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Horizontes Antropológicos
54 | 2019Antropologia e emoções
“Con el Jesús en la boca”: miedo y vida cotidianaen sociedades en guerra. El caso de Tumaco(Nariño, Colombia)
Daniel Castaño Zapata y Gabriel Ruiz Romero
Edición electrónicaURL: http://journals.openedition.org/horizontes/3176ISSN: 1806-9983
EditorUniversidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS)
Edición impresaFecha de publicación: 31 mayo 2019Paginación: 23-50ISSN: 0104-7183
Referencia electrónicaDaniel Castaño Zapata y Gabriel Ruiz Romero, « “Con el Jesús en la boca”: miedo y vida cotidiana ensociedades en guerra. El caso de Tumaco (Nariño, Colombia) », Horizontes Antropológicos [En línea],54 | 2019, Puesto en línea el 10 agosto 2019, consultado el 10 agosto 2019. URL : http://journals.openedition.org/horizontes/3176
© PPGAS
Horiz. antropol., Porto Alegre, ano 25, n. 54, p. 23-50, maio/ago. 2019
Artigos Articles
http://dx.doi.org/10.1590/S0104-71832019000200002
“Con el Jesús en la boca”: miedo y vida
cotidiana en sociedades en guerra. El caso
de Tumaco (Nariño, Colombia)
“With Jesus in our mouth”: fear and daily life in
societies at war. Tumaco (Nariño, Colombia)
Daniel Castaño Zapata*
* Universidad de Medellín – Medellín, Antioquia, Colombia
https://orcid.org/0000-0001-5013-0258
Gabriel Ruiz Romero**
** Universidad de Medellín – Medellín, Antioquia, Colombia
https://orcid.org/0000-0002-3736-7039
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Daniel Castaño Zapata; Gabriel Ruiz Romero
Resumen
El artículo desarrolla una exploración analítica en torno al miedo como afecto estruc-
turante de la vida cotidiana de una comunidad en situación de guerra. Examinamos
la manera en que el miedo construye la cotidianidad de los habitantes de Tumaco
(departamento de Nariño, suroccidente colombiano) y, para hacerlo, describimos la
manera en que tal afecto permea su vida individual y colectiva. Partimos de la idea
de que el miedo defi ne lógicas relacionales y de subordinación que posteriormente
tienden a su aparente normalización, tornándose sustento de ejercicios de domina-
ción. En esta exploración del miedo como afecto orientador de la acción social, las
historias cotidianas sobre las atrocidades emergen como puntos nodales en los que
ésta se articula. El artículo concluye que el miedo tiene una capacidad performativa
que viene dada por su poder de crear una realidad social en la que se funden rutina y
acontecimiento extraordinario.
Palabras clave: horror; miedo; orden simbólico; Tumaco.
Abstract
This paper develops an analytical exploration about fear as structuring aff ection of
everyday life in a community at war. We examine how fear structures the everyday life
in Tumaco (Nariño, Colombian South-Western). To do so, we describe how fear defi nes
relational and subordination logics that afterwards tend to be normalized becoming
what sustains relations of domination. In this exploration of fear as guiding source of
action, daily stories about atrocities emerge as decisive for the coordination of social
action. The paper concludes that fear has a performative capacity, originated in its
symbolic power to constitute social realities in which routines and extraordinary
events merge.
Keywords: horror; fear; simbolic order; Tumaco.
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“Con el Jesús en la boca”
The social and cultural dimensions of violence are what give violence
its power and meaning.
Scheper-Hughes y Bourgois (2004, p. 1).
Estos por qué, no eran los por qué de la guerra sino los por qué de las atrocidades.
Nahoum-Grappe (2004, p. 239).
Introducción1
Comencemos con la constatación de una difi cultad metodológica. La investiga-
ción que deriva en este artículo ha requerido trabajar con la escurridiza natura-
leza del tema abordado. El miedo es parte fundamental de la fenomenología del
terror, pero una parte difícil de aprehender. En tanto emoción social, se expresa
desde las sombras como manifestación oculta del estado de emergencia coti-
diano (Green, 1999) en el que deben vivir poblaciones cuyas tramas de signifi -
cado están atravesadas de forma profunda por la violencia. Es por este carácter
que se trata de un fenómeno al cual se accede analíticamente de soslayo.
Por lo anterior nuestro material de trabajo, a través del cual tratamos de
acceder a la forma en que el miedo estructura la vida cotidiana de una pobla-
ción que vive en medio de la guerra, está constituido no sólo por testimonios
directos sino por la presencia de rumores. En un contexto en el que el silencio
ha devenido en idioma de un consenso construido de forma violenta (Green,
2004, p. 190), los rumores y las historias que circulan en voz baja se alzan como
manifestación de ese silencio impuesto. En tanto material de trabajo etnográ-
fi co, son “suplantados, reemplazados y olvidados casi al mismo momento de su
aparición” (Nordstrom; Robben, 1995, p. 16, traducción nuestra).
Así, cuando se trabaja en contextos de guerra prolongada, el proceso de
construcción de un corpus de información empírica se torna complejo en la
medida que gran parte del material se expresa – en un contexto de tensión
relacional o de desconfi anza intersubjetiva – a través de comentarios, secretos,
1 La escritura de este artículo fue posible gracias a la Georg Forster Research Fellowship, conce-dida por la Fundación Alexander von Humboldt.
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“chismes”. Estos registros del testimonio, inverifi cables por su propia natura-
leza, operan performativamente en las dinámicas sociales, y, en defi nitiva, en
la construcción de sentidos comunes y ritualidades diarias que evidencian la
cristalización de relaciones sociales fundadas en el miedo y la violencia. En
este sentido, en comunidades profundamente marcadas por la guerra como
Tumaco (Nariño, suroccidente colombiano), en las narrativas referentes a acon-
tecimientos violentos resultan evidentes “algunos vacíos narrativos, silencios
y desvíos inquietantes” (Osorio, 2013, p. 136) que permiten intuir el miedo sub-
yacente a sus discursos. Se trata de lógicas, sentidos y prácticas cotidianas que
construyen la relación social permeada por la violencia, y en la cual los dis-
cursos sobre esta última son esquivos al menos por dos razones: la naturaleza
misma del acontecimiento violento, que lo es en tanto rompe con los marcos
valorativos y discursivos de una sociedad (Tonkonoff , 2017), y el temor primario
a la represalia por parte del detentador local de la violencia (Kalyvas, 2010).
