Constant Las Libertades de Los Antiguos y de Los Modernos

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III. DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS COMPARADA CON LA DE LOS MODERNOS * Señores, Me propongo exponerles algunas distinciones, aún bastante nue- vas, entre dos tipos de libertad, cuyas diferencias han permanecido hasta hoy inadvertidas, o al menos demasiado poco observadas. Una es la liber- tad cuyo ejercicio era tan caro a los más antiguos; la otra, cuyo disfrute es particularmente precioso a las naciones modernas. Esta investigación será interesante, si no me equivoco, bajo un doble aspecto. Primeramente, la confusión de estas dos especies de libertad ha sido entre nosotros, durante épocas demasiado célebres de nuestra revolución, la causa de muchos males. Francia se ha visto cansada de los ensayos inútiles con que sus autores, irritados por su poco éxito, han intentado constreñirla del bien que no deseaba y le han disputado el bien que sí quería. En segundo lugar, invitados por nuestra feliz revolución (la llamo feliz, a pesar de sus excesos, porque fijo mis observaciones sobre sus resul- tados), a disfrutar de los beneficios de un gobierno representativo, es curio- so y útil investigar por qué ese gobierno, el único dentro del cual podíamos hoy día encontrar alguna libertad y algún reposo, ha sido casi enteramente desconocido por las naciones libres de la antigüedad. Sé que se ha pretendido desentrañar sus huellas en algunos pueblos antiguos, por ejemplo en * (Texto íntegro).

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  • III. D ISC U RSO SO BRE LA LIBERTAD D E LO S AN TIG U O S C O M PARAD A C O N LA D E LO S M O D ERN O S*

    Seores, M e propongo exponerles algunas distinciones, an bastante nue-

    vas, entre dos tipos de libertad, cuyas diferencias han perm anecido hasta hoy inadvertidas, o al m enos dem asiado poco observadas. U na es la liber- tad cuyo ejercicio era tan caro a los m s antiguos; la otra, cuyo disfrute es particularm ente precioso a las naciones m odernas. Esta investigacin ser interesante, si no m e equivoco, bajo un doble aspecto.

    Prim eram ente, la confusin de estas dos especies de libertad ha sido entre nosotros, durante pocas dem asiado clebres de nuestra revolucin, la causa de m uchos m ales.

    Francia se ha visto cansada de los ensayos intiles con que sus autores, irritados por su poco xito, han intentado constreirla del bien que no deseaba y le han disputado el bien que s quera.

    En segundo lugar, invitados por nuestra feliz revolucin (la llam o feliz, a pesar de sus excesos, porque fijo m is observaciones sobre sus resul- tados), a disfrutar de los beneficios de un gobierno representativo, es curio- so y til investigar por qu ese gobierno, el nico dentro del cual podam os hoy da encontrar alguna libertad y algn reposo, ha sido casi enteram ente desconocido por las naciones libres de la antigedad. S que se ha pretendido desentraar sus huellas en algunos pueblos antiguos, por ejem plo en

    * (T e x to n te g ro ) .

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    la repblica de Lacedem onia y entre nuestros antepasados los galos, pero es errneo.

    El gobierno de Lacedem onia era una aristocracia m onacal, y en ningn caso un gobierno representativo. El poder de los reyes era lim itado, pero lo estaba por los foros y no por hom bres investidos de una m isin sem ejante la que la eleccin confiere en nuestros das a los defensores de nuestras libertades. Los foros, sin duda despus de haber sido instituidos por los reyes, eran nom brados por el pueblo. Pero slo eran cinco. Su autoridad era tanto religiosa com o poltica; tenan una parte en la adm inistracin, en el gobierno, es decir, en el poder ejecutivo; y por ah, su prerrogativa, com o la de casi todos los m agistrados populares en las antiguas repblicas, lejos de ser sim plem ente una barrera contra la tirana, se converta a veces en una tirana insoportable. El rgim en de los galos, que se pareca bastante al que un cierto partido quisiera darnos, era a la vez teocrtico y guerrero. Los sacerdotes disfrutaban de un poder sin lm ites. La clase m ilitar o la nobleza posea privilegios m uy insolentes y m uy opresores. El pueblo no tena derechos ni garantas. En Rom a, los tribunales tenan, hasta cierto punto, una m isin representativa. Eran los rganos de esos plebeyos que la oligarqua (que en todos los siglos es la m ism a) haba som etido, derrocando a los reyes, a una m uy dura esclavitud. El pueblo ejerca sin em bargo, directam ente, una gran parte de los derechos polticos. Se reuna en esa asam blea para votar las leyes, para juzgar a los patricios acusados; no haba pues en Rom a m s que dbiles vestigios del sistem a representativo.

    Ese sistem a representativo es un descubrim iento de los m odernos y veris, seores, que el estado de la especie hum ana en la antigedad no perm ita introducir o establecer all una constitucin de esta naturaleza. Los antiguos pueblos no podran ni sentir su necesidad ni apreciar sus ventajas. Su organizacin social les conduca a desear una libertad com pletam ente diferente de la que ese sistem a nos asegura.

    A dem ostrar esta verdad a vosotros est consagrada la lectura de esta tarde.

    Preguntaros en prim er lugar, seores, lo que hoy un ingls, un francs, un habitante de los Estados U nidos de A m rica, entienden por la pala- bra libertad. Para cada uno es el derecho a no estar som etido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a m uerte, ni m altratado de ningn m odo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios indivi- duos. Es para cada uno el derecho de dar su opinin, de escoger su indus- tria y de ejercerla; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, si requerir perm iso y si dar cuenta de sus m otivos o de sus gestiones. Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos,

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    sea para dialogar sobre sus intereses, sea para profesar el culto que l y sus asociados prefieren, sea sim plem ente para colm ar sus das y sus horas de un m odo m s conform e a sus inclinaciones, a sus fantasas. Finalm ente, es el derecho, de cada uno, de influir sobre la adm inistracin del gobierno, sea por el nom bram iento de todos o de algunos funcionarios, sea a travs de representaciones, peticiones, dem andas que la autoridad est m s o m enos obligada a tom ar en consideracin. Com parad ahora esta libertad con la de los antiguos.

