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Universidad de los Andes, Colombia Facultad de Ciencias Sociales Departamento de Ciencia Política Revista de libre acceso Consúltela y descárguela http://colombiainternacional.uniandes.edu.co/

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NARCOTRÁFICO, VIOLENCIA POLÍTICA Y POLÍTICA EXTERIOR DE ESTADOS UNIDOS HACIA COLOMBIA EN LOS NOVENTA*

Bruce Michael Bagley'

El presente ensayo examina el impacto de las políticas de control de drogas de los gobiernos de Estados Unidos y Colombia en la evolución del cultivo de drogas, el narcotráfico y la violencia política en Co-lombia durante los años noventa. La tesis central radica en que la guerra contra las drogas librada por Washington y Bogotá durante esta década no solamente fracasó en dar freno al crecimiento del tráfico de drogas y a la consecuente corrupción, sino que, de hecho, fue contraproducente. En-tre sus consecuencias involuntarias más importantes están la expansión acelerada de las actividades de cultivo y producción de drogas, la dispersión y proliferación del crimen organizado y la intensificación de la violencia política y la lucha guerrillera en el país. Como resultado, a inicios del 2000 Colombia enfrentó más amenazas se-rias a su seguridad nacional y a su estabili-dad política que en 1990. En el ensayo se concluye que el escalamiento masivo de las estrategias defectuosas contra las drogas de la década anterior propuestas por la admi-nistración Clinton, en enero del 2000, tien-den más a empeorar los actuales proble-mas de violencia y de inseguridad en Co-lombia que a resolverlos.

CULTIVO Y PRODUCCIÓN DE DROGAS EN COLOMBIA

A pesar del aporte de casi mil millones de dólares en ayuda antinarcóticos al Estado colombiano durante la década del noven-ta, en 1999 Colombia se había convertido en el primer país cultivador de coca del mundo, al producir más hoja de coca que Perú y Bolivia juntos (GAO, 1999a: 4-5). En-tre 1989 y 1998, la producción de hoja de coca creció en un 140%, de 33.900 a 81.400 toneladas métricas. Más notable aún, los niveles de producción en 1999 aumenta-ron más del doble de los totales de 1998, al alcanzar alrededor de 220 toneladas. Este dramático ascenso en la producción total reflejó el hecho de que entre 1996 y 1999 el número total de hectáreas de hoja de coca en cultivo en Colombia aumentó casi el 100%, de 68.280 a 120.000 hectáreas. Esta tremenda expansión ocurrió pese a la exis-tencia de un programa de erradicación permanente de la Policía Nacional de Co-lombia que fumigó un récord de 65.000 hectáreas de coca sólo en 1998 (aproxima-damente 50% más que el total para 1997). En el año 2000 se proyectaba que el área total de cultivo aumentara a 200.000 hec-

* Traducción: Marcela Londoño.** Profesor de Estudios Internacionales, School of International Studies, Universidad de Miami, Coral Gables,

Florida.

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tareas y que puede alcanzar 500.000 hec-táreas hacia 2002, si continúan las tasas ac-tuales de expansión durante los próximos años (Departamento de Estado, 1999; Se-mana, 1999a, Associated Press, 2000a; Johnson, 2000a).

De manera concomitante, Colombia también mantuvo su posición como la prin-cipal nación refinadora de cocaína, al pro-porcionar cerca del 80% (220 toneladas métricas) del total de las importaciones de cocaína (aproximadamente 300 toneladas métricas) introducidas a los Estados Uni-dos en 1999. En el año 2000 se esperaba que Colombia produjera entre 330 y 440 tone-ladas'métricas de cocaína pura tanto de coca cultivada en el país, como de base de coca traída desde Perú y Bolivia.

Durante la década del noventa la pro-ducción de amapola (materia prima de la heroína) en Colombia también se disparó de cero en 1989 a 61 toneladas métricas en 1998. Mientras estos totales de producción significaban que Colombia todavía se po-día clasificar como un actor menor en el mercado de la heroína (menos del 2% del total de la producción global), le permi-tieron luego convertirse en el primer proveedor del oriente de Estados Unidos a finales de la década, al exportar cerca de seis toneladas métricas de heroína pura anualmente.

Con aproximadamente 5.000 hectáreas en cultivo, Colombia también continuó siendo un productor importante de mari-huana a lo largo de la década.

En 1998 y 1999, Colombia abasteció alre-dedor del 40% (4.000 toneladas métricas) del total de importaciones anuales de Can-nabis sativa al mercado estadounidense.

Cultivo de droga y producción en la región Andina

No obstante estas lamentables estadísticas, sería impreciso concluir que la "guerra antidrogas" promovida por Estados Uni-dos en toda la región Andina fue un total fracaso durante los años noventa. En con-traste con la situación colombiana, el culti-vo de coca en Perú cayó al 27% entre 1996 y 1997 solamente, al bajar de 96.000 hectá-reas a 70.000 hectáreas. En 1999, se culti-varon menos de 50.000 hectáreas de coca en Perú. Como resultado directo, la produc-ción total de cocaína en ese país también disminuyó notoriamente durante los no-venta, de un alto nivel de 606 toneladas métricas en 1992 a 264 toneladas en 1998. En el 2000 se proyectaba que Perú produ-ciría sólo 192 toneladas métricas. Desde marzo de 1998, sin embargo, la recupera-ción en el precio de la hoja de coca en Perú ha amenazado con reavivar el crecimien-to del cultivo en ese país (Departamento de Estado, 1999; Krauss, 1999).

Al igual que Perú, Bolivia también re-gistró disminuciones substanciales en el cultivo de coca durante la década, cayen-do de 48.800 hectáreas en 1996 a 46.000 en 1997 y a 38.000 hectáreas en 1998, mien-tras que el total de la producción de cocaí-na bajó de 248 toneladas métricas en 1992 a 77 toneladas en 1999. En el 2000, se espe-raba que la producción cayera aún más, 55 toneladas métricas (Departamento de Es-tado, 1999; Cabrera, 1999).

