Conjuro
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CONJURO
Leonardo Kuperman
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Conjuro
No podía sentir un placer mayor que el que en ese momento incorporaba a través
de sus ojos, el paisaje: un ensueño de flores silvestres, enmarcadas por un sinnúmero de
pequeños cerros, atravesados por dos torrentes de agua de escaso caudal; de los cuales
uno terminaba en una armoniosa cascada, que en su caída, formaba el dibujo de un
espejo en movimiento, distorsionando cualquier imagen reflejada.
Alejandro Mansilla aspiró profundamente el aroma perfumado del aire. Sus
pulmones y su sistema nervioso, se lo agradecieron infinitamente. Había dejado la gran
ciudad, con sus inmensas torres, sus ruidos ensordecedores, y su vida acelerada, para
recuperar gran parte de su dilapidada salud.
Si bien con sus treinta y seis años, no podía juzgarse una persona vieja, tampoco
estaba en condiciones de considerarse con un organismo a la altura de su edad; ya que
su conducta había sido absolutamente desordenada, donde la bebida, el sexo, e incluso,
en alguna oportunidad, la droga, habían formado parte de sus abundantes experiencias.
Un corazón trabajando al sesenta por ciento de su capacidad, debido a un
deterioro provocado por una vida desenfrenada, lo llevó a decir basta; necesitaba
cambiar de conducta en forma urgente. Su egoísmo, y su deseo de placer, siempre
prevalecieron sobre cualquier otro sentimiento. Lo cierto era que no estaba ahí por ser,
justamente, amante de la naturaleza, sino por el temor a enfermarse y morir.
La hermosa edificación, con sus grandes ventanales rodeando el imponente
living, estaba ubicada justo en el lugar de mejor vista de la zona. La había mandado a
construir cuando aún no tenía pensado utilizarla para vivienda. Las pocas veces que
había viajado a ese lugar, lo había hecho por dos o tres días; siempre acompañado de
hermosas mujeres, y para realizar algunas de sus fiestas, donde eran satisfechos todo
tipo de vicios. El resto del tiempo lo mantenía una persona que vivía muy cerca de allí,
y a la cual le pagaba un buen sueldo para ello.
Sentado, junto a la pileta de natación, no podía dejar de pensar en buscar
compañía. Odiaba la soledad, y eso era algo que comenzaba a molestarle, ya que llevaba
tres días en ese solitario lugar, y casi no lo soportaba.
Encendió un cigarrillo, y luego de unos instantes lo apagó en forma brusca.
Sabía que no podía fumar, pero la inactividad lo estaba volviendo loco. Se tiró a la
pileta y nadó unos cinco minutos, tras los cuales salió, y se fue a su habitación. Se sacó
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la malla, se duchó con agua fría, y tras secarse, se vistió con pantalones claros y una
camisa blanca; se calzó, y caminó rápidamente al garaje. Puso en marcha su bmw,
convertible, y se dirigió al pueblo más cercano. Lo recorrió lentamente, en busca de un
lugar donde sentarse a toma algún trago que no contuviera alcohol. No conocía el lugar.
Detuvo el automóvil frente a un pequeño bar antiguo (quizás el único en el pueblo) y se
bajó. Necesitaba ver gente, aunque estos fueran, y como suponía, hombre del lugar que
se reunían a tomar algo, y a charlar sobre temas intrascendentes. Entró. Abarcó con la
mirada el recinto. Unas mesas de madera antiguas, rodeadas de sillas del mismo tenor y
una barra similar, conformaban el único mobiliario. Tres hombres mayores hacia un
costado reían ante la ocurrencia de alguno de ellos. Otro, en una butaca de la barra, con
un vaso de cerveza en una mano y un cigarrillo en el otro, mantenía un expresión
pensativa, mientras el humo inundaba el ambiente. Alejandro se dirigió a una pequeña
mesa junto a la ventana. El calor reinante era insoportable, y el único lugar donde podía
correr un poco de aire era allí. Se sentó y esperó. No vio al mesero, ni a nadie del otro
lado de la barra. No tenía apuro, así que dirigió su mirada hacia la solitaria calle,
bordeada por viejas edificaciones de poca altura, separadas por sendos baldíos repletos
de yuyos y pastos desparejos.
— ¿Señor?
Al escuchar la dulce voz, se dio vuelta de inmediato. Lo que vio, lo
conmocionó: Una joven de aproximadamente unos dieciocho años, pelo negro por la
cintura, ojos entre un color verde y almendra, y un rostro angelical, lo miraba
interrogante.
A pesar de gran mundo, la contempló fijamente, sin articular palabra alguna. La
joven, de un cuerpo realmente admirable, sonrió. Lejos de relajarse, Alejandro se tensó
aún más
— eh... este...
—¿Qué le sirvo?
— Un... una gaseosa cola, por favor.
Se sintió más calmo, luego de haber podido completar una frase, a pesar del
tartamudeo.
— En seguida se la traigo— respondió la joven mujer, dando media vuelta, sin
dejar de sonreír.
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El mundano hombre la veía alejarse, sin poder retirar la vista de tan escultural
belleza. Era como un ángel en el infierno; algo que no concordaba con ese lugar. Un
ejemplar sublime para un ambiente como el que lo rodeaba.
Por un instante, y en realidad no supo porque, se preguntó si no era demasiado
joven para él, aunque jamás le preocupó la diferencia de edad. Consideraba que en el
amor y el sexo, todo estaba permitido.
