Conferencia sobre ética - Wittgenstein

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Conferencia sobre ética

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PENSAMIENTO CONTEMPORANEO Colección dirigida por Manuel Cruz

1. L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética 2. J. Dcrrida, La desconstrucción en tas fronteras de la

filosofía

3. P. F. Feyerabend, Límites de la ciencia 4. J. F. Lyotard, ¿Por qué filosofar? 5. Th. S. Kuhn, Qué son las revoluciones científicas 6. M. Foucault, Tecnologías del yo

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Ludwig Wittgenstein

Conferencia sobre ética

Con dos comentarios sobre la teoría del valor

Introducción de Manuel Cruz

Ediciones Paidós I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona Barcelona - Buenos Aires - México

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Título original: Wittgenstein's Lecture on Ethics Publicado en inglés por «The Philosophical Review» (enero de 1965)

Traducción de Fina Birulés, Universidad de Barcelona

Cubierta de Mario Eskenazi y Pablo Martín Badosa

1.a edición, 1989

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida o al­macenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluidas las fotocopias, sin per­miso del propietario de los derechos.

© 1965 by «The Philosophical Review», Nueva York © de esta ed ic ión

Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona, e Instituto de Ciencias de la E d u c a c i ó n de la Universidad A u t ó n o m a de Barcelona, 08193 Bellaterra

I S B N : 84-7509-517-8 Depós i to legal: B. 8.063-1989 Impreso en Hurope, S.A., Reí •uredo, 2 - 08005 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

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SUMARIO

Introducción: De lo que no se puede hacer, lo me­jor es hablar, Manuel Cruz 9

I . Un lugar equívoco 9 I I . A propósito del texto que sigue y de la pro­

puesta de Wittgenstein en general 15

Textos de Wittgenstein en castellano . . . 29

1. Conferencia sobre ética, Ludwig Wittgenstein . 33

2. Notas acerca de las conversaciones con Witt­genstein, Friedrich Waismann 45

3. Acerca de la concepción wittgensteiniana de la ética, Rush Rhees 51

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INTRODUCCION

De lo que no se puede hacer, lo mejor es hablar

«¿Acaso no depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio que nos rodea?»

L. Durrell, Justine

I. Un lugar equívoco

Wittgenstein es, entre otras cosas, autor de unas cuan­tas frases solemnes que han quedado en la historia del pensamiento contemporáneo como tópicos. Una es aque­lla con la que cierra su obra Tractatus Logico-Philosophi-cus:1 «De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse», parafraseada en el título. Otra pertenece a su segundo gran texto, las Investigaciones filosóficas:2 «Los proble­mas filosóficos surgen cuando el lenguaje se va de vaca­ciones». También, en fin, podría incorporarse a la muestra la siguiente: «Todo lo que se puede decir, se puede decir con claridad». Es fácil que el estudiante que se aproxima por vez primera a Wittgenstein acceda al interior de su discurso a través de alguna de estas citas. No sólo porque estén entre las,más repetidas, sino también porque cum­plen correctamente la función introductoria a que se las suele destinar.

1. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Ma­drid, Alianza, 1973 (1." ed., Revista de Occidente, 1957).

2. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, México-Barcelona, Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM^Crí­tica, 1988.

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10 INTRODUCCIÓN

Por lo pronto, dan bien el tono del estilo discursivo wittgensteiniano, tan preocupado por la sencillez como por la claridad.3 La preocupación desborda con mucho la mera sensibilidad pedagógica para resultar expresiva de una manera de pensar. Quienes lo trataron personalmente han subrayado este aspecto: «... sus clases eran de lo me­nos "académico". Casi siempre las daba en su propia habi­tación o en las habitaciones que un amigo ocupaba en el college. No tenía ni manuscrito ni notas. Pensaba delante de la clase. Se producía una impresión de profunda con­centración. La exposición conducía normalmente a una pregunta a la que se suponía que los oyentes tenían que sugerir una respuesta. Las respuestas se convertían a su vez en puntos de partida para nuevos pensamientos que conducían a nuevas preguntas. Dependía de la audiencia, en gran parte, el que la discusión resultara fructífera y el que el hilo conductor no se perdiera de vista desde el ini­cio al fin de una clase y de una clase a otra».4 En otra ocasión manifestó que un tratado filosófico no debería contener sino preguntas (sin respuestas). Todo esto, como es evidente, suena muy socrático. Menos en un extremo, y es que Wittgenstein no renunciaba al empleo de la escritura ni a la ampliación del círculo de sus interlocu­tores a través de la publicación.

3. Aunque no a cualquier precio: «Lo que el lector también puede, dejárselo a él» (Observaciones, Madrid, Siglo X X I , 1981, pág. 137). L a máxima recuerda aquella otra de Nietzsche en La escuela del estilo: «No es ni sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones m á s fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la úl t ima palabra de nuestra sabiduría».

4. G. H . Von Wright, «Esquema biográfico», en J . Ferrater Mora y otros, Las filosofías de Ludwig Wittgenstein, Vilassar de Mar, Oigos-Tau, 1966, pags. 34-35. Véase asimismo «Recuerdo de Ludwig Wittgenstein», de Normal Malcolm, ibíd. E n este capítulo biográfico resulta inevitable mencionar el libro de William Warren Bartley I I I , Wittgenstein, Madrid, Cátedra, 1982, libro que debe parte de su notoriedad al hecho de «haber buceado en las m á s oscuras dimensiones de la personalidad de Wittgenstein» (de la solapa), esto es, en su presunta homosexualidad.

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A este respecto, había sido explícito ante Malcolm. Le horrorizaba que sus escritos fueran destruidos por el fuego. Es más, a pesar de que deseaba que las Investiga­ciones fueran publicadas después de su muerte, estaba obsesionado con la posibilidad de que el mundo del saber llegara a creer que había obtenido sus ideas de filósofos a los que él había enseñado. Digamos, pues, que Witt­genstein estaba tan interesado en la publicación como en la correcta adscripción de las ideas. Tal vez este rasgo pueda sorprender a quienes, a partir de elementos inco­nexos, han ido componiendo una imagen de él próxima a la de un maldito (en cierto modo propiciada por la biografía de Bartley citada en la nota 4), pero la sorpresa desaparece si nos colocamos en la perspectiva de su pen­samiento. La mayoría de sus escritos se asemejan mucho a un pensar en voz alta, hasta el punto de que parecen intentar reproducir el movimiento mismo del pensamien­to sin esforzarse en fingir ninguna unidad argumentativa superior. Método de investigación químicamente puro, hubiera dicho Marx. Preocupaciones en crudo, podríamos decir con un lenguaje más llano.

Un filósofo sencillo diciendo tal cual lo que piensa: ¿qué hay aquí de problemático o conflictivo? Algo habrá, porque el caso es que la figura y la obra de Wittgenstein a menudo constituyen ocasión de polémica entre acadé­micos de distinto signo o entre académicos y no académi­cos. Hay, desde luego, que no siempre nuestro autor es sencillo. Muchas veces la sencillez o la claridad son más ideas reguladoras que realidades efectivas.5 Eso es cierto, pero sólo serviría para justificar una discreta discusión, un tibio debate entre intérpretes, y lo que ocurre con Wittgenstein va más allá. Acaso hubiera que llamar la atención, para arrojar un poco de luz sobre este asunto,

5. Como, por lo demás, él mismo era capaz de reconocer. Así, el 2-8-16 anota en su Diario filosófico (Barcelona, Ariel, 1982, pág. 135), tras escribir precisamente acerca de lo bueno y de lo malo: «Soy perfectamente consciente de la total falta de claridad de todas estas proposiciones».

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12 INTRODUCCIÓN

en las expectativas que su discurso ha generado, en el hecho, en cierto modo curioso, de que la mayor parte de especialistas suelen acercarse a su pensamiento en actitud escasamente crítica. Como si no hubiera más tarea pen­diente que la de reconstruir una indiscutida coherencia. Nos encontraríamos así ante un particular efecto de su escritura filosófica, que ya Russell {La evolución de mi pensamiento filosófico) había advertido: «Wittgenstein enuncia aforismos y deja al lector la tarea de penetrar en sus profundidades como mejor se le ocurra».6 Por más que incomode, nada tiene de extraño el empleo que de los mismos a menudo se hace. Se diría el destino común de quienes escriben de esta forma: terminar sirviendo de aval o ilustración a (casi) cualquier afirmación filo­sófica. Cuando no de oráculo al confundido.

Procede, por tanto, en un primer momento intentar establecer la diferencia entre aquello que, con más o me­nos derecho, podemos atribuir a Wittgenstein, y aquello otro más relacionado con sus lectores. Lo que dice y lo que nos sugiere. Lo que defiende y lo que a nosotros nos importa. Su coherencia y nuestro interés. Sólo esta dis­tinción garantiza el diálogo filosófico. Fuera de ella pode­mos encontrar conformidad, adhesión, creencia o fe inquebrantable, pero no esa tensión entre dos polos que tiene lugar en la interpretación. Nada de vaporosas «anti­cipaciones». A fin de cuentas, como el propio Wittgenstein admitía en 1930, «quien sólo se adelanta a su época, será

6. E l sarcasmo de la observación puede generar un malenten­dido. Wittgenstein parece a salvo de toda sospecha: «Tras algu­nos intentos fallidos de fundir mis resultados en un todo, me percaté de que jamás lo conseguiría. De que lo mejor que he podido escribir quedaría únicamente en la forma de observacio­nes filosóficas [...] Las observaciones filosóficas de este libro son en cierto modo una multitud de apuntes paisaj íst icos [...] proce­dentes de largas e intrincadas travesías [...] Propiamente, este libro no es, pues, más que un álbum», había escrito en 1945 como prólogo a sus Investigaciones filosóficas.

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alcanzado por ella alguna vez».7 Mucho más difícil que adelantarse es conseguir estar instalado en el propio pre­sente y hacerse cargo del mismo (quizá sea ésa la autén­tica virtud de los clásicos).

Wittgenstein andaba en ello, junto con los mejores de su tiempo. Por eso le pudieron influir Boltzmann, Hertz, Schopenhauer, Kierkegaard, Frege, Russell, Kraus, Loos, Weininger, Spengler y tantos otros,8 y por eso él no tiene inconveniente en reconocerlo. No hay en esto sombra de falsa modestia, porque Wittgenstein sitúa su especificidad en otra parte: «Mi originalidad [. . .] es, según creo, una originalidad de la tierra, no de la semilla. (Quizá no tenga semilla propia.) Se arroja una semilla en mi tierra y crece diferente que en cualquier otro terreno», anotaba en 1939-1940. Los seguidores oficiales de Wittgenstein son muchos (y con frecuencia mal avenidos), pero la filosofía wittgens-teiniana decrece, ha señalado hace poco precisamente un wittgensteiniano (A. Kenny). Con toda probabilidad aqué­llos han equivocado el camino. Seguir a un ajuter es una vía muerta. La filosofía crece, en el diáloeo. no en lajexé-.gesis (ahí se clarifica!. Y el diálogo, a_su_vez,. jgyg&.um premisa: la conciencia Hs tó r i ay^

Tbr supuesto que no es fácil. Alguna vez se ha dicho que un filósofo es realmente importante cuando es capaz de producir un corte en la historia de la filosofía, es decir, cuando la filosofía que se hace después de él ya no pued# ser igual a la que se hacía antes. Wittgenstein constituya uno de esos raros filósofos, que se adorna además con una rareza suplementaria: no ha producido uno, sino dos cortes.9 Pero estamos viendo que el reconocimiento de

7. Sin olvidar el pensamiento de Nestroy que eligió como lema de las Investigaciones'. «Está en la naturaleza de todo ade­lanto el que parezca mucho mayor de lo que realmente es».

8. Véase J . Casáis, «Viena o la fragmentación del mirall», L'Avenc, n. 90.

9. Entre las presentaciones generales del pensamiento de Witt­genstein merecen citarse por diversas razones: A. J . Ayer, Wittgenstein, Barcelona, Crítica, 1986; K . T. Fann, El concepto de

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14 INTRODUCCIÓN

esta condición excepcional no es algo automático. Era Bergson quien decía que toda gran filosofía es el resul­tado de una única intuición original que exige luego trein­ta o cuarenta años para pensarla, para traducirla a con­ceptos. Si eso cuesta elaborar una filosofía, qué no costará entenderla e interpretarla bien. Estar en condiciones de aceptarla o de rechazarla, en definitiva.10 He aquí las coor­denadas de la hora presente.

filosofía en Wittgenstein, Madrid, Tecnos, 1975 (con una amplia bibliografía); J . Hartnack, Wittgenstein y la filosofía contempo­ránea, Barcelona, Ariel, 1972; A. Kenny, Wittgenstein, Madrid, Revista de Occidente, 1974; D. Pears, Wittgenstein, Barcelona, Grijalbo, 1973; J . Sádaba, Conocer Wittgenstein, Barcelona, Dope-sa, 1980.