Gran parte del éxito de los programas de erradicación de coca y desarrollo alter-nativo respaldados por EU en Perú y Boli-via a finales de la década del noventa se puede atribuir al rompimiento de la "ruta aérea" que había permitido a las organiza-

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ciones traficantes colombianas de princi-pios de la década transportar pasta de coca o "base" desde estos dos países andinoshacia Colombia, en donde era posterior-mente refinada a cocaína y luego intro-ducida a Estados Unidos. La ruta aérea efectivamente colapso a finales de 1995 después que la Fuerza Aérea peruana, bajo las órdenes del presidente Alberto Fujimori, comenzó a disparar a los avio-nes sospechosos que volaban entre Perú y Colombia. De hecho, durante 1995 los peruanos derribaron 25 aeronaves y obli-garon a otras a aterrizar para ser inspec-cionadas. Como resultado, entre abril y agosto de 1995 la demanda de hoja de coca en Perú se desplomó y los precios de la hoja cayeron a más del 60%. En combinación con los esfuerzos más agresivos de erradi-cación adelantados por los gobiernos de Perú y Bolivia (con respaldo financiero estadounidense) en 1996 y los años pos-teriores, los programas de desarrollo alter-nativo comenzaron a gozar de un éxito considerable entre los campesinos cultiva-dores en ambos países. Con la ruta aérea destruida, sin embargo, los traficantes co-lombianos expandieron velozmente el cul-tivo de coca en Colombia, desplazando de manera progresiva a Perú y Bolivia como los principales países cultivadores de coca en el mundo a finales de los años noventa (Krauss, 1999; The Economist, 2000).

En 1999, el continuo éxito deí elogiado programa de erradicación de coca en Perú estuvo en seria amenaza, dado que el pre-cio de la hoja de coca en el país se volvió a disparar durante el año a dos tercios de su aumento previo en 1995, con lo cual se es-timuló de nuevo el cultivo campesino. Va-rios factores parecen dar cuenta de esta reactivación del cultivo de coca en Perú. En primer lugar, los traficantes peruanos en-

contraron gradualmente formas de reabrir algunas rutas aéreas a Colombia y reem-plazar otras por rutas por carretera, río y mar, lo cual subió la demanda internacio-nal por la coca de Perú e hizo más lucrati-vo su cultivo en el país. La decisión del gobierno estadounidense en mayo de 1998 de suspender los vuelos de inspección AWAC y P-3 Orion sobre Perú para incre-mentar el espionaje aéreo sobre Colombia en la medida en que las actividades de narcotráfico aumentaron allí, claramente redujo la capacidad de los peruanos de in-terceptar vuelos cargados de drogas en su territorio nacional. La habilidad de la poli-cía peruana de llevar a cabo operaciones de interdicción más adelante se menguó cuando el Fenómeno del Niño pasó por Perú a principios de 1998 y obligó a que las fuerzas de seguridad del país trasladaran los helicópteros y aviones normalmente utilizados en operaciones antidrogas hacia la costa Pacífica inundada para desempe-ñar labores de emergencia. De manera similar, un nuevo estallido de tensiones en-tre Perú y Ecuador en 1998 condujo a que el Ejército peruano enviara algunos avio-nes al área de frontera temporalmente y, en consecuencia, se redujo la disponibi-lidad de naves para actividades de inter-dicción. A finales de agosto de 1999 la ad-ministración Clinton una vez más acordó reanudar vuelos de supervisión sobre Perú para ayudar al Ejército peruano a intercep-tar aviones traficantes (Krauss, 1999; The Economist, 2000).

En segundo lugar, muchos más trafican-tes comenzaron a procesar pasta de coca a cocaína refinada en su propio país, con lo cual se aumentó la demanda doméstica de hoja de coca en Perú. En tercer lugar, el con-sumo de cocaína en los principales centros urbanos de Perú creció substancialmente

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a finales de la década del noventa (como lo hizo en los centros urbanos más impor-tantes de toda la región durante la déca-da), y eso incrementó las utilidades del mercado local y la demanda total de hoja de coca en Perú. Finalmente, la continua disminución de la oferta de hoja de coca en Bolivia le agregó valor al cultivo de coca en Perú (y Colombia), especialmente a la luz del aumento en la demanda de cocaí-na en Europa, en donde los precios de la calle casi siempre llegaban al doble de los de Estados Unidos (Krauss, 1999; The Economist, 2000).

Interdicción de rutas de tráfico de drogas

Cerca de 13 millones de consumidores de droga en EU gastaron aproximadamente US$ 67 billones en drogas ilícitas, lo cual hizo que el mercado estadounidense fuera el más lucrativo del mundo para los tra-ficantes colombianos. Washington gastó alrededor de dos tercios de sus US$ 17.8 billones de presupuesto antidrogas en 1999 en interdicción y otras actividades relacio-nadas para restringir el flujo de drogas ilícitas de Colombia y otras partes en el hemisferio hacia Estados Unidos. De he-cho, a lo largo de la década del noventa el gobierno de EU hizo un gran énfasis en actividades de interdicción como táctica clave en su estrategia de guerra contra las drogas (Office of National Drug Control Policy, 1998: 42-52; GAO, 1999b).

Durante la mayor parte de la década del ochenta, el cartel de Medellín dominó el mercado de droga colombiano y sus prin-cipales rutas de tráfico pasaban por (o so-bre) el Caribe hacia Estados Unidos vía el sur de Florida y otros sitios a lo largo de la costa Atlántica estadounidense. A medida

que estas rutas "tradicionales" comenzaron a sufrir las presiones de la ejecución esta-dounidense de la Ley Antidrogas durante la segunda mitad de la década, se dio un cambio gradual de las rutas caribeñas a otras nuevas que pasaban por Centroamé-rica y México y a través de la frontera del sudoeste de Estados Unidos. A principios de los noventa, un 70 a 80% de la cocaína fue introducida a Estados Unidos desde Colombia a través de México, mientras que sólo un 20 a 30% continuó entrando a tra-vés del Caribe (GAO, 1996; Office of National Drug Control Policy, 1997: 49-62).

Este dramático cambio en las rutas de contrabando, sin duda, fue provocado por los grandes esfuerzos de interdicción de las agencias de estadounidenses de ejecución de la ley y reforzado por el creciente involucramiento del Ejército estadouni-dense (especialmente la Marina y la Fuer-za Aérea). El "éxito" en este frente en la guerra contra las drogas, sin embargo, no resultó en una reducción en la oferta de co-caína (o heroína) en el mercado esta-dounidense, ni mucho menos en un au-mento en los precios de la calle durante la década del noventa. En la práctica, los tra-ficantes de Medellín y Cali eran muy adaptables y establecieron rápidamente nuevas rutas de contrabando para reem-plazar las más viejas y riesgosas. En lugar de reducir el narcotráfico de Colombia ha-cia Estados Unidos, el crecimiento en la interdicción en el Caribe más bien dispa-ró las actividades ilegales en América Cen-tral y México, junto con la consecuente corrupción y violencia que típicamente acompañan las actividades de narcotráfi-co a gran escala (Golden, 1997; Lupsha, 1995).