—Evidentemente— pensó—, esa es la compañía que necesito—; aunque no se
le ocurría era como encarar a semejante divinidad, para lograr sus objetivos. Esperó con
paciencia la bebida solicitada, a pesar que era lo que menos le importaba.
La vio acercarse, con una andar sensual, provocativa, aunque natural. En esta
oportunidad, y tras observarla con mayor detenimiento, le pareció un rostro familiar.
Una vez a su lado, y mientras la joven le servía la bebida, Alejandro preguntó:
— ¿Te conozco de algún lado?
— No, que yo sepa— respondió la joven.
Dejó sus conjeturas para otro momento, ya que no podía recordarla, y se
dispuso a comenzar su ofensiva.
— En realidad, no puedo dejar de admirarte — dijo el hombre (En este caso sin
titubear), agregando: — No sé que hace una mujer tan bonita en un lugar como éste. Y
lo digo simplemente— se vio en la necesidad de aclarar — porque no puedo ver que un
sitio cualquiera pueda eclipsar la luz que proviene de esos hermosos ojos.
La joven no pudo menos que ruborizase. Alejandro pensó que jamás la habían
piropeado de esa manera; a lo sumo, algún habitante del lugar, con ciertas limitaciones
culturales, le expresó algún cumplido grosero.
— Las promesas deben cumplirse, y yo prometí hacerme cargo del bar mientras
mi abuelo estuviera enfermo. Esto es todo lo que ellos tienen, y mi abuela no deja a mi
abuelo, ni a sol ni a sombra.
— ¿Vos no sos de acá?
— No, vivo a doscientos kilómetros, con mis padres, pero ellos estuvieron de
acuerdo para que me haga cargo de este lugar.
— No sos demasiado joven para eso.
— Creo que la edad, a partir de la adultez, es sólo mental.
Esa era una de las frases que Alejandro quería escuchar. Un escollo menos.
— ¿Y que hacés cuando terminás?— preguntó intrigado.
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— Nada— respondió la joven —. Voy a casa de mis abuelos y me aburro
mirando la televisión.
— Yo te propongo — y aclaró, lo que era necesario aclarar: — , si no lo tomás a
mal, y si querés — continuó —, pasarte a buscar y ver como podemos romper la
monotonía de este lugar. ¡Por supuesto! — quebró su frase anterior, cambiando el tono
de su voz — que para eso necesito saber tu nombre.
— Isabel — respondió sonriente la escultural joven —. Y acepto.
A Alejandro se le movió todo el interior. No podía comprender que hubiera sido
tan fácil conseguir la compañía, por el momento en la verdadera acepción de la palabra,
de esa casi adolescente belleza.
— Entonces — preguntó él —, ¿a qué hora te paso a buscar?
— Cierro a las seis y media de la tarde. Como verás esto no da para más. Así
que entre que llego a la casa de mis abuelos, me baño y me cambio. ¿A las ocho y
media está bien?
— Excelente horario— respondió Alejandro.
En ese momento, el hombre de la barra levantó su mano, solicitando su atención,
por lo que Isabel indicó que debería continuar con sus tareas. Alejandro asintió. La
joven tomó su lapicera y el papel en donde anotaba sus pedidos, y le escribió la
dirección de sus familiares. Luego se alejó dándole la espalda y algo más.
Alejandro quedó pasmado. Sus deseos por esa niña iban creciendo minuto a
minuto, y el sólo hecho de imaginarse junto a ella le producía un cosquilleo interior,
indescriptible.
Se levantó de su asiento, y previo a dejar el importe de su pedido y una
excelente propina sobre la mesa, levantó su mano a modo de saludo, y salió. Manejó
hasta su casa como si acelerando el auto, lograba que las horas fueran más cortas.
El día se le hizo largísimo. Iba de aquí a allá como si fuera un hombre a punto de
ser padre. Se metió a la ducha tres horas antes de tener que partir, con la idea de
comenzar a vivir los momentos previos a su encuentro. Era extraño que un hombre tan
mundano como él, sintiera lo mismo que un adolescente, pero le estaba ocurriendo.
Miró su reloj, eran las diecinueve; aún le faltaba una hora y treinta. Se sentó en una
butaca al lado de su coqueto bar, y se sirvió un whisky, mientras encendía con el
control remoto, el equipo de audio, eligiendo para la ocasión una melodía romántica;
aunque luego de pensarlo bien, prefirió un rock and roll (Lo único que iba a lograr con
una música de esas características era ahondar aún más su deseo). Se bajó de la butaca,
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y se acercó al ventanal que cubría toda la pared circular del living. Se dispuso a
contemplar el único panorama que podía calmarle su ansiedad: El sol caía hacia el
oeste, quedando de espaldas a él, y reforzando con sus rayos naranja el espectáculo que
brindaba la naturaleza del lugar. Tomó un sorbo de su bebida y sonrió. Varios
recuerdos volaron a su mente. ¡Cuántas mujeres había dejado en el camino, y a cuantas
había hecho sufrir!(Pero era su particularidad; él no era de una sola mujer). Y ¿ahora
venía a sentir lo que no sintió jamás, y en apenas unos minutos? Era casi increíble.