La localidad de Tumaco, sitio donde se hizo el trabajo de campo de la pre-
sente investigación, es sintomática de los procesos de afectación social de
la guerra. Allí resulta evidente que el confl icto armado en Colombia es cada
menos el enfrentamiento entre organizaciones armadas y el Estado (o entre
ellas mismas) y cada vez más una “guerra contra la sociedad” (Pécaut, 2001). Es,
además, uno de los lugares donde se vive un “posconfl icto armado” (Restrepo,
2018), en tanto han surgido distintos grupos (algunos disidentes de las FARC,
otros con orígenes ligados al narcotráfi co) tratando de copar el espacio de
control que tenía aquella organización. Según Human Rights Watch (2018),
Tumaco tuvo la tasa de homicidios más alta del país en el año 2018 y es el
municipio donde más defensores de derechos humanos han sido asesinados
después del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC. Las accio-
nes de crueldad y barbarie que allí están teniendo lugar, como la existencia de
las denominadas “casas de pique”, han alcanzado niveles que ubican muchas
de las prácticas desplegadas en lo que, con Parrini (2017), podemos denominar
“hiperviolencia”.2
2 Esta denominación (“casas de pique”), para nombrar unos lugares en los que suceden diver-sos hechos asociados a la violencia, es parte de la fenomenología del terror de los rumores. Es la gran prensa la que ha popularizado el término, haciendo eco así de la forma en que, →
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No es nuestra intención entrar al campo descriptivo de estos actos de cruel-
dad, por ello no seremos minuciosos en ese punto – ya trabajado, entre otros,
por M. V. Uribe (1990) –. Buscamos partir de dicho diagnóstico, el que afi rma
que la eliminación del otro en la dinámica de la guerra reciente en Colombia
se ubica en el campo del horror (Caravero, 2009), para analizar los procesos de
socialización atravesados por el miedo. Específi camente nos interesa desarro-
llar una exploración en torno al miedo como emoción estructurante de la vida
cotidiana en una comunidad en situación de guerra. Examinamos la manera
en que la emoción del miedo permea la vida individual y colectiva de una
comunidad.
Coincidimos con Castillejo (2009, p. 299) en que la función de la antropo-
logía de la violencia es la de “concentrarse en los mecanismos mediante los
cuales, ante el advenimiento de la violencia en la vida cotidiana, diferentes
grupos sociales y comunidades buscan conferir sentido sobre el mundo; buscar
hacer inteligible lo que de otra forma podría parecer ininteligible”. Es por esto
que partimos de la idea de que el miedo defi ne lógicas relacionales y de subor-
dinación que posteriormente tienden a su aparente normalización.3 En esta
exploración del miedo como emoción permanente y orientadora de la acción
social, los rumores emergen como puntos nodales de la acción social. En ellos
confl uyen el miedo, el silencio y la dominación.
El análisis presentado ha sido construido a partir de un trabajo de campo
realizado en el municipio de Tumaco, entre los meses de junio y diciembre de
2017. Dicho trabajo se realizó en el contexto de una investigación más amplia
sobre la fenomenología del terror. A través de contactos con organizaciones
en las calles de la ciudad, por lo bajo, se llama a casas en las cuales se desarrollan distintas acti-vidades delincuenciales (desde trata de menores hasta asesinatos, pasando por tráfi co de dro-gas). Al nombrarlas así, incluso cuando los medios “aclaran” que se trata de “las mal llamadas casas de pique”, se contribuye al mecanismo de despliegue discursivo del horror, que es justo una de las formas en que la violencia logra desplegarse a través del entramado social.
3 Entendemos como lógicas relacionales aquellas relativas al vínculo interpares, al vínculo social como la amistad, el amor, la vecindad, el intercambio interpersonal tanto en el espacio público como privado. Entendemos, por su parte, la lógica de subordinación en el sentido que Laclau y Mouff e (2005) lo hacen: las relaciones de obediencia a un mandato emitido por quien detenta el poder, estando dicha obediencia determinada por las condiciones discursivas (ideológicas) que la producen. No se trata entonces de una perspectiva únicamente fi sicalista del poder.
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sociales locales y ONG, se pudo establecer conversaciones con habitantes de
algunos barrios donde está teniendo lugar una fuerte disputa territorial y ejer-
cicios de control social por parte de diversas organizaciones armadas.4 También
establecimos conversación con líderes sociales, periodistas y académicos de la
región. Por la situación de vulnerabilidad frente al accionar de los grupos en
disputa, las entrevistas tuvieron lugar por fuera de los lugares de residencia
de los informantes y siempre bajo la condición de preservar el anonimato de
las fuentes. Es por esto que hemos decidido evitar cualquier referencia con-
creta sobre el lugar donde habitan o la labor que desempeñan los informantes
cuyos testimonios alimentan este trabajo. También por ello hemos tomado
la decisión de fundir en un genérico “habitante local” a cada uno de dichos
informantes.
Ha sido el enfoque de etnografía multi-situada (Marcus, 1995) bajo el que se
ha desarrollado el trabajo en términos metodológicos. Este enfoque requiere no
tanto la presencia ininterrumpida en un territorio como el seguimiento de la
trama estudiada, esto es, el seguimiento de personajes y situaciones que están
relacionados de forma directa con el tema específi co sobre el que se está inda-
gando. Para la presentación de los resultados aquí expuestos, hemos optado
por construir un tejido narrativo-argumentativo no convencional en el que el
soporte teórico no está estructurado en un apartado independiente sino que
constituye un instrumento permanente de iluminación de las consideraciones
aquí consignadas.
De los estados afectivos
Es conocida la postura weberiana respecto del orden social: su primer análisis
debe enfocarse en la capacidad que tiene un agente de poder para que sus man-
datos sean obedecidos. Desde su enfoque teórico (Weber, 1964), lo importante
es observar la capacidad manifi esta del poder de hacerse obedecer, sean cuales
4 Para una visión panorámica del control social violento al interior de los barrios de Tumaco después de la fi rma del acuerdo de paz, ver Viaje… (2017).
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sean las motivaciones de dicha obediencia. El poder se expresa así en la capaci-
dad de generar una dinámica previsible del comportamiento individual y de los
procesos sociales. En este primer nivel de observación, el foco no está puesto en
lo que sienta el dominado (o una perspectiva interna de la obediencia) sino en
el nivel observable de su comportamiento.
Sin embargo, es evidente, y Weber es claro en esto, que no existe una obe-
diencia puramente exterior al sujeto, esto es, que no esté fundada en razones.
Dentro del registro de razones que sustenten la obediencia (Habermas, 2005),
el miedo se erige como la más primaria (en un sentido ontológico) y primige-
nia (en un sentido genealógico). Es decir, el miedo, “invisible, indeterminado y
silencioso, es el árbitro del poder” (Green, 1999, p. 227, traducción nuestra). El
miedo es, de esta forma, una emoción social en tanto es “ritualmente organi-
zada en sí misma y con signifi cado para los demás; moviliza un vocabulario, un
discurso, gestos, expresiones faciales” (Le Breton, 2013, p. 70). El ritual organi-
zado del miedo tiene implicaciones radicales en el despliegue de las lógicas de
dominación, en dimensiones como la previsibilidad del orden, la comunica-
ción y el vínculo entre dominados. Es esto lo que puede percibirse en un lugar
como Tumaco.
