presuntos desgajamientos del EPR –lo cual habría sido un craso error metodológico–, la virtual inexistencia de información acerca de la mayoría de ellos nos habría impedido dedicarles más de dos o tres renglones.

El periodo al que nos ceñimos, finalmente, obedece a la duración del conflicto: la guerra entre Estado e insurgencia comenzó en 1994 con la aparición del EZLN en Chiapas y se extendió hasta el año de conclusión de este estudio (2012), pese a que después de su apogeo (1994-1998) disminuyó notoriamente en importancia. (Aún hoy, en las postrimerías de 2013, el conflicto sigue sin resolverse.)

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2 Léase lo que a propósito de las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo se dice en el apartado “EPR: los derroteros de la inteligencia y la guerra psicológica”, del capítulo 4, p. 144.

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ACERCA DE LAS FUENTES Y LOS ALCANCES DE ESTA INVESTIGACIÓN

Este trabajo debe mucho a El enemigo interno. Contrainsurgencia y fuerzas armadas en México, de Jorge Luis Sierra Guzmán.3 Y le debe mucho porque es la única obra que dedica un extenso apartado a explorar el influjo de Estados Unidos en la contrainsurgencia mexicana. Dicho de otro modo, no existe una bibliografía exclusiva sobre al tema que nos proponemos abordar. Hay, sí, artículos periodísticos, ensayos académicos y pasajes de libros que de manera

tangencial o directa abordan el tema,4 pero no monografías dedicadas específicamente a él. Lo que en esta investigación se hace es, precisamente, reunir, cotejar, analizar y sistematizar, bajo una sola línea temática y metodológica, una buena cantidad de materiales parcialmente relacionados con el problema en cuestión o, lo que es lo mismo, elaborar por vez primera un estudio que trate de manera exclusiva de él.5

Así, en estas páginas nos hemos servido de reportajes, notas y artículos periodísticos; del todavía inédito “Informe General” de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp); de documentales fílmicos; de boletines e informes de organizaciones de derechos humanos; de documentos militares oficiales (filtrados a la prensa y públicos); de colecciones de leyes digitalizadas por el Congreso de Estados Unidos; del archivo estadístico y las síntesis de los programas de asistencia estadounidense elaborados por el proyecto Just the Facts; de los ya mencionados textos académicos; de revistas militares editadas en México y Estados Unidos; de comunicados y “opúsculos” escritos por el EPR y algunas de sus escisiones (para lo cual recurrimos al invaluable acervo del Centro de Documentación de los Movimientos Armados) y hasta de una entrevista con un funcionario de la Procuraduría General de la República (PGR) que realizamos a propósito de esta investigación.

Sin embargo, este intento de articulación de fuentes debe ser tomado con cautela. Una investigación que arrojara luz de manera definitiva sobre la influencia de Estados Unidos en la guerra contra el EZLN y el EPR, que descifrara –o cuando menos pusiera en relieve– todas sus claves, no podría contentarse con los materiales aquí reunidos. Antes bien, requeriría del acceso a bibliotecas y archivos militares especiales en México y Estados Unidos; de la consulta de documentos desclasificados disponibles en ciertas universidades estadounidenses y, sobre todo, de entrevistas con los actores centrales de este complejo fenómeno histórico. Un trabajo de esa magnitud sólo podría llevarse a cabo con sólidos apoyos institucionales, con las amistades políticas adecuadas (pues el problema de la contrainsurgencia y de las relaciones de seguridad bilaterales es sumamente delicado y muy pocos estarían dispuestos a hablar de él) y, por supuesto, con muchos años de lecturas e investigación a cuestas. Apenas hace falta decir que eso está por completo fuera de nuestro alcance. La intención, por ende, es mucho más modesta: es la de ofrecer, dentro de los límites propios de un trabajo académico primerizo, una aproximación coherente al tema, un primer acercamiento que sirva como punto de partida para futuras investigaciones.

LA ESTRUCTURA Y LOS CAPÍTULOS

Esta obra se divide en dos partes. En la primera se plantea con detalle (capítulo 1) el problema de la contrainsurgencia en América del Norte, se da cuenta de las diferentes interpretaciones que al respecto se han ofrecido y se establece el horizonte conceptual que habrá de guiar esta investigación; se delinean, asimismo (capítulo 2), los contornos de la amenaza (es decir, del “fantasma” que los gobiernos de México y Estados Unidos se propusieron conjurar) en función de los criterios básicos que, desde un punto de vista estratégico, cualquier política de contrainsurgencia tendría que ponderar: la historia, los objetivos, la ideología, la ubicación geográfica, los recursos y la forma de operar de cada una de las insurgencias implicadas.

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3 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, México, Plaza y Valdés, 2003.4 Esos documentos se citan a lo largo de este libro.5 Hay una tesis que trata de la asistencia contrainsurgente de Estados Unidos a México, pero para otro periodo, véase José Luis Piñeyro, “El profesional Ejército Mexicano y la asistencia militar de Estados Unidos, 1965-1975”, tesis de licenciatura, México, El Colegio de México, 1976.

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En la segunda parte (capítulo 3) se pasa revista a la evolución histórica de la doctrina y los principios de guerra contrainsurgente de Estados Unidos para detectar cuáles de ellos fueron aplicados en la configuración de los medios (que, en su conjunto, denominamos “maquinaria contrainsurgente”), de la que México dispone para combatir a la insurgencia; en otros términos, se analiza esa “maquinaria” a la luz de la influencia que Estados Unidos ejerció en su constitución. Por último (capítulo 4), partiendo de la revisión y el análisis precedentes, se examina la guerra contra el EZLN y el EPR de acuerdo con el influjo ejercido por Estados Unidos en ella, esto es, se identifican los preceptos de batalla aplicados por las fuerzas armadas mexicanas para contener a la insurgencia, y se analizan las características de la asistencia bélica brindada por Estados Unidos con el mismo fin.

El lector habrá de constatar, además, que la contrainsurgencia y las operaciones antinarcóticos se superponen en varios planos, y que la guerra contra el EZLN y el EPR ha incidido de distintas formas tanto en las relaciones cívico-militares mexicanas como en las relaciones de seguridad bilaterales. Por esa razón, en las consideraciones finales, amén del indispensable recuento general, se dedican algunas líneas a comentar estos insospechados corolarios.

La estructura de esta obra es, pues, “binaria”: se describe y explica a la amenaza y se analiza la manera en que se la combatió; hay, en otras palabras, un deliberado propósito de secuenciar la insurgencia y la contrainsurgencia.

No es éste –me permito asegurarlo– un análisis común de uno de los temas típicos de relaciones internacionales. De principio a fin se ha querido encontrar el “factor internacional” de un fenómeno que, a juzgar por las fuentes disponibles, la mayoría considera estrictamente doméstico, y no sin motivos: la guerra contra el EZLN y el EPR apenas deja ver lo mucho que Estados Unidos influyó en ella. Uno supondría que, de querer intervenir en el conflicto, Washington habría optado por la vía abierta, vistosa y agresiva –como, de hecho, suele hacerlo–, más aún: cualquiera pensaría que si Estados Unidos incidió en un conflicto interno de esta envergadura fue porque México no tuvo otra alternativa, es decir, porque medió alguna clase de coacción –como sin duda, suele suceder: tal ha sido la tónica de las relaciones bilaterales–. Lo novedoso está en que no sucedió ni lo uno ni lo otro –no, al menos, cabalmente–: la “intervención” de Estados Unidos fue mucho más sutil y moderada que de costumbre, y las Fuerzas Armadas mexicanas asumieron buena parte de la influencia estadounidense de forma voluntaria cuando hicieron suyas, en el ámbito de la conciencia, las ideas y experiencias que Estados Unidos había acumulado durante décadas en su cruzada global anticomunista. Es normal que un fenómeno de este tipo pase inadvertido, pero es precisamente esa falta de atención la que queremos resarcir.

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PRIMERA PARTE.

LA AMENAZA Y SUS CONTORNOSEL RETORNO DEL FANTASMA DE LA REVOLUCIÓN

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I.EL RETORNO DE LA INSURGENCIA.

APROXIMACIONES INTERPRETATIVAS Y CONCEPTUALES

UNA MIRADA AL PUNTO DE PARTIDA

EZLN y EPR. El retorno del fantasma de la revolución

Los sucesos que nos proponemos narrar y analizar en este estudio tienen un punto de partida histórico muy concreto: la irrupción en México de dos organizaciones guerrilleras en el ocaso del siglo XX. La primera de dichas agrupaciones, el EZLN, apareció en 1994, y su acometida alteró “de inmediato todas las coordenadas políticas vigentes hasta el momento”;1 la segunda, el EPR, hizo lo propio en 1996 y su aparición agudizó una crisis política y de seguridad que ya de por sí era muy acentuada. Dado que el conocimiento de los proyectos originales de ambas organizaciones es indispensable para abordar el problema de la contrainsurgencia en América del Norte, dedicaremos los siguientes párrafos a examinar de manera sucinta las características de este turbio episodio finisecular.

A finales de 1993, las relaciones entre México y Estados Unidos se encontraban en uno de sus momentos cumbre: los gobiernos de Bill Clinton, Carlos Salinas de Gortari y Jean Chrétien estaban a punto de fusionar los mercados de sus respectivos países mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN ), un acuerdo que permitiría a las tres naciones “insertarse” de lleno en los procesos de globalización de la economía y de formación de “bloques” económicos regionales. Aunque el proceso de negociación y aprobación del tratado no había sido fácil (el TLCAN había sido ratificado por mayoría de apenas 14 votos en el Congreso de Estados Unidos) y los negociadores mexicanos habían tenido que bregar largo tiempo para convencer a sus contrapartes estadounidenses, el panorama de la relación bilateral era inmejorable: por primera vez en la historia México y Estados Unidos sancionarían de iure una alianza comercial, dejando atrás su dilatado historial de conflictos, desavenencias y recelos mutuos.2 Las relaciones militares y de seguridad, ciertamente, se hallaban rezagadas en comparación con las de índole económica y política, pero se esperaba que con el tiempo y la progresiva disolución de las antiguas suspicacias las fuerzas armadas de ambos países se acercaran y cooperaran a partir de una agenda común.3

El entorno global, por otro lado, era igualmente promisorio: la Unión Soviética se había desplomado de manera estrepitosa y el socialismo había sido arrojado al “basurero de la historia”. Estados Unidos y la civilización occidental, se decía, no tenían ya nada serio que temer ni antagonista alguno que combatir, pues el fin de la guerra fría había inaugurado una era de libertad y democracia donde el progreso humano estaría afincado en las providenciales fuerzas del libre mercado.4 Finalmente, y como si estas prodigiosas señales no bastaran, la situación en México deslumbraba a propios y extraños: a pesar de las sospechas de fraude que habían enlodado su arribo al poder, Carlos Salinas de Gortari había emprendido un programa de reformas sin

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1 Luis Medina Peña, Hacia el nuevo Estado, México, FCE , 2004, pp. 285-286.2 Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, México frente a Estados Unidos, México, FCE , 2003, pp. 236-238.3 Michael J. Dziedzic, “México y la gran estrategia de Estados Unidos: eje geoestratégico para la seguridad y la prosperidad” en Sergio Aguayo Quezada y John Bailey (coord.), Las seguridades de México y Estados Unidos en un momento de transición, México, Siglo XXI, 1997, pp. 92-95.4 Ibíd., p. 85, y Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, México, Planeta, 1992, passim.

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parangón desde las épocas de Plutarco Elías Calles y Miguel Alemán, y su impulso “modernizador” le había valido el reconocimiento e incluso la adulación de las elites económicas internacionales así como un desmedido culto a la personalidad entre sus allegados. El TLCAN sería la corona de su reinado: gracias a él –al tratado pero también al presidente– México se convertiría en una nación moderna e ingresaría al círculo de los países desarrollados. Nada entonces parecía detener al residente de Los Pinos, y las tímidas voces que clamaban por la apertura política del régimen eran rápidamente opacadas (o silenciadas) por el autoritarismo de un flamante presidente que en los últimos meses de 1993 preparaba ya a su sucesor y maquinaba su candidatura a la dirigencia de la Organización Mundial de Comercio.5

Estas “coordenadas políticas” serían precisamente las que el EZLN alteraría. El 1 de enero de 1994, justo cuando el TLCAN entraba en vigor, los zapatistas emergieron de Las Cañadas y la Selva Lacandona y se apoderaron de varias cabeceras municipales y poblados chiapanecos (San Cristóbal de las Casas, Chanal, Altamirano, Las Margaritas, Oxchuc, Huixtán, Simojovel, Abasolo y San Andrés Larráinzar).6 Luego, por medio de la “Declaración de la Selva Lacandona”, se revelaron ante México y el mundo como un grupo armado que clamaba por igualdad y justicia, que enarbolaba el estandarte de los “herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad” (es decir, de los indígenas), y que para terminar con la miseria y la marginación de los menesterosos se proponía derrocar al “dictador” (Salinas) y al régimen de “traidores conservadores y vendepatrias” que él encabezaba. La estocada inicial del EZLN fue declararle la guerra al Ejército federal y su primer acto bélico (la toma de las cabeceras) vino acompañado de la promesa de avanzar hacia la capital de la república y de no retroceder hasta lograr la satisfacción de sus demandas principales (“trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz” para el “pueblo mexicano”) y la realización de elecciones donde los “pueblos liberados” pudieran elegir “libre y democráticamente” a sus “autoridades administrativas”.7 No había en la declaración ni rastro de la retórica marxista-leninista de las guerrillas de antaño, pero tampoco hacía falta ser un especialista en historia de las ideas políticas para darse cuenta de que esto era una revolución.

Así, en tan sólo unas horas la comedia de oropeles y progreso protagonizada por Carlos Salinas en las cortes del poder mundial quedó de improviso derruida. Del pandemónium de marginación, injusticia, represión y discriminación racial que era la mayor parte de Chiapas (un territorio históricamente olvidado por el Estado mexicano) brotaba un copioso grupo de hombres armados –9 mil, según algunos cálculos-8 para plantarle cara al régimen priista y demostrar cuán falsas eran las viñetas pintadas por Salinas de un país que avanzaba a pasos agigantados y que era bendecido por la impersonal inercia de la “mano invisible” del mercado. El temor a que esto sucediera antes de la ratificación del TLCAN era tan real (como real era la indigencia denunciada por la guerrilla) que, a pesar de haber sido previamente advertido de la existencia de un grupo armado y de poseer pruebas irrefutables al respecto,9 Salinas decidió ocultar y soslayar los hechos y esperar, quizá, que la masiva inversión de fondos públicos en Chiapas desactivara cualquier clase de conflicto.10

La portentosa aparición del EZLN, sin embargo, sería sólo el principio. Una vez asimilada la gravedad del asunto, Carlos Salinas ordenó la movilización de más de 12 mil tropas del ejército y la fuerza aérea a Chiapas para contener el avance de los insurgentes. La contraofensiva no tardaría en rendir frutos. Mal armados (algunos poseían únicamente rifles de madera) y abatidos por el poder de fuego de los militares, los zapatistas fueron incapaces de arrostrar a sus enemigos y las posiciones conquistadas el 1 de enero cayeron una a una hasta dejar a la guerrilla arrinconada y a punto de ser aniquilada.11 Fue entonces cuando el tercer actor de esta contienda entró en escena: los medios de comunicación. La prensa viajó a la zona de conflicto e

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5 Enrique Krauze, La presidencia imperial, México, Tusquets, 1998, pp. 419-434.6 Carlos Tello Díaz, La rebelión de Las Cañadas, México, Booket, 2005, pp. 15-35.7 Todos los entrecomillados pertenecen al EZLN, “Declaración de la Selva Lacandona”, Chiapas, 1 de enero de 1994 (http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/1994/1993.htm).8 Enrique Krauze, op. cit., p. 434.9 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, op. cit., pp. 122-123.10 Enrique Krauze, ídem.11 Carlos Tello Díaz, La rebelión de Las Cañadas, pp. 246-255.

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informó con tal detalle las atrocidades cometidas por el Ejército durante los combates (las imágenes de jóvenes zapatistas ultimados con el tiro de gracia en las inmediaciones del mercado de Ocosingo le darían la vuelta al mundo) que la sociedad civil, pese a haber repudiado en un primer momento la violencia del EZLN, se lanzó a las calles a exigir el cese al fuego y el inicio de negociaciones entre los beligerantes.12 Apremiado por las circunstancias, el presidente Salinas decretó una tregua unilateral el 12 de enero,13 sin saber que todavía habría de sortear otro frente de batalla: el de las palabras y de las ideas.

A poco de iniciado el conflicto, la prensa dio a conocer otro hallazgo importante: todos los integrantes del EZLN eran indígenas tzotziles, tzeltales, choles y tojolabales, algunos de ellos tan jóvenes que apenas rebasaban el umbral de la adolescencia.14 A todos los unía un mismo denominador: sus antepasados habían salido de las fincas y emigrado a Los Altos y la Selva, regiones en las que ellos –los sublevados– habían crecido en medio de la miseria, las vejaciones de las autoridades y la falta de oportunidades.15 El corazón de buena parte de la sociedad se volvió de golpe hacia los zapatistas: ¿cómo no simpatizar con las demandas de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, habían sido tratados como parias y despreciados por una nación entera, la de los mestizos? ¿Cómo no escuchar a los “herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad”? Con todo, no sería un indígena quien capitalizaría estas simpatías sino otro personaje, mestizo, el más destacado de los actores de este drama: el subcomandante insurgente Marcos, líder y vocero del EZLN.

Tan pronto como los zapatistas fueron derrotados por las armas y se impuso la necesidad de darle un nuevo giro al conflicto, Marcos cambió el fusil por la pluma y la táctica de guerra por la teatralidad. Con sus relatos, epístolas, diatribas y entrevistas, el subcomandante sedujo a una vasta pléyade de intelectuales mexicanos y extranjeros, atrajo la atención de miles de activistas y cibernautas alrededor del mundo y se convirtió rápidamente en un “hombre de leyenda”.16 Chiapas, de la mano del talento literario de Marcos, pasó de ser un páramo olvidado del sureste mexicano al santuario donde renacía el milenarismo revolucionario. El hombre enmascarado que fumaba pipa entre los sotobosques de la selva y sus huestes de indígenas henchidos de leyendas y sabidurías ancestrales fueron vistos por la vieja guardia de izquierda, aquella que había perdido las esperanzas luego del desplome de la Unión Soviética (Pablo González Casanova, José Saramago, Alain Touraine, Regis Debray e Yvon Le Bot, por mencionar sólo algunos nombres), como el retorno de la historia, el resucitar de la utopía de la sociedad sin clases, el final inminente del capitalismo. Y no se trataba tan sólo de una percepción, Chiapas se convirtió también en La Meca de activistas de izquierda y periodistas de diferentes latitudes, y una sólida red de organizaciones de derechos humanos enfocó su atención en las vicisitudes del conflicto para alzar la voz cada vez que el Gobierno o el Ejército incurriera en alguna arbitrariedad.17

Carlos Salinas nunca lo habría imaginado. Los zapatistas habían estropeado su momento de gloria y para ello ni siquiera habían tenido que derrotar al Ejército. El salinismo, comandando por una auténtica Ivy League de tecnócratas especializados en economía y administración pública, era incapaz de jugar la partida literaria y melodramática del subcomandante Marcos y sus aliados en México y el mundo. Por si fuera poco, el barco comenzó a hacer agua por todos lados: en mayo fue asesinado Luis Donaldo Colosio, delfín de Salinas y candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la presidencia, y en septiembre le seguiría José Francisco Ruiz Massieu, excuñado del presidente y prohombre inexpugnable del priismo.18 La espada de

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12 Patricia Miranda González, “El reportaje de fondo ante sucesos de guerrilla. Los casos de Chiapas (EZLN) y Guerrero”, tesis de licenciatura, México, UNAM-ENEP Aragón, 2000, pp. 54-70 y Marco Antonio Pérez Carvajal, “Los editoriales de los diarios La Jornada y El Universal de enero a junio de 1994 sobre la irrupción pública del EZLN”, tesis de licenciatura, México, UNAM -FC PS, 2007, pp. 41-70.13 Carlos Tello Díaz, op. cit., pp. 259-260.14 Ibíd., p. 18.15 Véase en el capítulo 2, el Desarrollo histórico del EZLN, p. 63.16 Enrique Krauze, La presidencia imperial, p. 437.17 Véanse Christopher Domínguez Michael, “El prosista armado” en Letras Libres, núm. 1, enero de 1999, pp. 63-69 y Jean Meyer, “El buen salvaje otra vez” en Letras Libres, núm. 3, marzo de 1999, pp. 70-72. Quizás el mejor recuento y análisis de la “guerra intelectual” librada en 1994 y de la relación del subcomandante Marcos con la intelligentsia nacional y extranjera se encuentra en Jorge Volpi, La guerra y las palabras, México, Era, 2004, passim.18 Enrique Krauze, La presidencia imperial, pp. 441-442 y 445.

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Damocles, además, pendía sobre México en forma de capital especulativo: 30 mil millones de dólares extranjeros habían sido atraídos de forma irresponsable por las altas tasas de interés y amagaban con irse si el Gobierno quebrantaba su confianza.19 En los años venideros, los estudios sobre el zapatismo y la conversión del EZLN al indigenismo difuminarían o matizarían el potencial incendiario de la guerrilla, pero en ese momento, en ese fatídico 1994, el Estado mexicano sólo podía ver al EZLN de una manera: como amenaza al orden establecido y a la estabilidad económica y social del país.

Una historia diferente, aunque profundamente emparentada, sería la del EPR. Al promediar 1996, México padecía una de las crisis más severas de su historia reciente. Tras los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, el PRI , en la figura de Ernesto Zedillo, había logrado alzarse con la victoria, pero no evitar la desbandada: miles de millones de dólares abandonaron México cuando los especuladores (nacionales y extranjeros) consideraron que la sobrevaluación del peso era excesiva y que el nuevo gobierno sería incapaz de manejar adecuadamente la economía. En unos cuantos meses, el peso perdió su valor total y para 1995 el producto interno bruto había caído ya 7%. Como si temieran una catástrofe parecida, los especuladores que operaban en otros puntos de América Latina –como Brasil y Argentina– huyeron con sus capitales y se refugiaron en mercados más seguros, donde recibían mejores garantías para su dinero. Conscientes de la crisis internacional que se avecinaba, Bill Clinton y su equipo gestionaron un generoso paquete de ayuda para México con el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos de Basilea para evitar que la economía mexicana colapsara. A cambio de ello, México tendría que cargar con la afrenta de avalar el apoyo con sus exportaciones de petróleo, hacer públicas las cifras de sus reservas –hasta entonces un secreto de Estado– y pagar por el préstamo intereses relativamente altos a plazos muy cortos.20

Los hábitos de la clase política, pese a todo, no parecían haber cambiado. En junio de 1995, un grupo de policías asesinó a 17 campesinos desarmados de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS ) en Aguas Blancas, Guerrero, y no bien se pusieron en marcha las indagatorias para esclarecer el caso, las autoridades judiciales inventaron pruebas y escamotearon hechos en aras de proteger al presunto autor intelectual de la matanza: Rubén Figueroa Alcocer, gobernador del estado de Guerrero.21 Crimen, impunidad y corrupción se volvieron a fundir en otro caso, el más escandaloso del sexenio: Raúl Salinas de Gortari, hermano del expresidente, ingresó al penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez acusado de haber tramado el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, y no pasaría mucho tiempo antes de que se descubrieran los móviles del homicidio: Raúl Salinas, según indicios, quería evitar que Ruiz Massieu, desde un alto puesto dentro del gabinete de Zedillo, “destapara la cloaca” de corrupción acumulada durante la administración de Carlos Salinas, cloaca en la que Raúl había descollado por encima del resto. La prensa, de cualquier manera, se encargó de revelar los secretos: nepotismo, malversación de fondos, apertura de cuentas millonarias en Suiza y tratos con el narcotráfico fueron tan sólo algunos de los delitos cometidos por Raúl al amparo del gobierno de su hermano, y nadie creyó que el otrora omnipotente presidente ignorara lo que su familia hacía desde el poder.22

La promesa de prosperidad y modernidad se desmoronaba dramáticamente: ante los ojos de la población el TLCAN sólo había traído crisis, devaluación y desempleo, y pese a la retórica modernista de Carlos Salinas y las reformas electorales pactadas en 1994,23 lo único que despuntaba en el horizonte era la consabida mezcla de violencia política y corrupción. La crispación social llegó a tal grado que el expresidente Salinas, vituperado por doquier, abandonó el país y se exilió en Irlanda;24 y un nuevo grupo armado, mucho más radical que el EZLN, apareció en la sierra guerrerense para desafiar al tambaleante régimen priista.

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19 Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, México contra Estados Unidos, p. 237.20 Ibíd., pp. 240-241.21 Blanca Estela Martínez Torres, “Contrainsurgencia ante movimientos armados en México: EPR-PDPR”, tesis de licenciatura, México, UAM -Iztapalapa, 2006, pp. 108-117.22 Enrique Krauze, op. cit., pp. 444-446.23 Luis Medina Peña, Hacia el nuevo Estado, pp. 286-288.24 Enrique Krauze, La presidencia imperial, p. 444.

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El grupo, que no era otro que el EPR, eligió el 28 de junio de 1996 y el municipio de Coyuca de Benítez, Guerrero, para hacer su primera aparición pública. El lugar y la fecha eran emblemáticos: ese día habría de conmemorarse el primer aniversario de la masacre de Aguas Blancas, evento convocado por la OCSS y diferentes agrupaciones políticas y sociales de izquierda (entre ellas el Partido de la Revolución Democrática, PRD ). Por eso, consciente de la oportunidad que se le ofrecía, la guerrilla irrumpió en el evento, se apoderó de los micrófonos y, en voz de uno de sus militantes, dio lectura al “Manifiesto de Aguas Blancas”, un pequeño documento donde se expusieron los motivos y propósitos de la organización.25

De acuerdo con el manifiesto, el EPR era “un instrumento más de lucha” para acabar con la opresión ejercida por el “gobierno antipopular” contra los menesterosos, y estaba integrado por “hombres y mujeres de los diferentes sectores explotados y oprimidos del pueblo”. Los eperristas no le declaraban la guerra al Ejército ni anunciaban avances hacia el Distrito Federal, pero sí llamaban a las víctimas de la represión gubernamental (como los familiares de aquellos que habían muerto en Aguas Blancas) a trocar su “indignación” y “profundo dolor” por un espíritu combativo; asimismo, convocaban a los sectores progresistas a “unificar todas las formas de lucha” en un solo frente revolucionario. Los objetivos del EPR

eran cinco: el derrocamiento del Gobierno (a través de la “vía armada de la revolución”); la edificación de una “república democrática popular”; la solución de “las demandas y necesidades inmediatas del pueblo”; la justa redefinición de las relaciones de México con la “comunidad internacional” y el castigo a los corruptos, represores y responsables de la desigualdad y la miseria. Al finalizar la lectura, y sin dar más detalles acerca de cómo pretendían llevar a cabo sus planes, los guerrilleros salieron del evento vitoreados por el grueso de la concurrencia y escoltados por una columna del Frente Amplio para la Construcción del Movimiento de Liberación Nacional (FAC -MLN), una de las muchas agrupaciones que se habían dado cita en la conmemoración.26

No obstante, los frutos de esa inopinada aparición serían pírricos. En los días posteriores y a lo largo de todo el mes de julio, la prensa y la clase política denostarían en más de una ocasión al EPR. Cuauhtémoc Cárdenas, líder del PRD , diría de los rebeldes que escenificaban una “grotesca pantomima”, y Emilio Chuayffet, secretario de Gobernación, aseguraría que las dimensiones del EPR eran tan insignificantes que no alcanzaban para conferirle el estatus de insurgencia. En diarios y revistas se habló de los posibles nexos del EPR con Sendero Luminoso, Euskadi Ta Askatasuna y el crimen organizado, y no faltó quien viera en él un ridículo montaje del PRI para desviar la atención de la gente y criminalizar la protesta social.27 El clima de rechazo y desconfianza llegó a tal punto que la Comandancia General del EPR se vio impelida a convocar a una conferencia de prensa en uno de sus campamentos de la Sierra Madre Oriental, adonde, con ánimos de congraciarse, trasladó a reporteros y corresponsales de varios medios el 7 de agosto de 1996.28

La conferencia, ciertamente, no sería un espectáculo atractivo ni conmovedor, como los que solía representar el EZLN en las montañas chiapanecas. En realidad, lo que los cuatro comandantes del EPR que encabezaban la reunión querían (José Arturo, Victoria, Francisco y Antonio) era revelar la verdadera identidad de la guerrilla y detallar su programa político de acción. Para ello, lanzaron y leyeron, de nuevo, un manifiesto, el de “la Sierra Madre Oriental”. El EPR, según este documento, era resultado de la unión de “diversas organizaciones armadas revolucionarias surgidas en los últimos 30 años”, las cuales, luego de “un proceso de reflexión teórica, de análisis y discusión política” de las circunstancias nacionales e internacionales habían pactado una sola “línea política” y una “estrategia única”, y decantado, también, en otra agrupación el Partido Democrático Popular Revolucionario (PDPR), cuya existencia hacían pública ese día.29

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25 Blanca Estela Martínez Torres, “Contrainsurgencia…”, p. 76.26 Todos los entrecomillados son de Comandancia General del EPR, “Manifiesto de Aguas Blancas”, Aguas Blancas, Guerrero, 28 de junio de 1996 (www.cedema.org/ver.php?id=1117). Véase también Maribel Gutiérrez, “Irrumpe grupo armado en Aguas Blancas” en La Jornada, 29 de junio de 1996.27 Anasella Acosta Nieto, “El papel que la prensa capitalina desempeñó durante el surgimiento del Ejército Popular Revolucionario a partir del análisis del discurso”, tesis de licenciatura, México, UNAM-ENEP Aragón, 2001, p. 42.28 Maribel Gutiérrez, “Lleva el EPR a periodistas a un campamento” en La Jornada, 9 de agosto de 1996.29 PDPR-EPR, “Manifiesto de la Sierra Madre Oriental. Programa político”, México, 7 de agosto de 1996 (www.cedema.org/ver.php?id=1116).

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El PDPR y el EPR tenían prácticamente los mismos objetivos enunciados en el Manifiesto de Aguas Blancas, pero ahora los aderezaban con un “marco teórico” que apenas disimulaba la vieja jerga maoísta: el neoliberalismo a escala mundial y la corrupción y el autoritarismo a escala nacional, aseguraba el Manifiesto, habían exacerbado el “enfrentamiento de clases” en México y creado dos bloques antagónicos: de un lado, la burguesía, encarnada en el Gobierno y en las cúpulas financieras, empresariales, políticas y religiosas a las que éste servía; del otro, el movimiento político de resistencia y liberación popular, integrado por los desempleados y desposeídos, los movimientos estudiantiles, los indígenas, el proletariado, el campesinado y, en general, todas aquellas organizaciones legales y clandestinas que clamaban por un cambio. Como al Gobierno no le había quedado más remedio que militarizar, cooptar y reprimir para evitar el “estallido social”, la guerrilla volvía a llamar a todos para unirse en un solo frente y bregar por reformas típicamente liberales (elecciones libres, respeto a los derechos humanos, efectiva división de poderes, etc.) antes de acopiar fuerzas y desencadenar una insurrección generalizada.30

Con todo, lo que a la prensa más le perturbaría serían las confesiones hechas por José Arturo después del encuentro. Según el comandante, el EPR luchaba abiertamente por el poder y el cambio de gobierno, y no era “de ninguna manera” una “pantomima”. Las mejores prendas de su radicalidad y verosimilitud residían en sus métodos, dispuesto a combinar la “vía armada” con la “vía civil” y a distanciarse –cuando menos en su programa– de movimientos como el zapatista, el EPR no tenía reparos en admitir que adquiría su poderoso armamento (fusiles R-15, AK-47, M-1 y MP-5) en el mercado negro y que financiaba sus actividades con “expropiaciones bancarias y secuestros de miembros de la oligarquía financiera del país”. “Hay una guerra no declarada [diría José Arturo] … una guerra de baja intensidad, instrumentada por el Gobierno … y por medio de la propaganda armada revolucionaria estamos tratando de advertir, de hacer notar este hecho ante el pueblo de México y ante los ojos del mundo”.31

Pero el “pueblo de México” volvería a mostrarse reticente. Salvo unos cuantos periodistas e intelectuales que trataron de interpretar al EPR como fruto de la violencia y la marginación que persistían en las zonas de influencia del eperrismo (la Costa Grande de Guerrero, la región de los Loxicha en Oaxaca y una porción de las Huastecas, según la información recabada hasta ese momento),32 al grueso de la opinión pública y a la sociedad mexicana no le conmovieron las demandas ni los propósitos de la guerrilla. La reserva con que inicialmente fue recibido el EPR se mantendría más o menos intacta, pese a la conferencia de prensa y la reivindicación de las víctimas de Aguas Blancas. Quien no cruzaría los brazos ni volvería el rostro con indiferencia sería, desde luego, el gobierno de Zedillo. Tan pronto como el EPR se presentó en Coyuca de Benítez, los servicios de inteligencia, el Ejército y la policía se zambulleron en el mundo clandestino de las organizaciones revolucionarias para extraer pistas acerca del nuevo grupo armado. Muy pronto la Procuraduría General de la República (PGR) conjeturó que el EPR podría tener vínculos con el Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo-Partido de los Pobres (PROCU P-PDLP), una de las agrupaciones subversivas más antiguas y peligrosas de México; y aunque frente a la prensa y la televisión las autoridades seguían calificando al EPR como una insignificante célula de trasnochados, lo cierto era que las detenciones de presuntos militantes y simpatizantes de la guerrilla aumentaban día a día con vistas a descubrir su verdadera peligrosidad.33

Zedillo y el país conocerían la verdadera letalidad del EPR hasta la madrugada del 28-29 de agosto. Esa noche, sin que las autoridades lo sospecharan siquiera, una columna de 100 hombres atacó, primero, el destacamento de la Policía Preventiva apostado en el centro de la ciudad de Tlaxiaco, Oaxaca, arrebatándole la vida a dos oficiales e hiriendo a un civil; más tarde, en la medianoche del 29 de agosto, otra columna embistió

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30 Ídem.31 Guillermo Correa y Julio César López, “Ni el EZLN ni nosotros somos los únicos grupos armados en México” en Proceso, 10 de agosto de 1996 (www.tmcrew.org/chiapas/epr.htm).32 Véase Luis Hernández Navarro, “EPR: el eterno retorno” en La Jornada, 20 de agosto de 1996, y Carlos Montemayor, “La guerrilla en México hoy” en Fractal, núm. 11, octubre-diciembre de 1998, pp. 11-44.33 José Gil Olmos, “Estrategia y objetivos del EPR. Guerra popular prolongada y nuevo gobierno” en La Jornada, 28 de junio de 1997. El programa de contención del EPR se analiza con detalle en “EPR. Los derroteros de la inteligencia y la guerra psicológica”, capítulo 4, p. 144.

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simultáneamente las instalaciones de la Policía Preventiva, la Secretaría de Marina (Semar), la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y la PGR en La Crucecita, Huatulco. Tres miembros de la Armada, tres policías y dos civiles fallecieron durante los combates. No lejos de ahí, en la capital de Oaxaca, un tercer comando arremetió contra el cuartel de la 28ª Zona Militar y la base militar aérea ubicada en el aeropuerto Benito Juárez, sin que los soldados atinaran a hacer otra cosa que resguardarse del fuego enemigo. En tan sólo unas horas el EPR había conseguido lo que el EZLN nunca pudo lograr en el terreno militar: encarar directamente y de manera exitosa los “aparatos represivos” del Estado; más aún, lo había hecho sin apenas sufrir bajas, golpeando con grupos relativamente pequeños y replegándose, dispersándose y desapareciendo inmediatamente después de ejecutar el ataque.34

La irritación de Ernesto Zedillo fue grande y no era para menos: con una crisis asolando la economía, con una sociedad empobrecida y descontenta, lo que menos le hacía falta al Gobierno era un grupo revolucionario que reviviera los viejos anhelos de socialismo y repúblicas democráticas populares y que, encima, evidenciara cuán inoperantes podían llegar a ser las agencias del orden si se les atacaba con grupos reducidos de hombres capaces de golpear y desvanecerse en tan sólo unos instantes. Si en 1994 el EZLN había sido considerado una amenaza, en 1996 las cosas no podían ser diferentes.35 El EPR, ciertamente, no era tan simpático como el subcomandante Marcos y los indígenas zapatistas, pero en cambio poseía una logística y un poderío militar superiores a los del EZLN y, además de ampararse en una férrea clandestinidad –lo cual dificultaba la identificación y captura de sus militantes–, su discurso era susceptible de ser escuchado por quienes en ese momento vivían los estropicios de la crisis. “Perseguiremos cada acto terrorista con toda nuestra capacidad y aplicando todo el rigor de la ley”, diría un colérico Zedillo en su segundo informe de gobierno. “Invariablemente apegados al Derecho, respetando las garantías individuales y los derechos humanos, actuaremos con toda la fuerza del Estado”.36

Efectivamente, “toda la fuerza del Estado” sería lo que Zedillo habría de blandir contra el potencial subversivo del EZLN y el EPR. El fantasma de la revolución había vuelto y frente a él no se podían adoptar “posturas ambiguas”.37

Estados Unidos y el “tercer vínculo”. Por vía de interpretación

Esta firmeza, esta voluntad de acabar con quienes desafiaban el orden establecido, eran comprensibles e incluso necesarias para los gobiernos de Salinas y Zedillo; pues, si como dijo Weber, el Estado “es una relación de dominación de hombres sobre hombres que se sostiene por medio de la violencia legítima”,38 ¿qué Estado, en cualquier rincón del planeta, habría de permitir que una asociación antagónica le arrebatara su “medio específico”, esto es, “el monopolio de la violencia física legítima?”. Ahora bien, si ante el retorno de la insurgencia el Estado mexicano tenía que responder forzosamente en aras de su propia supervivencia, ¿Estados Unidos había de reaccionar de manera similar o, más aún, tener siquiera una reacción? ¿Por qué motivos un Estado extranjero habría de preocuparse y aun incidir –o tratar de incidir– en un suceso que parecía ser estrictamente doméstico?

Los estadounidenses, en efecto, tenían razones de peso para preocuparse por lo que sucedía en nuestro país. El monto del capital estadounidense invertido en México, así como el volumen de los intercambios económicos bilaterales, requerían de cierta estabilidad sociopolítica para prosperar en el presente y en los años venideros, estabilidad que el EZLN y el EPR ponían en riesgo. A esto se añadían, también, las consideraciones de orden geopolítico. Como anota el coronel Michael D. Dziedzic, el fin de la guerra fría y de las pugnas entre

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34 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 184-185.35 Que el EPR fue percibido como una amenaza a la seguridad nacional lo confirma el exgobernador de Chiapas, Diódoro Carrasco, en Jaime Guerrero, “El EPR en Oaxaca fue asunto de seguridad nacional: DCA ” en e-oaxaca, 10 de enero de 2012 (www.e-oaxaca.mx/noticias/procesos-electorales/7853-el-epr-en-oaxaca-fue-asunto-deseguridad-nacional-dca.html). También lo confirmaremos en el capítulo 4.36 Ernesto Zedillo Ponce de León, Mensaje del Presidente de la República al Honorable Congreso de la Unión…, México, Presidencia de la República, 1 de septiembre de 1996 (http://zedillo.presidencia.gob.mx/pages/disc/sep96/01sep96.html). Las cursivas son nuestras.37 Ídem.38 Max Weber, El político y el científico, Francisco Rubio Llorente (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 84. Cursivas en el original.

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superpotencias no supuso la cancelación de las pretensiones hegemónicas de Estados Unidos ni la reducción de la importancia geopolítica de México. Si nuestro país se convertía de nuevo en un territorio “ingobernable” justo cuando el orden mundial se redefinía, “el efecto multiplicador en [los] intereses vitales de Estados Unidos sería inevitable. La frontera es muy larga y permeable, demasiados estadounidenses tienen negocios en México y un alto número de mexicanos querrían [sic] buscar refugio en Estados Unidos”.39

Por tanto, desde un punto de vista geopolítico, el orden político en México es un interés fundamental de Estados Unidos. La carga que representaría proteger nuestra frontera debilitaría, y hasta paralizaría, nuestra capacidad global de combate. Suponer que sería necesario proteger la frontera es una perspectiva “desfavorable” extrema y, tal vez, improbable. No obstante, la realidad ineludible es que la estabilidad política en México es esencial para el éxito de nuestras pretensiones estratégicas.40

Ese “interés fundamental”, por lo demás, había sido corroborado varias veces a lo largo de la historia. Abraham Lincoln había apoyado a Benito Juárez y sus partisanos contra la intervención francesa y el imperialismo de Napoleón III;41 William H. Taft y Woodrow Wilson habían hecho hasta lo imposible por evitar que el anarquismo de los Flores Magón desestabilizara al régimen de Porfirio Díaz y más adelante a los gobiernos de Francisco I. Madero y Venustiano Carranza,42 y el mismo Wilson se había encargado de poner en vilo las relaciones entre ambos países con dos intervenciones armadas en 1914 y 1916, represalias por el caos que imperaba en México desde la revuelta antiporfiriana de 1910.43 Al agonizar el siglo XX, el libreto podía variar un poco, pero no dejarse de lado.

Así, tras la aparición del EZLN, la prensa estadounidense reaccionó con inusitado recato, señalando los posibles efectos que el levantamiento armado podría tener en la economía de su país, o bien, subrayando las condiciones de atraso que habían hecho posible la revuelta.44 El Gobierno estadounidense, por su parte, no se alejó demasiado de esta línea de cautela y tanto James Jones, embajador de Estados Unidos en México, como Arturo Valenzuela, encargado de la Oficina de Asuntos sobre México del Departamento de Estado (DE), recomendaron a Carlos Salinas no aplastar militarmente a la guerrilla si lo que deseaba era evitar problemas mayores.45 Las palabras subieron de tono luego de la irrupción del EPR, pero sin degenerar en conatos de injerencia. “El terrorismo es un mal que se da en México, en Estados Unidos, así como en todas partes del mundo”, declaró el embajador Jones durante la III Cumbre Latinoamericana de Telecomunicaciones. Y aunque “los inversionistas estadounidenses” confiaban en que el Gobierno mexicano sería capaz de mantener el orden y la administración de Ernesto Zedillo “aún” no había solicitado el apoyo de Washington, Jones reiteró que su país colaboraría en la lucha contra el EPR si México se lo pedía.46

¿Se mantendría el papel de Estados Unidos en este bajo perfil? ¿Era posible que una superpotencia acostumbrada a interferir en los asuntos ajenos se limitara a expresar de manera tácita su preocupación por los hechos y a presionar tibia e indirectamente al Gobierno mexicano? En otras palabras: ¿de qué manera influyó Estados Unidos en la guerra contra el EZLN y el EPR?

Antes de dar respuesta a estas pregunta, que constituyen el meollo de esta investigación, habrá que aclarar a qué nos hemos referido hasta ahora con el retorno –y no simplemente el surgimiento– del fantasma

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39 Michael J. Dziedzic, “México y la gran estrategia…”, p. 90.40 Ibíd., p. 91.41 Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, México frente a Estados Unidos, pp. 85-89.42 Salvador Hernández Padilla, El magonismo: historia de una pasión libertaria, 1900/1922, México, Era, pp. 80-202.43 Alicia Mayer, “Woodrow Wilson y la diplomacia norteamericana en México, 1918-1915”, México, UNAM -II H, 2006 (www.historicas.unam.mx/moderna/ehmc/ehmc12/155.html).44 Tim Golden, “Rebels Determined ‘to Build Socialism’ in Mexico” en The New York Times, 4 de enero de 1994, y José Antonio Arteaga Conde, “El levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en la prensa extranjera. Política e información a finales del siglo XX”, tesis de licenciatura, México, UNAM -FF L, 2005, pp. 75-78 y 88-94.45 Jesús Esquivel, “El factor Washington” en Proceso, edición especial núm. 13, enero de 2004, pp. 42-45.46 David Sosa Flores, “Ayudaría EU a combatir al EPR si México lo pidiera: Jones” en La Jornada, 10 de septiembre de 1996, y Anasella Acosta Nieto, “El papel que la prensa…”, p. 49.

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de la revolución en México. El EZLN y el EPR, como el lector habrá de constatar en el siguiente capítulo, fueron hasta cierto punto remanentes de otra época, de un momento de la historia en que el Estado mexicano enfrentó una impetuosa ola de movimientos subversivos motivada por la represión estudiantil de 1968 y los extremos del autoritarismo priista en estados como Oaxaca y Guerrero. Esa época, que aquí denominaremos “primera etapa” de la contrainsurgencia en México, comenzó en 1966 con el asalto al cuartel del Ejército en Ciudad Madera, Chihuahua, por parte del Grupo Popular Guerrillero y concluyó alrededor de 1983 cuando las últimas células de la Liga Comunista 23 de Septiembre fueron aniquiladas.47

Durante esos años, cerca de una treintena de grupos guerrilleros proliferó por todo el país, lo mismo en las grandes ciudades que en los poblados rurales más apartados, pero ninguno logró sobrevivir al implacable contragolpe del Estado. Valiéndose de la impunidad y de sanguinarios métodos represivos, los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo y –en menor medida– Miguel de la Madrid, liquidaron prácticamente todas las organizaciones subversivas, y los pocos rebeldes que conservaron el deseo de participar de manera activa en la vida política nacional fueron muy pronto acogidos y amnistiados por la reforma que Jesús Reyes Heroles promovió desde la Secretaría de Gobernación (Segob).48 Dos grupos, o lo que quedaba de ellos, se resistieron a aceptar la derrota y con los nombres de Fuerzas de Liberación Nacional (FLN) y PROCU

P-PDLP se refugiaron en Chiapas y Guerrero, respectivamente, en espera de que las condiciones les fueran favorables y los menesterosos escucharan sus propuestas. Un par de décadas más tarde, cuando muchos creían sepultada la utopía revolucionaria y exterminada la guerrilla mexicana, esas mismas agrupaciones resurgirían con las siglas EZLN y PDPR-EPR, suscitando con sus acciones armadas la segunda etapa de la contrainsurgencia en México (de 1994 a la fecha), que es de la que habremos de ocuparnos en este estudio.

Estas etapas, además, pueden ser vistas desde una perspectiva regional, esto es, como etapas de la contrainsurgencia en América del Norte, toda vez que Estados Unidos nunca se mantuvo al margen de los conflictos que se libraron en nuestro país. En la primera de ellas, el Gobierno estadounidense contribuyó decididamente a la lucha antiguerrilla con armas y entrenamiento, si bien, pese a la paranoia anticomunista que prevalecía en Washington y el Pentágono, dicho apoyo nunca se hizo público y se mantuvo en grados relativamente modestos. ¿Cuál fue –para retomar las preguntas arriba formuladas– el papel de Estados Unidos en la segunda etapa de la contrainsurgencia en América del Norte?, ¿cómo incidió en este suceso?

Exploremos las respuestas que algunos académicos han ofrecido. Para Sergio Aguayo y John Bailey, el nuevo entorno global (fin de la guerra fría) y nacional (mayor apertura de México al mundo y vigilancia permanente de la sociedad civil organizada en las acciones del Gobierno) provocaron que tanto la reacción del Gobierno mexicano como la del estadounidense difirieran significativamente de las reacciones del pasado. Salinas y Zedillo habían empleado la fuerza contra las guerrillas, pero, presionados por los medios y las organizaciones civiles nacionales e internacionales, habían tenido que ceder y negociar con los grupos armados. Por su parte, Washington, “aunque preocupado” en “1994 y 1996 … mantuvo la calma y optó por no involucrarse en un problema interno de México”. El EZLN y el EPR, de acuerdo con estos autores, aparecieron a los ojos de los estadounidenses “como una forma radical de protesta que surgió por la ‘década perdida’ de los ochenta, y como consecuencia del ajuste estructural y la política de estabilización económica de los años noventa”; de ahí que, en concordancia con esta mesurada forma de percibir los hechos, “la respuesta del gobierno estadounidense a la insurrección fue de apoyo a [la] política oficial mexicana”.49

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47 El mejor análisis de esta etapa se encuentra en Sergio Aguayo Quezada, La charola, México, Grijalbo, 2001, passim. Véanse también Jorge Torres, Nazar, la historia secreta, México, Debate, 2008, passim, y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 31-107.48 Acerca de este particular y del apoyo de Estados Unidos en la primera etapa de la contrainsurgencia en América del Norte, véase “Prolegómenos e historia”, en el capítulo 4, p. 158.49 Sergio Aguayo Quezada y John Bailey, “Estrategia y seguridad en las relaciones México-Estados Unidos” en Sergio Aguayo Quezada y John Bailey (coord.), op. cit., pp. 13-14. Estas reacciones fueron más que verídicas, pero aparecieron principalmente entre académicos. Véase Stephen J. Wager y Donald E. Schulz, The Awakening, Colegio de Guerra de Estados Unidos-Instituto de Estudios Estratégicos, 30 de diciembre de 1994 (www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pdffiles/PUB44.pdf), y Stephen Fidler, “Mexico: What Kind of Transition?” en International Affairs, vol. 72, núm. 4, octubre de 1996, pp. 713-725 (www.jstor.org/stable/2624117).

