Conferencias García Lorca

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Federico García Lorca CONFERENCIAS 1 CHARLA SOBRE EL TEATRO Queridos amigos: Hace tiempo hice firme promesa de rechazar toda clase de homenajes, banquetes o fiestas que se hicieran a mi modesta persona; primero, por entender que cada uno de ellos pone un ladrillo sobre nuestra tumba literaria, y segundo, porque he visto que no hay cosa más desolada que el discurso frío en nuestro honor, ni momento más triste que el aplauso organizado, aunque sea de buena fe. Además, esto es secreto, creo que banquetes y pergaminos traen el mal fario, la mala suerte, sobre el hombre que los recibe; mal fario y mala suerte nacidos de la actitud descansada de los amigos que piensan: "Ya hemos cumplido con él". Un banquete es una reunión de gente profesional que come con nosotros y donde están, pares o nones, las gentes que nos quieren menos en la vida. Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: "¿A que no tienes valor de hacer esto?" "¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje?" "¿A que no te atreves a contar la desesperación de los soldados enemigos de la guerra?". Exigencia y lucha, con un fondo de amor severo, templan el alma del artista, que se afemina y destroza con el fácil halago. Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rosas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido. Huyendo de sirenas, felicitaciones y voces falsas, no he aceptado ningún homenaje con motivo del estreno de Yerma; pero he tenido la mayor alegría de mi corta vida de autor al enterarme de que la familia teatral madrileña pedía a la gran Margarita Xirgu, actriz de inmaculada historia artística, lumbrera del teatro español y admirable creadora del papel, con la compañía que tan brillantemente la secunda, una representación especial para verla. Por lo que esto significa de curiosidad y atención para un esfuerzo notable de teatro. doy ahora que estamos reunidos, las más rendidas, las más verdaderas gracias a todos. Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro de acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado. Donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre. Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido, histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama "matar el tiempo". No me refiero a nadie ni quiero herir a nadie; no hablo de la realidad viva, sino del problema planteado sin solución.

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CHARLA SOBRE EL TEATRO

Queridos amigos: Hace tiempo hice firme promesa de rechazar toda clase de homenajes, banquetes o fiestas que se hicieran a mi modesta persona; primero, por entender que cada uno de ellos pone un ladrillo sobre nuestra tumba literaria, y segundo, porque he visto que no hay cosa más desolada que el discurso frío en nuestro honor, ni momento más triste que el aplauso organizado, aunque sea de buena fe.

Además, esto es secreto, creo que banquetes y pergaminos traen el mal fario, la mala suerte, sobre el hombre que los recibe; mal fario y mala suerte nacidos de la actitud descansada de los amigos que piensan: "Ya hemos cumplido con él".

Un banquete es una reunión de gente profesional que come con nosotros y donde están, pares o nones, las gentes que nos quieren menos en la vida.

Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: "¿A que no tienes valor de hacer esto?" "¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje?" "¿A que no te atreves a contar la desesperación de los soldados enemigos de la guerra?". Exigencia y lucha, con un fondo de amor severo, templan el alma del artista, que se afemina y destroza con el fácil halago. Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rosas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido.

Huyendo de sirenas, felicitaciones y voces falsas, no he aceptado ningún homenaje con motivo del estreno de Yerma; pero he tenido la mayor alegría de mi corta vida de autor al enterarme de que la familia teatral madrileña pedía a la gran Margarita Xirgu, actriz de inmaculada historia artística, lumbrera del teatro español y admirable creadora del papel, con la compañía que tan brillantemente la secunda, una representación especial para verla.

Por lo que esto significa de curiosidad y atención para un esfuerzo notable de teatro. doy ahora que estamos reunidos, las más rendidas, las más verdaderas gracias a todos. Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro de acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado. Donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera.

El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre.

Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido, histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama "matar el tiempo". No me refiero a nadie ni quiero herir a nadie; no hablo de la realidad viva, sino del problema planteado sin solución.

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Yo oigo todos los días, queridos amigos, hablar de la crisis del teatro, y siempre pienso que el mal no está delante de nuestros ojos, sino en lo más oscuro de su esencia; no es un mal de flor actual, o sea de obra, sino de profunda raíz, que es, en suma, un mal de organización. Mientras que actores y autores estén en manos de empresas absolutamente comerciales, libres y sin control literario ni estatal de ninguna especie, empresas ayunas de todo criterio y sin garantía de ninguna clase, actores, autores y el teatro entero se hundirá cada día más, sin salvación posible.

El delicioso teatro ligero de revistas, vodevil y comedia bufa, géneros de los que soy aficionado espectador, podría defenderse y aun salvarse; pero el teatro en verso, el género histórico y la llamada zarzuela hispánica sufrirán cada día más reveses, porque son géneros que exigen mucho y donde caben las innovaciones verdaderas, y no hay autoridad ni espíritu de sacrificio para imponerlas a un público al que hay que domar con altura y contradecirlo y atacarlo en muchas ocasiones. El teatro se debe imponer al público y no el público al teatro. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de sangre, de gran autoridad, porque el público de teatro es como los niños en las escuelas: adora al maestro grave y austero que exige y hace justicia, y llena de crueles agujas las sillas donde se sientan los maestros tímidos y adulones, que ni enseñan ni dejan enseñar.

Al público se le puede enseñar, conste que digo público, no pueblo; se le puede enseñar, porque yo he visto patear a Debussy y a Ravel hace años, y he asistido después a las clamorosas ovaciones que un público popular hacía a las obras antes rechazadas. Estos autores fueron impuestos por un alto criterio de autoridad superior al del público corriente, como Wedekind en Alemania y Pirandello en Italia, y tantos otros.

Hay necesidad de hacer esto para bien del teatro y para gloria y jerarquía de los intérpretes. Hay que mantener actitudes dignas, en la seguridad de que serán recompensadas con creces. Lo contrario es temblar de miedo detrás de las bambalinas y matar las fantasías, la imaginación y la gracia del teatro, que es siempre, siempre, un arte, y será siempre un arte excelso, aunque haya habido una época en que se llamaba arte a todo lo que nos gustaba, para rebajar la atmósfera, para destruir la poesía y hacer de la escena un puerto de arrebatacapas.

Arte por encima de todo. Arte nobilísimo. y vosotros, queridos actores, artistas por encima de todo. Artistas de pies a cabeza, puesto que por amor y vocación habéis subido al mundo fingido y doloroso de las tablas. Artistas por ocupación y preocupación. Desde el teatro más modesto al más encumbrado se debe escribir la palabra "Arte" en salas y camerinos, porque si no vamos a tener que poner la palabra "Comercio" o alguna otra que no me atrevo a decir. Y jerarquía, disciplina y sacrificio y amor.

No quiero daros una lección, porque me encuentro en condiciones de recibirlas. Mis palabras las dicta el entusiasmo y la seguridad. No soy un iluso. He pensado mucho, y con frialdad, lo que pienso, y, como buen andaluz, poseo el secreto de la frialdad porque tengo sangre antigua. Yo sé que la verdad no la tiene el que dice "hoy, hoy, hoy" comiendo su pan junto a la lumbre, sino el que serenamente mira a lo lejos la primera luz en la alborada del campo.

Yo sé que no tiene razón el que dice: "Ahora mismo, ahora, ahora" con los ojos puestos en las pequeñas fauces de la taquilla, sino el que dice "Mañana, mañana, mañana" y siente llegar la nueva vida que se cierne sobre el mundo.

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TEORÍA Y JUEGO DEL DUENDE Señoras y señores:

Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.

Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre el Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende". Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende".

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: "Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".

Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

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Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: "Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con

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horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?"

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo: "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa".

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de "¡Viva Dios!", profundo, humano, tierno

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grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas cubriendo el caballo está. Las patas de tu caballo echan fuego de alquitrán... al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama: Amigos, que yo me muero; amigos, yo estoy muy malo. Tres pañuelos tengo dentro y este que meto son cuatro...

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Hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española: -Si tú eres mi linda amiga, ¿cómo no me miras, di? -Ojos con que te miraba a la sombra se los di -Si tú eres mi linda amiga, ¿cómo no me besas, di? -Labios con que te besaba a la sierra se los di. -Si tú eres mi linda amiga, ¿cómo no me abrazas, di? -Brazos con que te abrazaba de gusanos los cubrí. Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción: Dentro del vergel moriré dentro del rosal matar me han. Yo me iba, mi madre, las rosas a coger, hallara la muerte dentro del vergel. Yo me iba, madre, las rosas a cortar, hallara la muerte dentro del rosal. Dentro del vergel moriré, dentro del rosal matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In

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Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

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El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando

El ciervo vulnerado por el otero asoma.

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La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas

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LAS NANAS INFANTILES Señoras y señores:

En esta conferencia no pretendo, como en anteriores, definir, sino subrayar; no quiero dibujar, sino sugerir. Animar, en su exacto sentido. Herir pájaros soñolientos. Donde haya un rincón oscuro, poner un reflejo de nube alargada y regalar unos cuantos espejos de bolsillo a las señoras que asisten.

He querido bajar a la ribera de los juncos. Por debajo de las tejas amarillas. A la salida de las aldeas, donde el tigre se come a los niños. Estoy en este momento lejos del poeta que mira el reloj, lejos del poeta que lucha con la estatua, que lucha con el sueño, que lucha con la anatomía; he huido de todos mis amigos y me voy con aquel muchacho que se come la fruta verde y mira cómo las hormigas devoran al pájaro aplastado por el automóvil.

Por las calles más puras del pueblo me encontraréis; por el aire viajero y la luz tendida de las melodías que Rodrigo Caro llamó "reverendas madres de todos los cantares". Por todos los sitios donde se abre la tierna orejita rosa del niño o la blanca orejita de la niña que espera, llena de miedo, el alfiler que abra el agujero para la arracada.

En todos los paseos que yo he dado por España, un poco cansado de catedrales, de piedras muertas, de paisajes con alma, me puse a buscar los elementos vivos, perdurables, donde no se hiela el minuto, que viven un tembloroso presente. Entre los infinitos que existen, yo he seguido dos: las canciones y los dulces. Mientras una catedral permanece clavada en su época, dando una expresión continua del ayer al paisaje siempre movedizo, una canción salta de pronto de ese ayer a nuestro instante, viva y llena de latidos como una rana, incorporada al panorama como arbusto reciente, trayendo la luz viva de las horas viejas, gracias al soplo de la melodía.