Este municipio, ubicado en el extremo más occidental del país, a orillas del
océano Pacífi co, muy cerca de la frontera selvática con Ecuador, pasó – en un
periodo de veinte años – de ser una región que estaba al margen de las diná-
micas del confl icto armado a ser el municipio con más hectáreas de coca sem-
bradas en el país (UNODC, 2018). Las fumigaciones de cultivos de coca con
Glifosato y el despliegue del denominado Plan Colombia (un paquete de ayuda
militar estadounidense) en los vecinos departamentos de Putumayo y Caquetá
(epicentros de los cultivos de coca hasta la década del 90), empujaron el con-
fl icto armado a este territorio a fi nales del siglo pasado. Se convirtió así, desde
el año 2002, en el epicentro de actividades de la Columna Móvil Daniel Aldana
de las FARC, la cual llegó a tener un poder casi hegemónico en la zona (Aponte;
Benavides, 2016).
Desde la fi rma del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC y
el consecuente desarme de esa guerrilla, Tumaco se ha constituido en un terri-
torio en disputa por organizaciones que buscan controlar no sólo los territorios
rurales donde se cultiva la coca, sino barrios costeros de la cabecera munici-
pal, como El Voladero, Nuevo Milenio, Panamá o Viento Libre, desde donde se
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embarca gran parte de las alrededor de 200 toneladas de cocaína que según la
Armada colombiana salen de allí (Viaje…, 2017).
La Fundación Paz y Reconciliación registró, en el año 2017, la presencia de
once distintos grupos armados en Tumaco que están siendo protagonistas de
una recomposición violenta del territorio (Fundación Paz y Reconciliación,
2017). Estos grupos tienen a su alrededor el caldo de cultivo perfecto para sus
intereses: una ciudad con una tasa de desempleo del 70%, con un 48,74% de
la población viviendo con alguna necesidad básica insatisfecha y el 16,73% de
la misma en condiciones de miseria (DANE, 2005).5 Por citar sólo un ejemplo,
el acueducto sólo provee agua a menos del 10% de la población y el servicio
de alcantarillado alcanza a un porcentaje incluso menor (Cámara de Comer-
cio de Tumaco, 2015). Las dinámicas de poblamiento y organización social
han estado allí ligadas a economías extractivas (oro, caucho, madera, tagua,
palma de aceite, coca) que más que procesos de desarrollo sostenible han
representado estrategias de supervivencia para la población local (Aponte;
Benavides, 2016).
La ciudad es lugar de la puesta en escena de los contrastes que trae consigo
un confl icto armado en el que han confl uido (casi hasta confundirse) la gue-
rra insurgente, la guerra contra-insurgente y el tráfi co de drogas. Mientras en
barrios como El Morrito o California se vive en palafi tos, sobre aguas negras
inundadas de basura, por otras calles del puerto se ven transitar camionetas de
alta gama con ocupantes ocultos tras vidrios polarizados. Es una de las ciuda-
des colombianas con más presencia militar (solo en enero de 2018, 2000 mili-
tares fueron enviados allí) y al tiempo, una de las que presenta la mayor tasa de
homicidios del país (222 personas asesinadas en el año 2017, según datos de la
Defensoría del Pueblo).
Algunos barrios de la ciudad son así territorios de soberanías en disputa
(Uribe, M. T., 1999). En ellos tienen el poder de facto los chicos encargados de
controlar la última etapa de la industria local de la cocaína: la del envío por
mar. En las calles se habla de los “niches panda” para referirse a los “mucha-
chos” que controlan el envío de los cargamentos. Una canción de Trap resuena
5 Estos datos aumentaban hasta el 59,32% y el 25,9%, respectivamente, si se consideraba sólo la zona rural. Las cifras del Censo (aquí presentadas) son las actualizadas en el año 2011.
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en cada esquina y es ella, nos dicen, la que tenemos que escuchar si queremos
comprender a esos chicos que dominan los barrios costeros de Tumaco:
Panda, panda nosotros somos niche panda
Nos gusta la rumba los lujos los culos
Por eso buscamos la plata
[…]
Lancheros esperan su plata, a las mamis
Les llevan la paca, nos vamos para Jardin Plaza
Compramos cadenas bacanas, luegos nos bajamos
Pa Tura y en la guarida explotamos champaña
[…]
Siempre nos ven en manada, nos hemos ganado la fama
Y el que nos la hace la paga.
(Niche Panda, Junior Jein).
Y el que nos la hace la paga. No es sólo un verso de una canción; es, en último
término, el resumen de la forma de control social que se ha impuesto en estos
barrios. Una persona que vive en uno de ellos, dominado por una organización
armada que ha sido capaz de disputarle la hegemonía de dominio al Estado
(y a otros grupos), y que, por tanto, impone ejercicios de soberanía violenta en
su zona de infl uencia, hablaba así del idioma de la crueldad desplegado por la
organización dominante:
[ellos] usaban esas técnicas [de crueldad] con la fi nalidad de amedrantar y asus-
tar a la gente. Palabras más, palabras menos lo que querían transmitir es: “si te
portas mal, te va a pasar lo mismo”. Y como [los habitantes del barrio] sabían que
esa gente era seria, la gente le tenía pánico, miedo, todo el mundo se encerraba.
Poco a poco la gente comenzó a encerrarse temprano. (Habitante local, entre-
vista personal, septiembre 26 de 2017).
Podría pensarse que ese encerrarse temprano manifi esta una racionalidad
práctica. Sin embargo, apartándonos de la concepción de sujeto de la acción
racional con arreglo a fi nes, optamos por una interpretación que, en términos
de Maff esoli (1997), podríamos instalar en el campo de la “razón sensible”. En
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efecto, lo que subyace en las palabras de este hombre es la manifestación de
una emoción que se proyecta en la vida cotidiana. Apelando a una prima-
cía de lo emocional frente a lo cognitivo, interpretamos las emociones como
núcleos de constitución social y subjetiva. Las emociones son gestionadas
culturalmente a través de sentimientos (Antón, 2015, p. 264) y es por esto que
no consideramos adecuado abordar analíticamente el miedo como un resi-
duo de la racionalidad o como un registro de segundo orden en la ontología
social y subjetiva. El miedo, en un contexto de soberanía armada, es gestor
social del orden.
No es entonces que existan racionalidades puramente emotivas, dramáti-
cas, normativas o prácticas, sino afectividades contextualizadas o desplegadas
en determinados órdenes simbólicos. La acción, aunque posea un fundamento
racional, no escapa al hecho de que esa razón está construida sobre el registro
del afecto. Si tiene sentido, entonces, hablar de una razón sensible es porque
ésta involucra la totalidad del sujeto comprometido en ella, implica a todo el
cuerpo del sujeto de la acción (Fericgla, 2012). En el campo social, las emocio-
nes refl ejan lo que el individuo de la racionalidad sensible “hace de la cultura
afectiva que impregna su relación con el mundo” (Le Breton, 2013, p. 70).
