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Consideraciones en torno al uso de drogas en ritos funerarios, ceremonias
religiosas y farmacopea.
Lic. Daniel Russo
Este trabajo indagará en tres campos de la vinculación del ser humano con el
consumo de drogas: la farmacopea, los rituales funerarios y las ceremonias religiosas. Para
ello, es preciso una primera aclaración: esta enunciación de actividades diferenciadas es
sólo a fines de facilitar el análisis de lo planteado, ya que en la experiencia de nuestros
antepasados no se vislumbraba una división efectiva entre los campos mencionados.
La farmacopea evidencia la búsqueda constante del hombre por encontrar un agente
químico que aliviase sus tensiones y dolencias. Si bien hay indicios que desde la prehistoria
el hombre conoce y hace uso de plantas, semillas y hongos, el saber respecto de estos se
acrecentó en dos períodos donde se produjeron importantes transformaciones en nuestras
sociedades.
Analizaremos las consecuencias que se produjeron en este sentido con el
descubrimiento de América y el desarrollo de las políticas colonizadoras de los imperios
europeos, período caracterizado por la explotación y mercantilización de las sustancias
psicoactivas provenientes de las tierras lejanas conquistadas.
En segundo lugar abordaremos lo que bien podría llamarse “el gran salto”, producto
del desarrollo de la industria farmacéutica en el siglo XIX, donde se sintetizaron sustancias
de elevado poder psicoactivo, reconfigurando la experiencia del hombre con las sustancias.
Veremos cómo desde entonces, el consumo se ha industrializado y masificado, teniendo a
los jóvenes como el grupo portador por excelencia del problema de la drogadicción.
Así como la farmacopea presenta un desarrollo sinuoso hasta alcanzar finalmente su
apogeo en los últimos dos siglos, en el campo ceremonial religioso, la relación del hombre
con las drogas implicó una clara retracción. La histórica ingesta de sustancias -en especial
alucinógenos- para alcanzar la comunicación con los seres supremos entró en contradicción

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con el afianzamiento de las religiones monoteístas. Con la aparición de un Dios único se
configuraron medios de relación distintos a la intermediación química. Sin embargo, como
retracción no es sinónimo de desaparición, estudiaremos las formas en que la relación
drogas-divinidad aún se expresa.
En lo que refiere a la relación entre drogas y los rituales funerarios, no puede
hablarse de avance ni de retracción, este vínculo parece haberse desvanecido en el tiempo.
Las antiguas marcas de sustancias psicoactivas en los funerales como ofrendas para el viaje
al más allá de los muertos no tienen un correlato inmediato en nuestra civilización.
Por último veremos cómo las nuevas formas de consumo parecen re vincular el uso
de drogas con la muerte, no como elemento ritual para acompañar la partida del occiso
hacia otros mundos sino para producir estados próximos a la muerte en el sí mismo, cuando
no, la misma muerte.
1.
Si bien existen divergencias y posturas encontradas respecto de las inferencias que
pueden hacerse del consumo de drogas de origen vegetal a partir del mero hallazgo de
restos arqueobotánicos1, los registros escritos sobre el uso de éstas no dejan márgenes de
duda y nos llevan a un viaje en el tiempo no menor a siete milenios. Desde tablas
cuneiformes sumerias, pasando por papiros egipcios y escritos greco-latinos, las referencias
a la adormidera, la mandrágora y el cáñamo señalan un vínculo estrecho entre los hombres
y la búsqueda de un estado de conciencia producido químicamente.
1 Algunas objeciones plantean la posibilidad de que las semillas y restos vegetales de plantas con
propiedades psicoactivas llegasen a los lugares funerarios de manera casual, por ejemplo, acarreados por
aves. Otro tipo de argumentos se centran en que la presencia de esas plantas, hongos y semillas no indican
necesariamente su consumo.

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Las huellas del uso de plantas y hongos para alterar la experiencia mundana de la
realidad no quedan circunscriptas a la Mesopotamia, al valle del Nilo o a los pueblos del
Mar Mediterráneo. El consumo de “plantas sagradas” entre los pueblos originarios de
nuestro continente aparece como una práctica consolidada que incluye el uso del peyote en
el norte, la coca en la columna andina y la ayahuasca en la amazonia.
Otro tanto podría decirse respecto del uso de opio y cannabis en China, India y los
países árabes. David Courtwright (2002) señala la existencia de registros de cultivo de
cannabis en estos pueblos desde el año 6000 antes de nuestra era. Si bien su uso
contemplaba múltiples aplicaciones: aceite para cocinar, semillas comestibles, forraje para
animales y fibra de cáñamo para embarcaciones, el cannabis figuraba desde entonces en la
farmacopea de las medicinas hindú (ayurvédica) e islámica (tibbi).
Desde la perspectiva de Elisa Guerra Doce (2006, a y b), el arraigo de estas
prácticas de consumo en las primeras civilizaciones humanas no hacen sino dejar abierta la
posibilidad de entenderlas como efectos de acciones ya presentes en nuestra especie desde
períodos previos a éstas. Al respecto, la autora señala lo siguiente:
“Este hecho necesariamente implica un largo proceso de familiarización
progresiva con estas sustancias para que las primeras sociedades históricas del
Viejo Mundo alcanzaran un conocimiento tan preciso sobre sus efectos, por lo
que no parece descabellado suponer que la experimentación con las drogas se
inició en la Prehistoria” (Guerra Doce, 2006 a: 55).
La autora presenta un extenso detalle de los hallazgos recogidos en suelo europeo
donde consigna la presencia de restos de plantas y semillas de efedra, adormidera y
cannabis en yacimientos funerarios. Las pruebas de carbono 14 a las que hace referencia en
su estudio señalan en algunos casos una antigüedad de 5 milenios antes de Cristo, lo cual
sitúa la presencia de estas sustancias en el campo de actividades de nuestros ancestros del
período neolítico.
De esta manera, la utilización de drogas por parte de nuestros antepasados hundiría
sus raíces en el tiempo silencioso de nuestra prehistoria.