10. Pero conviene dejar claro que cualquiera de las dos opcio­nes resulta por un igual atendible, aunque estemos menos acos­tumbrados a la del rechazo. E n buena medida, ello se debe a una cuest ión de atmósferas culturales. L a filosofía alemana, por ejemplo, ha sido desde siempre mucho más crítica con Wittgens­tein que la anglosajona. E l lector interesado en este extremo no tiene más que consultar en paralelo el libro de Rorty La filosofía y el espejo de la naturaleza (Madrid, Cátedra, 1983) y el de Apel La transformación de la filosofía (Madrid, Taurus, 1985), por citar dos textos recientes y animados de parecida voluntad sincré­tica, para comprobar el diferente tratamiento de la figura de Wittgenstein que en ellos se presenta. Los alemanes parecen atre­verse a enunciar un reproche impensable en boca de los anglosa­jones: Wittgenstein adolecía de una deficiente formación filosófi­ca. Así, por introducir otro nombre, Bruno Liebrucks (Conoci­miento y dialéctica, Madrid, Revista de Occidente, 1975, pág. 181) sostiene, a propósi to de un aspecto de las Investigaciones: «En su doctrina de los parecidos de los juegos l ingüísticos, Wittgens­tein da sus primeros pasos dentro de una filosofía de la vida que no sobrepasa los ensayos de Dilthey, Husserl y Rothacker», aíir-inación que parece prolongarse en el trabajo de Apel «Wittgens­tein y el problema de la comprens ión hermenéutica» (en supra, prins. 321 y sigs.). He de agradecer a Antonio Aguilera los valio­sos comentarios que me ha hecho sobre este punto.

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EL A propósito del texto que sigue y de la propuesta de Wittgenstein en general

Existe un relativo acuerdo entre los estudiosos de Wittgenstein en identificar la presente conferencia sobre ética con los planteamientos de su primera época.11 Es cierto que muchas de las claves para una inteligibilidad más completa de este texto parecen hallarse repartidas entre el Tractatus y el Diario filosófico,12 pero habría que andar advertido para no disolver totalmente su contenido en los escritos anteriores. Al fin y al cabo, quienes escu­chaban el 2 de enero de 1930 a Wittgenstein en la socie­dad «The Heretics» creían estar siguiendo un discurso autosuficiente. Del mismo modo, habría que respetar aho­ra tanto a quienes se acercan a esta conferencia animados fundamentalmente por una preocupación ética general, como a quienes les interesa saber de la opción ética de Wittgenstein, y no del conjunto de su pensamiento (aun­que a veces aquélla requiera pasar por éste).

11. Así, entre nosotros, Hierro, en un temprano artículo acer­ca de este tema («La ética en Wittgenstein», Aporia, n. 7-8, 1966), afirmaba que «su vis ión de la ét ica [...] aparece estrecha y clara­mente vinculada a su primera doctrina», si bien admitía que dicha doctrina «ya debería haberla superado en el tiempo a que perte­nece la conferencia que comento». E n un trabajo publicado en dos partes en la revista Teorema (vol. X I / 1 , 1981 y vol. X I / 4 , 1981), Isidoro Reguera ha defendido a este respecto una opinión en lo esencial coincidente con la de Hierro. Por una parte «sus posturas fundamentales son "primeras"», aunque con «un estilo analít ico y un aire general que ya es el de su "segunda filosofía"». Para Sádaba («Etica y Metafísica en Wittgenstein», en Lenguaje, Magia y Metafísica, Madrid, Ediciones Libertarias, 1984) este par­ticular equilibrio constituye una paradoja que le sirve como hilo conductor de la reflexión: «En la primera época habla de ética; de una ética de la que, paradój icamente , no se puede hablar, mientras que en la segunda época —en la que todo se dice— no se la mienta».

12. L . Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916), Barcelona, Ariel, 1982.

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Escondida entre las cortesías y las precauciones ini­ciales se halla una afirmación de alcance: Wittgenstein ha decidido hablar de algo «que le interesa mucho comu­nicar», de algo, podríamos decir, que de verdad le impor­ta. Cierto que en el Tractatus (6.52) se sostenía algo muy próximo,1 3 pero no lo es menos que, casi veinte años des­pués, lo sigue manteniendo: «Los problemas científicos pueden interesarme, pero nunca apresarme realmente. Esto lo hacen sólo los problemas conceptuales y estéticos. En el fondo, la solución de los problemas científicos me es indiferente; pero no la de los otros problemas» {Obser­vaciones, 1949). No se trata, por tanto, de una cuestión irrelevante o absurda, en contra de lo que el propio len­guaje de Wittgenstein a veces parece indicar. En efecto, todo el argumento de la conferencia va dirigido a mostrar que la ética constituye un intento de sobrepasar los lími­tes del lenguaje, pero esto no equivale a afirmar que se identifique con un mal uso del mismo (que sea, por ejem­plo, un juego de palabras engañoso), sino más bien que no es el lenguaje su lugar natural. En la conferencia, Witt­genstein propone la metáfora de la taza de té. Esta no podrá contener más de lo que permite su capacidad, por mucho que nos empeñemos. Así también, las proposicio­nes tienen su propia capacidad, y el intento de meter en ellas más de lo que pueden acoger está destinado al fra­caso.

Sigamos con la metáfora. ¿Cuánta ética cabe, enton­ces, en el lenguaje? Poca, ciertamente, por razón de su propia naturaleza. En él sólo caben juicios de valor rela­tivos, los cuales se asimilan en última instancia a los juicios de hecho (ejemplos de Wittgenstein: bueno o malo referidos a un jugador de tenis o a una carretera). Sin embargo, en el planteamiento wittgensteiniano los Juicios éticos han de ser juicios de valor absolutos, incon-d¡donados, si se prefiere. Su punto de partida expreso es

IV «Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cues­tione* d r i l t i f i á i s pud ie ran responderse, el problema de nuestra vldn no Imhrín sido más penetrado.»

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la definición que Moore da de la ética como la investiga­ción general de lo que es bueno (y añade: «en un sentido ligeramente más amplio»). La cuestión tal vez se pue­da formular así: una vez descartado que la ética se pueda enseñar, que sea una ciencia y que sea posible conducir a los hombres al bien; una vez realizada la crítica a las falsas éticas, que presentan los juicios de valor relativos como absolutos o que abusan del lenguaje, ¿le queda alguna tarea positiva al discurso ético?; pregunta que en muchos casos equivale a esta otra: ¿puede incluir un dis­curso de este tipo alguna propuesta ética? Es forzoso decir algo sobre ciertas categorías generales de Wittgens­tein, aunque sea rápidamente.

Sólo estamos autorizados a hablar de los hechos, que se identifican con lo accidental, con lo contingente. Nada que escape a eso puede ser dicho, por más convenci­dos que estemos de su existencia. Así, el orden que cree­mos encontrar en el mundo cuando hacemos ciencia es el resultado de una proyección nuestra sobre él. En ningún caso tenemos derecho a hablar de tal orden —de sus leyes, por ejemplo— como algo real («en todo mundo posible hay un orden»), sino más bien como la retícula, como el entramado sobre el cual los hechos particulares nos resul­tan manejables y las proposiciones que los expresan inte­ligibles. Pertenece al reino de lo que se muestra a tra­vés de su empleo, pero no se puede decir porque está antes de cualquier formulación: es condición de posibilidad de todo enunciado («la lógica del mundo anterior a toda ver­dad y falsedad»). En realidad, el filósofo tiene la persis­tente sensación de que es francamente escaso lo que se deja decir.14 De ahí la mencionada insatisfacción witt-

14. Por ejemplo: «Nada de lo necesario para la comprensión de todas las proposiciones puede [...] ser dicho» (Diario filosófi­co, 3-11-14). Años m á s tarde —como mín imo después de 1929— escribiría algo muy parecido: «Cómo se ha de entender una pala­bra, no nos lo dicen las solas palabras» (Zettel, México, UNAM, 1979, § 144). Desde la «Introducción» de Russell al Tractatus suele señalarse que dicha impotencia es una consecuencia lógica de la

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18 INTRODUCCIÓN

gensteiniana ante la ciencia: todo lo que le importa está lingüísticamente (y, por tanto, lógicamente) prohibido. Lo místico, esa categoría que tantos equívocos ha propi­ciado, surge en este contexto, es el rótulo con el que se

• denomina nuestro impulso a desbordar los límites del len­guaje. «Sentir el mundo como un todo limitado es lo mís­tico», se precisa en el Tractatus (6.45) inmediatamente después de otra precisión: «No es lo místico cómo sea el mundo, sino que el mundo sea» (6.44). Cómo sea el mundo es cosa de la que nos informan los saberes dispo­nibles y sus descripciones. Inútil también, en consecuen­cia, empeñarse en rastrear en el mundo indicios de cual­quier género de trascendencia en el sentido de la metafí­sica tradicional. «Todo lo que ocurre y todo ser-así son casuales» (6.41).

Buena parte de los equívocos derivan de que Wittgens­tein a menudo habla de Dios o de divinidades. Pero qué podemos entender por Dios está dicho en el Diario filosófico: «Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo» (11-5-16). En cuanto a las divinidades, no hay duda de cuáles son: «Hay dos divini­dades: el mundo y mi yo independiente» (8-7-16). En cier­to modo podría decirse que su condición de divinidades depende precisamente de que sean dos. Porque ese yo independiente lo es respecto al mundo: «El yo no es un objeto», es todo lo que anota el 7 de agosto de 1916. No es ésta una consideración psicológica, se empeña Witt­genstein en subrayar, mientras remite a cada poco al Tractatus. «El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo», se leía allí (5.632). El yo entra en este discurso por el hecho de que «el mundo es mi mun­do» (5.63, 5.641 y Diario filosófico, 12-10-16). Lo que Witt­genstein puede enunciar a este respecto difícilmente al­canza a ir más allá de lo metafórico: «Sé que este mundo existe. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual» {Diario filosófico, 11-6-16). Cualquier otra cosa que ignorancia, por parte de Wittgenstein, de la dist inción entre len­guaje-objeto y metalenguaje.

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se dijera implicaría tratar a ese yo como a un objeto más del mundo, y a Wittgenstein no le interesa lo que de mun­dano pueda haber en él. Por ejemplo, el cuerpo: «Una piedra, el cuerpo de un animal, el cuerpo de un hombre. rni cuerpo, todos ellos están al mismo nivel».15 Se entien-<ferT~así "Isus lSW cJeTlmpotencia: «El yo, el yo es lo más profundamente misterioso» o «La esencia del sujeto viene enteramente velada» {Diario filo­sófico, 5-8-16 y 2-8-16). El sujeto no es parte alguna del mundo, sino un presupuesto (inefable) de su existencia.

Pues bien, es ahí, en ese «punto inextenso al que queda coordinada la realidad», donde reside la ética: «Ese cen­tro del mundo que llamamos el yo [...] es el portador de la ética». Así las cosas, lo razonable sería predicar de la conferencia lo que el propio Wittgenstein predicaba del Tractatus. En una famosa carta a Ficker le manifestaba que su trabajo constaba de dos partes: lo que estaba expuesto en él más todo lo que no había escrito. Y subra­yaba: «Es esa segunda parte precisamente la más importante».1 6 Algo muy semejante parece ocurrir ahora, cuando Wittgenstein se ve obligado a explicitar sus convic­ciones sobre la ética. Tanto en la conferencia como en las notas de Waismann aparece la misma idea: la ética es algo respetabilísimo en cuanto documento de una tendencia profunda del espíritu humano. Sin embargo, «no puede ser una ciencia», «no aumenta nuestros conocimientos en ningún sentido», «cuanto se quiera dar como definición de bien, será siempre una equivocación», etc. ¿Qué hacer, pues, respecto a ella?

Ponerse en juego. No por otra razón, al final de la con­ferencia, habla en primera persona: «Aquí no hay nada más que pueda ser enunciado; todo lo que puedo hacer es

15. L a cita corresponde al Diario, 12-10-16. Un mes antes había anotado: «El cuerpo humano, mi cuerpo sobre todo, es una parte del mundo entre otras partes del mundo, entre animales, plantas, piedras, etc. (cfr. 5.641)».

16. E n A. Janik y S. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Ma­drid, Taurus, 1974, pág. 243.

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20 INTRODUCCIÓN

dar un paso adelante como individuo y hablar en primera persona».1 7 Lo que no significa, por supuesto, que en pri­mera persona ya todo esté permitido. En ese mismo texto se pone algún ejemplo de ello. La expresión «pase lo que pase, nada puede dañarme» representa un mal uso del lenguaje. No se trata de una dificultad ocasional. La esen­cia de la ética es precisamente ese correr contra las barre­ras del lenguaje. Con otros términos, Wittgenstein no se resigna al silencio, no renuncia a pensar la acción huma­na. Sólo una cosa cabe hacer con la ética: mostrarla.

La obsesión wittgensteiniana por asimilar juicios de valor relativos a juicios de hecho introduce, ciertamente, un elemento de rigidez en el discurso que en la práctica condena a considerar pseudoproposiciones elucidatorias —del estilo de las del Tractatus: escalera efímera— todas las formulaciones que seamos capaces de presentar. Aco­giéndonos al Wittgenstein «plural» de las Investigaciones, la diferente calidad de los enunciados éticos y de los intramundanos se podría plantear así: un juicio de hecho nos informa acerca del objeto al que se refiere, mientras que un juicio de valor tiene un doble frente, hacia el obje­to y hacia el sujeto. Para la relación objetiva el criterio sería la verdad) para la subjetiva se impondría hablar de veracidad. Entendiendo por tal el modo en que el sujeto se involucra —se pone en juego— en el discurso y sus enunciados.18

17. Así traducida, la formulación evoca aquella otra de K a r l Kraus: «Quien tenga algo que decir, que dé un paso adelante y calle». E l paralelismo podría prolongarse un poco m á s y colocar al lado de la afirmación wittgensteiniana: «... aun cuando un libro esté escrito de una manera plenamente respetable, siempre, desde un punto de vista, carece de valor», el aforismo krausiano: «¿Por qué escribe un hombre? Porque no posee carácter suficiente como para no escribir».