    Esta consista en ejercer colectiva pero directam ente varios aspectos incluidos en la soberana: deliberar en la plaza pblica sobre la guerra y la paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar las leyes, pronunciar senten- cias, controlar la gestin de los m agistrados, hacerles com parecer delante de todo el pueblo, acusarles, condenarles o absolverles; al m ism o tiem po que los antiguos llam aban libertad a todo esto, adem s adm itan com o com - patible con esta libertad colectiva, la sujecin com pleta del individuo a la autoridad del conjunto.

    N o encontraris entre ellos ninguno de los goces que com o vim os forman parte de la libertad de los modernos.

    Todas las acciones privadas estaban som etidas a una severa vigilan- cia. N ada se abandonaba a la independencia individual, ni en relacin con las opiniones, ni con la industria ni sobre todo en relacin con la religin. La facultad de escoger el culto, facultad que observam os com o uno de nues- tros m s preciosos derechos, habra parecido a los antiguos un crim en y un sacrilegio. En las cosas que nos parecen m s ftiles, la autoridad del cuerpo social se interpona y se entorpeca la voluntad de los individuos. Terpadro no pudo aadir ni una cuerda a su lira sin que los foros se ofendieran. A un en las relaciones m s dom sticas, la autoridad intervena.

    El joven lacedem onio no poda librem ente visitar a su joven m ujer. En Roma, los censores dirigan un ojo incisivo al interior de las familias. Las leyes regulan las costum bres y com o las costum bres sostienen todo, no haba nada que las leyes no regulasen.

    A s, entre los antiguos, el individuo habitualm ente casi soberano en los asuntos pblicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Com o ciudadano, decida sobre la paz y la guerra, com o particular estaba lim itado, observado, reprim ido en todos sus m ovim ientos; com o parte del cuerpo colectivo, interrogaba, destitua, condenaba, despojaba, exiliaba, atacaba a m uerte a sus m agistrados o a sus superiores; com o som etido al cuerpo colectivo, poda ser, a su vez, privado de su estado, sus dignidades, deste- rrado a m uerte, por la voluntad discrecional del conjunto del que form aba parte. Entre los m odernos, al contrario, el individuo, independiente en la

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    vida privada, es, aun en los Estados m s libres, slo soberano en aparien- cia. Su soberana est restringida, casi siem pre suspendida; y si en m om en- tos determ inados, pero escasos, ejerce esta soberana, rodeado de precau- ciones y trabas, siempre termina por abdicar de ella.

    D ebo aqu, seores, detenerm e un instante para prevenir una obje- cin que se m e podra hacer. H ay en la antigedad una repblica donde la servidum bre de la existencia individual al cuerpo colectivo no es tan com - pleta com o lo he descrito. Esta repblica es la m s clebre de todas; adivi- nis que quiero hablar de A tenas. V olver sobre ello m s adelante, y convi- niendo con la realidad del hecho, les expondr las causas. V erem os por qu de todos los Estados antiguos, A tenas es el que m s se ha asem ejado a los m odernos. En todas partes la jurisdiccin social era ilim itada. Los antiguos, com o dice Condorcet, no tenan ninguna nocin de los derechos individua- les. Los hom bres no eran, por decirlo as, sino m quinas cuyos resortes y engranajes eran regulados por la ley. La m ism a sujecin caracterizaba los herm osos siglos de la repblica rom ana; el individuo, de algn m odo, se haba perdido en la nacin, el ciudadano en la ciudad.

    A hora vam os a rem ontarnos a la fuente de esta diferencia esencial entre los antiguos y nosotros.

    Todas las antiguas repblicas estaban encerradas en lm ites estre- chos. La m s poblada, la m s poderosa, la m s considerable de entre ellas no era igual en extensin al m s pequeo de los Estados m odernos. Com o consecuencia inevitable de su poca extensin, el espritu de esas repblicas era belicoso, cada pueblo ofenda continuam ente a sus vecinos o era ofen- dido por ellos. Em pujados as por la necesidad, los unos contra los otros, se com batan o am enazaban sin cesar. Los que no quera ser conquistadores no podan dejar las arm as bajo pena de ser conquistados. Todos com praban su seguridad, su independencia, su existencia entera, al precio de la guerra. Ella era el constante inters, la ocupacin casi habitual de los Estados libres de la antigedad. Finalm ente, y por un resultado necesario de esta m anera de ser, todos esos Estados tenan esclavos. Las profesiones m ecnicas, e incluso en algunas naciones las profesiones industriales, estaban confiadas a m anos cargadas de grilletes.

    El m undo m oderno nos ofrece un espectculo com pletam ente opues- to. Los Estados m enores de nuestros das so incom parablem ente m s vas- tos de lo que fue Esparta o de lo que fue Rom a durante cinco siglos. La divisin m ism a de Europa en varios Estados, gracias al progreso de las luces es m enos real que aparente. M ientras que en otro tiem po cada pueblo form aba una fam ilia aislada, enem iga ancestral de las otras fam ilias, ahora existe una m asa de hom bres bajo diferentes nom bres y diversos m odos de

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    organizacin social, pero hom ognea en su naturaleza. Ella es bastante fuer- te para no tener nada que tem er de las hordas brbaras. Es lo bastante lcida com o para que la guerra le sea una carga. Su tendencia uniform e es hacia la paz.

    Esta diferencia trae otra. La guerra es anterior al com ercio; pues la guerra y el com ercio no son sino dos m edios diferentes de alcanzar la m ism a finalidad: el de poseer lo que se desea. El com ercio no es sino un hom enaje ofrecido a la fuerza del poseedor por el aspirante a la posesin. Es una tentativa para obtener paso a paso lo que no espera m s que conquistar por la violencia. Un hom bre que siem pre fuera el m s fuerte, no tendra jam s la idea del com ercio. La experiencia le dem uestra que la guerra, es decir, el em pleo de su fuerza contra la fuerza del prjim o, lo expone a diversas resis- tencias y a diversos fracasos, y lo lleva a recurrir al com ercio, es decir, a un m edio m s suave y m s seguro de com prom eter el inters de otro a consen- tir lo que conviene a su inters. La guerra es el im pulso, el com ercio es el clculo. Pero por la misma debe venir una poca en que el comercio reempla- ce a la guerra.

