Colombres Las Encrucijadas Actuales Del Latinoamericanismo

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LAS ENCRUCIJADAS ACTUALES DEL LATINOAMERICANISMO ADOLFO COLOMBRES I A pesar del énfasis de los discursos que exaltan en nuestros países la diversidad cultural, lo cierto es que aún el Estado-nación siente que el pensamiento y escala de valores de las identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados casi por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los más progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos, como si fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. El respeto real y no solo declamadoa la diversidad cultural es algo que rebasa el tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas experiencias interesantes, como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida también del mundo entero. Y esto es así porque mientras en los otros continentes son escasas hoy las propuestas para salvar a la herencia humana y la vida del planeta, en nuestra América los movimientos indígenas y sociales se están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que van surgiendo nuevos paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia, lograr la inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional a la que está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la ya anquilosada Razón imperial. El mal llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero de hecho retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses mezquinos.

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LAS ENCRUCIJADAS ACTUALES DEL LATINOAMERICANISMO

ADOLFO COLOMBRES

I

A pesar del énfasis de los discursos que exaltan en nuestros países la diversidad cultural, lo

cierto es que aún el Estado-nación siente que el pensamiento y escala de valores de las

identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados casi por completo en

patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los más

progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos,

como si fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una

modernidad propia, descolonizada. El respeto –real y no solo declamado– a la diversidad

cultural es algo que rebasa el tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad

de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición

de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización,

significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión

civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se

opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas

experiencias interesantes, como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son

tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que

cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse,

sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida también del

mundo entero. Y esto es así porque mientras en los otros continentes son escasas hoy las

propuestas para salvar a la herencia humana y la vida del planeta, en nuestra América los

movimientos indígenas y sociales se están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que

van surgiendo nuevos paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia,

lograr la inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional a la que

está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la ya anquilosada Razón

imperial. El mal llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero

de hecho retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses

mezquinos.

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Gianni Vattimo, en un reportaje reciente, declaró:

«No solo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos

son el futuro, hasta del posible socialismo europeo, que solamente aliándose

productivamente con los líderes de izquierda de América Latina tendrá la posibilidad

de construir una Europa capaz de enfrentar al poder exorbitante de los Estados

Unidos y a las nuevas superpotencias neocapitalistas que se presentan en la escena

del mundo actual».

Convergente con esto, el ecosocialismo representa una ruptura radical con la

ideología del progreso lineal y el paradigma económico y tecnológico de acumulación

indefinida del capitalismo, con la deificación de la productividad y el consumo. Esta

tendencia, después de navegar por los clásicos europeos, termina haciendo pie en el Buen

Vivir de los indígenas americanos, como el modelo más genuino de igualdad, democracia y

bienestar común.

A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y a la diversidad

cultural no es un nuevo mea culpa de la tan cristiana conciencia occidental, que a lo largo de

los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir de un modo despiadado, y luego golpearse el

pecho en una confesión atenuada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana

siguiente, en otra cruzada «civilizatoria». Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro

del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron

debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy

nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos

que banalizan el mundo, lo homogeneizan en base a meras pautas de consumo y destruyen

el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens. Se trata entonces de algo

más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por

esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar

los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un homínido

conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir en

base a ese saber obras valiosas, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se

ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la

mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas

civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para destruirlas, colonizarlas y

despojarlas, nos toca acaso hoy la penosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño,

cuya Razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su

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empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para despojarlos, a modo de

venganza y reparación, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la

especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.

No podemos mostrarnos indiferentes ante la comprobación de que en el siglo XX se

deterioró más el planeta que en los milenios anteriores, y que, de seguir todo así, el XXI

será el de la extinción de la especie, el colapso En el siglo XX se deterioró más el planeta

que en los milenios anteriores, y que, a este ritmo, en el XXI se terminará de destruirla,

como consecuencia de este antropocentrismo radical, que impulsa un fundamentalismo de

mercado cada vez más radical en lo que hace al medio ambiente, por más que en muchos

países se atenúe en lo social.

II

La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos originarios del pasado, de su

triste papel de referencia inmóvil para medir la modernidad o «progreso» de los sectores

dominantes, y los instaló en el futuro. Un futuro no solo para ellos, sino también para

Nuestra América y el mundo entero, como un ejemplo a seguir y no como una imposición.

El mismo día en que México traicionaba su propia historia, al firmar su pacto con Estados

Unidos pensando que así ingresaba al Primer Mundo, los mayas lo rechazaron de plano,

para no embarcarse en ese regreso a la barbarie, mostrándose así fieles a la gran

civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.