Todos los viajeros están despistados. Para conocer la Alhambra de Granada. por ejemplo, antes de recorrer sus patios y sus salas, es mucho más útil, más pedagógico comer el delicioso alfajor de Zafra o las tortas alajú de las monjas, que dan, con la fragancia y el sabor, la temperatura auténtica del palacio cuando estaba vivo, así como la luz antigua y los puntos cardinales del temperamento de su corte.

En la melodía, como en el dulce, se refugia la emoción de la historia, su luz permanente sin fechas ni hechos. El amor y la brisa de nuestro país vienen en las tonadas o en la rica pasta del turrón, trayendo vida viva de las épocas muertas, al contrario de las piedras, las campanas, las gentes con carácter y aun el lenguaje.

La melodía, mucho más que el texto, define los caracteres geográficos y la línea histórica de una región y señala de manera aguda momentos definidos de un perfil que el tiempo ha borrado. Un romance, desde luego, no es perfecto hasta que no lleva su propia melodía, que le da la sangre y palpitación y el aire severo o erótico donde se mueven los personajes.

La melodía latente, estructurada con sus centros nerviosos y sus ramitos de sangre, pone vivo calor histórico sobre los textos que a veces pueden estar vacíos y otras veces no tienen más valor que el de simples evocaciones.

Antes de pasar adelante debo decir que no pretendo dar en la clave de las cuestiones que trato. Estoy en un plano poético donde el sí y el no de las cosas son igualmente verdaderos. Si me preguntan ustedes: "¿Una

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noche de luna de hace cien años es idéntica a una noche de luna de hace diez días?", yo podría demostrar (y como yo otro poeta cualquiera, dueño de su mecanismo) que era idéntica y que era distinta de la misma manera y con el mismo acento de verdad indiscutible. Procuro evitar el dato erudito que, cuando no tiene gran belleza, cansa a los auditorios, y en cambio, persigo subrayar el dato de emoción, porque a vosotros os interesa más saber si de una melodía brota una brisa tamizada que incita al sueño o si una canción puede poner un paisaje simple delante de los ojos recién cuajados del niño, que saber si esa melodía es del siglo XVII o si está escrita en 3 por 4, cosa que el poeta debe saber, pero no repetir, y que realmente está al alcance de todos los que se dedican a estas cuestiones.

Hace unos años, paseando por las inmediaciones de Granada, oí cantar a una mujer del pueblo mientras dormía a su niño. Siempre había notado la aguda tristeza de las canciones de cuna de nuestro país; pero nunca como entonces sentí esta verdad tan concreta. Al acercarme a la cantora para anotar la canción observé que era una andaluza guapa, alegre sin el menor tic de melancolía; pero una tradición viva obraba en ella y ejecutaba el mandado fielmente, como si escuchara las viejas voces imperiosas que patinaban por su sangre. Desde entonces he procurado recoger canciones de cuna de todos los sitios de España; quise saber de qué modo dormía a sus hijos las mujeres de mi país, y al cabo de un tiempo recibí la impresión de que España usa sus melodías para teñir el primer sueño de sus niños. No se trata de un modelo o de una canción aislada en una región, no; todas las regiones acentúan sus caracteres poéticos y su fondo de tristeza en esta clase de cantos, desde Asturias y Galicia hasta Andalucía y Murcia, pasando por el azafrán y el modo yacente de Castilla.

Existe una canción de cuna europea, suave y monótona, a la cual puede entregarse el niño con toda fruición, desplegando todas sus aptitudes para el sueño. Francia y Alemania ofrecen característicos ejemplos, y entre nosotros, los vascos dan la nota europea con sus nanas de un lirismo idéntico al de las canciones nórdicas, llenas de ternura y amable simplicidad.

La canción de cuna europea no tiene más objeto que dormir al niño, sin que quiera, como la española, herir al mismo tiempo su sensibilidad.

El ritmo y la monotonía de estas canciones de cuna que llamo europeas las pueden hacer aparecer como melancólicas, pero no lo son por sí mismas; son melancólicas accidentalmente, como un chorro de agua o el temblor de unas hojas en determinado momento. No podemos confundir monotonía con melancolía. El cogollo de Europa tiende grandes telones grises ante sus niños para que duerman tranquilamente. Doble virtud de lana y esquila. Con el mayor tacto.

Las canciones de cuna rusas que conozco, aun teniendo el oblicuo y triste rumor eslavo, pómulo y lejanía, de toda su música, no poseen la claridad sin nubes de las españolas, el sesgo profundo, la sencillez patética que nos caracterizan. La tristeza de la canción de cuna rusa puede soportarla el niño, como se soporta un día de niebla detrás de los cristales; pero en España, no. España es el país de los perfiles. No hay términos borrosos por donde se pueda huir al otro mundo. Todo se dibuja y limita de la manera más exacta. Un muerto es más muerto en España que en cualquiera otra parte del mundo. Y el que quiere saltar al sueño se hiere los pies con el filo de una navaja barbera.

No quiero que crean ustedes que vengo a hablar de la España negra, la España trágica, etc., etc., tópico demasiado manoseado y sin eficacia literaria por ahora. Pero el paisaje de las regiones que más trágicamente la representan, que son aquellas donde se habla el castellano, tiene el mismo acento duro, la misma originalidad dramática y el mismo aire enjuto de las canciones que brotan en él. Siempre tendremos que reconocer que la belleza de España no es serena, dulce, reposada, sino ardiente, quemada, excesiva, a veces

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sin órbita; belleza sin la luz de un esquema inteligente donde apoyarse y que, ciega de su propio resplandor, se rompe la cabeza contra las paredes.

Se puede encontrar en el campo español ritmos sorprendentes o construcciones melódicas llenas de un misterio y una antigüedad que escapa a nuestro dominio; pero nunca encontraremos un solo ritmo elegante, es decir, consciente de sí mismo, que se vaya desarrollando con serenidad querida aunque brote del pico de una llama.

Pero aun dentro de esta tristeza sobria o este furor rítmico España tiene cantos alegres, chanza, bromas, canciones de delicado erotismo y encantadores madrigales. ¿Cómo ha reservado para llamar al sueño del niño lo más sangrante, lo menos adecuado para su delicada sensibilidad?

No debemos olvidar que la canción de cuna está inventada (y sus textos lo expresan) por las pobres mujeres cuyos niños son para ellas una carga, una cruz pesada con la cual muchas veces no pueden. Cada hijo, en vez de ser una alegría, es una pesadumbre, y, naturalmente, no pueden dejar de cantarles, aun en medio de su amor, su desgano de la vida.

Hay ejemplos exactos de esta posición, de este resentimiento contra el niño que ha llegado cuando, aun queriendo la madre. no ha debido llegar de ninguna manera. En Asturias, se canta esto en el pueblo de Navia:

Este neñín que teño nel collo e d'un amor que se tyama Vitorio, Dios que madeu, treveme llongo por non andar con Vitorio nel collo.

Y la melodía con que se canta está a tono con la tristeza miserable de los versos.

Son las pobres mujeres las que dan a los hijos este pan melancólico y son ellas las que lo llevan a las casas ricas. El niño rico tiene la nana de la mujer pobre, que le da al mismo tiempo, en su cándida leche silvestre, la médula del país.

Estas nodrizas, juntamente con las criadas y otras sirvientas más humildes, están realizando hace mucho tiempo la importantísima labor de llevar el romance, la canción y el cuento a las casas de los aristócratas y los burgueses. Los niños ricos saben de Gerineldo de don Bernaldo, de Tamar, de los amantes de Teruel, gracias a estas admirables criadas y nodrizas que bajan de los montes o vienen a lo largo de nuestros ríos para darnos la primera lección de historia de España y poner en nuestra carne el sello áspero de la divisa ibérica: "Solo estás y solo vivirás".

Para provocar el sueño del niño intervienen varios factores importantes si contamos, naturalmente, con el beneplácito de las hadas. Las hadas son las que traen las anémonas y las temperaturas. La madre y la canción ponen lo demás.

Todos los que sentimos al niño como el primer espectáculo de la Naturaleza, los que creemos que no hay flor, número o silencio comparables a él hemos observado muchas veces cómo, al dormir y sin que nada ni nadie le llame la atención, ha vuelto la cara del almidonado pecho de la nodriza (ese pequeño monte volcánico estremecido de leche y venas azules) y ha mirado con los ojos fijos la habitación aquietada para su sueño.

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"¡Ya está ahí!", digo yo siempre, y, efectivamente, está.

El año de 1917 tuve la suerte de ver a un hada en la habitación de un niño pequeño, primo mío. Fue una centésima de segundo, pero la vi. Es decir, la vi... como se ven las cosas puras, situadas al margen de la circulación de la sangre, con el rabillo del ojo, como el gran poeta Juan Ramón Jiménez vio a las sirenas, a su vuelta de América: las vio que se acababan de hundir. Esta hada estaba encaramada en la cortina, relumbrante como si estuviera vestida con un traje de ojo de perdiz, pero me es imposible recordar su tamaño ni su gesto. Nada más fácil para mí que inventármela, pero sería un engaño poético de primer orden, nunca una creación poética, y yo no quiero engañar a nadie. No hablo con humor ni con ironía; hablo con la fe arraigada que solamente tienen el poeta, el niño y el tonto puro. Al hablar incidentalmente de las hadas cumplí con mi deber de propagandista del sentido poético, hoy casi perdido por culpa de los literatos y los intelectuales, que han esgrimido contra él las armas humanas y poderosas de la ironía y el análisis.

Después del ambiente que ellas crean hacen falta dos ritmos: el ritmo físico de la cuna o silla y el ritmo intelectual de la melodía. La madre traba estos dos ritmos para el cuerpo y para el oído con distintos compases y silencios, los va combinando hasta conseguir el tono justo que encanta al niño.

No hacía falta ninguna que la canción tuviese texto. El sueño acude con el ritmo solo y la vibración de la voz sobre ese ritmo. La canción de cuna perfecta sería la repetición de dos notas entre sí, alargando su duración y efectos. Pero la madre no quiere ser fascinadora de serpientes, aunque en el fondo emplee la misma técnica.

Tiene necesidad de la palabra para mantener al niño pendiente de sus labios, y no sólo gusta de expresar cosas agradables mientras viene el sueño, sino que lo entra de lleno en la realidad cruda y le va infiltrando el dramatismo del mundo.