    Hem os llegado a esa poca. N o quiero decir que no la haya habido entre los antiguos pueblos

    com erciantes. Pero esos pueblos han constituido en cierto m odo la excep- cin de la regla general. Los lmites de una lectura no me permiten indicarles todos los obstculos que se oponan entonces al progreso del com ercio; vosotros los conocis de hecho m ejor que yo; slo aadir uno m s. La ignorancia de la brjula forzaba al m xim o a los m arinos de la antigedad a no perder de vista las costas. A travesar las colum nas de H rcules, es decir, pasar el estrecho de G ibraltar, era considerado com o la em presa m s audaz. Los fenicios y los cartagineses, los m s hbiles navegantes, no osaron hacerlo sino m ucho m s tarde y su ejem plo perm aneci largo tiem po sin ser im itado. En A tenas, de la que hablarem os pronto, el inters m artim o era de alrededor del sesenta por ciento, m ientras que el inters ordinario no era sino del doce, a tal punto la navegacin rem ota im plicaba riesgos.

    Seores, si adem s pudiese entregarm e a una digresin que desgra- ciadam ente sera dem asiado larga, les m ostrara a travs del detalle de las costum bres, hbitos, m odos de traficar de los pueblos com erciantes de la antigedad con los otros pueblos, que su com ercio m ism o estaba, por as decir, im pregnado del espritu de la poca, de la atm sfera de guerra y hostilidad que les rodeaba. El com ercio era entonces un feliz accidente, actualm ente es el estado ordinario, el fin nico, la tendencia universal, la verdadera vida de las naciones. Ellas desean el reposo; con el reposo, la holgura; y com o fuente de la holgura, la industria. La guerra es cada da un

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    m edio m s ineficaz para satisfacer sus deseos. La guerra ya no ofrece ni a los individuos, ni a las naciones, beneficios que igualen los resultados del trabajo apacible y el de los intercam bios regulares. Entre los antiguos, una guerra exitosa aportaba a la riqueza pblica e individuos, con esclavos, tributos y reparto de territorios. Entre los m odernos, una guerra afortunada cuesta infaliblemente ms de lo que ella vale.

    En una palabra, gracias al com ercio, a la religin, a los progresos intelectuales y m orales de la especie hum ana, o hay m s esclavos en las naciones europeas. H om bres libres deben ejercer todas las profesiones y proveer a todas las necesidades de la sociedad.

    Se percibe claram ente, seores, el resultado necesario de estas dife- rencias.

    Prim eram ente, la extensin de un pas dism inuye en relacin con la im portancia poltica que le toca com partir a cada individuo. El m s oscuro republicano de Rom a y Esparta era una potencia. No sucede lo m ism o con el sim ple ciudadano de G ran Bretaa o de los Estados U nidos. Su influencia personal es un elem ento im perceptible de la voluntad social que im prim e su direccin al gobierno.

    En segundo lugar, la abolicin de la esclavitud ha privado a la pobla- cin libre de todo aquel ocio que disfrutaba cuando los esclavos hacan la m ayor parte del trabajo productivo. Sin la poblacin esclava de A tenas, veinte m il atenienses no habran podido deliberar cotidianam ente en la plaza pblica.

    En tercer lugar, el com ercio no deja, com o la guerra, intervalos de inactividad en la vida del hom bre. El perpetuo ejercicio de los derechos polticos, la discusin diaria de los asuntos de Estado, los concilibulos, todo el cortejo y todo el m ovim iento de las facciones, agitaciones necesa- rias, obligado relleno, si oso em plear ese trm ino, en la vida de los pueblos libres de la antigedad, que habran languidecido sin este recurso bajo el peso de una inaccin dolorosa, no ofreceran sino turbacin y cansancio a las naciones m odernas, donde cada individuo ocupado de sus negocios y em presas, de los goces que obtiene o espera, no quiere ser distrado sino momentneamente y lo menos posible. El comercio inspira a los hombres un vivo am or por la independencia individual. El com ercio subviene sus nece- sidades, satisface sus deseos, sin la intervencin de la autoridad. Esta inter- vencin es casi siem pre, y no s por qu digo casi, un desarreglo y una m olestia. Siem pre que el poder colectivo quiere involucrarse en las especu- laciones particulares, veja a los especuladores. Siem pre que los gobiernos pretenden realizar nuestros asuntos, ellos lo hacen peor y m s dispendiosa- m ente que nosotros.

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    Les he dicho, seores, que les hablar de A tenas, a la cual se podra oponer el ejem plo de algunas de m is aserciones y cuyo ejem plo, por el contrario, las va a confirm ar todas.

    A tenas, com o ya lo he adm itido, era de todas las repblicas la m s com erciante; tam bin acordaba a sus ciudadanos infinitam ente m s libertad individual que Rom a y Esparta. Si yo pudiera entrar en detalles histricos, les hara ver que el com ercio haba hecho desaparecer entre los atenienses varias de las diferencias que distinguen a los pueblos antiguos de los pue- blos m odernos. El espritu de los com erciantes de A tenas era sim ilar al de los com erciantes de nuestros das.

    X enofn nos cuenta que, durante la guerra del Peloponeso, ellos sacaban sus capitales continentales de A tica y los enviaban a las islas del A rchipilago. El com ercio haba creado entre ellos la circulacin. O bserva- m os en Iscrates huellas del uso de las letras de cam bio. Tam bin observad cunto se parecen sus costum bres a las nuestras. En sus relaciones con las m ujeres, veris (cito an a X enofn) que los esposos satisfechos cuando la paz y una am istad decente reinan al interior de la pareja, tienen en cuenta la fragilidad de la esposa causada por la tirana de la naturaleza, cierran los ojos al irresistible poder de las pasiones, perdonan la prim era debilidad y olvidan la segunda. En sus relaciones con los extranjeros, se les ver prodi- gar los derechos de ciudadana a cualquiera, trasladndose entre ellos con su fam ilia, estableciendo un oficio o una fbrica; por ltim o, im pactar su excesivo am or por la independencia individual. En Lacedem onia, dice un filsofo, los ciudadanos corren cuando un m agistrado los llam a; pero un ateniense estara desesperado de que se le creyera dependiente de un m a- gistrado.