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2.
El progreso histórico de la farmacopea evidencia el interés del ser humano por la
búsqueda de respuestas químicas ante determinadas necesidades y padecimientos. La
identificación de propiedades psicoactivas en plantas, hongos y semillas nos permite
suponer, tal como hemos señalado, un proceso de investigación desplegado por el hombre a
través de innumerables generaciones.
Si bien hay evidencias sobre el desarrollo terapéutico a través de sustancias
psicoactivas en las antiguas civilizaciones mesopotámicas y del antiguo Egipto, la
sistematización que hacen los autores helenos y latinos, implicaron un salto cualitativo
insoslayable.
Encontramos en la obra “Historia de las plantas” de Teofrasto el origen de la
botánica moderna. Allí, el discípulo de Aristóteles presenta nueve cuadernos donde asienta
la información existente sobre todas las plantas conocidas hasta entonces, con sus
correspondientes propiedades. Entre otras categorías desarrolladas, Teofasto reserva un
capítulo extenso para las propiedades de las plantas empleadas con fines medicinales.
La gran cantidad de obras donde el conocimiento de los griegos sobre las
propiedades médicas de los vegetales queda evidenciado en alguno de los título de aquella
época: “De materia médica” de Dioscórides, “Historia natural” de Plinio el Viejo y “De
arte médica” de Celso (Guerra Doce, 2006 a y b). Por su parte, Ackernecht (1979) señala la
centralidad de las tradiciones médicas en el acervo cultural heleno, ilustrándolo con las
discusiones de Sorano de Éfeso respecto del tratamiento de la manía a través del opio, entre
otras terapéuticas instituidas entonces (encadenamiento, enemas, entre otras).
El desarrollo de la medicina en general, y la farmacopea occidental en particular,
encontró en la Edad Media un retroceso respecto de lo que había sido su expansión hasta
allí. El cristianismo anudó los procesos de enfermedad y cura a la dimensión espiritual,
desechando tanto a la rica herencia grecolatina como así también a la tradición árabe en ese
campo (Jácome Roca, 2003).

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Ese letargo que va desde la cultura helénica hasta el renacimiento comienza a
sacudirse justamente en el movimiento de disputa entre el poder papal y el Emperador del
Sacro Imperio Romano, Federic Hohenstaufen (Federico I), lo que trae como consecuencia
directa el surgimiento de la Universitas Scholarium Bononiensis (1154). Los estudios en
derecho civil funcionaron como ariete para quebrar la hegemonía eclesiástica esgrimida
desde el derecho canónico, marcando la huella que inmediatamente tomarán otras
disciplinas, entre las que se encontraba la medicina (Mureddu, 1994-1995).
Durante las cruzadas iniciadas por el cristianismo en el siglo XII contra el mundo
árabe, Europa entró en contacto con el “Canon de Avicena”, de Ibn Sina. Allí el autor
presenta un vasto conocimiento sobre las propiedades de casi ochocientos medicamentos,
entre los que se destaca una detallada descripción sobre los efectos del cannabis, el opio, la
mandrágora, la amapola y la belladona.
Los siglos posteriores vieron nacer y consolidarse las academias y colegios médicos
(S XVI) por todo el viejo continente, los que convivieron, no sin disputas, con una nueva
categoría profesional: los farmaceutas.
Sin embargo, el avance de la revolución industrial diluyó en menos de dos siglos el
poder alcanzado por ese gremio incipiente, quitándole el saber exclusivo respecto de las
propiedades del reino vegetal. La suerte estaba echada, la farmacopea se convertiría en una
nueva matriz de producción fabril.
Desde la perspectiva de Jácome Roca, el hecho decisivo que dinamizó y potenció al
sector farmacéutico fueron las guerras que dieron nacimiento a los distintos Estados
nacionales. La necesidad de atender a los heridos de los frentes de batalla exigió la
producción de fármacos a escala industrial, relegando definitivamente el modo de
elaboración artesanal de los boticarios.
El desarrollo de la farmacopea en Europa y EUA estuvo ligado a la pujante industria
farmacéutica. A mediados del siglo XIX Daniel Smith y William Procter jr. fundan la
Asociación Farmacéutica Americana. Quince años después, en 1867, París se convierte en
la sede del 2° congreso internacional del sector.