En este punto resulta útil una distinción entre emoción y afecto: “mientras
las emociones son, en gran medida, individuales, el afecto es intersubjetivo y
transmitido corporalmente” (Luna, 2018, p. 63, traducción nuestra). Los afectos
tienen así efectos públicos en tanto son constructores de pensamientos y senti-
mientos comunes (Stewart, 2007). Un afecto es, por tanto “contagioso” (Ahmed,
2010, p. 39) y de ahí el carácter socialmente construido de los estados afecti-
vos (Le Breton, 2005). El contagio del miedo, en particular, se da en Tumaco
mediante “lecciones” violentas que deben ser aprendidas por los habitantes
locales: “[…] sobre todo esto [arrojar cadáveres torturados en sitios públicos] era
para dar una lección: ‘si todos ustedes se siguen portándose mal, si siguen de
emisarios, si siguen de sapos [informantes] […] les va a pasar lo mismo’” (habi-
tante local, entrevista personal, septiembre 30 de 2017).
Al “asustar a la gente” y dar lecciones, no sólo mediante “técnicas” crueles
sino también – y quizá, especialmente – a través de la circulación de historias
y rumores sobre sus prácticas, los actores de la violencia producen unos esta-
dos afectivos sociales que les son útiles para sus ejercicios de dominación. Los
panfl etos amenazantes, que distintas organizaciones hacen circular (algunos
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de ellos con rifl es cruzados y una calavera como fondo), buscan alimentar esos
rumores que son reproductores del miedo:
La gente vive con mucho miedo ahora. Hace poco hubo la falsa alarma que lle-
gaban los paramilitares, ocurrió a mediados del año pasado. Tal fue el desespero
que todo mundo con esa falsa alarma se volcó a los montes, a la calle a correr,
despavorida, con ese miedo de que venían los paramilitares. (Habitante local,
entrevista personal, junio 23 de 2017).
En su estudio sobre la violencia desarrollada en el marco de la guerra contra-
insurgente en Guatemala, Finn Stepputat (2000) ha explicado que las masacres
allí no eran acciones aisladas (secluded) sino actos teatrales. Pero la teatralidad
de esos actos de crueldad no les viene del hecho de que precisen espectadores,
sino que incluso sin estos, tales acciones son perpetradas para el “consumo
público” (Stepputat, 2000, p. 132) del mensaje que ellas buscan propagar:
“A partir de las masacres la gente se lo tomó como un escarmiento, como un cas-
tigo… para escarmentar, para que no dijeran nada, para que se quedaran calla-
dos” (habitante local, entrevista personal, septiembre 28 de 2017).
La teatralidad narrativa del acto de horror crea así un silencio impuesto.
Quedarse callados es no poder nombrar lo que está sucediendo: “hay muchas
jóvenes desaparecidas. Las madres prefi eren decir que están de viaje” (habi-
tante local, entrevista personal, septiembre 30 de 2017). Pero no es sólo la con-
sumación de actos de horror los que constituyen el escarmiento. Existe también
una producción discursiva del miedo, una “intimidación a través de la difu-
sión del horror” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013). Las historias y
rumores que circulan sobre la violencia que ha tenido lugar operan como “actos
perlocutivos” (Austin, 1962), es decir, como discursos que producen un efecto
determinado en los receptores sociales, que son a su vez reproductores de ese
efecto (de allí el carácter contagioso del afecto del que hablamos arriba).
El pánico nace así de la interpretación social del mensaje producido por las
“técnicas” crueles: si te portas mal, te va a pasar lo mismo. El efecto del mensaje
es la producción de un orden fundamentado en un afecto social (el pánico) que
es el que produce “signifi cados con los cuales sujetos y comunidades moldean
su mundo y dan signifi cado a una experiencia violenta” (Osorio, 2013, p. 136). La
experiencia de la violencia se materializa en el cuerpo a través del miedo que
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se vuelve así organizador de las relaciones sociales. Es aquí donde descansa la
dimensión simbólica de la violencia: en los campos de representación social
que ella crea, en este caso, a través del estado afectivo compartido del miedo.
Del miedo
Muchos prefi eren no hablar. La “acomodación pragmática” (Santos; García,
2004, p. 65) que exige a los pobladores el contexto de violencia armada en el
que viven, hace que cada quien mida sus palabras y escoja con prevención a
sus interlocutores. El miedo se manifi esta también así en el silencio. “Hubo
silencio” es la expresión que según Stepputat (2000) representa el momento
posterior a un gran acto de crueldad armada. El silencio en Tumaco, y también
el encierro determinado por los toques de queda que los actores armados impo-
nen en sus barrios de dominación, son así refrendadores del miedo.
Se trata de un miedo que, aunque se experimenta en primer lugar en el
propio cuerpo, desde allí se proyecta al espacio social donde se reproduce al
refl ejarse intersubjetivamente. El miedo es así “una experiencia individual que
requiere, no obstante, la confi rmación o negación de una comunidad de sentido”
(Reguillo, 2006, p. 28). Cuando se confi rma en el otro, es decir, cuando encuentra
sustento intersubjetivo, el miedo deviene afecto estructurante de las dinámicas
sociales en contextos de violencia: él se sitúa en el núcleo mismo de los procesos
de dominación. Dice al respecto Elsa Blair (2005, p. 18), empleando términos
de Geertz (1996), que la violencia precisa, para reproducirse, más que armas o
actores violentos, “tramas de signifi cación”. Esto cobra aún mayor relevancia si
no reducimos la violencia a su manifestación material directa sino que la enten-
demos, en sentido amplio, vinculada con diferentes estructuras de dominación
que condicionan o determinan la propia vida social (Ferrándiz; Feixa, 2004).
El miedo se vuelve así el tejido de sentido a través del cual la violencia se
establece como sustento de una comunidad política (Delumeau, 2002; Robin,
2009). Hablamos, para nuestro caso, de una comunidad política constituida
como “comunidad del dolor”, es decir, una en la que sus integrantes se auto-
perciben como víctimas, actuales o potenciales, o como muy cercanos a ellas
(Sánchez, 2004, p. 73). Es de esto de lo que nos hablaba un profesor que trabajó
varios años en Tumaco:
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“Con el Jesús en la boca”
Yo empezaba con un ejercicio con mis estudiantes: “¿A cuántos de ustedes los
ha afectado directamente o indirectamente el confl icto?” No aparecía nadie
indirectamente, todos mis estudiantes decían: “no, a mi primo, a mi hermano”,
o sea, en la familia había una persona que había sido desplazada, que había
sido asesinada. Entonces yo decía “eso tiene una dimensión en una ciudad
como esta, que es relativamente pequeña, eso es demasiado fuerte”. (Entrevista
personal, junio 25 de 2017).
La existencia de comunidades del dolor desacredita los relatos racionalistas del
contrato social como pacto de voluntades libres e iguales. Así, al expresar que
quienes obedecen a aquellos que utilizan las técnicas del horror como su len-
guaje lo hacen porque “sabían que esa gente era seria, la gente le tenía pánico, miedo”,
manifi estan de esa forma la asimetría de fuerza que está en la base de lo social.
Elsa Blair (2005, p. 21) ha dicho que la violencia es culturalmente construida en
tanto es “una potencia que da forma y contenido a individuos específi cos den-
tro del contexto de historias particulares”. Unos individuos se elevan, así, como
ostentadores de la dominación mientras otros sólo pueden hacer parte de la
comunidad en tanto sometidos. Es la naturalización de esos contenidos de sig-
nifi cado subjetivo los que determinan la normalización de la violencia como
estructurante del sentido social.