    Sin em bargo, tam bin en A tenas existan otras circunstancias que incidan sobre el carcter de las naciones antiguas; haba una poblacin esclava y el territorio era m uy pequeo, y por todo ello encontram os all vestigios de la libertad propia de los antiguos. El pueblo hace las leyes, exam ina la conducta de los m agistrados, conm ina a Pericles a rendir cuen- tas, condena a m uerte a todos los generales que haban dirigido el com bate de las Arginusas. Al m ism o tiem po el ostracism o, arbitrariedad legal y vana- gloriada por todos los legisladores de la poca, el ostracism o, que nos pareca y debe parecernos una indignante iniquidad, prueba que el indivi- duo estaba an m ucho m s avasallado por la suprem aca del cuerpo social en A tenas que hoy en ningn Estado libre de Europa. Se deduce de lo que vengo de exponer que ya no podem os disfrutar de la libertad de los anti- guos, que consista en la participacin activa y constante en el poder colec- tivo. N uestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la inde-

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    pendencia privada. En la antigedad, la parte que cada uno tom aba de la soberana nacional no era, en absoluto, una suposicin abstracta. La volun- tad de cada uno tena una influencia; el ejercicio de esta voluntad era un placer vivo y respetado. En consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer m uchos sacrificios para conservar sus derechos polticos y su parte en la adm inistracin del Estado. Cada uno, sintiendo con orgullo cunto vala su sufragio, hallaba en esta conciencia de su im portancia personal una amplia compensacin.

    Este resarcim iento no existe hoy para nosotros. Perdido en la m ulti- tud, el individuo no percibe casi nunca la influencia que l ejerce. Jam s su voluntad se m arca sobre el conjunto; nada constata su cooperacin ante sus propios ojos. A s pues, el ejercicio de los derechos polticos no nos ofrece sino una parte de los goces que los antiguos encontraban en ellos, y al mismo tiempo los progresos de la civilizacin, la tendencia comercial de la poca, la com unicacin de los pueblos entre s, han m ultiplicado y variado hasta el infinito los medios de felicidad particular.

    Resulta de ello que debem os estar m ucho m s ligados que los anti- guos a nuestra independencia individual. Pues los antiguos, cuando sacrifi- caban esta independencia a los derechos polticos, sacrificaban m enos para obtener m s; m ientras que haciendo el m ism o sacrificio nosotros daram os m s para obtener m enos.

    La finalidad de los antiguos era com partir el poder social entre todos los ciudadanos de una m ism a patria. Estaba ah lo que ellos llam aban liber- tad. La finalidad de los m odernos es la seguridad de los goces privados; y ellos llam aba libertad a las garantas acordadas a esos goces por las institu- ciones.

    H e dicho al com enzar que, por no haber percibido esas diferencias, hom bres bien intencionados, de hecho, haban causado infinitos m ales du- rante nuestra larga y torm entosa revolucin. D ios no perm ita que yo les dirija reproches dem asiado severos: su error, incluso, era excusable. N o sabram os leer las bellas pginas de la antigedad, ni recordar las acciones de los grandes hom bres sin experim entar no s qu em ocin de un tipo particular, que nada de lo que es m oderno nos hace sentir. Los viejos ele- m entos por as decir, de una naturaleza anterior a la nuestra, parecen des- pertarse en nosotros con esos recuerdos. Es difcil no echar de m enos esos tiem pos donde las facultades del hom bre se desarrollaban en una direccin trazada de antem ano, pero con un horizonte tan vasto, fortalecido por sus propias fuerzas y con tal sentim iento de energa y dignidad, que cuando uno se entrega a estas nostalgias, es im posible no querer im itar lo que se echa de m enos.

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    Esta im presin era profunda, sobre todo cuando vivam os bajo go- biernos abusivos, los que sin ser fuertes eran vejatorios, absurdos por sus principios, m iserables por sus acciones; gobiernos que tenan por resorte la arbitrariedad y por finalidad el em pequeecim iento de la especie hum ana, y que ciertos hom bres osan todava vanagloriarnos hoy da, com o si pudira- m os olvidar alguna vez que hem os sido testim onios y vctim as de su obsti- nacin, de su im potencia y de su derrocam iento. La finalidad de nuestros reform adores fue noble y generosa. Q uin de nosotros no ha sentido latir su corazn de esperanza a la entrada del cam ino que ellos queran abrir? Y desgracia hoy, en el presente, a quien no sienta la necesidad de declarar que reconocer algunos errores com etidos por nuestros prim eros guas no es m ancillar su m em oria ni repudiar opiniones que los am igos de la hum anidad han profesado de generacin en generacin!

    Pero esos hom bres haban tom ado varias de sus teoras de las obras de dos filsofos que no cuestionan los cam bios acontecidos por disposi- ciones del gnero humano. Yo, quizs, examinara una vez ms el sistema de J. J. Rousseau, el m s ilustre de esos filsofos, y m ostrara que transportan- do a nuestros tiem pos m odernos una am pliacin del poder social, de la soberana colectiva que perteneca a otros siglos, ese genio sublim e a quien anim aba el m s puro am or por la libertad, ha proporcionado no obstante funestos pretextos a m s de un tipo de tirana. Sin duda, al revelar lo que yo considero com o un error im portante, sera circunspecto en m i refutacin y respetuoso en m i reprobacin. Evitara, sin duda, unirm e a los detractores de un gran hom bre. Cuando el azar hace que coincida con ellos sobre un nico punto, desconfo de m m ism o; y para consolarm e de parecer por un instante de su m ism a opinin sobre una cuestin nica y parcial, necesito repudiar y condenar e lo que de m depende a esos pretendidos auxiliares.