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Sin negar las novedades de la contrainsurgencia en su segunda etapa (el proceso de negociación con el EZLN) ni desestimar el hecho de que Estados Unidos no hubiera reaccionado con alarma ni intervenido directamente, José Luis Piñeyro y Jorge Luis Sierra detectan, no obstante, líneas de continuidad y ruptura con el pasado. La más evidente de ellas, a su parecer, es la creciente militarización de las zonas de conflicto (Chiapas, Oaxaca, Guerrero y varios estados más del sur del país), fruto de un despliegue militar que, por la cantidad de efectivos movilizados y de zonas y regiones militares instituidas, habría superado con creces cualquier maniobra precedente. En este contexto, lejos de limitarse a respaldar la “política oficial mexicana” o de contentarse con ser un espectador más del conflicto, Estados Unidos habría apoyado nuevamente a México con armas y entrenamiento, pero esta vez en una escala equivalente a la del despliegue de las fuerzas armadas, es decir, en una sin parangón en la historia de las relaciones bilaterales.50

Para Carlos Fazio, este incremento de la asistencia estadounidense implicó también una transformación cualitativa de los nexos de seguridad entre México y Estados Unidos. La mejor prueba de ello, según Fazio, estaba no en las estadísticas reunidas por algún académico sino en las palabras de uno de los secretarios de Defensa de Estados Unidos, William Perry. El 23 de octubre de 1995, Perry visitó el Campo Militar número 1 en la ciudad de México, y ante 200 jefes de alto rango y 10 mil soldados mexicanos, vaticinó que, en el futuro próximo, la confluencia –motivada por la lucha contra el narcotráfico– de “experiencias, entrenamientos y objetivos” de las nuevas generaciones de militares mexicanos y estadounidenses haría de la cooperación militar el “tercer vínculo” entre ambos países, superando de esa manera una alianza hasta entonces afincada únicamente en los vínculos políticos y económicos.51

Desde entonces [anota Fazio], la sana distancia que había prevalecido entre los ejércitos de Estados Unidos y México comenzó a acortarse, y los últimos residuos de nacionalismo castrense cedieron paso a una remozada doctrina contrainsurgente de cuño estadounidense, que tomó como el enemigo interno al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y al Ejército Popular Revolucionario (EPR), y en años recientes a los ejidatarios de Atenco, La Parota y los pueblos de Oaxaca.Con la coartada de la soberanía limitada y de la seguridad democrática, valiéndose de eufemismos tales como la cooperación militar y las acciones mancomunadas de las fuerzas armadas de ambos países contra los cárteles de la droga, el intervencionismo bueno del Pentágono no será ahora con bombas, misiles y proyectiles, sino con asesores, agentes encubiertos y mercenarios …52

Como veremos en los próximos capítulos, la contrainsurgencia en América del Norte, en el periodo que nos hemos propuesto analizar, presentó gran variedad de matices, y aunque el influjo ejercido por Estados Unidos en la guerra contra el EZLN y el EPR fue considerable, no se redujo a la asistencia bélica ni comenzó con la visita de William Perry a México. En todo caso, el paso del tiempo demostraría que las palabras pronunciadas por Perry en el Campo Militar fueron casi como un presagio y que, en efecto, la sutil imbricación de contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos sería el punto de partida de la construcción del “tercer vínculo” en las relaciones bilaterales. Demos ahora el primer paso hacia la dilucidación de ese nexo esclareciendo algunos conceptos.

HORIZONTE CONCEPTUAL

Nociones preliminares

Comenzaremos delimitando, de forma estrictamente pragmática y operativa, cuatro conceptos básicos que han aparecido hasta ahora y que continuarán haciéndolo a lo largo de esta obra: América del Norte, guerrilla, insurgencia y contrainsurgencia.

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50 José Luis Piñeyro, “Las Fuerzas Armadas y la contraguerrilla rural en México: pasado y presente” en Revista Nueva Antropología, vol. XX, núm. 65, mayo-agosto de 2005, pp. 83-86 y 88; y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 265-274.51 Juan Manuel Sandoval Palacios, “La ‘Nueva Gran Estrategia’ estadounidense para el continente americano” en Juan Manuel Sandoval Palacios y Alberto Betancourt Posada (coords.), La hegemonía estadounidense después de la guerra de Irak, México, Plaza y Valdés, 2005, p. 108.52 Carlos Fazio, “Los marines llegaron ya” en La Jornada, 9 de marzo de 2009. Cursivas en el original.

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Por América del Norte entenderemos el espacio geográfico, político, económico y social que, en sus múltiples interacciones, conforman México y Estados Unidos. Canadá queda excluido de esta definición no sólo por razones prácticas sino porque, aun históricamente, lo que ha distinguido a América del Norte como bloque ha sido la bilateralidad: pese a los intercambios comerciales y los compromisos adquiridos por medio del TLCAN , y a los acuerdos complementarios como la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (AS PAN ), Canadá y México siguen negociando la mayor parte de sus asuntos con Estados Unidos de manera bilateral (y viceversa).53 En el terreno de la seguridad, este rasgo es particularmente acentuado, al grado de que algunos de los académicos canadienses más instruidos en los asuntos militares de México han presentado sus investigaciones como el primer paso para terminar con el desconocimiento que existe en Canadá acerca de las Fuerzas Armadas mexicanas y como una especie de preámbulo para una futura cooperación militar entre los dos países.54

Guerrilla e insurgencia, por su parte, son a menudo utilizadas como conceptos equivalentes, pero conviene distinguir con claridad una de otra. Guerrilla es el conjunto de tropas irregulares que posee una organización política y militar orientada racionalmente hacia un fin específico: la toma del poder y la transformación revolucionaria de la sociedad. Una guerrilla puede oponerse a la autoridad nacional (el Gobierno) o a un invasor extranjero; puede incluso oponerse a ambos al mismo tiempo, pero sus actividades, medios y fines siempre estarán regidos por una ideología más o menos bien definida: en nuestros tiempos, el marxismo-leninismo y doctrinas políticas emparentadas.55

En este tenor, la insurgencia es la fusión de levantamiento popular y guerrilla, o, dicho de otro modo, el momento en que la guerrilla cuenta con un amplio respaldo social (esto es, cuando el proyecto guerrillero es también el proyecto de un sector significativo de la sociedad) y el descontento popular dispone de una organización, un programa político y una ideología que lo encausa y racionaliza, es decir, cuando el levantamiento deja de ser un estallido de ira e indignación pasajero y se convierte en un movimiento político con objetivos concretos. La insurgencia, al igual que la guerrilla, puede oponerse a la autoridad nacional o al invasor extranjero, o desafiar de manera simultánea a ambos, como sucedió en China durante la guerra entre las tropas comunistas comandadas por Mao Zedong, el Koumintang de Chiang Kai-shek y los invasores japoneses.

Una guerrilla, desde luego, no necesariamente decanta en insurgencia –puede ser un grupúsculo de radicalizados sin ninguna clase de apoyo popular–; y un levantamiento rara vez se transforma en una insurgencia. Las condiciones que hacen posible la fusión de ambos elementos (guerrilla y descontento popular) son complejas y requieren para su realización de una ardua labor de concientización y articulación política por parte de los guerrilleros, descrita con gran detalle en los manuales de guerra revolucionaria escritos por Ernesto Che Guevara y Mao Zedong.56

Finalmente, por contrainsurgencia entenderemos el “conjunto de acciones militares, paramilitares, psicológicas y cívicas que un gobierno lleva a cabo para derrotar a una insurgencia”.57 Debido a que la contrainsurgencia es el eje medular de este estudio, el concepto se ampliará (en sus vertientes histórica, doctrinal y de táctica y estrategia militares) en el capítulo tercero. Bástenos por ahora con esta sucinta conceptualización.

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53 Robert A. Pastor, “A North American Community” en Norteamérica, año 1, núm. 1, enero-junio de 2006, pp. 209-219; y “The Future of North America. Replacing a Bad Neighbor Policy” en Foreign Affairs, vol. 87, núm. 4, julio-agosto de 2008, pp. 84-98.54 Jordi Díez e Ian Nicholls, The Mexican Armed Forces in Transition, Instituto de Estudios Estratégicos, 2006, pp. 43-46 (www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pdffiles/pub638.pdf).55 Estas conceptualizaciones son válidas únicamente para las insurgencias “clásicas”, es decir, las insurgencias marxista-leninistas del siglo XX y sus remanentes o herederas del siglo XXI. El fenómeno de la insurgencia islamista y del integrismo islámico contiene algunos elementos de la lucha guerrillera “clásica” pero en esencia es un suceso histórico nuevo cuyos rasgos particulares apenas comienzan a ser estudiados y discutidos con seriedad. Véase a este respecto David Kilcullen, “Counter-insurgency Redux” en Survival, vol. 48, núm. 4, invierno 2006-2007, pp. 111-130.56 Véase Ernesto Guevara, La guerra de guerrillas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, y Mao Zedong, Sobre la guerra prolongada, 1938. Versión digital de Feedbooks (www.feedbooks.com/book/4434/ sobre-la-guerra-prolongada).57 Departamento del Ejército, Field Manual 3-24. Marine Corps Warfighting Publication 3-33.5. Counterinsurgency, Washington, DC , Marine Corps Warfighting Publications, 15 de diciembre de 2006, p. 1-1 (www.fas.org/irp/doddir/army/fm3-24.pdf). La traducción es nuestra. En adelante, todas las citas textuales de documentos en inglés son traducciones nuestras, a menos que se indique lo contrario.

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Seguridad nacional

El concepto de seguridad nacional es uno de los más controversiales y difíciles de definir en el mundo de las ciencias sociales. Fruto de la guerra fría, desde sus orígenes reflejó casi con exclusividad la cosmovisión y los intereses de las potencias occidentales. Para los teóricos de la seguridad, las relaciones internacionales no eran otra cosa que el enfrentamiento entre el “mundo libre” de Occidente –liderado por Estados Unidos– y el “bloque socialista” del Este –conducido por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS )–. En ese mundo bipolar de rivalidades irreductibles, el Estado era el encargado de proteger los “valores fundamentales” de la nación (el carácter, la identidad, la cultura, el prestigio) frente a las amenazas externas que se cernían sobre ellos (amenazas de naturaleza invariablemente comunista y soviética), y el medio principal para hacerlo era el poder militar. La teoría –trocada en doctrina– de la seguridad nacional pronto se convirtió en uno de los estandartes de la política de contención estadounidense y brindó un marco teórico inmejorable para las atrocidades perpetradas por las dictaduras chilena, argentina y brasileña en contra de sus opositores.58 Una vez concluida la guerra fría e iniciados los procesos de transición a la democracia en América Latina, el desprestigio de la doctrina de la seguridad nacional era, previsiblemente, irremediable.

Con todo, los estudiosos de las relaciones internacionales se apresuraron a salvar el concepto y a darle un nuevo significado. Su intención era despojarlo de la fuerte carga ideológica que lo había caracterizado, eliminar –o cuando menos mitigar– su sesgo militarista y “estatocéntrico” y darle un giro más humano a sus contenidos y prioridades, incluyendo aspectos positivos como la democracia, el bienestar social, la justicia y la protección del medio ambiente.59 Las discusiones y teorizaciones continúan hasta el día de hoy, algunas de ellas rigurosas y analíticamente propositivas, otras meros catálogos de buenas intenciones o listas interminables de temas a incluirse en las agendas de los gobiernos y las organizaciones multilaterales.60

Aquí no nos detendremos en esos debates ni en los diferentes conceptos que se han propuesto, sino que, con el fin de arribar a una noción útil para los fines de esta investigación, partiremos de dos hechos incontrovertibles en el ámbito de los estudios de seguridad. El primero: no existe un concepto que genere consenso entre los especialistas ni es posible definir la seguridad nacional de forma enteramente objetiva. Esa imposibilidad –y, por tanto, esa falta de acuerdo– se debe a que, a diferencia de conceptos como clase y Estado, que representan fenómenos mensurables o formas de organización social, lo que se estudia en la seguridad “es la ausencia de fenómenos –como las amenazas de destrucción, de invasión extranjera, de insurrección, de dominación extranjera o de limitación de opciones políticas. De manera más abstracta, se trata de la capacidad de desviar, evitar o disminuir estas amenazas cuando surgen”.61

Por otro lado, los intereses o valores a protegerse, así como las amenazas que los acechan, varían según el tiempo (momento histórico concreto) y el lugar (país y Estado del que se trate); en otras palabras, el concepto de seguridad nacional es relativo.62 Lo que para una entidad política puede representar una amenaza en una coyuntura histórica específica, para otra puede ser un problema insignificante o de plano inexistente (un Estado africano, por ejemplo, puede preocuparse por la hambruna o el sida, mientras que una potencia lo hará, quizá, por el desarrollo de la tecnología nuclear de alguno de sus vecinos o competidores). Por eso, como señalan Rockwell y Moss, la seguridad “es un concepto político y analítico. Representa los valores de los

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58 Jean-Louis Weil, Joseph Comblin y Judge Sense, “The Repressive State: the Brazilian ‘National Security Doctrine’ and Latin America” en LARU Studies, documento número 3, Toronto: LARU , circa 1979, pp. 8-16; Sergio Aguayo, Bruce M. Bagley y Jeffrey Stark, “Introducción. México y Estados Unidos: en busca de la seguridad” en Sergio Aguayo Quezada y Bruce Michael Bagley (coords.), En busca de la seguridad perdida, México, Siglo XXI, 2002, pp. 19-20, y Jorge A. Tapia Valdés, El terrorismo de Estado, Buenos Aires, Nueva Imagen, 1980, passim.59 Véase Barry Buzan, People, States and Fear, Boulder, Lynne Rienner Publishers, 1991, passim, y Gabriel Antonio Orozco Restrepo, “El aporte de la Escuela de Copenhague a los estudios de seguridad” en Revista Fuerzas Armadas y Sociedad, año 20, núm. 1, enero-junio de 2006, pp. 141-162.60 Richard C. Rockwell y Richard C. Moss, “La reconceptualización de la seguridad: un comentario sobre la investigación” en Sergio Aguayo Quezada y Bruce Michael Bagley (coords.), “Estrategia y seguridad…”, pp. 57-58.61 Ibíd., p. 59.62 Guadalupe González González, “Los desafíos de la modernización inconclusa: estabilidad, democracia y seguridad nacional en México” en Sergio Aguayo Quezada y John Bailey (coords.), op. cit., p. 135.

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políticos o de los investigadores que lo definen –su elección de los objetivos deseables y no deseables, de los métodos que hay que utilizar y de los que hay que desechar”.63 ¿Cómo zanjar estas dificultades epistemológicas?, ¿cómo arribar a una definición que nos permita explicar el problema de la contrainsurgencia en América del Norte y la influencia que Estados Unidos ha ejercido en el combate al EZLN y al EPR?

El primer paso es diferenciar, como sugiere Guadalupe González, entre “la noción general y abstracta de la seguridad nacional” (la que podría formularse en el medio académico o diplomático), y “la definición operativa del término en distintos contextos nacionales, temáticos e históricos” (es decir, la que sirve como guía para la acción del Estado y no corresponde a un concepto de contenido fijo).64 La noción que adoptaremos será esta última, pues, pese a lo mucho que ciertos especialistas y organizaciones civiles han pujado en dirección contraria, la política de seguridad sigue siendo una política de Estado.

El segundo paso es precisar las constantes y las contingencias de la definición. Las constantes son, para el caso de México y de cualquier otro país, la unidad territorial, la estabilidad social y la soberanía política (que incluye el monopolio de la violencia física legítima y la jurisdicción exclusiva sobre la población), esto es, los elementos distintivos del Estado moderno.65 Las amenazas a la seguridad de un Estado, como ya dijimos, varían con el tiempo (un año una crisis económica, al siguiente una carestía de alimentos o la inminencia de un desastre natural), pero ningún Estado puede sobrevivir ni ser viable si no preserva antes la integridad de su territorio (ya sea de la amenaza de un brote separatista o de la agresión de una nación extranjera), los fundamentos de la legitimidad de quienes dominan66 (base de la estabilidad social, pues –recordemos– el Estado es una relación de dominación de hombres sobre hombres) y la autoridad suprema del poder público. Aunque todos estos elementos se refieren al Estado y, por tanto, a quienes lo conducen (la clase política), la mayoría de las elites gobernantes sabe que es indispensable satisfacer las demandas y necesidades básicas de la población –que pueden evolucionar hasta convertirse en la exigencia de democracia y educación universal, por ejemplo– si lo que se pretende es mantener el dominio.

Las contingencias están dadas por el entorno descrito al principio de este capítulo. En 1994 y 1996, y aún hoy, aunque en un contexto diferente, México era un país subdesarrollado cuyos principales problemas –al igual que los del grueso de los países en situación similar– provenían no del exterior sino de sus precarias condiciones internas: pobreza, desigualdad, conflictividad social y debilidad de las estructuras estatales. En concreto, México –como con acierto anota Guadalupe González– enfrentaba en ese momento un desfase en su “proceso” de “modernización” política y económica: por un lado, una economía que transitaba de un modelo “proteccionista y estatista” (agotado a principios de la década de los ochenta), a otro de apertura y libre mercado; y, por otro, una modernización política lenta, donde la legitimidad del “sistema político corporativo de partido hegemónico” se resquebrajaba de manera acelerada pero la clase gobernante se negaba a hacer cambios que permitieran la transición pacífica a un régimen democrático.67

En una coyuntura como ésta, y en el marco general de nuestra investigación, ¿cómo definir la seguridad nacional? Por seguridad nacional entenderemos “el conjunto de condiciones, salvaguardadas por el Estado, que permiten la sobrevivencia, continuidad y desarrollo de una comunidad nacional”;68 en el caso particular que nos ocupa, la sobrevivencia y continuidad –interpretadas y garantizadas por el Estado, única entidad facultada para diseñar y ejecutar políticas de seguridad– de la comunidad nacional mexicana en un entorno de crisis aguda. En este sentido, las posibles amenazas a la seguridad nacional de México no son amenazas directas a la seguridad estadounidense, pero sí riesgos (contingencias de daños) importantes. Ahora bien, si en un país subdesarrollado como México los problemas fundamentales se originan en el ámbito interno, ¿cómo saber si estamos frente a

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63 Richard C. Rockwell y Richard C. Moss, op. cit., pp. 58-59.64 Guadalupe González González, “Los desafíos de la modernización…”.65 Ibíd., p. 136.66 Max Weber, El político y el científico, pp. 84-89.67 Guadalupe González González, op. cit., pp. 130-131.68 César Villalba Hidalgo, “La seguridad nacional de México en el marco del proceso de integración de América del Norte; hacia el surgimiento de una seguridad regional”, tesis de maestría, México, UNAM -FC PS, 2004, p. 27.

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un problema de seguridad nacional?, ¿cualquier conflicto endógeno de cierta gravedad debe ser catalogado como una amenaza?, ¿cuál es el criterio para determinarlo? De acuerdo con Guadalupe González, la clave está en la identificación de los medios: si las disputas y tensiones se resuelven por la vía “legal y pacífica” (pensemos, por ejemplo, en los partidos políticos, las confederaciones agrarias y los sindicatos) no son en modo alguno una amenaza a la seguridad; pero si, por el contrario, los conflictos provocan el uso de la fuerza y de la violencia organizada estaremos ante un problema de seguridad nacional.69 Así, “desde esta óptica, el componente o criterio básico para identificar problemas de seguridad es la presencia de potenciales de conflicto que puedan llevar a escenarios de violencia organizada y al uso sistemático de la fuerza armada como opción para manejar los conflictos internos por parte de actores estatales y no estatales”.70

La seguridad nacional de México estará, pues, amenazada, si un conflicto desata la militarización de la sociedad y el uso permanente de la fuerza por parte del Estado, o si tanto éste como uno o varios grupos antagónicos recurren a la violencia organizada y ponen en peligro la paz y la estabilidad social. La posibilidad de que esto ocurra debe ser considerada asimismo una amenaza o, en términos más precisos, un riesgo. Desde esta perspectiva, la irrupción del EZLN y el EPR habría representado una auténtica amenaza a la seguridad nacional: ambos grupos recurrieron a la violencia de las armas, se enfrentaron a las fuerzas del orden y provocaron la militarización parcial de las regiones donde operaban; en un sentido más profundo, tanto el EZLN como el EPR rebatieron –discursiva y militarmente– la legitimidad de quienes dominaban y le disputaron –y le siguen disputando– al Estado el monopolio de la violencia física legítima y aun su facultad de jurisdicción sobre la población, como en el caso del EZLN, según veremos en el próximo capítulo.

Sin embargo, cabe preguntarse si realmente el EZLN y el EPR pusieron en entredicho todos esos elementos o, en otras palabras, si efectivamente contaban con los medios y la fortaleza necesarios para derrocar al Gobierno y subvertir el orden establecido, con todo y sus nociones de seguridad, legalidad y justicia. Los gobiernos de Salinas y Zedillo percibieron a estos grupos como amenazas a la seguridad, y no podían hacerlo de otro modo, no, al menos, al inicio de los conflictos; pero que un grupo tome las armas y desafíe al establishment no quiere decir que posea la capacidad para llevar a cabo sus planes. En eso falla la conceptualización de Guadalupe González. Al criterio del uso de la violencia habría que añadir, por tanto, la variable contextual (la coyuntura o coyunturas específicas en que esa violencia se enarbola) y la fenoménica (las características de los grupos que desafían el orden y del Gobierno o Estado que son desafiados).

En estas páginas hemos adelantado ya algunas de esas variables: con un Estado débil y una coyuntura crítica, el EZLN y el EPR fueron, en efecto, amenazas a la seguridad. El solo hecho de que existieran amagaba ya con terminar de hundir un barco que hacía agua. Pero después de 1994 y 1996 ¿esos mismos grupos continuaron siendo una amenaza?, ¿lo son hoy en día? A estas preguntas habremos de responder analizando las características de las insurgencias y de la contrainsurgencia en los capítulos 2 y 4, respectivamente. Mientras tanto, introduzcamos otro matiz necesario: no cualquier clase de violencia organizada tiene ni puede tener los mismos fines y particularidades, por más que el enemigo sea el mismo (el Estado). Las diferencias entre movimientos separatistas, insurgencias, invasores extranjeros y cárteles de la droga pueden llegar a ser abismales, pues si con los narcotraficantes, invasores y separatistas existen posibilidades de arribar a algún tipo de arreglo (la corrupción, el protectorado y la cesión de un territorio inferior al impugnado, por ejemplo), lo que define la guerra contra una insurgencia revolucionaria es, precisamente, la imposibilidad de poner fin a la batalla como no sea con la derrota total de uno de los bandos. Adentrémonos más en esta última aseveración examinando el fenómeno del partisano.

El partisano y la enemistad absoluta

El partisano es uno de los personajes más controversiales de la política moderna. En torno a él se han arremolinado numerosos mitos y calumnias, y no han sido pocos los teóricos –militares y marxistas, principalmente– que han tratado de explicarlo, justificarlo o condenarlo. En los párrafos que vienen

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69 Guadalupe González González, op. cit., pp. 141-142.70 Ibíd., p. 142.

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recurriré a la “Teoría del partisano” (acaso el ensayo más penetrante escrito sobre el tema hasta el día de hoy) del célebre filósofo alemán Carl Schmitt, para arrojar luz sobre la figura del partisano y los aspectos esenciales de la insurgencia y la contrainsurgencia.

Comencemos con las clasificaciones técnico-militares. El partisano, actor cardinal de la guerra revolucionaria, nace –nos dice Schmitt– con la guerra de guerrillas que a principios del siglo XIX enfrentó al pueblo español (“preburgués, preindustrial y preconvencional”) con el “regular, moderno” y “bien organizado” ejército francés de Napoleón Bonaparte.71 Ese rasgo de origen, a saber, la irregularidad –el choque entre un pueblo sublevado pero sin ninguna clase de instrucción militar y un ejército regular moderno– es uno de los rasgos definitorios del guerrillero contemporáneo: todo partisano, sea cual fuere su nacionalidad, combate de manera irregular; en cuanto se incorpora a un ejército formal, ya sea como soldado o como voluntario, deja de ser un partisano y se transforma en un combatiente común.72 (Pensemos, a guisa de ejemplo, en los guerrilleros rusos que luego de la guerra civil se convirtieron en soldados del Ejército Rojo.)

La condición de irregularidad trae consigo, además, una inevitable posición de ilegalidad: el partisano está fuera de la ley y, en ocasiones, en contra de ella. Esta ilegalidad no se refiere sólo a los ordenamientos jurídicos internos sino también al derecho internacional, pues los intentos de tipificar la figura del guerrillero en aras de regular los conflictos en que se ve involucrado han sido siempre infructuosos. El partisano, de hecho, está en las antípodas del derecho de guerra, y en sus orígenes –debido a su condición de irregular– fue la negación más terrible del derecho de guerra clásico.73 Más adelante, cuando revisemos la relación entre partisano y filosofía, esta característica quedará mejor definida.

El segundo rasgo distintivo del partisano es su intenso compromiso político. Como su nombre mismo lo indica (en alemán, “partisano” quiere decir “adepto a un partido” y una idéntica acepción puede localizarse en el vocablo francés partisan), el partisano es aquel que toma partido, que se compromete con una causa política, que posee un vínculo “con un grupo de algún modo combatiente, ya sea en guerra, ya en política activa”. Esta cualidad es la que distingue al partisano del delincuente común, cuyo único móvil es el lucro personal o animus furandi. En épocas revolucionarias la pertenencia a un partido puede transformarse incluso en un vínculo total (la lealtad y las relaciones de mando y obediencia que caracterizan a los partidos revolucionarios son, como señala Schmitt, muy superiores a las de cualquier Estado o ejército modernos).74 En español, ciertamente, los sustantivos “guerrillero” e “insurgente” carecen de esta connotación política, pero aquí los manejaremos como sinónimos de partisano, es decir, con el matiz partidista que tiñe a este último.

La acrecentada movilidad de combate y el carácter telúrico son, finalmente, los atributos que completan el cuadro de clasificaciones técnicomilitares. En el campo de batalla, ante la autoridad nacional o el agresor extranjero, el partisano se caracteriza por su “movilidad, celeridad, ataques y retiradas sorpresivas, en una palabra [por] la máxima agilidad”.75 Esta movilidad (que incrementa con el progreso de la tecnología militar) es, quizás, el arma principal del partisano en la guerra pues contrasta completamente con la forma convencional de conducirse de los ejércitos regulares; en un nivel táctico, la “máxima agilidad” es –como veremos en el tercer capítulo– el blanco central de la contrainsurgencia.

El carácter telúrico, por su parte, remite al nexo del partisano “con la tierra, con la población autóctona y con la particular naturaleza del país –montañas, bosques, junglas o desiertos–”.76 A los ejércitos regulares les resulta sumamente complicado derrotar a una insurgencia porque, entre otras cosas, quien conoce mejor la tierra es el partisano: los guerrilleros crecen ahí, es en ella donde viven y aprenden a combatir; es, por utilizar un término ecológico, su hábitat. Las complicaciones aumentan cuando los ejércitos constatan, además, que el partisano se confunde y hasta se fusiona con el poblador autóctono: ninguna insurgencia germina sin

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71 Carl Schmitt, “Teoría del partisano. Notas complementarias al concepto de lo político” en Carl Schmitt, El concepto de lo “político”, México, Folios, 1985, pp. 114-117.72 Ibíd., pp. 117-119.73 Ibíd., pp. 129-137.74 Ibíd., pp. 123-124.75 Ibíd., p. 124.76 Ibíd., p. 128.

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respaldo popular; es la población la que nutre sus filas, la que la protege, oculta y aprovisiona, al punto de que los soldados regulares apenas pueden discernir cuándo están ante un guerrillero y cuándo ante un simple poblador o simpatizante de la insurgencia. (Esta dificultad es, por lo demás, la misma que enfrentan los juristas, ya que a menudo el poblador funge también como combatiente y eso torna imposible delimitar jurídicamente los bandos beligerantes.) Así, lo que el partisano hace es, en esencia, proteger su tierra y a su pueblo; y por eso, “con prescindencia de toda movilidad táctica [su posición] se mantiene fundamentalmente defensiva; y ella deforma su naturaleza cuando se apropia de una ideología de agresividad absoluta y tecnificada o anhela una revolución mundial”.77

Pero el partisano no es sólo un fenómeno militar y político; por el contrario, son sus componentes filosóficos y culturales los que, en buena medida, lo definen y justifican. El idilio del partisano con la intelligentsia, apunta Schmitt, comenzó con la promulgación, en 1813, del Landstrum (edicto prusiano sobre la milicia territorial), un documento que, pese a ser modificado varias veces luego de su publicación (por no desatarse la ansiada guerra de guerrillas contra Napoleón) representó “la legitimación del partisano como defensor de la nación”, una “legitimación especial porque se basa en una mentalidad y en una filosofía que dominaban en la capital prusiana de entonces, Berlín”.78 Y esa filosofía era el iluminismo francés.

El nacionalismo de los mejores intelectuales prusianos, tanto del ámbito castrense como del cultural, cristalizó en la figura del partisano, un personaje que hasta entonces había sido catalogado por los franceses como un “pobre diablo”, un vándalo traidor y asesino que proliferaba en pueblos atrasados como el español y el ruso. En 1813, en cambio, gracias a luminarias de la talla de Fichte, Scharnhorst, Gneisenau, Clausewitz y Kleist (quienes vieron en el partisano la encarnación de una especie de espíritu nacional), el partisano adquirió carta de naturalización y se convirtió en un protector y combatiente laudable, legítimo e infalible. “En una atmósfera de este tipo”, prosigue Schmitt, “en la cual un sentimiento nacional exacerbado se fundía con una cultura filosófica, el partisano fue descubierto por la filosofía y de ese modo resultó históricamente posible su teorización”.79

Desde entonces, las vindicaciones del partisano brotarían por doquier. Exaltados por la heroica defensa de su patria ante la invasión napoleónica de 1812, Bakunin y Kropotkin elaboraron una sofisticada interpretación anarquista del partisano ruso y, más tarde, entre 1865 y 1869, con la publicación de Guerra y paz de Tolstoi, el partisano ruso, el mujik “inculto y analfabeto”, aparecería como “el portador de las fuerzas primordiales desatadas de la tierra rusa que se saca de encima al ilustre emperador Napoleón”, como un guerrero “más vigoroso [y] más inteligente que todos los grandes tácticos y estrategas, sobre todo más inteligente que el mismo caudillo Napoleón”.80 Era normal, por tanto, que un filósofo y revolucionario de profesión como Lenin conciliara la filosofía hegeliana de la historia con las “fuerzas elementales” de la insurrección y que sobre esa base postulara al partisano como el instrumento más eficaz a las órdenes del partido comunista y protagonista indiscutible de la inevitable guerra civil nacional e internacional.81 Que con esta combinación Lenin abriera las puertas a una nueva forma de distinguir al amigo del enemigo era algo que tampoco debía de sorprender.

Para Lenin, la violencia revolucionaria era ineludible y necesaria. El proletariado podría cumplir su propósito de parir a la nueva sociedad comunista sólo cuando destruyera el orden social capitalista, y esa destrucción no podría llevarse a cabo con métodos pacíficos. Los socialistas podían, sí, adaptarse a las circunstancias, postular candidatos al parlamento y echar mano de diferentes opciones legales, pero nunca debían perder de vista que su enemigo era uno solo y que, tarde o temprano, sería forzoso acabar con él. ¿Quién era ese enemigo? El “adversario de clase, el burgués, el capitalista occidental y su orden social”. Bajo este esquema de enemistad absoluta, la guerra convencional europea, con reglas perfectamente circunscritas por el derecho internacional y su posibilidad de que los caballeros se dieran satisfacción tras el combate, no

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77 Ibíd., p. 127.78 Ibíd., p. 14779 Ídem. Las cursivas son nuestras.80 Ibíd., p. 121.81 Ibíd., p. 152.

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podía parecerle a Lenin sino un “juego”. La verdadera guerra era la guerra revolucionaria, y era verdadera porque estaba basada en la enemistad absoluta y sus fines eran inequívocos: la destrucción del orden social existente, con todas sus instituciones, con todos sus ordenamientos jurídicos, con todo lo que en él hubiera de burgués y capitalista.82

Los herederos de Lenin profundizarían por su cuenta esta noción de la enemistad. Stalin fundiría la fuerza telúrica de la resistencia (después de la batalla contra los nazis en las postrimerías de la segunda guerra mundial) con la agresividad de la revolución comunista internacional y haría de esa mezcla el fundamento de la acción partisana en cada rincón del planeta;83 Mao y sus huestes de campesinos y proletarios le darían un cariz muy concreto al contenido de la rivalidad y al carácter telúrico de la guerra, pues su lucha, comandada por un pueblo entero y no sólo por intelectuales que volvían del exilio, se dirigió contra dos enemigos tan concretos (los nacionalistas y los japoneses), y estuvo tan arraigada en un sólo territorio (basta recordar la “gran marcha” por toda China) que los odios y antagonismos no podían ser menos unívocos. Para Mao, convertido tras la victoria en el más grande teórico de la guerra revolucionaria, incluso la guerra fría era una farsa, una impostura en la que la batalla se libraría en otros terrenos.84 Quien llegaría al extremo de estas concepciones sería el Che Guevara, en cuyo corpus teórico una nación socialista (la cubana o cualquier otra) podía inmolarse y perecer bajo la lluvia nuclear si con eso aceleraba la demolición del capitalismo.85

Así pues, en poco más de un siglo –de principios del siglo XIX a mediados del XX–, el mundo presenció el nacimiento de un novedoso y radical sujeto político, uno que no sólo se oponía al statu quo sino que lo negaba y se proponía aniquilarlo envuelto en el manto de la cultura y la filosofía. Para los ejércitos regulares el partisano era terrible porque no se apegaba a ninguna norma, porque en su guerra –la guerra verdadera– todo estaba permitido y los combates tenían lugar en los rincones más inhóspitos del campo, la jungla y el desierto, en un mundo indefinido que sólo ese contrincante subterráneo, el partisano, conocía a la perfección. Aun cuando se llegase a una tregua, el partisano nunca habría de tomársela en serio, porque para él todas las convicciones del enemigo (el derecho, el honor, la legalidad) eran engaños ideológicos. Los juristas, amén de las dificultades conceptuales que ya enfrentaban, tampoco podían hacer gran cosa, pues como dice Schmitt, “el partisano moderno no espera del enemigo ni derecho ni piedad. Él se ha colocado fuera de la enemistad convencional de la guerra controlada y circunscrita, transfiriéndose a otra dimensión: la de la enemistad real que, mediante el terror y las medidas antiterroristas, crece continuamente hasta la destrucción recíproca”.86

Esto último es exactamente lo que caracteriza a la contrainsurgencia. En un acto de violencia mimética (como diría René Girard) la contrainsurgencia escaló hasta volverse indiscernible de la agresividad guerrillera y hacer suya la máxima de Napoleón: “Donde hay partisanos se actúa como partisanos”.87 Incluso las tácticas y estrategias militares antiguerrilleras (como se verá en el tercer capítulo) estarían dotadas de un halo “teórico” y recurrirían por igual a métodos legales e ilegales. Para el contrainsurgente, el partisano también sería un criminal, un enemigo absoluto y ese solo hecho justificaría su aniquilación.

Es, pues, en este plano, el de la enemistad absoluta, en el que tenemos que ubicarnos antes de comenzar a analizar la contrainsurgencia en América del Norte. Los dirigentes de México y Estados Unidos no enfrentaban a un simple criminal, a un grupo de individuos sedientos de dinero, poder y prestigio, sino a dos organizaciones armadas que, en pocas palabras, querían acabar con el capitalismo y dar origen a un nuevo orden social. ¿Quiénes eran exactamente esas agrupaciones? ¿Cómo se han transformado a lo largo del tiempo? ¿Cuál era el verdadero rostro de la “amenaza”, aquel que se ocultaba debajo de los manifiestos, paliacates y pasamontañas? Con la respuesta a estas preguntas daremos inicio a nuestro estudio.

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82 Ibíd., pp. 151-156.83 Ibíd., pp. 156-157.84 Ibíd., pp. 157-161.85 Véase Ernesto Che Guevara, Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana, México, Nuestro Tiempo, 1977, pp. 67-70.86 Carl Schmitt, “Teoría del partisano…”, p. 120.87 Ibíd., p. 122.

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2.LOS CONTORNOS DE LA AMENAZA

LA INSURGENCIA COMO AMENAZA. CRITERIOS DE CARACTERIZACIÓN

En el presente capítulo se perfilan los contornos de la “amenaza”, pero bajo una acotación preliminar: como dijimos en el capítulo pasado, el EZLN y el EPR representaron, al momento de su aparición, una amenaza para la seguridad de México y un riesgo para la de Estados Unidos (y, por ende, para la seguridad de América del Norte). Posteriormente, en los años que siguieron al inicio de la guerra, las coordenadas políticas y militares cambiaron y ambos grupos dejaron de ser una amenaza para transformarse en un riesgo (nacional y regional). Esta anotación quedará cabalmente dilucidada cuando analicemos, más adelante, las crisis internas del EZLN y del EPR y, sobre todo, cuando narremos los saldos de la guerra entre Estado y guerrilla en el capítulo cuarto.

Asimismo, en las siguientes páginas quedarán comprobados algunos aspectos importantes del EZLN y el EPR en relación con la teorización schmittiana del partisano: primero, la irregularidad, movilidad, compromiso político y carácter telúrico de los insurgentes, manifiestos en sus formas de reclutamiento, combate y organización; segundo, la enemistad absoluta que los alienta. El EZLN nunca respetó las “treguas” con el Gobierno y se abocó a construir un “Estado dentro del Estado” en los municipios ocupados; luego, pese a haber reemplazado sus propósitos originales de revolución por un indigenismo menos combativo, mantuvo intacto su conflicto con el capitalismo en su campaña global contra el neoliberalismo. El EPR, por su parte, jamás estuvo dispuesto a negociar con el Estado y sus objetivos son abiertamente los de una guerrilla marxista-leninista tradicional. Por último, la relación de las insurgencias con la cultura y la filosofía recorre todo el capítulo, desde los orígenes de ambas organizaciones –que comparten una raíz marxista y universitaria–, hasta el ya conocido romance entre intelectuales y zapatistas y la consabida obsesión del EPR y sus múltiples escisiones por justificar cada uno de sus actos con un “marco teórico”.

El análisis se concentra, por tanto, en cinco niveles, indispensables no sólo desde el punto de vista analítico sino también desde el operativo: 1) el desarrollo histórico de las insurgencias, que aporta claves sobre la ideología, objetivos, aspiraciones y limitaciones de los grupos armados; 2) la ubicación geográfica, dato imprescindible para ponderar la magnitud y peligrosidad de la subversión; 3) la organización, indicador de la complejidad estructural y de los medios de que disponen los rebeldes para llevar a cabo la revolución; 4) la forma de operar, esto es, las tácticas y estrategias que guían las operaciones insurgentes; y, 5) el estado actual, que trasluce los cambios que han sufrido el EZLN y el EPR desde 1994 y 1996, respectivamente.1

Una investigación de este tipo se topa de manera inevitable con algunos problemas de índole documental: en el caso del EZLN, la sobreabundancia de materiales bibliográficos; en el del EPR, la escasez de ellos. Resolvemos el primero apoyando los apartados sobre el zapatismo en los estudios de Marco Estrada Saavedra, un autor cuya objetividad (sustentada en el equilibrio de sus fuentes) lo coloca por encima de la mayoría de académicos defensores o detractores del EZLN; el segundo problema es más complejo y requiere de una pequeña glosa: no existen estudios monográficos acerca del EPR, pues hasta ahora nadie se ha propuesto historiar al eperrismo y mucho menos explicarlo a la luz de diferentes instrumentos científicos. Reconstruir su historia y esbozar sus características requirió, por consiguiente, de una combinación y compulsión de diversos tipos de fuentes: las periodísticas (artículos y reportajes), las

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1 Una prueba de que estos aspectos también son necesarios desde el punto de vista operativo la ofrecen Carlos Tello, quien escribió La rebelión de Las Cañadas, en parte, con información de inteligencia militar, y documentos como Oaxaca, el conflicto y el proyecto, un análisis oficial de contrainsurgencia que coincide en varios puntos con lo que aquí se dice acerca del EPR. Véase más adelante, en el capítulo 4, “La guerra contra el ‘enemigo interno’”.

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especializadas (pasajes de algunos textos académicos así como la versión preliminar del Informe General de la Femospp) y las “oficiales” (los comunicados del EPR y de algunas de sus escisiones). Complementamos estos recursos con una entrevista a un funcionario de la PGR, quien nos proporcionó información de primera mano acerca del eperrismo y de las maniobras contrainsurgentes emprendidas en su contra.2

Vale la pena insistir, antes de comenzar, en que lo que aquí se ofrece no es una historia (ni siquiera mínima) del EZLN y del EPR, sino una revisión metódica de sus elementos históricos y estructurales en función del análisis que posteriormente se hará de la contrainsurgencia en América del Norte; en otras palabras, se trata de conocer la naturaleza de la amenaza que México y Estados Unidos se propusieron conjurar.

LA AMENAZA ZAPATISTA

Desarrollo histórico

El EZLN es el resultado del crecimiento y la evolución de una diminuta célula de las FLN que en 1983 se instaló en diferentes regiones chiapanecas, como la Selva Lacandona, Los Altos y el Norte. Las FLN tuvieron su origen en el Ejército Insurgente Mexicano (EIM), una guerrilla urbana encabezada por el periodista Mario Menéndez y disuelta a finales de la década de los sesenta del siglo XX. Al desaparecer el EIM, su militancia, compuesta por profesionistas y jóvenes estudiantes de la Universidad de Nuevo León, fundó las FLN el 6 de agosto de 1969. Con poco más de un centenar de combatientes esta guerrilla logró asentarse, además de Nuevo León, en Chiapas, Veracruz, Tabasco, Puebla, el Estado de México y el Distrito Federal; pero, al igual que el resto de los grupos subversivos, las FLN fueron prácticamente aniquiladas por los servicios de seguridad del Estado: el 14 de febrero de 1974, la Policía Judicial Federal allanó la casa de seguridad de Nepantla, capturó y mató a varios rebeldes y decomisó materiales que le permitieron descubrir y desmantelar las redes de la guerrilla en el Estado de México, Chiapas y Nuevo León.3

Cinco de los sobrevivientes de aquella agrupación (Frank, Javier, Germán, Elisa y Rodolfo) llegaron a la selva chiapaneca en 1983 y ahí fundaron el EZLN. Poco habrían logrado de haberse mantenido fieles al credo izquierdista que entonces profesaban: su programa, inspirado en la revolución cubana, consistía en organizar una lucha guerrillera de liberación nacional que derrocara al Gobierno y contribuyera a la construcción del socialismo en México.4 Pero conforme avanzaron y se extendieron en Chiapas, los zapatistas, atentos a las características y necesidades de las sociedades indígenas con las que entraron en contacto, matizaron sus planes y le dieron un giro decisivo al talante de su agrupación. Más aún, el EZLN dejó de ser un grupúsculo de clasemedieros radicalizados para convertirse en una auténtica insurgencia indígena.

El proceso de transformación, aunque gradual, fue vertiginoso. En él confluyeron dos factores: por un lado, la desigualdad prevaleciente en Chiapas y, en particular, la explotación y marginación de los pueblos indígenas; por otro, la radicalización política que experimentó la Selva Lacandona a partir de la década de los setenta. A mediados del siglo XX, miles de peones indígenas emigraron a la selva en busca de una nueva oportunidad. La expansión de la ganadería y el declive del cultivo del café y el maíz habían vuelto innecesaria –o insostenible– su mano de obra en las fincas.5 En su éxodo, los indígenas fueron acompañados y auxiliados por la Iglesia católica, quien dotó de un sentido religioso la migración y llenó el vacío que el Estado había dejado en esa apartada región del sur del país. Las condiciones de miseria que padecían los habitantes de la selva, más las favorables perspectivas ofrecidas por el avance de los movimientos revolucionarios en Centroamérica, alentaron a Samuel Ruiz, obispo de la diócesis de San

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2 La entrevista se realizó en diciembre de 2010 en uno de los edificios de la PGR. Por razones más que comprensibles, el funcionario pidió no revelar su nombre ni su cargo.3 Marco Estrada Saavedra, La comunidad armada rebelde y el EZLN, México, El Colegio de México, 2007, pp. 445-447 y Jorge Luis Sierra, El enemigo interno, pp. 80-81.4 Carlos Tello Díaz, La rebelión de Las Cañadas, pp. 108-111.5 Ibíd., pp. 35-51.

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Cristóbal, y a sus colaboradores más cercanos a abrazar una mezcla de evangelio y marxismo muy próxima a la teología de la liberación. Para 1980, choles, tojolabales, tzeltales y tzotziles, guiados por la Iglesia y sus aliados (activistas de izquierda y organizaciones campesinas), buscaban su liberación por medio de una lectura subversiva de Cristo y de las escrituras.6

Los militantes del EZLN, como más tarde diría Samuel Ruiz, montaron en “caballo ensillado”,7 pero eso no demerita el valor de su obra. Con mucha paciencia, los zapatistas emprendieron una ardua labor de infiltración, propaganda y convencimiento entre las comunidades indígenas, la cual en pocos años proporcionó al EZLN una amplia base social, desplazó el ascendiente de las organizaciones sociales y campesinas y disputó la hegemonía de la Iglesia católica.8

Durante los primeros días de la batalla con el Ejército mexicano, la prensa e incluso el Gobierno, tuvieron la impresión de que la guerrilla gozaba de la salud y el vigor necesarios para confrontar al Estado; lo cierto, sin embargo, era lo contrario. En un inicio, el EZLN contó con el auxilio –ambiguo, a veces tácito, siempre efectivo– de la diócesis de San Cristóbal; pero su acelerado crecimiento, el éxito con el que logró ganarse el apoyo de comunidades ejidales enteras y, principalmente, su querencia por el ateísmo y la vía armada (para 1992, después de la debacle del comunismo en Centroamérica y Europa, Samuel Ruiz y los suyos habían dejado de creer en la violencia revolucionaria), enemistaron a los rebeldes con la Iglesia. A su vez, el EZLN también se malquistaba con las facciones de la Asociación Rural de Interés Colectivo (ARIC) que se decantaron por el reformismo. Esta doble ruptura –total con la diócesis de San Cristóbal, parcial con la ARIC, su mayor aliado entre los grupos campesinos–, sumada a sucesos como la crisis ganadera y la caída del precio del café en 1992, se tradujo en deserciones masivas y descontento en las filas zapatistas. Si bien el EZLN se había atemperado a Las Cañadas y a la realidad y las demandas de los pueblos indígenas, su objetivo primordial, el de conquistar el poder para edificar una república popular socialista, había cambiado poco. Ante la mirada expectante de sus seguidores, el desprestigio mundial del socialismo añadió leña a la hoguera: el proyecto de la guerrilla había dejado de ser atractivo. Desesperada, la cúpula del EZLN, encabezada por el subcomandante Marcos, hizo lo posible por sacar adelante el único plan que detendría las deserciones y ofrecería a los partidarios del zapatismo una promesa de tierras y revancha: el levantamiento armado.9

Mucho se diría y escribiría acerca de la revuelta zapatista del 1 de enero de 1994. En los medios de comunicación, como anotamos en el capítulo anterior, prevalecería la imagen mítica de los heroicos hombres de la selva que se rebelaron contra el “Supremo Gobierno”. Pero lo cierto es que cuando los indígenas sublevados tomaron las cabeceras municipales y declararon la guerra al Ejército mexicano, el EZLN, no obstante su fundamento popular, era una organización terriblemente débil y en crisis: enemistada con sus antiguos aliados, desangrada a causa de las deserciones internas, mal equipada y mal entrenada, presa de la apremiante necesidad de combatir aunque no estuviera debidamente preparada para ello, incapaz de ofrecerle a sus adeptos un modelo económico viable que mitigara la crisis y, por si fuera poco, adicta a una ideología deslegitimada y anacrónica. En el alba de 1994, ni los medios de comunicación ni el gobierno de Salinas de Gortari podían ver todo aquello. En ese momento sólo dos cosas parecían importar y ser visibles: para unos, el despertar de un pueblo oprimido y humillado, el estallido final de las contradicciones incubadas durante siglos; para otros, una declaración de guerra y una agrupación armada que deseaba tomar el poder y, por tanto, debía ser detenida a toda costa.