Así, pues, la letra de las canciones va contra el sueño y su río manso. El texto provoca emociones en el niño y estados de duda, terror, contra los cuales tiene que luchar la mano borrosa de la melodía que peina y amansa los caballitos encabritados que se agitan en los ojos de la criatura.

No olvidemos que el objeto fundamental de la nana es dormir al niño que no tiene sueño. Son canciones para el día y la hora en que en niño tiene ganas de jugar. En Tamames se canta:

Duérmete, mi niño, que tengo que hacer, lavarte la ropa, ponerme a coser.

Y a veces la madre realiza una verdadera batalla que termina con azotes, llantos y sueño al fin. Nótese cómo al niño recién nacido no se le canta la nana casi nunca. Al niño recién nacido se le entretiene con el esbozo melódico dicho entre dientes, y en cambio, se da mucha más importancia al ritmo físico, al balanceo. La nana requiere un espectador que siga con inteligencia sus accidentes y se distraiga con la anécdota, tipo o evocación de paisaje que la canción expresa. El niño al que se canta ya habla, empieza a andar, conoce el significado de las palabras y muchas veces canta él también.

Hay una relación delicadísima entre el niño y la madre en el momento silencioso del canto. El niño permanece alerta para protestar el texto o avivar el ritmo demasiado monótono. La madre adopta una actitud de ángulo sobre el agua al sentirse espiada por el agudo crítico de su voz.

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Ya sabemos que a todos los niños de Europa se les asusta con el "coco" de maneras diferentes. Con el "bute" y la "marimanta" andaluza, forma parte de ese raro mundo infantil, lleno de figuras sin dibujar, que se alzan como elefantes entre la graciosa fábula de espíritus caseros que todavía alientan en algunos rincones de España.

La fuerza mágica del "coco" es precisamente su desdibujo. Nunca puede aparecer, aunque ronde las habitaciones. Y lo delicioso es que sigue desdibujado para todos. Se trata de una abstracción poética, y, por eso, el miedo que produce es un miedo cósmico, un miedo en el cual los sentidos no pueden poner sus límites salvadores, sus paredes objetivas que defienden, dentro del peligro, de otros peligros mayores, porque no tienen explicación posible. Pero no hay tampoco duda de que el niño lucha por representarse esa abstracción, y es muy frecuente que llame "cocos" a las formas extravagantes que a veces se encuentran en la Naturaleza. Al fin y al cabo, el niño está libre para poder imaginárselo. El miedo que le tenga depende de su fantasía, y puede, incluso, serle simpático, yo conocí a una niña catalana que. en una de las últimas exposiciones cubistas de mi gran compañero de Residencia Salvador Dalí, nos costó mucho trabajo sacarla fuera del local, porque estaba entusiasmada con los "papos", los "cocos", que eran cuadros grandes de colores ardientes y de una extraordinaria fuerza expresiva. Pero no es España aficionada al "coco". Prefiere asustar con seres reales. En el Sur, el "toro" y la "reina mora" son las amenazas; en Castilla, la "loba" y la "gitana", y en el norte de Burgos se hace una maravillosa sustitución del "coco" por la "aurora". Es el mismo procedimiento para infundir silencio que se emplea en la nana más popular de Alemania, en la cual es una oveja la que viene a morder al niño. La concentración y huida al otro mundo, el ansia de abrigo y el ansia de límite seguro que impone la aparición de estos seres reales o imaginarios llevan al sueño, aunque conseguido de manera poco prudente... Pero esta técnica del miedo no es muy frecuente en España. Hay otros medios más refinados y algunos más crueles.

Muchas veces la madre construye en la canción una escena de paisaje abstracto, casi siempre nocturno, y en ella pone, como en el auto más simple y viejo, uno o dos personajes que ejecutan alguna acción sencillísima y casi siempre de un efecto melancólico de lo más bello que se puede conseguir. Por esta escenografía diminuta pasan los tipos que el niño va dibujando necesariamente y que se agrandan en la niebla caliente de la vigilia.

A esta clase pertenecen los textos más suaves y tranquilos por los que el niño puede correr relativamente sin temores. Andalucía tiene hermosos ejemplos. Es la canción de cuna más racional. si no fuera por las melodías. Pero las melodías son dramáticas, siempre de un dramatismo incomprensible para el oficio que ejercen, yo he recogido en Granada seis versiones de esta nana:

A la nana, nana, nana, a la nanita de aquel que llevó el caballo al agua y lo dejó sin beber.

En Tamames (Salamanca) existe ésta:

Las vacas de Juana no quieren comer; llévalas al agua, que querrán beber.

En Santander se canta :

Por aquella calle a la larga

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hay un gavilán perdío que dicen que va a llevarse la paloma de su nío.

Y en Pedrosa del Príncipe (Burgos).

A mi caballo le eché hojitas de limón verde y no las quiso comer.

Los cuatro textos, aunque de personajes diferentes y de sentimientos distintos, tienen un mismo ambiente. Es decir: la madre evoca un paisaje de la manera más simple y hace pasar por él a un personaje al que rara vez da nombre. Solamente conozco dos tipos bautizados en el ámbito de la nana: Pedro Neleira, de la Villa del Grado, que llevaba la gaita colgada de un palo, y el delicioso maestro Galindo de Castilla, que no podía tener escuela porque pegaba a los muchachos sin quitarse las espuelas.

La madre lleva al niño fuera de sí, a la lejanía, y le hace volver a su regazo para que, cansado, descanse. Es una pequeña iniciación de aventura poética. Son los primeros pasos por el mundo de la representación intelectual. En esta nana (la más popular del reino de Granada),

A la nana, nana, nana, a la nanita de aquel que llevó el caballo al agua y lo dejó sin beber...,

el niño tiene un juego lírico de belleza pura antes de entregarse al sueño. Ese aquel y su caballo se alejan por el camino de ramas oscuras hacia el río, para volver a marcharse por donde empieza el canto una vez y otra vez, siempre de manera silenciosa y renovada. Nunca el niño los verá de frente. Siempre imaginará en la penumbra el traje oscuro de aquel y la grupa brillante del caballo. Ningún personaje de estas canciones da la cara. Es preciso que se alejen y abran un camino hacia sitios donde el agua es más profunda y el pájaro ha renunciado definitivamente a sus alas. Hacia la más simple quietud. Pero la melodía da en este caso un tono que hace dramáticos en extremo a aquel y a su caballo; y al hecho insólito de no darle agua, una rara angustia misteriosa.

En este tipo de canción, el niño reconoce al personaje y, según su experiencia visual, que siempre es más de lo que suponemos. perfila su figura. Está obligado a ser un espectador y un creador al mismo tiempo, ¡y qué creador maravilloso! Un creador que posee un sentido poético de primer orden. No tenemos más que estudiar sus primeros juegos, antes de que se turbe de inteligencia, para observar qué belleza planetaria los anima, qué simplicidad perfecta y qué misteriosas relaciones descubren entre cosas y objetos que Minerva no podrá nunca descifrar. Con un botón, un carrete de hilo, una pluma y los cinco dedos de su mano construye el niño un mundo difícil cruzado de resonancias inéditas que cantan y se entrechocan de turbadora manera, con alegría que no ha de ser analizada. Mucho más de lo que pensamos comprende el niño. Está dentro de un mundo poético inaccesible, donde ni alcahueta imaginación, ni la fantasía tienen entrada; planicie con los centros nerviosos al aire, de horror y belleza aguda, donde un caballo blanquísimo, mitad de níquel, mitad de humo, cae herido de repente con un enjambre de abejas clavadas de furiosa manera sobre sus ojos.

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Muy lejos de nosotros, el niño posee íntegra la fe creadora y no tiene aún la semilla de la razón destructora. Es inocente y, por tanto, sabio. Comprende, mejor que nosotros, la clave inefable de la sustancia poética. Otras veces la madre sale también de aventura con su niño en la canción. En la región de Guadix se canta:

A la nana, niño mío, a la nanita y haremos en el campo una chocita y en ella nos meteremos.

Se van los dos. El peligro está cerca. Hay que reducirse, achicarse, que las paredes de la chocita nos toquen en la carne. Fuera nos acechan. Hay que vivir en un sitio muy pequeño. Si podemos, viviremos dentro de una naranja. Tú y yo. ¡Mejor, dentro de una uva!

Aquí llega el sueño, atraído por el procedimiento contrario al de la lejanía. Dormir al niño, habiendo un camino delante de él, equivale un poco a la raya de tiza blanca que hace el hipnotizador de gallos. Esta manera de recogimiento dentro de sí es más dulce. Tiene la alegría del que ya está seguro en la rama del árbol durante la turbulenta inundación.

Hay algún ejemplo en España, Salamanca y Murcia, en el cual la madre hace de niño, al revés:

Tengo sueño, tengo sueño, tengo ganas de dormir. Un ojo tengo cerrado, otro ojo a medio abrir.

Usurpa el puesto del niño de una manera autoritaria, y, claro está, como el niño carece de defensa, tiene forzosamente que dormirse.

Pero el grupo más completo de canciones de cuna, y el más frecuente en todo el país, está compuesto por aquellas canciones en las cuales se obliga al niño a ser actor único de su propia nana.

Se le empuja dentro de la canción, se le disfraza y se le pone en oficios o momentos siempre desagradables.

Aquí están los ejemplos más cantados y de más rica enjundia española, así como las melodías más originales y de más acentuado indigenismo.

El niño es maltratado, zaherido de la manera más tierna: "Vete de aquí; tú no eres mi niño; tu madre es una gitana". O "Tu madre no está; no tienes cuna; eres pobre, como Nuestro Señor"; y siempre en este tono.

Ya no se trata de amenazar, asustar o construir una escena, sino que se echa al niño dentro de ella, solo y sin armas, caballero indefenso contra la realidad de la madre.

La actitud del niño en esta clase de nanas es casi siempre de protesta, más o menos acentuada, según su sensibilidad.

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Yo he presenciado infinidad de casos en mi larga familia en los cuales el niño ha impedido rotundamente la canción. Han llorado, han pataleado hasta que la nodriza ha cambiado, con gran disgusto parte de ella, el disco y ha roto con otra canción en la cual se compara el sueño del niño con el bovino rubor de la rosa. En Trubia se canta a los niños esta añada, que es una lección de desencanto.

