con la venda en los ojs

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Con la venda en los ojos Ana María Sandoval 10 confesaré todo aunque se diga que soy un cínico , pero le aseguro que en mi lugar usted hubiera hecho lo mismo. Es cierto que ella me desesperaba, que ya estaba harto, no intento justificarme pero es la verdad. Yo era un pesimista fiel a la causa, vivía amargado, frustrado y cuando volvía a casa después del trabajo ella siempre estaba feliz , insoportable mente feliz. Esa sonrisa estúpida que no se le despegaba de los dien- tes me irritaba; se lo dije muchas veces: "sólo los idiotas se ríen todo el tiempo". Ella respondía lo mismo: " si vieras el mundo a través de mis ojos serías dichoso". Ya eso era demasiado . Sí, yo sabía que él no me soportaba, nunca se molestó en disimularlo, pero jamás pensé que sería capaz de hacer lo que me hizo. Le tenía paciencia porque pensaba que algún día cambiaría, cuando aprendiera a ver la vida como yo, cuando por fin, a fuerza de perseverancia, hiciera de él un hombre nuevo. ¿Que si sospeché lo que pla- neaba? No, nunca, a pesar de todo creía en él , no esperé tanta crueldad. Una tarde me detuve en el bar de la esquina, no tenía ganas de ir a casa. Llegó Pedro y pedí dos cervezas . Allí me contó la historia del hindú. Yo sabía que su madre estaba grave y temía preguntarle si ya había muerto, no tanto por el dolor o la molestia que podría provocar, sino porque no me gusta dar pésames ni soy bueno diciendo las cosas que se esperan, palabras de consuelo que a no me salen; fue él quien sacó el tema de la enfermedad de su madre y su curación milagrosa. Mi amigo estaba exaltado, yo no le creí, tuve mis dudas y se lo dije. "Es verdad, te lo juro -me aseguró- era un cáncer avanzado, tenemos los estudios médicos, ya la habían desahuciado yel hindú la curó pasándole un nardo por el pecho y dándole unas bebidas extrañas; la prueba es que la vieja está viva y sana, rejuvenecida, si no me creés podés ir a visitarla". Tenía que creerle, y por cortesía guardé la servilleta de papel donde anotó la dirección del hindú "por si se te ofrece algo". Ese día no pensé nada, me pareció una historia extraña, 65

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narrativa

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Con la venda en los ojos Ana María Sandoval

10 confesaré todo aunque se diga que soy un cínico, pero le aseguro que en mi lugar

usted hubiera hecho lo mismo. Es cierto que ella me desesperaba, que ya estaba harto,

no intento justificarme pero es la verdad. Yo era un pesimista fiel a la causa, vivía

amargado, frustrado y cuando volvía a casa después del trabajo ella siempre estaba

feliz, insoportablemente feliz. Esa sonrisa estúpida que no se le despegaba de los dien­

tes me irritaba; se lo dije muchas veces: "sólo los idiotas se ríen todo el tiempo". Ella

respondía lo mismo: "si vieras el mundo a través de mis ojos serías dichoso". Ya eso era

demasiado.

Sí, yo sabía que él no me soportaba, nunca se molestó en disimularlo, pero jamás

pensé que sería capaz de hacer lo que me hizo. Le tenía paciencia porque pensaba que

algún día cambiaría, cuando aprendiera a ver la vida como yo, cuando por fin, a

fuerza de perseverancia, hiciera de él un hombre nuevo. ¿Que si sospeché lo que pla­

neaba? No, nunca, a pesar de todo creía en él, no esperé tanta crueldad.

Una tarde me detuve en el bar de la esquina, no tenía ganas de ir a casa. Llegó Pedro y

pedí dos cervezas. Allí me contó la historia del hindú. Yo sabía que su madre estaba

grave y temía preguntarle si ya había muerto, no tanto por el dolor o la molestia que

podría provocar, sino porque no me gusta dar pésames ni soy bueno diciendo las cosas

que se esperan, palabras de consuelo que a mí no me salen; fue él quien sacó el tema

de la enfermedad de su madre y su curación milagrosa. Mi amigo estaba exaltado, yo

no le creí, tuve mis dudas y se lo dije. "Es verdad, te lo juro -me aseguró- era un cáncer

avanzado, tenemos los estudios médicos, ya la habían desahuciado yel hindú la curó

pasándole un nardo por el pecho y dándole unas bebidas extrañas; la prueba es que la

vieja está viva y sana, rejuvenecida, si no me creés podés ir a visitarla". Tenía que

creerle, y por cortesía guardé la servilleta de papel donde anotó la dirección del hindú

"por si se te ofrece algo". Ese día no pensé nada, me pareció una historia extraña,

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guardé la dirección y me fui a casa. De nuevo la vocesita cristalina de mi mujer

torciéndome los nervios, otra vez aceptar sus cuidados que me irritaban; como no

teníamos hijos ella me echaba encima su instinto maternal, vivía pendiente de mí, se

adelantaba a mis deseos, me sofocaba. Yo era la luz y ella un insecto volando a mi

alrededor.