Volvió a mirar su reloj; las veinte horas. Dejó su segundo vaso de whisky, terminado
sobre la barra, y salió apresurado; subió a su automóvil, y manejó durante quince
minutos antes de ingresar al pueblo; sacó el papel que le había entregado Isabel y
contempló la dirección; se dirigió hacia allí, tomando una calle de tierra que cruzaba a la
principal, donde estaba el bar. Tras unas dos cuadras, encontró la casa: una humilde
vivienda si se compara con cualquier construcción de una ciudad de importancia, pero
no tanto para aquel lugar. Alejandro, transpirado, más por los nervios que por la propia
temperatura ambiente, ya que caída la tarde, el calor cedía notablemente, bajó del auto y
se acercó a la puerta de entrada. Golpeó y esperó. La puerta se abrió de golpe. Una
Isabel vestida con una minifalda roja tableada, al estilo de una colegiala, y una remera
blanca, ajustada al cuerpo, apareció frente a él. A Alejandro le pasaron mil cosas por la
cabeza (hasta los más obscenos pensamientos), pero se contuvo.
—¡Estás hermosa!— le dijo tras unos instantes.
—Gracias — dijo ella, esbozando una amplia sonrisa.
El hombre acompañó a la bella joven a su automóvil, le abrió la puerta y esperó
que se acomodara. Sus contorneado muslos quedaron totalmente al descubierto.
Alejandro tragó saliva. Se dirigió a su asiento y puso el auto en marcha.
—Supongo que en este lugar no debe haber demasiada diversión— dijo él.
—Para nada — respondió ella.
—Entonces, lo ideal es que vayamos a casa— propuso —. Tengo películas,
podemos escuchar música, jugar al pool, o lo que quieras.
—Bueno — dijo ella.
No podía creer que todo estuviera resultando tan sencillo. La creencia
generalizada era que todo lo difícil se disfrutaba más, pero en el caso de él, no estaba
sintiendo la diferencia.
Aceleró y salió de ese lugar, lo más rápido que le permitieron las condiciones del
camino. Llegó a su casa en pocos minutos, estacionó en su garaje y tras apresurarse a
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abrir la puerta de su acompañante, le tendió la mano para ayudarla a bajar del
automóvil. Isabel contempló con admiración las características de la residencia; le
pareció un lugar hermoso; y aunque conocía el paisaje del lugar, la luna llena, que aún
no estaba en su apogeo, le daba un toque de armonía y romanticismo, que coronaba el
cuadro que la involucraba.
—¿Qué querés tomar?— preguntó el anfitrión.
—¿Tenés vermouth?
—Mi preferido— dijo él, mintiendo.
Le sirvió el trago, y se sirvió uno para él. Tomó el control remoto del equipo de
audio, pero esta vez prefirió la música que dos horas antes había dejado de escuchar.
Los suaves compases lo motivaron aún más de lo que estaba.
—¿Querés bailar?— ofreció.
Isabel, que podría decirse, estaba apenas un escalón más abajo que Alejandro,
aceptó.
Se unieron en un contacto intenso, mientras el movimiento lento del baile
provocaba el roce de sus cuerpos, intensificando su deseo. La besó y fue correspondido.
Estuvieron así varios minutos, hasta que Alejandro tomó a Isabel, y la levantó en sus
brazos, llevándola al dormitorio, sin encontrar resistencia. No jugaron al pool, no
miraron películas; simplemente hicieron lo que los dos querían hacer: el amor.
No fue un contacto sexual común; fue algo Intenso, demasiado intenso, donde
ambos liberaron una energía descomunal; como una confesión de un sentimiento
acumulado por años; el portal a las más grandiosas de las sensaciones entre un hombre y
una mujer, amor y pasión.
Perdidamente enamorado, no podía mantenerse lejos de esa adolescente perfecta,
que lo volvía loco en todo momento. Mantuvieron una relación viva y extremadamente
vehemente, donde día a día terminaban complementando sus sentimientos con un acto
de amor que no mermaba en intensidad. Cuando no estaba con ella la extrañaba
horrores; era por eso que no dejaba de acudir continuamente al bar que los unió.
Una semana, dos semanas. Pareciera que a medida que pasaba el tiempo, su
amor y su deseo se incrementaban a pasos agigantados.
Una mañana como otras, Isabel no se había quedado a dormir con él. Lo hacía
frecuentemente, pero no siempre. Alejandro se levantó se duchó, se vistió y salió
presuroso en busca de su amor. Estacionó frente al bar, y bajó del auto. Entró y se sentó
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en el mismo lugar de siempre: junto a la ventana, esperando por su amada. Se extraño
cuando luego de cinco minutos se acercó otra mujer solicitándole el pedido.
— Perdón — dijo extrañado—, ¿la chica que atendía antes acá?
— Discúlpeme, pero acá la única persona que atiende soy yo
— ¿Es una broma?
— No es ninguna broma — respondió grave, la dama.
— ¡No puede ser! — exclamó él ante la seriedad de esa mujer — Si hasta ayer
había una joven morocha ¡Isabel! — completó como si la pelirroja mesera tuviera la
obligación de conocerla.
— No conozco ninguna Isabel— volvió a responder, formal.
— ¡No! ¡Esto no puede ser!— decía para sí — ¡Debe ser una broma de mal
gusto!— Dirigió su mirada a la joven — ¿A mí me recuerda?
— Ha venido en varias oportunidades — respondió — . Últimamente lo he visto
casi todos los días.
— Pero... venía a encontrarme con ella.
— Discúlpeme que sea tan atrevida — se acercó casi dejando sus labios al lado
del oído del hombre —, pero estos últimos días lo he visto hablar solo.
— Evidentemente esta mujer está mintiendo— pensó— ¡Yo no estoy loco!
— ¿Le traigo algo?— preguntó la joven pelirroja, haciendo caso omiso del
último comentario.
— Tráigame un vermouth — le dijo, tras lo cual se levantó, y fue siguiendo a la
mesera, hasta la barra.