Crióme mi madre feliz y contentu, cuando me dormía me iba diciendo: "¡Ea, ea, ea!, tú has de ser marqués, conde o cabaIleru"; y por mi desgracia yo aprendí a "goxeru". Facía los "goxos" en mes de Xineru y por el verano cobraba el dineru. Aquí está la vida del pobre "goxeru». "¡Ea, ea, ea!", etc., etc.

Oigan ahora ustedes esta nana que se canta en Cáceres, de rara pureza melódica, que parece hecha para cantar a los niños que no tienen madre y cuya severidad lírica es tan madura que más bien parece canto para morir que canto para el primer sueño:

Duérmete, mi niño, duerme, que tu madre no está en casa, que se la llevó la Virgen de compañera a su casa.

De este tipo existen varias en el norte y oeste de España, que es donde la nana toma acentos más duros y miserables.

En Orense se canta otra nana por una doncella cuyos senos todavía ciegos esperan el rumor resbaladizo de su manzana cortada:

Ora, ora, niño, ora; ¿quién vos hai de dar la teta si tu pai va no monte y tua mai na leña seca?

Las mujeres de Burgos cantan:

Échate, niño, al ron ron, que tu padre está al carbón y tu madre a la manteca no te puede dar la teta.

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Estas dos nanas tienen mucho parecido. La antigüedad venerable de las dos está suficientemente clara. Ambas melodías están escritas en un tetracordo, dentro del cual desenvuelven su esquema. Por la simplicidad y su puro diseño son canciones que no tienen par en ningún cancionero.

Es particularmente triste la nana con que duermen a sus hijos las gitanas de Sevilla. Pero no creo que sea oriunda de esta ciudad. Es el único tipo que presento influido por el canto de las montañas del Norte y que no ofrece la autonomía melódica insobornable que tiene cada región cuando logra definirse. Constantemente vemos en todos los cantos gitanos esa influencia nórdica a través de Granada. Está recogida en Sevilla por un amigo mío de gran escrupulosidad musical. pero parece hija directa de los valles penibéticos. El diseño tiene extraordinario parecido con este canto de Santander, muy conocido:

Por aquella vereda no pasa nadie, que murió la zagala, la flor del valle, la flor del vaIle, sí, etc.

Es una nana de este tipo triste en que se deja solo al niño, aun de la mayor ternura. Dice así :

Este galapaguito no tiene madre, lo parió una gitana. lo echó a la calle.

No hay duda ninguna de su acento nórdico, mejor diría granadino, canto que conozco porque lo he recogido, y en donde se traban, como en su paisaje, la nieve con el surtidor y el helecho con la naranja. Pero para afirmar todas estas cosas hay que andar con sumo tacto. Hace años, Manuel de Falla venía sosteniendo que una canción de columpio que se canta en los primeros pueblos de Sierra Nevada era de indudable origen asturiano. Las varias transcripciones que le llevamos afirmaron su creencia. Pero un día la oyó cantar él mismo y al transcribirla y estudiarla notó que era una canción con el ritmo viejo llamado epitrito y que nada tenía que ver con la tonalidad ni con la métrica típicas de Asturias. La transcripción. al dislocar el ritmo, la hacía asturiana. No hay duda de que Granada tiene un gran acervo de canciones de tono galaico y de tono asturiano, debido a una colonización que gentes de estas dos regiones iniciaron en la Alpujarra; pero existen otras infinitas influencias difíciles de captar por esa máscara terrible que lo cubre todo y que se llama carácter regional, el cual confunde y nubla las entradas de las claves, sólo descifrables por técnicos tan profundos como Falla, quien, además, posee una intuición artística de primer orden.

En todo el folklore musical español, con algunas gloriosas excepciones, existe un desbarajuste sin freno en esto de transcribir melodías. Se pueden considerar como no transcriptas muchas de las que circulan. No hay nada más delicado que un ritmo, base de toda melodía, ni nada más difícil que una voz del pueblo que da en estas melodías tercios de tono y aun cuartos de tono, que no tienen signos en el pentagrama de la música construida. Ya ha llegado la hora de sustituir los imperfectos cancioneros actuales con colecciones de discos de gramófono, de utilidad suma para el erudito y para el músico.

De este mismo ambiente que tiene la nana del galapaguito aunque ya más enjuto y de melodía más sobria y patética, existe un tipo en Morón de la Frontera y algún otro en Usana, recogido por el insigne Pedrell.

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En Béjar se canta la nana más ardiente, más representativa de Castilla. Canción que sonaría como una moneda de oro si la arrojásemos contra las piedras del suelo:

Duérmete, niño pequeño, duerme, que te velo yo; Dios te dé mucha ventura neste mundo engañador. Morena de las morenas, la Virgen del Castañar; en la hora de la muerte ella nos amparará.

En Asturias se canta esta otra añada, en la cual la madre se queja de su marido para que en niño la oiga.

El marido viene golpeando la puerta, rodeado de hombres borrachos, en la noche cerrada y lluviosa del país. La mujer mece al niño con una herida en los pies, con una herida que tiñe de sangre las cruelísimas maromas de los barcos.

Todos los trabayos son para las pobres muyeres, aguardando por las noches que los maridos vinieren. Unos veníen borrachos, otros veníen alegres; otros decíen: «Muchachos, vamos matar las muyeres». Ellos piden de cenar, ellas que darles no tienen. "¿Qué ficiste los dos riales? Muyer, ¡qué gobierno tienes!!»

Etc., etc.

Es difícil encontrar en toda España un canto más triste y de más cruda salacidad. Nos queda, sin embargo, por ver un tipo de canción de cuna verdaderamente extraordinario. Hay ejemplos en Asturias, Salamanca, Burgos y León. No es la nana de una región determinada, sino que corre por el norte y el centro de la Península. Es la canción de cuna de la mujer adúltera que cantando a su niño se entiende con el amante.

Tiene un doble sentido de misterio y de ironía que sorprende siempre que se escucha. La madre asusta al niño con un hombre que está en la puerta y que no debe entrar. El padre está en casa y no lo dejaría. La variante de Asturias dice:

El que está en la puerta que non entre agora, que está el padre en casa

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del neñu que llora. Ea, mi neñín, agora non, ea, mi neñín, que está el papón. El que está en la puerta que vuelva mañana, que el padre del neñu está en la montaña. Ea, mi neñín, agora non, ea, mi neñín, que está el papón.

La canción de la adúltera que se canta en Alba de Tormes es más lírica que la asturiana y de sentimiento más velado...

Palomita blanca que andas a deshora el padre está en casa del niño que llora. Palomita negra de los vuelos blancos, está el padre en casa del niño que canta.

La variante de Burgos, Salas de los lnfantes, es la más clara de todas:

Qué majo que eres, qué mal que lo entiendes, que está el padre en casa y el niño no duerme. Al mu, mu, al mu mu del alma, ¡que te vayas tú!

Es una hermosa mujer la que canta estas canciones. Diosa Flora, de pecho insomne, apto para la cabeza de la víbora. Ávida de frutos y limpio de melancolía. Esta es la única nana en la cual el niño no tiene importancia de ninguna clase. Es un pretexto nada más. No quiero decir, sin embargo, que todas las mujeres que la cantan sean adúlteras; pero sí que, sin darse cuenta, entran en el ámbito del adulterio. Después de todo, ese hombre misterioso que está en la puerta y no debe entrar es el hombre que lleva la cara oculta por el gran sombrero, con quien sueña toda mujer verdadera y desligada.

He procurado presentar a ustedes diversos tipos de canciones que, con excepción de la de Sevilla, responden a un modelo regional característico desde el punto de vista melódico. Canciones que no han recibido influencia melodías fijas que no pueden viajar nunca. Las canciones que viajan son canciones cuyos sentimientos permanecen en un equilibrio tranquilo y que tienen cierto aire universal. Son canciones escépticas, hábiles para cambiar el matemático traje del ritmo, flexible para el acento y neutral para la temperatura lírica. Cada

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región tiene un núcleo melódico fijo e insobornable y un verdadero ejército de canciones peregrinas que circulan por donde pueden y que van a morir fundidas en el último límite de su influencia.

Existe un grupo de canciones asturianas y gallegas que, teñidas de verde, húmedas, descienden a Castilla, donde se estructuran rítmicamente y llegan hasta Andalucía, donde adquieren el modo andaluz y forman el raro canto de montaña granadino.

La seguiriya gitana del cante jondo, la más pura expresión de la lírica andaluza, no logra salir de Jerez o de Córdoba. y, en cambio el bolero, melodía neutra, se baila en Castilla y aun en Asturias. Hay un bolero auténtico en Llanes, recogido por Torner.

Los alalás gallegos golpean noche y día los muros de Zaragoza sin poder penetrarla y, en cambio, muchos acentos de muñeira circulan por las melodías de ciertas danzas rituales y cantos de los gitanos del Sur. Las sevillanas, que llegan intactas hasta Túnez llevadas por los moros de Granada, ya sufren un cambio total de ritmo y de carácter al llegar a la Mancha, y no logran pasar del Guadarrama.

En las mismas nanas de que hablo, Andalucía influye por el mar, pero no logra llegar al Norte, como en otras clases de canciones. El modo andaluz de la nana tiñe el bajo Levante, hasta algún vou-vei-vou balear, y por Cádiz llega hasta Canarias, cuyo delicioso arroró es de indudable acento bético.

Podríamos hacer un mapa melódico de España, y notaríamos en él una fusión entre las regiones, un cambio de sangres y jugos que veríamos alternar en las sístoles y diástoles de las estaciones del año. Veríamos claro el esqueleto de aire irrompible que une las regiones de la Península, esqueleto en vilo sobre la lluvia, con sensibilidad descubierta de molusco, para recoger en un centro a la menor invasión de otro mundo, y volver a manar fuera de peligro la viejísima y completa sustancia de España.

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LA IMAGEN POÉTICA DE LUÍS DE GÓNGORA

Queridos compañeros: Es muy difícil para mí hablaros de un tema complejo y especializado como este de la poesía gongorina; pero quiero poner toda mi buena voluntad para ver si logro entreteneros un rato con este juego encantador de la emoción poética, tan imprescindible en la vida del hombre cultivado.

No quisiera, como es natural, daros la lata, y para ello he procurado que mi modesto trabajo tenga varios puntos de vista y, desde luego, aportaciones personales en la crítica del gran poeta de Andalucía.