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Inicialmente los carteles de la droga co-lombianos pactaron con las organizaciones traficantes mexicanas introducir su "pro-ducto" a través de la frontera entre EU y México sobre una simple base de cobro por servicio. A mediados de los noventa, sin embargo, dado que primero el cartel de Medellín y luego el de Cali fueron parcial-mente desmantelados por las autoridades de ejecución de la ley de Estados Unidos y Colombia, los mafiosos mexicanos comen-zaron a demandar productos en vez de di-nero en retorno por sus servicios. El papel expansivo de los mexicanos en el tráfico de drogas de los colombianos durante los no-venta incrementó sus utilidades ilícitas de manera exponencial y condujo a la conso-lidación de varios carteles mexicanos (el cartel de Juárez, el de Tijuana y el del Gol-fo) que pronto rivalizaron con las organi-zaciones colombianas en tamaño, utilida-des y violencia. De hecho, durante la se-gunda mitad de la década el surgimiento de estas nuevas organizaciones criminales en México desató en este país una ola sin precedentes de violencia y corrupción por las drogas que amenazó seriamente el na-ciente proceso de democratización del país (Dillon, 1997; Golden, 2000; Waller, 1999).

Durante la década pasada Washington respondió al incremento en las actividades de narcotráfico en la frontera entre Méxi-co y Estados Unidos reforzando el control antidrogas por el suroeste y presionando a México DF a cooperar más de lleno con las autoridades estadounidenses en operacio-nes conjuntas de control antidrogas en la frontera y en México. Aunque había sido exitosa sólo parcialmente en comprometer la colaboración mexicana, dada la gran co-rrupción relacionada con las drogas exis-tente en ese país, la intensificación de la interdicción había comenzado a presentar

un progreso significativo en reducir el flu-jo de cocaína y heroína colombianas en la frontera. Se le dio un verdadero estímulo a los esfuerzos de control antidrogas gra-cias a la fisura que se abrió a finales de los noventa entre las organizaciones del narcotráfico colombianas y las mexicanas, por el exorbitante tamaño de la participa-ción mexicana en los beneficios del tráfico de la cocaína. El estallido de violencia de aniquilación mutua entre familias rivales de la mafia mexicana, especialmente des-pués de la muerte del jefe del Cartel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes (alias "El Señor de los Cielos") en 1997, también con-tribuyó al declive del uso de rutas me-xicanas por parte de Colombia y, por ende, a un mayor éxito de la aplicación del con-trol antidrogas en la frontera (Riley, 2000; Sandoval, 2000).

Una vez más, sin embargo, este "éxito" de la interdicción estadounidense fue más aparente que real. A finales de la década había clara evidencia de que los trafican-tes colombianos habían comenzado a reutilizar las rutas del Caribe. De manera cada vez más frecuente empezaron a salir a la superficie reportes que indicaban que la cocaína y la heroína provenientes de Colombia estaban transitando a través de República Dominicana, Haití, Cuba y Puer-to Rico hacia Estados Unidos. También ha-bía una creciente evidencia del uso de con-tenedores a bordo de embarcaciones para la introducción de cocaína por los puertos de la costa este de Estados Unidos y de un retorno a los swallowers y "muías" para el transporte de heroína a través de viajes en aviones comerciales y cruceros. En 1999, quizá un 50% del tráfico de cocaína y de un 80 a 90% de heroína eran transporta-dos por el Caribe en lugar de México. La lista de los países más utilizados como ru-

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tas de tránsito en el Caribe estaba encabe-zada por República Dominicana, Haití, Jamaica, Puerto Rico y Cuba. Este retorno a las rutas más tradicionales fue posible, en parte, a causa de la decisión de Washing-ton unos años antes de trasladar cierto per-sonal de aduana del sur de la Florida a la frontera suroccidental y, en consecuencia, dejar las rutas del Caribe y el sur de la Flo-rida expuestas de nuevo a la acción de los narcotraficantes. Las severas recesiones que sufrieron muchas economías del Cari-be insular durante la segunda mitad de la década indudablemente las hicieron más vulnerables al tráfico de drogas y a la co-rrupción resultante (Rother, 1998; Reuters, 2000a; Kidwell, 2000; The Associated Press, 2000b).

El cierre de la base aérea Howard en Pa-namá en mayo de 1999, en cumplimiento de las obligaciones adquiridas por Was-hington con el tratado de 1977 de devol-ver el control de la Zona del Canal a Pana-má a finales de siglo, redujo aún más las capacidades de supervisión de Estados Unidos sobre las actividades de narcotrá-fico en Colombia. Durante la década del noventa, la Fuerza Aérea estadounidense había utilizado la base Howard como base de las operaciones de AWAC para moni-torear los tramos no cubiertos por las tres estaciones de radar estadounidenses ubi-cadas al sur de Colombia. Con la pérdida de Howard en 1999 comenzaron a surgir de nuevo vuelos cargados de drogas, es-pecialmente a lo largo de la costa pacífica colombiana. Las peticiones que el Coman-do Sur estadounidense ubicado en Miami le hizo al Pentágono en el sentido de acon-dicionar vuelos de supervisión en Cen-troamérica y América del Sur y el Caribe fueron satisfechas sólo en el 43% de las veces en 1999. El gobierno estadouniden-

se negoció los derechos para establecer una base aérea en Manta, Ecuador, para reem-plazar a Howard durante 1999, pero en fe-brero de 2000 la construcción de las nue-vas instalaciones aún no había comenza-do (Johnson, 2000b).

A comienzos de 1998, la Fuerza Aérea colombiana, al igual que su contraparte pe-ruana, comenzó a forzar el aterrizaje o a derribar aeronaves sospechosas de nar-cotráfico. Entre 1998 y 1999, varios aviones fueron interceptados. Seis fueron derriba-dos y otros 30 destruidos después de ate-rrizar. A principios de febrero de 2000 el ministro de Defensa de Colombia, Luis Fer-nando Ramírez, anunció que el gobierno del presidente Pastrana intentaría reforzar sus actividades de interdicción en el 2000 con la ayuda de nuevo equipo proporcio-nado por la administración Clinton (Johnson, 2000c).