— Discúlpeme — dijo dirigiéndose al hombre que sostenía el vaso y el
cigarrillo —. Yo sé que usted viene todos los días. Necesito preguntarle algo.
El pueblerino lo miró curioso.
—Una chica. La mesera anterior. La morocha. Isabel ¿ No la recuerda?
El hombre dio una pitada al cigarrillo, y exhaló el humo lentamente. A
Alejandro esa parsimonia casi lo saca de quicio.
— Nunca hubo una chica llamada Isabel.
Ante tal afirmación, pensó que el mundo se abría a sus pies, y que caía en un
profundo abismo sin final. Tuvo que agarrarse de la barra para no caer. El individuo
dejó el vaso, y solícito, se levantó de inmediato ,tomándolo del brazo.
— ¿Se siente bien?
— Si, gracias. Fue un pequeño mareo.
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Tras éstas últimas palabras, se retiró del lugar, olvidándose de su pedido. Su
rostro denotaba desconsuelo. Tropezó con mesas y silla más de una vez, como si sus
ojos emitieran la sensación que su corazón padecía. Un nudo en la garganta no
terminaba de completarse en llanto. Su dolor no podía siquiera hacerlo razonar sobre la
extrañeza del asunto. Una mujer que para él desapareció, nadie jamás la había visto.
Pasó por la morada de los abuelos, pero la gente que vivía ahí, no la conocía. Se dirigió
a su casa, se internó en ella, y prolongó su padecimiento por mucho tiempo. Casi no
comía. Tomaba cualquier bebida que contuviera alcohol. No se aseaba. Deambulaba
desorientado por todo su descuidado hogar. Se había transformado, además, en un
ermitaño.
Estuvo así por casi dos meses, hasta que se cruzó frente a un espejo, y la
providencia quiso que se viera en él. Acercó su rostro al cristal, y lo notó demasiado
arrugado; además que su pelo , hacia los costados, presentaba un color grisáceo, que
indica el paso del tiempo. ¡Había envejecido, por lo menos, diez años! Se asombró por
su aspecto, pero dio gracias que su corazón resistió. No podía seguir así. Decidió que
era momento para dejar su desesperación de lado, y continuar con su vida. Llamó por
teléfono para que vengan a asear su casa. Se duchó, y utilizó ropa limpia que guardaba
en el ropero. Volvió al espejo, y se miró nuevamente. El envejecimiento había sido real,
pero el aspecto había mejorado con el aseo. Salió, sin intenciones de averiguar que fue
de la vida de Isabel. Si desapareció era porque no deseaba ser encontrada, por lo que no
considero el hecho de ir tras ella. Nunca la olvidaría.
Dejó las llaves escondidas en una maceta de la puerta, donde la empleada
pudiera encontrarlas. Fue al garaje, subió a su automóvil. Le costó ponerlo en marcha
dado el tiempo que no lo utilizó, pero era un vehículo de excelencia, por lo que
respondió a los pocos intentos. Se dirigió nuevamente al pueblo. Recorrió la calle
principal, y se detuvo en el bar. Como siempre, se sentó en una silla, junto a la ventana.
El verano estaba terminando, pero el calor aún mantenía su poder. La joven pelirroja se
acercó a él sonriente.
— ¿Nuevamente por acá? — le preguntó, a lo que agregó: — Lo esperábamos.
— ¿ Me esperaban?—preguntó asombrado.
— ¡Por supuesto! — aclaró la joven —. Sabemos donde vive, y nos extrañó
demasiado que luego de venir todos los días haya desaparecido de un día para el otro.
Alejandro no quiso hurgar demasiado en su pasado reciente, por lo que como
única manifestación, bajó su cabeza.
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— ¿Qué se va a servir? — preguntó la pelirroja.
— Una gaseosa cola— respondió él.
— Muy bien— dijo ella y dio media vuelta.
Alejandro la observó cuando se retiraba. Ahora, bastante menos perturbado,
podía pensar con un poco más de claridad; ese rostro también le resultaba familiar. De
algún lado la conocía. Esperó que se acercara para preguntarle.
— Perdoname— le dijo mientras observaba sus dos senos que en ese momento
mantenía frente a sus ojos, mientras ella, agachada, intentaba limpiar la mesa con un
paño — ¿Te conozco de algún lado?
— Lo dudo— dijo, sonriente.
— Pero... tu rostro me resulta familiar.
— Vivo acá desde los tres años. Solamente estuve ausente cuando fui a estudiar
veterinaria.
— ¿Dónde estudiaste?— preguntó
— Cerca. A cien kilómetros de aquí.
No la podía conocer de la ciudad, por lo que dejó su presunción.
— ¿Te recibiste?
— No. Tuve que volverme cuando mamá enfermó para hacerme cargo del bar.
Alejandro la miraba con interés. Esa mujer, una poco más grande que
Isabel(Calculó que tendría entre veintidós y veintitrés años), era realmente interesante.
Sin la belleza de su anterior adolescente, tenía una atractivo pocas veces visto. Sus ojos
verdes, en un rostro pecoso, le daban una aspecto gracioso, pero extremadamente
sensual. El envejecido hombre comenzó a sentir algo por ella, aunque aún no podía
borrar de su mente a su compañía anterior.
— No entiendo— razonó—, ¿de quién es el bar?
— Era de papá, antes de casarse con mamá, luego pasó a ser de los dos. Y hace
dos años, cuando papá falleció, mi mamá tuvo que hacerse cargo. Ahora esta enferma y
yo lo atiendo.