Esta puesta en valor de las culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a

ellos el tema de la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y

todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro

despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es denunciar los nuevos avatares

de la ya vieja ideología del crisol de razas, embuste que sirvió, y sigue sirviendo, para negar

la persistencia de tradiciones culturales diferentes que aún luchan para hacerse visibles,

reelaborando en términos actuales su matriz simbólica y recuperando su autonomía.

Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices, no fundirlas. Hacia el final de su

vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que surgimos de una negación, de la desindianización

del indio, de la desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso,

añade, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino, salvo algunas excepciones,

en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices que

destruimos de ese proceso. Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo

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que fue desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una

conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México

profundo. Una civilización negada y en otros textos. O sea, nuestros pueblos originarios dan

un no rotundo a la hibridación –a la que llamé alguna vez «el huevo de la serpiente»– y a la

tan mentada como imposible «identidad cosmopolita», y un sí entusiasta a un pensamiento

identitario fundado en el territorio, para defender de la depredación a sus lugares

antropológicos, frutos de largos procesos de significación. Esto implica un rechazo a los

monocultivos excluyentes, que hacen del campo un mero espacio productivo, en el que el

paisaje rural, o lo que resta de él, se parece a una fábrica a cielo abierto al servicio de la

inversión extranjera, con menos misterios, flora y fauna que un barrio urbano, y con muy

pocas inscripciones simbólicas que merezcan ese nombre. Cuando la Constitución de

Ecuador habla de los derechos de la Pachamama, señala Sousa Santos, realiza una

fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Pachamama, esa

Tierra Madre a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los

deberes y todos los derechos, y que fija las pautas del Buen Vivir.1 Ya vimos cómo este

principio vital se enfrenta con los emisarios de la muerte abstracta, que la depredan hasta

agotarla y se van con su capital a otra parte, dejando a sus espaldas el desierto y basuras

tóxicas.

Son los indígenas, y no los que vienen con doctorados de Estados Unidos, quienes

levantan la bandera de la refundación del Estado, la que es más una demanda civilizatoria

que una simple reforma política e institucional, y no solo en nombre de ellos, sino de toda

América. Claro que no puede haber refundación si no se suprimen el capitalismo y el

colonialismo, y tampoco sin tomar cierta distancia de la tradición crítica eurocéntrica. En

Bolivia y Ecuador se hizo patente que hay un constitucionalismo desde abajo enfrentado al

de tipo occidental. Ello se relaciona fuertemente con el concepto de cultura, que para los

indígenas cubre todos los ámbitos de la vida y es lo central, por representar su

cosmovisión. Para Occidente, en cambio, es algo ligado al entretenimiento e incumbe a los

organismos de Cultura (siempre de segundo orden en nuestros países, y con escaso

presupuesto), y rechaza en su miopía que el desarrollismo apoyado en la megaminería y el

monocultivo ilimitado sea ecocida, etnocida y contrario a los fundamentos de nuestra

civilización. Lo grave es que tal lectura del desarrollo humano está fuertemente instalada

en todos los países de la región, y no solo de los que firmaron el ALCA o coquetean con él.

Nada habremos avanzado históricamente si la integración latinoamericana se basa en esta

concepción heredada y nos dedicamos a destruir nuestro territorio de una manera salvaje,

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que avanza incluso sobre los parques nacionales de mayor biodiversidad del planeta, o

sea, con más saña que los países llamados «centrales», que se abstienen de hacer en su

propio territorio lo que tanto propician fuera de ellos.

En otras palabras, en este punto nada desdeñable que es la salvación del planeta,

estamos repitiendo nuestro pecado original: tomar cierta distancia de las potencias

imperiales y criticar su comportamiento en los foros internacionales, pero adoptando lo

peor de sus costumbres y filosofía de vida, que nada tienen que ver con el Buen Vivir,

nuestro principio civilizatorio fundamental, por la gran racionalidad que lo sustenta. Claro

que el cambio no puede producirse de un día para otro, pero urge iniciar sin demora un

proceso de transición hacia un desarrollo económico sustentable, pues de lo contrario nada

podrá aprender el mundo de nosotros, y aquí no habrá futuro para nuestros hijos. Muchos

años atrás, cuando de esto se hablaba poco, Fidel Castro ya decía que la crítica más

objetiva (o no ideológica) al capitalismo es el hecho de no ser sustentable a mediano o

largo plazo.

III

Señala Fernando Coronil que la globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y

la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anticultural.