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La posibilidad técnica de aislar los alcaloides de sustancias conocidas desde
milenios atrás posibilitó la producción de drogas a gran escala, inaugurando así una nueva
modalidad de vinculación del ser humano con las sustancias que alteran su conciencia,
percepción, estado anímico y conducta. En el lapso de un siglo se logró la síntesis de las
siguientes sustancias psicoactivas: morfina en 1805, codeína en 1832, cocaína en 1859,
heroína en 1874 y barbitúricos en 1903 (Pascual Pastor, 2009).
El optimismo de la industria farmacéutica fue tal, que durante las primeras décadas
del siglo XX se puso a disposición del gran público sustancias psicoactivas bajo el modo de
comercialización de venta libre (jarabe para el catarro a base de heroína, pastillas de
cocaína para el dolor de muelas, etc.).
La comunidad científica también acogió con optimismo las nuevas terapéuticas que
suponían estas drogas. Encontramos en Sigmund Freud (1884) un temprano defensor de la
utilización de la cocaína en el tratamiento de diversas dolencias. Como si se tratase de un
prospecto comercial, Freud destaca el producto sintetizado por los laboratorios Merk como
un fármaco adecuado para potenciar la capacidad física del cuerpo (efecto estimulante),
dejando entreabierta la posibilidad de estudiar a futuro el hecho de que ésta permita
“aumentar los poderes mentales del hombre”.
Asimismo, el médico vienés destacaba su empleo para los trastornos digestivos
estomacales, el asma y la caquexia, como así también su exitosa introducción en el campo
de la oftalmología, entre otras ramas médicas, como así también sus propiedades
afrodisíacas y su efecto anestésico.
Sin embargo, el capítulo más significativo de esta temprana adhesión de Freud al
uso de la cocaína lo constituye su presentación como fármaco para tratar la morfinomanía y
el alcoholismo. Al respecto, señala su efecto como amortiguador de los padecimientos que
produce la reducción de la administración de la morfina.
Significativamente, a diferencia de lo que será un tópico central en el desarrollo de
su obra posterior, en el abordaje de la morfinomanía mediante el suministro de cocaína no

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se produciría un desplazamiento sintomático, esto es, un reemplazo de un orden patológico
por otro, ya que “el adicto a la morfina no se convierte en un coquero”.
Respecto del tratamiento del alcoholismo por vía de este novedoso fármaco, Freud
señala el paralelo con su uso para tratar la adicción a la morfina. No obstante ello, si bien
presenta como positivo el hecho de la supresión o disminución de la compulsión por beber
alcohol, con el paso del tiempo comienza a aceptar como evidencia el potencial
desplazamiento del consumo hacia la instalación de la adicción al fármaco.
Pocos años después de su trabajo inicial sobre la cocaína, presenta un breve artículo
titulado “Anhelo y temor de la cocaína” (1887), en el que encarna una defensa de su uso
frente a las cada vez más encendidas reacciones de sus colegas contra ésta. En este escrito,
Freud señala que el uso de la cocaína en los tratamientos de supresión de morfina no
produce adicción per se, sino que en los casos donde se produce el desplazamiento de la
morfinomanía a la cocainomanía lo que se evidencia es la predisposición que brinda el
primer cuadro de abuso de sustancias y no la cocaína en sí misma.
Finaliza su trabajo con el resumen de una presentación de un neurólogo
norteamericano llamado William Hammond, quien a través de un estudio comparativo
donde él mismo actuó como grupo control, deslindó a la cocaína de su potencial adictivo,
especificando que “pudo abandonar la droga siempre que quiso”. No obstante, aclaró que
el uso prolongado de la misma traía aparejado un potencial efecto nocivo en el corazón y
otros órganos.
Las voces contrarias al uso libre e indiscriminado de los fármacos psicoactivos
comenzaron a multiplicarse. El inicio del siglo XX muestra una progresiva intervención de
los gobiernos en este tema, que va de la limitación hasta la prohibición lisa y llana del
consumo de estas sustancias. El paradigma de intervención de estas políticas de corte
prohibicionistas fue la llamada “Ley Seca”, donde se criminalizaron la elaboración,
distribución, venta y consumo de bebidas alcohólicas.
Este afán regulador por medio de la prohibición fue alcanzando cada vez más
sustancias, lo cual produjo en pocas décadas una reconfiguración en el campo de las

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sustancias psicoactivas. Por un lado, la clasificación de sustancias en torno al vector de su
legalidad, independientemente del poder perjudicial de éstas en términos de afectación de la
salud pública. En 1914 los EUA ilegaliza la cocaína a través del Acta Harrison, limitando
su uso a aplicaciones médicas fuertemente reguladas. Ese mismo año, días antes de estallar
la primera guerra mundial, a propuesta de EUA, se firma en la Convención de Naciones en
La Haya un acta que conmina a los Estados a ejercer un estricto control sobre la producción
y distribución de opio, morfina y cocaína (Pascual Pastor, op.cit.).
Por otra parte, y como consecuencia directa de la anterior, el consumo de drogas
ilegales entre los años 1920 y 1970 se enquistó en pequeños grupos. Así es como se liga la
falaz idea de que el consumo de drogas queda encapsulado en las prácticas de grupos
minoritarios, excluyendo en esa misma categorización el uso que vastos sectores de la
población hacen de sustancias psicoactivas que comprometen de forma directa la salud de
sus consumidores: específicamente, el alcohol y el tabaco.
La tendencia a asociar el consumo preferencial de drogas por la actividad
desarrollada por esos grupos minoritarios2 cede, a partir de la década de 1950, a una nueva
configuración que emparenta el tipo de consumo con la figura del joven. Así es como
desfilan del brazo rockers, mods, beatniks, hippies, punks junto a sus sustancias de
referencia: anfetaminas, lsd, marihuana, cocaína, heroína, etc.
Esos consumos, entendidos como elementos diferenciadores de cada generación
respecto de la anterior, dieron lugar en las últimas décadas a la emergencia de una nueva
modalidad en el uso de drogas: el policonsumo. Desde los años ´80 y ´90 la búsqueda de la
apertura de las puertas de la percepción dejó paso a prácticas de consumo que provocan la
detonación y borramiento de la conciencia.
Nuevamente, las drogas se constituyen como analizadores de las configuraciones
sociales, en verdaderos signos de los tiempos.
2 Poesía/opiáceos, tango/cocaína, jazz/heroína, etc.