El declive de los carteles colombianos

En Colombia, pese a que los cultivos y el tráfico se expandieron de manera expo-nencial durante la década, los esfuerzos combinados de los gobiernos de Estados Unidos y Colombia sí tuvieron éxito en in-terrumpir significativamente las activida-des de narcotráfico de las dos principales redes del país -los carteles de Medellín y Cali- durante los noventa. A comienzos de esa década, después del asesinato del can-didato presidencial por el Partido Liberal, Luis Carlos Galán, cometido por sicarios pertenecientes a la nómina del jefe del car-tel de Medellín, Pablo Escobar, el gobierno del presidente Virgilio Barco Vargas (1986-1990) y luego el de César Gaviria Trujillo (1990-1994) incrementaron ataques concer-tados contra el cartel de Medellín. Hacia 1994, después de la muerte de Pablo Esco-

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bar en un tejado durante un tiroteo en Medellín en 1993, el cartel de Medellín había sido desmantelado en su mayoría. De igual manera, entre 1995 y 1996 el go-bierno de Ernesto Samper Pizano (1994-98) persiguió y efectivamente desmanteló el cartel de Cali (Bagley, 1990: 154-171; Clawson y Lee, 1998: 37-61).

Aunque algunos restos de ambas orga-nizaciones continuaron operando a nive-les más bajos de actividad (algunas veces desde la cárcel) durante finales de la déca-da del noventa, el desmembramiento de estas dos poderosas y violentas organiza-ciones transnacionales de narcotráfico a principios de la década constituyó un logro importante para las organismos en-cargados de la ejecución de la ley en Esta-dos Unidos y Colombia. En la época tran-quila de los años ochenta y principios de los noventa, el despiadado cartel de Medellín había sobornado, intimidado y asesinado una veintena de oficiales del gobierno colombiano a todos los niveles para proteger sus operaciones de droga. Luego que el presidente Belisario Betancur (1982-86) comenzara a extraditar narcotra-ficantes colombianos a Estados Unidos tras el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla ordenado por el cartel de Medellín en 1984, los capos de Medellín lanzaron una campaña narcoterrorista sis-temática contra el Estado colombiano di-señada para forzar al gobierno a detener posteriores extradiciones. Su campaña re-sultó exitosa más adelante cuando en 1997, una Corte Suprema de Justicia colombia-na completamente intimidada finalmente dio su fallo de inconstitucionalidad al tra-tado de extradición entre Colombia y Es-tados Unidos. A mediados de la década de los ochenta, el cartel de Medellín era tan rico y poderoso que podía constituir una

amenaza directa para la seguridad estatal de Colombia. Por lo tanto, la aniquilación del cartel de Medeílín y de manera subse-cuente el igualmente peligroso cartel de Cali deben reconocerse como victorias im-portantes en la guerra contra las drogas en Colombia, pues su dimisión efectivamen-te obstaculizó el surgimiento de un "nar-coestado" en el país (Bagley, 1998: 71-92; Sweeny, 1995; Shifter, 1999:14-20).

La innegable importancia de los ataques exitosos del gobierno colombiano a los car-teles de Medellín y Cali durante la década no debe, sin embargo, oscurecer la reali-dad subyacente de la expansión progresi-va de los cultivos de droga y del nar-cotráfico en Colombia durante la segunda mitad de los noventa. Tampoco debe dis-traer la atención de la acelerada corrosión política que provino del aún próspero trá-fico ilícito del país. En la práctica, más que restringir el auge del tráfico de drogas de la nación, las muertes, extradiciones o en-carcelamientos de los "jefes" de los princi-pales carteles crearon sólo interrupciones temporales y relativamente menores en el flujo de contrabando de droga de Colom-bia a los mercados de Estados Unidos y Europa. De hecho, el vacío que dejó el ani-quilamiento parcial de los carteles de Cali y Medellín fue rápidamente llenado por el surgimiento y proliferación de montones de organizaciones de narcotráfico o "car-telitos" por toda Colombia, más pequeñas y menos notorias (aunque igualmente vio-lentas), las cuales se involucraron tanto en el tráfico de cocaína como en el comercio más lucrativo y de veloz expansión de la heroína. A diferencia de los carteles de Medelíín y Cali, no obstante, estos nuevos grupos más pequeños han mantenido re-lativamente bajos perfiles y han operado casi siempre desde bases ubicadas en mu-

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chas de las ciudades intermedias o secun-darias y pueblos pequeños donde pueden sobornar e intimidar a los oficiales locales con el fin de obtener "protección" para sus actividades en relativo anonimato (Presi-dencia de la República de Colombia, 1997: 24-25; Semana, 1999b; Thomson, 1999).

Aunque es poco probable que planteen amenazas directas a la seguridad nacional similares a las de los carteles de Medellín y Cali a finales de los ochenta y principios de los noventa, el surgimiento de estos nuevos carteles de boutique ha presentado nuevos retos, tanto a los oficiales de ejecu-ción de la Ley Antidrogas colombianos como a los estadounidenses, que éstos no han logrado superar de manera efectiva. A pesar de algunos "golpes" recientes y muy publicitados contra los narcotra-ficantes, tales como la captura del capo Ale-jandro Bernal (alias "Juvenal") -el sucesor de Pablo Escobar y su organización de Medellín- durante la "Operación Milenio" en octubre de 1999, el tráfico de droga en Colombia continuó prosperando a co-mienzos del 2000. Sus efectos violentos y corrosivos continúan permeando las insti-tuciones políticas y judiciales de Colombia de manera virtualmente constante y soca-va con severidad las posibilidades de una reforma económica efectiva en el país (Se-mana, 1999c; Semple, 1999).

La corrupción política en Colombia en realidad precedió al surgimiento del narco-tráfico de gran escala en el país. En efecto, está profundamente arraigada en la heren-cia colonial del país y en los patrones de política elitista, gobierno patrimonial y re-

laciones patrón-cliente a través de los dos siglos que han transcurrido después de la independencia. El narcotráfico y el fenó-meno concomitante de violencia criminal y corrupción política que éste produce, se originó en Colombia a finales de los años sesenta y los setenta, en un contexto de débil institucionalización del Estado, ya abundante en corrupción política y clien-telismo. La aparición y la expansión de or-ganizaciones criminales transnacionales poderosas involucradas en el tráfico inter-nacional de drogas durante los años setenta y ochenta fueron resultado de -y exacer-baron significativamente- las debilidades institucionales subyacentes del sistema político colombiano. En los años ochenta y principios de los noventa, las enormes ganancias obtenidas por los carteles en Colombia en tráfico ilícito de drogas les permitieron organizar y equipar su propio ejército privado (grupos paramilitares) y sobornar e intimidar a los políticos colom-bianos y los funcionarios del gobierno en todos los niveles. Como resultado, el sis-tema de justicia colombiano prácticamente colapso a finales de los años ochenta y principios de los noventa, miembros clave de la Policía y el Ejército eran rutinaria-mente comprados y cerca del 60% de los miembros del Congreso colombiano re-cibieron contribuciones ilícitas para sus campañas con el fin de garantizar su coo-peración en asuntos cruciales tales como la extradición1.

