Comida

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Pontificia Universidad Católica de Chile Instituto de Estética Profesora Claudia Lira Trabajo Experiencia Estética: La comida Cristián Díaz O’Ryan Cuando reconocemos a la cultura tradicional como fuente de la identidad de una comunidad, estamos considerando que sus prácticas nos permiten una experiencia de apertura hacia el aspecto trascendente de dicha cultura. En este sentido, la comida resulta parte fundamental de como una comunidad se reconoce a sí misma, ya que desde la siembra y cosecha hasta la preparación del alimento, se integran como partes de la experiencia estética que permite al individuo entrar en contacto con la tradición. En este sentido, este ejercicio pretende ir en búsqueda de ese contacto, despertando con él la atención en el proceso de alimentarse y en la preparación de los alimentos. El desarrollo de este ejercicio resultó complejo, debido a que cuando comemos nuestra atención se encuentra presente esporádicamente, viéndonos atrapados en la rutina sin darnos cuenta de lo que realmente estamos ingiriendo. Sólo nos percatamos de los fines y no de los procesos presentes durante esa acción. En consecuencia, este ejercicio ha significado un proceso de autoconocimiento y disciplina, en el que la razón ha debido ser educada para que dé un paso al lado y el cuerpo se manifieste mediante el sentimiento. Lo habitual que ocurría durante los momentos en que comía, era que mi disposición frente al alimento se encontraba determinada por las actividades de debía hacer. Por este motivo, muchas veces me volvía inconsciente de mí mismo y de que lo que sentía al comer. Sólo era capaz de sentir los sabores durante los primeros bocados, desapareciendo sus texturas y combinaciones en una masa uniforme que debía ser tragada. Es así como los recuerdos de dichas comidas son nublosos, y tristemente, olvidados entre el enredo de pensamientos “importantes” agendados para el día. Sin embargo, los momentos

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Pontificia Universidad Católica de Chile

Instituto de Estética

Profesora Claudia Lira

Trabajo Experiencia Estética:

La comida

Cristián Díaz O’Ryan

Cuando reconocemos a la cultura tradicional como fuente de la identidad de una comunidad, estamos considerando que sus prácticas nos permiten una experiencia de apertura hacia el aspecto trascendente de dicha cultura. En este sentido, la comida resulta parte fundamental de como una comunidad se reconoce a sí misma, ya que desde la siembra y cosecha hasta la preparación del alimento, se integran como partes de la experiencia estética que permite al individuo entrar en contacto con la tradición. En este sentido, este ejercicio pretende ir en búsqueda de ese contacto, despertando con él la atención en el proceso de alimentarse y en la preparación de los alimentos. El desarrollo de este ejercicio resultó complejo, debido a que cuando comemos nuestra atención se encuentra presente esporádicamente, viéndonos atrapados en la rutina sin darnos cuenta de lo que realmente estamos ingiriendo. Sólo nos percatamos de los fines y no de los procesos presentes durante esa acción. En consecuencia, este ejercicio ha significado un proceso de autoconocimiento y disciplina, en el que la razón ha debido ser educada para que dé un paso al lado y el cuerpo se manifieste mediante el sentimiento.

Lo habitual que ocurría durante los momentos en que comía, era que mi disposición frente al alimento se encontraba determinada por las actividades de debía hacer. Por este motivo, muchas veces me volvía inconsciente de mí mismo y de que lo que sentía al comer. Sólo era capaz de sentir los sabores durante los primeros bocados, desapareciendo sus texturas y combinaciones en una masa uniforme que debía ser tragada. Es así como los recuerdos de dichas comidas son nublosos, y tristemente, olvidados entre el enredo de pensamientos “importantes” agendados para el día. Sin embargo, los momentos fortuitos de descanso acompañados de un galletón de avena o un pan de huevo se encuentran retenidos en mi memoria. Los días lunes y miércoles me veo enfrentado, junto a algunos compañeros, a tres módulos seguidos de clases en la misma sala, por lo cual casi no hay tiempo de comer algo o ir al baño. Es por esto, que al terminar clases, el cuerpo me exige alguna recompensa por las horas de concentración y pensar, es así como se ha vuelto una tradición comer alguna galleta de avena o algún pan de huevo. La galleta de avena al ser artesanal, uno puede sentir la textura de los granos que la conforman a la primera mascada, posee una sensación textura esponjosa que contrasta con la dureza de las semillas. Su sabor es suavemente dulce, que empieza a dar paso para que brote el sabor característico de la avena, que como es tradición, viene a ser acompañado por la sed. A diferencia de otras galletas, o quizás por el hambre que tengo, la sed no es impedimento para seguir disfrutando de sus texturas y sabores, son ellos los que permiten una sensación de felicidad y calma, un momento en que el día se detiene y sólo existe el plácido caminar junto con esa calidez de sentir el estómago satisfecho. Porque el frío del camino se hace más dócil cuando uno posee “la guatita llena”.