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3.
Iniciar la búsqueda de la relación entre ceremonias religiosas y uso de drogas nos
obliga a reflotar una aclaración inicial: no es posible tratar en la antigüedad a la religión y
la medicina como campos separados. Por ello, ajustamos nuestra perspectiva a la
presentada, entre otros, por el economista y ensayista francés Jaques Attali en su obra El
orden caníbal. Vida y muerte de la medicina (1981).
Attali indaga las raíces mismas del contacto del hombre con la intervención
terapéutica, situándola no sólo antes de la existencia de la medicina sino también de la
religión. Nuestros antepasados, antes de elaborar la idea misma de enfermedad, debieron
conjurar aquello que el autor denomina El Mal.
Las condiciones de vida de una especie que aún no había alcanzado la cima de la
cadena alimentaria, debían haber sido penosas. La experiencia de una muerte omnipresente
se constituyó, sin duda, en una experiencia aterradora. Resulta entonces comprensible la
solución inicial encontrada para dotar de sentido aquello que no lo tenía: esas fuerzas
inmanejables deberían corresponder a la acción de seres invisibles, seguramente aquellos
que ya habían muerto. De un momento a otro el vacío de la inexistencia se puebla de
espíritus que inciden en el mundo de los vivos.
Anudar el mundo sensible a un más allá determinante implica una subordinación del
primer registro respecto del segundo. En ese sentido, la corrupción de los cuerpos
enfermos, el terrorífico espectáculo de la descomposición de los muertos, remite al accionar
deliberado de esos seres invisibles. Nace así la primera respuesta terapéutica frente al más
allá: devorar el cuerpo de los muertos para evitar que sus almas accionen contra el
colectivo.
“El canibalismo aparece como el único combate posible contra el absurdo
de un mundo sin Dios, sin poder ni ciencia”. (Attali op. cit.: 19).

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Desde entonces, subraya Attali, el canibalismo se constituyó como la terapéutica por
excelencia. De hecho, en su obra recopila una vastedad de material documental tal, que le
permite afirmar el carácter universal de esta práctica.
En un momento posterior, el canibalismo mantuvo su esencia de incorporación del
otro pero desdobló su función primordial; no sólo permitía conjurar El Mal, también servía
para incorporar las fuerzas del otro devorado. Ahora bien, de extenderse entre los hombres
la práctica de matar para hacerse con el poder ajeno se cristaliza un riesgo para la especie:
cada miembro se convierte en un potencial objeto de canibalismo. Es entonces que, frente a
la necesidad de regular y contener esta práctica, se produce la llegada de los Dioses al
mundo de los hombres.
En este desplazamiento, El Mal ya no sostiene su existencia en el alma de los
muertos sino en la acción deliberada de los Dioses. Attali presenta numerosos casos de
deslizamiento del canibalismo de los hombres a estos seres poderosos e invisibles, nuevos
dueños del mundo. Como ejemplo podemos citar a Cronos devorando uno a uno a sus hijos,
acción fundacional de la mitología helena.
A partir de allí, los hombres se liberan de la obligación de la antropofagia,
permitiéndose ubicar esta práctica en el campo simbólico: sacrificios, holocaustos,
penitencias. La ceremonia reemplaza al banquete caníbal, lo teatraliza. Y es en ese
momento que aparece en escena un actor fundamental: el sacerdote, maestro de ceremonias
de este vínculo entre lo humano y lo divino, intermediario entre dos mundos.
Desde sus orígenes, la figura del sacerdote está emparentada, y a veces superpuesta,
a la del sanador. De hecho, aún en nuestros días es posible hallar en “los curas sanadores”
la síntesis de dialéctica de esta imagen que conjura el mal espiritual, al tiempo que actúa
sobre los procesos de enfermedad de los fieles.
Escohotado (2005) señala la vecindad existente en el modo en que los griegos
denominan a la víctima de los sacrificios expiatorios –pharmakós- y al vehículo químico de
los éxtasis ceremoniales – phármakon-, sentido que nos permite suturar este desarrollo del
universo religioso (con sus dioses, sacerdotes y ceremonias) y el uso de drogas.