Traslada así el centro rector del crimen de Europa y Occidente a «lo global», o sea que todos

somos criminales.2 Hay por eso que extender la crítica del eurocentrismo al globocentrismo,

ya que este no es más que un nuevo avatar del occidentalismo. Con la globalización,

continúa sin mayores disfraces el sometimiento a lo no occidental, y el daño que se le causa

no se atribuye ya a un país determinado y ni siquiera a una corporación, ya que todo es

consecuencia de la misma economía de mercado, y no de un proyecto político deliberado.

Occidente se disuelve así en el mercado para matar con guantes blancos, y además

anónimos.

A estas «vanguardias» del progreso humano, Sousa Santos opone lo que llama

«teorías de retaguardia», que son no las de las elites que actúan en nombre de los pueblos

sin conocerlos, sino las de quienes acompañen de cerca la labor de transformación de los

movimientos sociales, pensando con ellos y no sobre ellos. Esas teorías de retaguardia son

tanto intelectuales como emocionales; o sea, se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y

acercándose al método de la investigación-acción, que convierte en teoría la propia praxis.

Para él, hay que pensar el Sur global desde adentro y desde abajo, como el mejor camino

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para alcanzar el socialismo del siglo XXI.3

El Sur global, aclara Sousa Santos, no es un concepto geográfico, por más que la

mayoría viva en el hemisferio sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano

causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global, así como de la resistencia

para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y

antiimperialista. Este Sur existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas,

silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, minorías étnicas o

religiosas, las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay asimismo un Norte

global en los países del Sur, al que llama «el Sur Imperial».4

Esta barbarie a la que nos dejamos arrastrar por la globalización neoliberal está

destruyendo las matrices culturales del área rural, por la expansión vertiginosa de las

fronteras agrícolas, unida a un alarmante proceso de concentración de la tierra con miras a

los cultivos de exportación, en detrimento de la soberanía alimentaria y de una perspectiva

civilizatoria propia. A título de ejemplo, la población rural argentina representaba, en 1970,

el 21,5 % del total. En el censo de 2001 había descendido 10,7 %, y los datos del censo de

2010 acusarían otro importante descenso, lo que habla no solo de una falta de políticas

serias de arraigo, sino más bien de un despoblamiento sostenido en el tiempo, al que se

considera espontáneo y voluntario y no producido por el avance sistemático sobre

campesinos e indígenas legalmente desprotegidos. Entre 1969 y 2008 desaparecieron en

Argentina 232.419 pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias en el país,

absorbidas por terratenientes que dicen representar al dios Progreso y beneficiar a los

humildes por el efecto de derrame. De 2003 a 2010, la superficie sembrada de soja pasó

de 13,7 millones de hectáreas a 18,6 millones, lo que representaba entonces el 61% de la

superficie agrícola argentina. Lejos de disminuir, siguió creciendo, y hoy se proyecta

expandirla. Esta economía sojera y agroexportadora exalta con entusiasmo sus logros, sin

dedicar siquiera un responso a la tierra que degrada y envenena ni a los pobladores que

expulsa. Hoy el l,3 % de los propietarios poseen el 43 % de la tierra, y el 55 % de los

arrendatarios rurales no son, como antes, campesinos que acceder a ella de este modo

precario, sino de terratenientes que buscan expandir la producción de granos exportables.

En Colombia, las transnacionales poseen más de 43 mil kilómetros cuadrados en

concesiones, las que se extienden incluso en zonas protegidas. En Perú, los movimientos

sociales señalan que casi el 70% de los bosques están en manos de las empresas

extranjeras. Y no bien éstas llegan, las comunidades son hostigadas por grupos

paramilitares. Los indígenas selváticos expulsados por las petroleras y otras expresas

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extractivas se extinguen, pues optan por no tener descendencia en esas condiciones de

parias errantes. También los monocultivos que devastan los bosques naturales son

etnocidas, al condenar a los antiguos pobladores a una vida nómada y la pérdida de su

mundo simbólico.