Antes de pasar adelante, ya os supongo a todos enterados de quién era don Luis de Góngora y de lo que es una imagen poética. Todos habéis estudiado Preceptiva y Literatura, y vuestros profesores, con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos, entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico Zorrilla de los dramas y las leyendas), como mi profesor de Literatura, que lo recitaba dando vueltas por la clase, para terminar con la lengua fuera, entre la hilaridad de los chicos.

Góngora ha sido maltratado con saña y defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un poco vergonzosa, en torno de su gloria. Y una imagen poética es siempre una traslación de sentido.

El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas.

A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: "A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río". Buey de agua y lengua de río son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy cerca de don Luis de Góngora.

Para situar a Góngora hay que hacer notar los dos grupos de poetas que luchan en la Historia de la Lírica de España. Los poetas llamados populares e impropiamente nacionales, y los poetas llamados propiamente cultos o cortesanos. Gentes que hacen su poesía andando los caminos o gentes que hacen su poesía sentados en su mesa, viendo los caminos a través de los vidrios emplomados de la ventana. Mientras que en el siglo XIII los poetas indígenas, sin nombre, balbucean canciones, desgraciadamente perdidas, del sentimiento medieval galaico o castellano, el grupo que vamos a llamar contrario, para distinguirlo, atiende a la francesa y provenzal. Bajo aquel húmedo cielo de oro se publican las canciones de Ajuda y de la Vaticana, donde oímos a través de las rimas provenzales del rey don Dionís y de las cultas canciones de amigo o cantigas de amor, seguramente por olvido de la firma, tan respetada en la Edad Media, la tierna voz de los poetas sin nombre, que cantan un puro canto, exento de gramática.

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En el siglo xv, el Cancionero de Baena rechaza sistemáticamente toda poesía de acento popular. Pero el marqués de Santillana asegura que entre los donceles nobles de esta época estaban muy de moda las canciones de amigo.

Empieza a soplar el fresco aire de Italia.

Las madres de Garcilaso y de Boscán cortan el azahar de sus bodas; pero ya se canta en todas partes y era clásico aquello de:

Al alba venid. buen amigo; al alba venid.

Amigo el que más quería. venid a la luz del día. Amigo el que más amaba, venid a la luz del alba, venid a la luz del día, non trayáis compañía. Venid a la luz del alba, non trayáis gran compaña.

Y cuando Garcilaso nos trae el endecasílabo con sus guantes perfumados, viene la música en ayuda de los popularistas. Se publica el Cancionero musical de Palacio y se pone de moda lo popular. Los músicos recogen entonces de la tradición oral bellas canciones amatorias, pastoriles y caballerescas. Se oyen en las páginas hechas para ojos aristocráticos las voces de rufianes en las tabernas o de las serranas de Avila, el romance del moro de largas barbas, dulces cantos de amigo, monótonas oraciones de ciego, el canto del caballero perdido en la espesura o la queja exquisita de la plebeya burlada. Un fino y exacto paisaje de lo pintoresco y espiritual español.

El insigne Menéndez Pidal dice que el humanismo "abrió" los ojos de los doctos a la comprensión más acabada del espíritu humano en todas sus manifestaciones, y lo popular mereció una atención digna e inteligente. Como hasta entonces no había logrado. Prueba de esto es el cultivo de la vihuela y de los cantos del pueblo por grandes músicos, como el valenciano Luis Milán, imitador feliz de El cortesano, de Castiglione, y Francisco Salinas, amigo de fray Luis de León.

Una guerra franca se declaró entre los dos grupos. Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre tomaron la bandera castellanista con el amor a la tradición popular. Garcilaso, seguido del grupo más numeroso, afirmó su adhesión a lo que se llamó gusto italiano. Y cuando en los últimos meses del año 1609 Góngora escribe el Panegírico al duque de Lerma, la guerra entre los partidarios del fino cordobés y los amigos del incansable Lope de Vega llega a un grado de atrevimiento y exaltación como en ninguna época literaria. Tenebrosistas y llanistas hacen un combate de sonetos animado y divertido, a veces dramático y casi siempre indecente.

Pero quiero hacer constar que no creo en la eficacia de esta lucha ni creo en lo de poeta italianizante y poeta castellano. En todos ellos hay, a mi modo de ver, un profundo sentimiento nacional. La indudable influencia extranjera no pesa sobre sus espíritus. El clasificarlos depende de una cuestión de enfoque histórico. Pero tan nacional es Garcilaso como Castillejo. Castillejo está imbuido en la Edad Media. Es un poeta arcaizante del gusto recién acabado. Garcilaso, renacentista, desentierra a orillas del Tajo viejas mitologías equivocadas por el tiempo, con una galantería genuinamente nacional descubierta entonces y un verbo de eternidad española.

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Lope recoge los arcaísmos líricos de los finales medievales y crea un teatro profundamente romántico, hijo de su tiempo. Los grandes descubrimientos marítimos, relativamente recientes, (romanticismo puro), le dan en el rostro. Su teatro de amor, de aventura y de duelo le afirman como un hombre de tradición nacional. Pero tan nacional como él es Góngora. Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilaso, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un tipo de arte únicamente español: el barroco. Ha sido una lucha intensa de medievalistas y latinistas. Poetas que aman lo pintoresco y local, y poetas de corte. Poetas que se embozan, y poetas que buscan el desnudo. Pero el aire ordenado y sensual que manda el Renacimiento italiano no les llega al corazón. Porque o son románticos, como Lope y Herrera, o son católicos y barrocos en sentido distinto. Como Góngora y Calderón. La Geografía y el Cielo triunfan de la Biblioteca.

Hasta aquí quería llegar en este breve resumen. He procurado buscar la línea de Góngora para situarlo en su aristocrática soledad.

"Mucho se ha escrito sobre Góngora; pero todavía cura la génesis de su reforma poética... " Así empiezan los gramáticos más avanzados y cautelosos cuando hablan del padre de la lírica moderna. No quiero nombrar a Menéndez y Pelayo, que no entendió a Góngora, porque, en cambio, entendió portentosamente a todos los demás. Algunos críticos achacan lo que ellos llaman el cambio repentino de don Luis de Góngora, con cierto sentido histórico a las teorías de Ambrosio de Morales, a las sugestiones de su maestro Herrera, a la lectura del libro del cordobés Luis Carrillo (apología de estilo oscuro) y a otras causas que parecen razonables. Pero el francés M. Lucien Paul Thomas lo achaca a perturbación cerebral y el señor Fitzmallrice-Kelly, dando prueba de la incapacidad crítica que le distingue cuando trata de un autor no clasificado, se inclina a creer que el propósito del poeta de las Soledades no fue otro que el de llamar la atención sobre su personalidad literaria. Nada más pintoresco que estas serias opiniones. Ni nada más irreverente.

El Góngora culterano ha sido considerado en España, y lo sigue siendo por un extenso núcleo de opinión, como un monstruo de vicios gramaticales cuya poesía carece de todos los elementos fundamentales para ser bella. Las Soledades han sido consideradas por los gramáticos y retóricos más eminentes como una lacra que hay que tapar, y se han levantado voces oscuras y torpes, voces sin luz ni espíritu para anatematizar lo que ellos llaman oscuro y vacío. Consiguieron arrinconar a Góngora y echar tierra en los ojos nuevos que venían a comprenderlo durante dos largos siglos en que se nos ha estado repitiendo... "no acercarse, porque no se entiende... " Y Góngora ha estado solo como un leproso lleno de llagas de fría luz de plata, con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia objetiva y su sentido de la metáfora.

Es un problema de comprensión. A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la primera lectura. Una obra filosófica puede ser entendida por unos pocos nada más, y, sin embargo, nadie tacha de oscuro al autor. Pero no; esto no se estila en el orden poético, según parece.

¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes.

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Después ha escrito Marcel Proust: "Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo".

La necesidad de una belleza nueva y el aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él una aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la poesía.

Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire.

Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. Se dio cuenta de la fugacidad del sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo conmueven en algunos momentos. y quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora construida con espíritu escultórico y situada en un ambiente extra atmosférico.

Amaba la belleza objetiva, la belleza pura e inútil, exenta de congojas comunicables.

Mientras que todos piden el pan, él pide la piedra preciosa de cada día. Sin sentido de la realidad real, pero dueño absoluto de la realidad poética. ¿Qué hizo el poeta para dar unidad y proporciones justas a su credo estético? Limitarse. Hacer examen de conciencia y. con su capacidad crítica, estudiar la mecánica de su creación.

Un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas. Así puede decir Góngora en su Soledad primera:

Pintadas aves, cítaras de pluma, coronaban la bárbara capilla, mientras el arroyuelo para oílla hace de blanca espuma tantas orejas cuantas guijas lava. Y puede decir, describiendo una zagala: Del verde margen otra, las mejores rosas traslada y lirios al cabello, o por lo matizado, o por lo bello si aurora no con rayos, sol con flores. O: de las ondas el pez con vuelo mudo o: verdes voces o: voz pintada, canto alado, órgano de pluma.

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Para que una metáfora tenga vida necesita dos condiciones esenciales: forma y radio de acción. Su núcleo central y una redonda perspectiva en torno de él. El núcleo se abre como una flor que nos sorprende por lo desconocida, pero en el radio de luz que lo rodea hallamos el nombre de la flor y conocemos su perfume. La metáfora está siempre regida por la vista (a veces por una vista sublimada), pero es la vista la que la hace limitada y le da su realidad. Aun los más evanescentes poetas ingleses, como Keats, tienen necesidad de dibujar y limitar sus metáforas y figuraciones, y Keats se salva por su plasticidad admirable del peligroso mundo poético de las visiones. Después ha de exclamar naturalmente: "Sólo la Poesía puede narrar sus sueños". La vista no deja que la sombra enturbie el contorno de la imagen que se ha dibujado delante de ella.

Ningún ciego de nacimiento puede ser un poeta plástico de imágenes objetivas, porque no tiene idea de las proporciones de la NaturaIeza. El ciego está mejor en el campo de luz sin límites de la Mística, exento de objetos reales y traspasado de largas brisas de sabiduría.

Todas las imágenes se abren, pues, en el campo visual.

El tacto enseña la calidad de sus materias líricas. Su calidad... casi pictórica. Y las imágenes que construyen los demás sentidos están supeditadas a los dos primeros.