La élite empresarial o el (sector priva-do) también resultó ser vulnerable y cóm-plice, casi siempre aceptando pagos en efectivo, facilitando operaciones de lava-

1 Para análisis de los problemas de la corrupción institucional en Colombia, véase Roll (1997:117-134); Cepeda (1994,1996a, 1996b, 1997: 99-116).

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do de dinero mediante negocios legales, vendiendo propiedades a precios exorbi-tantes, entre otras. De hecho, durante la década del noventa casi siempre era im-posible distinguir claramente entre activi-dades legales e ilegales del sector priva-do. Para ilustrar la profundidad del proble-ma, un reporte de febrero de 2000 emitido por la llamada "Comisión de la Verdad" (compuesta por investigadores de varias entidades estatales) sobre corrupción en el sector bancario estatal reveló que durante los últimos diez años cerca de 7.2 billones de pesos habían sido sustraídos sistemá-ticamente de seis bancos pertenecientes al Estado. Como resultado de este enorme es-cándalo financiero, se han emprendido más de 1.200 procesos criminales contra banqueros, hombres de negocios, líderes sindicales, congresistas, ex ministros y burócratas de alto nivel. En palabras del ac-tual Fiscal General de la Nación, Alfonso Gómez Méndez, esta corrupción del sec-tor privado y público "es aún más peligro-sa [para el país] que los grupos armados que operan al margen de la ley" (Semana, 2000a). De hecho, según Transparency International, en 1999 Colombia se posi-cionó no sólo como uno de los países más violentos, sino como uno de los más co-rruptos del planeta.

Durante la década del noventa, bajo considerable presión de Estados Unidos, Bogotá logró refrenar, al menos parcial-mente, la rampante corrupción y la violen-cia criminal en aumento producto de los carteles de Medellín y Cali. No obstante, las campañas relativamente exitosas que realizó Colombia en contra de estas dos principales organizaciones criminales de ningún modo eliminó la corrupción rela-

cionada con la droga en el país. De acuer-do con pronunciamientos recientes del gobierno estadounidense,

la corrupción prevaleciente en todos los sec-tores del gobierno colombiano fue un fac-tor crucial que afectó las operaciones antinarcóticos y ... la corrupción relaciona-da con la droga en todas las ramas del go-bierno continuó socavando la efectividad de las acciones antinarcóticos de Colombia (GAO, 1999c, 2000).

Las FARC y el comercio de drogas de Colombia

Los problemas que enfrentaron las autori-dades de ejecución de la Ley Antidrogas que trabajaban en Colombia durante la dé-cada estaban compuestos por el creciente involucramiento de la principal organiza-ción guerrillera en Colombia -las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC- en el cultivo de drogas y en activi-dades de narcotráfico. El eclipse de los car-teles más importantes abrió mayores opor-tunidades para que el ejército guerrillero de 20.000 hombres de las FARC sacara pro-vecho de la próspera industria de la droga en el país. Lo lograron mediante el cobro de impuestos a los campesinos cultivado-res en sus zonas de influencia y a través de la contratación de sus servicios a las orga-nizaciones traficantes para proteger sus cultivos, los laboratorios de procesamien-to y las pistas de aterrizaje (Semana, 1999d). A finales de la década del noventa una li-mitada evidencia sugería que unos pocos "frentes" de las FARC pudieron incluso comenzar a operar sus propias instalacio-nes de procesamiento en áreas remotas del país, aunque no había señales de que hu-biera personal de este grupo guerrillero comprometido en actividades internacio-

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nales de tráfico de drogas fuera de Colom-bia (Ambrus y Contreras, 1999; Reuters, 1999a). Las altas cúpulas de las FARC con-tinuaron negando las acusaciones sobre la vinculación de la organización con el narcotráfico: "La verdad es que no depen-demos de la coca" (García, 2000). Pero el general Fernando Tapias, Comandante de las Fuerzas Armadas de Colombia, insistió en que el caso era lo opuesto:

No creo que nadie en Colombia o en el mun-do pueda dudar de los vínculos existentes entre el narcotráfico y los grupos rebeldes (The Associated Press, 2000c).

A finales de la década, los cálculos del gobierno colombiano estimaron las ganan-cias totales de las FARC por el tráfico de drogas en 400 millones de dólares anua-les. Agregado a los aproximadamente US$ 500 millones al año que se cree que las FARC ganan por sus actividades más "tra-dicionales" (recaudación de "impuestos" revolucionarios a terratenientes, secuestro, extorsión, robo, "comisiones" recogidas de gobiernos y negocios locales, y sus propias inversiones), el ingreso total de las FARC en 1999 pudo haber llegado a los US$900 millones2.

Si bien los ingresos del tráfico de dro-gas han apoyado financieramente a las FARC, sería un error concluir que el dine-ro proveniente de las drogas fue en el pasado, o sigue siendo, esencial para la continuidad de la guerra de las FARC con-tra el gobierno colombiano. En primer lu-

gar, hay una serie de "frentes" de las FARC que nunca han dependido de la "renta" de la coca o la amapola para sostener sus acti-vidades. En segundo lugar, una caída en los ingresos de las drogas se puede suplir, con toda probabilidad, incrementando las ganancias con secuestros, extorsión e "im-puestos" revolucionarios a los campesinos, terratenientes, empresarios y multinacio-nales extranjeras. Por lo tanto, la elimina-ción de la economía clandestina de la dro-ga en Colombia, si alguna vez ocurriera, no terminaría automática ni inevitable-mente la guerra de cuarenta años que ha librado la guerrilla en el país, la cual ha cobrado más de 35.000 vidas sólo en la úl-tima década (Reyes, 1999).

Sin embargo, alimentadas en buena parte por ganancias relacionadas con las drogas, las FARC crecieron a paso firme en número y armamento durante la década del noventa. En la segunda mitad de esa década, con frecuencia fueron capaces de derrotar o castigar severamente las fuerzas colombianas en combate. La decisión de la administración Clinton de "descertificar" a Colombia en 1996 y 1997 (principalmente por la supuesta aceptación por parte del presidente Samper de US$6.1 millones en contribuciones de campaña del cartel de Cali durante su contienda presidencial en 1994) condujo a una reducción sustancial de la ayuda estadounidense a Colombia. Como era de esperarse, estas reducciones contribuyeron al deterioro de la capacidad del Ejército colombiano de combatir a las FARC de manera efectiva. El creciente ta-

2 Es extremadamente difícil obtener información precisa de las ganancias de las FARC como producto de sus actividades con la droga y, por lo tanto, los cálculos varían ampliamente de US$100 millones a US$600 millones anualmente. Las cifras presentadas aquí están basadas en entrevistas con informantes expertos realizadas por el autor en Colombia en noviembre de 1999. Para discusiones sobre las fuentes de ingresos de las FARC, véase Semana (1999e); Farra (1999); Agencia EFE. (1999).