Ubicación geográfica, organización y forma de operar

La presencia del EZLN se circunscribe a 38 de los 118 municipios constitucionales de Chiapas (mapa 1). Pese a que la geografía zapatista, ponderada desde un punto de vista nacional, es relativamente pequeña, su trascendencia regional es considerable. Otros grupos armados, como el EPR y el Ejército Revolucionario del

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6 Enrique Krauze, “El profeta de los indios” en Letras Libres, núm. 1, enero de 1999, pp. 16-18 y 86-90.7 Ibíd., p. 90.8 Carlos Tello Díaz, op. cit., pp. 112-149.9 Enrique Krauze, op. cit., pp. 90-91 y Carlos Tello Díaz, op. cit., pp. 153-205.

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Pueblo Insurgente (ERPI), se han afincado firmemente en Guerrero y Oaxaca, y, durante la última década, las actividades y la violencia asociadas al crimen organizado –especialmente a los cárteles del narcotráfico– se han acentuado en estados como Veracruz, Guerrero, Chiapas, Tabasco y Campeche e incluso se han extendido a países centroamericanos como Costa Rica, Guatemala, Nicaragua y Panamá.10 Este conjunto de circunstancias y problemáticas hace del sur de México una zona inestable donde cualquier conflicto local puede tener repercusiones regionales. Además, la geografía en el caso del EZLN es engañosa: la guerrilla “opera” en un solo estado, pero cuenta con una extensa red de apoyo y solidaridad en México y el mundo. Cualquier acción ejecutada por los zapatistas o cualquier medida tomada en su contra, recibe la atención de intelectuales y asociaciones defensoras de los derechos humanos, amén del sustento material y político brindado a los rebeldes por organizaciones afines.11

Mapa 1Municipios con presencia zapatista en Chiapas

Fuente: Elaborado en el Departamento de Sistemas de Información Geográfica, El Colegio de México, con base en datos de Estrada Saavedra 2006.

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10 Véanse Eduardo Guerrero Gutiérrez, “La raíz de la violencia” en Nexos, núm. 402, junio de 2011, pp. 30-45; Armando Guzmán, “Tabasco. El dominio de ‘Los Zetas’” en Proceso, edición especial núm. 25, julio de 2009, pp. 54-56; Velia Jaramillo, “Centroamérica: el traspatio” en Proceso, edición especial núm. 29, julio de 2010, pp. 36-41; Isaín Mandujano, “La disputa por Guatemala” en Proceso, edición especial núm. 24, mayo de 2009, pp. 52-55; Regina Martínez, “Veracruz: tierra sagrada para los narcos” en Proceso, edición especial, núm. 25, op. cit., pp. 50-53; Rosa Santana, “Por tierra y aire” en ibíd., pp. 56-59 y “Va el narco a Centroamérica” en Diario de Yucatán, 5 de junio de 2011.11 Marco Estrada Saavedra, “Articulando la resistencia: la organización militar, civil y política del neozapatismo” en Marco Estrada Saavedra (ed.), Chiapas después de la tormenta, México, El Colegio de México/Gobierno del Estado de Chiapas/Cámara de Diputados-LX Legislatura, 2009, p. 524.

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Por su parte, la estructura de la insurgencia chiapaneca permite apreciar su complejidad y sofisticación organizativa. Examinarla requiere ampliar el campo de análisis y tomar en cuenta a los actores e instituciones militares, civiles y políticos que conforman el zapatismo como sistema social y no sólo como guerrilla (esquema 1).12 En el terreno militar, el EZLN constituye el “brazo armado” de la insurgencia. Las autoridades máximas en orden jerárquico son las siguientes: la Comandancia General, la Subcomandancia, el Estado Mayor (concejo de mandos militares) y el Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI). Los mandos militares, también en orden jerárquico, son: el comandante general, el subcomandante, los comandantes, los tenientes coroneles, los capitanes, los tenientes, los subtenientes y los insurgentes (cabos). El lector puede remitirse al esquema 2 para observar la forma en que se orquestan las distintas piezas de las tropas insurgentes (secciones, pelotones, compañías, batallones y regimientos). Lo que cabe señalar aquí es la relevancia de dos elementos. El primero de ellos concierne a las milicias. Integradas por civiles de las bases de apoyo, las milicias no son parte del ejército insurgente, pero están entrenadas por el EZLN y su misión es apoyar a la guerrilla defendiendo sus propias comunidades en caso de combate regular. La “autodefensa” no sólo supone a una sociedad en resistencia sino también, y fundamentalmente, a una sociedad militarizada.13

El segundo elemento tiene que ver con el CCRI. Pese a que, en teoría, éste es la autoridad suprema del EZLN, en los hechos se ve subordinado a la Comandancia General y al Estado Mayor. Esto porque la mayoría de los comandantes indígenas del CCRI carecen de instrucción marcial y, consecuentemente, de capacidad de mando militar real. Los mayores y comandantes indígenas que lo componen son líderes políticos que reciben órdenes y lineamientos del subcomandante Marcos, los transmiten a los responsables de sus comunidades y supervisan su aplicación en las regiones que representan y están bajo su mando.14

Esquema 1Estructura del zapatismo

Fuente: Elaboración propia con base en la información contenida en Marco Estrada Saavedra 2009: 502.

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12 Ibíd., p. 501.13 Ibíd., p. 503-504.14 Marco Estrada Saavedra, “Articulando la resistencia…”, p. 504.

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Esquema 2Organización del EZLN

Fuente: Marco Estrada Saavedra 2007: 450.

Las “bases de apoyo zapatistas” u organización civil son todos aquellos grupos y comunidades indígenas que colaboran con el proyecto revolucionario del EZLN. En un sentido más amplio, son el contenido social y popular de la insurgencia. La historia de estos grupos es la misma que la de los antiguos peones acasillados que migraron a la selva, aunque el camino que tomaron fue distinto: no la lucha política independiente de las organizaciones campesinas (de cuyos resultados desesperaron) ni de la diócesis de San Cristóbal, sino la integración a la guerrilla y la adopción de una solución radical a sus problemas. Las bases de apoyo salvaguardan la clandestinidad de los guerrilleros, suministran reclutas que después se incorporan a las tropas, garantizan de manera regular los bastimentos para sostener a los insurgentes en los campamentos y participan en movilizaciones y trabajos colectivos de infraestructura y servicios intercomunitarios –aparte de articular las milicias–. Estas actividades mantienen a las comunidades en movilización continua y las involucran en las tareas del zapatismo.15

Dentro de las bases de apoyo existen dos grupos que, por las características de sus funciones, tienen una importancia especial en la vida comunitaria: los promotores de salud y los de educación. Al encargarse, respectivamente, del cuidado de la salud y de la instrucción de los niños zapatistas, los promotores introducen un sistema de vigilancia, control, socialización y enseñanza que reafirma la

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15 Ibíd., pp. 505-506.

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identidad del movimiento y reproduce los valores de la insurgencia. Junto a ellos están los “colectivos”, cooperativas de trabajo que proveen y administran los servicios comunitarios –hortalizas, panaderías, abarrotes y artesanías, por ejemplo–. Los promotores y los coordinadores de los colectivos se reúnen de manera mensual con el responsable regional (o “enlace”) para informar acerca de su trabajo y de su situación. A pesar de que su interacción con los campesinos es directa (y que por añadidura sus necesidades y problemáticas están ancladas en las comunidades a las que abastecen), los colectivos no definen sus propias tareas. Tampoco consiguen por sí mismos los insumos que requieren. Antes bien, es el “enlace” quien los organiza, supervisa y aprovisiona de acuerdo con las órdenes de los mandos regionales y con la cantidad de insumos disponible –recursos que, por lo demás, surte la rama político-militar del EZLN–. Los campamentos guerrilleros, de esta manera, se convierten en “puntos regionales de control militar y político”; mediante los “enlaces”, los jefes militares se mantienen al tanto de lo que sucede en las comunidades zapatistas distribuidas en valles, sierras y cañadas, canalizan instrucciones y precisan los lineamientos generales de sus actividades.16

Está, finalmente, la organización política del zapatismo. Tres instituciones han sido creadas con la finalidad de coordinar y cohesionar las bases de apoyo y establecer una autonomía de facto donde éstas se han asentado: los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (Marez), los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno (JBG). Los 38 Marez, que se superponen a los municipios constitucionales, fueron instituidos oficialmente en diciembre de 1994 luego de una operación militar del EZLN, y tienen como meta la edificación de territorios autónomos donde los zapatistas puedan organizar su vida social, política, económica y cultural sin injerencia del Estado. Las funciones de los Marez son variadas: la promoción y organización de proyectos educativos, de salud, producción y comercialización en las comunidades dentro de su respectiva jurisdicción; la distribución y uso de las “tierras recuperadas” tras la revuelta de 1994; el registro civil de los miembros de las bases de apoyo; la expedición y cumplimiento de reglamentos internos, así como labores de índole judicial, penal, civil y policiaca. El trabajo de las autoridades municipales rebeldes (presidente, secretario y Consejo de Participación Social) no es remunerado y los proyectos de los Marez se realizan, en gran parte, con los recursos aportados por grupos prozapatistas nacionales e internacionales. No es de extrañar, por tanto, que estos últimos tengan cierta representación y su voz sea escuchada al momento de coordinar los quehaceres zapatistas.17

La existencia de recursos externos y su mala distribución ha degenerado en el surgimiento de comunidades y familias zapatistas “de primera” (aquellas que reciben la mayor parte de la ayuda o que la administran de tal manera que las beneficie) y “de segunda” (las menos favorecidas). Además, por su estructura y planes originales, el zapatismo adolece de militarización. El propósito de los Caracoles y las JBG, aparte de avanzar en la “construcción de la autonomía” y el “reconocimiento de los derechos y la cultura indígenas”, es mitigar estos males.18 Unos y otras fueron creados el 9 de agosto de 2003. Los Caracoles, cuya finalidad es redefinir –y mejorar– las relaciones de las bases de apoyo con el EZLN y con el “mundo externo”, son “el espacio en el cual se inician los procesos de encuentro, intercambio y decisión entre la sociedad civil con las comunidades indígenas zapatistas (y entre ellas mismas con otras), correspondientes a cada zona zapatista”.19 Donde hay un Caracol se encuentra la sede de una Junta, de ahí que a menudo se les confunda (mapa 2).

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16 Ibíd., pp. 507-510.17 Ibíd., pp. 511-513.18 Ibíd., p. 513.19 Manuel Ignacio Martínez Espinoza, “Las Juntas de Buen Gobierno y los Caracoles del movimiento zapatista: fundamentos analíticos para entender el fenómeno” en Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas, año 5, vol. 5, núm. 1, 2006, p. 223.

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Mapa 2Ubicación geográfica de los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno

en los municipios constitucionales de Chiapas

Fuente: Elaborado en el Departamento de Sistemas de Información Geográfica, El Colegio de México, con base en datos de Estrada Saavedra 2006.

Las JBG son instancias de administración pública que están por encima de los Marez: dictan leyes y reglamentos y expiden autorizaciones de aplicación regional; cobran impuestos (el “impuesto hermano”) y los distribuyen entre la población en forma de proyectos de desarrollo comunitario; juzgan y sancionan conflictos entre zapatistas y entre éstos y el resto de la comunidad selvática, y ejercen tareas ejecutivas y administrativas de gobierno civil. En suma, las cinco Juntas existentes son, en los Marez que gestionan, una especie de entidad supramunicipal y de estado paralelo: erigen un orden institucional rebelde que sustituye a la autoridad estatal y buscan construir su autonomía en lo que reclaman como su territorio. Sus resultados son ambiguos: la desigualdad entre municipios rebeldes ha sido ligeramente mitigada y la desmilitarización es parcial. Las autoridades civiles, en el papel, son elegidas de forma democrática, pero en los hechos un “pequeño comité” de la Comandancia General y del CCRI regional define quiénes serán nombrados como autoridades y posteriormente los “propone” a las bases de apoyo para su ratificación. Con la dirigencia civil de las Juntas convive, asimismo, un órgano paralelo, el Comité de Vigilancia. Compuesto por miembros del CCRI regional, el Comité, pese a no ser reconocido oficialmente, es quien toma las decisiones políticas más importantes en asuntos de gobierno y quien aprueba solicitudes y proyectos antes de que éstos lleguen a los autoridades formales. Estas contradicciones y la concentración de poder (legislativo, judicial y ejecutivo) que caracteriza a las JBG son aspectos que no dejan de provocar malestar entre las bases de apoyo zapatistas.20

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20 Marco Estrada Saavedra, “Articulando la resistencia…”, pp. 514-518 y Manuel Ignacio Martínez Espinoza, op. cit., pp. 221-222.

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La forma de operar del EZLN se ha transformado sustancialmente a lo largo de los años. Tras el fracaso del levantamiento armado de 1994 (en términos de su objetivo original, la toma del poder), el EZLN dejó de funcionar con la lógica de una guerra de guerrillas: renunció a la confrontación bélica permanente con las Fuerzas Armadas y la policía nacionales como medio para conquistar al Estado y construir el socialismo en México. La ofensiva militar –audaz pero precaria, como habremos de narrar en el capítulo 4– duró sólo los primeros 12 días de enero y una veintena de días más en diciembre de ese año. En cambio, el zapatismo, debido al ingenio y la perspicacia del subcomandante Marcos, se ha convertido en un “movimiento popular” que, mediante el diálogo y la movilización contestataria, busca que el Estado lo reconozca como un actor capaz de participar con legitimidad en el sistema político y, al mismo tiempo, intenta reorganizar su lucha hacia el socialismo. Esto ha provocado la desmovilización paulatina de las fuerzas insurgentes de sus campamentos y el virtual desmantelamiento de la guerrilla, pues los combatientes –aunque sin desarme ni desmilitarización de por medio– se han reintegrado a la vida comunitaria.21

Aunada a este factor se encuentra la creciente deserción y desarticulación de las bases de apoyo, la cual, además de perjudicar la operación de los Marez y las JBG, ha orillado a la cúpula insurgente a reorientar el zapatismo y emplazarlo en una batalla en contra del “poder del neoliberalismo”. De esa manera, el EZLN se gana la simpatía y el apoyo de otros grupos antisistémicos de izquierda nacionales y extranjeros y amplía sus alianzas en una lucha que ahora se presenta como global. Así pues, las transformaciones del EZLN han derivado en una modificación de sus objetivos centrales, pues “se ha pasado de la lucha por la revolución a las luchas por la democracia, la tierra, la autonomía, los derechos y las culturas indígenas y a favor de una globalización alternativa y anti-neoliberal”.22

Como puede notarse, la insurgencia chiapaneca incluye al EZLN, pero, en cierto sentido, lo subsume y lo supera. La guerrilla predomina en las comunidades zapatistas; la hegemonía de lo militar es, hasta ahora, indisputable. Sin embargo, pese a sus contradicciones, crisis y deficiencias, en Chiapas ha nacido y se ha desarrollado, desde mediados del siglo XX, una sociedad rebelde genuina y compleja; en ella hay miles de seres humanos que bregan por objetivos comunes y que enarbolan una ideología contraria al statu quo; hay un aparato institucional que pretende abolir, cuando menos en su territorio, la autoridad estatal y sustituirla por una propia; y hay un ejército que, en los 38 municipios que ha conquistado (“recuperado” o “usurpado”, según se quiera ver) le disputa al Estado, con éxito, el monopolio de la violencia física legítima. En otras palabras, hay una comunidad humana que, si no es revolucionaria, sí ha construido al menos un sistema social que niega de manera radical (es decir, desde su raíz) el orden económico y político que prevalece en México y que sobre esa negación afirma y levanta un ordenamiento alternativo propio –no mejor ni peor: simplemente diferente–. Ningún Estado, con sus elites y clases dirigentes, con sus intereses y voluntad de dominación, puede tolerar esto de forma permanente ni consentirlo a cabalidad.

Estado actual

A 18 años de su irrupción en el panorma político mexicano, el zapatismo se encuentra en crisis. No se trata, ciertamente, de una crisis reciente ni generalizada. Los problemas que lo aquejan comenzaron a manifestarse desde su primer año de existencia pública (algunos incluso, antes del levantamiento armado), y han corrido paralelos al éxito mediático y político del EZLN. El movimiento zapatista no ha perdido legitimidad ante la opinión pública ni ante sus adeptos nacionales y extranjeros, pero en cambio, muchos de sus dirigentes carecen de credibilidad frente a las bases de apoyo.

A nivel interno, el problema central del zapatismo ha sido el acelerado crecimiento de la insurgencia. Desde el punto de vista militar, la estructura y disciplina del EZLN fueron rebasadas por la incorporación masiva de nuevos efectivos. Esta situación provocó que los comandantes y sus subordinados estuvieran mal preparados y enfrentaran en completa desventaja al Ejército mexicano. La falta de reglas y estatutos claros dentro de la guerrilla derivó, luego del cese de hostilidades entre sublevados y Gobierno, en el predominio de

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21 Marco Estrada Saavedra, “Articulando la resistencia…”, pp. 520-521.22 Ibíd., p. 522.

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la Comandancia y, más concretamente, del subcomandante Marcos –a despecho de la “preeminencia” del CCRI, como pudo constatarse líneas arriba–. También les confirió a los jerarcas militares un amplio margen de discrecionalidad y abuso de autoridad, lo cual, junto con la cuestión de los “jóvenes” zapatistas (indígenas que adquirieron posiciones de mando comunitarias debido a su trabajo en el EZLN pero que, al carecer de experiencia, convirtieron su ascendiente en atropellos y en una deficiente realización de sus labores), ha intensificado los conflictos y tensiones en las bases de apoyo.23

El rápido crecimiento y la inminencia de la guerra tuvieron otro efecto ambiguo, el de la creación de alianzas endebles entre el EZLN y organizaciones campesinas. Un buen número de organizaciones y comunidades se alió a la guerrilla antes y después de 1994. Quienes lo hicieron antes estaban motivadas por las perspectivas que ofrecía la guerra y no fue mucho el tiempo que pasó entre su adhesión y el levantamiento (un par de años, como máximo). Quienes lo hicieron después deseaban beneficiarse del botín obtenido tras la batalla. Aunque engrosaron las bases de apoyo zapatistas, ni unos ni otros se identificaban con los valores de la insurgencia. El tiempo que convivieron con los guerrilleros no fue suficiente para alcanzar esa identificación y, además, su acercamiento fue por conveniencia. Cuando satisficieron sus necesidades inmediatas y comprendieron que los costos de pertenecer al EZLN eran mayores que los beneficios; cuando descubrieron que el autoritarismo de la dirigencia zapatista implicaba una pérdida de autonomía en la vida comunitaria y en sus organizaciones, esos aliados, así como sus seguidores, decidieron abandonar al EZLN.24

Pero no fueron los únicos. Miembros de las bases de apoyo también han desertado –y siguen desertando– y otros se preguntan si vale la pena continuar. Esto por varias razones: la mala distribución de las tierras obtenidas después de la guerra (de las cuales se benefician quienes viven en las cercanías de los terrenos invadidos) y de la ayuda de las asociaciones afines (usufructuadas por quienes viven en las zonas de fácil acceso o por las clientelas de los líderes), dilema apenas mitigado por las JBG y que, como ya se dijo, dio origen a las comunidades “de primera” y “de segunda”; la imposibilidad de producir y de comercializar productos si no es con los ineficientes métodos zapatistas; la prohibición de aceptar ayuda del Gobierno aun cuando los recursos propios apenas alcanzan para sobrevivir; el agudo empobrecimiento de las bases de apoyo; la militarización del zapatismo y, en fin, la pérdida de autonomía comunitaria y la vacuidad de consignas como “mandar obedeciendo”, cumplidas por todos menos por las autoridades.25 Así pues, el EZLN

y en general el movimiento zapatista pierden constantemente bases de apoyo, recursos y alianzas, y se ven obligados a vivir en condiciones críticas y en un entorno que les es hostil.

No obstante, estas contradicciones no amenazan la continuidad de la insurgencia. Como ha señalado David Villafuerte, las causas y consecuencias de la crisis económica que comenzó a finales de la década de los 80 en Chiapas están lejos de superarse; la desregulación económica continúa debilitando el aparato productivo agrícola y a miles de pequeños productores; la inversión y el desarrollo de la industria son nulos; las divisiones sociales y las diferencias entre pobres y ricos se mantienen intactas; la selva se deforesta, los conflictos en la región no cesan y la pobreza y el desempleo aumentan.26 Mientras persistan las contradicciones sociales y económicas que hicieron posible al EZLN, la “resistencia” y la rebelión seguirán siendo una opción plausible para miles de indígenas estragados por la miseria.

A nivel externo, la contrainsurgencia con sus programas oficiales de desarrollo, su militarización de la “zona de conflicto” y su utilización de grupos paramilitares, ha sido el agente principal de la crisis del zapatismo. De ello nos ocuparemos en el cuarto capítulo.

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23 Marco Estrada Saavedra, La comunidad armada rebelde…, pp. 446-457.24 Ibíd., pp. 459-467 y Gemma Van der Haar, “Autonomía a ras de tierra: algunas implicaciones y dilemas de la autonomía zapatista en la práctica” en Marco Estrada Saavedra (ed.), Chiapas después de la tormenta…, pp. 529-564.25 Marco Estrada Saavedra, La comunidad armada rebelde…, pp. 467-483.26 Daniel Villafuerte Solís, “Cambio y continuidad en la economía chiapaneca” en Marco Estrada Saavedra (ed.), Chiapas después de la tormenta…, pp. 25-94. Véanse también Carlos Acosta Córdova, “Ni para comer…” en Proceso, núm. 1 679, 4 de enero de 2009, pp. 28-31; Víctor M. López Álvaro, “Desgastada rebeldía”, ibíd., pp. 24-26 e Isaín Mandujano, “15 años de demagogia”, ibíd., pp. 22-27, así como los datos relativos al rezago social incluidos al final del capítulo 4.

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LA AMENAZA EPERRISTA

Desarrollo histórico

Los orígenes del Ejército Popular Revolucionario se pierden en un mar de sospechas, rumores, calumnias y carencias documentales. La tesis comúnmente aceptada sostiene que el EPR es fruto de la unión de 14

“organizaciones armadas revolucionarias” que decidieron poner fin a sus discordias y confluir en un proyecto orquestado por el PROCUP-PDLP.27 Así lo afirman –con sus respectivos matices– el Manifiesto de la Sierra Madre Oriental y Carlos Montemayor, autor de los estudios sobre el EPR que gozan de mayor credibilidad. De acuerdo con Montemayor, la conversión del PROCUP-PDLP en EPR “constituyó el primer gran ensayo de coordinación nacional guerrillera en México”28 y es, además, una prueba de la guerra que los “movimientos de inconformidad social” y el Estado libran desde hace varias décadas.29

Sin embargo, tan pronto como se indaga en las fuentes de ese “gran ensayo”, la tesis comienza a desmoronarse. Las únicas organizaciones que poseían una fortaleza real eran el PROCUP y el PDLP, y aquellas de las que se tiene algún registro histórico –los Comandos Armados de Morelos, el Comando Francisco Villa, la Brigada 18 de Mayo y la Brigada Campesina de Ajusticiamiento (BCA), entre otras– estaban de alguna u otra manera vinculadas con el PDLP.30 Estas incongruencias llevan a Gustavo Hirales a concluir que el EPR no es más que

un acto de prestidigitación para dejar atrás la leyenda negra y el consiguiente desprestigio que en los medios de izquierda y en la opinión pública el grupo [PROCUPPDLP] arrastraba, por su conducta violenta e irracional no sólo y no tanto contra los que definen como “el enemigo” (el gobierno, el ejército), sino contra sus adversarios de izquierda,31

una máscara y también un “mito político”, “no en el sentido de que carezca de una existencia real, sino en el de que su leyenda [la leyenda de los 14 grupos independientes que se decantaron por la unidad] tiene una evidente función ideológica y política”.32

Curiosamente, esta tesis encuentra respaldo en un comunicado suscrito por la Comandancia General del EPR el 9 de septiembre de 2005:

Al año siguiente [1996], en Guerrero vamos logrando una mayor organización […] por lo que como Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo- Partido de los Pobres (PROCUP-PDLP) fortalecemos [sic] y se le da un nombre a nuestro ejército: Ejército Popular Revolucionario (EPR), pero es cuando –algunos compañeros que tenían cierto interés en tratar de desaparecer la historia de nuestro partido porque era una historia “negra” y pensaban que con eso no podríamos estar en la cresta de la ola […]– proponen un cambio de nombre del partido […] otros que habían quedado en la orfandad supuestamente teórica, desde la caída del muro de Berlín y de la ex URSS decían que tampoco debíamos mencionar el socialismo, posición que no tuvo eco, pero lo que sí se logró acordar fue el cambio de nombre, según que para engañar al enemigo y para que el pueblo creyera realmente lo que estábamos planeando, así es como se inventó que éramos 14 organizaciones llegando a un acuerdo que así se tenían

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27 Las otras agrupaciones son: Comando Francisco Villa, Comando Morelos, Comandos Armados Mexicanos, Brigada Vicente Guerrero, Brigada Genaro Vázquez, Brigada Obrera de Autodefensa, Brigada 18 de Mayo, Brigada Campesina de Ajusticiamiento, Organización Obrera Ricardo Flores Magón y Organización Revolucionaria del Pueblo. Véase Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, México, Punto de Lectura, 2004, p. 355 y Patricia Miranda, “El reportaje de fondo ante sucesos de guerrilla”, pp. 30-31.28 Carlos Montemayor, “EPR II” en La Jornada, 15 de julio de 2007.29 Mónica Mateos Vega, “La acción del EPR, réplica a otra etapa de guerra sucia” en La Jornada, 11 de julio de 2007. Véanse también Carlos Montemayor, La guerrilla recurrente, Ciudad Juárez, UACJ, 1999, passim, y La violencia de Estado en México, México, Debate, 2010, pp. 177-247.30 Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 356-357.31 Gustavo Hirales, “Para leer al EPR” en Nexos, núm. 320, diciembre de 2007 (http://betanexos.webcom.com.mx/spip.php?article1546).32 Ídem.

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[sic] que presentar. Por lo tanto pedimos a nuestro pueblo perdón por haberle hecho creer lo de las 14 organizaciones, cuando en realidad eran las estructuras del PROCUP-PDLP que [sic] por razones tácticas del ataque a las fuerzas centrales del enemigo lo decidimos así.33

Pero el análisis de Hirales adolece de vaguedad; nunca dice si el “acto de prestidigitación” consistió en inventarse un puñado de organizaciones radicales o en la exageración deliberada del poder y la trascendencia de aquellos que, además del PROCUP y el PDLP, fundaron al EPR. Cabe suponer, por otro lado, que el galimatías de la Comandancia General es parte de una campaña de descalificación (fácilmente identificable en los comunicados posteriores a 1998) consistente en negarle cualquier clase de legitimidad a las facciones que se escindieron del núcleo original de la guerrilla. Así parecen confirmarlo no sólo las incoherencias del pasaje citado, sino las injurias, recriminaciones y acusaciones contra los “desertores” que salpican todo el documento. ¿Cuál es, entonces, el verdadero origen del EPR? O, cuando menos, ¿cuál es la tesis más plausible?

Según nuestra lectura de los hechos, el EPR es resultado de la unión de diversos grupos armados, pero esa fusión dista mucho de representar un “gran ensayo de coordinación nacional guerrillera”. Como analizaremos más adelante, las escisiones que han minado al EPR convalidan el supuesto de que más de dos organizaciones (es decir, no sólo el PROCUP-PDLP) confluyeron en la creación de una nueva guerrilla. Sin embargo, el tamaño y alcance (en términos sociales y militares) de esas agrupaciones secundarias las condenaba a desempeñar un papel de segundo orden, sin posibilidades de trascender por sí mismas a escala nacional y quizá ni siquiera regional. En otras palabras, aunque el EPR fue producto de una fusión, el núcleo y actor hegemónico fue siempre el PROCUP-PDLP. Debido a la escasez de información es imposible saber con certeza si todas las organizaciones fundacionales existieron realmente o si algunas de ellas fueron inventadas para despistar al “enemigo” o aparentar una mayor fortaleza. También quedarían pendientes de respuesta otras importantes preguntas: ¿a qué se refieren Hirales y la Comandancia General con “la leyenda negra” y la “historia negra” del PROCUP-PDLP? ¿En qué consistía la presunta “actitud violenta e irracional” de este grupo armado? Y, ante todo, ¿qué motivó la fundación de una nueva guerrilla? Por el momento nos concentraremos en las dos primeras interrogantes. La tercera será respondida al final del apartado.

La historia del PROCUP-PDLP proporciona las claves para comprender al EPR. En el principio fue la Unión del Pueblo (UP). La génesis de esta organización es difusa, pero la mayoría de las fuentes localiza sus raíces en un grupo de estudiantes de la Universidad de Guadalajara (UdeG) y la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO) que en 1964 se aliaron para forjar una especie de asociación revolucionaria semiclandestina. En ella también concurrieron académicos de la Universidad Autónoma de Chapingo (UACh) y un guerrillero guatemalteco que a principios de los sesenta llegó a México para apoyar los movimientos radicales y fundar en 1965, según la opinión generalizada, la UP: José María Ortiz Vides. Entre los hombres más prominentes de este gremio rebelde se encontraban, además de Ortiz Vides, Héctor Eladio Hernández Castillo (líder del Frente Estudiantil Revolucionario de Guadalajara), Tiburcio Cruz Sánchez (actual cabeza del EPR y cofundador, junto con sus hermanos Raúl, Jesús y Gerardo, de la Coalición Obrera Campesina Estudiantil de Oaxaca), Héctor Zamudio Fuentes y Jaime Beli West (profesores de la UACh).34

Ni en la bibliografía del PROCUP-PDLP ni en los artículos contenidos en diarios, revistas y publicaciones especializadas queda claro quién dirigía a la UP ni si los militantes de esta organización reconocían el liderazgo fundacional de Ortiz Vides (el EPR, por ejemplo, exalta la figura de Hernández Castillo y apenas menciona al

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33 Comité Central del PDPR-Comandancia General del EPR, “Un poco más de historia”, 9 de septiembre de 2007 (http://www.cedema.org/ver.php?id=1095).34 Robert G. Breene, Jr. (ed.), American Political Yearbook 1997, Estados Unidos, Transaction Publishers, 1997, p. 132; Atlante Muñoz, “Un solo líder que organizó dos guerrillas” en Excélsior, 27 de julio de 2007; Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 186-187; Jorge Torres, “Extranjeros en guerrilla mexicana” en Contralínea, primera quincena de enero de 2006 (www.contralinea.com.mx/archivo/2006/enero/htm/extranjeros_guerrilla_mexicana.htm) y Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, “Crónica de una colisión inevitable”, 31 de diciembre de 2005 (www.cedema.org/ver.php?id=649). Este último documento es especialmente interesante por tratarse de una crítica al EPR hecha por una de las facciones que se escindieron. Las revelaciones que contiene (retomadas en el siguiente apartado) son de gran valor para un análisis de la historia del EPR, pero deben tomarse con cautela.

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guatemalteco).35 Lo que sí se conoce con certeza es el ideario de esta guerrilla y su forma de operar: la toma del poder por el proletariado mediante la lucha armada y la posterior instauración del socialismo en México; la guerra popular prolongada y el empleo de explosivos en los actos de “hostigamiento” (herencia de Ortiz Vides); el estudio sistemático del marxismo-leninismo y la combinación de la lucha clandestina con maniobras públicas y “legales”. Esto explica las acciones violentas llevadas a cabo por la brigada Antonio Briones Montoto en 1968 (en las que participó Héctor Eladio Hernández) y la intensa actividad de las diferentes células de la UP en los conflictos universitarios de Oaxaca y Guadalajara. Geográficamente, la UP tenía presencia, cuando menos, en Aguascalientes, Coahuila, Colima, Distrito Federal, Jalisco, Michoacán, Oaxaca y San Luis Potosí.36

Con estos mismos principios y cabecillas, la UP se convertiría en 1971 en la Organización Revolucionaria Clandestina Unión del Pueblo (ORCUP) y abriría una nueva etapa en su historia, aquella que cimbraría su “leyenda negra” y que definiría los rasgos que aún hoy caracterizan al EPR y a las facciones que se han escindido de él. Entre 1972 y 1978, los guerrilleros de la ORCUP perpetraron alrededor de 130 atentados con bombas en el Distrito Federal, el Estado de México, Guadalajara y Oaxaca, en respuesta “a la represión del Estado por zonas o hacia los movimientos de masas”.37 En ese mismo periodo comenzaron los acercamientos con otras agrupaciones radicales (el primer contacto con los rescoldos del PDLP ocurrió en 1976), los asesinatos de rivales políticos (como el de Carlos Hernández Chavarría, secretario general de la UABJO, en 1978) y las conexiones con entidades legales que a la postre resultarían ser organizaciones fachada de la guerrilla; por ejemplo, el Frente Nacional Democrático Popular y el Comité Nacional Independiente Pro-Defensa de Presos, Perseguidos, Detenidos-Desaparecidos y Exiliados Políticos, fundados en 1978 por Felipe Martínez Soriano, rector de la UABJO, y su esposa, Josefina Martínez Rojas, autores intelectuales –junto con su hija, Maribel Martínez Martínez– del homicidio de Hernández Chavarría.38

En 1978, la ORCUP se dividió y una de sus facciones39 se transformó en el PROCUP, dejó a un lado – temporalmente– los atentados con bombas y se refugió en la clandestinidad. Estos cambios estuvieron relacionados con la muerte de Héctor Eladio Hernández (acaecida también en 1978) y la detención de varios de los combatientes y líderes de la ORCUP. Con todo, el factor de mayor peso fue el triunfo de la contrainsurgencia en México: para finales de la década de los 70, como ya se ha dicho, el aparato contrainsurgente mexicano había aniquilado prácticamente todas las guerrillas que operaban en el país. Nadie había escapado a los golpes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) ni de la Brigada Blanca (Ortiz Vides fue capturado e interrogado por la DFS en 1972) y quienes lograron sobrevivir tuvieron que guarecerse en la más férrea clandestinidad. La ORCUP había trabajado duro para “acumular fuerzas” y disponer la llegada de la guerra popular prolongada, pero en el camino fue severamente castigada por el Estado y con su propio comportamiento se granjeó una deplorable reputación entre los sectores de oposición: ante los ojos de otros guerrilleros y activistas, la ORCUP era una panda de extremistas que recurría al asesinato para resolver sus

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35 Comité Central del PDPR-Comandancia General del EPR, ídem. El EPR acusó a Ortiz Vides de haberlos delatado: “Debe recordarse que cuando delata el compañero José María Ortiz Vides, varios de nosotros pasamos a la clandestinidad y es entonces cuando el oportunismo se adueña del trabajo desarrollado y son cooptados [sic] por el Estado. Al Chema [Ortiz Vides], el cual todavía vive, le damos el derecho de réplica…”. Véase Comité de Prensa y Propaganda del PDPR, “Respuesta a Raúl Castellanos Hernández”, 19 de marzo de 2009 (www.cedema.org/ver.php?id=3145). Las “delaciones” se refieren, al parecer, a las declaraciones que la DFS obtuvo de Ortiz Vides en los interrogatorios que sucedieron a su detención en 1972.36 José de la Rosa Hernández et al., “La guerrilla en México, 1965-1997. Hacia una aproximación teórica”, tesis de licenciatura, México, UAM-Iztapalapa, 1998, pp. 160-163; Atlante Muñoz, ídem, Jorge Luis Sierra Guzmán, ibíd., p. 187 y Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, ídem.37 José de la Rosa Hernández et al., op. cit., p. 164.38 Robert G. Breen, Jr., op. cit., pp. 132-133 y José de la Rosa Hernández et al., op. cit., pp. 172-174.39 Femospp, “Informe General”, versión preliminar, capítulo 6, Archivo Seguridad Nacional de la Universidad George Washington, 2006, p. 138 (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB180/060_Guerra%20Sucia.pdf). Es muy probable que esa facción fuera la de Tiburcio Cruz Sánchez y su familia. Hay indicios que conducen a esa conjetura: el hecho de que Tiburcio Cruz sea el líder máximo del EPR desde su fundación en 1995; los ataques de las facciones escindidas del EPR (como TDR-EP), dirigidos casi invariablemente al “núcleo fundacional” de la UP y, relacionado con esto último, el presunto origen de la UP en Oaxaca, donde Cruz Sánchez cofundó la Coalición Obrera Campesina Estudiantil de Oaxaca.

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diferencias. Pese a ello, el ahora PROCUP no dejó de actuar en medios estudiantiles y políticos “legales” ni de “ajusticiar” a sus antagonistas de izquierda. Más aún, a este oscuro historial de modales revolucionarios añadió los secuestros (o “expropiaciones”) como fuente de financiamiento. En este periplo fue acompañado por el Partido de los Pobres, o lo que quedaba de él.

El PDLP nació en 1967. En los sucesos que precipitaron su nacimiento y en la figura de su condottiero y artífice principal se cifra la primera fase de su historia. El 18 de mayo de 1967, en la plaza central de Atoyac de Álvarez, Guerrero, la policía reprimió una manifestación que pugnaba por la solución del caso de Alberto Martínez Santiago, un maestro de la escuela Juan N. Álvarez que había sido removido de su cargo a causa de sus opiniones políticas. Al mitin asistieron poco más de 2 500 personas (civiles, profesores rurales, organizaciones campesinas y barriales), aglutinadas en el Frente de Defensores de la Escuela Juan N. Álvarez y acaudilladas por Lucio Cabañas Barrientos. Lo que parecía un conflicto relativamente sencillo se resolvió, como era costumbre entre los gobernadores de Guerrero, con una masacre irracional que encendió la ira de los habitantes de Atoyac.40 Lucio Cabañas, profesor normalista de espíritu práctico que conocía la doctrina marxista pero que prefería “escuchar a los campesinos en su idioma” antes que empantanarse en discusiones y análisis teóricos, huyó a las montañas y desde ahí organizó el descontento de la gente. Al principio no había intenciones de formar una guerrilla, pero la inercia de la indignación popular llevó a la creación del PDLP y de su “brazo armado”, la BCA. La lógica delmovimiento era sencilla: los pobres estaban en esa condición porque los ricos se apropiaban de todo lo que producían y porque el Ejército, la policía y los caciques locales los reprimían violentamente. La única solución era tomar las armas, defenderse y matar a aquellos que los mataban. No un proceso democrático sino una revolución de los pobres.41

El PDLP realizó varias emboscadas en contra de convoyes del Ejército y la policía, secuestró a comerciantes y empresarios y perpetró algunos asaltos para adquirir recursos. La población de la Costa Grande de Guerrero y la Sierra de Atoyac los apoyaba con combatientes y pertrechos o resguardando su clandestinidad. Con los años, el PDLP llegaría a vincularse con movimientos subversivos de Aguascalientes, Chiapas, Chihuahua, Oaxaca, Sonora y Veracruz.42 Como era de esperarse, las diferencias de opinión entre los líderes del PDLP provocarían disputas y divisiones internas, pero lo que precipitaría la derrota y desmembramiento de la guerrilla sería el secuestro de Rubén Figueroa, candidato del PRI a la gubernatura de Guerrero en 1974. Ese año, Figueroa ideó un plan para encontrarse con Cabañas y “pactar” una tregua; sin embargo, los guerrilleros se adelantaron y lo secuestraron, pidiendo 25 millones de pesos por su liberación. La campaña contra el PDLP había comenzado desde 1968 con un programa oficial de desarrollo social que en realidad pretendía obtener información para llegar a Cabañas y sus seguidores, pero se intensificó de manera dramática tras el secuestro de Figueroa. El Ejército y la policía judicial atacaron con miles de elementos montados en helicópteros, avionetas, patrullas, camiones y tanquetas. Las cabezas y pelotones del PDLP fueron cayendo uno a uno hasta que el 2 de diciembre de 1974 el Ejército terminó con la vida de Lucio Cabañas.43

La muerte del caudillo derivó en la descomposición del PDLP. Muchos de quienes sobrevivieron a la embestida de 1974 fueron capturados y desaparecidos (el Ejército solía torturarlos, quemarlos vivos o arrojarlos al mar después de golpearlos) y otros, los que escaparon del contragolpe del –ahora– gobernador Rubén Figueroa y el mayor Mario Acosta Chaparro (cuyo objetivo era “limpiar” de “gavilleros” el estado de Guerrero) se ocultaron y aislaron cada vez más. Los restos del PDLP y de la BCA huyeron a varias ciudades del país y para mantenerse a flote recurrieron a los secuestros y a los intentos de unidad con otros grupos armados y clandestinos. El “trabajo con las masas” era casi inexistente, pero los apellidos Cabañas y Barrientos seguían apareciendo en cada una de las detenciones de militantes del PDLP, prueba de que las familias de Atoyac continuaban involucradas en la guerrilla. Los acercamientos se dieron con la Asociación

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40 Ibíd., pp. 27-28.41 Blanca Estela Martínez Torres, “Contrainsurgencia ante movimientos armados en México: EPR-PDPR”, pp. 48-51.42 Ibíd., pp. 53-54 y Femospp, “Informe General”, pp. 42-43.43 Naturalmente, también existe la versión (apoyada en un presunto informe de la DFS) de que Lucio Cabañas se suicidó cuando estaba a punto de ser capturado. Véase Blanca Estela Martínez Torres, op. cit., pp. 54-56 y Femospp, op. cit., p. 117.

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Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), la Liga Comunista 23 de Septiembre, el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), la Organización de Jóvenes hacia el Socialismo (Ojas), las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP) y la ORCUP. Sólo la fusión con esta última cuajó, y así, tras la adopción en 1979 de la guerra popular prolongada por parte del PDLP y el inicio de acciones conjuntas en 1981, el PROCUPPDLP vio la luz en 1990.44

En un polémico y revelador documento (“Crónica de una colisión inevitable”), Tendencia Democrática Revolucionaria (TDR), una de las escisiones del EPR, critica al “núcleo fundacional” del PROCUP

por haberse apropiado del nombre de la guerrilla de Lucio Cabañas con la perversa finalidad de conservar el “prestigio” y la “capacidad de convocatoria” que el normalista de Atoyac concitaba alrededor suyo. Para TDR fue sólo una facción del PDLP la que decidió unirse al PROCUP, traicionando con ello su historia y su militancia.45 Esta crítica oculta, sin duda, una rivalidad política teñida de parcialidad, pero quizá funcione para comprender mejor un hecho que a estas alturas es evidente: el PDLP que se fusionó con el PROCUP no era el PDLP de Lucio Cabañas, esa violenta guerrilla rural impelida por el deseo de venganza, pero con un incuestionable apoyo popular; lo que se alió con el PROCUP fue un grupo de revolucionarios clandestinos con la ideología marxista bien arraigada, el secuestro y los “ajusticiamientos” como práctica (en 1984, la BCA

asesinó a Francisco Fierro Loza, uno de los antiguos líderes del PDLP, por “traidor y reformista”),46 la ciudad como principal centro de operaciones y un escaso contacto con el “pueblo”. Un grupo, en fin, muy similar al PROCUP.

Las raíces históricas de ambas guerrillas y las circunstancias que facilitaron su convergencia explican, en buena medida, por qué desde su primera aparición pública en 1990 el PROCUP-PDLP se distinguió por hacer estallar bombas (en 1994, en solidaridad con el EZLN, la guerrilla colocó explosivos en diversos puntos de Guerrero, Distrito Federal, Estado de México e Hidalgo), secuestrar acaudalados empresarios (Juan Antonio Torres Landa y Eduardo Creel Cobián en 1993; Alfredo Harp Helú y Ángel Losada Moreno en 1994, entre muchos otros), asesinar a “traidores”, “desertores” y rivales políticos,47 operar preponderantemente (como en la actualidad lo sigue haciendo el EPR) en Guerrero y Oaxaca y, ante todo, escudarse en un lenguaje “teórico” anquilosado que trasluce un retraimiento casi patológico respecto de lo que pasa a su alrededor –en México y el resto del mundo– y que es incapaz, a diferencia del discurso zapatista, de expresar las necesidades y aspiraciones de las comunidades con las que interactúa.

Retomo ahora la última de las interrogantes planteadas anteriormente: ¿qué motivó la fundación de una nueva guerrilla? El EPR nació el 1 de mayo de 1995 y desde entonces era ya un “ensayo de coordinación guerrillera”. La incorporación de otras agrupaciones revolucionarias había dado inicio antes de ese año y continuó después de la constitución del nuevo “brazo armado” del PROCUP-PDLP.48 Son varios los elementos que hay que tomar en cuenta para dilucidar esta refundición. El primero y más importante es, quizá, el EZLN: la insurrección zapatista de 1994 demostró que a pesar de la desaparición de la URSS y el fracaso de las guerrillas centroamericanas, la izquierda radical y armada aún tenía posibilidades de plantarle cara al capitalismo (lo que en la jerga eperrista equivaldría a decir que las “condiciones objetivas” estaban “maduras” para la revolución). El triunfo relativo del EZLN fue para el PROCUP-PDLP un incentivo y un reto: renacía la esperanza de erigir el socialismo, pero para eso había que

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44 Femospp, ibíd., pp. 123-124, 126, 129, 133 y 138 y Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, ídem. Algunos ubican la fundación del PROCUP-PDLP en 1989 e incluso antes. Véanse José de la Rosa Hernández et al., op. cit., p. 164, Blanca Estela Martínez Torres, op. cit., p. 61 y Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., p. 188.45 Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, “Crónica de una colisión…”.46 José de la Rosa Hernández et al., op. cit., pp. 181-182 y Jorge Fernández Menéndez, op. cit., p. 356.47 “EPR, claman por justicia… pero ellos la vulneran” en Excélsior, 19 de mayo de 2008 y Blanca Estela Martínez Torres, op. cit., p. 64.48 Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 355-356 y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 192. Tanto Fernández Menéndez (ibíd., p. 358) como Sierra Guzmán (ídem) sostienen que al EPR se integró también el Frente Centro Oriental de las FLN, es decir, una facción de las FLN que no siguió al EZLN en la rebelión de 1994 (conviene subrayar que de todos los autores consultados sólo Fernández y Sierra afirman tal cosa). Por otro lado, de acuerdo con TDR, la Organización Revolucionaria Armada del Pueblo se unió en 1986 y los Comandos Revolucionarios de México a principios de 1996. Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, ídem.

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cambiar. El éxito político del zapatismo se debía a su representatividad (en el sentido de que encarnaba efectivamente la historia y las demandas de millones de indígenas chiapanecos) y al carisma y talento literario del subcomandante Marcos, cruciales en la reconversión del EZLN de guerrilla en estandarte del indigenismo. Una “vanguardia” como el PROCUP-PLDP, con su lenguaje soso y su leyenda negra a cuestas, no tendría posibilidades de conquistar nada ni a nadie.

Pero el cambio no se reducía a algo cosmético. Integrar a diferentes organizaciones, cambiar de nombre y crear un mito de unidad, fraternidad y cooperación era la llave para redefinir las relaciones del PROCUP-PDLP con otros movimientos de oposición y aspirar a ganarse un espacio y una dosis de legitimidad en la vida política nacional.49 En términos tácticos y estratégicos, era un paso indispensable para desorientar al Estado y borrar las pistas que pudieran llevar a la captura y aniquilación de sus combatientes (hay que recordar que para 1990, Mario Acosta Chaparro y el Ejército consideraban al PROCUP-PDLP como “la organización más peligrosa en México”).50 Además, la represión seguía siendo práctica cotidiana entre gobernadores y caciques en Guerrero, y la matanza de Aguas Blancas en 1995 así lo confirmó. El EPR

exhibió sagacidad al utilizar ese acontecimiento como marco de su irrupción pública, razón inmediata de su lucha y fundamento de la creación del PDPR el 18 de mayo de 1996 (con lo cual “desaparecía” el viejo PROCUP-PDLP); sin embargo, ese “acto de prestidigitación” habría sido por completo intrascendente –acaso imposible– si en Guerrero y otros estados no hubiera miles de campesinos inflamados por la violencia gubernamental y “unos medios de comunicación” que ya no temían hablar abiertamente acerca de esta clase de atropellos ni expresar su desagrado.