Es que mi vida no tenía sentido sin él. OIga me decía que no dependiera tanto, que

trabajara, que hiciera algo, pero yo qué iba a hacer si siempre pensaba en él, si progra­

maba mis días según sus horas: a las ocho sale a trabajar, a las diez y media lo llamo,

a las once lavo su ropa, a las tres la plancho; a las cuatro lo llamo, a las cinco empiezo

a prepararle la cena, a las seis regresa, le llevo las pantuflas, a las ocho cena, a las

nueve mira televisión, a las diez nos dormimos, y el día siguiente es igual. Pero era mi

vida y no quería salir de allí, como un pajarito que se acostumbra a la jaula y aunque

la abran no sale porque la libertad le da miedo. Yo me sentía como un líquido que se

diluía en él. Si no lo hubiera tenido para llenar mis días ¿qué caso tenía vivir?

Cuando esa noche me dijo por centésima vez que ya no fuera así, que no estuviera

enojado con ella, que aprendiera a ver la vida a través de sus ojos, me enfurecí pero no

le dije nada, me desvestí y casualmente cayó del bolsillo la dirección del hindú. Fue un

chispazo diabólico, un pensan1iento fugaz que más tarde regresó y se quedó dando

martillazos en mi cabeza. Al día siguiente fui a buscarlo. Una muchacha me abre la

puerta y me hace pasar a una sala grande; mientras espero al gurú observo la habita­

ción: sobre una mesa conviven las estatuillas de Shiva el destructor y Vishnú el protec­

tor. El olor del incienso empieza a adom1ecem1e, sándalo, flores, veo el hilito de humo

y casi se me cierran los ojos. Pienso en Krishna y se me viene a la mente George Harrison,

no lo puedo evitar; empiezo asusurrar aquella su canción: mal' suít lord, ai rilí guanusí

yu lord, borit teik salón maaaay lord, tararara. Pues no tomó mucho tiempo, porque

el señor (que no es dulce ni mío) apareció con aires de brahmán y un turbante blanco

que contrastaba con su cara morena. Le expliqué brevemente mi plan y al principio se

indignó, retrocedió dos pasos haciendo movimientos con las manos como si quisiera

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limpiar en un vidrio lo que yo había dicho. Pero no me rindo fácilmente, por algo soy

el mejor vendedor en la compañía de seguros. Le supliqué que me ayudara. Recordando

palabras aprendidas en mis búsquedas juveniles, le dije que yo vivía en el sarnsara

pero anhelaba alcanzar el nirvana y que no podía arrastrar más ese karma. Le hablé

de que mi mente estaba en el avidya, en la dualidad, pero que con su ayuda llegaría al

samadhi, al tao; le aseguré que en una vida pasada él había sido mi padre y tenía la

obligación de ayudarme en ésta. Nada lo convenció. Recurrí a la ayuda infalible de

Benjamín Franklin; no invoqué su espíritu, simplemente puse sobre la mesa tres

billetitos de cien dólares, él los vio extasiado como si se tratara de su mandala y

tomándolos de un manotazo los guardó en el bolsillo de su túnica impecablemente

blanca. Me dijo con su voz cavernosa que volviera al día siguiente con mi mujer.

Esa noche fue la más feliz de mi vida. Él llegó eufórico, nunca lo vi como entonces. Me

dijo que quería cambiar, que estaba convencido de que por amor a mí deseaba ser un

hombre distinto pero que necesitaba mi ayuda, que era necesario que lo acompañara

al día siguiente a ver a un curandero que haría el prodigio. Ya se imagina cómo me

sentía, en las nubes, el momento soñado por tanto tiempo había llegado, mi amado

esposo quería cambiar por mÍ. Había logrado el sublime propósito de toda mujer al

abrazar la cruz del matrimonio: transformar al Pithecanthropus erectus, o no tan

erectus, en Horno sapiens. Lo que no terminaba de gustarme era lo del curandero; para

colmo extranjero. Sugerí mejor un psicólogo, o mucho mejor, un sacerdote, pero dijo

que no, que quería hacerlo de ese modo y necesitaba mi apoyo. ¿Cómo negárselo si me

lo pidió arrodillado, llorando?