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Las ceremonias religiosas funcionan como un espacio en el que se interrumpe el
tiempo mundano y se ingresa en un registro donde se suspende la separación entre el
hombre y el mundo, un registro donde la conciencia autoreflexiva se deshilvana.
González Wagner (1984) ofrece una explicación sobre el vínculo entre ceremonial
religioso y consumo de sustancias psicoactivas, sosteniendo una hipótesis de ahorro de
esfuerzo y energía. Desde su perspectiva, la alteración de conciencia y el ingreso en estados
de trance puede producirse a través de diversas acciones, como por ejemplo bailar3. Sin
embargo, el uso de vegetales constituye un vehículo más práctico, en términos de rapidez
para alcanzar el efecto deseado de forma similar en grupos humanos numerosos, y más
cómodo, por su baja exigencia de acción física para lograrlo.
A la hora de precisar los primeros registros históricos disponibles sobre el uso de
drogas vegetales en los rituales religiosos, el autor señala lo siguiente:
“… hay datos como para hacernos sospechar que el uso ritual de los
psicoactivos vegetales procede en último término del chamanismo extático
practicado por los cazadores euro-asiáticos del Mesolítico, e incluso del
Paleolítico. La existencia de este sustrato de chamanismo prehistórico ha sido
puesta de relieve fundamentalmente por Kirchner4, que recoge la evidencia de
prácticas chamanísticas en los tiempos neolíticos, y que sugiere un origen común
para Oriente y Europa” (González Wagner, op.cit.:47)
Asimismo, el autor enumera la presencia puntual de las distintas sustancias en las
diversas latitudes y culturas5. Allí refiere al uso del cáñamo y el beleño en la Mesopotamia
3 Tómese como ejemplo la danza Sufí llamada “sama”, donde los derviches giran sobre su propio eje hasta
alterar sus estados de conciencia y alcanzar el éxtasis místico.
4 Se hace referencia a la licenciada en historia Helena Kirchner Granell, profesora de la Universidad
Autónoma de Barcelona.
5 Respecto del uso de sustancias psicoactivas de origen vegetal en el continente americano, existe una
profusa literatura donde se enumera el uso de peyote en la región septentrional, la ayahuasca en la
Amazonia y la coca en la región andina.

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por parte de asirios y babilonios, como de la adormidera y el opio en la cultura greco-
romana y el estramonio en los rituales adivinatorios egipcios.
Se ha intentado explicar la universalidad del uso de drogas para alcanzar el éxtasis
religioso considerando la presencia en el ser humano de una tendencia biológica6 similar a
aquella que exige la satisfacción sexual. En una segunda instancia, siempre desde esta
particular perspectiva, las diferencias socio culturales y el contacto con sustancias
específicas serían responsables de las prácticas propias que se coligen en cada pueblo.
Si bien en nuestros días se pueden encontrar marcas de este lazo entre drogas y
religiosidad, en términos generales, el proceso de institucionalización de las religiones
monoteístas desarticuló ambos campos.
El desborde emocional y psíquico que supone el trance extático fue objeto de
regulaciones que tendieron progresivamente a su desaparición. El control sobre las
experiencias místicas por fuera de la estructura institucional comenzó a ser considerada
como un atentado contra la comunidad religiosa. Nuevamente recurrimos a González
Wagner para explicar este proceso:
“La mística monopolizada por las estructuras eclesiásticas es dirigida
y conformada según unos objetivos ideológicos que sancionan el predominio de
la élite; esto se enmarca en un contexto en el que en último término las fuerzas
sobrenaturales que emanan de las potencias divinas son las responsables y
garantes del orden establecido sobre la tierra, que se pretende inmutable, y cuya
voluntad y designios se expresan de forma exclusiva por medio de sus
«servidores» en este mundo, que obviamente no son otros que los miembros de
las corporaciones sacerdotales, o de individuos muy vinculados ideológicamente
a ellas”. (González Wagner, op.cit.:56)
Encontramos en las prácticas persecutorias desarrolladas por el cristianismo en la
denominada “caza de brujas”, quizás la respuesta más encarnizada de las jerarquías
6 Se hace referencia a Andrew Weil, autor de la obra “La mente natural”, entre otros trabajos.

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eclesiásticas sobre aquellas personas que entraban en estado de trance místico. De esta
manera se instituyó una ecuación vinculante entre los registros de alteración de conciencia
y las fuerzas sobrenaturales de carácter demoníaco. Esto nos permitiría entender la
desaparición del uso de drogas en los rituales religiosos oficiales.
No obstante, tal como ya hemos mencionado, el vínculo entre drogas (y alcohol) y
religiosidad lejos de haberse extinguido, pervive en prácticas religiosas marginales
(religiones de origen africano y chamanismo amerindio) y se ha reconfigurado en prácticas
de exploración de estados de conciencia químicamente alterados (psicodelia).
4.
El último de los campos donde el consumo de drogas se remonta a tiempos
inmemoriales es, sin dudas, uno de los más difíciles de desentrañar: los ritos funerarios.
Para el hombre, el cuerpo de los muertos de su misma especie resultó desde siempre
un tema complejo. Esos cuerpos sin vida fueron objeto de una diversidad de acciones:
devorados, embalsamados, incinerados, arrojados a cursos de agua, enterrados en grupo,
enterrados en soledad, encerrados en bóvedas, etc.
Edgar Morin, en su obra de “El hombre y la muerte”, señala el carácter universal de
los ritos funerarios. Asimismo, encuentra el sentido común a todas estas prácticas: retirar
los cadáveres de la vista de los vivos para evitar la escena insoportable de la
descomposición de la carne.
No obstante, el autor destaca que no es la corrupción de cualquier cuerpo lo que
espanta, sino del cuerpo del semejante. Por el contrario, el cuerpo corrompido de las
bestias, los traidores o el enemigo, no resultan inquietantes. Esto significa que, en última
instancia, lo que perturba es la putrefacción como visión inmediata de pérdida de la propia
individualidad. (Morin, 2007).