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maño y fuerza de las FARC fue, a su turno, un factor clave detrás de la decisión del presidente Pastrana de promover una nue-va y ambiciosa iniciativa de paz dirigida a las FARC poco después de su posesión en agosto de 1998.

EL PROCESO DE PAZ DEL PRESIDENTE PASTRANA Y LA ZONA DE DESPEJE

Aunque el progreso en estas negociaciones de paz fue terriblemente lento durante los primeros 18 meses de su administración, el presidente Pastrana y el jefe de las FARC, Manuel Marulanda Vélez (alias "Tirofijo") acordaron en noviembre de 1998 estable-cer una zona desmilitarizada de 42.000 ki-lómetros (zona de despeje) en el departa-mento de Caquetá. En efecto, dicho acuer-do obligó a las fuerzas de seguridad del gobierno a retirarse completamente de este territorio (del tamaño de Suiza) en la re-gión de los Llanos Orientales y le prohibió conducir operaciones militares e incluso de inteligencia en el área. La lógica detrás de la creación de la zona de despeje por parte del gobierno Pastrana, fue demostrar sus intenciones pacíficas y facilitar los diálogos de paz con las FARC al crear un área de "distensión" en la cual las negociaciones pudieran llevarse a cabo físicamente3.

En la práctica, la zona pronto se convir-tió en una especie de santuario para las FARC. Unas 5.000 tropas están estaciona-das permanentemente allí y se han vuelto el gobierno de jacto en el área. La creciente avalancha de críticas al presidente Pastra-na tanto al interior como fuera de Colom-bia (incluyendo a muchos miembros del

Congreso de Estados Unidos) han denun-ciado en repetidas ocasiones la creación de la zona de despeje como un signo de que el mandatario le está "entregando" el país a las FARC, al tiempo que está permitien-do la consolidación de una "narcoguerrilla" al interior del territorio nacional. Durante el último año y medio las fuerzas de las FARC que operan en la zona han sido acu-sadas con frecuencia de violar tanto la le-tra como el espíritu del acuerdo al ejecu-tar asesinatos selectivos, albergar víctimas de secuestro, amenazar alcaldes y jueces locales, conducir investigaciones y captu-ras ilegales, detener civiles inocentes, re-caudar dineros públicos, reclutar niños en sus filas, entrenar nuevas tropas y coman-dos terroristas y construir baterías an-tiaéreas y otras fortificaciones militares para fortalecer sus defensas. También han sido culpadas de explotar alrededor de 35.000 hectáreas de coca dentro de la zona, comprar hoja de coca a los campesinos de los departamentos circundantes (Meta, Guaviare, Caquetá, Putumayo) y venderla directamente a los carteles de la droga, así corno de utilizar las 37 pistas de aterrizaje a su disposición dentro de la zona desmili-tarizada para llevar por aire la cocaína pro-cesada a prácticamente cualquier parte del país (Ambrus y Contreras, 1999).

Las fuentes de inteligencia de Colom-bia y EU también creen que las FARC han utilizado la zona de despeje y sus ganan-cias ilícitas de la coca y otros ingresos para emprender un programa de rearme duran-te los últimos 18 meses. A mediados de ju-nio de 2000 el general Tapias calculó que durante el último año y medio las FARC

3 Para su declaración original d e intenciones en relación con el proceso de paz, véase Pastrana (1998); Tokatlian (1999: 339-360).

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habían adquirido más de 20.000 rifles de asalto provenientes de Alemania Oriental junto con lanzadores de granada, morte-ros, misiles antiaéreos SAM-12, equipos sofisticados de comunicaciones electró-nicas, y su propia fuerza aérea, pequeña aunque en crecimiento. Desde 1997, tres pi-lotos estadounidenses que volaban en mi-siones de interdicción antidrogas sobre el sur de Colombia para DynCorp, una con-tratista militar privada estadounidense, han muerto en accidentes de avión. A me-diados de 1999, un avión DeHavilland RC-7 de la Armada estadounidense dotado de un sofisticado equipo de inteligencia para interceptar comunicaciones por radio y te-léfono celular, cayó en las selvas del sur de Colombia mientras realizaba un patrulla]e oficial antinarcóticos de rutina; los cinco tripulantes del Ejército estadounidense que se encontraban a bordo murieron en el ac-cidente. No hay evidencia que indique que las FARC fueron responsables de derribar estos aviones. Sin embargo, se ha reporta-do ampliamente que las FARC han adqui-rido suficiente poder armamentista para hacerlo en el futuro. Sólo durante enero de 2000, las FARC dispararon misiles RPG-7 contra aeronaves ocho veces, aunque no se reportaron aciertos (Agence Frunce Press, 2000b; Washington Post, 1999; Semana, 1999f, 1999g; Hammer e Isikoff, 1999).

Los paramilitares, los derechos humanos y el tráfico de drogas

Al igual que sus rivales izquierdistas de las FARC, las fuerzas paramilitares derechis-tas de Colombia (Autodefensas Unidas de Colombia, AUC), conformadas aproxima-damente por 7.000 hombres, también se financian, al menos en parte, con impues-tos del tráfico de drogas en las áreas bajo su control. En una entrevista televisada

al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil a principios de enero de 2000, éste admitió abiertamente por primera vez que sus fuer-zas de "autodefensa" basadas en el noroes-te de Colombia le cobraban rutinariamen-te un 40% de impuestos a los campesinos productores de coca. De hecho, los conflic-tos más sangrientos entre las guerrillas y los paramilitares en Colombia durante la pasada década se han llevado a cabo en re-giones ricas en recursos naturales (petró-leo, oro o esmeraldas) o en cultivos de dro-gas (The Associated Press, 2000d).