Si pienso que estamos «con la soja al cuello» no es para quedarme con estas frías

estadísticas ni caer en la crítica de la economía neoliberal, ya harto lapidada en el mundo

entero. Lo que más duele, porque poco se nombra, es la demolición cultural que subyace

bajo estos monocultivos bendecidos por Monsanto, pues al arrasar la fauna y la flora y

expulsar a los antiguos pobladores, acaban con toda forma de cultura tradicional y hasta con

los paisajes que tanto canta el folklore como señas de identidad. Hablar en esos desiertos

simbólicos de diversidad cultural es un acto de humor negro. A ello cabe sumar la minería a

cielo abierto, tan promovida por las grandes corporaciones y aceptada sin consulta previa a

los pueblos por los gobiernos de la región, pues saben que éstos, sentados sobre sus

principios civilizatorios y una racionalidad elemental, prefieren el agua al oro, o sea, la vida

al afán de lucro. Por cada gramo de oro, hay que volar cuatro toneladas de rocas,

explosión que, además de destruir la montaña, y con ella el paisaje ancestral, libera

minerales que al oxidarse contaminan el aire. Y esto sin contar los millones de litros de

agua pura que, en esas alturas donde siempre fue escasa, consume dicho proceso, a los

que contamina con arsénico y otros potentes venenos, y van a parar a los ríos, lagunas y

napas profundas, sin reparar que en esos ámbitos se encuentran los últimos refugios de

los pueblos originarios y el campesinado criollo que nos unen a la gran civilización andina y

la América profunda. Con estas concesiones al gran capital especulativo, el Estado no

recibe ni siquiera el dinero suficiente para reparar el daño ambiental ni atender a los

cientos de miles de personas desplazadas en los últimos años, que migran a las ciudades,

dejando atrás su vida comunitaria y memoria histórica. En Argentina, se calcula que serían

unas 350 mil familias, y en Brasil, casi 900 mil. Las políticas sociales se financian con el

mismo extractivismo intensivo que destruye la naturaleza y expulsa poblaciones de una

gran tradición cultural, lo que parece un mefistofélico círculo vicioso. ¿No sería mejor

arraigarlas en su propio territorio, potenciando una economía comunitaria y social, volcada

a asegurar, antes que nada, nuestra plena soberanía alimentaria y no combustible al

creciente parque automotor? A los expulsados, claro, se les puede dar una ayuda

económica, pero eso no hace más que convertir en mendigo a quien ha perdido su ser en

el mundo. La inclusión social bien entendida debe comenzar por retener a los pueblos en

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sus territorios, con programas de desarrollo económico que aparejen a su vez el desarrollo

cultural de sus matrices simbólicas.

Sí, otro mundo es posible, pero debe ser posible para todos, y el precio del

crecimiento no puede ser acabar con los mejores valores de la especie y con la identidad

profunda de la región. La semilla de este mundo nuevo reside en el espíritu de la comunidad,

y sobre todo en lo que llamo «tradicionalismo revolucionario», y no en los almacenes de

Monsanto ni en las mineras que destruyen tanto el territorio físico y simbólico como la misma

vida. Repito por eso que no basta con definirnos como latinoamericanos y luchar por el

destino de la región y una sociedad más igualitaria, aunque esto es de por sí valioso y

debemos defenderlo. La humanidad espera algo más de nosotros: que lo hagamos desde

nuestra propia perspectiva civilizatoria, que condensa y actualiza los valores morales de la

especie, tan traicionados por Occidente.

De poco sirve entonces pronunciarse por América latina si ello no se sustenta en una

opción de este tipo, emergencia que no puede darse sobre un orden que privilegia al capital

sobre el trabajo, fabrica pobres y excluidos y tiende alfombras a las transnacionales que

arrasan el planeta y la diversidad cultural. De este modo, estamos retrocediendo dos siglos, a

una sociedad americana que en el tiempo de la Independencia rechazaba a los europeos,

tomando el poder en sus manos, pero veneraba su modelo civilizatorio como el único posible,

negando todo lo propio. Si deseamos definir un modelo capaz de salvar al mundo, se debe

empezar por respetar los derechos de la Naturaleza, convertidos ya en algunos países en un

principio constitucional. Más que pronunciar exaltados discursos para expandir el consumo de

bienes innecesarios, tendríamos que intentar un cambio cultural profundo, cimentado, no en

él, sino en los valores de la especie humana, y que tome en cuenta la ya grave situación de la

Tierra. Si bien resultaría caótico tratar de imponer a rajatabla un desarrollo sustentable en un

corto plazo, no hay ya tiempo para diferirlo para un futuro lejano: la transición hacia el uso

racional y cultural del territorio y los “recursos” naturales (la naturaleza no puede ser vista sólo

en términos de recursos, porque esto es también propio del esquema occidental) debe

empezar ya, pues de lo contrario el mundo nada puede esperar de nosotros, unos pueblos

que invocan altos principios filosóficos y destruyen su ambiente con una saña que los mismos

inventores de ese modelo se cuidan de ejercer sobre su suelo. En Argentina existirían hoy

más de 600 proyectos mineros en marcha (en el 2003 eran sólo 40), en buena proporción a

cielo abierto, que producen unos 40 mil empleos (o sea, el 0,24% de la población

económicamente activa), lo que representa en total el 2,55% de las exportaciones del país.