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Encontramos en un antiguo poema anglosajón, traducido al español por Jorge Luis
Borges y María Kodama7, la transcripción poética de lo recién mencionado:
“Esa casa no tiene puerta y no hay luz adentro.
Ahí estás firmemente encarcelado y la muerte tiene la llave.
Aborrecible es esa casa de tierra y atroz morar en ella.
Ahí estarás y te partirán los gusanos.
Ahí estás acostado lejos de tus amigos.
Ningún amigo irá a visitarte y a preguntarte si esa casa te gusta.
Nadie abrirá la puerta.
Nadie bajará a ese lugar porque muy pronto serás aborrecible a los ojos.
Tu cabeza será despojada de su cabello y la hermosura de tu pelo se apagará”.
Fue quizás la necesidad de vencer a la muerte como destino inapelable, que todas
las cosmogonías construyeron la idea de un más allá donde habitan los muertos, y partir de
esta concepción, rituales de asistencia al viajero que emprende su travesía al “más allá”.
En los ritos funerarios se dotaba al muerto de elementos esenciales, según las
creencias de cada cultura en particular, para emprender el viaje hasta la siguiente morada.
Así es como los yacimientos funerarios se constituyen en un interminable catálogo de
objetos que van desde armas, alimentos, herramientas hasta sirvientes (asesinados para
acompañar y servir a su amo en la otra existencia).
Sin embargo, los arqueólogos señalan la imposibilidad de encontrar una lectura
uniforme de estas costumbres funerarias, ya que el análisis es guiado por la función que
cada perspectiva teórica le asigna a las prácticas de entierro (Rojo Guerra et al, 2005).
Las teorías más contemporáneas destacan la necesidad de sobrepasar la visión que
reduce lo hallado en los yacimientos fúnebres como mero reflejo de las estructuras sociales
7 Fragmento de “La sepultura”, traducido por Jorge Luis Borges y María Kodama. Publicado en la “Breve
antología anglosajona” (1978). Chile: Ediciones de la Ciudad.

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para comenzar a atender la dimensión intencional de la información contenida en cada
objeto presente.
Además de los objetos colocados con intencionalidad práctica (para facilitar el viaje
del muerto al más allá), la arqueología ha encontrado en sepulcros de tiempos remotos
restos de plantas, semillas y hongos con propiedades psicoactivas. Si bien no existe un
consenso pleno para determinar si esas sustancias estaban destinadas a aliviar el dolor de
los deudos, calmar los ánimos de los dioses, tranquilizar al viajero o constituían simples
ofrendas florales, lo que sí resulta evidente, es que en su carácter omnipresente, las drogas
tuvieron relevancia en el vínculo del ser humano con las ceremonias mortuorias.
Las evidencias arqueo-botánicas se multiplican en distintas latitudes. Guerra Doce
(2002) enumera los yacimientos donde se encontraron restos de adormidera: Egipto,
Chipre, Grecia, España. Por su parte, Fernando Cabieses (1996) menciona la presencia
habitual de hojas de coca en tumbas prehispánicas a lo largo de los Andes.
Nos es lícito suponer que las mismas fuerzas que operaron en la eliminación del uso
de drogas en las ceremonias religiosas, hicieron lo propio en relación a los ritos funerarios.
Con la consolidación del monoteísmo desaparecen las tierras de los muertos, los viajes al
más allá y los ritos de acompañamiento. La despedida del difunto no requería de un estado
de conciencia excepcional, como tampoco la provisión de insumos para la inmortalidad.
El uso de drogas en los ritos funerarios desaparece silenciosamente en la historia,
dejando huellas casi irreconocibles, como ser la ceremonia de la copa de anís o aguardiente
en los velorios de nuestro tiempo.
5.
A la luz de los desarrollos expuestos, podemos afirmar que la presencia de consumo
de sustancias psicoactivas de origen vegetal está presente en todas las culturas,
registrándose indicios de esto en la prehistoria. Asimismo, entendemos que ese consumo se