En su estudio del miedo como idea política, Corey Robin (2009) señala
que aquel debe pensarse en el contexto de su producción, pues él siempre
supone una relación de poder que lo produce y a la cual le es funcional. El
miedo tiene así un espíritu conservador ya que busca crear una inestabilidad
social permanente que sea garante del statu quo, perpetuando, en este caso,
los privilegios de algunos en detrimento de las comunidades que habitan
los territorios bajo dominación armada. Los ejercicios de soberanías en dis-
puta pueden leerse, de esta forma, como luchas por determinar quién tiene
la autoridad de ser el productor del miedo. No se trata sólo de ganar un poder
territorial de facto (para asegurar, por ejemplo, rutas o espacios para el tráfi co
de drogas), sino de organizar, alrededor del miedo como afecto fundante, un
orden social asimétrico.
De lo que se trata es de una producción de precariedad (Butler, 2017). Lo
que les da poder simbólico a los actores violentos es la reproducción cons-
tante de la asimetría original a través de la cual ellos han organizado el espacio
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social de forma vertical. La vinculación social de los pobladores, su reconoci-
miento como iguales, se da alrededor de la común vulnerabilidad. Una persona
recordaba así lo que vio y experimentó cuando fue obligado a presenciar una
masacre:
[…] Unos lloraban, otros rezaban. Todo era cuestión de terror, ¿me entiende? Cues-
tión de miedo. Algunos decían: “¿será que aquí nos vamos a morir todos?” Otros
decían: “si fuera pa’ matarnos ya nos habían matado”. Es como un sentimiento de
indefensión porque eso le puede pasar a cualquier persona en cualquier momento,
sin que nadie pueda hacer nada al respecto, sin que inclusive uno que esté allí
pueda hacerlo. (Habitante local, entrevista personal, junio 22 de 2017).
Estos que son obligados a ver de frente la teatralización del exceso de la vio-
lencia atraviesan, en muy poco tiempo, el camino que, según Elsa Blair (2004,
p. 170), va desde el pánico hasta el terror:
A diferencia del pánico, el horror bloquea el instinto de fuga. Después está el
pavor que se toma su tiempo y va minando los nervios lentamente. El pavor se
acerca a los hombres, con pasos sigilosos, cuando el tipo de violencia está más
allá del límite de lo concebible […]. Y, fi nalmente, está el terror, ese grado máximo
del miedo, cuando lo desconocido irrumpe de forma repentina.
Pánico, horror, pavor, terror. No interesa tanto la defi nición de cada uno de
estos términos como su enunciación in crescendo. Lo relevante es el hecho
de que se trata de un espiral en ascenso que lleva hasta el “grado máximo
del miedo”, donde ya no es posible, ni siquiera, articular palabra (Sofsky, 1995,
p. 135, traducción nuestra). El miedo se vuelve así el afecto que “siembra ries-
gos en la subjetividad de los colectivos humanos” (Salazar, 2011, p. 32). Se trata
de un miedo fundamentado en el conocimiento (directo, como en el caso del
último testimonio, o a través de los rumores y panfl etos que llegan) de que
los grupos detentadores del poder, o que explicitan su presunción de domi-
nación, lo hacen mediante el ejercicio de la atrocidad. Sobre ese miedo, fun-
dado en la atrocidad y la común indefensión, se erige una comunidad cuyo
síntoma es el dolor y el silencio compartidos. El miedo deriva en silencio y el
silencio en normalidad, en estabilización del fenómeno traumático:
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Muchas personas escuchaban gritos, veían partes de personas, me refi ero a par-
tes del cuerpo de personas en la mar, en las playas cercanas al barrio, porque
eran lugares donde iban a dejar los cuerpos luego de haberlos desmembrado. […]
Pero la gente se hace la indiferente por temor, muchos saben todo lo que ocurre
en los barrios… pero por temor no dicen nada de todo eso que ocurre, es cuestión
de “me entero y me hago el que no sé por miedo a lo que me pueda suceder”.
(Habitante local, entrevista personal, septiembre 30 de 2017).
La teoría del horror desarrollada por Caravero (2009) y M. V. Uribe (1990) señala
que la gramática del horror radica en la manera en que afecta la distribución
del cuerpo. Desmembramiento, partes de cuerpos encontradas en el espacio público,
son elementos desestructurantes de una sintaxis social cuya gramática es el
miedo. En este sentido, el miedo del que hablan los testimonios presenta un
vínculo directo con el horror en tanto tiene como referente la manera en que
los victimarios actúan sobre el cuerpo, como lo harían sobre otras superfi cies
materiales. Se trata de elementos que existen, pero en otro ordenamiento y
régimen de manifestación: se desmiembra a los animales, no a los cuerpos
humanos; hay cosas que pueden encontrarse fl otando en el agua, pero no par-
tes humanas.
En este sentido, no es la fi nalidad ni el acto como tal lo que defi ne el horror,
sino su modalidad. Se trata de la crueldad como modo dominante de comu-
nicación (Blair, 2004); de un intercambio de sentidos y símbolos a través del
“poner a hablar” al cuerpo violentado (Castillejo, 2000, p. 24). La crueldad es
el plus de la violencia en tanto implica la utilización de los cuerpos como
“textos de terror” (Uribe, M. V., 2004). Este plus de violencia estalla el orden
simbólico desde su interior al romper con lo esperable del código social. Una
violencia que, en términos psicoanalíticos, pero también sociales, genera un
trauma. Las estructuras armadas establecen así un régimen de dominación
en tanto administran y organizan “pequeños terrores íntimos” (Deleuze;
Parnet, 1997, p. 71).
La crueldad opera como fuerte mecanismo de control social en tanto es
administradora del miedo. Su efi ciencia está determinada por la producción
de incertidumbre, por actuar de una forma tal que abre interrogantes que no
pueden ser respondidos y que, al quedar abiertos, permean cualquier posibili-
dad de estabilización social:
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Lo que me preocupa es que a G. lo podían matar en cualquier esquina. Me
preocupa por qué tenían que estar los otros presentes. ¿Por qué tenían que estar
presentes? No sé cuál es el mensaje… Cuál es el mensaje de haber tenido que
estar presente, de dejarnos vivos cuando en Tumaco matan sin tanto lío, en
cualquier parte. Es como que dicen, sin decirlo: “los traje para que ustedes vean”.
(Habitante local, entrevista personal, octubre 1 de 2017).
Decir sin decir, es ese el lenguaje del miedo producido por la crueldad de los ejer-
cicios de dominación de la violencia armada. La pregunta que emerge, luego de
leer los testimonios y presentar el horror como desestructurante de la coheren-
cia simbólica, es: ¿cómo es posible que dichos acontecimientos, sobre los cua-
les no puede fundarse una noción de normalidad social, se tornen predecibles,
normales? En palabras de Green (1999, p. 231, traducción nuestra), nos pregun-
tamos “¿Cómo llega uno a habituarse al terror? ¿implica esto estar conforme
con el statu quo?”. Estas cuestiones nos piden interrogarnos por la constitución
de la cotidianidad en un contexto de guerra.