18. E n su trabajo «La comprensión de otras personas y de sus manifestaciones vitales» (en Crítica de la razón histórica, Bar­celona, Península, 1986), Dilthey escribe a propós i to de la expre­sión de la vivencia algo que sugiero aplicar al enunciado ét ico: «No se la puede juzgar en términos de verdad o falsedad, sino

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En la conferencia, Wittgenstein todavía se tiene prohi­bido plantear esto (de hecho, pronuncia un juicio de valor absoluto sobre los usos del lenguaje, como ha señalado Hierro), pero se diría a punto de manifestarlo. En todo caso, las bases estaban puestas, y parecían conducir aquí de modo inexorable. Porque sabemos que «bueno y malo sólo irrumpen en virtud del sujeto» o que «bueno y malo, predicados del sujeto, no son propiedades en el mundo» (Diario filosófico, 2-8-16). El sujeto es, pues, la exclusiva sede del valor (y habría que completar: tanto ético como estético). En el mundo todas las cosas «tienen igual importancia» (Diario filosófico, 8-10-16), en el mis­mo sentido que «todas las proposiciones tienen igual va­lor» (Tractatus, 6.41).

Si descendemos al plano de los comportamientos, lo anterior se traduce en que no hay ninguna relación entre mi voluntad y los hechos. Ella sólo puede cambiar los límites del mundo. Nunca «aquello que puede expresarse con el lenguaje» (Tractatus, 6.43). Lo bueno y lo malo aluden a una relación con el todo (para la relación con las partes ya están los juicios de hecho) y, por tanto, del sujeto consigo mismo. Reparemos ahora en la primera relación. En el Diario filosófico, Wittgenstein es bien ex­plícito: «Si la voluntad tuviera algún efecto sobre el mundo, sólo podría tenerlo sobre sus límites, no sobre los hechos» (5-7-16). Para estos últimos reserva el 11 de junio del 16 una expresa declaración de impotencia.19 Se argu-

de veracidad o carencia de ella, pues el fingimiento, la mentira, el engaño, rompen aquí la relación entre la expresión y lo espiritual expresado», pág. 273. Por su parte, Jaspers, en su famosa tesis sobre Galíleo y Bruno, utiliza la categoría de testimonio para formular esta misma idea: una verdad científica es ahistórica y universal, mientras que la verdad filosófica alcanza su sentido cuando es la verdad de la existencia de quien la profesa y la propone al mundo, cuando es veraz, en suma. Por eso uno podía retractarse y el otro no. Para un análisis más extenso de este género de conexiones véase el trabajo de Apel citado en la nota 10.

19. «No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino que soy totalmente impotente.»

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22 INTRODUCCIÓN

mentará que, en ocasiones, nuestros objetivos parecen cumplirse. También para esta objeción tiene Wittgenstein respuesta —un punto enigmática, por cierto—: «Que el deseo no está en conexión lógica alguna con su satisfac­ción, es un hecho lógico» (Diario filosófico, 29-7-16). Me­jor no desear, es su consejo.20 Termina uno atrapado en la preocupación por las consecuencias, los efectos o los resultados de la propia acción, y eso no tiene nada que ver con la ética.

Por esta vía del no desear, la relación con el todo del mundo se hace posible: «Sólo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo, podré independizarme de él y, en cierto sentido, dominarlo». La sensibilidad witt­gensteiniana es en este punto vinculable a la del existen-cialismo, tal vez como consecuencia compartida de una característica afirmación del individuo. En ambos casos el mundo aparece como algo dado, como algo indepen­diente de mi voluntad, a lo que ésta se allega enteramen­te desde fuera «como teniéndoselas que ver con algo aca­bado».21 Sólo que esta exterioridad se resuelve de una manera específica en Wittgenstein. Su puente con el mun­do es la renuncia, no, por ejemplo, el compromiso. Cam­biar el mundo como totalidad, o cambiar los límites del mundo, como se dice en el Tractatus, se identifica con cambiar el punto de vista del sujeto respecto a él: es entonces cuando «se convierte en otro totalmente dis­tinto».

Pero, ¿qué diferencia hay entre optar por un punto de

20. E n el llamado Diario secreto (Saber, n. 5 y 6, 1985) puede leerse: «No dependas del mundo exterior, y entonces no precisa­rás temer lo que en él ocurra. [...] E s más fácil ser independiente de las cosas que de las personas. ¡Pero también se ha de poder lograr esto!», 4-XI-1914.

21. Véanse, por poner sólo dos muestras, R. J . Bernstein, Praxis y acción (Madrid, Alianza, 1979), pág. 166, y J . Passmore, 100 años de filosofía (Madrid, Alianza, 1981), pág. 481. Kierke-gaard y Schopenhauer, como mínimo, estarían en el origen m á s próximo de la coincidencia (en el remoto deberíamos hablar de san Agustín, Pascal y muchos otros).

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vista u otro, si eso es lo único que nos es dado hacer? La diferencia se llama felicidad, y a ella se opone una idea que a lo largo del Diario secreto aparece repetida: «No perderse a sí mismo». Se pierde aquel que no acepta en­tregarse enteramente a su destino —el que persigue vanos propósitos y el que vive atenazado por el miedo—. He aquí, paradójicamente, el único modo de ser libre, de estar completamente a salvo. El único sentido posible para la expresión «Pase lo que pase, nada puede dañar­me», que en la conferencia declara no entender. La felici­dad brota de la coincidencia entre voluntad y totalidad.

Pero esta vida feliz, que para Wittgenstein es la vida auténtica, no es un estado natural, ni algo que se consiga simplemente dejándose llevar, abdicando de todo. La coincidencia señalada tiene mucho de horizonte, de aspi­ración última de la propia existencia. «El hombre no pue­de convertirse sin más —y como a quien le viene dada la cosa— en un ser feliz», anota el 14 de julio de 1916. Para alcanzar la felicidad hemos de poner la voluntad al servi­cio de la adquisición de ese desafecto respecto de los hechos del mundo que haga posible la identificación con la totalidad. Por eso el egoísta nunca será feliz. Va por libre, y ello le convierte en esclavo. No ha llegado a un acuerdo con el mundo como un todo, lo que le deja ex­puesto a la desgracia. Cualquier variación de los hechos del mundo echará por tierra su frágil bienestar. Wittgens­tein, por su parte, aspira a ser feliz ocurra lo que ocurra, acepta lo que hay, sea esto lo que sea.22

22. Dicho sea de paso, a la figura opuesta, la del filántropo, le ocurre lo mismo que al egoísta. E l también depende de las miserias del mundo para ser feliz, pues sólo lo es socorriéndolas. Véase J . Sádaba, op cit., págs. 3940. Por lo demás, las alusiones wittgensteinianas a Dios se deben entender en este contexto. Dios es «el modo en que todo discurre» (1-8-16). O también «el mundo, independiente de nuestra voluntad» (8-7-16). Ese destino del que no podemos independizarnos. E l sentido de la vida es el sentido del mundo, como ya sabemos. Por eso, cuando en el Diario secre­to su autor se encomienda a Dios o acepta su voluntad, lo que está manifestando es un anhelo de estar a la altura del mundo,

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Deteniéndonos en la felicidad no nos hemos alejado lo más mínimo de nuestro objeto. La identificación resul­ta completa: «La vida feliz es buena, la infeliz mala». Esto se le presenta a Wittgenstein con la evidencia de la tautología: «Parece que la vida feliz se justifica por sí misma, que es la única adecuada» {Diario filosófico, 30-7-16). Si trasladamos los contenidos de la felicidad a la bondad, bueno es entonces aquello que ocurre, lo que hay en cualquiera de sus variantes. Malo sólo podrá ser el rechazo desesperado del mundo. O tal vez fuera mejor escribir que ambos términos han perdido todo valor: «Soy feliz o desgraciado, eso es todo. Cabe decir: no exis­te lo bueno y lo malo» {Diario filosófico, 8-7-16). No es ésta, ciertamente, una ética del entusiasmo: lo mejor que nos puede pasar es que no nos pase nada. El valor supre­mo parece ser la paz o, cuanto menos, la ausencia de ame­nazas. La actitud subyacente a este discurso debería ser­nos familiar. También los problemas vitales se resuelven cuando desaparecen —o no se resuelven sino que se disuel­ven, por emplear el socorrido tópico de la filosofía analí­tica—. Tal es el caso del «problema de la vida», cuya solu­ción «está en la desaparición de este problema» {Tracta­tus, 6.521, y Diario filosófico, 6-7-16). Wittgenstein volverá sobre este punto: «La solución que tú ves al vivir está en el tipo de vida que haga desaparecer lo problemático. Que la vida es problemática quiere decir que tu vida no ha encontrado la forma de vivir. Debes cambiar, por tan­to, tu vida y encontrar la forma de que desaparezca así la problemática».2 3

esto es, en conformidad con él. Para las opiniones del segundo Wittgenstein sobre el tema de la religión, véase L . Wittgenstein, Estética, psicoanálisis y religión, Buenos Aires, 1976, págs. 129 y sigs. («Clases sobre creencia religiosa»).

23. E l párrafo termina así: «Coloca al hombre en una atmós­fera inadecuada y nada funcionará como debe. Se mostrará enfer­mo en todas sus partes. Colócate, sin embargo, en su elemento adecuado y todo se desarrollará y aparecerá sano». E n otro pasa­je del mismo texto (Vermischte Bemerkungen) se puede leer:

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No hay resquicio aquí para lo problemático. Precepto y criterio se confunden. Estamos un paso más allá del tautológico las cosas son como son. Ahora las cosas son lo que deben ser (=las únicas que tienen derecho a ser). Fren­te a ellas, el hombre se afirma en la renuncia. Nada im­porta su capacidad de intervenir: lo específico es la posi­bilidad de retirarse de que dispone. Ya hemos visto en nombre de qué se sostienen estas tesis. Toda intervención se refiere a los hechos del mundo, y el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo {Tractatus, 5.632). Con semejante argumentación, cualquier acción en sentido mínimamente propio queda prohibida, incluso ese cesar por excelencia que es el suicidio. Porque suicidarse es tomarse por un objeto más del mundo, y «el yo no es un objeto» {Diario filosófico, 7-8-16).24 La misma lógica le permite ahuyentar el miedo a la muerte.25 A fin de cuen­tas, la muerte no es un acontecimiento de la vida, no es un hecho del mundo {Tractatus, 6.431, y Diario filosófi­co, 8-7-16).

No pretende insinuarse la inconsistencia de la argu­mentación, sino otra cosa. Acaso hubiera que plantearse qué ha inspirado a qué, si la ética a la epistemología o viceversa. Porque muchos de los temas que han aparecido y continuarán apareciendo en Wittgenstein (en las Inves-

«Las penas son como enfermedades; hay que aceptarlas: lo peor que puede hacerse es rebelarse contra ellas» (recogido en Obser­vaciones, cit.).

24. Wittgenstein conoció la tentación: « . . . y me tendré que quitar la vida. He padecido tormentos infernales. Y , sin embargo, tan seductora me resultaba la imagen de la vida, que quería vol­ver a vivir. Sólo me envenenaré cuando efectivamente quiera envenenarme» (Diario secreto, cit., 28-3-16).

25. Aunque experimente una extraña fascinación hacia ella. E n ciertos momentos de su vida pareció buscarla: «15 de abril de 1916. Dentro de ocho días marcharemos a la posición de fuego. ¡Ojalá se me conceda poner en juego mi vida en una tarea difí­cil!» E n la misma dirección, anotaba el 2 de abril de 1916: «He estado enfermo. Aún hoy me encuentro muy débil. Hoy me ha dicho mi comandante que me va a enviar a la retaguardia. S i eso ocurre me mataré» (ibíd.).

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26 INTRODUCCIÓN

tigaciones, por ejemplo) parecen inspirados en este mo­delo de relación con el mundo que fragmentariamente hemos intentado reconstruir. Preferimos esta hipótesis a la de que la propuesta ética wittgensteiniana es una con­secuencia fatal de sus premisas ontológicas y gnoseológi-cas. Sería demasiado contradictoria con su proclamada pasión por la vida. De esta otra forma, en cambio, deter­minados pasos pueden examinarse bajo una nueva luz. Así, el irracionalismo ético wittgensteiniano, ejemplificado en el Tractatus, no sería ya tanto un resultado inexora­ble de la reducción de todo discurso válido al discurso de la ciencia positiva (y, por extensión, de todo razonamiento lícito al lógico deductivo o razonamiento en sentido fuer­te), como la expresión de la impotencia de Wittgenstein para presentar un debe al que merezca saltarse desde el es.26

No habría nada de sorprendente entonces en el hecho de que el segundo Wittgenstein no tematizara explícita­mente la ética. Ella estaría dirigiendo desde la sombra —«en última instancia», hubiera dicho otro— el discurrir de los temas. Sin ir más lejos, la acción, que ya había aparecido en el Diario filosófico,27 se deja ver bajo dife­rentes figuras en textos posteriores. Surge como crítica a la dualidad causa/motivo en Los cuadernos azul y marrón,28 a la idea de intención en las Investigaciones 29

o a la de propósito en Zettel,30 por citar diferentes textos. Una común disposición parece recorrerlos: se trata de negar la existencia de un ámbito interior —llámesele con­ciencia, espíritu o como se prefiera— en el que los fines puedan ser engendrados. No existe el lugar en el que se

26. Una exposic ión clara y detallada de este tópico se halla en J . Muñoz, «Después de Wittgenstein» (prólogo a J . Hartnack, Wittgenstein, cit.), reeditado en J . Muñoz, Lecturas de filosofía contemporánea, Barcelona, Materiales, 1978.