Alguien en ese lugar estaba mintiendo, y no sabía quién. El no era un
investigador privado y tampoco le importaba demasiado las historias de cada una de las
personas, por lo que tomó lo que esa joven dijo y lo dejó así.
— ¿Cuál es tu nombre?— preguntó.
— Mariana — respondió la joven.
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12
— Mariana, ¿sabés que sos hermosa? — No supo porque se encontró diciendo
eso, pero ya lo había hecho.
— Muchas gracias, vos también.
— Este... ¿Cómo? — se ruborizó.
— Digo que vos también.
— Este... ah... mu, muchas gracias.
— De nada.
No podía ser que nuevamente le estuviera ocurriendo, pero que mejor para
olvidar a Isabel. Aceptó el cumplido de buen grado, y pensó, mientras mariana se
alejaba de él, que no sería mala idea, después de dos meses de encierro, poder comenzar
un nueva relación que lo haga olvidar la otra.
Tardó dos días en decidirse. Fue lo que necesitaba para completar su
recuperación, o por lo menos su olvido transitorio.
Se encontraba sentado en su lugar habitual, cuando se acercó Mariana, y como
era costumbre en ella cuando de Alejandro se trataba, comenzó a limpiar la mesa
dejando a la vista parte de sus dos hermosos senos.
— ¿Cómo estás esta mañana?— preguntó ella, tratando de expresarse en forma
sensual.
— Bien — respondió él —. Tan bien— continuó—, que me gustaría invitarte a
tomar algo.
— ¿Acá? — preguntó ella, haciéndose la sorprendida.
— ¡Por supuesto que no! — aclaró—; aunque, de cualquier manera, lo único
importante es la compañía.
— Eso es verdad —dijo, tras lo cual preguntó, sin dejar su tono habitual — ¿Y a
dónde te parece que podemos ir?
— Si no te molesta, podemos ir a casa.
— No me molesta — expresó la joven pelirroja.
— A que hora y por dónde te paso a buscar.
— A las seis salgo, y si querés y me permitís asearme en tu casa, pasame a
buscar por acá. Tengo ropa en un armario y me ahorraría tener que ir a casa.
— ¿Y tu mamá enferma?
— Ah ¿ No te dije? Vino una hermana de ella a cuidarla, aunque no creas que
está postrada. Simplemente no puede atender el negocio; por lo demás no esta tan mal.
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— Bueno, me alegro por eso— y haciendo referencia a su pedido anterior—. En
cuanto a si te podes asear en casa, perdé cuidado; tengo más de un baño para vos.
— Con uno me alcanza — rió ella.
Alejandro se retiró de lugar. Ese día no comió. ¿Comenzaba a pasarle lo mismo
que con Isabel? No podía ser; pero sí, lo era. Pasó el resto del tiempo pensando en ella,
y en la posibilidad de verla ducharse; y por su imaginación atravesaron todo tipo de
pensamientos obscenos. Esperó pacientemente que se hiciera la hora. Si bien el verano
estaba terminando, aún el calor mantenía su dureza, por lo que dio gracias haber
cambiado el agua de la pileta el día anterior.
Se tomó un par de whiskies, aunque sabía que no podía beber demasiado
alcohol; después de dos meses de borrachera, un par de vasos no le haría nada. Llegada
las cinco y media, partió, no sin antes echar un vistazo a su hogar. Evidentemente la
empleada había obrado maravillas.
A quince minutos de las seis, ya se encontraba sentado frente a la ventana.
Mariana se acercó, le dio un simple beso en la mejilla, lo que provocó cierta agitación
en el hombre, y se alejó. Al rato, se acercó con un vaso conteniendo el primer trago que
había pedido, y que ella no había olvidado; o sea un vermouth, y dijo:
— Va por cuenta de la casa.
El lugar estaba casi desierto. Sólo el hombre del vaso y el cigarrillo, aún se
mantenía firme al frente de la barra. Mariana esperó que se retirara; y cuando lo hizo, se
acercó al única persona que quedaba, aparte de ella.
— Vamos — le dijo.
Cerró la ventana, salieron, cerró la puerta por fuera, y recorrieron los dos metros
que los separaba del automóvil. Alejandro, al igual que con su anterior compañera, obró
como un caballero, abriendo la puerta para que ella se pudiera acomodar en el asiento.
Era evidente que en ese lugar había adquirido ciertos modales que jamás en su vida
había puesto en práctica.
El viaje duró apenas unos diez minutos.
Sin dejar de sentirse satisfecha por el ambiente que la rodeaba, Mariana, pidió a
Alejandro que le indicara donde podía ducharse. Él la acompañó. Mariana ingresó con
su bolso, pero no cerró del todo la puerta. El dueño de casa, podía escuchar claramente
el sonido del agua, recorriendo el cuerpo de esa hermosa mujer, y se conmocionó; más
aún cuando al moverse de sitio, en una pequeña hendija entre el marco y la hoja, pudo
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14
ver la figura desnuda desdibujada por el vidrio traslucido de la mampara (Lo que le
permitió a su mente imaginativa, la creación de fantasías eróticas).
Se acercó y preguntó:
— ¿Querés nadar?
Escuchó que le decía:
— Me encantaría, pero no tengo malla.
— Quedate tranquila. En una época me dedicaba a organizar fiestas, y la
mayoría de mis amigos dejaba sus cosas aquí.
Se alejó hacia el cuarto de huéspedes y buscó en el armario alguna malla de
mujer. Encontró más de una. Las tomó, fue al baño y las dejó en una banqueta al lado de
la puerta.