Con todo, el EPR no se había desecho –ni estaba dispuesto a hacerlo– de los lastres que lo agobiaron como PROCUP-PDLP. En sus documentos fundacionales brotaban una y otra vez, tal como se detalló en el capítulo anterior, los preceptos de su dogmático marxismo-leninismo y, como se verá en el siguiente apartado, los explosivos, secuestros y asesinatos políticos se mantendrían dentro de sus métodos y maneras de operar. Si el EPR ganó algo de legitimidad en 1996 (por lo menos entre aquellos intelectuales que suelen brindar apoyo automático e incondicional a cualquier grupo que reivindique una “buena causa”), la perdería rápidamente en años posteriores.

El año de 1996 fue un trago amargo para el Estado mexicano. De la crisis económica pendía un mensaje que, por anacrónico y “maligno” que fuese su autor, le recordaba a las elites del poder que la guerra no había terminado. El PROCUP-PDLP había vuelto, bajo el nombre de PDPR-EPR, con ánimos renovados y aliados que lo fortalecían militarmente. Con él retornaban también los amagos de derrocamiento y violencia revolucionaria. Aquella guerrilla a la que el Ejército y los órganos de inteligencia conocían pero habían perdido de vista regresaba y ejecutaba actos mucho mejor coordinados y letales que cualquiera de los que hubiera realizado en el pasado. En Chiapas, el conflicto con el EZLN, luego de la ofensiva de febrero de 1995 y de las negociaciones que le siguieron, estaba en un impasse difícil de sortear; en Oaxaca, Guerrero y otros estados, el EPR se proponía “acumular fuerzas” en su guerra popular prolongada y para ello intensificaba sus actividades de infiltración en asociaciones legales y atacaba al Estado con toda la capacidad de fuego que tenía a su alcance. Previsiblemente, el Gobierno velaba armas y delineaba ya la estrategia para terminar con la amenaza de la subversión.

UBICACIÓN GEOGRÁFICA, ORGANIZACIÓN Y FORMA DE OPERAR

El EPR tiene presencia en 11 estados en el centro y sur del país: Chiapas, Distrito Federal, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Puebla y Veracruz; es muy probable, a juzgar por los movimientos y atentados notificados por la prensa y algunos informes oficiales, que también se asiente en

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49 La explicación (no exenta de contradicciones similares a las del comunicado “Un poco más de historia” del EPR) que da TDR sobre el origen del PDPR-EPR coincide en varios puntos con la que aquí se ofrece. Véase Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, ídem.50 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 190.

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Querétaro, Tabasco, Tamaulipas y Tlaxcala (mapa 3).51 Como en el caso del EZLN, la distribución geográfica del EPR es engañosa, pero en un sentido inverso: que abarque tantos estados no quiere decir que la guerrilla esté consolidada en todos ellos. El EPR posee pequeñas “células” que trabajan en regiones, delegaciones o municipios determinados, no en estados enteros ni en amplias porciones de ellos, lo cual no evita que se ejecuten con éxito ataques letales contra la infraestructura del estado; solamente en Guerrero y Oaxaca, bastiones históricos del PROCUP y el PDLP, se observa una activa labor eperrista, aunque es lógico sospechar que ésta ha disminuido a causa de las escisiones ocurridas desde 1998.

Mapa 3Estados con presencia del EPR

Fuente: Elaboración propia con base en los documentos citados en la nota 51.

La estructura y organización del PDPR-EPR están determinadas por las necesidades de la Guerra Popular Prolongada (GPP). Debido que esta última requiere de una descripción pormenorizada, en los párrafos que siguen sólo nos concentraremos en los aspectos organizativos.

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51 El EPR nunca ha revelado abiertamente en qué estados opera. La lista que aquí se proporciona se infiere de la lectura y comparación de varios documentos, entre ellos los siguientes: José Carlos Avendaño, “Condena gobierno atentado del EPR; ‘se les fue de las manos’” en La Jornada de Oriente, 13 de septiembre de 2007; Doralicia Carmona, “Hace su primera aparición pública el Ejército Popular Revolucionario EPR” en Memoria Política de México, 28 de junio de 1996 (www.memoriapoliticademexico.org/Efemerides/6/28061996.html); Juan Cruz, “Mantiene PGR abierta acta circunstanciada sobre la presencia del EPR en Tláhuac” en El Sol de Zacatecas, 27 de diciembre de 2004; “El EPR hace manifiesta su presencia en Guanajuato” en Milenio Diario, 18 de noviembre de 2008; Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 362-363; David Pavón Cuéllar, “Breve cronología del EPR y del ERPI. Primera parte (1996-1998)” en Revolución, núm. 19, agosto de 1999 (www.reocities.com/Pentagon/Bunker/5061/cron.html); Jorge Ramos, “Inteligencia documenta presencia del EPR en DF” en El Universal, 20 de julio de 2007 y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 194-195. Asimismo, el lector puede recurrir a la lectura de los editoriales y comunicados publicados por el EPR en El Insurgente, “órgano de difusión y propaganda” de la guerrilla, donde a menudo se alude a la adscripción geográfica de las comandancias regionales eperristas.

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Estructuralmente, la guerrilla consta de tres pilares: el partido, el ejército y el frente de masas (esquema 3). El partido (PDPR) coordina la alianza entre clases y grupos sociales y dirige el proceso revolucionario; el ejército (EPR) es el “brazo armado” del partido y se encarga de las operaciones militares en las diferentes etapas del enfrentamiento con el Estado; finalmente, el frente de masas es el “pueblo” organizado, es decir, el contenido popular de la guerrilla (algo similar –aunque más limitado en la práctica y como concepto– a lo que aquí hemos llamado insurgencia). El eperrismo ha moldeado su frente a partir de la infiltración de agrupaciones campesinas, sindicales, obreras, estudiantiles y de defensa de los derechos humanos (para mediados de 2008, las fuerzas armadas estimaban que detrás del EPR había 45 “organizaciones fachada”, de las cuales la más visible y reconocida era el FAC-MLN), y una de sus metas, en consonancia con los imperativos de la GPP, es incrementar de forma gradual ese tejido de adeptos y alianzas.52

Esquema 3Estructura del eperrismo

Fuente: Elaboración propia.

Debido a la escasez de información resulta imposible saber cuál es exactamente la organización del PDPR. Sin embargo, del análisis de la bibliografía consultada y de los comunicados de la guerrilla –firmados invariablemente por alguna rama del ejército o del partido– puede inferirse la siguiente estructuración: Comité Central (compuesto, quizá, por las dirigencias de los grupos armados que fundaron el EPR –y que aún se mantienen en él–, más la dirigencia del PROCUP-PDLP y del Frente Centro Oriental de las FLN); Buró Político (integrado, probablemente, por representantes de los comités regionales y estatales); Comité Regional (no se conoce la delimitación regional del PDPR; y Comité Estatal (tal vez un comité por cada estado con presencia eperrista; véase esquema 4). El “centralismo democrático” es, en teoría, el principio que rige el ejercicio de la autoridad dentro del PDPR, pero son los líderes del viejo PROCUP-PDLP, y entre ellos Tiburcio Cruz Sánchez (Francisco Cerezo) y su esposa, Elodia Canseco Ruiz (Emilia Contreras), quienes predominan y fijan los criterios generales de acción.53

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52 Gobierno Constitucional del Estado de Oaxaca, Oaxaca, el conflicto y el proyecto, Centro de Estudios Gubernamentales, citado en Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 193; Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 357 y 358 y Alejandro Medellín, “EPR, un ente impenetrable: expertos en guerrilla” en El Universal, 7 de mayo de 2008.53 Comité Central del PDPR-Comandancia General del EPR, “Resolutivos del precongreso”, 4 de octubre de 2008 (www.cedema.org/ver.php?id=2921) y “Respuesta a la Comisión de Mediación”, 25 de agosto de 2008 (www.cedema.org/ver.php?id=2785); Gobierno Constitucional del Estado de Oaxaca, ídem; Jorge Fernández Menéndez, op. cit., p. 355 y “Quitan pasamontañas a 13 mandos del EPR” en Excélsior, 23 de mayo de 2008; David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, Lucha eperrista, México, Libros del Cedema, 2005, p. 81 (www.cedema.org/uploads/Eperrista.pdf ) y Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, «Crónica de una colisión…”. Anteriormente, gente como Jacobo Silva Nogales (el comandante Antonio) y Gabriel Alberto Cruz Sánchez (“Raymundo Rivera Bravo”) eran parte del pequeño círculo dirigente; el primero se separó y fundó el ERPI en 1998 y el segundo es uno de los militantes que el EPR reclama como desaparecidos desde 2007. Véase más adelante, “Estado actual”.

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De una inferencia similar a la anterior (pues los datos disponibles tampoco son suficientes), se colige la posible organización del EPR: en la cima la Comandancia General, que es parte de la “conducción política” del PDPR (esto significa que la dirigencia política es, asimismo, la dirigencia militar; Tiburcio Cruz, por ejemplo, fue clave en los atentados contra ductos de Petróleos Mexicanos, Pemex, en 2007); luego la Comandancia Militar, que a su vez se subdivide en regiones y zonas (se desconocen las características de dicha distribución), y en la base, el batallón, la brigada, el destacamento, el pelotón y el comando (esquema 4).54 De acuerdo con Victoria Pueblo (tal vez Elodia Canseco), una de las eperristas entrevistadas por David Pavón y María Luisa Vega en 2005, “A partir del pelotón, cada unidad cuenta con sus respectivos aparatos y oficiales de mando, hasta llegar a la Comandancia General”.55

Esquema 4Probable organización del PDPR-EPR

Fuente: Elaboración propia con base en los documentos citados en las notas 52 y 53.

El EPR dispone de armamento relativamente sofisticado: ametralladoras AK-47 o “cuernos de chivo”; escopetas; fusiles R-15; fusiles M-1; rifles 22; carabinas; pistolas de 9 y 10 mm, calibre 45, 38 súper, 38 especial y 357, además de granadas, morteros, minas vietnamitas y estopines pirotécnicos y eléctricos (tanto las armas como los explosivos son adquiridos en el mercado negro o por robos a empresas constructoras).56 Sin

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54 Jorge Fernández Menéndez, El otro poder…, p. 371; David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, op. cit., pp. 79-80 y Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, ídem. En este caso el lector también puede acudir a los editoriales y comunicados publicados en El Insurgente. Prácticamente en todos ellos hay referencias a las comandancias regionales o de zona.55 David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, op. cit., p. 79.56 Jorge Fernández Menéndez, op. cit., p. 366.

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embargo, carece del número indispensable de “cuadros profesionales” (eperristas de tiempo completo adoctrinados e instruidos en el manejo del armamento) para explotar todo su poderío bélico. La falta de “profesionalización” de los combatientes es uno de los problemas más acuciantes del EPR. Reclutar campesinos, estudiantes y obreros y convertirlos rápidamente en soldados provoca que el adiestramiento castrense sea pobre, las estructuras de mando laxas y que el Ejército y la policía capturen guerrilleros con menor dificultad. Prueba de ello es que no todos los “elementos” del EPR son miembros del PDPR; para unirse al ejército revolucionario basta con quererlo, pero adherirse al partido requiere de una preparación especial más o menos exhaustiva.57

¿Cuántos hombres y mujeres componen el PDPR-EPR? La respuesta es importante, pues trasluce hasta cierto punto la fortaleza y el grado de apoyo popular que suscita la guerrilla. El Ejército, la policía, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y varios académicos y periodistas han dicho una y otra vez que la militancia del EPR no rebasa los 200 integrantes.58 ¿Es posible que un grupo tan reducido de hombres pueda operar en tantos estados e infligir daños tan severos a la infraestructura y a los agentes de seguridad del Estado? El funcionario de la PGR que entrevisté explicó que el “mito de los 200” fue creado por Tiburcio Cruz para despistar al “enemigo” y al mismo tiempo contar con un heroico lema de batalla: los “200” eperristas serían como los “300” espartanos de Leónidas I en la batalla de las Termópilas. Desde luego, la realidad es muy distinta: para 2006, entre 1 000 y 1 500 guerrilleros repartidos a lo largo del país engrosaban las filas del EPR.59

Esto no significa que las bases sociales de la guerrilla sean vastas. Sin duda, el EPR tiene un apoyo popular real en Guerrero y Oaxaca y es casi seguro que lo tenga en otras regiones empobrecidas del país, como las huastecas veracruzana e hidalguense.60 Pero las señales de la precariedad de ese respaldo son contundentes: la escasa simpatía social que despertó y sigue despertando la causa eperrista y el lenguaje anacrónico e insulso de los líderes guerrilleros que, más allá de pruritos hermenéuticos, refleja cuán aferrado sigue el EPR a un mundo donde la retórica de la guerra fría y los pleitos entre revolucionarios auténticos y espurios apenas dejan oír lo que dice la gente de a pie. Incluso cuando hablan del “pueblo”, los eperristas parecen distantes, como si aquél fuese una masa anónima para la que trabajan pero con la cual se relacionan únicamente para avituallarse y ocultarse.61

En términos operativos, como se adelantó líneas arriba, el EPR se rige por la GPP, una estrategia político-militar que consiste en robustecer de manera paulatina a una insurgencia para dejarla en posición de ventaja frente al Estado y de esa manera facilitar la toma del poder. La GPP, enunciada originalmente por Mao Zedong durante la guerra chino-japonesa (1937-1945), parte de la premisa de que las fortalezas y debilidades de los ejércitos regulares y las guerrillas son relativas, es decir, que dependen de múltiples factores y, por tanto, una adecuada conducción de la batalla puede modificar la “correlación de fuerzas” y dar el triunfo a los rebeldes.

Así pues, los guerrilleros –que inicialmente están en desventaja– deben conquistar países y sociedades y estar conscientes de que hacerlo lleva tiempo. Por eso, hay tres fases por las cuales es necesario transitar: la primera es el periodo de inferioridad y defensa, donde la guerrilla es asediada y, consecuentemente, está obligada a guarecerse, acumular fuerzas y hostigar a sus rivales sin enfrentarlos de manera directa; la segunda es el periodo del “equilibrio estratégico”: el enemigo ha dejado de expandirse y ocupar –o militarizar–

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57 Ibíd., pp. 368 y 369 y David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, op. cit., pp. 83-84.58 Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, p. 365; Alejandro Medellín, “EPR, un ente…” y Jorge Torres, Cisen. Auge y decadencia del espionaje mexicano, México, Debate, 2009, p. 2959 Entrevista con funcionario de la PGR, México, D.F., diciembre de 2010. Podemos concederle a la tesis de los 200 el beneficio de la duda y quedarnos con la posibilidad de que los “cuadros profesionales” estén integrados, efectivamente, por 200 militantes, y que esa vanguardia sea la que libra los principales combates contra el Estado, de la misma manera que los 300 de Leónidas fueron una pequeña fracción del ejército espartano que luchó contra las huestes de Jerjes I. En todo caso, para efectos de una política de contrainsurgencia, creer que el EPR no tiene más de 200 combatientes resultaría perjudicial y absurdo.60 Si grupos como el EPR existen, me dijo el funcionario de la PGR, es porque en el campo mexicano hay millones de personas sumidas en la miseria y en la ciudad la gente es cada vez más pobre y desespera de las opciones que ofrecen el Gobierno y los partidos. Los subversivos aprovechan y explotan este “caldo de cultivo” para sus fines. Estas palabras son reveladoras cuando consideramos de quién provienen. Ídem.61 Así lo testimonia el libro de David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, Lucha eperrista, pp. 100-104.

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territorios y trata de consolidarse en los lugares donde se ha afincado. Los rebeldes deben atacarlo y desgastarlo al tiempo que avanzan geográficamente, dan forma a una insurgencia e incrementan su poder; por último, en el periodo de la “contraofensiva estratégica”, la insurgencia es ya más poderosa que sus enemigos y puede asestar el golpe definitivo batiéndose en una guerra de posiciones.62 Llegar a la tercera fase exige contar con un partido, un ejército popular y un frente de masas, esto es, con una insurgencia biendirigida y organizada, además de combinar tácticamente la guerra de guerrillas, la de movimientos y la de posiciones. Alcanzar la victoria requerirá ineludiblemente el empleo de todas las formas de lucha posibles (políticas, económicas, militares, culturales, diplomáticas, etc.), además del concurso de la mayoría de la población.

En palabras del EPR, la guerra popular es “la vía de desarrollo para la acumulación de fuerzas políticas y militares que nos permitan cambiar la correlación de fuerzas a favor de las clases explotadas”, requiere de la dirección de “un verdadero partido marxista leninista” y tiene como objetivo “romper con el sometimiento imperialista y resolver las contradicciones de clases para abrir paso al socialismo”.63 ¿Cómo se está llevando a cabo ese “cambio”? El EPR es la guerrilla más activa en la dinámica de reclutamiento; se infiltra en las facciones más radicales de agrupaciones civiles legales y partidos políticos, mantiene relaciones de cooperación con ellas y en ocasiones admite nuevos militantes y los lleva a la clandestinidad.64 En las zonas rurales forma “grupos especiales de autodefensa”, despliega campañas de proselitismo (quizá sólo con panfletos o “propaganda armada”) e interactúa de forma constante con habitantes de las zonas más pobres.65 El ejemplo paradigmático de esta labor de infiltración es el conflicto magisterial de Oaxaca en 2007, donde el EPR actuó en una rama de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) y “perdió” a dos de sus militantes. Cabe razonar que ese paciente trabajo de reclutamiento e infiltración –acorde con la GPP– apunta a la “incorporación de todo el pueblo a la guerra”.66

Militarmente, el EPR utiliza la estrategia de la guerra de guerrillas y ataca con pequeñas formaciones dispersas: elige un blanco (un convoy de policías o soldados, un edificio de gobierno o un ducto de petróleo, nunca blancos civiles), envía a unos cuantos hombres (tal vez un pelotón las más de las veces, pero en ocasiones una unidad mayor) y abre fuego o activa explosivos. Después del ataque, los guerrilleros se repliegan y vuelven a ocultarse (los atentados del 28 y 29 de agosto de 1996, narrados en el primer capítulo, son un buen ejemplo de ello). Para el Ejército y la policía, este elusivo método de combate ha resultado mortífero. Ambas instituciones han perdido muchos hombres en emboscadas y enfrentamientos a pesar de que la guerrilla tampoco ha salido indemne. Sin embargo, la tregua temporal anunciada por la Comandancia General en 2007 hace pensar que por ahora la infiltración y el reclutamiento son las actividades prioritarias del EPR.

En el ámbito interno, el EPR no ha dejado de practicar los ajusticiamientos. Cuando el comandante Antonio decidió fundar el ERPI, la Comandancia General lo acusó de traidor y lo sentenció a muerte (aunque la sentencia nunca se cumplió). Los eperristas asesinan a quienes desertan o delatan y a los que en su nombre y con sus armas ejecutan asaltos o secuestros sin reportar las ganancias y sin justificación revolucionaria alguna. Así lo han hecho no sólo con combatientes, sino con campesinos y líderes de organizaciones civiles.67 Los secuestros, por otro lado, fueron una de sus principales fuentes de financiamiento, pero el EPR asegura que dejó atrás esa práctica desde 1994 y que ahora subsiste con el sustento del pueblo, tanto de la gente más humilde como de sus simpatizantes de clase media.68

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62 Mao Zedong, Sobre la guerra prolongada, op. cit., pp. 31-44.63 PDPR-EPR, “Guerra popular prolongada”, 1 de enero de 2001 (www.cedema.org/ver.php?id=1123). Véase también “Nuestra estrategia y táctica militar. Las enseñanzas del marxismo”, 1 de enero de 2001 (www.cedema.org/ver.php?id=1120).64 Jorge Torres, Cisen, pp. 29-30.65 Carlos Mendoza (dir.), El EPR de cerca, México, Canal 6 de Julio, 34a edición, 1997, y David Pavón Cuéllar y María Luisa Vega, Lucha eperrista, pp. 104-105.66 PDPR-EPR, “Guerra popular…”, ídem.67 “EPR, claman por justicia…”, ídem y Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 349-350 y 372-375.68 Comité Central del PDPR-Comandancia General del EPR, comunicado del 1 de julio de 2009 (www.cedema.org/ver.php?id=3365). La Agencia Federal de Investigación (AFI), sin pruebas, acusa al EPR de haber secuestrado al empresario Eduardo García Valseca en 2007. Junto con el de Diego Fernández de Cevallos, este secuestro es el único en el que se sospecha que participó la guerrilla durante la última década.

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¿Por qué esos asaltos y homicidios han pasado casi desapercibidos y por qué los servicios de seguridad han sido incapaces de capturar a todos los secuestradores? ¿Por qué, si los subversivos se deslizan en grupos que actúan públicamente, no se ha logrado desmantelar y ni siquiera trazar un mapa exacto del EPR? Parte de la respuesta está en los matices de la política de contrainsurgencia del Estado mexicano que veremos en el capítulo 4. Otra parte, no menos importante, está en la tradición de clandestinidad que este grupo armado cultiva con celo desde su época como PROCUP-PDLP. El EPR, ha admitido mandos militares expertos en antiguerrilla, “es muy difícil de infiltrar”. “Es gente profesional, que sabe lo que hace y a la que no hay que menospreciar. Saben moverse en la clandestinidad, al grado que llevan 44 años [en 2008] así”; “son chingones en lo que hacen, pero también hay que tener cuidado porque esta gente mata y no lo piensa para hacerlo”.69

ESTADO ACTUAL

En 1998, dos años después de su primera aparición pública, el EPR comenzó a desgajarse. Entre enero y junio de ese año, el comandante Antonio y buen número de militantes se escindieron y fundaron el ERPI. Poco tiempo después, dos facciones más de la guerrilla seguirían el ejemplo de Antonio y alumbrarían, respectivamente, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP) y al Comando Clandestino Revolucionario de los Pobres-Comando Justiciero 28 de Junio (CCRP-CJ28). En febrero de 1999, el comandante Roldán, otro de los cabecillas del EPR, rompió con sus antiguos compañeros y junto con la Organización Revolucionaria Armada del Pueblo (ORAP), el Comando Armado Francisco Villa y los Comandos Armados Revolucionarios, dio a luz al Ejército Villista Revolucionario del Pueblo (EVRP). Entre agosto y octubre, el comandante José Arturo –exintegrante, al igual que Antonio y Roldán, de la dirigencia original del EPR– culminaría la desbandada y crearía la TDR. A este amasijo de siglas y fechas se añadió a principios de 2001, la Coordinadora Guerrillera Nacional José María Morelos (CGNJMM), una suerte de coalición formada por las FARP, el EVRP y el CCRP-CJ28.70

Las razones de este resquebrajamiento no son del todo claras. Algunos de los grupos escindidos han argumentado que las causas de su separación fueron los desacuerdos por la forma en la que el EPR, y más concretamente, Tiburcio Cruz y sus allegados, conducían el proyecto de unidad.71 Pero también existe la versión de que las diferencias de fondo giraban en torno a los métodos y recursos de la guerrilla.72 En cualquier caso, lo que el proceso de división demuestra es que, en efecto, el PDPR-EPR estaba compuesto por varias organizaciones armadas (la ORAP, hoy una pieza del EVRP, era una de ellas) y que, a lo largo de sus 15 años de vida, sus principales problemas no han sido el Estado y el imperialismo sino las disputas internas.

¿Significa esto que el EPR está mermado y en decadencia? No hay duda de que las rupturas lo han debilitado, pero cuando menos en el ámbito militar sería erróneo creer que la guerrilla está en crisis. El 5 de julio de 2007, el EPR hizo explotar varios gasoductos de Pemex en diferentes puntos de Guanajuato y Querétaro.73 Los ataques se repitieron el 10 de septiembre, pero en Veracruz y Tlaxcala;74 en conjunto, los atentados provocaron pérdidas superiores a los 1 500 millones de pesos75 y evidenciaron la inoperancia de los

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69 Alejandro Medellín, “EPR, un ente…”.70 Jorge Lofredo, “Genealogía de un desencuentro: organizaciones político-militares clandestinas en México (1996-2006)” en Bien común, núm. 151, julio de 2007, p. 51 y “La guerrilla mexicana: de la unidad a la ruptura” en Memoria, núm. 180, febrero de 2004, pp. 12-14. El lector puede remitirse a ambos artículos para conocer más acerca de las actividades y motivaciones de las escisiones del EPR.71 TDR-EP, “Crónica de una coalición…” y Jorge Lofredo, “La lucha armada contra sí misma (1995-2003)” en Bajo el Volcán, vol. 4, núm. 8, sin mes, 2004, p. 63.72 Éste sería el caso del ERPI. Según la versión más aceptada, Antonio y sus seguidores se separaron y fundaron una nueva guerrilla porque, contrario a lo que establecía la GPP, ellos comulgaban con la idea de una insurrección violenta y repentina (al estilo del EZLN; en otras palabras, eran más radicales) y porque tuvieron serias diferencias con el Comité Central a causa del reparto del botín obtenido debido al secuestro de un empresario. Véase Jorge Fernández Menéndez, El otro poder, pp. 346-351.73 “Se adjudica el EPR ocho explosiones contra ductos de Pemex en dos estados” en La Jornada, 11 de julio de 2007.74 Alejandro Medellín, “Se adjudica EPR ataques a ductos de Pemex en Veracruz” en El Universal, 11 de septiembre de 2007.75 Alejandro Medellín, “EPR, un ente…”.

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servicios de inteligencia mexicanos. El EPR acusaba a los gobiernos de Ulises Ruiz y Felipe Calderón de detener, torturar y desaparecer a Raymundo Rivera Bravo y Edmundo Reyes Amaya (ambos eperristas) y exigía que fueran presentados con vida. Meses antes, el 24 de mayo, Rivera Bravo y Reyes Amaya fueron detenidos en Oaxaca, acaso por su participación –a través de la APPO– en el conflicto magisterial que sacudió a ese estado. Al no haber respuesta ni mediática ni oficial a sus comunicados del 2 y 17 de junio, en los que ya se formulaban dichas demandas, el EPR optó por sabotear a Pemex.76

De manera sorprendente (pues nunca antes había echado mano de tal recurso), el 24 de abril de 2008, el Comité Central y la Comandancia General solicitaron a Samuel Ruiz, Carlos Montemayor, Miguel Ángel Granados Chapa, Gilberto López y Rivas y el Frente Nacional contra la Represión que mediaran entre el EPR

y el Gobierno para esclarecer y resolver el caso de sus dos compañeros desaparecidos.77 Los aludidos aceptaron con la condición de que la guerrilla mantuviera una tregua mientras durase la intermediación y, una vez que obtuvieron respuesta afirmativa a ese requisito, establecieron la Comisión de Mediación.78 Desde entonces, el EPR no ha realizado ninguna acción armada. Se le acusó –sin pruebas– de haber secuestrado a Diego Fernández de Cevallos en 2010, pero los eperristas sortearon con eficacia todas las incriminaciones.79

Es difícil saber por qué el EPR recurrió –y sigue recurriendo– a canales legales e institucionales y por qué ha sido tan paciente con el Gobierno pese a que los avances en el arreglo de este conflicto son nulos. Los móviles de este comportamiento pueden ser muchos y muy intrincados y descifrarlos ha sido preocupación constante de la política de contrainsurgencia.80 Aunque la tregua sigue en pie, el Ejército, la policía, los agentes de inteligencia y la clase política mexicana saben que el EPR es capaz de dañar instalaciones estratégicas del Estado y ridiculizarlos ante la opinión pública. En el actual contexto de inestabilidad crónica, dominado por los cárteles del narcotráfico y sus sicarios, el potencial destructivo del EPR se vuelve una cuestión sumamente delicada.

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76 Carlos Montemayor, La violencia de Estado…, pp. 263-265. El funcionario de la PGR al que entrevisté negó que Rivera Bravo y Reyes Amaya hubieran sido desaparecidos por la policía o el ejército. Por el contrario, aseguró que eso era completamente falso, pues los eperristas fueron asesinados por militantes del ERPI en uno de los tradicionales ajustes de cuentas. Cuando le pregunté acerca del sentido de la Comisión de Mediación y aludí a algunas de las presuntas pruebas documentales de las desapariciones, sólo atinó a hacer un gesto de desaprobación, sin ofrecer una explicación de los hechos (entrevista con funcionario de la PGR, ídem). En virtud de que la Comisión ha presentado informes y estudios que sustentan la hipótesis de la desaparición forzada y de que el Gobierno no ha hecho ni publicado nada que respalde su actuación, seguiré la línea de investigación trazada por la Comisión.77 Comité Central del PDPR-Comandancia General del EPR, comunicado del 24 de abril de 2008 (www.cedema.org/ver.php?id=2581).78 Integrada por Miguel Álvarez Gándara, Jorge Fernández Souza, Dolores González Saravia, José Enrique González Ruiz, Miguel Ángel Granados Chapa, Juan de Dios Hernández Monge, Rosario Ibarra de Piedra, Gonzalo Ituarte Verduzco, Gilberto López y Rivas y Pablo Romo Cedano, ya fallecido. Samuel Ruiz y Carlos Montemayor, fallecidos también, fueron personajes centrales de la Comisión.79 Véase Jorge Lofredo, “Desaparecidos: la dinámica del conflicto”, 26 de mayo de 2011 (www.cedema.org/ver.php?id=4478), y “Caso Diego: algunas hipótesis”, 21 de diciembre de 2010 (www.cedema.org/ver.php?id=4236).80 Un análisis detallado del caso de Raymundo Rivera Bravo y Edmundo Reyes Amaya en el marco de la política de contrainsurgencia puede encontrarse más adelante, en “EPR: los derroteros de la inteligencia y la guerra psicológica”, p. 144.

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SEGUNDA PARTE.

CONJURANDO LA AMENAZA.EL INFLUJO DE ESTADOS UNIDOS

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3.CONJURANDO LA AMENAZA I. LA DIMENSIÓN TEÓRICA Y ORGANIZATIVA

DOCTRINAS Y PRECEPTOS DE GUERRA

En esta segunda parte de la investigación nos proponemos examinar las distintas formas en que se conjuró (o intentó conjurar) la amenaza de la subversión en América del Norte; de manera más concreta, lo que haremos será analizar la guerra contra el EZLN y el EPR desde la perspectiva del influjo ejercido por Estados Unidos en ella. Comenzamos el análisis con un estudio de la influencia de Estados Unidos en la configuración de la “maquinaria contrainsurgente” mexicana, es decir, del conjunto de medios con que México dispone para combatir a la guerrilla, la cual, como habrá de verse, es una influencia indirecta en la medida en que Washington no conminó expresamente a nuestro país a que adoptara sus doctrinas y pautas de combate.

Para esclarecer ese influjo, aplicaremos un método de descripción e identificación doble; por un lado, identificaremos los ejes doctrinales, tácticos y estratégicos de la contrainsurgencia estadounidense a partir de una revisión histórica de la lucha antiguerrilla global que Estados Unidos emprendió desde mediados del siglo pasado; por otro, describiremos la “maquinaria contrainsurgente” mexicana identificando los principios estratégicos estadounidenses que inspiraron su construcción. Dicho de otro modo, examinaremos la forma en que los estrategas mexicanos aclimataron la preceptiva antiguerrilla estadounidense y la combinaron con la herencia represiva del pasado para moldear la dimensión organizativa de la contrainsurgencia en México.

Éste es, pues, el primer ámbito del influjo estadounidense, el ámbito de las ideas, el más insospechado y difícil de cuantificar y verdadero origen del sutil vínculo que une a Estados Unidos con el combate al EZLN y al EPR. En el siguiente capítulo nos ocuparemos del segundo ámbito, el operativo (donde también incidieron varios de los principios que se exponen a continuación), terreno incomprensible, e improbable, sin este influjo “teórico” o “ideológico” inicial.

LA CRUZADA POR EL “PROGRESO”. ESTADOS UNIDOS Y LA DOCTRINADE LA CONTRAINSURGENCIA

De Vietnam al Golfo Pérsico. Origen y florecimiento de la contrainsurgencia

La contrainsurgencia es un producto de la guerra fría que ha logrado adaptarse y sobrevivir al paso del tiempo. Al principio se presentó como un correctivo para remediar la fragilidad de las operaciones anticomunistas de Estados Unidos; conforme las condiciones históricas mudaron y la mayoría de las naciones abrazó los antídotos estadounidenses contra la inseguridad mundial, la contrainsurgencia alcanzó una categoría muy cercana al dogma.

Como se sabe, los hombres de poder en los Estados Unidos de mediados del siglo XX interpretaban la política internacional a la luz del antagonismo entre Oriente y Occidente, una rivalidad irreductible de la que nada podía escapar. La estrategia que tenían para enfrentar militarmente al enemigo soviético era la disuasión nuclear: un paso en falso podía desencadenar una lluvia de misiles capaz de pulverizar al bloque socialista o alguno de sus satélites. Adicionalmente, los ejércitos regulares de la Organización del Tratado del Atlántico Norte emplazados alrededor del perímetro comunista en Europa acentuaban el asedio y no dejaban resquicios para que la UR SS dudara de la severidad de la advertencia.

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Cuando los países del “tercer mundo” comenzaron a despertar y a rebelarse, a exigir el derecho a constituirse en naciones libres y soberanas, fue natural que Estados Unidos viera en las revueltas una conjura soviética, sobre todo en el momento en que algunas de ellas reivindicaron el marxismo-leninismo e incluso recibieron ayuda de la URSS. El complot debía ser desmantelado, pero ¿las armas y ejércitos de Estados Unidos y Europa eran suficientes para intimidar a los insurrectos? ¿El viejo remedio que tanto éxito había tenido en la contención de la Unión Soviética bastaba para extirpar el socialismo de los pueblos del tercer mundo?

“Los países más […] cínicos hablan del peligro de la subversión cubana, y tienen razón”, escribió Ernesto Che Guevara en 1962, tras la crisis de los misiles. “El peligro que entraña la Revolución cubana está en su ejemplo, en su divulgación revolucionaria […] Es el ejemplo escalofriante de un pueblo que está dispuesto a inmolarse atómicamente para que sus cenizas sirvan de cimiento a las sociedades nuevas”.1 El arrojo de las palabras de Guevara es una buena prenda de la actitud adoptada por las insurgencias de los países subdesarrollados frente a un enemigo –Estados Unidos, Japón o la metrópoli europea en turno– que sabían militarmente superior, pero al que estaban dispuestas a combatir. Y no se trataba únicamente de un gesto. Al promediar el siglo XX, las rebeliones, organizadas en forma de guerrillas, habían triunfado en Argelia, China, Corea del Norte y Cuba, y avanzaban en Vietnam del Sur y América Latina.2 Si el modelo interpretativo de la guerra fría había servido para diagnosticar la “enfermedad” del tercer mundo, los hechos demostraron cuán inútil era el antídoto prescrito para curarla. Al igual que Napoleón Bonaparte en el siglo XIX, Estados Unidos descubrió que los ejércitos regulares servían de poco en una guerra de guerrillas y que tanto el ius ad bellum como el ius in bello ni siquiera prefiguraban al rival que tenían enfrente. Era forzoso encontrar un nuevo remedio.

Fue entonces cuando el Pentágono y la Casa Blanca ofrecieron la contrainsurgencia como solución.3 Formulada por el general Maxwell Taylor, presidente del Estado Mayor Conjunto de John F. Kennedy, esta receta seguía culpando al comunismo soviético de las revoluciones en el tercer mundo, pero sugería un medicamento distinto: la reacción flexible. Hasta entonces, según Taylor, Estados Unidos había sido estratégicamente rígido: cualquier amago de revuelta, sin importar cuáles fueran sus características, era encarado con ejércitos regulares y conatos de agresión nuclear; ahora, en cambio, las fuerzas de este país debían reaccionar de forma pragmática y adaptar distintos elementos de acuerdo con una perspicaz lectura de los hechos. Esos elementos no serían sólo militares, sino también psicológicos, económicos, políticos y diplomáticos; los extremos de la intervención (entendida como una situación en la que Estados Unidos asume la totalidad de las operaciones en un territorio extranjero) y el uso de armamento nuclear no quedaban descartados, pero pasaban a un segundo plano.4

¿De qué manera se materializarían estos principios en el campo de batalla? Dado que el enemigo era irregular y escurridizo, debía lograrse una fuerza veloz y flexible (lo contrario de las tropas regulares) que colocara al oponente en una posición de desventaja a partir de tres premisas de combate: 1) la flexibilidad, un criterio abierto en planes y operaciones; 2) la movilidad, el uso de transportes aéreos y marítimos para el ataque y el traslado de tropas, y 3) la capacidad de maniobra, la concentración del máximo de fuerza en los puntos débiles de la guerrilla. El esquema debía ser aplicado por los ejércitos locales con ayuda de Estados Unidos o, en última instancia, por las tropas de este país. Simultáneamente, había que “destruir la moral del enemigo” (propósito de las operaciones psicológicas) y hostigarlo diplomática y económicamente en diferentes grados según lo exigieran las circunstancias.5

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1 Ernesto Che Guevara, Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana, pp. 68-69.2 Charles Maechling Jr., “Contrainsurgencia: la primera prueba de fuego” en Michael T. Klare y Peter Kornbluh (coords.), Contrainsurgencia, proinsurgencia y antiterrorismo en los 80, México, Conaculta/Grijalbo, 1990, pp. 33-34.3 La cruzada global contra el comunismo comenzó mucho antes, naturalmente. Un célebre ejemplo de ello es el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954. Estados Unidos vio en los diez años de gobiernos revolucionarios guatemaltecos (1944-1954) una ominosa prueba de las maquinaciones soviéticas en América Latina, pero, a diferencia de la etapa inmediatamente anterior a la guerra de Vietnam, no contaba con un conjunto de principios de guerra concebidos ex profeso para combatir al comunismo. Véase Femospp, “Informe General”, capítulo 11, pp. 10-11 (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB180/110-Mecanismos%20que%20el%20Estado%20utiliz%F3.pdf).4 Ibíd., pp. 35-36.5 Ibíd., pp. 38-49 y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 235-236.

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La contrainsurgencia fue puesta a prueba en la guerra de Vietnam, con desastrosos resultados. Antes de que finalizara la contienda, los ciudadanos estadounidenses habían tomado conciencia de las contradicciones de un país que se decía excepcional pero que, dentro de sus fronteras, segregaba a la población negra y forzaba a miles de hombres a luchar y morir en un país lejano, y, más allá de ellas, patrocinaba a dictadores sanguinarios, invadía naciones y asesinaba a millones de personas inocentes. Este espíritu de autocrítica, que decantó en el pacifismo y el movimiento por los derechos civiles, cobró auge luego de la estrepitosa derrota en Vietnam –el primer fracaso militar en la historia de Estados Unidos–, pero también dio pábulo a una reacción conservadora que veía en los sucesos de Indochina, y en el resultante repliegue de la política exterior durante buena parte del mandato de James Carter, síntomas inequívocos de decadencia, señales funestas que presagiaban el incierto futuro que le esperaba a Estados Unidos si seguía el camino de la distensión y la concordia internacionales. Un ejemplo de esta reacción es el Comité sobre el Peligro Presente, organización anticomunista que, por vía de académicos y representantes de los partidos Demócrata y Republicano, renació en 1976 para pugnar por el retorno a la política de contención como método para atajar el ascenso militar de la UR SS y la incontrolada “turbulencia” en el tercer mundo.6

Pese a la pujanza del progresismo en los Estados Unidos de principios de la década de 1970, el conservadurismo se impuso poco a poco en el terreno de la política exterior y, por consiguiente, en las discusiones sobre la contrainsurgencia. Para los conservadores, la estrategia había fallado a causa de una errónea implementación. Las premisas, creían, eran correctas, pero al ser concebidas originalmente por académicos (asesores, entre otros, de Maxwell Taylor) y encaminadas por civiles que ignoraban lo que significaba estar en el campo de batalla, la contrainsurgencia había degenerado en una “construcción abstracta” sin posibilidades de ser ejecutada con éxito. Los soldados –subordinados, por si fuera poco, a unos funcionarios que adolecían de una deficiente comunicación con el presidente– se vieron involucrados en una guerra que no comprendían ni compartían.7

El coronel Harry G. Summers, antiguo negociador oficial de prisioneros de guerra en Saigón, condensó estas críticas en un libro que dejaría una honda huella en los manuales de contrainsurgencia posteriores a su publicación: On Strategy. A Critical Analysis of the Vietnam War (1982). Summers creía que la falta de un objetivo claro había precipitado el fracaso de la estrategia en Vietnam. Estados Unidos comenzó brindando apoyo logístico y militar al gobierno de Ngo Dinh Diem y terminó por enredarse sin tino en todos los frentes de la guerra, desde la lucha contra los comunistas del norte hasta la protección de sus aliados del sur. Esto no habría sucedido si los estrategas hubieran definido con precisión qué era lo que querían. Por tanto, el fundamento del esquema que Summers proponía en On Strategy era la adecuada definición de un objetivo, el cual siempre habría de ser político, como, por ejemplo, la supervivencia de un régimen afín. Este primer paso permitiría diferenciar entre táctica y estrategia y ulteriormente establecer prioridades programáticas. El resto del esquema giraba en torno a cinco ejes: 1) la racionalización de recursos, es decir, su focalización ahí donde los intereses vitales de Estados Unidos realmente estuvieran en riesgo; 2) la unidad de mando, la conducción de todas las operaciones concentrada en unas cuantas instancias; 3) el mantenimiento permanente de la ofensiva; 4) la flexibilidad en planes y operaciones; y 5) el despliegue rápido, la capacidad de movilizar rápidamente el aparato bélico a cualquier lugar del planeta si la intervención se volvía necesaria.8 Harry Summers, en suma, perfeccionó las directrices de la reacción flexible tomando como base las lecciones aprendidas en Vietnam.

Como decíamos antes, la reacción conservadora fue ganando terreno desde mediados de los setenta. (En 1979, Carter creó las Fuerzas de Despliegue Rápido –antecedente inmediato del actual Comando Central– para neutralizar la crisis en Medio Oriente y el Golfo Pérsico.) Sin embargo, tanto el conservadurismo en la política exterior como el “refinamiento” de la contrainsurgencia tuvieron que esperar hasta el arribo de Ronald Reagan a la presidencia para encontrar una expresión política y militar concreta. Reagan consolidó el anticomunismo

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6 Lilia Bermúdez, Guerra de baja intensidad, México, Siglo XXI, 1989, pp. 16-23 y The Committee on the Present Danger, “History”, 2012 (www.committeeonthepresentdanger.org/index.php?option=com_content&view=article&id=51&Itemid=55). Varios de los miembros del Comité se integraron después al gabinete de Ronald Reagan.7 Lilia Bermúdez, op. cit., pp. 23-33.8 Harry G. Summers, Jr., On Strategy, Estados Unidos, Presidio Press, 1995, pp. 83-180.

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exacerbado que venía fermentando desde el revés en Indochina y potenció en el concepto de “guerra de baja intensidad” la voluntad (neo) conservadora de contraatacar a las revoluciones del tercer mundo sin incurrir en los costos y yerros del pasado. Lilia Bermúdez sintetiza esta etapa de reorientación de la contrainsurgencia:

Como resultado del debate de los errores cometidos en Vietnam, así como de lo que la realidad va imponiendo, se concretarán dos opciones que se empiezan a materializar con pocos años de diferencia y que tienen como sustento dos conceptos estratégicos: el despliegue rápido y la guerra de baja intensidad. El primero destinado a la intervención militar con fuerzas propias, y el segundo para tratar de evitarla hasta donde sea posible, enfrentando de una manera más global la gama de conflictos que se ubican por debajo de la guerra convencional. Ambos se tratan de operar en Centroamérica, tienen aplicación global en el Tercer Mundo y se encuentran contenidos en la concepción estratégica global de la reacción flexible, que continúa vigente en lo que se refiere a la escalada militar ascendente en la injerencia norteamericana.9

¿Qué era la guerra de baja intensidad (GBI)? De acuerdo con Lilia Bermúdez, la GBI era una “guerra de desgaste prolongada y global” que buscaba recuperar la hegemonía mundial estadounidense (perdida, supuestamente, en los años posteriores a Vietnam) mediante la destrucción de las revoluciones en el tercer mundo. Estados Unidos debía desgastar a sus enemigos –que podían ser guerrillas o gobiernos revolucionarios– empleando indirectamente medios diplomáticos, políticos, militares y económicos en aras de evitar que las fuerzas armadas de este país intervinieran directamente y que los conflictos escalaran hasta convertirse en guerras convencionales. De ahí el apelativo de “baja intensidad”: una contienda que nunca alcanza su vértice. Esta nueva estrategia no sólo abarcaba la contrainsurgencia, sino también –aunque en menor medida– la reversión de conflictos y las luchas contra el narcotráfico y el terrorismo.10

La GBI trajo consigo una serie de ajustes que le darían a la contrainsurgencia como estrategia una forma casi definitiva y que incorporarían muchos de los preceptos propuestos por Harry G. Summers. En el nuevo marco estratégico, las operaciones contrainsurgentes se articularían con arreglo a tres principios: 1) la noción de victoria, entendida no como un triunfo militar abrumador, sino como “el logro de los objetivos políticos por los que se hizo la guerra”;11 2) la injerencia militar indirecta: Estados Unidos no intervendría –al menos en un primer momento–, sino que instruiría y asesoraría a los ejércitos locales en el combate a las guerrillas o formaría y patrocinaría a grupos contrarrevolucionarios que desestabilizarían a los regímenes enemigos, y 3) la búsqueda de la victoria a largo plazo, negando así la idea, tan cara a la propaganda favorable a la guerra de Vietnam, de que el éxito podía llegar como por ensalmo. Mientras las campañas durasen, los estrategas habrían de privilegiar los elementos “no combatientes”: la acción cívica, como los programas de salud y educación en regiones marginadas; las operaciones psicológicas; las labores de inteligencia, es decir, la recolección de datos del adversario para planear de manera adecuada las operaciones; la “incorporación de la población a las tareas de defensa” o creación de grupos paramilitares, y el auspicio de medidas adicionales de mayor envergadura, como reformas agrarias y políticas moderadas y paquetes de ayuda económica extranjera.12 (Quizá no haya un ejemplo más acabado de las maniobras de desgaste contrainsurgente de la GBI

que la derrota del Frente Sandinista de Liberación Nacional en las elecciones de 1990, precedida por el pertinaz hostigamiento del gobierno de Reagan y el acoso de la “Contra”).

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9 Lilia Bermúdez, Guerra de baja intensidad, p. 49. Las cursivas son nuestras.10 Lilia Bermúdez, Política y defensa de Reagan a Clinton, núm. 8, vol. 2, México, Documentos de Trabajo del CIDE , 1993, pp. 10 y 11.11 Ibíd., p. 10. En cursivas en el original.12 Ibíd., pp. 11-12. Ejemplos de grupos paramilitares formados o patrocinados por Estados Unidos son la “Contra” en Nicaragua, Osama bin Laden y sus milicias durante la invasión soviética en Afganistán y “Los Pepes” en Colombia (si bien este último grupo no persiguió a insurgencias o milicias de izquierda, sino al narcotraficante Pablo Escobar). EL FM 100-20, que contiene las premisas de la doctrina y la práctica del conflicto de baja intensidad, define nítidamente la función de estas organizaciones: “Las fuerzas paramilitares están organizadas para proporcionar autodefensa popular. Operan en sus lugares de origen. Pueden ser de tiempo completo o parcial, dependiendo de la situación […] Ayudan a las fuerzas del orden, incluyendo la búsqueda de infraestructura de los insurgentes. También proporcionan defensa local contra las fuerzas de combate de los insurgentes. Junto con la policía, separan a los insurgentes del pueblo, evitando que aquellos puedan movilizar fuerzas y recursos”. Citado en Darrin Wood, “Grupos paramilitares en Chiapas. Bajo la doctrina de Fort Bragg” en “Masiosare”, La Jornada, 11 de enero de 1998.

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En caso de que Estados Unidos se viera en la necesidad de intervenir, las Fuerzas de Operaciones Especiales (FOE, las célebres “boinas verdes” creadas por John F. Kennedy y reactivadas por Reagan), además del adiestramiento que ya daban a contraguerrilleros y ejércitos o gobiernos extranjeros, serían las encargadas de actuar siguiendo las premisas tácticas de la ofensiva permanente, la capacidad de maniobra, la unidad de mando y el despliegue rápido sustentado en el uso de transportes aéreos y marítimos.13

Al despuntar la década de 1990, la contrainsurgencia había adquirido ya visos de doctrina: el anticomunismo como fundamento teórico y la reacción flexible como estrategia general habían sido potenciados de tal manera por la administración de Ronald Reagan que cualquier país podía encontrar en la GBI un conjunto más o menos sistematizado de pautas para exorcizar al fantasma de la revolución; y más aún, exorcizarlo con éxito. Eso, cuando menos, era lo que se desprendía de la aplicación de la GBI en Afganistán, Angola, El Salvador, Filipinas, Granada, Nicaragua y el Golfo Pérsico. Estados Unidos parecía haber borrado, al fin, el estigma de la derrota que Vietnam había grabado en su piel. No es de sorprender, entonces, que las fuerzas armadas mexicanas se inspiraran en varias de las directrices de la GBI para reorganizar su aparato contrainsurgente ni que, como veremos más adelante, las FOE y los transportes aeromóviles fueran la punta de lanza de su modernización.