27. Op. cit., 20-10-16 (págs. 144-145). 28. L . Wittgenstein, Los cuadernos azul y marrón, Madrid,

Tecnos, 1968, págs. 41-43. 29. Op. cit., § 247, § 611-§ 660. 30. Op. cit., % 44-§ 36 y § 320 y sigs.

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originan las propuestas. Todo fue un espejismo. No hay más intención que la acción, ni más propósito que lo rea­lizado. «Si del hecho de que alzo mi brazo quito el hecho de que mi brazo se alza, ¿qué residuo queda?», se pre­gunta Wittgenstein pedagógicamente (y añade entre parén­tesis: «¿Son las sensaciones cinestésicas mi querer?»). Ninguno en este sentido, en el mismo en que ninguno le queda a la felicidad si le quitamos sus objetos, o al deseo si le quitamos los suyos.

Pero hay algo de hondamente insatisfactorio en la res­puesta. Todo desaparece si le retiramos el soporte físico. Eso es algo obvio, demasiado obvio. De nuevo encontra­mos, aplicada a la vida, una actitud que conocíamos de otro sitio. Porque un problema vital, el que sea, tiene la misma forma que un problema filosófico, esto es, «no me sé orientar» (Investigaciones, § 123). Porque también aquí se trata de dejarlo todo como está (§ 124). Basta con resistir a las seducciones del mundo, del mismo modo que la filosofía es una lucha contra el hechizo de nuestro entendimiento llevado a cabo por medio de nuestro len­guaje (§ 109). (Por cierto, el hecho de que entendamos esta frase a la primera, ¿no estará indicando que estamos hechizados por el lenguaje, en esta ocasión el de Witt­genstein?) El espejismo del deseo se resuelve a base de mostrar su irrealidad, igual que el problema del sentido de la vida se resuelve haciéndolo desaparecer. Los hom­bres se la complican en vano. No hace falta salir de las Investigaciones para dar con la correcta forma de decir. Todo es obvio: sólo hay mosca, frasco y confusión (§ 309).

Nos queda el derecho a preguntar: ¿merece la pena el modelo de vida que Wittgenstein nos propone? Por las fechas de la conferencia anotaba: «Mi ideal es una cierta indiferencia. Un templo que sirva de contorno a las pasio­nes, sin mezclarse con eÜas» (1929). Sin embargo, su ba­lance final no deja de ser conmovedor. Cuando el 27 de abril de 1951 el doctor que le atendía le comunicó que sólo viviría unos días más, dijo «Bien», y transmitió este encargo para sus amigos: «Dígales que he tenido una vida

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28 INTRODUCCIÓN

maravillosa».31 Quizá lo supo entonces, y ese testimonio, en boca de alguien que había sufrido como pocos, que conoció las torturas del amor y de la mente32 y que pro­bablemente fue desdichado hasta la crueldad, está proban­do la profunda veracidad de su discurso, la condición íntima (y por ello universal) de su propuesta. Es frecuen­te encontrarse, en textos anglosajones, con la valoración de Wittgenstein como «el mayor filósofo del siglo xx». Pues bien, tal vez todo lo escrito no sea más que una interpretación de ese juicio. Entiéndaseme: el siglo será wittgensteiniano, si conseguimos olvidar a Wittgenstein.

MANUEL CRUZ Universidad de Barcelona

31. N. Malcolm, op. cit., pág. 95. 32. «¡Los tormentos mentales pueden ser indescriptiblemente

aterradores!», le escribía a Russell en enero de 1914. Y en 1946 confesaba: «Con frecuencia tengo miedo a la locura». Su conven­cimiento era el de que «si en la vida estamos rodeados por la muerte, así en la salud del entendimiento por la locura» (Obser­vaciones, 1944).

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Textos de Wittgenstein en castellano

Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Revista de Occidente, 1957; 2,' ed. en Alianza Editorial, 1973; nueva traducción en esta misma editorial, 1987.

Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1968. Notas sobre lógica, Valencia, Teorema, 1972. F. Waissman, Wittgenstein y el Círculo de Viena, México,

FCE, 1973. Estética, psicoanálisis y religión, Buenos Aires, Ed. Sudame­

ricana, 1976. Cartas a Russell, Keynes y Moore, Madrid, Taurus, 1979. Zettel, México, UNAM, 1979. Notas para las conferencias sobre «Experiencia privada»

y «Datos sensibles», en E. Villanueva (ed.), El argumento del lenguaje privado, México, UNAM, 1979.

Observaciones, México, Siglo XXI, 1981. Diario filosófico 19144916, Barcelona, Ariel, 1982. Comentarios sobre «La Rama Dorada», México, UNAM, 1985. Ultimos escritos sobre filosofía de la psicología, Madrid, Tec­

nos, 1987. Observaciones sobre los fundamentos de la matemática, Ma­

drid, Alianza Ed., 1987. (Hay trad. parcial: Matemáticas sin metafísica, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1981.)

Sobre la certeza, Barcelona, Cedisa, 1988. Investigaciones filosóficas, México-Barcelona, Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Crítica, 1988.

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Esta conferencia fue publicada por primera vez en The Philosophical Review, vol. LXXIV, n. 1, en enero de 1965. Sus editores la presentaron con la siguiente nota:

«La conferencia que presentamos a continuación, iné­dita hasta este momento, fue preparada por Wittgens­tein para pronunciarla en Cambridge entre septiembre de 1929 y diciembre de 1930. Probablemente se dictó en la sociedad conocida con el nombre «The Heretics» en la que, por estas fechas, dio una conferencia. El manus­crito no lleva título. Por lo que sabemos, ésta fue la única conferencia pública escrita o pronunciada por Wittgenstein.

El texto que sigue a la conferencia es una transcrip­ción de notas taquigráficas tomadas por el fallecido Friedrich Waismann durante y después de las conversa­ciones mantenidas con Wittgenstein y Moritz Schlick en 1929 y 1930. Las reproducimos aquí con la amable auto­rización de los albaceas literarios de la obra de Wais­mann, Sir Isaiah Berlín, Gilbert Ryle y Stuart Hamp-shire. Agradecemos la ayuda de Brian McGuiness, que trabaja actualmente en la obra de Waismann gracias a una subvención de la British Academy.

Con Rush Rhees, nos hallamos en deuda tanto por la información citada hasta el momento y por la ayuda prestada en la preparación de los materiales que expo­nemos a continuación, como por la autorización, con­cedida juntamente con los otros albaceas literarios de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe y G. H. von Wright, para la publicación de su conferencia».

En la presente edición castellana, se ha respetado el conjunto de lo publicado en The Philosophical Review, aun a sabiendas de que el texto de R. Rhees puede ofrecer al lector poco familiarizado con esta temática algunas difi­cultades, significativas en sí mismas. Por otro lado, se ha considerado que la figura de R. Rhees, editor de los Cua­dernos azul y marrón, es lo suficientemente relevante como para incluir su texto, que, además, por los testimo­nios de Wittgenstein que aporta, reviste un valor suple­mentario.

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L CONFERENCIA SOBRE ETICA

Antes de entrar en materia, permítanme hacer unas consideraciones preliminares. Soy consciente de que ten­dré grandes dificultades para comunicarles mis pensa­mientos y considero que algunas de ellas disminuirán si las menciono de antemano. La primera, que casi no nece­sito citar, es que el inglés no es mi lengua materna. Por esta razón mi expresión a menudo carece de la elegancia y precisión que resultaría deseable en quien diserta sobre un tema difícil. Todo lo que puedo hacer es pedirles que me faciliten la tarea tratando de entender lo que quiero decir, a pesar de las faltas que contra la gramática ingle­sa voy a cometer continuamente. La segunda dificultad que citaré es que quizá muchos de ustedes se hayan acer­cado a mi conferencia con falsas expectativas. Para acla­rarles este punto diré unas pocas palabras acerca de la razón por la cual he elegido el tema. Cuando su anterior secretario me honró pidiéndome que leyera una comuni­cación en su sociedad, mi primera idea, por supuesto, fue aceptar, y la segunda, hablar acerca de algo que me inte­resara comunicarles. Dado que tenía la oportunidad de dirigirme a ustedes, no iba a desaprovecharla dándoles una conferencia sobre lógica, por ejemplo. Considero que esto sería perder el tiempo, ya que explicarles una ma­teria científica requeriría un curso de conferencias y no una comunicación de una hora. Otra alternativa hubiera sido darles lo que se denomina una conferencia de divul­gación científica, esto es, una conferencia que pretendiera hacerles creer que entienden algo que realmente no en­tienden y satisfacer así lo que considero uno de los más bajos deseos de la gente moderna, es decir, la curiosidad superficial acerca de los últimos descubrimientos de la

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ciencia. Rechacé estas alternativas y decidí hablarles so­bre un tema, en mi opinión, de importancia general, con la esperanza de que ello les ayude a aclarar sus ideas acerca de él (incluso en el caso de que estén en total desacuerdo con lo que voy a decirles). Mi tercera y última dificultad es, de hecho, propia de casi todas las largas conferencias filosóficas: el oyente es incapaz de ver tanto el camino por el que le llevan como el término al que éste conduce. Esto es, o bien piensa: «Entiendo todo lo que dice menos, ¿a dónde demonios quiere llegar?», o bien: «Veo hacia dónde se encamina, pero, ¿cómo demonios va a llegar allí?» Una vez más, todo lo que puedo hacer es pedirles que sean pacientes, y esperar que, al final, vean tanto el camino como su término.

Empecemos. Mi tema, como saben, es la ética y adop­taré la explicación que de este término ha dado el profe­sor Moore en su libro Principia Ethica: «La ética es la investigación general sobre lo bueno». Ahora voy a usar la palabra ética en un sentido un poco más amplio, que incluye, de hecho, la parte más genuina, a mi entender, de lo que generalmente se denomina estética. Y para que vean de la forma más clara posible lo que considero el objeto de la ética voy a presentarles varias expresiones más o menos sinónimas, cada una de las cuales podría sustituirse por la definición anterior, y al enumerarlas pretendo conseguir el mismo tipo de efecto que logró Galton al tomar en la misma placa varias fotografías de rostros diferentes con el fin de obtener la imagen de los rasgos típicos que todos ellos compartían. Mostrándoles esta fotografía colectiva podré hacerles ver cuál es el típi­co —digamos— rostro chino; de este modo, si ustedes miran a través de la gama de sinónimos que les voy a presentar, espero que serán capaces de ver los rasgos característicos de la ética. En lugar de decir que la ética es la investigación sobre lo bueno, podría haber dicho que la ética es la investigación sobre lo valioso o lo que realmente importa, o podría haber dicho que la ética es la investigación acerca del significado de la vida, o de

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aquello que hace que la vida merezca vivirse, o de la ma­nera correcta de vivir. Creo que si tienen en consideración todas estas frases, se harán una idea aproximada de lo que se ocupa la ética. La primera cosa que nos llama la atención de estas expresiones es que cada una de ellas se usa, de hecho, en dos sentidos muy distintos. Los deno­minaré, por una parte, el sentido trivial o relativo y, por otra, el sentido ético o absoluto. Por ejemplo, si digo que ésta es una buena silla, significa que esta silla sirve para un propósito predeterminado, y la palabra «bueno» aquí sólo tiene significado en la medida en que tal propósito haya sido previamente fijado. De hecho, la palabra «bue­no» en sentido relativo significa simplemente que satisfa­ce un cierto estándar predeterminado. Así, cuando afirma­mos que este hombre es un buen pianista queremos decir que puede tocar piezas de un cierto grado de dificultad con un cierto grado de habilidad. Igualmente, si afirmo que para mí es importante no resfriarme, quiero decir que coger un resfriado produce en mi vida ciertos trastornos descriptibies, y si digo que ésta es la carretera correcta, me refiero a que es la carretera correcta en relación a cierta meta. Usadas de esta forma, tales expresiones no presentan dificultad o problema profundo algunos. Pero éste no es el uso que de ellas hace ia ética. Supongamos que yo supiera jugar al tenis y uno de ustedes, al verme, dijera: «Juega usted bastante mal», y yo contestara: «Lo sé, estoy jugando mal, pero no quiero hacerlo mejor», todo lo que podría decir mi interlocutor sería: «Ah, en-jtQuc.es, de acuerdo». Pero supongamos que yo le contara a uno de ustedes una mentira escandalosa y él viniera y me dijera: «Se está usted comportando como un animal», y yo contestara: «Sé que mi conducta es mala, pero no quiero comportarme mejor», ¿podría decir: «Ah, enton­ces, de acuerdo»? Ciertamente no; afirmaría: «Bien, us­ted debería desear comportarse mejor». Aquí tienen un juicio de valor absoluto, mientras que el primer caso era un juicio relativo. En esencia, la diferencia parece obvia­mente ésta: cada juicio de valor relativo es un mero enun-