La imagen es, pues, un cambio de trajes, fines u oficios entre objetos o ideas de la Naturaleza. Tiene sus planos y sus órbitas. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación. El cinematográfico Jean Epstein dice que "es un teorema en que se salta sin interrnediario desde la hipótesis a la conclusión". Exactamente.

La originalidad de don Luis de Góngora, aparte de la puramente gramatical, está en su método de cazar las imágenes, que estudió utilizando sus dramáticos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da el mito, estudia las bellas concepciones de los pueblos clásicos y, huyendo de las montañas y de sus visiones lumínicas, se sienta a las orillas del mar, donde el viento le corre en lecho azul de aguas marinas, turquesadas cortinas.

Allí ata su imaginación y le pone bridas, como si fuera escultor, para empezar su poema. Y tanto deseo tiene de dominarlo y redondearlo, que ama inconscientemente las islas, porque piensa, y con mucha razón, que un hombre puede gobernar y poseer, mejor que ninguna otra tierra, el orbe definido y visible de la redonda Tierra limitada por las aguas. Su mecánica imaginativa es perfecta. Cada imagen a veces es un mito creado.

Armoniza y hace plásticos, de una manera a veces hasta violenta, los mundos mas distintos. En sus manos no hay desorden ni desproporción. En sus manos pone como juguetes mares y reinos geográficos y vientos huracanados. Una las sensaciones astronómicas con detalles nimios de lo infinitamente pequeño, con una idea de las masas y de las materias desconocidas en la Poesía hasta que él las compuso.

En su Soledad primera dice (versos 34 a 41):

Desnudo el joven, cuando ya el vestido océano ha bebido, restituir le hace a las arenas; y al sol le extiende luego que, lamiéndole apenas, su dulce lengua de templado fuego lento le embiste y con suave estilo la menor onda chupa al menor hilo.

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¡Con qué juicioso tacto está armonizado el Océano, ese dragón de oro del Sol embistiendo con su tibia lengua, y ese traje mojado del joven, donde la ciega cabeza del astro "la menor onda chupa al menor hilo". En estos ocho versos hay más matices que en cincuenta octavas de la Gerusalemme liberata, del Tasso. Porque están todos los detalles estudiados y sentidos como en una joya de orfebrería. No hay nada que dé la sensación del Sol que cae, pero no pesa, como esos versos:

que, lamiéndole apenas, (...) lento le embiste .

Como lleva la imaginación atada, la detiene cuando quiere y no se deja arrastrar por las oscuras fuerzas naturales de la ley de inercia ni por los fugaces espejismos donde mueren los poetas incautos como mariposas en el farol. Hay momentos en las Soledades que resultan increíbles. No se puede imaginar cómo el poeta juega con grandes masas y términos geográficos sin caer en lo monstruoso ni en lo hiperbólico desagradable.

En la primera inagotable Soledad dice, refiriéndose al istmo de Suez:

el istmo que al Océano divide y, sierpe de cristal, juntar le impide la cabeza del Norte coronada con la que ilustra el Sur, cola escamada de antárticas estrellas. Recuerden el ala izquierda del mapamundi. O dibuja estos dos vientos con mano segura y exactas proporciones: para el Austro de alas nunca enjutas, para el Cierzo expirante por cien bocas. O dice de un estrecho (el de Magallanes) esta definición poética tan justa: cuando halló de fugitiva plata la bisagra, aunque estrecha, abrazadora de un Océano y otro siempre uno, O llamar al mar: Bárbaro observador, más diligente de las inciertas formas de la Luna.

Y, en fin, en la Soledad primera compara las islas de Oceanía con las ninfas de Diana cazadora en los remansos del río Eurotas:

De firmes islas no la inmóvil flota de aquel mar del Alba te describo, cuyo número, ya que no lascivo, por lo bello agradable y por lo vario la dulce confusión hacer podía que en los blancos estanques del Eurota la virginal desnuda montería...

Pero lo interesante es que, tratando formas y objetos de pequeño tamaño, lo haga con el mismo amor y la misma grandeza poética. Para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja, tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la Naturaleza con ojos penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen

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por igual todas las formas. Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que, dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo periódico de las mareas. Y un poeta debe saber esto. La grandeza de una poesía no depende de la magnitud del tema, ni de sus proporciones ni sentimientos. Se puede hacer un poema épico de la lucha que sostienen los leucocitos en el ramaje aprisionado de las venas, y se puede dar una inacabable impresión de infinito con la forma y olor de una rosa tan sólo.

Góngora trata con la misma medida todas sus materias. y así como maneja mares y continentes como un cíclope, analiza frutas y objetos. Es más. Se recrea en las cosas pequeñas con más fervor.

En la octava real número diez de la fábula de Polifemo y Galatea dice:

la pera, de quien fué cuna dorada la rubia paja y, pálida tutora, la niega avara y pródiga la dora.

Llama a la paja pálida tutora de la fruta, puesto que en su seno se termina de madurar desprendida todavía verde de su madre la rama. Pálida tutora que la niega avara y pródiga la dora, puesto que la esconde a la contemplación de la gente para ponerle un vestido de oro. Otra vez escribe:

montecillo, las sienes laureado, traviesos despidiendo moradores de sus confusos senos, conejuelos que, el viento consultado, salieron retozando a pisar flores.

Está expresado con verdadera gracia esa parada seca y ese mohín que hace el hocico del animal al salir de la madriguera:

conejuelos que, el viento consultado,

salieron retozando a pisar flores.

Pero más significativos son estos versos sobre una colmena en el tronco de un árbol, del cual dice Góngora que era alcázar de aquélla (la abeja)

que sin corona vuela y sin espada, susurrante amazona, Dido alada, de ejército más casto, de más bella República, ceñida, en vez de muros, de cortezas; en esta, pues, Cartago, reina la abeja, oro brillando vago, o el jugo bebe de los aires puros, o el sudor de los cielos, cuando liba de las mudas estrellas la saliva.

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Esto tiene una grandeza casi épica. Y es de una abeja y su colmena de quien habla el poeta. "República ceñida, en vez de muros, de corzas" llama a la colmena silvestre. Afirma que la abeja, "susurrante amazona", bebe el jugo de los aires puros, y llama al río "sudor de los cielos", y al néctar "saliva" de las flores, a quienes llama "estrellas mudas". ¿No tiene aquí la misma grandeza que cuando nos habla del mar, del alba y usa términos astronómicos? Dobla y triplica la imagen para llevarnos a planos diferentes que necesita para redondear la sensación y comunicarla con todos sus aspectos. Nada más sorprendente de poesía pura.

Góngora tuvo una gran altura clásica, y esto le dió fe en sí mismo. El hace en su época esta increíble imagen del reloj:

Las horas ya de números vestidas o llama a una gruta, sin nombrarla, "bostezo melancólico de la tierra". De sus contemporáneos, sólo Quevedo acierta alguna vez con tan felices expresiones, pero no con su calidad. Hace falta que el siglo XIX traiga al gran poeta y alucinado profesor Stéphane Mallarmé, que paseó por la rue de Rome su lirismo abstracto sin segundo y abrió el camino ventilado y violento de las nuevas escuelas poéticas. Hasta entonces no tuvo Góngora su mejor discípulo, que no lo conocía siquiera. Ama los mismos cisnes, espejos, luces duras, cabelleras femeninas, y tiene el idéntico temblor fijo del barroco, con la diferencia de que Góngora es más fuerte y aporta una riqueza verbal que Mallarmé desconoce, y tiene un sentido de belleza extática que el delicioso humorismo de los modernos y la aguja envenenada de la ironía no dejan ver en sus poemas.

Naturalmente, Góngora no crea sus imágenes sobre la misma Naturaleza, sino que lleva el objeto, cosa o acto a la cámara oscura de su cerebro y de allí salen transformados para dar el gran salto sobre el otro mundo con que se funden. Por eso su poesía, como no es directa, es imposible de leer ante los objetos de que habla. Los chopos, rosas, zagales y mares del espiritual cordobés son creados y nuevos. Llama al mar "esmeralda bruta en mármol engastada, siempre undosa", o al chopo, "verde lira". Por otra parte, no hay nada más imprudente que leer el madrigal hecho a una rosa con una rosa viva en la mano. Sobran la rosa o el madrigal.

Góngora tiene un mundo aparte, como todo gran poeta. Mundo de rasgos esenciales de las cosas y diferencias características.

El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros, porque... ahora voy a hacerles una revelación íntima.... yo no uso tinta de colores. Va el poeta a una cacería. Delicados aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como una cuerna de blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos... Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas, y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas, y no figuradas o falsas, que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga, no podrá nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacería limpio y sereno, hasta disfrazado. Se mantendrá firme contra los espejismos y acechará cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza. Nadie como Góngora preparado para esta cacería interior. No le asombran en su paisaje mental las imágenes coloreadas, ni las brillantes en demasía. El caza la que casi nadie ve, porque la encuentra sin relaciones, imagen blanca y rezagada, que anima sus momentos poemáticos insospechados. Su

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fantasía cuenta con sus cinco sentidos corporales. Sus cinco sentidos, como cinco esclavos sin color que le obedecen a ciegas y no lo engañan como a los demás mortales. Intuye con claridad que la naturaleza que salió de las manos de Dios no es la naturaleza que debe vivir en los poemas, y ordena sus paisajes analizando sus componentes. Podríamos decir que pasa a la naturaleza y sus matices por la disciplina del compás musical. (Dice en la Soledad segunda, versos 350 hasta 360):

Rompida el agua en las menudas piedras. cristalina sonante era tiorba, y las confusamente acordes aves entre las verdes roscas de las yedras muchas eran. y muchas veces nueve aladas musas. que, de pluma leve engañada su oculta lira corva metros inciertos, sí, pero suaves en idiomas cantan diferentes; mientras, cenando en pórfidos lucientes, lisonjean apenas al Júpiter marino tres sirenas. ¡Qué manera tan admirable de ordenar al coro de pájaros! Muchas eran, y muchas veces nueve aladas musas... ¡Y qué graciosa manera de decir que los había de muchas especies! Metros inciertos sí, pero suaves, en idiomas cantan diferentes.

O dice :

Terno de gracia bello, repetido cuatro veces en doce labradoras, entré bailando numerosamente.