Apoyados por muchos grandes terrate-nientes, narcotraficantes y segmentos del Ejército, los paramilitares virulentamente anticomunistas han sido primor dialmen te responsables de oleadas de masacres a ci-viles que han arrasado a Colombia en la última década. Sólo entre 1998 y 1999 el índice de masacres aumentó al44%, dejan-do más de 2.000 civiles colombianos muer-tos en 1999 (Human Rights Watch, 2000). Sus sistemáticos ataques a civiles sospecho-sos de ser "simpatizantes", en lugar de las propias guerrillas, provocaron el desplaza-miento de casi dos millones de colombia-nos durante la década del noventa. A pe-sar de la crueldad de los "paras", el miedo a los rebeldes izquierdistas se ha vuelto tan generalizado que el 60% de los colombia-nos consultados en una encuesta realiza-da en 1999 declararon que no apoyaban que se desbandaran los grupos de autode-fensa. Además, una mayoría entrevistada en la misma encuesta afirmó que querían que intervinieran tropas estadounidenses porque su propio gobierno era incapaz de protegerlos (Robinson, 1999-2000: 64).

Las FARC, junto con la mayoría de los grupos de derechos humanos dentro y fue-ra de Colombia, han denunciado en repe-

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tidas ocasiones la existencia de instancias de coalición entre los grupos de autode-fensa y las fuerzas de seguridad del gobier-no durante la última década. De acuerdo con Marulanda, los grupos paramilitares son una expresión oficial de la política es-tatal. Cuando los paramilitares entran a una zona, las unidades del Ejército en el área usualmente descuidan sus activida-des. En múltiples ocasiones, se ha reporta-do que el Ejército ha proporcionado comu-nicaciones y apoyo logístico para operacio-nes paramilitares. A mediados de 1999, cuando un grupo de rebeldes de las FARC atacó y rodeó la sede del líder de las AUC Carlos Castaño, tropas del Ejército se apre-suraron a su rescate. Para refutar la opinión del alto comandante sobre la inexistencia de lazos estrechos entre los "paras" y el Ejército, en 1999 las EARC distribuyeron lis-tas de bases de paramilitares, frecuencias radiales utilizadas para comunicarse con unidades del Ejército y los nombres de ofi-ciales que actuaban como mediadores (Human Rights Watch, 1996; revista Cam-bio, 1999).

Tales vínculos entre paramilitares y mi-litares indudablemente constituyen enor-mes impedimentos para cualquier progre-so futuro en las actuales negociaciones de paz de Bogotá con las FARC. Consciente de esto, en 1999 el presidente Pastrana re-levó a cuatro generales del servicio militar activo por sus conexiones con los parami-litares y envió a uno de ellos a juicio. Tam-bién completó el desmantelamiento de la

infame Brigada XX (Brigada de Inteligen-cia) que había sido estrechamente relacio-nada con bandas paramilitares derechistas durante años, y comenzó el proceso de re-organización y modernización de la inteli-gencia militar con ayuda de Estados Uni-dos. Sin embargo, los lazos persisten y las confrontaciones entre el Ejército y los para-militares continúan siendo extremadamente escasas (Reuters, 1999b; Martínez, 1999).

En reconocimiento de la creciente par-ticipación de los paramilitares en el tráfico de drogas y su récord como los peores abusadores de los derechos humanos en Colombia, a mediados de enero de 2000 oficiales del gobierno estadounidense ins-taron a la administración Pastrana a tomar medidas más enérgicas para eliminar las actividades paramilitares en el país. Según declaraciones públicas de Washington, la eliminación de estos grupos de autodefen-sa continúa siendo un paso esencial en el camino hacia la paz y el restablecimiento de la ley y el orden en el país (Agence Tran-ce Presse, 2000b)4. Por su parte, Castaño sos-tiene que el gobierno colombiano en últi-mas tendrá que otorgar amnistía a sus hombres e incluir a las AUC en las nego-ciaciones de paz, o de lo contrario el pro-ceso de paz fracasará (El Tiempo, 2000a).

El ELN, el EPL, el ERP y la búsqueda de la paz

La búsqueda de una resolución pacífica del conflicto por parte de la administración

4 En una visita anterior a Washington en marzo de 2000 para hacer lobby a los legisladores del paquete de ayuda de Clinton, el Vicepresidente colombiano Gustavo Bell Lemus declaró que siete comandantes de la alta cúpula del Ejército habían sido relevados recientemente de sus cargos por parte de la administración Pastrana por colaborar con los grupos paramilitares de derecha. Así mismo, anunció que siete miembros paramilitares habían sido dados de baja y 42 habían sido capturados por fuerzas del gobierno en los dos primeros meses de 2000 (Gedda, 2000).

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Pastrana se ha complicado por la presen-cia de otros tres movimientos insurgentes armados de izquierda en Colombia. Éstos incluyen el Ejército de Liberación Nacio-nal (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército Revolucionario del Pue-blo (ERP). Con aproximadamente 5.000 combatientes, el ELN, de orientación cas-trista, es el segundo grupo rebelde de iz-quierda en el país. Al igual que las FARC, opera por todo el territorio nacional. Sin embargo, a diferencia de las FARC, el ELN no parece haberse comprometido sistemá-ticamente en actividades de narcotráfico durante la década del noventa. En cambio, ha financiado sus operaciones principal-mente a partir de extorsiones a compañías multinacionales que explotan las áreas pe-trolíferas de Colombia y volando (50 a 100 veces al año) el oleoducto de 900 kilóme-tros que transporta crudo de diferentes áreas a lo largo de la frontera con Venezue-la a instalaciones portuarias en la costa nor-te. También ha obtenido sus recursos del pago de rescates (Semana, 1999i, 1999J, 1999k).

Desde el comienzo de las negociacio-nes de Pastrana con las FARC, el ELN bus-có participar en el proceso de paz en pie de igualdad. En lugar de incluir al ELN en el diálogo del gobierno con las FARC, sin embargo, el presidente Pastrana optó por tratar con el ELN por separado en un esce-nario paralelo de diálogos de paz. Si bien estas negociaciones se desarrollaron de manera variable durante los primeros 18 meses, no se alcanzó un progreso sustan-cial. Adicionalmente, Pastrana se rehusó constantemente a ceder a la demanda del ELN para la creación de una zona de despeje en el norte de Colombia, en el de-partamento de Bolívar, similar a la que le otorgó a las FARC en el sur de Colombia,

aunque más pequeña (El Tiempo, 2000b; El Espectador, 2000).