Cabe preguntarse si tan magros porcentajes (que podrían incluso mantenerse con una

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minería más racional) justifican la abolición del paisaje, la destrucción territorial, cultural y

social de la que venimos hablando. El mero hecho de que esto ocurra sin dar lugar a grandes

debates, habla del muy escaso lugar que ocupa la cultura en las altas decisiones de Estado, y

del predominio de un materialismo positivista al que la izquierda no fue nunca inmune.

Evo Morales aclara que el buen vivir consagrado por la Constitución de Bolivia no es

vivir mejor. Quien explota a otro, lo somete y lo despoja de sus tierras podrá con ello vivir

mejor, o consumir más, pero eso no es vivir bien, como expresión civilizatoria. Tampoco

atentar contra la naturaleza y sus derechos es vivir bien. La vía socialista se presenta así

como la única posibilidad de preservar las culturas ancestrales y alcanzar una racionalidad

ambiental que asegure una tierra más o menos limpia y habitable a nuestros

descendientes. Los movimientos indígenas identifican hoy con un socialismo de cuno

humanitario los viejos principio sus de sus comunidades, que inspiraron a Louis Baudin y

otros precursores del socialismo. Observan asimismo que con la pérdida de la

biodiversidad y el equilibrio ecológico de sus territorios se pierden los valores comunitarios

y se diluyen sus matrices culturales. Es hora por eso de naturalizar al ser humano y

humanizar a la naturaleza, apartándonos así del pensamiento occidental.

Quienes propugnan este desarrollismo ecocida tildan a quienes se oponen de

enemigos de la industrialización y los avances tecnológicos, pero esto es una falacia.

García Linera admite que hay una tensión entre industrializar y vivir bien, pero se debe

buscar siempre el punto de equilibrio que permita el vivir bien de los actuales habitantes, y

a la vez preserve la naturaleza para las siguientes generaciones.5 Francia y Alemania son

países altamente industrializados, pero llegaron a esto sin destruir su naturaleza ni arrasar

el paisaje cultural. Lo mismo se puede decir de muchos otros países desarrollados. Este

nuevo imperativo moral nos pide obrar de tal manera que los efectos de nuestra acción no

destruyan la posibilidad futura de la vida. Esto, además, constituye un principio de

racionalidad ambiental básica, pues la Tierra está ya cansada de nosotros, y de seguir todo

así no tardará en borrar a la especie humana de su superficie para recomponer sus tejidos

Me congratula hallar en Zaffaroni un fuerte apoyo filosófico y jurídico a esta posición,

en tanto integrante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En el libro La

Pachamama y el humano, afirma que vivimos oprimidos bajo un paradigma de civilización

que nos exiló de la comunidad de vida, que se relaciona con la naturaleza mediante

violencia y nos hace perder la reverencia ante la sacralidad de la vida y el universo.6 Nos

recuerda que para Kant, el hombre no solo tiene el derecho de dominar a la naturaleza,

sino también el deber de hacerlo, como una forma de coronar la obra humana. En

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respuesta a ello, las constituciones elevan hoy a la condición de derecho humano esencial

el contar con un ambiente sano y habitable. El contrato de UNASUR reconoce como uno

de sus principios básicos avanzar hacia un desarrollo sustentable. Hoy la ecología

profunda propone ampliar la idea de sujeto a los no humanos, así como la necesidad de

celebrar un contrato con la naturaleza, semejante al contrato social. Porque no todo lo no

humano es para el humano, y no es la cultura la que declaró esta guerra suicida a la

naturaleza, sino tan solo una cultura, subraya Osvaldo Bayer en el prólogo a la obra de

Zaffaroni7, la que por su brutalidad y poder bélico nos sumió en esta nueva barbarie, que

avanza resueltamente, como un despreocupado heraldo del Apocalipsis.

NOTAS

1 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., p. 76.

2 Cf. Fernando Coronil, «Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrismo al

globocentrismo», en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales.

Perspectivas latinoamericanas, ob. cit., p. 90.

3 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., pp. 14-17.

4 Ibídem, p. 49.

5 Abya Yala. Una visión indígena, p. 221 ¿/

6 Cf. Eugenio Raúl Zaffaroni, La Pachamama y el humano, Buenos Aires, Ediciones

Colihue, 2012: p. 87-88.

7 Ibidem; p. 17