Esperó. Al rato salió Mariana con una toalla enroscada en su cuerpo. Alejandro
tragó saliva. Si bien suponía que tenía un traje de baño puesto, la imagen era demasiado
sensual.
— En realidad ninguna me queda— dijo ella, a lo que agregó:— No por eso
vamos a dejar de nadar— sonrió.
Dicho lo anterior, se acercó al ventanal, lo abrió y fue directamente a la pileta.
Los ojos del único hombre de la casa, la seguían, casi hipnotizados. En el borde de la
pileta se sacó la toalla y, totalmente desnuda, se zambulló al agua. El tiempo que él
tardo en reaccionar fue el que ella tardó en llegar a la punta de la pileta y volver. No lo
pensó más. Se sacó toda la ropa, corrió hasta la pileta, y se tiró de cabeza. Todo lo que
vino después es de imaginárselo. Al igual que con Isabel, la relación fue más allá de una
normal. No quedó demasiado claro las veces que hicieron el amor en la pileta, y las
veces que lo volvieron a hacer los días subsiguiente. Alejandro estaba casi loco. La
historia se repetía. Su cuerpo y su mente casi estaba fuera de control. La sensualidad de
esa mujer le penetraba el cerebro al punto de estallar. Fueron dos semanas de una
intensidad tal, que era difícil describirla.
Llegó al bar con una amplia sonrisa. Quería decirle a Mariana que la amaba con
todo su ser. Había elegido un día cualquiera, pero en el momento en que la duda no
formaba parte de sus decisiones. Entró empujando la puerta, como si en ello le iría la
vida. Se dirigió a la barra. El hombre del vaso y el cigarrillo estaba sentado como
siempre. Se acercó y le preguntó por Mariana.
— ¿Mariana?— preguntó el hombre asombrado.
— Si, Mariana, la pelirroja.
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— ¿Pelirroja?— volvió a preguntar, dando un sorbo a su bebida, y una chupada
a su cigarrillo.
— ¡Me está cargando!— se exasperó Alejandro, tomando al hombre de la
solapa.
— Tranquilo— dijo el pueblerino, sacando de su pecho la mano del excitado
hombre —. Tranquilo — repitió—. Yo no conozco a ninguna Mariana, pelirroja, y no
lo estoy cargando.
— Pero... ¡La chica! ¡la mesera! —dijo casi llorando —. Usted dijo que no era
morocha. — Estaba confundido. Necesitaba una respuesta.
— Yo dije que no conocía ninguna de nombre... no me acuerdo.
— ¡Nooo! — gritó, tomándose la cara con ambas manos.
— En realidad no sé a quien busca, pero ¿Por qué no se sienta en su lugar
acostumbrado? —trató de tranquilizarlo ——. Vaya, hombre — repitió— , tómese
algo.
Una mujer morocha de pelo corto se acercó lentamente. Puso la bandeja sobre
un costado y tomó un trapo con el cual comenzó a limpiar la mesa, obligándolo, sin
intención a descubrir su cara.
— Aquel hombre— dijo señalando al de la barra — me dijo que le sirviera un
vermouth.
El dueño del BMW levantó su rostro apesadumbrado y lo dirigió a la joven. Al
ver que no se trataba de quien esperaba, un par de lágrimas surcaron sus mejillas.
— ¿Usted, quien es?
— Soy la dueña de este lugar, y creo que me conoce. Lo he servido en varias
oportunidades
— ¿Está segura? — Ya no quería ni tutearla, a pesar que se trataba de una mujer
joven de unos veintiocho años, y nada despreciable.
— Muy segura.
La volvió a observar, pero esta vez en detalle.
— Por eso debe ser que su rostro me resulta familiar.
— Probablemente— dijo ella, tras lo cual se retiró de su lado
Alejandro se levantó de la silla , y con paso cansino se dirigió a su automóvil.
Manejó hasta su casa, y se internó en ella. Un trastorno similar al anterior sufrió por
varias semanas. No comía, bebía. Se abandonó nuevamente. No atendía a nadie. Cayó
en una depresión casi irrecuperable. Dormía todo el día. Casi podía considerarse un
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muerto en vida. No supo cuando se acercó a un espejo y se miró. Se asustó realmente.
Parecía un hombre de más de sesenta y cinco años. Con su cuerpo arrugado y su pelo
totalmente canoso. No se reconoció.
— No puedo ser yo—dijo en voz baja —. No soy yo— repitió.
Sacudió su cabeza y trató nuevamente de sobreponerse. Y al igual que antes, se
duchó, tomó ropa limpia y se vistió. Su imagen no cambio demasiado; aún parecía un
hombre de sesenta y cinco años. En apenas medio año había envejecido treinta. Su
corazón seguramente no sería el mismo, pero aún latía. Necesitaba salir de ese lugar, así
que llamó para que limpiaran y salió rumbo al pueblo. No entendía porque repetía la
historia que lo llevó a ese estado, pero era algo más fuerte que él; no lo podía evitar.
Entró nuevamente al bar y se sentó en el mismo lugar, a pesar que el cambió
climático obligó a cerrar la ventana. Llamó a la mujer que atendía. La joven se acercó a
él.
— Una bebida cola, por favor.
— ¡Como no! —dijo ella, y dio media vuelta
Alejandro la tomó de un brazo, y le rogó que lo acompañara. Ella no supo si
accedió por pena o por no crear una situación incómoda.
— Necesito que me expliqués que está pasando.