    Si em bargo, el inters por la verdad debe prim ar sobre consideraciones que vuelven tan potentes el brillo de un talento prodigioso y la autoridad de un inm enso prestigio. N o es de hecho a Rousseau, com o se ver, a quien debem os atribuir principalm ente el error que voy a com batir; pertenece m s bien a uno de sus sucesores, m enos elocuente pero no m enos austero y m il veces m s exagerado. Este ltim o, el abate de M ably, puede ser considerado com o el representante del sistem a que, conform e a las m xim as de la libertad antigua, quiere que los ciudadanos estn com pletam ente som etidos para que la nacin sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre. El abate de M ably haba confundido, com o Rousseau y com o m uchos otros, siguiendo a los antiguos, la autoridad del cuerpo social con la libertad, y todos los m edios le parecan buenos para extender la accin de esta autoridad sobre esta parte recalcitrante de la existencia hum ana de la cual l

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    deplora la independencia. El disgusto que expresa en todas sus obras es que la ley no pueda alcanzar m s que a las acciones.

    H abra querido que la autoridad del cuerpo social persiguiese al hom bre sin descanso y sin dejarle un asilo donde pudiese escapar de su poder. A penas perciba, en cualquier pueblo, una m edida vejatoria, l pen- saba haber hecho un descubrim iento que propona com o m odelo; detestaba la libertad individual com o se detesta a un enem igo personal; y en cuanto encontraba en la historia una nacin que estaba com pletam ente privada de ella, no poda im pedirse de adm irarla. Se extasiaba con los egipcios, porque, deca, todo en ellos era regulado por la ley, hasta las distracciones, hasta las necesidades; todo se doblegaba bajo el im perio del legislador; todos los m om entos de la jornada estaban ocupados por algn deber. Incluso el am or estaba sujeto a esta intervencin respetada, y era la ley la que abra y cerraba el lecho nupcial.

    Esparta, que una la forma republicana y la servidumbre de los indivi- duos, excitaba en el espritu de este filsofo un entusiasm o m s vivo an. A quel vasto convento le pareca el ideal de una perfecta repblica. Senta hacia A tenas un profundo desprecio y gustosam ente habra dicho de esta nacin, la prim era de G recia, lo que un acadm ico y gran seor deca de la A cadem ia Francesa: Q u espantoso despotism o! Todo el m undo hace all lo que quiere. D ebo agregar que ese gran seor hablaba de la A cadem ia tal com o ella era hace treinta aos.

    M ontesquieu, dotado de un espritu m s observador porque haba tenido una cabeza m enos ardiente, no cay exactam ente en los m ism os errores. El qued im pactado por las diferencias que he referido, pero no ha discernido la verdadera causa. Los polticos griegos dice que vivan bajo el gobierno popular, no reconocan otra fuerza que la de la virtud. Los de hoy da no nos hablan m s que de m anufactura, com ercio, finanzas, riquezas e incluso de lujo. M ontesquieu atribuye esta diferencia a la rep- blica y a la m onarqua; pero hay que atribuirla al espritu diferente de los tiem pos antiguos y de los tiem pos m odernos. C iudadanos de las repblicas, sbditos de m onarquas, todos quieren goces y nadie puede, en el estado actual de las sociedades, no desearlo. El pueblo m s sujeto actualm ente a su libertad, antes de la liberacin de Francia, era tam bin el pueblo m s ligado a todos los disfrutes de la vida, y cuidaba su libertad, sobre todo porque vea en ella la garanta de los goces que l am aba. En otro tiem po, cuando haba libertad, se podan soportar las privaciones; ahora en todas partes donde hay privacin, es necesaria la esclavitud para resignarse a ella. H oy da sera m s fcil hacer de un pueblo de esclavos un pueblo de espar- tanos, que form ar espartanos para la libertad.

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    Los hom bres que se vieron arrastrados por la oleada de sucesos a la cabeza de nuestra revolucin, estaban im buidos por las opiniones antiguas y ya falsas que haban honrado los filsofos de los que he hablado, com o consecuencia necesaria de la educacin que haban recibido.

    La m etafsica de Rousseau, en m edio de la cual aparecen de golpe, com o relm pagos, verdades sublim es y pasajes de una elocuencia arrasado- ra; la austeridad de M ably, su intolerancia, su odio contra todas las pasio- nes hum anas, su avidez por sojuzgarlas todas, sus principios exagerados sobre la com petencia de la ley, la diferencia de lo que l recom endaba y de lo que haba existido, sus declaraciones contra las riquezas y aun contra la propiedad, todas esas cosas deban fascinar a hom bres inflam ados por una reciente victoria, y quienes, conquistadores del poder legal, estaban m uy dispuestos a extender este poder sobre todas las cosas. Para ellos era una autoridad preciosa la de dos escritores, quienes, desinteresados en el asun- to, y pronunciando anatem a contra el despotism o de los hom bres, haban redactado en axiom as los textos de la ley. Q uisieron, as pues, ejercer la fuerza pblica, com o haban aprendido de sus guas que antao ella habra sido ejercida en los Estados libres. Creyeron que todo deba ceder ante la voluntad colectiva y que todas las restricciones a los derechos individuales seran am pliam ente com pensadas por la participacin en el poder social.

    Sabis, seores, lo que de ello result. Instituciones libres, apoyadas sobre el conocim iento del espritu del siglo, habran podido subsistir. E l renovado edificio de los antiguos se derrum b, a pesar de m uchos esfuer- zos y m uchos actos heroicos que m erecen toda la adm iracin.

    Es que el poder social hera en todo sentido la independencia indivi- dual sin destituir de l la necesidad. La nacin no encontraba que una parte ideal de una soberana abstracta valiera los sacrificios que se le peda. Se le repeta intilm ente con Rousseau que las leyes de la libertad son m il veces m s austeras que duro el yugo de los tiranos. Ella no quera esas leyes austeras y, en ese hasto, crea a veces que sera preferible el yugo de los tiranos. Lleg la experiencia y la desenga. V io que la arbitrariedad de los hom bres era peor an que las m alas leyes. Pero las leyes deben tener sus lmites.

    Si he logrado, seores, haceros com partir la opinin que, en m i con- viccin, esos hechos deben producir, reconoceris conm igo la verdad de los siguientes principios.

    La independencia individual es la prim era de las necesidades m oder- nas. En consecuencia, jam s hay que pedir su sacrificio para establecer la libertad poltica.

    Se deduce que ninguna de las num erosas y alabadas instituciones

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    que en las repblicas antiguas perturbaban la libertad individual, es adm isi- ble e los tiem pos m odernos.