De la vida cotidiana
Cotidiano es aquello que, a fuerza de repetición, se torna evidente para el sen-
tido común (Lalive, 2008, p. 12). Fundamentado en rituales que componen el
día a día, lo cotidiano se opone a lo extraordinario en tanto aquel no rompe
las lógicas y dinámicas de previsibilidad social. En este sentido, la distinción
entre algo cotidiano y un acontecimiento extraordinario depende de “la carga
simbólica asociada a las prácticas y a las situaciones” (Lalive, 2008, p. 12). Lo
cotidiano está entonces sustentado en rituales, prácticas, creencias que com-
ponen el campo de lo predecible.
Al inicio señalamos que uno de los puntos de enfoque desde el cual analizar
un orden de dominación es la observancia de la obediencia a los mandatos.
Ahora avanzamos un poco y decimos que dicha obediencia se perfecciona en
la medida en que deja de percibirse como extraordinaria y se torna, en su lugar,
rutinaria. Así, la dominación se extiende y se fortalece cuando afectos sociales
que en algún momento pudieron representar rupturas dentro de lo predecible,
van disponiendo prácticas y sentidos que devienen cotidianos.
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La dominación es, de este modo, un proceso de convertir en social aquello
que, en principio, trasgrede o amenaza lo social mismo (Lalive, 2008, p. 19). El
poder de dominación ejercido a través de la producción social del miedo está
en que éste deje de ser percibido como una anomalía. El poder social del miedo
producido por el terror está en su rutinización (Green, 1999), en su instalación
silenciosa – y hasta cierto punto invisible – en las tramas donde se construye
el sentido social. Un estado social de miedo se vuelve crónico en la medida en
que se hace cotidiano y las personas “aprenden” a vivir con él.
Delumeau (2002) afi rma que el miedo genera sus propios antídotos, res-
puestas sociales para lograr liberarse de él. Pero algunos de esos antídotos
sociales en realidad no eliminan el miedo, sino que lo incorporan a la vida
cotidiana, buscando así neutralizarlo. De esta forma, lo que tiene lugar para
una población oprimida, es la confi guración de un estado de excepción que ha
devenido regla, como dice Walter Benjamin (2013, p. 24) en su clásica tesis VIII.
El horror, en tanto instala al miedo como elemento de forzada cohesión social,
no actúa ya desde un contexto social situado en el afuera de la comunidad, sino
que deviene en “aspecto fundamental de dicho contexto [donde] lo social es
estructurado y mantenido por la promesa inherente (a menudo realizada) de
violencia en los bordes mismos de eso social” (Bowman, 2001, p. 29, traducción
nuestra).
La normalización del miedo en las tramas cotidianas se da entonces a tra-
vés de la instalación de la posibilidad rutinizada de la violencia en los bordes de
esa cotidianidad. Lo que deviene cotidiano no es así la violencia propiamente
dicha sino su “promesa inherente”, que es, por tanto, indicativa del umbral en
el que se confunden lo extraordinario y lo cotidiano: “el ser humano en estos
territorios se adaptó [a la violencia], digámoslo así, es una forma de adaptación.
La violencia ha estado al lado nuestro y tenemos que aprender a vivir con ella”
(habitante local, entrevista personal, diciembre 5 de 2017). Dicho en términos
más resignados “ya la gente se acostumbró a vivir así, no le importa” (habitante
local, entrevista personal, septiembre 27 de 2017).
En este punto es necesario matizar la teoría de la dominación que venimos
exponiendo. Dado que su objetivo es la construcción de sentido, es claro que un
poder puede construirse a partir de la variación de las lógicas sociales, pero en
algún punto requiere estabilizarlas. En términos genealógicos, el orden siem-
pre comienza con una ruptura violenta y la imposición de algunas voluntades
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sobre otras, pero dicha situación debe estabilizarse a fi n de construir una rela-
ción de dominio. Para el caso colombiano, Daniel Pécaut (1997) afi rma que esta
estabilización se da a través de una banalización de la violencia y el terror. Su
tesis se sostiene en la afi rmación de que la violencia funciona en una estruc-
tura que ofrece oportunidades, produce acomodamientos y tiene normas y
regulaciones. En esto estamos de acuerdo con el sociólogo francés, pero cree-
mos que su teoría no es sufi ciente para trasladar la banalización de la violencia
hasta la caracterización del horror en esos mismos términos.
Es cierto que en toda sociedad hay un espacio de funcionamiento en clave
del “imperativo del ‘se’”, es decir, de unos hechos sociales que ofrecen “un sen-
tido que los individuos toman como suyo sin más cuestionamiento: lo que ‘se’
piensa, lo que ‘se’ dice, lo que ‘se’ hace” (Cruz, 2017, p. 200-201). Ese imperativo
haya su origen en la aceptación y rutinización de la dinámica social propuesta
por los detentadores del poder. En este sentido, el universo simbólico se cons-
truye mediante la generación de hábitos o esquemas de sentido.
Sin embargo, la rutinización de la que hablamos cuando trabajamos en con-
textos de horror o hiperviolencia, como el analizado, aunque permita desarrollar
una vida cotidiana predecible, sin permanentes interrupciones anómalas, no
llega a construir universos simbólicos pacifi cantes para el sujeto socializado en
ellos. Es decir, no llega a banalizar el horror en tanto éste queda inscrito en los
silencios impuestos o en los rumores que recuerdan que de lo que se trata es
de una excepción normalizada a partir de la constante presencia del miedo. En
pocas palabras, lo que sucede es que la vida cotidiana deviene una “tensa calma”.
De la tensa calma
Conversábamos con este hombre sobre su rutina diaria en el desarrollo de su
labor. Decía él que desarrollaba su trabajo “en calma”, porque la presencia de
actores armados no había sido evidente allí. Pero calma y tranquilidad no son
sinónimos en su relato: “hasta el momento no nos hemos encontrado con un
grupo [armado] en el manglar… Pero siempre andamos, como decimos acá, con
el Jesús en la boca” (habitante local, entrevista personal, junio 21 de 2017).
Andar con el Jesús en la boca es una manera contundente de manifestar
la sensación de fragilidad que lo que los habitantes de Tumaco llaman paz:
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“un tiempo tranquilo en comparación con lo que pasaba antes” (habitante local,
entrevista personal, diciembre 6 de 2017). La comparación se hace con un
pasado que se antoja violento frente a la tranquilidad del presente. Pero se trata
de una tranquilidad que es solo hasta nuevo aviso; una situación de calma atra-
vesada por el sentimiento (por la promesa, que dijimos con Bowman) de un
posible quiebre radical del presente a partir de un acontecimiento traumático.