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inscribía en tres campos interrelacionados entre sí: la farmacopea, las ceremonias religiosas
y los ritos funerarios.
Para intentar comprender el devenir de lo ocurrido en los dos últimos campos
mencionados es preciso estudiar el pasaje del paganismo a las religiones monoteístas, lo
que implicó una reconfiguración cuyos efectos impactaron en la organización social
general. La emergencia de una casta intermediaria entre lo divino y el resto de los hombres
despojó a las comunidades de la vivencia de éxtasis místico por vía de sustancias
psicoactivas. El contacto con lo divino no requería ya de un estado de conciencia particular
sino de la adscripción a una serie sistematizada de preceptos para el vivir diario.
No obstante elll, el paganismo generó estrategias de resistencia y se tradujo al
interior de los cultos oficiales bajo formas toleradas por parte de las jerarquías religiosas.
Un claro ejemplo de esto lo constituye el carnaval, una fiesta desenfrenada en la que se
puede observar la reinscripción de los festines dionisíacos griegos y los bacanales latinos.
Asimismo, las religiones de origen africano y amerindio sobrevivieron a la
hegemonía cristiana mediante dos estrategias. La primera de ellas consistió en adaptar sus
dioses y rituales a la liturgia occidental -sincretismo-. De esta manera, las deidades del
África consiguieron perdurar bajo los ropajes de santos cristianos (San Jorge/Ogum, San
Sebastián/Oxossi, etc.). La segunda estrategia fue la de mantener en el plano de la
clandestinidad los rituales donde las drogas continuaban actuando como intermediarias
entre los hombres y el más allá (chamanismo).
Por su parte, la utilización de drogas psicoactivas en la farmacopea, tuvo un
desarrollo particular a la luz del desplazamiento histórico que se dio con la hegemonía
monoteísta. El saber desplegado durante siglos sobre los efectos de plantas, semillas y
hongos en la conciencia y la percepción puede sintetizarse en tres momentos no
cronológicos.

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En primer término, una fuerte expansión en el desarrollo de nuevas rutas
comerciales, resultado del encuentro de civilizaciones8, como así también de constantes
invasiones y guerras. Ejemplos de esto lo constituyen la expansión grecolatina por el
Mediterráneo, la llegada europea a América y las disputas territoriales con el mundo árabe,
situaciones donde el saber sobre sustancias se multiplicó exponencialmente en cada
contacto.
Un segundo momento, caracterizado por la retracción del saber sobre ciencias en
general, coincidente con el desarrollo de la lógica monástica cristiana durante la Edad
Media. Por entonces, la medicina, y en particular la farmacología, quedaron restringidas al
estudio dentro de las comunidades religiosas recluidas en los monasterios.
Por último, la eclosión que significó el desarrollo de la farmacología del Siglo XIX,
cuando se sintetizaron los principios psicoactivos de origen vegetal con acción directa sobre
el sistema nervioso central y se industrializó su producción, distribución y consumo.
Las drogas se convirtieron en mera mercancía, al igual que las prendas de vestir y
los automóviles. La industria farmacéutica puso al alcance del gran público (venta libre)
sustancias que hasta entonces sólo eran consumidas en el marco de contención ceremonial.
A las iniciales publicidades sobre las ventajas del uso de esas drogas se sigue la denuncia
de los efectos adversos y las consecuencias imprevistas.
Las primeras décadas del siglos pasado muestran a los Estados interviniendo,
regulando y finalmente prohibiendo la producción, distribución y consumo de numerosas
sustancias, otrora panaceas químicas. Las drogas se convierten en el problema de las
drogas. Se legisla, se persigue y castiga a sus usuarios, devenidos en adictos.
A partir de la posguerra (1945) los ritmos de producción tecnológica se aceleran. El
tiempo histórico parece ingresar en un plano de sucesión vertiginoso, lo nuevo se
8 Al respecto, David Courtwright (2002) desarrolla el concepto de Revolución Psicoactiva, entendido como el
proceso de explotación de las sustancias psicoactivas propias de cada región colonizada. El autor las separa
en dos grupos: los tres grandes (alcohol, café y tabaco) y los tres pequeños (opio, cannabis y coca).

18
transforma en viejo cada vez más rápido. Paralelamente, las rupturas generacionales que
antes demoraban siglos en expresarse, se plasman una tras otra. En occidente, surge un
fenómeno inédito: la cultura juvenil.
Rockers, mods, hippies, beatniks, punks, heavis. A cada nueva ola le corresponde su
droga. Teniendo el consumo de alcohol como base inamovible, las tribus urbanas van
poniendo de moda el consumo de anfetaminas, LSD, marihuana, heroína, cocaína. Cada
generación desarrolla prácticas de consumo sin contar con el acompañamiento de sus
mayores, por el contrario, redoblando la apuesta hecha por la generación anterior.
A partir de los años 1990 se produce un fenómeno que rompe con ese anudamiento
entre cada cultura juvenil específica y la sustancia de preferencia: el policonsumo de
drogas. Las nuevas generaciones reemplazan las tradicionales experiencias de alteración de
estados de conciencia por consumos desenfrenados en donde la conciencia se “detona”.
Por su parte, los especialistas procuran nuevas formas de explicar el fenómeno del
uso de drogas en estos tiempos: se las caracteriza por su potencial de toxicidad (duras y
blandas), por la finalidad buscada y los peligros que suscitan (consumo recreativo o
consumo problemático), por segmentos sociales (chicos en estado de pobreza extrema:
pegamento; jóvenes de clases acomodadas: drogas de diseño). Asimismo, se establecen
secuencias esperables de progresión en el uso de las diversas sustancias: alcohol,
marihuana, cocaína, etc.
Sin embargo, en el último lustro se produjo un cambio de escenario que aún no
termina de hacerse inteligible: el consumo masivo de sustancias con un altísimo poder
tóxico, como la Pasta Base de Cocaína (PBC) y el Paco.
6.
El consumo de PBC y Paco no constituyen una novedad en sí misma, ya que existen
registros de su alcance a los sectores más empobrecidos de las grandes urbes
latinoamericanas desde la década de 1990. Lo que sí parece haber dejado atónitos a legos y