    Esta verdad, seores, a prim era vista parece superflua de establecer. A lgunos gobernantes de hoy no parecen en nada inclinados a im itar las repblicas de la antigedad. N o obstante por m uy poco gusto que ellos tengan por las instituciones republicanas, hay ciertas costum bres republica- nas por las que ellos experim entan no s qu afecto. Es m olesto que esos sean precisam ente los que se perm iten rechazar, exiliar, despojar. Recuerdo que en 1802 se desliz en una ley sobre los tribunales especiales un artculo que introduca en Francia el ostracism o griego; y sabe D ios cuntos elo- cuentes oradores, para hacer adm itir este artculo que sin em bargo fue reti- rado, nos hablaron de libertad, de A tenas y de todos los sacrificios que los individuos deban hacer para conservar esta libertad! Lo m ism o que en una poca m s o m enos reciente, cuando autoridades tem erosas intentaron con m ano tm ida dirigir las elecciones a su voluntad, un peridico, que no obs- tante no es tachado de republicanism o, propuso hacer revivir la censura rom ana para apartar a los candidatos peligrosos.

    A s pues, no creo em pearm e en una digresin intil, si para apoyar m i asercin digo algunas palabras sobre esas dos instituciones tan alaba- das. El ostracism o de A tenas reposaba sobre la hiptesis de que la socie- dad tiene total autoridad sobre sus m iem bros. Esta hiptesis poda justifi- carse en un pequeo Estado, donde la influencia de un individuo, basada en su crdito, clientela y gloria, com pensa a m enudo el poder del pueblo; all el ostracism o podra tener una apariencia de utilidad. Pero, entre nosotros, los individuos tienen derechos que la sociedad debe respetar, y la influen- cia individual est tan perdida en una m ultitud de influencias, iguales o superiores, que toda vejacin, m otivada por la necesidad de dism inuir esta influencia, es intil y por consecuencia injusta. Nadie tiene derecho a exiliar un ciudadano si no es condenado por un tribunal regular, segn una ley form al que liga la pena del exilio a la accin de la que l es culpable. N adie tiene derecho de arrancar al ciudadano de su patria; el propietario tiene sus tierras, el negociante su com ercio, el esposo su esposa, el padre sus hijos, el escritor sus m editaciones estudiosas, el viejo sus costum bres. Todo exilio poltico es un atentado poltico. Todo exilio pronunciado por una asam blea a causa de pretendidos m otivos de salvacin pblica, es un crim en de esta asam blea contra el bien pblico, que no existe jam s sino en el respeto de las leyes, en el acatam iento de las form as y en la conservacin de las garan- tas.

    La censura rom ana supona, com o el ostracism o, un poder discrecio- nal. En una repblica en la que todos los ciudadanos, m antenidos por la

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    pobreza en una sim plicidad extrem a de costum bres, habitaban la m ism a ciu- dad, no ejercan ninguna profesin que desviara su atencin de los asuntos de Estado, y se hallaban as constantem ente espectadores y jueces del uso del poder pblico. La censura, de un lado, poda tener m s influencia, y del otro, la arbitrariedad de los censores estaba contenida por una especie de vigilancia m oral ejercida contra ellos. Pero tan pronto com o la extensin de la repblica, la com plicacin de las relaciones sociales y los refinam ientos de la civilizacin hubieran quitado a esta institucin lo que serva a la vez de base y de lm ite, la censura degener incluso en Rom a. A s pues, no era entonces la censura la que haba creado las buenas costum bres, era la sim - plicidad de las costum bres lo que constituia la potencia y la eficacia de la censura.

    En Francia, una institucin tan arbitraria com o la censura sera a la vez ineficaz e intolerable. En el presente estado de la sociedad, las costum - bres se com ponen de finas sutilezas ondulantes, inasibles, que se desnatu- ralizaran de m il m aneras si se intentara darles m s precisin. Unicam ente la opinin puede herirles, slo ella puede juzgarlas, porque es de igual natura- leza. Ella se sublevara contra toda autoridad positiva que quisiera darle m ayor precisin. Si el gobierno de un pueblo quisiera, com o los censores de Rom a, censurar a un ciudadano con una decisin discrecional, la nacin entera reclam ara contra este fallo no ratificando las decisiones de la autori- dad. Lo que vengo de decir sobre el trasplante de la censura en los tiem pos m odernos se aplica a m uchas otras zonas de la organizacin social, en las que se nos cita la antigedad an m s frecuentem ente y con m ucho m s nfasis. Tal com o la educacin, por ejem plo, cuando se nos dice que hem os de perm itir que el gobierno se apodere de las generaciones nacientes para form arlas a su voluntad. Y cuntas alusiones eruditas apoyan esta teora? Los persas, los egipcios, G recia e Italia vienen a figurar por turno en nues- tros registros! Eh!, seores, no som os ni persas som etidos a un dspota, ni egipcios subyugados por sacerdotes, ni galos pudiendo ser sacrificados por sus druidas, ni finalm ente griegos y rom anos cuya parte en la autoridad social consolidaba la servidum bre privada. Som os m odernos que querem os disfrutar cada uno de nuestros derechos; desarrollar cada una nuestras facultades com o m ejor nos parece, sin perjudicar al prjim o; velar por el desarrollo de esas facultades en los hijos que la naturaleza confe a nuestro afecto, que ser tanto m s ilustrada cuanto m s viva, sin necesidad de ninguna autoridad si no es para conseguir de ella los m edios generales de instruccin que puede proporcionarnos, com o los viajeros aceptan la auto- ridad vial, sin ser por ello dirigidos en el cam ino que quieren seguir. La religin tam bin est expuesta a estos recuerdos de otros siglos. V alientes

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    defensores de la unidad de doctrina nos citan las leyes de los antiguos contra los dioses extranjeros y apoyan los derechos de la Iglesia catlica con el ejem plo de los atenienses, que hicieron perecer a Scrates por haber quebrantado el politesm o, y el de A ugusto, que quera perm anecer fiel al culto de sus padres, lo que hizo que poco despus se entregara a los prim e- ros cristianos a las bestias.