La enunciación de la calma existente va acompañada del susurro del miedo
(Green, 1999, p. 239) acerca de su fragilidad. Recordemos que la violencia no sólo
actúa a través de su dimensión física; son sus dimensiones sociales y cultura-
les las que le dan todo su poder. La violencia produce un daño social antes de
su manifestación física (o incluso, con independencia de ésta), mediante los
rumores que circulan y que hacen que quienes viven en las territorialidades
bélicas deban adecuar sus comportamientos cotidianos al clima de incerti-
dumbre que ha devenido normalidad; incertidumbre que se manifi esta en la
experiencia de los días en calma como un “medio respiro” que apenas alcanza
para crear una fachada de normalidad:
La violencia de todas formas nos hace todo de una manera tan cruel y este res-
piro, este medio respiro que hoy estamos sintiendo desde hace pocos meses, que-
remos que no sea por estos meses, que ojalá sea por el resto de nuestras vidas.
Ya no escuchar tanto los disparos. No estar prohibidos de la libre expresión. El
hostigamiento de que nos tenían que poner horarios para andar, de venir con
esa impotencia, de ese miedo de que ahora se me llevan a un hijo, de escuchar
que tal niña fue violada, que… O sea, a uno se le arruga el alma de solo contar y
decir lo que vivió y lo que miró. (Habitante local, entrevista personal, septiembre
25 de 2017).
La experiencia del horror, esa que al recordarla en el presente “arruga el alma”,
al enunciarla alimenta las narraciones socialmente disponibles en torno a las
cuales se construye una noción de previsibilidad social. Es decir, las narracio-
nes del horror pasado, que circulan y se comparten, son las que determinan lo
que puede esperarse en el presente. Una comunidad no está, así, afectada por
la violencia sólo porque puedan enunciarse actos concretos violentos de los
cuales ella ha sido víctima. Lo está, además, porque la violencia y el horror se
han instalado en las tramas de sentido cotidianas como posibilidades latentes,
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es decir, como experiencias aparentemente inactivas pero que cargan de sen-
tido el devenir cotidiano a partir de su posibilidad intempestiva de reactivación.
Si hablamos de narraciones del horror es porque los sucesos que ellas rela-
tan vulneran el orden simbólico; vulneran la capacidad de inscribir esas expe-
riencias en la construcción de un orden social que no esté fundado en el miedo.
Desapariciones, descuartizamientos, masacres, ejecuciones públicas, asesina-
tos indiscriminados… su presencia en el discurso social que da cuenta de la vida
cotidiana visualiza la trama del sentido social que se ha ido construyendo con
el miedo como materia prima:
Entonces la principal conjetura que se hace en voz bajita y en los medios, es que
el hecho se hace como amedrentamiento. Es decir, si los quemamos, los masa-
cramos y les hacemos tal cosa, nadie va a querer morir de la misma manera. Por
eso, ante tantas cosas que pasaron acá, uno sabe que estamos aquí haciendo
visita. Porque en cualquier momento que nos toquen o que se aparezcan o que
piquen a un familiar de uno ¿qué nos queda? Irnos… es un mensaje claro: o des-
ocupa a las buenas o a las malas, pero tiene que irse. (Habitante local, entrevista
personal, junio 21 de 2017).
Sentir que se está haciendo visita en el propio hogar es la mejor expresión de
la incertidumbre cotidiana en la que se vive en un contexto de guerra contra
la sociedad. Dice Edward Relph que una comunidad tiene una relación con su
lugar de tal forma que cada uno refuerza la identidad del otro y por ello, más
que un sitio donde se vive, un hogar es un “irremplazable centro de signifi cado”
(Relph, 1976, p. 34, traducción nuestra). Es por esto que vivir como si se estu-
viera haciendo visita en el propio hogar es un indicador de que éste no es ya
un envolvente semántico que brinda (física y simbólicamente) protección, sino
un lugar del cual hay que estar prestos a salir. Siguiendo con los términos del
geógrafo canadiense, diremos que el miedo hace que se deje de habitar el hogar
como un residente (insider), para empezar a hacerlo como un forastero (outsider),
en la medida en que el hogar ya no se experimenta cotidianamente como un
espacio de protección (Relph, 1976, p. 45).
Es entonces el horror, su posibilidad latente, el que desestructura el orden
simbólico, convirtiendo así en forasteros a los propios residentes. Para que el
acto de horror tenga lugar, y en especial, para que existan las condiciones que
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hagan predecible su repetición, dicho acto debe inscribirse culturalmente, es
decir, hacer parte de un sistema de ritos y creencias que defi nen posiciones
muy delimitadas de sujeto. Lo que hay detrás de los ejercicios de horror es un
parámetro de socialización que busca aleccionar, modelar y disciplinar a los
sujetos (Reguillo, 2000), como parte de la práctica de dominación a través del
miedo que hemos venido exponiendo:
Muchos grupos asesinaban no solo por el afán de matar sino para generar un
mensaje, dañar el cuerpo, mostrar en qué nivel estaba su maldad. (Habitante
local, entrevista personal, diciembre 6 de 2017).
No es entonces que los actos de horror se vuelvan realmente “normales”, sino
que se han inscrito en unas tramas de sentido cultural que habilitan su apa-
rición en tanto posibles. Se constituye así lo que con Michael Taussig (2012)
podemos llamar una “cultura del terror”, que tiene lugar cuando lo impensable
– el horror – se introduce en el orden social como posible. Cuando lo impensable
hace su aparición, rompe el orden. Se compone así una condición paradójica
de la vida cotidiana en contextos como el estudiado: ella se constituye a partir
de la fusión de rutinas y acontecimientos extraordinarios, con el miedo como
característica nodal. La constante tensión es la normalidad de una vida coti-
diana cuya fragilidad es clara para los sujetos que la ponen en acción:
Había miedo, temor, porque eran grupos sanguinarios. Cuando escuchaban el
nombre paramilitar la gente se imaginaba que en algún momento iban a llegar
con machetes, motosierras y que a la persona que se les atravesara la podría ase-
sinar. (Habitante local, entrevista personal, diciembre 4 de 2017).
Por ello es que decimos que el registro de la cotidianidad del miedo resulta
paradójico. Hablamos de la paradoja de tratar como cotidiano un acto que
rompe con todas las restricciones simbólicas que construyen nuestra idea de
cuerpo y sobre las que se funda la cultura; la paradoja de reconocer un acto
que rompe con la noción de previsibilidad social en la que se funda la idea
de normalidad y que, sin embargo, llega a tornarse esperable o previsible para
sus víctimas. El miedo, como afecto característico de una comunidad del dolor,
obliga las personas a integrar esa paradoja a su forma de percibir el mundo
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circundante. El paroxismo de esta paradoja está resumido en un testimonio
citado por Patricia Madariaga (2006), en su trabajo sobre la vida cotidiana en
un pueblo del Urabá chocoano: “cuando al pealo [al chico] lo matan, ya se había
hecho el duelo”. 6
Quienes viven, desde el miedo, atrapados en esta cultura del terror, se ven
incluso forzados a anticipar, a imaginar, lo impensable: “Hace poco a una mujer
del barrio la tildaron de sapa [informante]. Ella se hizo toda la película. Luego
vino y me dijo ‘yo me soñé que venían a mi casa y me mataban ahí en mi casa’”
(habitante local, entrevista personal, septiembre 29 de 2017). Hacerse toda la
película, imaginar que el propio cuerpo se transforma en texto sobre el que se
inscribe el horror, es indicador de que el pánico ha penetrado desde el exterior
del tejido social y habla ahora desde el cuerpo, desde las emociones mismas
que defi nen ese cuerpo.