— ¿Con respecto a qué? — le preguntó ella
— Desde que estoy aquí, ya conocí a tres meseras diferentes. Me enamoré de
dos de ellas, y luego desaparecieron como por arte de magia.
— Lo siento, pero la única moza y dueña de este lugar soy yo.
— Pero... Juro que estuvieron. Además me resultaban rostros familiares; es más,
estoy seguro te conocerte, pero como tengo el cerebro dado vuelta, no puedo
recordarte..
— Quizás ahí esté la respuesta. La mente de una persona es muy amplia.
— Me estás diciendo que estoy loco.
— No estoy diciendo nada. Simplemente que uno puede imaginar que las cosas
son reales.
— Pero eran reales.
— No podría decirle. Lo único que puedo asegurarle es que yo lo he visto
hablar solo en varias oportunidades
— ¿No ves nada extraño en mí? He cambiado. Soy más viejo. No soy el mismo.
— Yo lo veo siempre igual.
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— ¿Igual? Pero... — calló de repente. No iba a lograr nada con esa mujer.
— Disculpame, por favor. Traeme la gaseosa— dijo apesadumbrado.
— Esta bien— afirmó la joven, levantándose de inmediato y respondiendo al
pedido.
¡La conocía! Tenía que hacer memoria. Sabía que su mente le estaba jugando
una mala pasada, pero conocía a esa mujer, y a todas. ¡Finalmente, se acordó! ¡ Gracias
a Dios! Esa mujer era Carmela, la gitana. Con ella vivió un romance,.hacía solamente
un año y medio, y no había podido recordarla. ¿Tantas mujeres habían pasado por su
vida, que le era tan fácil olvidarlas? Tenía que hablar con ella. Era urgente, pero... la
información que le había llegado era que Carmela se había suicidado. Entonces no era
cierto. Le habían mentido; y él, que había sentido su muerte.
Esperó que trajera la bebida, aunque su impaciencia iba más allá. No tardó
demasiado. Alejandro le tomó suavemente la mano, y la sentó frente a él.
— Carmela — comenzó diciendo —, yo te recuerdo
— ¿Carmela?—preguntó ella sorprendida.
— Si, Carmela, y no pretendas engañarme porque no lo vas a lograr.
— Alejandro— dijo finalmente, ella —. Me costó mucho olvidarte. No creí que
me recordarías.
— El único que puede olvidar a alguien como vos en un año y medio, soy yo, y
para eso, tengo que estar pasando por una situación donde mi cerebro este totalmente
destruido. Pero...—continuó, cambiando el tono de su voz—, ¿qué haces acá?
— Soy la dueña de este lugar— dijo ella.
— Pero... los dueños...— cuando se dio cuenta que iba a volver a complicar las
cosas, prefirió dejar de indagar sobre lo pasado, y vivir la realidad actual.
— Te amé— dijo ella, haciendo caso omiso al último comentario —; te amé
con toda mi alma; sufrí mucho.
— Me dijeron que te habías... No, olvidate.— y agregó:— ¿Cómo estás? — le
tomaba la mano con cariño.
— Ahora estoy bien —dijo ella. Él lo interpretó a su modo.
— Mirá Carmela. Siento haberte lastimado. En realidad no quise...
— Dejalo así. Está bien.
— Pero, en serio, no me notás más viejo.
— Te parecerá a vos. Yo te veo igual que siempre.
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No terminaba de comprender lo que le estaba sucediendo. El se veía de una manera, y
los demás de otra. Sacudió su cabeza y continuó su conversación.
— No sé como viniste a parar aquí, pero en este lugar no hay nada.
— Te voy a contar que en este lugar nací. Mis padre y mis parientes tenían un
campamento en el pueblo. Fui a la ciudad cuando te conocí. Me pelee con mis padres
por vos, ya sabés como es nuestra tradición. Luego, tras la ruptura, volví a este lugar.
— Estas hermosa. Igual que cuando estábamos juntos. Realmente me gustabas
mucho.
— Pero no me amabas.
Alejandro no respondió. Se sentía bien con esa mujer. Se había cortado el pelo, y
sus ojos negros contrastaban con el blanco de su piel. Le gustó.
— Quizás podamos charlar de viejos tiempos—expresó él—. Creo que tenemos
mucho que decirnos ¿No lo tomás a mal si te invito a mi casa?
— No sería la primera vez que me encuentre sola con vos. Acepto, pero...
—¿Pero?
— Nada. Olvidalo
Las cosas habían cambiado. Carmela no era como las otras. Su belleza era
diferente, al igual que su actitud. Su atracción, a pesar de ser una persona bella, recaía
fundamentalmente en su personalidad. No sería fácil volver a tener una nueva unión con
ella. La había dejado en un momento difícil de su relación; pero difícil para él, ya que
su miedo recaía en sus propios sentimientos. Hoy la volvía a ver y todo aquello que
alguna vez sintió, comenzaba a penetrarlo de a poco. No logró entender como pudo
haber olvidado ese rostro, a pesar de haber cambiado su aspecto; pero todo lo que le
estaba ocurriendo no era normal. Le pasó por la mente en varias oportunidad la
posibilidad de estar loco, aunque un sentimiento muy profundo le indicaba que no era
así. Ahora frente a esa mujer, todo era diferente. Conversaron durante mucho tiempo, a
pesar que el único cliente del local les quitaba cierta intimidad. Quedaron en encontrarse
por la tarde, y al igual que siempre, como la posibilidad de un entretenimiento en ese
pueblo era casi imposible, decidieron ir a la casa de él.