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ciado de hechos y, por tanto, puede expresarse de tal for­ma que pierda toda apariencia de juicio de valor. En lugar de decir: «Esta es la carretera correcta hacia Granches-ter», podría decirse perfectamente: «Esta es la carretera correcta que debes tomar si quieres llegar a Granchester en el menor tiempo posible». «Este hombre es un buen corredor» significa simplemente que corre un cierto nú­mero de kilómetros en cierto número de minutos; etc. Lo que ahora deseo sostener es que, a pesar de que se pueda mostrar que todos los juicios de valor relativos son meros enunciados de hechos, ningún enunciado de hecho puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto. Permítanme explicarlo: supongan que uno de ustedes fuera una persona omnisciente y, por consiguien­te, conociera los movimientos de todos los cuerpos anima­dos o inanimados del mundo y conociera también los esta­dos mentales de todos los seres que han vivido. Supongan además que este hombre escribiera su saber en un gran libro; tal libro contendría la descripción total del mundo. Lo que quiero decir es que este libro no incluiría nada que pudiéramos llamar juicio ético ni nada que pudiera implicar lógicamente tal juicio. Por supuesto contendría todos los juicios de valor relativo y todas las proposicio­nes verdaderas que pueden formularse. Pero tanto todos los hechos descritos como todas las proposiciones esta­rían en el mismo nivel. No hay proposiciones que, en nin­gún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o tri­viales. Quizás ahora alguno de ustedes estará de acuerdo y ello le evocará las palabras de Hamlet: «Nada hay bue­no ni malo, si el pensamiento no lo hace tal». Pero esto podría llevar de nuevo a un malentendido. Lo que Hamlet dice parece implicar que lo bueno y lo malo, aunque no sean cualidades del mundo externo, son atributos de nuestros estados mentales. Pero lo que quiero decir es que mientras entendamos un estado mental como un hecho descriptible, éste no es bueno ni malo en sentido ético. Por ejemplo, si en nuestro libro del mundo leemos la descripción de un asesinato con todos los detalles físi-

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eos y psicológicos, la mera descripción de estos hechos no encerrará nada que podamos denominar una proposi­ción ética. El asesinato estará en el mismo nivel que cual­quier otro acontecimiento como, por ejemplo, la caída de una piedra. Ciertamente, la lectura de esta descripción puede causarnos dolor o rabia o cualquier otra emoción; también podríamos leer acerca del dolor o la rabia que este asesinato ha suscitado entre otra gente que tuvo co­nocimiento de él, pero serían simplemente hechos, hechos y hechos, y no ética. Debo decir que si ahora considerara lo que la ética debiera ser realmente —si existiera tal ciencia—, este resultado sería bastante obvio. Me parece evidente que nada de lo que somos capaces de pensar o de decir puede constituir el objeto (la ética). No pode­mos escribir un libro científico cuya materia alcance a ser intrínsecamente sublime y de nivel superior a las res­tantes materias. Sólo puedo describir mi sentimiento a este propósito mediante la siguiente metáfora: si un hom­bre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una ex­plosión, todos los demás libros del mundo. Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmi­tir significado y sentido, significado y sentido natu­rales. La ética, de ser algo, es sobrenatural y nues­tras palabras sólo expresan hechos, del mismo modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té por más que se vierta un litro en ella. He dicho que, en la medida en que nos refiramos a hechos y proposiciones, sólo hay valor rela­tivo y, por tanto, corrección y bondad relativas. Permí­tanme, antes de proseguir, ilustrar esto con un ejemplo más obvio todavía. La carretera correcta es aquella que conduce a una meta arbitrariamente determinada, y a todos nos parece claro que carece de sentido hablar de la carretera correcta independientemente de un motivo predeterminado. Veamos ahora lo que posiblemente que­remos decir con la expresión «la carretera absolutamente

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correcta». Creo que sería aquella que, al verla, todo el mundo debería tomar por necesidad lógica, o avergon­zarse de no hacerlo. Del mismo modo, el bien absoluto, si es un estado de cosas descriptible, sería aquel que todo el mundo, independientemente de sus gustos e inclinaciones, realizaría necesariamente o se sentiría culpable de no hacerlo. En mi opinión, tal estado de cosas es una qui­mera. Ningún estado de cosas tiene, en sí, lo que me gus­taría denominar el poder coactivo de un juez absoluto. Entonces, ¿qué es lo que tenemos en la mente y qué tratamos de expresar aquellos que, como yo, sentimos la tentación de usar expresiones como «bien absoluto», «valor absoluto», etc.? Siempre que intento aclarar esto es natural que recurra a casos en los que sin duda usaría tales expresiones, con lo que me encuentro en la misma situación en la que se hallarían ustedes si, por ejemplo, yo les diera una conferencia sobre psicología del placer. En este caso, lo que harían sería tratar de evocar algunas situaciones típicas en las que han sentido placer. Con esta situación en la mente, llegaría a hacerse concreto y, de alguna manera, controlable todo lo que yo pudiera de­cirles. Alguien podría elegir como ejemplo-tipo la sensa­ción de pasear en un día soleado de verano. Cuando trato de concentrarme en lo que entiendo por valor absoluto o ético, me encuentro en una situación semejante. En mi caso, me ocurre siempre que la idea de una particular experiencia se me presenta como si, en cierto sentido, fue­ra, y de hecho lo es, mi experiencia par excellence. Por este motivo, al dirigirme ahora a ustedes, usaré esta expe­riencia como mi primer y principal ejemplo (como ya he dicho, esto es una cuestión totalmente personal y otros podrían hallar ejemplos más llamativos). En la medida de lo posible, voy a describir esta experiencia de manera que les haga evocar experiencias idénticas o similares a fin de poder disponer de una base común para nuestra investigación. Creo que la mejor forma de describirla es decir que cuando la tengo me asombro ante la existencia del mundo. Me siento entonces inclinado a usar frases

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tales como «Qué extraordinario que las cosas existan» o «Qué extraordinario que el mundo exista». Mencionaré a continuación otra experiencia que conozco y que a algu­no de ustedes le resultará familiar: se trata de lo que podríamos llamar la vivencia de sentirse absolutamente seguro. Me refiero a aquel estado anímico en el que nos sentimos inclinados a decir: «Estoy seguro, pase lo que pase, nada puede dañarme». Permítanme ahora conside­rar estas experiencias dado que, según creo, muestran las características que tratamos de aclarar. Y he aquí lo pri­mero que tengo que decir: la expresión verbal que damos a estas experiencias carece de sentido. Si afirmo: «Me asombro ante la existencia del mundo», estoy usando mal el lenguaje. Me explicaré: tiene perfecto y claro sentido decir que me asombra que algo sea como es. Todos enten­demos lo que significa que me asombre el tamaño de un perro que sea mayor a cualquiera de los vistos antes, o de cualquier cosa que, en el sentido ordinario del térmi­no, sea extraordinaria. En todos los casos de este tipo me asombro de que algo sea como es, cuando yo podría concebir que no fuera como es. Me asombro del tamaño de este perro puesto que podría concebir un perro de otro tamaño, esto es, de tamaño normal, del cual no me asombraría. Decir: «Me asombro de que tal y tal cosa sea como es» sólo tiene sentido si puedo imaginármelo no siendo como es. Así, podemos asombrarnos, por ejemplo, de la existencia de una casa cuando la vemos después de largo tiempo de no visitarla y hemos imaginado que en­tretanto ha sido demolida. Pero carece de sentido decir que me asombro de la existencia del mundo porque no puedo representármelo no siendo. Naturalmente, podría asombrarme de que el mundo que me rodea sea como es. Si mientras miro el cielo azul yo tuviera esta experiencia, podría asombrarme de que el cielo sea azul y que, por el contrario, no esté nublado. Pero no es a esto a lo que ahora me refiero. Me asombro del cielo sea cual sea su apariencia. Podríamos sentirnos inclinados a decir que me estoy asombrando de una tautología, es decir de que

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el cielo sea o no sea azul. Pero precisamente no tiene sen­tido afirmar que alguien se está asombrando de una tau-tolggía^jisto mismo puede aplicarse a la otra experien­cia mencionada, la experiencia de la seguridad absoluta. Todos sabemos qué quiere decir en la vida ordinaria estar seguro. Me siento seguro en mi habitación, ya que no puede atrepellarme un autobús. Me siento seguro si he tenido la tosferina y, por tanto, ya no puedo tenerla de nuevo. En esencia, sentirse seguro significa que es físi­camente imposible que ciertas cosas puedan ocurrirme y, por consiguiente, carece de sentido decir que me siento seguro pase lo que pase. Una vez más, se trata de un mal uso de la palabra «seguro», del mismo modo que el otro ejemplo era un mal uso de la palabra «existencia» o «asombrarse». Quiero convencerles ahora de que un carac­terístico mal uso de nuestro lenguaje subyace en todas las expresiones éticas y religiosas. Todas ellas parecen, prima jacte, ser sólo símiles. Así, parece que cuando usa­mos, en un sentido ético, la palabra correcto, si bien lo que queremos decir no es correcto en su sentido trivial, es algo similar. Cuando decimos: «Es una buena persona», aunque la palabra «buena» aquí no significa lo mismo que en la frase: «Este es un buen jugador de fútbol», parece haber alguna similitud. Cuando decimos: «La vida de este hombre era valiosa», no lo entendemos en el mismo sen­tido que si habláramos de alguna joya valiosa, pero pare­ce haber algún tipo de analogía. De este modo, todos los términos religiosos parecen utilizarse como símiles o ale­gorías. Cuando hablamos de Dios y de que lo ve todo, y cuando nos arrodillamos y le oramos, todos nuestros tér­minos y acciones se asemejan a partes de una gran y compleja alegoría que le representa como un ser humano de enorme poder cuya gracia tratamos de ganarnos, etc., etc. Pero esta alegoría describe también la experiencia a la que acabo de aludir. Porque la primera de ellas es, según creo, exactamente aquello a lo que la gente se refiere cuando dice que Dios ha creado el mundo; y la experiencia de la absoluta seguridad ha sido descrita di-

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ciendo que nos sentimos seguros en las manos de Dios. Una tercera vivencia de este tipo es la de sentirse culpa­ble y queda también descrita por la frase: Dios condena nuestra conducta. De esta forma parece que, en el len­guaje ético y religioso, constantemente usemos símiles. Pero un símil debe ser símil de algo. Y si puedo describir un hecho mediante un símil, debo ser también capaz de abandonarlo y describir los hechos sin su ayuda. En nues­tro caso, tan pronto como intentamos dejar a un lado el símil y enunciar directamente los hechos que están detrás de él, nos encontramos con que no hay tales hechos. Así, aquello que, en un primer momento, pareció ser un símil, se manifiesta ahora un mero sinsentido. Quizá para aque­llos —por ejemplo, yo— que han vivido las tres experien­cias que he mencionado (y podría añadir otras) éstas les parezcan tener todavía, en algún sentido, un valor intrín­seco y absoluto. Pero desde el momento en que digo que son experiencias, ciertamente son hechos; han ocurrido en un lugar y han durado cierto tiempo y, por consiguien­te, son descriptibles. A partir de esto y de lo dicho hace unos minutos, debo admitir que carece de sentido afirmar que tienen un valor absoluto. Precisaré mi argumentación diciendo: es una paradoja que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural. Hay una vía por la que me siento tentado a solucionar esta paradoja. Permí­tanme reconsiderar, en primer lugar, nuestra primera experiencia de asombro ante la existencia del mundo des­cribiéndola de una forma ligeramente diferente; todos sabemos lo que en la vida cotidiana podría denominarse un milagro. Evidentemente, es un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos visto nada parecido a él. Supongan que este acontecimiento ha tenido lugar. Pien­sen en el caso de que a uno de ustedes le crezca una cabeza de león y empiece a rugir. Ciertamente esto sería una de las cosas más extraordinarias que soy capaz de imaginar. Tan pronto como nos hubiéramos repuesto de la sorpresa, lo que yo sugeriría sería buscar un médico e investigar científicamente el caso y, si no fuera porque

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ello le produciría sufrimiento, le haría practicar una vivi­sección. ¿Dónde estaría entonces el milagro? Está claro que, en el momento en que miráramos las cosas así, todo lo milagroso habría desaparecido; a menos que enten­damos por este término simplemente un hecho que toda­vía no ha sido explicado por la ciencia, cosa que a su vez significa que no hemos conseguido agrupar este hecho junto con otros en un sistema científico. Esto muestra que es absurdo decir que la ciencia ha probado que no hay milagros. La verdad es que el modo científico de ver un hecho no es el de verlo como un milagro. Pueden uste­des imaginar el hecho que quieran y éste no será en sí milagroso en el sentido absoluto del término. Ahora nos damos cuenta de que hemos estado utilizando la palabra «milagro» tanto en el sentido absoluto como en el rela­tivo. Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo: es la experiencia de ver el mundo como un milagro. Me siento inclinado a decir que la expresión lingüística correcta del milagro de la existencia del mundo —a pesar de no ser una proposición en el lenguaje— es la existencia del lenguaje mismo. Pero entonces, ¿qué significa tener conciencia de este milagro en ciertos momentos y en otros no? Todo lo que he dicho al trasladar la expresión de lo milagroso de una expresión por medio del lenguaje a la expresión por la existencia del lenguaje, todo lo que he dicho con ello es, una vez inris, que no podemos expresar lo que queremos expresar y (|ue todo lo que decimos sobre lo absolutamente mila­groso sigue careciendo de sentido. A muchos de ustedes lu respuesta les parecerá clara. Dirán: bien, si ciertas experiencias nos incitan constantemente a atribuirles una cualidad que denominamos importancia o valor abso­luto o ético, esto sólo muestra que a lo que nos referimos con tales palabras no es un sinsentido. Después de todo, a lo que nos referimos al decir que una experiencia tiene un valor absoluto es simplemente a un hecho como cual-í / / / / í T otro y todo se reduce a esto: todavía no hemos d¿Klo con el análisis lógico correcto de lo que queremos

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decir con nuestras expresiones éticas y religiosas. Siem­pre que se me echa esto en cara, de repente veo con cla­ridad, como si se tratara de un fogonazo, no sólo que nin­guna descripción que pueda imaginar sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que rechazaría ab initio cualquier descripción significativa que alguien pudiera posiblemente sugerir por razón de su significación. Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisa­mente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría.