DE LA ENTROPÍA A LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO. UNA NUEVA ERA

Un nuevo ciclo de reacomodos sería motivado, paradójicamente, por la victoria que Estados Unidos más ansiaba desde 1945: el desmoronamiento de la Unión Soviética y del bloque socialista. El fin de la guerra fría representó para millones de personas el triunfo definitivo del liberalismo occidental sobre el totalitarismo, pero también anuló de golpe la razón de ser de la contrainsurgencia. Estados Unidos ya no tenía a nadie contra quien batirse ni en su horizonte había amagos de insurrecciones comunistas. Los estrategas de la Casa Blanca y el Pentágono, por supuesto, se apresuraron a salvar a la GBI y a sus métodos antiguerrilla de esta penosa contradicción, y muy pronto dieron con un nuevo blanco: los riesgos latentes en la inestabilidad del tercer mundo. Ya no había, ciertamente, un enemigo poderoso que amenazara con expandir sus execrables ideas, pero la pobreza, la desigualdad, las rivalidades étnicas y el deterioro del medio ambiente –esto es, todos aquellos factores que Washington acostumbraba soslayar cuando ponderaba las rebeliones en los países subdesarrollados– seguían haciendo estragos y eran capaces de inflamar vastas regiones del mundo si no se les atendía oportunamente. De esta manera, los desequilibrios del tercer mundo fueron elevados a la categoría de amenaza principal a los intereses de Estados Unidos e incluso a la seguridad internacional entera.14

Consecuente con estos reajustes, Estados Unidos no bajó la guardia. Washington se cuidó de excluir a las FOE de los recortes presupuestarios y engrosó los programas de entrenamiento a fuerzas armadas extranjeras, los cuales revestían gran importancia, ya que gracias a ellos Estados Unidos podía trabar contacto directo con los ejércitos de los países donde carecía de bases militares o fuerzas estacionadas.15

En este contexto, la GBI fue blindada con dos nuevos tipos de operaciones de “estabilización”: las de mantenimiento de la paz y las de contingencia. En las primeras, una fuerza sostenida por alguna organización internacional (en los hechos, la Organización de las Naciones Unidas y sus Cascos Azules) ayudaría a pacificar a los países en guerra siempre y cuando los beligerantes así lo consintieran; desde luego, también podían formarse alianzas militares entre varias naciones para “socorrer” a quienes lo necesitaran. Las segundas se apoyarían de nueva cuenta en el despliegue rápido, pero esta vez para solucionar crisis como desastres

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13 Lilia Bermúdez, Política y defensa de Reagan a Clinton, p. 11 y Mariano Aguirre y Robert Matthews, Guerras de baja intensidad, Madrid, Fundamentos, 1989, pp. 104-107.14 Lilia Bermúdez, op. cit., pp. 12-13.15 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 237 y Lilia Bermúdez, Política y defensa de Reagan a Clinton, pp. 18-20. México sería uno de los Estados a los que se destinaría –y, hasta la fecha, se sigue destinando– una mayor cantidad de recursos en materia de asistencia y adiestramiento, como podrá apreciarse en el capítulo 4.

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naturales o rescate de rehenes, respaldar acciones políticas y diplomáticas o simplemente intimidar, demostrar el poderío militar de Estados Unidos para desalentar a quienes quisieran perturbar el orden.16

Había, pues, una clara conciencia de que las amenazas de la posguerra eran muchas; de que, por añadidura, los correctivos debían ser copiosos o, cuando menos, involucrar a buen número de naciones; pero no había, en cambio, una noción clara de lo que debía hacerse. Prueba de esta indefinición es el hecho de que, en ciertos casos como el de Latinoamérica, Estados Unidos hablara casi exclusivamente de la cruzada antinarcóticos, y en otros, como el de la península de los Balcanes, privilegiara las operaciones de paz. Esta dispersión terminó de forma abrupta el 11 de septiembre de 2001. Los atentados terroristas en Nueva York y Virginia hicieron renacer en los ciudadanos y hombres de poder de Estados Unidos la sensación de que su país tenía un rival perverso y omnipresente, por más que éste encarnara en algo tan etéreo como el terrorismo y Al Qaeda. La “guerra contra el terror” pasó a ocupar el lugar que antaño le correspondiera al anticomunismo: desde la caída de las Torres Gemelas, muy pocas cosas han escapado de la rivalidad entre Occidente y el integrismo islámico, el cual, no pocas veces y de la manera más artera, ha sido homologado con la totalidad del islam y los musulmanes, tendencia apenas mitigada por la administración de Barack Obama.

¿De qué manera ha incidido este viraje en la contrainsurgencia? La agresividad que caracterizó a la política exterior de George W. Bush le confirió mayor peso a la vertiente militar de la contrainsurgencia. Como se ha dicho líneas arriba, la GBI procuraba desgastar a los adversarios para evitar una invasión, pero Bush optó por el camino contrario: invadir naciones “hostiles” antes de que éstas atacaran o como represalia por haber acogido a grupos terroristas.17 Esta lógica justificó las incursiones en Afganistán e Irak, pero no alteró del todo los principios tácticos de combate, ya que las batallas se libraron –y se siguen librando– contra guerrillas integristas o de resistencia. En el FM 3-24, actual manual de campo del ejército estadounidense, puede apreciarse esta amalgama de cambio y continuidad: la misión general de los soldados y estrategas es contribuir a la instauración gradual de la democracia en las naciones invadidas o, en otras palabras, crear regímenes afines a las potencias occidentales. El largo proceso de transición –es decir, el logro de un objetivo político en el largo plazo– va de la estabilización de los territorios ocupados al traspaso de responsabilidades –en los ámbitos de seguridad y gobierno– a las autoridades nativas, y para ello es preciso que las condiciones locales sean analizadas minuciosamente y que la población civil sea protegida durante las batallas. Las operaciones psicológicas y los principios de reacción flexible, unidad de mando y flexibilidad en el trazado y ejecución de planes se mantienen como ejes rectores de la acción bélica.18

Previsiblemente, la dimensión “teórica” de la contrainsurgencia también extrapoló el sistema de antagonismo binario de la guerra fría. Desde el punto de vista estadounidense, el terrorismo es una conspiración controlada y dirigida desde un centro, no geográfico, sino ideológico y organizativo: Al Qaeda. Por encima del supuesto anhelo de subyugar al mundo musulmán a una versión tiránica de la sharia, la conjura está animada, según esta lectura, por un odio irracional hacia Estados Unidos y, por extensión, hacia todo lo que representa Occidente: la igualdad, la libertad, la democracia y el progreso.19 La subversión, el crimen y la inestabilidad en el tercer mundo quedan, por consiguiente, a merced de la “maldad” de los conspiradores. De ahí la preocupación de Estados Unidos por los “Estados fallidos” y los “Estados bribones” (caldo de cultivo y patrocinadores, respectivamente, de Al Qaeda), y el temor de que las

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16 Ibíd., pp. 14-15 y Dominik Knill, “Peace Operations and Counterinsurgency: Complementary or Contradictory?”, tesis de maestría, Instituto Federal Suizo de Tecnología (ETH Zürich)-Facultad de Humanidades y Ciencias Políticas y Sociales, 2007, pp. 36-46 (http://e-collection.library.ethz.ch/eserv/eth:41327/eth-41327-01.pdf).17 Véase Dale T. Snauwaert, “The Bush Doctrine and Just War Theory” en OJPCR. The Online Journal of Peace and Conflict Resolution, núm. 6.1, invierno de 2004, pp. 121-135 (www.trinstitute.org/ojpcr/6_1snau.pdf).18 Departamento del Ejército, Field Manual 3-24. Marine Corps Warfighting Publication 3-33.5. Counterinsurgency, pp. 1-29 y ss. Véanse también Scott R. Feil, “The Failure of Incrementalism: Coordination Challenges and Responses” en Joseph R. Ceramy y Jay W. Boggs (eds.), The Interagency and Counterinsurgency Warfare, Instituto de Estudios Estratégicos, 2007, pp. 285-316 (www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pubs/display.cfm?PubID=828); Dennis C. Jett, “Challenges in Support and Stability Operations” en ibíd., pp. 7-24 y Tyson Voelkel, “Counterinsurgency Doctrine FM 3-24 and Operation Iraqui Freedom. A Bottom-up Review” en ibíd., pp. 511-556.19 Michael Walzer, “Cinco preguntas sobre el terrorismo” en Letras Libres, núm. 45, septiembre de 2002, pp. 26-30.

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insurgencias y el narcotráfico se conviertan en narcoterrorismo; pesadilla que al parecer de Washington, ha encarnado ya en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Esta “teorización”, que ha despertado la simpatía de numerosos ideólogos y analistas de otros países –especialmente entre los europeos–,20 es, sin embargo, poco menos que estéril cuando se la traslada a un frente de guerra. Como señala David Kilcullen, las insurgencias islamistas son más complejas, elusivas y pragmáticas que las viejas guerrillas comunistas,21 y frente a ellas, las extrapolaciones, los aspavientos retóricos y los métodos contrainsurgentes tradicionales resultan ineficaces.

En todas las variantes de la doctrina de la contrainsurgencia, sean cuales sean los bandos nominalmente opuestos, hay un rasgo constante: el dogma del progreso occidental, la creencia de que cualquier sociedad, aun la más primitiva, se dirige hacia la democracia y la industrialización, y por consiguiente las insurgencias y sus patrocinadores (la URSS en el pasado, Al Qaeda en el presente) sólo retrasan esa evolución. En 1988, Michael Shafer observó que la contrainsurgencia tenía una manifiesta inclinación prescriptiva e ideológica: Estados Unidos debía dar seguridad, buen gobierno y progreso económico a todos los pueblos que quisiera rescatar del efecto retardatario del comunismo. La doctrina, entonces, no hacía más que reflejar las creencias prevalecientes en la guerra fría.22 A la luz de las guerras en Irak y Afganistán, y de las administraciones de George W. Bush y Barack Obama, es posible llevar más lejos este análisis: la doctrina contrainsurgente no hace sino reflejar y prescribir, mediante la violencia, la supuesta superioridad de los valores de la “civilización occidental” que acaudilla Estados Unidos, valores que las élites de ciertos polos de Occidente, como México, abrazan con un furor similar al estadounidense.

LA “MAQUINARIA” CONTRAINSURGENTE MEXICANA. TRAS LA ESTELADE ESTADOS UNIDOS

No deja de ser una ironía que a lo largo de su primera etapa, es decir, de 1966 a principios de la década de 1980, la contrainsurgencia en México apenas hiciera eco de las doctrinas y métodos anticomunistas de Estados Unidos. A diferencia de gobiernos como los de Brasil, Chile, Argentina y Uruguay, el Gobierno mexicano evitó con esmero relacionar su política de defensa interna con la doctrina de la seguridad nacional.23 La persecución de las guerrillas urbanas y rurales en México careció, por tanto, de un “marco teórico” que la justificara y empleó mecanismos menos elaborados, aunque sí más eficaces: la utilización de grupos paramilitares (como la Brigada Blanca y los Halcones), la garantía de impunidad para el Ejército, la policía y la DFS, y la censura de los medios de comunicación. Tampoco hay indicios contundentes de que en este periodo se aplicara un cuerpo de teoría extranjero (como podrían ser los manuales de campo estadounidenses) y las pruebas –todavía escasas– del respaldo material que brindó Estados Unidos permiten concluir que, pese a ser decisivo, dicho apoyo fue también limitado (véase capítulo 4).

Pero este “sistema” se hundió con la desaparición de la DFS en 1985 y la paulatina transformación de la Brigada Blanca y los Halcones en simples cuadrillas de delincuentes.24 ¿Cómo, entonces, fueron encarados el EZLN y el EPR ? ¿Qué principios de batalla fueron aplicados en su contra? La nueva “maquinaria contrainsurgente” retomó algunos de los componentes del viejo sistema de la “guerra sucia” (el plan DN-II, los grupos paramilitares, la impunidad), pero su fuente principal de inspiración ha

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20 Véase, a guisa de ejemplo, Fernando Reinares, Terrorismo global, Madrid, Taurus, 2003, passim.21 Un interesante análisis de las características de las insurgencias islamistas y sus diferencias respecto de las comunistas puede encontrarse en David Kilcullen, “Counter-insurgency Redux”, pp. 112-121.22 D . Michael Shafer, Deadly Paradigms: The Failure of the U.S. Counterinsurgency Policy, Estados Unidos, Princeton University Press, 1988, passim.23 Véase Manuel Villa Aguilera, “Los cambios internos y externos en el periodo posterior a la guerra fría y las políticas e instituciones mexicanas de seguridad nacional” en Sergio Aguayo y John Bailey (coords.), Las seguridades de México y Estados Unidos en un momento de transición, pp. 118 y 119.24 Sergio Aguayo Quezada, La charola, pp. 227-246 y Gilberto López y Rivas, “Paramilitarismo e insurgencia en México” en Memoria, núm. 133, marzo de 2000, p. 45.

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sido el modelo contrainsurgente utilizado por Estados Unidos durante las administraciones de Ronald Reagan y George H. W. Bush.

En los siguientes apartados describiremos la forma en que, desde el punto de vista organizativo, México ha incorporado los principios de reacción flexible y despliegue rápido a su sistema de contrainsurgencia, así como la manera en que ha remozado viejos métodos a partir de las enseñanzas de Estados Unidos. Un análisis de la vertiente operativa de dichos principios y de otros como la unidad de mando, la ofensiva permanente, la preponderancia de los elementos no combatientes y el predominio de lo político en el trazado de los objetivos se hará en el próximo capítulo.25 Cabe advertir que en la realidad ninguno de los componentes de la “maquinaria” existe de manera aislada ni actúa de modo independiente; antes bien, todos ellos interactúan entre sí, se imbrican y producen, en conjunto, el cuadro general de la contrainsurgencia mexicana.

El Plan DN-II

En la base de la maquinaria contrainsurgente mexicana está el plan DN-II.26 De acuerdo con Raúl Benítez, este plan es “la esencia de las fuerzas armadas, principalmente del ejército, y es para el que está dividido militarmente el país.27 La meta del DN-II es neutralizar las alteraciones graves del orden público cuando los organismos policiacos han sido superados; incluye el combate a la subversión, el narcotráfico, la inseguridad pública y el terrorismo, si bien este último es más hipotético que real y obedece a las presiones de Estados Unidos para que América Latina lo secunde en su “guerra contra el terror”.28 En el plan operativo, el DN-II se ejecuta en dos ámbitos: 1) las maniobras preventivas y de inteligencia, sostenidas en el despliegue territorial y en la acción cívica de los soldados: reparación de caminos y escuelas, campañas sanitarias contra plagas y epidemias, brigadas médicas, veterinarias y dentales, erradicación de cultivos de drogas, apoyo en la realización del censo en zonas rurales, apoyo contra el crimen rural, vigilancia de las vías de comunicación y distribución de agua potable en las zonas áridas; y 2) la “contención de amenazas”, esto es, la lucha contra los grupos que le han “declarado la guerra al estado” (EZLN, EPR y ERP I) y contra el narcotráfico. En este ámbito, las fuerzas armadas apoyan, respectivamente, a la Segob y a la PGR , y sustituyen a los “ineficaces cuerpos” de seguridad pública federales, estatales y municipales;29 en ocasiones, la Armada también participa en este plan.

El DN-II es, pues, un programa de seguridad interna cuya trascendencia histórica se comprende sólo cuando consideramos que, desde el fin de la revolución mexicana, nuestro país nunca ha lidiado con amenazas externas. En esta segunda etapa de la contrainsurgencia mexicana, el plan se distingue, además, por estar íntimamente vinculado con la política exterior y los intereses de Estados Unidos, no obstante haber sido formulado para atender necesidades domésticas, como se verá más adelante.

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25 Casi todos estos principios se desarrollan prolijamente en el segundo volumen del Manual de Guerra Irregular. Véase Sedena, Manual de Guerra Irregular. Operaciones de contraguerrilla o de restauración del orden, t. II, México, Sedena, 1995 (www.sindominio.net/~carolina/NAP-MANUAL.htm).26 Los otros planes son el DN-I, para enfrentar amenazas externas, y el DN -III-E, para auxiliar a la población civil en caso de desastres naturales. Raúl Benítez Manaut, “México: seguridad nacional, defensa y nuevos desafíos en el siglo XXI” en Raúl Benítez Manaut (coord.), Seguridad y defensa en América del Norte, San Salvador, Woodrow Wilson International Center for Scholars/FundaUngo, 2010, pp. 166-169 (www.seguridadcondemocracia.org/administrador_de_carpetas/biblioteca_virtual/pdf/SEGURIDAD_AMERICA_DEL_NORTE.pdf). En la actualidad, México se divide en 12 regiones y 46 zonas militares, y cuatro regiones y 18 bases aéreas. Véase Sedena, “Regiones y zonas militares ejército”, 2012 (www.sedena.gob.mx/index.php/conoce-la-sedena/funcionarios-y-comandantes/funcionarios-ejercito-mexicano/656-regiones-y-zonas-militares-ejto), y “Regiones y Bases Aéreas”, 27 de octubre de 2011 (www.sedena.gob.mx/index.php/conoce-la-sedena/funcionarios-y-comandantes/funcionarios-fuerza-aerea-mexicana).27 Raúl Benítez Manaut, “Las fuerzas armadas a fin de siglo” en Revista Fuerzas Armadas y Sociedad, año 15, núm. 1, enero-marzo de 2000, p. 19.28 Raúl Benítez Manaut, “México. Seguridad nacional…”, p. 167.29 Raúl Benítez Manaut, “Las fuerzas armadas…”, ídem.

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LAS FUERZAS ESPECIALES

Sin embargo, el verdadero ariete de la contrainsurgencia en México son las fuerzas especiales. Las primeras unidades de este tipo fueron creadas en 1986 por órdenes del entonces secretario de la Defensa Nacional, Juan Arévalo Gardoqui. El Grupo de Montañismo Anáhuac (GMA ), como se llamaba, era un proyecto piloto que desapareció en junio de 1990 para convertirse en el primer Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GA FE). Arturo Vallarta explica en la Revista del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicanas que el GMA era “una unidad antiterrorista” destinada a evitar “posibles actos de terroristas durante el desarrollo del Mundial de Fútbol [de 1986]”,30 pero Jorge Luis Sierra tiene una interpretación diferente. Para Sierra, el GMA fue una de las respuestas del gobierno de Miguel de la Madrid a un doble panorama crítico: por un lado, la corrupción en las instituciones de seguridad del Estado y, por otro, la posible existencia de una guerrilla en el sur del país. En 1985, Enrique Camarena, agente de la Administración del Cumplimiento de Leyes sobre las Drogas (DEA , por sus siglas en inglés), fue torturado y asesinado en Guadalajara. Tras una ardua investigación para esclarecer el homicidio, Estados Unidos descubrió que tanto la DFS como Arévalo Gardoqui habían sido cómplices en el crimen y utilizó el polémico hallazgo para pedir a De la Madrid que demostrase, de una buena vez, que México estaba realmente comprometido con la lucha contra el narcotráfico. Como los jerarcas del Ejército y la policía habían perdido toda credibilidad y los vínculos de la DFS con la delincuencia eran inocultables, fue necesario crear un órgano confiable que templara la borrasca, y ese órgano sería el GMA.31

Por otra parte, en enero de 1988 el Ejército encontró un campamento guerrillero en las afueras del ejido San Francisco, Chiapas, lo cual vino a confirmar los rumores acerca de la existencia de un grupo armado que circulaban en la región desde hacía tiempo. El nuevo titular de la Sedena, Antonio Riviello Bazán, no estaba dispuesto a que la guerrilla lo tomara por sorpresa y, para anticiparse, refundó –en 1990– la bien adiestrada plantilla de soldados del GMA en el primer GAFE.32

Estos sucesos revelan, más allá de lo coyuntural, una clave que a estas alturas es evidente: las fuerzas especiales nacieron para combatir a las guerrillas y a los narcotraficantes, para evitar que el crimen, la subversión y la inestabilidad se desbordaran. ¿Qué son, entonces, las fuerzas especiales y cuáles son sus misiones?

De acuerdo con el Manual de operaciones DN M3110, estas fuerzas son aquellas “unidades organizadas y equipadas en forma específica para realizar diferentes tipos de operaciones (regulares e irregulares) en forma independiente o en apoyo de fuerzas regulares y que cuentan con un alto grado de adiestramiento especializado”; sus misiones son “realizar operaciones de contraguerrilla, de interdicción y hostigamiento, patrullaje, captura y control de pequeñas áreas, tanto en zonas urbanas como rurales, control de objetivos militares de importancia y la realización de operaciones específicas, así como el apoyo de operaciones regulares”. Sus acciones, a decir de la Sedena, no implican un cambio en la “doctrina vigente”, “sino [que] sólo se modifican las técnicas adaptándolas a cada situación como poblados, bosques, selva, cursos de agua, nieve y frío intensos, zonas desérticas, montaña y nocturna”.33 Dicho de otro modo, las fuerzas especiales mexicanas son unidades de élite capaces de ejecutar maniobras regulares (como el DN-III-E) e irregulares en condiciones geográficas y climatológicas que un soldado común o un policía no podrían arrostrar. Estos atributos las diferencian de sus homólogos estadounidenses, cuya única encomienda es la guerra no convencional.

Actualmente, las fuerzas especiales, agrupadas bajo el nombre de Cuerpo de Fuerzas Especiales (CFE), están integradas por las siguientes unidades, distribuidas, todas ellas, a lo largo de las regiones, zonas y bases militares y aéreas:

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30 Arturo Vallarta Tafolla, “Cuerpo de Fuerzas Especiales del Ejército Mexicano” en Revista del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, octubre de 2007 (http://defensamexico.activoforo.com/t544-fuerzas-especiales-mexicanas).31 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 251-254. Sobre el caso de Enrique Camarena véase también Sergio Aguayo Quezada, La charola, pp. 239-242.32 Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., p. 254 y Arturo Vallarta Tafolla, ídem.33 Sedena, Manual de empleo de unidades de fuerzas especiales. DN M3110, México, 1985, pp. 12, 13 y 11 (en el orden en que aparecen las citas textuales), citado en Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 259-261.

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1) Fuerza Especial del Alto Mando (FEAM).2) Batallones de Fuerzas Especiales (BFE).3) Fuerza de Intervención Rápida (FIR; tanto ésta como los BFE eran los antiguos GAFES).4) Grupos Anfibios de Fuerzas Especiales (GANFES, especializados en guerra anfibia y submarina dentro

de mandos territoriales con litorales y lagunas).5) Fuerza Especial de la 1ª Brigada de Policía Militar (FEBPM).34

Operativamente, el Cuartel General del Cuerpo de Fuerzas Especiales (CGCFE) se encarga de coordinar el apoyo logístico, disciplinario y administrativo; la FEAM se ocupa, a través del Estado Mayor de la Defensa Nacional, de la operación de las unidades de las fuerzas especiales, y la FEBPM de los asuntos disciplinarios de las fuerzas armadas, la conservación del orden y el cumplimiento de la ley (véase esquema 5). Para 2007, el personal de estas unidades sumaba, en conjunto, unos 4 000 elementos, descontando los 1 382 que, según la PGR , ya habían desertado (a la fecha, las deserciones alcanzan los 1 894 soldados).35

Esquema 5Estructura del Cuerpo de Fuerzas Especiales

Fuente: Elaboración propia con base en Redacción de Ágora, op. cit., p. 29.

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34 Arturo Vallarta Tafolla, ídem; Redacción de Ágora, “Todo por México” en Ágora, vol. 5, núm. 2, 2012, pp. 26 y 29, y Junta de Inmigración y Refugiados de Canadá, Mexico: The Special Forces Airmobile Group (Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, GAFE); recourse available to those targeted by this group (2006-November 2007), 7 de diciembre de 2007 (www.unhcr.org/refworld/docid/47d6546523.html).35 Redacción de Ágora, op. cit., p. 29; José Reyez, “El manual secreto de los Gafes”, Contralínea, 14 de junio de 2009 (http://contralinea.info/archivo-revista/index.php/2009/06/14/el-manual-secreto-de-los-gafes/); Benito Jiménez, “Pegan a tropa de élite en NL y Tamaulipas” en Reforma, 16 de enero de 2012 y Víctor Hugo Michel, “Desertaron en 10 años 1,680 soldados de élite” en Milenio, 7 de marzo de 2011. La PGR también informó que al menos 40 de esos desertores han pasado a las filas de los Zetas (datos de 2007).

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El despliegue rápido de las fuerzas especiales se sustenta en los aviones tácticos multimisión PC-7 y PC-M9 (para labores de reconocimiento y ataque ligero), las aeronaves Northrop F5E/F Tiger (defensa aérea), Embraer EM B-145AE W y EM B-145RS (alerta temprana e inteligencia), los helicópteros artillados de reconocimiento MD-530F, Bell 260B, 206L, 212 y 412 y, sobre todo, los Black Hawk UH-60 Sikorsky.36 Estos últimos desempeñaron un papel relevante en la guerra del golfo Pérsico gracias a que podían volar a gran velocidad y altura, camuflarse con la naturaleza, evitar la detección de radares térmicos, ubicarse satelitalmente por medio de su sistema de posicionamiento global, soportar, sin ser derribados, intensas ráfagas de fuego y transportar, en medio de elevadas temperaturas, una docena de soldados, tres tripulantes y cerca de cuatro toneladas de carga. Como apunta Jorge Luis Sierra, los UH-60 “permiten flexibilidad en la defensa, pueden moverse rápidamente hacia el frente de guerra, emplean tácticas de aparición súbita, fuego y evasión y se alejan rápidamente, rodeando bosques y colinas para cubrirse o para entrar en combate con blindados y otros objetivos terrestres mediante misiles guiados y cañones múltiples”.37 La fusión de poder ofensivo con características de combate y reconocimiento, cualidades que han sido perfeccionadas en las versiones posteriores de este helicóptero, hace del UH-60 una aeronave ideal para países como México, que están concentrados en amenazas internas y cuentan con presupuestos militares relativamente bajos.38

Si las fuerzas especiales son el ariete de la contrainsurgencia, su instrucción –en México y Estados Unidos– es la piedra de toque de las relaciones militares en América del Norte.

Nuestro país cuenta con cinco centros de adiestramiento, cada uno de los cuales posee líneas de entrenamiento diferentes:

1) Centro de Adiestramiento de Fuerzas Especiales (CAFE).2) Subcentro de Adiestramiento de Operaciones de Selva y Anfibias (SAO SA), ubicado en Xtomoc,

Quintana Roo.3) Subcentro de Adiestramiento de Operaciones en Montaña (SAOM ).4) Subcentro de Adiestramiento de Operaciones de Desierto (SAOD ).5) Subcentro de Adiestramiento de Operaciones de Buceo (SAOB).

De acuerdo con el general Carlos César Gómez López, próximamente se inaugurará el Subcentro de Adiestramiento Virtual (SAV), el cual “será parte de la evolución del C.F.E. hacia las nuevas tecnologías para el adiestramiento”.39

En estas instituciones se ofrecen cursos como: Operaciones urbanas, Patrullas, Asalto a vehículos, Operaciones aeromóviles, Rescate de rehenes, Conducción de seguridad y evasión, Búsqueda, localización y destrucción de artefactos explosivos, Plan DN-III-E, Tiradores selectos, Explosivos, Sanidad militar, Fotografía aérea y de objetivo, Armamento, Transmisiones militares y Buceo de combate. En el CAFE, por ejemplo, se imparten los módulos de Puntería avanzada y pista de reacción de intervención, de Adiestramiento físico en la pista Xicoatl, de Aeromóviles, el Curso de francotiradores, de Empleo de máscara antigás y el Curso de contraterrorismo/infiltración por aire e intervenciones.40 La calidad e incluso el cariz de la instrucción que se imparte en los centros dependen, en buena medida, del adiestramiento constante que reciben numerosos oficiales mexicanos en lugares como Fort Bragg y el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (WHINSEC, por sus siglas en inglés).

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36 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 239-240; Raúl Benítez Manaut, Abelardo Rodríguez Sumano y Armando Rodríguez Luna (eds.), Atlas de la seguridad y la Defensa de México 2009, p. 304 y Héctor Dávila, “Fuerza Aérea Mexicana. El momento de la coyuntura” en América vuela, núm. 91, diciembre de 2004-enero de 2004 (http://portalaviacion.vuela.com.mx/articulos/fam.html).37 Jorge Luis Sierra, op. cit., p. 238.38 Ibíd., p. 242.39 Redacción de Ágora, op. cit., pp. 26 y 29.40 Arturo Vallarta Tafolla, ídem y Redacción de Ágora, op. cit., pp. 25-31.

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Los elementos “no combatientes”

Naturalmente, la maquinaria contrainsurgente no funciona sólo “con apego a derecho”. La formación y manipulación de grupos paramilitares es uno de sus componentes históricos fundamentales. ¿Qué son los grupos paramilitares? De acuerdo con Gilberto López y Rivas, son “aquellos que cuentan con organización, equipo y entrenamiento militar, a los que el Estado delega el cumplimiento de misiones que las fuerzas armadas regulares no pueden llevar a cabo abiertamente, sin que eso implique que reconozcan su existencia como parte del monopolio de la violencia estatal”.41 La razón por la cual los soldados no pueden llevar a cabo esas misiones abiertamente (o, lo que es lo mismo, legítimamente) es porque se trata de actos criminales cuyo daño político y mediático –para el Gobierno y el Ejército– no podría mitigar ni siquiera la impunidad. El Manual de Guerra Irregular de la Sedena prefigura este recurso:

Las operaciones de contraguerrilla forman parte de las medidas de seguridad que adopta un comandante de teatro de operaciones en su zona de retaguardia, para evitar que las operaciones regulares sufran interferencias ocasionadas por la acción de bandas de traidores y enemigos, para lo cual el comandante de un teatro de operaciones, deberá emplear a todos los elementos organizados y aun a la población civil para localizar, hostigar y destruir a las fuerzas adversarias.42

El imperativo de aprovecharse de los civiles no es, en modo alguno, fortuito, pues

Cuando Mao [Zedong] afirma que “El pueblo es la guerrilla como el agua al pez”, indudablemente que dijo una verdad de Validez Perdurable, pues ya hemos visto que las guerrillas crecen y se fortalecen del apoyo de la población civil […] al pez se le puede hacer imposible la vida en el agua, agitándola, introduciendo elementos perjudiciales a [su] subsistencia, o peces mas [sic] bravos que lo ataquen, lo persigan y lo obliguen a desaparecer o a correr el riesgo de ser comido por estos peces voraces y agresivos que no son otra cosa que los contraguerrilleros.43

Asfixiar al “pez” garantiza que quienes enturbian las aguas perpetren impunemente actos como la tortura, los asesinatos, la desaparición forzada y el asedio violento a las comunidades rurales, y descarga de una gran responsabilidad a las autoridades del Estado.

En este contexto –y, al mismo tiempo, en cierta medida fuera de él– se insertan las operaciones psicológicas. El Ejército y la Fuerza Aérea se valen de procedimientos legales e ilegales para generar en las guerrillas y la población que las rodea una sensación de miedo (destrucción de la moral del enemigo) o de seguridad que favorezcan las misiones de contrainsurgencia. Para amedrentar a los civiles, los militares realizan vuelos nocturnos rasantes y patrullajes en las zonas de conflicto, queman sembradíos, matan ganado y difunden información falsa o exagerada de los rebeldes; para ganarse su simpatía, aprovechan la buena imagen que les reditúan la acción cívica y los programas sociales del Gobierno, controlan los diarios y radiodifusoras, emiten a través de ellos mensajes favorables a la causa del Gobierno y protegen (o creen proteger) a los campesinos de la avalancha de violencia “precipitada” por los subversivos.

Cuatro mecanismos “no militares” (es decir, no vinculados orgánicamente con las fuerzas armadas) complementan la maquinaria contrainsurgente: los operativos policiacos, la recolección de información de inteligencia, los programas sociales del Gobierno así como el manejo de la información y el discurso oficiales para descreditar a la insurgencia. A escala federal, la PGR y la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) contribuyen, respectivamente, con agentes de la Policía Federal Ministerial (o AFI, como se le sigue llamando dentro de la Procuraduría) y de la Policía Federal (PF, antes Policía Federal Preventiva), ya sea de forma independiente o junto con los cuerpos policiacos estatales y municipales, quienes por su cuenta también participan en la persecución y captura de guerrilleros y en el hostigamiento a sus bases sociales. En todos los ámbitos (federal,

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41 Gilberto López y Rivas, “Paramilitarismo e insurgencia…”.42 Sedena, Manual de Guerra Irregular…, parágrafo 531.43 Ibíd., parágrafo 547.

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estatal y municipal), el Ejército puede cooperar con la policía y en algunos casos adiestrarla y dirigirla.44 Los policías, al igual que los soldados, cometen actos criminales que no pocas veces quedan impunes.

El Cisen, por su parte, se encarga de las tareas de espionaje y concentración de la información, según revela su estructura orgánica. Así, en el Departamento de Seguimiento Informativo de la Dirección de Contrainteligencia se encuentra una Oficina de Radicales y Subversivos,45 y en la Subdirección de Análisis de Subversión de la Dirección de Análisis se localizan el Departamento de Análisis Estratégico, la Oficina de Estudios y el Departamento de Análisis Coyuntural del EZLN , además de los departamentos de Análisis Estratégico y Análisis Coyuntural del EPR y el ERP I, más un Departamento de Subversión y Conflicto Social y otro de Estudios de Apoyo sobre Grupos Subversivos.46 Las fuerzas armadas y la policía disponen, asimismo, de sus propios servicios de inteligencia, que en teoría deberían complementarse y acoplarse con el Cisen. No obstante, después de la “transición democrática” del año 2000, esta institución ha sido presa de severos problemas operativos y de la falta de coordinación –al parecer crónica– entre entidades públicas federales, tal como demostraron los atentados a ductos de Pemex en 2007.47

Los programas sociales del Gobierno, tales como los esquemas de comercialización y créditos para la producción agrícola, la ampliación de las vías de comunicación, el aumento del gasto en educación, salud y vivienda, entre otros, tienen a un tiempo una finalidad política y contrainsurgente. Acorde con el modelo estadounidense, el fin último de la contrainsurgencia en México es político: las fuerzas especiales, los grupos paramilitares, la confluencia de las agencias policiales federales, estatales y municipales, la rama antisubversión del Cisen y el estímulo oficial al desarrollo económico y social de las poblaciones marginadas no pretenden aniquilar a la guerrilla, sino neutralizarla, lo que, desde un punto de vista político, es considerablemente más provechoso que destruirla por completo. El Estado ha implementado programas sociales ahí donde la insurgencia se ha robustecido y precisamente cuando los conflictos (por tierras, por la deficiente impartición de justicia, por la pobreza y la desigualdad) amagaban con exacerbarse. Su función ha sido –y es– desactivar el respaldo popular de la guerrilla y acorralar a los rebeldes para dejarlos en una posición de debilidad, al tiempo que los dirigentes políticos y sus partidos se legitiman o crean consenso en la sociedad civil.

La “comunicación social”, finalmente, le disputa la hegemonía a la insurgencia en el terreno de la “opinión pública”. El Estado, en todos sus ámbitos pero en especial en el federal, maneja la información de manera tal que, ante los ojos de la sociedad y a veces de otras naciones, las guerrillas aparecen como grupúsculos carentes de legitimidad o tan aislados e insignificantes que no vale la pena preocuparse porque puedan poner en riesgo la estabilidad del país. Esta distorsión le permite –o pretende permitir– a los timoneles del Estado justificar decisiones comprometidas o emprender acciones drásticas. Los intentos de José Ángel Gurría para minimizar al EZLN ante la Comunidad Económica Europea,48 el empeño de Ernesto Zedillo por desacreditar a la Comisión Nacional de Intermediación y la utilización del epíteto “terrorista” para referirse al EPR son sólo algunos ejemplos de esta táctica.49

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44 Varios ejemplos abonan a esta observación: las Bases de Operaciones Mixtas, durante muchos años dedicadas, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, a perseguir al EZLN y al EPR; la detención de los hermanos Cerezo y las presuntas detención y desaparición de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez. En todas estas misiones el ejército y las agencias de policía participaron de manera conjunta. Véase también Ricardo Martínez Martínez, “San Salvador Atenco y la Policía Federal Preventiva” en Rebelión, 10 de junio de 2006 (www.rebelion.org/noticia.php?id=32864)45 Jorge Torres, Cisen. Auge y decadencia del espionaje mexicano, p. 181.46 Ibíd., p. 182.47 Un interesante recuento de las inconsistencias que han minado al Cisen desde el año 2000 puede encontrarse en Jorge Torres, ibíd., pp. 15-39.48 Maya Lorena Pérez Ruiz, ¡Todos somos zapatistas! Alianzas y rupturas entre el EZLN y las organizaciones indígenas de México, México, INA H/Conaculta, 2005, p. 500.49 Naturalmente, no sólo el Gobierno utiliza la información y los medios de comunicación para desprestigiar o cuestionar una insurgencia. Los intelectuales y los medios independientes –respecto del Estado– también lo hacen o pueden hacerlo, aunque con una orientación diferente. Véase Anasella Acosta Nieto, “El papel que la prensa capitalina desempeñó durante el surgimiento del Ejército Popular Revolucionario a partir del análisis del discurso”, op. cit., y Patricia Miranda, “El reportaje de fondo ante sucesos de guerrilla. Los casos de Chiapas (EZLN ) y Guerrero”, op. cit.

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4.CONJURANDO LA AMENAZA II.

LA GUERRA CONTRA EL “ENEMIGO INTERNO”Y LA ASISTENCIA BÉLICA ESTADOUNIDENSE

PRECEPTOS Y PERTRECHOS EN EL CAMPO DE BATALLA

Arribamos a la parte medular de esta investigación. En el capítulo anterior analizamos la manera en que México incorporó la teoría y la práctica contrainsurgentes de Estados Unidos a su maquinaria antiguerrilla; en el presente nos ocuparemos, primero, de la forma en que los preceptos estadounidenses fueron llevados al campo de batalla y, segundo, del respaldo material que Estados Unidos brindó a México en su guerra contra el “enemigo interno”.

Este capítulo se divide, por tanto, en dos partes complementarias, aunque diferenciables: la primera de ellas identifica y explica, con un método de análisis parecido al que utilicé en el capítulo 3, los principios estratégicos de procedencia estadounidense que, combinados con algunas de las viejas tácticas de represión antiguerrilla mexicanas, orientaron la guerra contra el EZLN y el EPR; la segunda expone y examina, a partir de la revisión de ciertos marcos normativos y registros estadísticos, la venta y transferencia de equipo, armamento y adiestramiento con que Estados Unidos ayudó a México a conjurar el fantasma de la revolución. Esto último es de particular importancia, ya que nos permitirá apreciar la vertiente regional de la cuestión que nos atañe –esto es, la contrainsurgencia en América del Norte– y discernir el complejo vínculo que existe entre contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos.

Nuestra intención es, pues, redondear el análisis de los efectos prácticos del influjo ideológico –e indirecto– de Estados Unidos sobre los estrategas mexicanos, pero también incursionar en el estudio de su ascendiente directo para ofrecer el cuadro completo de esta compleja relación internacional que a menudo disimula y se disfraza de acontecimientos estrictamente domésticos. Nuestras fuentes, unas vez más, han sido hemerográficas más que bibliográficas, con el añadido de los “datos duros” del proyecto Just the Facts, y hemos mantenido, en todo momento, el propósito de sustentar empíricamente la mayor parte de nuestras observaciones. Estoy consciente de las limitaciones de mis fuentes (inevitablement exiguas, inevitablemente reticentes), pero confío en que, al haber articulado toda esta información en un solo estudio y bajo una misma perspectiva, será posible vislumbrar, y no ya sólo intuir, el enrevesado problema de la contrainsurgencia en América del Norte.

LA GUERRA CONTRA EL “ENEMIGO INTERNO”

EZLN. La guerra en todos los frentes

La estrategia contrainsurgente aplicada al EZLN se ha distinguido por su eficaz empleo del principio de la reacción flexible. El Estado ha sido capaz de atacar al mismo tiempo en todos los frentes de batalla: militar, psicológico, social, político y mediático; pero, más importante aún, ha sabido modificar y reorientar sus objetivos y tácticas de acuerdo con la transformación de las circunstancias. Las acciones bélicas fueron en apariencia fugaces: el Ejército embistió directamente al EZLN sólo en enero de 1994 y febrero de 1995; ambas embestidas concluyeron por razones similares y persiguieron fines y obtuvieron resultados parecidos. Mientras se atacaba, los soldados –que en todo momento mantuvieron la iniciativa en la ofensiva– llevaron a

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cabo operaciones psicológicas y una intensa acción cívica en la “zona de conflicto” y en los municipios aledaños, y desde la capital de la república se orquestó una campaña de “comunicación social” que pretendía hacer pasar a los zapatistas por simples criminales que habían “secuestrado” los intereses de los indígenas de Chiapas. Una vez que cesaron las hostilidades, el Estado y la guerrilla optaron por la vía de la negociación; el Ejército y la policía, sin embargo, siguieron atacando, esta vez por medio de grupos paramilitares. La meta de estas organizaciones clandestinas fue, primero, debilitar a los insurgentes para que llegaran asediados y en desventaja a sus encuentros con el Gobierno y, segundo, cuando el Estado consiguió la aprobación de leyes para alcanzar la paz y el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, reducir –o intentar reducir– la cuestión zapatista a un conflicto meramente local, lo que, en esencia, implicaba su negación. Ninguno de los presidentes del periodo abarcado en esta investigación (Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón) cejó en sus esfuerzos por “inyectar” recursos públicos en Chiapas y, de esa manera, legitimarse, desacreditar aún más a la insurgencia y dividirla internamente.

La primera fase en el ejercicio de la estrategia antizapatista se sitúa entre enero y diciembre de 1994. En ella se cimentó una militarización –de la zona de conflicto pero también de las regiones contiguas– que cuajó en la segunda etapa y cuyos volumen y relevancia disminuirían hasta comienzos de la tercera. El 2 de enero de 1994, el Ejército y la Fuerza Aérea movilizaron sus tropas para recuperar los territorios ocupados por los rebeldes (San Cristóbal de las Casas, Chanal, Altamirano, Oxchuc, Huixtán, Simojovel, Abasolo y San Andrés Larráinzar) e impedir que éstos avanzaran hacia la capital del país. Tácticamente, la ofensiva consistió en cercar y aplastar al enemigo ocupando vías de acceso, cortando las retiradas y obstruyendo las retaguardias. La Sedena desplegó cerca de 12 mil elementos por tierra (soldados) y aire (aviones y helicópteros) y en poco tiempo logró acorralar al EZLN. La presión nacional e internacional ejercida sobre Carlos Salinas impidió que la guerrilla fuera aniquilada, pero no que centenares de personas (civiles y combatientes) murieran: según cifras oficiales, en la contienda perdieron la vida 19 soldados, 24 policías y 150 rebeldes; según la diócesis de San Cristóbal, el EZLN perdió más de 500 hombres. El 12 de enero, cuestionado por la “sociedad civil” pero también seguro de que el Ejército tenía la situación bajo control, Salinas decretó una tregua unilateral.1

Ya desde esta primera respuesta bélica las fuerzas especiales y las aeronaves que las transportaban cumplió un papel protagónico. La Sedena utilizó algunas de sus brigadas de fusileros paracaidistas y arremetió con las unidades 1111, 1113, 1114 y 1181 de los helicópteros Bell 212; las unidades 502, 508, 515, 516, 517, 518, 520, 530, 559 y 561 de los aviones Pilatus PC-7 y la unidad 1197 de los Black Hawk UH-60. En los diez días que duraron las hostilidades, los aviones y helicópteros lanzaron cohetes de 2.75 pulgadas y abrieron fuego con sus ametralladoras de 5.56, 7.62 y 9 mm en puntos como San Cristóbal de la Casas, El Corralito, Las Margaritas, María Auxiliadora y el cerro de Tzontehuitz, donde se encontraba una base de comunicaciones que el EZLN

trató de tomar por asalto.2

Poco después de la tregua –que la guerrilla aceptó sin objetar– los beligerantes se sentaron a negociar la paz, pero sin estar realmente dispuestos a transigir. El EZLN rechazó los 35 puntos emanados de las “conversaciones de la Catedral” de San Cristóbal de las Casas, mientras el gobierno de Salinas mantenía en público una actitud conciliadora pero en secreto preparaba un plan de batalla y organizaba grupos paramilitares. El 9 de diciembre, estancado el proceso de diálogo y ya con Ernesto Zedillo como presidente (es decir, aprovechando el ajetreo provocado por el relevo en el poder federal), los insurgentes “rompieron el cerco” e iniciaron una campaña militar, Paz con justicia y dignidad para los pueblos indios (que concluyó el día 19), a la que siguió Guardián y corazón del pueblo (del 19 al 29). En ellas, el EZLN ocupó 38 municipios en Los Altos y el noroeste, nombró nuevas autoridades civiles y anunció que reestructuraría los territorios ocupados como parte de un proyecto de creación de municipios rebeldes. El Ejército respondió rodeando la

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1 Carlos Tello Díaz, La rebelión de Las Cañadas. Origen y ascenso del EZLN, op. cit., pp. 27-35 y 259-260 y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 113.2 Santiago A. Flores, “Chiapas 1994-1995. The Air Campaign” en The Latin American Aviation Society, noviembre de 2001 (www.laahs.com/art30.htm) y Manuel Ruiz Romero, Aviación militar, México, Biblioteca de la Historia Aeronáutica de México, 2004, pp. 210-212. Hay que notar que los helicópteros Bell fueron diseñados en buena medida para las operaciones de contrainsurgencia. Las primeras versiones de esta aeronave fueron utilizadas por Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Véase Lou Drendel, Huey, Carrolton, Texas, Squadron Signal Publications, 1983, pp. 16-20.

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zona de conflicto e incursionando en suelo zapatista con el fin aparente de conocer con exactitud la superficie selvática.3 Un nuevo choque parecía inminente.

La segunda fase de la contrainsurgencia antizapatista va de 1995 a 2001. Es, quizá, la de mayor trascendencia pues en ella se logró construir la “valla de contención” que aún hoy mantiene asediados a los rebeldes. Asimismo, estos siete años fueron determinantes en la modernización del Ejército y la Fuerza Aérea (en lo cual también influyó la posterior aparición del EPR) y en el cambio de rumbo de las relaciones políticas y militares entre México y Estados Unidos.

Vale la pena detenerse en dos personajes que, a la postre, serían decisivos en este periodo. El primero de ellos, Salvador Morales Garibay, Daniel, desertó de las filas zapatistas en 1993. Conocedor del movimiento que se gestaba en Las Cañadas (Daniel ostentaba el rango de subcomandante), a principios de 1995 reveló al gobierno de Zedillo información pormenorizada acerca de la dirigencia, la ubicación y estructura de la guerrilla.4 El segundo personaje, Mario Renán Castillo, llegó a Tuxtla Gutiérrez el 1 de febrero de 1995 para hacerse cargo de la VII Región Militar y desde entonces encarnó como ninguno el principio de la unidad de mando y la tendencia a vincular la seguridad nacional mexicana con las doctrinas de seguridad estadounidenses. El comandante Renán condujo la ofensiva de 1995 y, al parecer, fue el artífice del Plan de Campaña Chiapas 94; lideró la Fuerza de Tarea Arcoíris (FTA); guió la coordinación entre el Ejército y las agencias de policía federales y estatales e ideó, encauzó y toleró la formación de grupos paramilitares. Como veremos en el siguiente capítulo, Renán adquirió buena parte de sus habilidades contrainsurgentes durante su estancia en la academia militar de Fort Bragg, Carolina del Norte.5

La segunda fase comenzó el 9 de febrero de 1995, cuando Ernesto Zedillo, con los datos proporcionados por Morales Garibay, dio por concluida la tregua y ordenó la captura del subcomandante Marcos y de los miembros del CCRI. Sin embargo, la orden de aprehensión ocultaba un plan de mayor calado, el de embestir militarmente al EZLN por segunda ocasión. ¿Qué se proponían el Gobierno y las fuerzas armadas con esta nueva ofensiva? La respuesta se encuentra formulada con insólita transparencia en las directivas del Plan de Campaña Chiapas 94, diseñado por el Ejército para acabar ex profeso con la amenaza zapatista.6 La primera de las directivas, correspondiente a la Sedena, establecía que

a. El objetivo político de estas operaciones es: alcanzar y mantener la paz.b. El objetivo estratégico-operacional es: destruir la voluntad de combatir del EZLN, aislarlo de la

población civil y lograr el apoyo de ésta, en beneficio de las operaciones.c. El objetivo táctico es: destruir y/o desorganizar la estructura político-militar del EZLN.d. Evitar un conflicto internacional con Guatemala.e. Manejar y contactar, en beneficio de las Fuerzas Armadas Mexicanas, los medios de comunicación.