Pero la experiencia más significativa de estas meriendas, es comer un pan de huevo. Debo reconocer que poseo una carga emocional bastante fuerte con éste alimento, ya que en mi infancia, siempre acompañaba las idas a la playa en el litoral central durante las vacaciones en casa de mis abuelos. Ya sólo pensar en él me trae recuerdos de esos días ventosos en Santo Domingo, en donde había un sol que emprendía su camino hacia el horizonte. La calidez de la arena y la paz que entrega el movimiento del mar cuando rompe en las rocas, se encuentra concentrado en cada trozo de este tradicional bocado. Cuando por primera vez vi que vendían pan de huevo en la panadería La Espiga de Avenida Holanda, no pude evitar sentir felicidad, y sin dudarlo por trescientos pesos lo compré. Su textura no es la misma de esa diversidad existente en la playa, éste es más crujiente, uno siente los dientes romper la corteza del pan y las migas caer sobre la lengua, desplegando un suave sabor que inunda la boca. En su esencia, es aquel pan que comía en mi infancia, que con su aroma es capaz de trasladarme a esos días remotos. Como residuo, reluce una sensación de melancolía por aquellos días, por un mundo que ya no va a volver a ser, junto a una serenidad que se regocija en el recuerdo vivo de aquellos lugares y personas que ya no están. El color amarillo de éste pan se condice con las tonalidades que rodean esos recuerdos, el naranja y amarillo de aquel sol que se va retirando cuando entro de regreso por el pórtico de madera a la casa de mis abuelos.

Otro de los momentos importantes donde pude concretar un momento de atención, fue en una cena con mi familia en el que comimos lentejas. Este es un plato q que me encanta comer, aunque no siempre fue así, ya que cuando era niño era bastante mañoso, por lo que comer esas deliciosas legumbres estaba vetadas en mi dieta. Pero al crecer uno empieza a permitirse probar más cosas, y de esta manera, pude conocer la maravilla de estos alimentos. Hacía bastante tiempo que no cocinaban lentejas en mi casa, y ese día tuvo una connotación especial, ya que mi hermana, mi cuñado y mi sobrina se encuentran viviendo con nosotros. Un plato de lentejas es algo que representa el hogar, es ese plato de comida casera que siempre nos hace sentir como en casa, es por eso que ese momento era más significativo, ya que en ese plato había una invitación a vivir en familia. El olor y la textura es un sosiego al ritmo del día, su forma circular y la textura se mezclan con el arroz y la acelga, hacen una mezcla que hace vibrar la lengua y los músculos de la mandíbula. La suavidad recorre las paredes de la boca, y después de tragar, uno siente como esas mismas texturas se deslizan por la garganta, haciendo que dichos cosquilleos desciendan y liberen hacia el cuerpo entero. La reacción quizás debió ser generalizada, porque hubo una sensación de comunión en la mesa, una unión que va de la mano del sabor y los recuerdos que cada uno tiene de las lentejas. La vibración que quedó en el cuerpo se transportó a mi mente, y ella me hizo sentir de una forma más cercana a los comensales que compartían la mesa.

La experiencia de cocinar fue distinta al ser más íntima, ya que cociné para mi novia. Lo que preparé fueron galletas de chocolate, algo que nunca había hecho, por lo que fue una instancia interesante para poder aprender. Debí buscar la receta y poder ver cuál era la que más se acomodaba a mis habilidades. Así que una vez seleccionadas cuales iban a ser las galletas, comencé a realizarlas no exento de nerviosismo. Sin embargo, al ser una experiencia nueva me sentía atento de lo que estaba haciendo. Por ejemplo, cuando batía sentía como se movía mi brazo y cierta tensión se alojaba en mi hombro y cuello, pero noté que dicha tensión estaba amarrada a un pensamiento, el de si lo estaba haciendo bien. En ese instante me di cuenta que no debía estar atrapado en el cómo me iban a quedar las galletas, y dedicarme a estar presente en el hacer. Despreocupado del fin y solo disfrutando los olores, las texturas de la masa y el chocolate, sentía placer en el movimiento de mis manos sobre la masa. Mi desempeño fue mucho más fluido, a pesar

de algunos errores que cometí, mis galletas nacieron como tales. En el momento que ellas las comió, estuve más atento en su reacción frente a ese instante en que compartíamos. Pero a pesar de mis intentos, no podía desprenderme del nerviosismo y la ansiedad de saber si les habían gustado. El ver como se abrían sus ojos para luego cerrarse en un gesto de placer, hizo que en mi interior pudiera experimentar una sensación de alegría adornada con el dulzor del chocolate de las galletas. A través de esas galletas hubo una comunicación y una entrega, el ver como otra persona disfruta lo que hiciste con dedicación y amor, establece un vínculo y el sentirse parte de esa persona. La aceptación de la ofrenda es la aceptación de uno como persona, y los alimentos se convierten en el medio en que uno puede llevar a cabo dicha comunión.

A través de esta experiencia pude poder apreciar el valor que posee la comida, como la valorización de un espacio cotidiano. Es en la ritualidad del preparar y comer donde existe una comunicación con nuestra identidad, donde recordamos donde pertenecemos y quienes somos. En este ejercicio pude vivenciar retazos de esta tradición familiar, pero sobre todo hizo surgir en mi la inquietud de querer seguir viviendo estas experiencias, el contacto a través del cuerpo con lo trascendente.