Hacer rutinario lo que no lo es, o, en otras palabras, la construcción para-
dójica de una normalidad en constante tensión, desestabiliza las relaciones
sociales y al propio cuerpo. El miedo se erige así en un elemento que amenaza
con desintegrar el cuerpo social. El miedo “fi ltra la desconfi anza” en la vida
cotidiana (Green, 1999, p. 227, traducción nuestra), trastocando el orden social,
haciendo a lo familiar parecer extraño e instalando la sospecha como elemento
determinante en las relaciones interpersonales. Es así como el miedo se con-
vierte “en un modo de vida” (Green, 1999, p. 227, traducción nuestra).
Un modo de vida: buscando una conclusión
En su estudio sobre el terror y la curación, Michael Taussig (2012) ha mostrado
cómo la elaboración cultural del miedo se da a través de la narración como
mediadora del terror. La mayoría de los que viven en lo que aquí hemos lla-
mado una comunidad del dolor, conocen y temen a los horrores de la violencia
a través de las palabras de otros. Pero esos otros no son sólo los sobrevivien-
tes, los testigos. Todos se convierten en mediadores del horror a través de los
mecanismos de propagación del miedo En un contexto en el que, como dijimos,
6 El libro, además, tiene un título que es también diciente de lo que venimos exponiendo aquí: “Matan, matan y uno sigue ahí. Control paramilitar y vida cotidiana en un pueblo de Urabá”.
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lo impensado se instala – como posibilidad – en la cotidianidad, el miedo des-
estabiliza el cuerpo social. Las amenazas y los rumores a veces preceden la
comisión de un acto de horror o a veces son ellos mismos el propio acto narra-
tivo de horror. Es esto último lo que sucede con las “falsas alarmas”:
Fue un rumor y gracioso. Fue tanto el miedo que la gente lo tomó muy en serio.
Un taxista le dijo a un borracho que tenía que irse a dormir temprano porque si
no venían los paramilitares por él. Entonces se regó el comentario en cierto sec-
tor […]. Muchos tomaron el comentario en serio: que los paramilitares estaban
masacrando. Así se regó el comentario y lo iban trasmitiendo. Eso dio para que la
gente saliera despavorida de sus casas. Ahora da risa, pero muchos lo tomaron en
serio e incluso se accidentaron por salir de sus casas. (Habitante local, entrevista
personal, octubre 1 de 2017, Tumaco, Colombia).
Más arriba dijimos que el orden simbólico es el campo compartido de la expe-
riencia social. Está constituido por los esquemas de referencia (lingüísticos,
morales, epistemológicos, legales, incluso estéticos) que fundan el sentido, o
con mayor precisión, “son” el sentido. Gran parte de la teoría social trabaja así
sobre el supuesto de que el origen de la sociedad es el establecimiento de prohi-
biciones fundamentales. El orden simbólico es, en este contexto, equivalente al
respeto de límites comunes de acción. Pero no porque esos límites estén encar-
nados por un detentador de la fuerza, sino porque son trascendentes.
En otras palabras, estos límites son la expresión del funcionamiento de
una ley trascendente a todos los sujetos sociales y garantizan la previsibili-
dad social. Así, hay fenómenos radicalmente excluidos de las condiciones de
posibilidad del código social, porque el código social funciona en clave de su
exclusión. Y dicha exclusión está sustentada en la fi rmeza de la ley simbólica,
soporte último de la estructura social. Decimos esto para señalar que lo que
hemos denominado una “vida cotidiana en tensa calma” devela fracturas en la
vigencia de la ley simbólica (Tonkonoff , 2017).
En este sentido, podemos decir que el miedo viene dado por la ausencia
o el rompimiento de esos límites comunes de acción (Robin, 2009). El miedo
perturba, así, el sentido común (esto es, comunitario), crea ansiedades e instala
una predisposición a la desconfi anza. Es en este contexto de fragilidad sim-
bólica que los rumores y las historias de horror se tornan discursos de amplia
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circulación social con capacidad performativa, pues donde los límites del
poder-hacer no están claramente delimitados, el rango de posibilidades del
accionar violento se amplía hasta el punto de que el solo anuncio en voz baja
de acciones prohibidas, hace que estas resulten esperables.
Se trata entonces de actos de habla con capacidad performativa. Si habla-
mos de performatividad, lo hacemos, de nuevo, desde la teoría de los actos de
habla de Austin (1962). La capacidad performativa de un discurso no se evalúa
en términos de verdad, sino de su capacidad de hacer aquello que nombra. No
importa, por ello, que los rumores se refi eran a hechos falsos (la presencia de
paramilitares) sino que ellos tienen efectos de realidad (la gente que sale des-
pavorida, los que huyen al monte). Es por esto que los rumores y la reproduc-
ción de las historias de horror tienen “efectos sociales y corporales, creando
sensaciones intensas en los cuerpos que conducen no sólo a la formación de
un miedo compartido sino también de una intimidad compartida” (Luna, 2018,
p. 65, traducción nuestra).
La performatividad del miedo, que tiene lugar en sociedades en guerra, con-
lleva a la “inoperancia de lo verídico” (Osorio, 2013, p. 139) en el contexto estu-
diado. El miedo deviene así sustancia social del horror porque se instala en el
cuerpo (individual y social) con independencia de la verifi cación fáctica de aque-
llo que nombra. Si los actos de horror resultan previsibles, hasta el punto de ins-
taurar ellos determinado orden social, es porque se ha erigido, a través del miedo,
un campo simbólico que ha rutinizado lo impensable, lo no-rutinizable. En con-
textos donde el horror ha permeado las tramas de sentido social, la vida diaria se
compone como una fusión entre rutina y acontecimiento extraordinario.
El miedo, en tanto afecto fundante y reproductor del orden simbólico eri-
gido en comunidades como Tumaco que viven en medio de la violencia y el
horror, transforma el modo en que las personas imaginan su propio mundo.
Los actos de horror (incluidas las historias y rumores que sobre estos circu-
lan) crean realidades, crean tramas de sentido desde las cuales se explica y se
habita el mundo cotidiano. Es por esto que hemos afi rmado que el miedo es un
afecto “contagioso”, que en tanto tal es socialmente construido y reproducido:
un modo de vida. Las personas que habitan en lugares donde la violencia ha
devenido atrocidad viven así con un “conocimiento envenenado” (Das, 2002)
del horror, en la medida en que su forma de habitar y nombrar el mundo, su
vida cotidiana, ha sido herida de forma profunda.
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“Con el Jesús en la boca”
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Recebido: 30/05/2018 Aceito: 05/02/2019 | Received: 5/30/2018 Accepted: 2/5/2019