19
expertos en la materia, es la velocidad y ferocidad con que se instaló y expandió en un
período breve de tiempo en la principal región metropolitana del país9.
Si bien en la actualidad se reconoce un desplazamiento del uso de estas sustancias
hacia sectores medios y medios-bajos, existe una coincidencia general en señalarla como
una droga de y para los pobres10
. Esta afirmación, lejos de pensarse como una aseveración
estigmatizadora, debe entenderse como un elemento analizador de los efectos que ha dejado
en nuestra población el empobrecimiento resultante de la implementación del modelo
neoliberal que cerró la década anterior de nuestra historia.
En un trabajo publicado en Buenos Aires en 200911
se subraya la necesidad de
trascender la mera descripción de la pobreza extrema como un elemento explicativo en sí
mismo del consumo de estas sustancias psicoactivas, para lo cual se incorporan las
características subjetivas que se identifican en la población del estudio en cuestión. Allí se
señalan tres registros: el funcionamiento concreto del pensamiento (dificultades para
simbolizar y abstraer), la ausencia de proyectualidad (todo es puro presente, lo que impide
el registro de necesidades, frustraciones y deseos propios y ajenos) y cosificación de la
realidad (lo que implica el tratamiento de los seres como “cosas”, sujetas a cualquier tipo de
acción sobre ellas).
Estas características subjetivas, lejos de ser patrimonio distintivo de los excluidos,
encuentra en las condiciones materiales de la exclusión social el terreno propicio para
desarrollarse. La población desagregada del mundo del trabajo pierde marcos de referencia
9 Se hace referencia al tejido urbano constituido por la C.A.B.A. y los primeros cordones del conurbano
bonaerense.
10 La idea básica de que la PBC y el Paco son sustancias económicas resulta una falacia, ya que para poder
sostener los efectos en el tiempo es necesario un nivel de repetición del estímulo mucho mayor al de las
demás drogas. Esto llevaría a los consumidores a tener que producir la secuencia de consumo una y otra vez,
emulando el castigo impuesto a las Danaides, quienes debían llenar un tonel sin fondo.
11 “Consumo de Paco y sustancias psicoactivas en niños y niñas en situación de calle y jóvenes en
tratamiento”, publicado por el Observatorio de la Dirección General de Políticas Sociales en Adicciones del
G.C.B.A.

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para elaborar un proyecto de vida autosustentable y autónomo. Las generaciones se suceden
sin percibir plenamente su potencial transformador de la realidad a través del trabajo.
La oferta de estas sustancias se ha multiplicado en las zonas más carenciadas,
constituyéndose en el único medio de sustentación económica de numerosas familias. Y a
este aumento de la oferta, le corresponde un crecimiento de la demanda. Asimismo, la edad
de inicio de consumo ha descendido drásticamente, al punto de poner en entredicho la idea
de que los jóvenes son el grupo social principal en el consumo de drogas12
.
Las evidencias clínicas recogidas en diversos dispositivos asistenciales que trabajan
en la ciudad de Buenos Aires con poblaciones de villas y barrios carenciados13
marcan una
transformación en los patrones de consumo. Existe un cambio en la concepción tradicional
del policonsumo: donde irrumpe la PBC y el Paco, el resto de las sustancias dejan de ser
consideradas como problemáticas.
Son los mismos usuarios los que refieren un corte en la progresión de consumo de
sustancias por toxicidad -entendido como pasaje de drogas blandas a duras- . Donde estas
sustancias se instalan, ocupan el centro de la escena, desplazando todos los demás
consumos anteriores, aún aquellos considerados hasta entonces como peligrosos.
Las escenas de consumo se multiplican en pasillos, esquinas, plazas, debajo de
puentes. Pequeños grupos alrededor de latas, tubos y encendedores. Ojos amarillentos y
miradas concentradas en la llama que quema ese polvo y calienta los dedos ennegrecidos y
los labios ulcerados. Cabezas que caen rendidas entre los hombros con la certeza de que no
se puede elegir parar de fumar.
12
Un estudio realizado por el Observatorio de la DGPSA del GCBA en el año 2007 indica que la edad de inicio
promedio en el consumo de alcohol, marihuana y cocaína es de 14 años, en tanto que la de PBC, Paco e
inhalantes baja a los 12 años. A esta afirmación debe sumársele la percepción recogida en los dispositivos de
asistencia dependientes de la misma Dirección General, que ven en la progresión de los últimos años un
marcado descenso de ésta.
13 Se hace referencia a los Centros de Intervención asistencial Comunitaria y Casa Flores del GCBA, como así
también la Casa Íntegra de la Asociación Civil del mismo nombre.

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No resulta descabellado encontrar en estas escenas la tardía reaparición del lazo que
anuda a las drogas y los rituales funerarios. Sólo que esta vez, el consumo no se enmarca en
los ritos de despedida y acompañamiento ante la muerte efectiva de otro, sino como ritual
que abre el espacio y posibilita la propia muerte.
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