    D esconfiem os, seores, de esta adm iracin por ciertas rem iniscen- cias antiguas. Puesto que vivim os en los tiem pos m odernos, deseo la liber- tad conveniente a los tiem pos m odernos; y puesto que vivim os bajo m onar- quas, suplico hum ildem ente a esas m onarquas no pedir prestado a las repblicas antiguas m edios para oprim irnos. La libertad individual, repito, he ah la verdadera libertad m oderna. La libertad poltica es por consecuen- cia indispensable. Pero pedir a los pueblos actuales sacrificar, com o los de antao, la totalidad de su libertad individual a su libertad poltica, es el m edio seguro de separarles de una de ellas; y cuando eso se haya conse- guido, no se tardar en arrebatarles la otra.

    V eis, seores, que m is observaciones no tienden en absoluto a dis- m inuir el precio de la libertad poltica. Yo no deduzco en nada de los hechos que he puesto ante vuestros ojos las consecuencias que algunos hom bres sacan de ello. D el hecho que los antiguos hayan estado libres, y que noso- tros no podam os ser libres com o los antiguos, ellos concluyen que estam os destinados a ser esclavos. Q uisieran constituir el nuevo estado social con un pequeo nm ero de elem entos de los que ellos dicen ser los nicos dueos en la actual situacin del m undo. Esos elem entos son los prejuicios para espantar a los hom bres, el egosm o para corrom perlos, la frivolidad para aturdirles, los placeres groseros para degradarles, el despotism o para dirigirles; y, para servir m s hbilm ente al despotism o, son m uy necesarios los conocim ientos positivos y las ciencias exactas. Sera extrao que tal fuera el resultado de cuarenta siglos durante los cuales el espritu hum ano ha conquistado tantos m edios m orales y fsicos, yo no lo puedo im aginar. Concluyo de las diferencias que nos distinguen de la antigedad conse- cuencias com pletam ente opuestas. N o es en absoluto la garanta lo que hay que abolir, es el goce lo que hay que extender. N o es la libertad poltica a lo que quiero renunciar; es la libertad civil lo que reclam o con las otras form as de libertad poltica. Los gobiernos no tienen derecho hoy com o ayer de arrogarse un poder ilegtim o. Pero los gobiernos que proceden de una fuen- te legtim a tienen m enos derecho que antao de ejercer sobre los individuos una suprem aca arbitraria. Todava hoy poseem os los derechos que tuvim os desde siem pre, esos derechos eternos de consentir las leyes, de deliberar sobre nuestros intereses, de ser parte integrante del cuerpo social del cual

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    som os m iem bros. Pero los gobiernos tienen nuevos deberes. Los progresos de la civilizacin, los cam bios producidos por los siglos, ordenan a la autori- dad m s respeto por las costum bres, por los afectos, por la independencia de los individuos. Ella debe tratar con una m ano m s prudente y leve estas cuestiones.

    Esta reserva de la autoridad que consta en sus estrictos deberes est igualm ente bien com prendida en sus intereses, pues si la libertad que con- viene a los m odernos es diferente de la que convena a los antiguos, el despotism o que era posible entre los antiguos ya no lo es m s entre los m odernos. Som os a m enudo m enos atentos que los antiguos a la libertad poltica, y m enos apasionados por ella, de este hecho se puede concluir que descuidem os, a veces dem asiado y siem pre por error, las garantas que nos asegura. Pero al m ism o tiem po com o nos apegam os m ucho m s a la libertad individual que los antiguos, la defenderem os si es atacada con m ucho m s tino y persistencia; y para defenderla tenem os m edios que los antiguos no tenan.

    El com ercio les confiere a las arbitrariedades un carcter m s hum i- llante para nuestra existencia que en el pasado, cuando no exista. Con el com ercio las transacciones son m s variadas; por lo m ism o, se m ultiplican las ocasiones para las arbitrariedades. N o obstante, el com ercio tam bin perm ite eludir m s fcilm ente las acciones arbitrarias, porque l cam bia la naturaleza m ism a de la propiedad, que gracias al cam bio se transform a en algo prcticamente inasible.

    El com ercio da a la propiedad una nueva cualidad: la circulacin; sin circulacin, la propiedad no es sino un usufructo; la autoridad puede siem - pre influir sobre el usufructo, pues puede retirar el goce; pero la circulacin pone un obstculo invisible e invencible a esta accin del poder social.

    Los efectos del com ercio se extienden an m s lejos, no slo libera a los individuos, sino que, creando el crdito, vuelve dependiente a la autori- dad. El dinero, dice un autor francs, es el arm a m s peligrosa del despotis- m o, pero al m ism o tiem po es su freno m s poderoso; el crdito est som eti- do a la opinin; la fuerza es intil, el dinero se oculta o se desvanece; todas las operaciones del Estado estn suspendidas. El crdito no tena la m ism a influencia entre los antiguos; sus gobiernos eran m s fuertes que los parti- culares; hoy los particulares son m s fuertes que los poderes polticos; la riqueza es un poder m s disponible en todos los m om entos, m s aplicable a todos los intereses, y, por consecuencia, m ucho m s real y m ejor obedeci- da; el poder am enaza, la riqueza recom pensa, escapam os al poder engan- doles; para obtener los favores de la riqueza hay que servirla. La riqueza siempre gana.

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    A consecuencia de las m ism as causas, la existencia individual est m enos englobada en la existencia poltica. Los hom bres transportan lejos sus tesoros; se llevan con ellos todos los goces de la vida privada; el com ercio ha aproxim ado a las naciones, y les ha dado costum bres y hbitos m s o m enos sim ilares; los jefes pueden ser los enem igos; los pueblos son com patriotas. A s pues, que el poder se resigne a ello: necesitam os la liber- tad y la tendrem os; pero com o la libertad que no es precisa es diferente a la de los antiguos, es necesario a esta libertad otra organizacin que la que podra convenir a la antigua libertad.

    En sta, cuanto m s consagraba el hom bre su tiem po y fuerza al ejercicio de sus derechos polticos, m s libre se crea. En la clase de libertad que nos corresponde, cuanto m s tiem po para nuestros intereses privados nos deje el ejercicio de nuestros derechos polticos, m s preciosa ser la libertad.