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3 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 143-144 y Servicio Internacional para la Paz, “Proceso de paz, proceso de guerra. Breve síntesis de la historia del conflicto en Chiapas: 1994-2007” (www.sipaz.org/crono/procesp.htm).4 Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 145-150 y Carlos Tello Díaz, op. cit., pp. 235-237. Sierra Guzmán obtuvo información sobre Morales Garibay de “una fuente cercana a los servicios de inteligencia”. De acuerdo con esa fuente las delaciones de Daniel fueron recompensadas con dinero y con un alto puesto dentro del Ejército. Lo último que se supo de Morales Garibay fue su entrevista con Bertrand de la Grange y Maite Rico, pero la fuente oficial afirma que sigue trabajando para el Ejército en la rama de contrainsurgencia. Jorge Luis Sierra Guzmán, ibíd., pp. 147-148. Es precisamente en el texto de De la Grange y Rico (“Entrevista con Salvador Morales Garibay” en Letras Libres, núm. 2, febrero de 1999, p. 76), donde puede encontrarse una versión diferente sobre Daniel. En su entrada, los autores apuntan que en 1995 Morales Garibay “fue interrogado por la policía y presentado por la prensa como el oscuro delator que permitió la identificación de los demás dirigentes zapatistas […] Desde entonces vive de nuevo en las sombras, por temor a la venganza de sus antiguos camaradas”.5 Jesús Aranda, “Cercar al EZLN, misión de la fuerza de tarea Arcoíris” en La Jornada, 9 de febrero de 2005, Iván Rodríguez Herrera, “La contrainsurgencia, una política pública: el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional”, tesis de licenciatura, México, UNAM-FCPS, 2004, p. 61 y Darrin Wood, “Renán Castillo y la doctrina paramilitar” en La Jornada, 26 de febrero de 2005.6 La versión definitiva del Plan estuvo lista en octubre de 1994, pero fue aplicada hasta el siguiente año, cuando Renán Castillo –a quien suele atribuírsele su autoría– llegó a Chiapas. Véase Carlos Marín, “Plan del Ejército en Chiapas, desde 1994: crear bandas paramilitares, desplazar a la población, destruir a las bases de apoyo del EZLN…” en Proceso, núm. 1 105, 4 de enero de 1998 (www.edualter.org/material/ddhh/proc1.htm).

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f. Limitar los efectos negativos que estuvieran en capacidad de desarrollar las organizaciones de derechos humanos y los organismos no gubernamentales nacionales e internacionales.

g. Ejecutar en forma coordinada, entre otras, las siguientes operaciones: 1) tácticas; 2) de inteligencia; 3) psicológicas; 4) asuntos civiles (incluye el plan de auxilio a la población y sus recursos); 5) protección de la población y sus recursos; 6) de asesoramiento (organización de las fuerzas de autodefensa); 7) logísticas.7

La policía, por su parte, además de eliminar a “los comandos urbanos” y desintegrar o controlar a las “organizaciones de masas”, debía ocuparse con la “dirección, coordinación y control” del Ejército de

1. Romper la relación de apoyo que existe entre la población y los transgresores de la ley.2. Descubrir las actividades de los subversivos y sus actividades en la población.3. Proporcionar un ambiente de seguridad física y psicológica entre la población ajena al conflicto.8

El Plan comprendía cuatro fases para su realización (preparación, ofensiva, desarrollo y final), en las cuales se proyectaba “aniquilar” al EZLN y a sus aliados, asestando un primer golpe mortífero a los comandos armados y eliminando de forma gradual los “reductos” que aún quedaran; no obstante, el trabajo más arduo se concentraría en la población civil, que debía ser “protegida” de los subversivos o disuadida de asociarse con ellos mediante programas de desarrollo social, hostigamientos o desplazamientos forzados. Las bases de apoyo de la guerrilla y los pertrechos que ésta pudiera obtener del campo y la ciudad (agua, ganado, siembra, cosechas, medicamentos, refacciones, combustibles, equipos de radiocomunicación, etc.), debían ser destruidos. El conflicto finalizaría cuando el EZLN fuera desmembrado y las autoridades civiles chiapanecas pudieran reasumir sus responsabilidades en las áreas de desarrollo y seguridad pública. Desde el punto de vista táctico, la campaña sería conducida con arreglo a los principios de concentración y economía de fuerzas y mantenimiento de la iniciativa en la ofensiva. En general, la meta no era tanto derrotar al EZLN en el ámbito militar (ya se sabía que las fuerzas armadas eran, en ese sentido, muy superiores a los zapatistas) sino abatirlo con gran variedad de medios (entre ellos las armas) en el ámbito civil.9 Examinemos ahora cómo fueron ejecutadas estas directrices.

El 9 de febrero de 1995 –es decir, el mismo día que Zedillo encomendó a la PGR la captura de los líderes zapatistas–, la Sedena movilizó tropas regulares y fuerzas especiales aerotransportadas que penetraron en Guadalupe Tepeyac, Nuevo Momón, San Andrés Larráinzar y La Trinidad. Este primer movimiento permitió a los soldados rodear los 22 mil km2 de territorio zapatista y ocupar tres de sus localidades más importantes: La Garrucha, en Ocosingo, Morelia, en Altamirano, y Guadalupe Tepeyac, en Las Margaritas, al tiempo que avanzaban sobre El Prado y San Quintín, posiciones cercanas a Ocosingo y las sierras de Corralchén y Livingstone. Ya en la selva, el Ejército y la Fuerza Aérea cercaron la guerrilla rodeando sus posiciones en Montes Azules y en especial sus rutas de uso frecuente: Las Margaritas-Guadalupe Tepeyac, la cañada de Patihuitz y la reserva del Marqués de Comillas; el punto más cercano a Montes Azules, San Quintín, fue reforzado con un cuartel de fuerzas especiales.10 La finalidad de esta poderosa ofensiva era aplicar el principio del “yunque y el martillo”: colocar un “yunque” logrando una buena posición en la retaguardia del enemigo (la selva) para luego atacarlo de manera que los guerrilleros se vieran obligados a desplazarse a donde estaban las tropas federales y, una vez ahí, aniquilarlos con una acción de compresión (el “martillo”).11 En otras palabras, se trataba de hacer uso de la capacidad de maniobra para obtener una fuerza veloz y flexible que dejara al enemigo en posición de desventaja.

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7 Sedena, Plan de Campaña Chiapas 94, México, 1 de octubre de 1994, pp. 1 y 2 (www.frayba.org.mx/articulos.php?author_ID=29). Debido a que el Plan contiene numerosos errores ortográficos, sintácticos y semánticos, he corregido los pasajes citados a fin de hacerlos más comprensibles y darle mayor fluidez a la lectura.8 Ibíd., p. 2.9 Ibíd., pp. 11-13.10 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 151-152 y 154.11 Ibíd., pp. 159-160.

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El Ejército instaló alrededor de 39 campamentos en nueve rutas estratégicas,12 emplazando un total aproximado de 40 850 efectivos. Pero la “valla de contención” se extendió más allá de Chiapas. La Sedena también movilizó tropas a Tamaulipas, Oaxaca, Guerrero, las sierras Tarahumara de Chihuahua, la Gorda de Querétaro, la de Zongolica en Veracruz y la de Nanchichitla en el Estado de México; nuevas casas de seguridad fueron descubiertas en Yanga, Veracruz, Cacalomacán, Estado de México, y el Distrito Federal. Adicionalmente, la Secretaría de Marina (Semar), que en el Plan tenía asignada la misión de patrullar la frontera entre México y Guatemala, designó a efectivos de la sexta región naval –que abarca Oaxaca, Guerrero y Chiapas– para prevenir “brotes guerrilleros” en costas y zonas montañosas.13

Mientras atacaban y se expandían, los soldados también se ocuparon de destruir la logística del EZLN: sacaron al ganado, destruyeron las posibles fuentes de abastecimiento, contaminaron depósitos de agua y provocaron que miles de pobladores de desplazaran hacia la selva, donde los guerrilleros habían sido acorralados. En poblados, ejidos y cabeceras municipales, el Ejército, por un lado, puso en marcha su acción cívica con servicios de atención médica, entrega de despensas y agua potable; y, por otro, inició sus operaciones psicológicas con sobrevuelos rasantes, patrullajes, retenes, grabación de misas, detenciones sin orden judicial, hostigamiento sexual a mujeres e interrogatorios selectivos acerca de preferencias electorales, armas y organización del EZLN, así como presencia de extranjeros (muchos de ellos fueron expulsados de Chiapas, a pesar de haberse acreditado como observadores de derechos humanos).14

Las protestas para detener una ofensiva que a todas luces era desmesurada –pero que dejaba bien claro que el Estado y las fuerzas armadas no tolerarían el avance del EZLN– no fueron tan eficaces como las de 1994; no obstante, sí influyeron para que el 11 de marzo, con la aprobación de la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, se retomaran las negociaciones entre los zapatistas y el Gobierno y se suspendieran, mientras éstas durasen, las órdenes de aprehensión y la campaña militar. Pero la Sedena no necesitaba de una autorización pública para ampliar su perímetro de contención. Entre 1994 y 1998 –coincidiendo con la aparición del EPR– aumentaron las unidades de la FTA (creada en 1994 con el fin exclusivo de combatir a los zapatistas en su propio territorio)15 así como el número y calidad de las fuerzas especiales al instituirse 70 GAFES y 36 GANFES como parte de un proyecto de modernización de las fuerzas armadas presentado en 1995. Las más importantes, para el caso que nos ocupa, fueron la creación, el 16 de noviembre de 1996, del 2º GAFE de la VII Región Militar (Tuxtla Gutiérrez) y de los GAFES de las zonas 31, 36, 38 y 39 (Rancho Nuevo, Tapachula, Tenosique y Ocosingo), y ante todo la creación, el 1 de abril de 1997, de la primera –y, hasta el momento, única– FIR, situada en la Base Aérea número 17 (Copalar).16 Para 1999, como resultado de la irrupción del EZLN, la Sedena había completado una sustancial modificación territorial: dos nuevas zonas militares (la 38 en Tenosique, Tabasco, y la 39 en Ocosingo) y dos nuevas bases aéreas (en Copalar y Altamirano, puertas de entrada a la selva Lacandona), con lo que la VII región quedó integrada por cinco zonas: la 30 (Villahermosa, Tabasco), la 31, la 36, la 38 y la 39.17

La militarización también se reflejó en las agencias policiacas y de seguridad pública de Chiapas. El Ejército coordinó los operativos de la policía a través de las Bases de Operaciones Mixtas (BOM), cada una de las cuales estaba compuesta por una sección militar, efectivos de las policías Federal de Caminos, Judicial Federal, Judicial Preventiva y agentes del ministerio público. Diez BOM fueron instaladas de acuerdo con la

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12 Las rutas estratégicas eran las siguientes: Altamirano-Los Bambúes; Ocosingo-San Quintín; Las Tazas- Ibarra; Monte Líbano-Amador Hernández; Las Margaritas-Guadalupe Tepeyac; La Realidad-San Quintín; Altamirano-Tabasco; Amparo-Flor de Café y Marqués de Comillas. La ubicación de los campamentos de cada ruta así como el número de soldados emplazados en ellos pueden encontrarse en ibíd., pp. 156-157.13 Ibíd., pp. 154-157.14 Ibíd., p. 153 e Iván Rodríguez Herrera, “La contrainsurgencia…”, p. 58.15 La FTA y sus doce agrupamientos se ubicaron, respectivamente, en Tuxtla Gutiérrez, San Quintín, Nuevo Momón, Altamirano, Las Tacitas, El Limar, Guadalupe Tepeyac, Monte Líbano, Ocosingo, Chanal, Bochil, Amatitlán y Rancho Nuevo. El nombre de los agrupamientos y el nombre y rango de los comandantes a cuyo cargo estuvieron, pueden encontrarse en Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 168-169.16 Arturo Vallarta Tafolla, ídem y Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., p. 162.17 Ibíd., p. 139.

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extensión geográfica que debían cubrir.18 Además de esto, la cooperación entre militares y policías fue complementada con algunos programas y maniobras conjuntas. Ejemplo de ello son el convenio de coordinación de 1998 entre los gobiernos federal y chiapaneco, que incluía transferencia de recursos (dinero y armas) y la reestructuración de las corporaciones policiacas mediante cursos (impartidos por el Ejército) en materias propias de la contrainsurgencia (toma de edificios públicos y reducción de activismo político de guerrillas rurales y urbanas y movimientos sociales), así como el Operativo Milenio de 1999 (patrullaje permanente en zonas zapatistas), en el que participaron tres mil policías estatales.19

La trascendencia militar del EZLN y la magnitud de la respuesta del Estado –que confirma cuán grave se consideraba la amenaza– apenas pueden disimularse ante la contundencia de las cifras: cinco zonas militares, dos bases aéreas, 39 posiciones estratégicas, 14 agrupamientos de la FTA, cuatro GAFE y la FIR rodeando el territorio rebelde. De 1994 a 1995 creció el personal de las fuerzas armadas, que pasó de 217 859 a 225 200 y, entre 1995 y 1999 –si bien en esto incidieron el EPR y el ERPI– aumentó la participación del gasto militar en el PIB, elevándose de 0.56% a 0.60%. En el año 2000, la VII Región Militar recibió la estratosférica cantidad de 1 104

213 049 pesos de presupuesto; hasta 2006, organizaciones civiles y de derechos humanos en Chiapas denunciaron la presencia de unos 70 campamentos militares permanentes sólo en las regiones indígenas20 y, actualmente, la Sedena reconoce 118 instalaciones militares en las zonas 31, 38 y 39, que abarcan 30 de los municipios de la zona de conflicto.21

La tercera fase, finalmente, va de diciembre del año 2000 hasta nuestros días. Dado que, a diferencia de etapas anteriores, ésta se distingue por el predominio de los elementos “no combatientes”, será necesario analizar con cierto detalle tres aspectos que hasta ahora sólo han sido abordados en sus rasgos generales: la dimensión legal de la contrainsurgencia, los programas sociales y el paramilitarismo. Nuestro punto de partida será el ámbito legal, pues como veremos a continuación, el desenlace de las negociaciones políticas y la aprobación de leyes fueron la base de la transformación de la estrategia antizapatista en este periodo.

Al finalizar el siglo XX, el diálogo entre el Gobierno y el EZLN había llegado a un callejón sin salida. La tregua pactada en marzo de 1995, la suscripción de los acuerdos de San Andrés Larráinzar el 16 de febrero de 1996 y la propuesta de reforma constitucional que la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) elaboró con base en ellos –y que contó con el beneplácito del EZLN– sirvieron de poco ante la negativa de Zedillo a aceptar el proyecto de la Cocopa. De forma inesperada, las tensiones entre Estado e insurgencia comenzaron a disminuir cuando Vicente Fox arribó a Los Pinos. El recién electo presidente prometió resolver el conflicto en Chiapas y, como prenda de su compromiso, desempolvó y envió la iniciativa de ley de la Cocopa al Congreso, ordenó el retiro de 53 retenes militares, el acuartelamiento de 18 mil soldados y la suspensión de los patrullajes y sobrevuelos del Ejército. Los zapatistas aprovecharon este clima de apertura con una caravana (la Marcha del color de la Tierra) que en su trayecto hacia la ciudad de México visitó 12 estados de la república y despertó la simpatía de buena parte de la sociedad civil. La marcha concluyó de manera apoteósica el 28 de marzo de 2001, cuando, luego de congregar a más de 100 mil personas en el Zócalo capitalino, los emisarios del EZLN visitaron el Congreso y reiteraron que la paz podría alcanzarse sólo si se aprobaba el proyecto de ley de la Cocopa.22

Pero la aparente voluntad de concordia de Vicente Fox fue pasajera. El 28 de abril de 2001, los legisladores aprobaron la Ley de Derechos y Cultura Indígenas (o Ley indígena), y el Gobierno, argumentando que al fin habían sido reconocidos los derechos y demandas por los que bregaba el EZLN, dio por concluido no sólo el proceso de negociación inaugurado siete años atrás en San Cristóbal de las Casas

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18 Las diez BOM se ubicaron, respectivamente, en los corredores Palenque-Ocosingo, Tila-Chilón-Sabanilla, Comitán-Amparo Aguatinta, Huixtla-Tapachula, Tonalá-Pijijiapan, Tuxtla Gutiérrez-Ángel Albino Corzo, Tuxtla Gutiérrez-Escopetazo, Bochil-Simojovel, Rancho Nuevo-Ocosingo y San Cristóbal de las Casas-San Andrés Larráinzar. Ibíd., pp. 166-167.19 Iván Rodríguez Herrera, op. cit., pp. 54-57.20 Ibíd., p. 51 y Servicio Internacional para la Paz, ídem.21 Servicio Internacional para la Paz, “Chiapas en datos”, 24 de abril de 2010 (www.sipaz.org/data/chis_es_03.htm).22 Iván Rodríguez Herrera, op. cit., pp. 67 y 73-75, y Servicio Internacional para la Paz, “La marcha zapatista a la ciudad de México (febrero-marzo 2001)” (www.sipaz.org/documentos/marchaldf/marchaldf_esp.htm).

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sino el conflicto chiapaneco entero.23 Apenas hace falta decir que la impugnación de la nueva ley por parte de los zapatistas no tuvo éxito entonces ni después. Aunque los rebeldes señalaron con acierto que al sustituir la propuesta de la Cocopa, la Ley indígena contravenía lo acordado en San Andrés Larráinzar, el gobierno de Felipe Calderón refrendó la posición de su predecesor, y en 2007, por medio de Luis H. Álvarez, titular de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, hizo saber a México y al mundo que no habría más negociaciones con el EZLN. En el pasado, admitía Álvarez, el EZLN fue un interlocutor importante, pues “nos hizo tomar nota de una realidad que debía ser atendida”, pero ahora no tenía sentido dialogar con una organización que, además de haber sido “rebasada” por los programas sociales de Calderón, no formaba parte de las comunidades indígenas ni las representaba.24 En otras palabras, el Estado no veía la necesidad de dialogar simple y sencillamente porque no había ningún conflicto que resolver.

Cualquier balance de las negociaciones y salidas legales debe reconocer lo obvio: desde que Salinas acalló a la opinión pública con la tregua de 1994, el Estado nunca ha buscado la resolución efectiva de la cuestión zapatista sino tan sólo la descalificación del EZLN en el terreno de las reivindicaciones políticas, que es precisamente hacia donde se ha desplazado la guerrilla después de renunciar a la conquista del poder. ¿Qué legitimidad podría tener una insurgencia que afirma que el Gobierno se niega a resolver el conflicto mientras el presidente y los legisladores le “tienden la mano” y le “obsequian” leyes para hacer la paz? Una legitimidad considerable, sin duda, pero la intención del Estado no ha sido privar por completo de validez a los reclamos zapatistas sino restarles la mayor fuerza posible. Un examen de los programas de desarrollo social y del paramilitarismo nos permitirá aquilatar mejor esta observación.

La Ley indígena dio un nuevo cariz a los programas sociales. Con el conflicto “resuelto”, la asistencia oficial se convirtió en una prueba más de que el Gobierno impulsaba el desarrollo integral de Chiapas en lugar de hacer la guerra con armas y soldados. Pero ¿qué tan verídico era ese impulso? Las cifras del Índice de Rezago Social 2010 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) indican que Chiapas es la tercera entidad más rezagada del país, sólo por debajo de Guerrero y Oaxaca, y que la pobreza y la exclusión siguen concentrándose en la selva Lacandona, Los Altos y la zona norte, esto es, en territorio zapatista. Ese mismo Índice informa que, de 2005 a 2010, Chiapas “escaló” dos posiciones en materia de rezago, al pasar del primer lugar nacional al tercero,25 lo cual significa que si los programas de desarrollo social han ayudado a mejorar las condiciones de vida de los chiapanecos, su contribución ha sido magra.

Cabe suponer, entonces, que el gasto en maestros, escuelas, centros de salud, hospitales, suministro de agua potable y construcción de carreteras, así como la creación de empleos temporales y el fomento a la producción agrícola han desempeñado, en buena medida, la función que ya reservaba para ellos el Plan de Campaña Chiapas 94: dividir al EZLN y aislarlo de la población civil. Desde esta perspectiva pueden leerse las discordias por recursos y puestos públicos entre los zapatistas y el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas de Chiapas26 o los conflictos provocados por el Proyecto Mesoamérica (antes Plan Puebla-Panamá) y la construcción de “parques temáticos” en las cascadas de Agua Azul y Palenque.27 Como anota Maya Lorena Pérez Ruiz, este “cerco antizapatista”, hecho de millones de pesos y de instituciones gubernamentales agrarias, “indigenistas” y de desarrollo social, “era necesario […] para demostrarle a la opinión pública nacional e internacional la limitada representatividad del movimiento armado y la vigencia de las vías legales para la negociación de la demanda social”.28

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23 Jorge Alonso, “El zapatismo y la nueva ley indígena en México” en Íconos, núm. 11, julio de 2001, pp. 126-138 y Juan José Arreola, Julián Sánchez y Guillermina Guillén, “Apresuran diputados la discusión de ley indígena” en El Universal, 27 de abril de 2001. El 14 de junio de 2001, en una visita a El Salvador, el presidente Fox declaró que el “tema zapatista no es el tema de México ni mucho menos. Hay que colocarlo en su justa dimensión […] De hecho, no hay conflicto, estamos en santa paz”. Véase Gustavo Castro Soto, “El Plan Puebla-Panamá y el zapatismo”, CIEPAC, Boletín núm. 300, 7 de agosto de 2002.24 Armando G. Tejeda, “Para el gobierno, el EZLN dejó de ser interlocutor” en La Jornada, 2 de abril de 2007.25 Coneval, Índice de Rezago Social 2010, México, Coneval, 2010, pp. 8 y 35.26 Véase Maya Lorena Pérez Ruiz, “Cerco antizapatista y lucha por la tierra en Chiapas. El caso del CEOIC” en Maya Lorena Pérez Ruiz (coord.), Tejiendo historias, México, INAH, 2004, pp. 31-6727 Servicio Internacional para la Paz, “Proceso de paz…”, ídem.28 Maya Lorena Pérez Ruiz, op. cit., p. 33.

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El viraje del paramilitarismo dentro de la estrategia contrainsurgente obedece a una lógica similar. Como ya se ha dicho, entre 1994 y 2001 la misión de los grupos paramilitares consistió en cercar y hostigar la guerrilla,29 al dispersar o dañar (física y psicológicamente) a sus bases de apoyo y colocar al EZLN en posición de desventaja y debilidad en el proceso de negociación con el Estado. Después de la aprobación de la Ley indígena, el Gobierno y el Ejército se han servido de las “autodefensas” para crear la ilusión de que el paramilitarismo en Chiapas es un problema estrictamente local –antes se negaba su existencia– que enfrenta a insurgentes y paramilitares por tierras o por el control político de ciertos territorios. El número de soldados, retenes y campamentos militares en Chiapas, por supuesto, ha disminuido, pero ni esa reducción ni la ley de 2001 significan que el Ejército haya clausurado sus operaciones antiguerrilla. Desde la “alternancia democrática”, la violencia en Chiapas se ha caracterizado, precisamente, por los asesinatos, incendios, desalojos y hostigamientos relacionados con las organizaciones paramilitares en poblados como Los Lagos, El Ocotal, El Suspiro y la reserva de Montes Azules,30 lo cual demuestra que el Ejército sigue asediando a la insurgencia, por más que los grandes operativos y movilizaciones de tropas hayan quedado en el pasado. Las consecuencias de esta violencia e impunidad y de la complicidad no sólo de los oficiales de la Sedena sino también del PRI y de los gobiernos local y federal,31 están a la vista: la muerte de miles de personas (hasta 1998 eran 1 500), el desplazamiento forzado de más de 12 mil indígenas y tragedias como la masacre de Acteal en diciembre de 1997.32

Vale la pena volver ahora al Plan de Campaña Chiapas 94. Como puede apreciarse en los fragmentos citados, aunque el objetivo principal de la estrategia era político (“alcanzar y mantener la paz”), la vía para lograrlo era el de la aniquilación (“destruir, eliminar, desintegrar”), es decir, el de reducir a la nada, arrasar o arruinar completamente la insurgencia. Lejos de denotar torpeza, estas palabras, vistas en retrospectiva, revelan cuán sagaces han sido las fuerzas armadas a lo largo de la guerra contra el zapatismo. Ya sea por mandato presidencial o por cualquier otra clase de presión externa, los militares comprendieron que habría sido contraproducente destruir a los rebeldes y readecuaron su estrategia haciendo un uso apropiado del principio de flexibilidad (el manejo de un criterio abierto en planes y operaciones). Esa readecuación, como hemos corroborado en este apartado, consistió en fortalecer el patrocinio y la manipulación de grupos paramilitares y, en el ámbito civil –que nunca se disocia del militar–, la promulgación de leyes y la instauración de programas sociales que “desactivaran” el conflicto; esto es, en la neutralización antes que en la aniquilación del zapatismo.

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29 Los grupos paramilitares se han instalado principalmente en la zona norte y Los Altos de Chiapas. Entre los que operan o han operado históricamente podemos mencionar los siguientes: Desarrollo, Paz y Justicia, ligado al PRI y con presencia en Sabanilla, Tila, Salto del Agua, Yajalón y Palenque; Los Chinchulines (o Unión de Ejidatarios de Bachajón), con influencia en Chilón, Yajalón y Ocosingo; Movimiento Indígena Revolucionario Antizapatista, vinculado al PRI y presente en Oxchuc, Las Margaritas, San Juan Cancuc, Sitalá, Ocosingo y Huixtán; Máscara Roja, presunta responsable de la masacre de Acteal y con presencia en San Andrés Larráinzar y Chamula en Los Altos; Alianza San Bartolomé de los Llanos, en Venustiano Carranza, en pugna constante con miembros de la Organización Campesina Emiliano Zapata, aliada del EZLN; Los Quintos, también en Venustiano Carranza; Los Puñales o Frente Cívico Luis Donaldo Colosio en Tila y Salto del Agua; Los Plátanos, de filiación priista, con influencia en Los Bosques; la Organización Campesina Obrero Popular del Estado de Chiapas, vinculada al Partido del Trabajo y presente en Simojovel, y la Organización para la Defensa de los Derechos Indígenas y Campesinos, con presencia, según indicios, en comunidades de la zona norte y la selva como Chilón, Ocosingo y Altamirano. Véanse Juan Balboa, “Asesinaron a dos indígenas en Simojovel” en La Jornada, 19 de junio de 1996; Hermann Bellinghausen, “En Chiapas se mantienen intactos los paramilitares y la ocupación del Ejército” en La Jornada, 21 de febrero de 2007; Onésimo Hidalgo Domínguez, “La situación de los desplazados de guerra”, CIEPAC, Boletín núm. 117, 23 de junio de 1998; Onésimo Hidalgo Domínguez y Gustavo Castro, “Los grupos paramilitares y priistas armados en Chiapas” en CIEPAC, Boletín núm. 92, 28 de enero de 1998; Jesús Ramírez Cuevas, “Chiapas, mapa de la contrainsurgencia” en La Jornada, 23 de noviembre de 1997 e Iván Rodríguez Herrera, op. cit., pp. 62-63.30 Isaín Mandujano, “Los “contras” de Chiapas: nombres y apellidos” en Proceso, núm. 1712, 23 de agosto de 2009, pp. 72-75 y Herman Bellinghausen, “Agreden a tzeltales simpatizantes del EZLN” en La Jornada, 3 de febrero de 2010 y “Gobiernos federal y local buscan provocar enfrentamiento: EZLN” en La Jornada, 28 de junio de 2010.31 Hay evidencia documental de que Carlos Salinas y Ernesto Zedillo autorizaron la creación de grupos paramilitares. Véase Jesús Aranda, ídem; Juan Balboa, “El Ejército organizó y apoyó a bandas para aislar al EZLN” en La Jornada, 9 de febrero de 2005, José Gil Olmos, “Regreso a las armas” en Proceso, núm. 1 712, 23 de agosto de 2009, p. 71 y Guido Peña, “Confirma EU: el Ejército entrenó a paramilitares” en Milenio, 20 de agosto de 2009.32 Maya Lorena López Ruiz, ¡Todos somos zapatistas!…, pp. 509-517, Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., p. 170-179 y Servicio Internacional para la Paz, “Chiapas en datos”, ídem.

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Con el EZLN militarmente acorralado, lastrado por la inoperancia de sus sistemas internos de producción e intercambio económicos, y desprovisto ya de la apabullante simpatía nacional e internacional que suscitó en el pasado, la estrategia contrainsurgente puede jactarse de haber triunfado. Ni siquiera un acontecimiento de cierta relevancia en Chiapas le devolvería los reflectores al zapatismo, pues en este momento la atención de la sociedad mexicana y, naturalmente, de los gobiernos de México y Estados Unidos, está concentrada en la violencia del crimen organizado. Diecinueve años después de su portentosa irrupción pública, de asombrar a propios y extraños con sus huestes de indígenas con pasamontañas, el EZLN ha dejado de ser una amenaza para la seguridad de América del Norte.

EPR. Los derroteros de la inteligencia y la guerra psicológica

Menospreciado incluso por políticos e intelectuales de izquierda desde su primera aparición en 1996, el EPR, sin embargo, presentó una resistencia militar considerablemente más sólida que la del EZLN. Frente al zapatismo, los servicios de seguridad del Estado tuvieron la paradójica ventaja de lidiar con una insurgencia que, a fuerza de pregonar su proyecto político (el indigenismo) y de organizarse en una extensión territorial y administrativa bien delimitada (los Marez), quedó muy pronto a merced de sus perseguidores, a la manera del ciervo que trisca en el claro de un bosque ante la mirada atenta del cazador. El EPR, por el contrario, ha sido una presa elusiva y difícil de atrapar desde el principio. Como ya se dijo en el segundo capítulo, el eperrismo tiene presencia en más de una docena de estados, trabaja ramificado en pequeñas células clandestinas y ataca guiado por una táctica de hostigamiento y dispersión que a su vez se apoya en una estrategia de combate flexible: la GPP. Por si fuera poco, el EPR nunca se ha planteado como objetivo inmediato la conquista del poder ni la confrontación directa con el Ejército; antes bien, ha privilegiado y alimentado con paciencia la vertiente política de su programa (la “incorporación de todo el pueblo a la guerra”), por lo que cualquier intento de desmantelarlo tan sólo con medios exclusivamente militares queda de antemano inutilizado. La maquinaria contrainsurgente, en suma, ha incursionado en un frente de batalla indefinido cuyas claves le cuesta mucho descifrar. Entonces ¿en qué ha consistido la estrategia antieperrista?

A lo largo de 16 años, la finalidad ha sido esencialmente política: impedir que el EPR amplíe sus bases sociales y evolucione a una fase de guerra de guerrillas. Las maniobras de inteligencia y la acción policial han sido la base de la ofensiva, mientras que el despliegue militar ha hecho las veces de complemento en un entorno en el que la opinión pública, en ocasiones sin proponérselo, ha abonado a la contrainsurgencia con su aversión o indiferencia hacia el eperrismo. En este contexto, la guerra psicológica ha destacado como el método predilecto para atenazar al EPR. Los servicios de seguridad han basado su eficacia en el uso sistemático de la detención arbitraria, la tortura, el asesinato y la desaparición forzada, acercándose poco a poco a un modus operandi que linda con el terror de Estado.

Las líneas maestras de la estrategia estaban contenidas ya en Oaxaca, el conflicto y el proyecto, un dossier que el Centro de Estudios Gubernamentales (CEG) presentó en enero de 1997 al gobernador Diódoro Carrasco para condensar y perfeccionar las medidas aplicadas hasta entonces contra el EPR en Oaxaca. Los analistas de dicho Centro advertían a Carrasco, con una sagacidad inusual en los documentos oficiales, que intentar aniquilar al enemigo, además de imposible, tendría un alto costo político para el Gobierno, por lo que la alternativa más apropiada era “confinar” la “acción desestabilizadora [de la guerrilla] mediante el fortalecimiento de las alianzas entre gobernantes y gobernados”. También sugerían priorizar el trabajo de inteligencia, la acción cívica y el gasto social, así como el montaje de un aparato de coordinación entre organismos federales y locales que garantizara la efectividad en la implementación de la estrategia.33 Aunque no hay evidencia documental de que Zedillo, Fox y Calderón hayan incorporado estos preceptos a sus

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33 Agueda Ruiz (ed.), Siempre cerca, siempre lejos: las fuerzas armadas en México, San Francisco, California, Global Exchange/CIEPAC/CENCOS, 2000, pp. 101-108 y Juan Carlos Romero y Ana Lilia Pérez, “Contrainsurgencia en Oaxaca: el proyecto y los entregadores” en Milenio, julio de 2001 (http://enmedio.wordpress.com/2006/05/11/contrainsurgencia-en-oaxaca-el-proyecto-y-los-entregadores/) (bitácora personal de Juan Carlos Romero). El CEG fue fundado como respuesta al surgimiento del EPR y estaba integrado por analistas que conocían bien a la guerrilla de los años 70. Cabe suponer, por tanto, que en algún momento posterior a junio de 1996 hubo un acercamiento entre los estrategas del Gobierno federal y los del gobierno de Oaxaca, pues las líneas de acción que siguieron desde entonces son muy parecidas.

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respectivas políticas de contrainsurgencia, en las páginas que vienen podremos constatar que, en los hechos, los tres presidentes siguieron puntualmente varias de las recomendaciones del CEG y las combinaron con los viejos métodos de represión en Oaxaca y Guerrero.

En este apartado nos proponemos examinar la guerra contra el EPR en dos niveles: el primero de ellos corresponde a un esbozo panorámico de la estructura interinstitucional y del despliegue militar puestos en marcha para neutralizar a la guerrilla, y el segundo a un análisis de los mecanismos internos de esa neutralización. Redondeamos esta sección con el estudio – preliminar, pues recordemos que las fuentes al respecto son exiguas– de dos sucesos relevantes que tal vez constituyan un punto de inflexión en la guerra contra el EPR: el caso de los hermanos Cerezo y el de Raymundo Rivera Bravo y Edmundo Reyes Amaya.

Los cimientos de la estructura interinstitucional fueron asentados el 28 de junio de 1996, cuando Ernesto Zedillo reactivó el Grupo de Coordinación Guerrero (GCG) y ordenó adecuar el Grupo Antiterrorista (Gat)34 y el Grupo de Coordinación Huasteca (GCH) a las necesidades antiguerrilla. Tres días después fue presentada la Estrategia General de Atención al EPR y se integró el Grupo de Coordinación EPR con representantes de diversas unidades de la Secretaría de Gobernación (Asuntos Jurídicos, el Cisen, el Instituto Nacional de Migración y el Sistema Nacional de Seguridad Pública) y con la participación de la Sedena, la Semar, la Policía Federal de Caminos, la PGR y las procuradurías y secretarías de seguridad pública del Distrito Federal y del Estado de México. Según lo dispuesto por el gabinete de seguridad nacional, la EGA cubriría tres frentes: el jurídico-penal, el político-social y el de comunicación social, y organizaría grupos de coordinación, dirección y consulta más un esquema de control y seguimiento. El 5 de noviembre, finalmente, la EGA y el GC fueron dotados de una hoja de ruta, el Programa General de Atención al EPR, donde se precisaban tareas, responsables y fechas de cumplimiento por dependencia y nivel de gobierno participante.35

La estructura fue reforzada con la creación de diez Grupos Estatales de Atención al EPR36 e indirectamente –pues estas organizaciones debían perseguir a organizaciones criminales y radicales– con la conversión, en 1996, de la Escuela Militar de Grupos de Comando en la Escuela Militar de Inteligencia, y la fundación, en 1999, de la Policía Federal Preventiva (PFP). Wilfrido Robledo fue el primer comisionado de esta última y gracias a su experiencia contrainsurgente comenzó a confeccionarse una base de datos sobre crimen organizado y grupos subversivos.37

El despliegue militar, por su parte, corrió paralelo a la construcción del edificio interinstitucional. En los meses posteriores a la aparición del EPR, el Ejército intentó aplicar una táctica similar a la empleada contra el EZLN: la utilización de la reacción flexible y la capacidad de maniobra para acorralar a los insurgentes y obligarlos a librar un combate frontal en el que fueran rápidamente derrotados.38 Una intensa movilización de tropas por tierra y aire pudo observarse en Oaxaca, Guerrero, Morelos, Puebla, Veracruz, Quintana Roo, Campeche, Tabasco, Jalisco y Chihuahua. Alrededor de 12 000 miembros de las fuerzas armadas y más de un centenar de policías participaron en esta ofensiva. Los soldados sobrevolaron poblados y municipios con helicópteros UH-60 Sikorsky y Bell 212, ocuparon posiciones clave con tanquetas y retenes y, junto con el Cisen y la PGR, protegieron puntos estratégicos como instalaciones petroleras y plantas de generación de electricidad. La 26ª Zona Militar (Lencero, Veracruz) fue reforzada con 1 500 elementos, al igual que la 7ª Zona Naval (Lerma, Campeche), adonde también llegaron refuerzos.39 En Guerrero y Oaxaca, bastiones del EPR, la militarización fue particularmente acentuada. La VIII Región Militar (Ixcotel, Oaxaca, que abarca las zonas 28ª y 29ª) fue robustecida con siete batallones de infantería, dos regimientos de caballería motorizada, un batallón de artillería, tres GAFE y dos bases aéreas, y la IX Región (Cumbres de Llano Largo, Guerrero, que incluye las

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34 El Gat fue creado en 1995 para armonizar las acciones de la Secretaría de Gobernación, la Sedena, la Semar, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y la PGR. Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 207. 35. Ibíd., pp. 196-197.35 Ibíd., pp. 196-197.36 Ibíd., p. 197.37 Carlos Montemayor, La violencia de Estado en México, pp. 258-259 y Andrés Becerril, “Wilfrido Robledo, el cerebro tras la guerra” en Excélsior, 28 de noviembre de 2010.38 Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 199-200.39 Salvador Corro, “Operativos militares en casi todo el país: retenes, vuelos de reconocimiento y patrullajes para aplicar ‘toda la fuerza del Estado’ al EPR” en Proceso, núm. 1 036, 8 de septiembre de 1996, pp. 7-8 y 11-13.

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zonas 27ª y 35ª) fue fortificada con siete batallones de infantería, un batallón de infantería de operaciones especiales, tres GAFE y una base aérea en Pie de la Cuesta.40

Pero esta aparatosa movilización apenas sirvió para su propósito original. El EPR respondió a cada uno de los movimientos con golpes ejecutados por pequeñas unidades que luego de atacar se dispersaban y ocultaban, nulificando el poder de fuego de los militares y evidenciando su incapacidad para decidir entre concentrarse y dispersarse.41 Las Fuerzas Armadas, obligadas a recular, transformaron muy pronto el despliegue en una especie de alambrada para obstaculizar la movilidad de la guerrilla mientras se llevaban a cabo los operativos para capturar, infiltrar y obtener información de sus militantes. Entre 1996 y 2000, soldados y policías, gracias a la eficaz coordinación del Gat y los GEA, capturaron a más de 155 eperristas en Oaxaca, Guerrero, Hidalgo y el Estado de México, y pusieron bajo seguimiento y vigilancia a numerosos “objetivos” que consideraban prioritarios. Aunque el costo fue elevado (a mediados de 1998, el Ejército, la Armada y la policía contabilizaban más bajas y heridos que los insurrectos) y ninguno de los detenidos (salvo Alberto Antonio, arrestado en 1997) pertenecía al mando estratégico del EPR, los agentes del orden dieron una estocada certera: gracias a los documentos encontrados en casas de seguridad y campamentos, así como a las revelaciones arrancadas a los guerrilleros capturados, fue posible descifrar la estructura, zonas de influencia y grado de avance del proyecto revolucionario del eperrismo.42

Examinemos ahora los mecanismos internos de este triunfo parcial sobre el EPR. El asedio y la contención de la insurgencia se han dado en tres ámbitos: las bases sociales, las células “menores” (es decir, las que no conectan con la dirigencia) del grupo armado y las organizaciones radicales aliadas o con miembros ligados a los subversivos. Nos ocuparemos, en primer lugar, de los operativos policiaco-militares, uno de los instrumentos que el Estado ha privilegiado en el ámbito de las bases sociales, el más importante desde el punto de vista estratégico.

Los operativos comenzaban con la instalación de puestos de observación, campamentos y retenes en posiciones geográficas que le permitían al Ejército vigilar las comunidades rurales de Guerrero y Oaxaca donde se presumía la existencia de militantes o simpatizantes de la guerrilla, o bien, con el uso de las campañas de acción cívica para fotografiar y filmar casas y personas. Una vez identificados los sospechosos, el Ejército ayudaba a la policía a capturarlos, recluirlos e interrogarlos y, en caso de encontrar alguna clase de resistencia o de estimarlo conveniente para acobardar a los pobladores, coadyuvaba también en la destrucción de ejidos y huertos, la violación de mujeres y la tortura y asesinato de indígenas y campesinos. El propósito de estas incursiones era doble: por un lado, obtener de los detenidos información que sustentara futuras órdenes de aprehensión contra presuntos eperristas (aunque esta forma de obtenerla fuera completamente ilegal) y, por otro, construir una red de informantes gratuita que diera cuenta de lo que sucedía en las comunidades, pues a los detenidos no siempre se les liberaba o asesinaba después de interrogarlos, sino que muchas veces se les reclutaba para su ulterior manipulación. Quienes caían en manos de las autoridades apenas oponían resistencia. Además de atormentarlos con golpes y diversos tipos de tortura física y psicológica, los soldados y policías los amenazaban de muerte y amagaban con liquidar también a sus familias,43 un método de “persuasión” casi idéntico al utilizado en las labores de infiltración, como se demostrará en breve.

Durante los operativos, el Ejército y la policía podían actuar de manera independiente, pero cuando lo hacían de consuno se coordinaban a través de organismos como las BOM y la Fuerza Policial de Alto Rendimiento, creada en 1997 por el gobierno de Oaxaca, integrada por miembros de la Policía Judicial Estatal y entrenada por el ejército en la 28ª zona militar.44

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40 Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 200-202.41 Ibíd., p. 200.42 Ibíd., pp. 203-212 y Blanca Estela Martínez Torres, “Contrainsurgencia ante movimientos armados en México: EPR-PDPR”, p. 119.43 Ibíd., pp. 127-137; Juan Carlos Romero y Ana Lilia Pérez, ídem y Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 212-215.44 Ibíd., p. 207 y Blanca Estela Martínez Torres, op. cit., pp. 129-130. Las BOM dejaron de combatir a los grupos subversivos en 2006. Desde entonces se han dedicado a perseguir el trasiego de drogas, lo cual supone una falta de continuidad con las tácticas contrainsurgentes. De acuerdo con el funcionario de la PGR entrevistado, este cambio se debió a que “estos grupos [EPR y ERPI] ya no tienen presencia”. Entrevista con funcionario de la PGR, ídem.

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Por supuesto, el cuadro general del acoso a la guerrilla y a sus bases sociales no estaría completo sin la participación de los grupos paramilitares. En los municipios de Huejutla, Atlapexco y Huautla, en Hidalgo, el EPR y diversas organizaciones de derechos humanos han denunciado la presencia del Comando Popular Clandestino (CPC), y otro tanto ha sucedido en Oaxaca, donde operan los célebres “entregadores” y la Unión de Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort). El común denominador de estas agrupaciones ha sido la confluencia de caciques locales, altos funcionarios del Gobierno y oficiales del Ejército. La Ubisort, por ejemplo, fue creada por el PRI en 1994 y desde entonces contó con la protección del general Alfredo Oropeza Garnica, otrora comandante de la VII Región Militar. Es muy probable, asimismo, que haya participado, a instancias del gobernador Ulises Ruiz, en la captura de Edmundo Reyes Amaya y Raymundo Rivera Bravo en 2007.45 El CPC, por su parte, nació en 2005 y aunque intentó hacerse pasar por una de las escisiones del EPR, hay indicios de que en realidad está relacionado con caciques hidalguenses y de que su financiación y adiestramiento corren a cargo del Cisen y la 28ª Zona Militar.46 El caso de los “entregadores”, un conjunto de bandas de delatores embozados que actúan en la paupérrima localidad de San Agustín Loxicha –baluarte del eperrismo en Oaxaca–, es quizá el más ilustrativo, por dos razones. La primera de ellas es Lucio Vázquez Ramírez, antiguo comandante de la Policía Judicial Federal que organizó a los “entregadores” cuando aún era presidente municipal de San Agustín Loxicha.47 La segunda es la función de este grupo en los operativos policiales. Los “entregadores” acompañan por la noche a la policía a las casas y milpas, entregan a los supuestos guerrilleros que habitan en ellas y secundan a los gendarmes en los saqueos, torturas, violaciones y asesinatos.48

Pero, más que la detención de militantes y el arredramiento de la población civil, la punta de lanza del antieperrismo ha sido la infiltración. Entre 1996 y 2000, los servicios de inteligencia alcanzaron un grado muy avanzado de infiltración en las células menores del EPR y en sus organizaciones aliadas, gracias a lo cual pudieron limitar de manera eficaz los movimientos de la guerrilla. De acuerdo con un manual de contrainteligencia elaborado por el EPR, el Cisen se deslizaba en el mundo de la subversión por medio de un “aparato de colaboradores” o pequeñas redes de informantes, cuyas tareas consistían en

[El] Acercamiento y penetración en todos los niveles y ámbitos de acción de las organizaciones revolucionarias; mantener bajo observación secreta a ciudadanos con manifiesta actividad clandestina, a personas ligadas a organizaciones revolucionarias y sus relaciones o simplemente a individuos sospechosos; búsqueda e identificación de personas que se encuentran en la clandestinidad y facilitar la instalación de la técnica operativa, microfílmica y fílmica fundamentalmente.49

Las redes constaban, inicialmente, de dos figuras: el oficial de la red y los agentes informantes. El oficial reclutaba y dirigía a estos últimos y si la red era demasiado extensa, nombraba, ayudaba y coordinaba a un agente jefe (la tercera figura) que se encargaba de atenderla. El “aparato de colaboradores” disponía, además, de tres puntos de contacto: las casas de seguridad, equipadas con teléfonos para reportarse y sede de los encuentros entre el oficial y el agente jefe; los “buzones”, que podían ser objetos (depósitos de información impresa) o personas (para recibir correspondencia y reexpedirla), y los “buzones muertos”, lugares tan

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45 Carolina Gómez Mena, “El pueblo triqui sigue en lucha pese a la violencia en su contra: López Bárcenas” en La Jornada, 13 de marzo de 2010; Comandancia General del EPR, comunicado del 23 de enero de 2010 (www.cedema.org/ver.php?id=3733) y comunicado del 15 de noviembre de 2010 (www.cedema.org/ver.php?id=4185).46 Comité Estatal del PDPR [Hidalgo]-Comandancia Militar de Zona del EPR, comunicado del 12 de diciembre de 2005 (www.cedema.org/ver.php?id=1105).47 Blanche Petrich, “Seis años de cárcel para tanta muerte que sembró Lucio Vázquez se me hace poco” en La Jornada, 19 de mayo de 2008.48 Juan Carlos Romero y Ana Lilia Pérez, ídem. En San Agustín Loxicha, la gente suele huir hacia otros pueblos o, en el caso de los hombres, irse a Estados Unidos, en parte por la marginación que padecen y en parte por el miedo a que los “entregadores” los acusen de pertenecer al EPR. Véase Olga Rosario Avendaño, “Pueblo oaxaqueño, bajo el estigma de la guerrilla” en El Universal, 29 de mayo de 2011.49 Citado en Jorge Torres, op. cit., p. 77.