LUDWIG WITTGENSTEIN

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2. NOTAS ACERCA DE LAS CONVERSACIONES CON WITTGENSTEIN *

Montag, 30 Dezember, 1929 (bei Schlick). Der Mensch haí den Trieb, gegen die Grenzen der

Sprache anzurennen. Denken Sie z.B. an das Ersíaunen, dass etwas existiert. Das Erstaunen kann nicht in Form einer Frage ausgedrück werden, und es gibt auch gar keine Antwort. Alies, was wir sagen mógen, kann a priori nur Unsinn sein. Trotzdem rennen wir gegen die Grenzen der Sprache an. Dieses Anrennen hat auch Kierkegaard gesehen und es sogar ganz ahnlich (ais Anrennen gegen das Paradoxon) bezeichnet. Dieses Anrennen gegen die Grenze der Sprache ist die Ethik. Ich halte es für sicher wichtig, dass man all dem Geschwatz über Ethik —ob es eine Erkenntnis gebe, ob es Werte gebe, ob sich das Gute definieren lasse etc.— ein Ende machí. In der Ethik machí man immer den Versuch, etwas zu sagen, was das Wesen der Sache nichí beíriffí und nie beíreffen kann. Es isí a priori gewiss: Was immer man für eine Definiíion zum Guíen geben mag — es isí immer ein Missverídndnis, dass eigenítich, was man in Wirklichkeií meiní, eníspre-che sich im Ausdruck (Moore). Aber die Tendenz, das Anrennen, deutet auf etwas hin. [Lunes, 30 de diciembre de 1929 (en casa de Schlick).

El hombre tiene el impulso de arremeter contra los límites del lenguaje. Piense, por ejemplo, en el asombro de que algo exista. El asombro no se puede expresar en forma de pregunta, ni tampoco hay respuesta para él.

* Seguimos aquí la edición de The Philosophical Review, la cual, en aras de una mayor comprens ión y respeto hacia las ideas de Wittgenstein, conservó el texto a lemán, transcrito por Wais­mann junto a la traducción inglesa hecha por Max Black. [T. ]

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Cualquier cosa que podamos decir debe, a priori, consi­derarse solamente como sinsentido. A pesar de todo, arre­metemos contra los límites del lenguaje. Este hecho lo vio también Kierkegaard y lo describió de forma similar (en términos de arremeter contra la paradoja). Este arre­meter contra los límites del lenguaje es la ética. Consi­dero esto de la mayor importancia para poner fin a toda la charlatanería sobre la ética (si hay conocimiento en la ética, si existen los valores, si lo bueno puede definir­se, etc.). En ética constantemente se trata de decir algo que no concierne ni puede nunca concernir a la esencia del asunto. A priori, es cierto que cualquiera que sea la definición que demos de lo bueno, es un malentendido suponer que la formulación corresponde a lo que real­mente queremos decir (Moore). Pero la tendencia, el arremeter, apunta hacia algo.]

17 Dezember, 1930. Uber Schlicks Ethik. Schlick sagt, es gebe in der theo-

logischen Ethik zwei Auffassungen vom Wesen des Guíen: nach der flacheren Deuíung isí das Guie deshalb guí, weil Goíí es will; nach der íieferen Deuíung will Goíí das Guíe deshalb, weil es guí isí.

Ich meine, dass die ersíe Auffassung die íiefere isí: Guí isí, was Goíí befiehlí. Denn sie schneideí den Weg einer jeden Erklarung, Kwarurrí es guí isí, ab, wahrend gerade die zweiíe Auffassung die flache, die raíionalis-íische isí, die so íuí, ais ob das, was guí isí, noch begrün-deí werden kónníe.

Die ersíe Auffassung sagí klar, dass das Wesen des Guíen nichís mií den Taísachen zu íun haí und daher durch kein Saíz erklarí werden kann. Wenn es einen Saíz gibí, der gerade das ausdrückí, was ich meine, so isí es der Saíz: Guí isí, was Goíí befiehlí.

Wert. Wenn ich die Wirktichkeií beschreibe, so besch-reibe ich, was ich bei den Menschen vorfinde. Die Sozio-logie muss ebenso unsere Handlungen und unsere Werí-ungen beschreiben wie die der Neger. Sie kann nur

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berichten, was geschieht. Aber nie darf in der Beschrei-bung des Soziologen der Satz vorkommen: %Das und das bedeutet einen Fortschrift.'

Was ich beschreiben kann, ist, dass vorgezogen wird. Nehmen Sie an, ich hatte durch Erfahrung gefunden, dass Sie immer von zwei Bildern dasjenige vorziehen, das mehr grün enthalt, das eine grünliche Tónung enthiilt, etc. Dann habe ich nur das beschreiben, aber nicht, dass dieses Bild wertvoller ist.

Was ist das wertvolle an einer Beethoven Sonate? Die Folge der Tone? Nein, sie ist ja nur eine Folge unter vic­ien. Ja, ich behaupte sogar: Auch die Gefühle Beethovens, die er beim Komponieren der Sonate hatte, waren nicht wertvoller ais irgendwelche andere Gefühle. Ebensowenig ist die Tatsache des Vorgezogenwerdens an sich etwas Wertvolles.

Ist der Wert ein bestimmter Geisteszuntand? Oder eine Form, die an irgendwelchen Bewusstseinsdaten haftet? Ich würde antworten: Was immer man mir sagen mag, ich würde es ablehnen, und zwar nicht darum, weil die Erkla­rung falsch ist, sondern weil sie eine Erklarung ist.

Wenn man mir irgendetwas sagt, was eine Theorie ist, so würde ich sagen: Nein, nein! das interessiert mich nicht. Auch wenn die Theorie wahr wáre, würde sie mich nicht interessieren—sie würde nie das sein, was ich suche. Das Ethische kann man nicht lehren. Wenn ich einem Anderen erst durch eine Theorie das Wesen des Ethischen erklaren konnte, so hatte das Ethische gar keinen Wert.

Ich habe in meinem Vortrag über Ethik zum Schluss in der ersten Person gesprochen. Ich glaube, dass etwas ganz Wesentliches ist. Hier lüss sich nichts mehr konsta-tieren, ich kann nur ais Personlichkeit hervortreten und in der ersten Person sprechen.

Für mich hat die Theorie keinen Wert. Eine Theorie gibt mir nichts. Religión. Ist das Reden wesentlich für die Religión? Ich kann mir ganz gut eine Religión denken, in der es keine Lehrsatze gibt, in der also nicht gesprochen wird. Das Wesen der Religión kann offenbar nicht damit

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etwas zu tun haben, dass geredet wird, oder vielmehr: wenn geredet wird, so ist das selbst ein Bestandteil der religiósen Handlung und keine Theorie. Es kommt also auch gar nicht darauf an, ob die Worte wahr oder falsch oder unsinnig sind.

Die Reden der Religión sind auch kein Gleichnis; denn sonst müsste man es auch in Prosa sagen kbnnen. Anren­nen gegen die Grenze der Sprache? Die Sprache ist ja kein Kafig.

Ich kann nur sagen: Ich mache mich über diese Ten-denz im Menschen nicht lustig; ich ziehe den Hut davor. Und hier ist es wesentlich, dass es keine Beschreibung der Soziologie ist, sondern, dass ich von mir selbst spreche.

Die Tatsachen sind fiind mich unwichtig. Aber mir liegt das am Herzen, was die Menschen meinen, wenn sie sagen, dass die *Welt da ist.'

Ich frage Wittgenstein: Hdngt das Dasein der Welt mit dem Ethischen zusammem?

Wittgenstein: Dass hier ein Zusammenhang besteht, haben die Menschen gefühlt und das so ausgedrückt: Gottwater hat die Welt erschaffen, Gottsohn (oder das Wort, das von Gott ausgeht) ist das Ethische. Dass man sich die Gottheit gespalten und wieder ais Eines denkt, das deutet an, dass hier ein Zusammenhang besteht.

[17 de diciembre de 1930. Sobre la ética de Schlick. Schlick dice que la ética teo­

lógica contiene dos concepciones de la esencia de lo bueno. Según la interpretación más superficial, lo bueno lo es porque Dios lo quiere así; de acuerdo con la inter­pretación más profunda, Dios quiere lo bueno porque es bueno.

Considero que la primera concepción es la más pro­funda: lo bueno es lo que Dios manda. Esto corta el ca­mino a toda explicación de «por qué» es bueno, mientras que la segunda concepción es precisamente la superficial,

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la racionalista, que procede como si lo que es bueno toda­vía se pudiera fundamentar.

La primera concepción afirma claramente que la esen­cia de lo bueno no tiene nada que ver con los hechos y que, por consiguiente, no puede explicarse mediante pro­posición alguna. Si alguna proposición expresa precisa­mente lo que quiero decir es: lo bueno es lo que Dios manda.

Valor. Si describo la realidad, describo lo que en­cuentro entre los hombres. La sociología debe describir nuestras acciones y nuestras valoraciones del mismo modo que describe la de los negros; sólo puede narrar aquello que ocurre. Pero en la descripción del sociólogo nunca debe aparecer la proposición: «Esto y aquello cons­tituyen un progreso».

Todo lo que puedo describir es que la gente tiene pre­ferencias. Supongamos que, por experiencia, hubiera des­cubierto que entre dos cuadros siempre prefieres aquel que contiene más color verde, que tiene una tonalidad verde, etc. En tal caso sólo he descrito esto, pero no que esta pintura sea más valiosa.

¿Qué es lo valioso en una sonata de Beethoven? ¿La secuencia tonal? No, pues se trata de una secuencia como otras. Incluso afirmo que los sentimientos de Beethoven al componer la sonata no eran más valiosos que cualquier otro sentimiento. Igualmente, el hecho de que se prefiera algo tiene poco valor.

¿Es el valor un particular estado anímico? ¿O una for­ma inherente a ciertos datos de la conciencia? Mi respues­ta sería: rechazaré siempre cualquier explicación que se me ofrezca; no tanto porque sea falsa, sino por tratarse de una explicación.

Si alguien me dice que algo es una teoría, yo diré: no, no, esto no me interesa. Incluso en el caso de que la teo­ría fuera verdadera no me interesaría, no sería lo que estoy buscando. Lo ético no se puede enseñar. Si para explicar a otro la esencia de lo ético necesitara una teoría, entonces lo ético no tendría valor.

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Al final de mi conferencia sobre ética hablé en prime­ra persona. Creo que esto es completamente esencial. Aquí ya no se puede establecer nada más, sólo puedo aparecer como personalidad y hablar en primera persona.

Para mí la teoría carece de valor. Una teoría no me da nada.

Religión. ¿El habla es esencial para la religión? Puedo imaginar perfectamente una religión en la que no haya doctrinas y, por lo tanto, no utilice el habla. Evidentemen­te, la esencia de la religión puede no tener nada que ver con el hecho de que se hable (o mejor dicho, si se habla); esto en sí mismo constituye un componente de la conduc­ta religiosa y no una teoría. Por consiguiente, en modo alguno se trata de si las palabras son verdaderas, falsas o sin-sentidos.

Las manifestaciones religiosas no son tampoco figu­rativas, si lo fueran también deberían poderse expresar en prosa. ¿Arremeter contra los límites del lenguaje? El lenguaje no es una jaula.

Sólo puedo decir que no ridiculizo esta tendencia humana; me descubro ante ella. Y aquí es esencial notar que no se trata de una descripción sociológica, sino que hablo de mí mismo.

Los hechos carecen de importancia para mí. Pero me importa mucho lo que entienden los hombres cuando dicen: «£/ mundo está ahí».

Pregunto a Wittgenstein: ¿La existencia del mundo está conectada con lo ético?