Pasada cierta hora, Alejandro, aún sintiéndose un poco cansado (lo que atribuyó
a su trajín en los meses que estuvo en ese lugar), tomó una ducha, se vistió, y mantuvo
durante la espera, una calma desacostumbrada. Bebió un whisky, como siempre, pero en
su interior existía una paz que hasta el momento no había sentido. Quería ver a esa
mujer con toda su alma, pero sin ansiedad. Paso a paso.
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Llegado el momento, se subió a su vehículo y manejó pacientemente hasta su
destino. Carmela lo esperaba en la puerta del bar, ya vestida: sobria pero muy sensual.
Una sensación inexplicable comenzaba a invadirlo . Subieron al auto; y como había
actuado en los últimos tiempos, abrió la puerta de la acompañante y le cedió su mano
para que subiera.
— Veo que el aire de campo te hizo bien — dijo ella sonriente.
— Uno cambia — aseguró él.
Manejó despacio. Como si en cada tramo de su recorrido, pudiera disfrutar de la
compañía de esa mujer.
La velada fue excelente. Hubo pool, hubo película, hubo charla, hubo una
exquisita cena que cocinó Carmela con provisiones que había comprado Alejandro a su
vuelta del pueblo. El hombre se sentía como en el medio de unas nubes. Volaba. No
hubo sexo, pero fue ampliamente reemplazado por otras sensaciones.
Pasaron muchos días entre su primer encuentro y el momento de su unión física.
Días donde minuto a minuto, los sentimientos se iban profundizando, se iban afirmando,
donde ya no existía la mínima posibilidad de estar separados. Sentimientos diferentes a
los enfermizos que Alejandro sintió por las dos mujeres anteriores. Sentimiento de
embriaguez, pero sin ansiedad desmedida. Sentimiento de seguridad. Alejandro era
feliz. Absolutamente feliz. Recién ahí comprendió lo que significaba amar
Fue la noche en que hicieron el amor, donde terminó de completarse ese efecto
de una causa sublime. Fue una noche. Una sola noche...
El reflejo de los rayos del sol que entraban por la ventana iluminó su rostro. El
hombre abrió lentamente sus ojos, y giró el cuerpo para abrazar a la mujer de sus
sueños, pero solo encontró la sábana arrugada. Una sensación torturadota lo invadió.
No quiso creer lo que pasaba. Pensó que estaba soñando, pero la realidad era que
Carmela no se encontraba a su lado. Sin pensarlo, se vistió a una velocidad inusual.
Salió corriendo de su habitación, y a la misma velocidad se introdujo en su automóvil.
Manejó a casi doscientos kilómetros por hora. Llegó enseguida. Se bajó presuroso del
auto, y se dirigió al bar. Entró corriendo. Corrió hacia la barra. El hombre del vaso y el
cigarrillo, simplemente lo miró. Estaba acostumbrado a los arrebatos de Alejandro,
aunque no sabía que esta vez su dolor se había multiplicado por mucho. Era diferente;.
mucho más profundo.
— Por favor — comenzó implorando —; y esta vez no me diga que no está.
Necesito ver a la mesera.
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— No hay ninguna mesera.
— Por favor — repitió — dígame que conoce a Carmela.
El hombre se puso pálido. Su boca se unió marcando una simple recta entre sus
labios. Un nudo repentino en su garganta casi le impidió hablar.
— ¿Usted Conoció a mi Carmela?
— ¿Su Carmela? —preguntó, aún a costa de su desesperación.
— Carmela era mi hija — respondió el pueblerino. Alejandro se transformó en
un papel movido por el viento. Blanco y tembloroso —. Un hombre— continuó el
gitano— la lastimó mucho; al punto de quitarse la vida. — Quien había ido a buscar
respuestas, sintió un puñal en el corazón. No quiso ni pudo articular palabra. El gitano
continuo:— Nunca pude ni podré superar el dolor de su muerte, pero puedo asegurarle
que el hombre que hizo eso va a pagar su maldad, con su propia vida.
— No... No entiendo— dijo el recién llegado, sin poder superar su dolor por la
mujer y su temor por las palabras.
— Ah, sí. Mi conjuro va a llegar a él. Va a sufrir por mujeres lo mismo que él
las ha hecho sufrir. Y por cada una de ellas envejecerá lo suficiente para que al término
de su sufrimiento, muera.
Alejandro tragó saliva. Ese hombre era él. El único dueño del lugar era el padre
de Carmela, y todo lo que había pasado, se debía a la maldición que ese hombre había
echado sobre él. Quiso desaparecer, irse, pero no pudo. Era evidente que el único que
podía distinguir el paso del tiempo, era él, sino hubiera sabido de entrada quien era
Alejandro Mansilla.
Ante las lágrimas de ese pobre gitano, y con un gran sentimiento de culpa, lo
palmeó y se retiró.
Recostado en su cama intentó recordar algunas de sus aventuras, entre las que
habían estado Isabel y Mariana, aunque sus encuentros fueron tan fugaces que se le hizo
imposible recordar sus rostros, ¡y ahora Carmela! El efecto por ese último encuentro
había superado ampliamente a los anteriores, y su dolor era aún mayor que ambos.
Alejandro no quiso volver a levantarse de esa cama. Si lo hubiera hecho, la imagen de
un espejo devolvería la de un hombre de más de ochenta años. Volvió a reflejar en su
mente la figura de Carmela: su único y verdadero amor, y con una sonrisa en los labios,
expiró.
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Leonardo Kuperman
Escritor