Dice el gran poeta francés Paul Valéry que el estado de inspiración no es el estado conveniente para escribir un poema. Como creo en la inspiración que Dios envía, creo que Valéry va bien encaminado. El estado de inspiración es un estado de recogimiento. pero no de dinamismo creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clarifique. No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra. Y en Góngora no se sabe qué admirar más: si su sustancia poética o su forma inimitable e inspiradísima. Su letra vivifica a su espíritu en vez de matarlo. No es espontáneo, pero tiene frescura y juventud. No es fácil, pero es inteligible y luminoso. Aun cuando resulta alguna rara vez desmedido en la hipérbole, lo hace con una gracia andaluza tan característica. que nos hace sonreír y admirarlo más, porque sus hipérboles son siempre piropos de cordobés enamoradísimo. Dice de una desposada:

Virgen tan bella que hacer podría tórrida la Noruega con dos soles y blanca la Etiope con dos manos.

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Pura flor andaluza. Galantería maravillosa de hombre que ha pasado el Guadalquivir en su potro de pura sangre. Aquí está bien al descubierto el campo de acción de su fantasía.

Y ahora vamos con la oscuridad de Góngora. ¿Qué es eso de oscuridad? Yo creo que peca de luminoso. Pero para llegar a él hay que estar iniciado en la Poesía y tener una sensibilidad preparada por lecturas y experiencias. Una persona fuera de su mundo no puede paladearlo, como tampoco paladea un cuadro aunque vea lo que hay pintado, ni una composición musical. A Góngora no hay que leerlo. hay que amarlo. Los gramáticos críticos aferrados en construcciories sabidas por ellos no han admitido la fecunda revolución gongorina, como los beethovenianos empedernidos en sus éxtasis putrefactos dicen que la música de Claudio Debussy es un gato andando por un piano. Ellos no han admitido la revolución gramatical; pero el idiota, que no tiene que ver nada con ellos, sí la recibió con los brazos abiertos. Se abrieron nuevas palabras. El castellano tuvo nuevas perspectivas. Cayó el rocío vivificador, que es siempre un gran poeta para un lenguaje. El caso de Góngora es único en este sentido gramatical. Los viejos intelectuales aficionados a la Poesía en su época debieron de quedarse estupefactos al ver que el castellano se les convertía en lengua extraña que no sabían descifrar.

Quevedo, irritado y envidioso en el fondo, le salió al encuentro con este soneto que llama "Receta para hacer Soledades", y en el que se burla de las extrañas palabrotas de la jerigonza que usa don Luís dice así:

Quien quisiere ser culto en sólo un día, la jeri, aprenderá, gonza siguiente; Fulgores, arrogar, joven, presiente, candor, construye, métrica, armonía. Poco mucho, si no. purpuracía, neutralidad, conculca, erige, mente, pulsa, ostenta, librar, adolescente, señas, traslada, pira, frustra, harpía. Cede, impide, cisura. petulante, palestra, liba, meta, argento, alterna, si bien, disuelve, émulo, canoro. Use mucho de líquido y de errante, su poco de nocturno y de caverna. Anden listos livor, adunco y poro.

¡Qué gran fiesta de color y música para el idioma castellano! Esta es la jerigonza de don Luis de Góngora y Argote. Si Quevedo viera el gran elogio que hace de su enemigo, se retiraría con su espesa y ardiente melancolía a los desiertos castellanos de la Torre de Juan Abad. Más que a Cervantes, se puede llamar al poeta padre de nuestro idioma, y, sin embargo, hasta este año la Academia Españo1a no lo ha declarado autoridad de la Lengua.

Una de las causas que hacían a Góngora oscuro para sus contemporáneos, que era el lenguaje, ha desaparecido ya. Su vocabulario, aunque sigue siendo exquisito, no tiene palabras desconocidas. Y es usual. Quedan sus sintaxis y sus transformaciones mitológicas.

Sus oraciones, con ordenarlas como se ordena un párrafo latino, quedan claras. Lo que sí es difícil es la comprensión de su mundo mitológico. Difícil porque casi nadie sabe Mitología y porque no se contenta con citar el mito, sino que lo transforma o da sólo un rasgo saliente que lo define. Es aquí donde sus metáforas adquieren una tonalidad inimitable. Hesíodo cuenta su Teogonía con fervor popular y religioso, y el sutil

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cordobés la vuelve a contar estilizada o inventando nuevos mitos. Aquí es donde están sus zarpazos poéticos, sus atrevidas transformaciones y su desdén por el método explicativo. Júpiter, en forma de toro con los cuernos dorados, rapta a la ninfa Europa:

Era del año la estación florida en que el mentido robador de Europa, media luna las armas de su frente... Mentido robador: ¡qué delicada expresión para el dios disfrazado! Habla también de el canoro son de la ninfa un tiempo, ahora caña.

refiriéndose a la ninfa Siringa, que el dios Pan, irritado por su desdén, convirtió en caña, con lo que hizo una flauta de siete notas. O transforma el mito de Ícaro de esta manera tan curiosa :

Audaz mi pensamiento el cenit escaló, plumas vestido, cuyo vuelo atrevido -si no ha dado su nombre a tus espumas- de sus vestidas plumas conservarán el desvanecimiento los anales diáfanos del viento.

O describe a los pavos reales de Juno con sus plumas fastuosas como

volantes pías que azules ojos con pestañas de oro sus plumas son, conduzcan alta diosa gloria mayor del soberano coro.

O llama a la paloma, quitándole con razón su adjetivo de cándida:

Ave lasciva de la Cynia Diosa.

Procede por alusiones. Pone a los mitos de perfil, y a veces sólo da un rasgo oculto entre otras imágenes distintas. Baco sufre en la Mitología tres pasiones y muertes. Es primero macho cabrío de retorcidos cuernos. Por amor a su bailarín Ciso, que muere y se convierte en hiedra, Baco, para poder continuar la danza, se convierte en vid. Por último, muere para convertirse en higuera. Así es que Baco nace tres veces. Góngora alude a estas transformaciones en una Soledad de una manera delicada y profunda, pero solamente comprensible a los que están en el secreto de la historia.

Seis chopos de seis yedras abrazados tirsos eran del griego dios, nacido segunda vez, que en pámpanos desmiente los cuernos de su frente.

El Baco de la bacanal, cerca de su amor estilizado en hiedra abrazadora, desmiente, coronado de pámpanos, sus antiguos cuernos lúbricos.

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De esta forma están todos los poemas culteranos. Y ha llegado a tener un sentimiento teogónico tan agudo, que transforma en mito todo cuanto toca. Los elementos obran en sus paisajes como si fueran dioses de poder ilimitado y de los que el hombre no tiene noticia. Les da oído y sentimiento. Los crea. En la Soledad segunda hay un joven forastero que, remando en su barquilla, canta una ternísima queja amorosa, haciendo

instrumento el bajel, cuerdas los remos.

Cuando el enamorado cree que está solo en medio de la verde soledad del agua, lo oye el mar, lo oye el viento, y al fin el eco se guarda la más dulce sílaba de su canto, pero la menos clara:

No es sordo el mar; la erudición engaña. Bien que tal vez sañudo no oya al piloto, o le responda fiero, sereno disimula más orejas que sembró dulces quejas -canoro labrador-el forastero, en su undosa campaña. Espongioso, pues, se bebió y mudo el lagrimoso reconocimiento, de cuyos duIces números no poca conceptuosa suma en los dos giros de invisibIe pIuma que fingen sus dos aIas hurtó eI viento; Eco, vestida una cavada roca, soIicitó curiosa y guardó avara la más duIce, si no Ia menos cIara, sílaba siendo en tanto la vista de las chozas fin deI canto.

Esta manera de animar y vivificar la Naturaleza es característica de Góngora. Necesita la conciencia de los elementos. Odia lo sordo y las fuerzas oscuras que no tienen límite. Es un poeta de una pieza, y su estética es inalterable, dogmática.

Otra vez cantó el mar en una desembocadura de río: es Centauro ya espumoso el Oceano medio mar, medio ría, dos veces huella la campaña al día, pretendiendo escaIar el monte en vano. Su inventiva no tiene turbaciones, ni claroscuro. Así, en el Polifemo inventa un mito de las perlas. Dice del pie de Galatea, al tocar las conchas: cuyo beIlo contacto puede hacerlas, sin concebir rocío, parir perlas. Ya hemos visto cómo el poeta transforma todo cuanto toca con sus manos. Su sentimiento teogónico sublime da personalidad a las fuerzas de la Naturaleza. Y su sentimiento amoroso hacia la mujer, que tenía que callar por razón de su hábito sacerdotal, le hace estilizar su galantería y erotismo hasta una cumbre inviolable. La

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fábula de Polífemo y Galatea es un poema de erotismo puesto en sus últimos términos. Se puede decir que tiene una sexualidad floral. Una sexualidad de estambre y pistilo en el emocionante acto del vuelo del polen en la primavera.

¿Cuándo se ha descrito un beso de una manera tan armoniosa, tan natural y sin pecado como lo describe nuestro poeta en el Polifemo?

No a las palomas concedió Cupido juntar de sus dos picos los rubíes, cuando al clavel el joven atrevido las dos hojas le chupa carmesíes. Cuantas produce Pafo, engendra Gnido negras violas, blancos alhelíes, llueven sobre el que Amor quiere que sea tálamo de Acis y de Galatea.

Es suntuoso, exquisito, pero no es oscuro en sí mismo. Los oscuros somos nosotros, que no tenemos capacidad para penetrar su inteligencia. El misterio no está fuera de nosotros, sino que lo llevamos encima del corazón. No se debe decir cosa oscura, sino hombre oscuro. Porque Góngora no quiere ser turbio, sino claro, elegante y matizado. No gusta penumbras ni metáforas diformes; antes al contrario, a su manera explica las cosas para redondearlas. Llega a hacer de su poema una gran Naturaleza muerta.

Góngora tuvo un problema en su vida poética y lo resolvió. Hasta entonces, la empresa se tenía por irrealizable. Y es: hacer un gran poema lírico para oponerlo a los grandes poemas épicos que se cuentan por docenas. Pero ¿cómo mantener una tensión lírica pura durante largos escuadrones de versos? ¿Y cómo hacerlo sin narración? Si le daba a la narración, a la anécdota, toda su importancia, se le convertía en épico al menor descuido. Y si no narraba nada, el poema se rompía por mil partes sin unidad ni sentido. Góngora elige entonces su narración y se cubre de metáforas. Ya es difícil encontrarla. Está transformada. La narración es como un esqueleto del poema envuelto en la carne magnífica de las imágenes. Todos los momentos tienen idéntica intensidad y valor plástico, y la anécdota no tiene ninguna importancia, pero da con su hilo invisible unidad al poema. Hace el gran poema lírico de proporciones nunca usadas... Las Soledades.