Wittgenstein: Que aquí existe una conexión los hom­bres lo han sentido y expresado de este modo: Dios Pa­dre creó el mundo, mientras que Dios Hijo (o la palabra procedente de Dios) es lo ético. Que los hombres hayan dividido la divinidad y después la hayan unido, indica el hecho de que aquí hay una conexión.]

FRIEDRICH WAISMANN

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3. ACERCA DE L A CONCEPCION WITTGENSTEINIANA DE L A ETICA

En el Tractatus (6.42), Wittgenstein afirma que «no puede haber proposiciones de ética», aunque considera que tiene algún significado hablar de bueno y de malo. Un poco antes, ha dicho: «En el mundo todo es como es y sucede como sucede, en él no hay ningún valor y, aunque lo hubiese, no tendría valor alguno». (En lugar de «un va­lor que tenga valor» podría haber dicho «que tenga un valor en sí mismo» o «valor absoluto».) Lo que hay, la clase de cosas que hay y las formas en que suceden las cosas podrían haber sido de otro modo: no hay una razón especial para que sean como son. Hubiera podido decir que una expresión como «un valor que tenga valor» es un sinsentido nacido de una confusión gramatical, confusión que un análisis lógico reemplazaría por alguna otra cosa. En cambio, afirma: «Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de la esfera de lo que ocurre». Si aten­demos a lo que queremos decir con los juicios de bueno y malo, la búsqueda de su significado entre los aconteci­mientos que la ciencia puede hallar es inútil. «No hay dis­tinciones de valor absoluto» no significa que «la frase "distinciones de valor absoluto" carece de significado».

«No hay proposiciones de ética» era un comentario a 6.4: «Todas las proposiciones tienen el mismo valor». Esto, en primer lugar, significa que todas las proposicio­nes de lógica tienen el mismo valor. Ningún principio lógico y ningún conjunto especial de principios lógicos constituye el fundamento y la fuente de todos los demás; ninguno ocupa una «posición de excepción». Pero al tra­tar las proposiciones de ética (6.4) no se refiere al mismo valor de todas las proposiciones lógicas, sino al de todos

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los enunciados de hecho. Quizá nadie tomaría un juicio ético como afirmación de un principio lógico, pero podría tomarse por algún tipo de descripción de lo sucedido. Una vez más, Wittgenstein se guía por lo que habitual-mente queremos decir con estos enunciados.

Comparemos «el valor absoluto queda fuera del mun­do de los hechos» y «la necesidad lógica queda fuera del mundo de los hechos». Ninguno de los dos se puede expre­sar, pero podemos mostrar la necesidad lógica y, en cam­bio, el valor absoluto no. Podemos mostrar la necesidad de los principios lógicos al escribir, con la notación V-F, tautologías y contradicciones. La notación V-F es un sím­bolo lógico, no una explicación; con ella podemos escribir cualquier otra forma de proposición. Se trata de una nota­ción en la que se pone de manifiesto el hecho de que sean proposiciones. Es decir, muestra cómo se distinguen los principios lógicos de otras proposiciones y cómo están relacionados con la forma de proposición, con lo que, de hecho, es una proposición. Pero la notación V-F no cons­tituye ayuda alguna en los juicios éticos; puesto que don­de hay un juicio de valor absoluto, la cuestión «¿Es ver­dadero o falso?» no significa nada.

Si yo pudiera expresar un juicio ético, alguien podría negarlo, y naturalmente carecería de sentido decir que ambos teníamos razón. Pero en el Tractatus, y en gran parte de la «Conferencia sobre ética», Wittgenstein utili­za «verdadero o falso» en el sentido en que puede mos­trarse como verdadera o falsa una predicción cientí­fica. No tendría sentido preguntar si un juicio de valor absoluto ha sido corroborado por algo acaecido o descu­bierto. Esta pregunta tampoco se puede plantear acerca de los juicios lógicos; pero la notación V-F tiene esto en cuenta y es útil para los principios lógicos, puesto que son reglas de la gramática de las proposiciones (como más tarde los denominó) y éstas sí son susceptibles de corroboración o falsación.

La explicación (de la diferencia entre necesidad lógica y valor absoluto) por recurso a la notación V-F probable-

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mente es demasiado simple. Hay enunciados éticos, pero no se expresan de modo distinto a los enunciados de hecho; el carácter ético no queda demostrado en el sim­bolismo. Si consideramos (6.422) una ley ética de la forma «Tú deberías...», el primer pensamiento que surge es «¿Y qué si no lo hago?», como si se tratara de un enun­ciado de valor relativo. En el caso de un juicio de valor absoluto la cuestión carece de sentido. Pero casi siempre podemos preguntar: «¿De acuerdo con qué lógica?»

Si digo: «Entonces, los ángulos deben ser iguales», no hay alternativa posible; esto es, «la alternativa» no signi­fica nada. Si digo: «Deberías querer comportarte mejor», tampoco hay alternativa. El otro puede pensar «¿Y qué si no lo hago?», aunque sólo sea porque, de hecho, no hay modo de obligarle a que lo haga. O bien, podría negar lo que he dicho, lo cual sería un modo de afirmar: «No hay ningún "deberías" acerca de ello». Pero en el caso de que lo plantee como una pregunta, ha entendido mal lo que le dije: sólo puede preguntarlo porque piensa que yo quería decir alguna otra cosa.

«Deberías asegurarte de que el listón esté firmemente fijado antes de empezar a perforar.» «¿Y qué si no lo hago?» Entenderás lo que quiero decir cuando te expli­que qué ocurrirá si no lo haces.

Pero: «Deberías querer comportarte mejor». «¿Y qué si no lo hago?» ¿Qué más puedo decirte?

Con todo, «No hay alternativa» no tiene el mismo sig­nificado que en lógica. «Si los lados de un triángulo son iguales, los ángulos de la base deben ser iguales.» Supon­gamos que mi primer pensamiento fuera: «¿Qué pasa si construyo uno con los lados perfectamente iguales y los ángulos de la base distintos?» Dirías: «No digas neceda­des», o bien me harías examinar más profundamente lo que trataba de preguntarte, y, entonces, diría: «Ah, sí». Cuando se preguntó: «¿Y qué si no lo hago?», la cuestión carecía de sentido en este contexto, aunque lo podría tener en otros. Pero en el momento en que pregunté por la conclusión lógica, en realidad no se trataba de una

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pregunta (no creo que las «pruebas indirectas» sean aquí relevantes).

Expresamos (o tratamos de expresar) juicios de valor, no en cualquier momento, sino en aquellas circunstancias en que tiene sentido hacerlo. Por tanto, se pueden formu­lar ciertas preguntas y ciertas respuestas, mientras que otras carecerían de sentido. Por lo menos esto es lo que se halla implícito en el Tractatus. Allí no estaba desarrolla­do, y difícilmente podía estarlo, dadas las ideas que en­tonces sostenía acerca del lenguaje y del sentido.

Ideas que habían variado cuando escribió la «Confe­rencia sobre ética»: ya no creía que se pudiera dar una descripción general de las proposiciones en términos de funciones veritativas. Cada proposición pertenece a un sistema de proposiciones y existen varios sistemas de pro­posiciones. Las reglas formales o las relaciones internas de los sistemas son distintas entre sí. Se refería a ellos en términos de «coordenadas independientes de descrip­ción» y de «sistemas de medida». Varios sistemas permi­ten la descripción de un mismo estado de cosas: la descripción queda determinada por diversas coordena­das. En este sentido, no podía hablar de un sistema de proposiciones éticas o de juicios de valor, como si fuera posible determinar el valor del objeto conjuntamente con su peso y su temperatura. Y a pesar de todo, conside­raba el lenguaje primariamente como descripción. Sin embargo, la «Conferencia sobre ética» utiliza mucho más los ejemplos que el Tractatus.

Por ejemplo, cuando alguien dice: «Sé que estoy ju­gando mal al tenis, pero no quiero jugar mejor», todo lo que los demás pueden decir es: «Ah, entonces, de acuer­do», puesto que está haciendo un juicio de valor y no explicando lo que ha visto. Y el «pueden» expresa una regla gramatical. Así, cuando alguien dice: «Sé que me comporto mal, pero no quiero comportarme mejor», Witt­genstein pregunta si, en este caso, es posible dar la misma respuesta, y responde: «Ciertamente no»; con ello quiere indicar que tal respuesta carecería de sentido. Esto no

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tiene nada que ver con lo que sería inteligible en una des­cripción de hechos. El problema radica en saber qué es ser inteligible en este juego de los juicios éticos. Hacia el final de la conferencia muestra efectivamente cómo, en nuestras expresiones de juicios de valor, podemos tomar una palabra familiar como «seguro» y añadirle «absolu­tamente», lo cual es una distorsión o destrucción de su significado. Pero el ejemplo con el que primero mostró lo que entendía por valor absoluto —«Bien, deberías que­rer comportarte mejor»— es una observación que, en estas circunstancias, es natural hacer; la única observación que, de hecho, se podría hacer. No constituye ninguna distorsión o abuso del lenguaje.

En los últimos ejemplos, afirma que rechazaría cual­quier análisis que mostrara que no se trata de sinsentidos —que describen tales y cuales experiencias—, puesto que, en estas expresiones, se quiere «ir más allá del mundo... lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significa­tivo». Creo que esto concuerda con una concepción de los juicios de valor como expresiones de la voluntad.

El Tractatus distingue entre voluntad buena o mala y voluntad de la que tengo experiencia (se trata de una dis­tinción gramatical). En su Diario filosófico * había escri­to (pág. 146): «La voluntad es una toma de posición del sujeto frente al mundo» (podría haber dicho «frente a la vida»). Sólo sé que «debo seguir este camino». Hay cosas que no puedo hacer sin sentirme avergonzado. Esto es parte de cómo considero yo la vida, lo que reconozco que debo alcanzar. Del mismo modo, puedo encontrar pro­blemas donde otro no vería ninguno, o a la inversa. Elo­gio el carácter que alguien ha mostrado o bien puedo decirle: «Deberías querer comportarte mejor». Lo cual remite a lo que ha hecho o dicho aquí y ahora. Pero con ello pretendo que el significado de lo que hizo «va más allá de» esas circunstancias. Un poco antes, en el Diario

* Wittgenstein, L„ Diario filosófico, Barcelona, Ariel, 1982. Las páginas que figuran entre paréntesis corresponden a esta edición. [T.]

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filosófico (pág. 141) había afirmado: «Una vida buena... es el mundo visto sub specie aeternitatis... El modo ordi­nario de mirar ve, por así decirlo, los objetos desde su medio. La óptica sub specie aeternitatis ve los objetos desde fuera, de modo que tienen el mundo entero como trasfondo». Imagino que tales términos le disgustaban y, en el Tractatus, utiliza otros. Todavía vale la pena mos­trar por qué separa los juicios de valor de los enunciados de hecho, y qué quiere decir cuando afirma que no pueden expresarse.

Posteriormente criticó este tipo de comentarios. Si se ha dicho lo que no puede expresarse, empezamos a pre­guntarnos qué diferencia habría entre expresarlo y decir­lo. Naturalmente puedo afirmar: «No hay ninguna frase que pueda expresar todo lo que quería decir cuando le di las gracias». Para entender cualquier juicio de valor tenemos que saber algo de la cultura, y quizá de la reli­gión, en cuyo marco se ha formulado, y también acerca de las particulares circunstancias que lo motivaron; qué había hecho el sujeto en cuestión, cuál era el asunto cuan­do hablé de él. Supongamos que ya he explicado todo esto, todavía podríamos preguntar si he dicho algo que «va más allá» de todas las circunstancias. ¿Qué querría decir si afirmara que tenía un significado de este tipo? Una res­puesta es: se trata de algo que, cuando lo digo, surge de lo más profundo de mí, lo cual es cualquier cosa menos un comentario trivial. Esto se notará especialmente en el modo de comportarme después de haber hablado: mi comportamineto tanto en relación con el hombre al que me dirigí como con el que éste agravió, por ejemplo. (Aquí, una vez más: para que un comentario pudiera tener este significado debería existir la ocasión para ello. En cualquier otro caso, comportarse así podría ser ridícu­lo e inoportuno.)

Si dijéramos que la censura moral, si está justificada, tiene un significado que va más allá de cualquier circuns­tancia, muchos nos entenderían. Y si describimos la dife­rencia que resulta del hecho de que el comentario sea

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de este tipo, entonces deberemos saber qué es lo que que­remos decir al caracterizarlo como «yendo más allá».

El Tractatus no es claro en este punto, puesto que no menciona los momentos o los problemas respecto a los que alguien podría hacer tal juicio. No estamos siempre considerando las acciones tal como lo hacemos en los jui­cios de valor. El Tractatus habla de los «problemas de la vida». Pero no se pregunta —como hizo Wittgenstein pos­teriormente— cuándo, o en qué circunstancias, alguien hablaría acerca de los problemas de la vida.