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insólitos como una cavidad en un muro, una botella hundida en el cieno o una caja de cerillos pegada debajo de la banca de un parque, y que servían también para depositar mensajes.50

¿De qué manera se llevaba a cabo el reclutamiento de los informantes? Había, desde luego, quienes se unían a las redes motivados por su identificación personal con la causa contrainsurgente (tal era el caso de los espías “profesionales” del Cisen), pero otros, probablemente los más útiles, eran reclutados en el círculo inmediato del EPR. El Cisen, por un lado, infiltraba y cooptaba a los miembros de las “organizaciones democráticas más combativas” que sospechaba relacionadas con el “movimiento revolucionario” y, por otro, manipulaba a los guerrilleros que habían sido capturados previamente en los operativos conjuntos de la Segob, la PFP y los GAFE.51 Los detenidos no tenían alternativa, sabían que una vez en poder de las autoridades, recuperar legalmente su libertad era poco menos que imposible dadas las irregularidades que viciaban los procesos judiciales en su contra;52 además, al momento de ser interrogados, los hombres del Cisen los sometían a torturas con electrochoques y “lavado de cerebro”, los amenazaban de muerte, extendían la amenaza a sus familias y les presentaban pruebas de su pertenencia a la guerrilla para disuadirlos de negar su complicidad. A cambio de la libertad y el exilio (por si fuera poco, los detenidos también sabían que la Comandancia General los “ajusticiaría” si la traición era descubierta), el Cisen exigía su ayuda durante algunas semanas para infiltrar al EPR, aunque, naturalmente, rara vez respetaba el acuerdo: cuando tenían éxito haciéndose pasar por los mejores militantes, los espías del Gobierno asesinaban a los “eslabones superiores” de la red (es decir, a los guerrilleros chantajeados) con el fin de tomar su lugar y continuar ascendiendo dentro de la guerrilla hasta que la peligrosidad de su trabajo obligaba al Cisen a “exfiltrarlos” e introducirlos en otra agrupación radical.53

Es de hacer notar que los espías y sus jefes jamás se precipitaban. Las detenciones eran selectivas y se llevaban a cabo siempre y cuando no implicaran el desmantelamiento de las células infiltradas, pues el propósito del espionaje era tejer una red de conexiones “intermedias” que con el tiempo condujeran a la Comandancia General. Como observa Carlos Montemayor, a las autoridades no les interesaba “detener a una célula o a un comando guerrillero, porque [entendían que] las células no conducen automáticamente a las jerarquías más altas”; antes bien, estaban conscientes de que para “llegar a la cúpula [del EPR] era necesario aguardar con paciencia y descifrar la estructura de la organización guerrillera”.54

Llegados a este punto debemos recordar, sin embargo, que el EPR comenzó a desgajarse en 1998, lo que nos previene de conceder todo el mérito de la neutralización al Ejército y los servicios de inteligencia. A los agentes del Estado les habría resultado muy difícil contrarrestar en poco tiempo a una guerrilla que, en lugar de detener su hemorragia, se hubiera concentrado exclusivamente en el desarrollo de su proyecto revolucionario. Como quiera que sea, para finales del año 2000 el gobierno de Zedillo tenía bajo control al EPR, y todos los cuerpos de seguridad involucrados en la contrainsurgencia (el Cisen, la Sedena, la PFP, la PGR y las policías locales) contaban con un eficaz sistema de contención y espionaje.55 ¿Por qué, entonces, el EPR fue capaz de sabotear a Pemex en 2007 sin que se hiciera nada para evitarlo?

Responder a esta pregunta no es fácil y requiere que nos detengamos en dos acontecimientos previos. El primero de ellos ocurrió entre diciembre del año 2000 y principios de 2001, cuando Santiago Creel y Eduardo Medina-Mora arribaron, respectivamente, a la Secretaría de Gobernación y al Cisen. Los flamantes funcionarios del nuevo gobierno, animados, quizá, por el deseo de dejar atrás el autoritarismo priista, cometieron el error de cancelar los programas de infiltración de grupos armados,56 anulando de golpe a la comunidad de espionaje que había logrado controlar y vigilar de cerca al EPR. Como declaró un antiguo funcionario de inteligencia:

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50 Ibíd., pp. 77-79.51 Ibíd., pp. 79-80.52 Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., p. 220 y Rogelio Velázquez y Zósimo Camacho, “15 años presos por repartir propaganda del EPR” en Contralínea, núm. 236, 5 de junio de 2011 (http://contralinea.info/archivo-revista/index.php/2011/06/09/15-anos-presos-por-repartir-propaganda-del-epr/).53 Jorge Torres, op. cit., pp. 80-82.54 Carlos Montemayor, op. cit., p. 260.55 Ibíd., pp. 260-261 y entrevista con funcionario de la PGR, ídem.56 Jorge Torres, op. cit., p. 30.

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Los grupos armados estaban infiltrados por agentes encubiertos o por personas que reclutaban estos agentes del entorno de la guerrilla; toda esta red que se tejió en la clandestinidad se deshizo en el sexenio de Vicente Fox. El Cisen no sólo se estancó en términos operativos, sino que retrocedió, y ahora está volviendo a hacer todo lo que hacía antes de que lo desmantelaran.57

Poco después de esta pifia, el 13 de agosto de 2001, la PGR y el Ejército capturaron a tres “peces gordos”: Alejandro, Antonio y Héctor Cerezo Contreras. Aunque se les acusaba de delitos graves (pertenencia a las FARP, terrorismo y violación de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada y de la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos),58 lo que llamó la atención de los periodistas y organizaciones de derechos humanos fue otra cosa, a saber, su vínculo sanguíneo con la dirigencia del EPR: los hermanos Cerezo eran, ni más ni menos, hijos de Tiburcio Cruz (Francisco Cerezo) y Elodia Canseco (Emilia Contreras).59 Para desentrañar el significado de este operativo y del nexo biológico que reveló sugerimos contrastar dos lecturas encontradas de los hechos: la de Carlos Montemayor y la del funcionario de la PGR entrevistado en esta investigación.

De acuerdo con el autor de Guerra en el paraíso, la captura de los hermanos Cerezo no fue ni un acierto ni un intento de llegar a la cúpula de las FARP. Ninguno de los detenidos, nos dice Montemayor, era dirigente de este grupo armado y, como ya sabemos, la lógica del espionaje exigía mantener intactas las células clandestinas si éstas no conducían a las “jerarquías más altas”. ¿Por qué, entonces, desbaratar toda una red de infiltración? ¿Para qué transgredir un método que hasta ese momento había dado buenos resultados? Montemayor conjetura que si bien este yerro puede explicarse a la luz de la querencia de Fox por los “golpes publicitarios”, el operativo poseía en sí mismo una intencionalidad más o menos clara: al no encontrar una vía que condujera directamente a la dirigencia del EPR, las autoridades habían decidido acorralar a Tiburcio Cruz y Elodia Canseco hiriéndolos en su costado más débil: el familiar. De esta manera, el verdadero blanco de las detenciones del 13 de agosto no habían sido las FARP, sino su “origen inmediato”, el EPR. Más aún, la aprehensión de los hijos revelaba que al Gobierno “no le importaba reiniciar, en esos tiempos de ‘cambio democrático’, la guerra sucia”.60

Para el funcionario de la PGR, por el contrario, la captura fue un éxito rotundo. Nuestro entrevistado precisó que las autoridades ya habían proyectado ese arresto, toda vez que los hermanos Cerezo no eran estudiantes universitarios comunes ni mucho menos guerrilleros ordinarios, sino todo lo contrario. Desde tiempo atrás, los Cerezo habían sido elegidos para suceder a sus padres en la cúspide del eperrismo, de manera que en el futuro fueran la pieza de recambio óptima del EPR. Vistas así las cosas, el operativo de 2001 habría representado un verdadero golpe estratégico: al “destapar” a los sucesores, al hacer público su oscuro vínculo filial, el Estado había neutralizado su potencial subversivo y dejado al EPR huérfano de herederos.61 Fue, si se nos permite la analogía, como la muerte de Stephen Albert a manos de Yu Tsun en “El jardín de los senderos que se bifurcan”, de Jorge Luis Borges: con el asesinato de Albert, Yu Tsun reveló el nombre de la ciudad inglesa que los alemanes debían bombardear y contrarrestó la ofensiva planeada por Inglaterra contra la línea Serre-Montauban.

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57 Citado en ibíd., p. 28.58 Cinco días antes del operativo, el 8 de agosto de 2001, las FARP habían hecho estallar explosivos en tres sucursales del Banco Nacional de México ubicadas en diferentes puntos de la ciudad de México. Según la averiguación previa 876/D/2001, los hermanos Cerezo se encontraban entre los culpables y por eso se les capturó el 13 de agosto. Véanse PGR, Boletín núm. 550/01, México, 14 de agosto de 2001 (www.pgr.gob.mx/cmsocial/bol01/ago/b55001.html), y Estudio 4769/07, 2 de noviembre de 2008, obtenido de la página del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (www.ifai.org.mx/buscador_ifai/buscar.do). El hipervínculo no aparece completo.59 Ana Lilia Pérez, “Los Cerezo y el EPR” en Contralínea, octubre de 2004 (www.contralinea.com.mx/archivo/2004/octubre/html/portada/cerezo.htm).60 Carlos Montemayor, op. cit., pp. 261-262 y 266. La postura de Montemayor acerca de la filiación guerrillera de los Cerezo es ambigua. En su texto nunca niega que éstos pertenecieran a las FARP; únicamente afirma que en el operativo no se capturó a ningún dirigente de esta organización. Los hermanos Cerezo, por su parte, han negado una y otra vez su pertenencia a cualquier grupo guerrillero.61 Entrevista con funcionario de la PGR, ídem. Surge inevitablemente la duda de si las FARP son una auténtica escisión del EPR o sólo una escisión fachada, y de si no hay más “escisiones” de este tipo.

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Debe observarse, por otro lado, que el Estado no había querido dar un “golpe duro” a los Cerezo, sino simplemente “controlarlos”. Una acción drástica (como podría haber sido el asesinato y no únicamente el arresto) habría resultado contraproducente.62 Esta puntualización del funcionario de la PGR

concuerda por completo con la trama general de la estrategia antieperrista: no la aniquilación del enemigo, sino su neutralización.

Se tratara o no de los sucesores, hubiera o no un retorno de la “guerra sucia”, lo que podemos sacar en claro de este caso es, en primer lugar, que el Estado quiso aprovecharse de la consanguinidad de los hermanos Cerezo para poner –o intentar poner– en jaque a Tiburcio Cruz y Elodia Canseco63 (es decir, que las FARP

apenas interesaron al Ejército y a la PGR en 2001); y, segundo, que pese a su ambigüedad, el operativo de captura no quebrantó –al menos no a cabalidad– los preceptos del espionaje ni los principios de guerra aplicados hasta entonces contra el EPR.

Volvamos ahora a la cuestión que dio origen a esta interpolación y respondamos a una nueva pregunta: ¿hay alguna relación entre la cancelación de los programas de infiltración, el caso de los hermanos Cerezo y los sucesos de 2007? Nuestra respuesta es que sí, y para fundamentarla resaltamos de nuevo las coloraciones familiares que tiñeron el conflicto entre el Estado y el EPR, esta vez a partir de mayo de 2007. Comencemos con Raymundo Rivera Bravo, uno de los detenidos –y presuntos desaparecidos– durante el operativo del 24 de mayo en Oaxaca. Rivera Bravo revestía una importancia especial para la guerrilla, más allá de ser uno de sus militantes y de soliviantar –como es razonable suponer– a algunos de los cuadros más radicales de la APPO: detrás de ese nombre se escondía Gabriel Alberto Cruz Sánchez, un revolucionario de larga data que había participado en el movimiento estudiantil de 1968 con la UABJO y que nutrió las filas del PROCUP-PDLP desde su fundación; Gabriel Alberto era también, como el lector debe haber inferido ya, hermano de Tiburcio Cruz Sánchez.64

En el otro extremo, luego de los estallidos en ductos de Pemex, las corporaciones policiacas y la Sedena intentaron refrenar al EPR reactivando el seguimiento y el acoso a los parientes de Edmundo Reyes Amaya y Raymundo Rivera Bravo –y, por añadidura, de Tiburcio Cruz–. La Sedena fue incluso más lejos y a finales de 2007 envió al subsecretario Tomás Ángeles Dauahare (auxiliado por funcionarios de la Segob y por Alejandro Punaro, un elemento destacado –aunque ya retirado– de la PGR) a encontrar una forma “diplomática” de disuadir al grupo armado por medio de contactos con la Liga Mexicana para los Derechos Humanos (a la que se le solicitó el acceso a los parientes de Rivera Bravo) y de entrevistas con familiares y exmilitantes del PROCUP-PDLP que concurrían en la organización Izquierda Democrática Popular. Ángeles Dauahare tenía la encomienda de hallar un enlace directo con el EPR urdiendo adecuadamente los hilos políticos y biológicos que pudieran conducir a él.65

Finalmente, la familia Cerezo volvió a salir a escena. Mientras Tomás Ángeles llevaba a cabo sus diligencias, los servicios de seguridad dejaron de hostigar a Francisco y Alejandro Cerezo (quien había sido liberado en marzo de 2005), una jugada que se torna comprensible si tomamos en cuenta que, durante las últimas semanas de 2007, el Cisen consideró que un encuentro con Tiburcio Cruz era inminente y que ya entonces –y quizá todavía hoy– los agentes de inteligencia creían que Francisco era el nexo “específico” con el EPR. Señales similares serían enviadas al año siguiente, cuando en marzo Antonio Cerezo fue trasladado del penal de máxima seguridad de La Palma, en el Estado de México, al de Atlacholoaya, en Morelos (el traslado de Héctor se realizó en diciembre de 2007), y cuando el 24 de abril, Alejandro y Francisco recibieron por correo electrónico las últimas amenazas en su contra y una entrevista espuria con Gabriel Alberto Cruz Sánchez, acaso en respuesta al comunicado eperrista del 22 de abril,66 donde la

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62 Ídem.63 Los mismos hermanos Cerezo (incluidos Francisco y Emiliana, que no fueron capturados) parecían estar conscientes de este hecho. En una conversación telefónica entre Antonio y Emiliana, recogida en el documental Seguir Siendo, Alejandro se pregunta (y se responde): “¿Por qué me agarraron? ¿Por qué? A ver… Por nuestro pasado, comprometido con solucionar los problemas sociales. Bueno, y además de eso pues fundamentalmente por nuestros padres, ¿no? Pues por eso, ¿no?”. Véase Seguir Siendo, Emiliano Altuna, Centro de Capacitación Cinematográfica/Bambú Audiovisual, 2005.64 Carlos Montemayor, op. cit., pp. 264-266 y “EPR I” en La Jornada, 14 de julio de 2007.65 Carlos Montemayor, La violencia de Estado…, pp. 266-267.66 Ibíd., pp. 267-269.

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Comandancia General denunciaba la falta de compromiso de Calderón para esclarecer el caso de sus compañeros desaparecidos y negaba de modo tajante haber establecido contacto con el “gobierno ilegítimo” para “evitar nuevos atentados”.67

Las intenciones contingentes y “estructurales” salen, pues, a relucir: el Estado procuró resolver un problema coyuntural –el de 2007– con una mezcla de coacción y cautela que, al mismo tiempo, exhibía un patrón de conducta análogo al de 2001: el acoso a la familia para acercarse a la dirigencia del EPR. Esta carrera rumbo a la cumbre puede detectarse también en la figura de Edmundo Reyes Amaya, quien es probable que ocupara una posición prominente dentro de la guerrilla, a juzgar por la misión que desempeñó en Oaxaca con Rivera Bravo y por la severidad con que el EPR reclamó su vida. Vistos de esta manera, los hechos adquieren mayor nitidez: lo que Fox y Calderón buscaron fue llegar, de una vez por todas, a los líderes de la insurgencia, aunque su proceder fuera torpe y hasta cierto punto perjudicial para los servicios de inteligencia; estuvieron dispuestos a aflojar las riendas de la infiltración y exponerse a los ataques del EPR con tal de lograr rápidamente lo que, pese a su sagacidad, los agentes de Zedillo nunca pudieron conseguir. Es decir, que si el EPR saboteó sin problemas las instalaciones de Pemex en 2007 fue porque, en la búsqueda del talón de Aquiles de la guerrilla, el Gobierno echó por la borda mucho de lo que, desde el punto de vista de la contrainsurgencia, se había conseguido en el pasado.68

Pero si Fox y Calderón infligieron –o creyeron infligir– un par de dolorosas estocadas, y si el EPR

descubrió fisuras en el aparato de espionaje, ¿por qué nadie se aventuró a dar el siguiente paso y dañar de muerte a su enemigo? Nuestro entrevistado de la PGR observó que, por ahora, ambos bandos están constreñidos por el crimen organizado: si el Estado agrede, corre el riesgo de que los activistas de derechos humanos lo acusen de reprimir movimientos sociales so pretexto de combatir a los narcotraficantes, lo cual haría del EPR un mártir y le redituaría simpatizantes; si la guerrilla ataca, se expone a ser asociada con bandas de criminales, pues el tráfico de armas y drogas es intenso en las zonas rurales en las que opera, amén de que, en la actualidad, la sociedad mexicana repudia cualquier acto de violencia.69 Decir, por tanto, que hay vencedores y vencidos se antoja poco menos que imposible. La estrategia contrainsurgente, ciertamente, ha alcanzado su cometido, pero el EPR, menguado y todo, continúa como el león que se agazapa para saltar.

CONTRAINSURGENCIA EN AMÉRICA DEL NORTE. EL APOYODE ESTADOS UNIDOS

Prolegómenos e historia

Hasta aquí el análisis de la forma en que ciertos principios estratégicos de procedencia estadounidense, combinados con algunos de los viejos métodos antiguerrilla mexicanos, orientaron el conflicto contra el “enemigo interno” desde 1994. Ahora ocupémonos de otro aspecto esencial de esta contienda: el apoyo material que Estados Unidos ha brindado a nuestro país para conjurar el fantasma de la revolución. Antes de entrar en materia será necesario examinar brevemente los mecanismos de esa ayuda en el pasado.

Cuando los disturbios sociales arreciaron y los jerarcas del sistema político mexicano sintieron amenazada su autoridad, el auxilio de Estados Unidos –que ya para entonces, como parte de su política de contrainsurgencia, “socorría” a todas las naciones “infectadas” de comunismo– se hizo presente con armas y entrenamiento. En 1960, por ejemplo, después de que 15 estados de la república fueran sacudidos por motines

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67 Comandancia General del EPR, comunicado del 22 de abril de 2008 (www.cedema.org/ver.php?id=2575).68 Esto estaría acorde con la tendencia de Fox a la pirotecnia mediática –en este caso, por la rápida victoria sobre los grupos subversivos– en detrimento de la eficacia global de las políticas públicas; y con la explícita y acentuada estrategia de Calderón de capturar a las cabezas de las organizaciones criminales, bajo el supuesto de que con esos “golpes duros” los cárteles terminarán convirtiéndose en grupúsculos de delincuentes insignificantes. El gobierno calderonista bien podría haber intentado cortar cabezas guerrilleras de la misma manera que ha decapitado a cárteles de la droga. Acerca de la estrategia de Calderón contra el crimen organizado, véase Eduardo Guerrero Gutiérrez, “La raíz de la violencia”, ídem.69 Entrevista con funcionario de la PGR, ídem.

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rurales y urbanos, el gobierno de Adolfo López Mateos adquirió un extenso lote de armamento individual estadounidense (12 950 fusiles y ametralladoras);70 y entre 1959 y 1966, cerca de 375 oficiales mexicanos se entrenaron en Estados Unidos, la mayoría de ellos en los centros de adiestramiento contrainsurgente más emblemáticos del continente, como Fort Bragg y la Escuela de las Américas.71 Para 1966, un año después del asalto al cuartel Madera, el repunte de este flujo ya era notorio, pues solo ese año fueron instruidos 89 mexicanos en el país vecino72 (Miguel Nazar Haro, quien unos meses atrás había creado el Grupo de Investigaciones Especiales C-047 –baluarte del combate a la guerrilla en México–, fue uno de ellos).73

La tendencia se mantuvo constante. En 1967, a instancias de Gustavo Díaz Ordaz, Guillermo Urquijo (director de Seguridad Estatal de Nuevo León) y dos de sus colaboradores más cercanos viajaron a Estados Unidos para tomar un curso que incluía visitas a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) y a otras corporaciones de seguridad estadounidenses con la encomienda de crear, a su regreso, una organización policial que terminara con los problemas estudiantiles y otros desórdenes instigados por los “comunistas”.74 Ese mismo año fueron creadas la Escuela Militar de Caballería y la Escuela Militar de Infantería, Artillería, Zapadores y Servicios, instituciones que sin duda contaron con la asesoría de los oficiales recién egresados de las academias estadounidenses.75 Ya con Luis Echeverría como presidente, el FBI

colaboró en el adiestramiento de varios policías mexicanos y Washington se hizo cargo, en secreto, del entrenamiento de algunos grupos paramilitares.76 La sinergia apenas encontró obstáculos: Richard Nixon respondió con presteza a las solicitudes de ayuda de Luis Echeverría, y éste, por su parte, aceptó gustoso las ofertas de apoyo contrainsurgente.77

Paradójicamente, mientras esto sucedía el Gobierno mexicano exacerbaba el nacionalismo al culpar a sus opositores de estar al servicio de Cuba, la URSS, el Vaticano o la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), es decir, achacando el descontento popular y los problemas del país a los “malos mexicanos” y a los esbirros del extranjero.78 Pero, aunque el suyo era un nacionalismo contrahecho (desde los tiempos de Plutarco Elías Calles el Gobierno mexicano siempre había respaldado al de Estados Unidos en los asuntos más importantes),79 Díaz Ordaz y Echeverría jamás adoptaron la doctrina de la seguridad nacional ni admitieron en público que Washington los asistía en su guerra contra la insurgencia. Semejante reserva tenía fundamentos: era de sobra conocido que en el contexto de la guerra fría, abrazar la doctrina de la seguridad nacional implicaba sancionar el derecho de Estados Unidos a intervenir en los asuntos propios, en especial cuando los movimientos de izquierda, estuvieran armados o no, se desbordaban y “amenazaban” con desestabilizar a la nación aliada. La renuencia del régimen fue, así, una forma de preservar la soberanía de la nación,80 amén de que, por otro lado, nadie en Los Pinos quería dar pábulo a que la izquierda se radicalizara a causa de una mayor cooperación con Estados Unidos.81

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70 José Luis Piñeyro, “Las Fuerzas Armadas y la contraguerrilla rural en México: pasado y presente”, op. cit., p. 79.71 Tres militares mexicanos que tuvieron una destacada participación en 1968, infiltrando o persiguiendo a los líderes del movimiento estudiantil, egresaron de esta Escuela: el capitán Rodolfo Alvarado Hernández, en 1955; el mayor Javier de Flon González, en 1957, y el coronel Jesús Castañeda, en 1967. Véase Femospp, “Informe General”, op. cit., capítulo 11, pp. 20-2172 José Luis Piñeyro, ídem.73 Sergio Aguayo Quezada, La charola…, p. 125.74 Femospp, op. cit., p. 19.75 José Luis Piñeyro, op. cit., pp. 79-80.76 Femospp, ídem.77 Gerardo Lissardy, “Las huellas criminales de Echeverría” en Proceso, núm. 1 316, 20 de enero de 2002, p. 10.78 Sergio Aguayo Quezada, La charola, p. 122.79 Sergio Aguayo Quezada, El panteón de los mitos, México, Grijalbo/ El Colegio de México, 1998, pp. 62-65.80 Sergio Aguayo Quezada y John Bailey, “Estrategia y seguridad en las relaciones México-Estados Unidos” en Sergio Aguayo Quezada y John Bailey (coord.), Las seguridades de México y Estados Unidos en un momento de transición, pp. 14-15.81 El gobierno mexicano también mantenía relaciones diplomáticas con los países progresistas para, entre otras cosas, evitar que éstos opinaran sobre los asuntos internos de México o intervinieran en ellos. Un ejemplo paradigmático es Cuba, a quien siempre se respaldó en la arena internacional a cambio de que no fomentara rebeliones en México ni apoyara a los grupos radicales. Véase Sergio Aguayo Quezada, La charola…, pp. 107-110.

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Surge de inmediato la duda de por qué en plena paranoia anticomunista, en una época en la que Estados Unidos reaccionaba con violencia ante cualquier conato de revolución, Washington toleró que México no estrechara con él sus relaciones de seguridad e incluso se permitiera ciertos desplantes “progresistas”, como la relativa independencia de su política exterior, la ya citada resistencia a la doctrina de la seguridad nacional y el tercermundismo militante de Luis Echeverría. La respuesta es sencilla: los estadounidenses sabían perfectamente que el nacionalismo era uno de los pilares de la legitimidad del régimen priista; que, pese a su retórica incendiaria, en Los Pinos y Tlatelolco no había más que tigres de papel y que era preferible tolerar a un aliado patriotero si eso garantizaba la estabilidad en la frontera sur.82

Recapitulando, Estados Unidos respaldó la contrainsurgencia en México con armas y entrenamiento;83 esa asistencia, sustentada en un entendimiento binacional mutuo –aunque tácito y jamás oficializado– se mantuvo en grados de interacción relativamente modestos que, sin embargo, satisfacían los intereses perentorios de Washington en la región y garantizaban la legitimidad y estabilidad del régimen priista. ¿Sobrevivió este “sistema” al fin de la primera etapa de la contrainsurgencia en América del Norte? ¿Alguno de sus mecanismos resurgió con la aparición del EZLN y el EPR o, por el contrario, Washington y Los Pinos dieron a luz un nuevo sistema de cooperación después de 1994? Como demostraremos en las páginas que vienen, los mecanismos básicos de la asistencia de Estados Unidos a México se mantuvieron intactos; lo que cambió –y de manera drástica– fue el volumen de esa asistencia y la forma en que ambas naciones manejaron su alianza entre ellas y frente a la opinión pública.

LAS CLAVES DE LA ASISTENCIA. DCS, FMS , IMET Y SECCIÓN 1004

Al igual que en el pasado, el puntal de la segunda etapa de la contrainsurgencia en América del Norte ha sido la dotación de armas y adiestramiento a las autoridades mexicanas por parte de Estados Unidos. No obstante, elaborar una lectura precisa de ese respaldo material es labor que puede hacerse sólo mediante inferencias, pues aunque se dispone de buen cúmulo de información estadística (casi toda ella de factura estadounidense), no sabemos cabalmente quiénes impartieron los cursos, qué oficiales mexicanos asistieron a ellos y cuáles fueron sus misiones posteriores. Más aún, la línea que separa a la contrainsurgencia de las operaciones antinarcóticos es a veces imperceptible, y no resulta claro cuándo los pertrechos y conocimientos adquiridos en Estados Unidos fueron utilizados para combatir a la guerrilla y cuándo para perseguir a los cárteles de la droga. De esto último me ocuparé más adelante. Primero analizaremos los programas estadounidenses de adiestramiento y venta de armas al exterior, ya que en ellos se localizan las claves para comprender qué implica la ayuda de este país y cuáles son sus alcances.

Tres son los programas que destacan: el de Ventas Comerciales Directas (DCS) y el de Ventas Militares al Extranjero (FMS) para la venta de equipo, armamento y otros artículos y servicios de defensa (que eventualmente pueden incluir el entrenamiento); y el programa de Educación y Entrenamiento Militar Internacional (IMET) para el rubro de la instrucción.84 A estos programas habría que añadir la sección 1004 de la Ley de Autorización de la Defensa Nacional, que si bien corresponde a los ámbitos de aplicación de la ley y lucha antinarcóticos, también representa una de las principales fuentes de recursos para el adiestramiento de militares latinoamericanos.

El DCS y el FMS tienen un importante denominador común, que es, al mismo tiempo, su punto de partida: cualquier país que desee hacer una compra a través de ellos debe aceptar de manera previa los “requisitos de elegibilidad” estipulados en la sección 505 de la Ley de Ayuda al Exterior. Estos requisitos establecen, entre otras cosas, que los artículos adquiridos no podrán ser utilizados por nadie que no sea un oficial, funcionario o agente del país comprador; tampoco podrán ser prestados o donados a otras naciones

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82 Sergio Aguayo Quezada, El panteón de los mitos…, pp. 143-145 y 302-305.83 La CIA también proporcionaba informes diarios de inteligencia al presidente de México –cuando menos a Gustavo Díaz Ordaz–, pero la evidencia documental indica que se trataba de escritos intrascendentes. De ahí que no los incluyamos en este esquema. Véase Sergio Aguayo Quezada, La charola…, p. 105.84 Las siglas corresponden al inglés: Direct Commercial Sales (DCS), Foreign Military Sales (FMS) e International Military Education and Training (IMET).

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por ningún concepto, ni empleados para fines distintos de aquellos para los cuales fueron solicitados. Además, los países compradores deben permitir la observación y evaluación continua de Estados Unidos, y si el presidente de este país lo estima conveniente, proporcionar información relacionada con el uso de las adquisiciones. La sección 505 también faculta al presidente para exigir que las compras sean devueltas si, a su parecer, el adquisidor ha dejado de necesitarlas.85 En otras palabras, la Ley de Ayuda al Exterior asegura a Washington un control casi total sobre los productos militares que venden las empresas estadounidenses y, de paso, condiciona el comportamiento de quienes los compran. En ciertas circunstancias, las ventas pueden convertirse incluso en una simple forma de arrendamiento.

Ahora bien, ¿en qué consisten exactamente el DCS y el FMS? El DCS es el programa del DE que regula las ventas de las compañías privadas estadounidenses al exterior. Aunque en esta modalidad la transacción se hace directamente entre el país interesado y la compañía ofertante, toda venta requiere de una licencia de exportación emitida por el Departamento de Controles Comerciales de Defensa de la Oficina de Asuntos Político-Militares del DE. Si el valor de los artículos o servicios supera los 50 millones de dólares o si el monto del equipo de defensa mayor86 excede los 14 millones, el Congreso de Estados Unidos debe ser notificado de las características de los productos a venderse, del país que habrá de recibirlos y de la cantidad de personal del Gobierno estadounidense que será necesario enviar al país adquisidor con el fin de que éste pueda utilizar de forma adecuada los artículos. Analizada la notificación, los legisladores deben aprobar (o rechazar) la licencia.87

Pero que la transacción sea aprobada no significa que el producto vaya a llegar a su destino. Las licencias duran cuatro años y durante ese lapso las entregas pueden ser retrasadas o canceladas (el DE

calcula que sólo la mitad de las licencias son entregadas). Aun así, muchos gobiernos prefieren el DCS

porque las operaciones suelen ser más rápidas que con el FMS, y porque, hasta cierto punto, el DCS no obliga a los compradores a transparentar sus operaciones.88

Por su parte, el FMS regula las ventas de gobierno a gobierno, es decir, aquellas en las que el Pentágono media entre el país interesado y la compañía ofertante. Bajo esta modalidad, el Departamento de Defensa (DOD, por sus siglas en inglés) se hace cargo del manejo de las compras, la logística y la entrega, y con frecuencia provee al adquisidor de entrenamiento y ayuda para optimizar la utilización del producto. El proceso de negociación, concreción y entrega de la venta es tardado y está lleno de escollos burocráticos, pues una venta FMS debe pasar por al menos tres instancias: las Organizaciones de Asistencia para la Seguridad (OAS), personal militar destacado en las embajadas estadounidenses que promueve las ventas, informa y asesora a sus anfitriones y ulteriormente gestiona la transacción; el DE, que aprueba o rechaza el inicio de las operaciones, y el Pentágono, cuyo personal debe negociar los términos de la venta. Dependiendo del precio de los artículos, servicios de diseño y construcción o equipos de defensa mayor, el Congreso también puede ser notificado y su consentimiento requerido.89

Que un país opte por este programa puede obedecer a varias razones: el FMS “garantiza” la transparencia de la transacción (el registro de las ventas es público) así como el acercamiento entre los militares del país adquisidor y sus pares estadounidenses, ya que el contacto entre ellos es permanente a lo largo de todo el proceso de compraventa (en ocasiones incluso después, si el DOD suministra el ya citado apoyo); el adquisidor, asimismo, se “libera” de todos los procedimientos burocráticos (que recaen en el personal del Pentágono) y a

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85 Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes y Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Legislation on Foreign Relations Through 2002, volúmenes I-A de los volúmenes I-A y I-B, Washington, Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes y Comité de Relaciones Exteriores del Senado, 2003, pp. 246-250 (www.usaid.gov/policy/ads/faa.pdf). Véanse también Just the Facts, “Direct Commercial Sales: Program Description”, 2012 (http://justf.org/Program?program=Direct_Commercial_Sales); y “Foreign Military Sales: Program Description”, 2012 (http://justf.org/Program?program=Foreign_Military_Sales).86 Cualquier artículo que se encuentre en la Lista de Municiones de Estados Unidos y cuyo costo de investigación y desarrollo sea de al menos 50 millones de dólares o que tenga un costo total de producción de por lo menos 200 millones. Véase Just the Facts, “Foreign Military Sales…”, ídem.87 Just the Facts, “Direct Commercial Sales…”, ídem.88 Ídem.89 Just the Facts, “Foreign Military Sales…”, ídem.

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menudo gasta menos que en una compra DCS, a pesar del “recargo administrativo” de 3% que se añade al precio final para cubrir parte de los honorarios de las OAS y de los gestores del DOD.90

En cuanto al rubro de la instrucción, el IMET es el programa tradicional de adiestramiento para militares y civiles extranjeros. Por medio de él, Washington ofrece una serie de becas para que sus homólogos envíen al personal de su elección a alguno –o algunos– de los dos mil cursos impartidos en las academias estadounidenses de educación marcial, los cuales incluyen asignaturas muy variadas que van de la contrainteligencia y la reparación de helicópteros a los sistemas de justicia militar. El IMET es supervisado por el Pentágono y el DE, y apunta lo mismo al fomento de las relaciones de seguridad entre Estados Unidos y otros países que al “mejoramiento de las habilidades” de las naciones que han adquirido artículos y servicios de defensa estadounidenses.91

Finalmente, la sección 1004 de la Ley de Autorización de la Defensa Nacional es, como adelantábamos líneas arriba, un complemento del programa de interdicción de drogas por tierra y por mar que el Código de Estados Unidos delega en el DOD. La sección 1004 autoriza al Pentágono para que destine una porción de su presupuesto a la capacitación de agencias nacionales y extranjeras de aplicación de la ley; y, a diferencia del Código, le permite proveer a las fuerzas de seguridad de otros países (incluidas las policiales) de entrenamiento y asistencia antinarcóticos. Naturalmente, algunos de los tipos de ayuda que brinda esta sección se avienen con las necesidades de la contrainsurgencia: el reconocimiento aéreo y terrestre, la inteligencia y la reparación y mantenimiento de equipo, por citar algunos ejemplos.92

Está claro ahora que la asistencia de Estados Unidos no se reduce a una simple operación mercantil ni constituye un acto de beneficencia internacional. El DCS y el FMS suponen, según se ha visto, un espaldarazo del Congreso y del Gobierno de Estados Unidos, una aprobación legal y, por tanto, legítima y legitimadora, de los planes del país comprador. Dicho de otro modo, las ventas DCS y FMS son, en el fondo, actos esencialmente políticos: nada podría llevarse a efecto si Washington no lo consintiera antes. Los casos del IMET y la sección 1004 son todavía más claros, pues se trata de apoyos que Estados Unidos concede expresamente y por cuenta propia a quienes cree que los necesitan o que merecen su respaldo.

En suma, y pasando ya a la cuestión que nos concierne, podemos afirmar que Estados Unidos está políticamente de acuerdo con la guerra contra la insurgencia en México, y que manifiesta ese beneplácito asistiendo materialmente a sus aliados mexicanos mediante programas como el DCS, el FMS, el IMET y la sección 1004. Por lo demás, nada de lo que concede Estados Unidos escapa de su control, dadas las férreas cláusulas de evaluación y vigilancia estipuladas en la Ley de Ayuda al Exterior, ni se utiliza para actividades que no comulguen con la preceptiva antiguerrilla estadounidense, controles que, dicho sea de paso, ni siquiera se habrían necesitado en México, toda vez que los estrategas mexicanos incorporaron voluntariamente esos preceptos a su maquinaria contrainsurgente y los aplicaron en su guerra contra el EZLN y el EPR.

Pues bien, aclarado lo anterior, ¿cuáles son las características concretas del apoyo material que el Estado mexicano ha recibido para conjurar al fantasma de la revolución? Responderemos a esta interrogante en el siguiente apartado.

ARMAMENTO, INSTRUCCIÓN Y ALIANZAS. CARACTERÍSTICASDE LA ASISTENCIA93

Contrario a lo que pudiera pensarse, la asistencia material de Estados Unidos no cesó con el fin de la primera etapa de la contrainsurgencia en México. Antes bien, experimentó un notable incremento a causa de los sucesos ya referidos en el capítulo 3, a saber, el ascenso del narcotráfico en nuestro país (y su penetración cada vez más honda y evidente en las altas esferas del poder político y militar) y la posible existencia de un grupo

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90 Ídem.91 Just the Facts, “International Military Education and Training: Program Description”, 2012 (http://justf.org/Program?program=International_Military_Education_and_Training).92 Just the Facts, “Section 1004 Counter-Drug Assistance: Program Description”, 2012 (http://justf.org/Program?program=Section_1004_Counter-Drug_Assistance).93 Una nota acerca de las estadísticas y algunos cuadros complementarias puede encontrarse en el anexo de esta investigación.

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guerrillero en la selva chiapaneca. Hay que recordar que ya para entonces la GBI había dado un vuelco importante y que Estados Unidos había incluido entre sus prioridades el combate al trasiego de drogas en el hemisferio occidental, por lo que aun sin amenazas “comunistas” de por medio, Washington tenía motivos para preocuparse por la seguridad y estabilidad de nuestro país.

La prenda más elocuente de este repunte se localiza, de nueva cuenta, en el ámbito de la instrucción: entre 1981 y 1995, 1 448 militares mexicanos se entrenaron en Estados Unidos gracias a los fondos del IMET y a las compras oficiales realizadas por vía del FMS. Los soldados mexicanos recibieron adiestramiento en materias propias de la contrainsurgencia y la guerra antinarcóticos, tales como desminado, inteligencia naval y aérea, inteligencia militar, operaciones psicológicas, operaciones antidroga y formación de oficiales;94 pero más importante que el contenido de los cursos es el crecimiento exponencial de la asistencia: como se dijo líneas arriba, entre 1959 y 1966 alrededor de 375 oficiales mexicanos fueron adiestrados en los institutos marciales de Estados Unidos, lo cual suponía ya un incremento histórico del volumen de entrenamiento. Si comparamos ese periodo con el de 1981 a 1995 (14 años, tan sólo el doble de tiempo) notaremos que dicho volumen aumentó casi 400%, a pesar de que la guerrilla estaba prácticamente aniquilada y de que sólo hasta 1994 se presentó una verdadera crisis de inestabilidad: la irrupción del EZLN, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la devaluación del peso.

Sin embargo, estos números palidecerían frente a lo que vendría después. Durante los años álgidos del EZLN y el EPR, esto es, entre 1995 y 1998, el incremento de la asistencia no sería notable, sino radical. En 1997, por ejemplo, 1 500 efectivos de los GAFE fueron instruidos en Estados Unidos, superando en un solo año (y en un solo rubro, el de las fuerzas especiales) cualquier marca histórica precedente. En 1997 el DOD dispuso, mediante la sección 1004, 28 millones 905 mil dólares para el entrenamiento de los GAFE, y 20 millones 70 mil dólares más en 1998. Ya antes, en 1996, México se había distinguido por ser el país latinoamericano con más estudiantes matriculados en la Escuela de las Américas (176), estadística que apenas sorprende si consideramos que ese mismo año la administración Clinton destinó 2.2 millones de dólares de apoyo antinarcóticos a México y 8 millones, es decir, otro incremento de casi 400%, al año siguiente.95 A lo largo de este periodo y hasta el año 2000, justo en la antesala del “fin” del conflicto con el EZLN y la cancelación de los programas de infiltración de grupos armados del Cisen, predominaron los cursos y las armas relacionados con la contrainsurgencia y la guerra antidrogas por igual. Examinemos esto último con detenimiento.

Las adquisiciones de equipo y armamento realizadas por México a través del DCS entre 1996 y 2000 se concentraron en los siguientes artículos: rifles AR-15 y M-16 (célebres por su papel en la guerra de Vietnam), carabinas, granadas, lanzagranadas, bombas de fragmentación y productos químicos antidisturbios; materiales, todos éstos, ideales para atacar blancos específicos ocultos o guarecidos en zonas de difícil acceso como selvas y montañas, o para provocar daño letal a personas, vehículos blindados e inmuebles en poco tiempo y con economía de movimientos; para la identificación del enemigo a distancia y el desciframiento anticipado de sus planes y objetivos (elementos indispensables en las labores de inteligencia), codificadores de voz, piezas para equipo satelital, máquinas criptográficas, sistemas de búsqueda infrarrojos, equipo de visión nocturna y equipo para detección de bombas; por último, con miras a la optimización de las flotas de ala fija y el transporte de tropas, equipo complementario para helicópteros y piezas adicionales así como refacciones para aeronaves F-16, C-130, F-5 y T-33.96 Una prueba de la utilización de algunos de estos artículos en la guerra contra la insurgencia puede hallarse en los testimonios del subcomandante Marcos, para el caso de los rifles AR-15,97 y de los comandantes eperristas Antonio y Santiago, para el caso de los sistemas infrarrojos.98

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94 Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, pp. 265-266. En la página web de Just the Facts se encuentran disponibles los datos sobre adiestramiento y ventas de Estados Unidos a México, pero sólo a partir de 1996 (en algunos casos a partir de 1998), por lo que no me ha sido posible identificar los cursos correspondientes al IMET y los correspondientes al FMS para el periodo 1981-1995.95 Ibíd., pp. 270-272.96 Just the Facts, “Arms and Equipment Sold to Mexico through Direct Commercial Sales”, 2012 (http://justf.org/Sales_Detail?program=Direct_Commercial_Sales&country=Mexico).97 Subcomandante Marcos a Juan Gelman, 5 de enero de 2000 (http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/2000/2000_01_05.htm).98 Maribel Gutiérrez, Violencia en Guerrero, México, La Jornada Ediciones, 1998, p. 242.

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Las compras en este mismo rubro hechas por medio del FMS revelan una preferencia por las piezas de repuesto para aeronaves y equipos de comunicaciones, y también, aunque en menor medida, por los componentes de municiones (cartuchos, proyectiles, carcasas, cebadores), la administración de la logística, la asistencia técnica y las operaciones de suministro.99 Es de hacer notar, asimismo, que, al igual que el DCS y el FMS, el programa de Artículos de Defensa en Exceso (EDA, por sus siglas en inglés) despunta en el panorama de la ayuda estadounidense, no obstante su pérdida de relevancia posterior al año 2000. Mediante el EDA, Washington puede transferir o vender a bajo costo pertrechos que las fuerzas armadas estadounidenses ya no necesitan y que en su mayoría están relacionados con vehículos, aeronaves de carga y barcos de segunda mano.100 Ésa fue precisamente la clase de artículos que México adquirió por concepto del EDA entre 1996 y 2000: fragatas, barcos, granadas de mano, municiones de 20 mm, muelles de reparación, plataformas oceánicas de construcción, etcétera.101

En los cuadros 1 y 2 el lector podrá apreciar que, en lo concerniente a sus canales de compra, México ha privilegiado –por mucho– el DCS, y que un nuevo repunte, también radical, de las adquisiciones asoma a partir de 2006, año de inicio de la “guerra” de Felipe Calderón contra el crimen organizado. A esa guerra y a ese incremento habremos de aludir más adelante. Concentrémonos ahora en el rubro del entrenamiento.

Cuadro 1Armas y equipo vendidos por Estados Unidos a México, 1996-2004

(en dólares)

Cuadro 2Armas y equipo vendidos por Estados Unidos a México, 2006-2010

(en dólares)

Siglas (para ambos cuadros): (DCS) Ventas Comerciales Directas, (FMS) Ventas Militares al Extranjero, (EDA) Ventas de Artículos de Defensa en Exceso. Las siglas corresponden a los nombres originales en inglés.Fuente (para ambos cuadros): Just the Facts, “Arms and Equipment Sold to Mexico, All Programs, 1996-2013” (http://justf.org/Country?country=Mexico&year1=1996&year2=2013&funding=All+Programs&x=52&y=11).

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99 Just the Facts, “Arms and Equipment Sold to Mexico through Foreign Military Sales”, 2012 (http://justf.org/Sales_Detail?program=Foreign_Military_Sales&country=Mexico).100 Just the Facts, “Excess Defense Articles: Program Description”, 2012 (http://justf.org/Program?program=Excess_Defense_Articles).101 Just the Facts, “Grant aid to Mexico through Excess Defense Articles”, 2012 (http://justf.org/Program_Detail?program=Excess_Defense_Articles&country=Mexico).

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La instrucción de oficiales mexicanos trasluce de manera aún más nítida el cariz contrainsurgente del apoyo estadounidense. En el Centro de Guerra Especial John F. Kennedy, emplazado en Fort Bragg, Carolina del Norte, el adiestramiento de mexicanos se caracterizó, a lo largo de 1998 y 1999, por la impartición de cursos diseñados para fuerzas especiales: asuntos civiles, paracaidismo, manejo de armas e ingeniería de sargentos (que, entre otras cosas, abarca técnicas de demolición, construcción de fortificaciones, topografía, reconocimiento, acción cívica y tácticas y técnicas de guerra para operaciones de infantería). Los principales beneficiarios de la capacitación fueron, desde luego, los GAFE –en particular sus brigadas de fusileros paracaidistas– y, junto con ellos, los batallones de infantería, los batallones aerotransportados y la Armada. Aunque no hay datos disponibles para 1996 y 1997, cabe suponer que ya entonces (y aun antes, desde 1994) se seguía esa línea de adiestramiento, pues fue precisamente entre 1994 y 1998 que las fuerzas especiales mexicanas crecieron de manera exponencial. El entrenamiento en Fort Bragg redujo considerablemente después de 2001 y la fuente primordial de recursos consignada para el periodo contabilizado (1998-2009) fue el IMET.102

En lo que atañe a sus egresados, Mario Renán Castillo es, quizá, el mejor “aval” de la eficiencia y calidad educativa de Fort Bragg: gracias a lo aprendido en sus aulas (el comandante egresó del JFK con el título de doctor en psicología militar), Renán Castillo pudo hacerse cargo de la VII Región Militar y conducir con eficacia la campaña contra el EZLN.103

En el otro gran centro de educación contrainsurgente de Estados Unidos, el WHINSEC (la otrora Escuela de las Américas), ubicado en Fort Benning, Georgia, la capacitación se enfocó en las operaciones cívico-militares, psicológicas, de combate personal y antinarcóticos, así como en el manejo de recursos, la formación de instructores y los oficiales de inteligencia. Los datos parten de 1998 (y se extienden hasta 2009), pero, por los motivos ya expuestos, es razonable suponer que una idéntica pauta de entrenamiento fue aplicada desde 1994. Luego de 2001, la fisonomía de la instrucción fue cambiando poco a poco hasta adquirir rasgos preponderantemente antinarcóticos y antiterroristas; y, como en el caso de Fort Bragg, el programa base del adiestramiento en el WHINSEC ha sido el IMET.104

Vale la pena mencionar, por último, la enseñanza en la Academia Interamericana de las Fuerzas Aéreas (IAAFA, situada en la base de Lackland, Texas) y en el Centro de Aviación del Ejército (AAC, emplazado en Fort Rucker, Alabama);105 ambos figuran en los primeros puestos de las instituciones más concurridas por militares y policías mexicanos (primero y sexto lugares, respectivamente; véase cuadro 3)106 y se apoyan en la sección 1004 para financiar sus actividades.107 La IAAFA se ha distinguido, de 1998 a 2009, por brindar gran variedad de cursos relacionados con aspectos técnicos para el manejo y el mantenimiento de aeronaves; entre otros, el uso de transceptores, instrumentos de aviónica y sistemas de información, y la reparación e ingeniería técnica y eléctrica para aviones C-130 y F-5 y motores T-56 y T-53. En años recientes también se han añadido a su lista el Estado de Derecho, la disciplina militar y las fuerzas de protección antiterrorista.108 Por su lado, la AAC ha distribuido el grueso de sus cursos en los bienios 1998-1999 y 2008-2009, pero con un mismo denominador: la

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102 Just the Facts, “Trainees at JFK Special Warfare Center (Fort Bragg, North Carolina) from Mexico between 1996 and 2013”, 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?training_institution=JFK_Special_Warfare_Center&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).103 Isaín Mandujano, “Los “contras” de Chiapas…”, ídem, y Darrin Wood, “Grupos paramilitares en Chiapas. Bajo la doctrina de Fort Bragg”, ídem.104 Just the Facts, “Trainees at Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (Fort Benning, Georgia) from Mexico b e t w e e n 1 9 9 6 a n d 2 0 1 3 ” , 2 0 1 2 ( h t t p : / / j u s t f . o r g / I n s t i t u t i o n _ D e t a i l ?training_institution=Western_Hemisphere_Institute_for_Security_Cooperation&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).105 Las siglas corresponden a los nombres en inglés: Inter-American Air Forces Academy (IAAFA) y Army Aviation Center (AAC).106 Just the Facts, “U.S. Institutions that Trained Personnel from Mexico, All Programs, 1996-2013”, 2012 (http://justf.org/Country?country=Mexico&year1=1996&year2=2013&funding=All+Programs&x=84&y=8).107 Just the Facts, “Trainees at Inter-American Air Forces Academy (Lackland Air Force Base, Texas) from Mexico between 1996 and 2013”, 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?training_institution=Inter-American_Air_Forces_Academy&country=Mexico&year1=1996&year2=2013); y “Trainees at Army Aviation Center (Fort Rucker, Alabama) from Mexico between 1996 and 2013”, 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?training_institution=Army_Aviation_Center&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).108 Just the Facts, “Trainees at Inter-American…”, ídem.