Y este gran poema resume todo el sentimiento lírico pastoril de los poetas españoles que le antecedieron.El sueño bucólico, que soñó Cervantes y no logró fijar plenamente, y la Arcadia que Lope de Vega no supo iluminar con luces permanentes, las dibuja de manera rotunda don Luis de Góngora. El campo medio jardín, campo amable de guirnaldas. airecillos y zagalas cultas pero ariscas, que entrevieron todos los poetas del XVI y el XVII, será realizado en las primera y segunda Soledades gongorinas. Es ahí donde está el paisaje aristocrático y mitológico que soñaba Don Quijote en la hora de su muerte. Campo ordenado, donde la Poesía mide y ajusta su delirio.

Se habla de dos Góngoras. El Góngora culto y el Góngora llanista. Las literaturas y sus catedráticos lo dicen. Pero una persona con un poco de percepción y sensibilidad podrá notar analizando su obra que su imagen siempre es culta. Aun en los romancillos más fáciles construye sus metáforas y sus figuras de dicción con el mismo mecanismo que cumple en su obra genuinamente culta. Pero lo que pasa es que están situadas en una anécdota clara o un sencillo paisaje, y en su obra culta están ligadas a otras a su vez ligadas, y de ahí su aparente dificultad.

Aquí los ejemplos son infinitos. En una de sus primeras poesías, año 1580, dice:

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Los rayos le cuenta al sol con un peine de marfil la bella Jacinta, un día. O dice: La mano oscurece al peine. O en un romancillo habla de un mancebo: La cara con poca sangre, los ojos con mucha noche. O en 1581 dice y viendo que el pescador con atención la miraba, de peces privando al mar, y al que la mira del alma, llena de risa responde... O dice, refiriéndose a la cara de una doncella: Pequeña puerta del coral preciado, claras lumbreras de mirar seguro, que a la esmeralda fina, al verde puro habéis para viriles usurpado.

Estos ejemplos están tomados de sus primeras poesías, publicadas por orden cronológico en la edición de Foulché-Delbosc. Si el lector continúa leyendo, nota que el acento culto va en aumento hasta invadir completamente los sonetos y dar su nota de clarín en el famoso Panegírico.

El poeta, pues, va adquiriendo con el tiempo conciencia creadora y técnica para la imagen.

Por otra parte, yo creo que el cultismo es una exigencia de verso grande y estrofa amplia. Todos los poetas, cuando hacen verso grande, endecasílabos, o alejandrinos en sonetos u octavas, tratan de ser cultos, incluso Lope, cuyos sonetos son a veces oscuros. Y no digamos de Quevedo, más difícil que Góngora, puesto que no usa el idioma, sino el espíritu del idioma.

El verso corto puede ser alado. El verso largo tiene que ser culto, construido con peso. Recordemos el siglo XIX, Verlaine, Bécquer. En cambio, ya Baudelaire usa verso largo, porque es un poeta preocupado de la forma. Y no hay que olvidar que Góngora es un poeta esencialmente plástico, que siente la belleza del verso en sí mismo y tiene una percepción para el matiz expresivo y la calidad del verbo, hasta entonces desconocida en el castellano. El vestido de su poema no tiene tacha.

Los choques de consonantes modelan sus versos, como estatuas pequeñas, y su preocupación arquitectónica los une en bellas proporciones barrocas. Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grado sumo, sino por una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una preocupación de eternidad.

Y la prueba de lo consciente de su Estética es que se dió cuenta, mientras los demás estaban ciegos, del bizantinismo querido y la arquitectura rítmica del Greco, otro raro para épocas futuras, al que despide en su

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tránsito a mejor vida con uno de sus sonetos más característicos. La prueba de lo consciente de su Estética es que escribe, defendiendo sus Soledades, estas rotundas palabras: "De honroso, en dos maneras considero me ha sido honrosa esta poesía; si entendida para los doctos, causar me ha autoridad siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza de la latina".

¿Para qué más?

Llega el año 1627. Góngora, enfermo, endeudado y el ánima dolorida, regresa a su vieja casa de Córdoba. Regresa de las piedras de Aragón, donde los pastores tienen barbas duras y pinchosas como hojas de encina. Vuelve sin amigos ni protectores. El marqués de Siete Iglesias muere en la horca para que su orgullo viva, y el delicado gongorino marqués de Villamediana cae atravesado por las espadas del rey. Su casa es una casona con dos rejas y una gran veleta, frente al convento de Trinitarios Descalzos.

Córdoba, la ciudad más melancólica de Andalucía, vive su vida sin secreto. Góngora viene a ella sin secreto también. Ya es una ruina. Se puede comparar con una vieja fuente que ha perdido la llave de su surtidor. Desde su balcón verá el poeta desfilar morenos jinetes sobre potros de largas colas, gitanas llenas de corales que bajan a lavar al Guadalquivir medio dormido; caballeros, frailes y pobres, que vienen a pasear en las horas de sol trasmontado. Y no sé por qué extraña asociación de ideas, me parece que las tres morillas del romance, Aixa, Fátima y Marien, vienen a sonar sus panderetas, las colores perdidas y los pies ágiles. ¿Qué dicen en Madrid? Nada. Madrid, frívolo y galante, aplaude las comedias de Lope y juega a la gallina ciega en el Prado. Pero ¿quién se acuerda del racionero? Góngora está absolutamente solo... Y estar solo en otra parte puede tener algún consuelo... ;pero ¡qué cosa más dramática es estar solo en Córdoba! Ya no le quedan, según frase suya, más que sus libros, su patio y su barbero. Mal programa para un hombre como él.

La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta pregunta constantemente la hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje, sino una gran mancha azul. Sobre la torre Malmuerta se posa una Iarga nube iluminada. Góngora, haciendo la señal de la cruz, se recuesta en su lecho oloroso a membrillos y secos azahares. Poco después, su alma, dibujada y bellísima como un arcángel de Mantegna, calzadas sandalias de oro, al aire su túnica amaranto, sale a la calle en busca de la escala vertical que subirá serenamente. Cuando los viejos amigos llegan a la casa, las manos de don Luis se van enfriando lentamente. Bellas y adustas, sin una joya, satisfechas de haber labrado el portentoso retablo barroco de las Soledades. Los amigos piensan que no se debe llorar a un hombre como Góngora, y filosóficamente se sientan en el balcón a mirar la vida lenta de la ciudad. Pero nosotros diremos este terceto que le ofreció Cervantes:

Es aquel agradable, aquel bienquisto, aquel agudo, aquel sonoro y grave sobre cuantos poetas Febo ha visto.

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La gallina.

(Cuento para niños tontos)

1934

Había una gallina que era idiota. He dicho idiota. Pero era más idiota todavía. Le picaba un mosquito y salía

corriendo. Le picaba una avispa y salía corriendo. Le picaba un murciélago y salía corriendo.

Todas las gallinas temen a las zorras. Pero esta gallina quería ser devorada por ellas. Y es que la gallina era una

idiota. No era una gallina. Era una idiota.

En las noches de invierno la luna de las aldeas da grandes bofetadas a las gallinas. Unas bofetadas que se sienten

por las calles. Da mucha risa. Los curas no podrán comprender nunca por qué son estas bofetadas, pero Dios sí. Y

las gallinas también.

Será menester que sepáis todos que Dios es un gran monte VIVO. Tiene una piel de moscas y encima una piel de

avispas y encima una piel de golondrinas y encima una piel de lagartos y encima una piel de lombrices y encima una

piel de hombres y encima una piel de leopardos y todo. ¿Veis todo? Pues todo y además una piel de gallinas. Esto

era lo que no sabía nuestra amiga.

Da risa considerar lo simpáticas que son las gallinas! Todas tienen cresta. Todas tienen culo. Todas ponen huevos.

¿Y qué me vais a decir?

La gallina idiota odiaba los huevos. Le gustaban los gallos, es cierto, como les gusta a las manos derechas de las

personas esas picaduras de las zarzas o la iniciación del alfilerazo. Pero ella odiaba su propio huevo. Y sin embargo

no hay nada más hermoso que un huevo.

Recién sacado de las espigas, todavía caliente, es la perfección de la boca, el párpado y el lóbulo de la oreja. La

mejilla caliente de la que acaba de morir. Es el rostro. ¿No lo entendéis? Yo sí. Lo dicen los cuentos japoneses, y

algunas mujeres ignorantes también lo saben.

No quiero defender la belleza enjuta del huevo, pero ya que todo el mundo alaba la pulcritud del espejo y la alegría

de los que se revuelcan en la hierba, bien está que yo defienda un huevo contra una gallina idiota.

Lo voy a decir: una gallina amiga de los hombres.

Una noche, la luna estaba repartiendo bofetadas a las gallinas. El mar y los tejados y las carboneras tenían la misma

luz. Una luz donde el abejorro hubiera recibido las flechas de todo el mundo. Nadie dormía. Las gallinas no podían

más. Tenían las crestas llenas de escarcha y los piojitos tocaban sus campanillitas eléctricas por el hueco de las

bofetadas.

Un gallo se decidió al fin.

La gallina idiota se defendía.

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El gallo bailó tres veces pero los gallos no saben enhebrar bien las agujas.

Tocaron las campanas de las torres porque tenían que tocar, y los cauces y los corredores y los que juegan al gol se

pusieron tres veces morados y tintineantes. Empezó la lucha.

Gallo listo. Gallina idiota. Gallina lista. Gallo idiota. Listos los dos. Los dos idiotas. Gallo listo. Gallina idiota.

Luchaban. Luchaban. Luchaban. Así toda la noche. Y diez. Y veinte. Y un año. Y diez. Y siempre.

Mariposa del aire

Mariposa del aire,

qué hermosa eres,

mariposa del aire

dorada y verde.

Luz del candil,

mariposa del aire,

¡quédate ahí, ahí, ahí!

No te quieres parar,

pararte no quieres.

Mariposa del aire

dorada y verde.

Luz de candil,

mariposa del aire,

¡quédate ahí, ahí, ahí!.

¡Quédate ahí!

Mariposa, ¿estás ahí?