Ese embuste de que los hombres no lloran es una gran cosa, porque las lágrimas

masculinas son mucho más efectivas que las femeninas, seguramente por escasas y

deseadas; se cumple aquí, como en todo, la ley de la oferta y la demanda. Por supuesto

que lloré, me arrodillé, le supliqué, ¡ah, con mi talento histriónico me hubiera ido

mejor en Holl}Wood que vendiendo seguros! El hecho es que la convencí, no era difícil

con ella, y al día siguiente a las diez de la mañana estábamos donde el hindú; ella un

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poco recelosa acariciaba mi mano como la madre que lleva al niño al dentista y quiere

ayudarlo a pasar el mal rato. La odié por eso, su mano blanca y sudorosa lamiendo la

mía me daba asco, hubiera querido hacerla a un lado y decirle ya dej ame, como siem­

pre, pero ahora no podía. Ella miraba fijamente los objetos de la habitación; sé que

estaba asustada, pero con su voz de flauta dijo quedo: "qué bo-ní-to". No era cierto,

no le gustaban la habitación, ni el incienso, ni las flores, "¿que bonito qué?" pregunté

casi perdiendo los estribos. "Tó-do" respondió afinando más la voz. iEl colmo!

Sí, me tragué el miedo que sentía; por algo lo sentía, debí sospechar en ese momento.

No era la primera vez que me tragaba el miedo, siempre lo hacía cuando estaba con él,

porque su ira me hacía temblar, sus gritos me atemorizaban y el temor se me incrus­

taba en la garganta, como un pito de barro, como una flauta que chillaba cuando yo

quería hablar. Entonces llegó el hombre del turbante blanco, me miró con sus ojos

negros, profundos, yel miedo creció; no entendí lo que dijo, me alargó una copa con

un líquido lechoso que yo no quería tomar, ¿por qué? ¿para qué?, si no era yo la que

necesitaba ayuda.

iTómalo, mi amor! le dije con calma, acaricié su pelo y me vio con la docilidad de un

perro, recibió la copa y su mano temblaba; en ese momento sentí lástima, pero no la

suficiente como para echarme atrás. Lo apuró de un trago, hizo un gesto de desagrado

y quedó profundamente dormida. El hindú y su ayudante la llevaron a una mesa en

el cuarto vecino, dormiría durante dos días, el tiempo que yo podría usar sus ojos.

Sentí que una corriente eléctrica sacudió mi espalda y se me aflojaron las piernas

cuando vi al hindú introducir su dedo índice debajo del párpado de mi mujer. Con un

movimiento preciso, como se toma una canica, sacó el derecho primero, luego el

izquierdo, y los colocó en un vaso con agua y sal, como en un mar de lágrimas. En­

tonces él me vio con una mirada fría y cortante; yo sabía lo que seguía, estaba excitado,

mi corazón bailaba mambo y una vena en mi sien saltaba siguiéndole el paso. Me dio

la copa con el líquido blanco, lo tomé sin saborearlo y todo se hizo negro. No puedo

explicar lo que sentí al despertar, todo era tan luminoso, tan distinto. Me vi al espejo y

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yo no era yo, era el muchacho de hacía diez años, ¡increíble!, ¡así es como ella me

veía! quería conocer ese mundo que ahora me gustaba, descubrí que las flores tenían

color y olor, era como haber vivido encerrado en un cuarto oscuro y de repente salir a

la luz, así de intenso fue el cambio. Ella se quedaría los dos días allí, en casa del hindú,

profundamente dormida, yo volvería al vencer el plazo y él haría la misma operación

al revés. Cuando ella despertara tendría de nuevo sus ojos y nunca se enteraría de lo

ocurrido. Salí de allí feliz, a estrenar el mundo.

Pasaron los dos días y él no llegó. Cuando desperté todo era oscuridad, no podía abrir

los párpados pero mi mente estaba en estado de vigilia, me sentí presa en un hoyo

negro, supe que estaba ciega. Grité. No sabía dónde estaba, palpaba los objetos sin

poder reconocerlos, tropezaba con los muebles, el miedo creció y fue pánico, tembla­

ba, la angustia me cerraba la garganta. Sentí una mano que me tomaba por el brazo,

¿quién es? ¿dónde estoy? ¡esa voz! ¡ese acento, las palabras incomprensibles!, de pronto

recordé. Lo llamé, grité su nombre hasta se me secó la voz; el hombre que apretaba mi

brazo dijo algo sobre devolverme la vista, sentí en los labios otra vez el sabor amargo

de aquel brebaje y ya no sé.