Una vez (en 1942) cuando le pregunté acerca del estu­dio de la ética, Wittgenstein dijo que era raro encontrar libros de ética en los que no se mencionara algún genui­no problema ético o moral. Creo que sólo quería hablar de un problema si era posible imaginar o reconocer algu­na solución. Cuando le sugerí la cuestión de si el apuñala-miento de César por parte de Bruto era una noble acción (como creyó Plutarco) o algo particularmente diabóli­co (como pensó Dante), Wittgenstein afirmó que no era susceptible de discusión. «Nunca en tu vida sabrás qué es lo que pasó por su mente antes de decidir asesinar a César. ¿Qué sentimiento debería haber tenido para que pudieras decir que el asesinato de su amigo era una acción noble?» * Wittgenstein mencionó la pregunta de uno de los ensayos de Kierkegaard: «¿Tiene un hombre derecho a dejarse matar por la verdad?», y dijo: «Para mí ni tan siquiera se trata de un problema. No sé a qué se parece­ría dejarse matar por la verdad. No sé cómo debería sen­tirse este hombre, en qué estado anímico debería hallar­se, y así sucesivamente. Esto puede llegar a un punto en el que el problema flaquee y deje de serlo. Es como pre­guntarse cuál es el más largo de los dos palos que se observan a través del "resplandor" del aire que emana de un pavimento caliente. Se dirá: "Pero seguro que uno de los dos debe ser más largo". ¿Cómo podemos entender esto?» Le sugerí el problema al que se enfrentaba un

* Cito de las notas que tomé pocas horas después de la con­versación. Las comillas no indican otra cosa.

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hombre que había llegado a la conclusión de que o bien debía dejar a su esposa o abandonar su trabajo sobre la investigación del cáncer. «De acuerdo —dijo Wittgens­tein— discutámoslo.»

«La actitud de este hombre variará según las circuns­tancias. Supongamos que soy amigo suyo, y le digo: "Mira, has sacado a esta chica de su hogar, y ahora, ¡ por Dios!, tienes que seguir con ella". A esto se le podría de­nominar tomar una postura ética. El podría contestar: "Pero, ¿qué hay de la humanidad que sufre? ¿Cómo pue­do abandonar ahora mi investigación?" Al decir esto, se lo está poniendo fácil. Con todo, él quiere seguir en este trabajo (puedo haberle recordado que hay otros que pue­den seguir, si él abandona). Y puede sentirse tentado a considerar de forma relativamente sencilla las consecuen­cias de su decisión para con su mujer: "Probablemente, no será fatal para ella. Lo superará, quizá se volverá a ca­sar", y así sucesivamente. Por otro lado, podría ser de otra manera. Podría ocurrir que la amara profundamente y aun así todavía podría pensar que, incluso en el caso de dejar su trabajo, no sería un buen marido. Esta es su vida y si renuncia a ella hundirá también a su mujer. Aquí podemos afirmar que tenemos todos los ingredien­tes de una tragedia; y sólo podríamos decir: "Bien, que Dios te ayude".

»Sea lo que sea lo que finalmente haga, el resultado puede afectar a su actitud. Puede decir: "Bien, gracias a Dios que la abandoné, se mire como se mire era lo me­jor". O quizá: "Gracias a Dios que me aferré a ella". O bien que no pueda decir "gracias a Dios" sino todo lo contrario.

»Deseo afirmar que ésta es la solución de un problema ético.

»0 mejor dicho: lo es en relación al hombre que care­ce de ética. Si, por ejemplo, actuara de acuerdo con la ética cristiana, entonces podría decir que está absoluta­mente claro: tiene que permanecer con ella, pase lo que pase. Entonces el problema es otro: ¿cómo sacar el ma-

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yor provecho de dicha situación?, ¿qué debería hacer para ser un buen marido en tan alteradas circunstan­cias?, etc. La pregunta "¿Debería dejarla o no", en este caso, no constituye un problema.

»Alguien podría preguntar si el tratamiento de esta cuestión en la ética cristiana es correcto o no. Yo diría que esta cuestión carece de sentido. Quien lo preguntara podría decir: "Supongamos que contemplo este proble­ma desde un ética distinta —quizá la de Nietzsche— y digo 'que no, que no está claro que él tenga que perma­necer con ella, que por el contrario... etc.' Seguro que una de las dos respuestas tiene que ser la correcta. Debe de ser posible decidir cuál de las dos es correcta y cuál errónea".

»Pero no sabemos cómo sería dicha decisión, cómo se determinaría, qué clase de criterios se usarían, y así sucesivamente. Es comparable a afirmar que debe de ser posible decidir cuál es el más correcto entre dos modelos de precisión. Ni tan siquiera sabemos lo que pretende quien ha formulado tal pregunta.»

Retomó esta cuestión de la «ética correcta» más tarde. Lo hizo en una ocasión (1945) cuando estaba discutiendo las relaciones entre ética, psicología y sociología. «La gen­te ha tenido la noción de una teoría ética, la idea de en­contrar la verdadera naturaleza de la bondad o del deber. Platón quiso hacer esto —dirigir la investigación hacia la búsqueda de la verdadera naturaleza de la bondad— para conseguir objetividad y evitar relatividad. Pensó que la relatividad debía evitarse a toda costa, puesto que des­truiría el imperativo en moralidad.

«Supongamos que simplemente describimos Sitien und Gebraüche (modos y costumbres) de diversas tribus: esto no sería ética. Estudiar modos y costumbres no equivaldría a estudiar reglas o leyes. Una regla no es ni una orden —porque no hay nadie que dé la orden— ni un enunciado empírico acerca de cómo se comporta la ma­yoría de la gente. Ambas interpretaciones ignoran las dife­rentes gramáticas, los distintos modos en que se utilizan

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las reglas. Estas no se usan como las órdenes ni tampoco como las descripciones sociológicas. Si compro un juego en Woolworth's, en el interior de la tapa hallaré una serie de reglas que comienzan así: "En primer lugar, coloque las piezas de tal y tal manera". ¿Es esto una orden? ¿Es una descripción, una afirmación acerca de que alguien nunca ha actuado o actuará siempre de tal manera?

»Alguien puede decir: "Aún existe diferencia entre ver­dad y falsedad. Cualquier juicio de ética, cualquier siste­ma, puede ser verdadero o falso". Recordemos que "p es verdadero" significa simplemente "p". Si digo: "A pesar de que creo que eso y aquello es bueno, puedo estar equi­vocado", no estoy diciendo otra cosa que lo que he afir­mado puede negarse.

»0 bien imaginemos que alguien dice: "Uno de los sistemas de ética debe ser el correcto, o el que se halle más próximo a serlo". Bien, supongamos que afirmo que la ética cristiana es la correcta. En tal caso, estoy formu­lando un juicio de valor. Lo que equivale a adoptar la ética cristiana. No es lo mismo que decir que entre va­rias teorías físicas ha de haber una que sea la correcta. La manera en que alguna realidad se corresponde —o entra en conflicto— con una teoría física no tiene contraparti­da aquí.

»Afirmar que existen diversos sistemas de ética, no equivale a afirmar que todos ellos sean igualmente correc­tos. Esto carece de sentido. De la misma manera que ca­recería de sentido afirmar que cada uno es correcto desde su propio punto de vista. Lo único que significaría es que cado uno juzga como lo hace.»

Estos fragmentos (acaso elegidos con poca fortuna) de sus últimas discusiones muestran paralelismos con las últimas reflexiones acerca del lenguaje, de la lógica y de las matemáticas. No existe ningún sistema en el que sea posible estudiar, en su pureza y esencia, lo que es la ética. Usamos el término «ética» para una variedad de sistemas y tal variedad es importante para la filosofía. Evidente­mente, diferentes sistemas éticos poseen puntos en co-

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mún. Deben de existir razones para afirmar que la gente que sigue un determinado sistema está haciendo juicios éticos: que consideran esto o aquello como bueno, y así sucesivamente. Pero de aquí no se sigue que lo que esta gente diga deba ser expresión de algo más fundamental. Wittgenstein acostumbraba a afirmar que, en filosofía, lo que se ha probado particularmente fructífero es lo que se podría denominar «método antropológico». Es de­cir, imaginemos «una tribu en la que esto se hace de la siguiente forma: ...». Y, en una ocasión, cuando le men­cioné la frase de Goering «Recht ist, was uns gefalt»* Wittgenstein dijo: «Incluso esto es un tipo de ética. Es útil para silenciar objeciones hacia una determinada acti­tud. Y debería ser considerado conjuntamente con otros juicios y discusiones éticas que podamos tener que llevar a cabo».

En el período inmediatamente anterior a las Investi­gaciones trató de asentar la forma en que había pensado, en el Tractatus, acerca de la lógica. Por ejemplo: «en lógi­ca disponemos de una teoría, que debe ser clara y simple, a través de la cual yo pretendo saber qué es lo que hace que el lenguaje sea lenguaje. Estoy de acuerdo en que todo lo que denominamos lenguaje posee imperfecciones e impurezas, pero quiero llegar a conocer lo que ha sido adulterado. Aquello a través de lo cual soy capaz de decir algo». Lo que en el Tractatus dice acerca del «signo real» (das eigentliche Zeichen) o de la «proposición real» ilus­traría este punto. Y hay una tendencia similar en lo que afirma acerca de la ética. «Lo ético», que no puede ser expresado, es el único modo a través del cual soy capaz de pensar lo bueno y lo malo, a pesar de las expresiones impuras o carentes de sentido que he de usar.

En el Tractatus consideraría diferentes maneras de decir una cosa con el fin de encontrar qué es lo esencial en su expresión. En la medida en que podemos ver qué tienen en común las diversas formas de su expresión,

* «El derecho es lo que nos place.»

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somos capaces de apreciar lo que de arbitrario hay en cada una de ellas y distinguirlo de lo necesario. Hacia el principio de la «Conferencia sobre Etica» (véase la pág. 34) dice: «Si ustedes miran a través de la gama de sinónimos que les voy a presentar, espero que serán capa­ces de ver los rasgos característicos de la ética».

En el Cuaderno Marrón* sin nombrarlo como modos distintos de decir lo mismo, describiría constantemente «distintas maneras de hacerlo». Tampoco creyó que fuera posible llegar al corazón del asunto viendo qué es lo co­mún a todas ellas. No las consideraba torpes intentos de decir lo que ninguna de ellas dice nunca a la perfección. La importancia de la variedad reside no tanto en fijar la mirada en la forma no adulterada, como en mantenernos alejados de su búsqueda.

Cuando afirma que todo juego de lenguaje o sistema de comunicación humana dado es «completo», quiere decir que, si tratamos de dotarnos de un sistema más perfecto y amplio para lo que se puede decir por medio de él, incurriremos en confusiones. Todo lo que pueda decirse en el nuevo sistema no será lo que se decía en el juego original (pensemos en la propaganda hecha alrededor de los lenguajes formalizados). Cuando estudiamos sistemas éticos distintos del nuestro, nos sentimos especialmente tentados a interpretarlos. Nos inclinamos a pensar que las expresiones tal como se utilizan en estas discusiones éticas tienen el significado que nos sugieren, en lugar de mirar lo que aquí se hace con ellas. Wittgenstein men­cionó L'homme est bon y La femme est bonne. «Conside­ren la tentación de pensar que esto ha de significar real­mente que el hombre tiene una bondad masculina y la mujer una femenina. Tentación que puede ser realmente fuerte. Y, en cambio, esto no es lo que dicen los france­ses. Lo que realmente quieren decir es lo que realmente dicen: "L'home est bon" y "La femme est bonne". Al con­siderar un sistema ético distinto puede haber una fuerte

* Wittgenstein, L . , Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1984. [T.]

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tentación de creer que lo que nos parece que expresa la justificación de una acción es lo que realmente la justi­fica en este sistema, mientras que las razones reales son las razones que se dan. Estas son las razones a favor o en contra de la acción. "Razón" no siempre significa lo mismo; y, en ética, debemos abstenernos de dar por sen­tado que las razones tienen que ser de un tipo distinto a tal como vemos que son.»

Vniversity College, Swansea RUSH RHEES

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Kl objetivo de la colección Pensamiento Contemporáneo es proporcionar al lector interesado en este tema, y no sólo al especialista, un conjunto de textos de autores representativos del pensamiento de nuestro tiempo, textos en los que los mismos autores formulan de manera clara y concisa lo más significativo de su propuesta teórica, aquello que les ha convertido en clásicos de la filosofía del siglo XX.

El presente volumen recoge, junto con otros materiales afines, el texto de la conferencia pronunciada por Ludwig Wittgenstein en la sociedad "The Heretics", en Cambridge, el 2 de enero de 1930. En ella, el filósofo vienes explícita sus opiniones respecto de una problemática por la que siempre se sintió hondamente preocupado, siendo esta determinación la que hace que lo ético ocupe en el conjunto de su obra un sordo lugar central. Porque, en efecto, siendo cierto que muchas de las claves para una comprensión más completa de este texto se hallan repartidas en papeles anteriores, lo es también que, aunque el Wittgenstein posterior no escribiera sobre moral, nunca abandonó su idea de que la ética constituye un valioso documento de una tendencia profunda del espíritu humano. Este insobornable convencimiento resulta especialmente llamativo en alguien como él, que descartaba que la ética se pudiera enseñar, que fuera una ciencia o que resultara posible conducir a los hombres al bien. Tal vez ello tenga que ver, como origen o como resultado, con su esperanza de vida: "mi vida consiste en darme por satisfecho con algunas cosas", declaró en otra ocasión. La introducción ha corrido a cargo de Manuel Cruz, catedrático de Filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona.

ISBN aM-7Sm-S25-^

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