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capacitación para reparar, pilotar y administrar los helicópteros UH-1 y UH-60.109 Dicho de otro modo, la instrucción en las dos academias ha servido para apuntalar el desarrollo de las fuerzas especiales mexicanas y de las flotas de ala fija y rotativa.

Cuadro 3Instituciones estadounidenses que han entrenado a personal mexicano

(todos los programas), 1996-2010

Siglas: (a) Academia Interamericana de las Fuerzas Aéreas; (b) Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa; (c) Centro de Lengua Inglesa del Instituto de Lengua de la Defensa; (d) Sección de Asuntos sobre Narcóticos; (e) Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad; (f) Centro de Aviación del Ejército; (g) Centro de Guerra Especial John F. Kennedy; (h) Centro de Entrenamiento de la Guardia Costera; (i) Escuela de Electrónica Avanzada y Técnica Básica; (j) Escuela de Logística de Aviación del Ejército. Las siglas corresponden a los nombres originales en inglés. Sólo se incluyen las primeras diez instituciones y se contabilizan todos los programas estadounidenses de ayuda y ventas al exterior.

Fuente: Just the Facts, “U.S. Institutions that Trained Personnel…”, ídem.

Entre los centros de instrucción más concurridos por mexicanos figuran también dos instituciones que no analizaré con detalle pero que es necesario referir: el Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa (CHDS) y la Sección de Asuntos sobre Narcóticos (NAS).110 El CHDS comenzó a adquirir relevancia a partir de 2006, lo que es comprensible si tomamos en cuenta que su propósito es armonizar las políticas de seguridad y defensa de Estados Unidos y sus aliados y que los cursos referentes a cooperación regional –con Centroamérica y el Caribe–, coordinación interinstitucional y antiterrorismo han predominado en la lista de asignaturas para mexicanos (funcionarios públicos, militares, periodistas y académicos por igual).111 En el otro extremo, la NAS es la agencia de la embajada estadounidense que se encarga de coordinar todos los proyectos relacionados con la Iniciativa Mérida.112 Su auge, como el del CHDS, se debe a la guerra del gobierno de Calderón contra el crimen organizado y a la consecuente intensificación de las relaciones de seguridad entre ambos países.

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109 Just the Facts, “Trainees at Army Aviation…”, ídem.110 Las siglas corresponden, desde luego, a las originales en inglés: Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) y Narcotics Affairs Section (NAS).111 Just the Facts, “Trainees from Mexico via Center for Hemispheric Defense Studies”, 2012 (http://justf.org/Training_Detail?program=Center_for_Hemispheric_Defense_Studies&country=Mexico).112 Just the Facts, “Trainees at Narcotics Affairs Section (Miami) from Mexico between 1996 and 2013”, 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?training_institution=Narcotics_Affairs_Section&country=Mexico&year1=1996&year2=2013), y Embajada de Estados Unidos en la ciudad México, “Offices”, 2012 (http://mexico.usembassy.gov/eng/offices.html).

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Con esto hemos llegado al puerto de entrada de otra cuestión igual de importante: la de los pactos binacionales. Como anotábamos al principio de este apartado, la segunda etapa de la contrainsurgencia en América del Norte se ha caracterizado no sólo por el notable incremento del volumen de la asistencia, sino también por la evolución de la alianza binacional que lo sustenta. En efecto, desde mediados de la década de 1990, México y Estados Unidos han modificado sustancialmente sus relaciones a través de dos modalidades de acercamiento: una, la más tangible y mensurable, cifrada en acuerdos públicos e institucionales que tienen como meta la regulación de los intercambios regionales en materia de seguridad; y otra, menos cuantificable pero de mayor envergadura, que remite a una actitud positiva, oficialmente sancionada y públicamente alentada, hacia la cooperación bilateral.

En la base de ambas modalidades se encuentra el portentoso viraje de la posición de las élites mexicanas frente a Estados Unidos y el consecuente cambio de rumbo de la política económica interna. Carlos Salinas, y con él un destacado grupo de tecnócratas que aún hoy ejercen un considerable influjo en la trayectoria del Estado mexicano, arribaron al poder convencidos de que las tesis estadounidenses acerca de la organización política y económica óptima (democracia liberal y liberalización de la economía, mejor conocidas como neoliberalismo) eran la respuesta a las crisis que asolaban a nuestro país y a la imperiosa necesidad de reorientar las relaciones de México con el exterior una vez concluida la guerra fría.113 Atrás quedaban los recelos de la vieja clase política mexicana ante un vecino habituado a inmiscuirse en los asuntos ajenos, y los añejos resquemores nacidos de una historia llena de despojos, invasiones y humillaciones se tornaban irrelevantes frente a la posibilidad de “modernizar” a México de acuerdo con los parámetros estadounidenses. Como dijo un funcionario de la administración Clinton, “Salinas fue una especie de sacerdote que absolvió de sus pecados históricos a Estados Unidos”,114 y esa absolución –apenas hace falta decirlo– fue la semilla de las negociaciones que más tarde desembocarían en la firma del TLCAN.

Con una economía “liberalizada” y anclada al destino de su poderoso vecino, “el gobierno de México ya no tenía interés en mantener la distancia política frente a Estados Unidos”.115 A los ojos de la tecnocracia neoliberal, la política exterior nacionalista y la moderación de las relaciones de seguridad bilaterales aparecieron como un par de anacronismos perjudiciales que había que subsanar cuanto antes. Eso explica, en parte, la movilización de todos los recursos que Salinas tuvo a su alcance –partido único, consorcios empresariales, iglesias, sindicatos, universidades, intelectuales, televisión, prensa y radio– para convencer a los mexicanos de la conveniencia e inevitabilidad de una alianza de iure con Estados Unidos y Canadá;116 y esclarece, también, la razón por la cual el reformismo neoliberal no se agotó con la firma del TLCAN sino que avanzó por la senda de la consolidación hasta convertirse en esa actitud explícita y oficial que se aviene con los intereses estadounidenses y procura generar consensos en torno a la idea de que la cooperación bilateral es uno de los pilares del bienestar de nuestro país.

Esa disposición de ánimo, esa anuencia hasta entonces inédita en nuestra historia, emerge con claridad cuando, por ejemplo, en el comunicado conjunto del 14 de marzo de 2007 (introito de la Iniciativa Mérida), los presidentes de México y Estados Unidos dan por supuesta su “alianza entre vecinos amistosos” y afirman estar dispuestos a “reforzarla” sobre la base de sus “valores compartidos”: la democracia, la transparencia, el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos;117 o cuando en la declaración de Waco, Texas (exordio de la ASPAN), George W. Bush, Vicente Fox y Paul Martin proclaman

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113 Sergio Aguayo Quezada, El panteón de los mitos…, p. 284 y Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, México frente a Estados Unidos…, p. 232.114 Sergio Aguayo Quezada, ídem.115 Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, op. cit., pp. 238-239.116 Ibíd., p. 233.117 Presidencia de la República, “Comunicado conjunto México-Estados Unidos. 14 de marzo 2007. Mérida Yucatán” en Alma Arámbula Reyes (comp.), Iniciativa Mérida. Compendio, México, Centro de Documentación, Información y Análisis de la Cámara de Diputados-LX Legislatura, 2008, pp. 8-9.

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que “nuestra seguridad y nuestra prosperidad [esto es, las de Estados Unidos, México y Canadá] son mutuamente dependientes y complementarias”.118

Es en este marco de avenencia que deben analizarse acuerdos como el Convenio entre México y Estados Unidos para la Cooperación en la Lucha contra el Narcotráfico, de 1989; el Tratado de Asistencia Jurídica Mutua, de 1991; la Iniciativa de Adiestramiento México (IAM), de 1996; las “Fronteras Inteligentes”, de 2002; la ASPAN, de 2005, y, por supuesto, la Iniciativa Mérida, de 2007. De este puñado de convenios habría que destacar la IAM, que, aunque efímera, fue –como anotó Donald E. Schulz– un verdadero hito en las relaciones militares entre las dos naciones. Precedida por dos insólitos sucesos diplomáticos (la visita a México del secretario de la Defensa estadounidense, William Perry, y la de Enrique Cervantes Aguirre, secretario de la Defensa Nacional mexicano, a Estados Unidos, ambas en 1995),119 la IAM fue un acuerdo en el que Estados Unidos, a través del 7º Grupo de Fuerzas Especiales, se comprometió a brindar entrenamiento en Fort Bragg a las unidades mexicanas de reacción rápida y a capacitar a otros elementos de las fuerzas armadas en materias como espionaje, asalto aéreo, intercepción de drogas, formación de instructores, reconocimiento, combate cercano y derechos humanos, además de transferir dos aviones de reconocimiento C-26 y 73 helicópteros UH-1H (que a la postre serían devueltos por inservibles).120

La IAM concluyó de manera abrupta en 1998, pero, como observó el subsecretario de Defensa para Operaciones Especiales y Conflictos de Baja Intensidad, Henry Allen Holmes, la importancia de su existencia, más allá de la dotación de ayuda, consistió en haber trenzado un lazo institucional que en ese momento –y desde hacía mucho tiempo– no existía:121 la vinculación de militares estadounidenses y mexicanos encaminada hacia un mismo fin, la preservación de la seguridad en América del Norte.122 Los hechos posteriores demostraron que la IAM no sólo moderó el tenaz nacionalismo de las Fuerzas Armadas mexicanas, reacias a liarse con Estados Unidos o con cualquier otra potencia extranjera, sino que fungió también como antesala de un intercambio militar que con el transcurso de los años se intensificaría y que hoy, en el contexto de la Iniciativa Mérida y la guerra contra el crimen organizado, se encuentra quizás en su vértice más alto (los intercambios focalizados en el CHDS y la NAS son un buen indicador de ello). Que ese lazo, ese “tercer vínculo” que William Perry vaticinara durante su visita a México, estuviera afincado en las fuerzas especiales y que éstas proliferaran precisamente en los momentos cumbres de la guerra contra el EZLN

y el EPR, es algo que a estas alturas no debería sorprendernos.Pero, al margen del beneplácito mexicano y de los acuerdos alcanzados en las últimas décadas, es

preciso señalar que la asistencia estadounidense poseía su propia lógica y sus propios fines. Recordemos –porque es en ella donde realmente se origina la voluntad de asistir a México– que a principios de la década de 1990, una de las aristas de la GBI era la injerencia militar indirecta, y que ésta habría de manifestarse, de acuerdo con los estrategas del Pentágono, en la instrucción y el asesoramiento de las Fuerzas Armadas del país aliado y en los paquetes de ayuda económica y social enviados al exterior. El lector ha constatado ya en las páginas precedentes esa instrucción y ese asesoramiento, y puede constatar ahora, en los cuadros 4 y 5, el monto de la ayuda económica y social que, al igual que la asistencia militar y policiaca, ha ido a la alza. Así pues, lo que Estados Unidos ha pretendido –aunque sin manifestarlo abiertamente, por razones obvias–, ha sido es evitar que los conflictos en México escalen hasta convertirse en guerras convencionales (en el caso de la contrainsurgencia) o degenerar en un “Estado fallido” (en el caso de la eclosión de los cárteles de la droga). Uno u otro escenario habrían precipitado la indeseable intervención militar directa.

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118 George W. Bush, Vicente Fox Quezada y Paul Martin, “Declaración conjunta (Waco, Texas, 23 de marzo del 2005). ‘Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN)’ (www.sre.gob.mx/eventos/aspan/ASPANDeclaracionConjuntaesp.htm).119 Donald E. Schulz, Between a Rock and a Hard Place, Instituto de Estudios Estratégicos, 1997, p. 14 (www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pubs/display.cfm?pubID=37).120 Javier Ibarrola, El ejército y el poder, México, Océano, 2003, p. 114, y Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno, p. 270.121 Desde la creación de la Comisión de Defensa Conjunta México-Estados Unidos en 1942 (la cual cayó en desuso poco después del fin de la segunda guerra mundial), no se había llevado a cabo ningún esfuerzo serio para crear un marco de cooperación bilateral en materia de seguridad. Véase Marco Antonio Mecalco Raya, “La cooperación militar de Estados Unidos como instrumento y seguridad hacia México”, tesis de licenciatura, México, UNAM-ENEP Aragón, 2001, pp. 37-41.122 Citado en Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit., pp. 269-270.

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CONTRAINSURGENCIA Y OPERACIONES ANTINARCÓTICOS. LAS FACETASDE UNA IMBRICACIÓN

Analizo por último la relación que existe entre contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos. Decíamos, al principio de este apartado, que no siempre era posible discernir con precisión cuándo los pertrechos y habilidades adquiridos en Estados Unidos eran utilizados para combatir a la guerrilla y cuándo para desmantelar a los cárteles de la droga, y en el transcurso de las subsecciones anteriores hemos sido testigos de que la imbricación de contrainsurgencia y guerra antidrogas aflora por doquier cuando se trata de analizar el respaldo material que México ha recibido de Estados Unidos desde principios de la década de 1980. Pues bien, ¿cuáles son las causas de esa superposición y qué panoramas abren para la cuestión que hasta el momento nos ha ocupado?

Cuadro 4Ayuda económica y social de Estados Unidos a México, 1996-2004 (en dólares)

Cuadro 5Ayuda económica y social de Estados Unidos a México, 2005-2012 (en dólares)

Siglas (para ambos cuadros): (a) Asistencia para el Desarrollo; (b) Fondo de Apoyo Económico; (c) Control Internacional de Narcóticos y Aplicación de la Ley; (d) Supervivencia Infantil y Salud. Las siglas corresponden a los nombres originales en inglés. Las cifras en cursivas son estimados. Fuente (para ambos cuadros): Just the Facts, “Grant economic and social aid to Mexico, All Programs, 1996-2013” (http://justf.org/Print_Country?country=Mexico&year1=1996&year2=2013&subregion=&funding=All+Programs&x=285&y=7).

Contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos se imbrican, inicialmente, por las semejanzas formales que subyacen a guerrillas y cárteles de la droga: ambos grupos encarnan conflictos de carácter irregular, contiendas que enfrentan al Estado con fuerzas marginales que, a su modo, le disputan el poder, el control territorial y el monopolio de la violencia física legítima. Los dos grupos pretenden, además, ganarse el apoyo o cuando menos la connivencia de la población que los rodea y, al par de operar en montañas y zonas rurales,

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poseen una extraordinaria habilidad para movilizarse, atacar y retirarse de forma sorpresiva, amén de una destreza casi congénita para camuflarse o confundirse con los civiles del campo y la ciudad.123

Si los modus operandi son similares y el tipo de conflicto en que se desenvuelven es el mismo, ¿qué razón hay para no atacar a ambas organizaciones de forma parecida? Este razonamiento es el que lleva a estrategas mexicanos y estadounidenses a considerar que un sistema infrarrojo puede ser empleado lo mismo para detectar a un guerrillero que a un sicario; que los helicópteros UH-60 resultan igualmente efectivos para “peinar” una montaña donde hay campamentos guerrilleros que una donde abundan los sembradíos de amapola; y que los cursos de combate personal o de inteligencia y comunicaciones sirven tanto para enfrentar en la sierra a un insurgente y descifrar sus planes como para atacar en los arrabales a un narcotraficante y revelar sus vínculos con policías y gobernadores.124 Poco importa que, en el fondo, narcotráfico e insurgencia sean diametralmente opuestos; para los militares y demás agentes del Estado, quien desafía la autoridad es un delincuente y como tal debe ser tratado, al margen de los móviles que lo animen o de los métodos que utilice.

Pero no sólo las semejanzas superficiales explican esta superposición. Hay también motivaciones profundas que conectan directamente con las estrategias de seguridad global estadounidenses y que trazan rutas futuras para el problema de la contrainsurgencia en América del Norte. Hemos dicho ya que desde mediados de la década de 1980 (en particular desde la muerte de Enrique Camarena) Estados Unidos ha presionado a nuestro país para que refuerce su compromiso con el combate al trasiego de drogas en la región (el proceso de certificación fue, quizá, la prenda más elocuente de esa presión) y, por ende, no resulta extraño que las fuerzas especiales mexicanas hayan nacido y florecido precisamente para encarar a las guerrillas y al crimen organizado ni que las presiones hayan aumentado desde que México y sus cárteles desplazaron a Colombia y se convirtieron en la ruta principal de drogas ilegales del mercado estadounidense.125 Lo que sí extraña, por lo insospechado de su alquimia, es la fusión de narcotráfico e insurgencia que cada vez con mayor insistencia postulan ciertos sectores de la intelligentsia militar y la clase política de Estados Unidos, y que ha llegado a la opinión pública de ambas naciones con el ambiguo concepto de narcoinsurgencia.

Efectivamente, desde institutos como el Colegio de Guerra de Estados Unidos, la Universidad Militar Americana, el Comando Norte y el Centro de Estudios Avanzados sobre Terrorismo, un destacado grupo de analistas ha propuesto a Washington la adopción de un “nuevo” enfoque para comprender y remediar la violencia desatada por los cárteles de la droga en México. De acuerdo con estos analistas, los señores de la droga y sus operadores en conjunto han dejado de ser simples asociaciones delictivas para trocarse en auténticas narcoinsurgencias que, a la vieja usanza revolucionaria, desafían a la autoridad, persiguen la desestabilización del Gobierno y ponen en riesgo la seguridad nacional de nuestro país.126 Lo novedoso del enfoque no reside, desde luego, en la equiparación de guerrilleros y narcotraficantes (tan cara a los círculos militares estadounidenses, como acabamos de advertir), sino en los correctivos propuestos (acciones conjuntas en territorio mexicano, patrocinio de una política regional de contrainsurgencia e incluso la intervención militar directa, según el especialista en turno) y en la inversión del proceso de homologación, que ahora equipara al delincuente común con el partisano.

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123 Reyes Z. Cole, “Guerra Antidrogas, Contrainsurgencia y la Guardia Nacional” en Military Review, núm. 2, t. LXXXVI, marzo-abril de 2006, pp. 75-76, y Jorge Luis Sierra Guzmán, “La narcoinsurgencia” en Contralínea, núm. 204, 17 de octubre de 2010 (http://contralinea.info/archivo-revista/index.php/2010/10/17/la-narcoinsurgencia/).124 Es revelador, en este sentido, que la imbricación de contrainsurgencia y operaciones esté sancionada incluso doctrinalmente en México, según lo estipulado en el Manual de operaciones DN M3110 y que un miembro de la Guardia Nacional de California como Reyes Z. Cole, con toda una trayectoria antinarcóticos a cuestas, haya sido enviado a Medio Oriente a apoyar a las FOE contra la insurgencia iraquí. Véase Reyes Z. Cole, op. cit., pp. 74-77.125 Gustavo Castillo García, “Controlan cárteles mexicanos toda la cadena de abasto de drogas: Jife” en La Jornada, 25 de febrero de 2010. Véase también Jorge Fernández Menéndez, “Las redes del narco en Estados Unidos. Entre ‘el componente étnico’ y el poder del dinero” en Letras Libres, núm. 81, septiembre de 2005, pp. 23-26.126 Jorge Carrasco Araizaga, “Diagnóstico en Washington: sin duda, México está en guerra” en Proceso, núm. 1 815, agosto de 2011, pp. 6-9, y Miriam Castillo, “Hay narcoinsurgencia en México, insiste EU” en Milenio, 16 de noviembre de 2010.

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Como era de esperarse, el diagnóstico de la intelligentsia militar estadounidense provocó la ira de Felipe Calderón y sus allegados,127 pero no por culpa de los méritos –o deméritos– intrínsecos del concepto de narcoinsurgencia, sino porque el gobierno de Estados Unidos ha comenzado a hacerlo suyo. La secretaria de Estado, Hillary Clinton; la secretaria de Seguridad Nacional, Janet Napolitano; el subsecretario del Ejército, Joseph W. Westphal, así como el influyente embajador Henry A. Crumpton, han insinuado, cada uno en su oportunidad, que los cárteles de la droga mexicanos han mutado en una especie de insurgencia y que la nueva faz de la violencia en el país amenaza con incendiar a la región entera.128 Uno se sentiría tentado a desestimar estas declaraciones luego de que la mayoría de estos funcionarios se retractara públicamente de ellas, pero lo cierto es que no estamos frente a una retahíla de exabruptos ocasionales, sino ante un plan que poco a poco adquiere nitidez en los pasillos del Pentágono y el Capitolio.

El ya aludido Crumpton, un antiguo agente de operaciones clandestinas de la CIA y estratega de cabecera en Afganistán y el DE, se ha encargado de desarrollar el concepto de narcoinsurgencia y de discutir la conveniencia de su aplicación en México con las altas esferas del poder militar estadounidense; James Winnefeld, durante su gestión como jefe del Comando Norte, logró que la Armada de México participara en ejercicios antiterroristas conjuntos y ordenó que se elaborara un estudio acerca de las múltiples maneras en que Estados Unidos podría llevar su relación con las Fuerzas Armadas mexicanas más allá del entrenamiento y el intercambio de información; y Mike Mullen, presidente del Estado Mayor Conjunto, además de sugerir que la experiencia contrainsurgente adquirida en Afganistán podría ser tomada como referencia para el combate a los cárteles de la droga en México, ha buscado nuevas formas de cooperación militar con nuestro país.129 El eslabón más fuerte de esta cadena es, quizá, la iniciativa de ley HR3401 (aprobada en diciembre de 2011), mediante la cual el subcomité del Hemisferio Occidental del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes equipara a los cárteles mexicanos con terroristas (o con “insurgencias terroristas”, en palabras del republicano Connie Mack) y pide a Barack Obama modificar el enfoque hasta entonces adoptado por Washington para coadyuvar en la guerra contra el crimen organizado en México.130

Poca duda queda ahora de que los intentos de imbricar contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos –de fundirlos más que de imbricarlos, en fechas recientes– obedecen a un proyecto largamente acariciado por el Pentágono: el de diluir por completo la coraza nacionalista de las Fuerzas Armadas mexicanas y crear, al fin, un inapelable “tercer vínculo”, un “perímetro de seguridad” donde los militares de ambos países cooperen institucionalmente con base en los intereses estratégicos de Estados Unidos. En la actualidad, la Casa Blanca y el DOD procuran allanar el camino para que México termine incorporando formalmente131 la contrainsurgencia a su guerra antinarcóticos, pues es este método de batalla el que Estados Unidos ha privilegiado en su cruzada antiterrorista alrededor del mundo. Pero si estos intentos han fructificado y los legisladores y altos funcionarios estadounidenses siguen insistiendo en la superposición es porque, en la práctica,

el gobierno mexicano ha aceptado el término de narcoinsurgencia […], pues ha utilizado contra el narcotráfico la misma fuerza militar contrainsurgente que le sirvió para acabar con cuatro olas de movimientos armados en el país, desde la primera insurrección contemporánea el 23 de septiembre de 1965 con el asalto al Cuartel de Madera en Chihuahua.132

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127 Eduardo Castillo, “Mexico decries U.S. official’s reference to ‘form of insurgency’ by drug gangs” en The Washington Post, 10 de febrero de 2011.128 Ídem; William Booth, “Mexico’s war compared to insurgency” en The Washington Post, 9 de septiembre de 2010; Adam Entous y Nathan Hodge, “U.S. Sees Heightened Threat in Mexico” en The Wall Street Journal, 10 de septiembre de 2010; Jorge Fernández Menéndez, “EU y la narcoinsurgencia en México” en Excélsior, 10 de febrero de 2011, y Mary Beth Sheridan y William Booth, “Mexican leader to visit White House amid tensions” en The Washington Post, 2 de marzo de 2011.129 Jorge Luis Sierra Guzmán, “La narcoinsurgencia”, ídem.130 J. Jesús Esquivel, “Aprueba subcomité de EU aplicar tácticas de contrainsurgencia en México” en Vanguardia, 15 de diciembre de 2001 y “Aprueban republicanos en EU combatir a cárteles como terroristas” en Milenio, 15 de diciembre de 2011.131 Curiosamente, pese a la notable intensificación de los intercambios militares entre México y Estados Unidos en las últimas décadas, no hay marco legal que sancione y regule este tipo de relaciones, como sí lo hay en el caso comercial, con el TLCAN. Véase María Cristina Rosas, “La seguridad nacional en América del Norte” en Metapolítica, vol. 11, núm. 52, marzo-abril de 2007, pp. 67-74.132 Jorge Luis Sierra Guzmán, ídem.

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Las presiones estadounidenses no estarían encaminadas, entonces, a reorientar las estrategias de seguridad mexicanas, sino a maximizar, en su beneficio, el rumbo que de hecho ya habían tomado.

En el futuro inmediato, el crimen organizado se mantendrá como la principal preocupación de ambos países en la agenda bilateral, y la poderosa inercia creada en torno al entrenamiento de las fuerzas especiales mexicanas seguirá pujando por el estrechamiento de las relaciones de seguridad en América del Norte. ¿Seguirá estrechándose también la imbricación de contrainsurgencia y operaciones antinarcóticos hasta difuminar los matices que aún separan a las insurgencias de los cárteles de la droga? ¿Qué habría que esperar de consumarse esa aleación?

Como señalábamos anteriormente, la guerra contra el “enemigo interno” se encuentra en un impasse donde ninguna de las insurgencias representa ya una amenaza para la seguridad nacional; sin embargo, una nueva crisis económica y social podría dar pie a un rebrote de radicalismo (ése que los agentes del orden tanto temen y por el cual han construido todo un sistema de contención y asedio contrainsurgente), y, por añadidura, al riesgo de que, en adelante, de continuar la actual tendencia a evaporar la superposición de métodos antidroga y antiguerrilla, las insurgencias sean perseguidas con la misma brutalidad –e impunidad– con que en nuestros días se persigue, por ejemplo, a los miembros del cártel del Golfo, pues una vez suprimidas las diferencias, dará lo mismo perseguir a un narcotraficante que a un guerrillero, a un par de sujetos apenas diferenciables que en esencia personificarán exactamente lo mismo: el crimen.

Los presagios ya despuntan en el horizonte: es sabido que muchos de los contratistas estadounidenses que hicieron negocio en Asia Central y Medio Oriente trabajan ahora en México protegiendo a empresarios o entrenando a las fuerzas de seguridad en técnicas de contrainsurgencia.133 Esos empresarios podrían ser pronto los caciques de Guerrero, Chiapas y Oaxaca que, con el pretexto de resguardarse del flagelo del narco, el secuestro y la extorsión, harían aquello que habitualmente hacen (contratar a otras personas para perseguir a indígenas, campesinos y guerrilleros), con la pequeña diferencia de que en esta ocasión no serían guardias blancas ni grupos paramilitares los contratados, sino militares extranjeros que aplacarían a los “revoltosos” de la misma manera en que han aplacado a los Zetas o a los talibanes.

El mayor riesgo sería, sin embargo, el que correrían los mediadores, esos representantes de la intelligentsia y la sociedad civil que, primero en 1994 y 1995 y después en 2008, evitaron hasta cierto punto que el Estado aplastara a las insurgencias o atizara la violencia revolucionaria, y que hicieron ver a miles de personas en México y otros países que en la raíz del EZLN y el EPR había antiquísimos conflictos rurales alimentados por la pobreza, la injusticia y la desigualdad. Esos mediadores, decíamos, quedarían desprovistos casi por completo de cualquier recurso de legitimidad: ¿cómo interceder ante el Estado por una cuadrilla de asesinos y narcotraficantes que fingen representar una pasión de justicia para luego perpetrar atrocidades, tal como hacen las FARC en Colombia? Poco espacio habría, pues, para buscar la paz en una región –la de América del Norte– donde las autoridades y buena parte de la opinión pública hubieran perdido la capacidad de distinguir el compromiso político del partisano del pedestre animus furandi del criminal, donde la sola presencia de estrellas rojas, fusiles y pasamontañas bastara para soslayar el más que comprensible deseo de poner fin a la marginación y la miseria que, en pleno siglo XXI, siguen padeciendo millones de personas en nuestro país.

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133 Nick Miroff y William Booth, “Security contractors see opportunities, and limits, in Mexico” en The Washington Post, 26 de enero de 2012.

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CONSIDERACIONES FINALES

Las relaciones internacionales no siempre se reducen –como pareciera desprenderse de la mayor parte de los estudios elaborados bajo la rúbrica de esta disciplina– a un examen sistemático de las confrontaciones o intercambios acaecidos entre Estados. Hay ocasiones en que, sin proponérselo –o cuando menos sin proponérselo del todo–, las doctrinas de un gobierno inciden decisivamente en los asuntos internos de otro, en que las ideas forjadas al calor de la experiencia de cierta nación se materializan en las acciones e instituciones de otra hasta el punto de que determinados fenómenos, en apariencia estrictamente domésticos, se tornan incomprensibles si antes no se aclaran los elementos exógenos que subyacen tras ellos. Más aún, hay casos en los que ese influjo ideológico abona el terreno para que posteriormente germinen las interacciones que conocemos –y conceptualizamos– como relaciones internacionales, de tal suerte que el analista se ve obligado a indagar en el sinuoso ámbito de las ideas (y de los efectos prácticos de las mismas), antes que en el de los hechos tangibles y fácilmente cuantificables.

La presente investigación es un ejemplo de todo ese intrincado conjunto de “variantes” fenoménicas y metodológicas. A lo largo de las páginas y capítulos anteriores hemos demostrado cómo, por un lado, la teoría y la práctica contrainsurgentes de Estados Unidos influyeron, primero, en la conformación de la “maquinaria” contrainsurgente mexicana (en particular en la creación de las fuerzas especiales y la configuración de los elementos “no combatientes”) y, segundo, en la conducción de la guerra contra el EZLN y el EPR, donde destacaron el uso intensivo de la acción cívica y las operaciones psicológicas así como el predominio de lo político en la noción de victoria y la aplicación de los principios estratégicos de reacción flexible, despliegue rápido, capacidad de maniobra, unidad de mando, flexibilidad en planes y operaciones y mantenimiento permanente de la ofensiva. Hemos constatado también la forma en que, a través de la venta y transferencia de adiestramiento, equipo y armamento a México, Estados Unidos ha legitimado y apoyado esa guerra y, al mismo tiempo, como parte de la GBI, ha garantizado la estabilidad en América del Norte. Esa asistencia –que representa la faceta mensurable y “común” de nuestro estudio– no habría sido posible sin el influjo ideológico de Estados Unidos, sin la apropiación de sus doctrinas y preceptos llevada a cabo por los estrategas mexicanos, no, al menos, a un nivel tan avanzado, pues de no haber existido ese influjo (que, en el fondo,implicaba una convergencia de cosmovisiones), las interacciones de seguridad bilaterales seguramente habrían chocado, como en el pasado, con la proverbial renuencia de la clase política y el Ejército mexicanos.

Por qué en los estrategas de nuestro país nació y germinó esa disposición a seguir voluntariamente la ruta trazada por Estados Unidos en el campo de la contrainsurgencia es una pregunta que amerita no una sino varias investigaciones, pero que aquí, en la medida de nuestras posibilidades, hemos respondido de manera parcial, a saber, que la confluencia de valores e intereses entre las élites políticas de ambos países (confluencia cuya cúspide y “obra maestra” es el TLCAN) fue la que posibilitó, en última instancia, la decidida apertura al influjo exógeno de quienes, desde los ámbitos militar (la Sedena y la Semar) y civil (la Segob, la PGR, la SSP), confeccionan los programas y estrategias de seguridad pública y nacional en México. De la mano de esta concurrencia vendrían, desde luego, las “ejemplares” campañas de Estados Unidos en Centroamérica y el Golfo Pérsico, el ascenso del narcotráfico en México, los dramáticos cambios en la arquitectura del orden mundial después del fin de la guerra fría y, claro, la dinámica pujanza comercial que, al margen de tratados o acuerdos, anuda las economías de América del Norte.1

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1 Vale la pena consultar los trabajos de Mario Cerruti acerca de las fuerzas e inercias comerciales que, desde el siglo XIX, impelen al entrelazamiento de las economías de México y Estados Unidos. Véase Mario Cerruti, “Miradas sobre Estados Unidos desde el norte de México” en Metapolítica, vol. 11, núm. 51, enero-febrero de 2007, pp. 69-77.

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La guerra contra el EZLN y el EPR, por otro lado, también ha sido un factor importante en la estrechez de las relaciones de seguridad bilaterales. Aunque su secuela real se circunscribe, casi con exactitud, al periodo que va de 1994 a 1998 (años candentes de la insurgencia) y palidece frente a los efectos que la lucha antinarcóticos ha tenido en esa constricción desde la década de 1980, el actual vínculo que une a las Fuerzas Armadas de ambas naciones sería impensable sin la espectacular proliferación de GAFE y el consecuente incremento de militares mexicanos entrenados en Estados Unidos que motivó la reaparición de la guerrilla. Pues, en efecto, ese “tercer vínculo”, ese nexo militar que, de acuerdo con William Perry, uniría de forma “inextricable” los destinos de México y Estados Unidos, comenzó a edificarse sobre la base de las fuerzas especiales y su adiestramiento una vez que Washington y Los Pinos se confabularon para conjurar al fantasma de la revolución.

En el otro extremo, la contrainsurgencia ha sido igualmente decisiva en la “remilitarización” de México (esto es, en el repunte de la presencia física y de la importancia política de las Fuerzas Armadas) y la reestructuración de las relaciones cívico-militares. Como señalan Díez y Nicholls, el viejo pacto que garantizaba a las Fuerzas Armadas una amplia autonomía en el manejo de sus asuntos internos –en particular los relacionados con promociones y compra de equipo– a cambio de lealtad absoluta al presidente y de no entrometerse en los procesos políticos ni de toma de decisiones, ha sido paulatinamente socavado por una serie de acontecimientos que, por una parte, han conferido mayores responsabilidades a los militares y, por otra, han acotado sus márgenes de maniobra. Esos sucesos, que van del desmoronamiento de la hegemonía del PRI al ascenso del poder Legislativo, pasando por las crisis centroamericanas de los 80, la irrupción del EZLN y la emergencia del narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional, provocaron que el tamaño de las Fuerzas Armadas aumentara, que los generales fueran consultados cada vez con mayor frecuencia durante la elaboración de planes de seguridad y políticas de defensa, que los legisladores exigieran transparencia en el manejo de las cuestiones marciales y que, no sin cierta cautela, algunos militares se manifestaran ligeramente críticos hacia el partido en el poder y declararan que su lealtad era con la institución presidencial y no con personajes o partidos políticos particulares.2

Esta remilitarización fue singularmente notoria entre 1995 y 1996. Como se indicó en el capítulo 4, la irrupción del EZLN trajo consigo la movilización de 40 850 efectivos del Ejército tan sólo en los 39 campamentos que rodearon la zona de conflicto, y otro tanto sucedió cuando en sus intentos de contener al EPR, las fuerzas armadas desplegaron por tierra y aire cerca de 12 mil elementos. Si consideramos que en la guerra contra el crimen organizado el gobierno de Felipe Calderón movilizó alrededor de 50 mil soldados en diferentes estados de la república,3 podremos hacernos una idea clara de lo trascendente que ha sido la contrainsurgencia en la remilitarización del país. En ese mismo sentido, el nombramiento del general Rafael Macedo de la Concha como titular de la PGR en el año 2000 fue el otro gran punto de inflexión de este proceso, ya que representó el inicio de la incorporación de militares a puestos y funciones que antaño se reservaban al personal civil.4

Volvamos ahora, para poner punto final a este estudio, al tema de las insurgencias, es decir, al problema que dio origen al fenómeno de la contrainsurgencia en América del Norte y que constituyó el punto de partida de nuestras reflexiones. A juzgar por los proyectos, fortalezas y debilidades que ostentaban al momento de su aparición (descritos con detalle en el segundo capítulo), ninguna de las guerrillas encarnó una verdadera amenaza para la seguridad en América del Norte. Cierto es que ambos grupos izaron el estandarte de la revolución socialista y que apuntaron sus baterías contra el Ejército y demás filiales del orden, pero ni el EZLN (que precipitó su levantamiento para detener las deserciones masivas dentro de sus filas) ni el EPR (que, pese a su prolongado “proceso de reflexión teórica”, nunca pudo deshacerse del sectarismo heredado por el PROCUP-PDLP) poseían los medios ni el apoyo necesarios para derrocar al Gobierno y construir una nación socialista. El Estado mexicano, y con éste el estadounidense, en todo caso, los percibió como amenazas y de

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2 Jordi Díez e Ian Nicholls, The Mexican Armed Forces in Transition, pp. 38-43 (www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pdffiles/pub638.pdf).3 “HRW demanda que el próximo gobierno mexicano revise la estrategia anticrimen” en La Jornada, 24 de enero de 2012, y José Luis Piñeyro, “Las Fuerzas Armadas: siempre más cerca, siempre más lejos” en Este País, núm. 233, septiembre de 2010, p. 15.4 Jordi Díez e Ian Nicholls, op. cit., p. 34.

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esa manera los encaró en el campo de batalla. ¿Qué tan eficaces fueron las medidas ejecutadas por México y la asistencia material brindada por Estados Unidos para terminar con el desafío de la subversión?

Desde un punto de vista oficial y deliberadamente pragmático, muy eficaces: las insurgencias dejaron de ser un problema; la maquinaria contrainsurgente logró neutralizarlas y, aunque persiste el riesgo de un rebrote –en especial en el caso del EPR–, Washington y Los Pinos saben que la superioridad militar de las Fuerzas Armadas mexicanas es apabullante y que, de producirse un nuevo alzamiento, sus capacidades servirían cuando menos para mantenerlo a raya durante algún tiempo. Desde un punto de vista más amplio, uno que atienda las raíces de la rebelión y el conflicto, esas medidas y esa asistencia han fracasado; la sola pervivencia de la guerrilla, de sus bases sociales y de las condiciones objetivas que las hicieron posibles (la pobreza y la marginación en Oaxaca, Chiapas y Guerrero, como ya vimos, se mantienen casi intactas), es una prueba lo suficientemente convincente de que la contrainsurgencia no ha sido más que un simple paliativo fundado en una concepción estrecha y represiva de la seguridad.

Nada nos asegura que, en el futuro, la miseria y la injusticia no vuelvan a resultar intolerables y que los fantasmas de la revolución no recorran de nuevo nuestros horizontes; después de todo, el EZLN irrumpió justo cuando nadie lo esperaba, en el preciso instante en que México ingresaba al prestigioso club de la “modernidad” y las naciones “avanzadas”. Los síntomas del atraso podrían ser incluso peores: padecemos ya, por ejemplo, un éxodo masivo de mexicanos que abandonan su país en busca de mejor suerte en Estados Unidos y que al hacerlo provocan –sin quererlo– un hondo dislocamiento social y familiar. Sufrimos también la cada vez más numerosa adhesión de jóvenes a las huestes del crimen organizado, de hombres y mujeres que a muy temprana edad buscan un bienestar económico que no encontrarían en el mercado formal de trabajo (suponiendo que pudieran acceder a él), sin importar que esa abundancia sea efímera y que a menudo abreve de la crueldad y el asesinato. Corremos, pues, el riesgo de que en unas décadas México sea un país severamente fracturado, donde la falta de oportunidades y la violencia del crimen organizado –una violencia nihilista y netamente destructiva– hayan consumido el espíritu renovador de varias generaciones, y donde, al igual que en El Salvador después de la guerra civil, ni la estrella revolucionaria ni la democracia liberal sean opciones viables para una sociedad abatida. Los costos de esa ruina para Estados Unidos serían, previsiblemente, mucho más elevados que los de enfrentar a un grupo subversivo o a un cártel de la droga.

En uno de los fragmentos utilizados como epígrafes de esta investigación, Octavio Paz advertía que paz y seguridad no eran conceptos equivalentes ni querían decir lo mismo; que, a diferencia de la paz, consecuencia orgánica de cierto orden universal y civilizado, la seguridad era un concepto policiaco que no tendía a resolver las causas de la guerra sino a impedirla por medio del poder. Hasta ahora, frente al retorno de la insurgencia, México y Estados Unidos han aspirado únicamente a procurar la seguridad de la región, a comprometerse para imponer su fuerza a quienes se atreven a desafiar el orden establecido. ¿Intentarán los dirigentes mexicanos establecer en el futuro próximo una política de seguridad sobre la raíz profunda de la paz? ¿Apoyará Estados Unidos la persecución de esa armonía? A juzgar por el estado actual de las relaciones bilaterales, la progresiva fusión de la contrainsurgencia y las operaciones antinarcóticos, la orientación de los gobiernos y el perfil de los mandatarios y las élites en el poder, la respuesta es un rotundo no.

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FUENTES CONSULTADAS

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________, “Trainees at Inter-American Air Forces Academy (Lackland Air Force Base, Texas) from Mexico between 1996 and 2013” en 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?training_institution=Inter-American_Air_Forces_Academy&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).

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________, “Trainees at Narcotics Affairs Section (Miami) from Mexico between 1996 and 2013” en 2012 ( h t t p : / / j u s t f . o r g / I n s t i t u t i o n _ D e t a i l ?training_institution=Narcotics_Affairs_Section&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).

________, “Trainees at Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (Fort Benning, Georgia) from Mexico between 1996 and 2013”, 2012 (http://justf.org/Institution_Detail?

112

Page 114: Contrainsurgencia en America PDF

training_institution=Western_Hemisphere_Institute_for_Security_Cooperation&country=Mexico&year1=1996&year2=2013).

________, “Trainees from Mexico via Center for Hemispheric Defense Studies», 2012 (http://justf.org/Training_Detail?program=Center_for_Hemispheric_Defense_Studies&country=Mexico).

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Documentos de organizaciones civiles

SERVICIO INTERNACIONAL PARA LA PAZ, “Chiapas en datos”, 24 de abril de 2010 (www.sipaz.org/data/chis_es_03.htm).

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THE COMMITTEE ON THE PRESENT DANGER, “History” en 2012 (www.committeeonthepresentdanger.org/index.php?option=com_content&view=article&id=51&Itemid=55).

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ANEXO

UNA NOTA SOBRE LOS DATOS DE JUST THE FACTS

Actualmente, México es el segundo país que más ayuda militar recibe de Estados Unidos en toda América Latina y el Caribe: 1 774 691 191 dólares, según Just the Facts, sólo por debajo de Colombia, que contabiliza 2 154 901 818.1 Nuestro objetivo no era dar cuenta del incremento histórico de la asistencia bélica de Estados Unidos a México, pero hemos querido añadir algunos cuadros complementarios para que el lector aprecie grosso modo ese crecimiento y pueda contextualizar mejor la información vertida en el capítulo cuatro.

Los cuadros reflejan la evolución del monto de la ayuda de Estados Unidos a las fuerzas armadas y policiales mexicanas entre 1996 y 2012, así como la cantidad de personal (militar y policiaco) mexicano que se entrenó en aquel país entre 1999 y 2010. Nos habría gustado añadir las listas completas de las ventas de equipo, cursos y armamento, pero hacerlo habría sido una total imprudencia: en conjunto, dichas listas suman alrededor de 300 páginas. El lector debe tener presente esta cifra. No debe pensarse que los datos acerca de los pertrechos útiles para la contrainsurgencia y las operaciones antinarcóticos saltan de inmediato a la vista. Cualquiera que se asome a las listas (y que, como quien esto escribe, no sea especialista en temas militares) se topará de inmediato con abreviaturas, tecnicismos y nombres de piezas y refacciones que lo primero que harán será provocar confusión. Fue necesario revisar con cuidado la lista de productos e indagar su función para descubrir que ahí, en los números y recuadros, había claves importantes para la investigación. Queda, por supuesto, la posibilidad de que varios datos se hayan escapado, pero confiamos en que lo fundamental quedó registrado en estas páginas.

Ayuda de Estados Unidos a fuerzas armadas y policiales de México, 1996-2004(en dólares)

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1 Just the Facts, “Military and Police Aid, All Programs, Entire Region, 2008-20013” (http://justf.org/All_Grants_Country).

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Ayuda de Estados Unidos a fuerzas armadas y policiales de México, 2005-2012 (en dólares)

Siglas: (a) Control Internacional de Narcóticos y Aplicación de la Ley; (b) Educación y Entrenamiento Militar Internacional; (c) Financiamiento Militar Extranjero; (d) Asistencia Antiterrorista; (e) Programa de Becas para Estudios Antiterroristas; (f) Control de Exportaciones y Seguridad Fronteriza; (g) Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa. Las siglas corresponden a los nombres originales en inglés. Las cifras en itálicas son estimados.

[*] Corresponde a la suma de todos los programas involucrados en este rubro. En este cuadro sólo se incluyen los más significativos.

Personal de la policía y el ejército mexicanos entrenado en Estados Unidos, 1999-2010 (por programa)

Siglas: (a) Educación y Entrenamiento Militar Internacional; (b) Control Internacional de Narcóticos y Aplicación de la Ley; (c) Programa de Becas para Estudios Antiterroristas; (d) Ventas Militares al Extranjero; (e) Centro para Estudios Hemisféricos de Defensa. Las siglas corresponden a los nombres originales en inglés.[*] Corresponde a la suma de todos los programas involucrados en este rubro. En este cuadro sólo se incluyen los más significativos.Fuente (para las tres tablas): Just the Facts, “U.S. Aid to Mexico, All Programs, 1996-2013” (disponible en línea en http://justf.org/Country?country=Mexico&year1=1996&year2=2013&funding=All+Programs&x=66&y=7).

En total, de 1996 a finales de 2012, Estados Unidos proporcionó a México 3 517 555 216 dólares en ayuda a través de sus programas; y hasta 2010 había entrenado a unos 13 295 mexicanos, entre policías y militares y, en menor medida, civiles.

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ÍNDICE DE ESQUEMAS, MAPAS Y CUADROS

ESQUEMAS

1. Estructura del zapatismo

2. Organización del EZLN

3. Estructura del eperrismo

4. Probable organización del PDPR-EPR

5. Estructura del Cuerpo de Fuerzas Especiales

MAPAS

1. Municipios con presencia zapatista en Chiapas

2. Ubicación geográfica de los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno en los municipios constitucionales de Chiapas

3. Estados con presencia del EPR

CUADROS

1. Armas y equipo vendidos por Estados Unidos a México (I), 1996-2004 (en dólares)

2. Armas y equipo vendidos por Estados Unidos a México (II), 2006-2010 (en dólares)

3. Instituciones estadounidenses que han entrenado a personal mexicano (todos los programas), 1996-2010

4. Ayuda económica y social de Estados Unidos a México (I), 1996-2004 (en dólares)

CUADROS EN ANEXO

Ayuda de Estados Unidos a fuerzas armadas y policiales de México, 1996-2004 (en dólares)Ayuda de Estados Unidos a fuerzas armadas y policiales de México, 2005-2012 (en dólares)

Personal de la policía y el ejército mexicanos entrenado en Estados Unidos, 1999-2010 (por programa)

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Contrainsurgencia en América del Norte.Influjo de Estados Unidos en la guerra contra el EZLN y el EPR, 1994-2012

de Ramsés Lagos Velasco

Agosto de 2014(edición impresa)

Abril de 2015(edición electrónica)

Coordinación:Patricia Delgado González

Diagramación:Irma Sánchez Navarro

Portada:Guadalupe Lemus Alfaro

El Colegio de Michoacán