    D e ah, seores, la necesidad del sistem a representativo. El sistem a representativo no es otra cosa que una organizacin con cuya ayuda una nacin descarga en algunos individuos lo que ella no puede o no quiere hacer por s m ism a. Los individuos pobres realizan ellos m ism os sus asun- tos; los hom bres ricos contratan a adm inistradores. Es la historia de las antiguas naciones y de las m odernas. El sistem a representativo es una pro- curacin dada a un cierto nm ero de hom bres por la m asa del pueblo que quiere que sus intereses sean defendidos y que no obstante no tiene tiem - po de defenderlos l m ism o. Pero, a m enos que sean insensatos, los hom - bres ricos que tienen adm inistradores exam inan con atencin y severidad si esos adm inistradores cum plen su deber, si no son descuidados, ni corrup- tos, ni incapaces, y para juzgar la gestin de esos m andatarios, los com isio- nados que tienen prudencia se aplican m uy bien a los asuntos en los que se les confa la adm inistracin. Del m ism o m odo, los pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene, recurren al sistem a representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes, y reservarse, en pocas que no estn separadas por intervalos dem asiado largos, el derecho de apartarles si han equivocado sus votos, y de revocar los poderes de los que ya han abusado.

    D el hecho que la libertad m oderna difiere de la libertad antigua, se deduce que esta ltim a estaba tam bin am enazada por otra especie de peli- gro.

    El peligro de la libertad antigua consista en que los hom bres, aten- tos nicam ente a asegurarse el poder social, no apreciaban los derechos y los goces individuales. El peligro de la libertad m oderna es que absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada, y en la gestin de nues-

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    tros intereses particulares, renunciam os dem asiado fcilm ente a nuestro de- recho de participacin en el poder poltico.

    Los depositarios de la autoridad no dejan de exhortarnos a ello. Es- tn tan dispuestos a evitarnos todo tipo de pena, excepto la de obedecer y de pagar! N os dirn: Cul es en el fondo la finalidad de vuestros esfuer- zos, el m otivo de vuestros trabajos, el objeto de vuestras esperanzas? N o es la felicidad? Y bien, esa dicha, dejadnos actuar y os la darem os. N o, seores, no dejem os que acten. Por m uy conm ovedor que sea ese inters tan tierno, rogam os a la autoridad que perm anezca en sus lm ites. Q ue se lim ite a ser justa, nosotros nos encargarem os de ser felices.

    Podram os serlo con goces si estos goces estuvieran separados de las garantas? D nde encontraram os esas garantas si renunciram os a la libertad poltica? Renunciar a ellas, seores, sera una dem encia sim ilar a la de un hom bre que bajo el pretexto que no ocupa el prim er piso, pretendiera construir sobre la arena un edificio sin fundam entos.

    Por lo dem s, seores, tan cierto es que la felicidad, cualquiera ella sea, es la nica finalidad de la especie hum ana? En ese caso, nuestra carrera sera m uy estrecha, y nuestro destino m uy poco sealado, no hay ninguno de nosotros que si quisiera descender, restringir sus facultades m orales, reducir sus deseos, abjurar a la actividad, la gloria, las em ociones generosas y profundas, pudiera em brutecerse y ser feliz. N o, seores, yo atestiguo sobre esta excelente parte de nuestra naturaleza, esta noble inquietud que nos persigue y que nos atorm enta, este ardor de extender nuestras luces y desarrollar nuestras facultades: no es slo la felicidad, es al perfecciona- m iento que nuestro destino nos llam a; y la libertad es la m s poderosa, el m s enrgico m edio de perfeccionam iento que el cielo nos haya dado.

    La libertad poltica som etiendo a todos los ciudadanos, sin excep- cin, el exam en y el estudio de sus intereses m s sagrados, engrandece su espritu, ennoblece sus pensam ientos, establece entre todos ellos un tipo de legalidad intelectual que constituye la gloria y la potencia de un pueblo.

    Por tanto, ved cm o una nacin se engrandece con la prim era insti- tucin que le restituye el ejercicio regular de la libertad poltica. Ved a nues- tros conciudadanos de todas las clases, profesiones, sacados de la esfera de sus trabajos habituales y de su industria privada, encontrarse de pronto en el nivel de las funciones im portantes que la constitucin les confa, escoger con discernim iento, resistir noblem ente a la seduccin. V ed el pa- triotism o puro, profundo y sincero, triunfando en nuestras ciudades y vivi- ficando hasta nuestras aldeas, atravesando nuestros talleres, reanim ando nuestros cam pos, penetrando del sentim iento de nuestros derechos y de la necesidad de garantas el espritu justo y recto del labrador til y del nego-

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    ciante industrioso, que sabiendo de los m ales que ellos han padecido, y no m enos ilum inados sobre los rem edios que esos m ales exigen, abarcan con una m irada a Francia entera y, dispensadores del reconocim iento nacional, recom pensan con sus sufragios, despus de treinta aos, la fidelidad a los principios, en la persona del m s ilustre de los defensores de la libertad.

    Lejos entonces, seores, de renunciar a ninguna de las dos clases de libertad de las que les habl, es preciso, lo he dem ostrado, aprender a com - binar la una con la otra. Las instituciones, com o dice el clebre autor de la historia de las repblicas de la Edad M edia, deben cum plir los destinos de la especie hum ana; ellas alcanzan tanto m ejor su finalidad cuanto m ayor es el nm ero posible de ciudadanos que elevan a la m s alta dignidad m oral.

    La obra del legislador no est totalm ente com pleta cuando slo ha tranquilizado al pueblo. Incluso cuando ese pueblo est contento queda m ucho por hacer. Es preciso que las instituciones concluyan la educacin m oral de los ciudadanos. Respetando sus derechos individuales, cuidando de su independencia, no perturbando para nada sus ocupaciones, ellas de- ben no obstante consagrar su influencia sobre la cosa pblica, llam arles a concurrir con sus determ inaciones y sus sufragios al ejercicio del poder, garantizarles un derecho de control y de vigilancia por la m anifestacin de sus opiniones, y form ndoles de este m odo, por la prctica, para esas eleva- das funciones, dndoles a la vez el deseo y la facultad de satisfacerlas.