No podía devolverle sus ojos. Lo supe al final del primer día; me sentía tan bien, tan

dichoso como nunca, ¡cuánta razón tenía mi pobre mujer!, a fuerza de repetirlo se le

cumplió, ahora veía el mundo con sus ojos y me gustaba tanto que ni siquiera sentía

remordimientos por robarlos. En la agencia de seguros los compañeros estaban asom­

brados por mi cambio; yo les dije que estaba en uno de esos cursos de autosuperación.

Me di cuenta de que el hindú le puso a ella mis ojos cuando la vi entrar enfurecida y

reconocí en ellos el rojo caliente de la ira; yo sabía bien cómo me veía, lo que estaba

sintiendo y tuve miedo, mi propia mirada me aterrorizó desde su cara. Sabía que era

capaz de todo porque la rabia llevaba las riendas.

Cuando desperté sentí náusea. Todo era tan feo y gris, era como haber vivido

siempre en la luz y de repente quedar encerrada en un cuarto oscuro. Salí a la

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calle desesperada; el curandero me explicó lo que ocurrió y fui a buscarlo. Era un día

caluroso, la transpiración de la tierra subía como un vapor que me agotaba. Sudaba,

la blusa se me pegaba al cuelJlo, no sabía cuánto tiempo había estado dormida pero

por el olor de mi ropa supe que mucho, me dolía la cabeza y todo me disgustaba, el

tráfico, la gente, el calor mismo me hacía enfurecer. Al llegar a su oficina me lancé

sobre él, estaba fuera de mí, la ira no sale del cerebro, sale del corazón y del vientre, es

una fuerza quemante, se apodera de las manos, de las piernas, de todo el cuelJlo, lo

controla o lo descontrola todo. Me lancé sobre él, le grité que era un maldito ladrón,

quiso defenderse pero alcancé a clavarle las uñas antes de que sus compañeros llegaran

a sujetarme por los brazos; el infeliz salió corriendo, grité pero nada impidió que

alcanzara la calle.

La cara me sangraba, cubrí las marcas de sus uñas con el pai1uelo y corrí hasta llegar

a la estación de buses, abordé el primero que salía, sin saber a dónde iba. Tenía que

alejarme, no podía permitir que ella me encontrara, no soportaba la idea de devolverle

los ojos. Llegué por la noche a un pueblo anónimo, hacía frío, el dueño de la pensión

desconfió al notar que no llevaba equipaje pero le dije brevemente que ibade paso, que

saldría al día siguiente. Esa noche decidí irme del país. Me quedé en ese pueblo el

tiempo suficiente para que mi hermano me enviara dinero y el pasaporte; por él me

enteré de que ella estaba recluida en un hospital psiquiátrico. Debería decir que me

arrepentí, que me sentí culpable, pero no fue así, no podía dejar entrar ningún senti­

miento que me hiciera flaquear.

No podía creerlo cuando me llevaron al manicomio. Juré que era cierto lo del hindú,

grité lo del robo de mis ojos; el psiquiatra me veía con tal compasión que supe que no

me creía una palabra. Le pedí que fuera a buscar al hindú, le di la dirección, supliqué

que me creyera, que nunca antes había estado tan lúcida, que si en algún momento de

mi vida estuve loca no era ahora sino cuando le entregué mi vida a ese hombre. Al día

siguiente me dijo que ningún hindú vivía en esa casa, que estaba vacía. No sé si es

verdad o lo dijo para mantenerme prisionera. Nadie me creyó. La ira fue perdiendo

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fuerza y al cabo de un tiempo llegó la desesperanza y finalmente la resignación. Yaquí

sigo, no sé cuánto tiempo he estado presa. Sin su horario he perdido la noción del

tiempo.

Salí del país y me establecí en este lugar, nadie conoce mi pasado y le ruego a usted

discreción. Me casé de nuevo con una muchacha alegre como yo, nos entendemos

bien y compartimos la belleza infinita de la vida. Apenas recuerdo mi existencia de

antes, cuando vivía en la zona gris; casi había olvidado que esta dicha se la debo a

ella ... ¡pobre! Supe que sigue en el hospital, los médicos creen que ha empeorado

porque hace tiempo pidió una venda negra con la que se cubrió los ojos: insistía en no

ver el mundo horrible y hostil, prefirió el camino árido de la ceguera. Me cuentan que

sale al jardín por las mañanas y se sienta al sol, a aspirar el color de las flores, a sentir

la luz sobre la piel y se queda así el resto del día: con la venda en los ojos.

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