A mediados de enero de 2000, el ELN efectuó una serie de ataques durante una semana a 28 torres eléctricas en los depar-tamentos de Antioquia y Chocó y dejó el sistema eléctrico del país al borde del co-lapso. En una entrevista radial en enero 19 de 2000, Nicolás Rodríguez -el comandan-te de mayor rango del ELN- declaró que su grupo había "perdido la paciencia" con la estrategia de paz del gobierno y prome-tieron que sus fuerzas continuarían sus se-cuestros de alto perfil y sus operaciones de sabotaje en señal de protesta. "La clase dirigente sólo escucha la voz de la dinamita y los rifles" (The Associated Press, 2000e). Los voceros del Ejército colombiano ad-mitieron francamente que sería virtual-mente imposible para las Fuerzas Arma-das proteger las 15.000 torres de transmi-sión eléctrica que están repartidas por toda la nación. Sólo en 1999 los rebeldes izquier-distas dinamitaron 169 torres y causaron pérdidas de US$13.2 millones a la econo-mía nacional (Baena, 2000a; El Tiempo, 2000c; Acosta, 2000a).

Tras estos ataques destructivos a los oleoductos, el gobierno Pastrana reabrió negociaciones con el ELN y aceptó la peti-ción del ELN para la creación de una zona de despeje en el sur de Bolívar donde el ELN pudiera celebrar su convención na-cional y comenzar diálogos de paz con el gobierno. Inflexiblemente opuestas a esta concesión al ELN, y decididas a controlar las actividades de producción de coca y oro en el área, a mediados de febrero de 2000 las AUC llevaron a cabo una serie de bru-tales masacres en las comunidades campe-sinas asociadas a este grupo guerrillero, di-rigidas a evitar la consolidación de una

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zona de despeje del ELN en la región. La intensidad y extrema crueldad de la reden-te campaña militar de las AUC al sur de Bolívar reflejan tanto la profundidad y el grado de resentimiento de su rivalidad con el ELN, como las altas utilidades económi-cas que subyacen en la lucha entre guerri-lleros y paramilitares en la región. A corto plazo, al menos, parecía haber poca pro-babilidad de que la complicada situación de fondo permitiera a la administración Pastrana avanzar con los planes para crear una nueva zona de despeje al sur de Bolí-var. Aún en medio del baño de sangre, sin embargo, los diálogos entre el gobierno y el ELN continuaron en Venezuela5.

Por su parte, el EPL, con menos de 500 combatientes, era mucho más pequeño que las FARC o el ELN a finales de los años noventa. Sus principales bases de opera-ción están localizadas en los departamen-tos nororientales de Cesar, Santander y Norte de Santander cerca de la frontera con Venezuela. Al igual que el ELN, el EPL pa-rece haberse mantenido al margen del trá-fico de drogas, y en su lugar se ha concen-trado en actividades de extorsión, secues-tro y asesinato para financiarse. En los años ochenta el EPL gradualmente fue abando-nando su ideología radical maoísta y, a principios de la década del noventa, nego-ción un acuerdo de paz con Bogotá que condujo al grueso de sus miembros (casi 3.000) a entregar las armas y reinsertarse a la sociedad civil. Los miembros disidentes restantes del EPL, dirigidos por Hugo Carvajal (alias "El Nene"), se negaron constan-

temente a entrar a negociaciones de paz con el gobierno Pastrana. Con la muerte de Carvajal en enero 12 de 2000, como resul-tado de las heridas recibidas en un combate con tropas del Ejército colombiano el 31 de diciembre de 1999, el papel que el EPL puede cumplir, de tener alguno, en el ac-tual proceso de paz en Colombia sigue siendo poco claro (Agencia Trance Presse, 2000c; Reuters, 2000b)6.

Con únicamente 150 combatientes, el ERP era el más pequeño y el menos cono-cido de los cuatro grupos guerrilleros aún activos en Colombia a comienzos del 2000. Sus orígenes se remontan a una división dentro del ELN que aconteció en agosto de 1996 durante el Tercer Congreso Ideológi-co del ELN. Su principal base de operacio-nes se localizaba en el norte de Colombia, en las áreas de frontera de los departamen-tos de Antioquia, Sucre y Bolívar. Bajo cons-tante persecución por parte de Carlos Castaño y sus fuerzas paramilitares, espe-cialmente al sur de Bolívar, en 1998 las gue-rrillas del ERP, con el respaldo del Frente 37 de las FARC, buscaron refugio en la re-mota región de los Montes de María en el departamento de Bolívar, a lo largo de la frontera con Sucre. Dado su reducido ta-maño y su inhabilidad para mantener su territorio lejos de la presión de las AUC, el ERP no ha sido un factor significativo en el cultivo o tráfico de drogas (Semana, 2000c).

Después de un prolongado período de inactividad, el ERP resurgió a finales de 1999 -tomando ventaja de la tregua navi-

5 Desde mediados de febrero, las unidades paramilitares han asesinado más de 60 personas sospechosas de simpatizar con el ELN (The Associated Press: 2000f; Semana, 2000b; Baena, 2000b).

6 El 7 de marzo de 2000, una víctima de secuestro del EPL recientemente liberada anunció a la prensa que este grupo había decidido entrar en diálogos de paz con el gobierno Pastrana (El Tiempo, 2000d).

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deña entre el gobierno de Pastrana y las FARC- cuando emprendió una serie de "pescas milagrosas" altamente publicitadas a lo largo de la frontera entre Sucre y Bolí-var. A mediados de febrero de 2000 las AUC reanudaron sus ataques al ERP con asaltos a varios corregimientos cerca a Ovejas, Sucre, en los cuales murieron cerca de 70 personas. A finales de febrero, los reportes sobre intensos combates entre las AUC y el ERP en la región de Montes de María indicaron que las ofensivas de las AUC con-tinuaron escalando. Al igual que el EPL, el ERP no participó en las negociaciones de paz con el gobierno durante los primeros dieciocho meses de la administración Pastrana, pero sus recientes derrotas en combate contra las AUC puede forzarlo a considerar ingresar al proceso de paz en los meses venideros o enfrentar su aniqui-lación (Semana, 2000c).

Los secuestros para cobrar rescates in-dudablemente se convirtieron en una de las principales fuentes de financiamiento para los cuatro grupos guerrilleros en los noventa. A comienzos del 2000, las FARC tenían en cautiverio a 850 personas. El ELN tenía a otras 702, el EPL a 200 y el ERP una docena. Durante 1999 las AUC secuestra-ron 120 personas, lo cual reflejó un incre-mento de seis veces en sus actividades de secuestro con respecto al año anterior. En 1999 el número total de secuestros repor-tados en Colombia aumentó a 2.945 casos, comparado con los 2.216 del año anterior (un 33% de intensificación con respecto a los niveles de 1998), con lo cual Colombia rompió su propio récord de secuestros en el mundo (The Associated Press, 2000g; Reuters, 2000c).

Esta creciente ola de secuestros no sólo complicó los esfuerzos de paz de Pastrana,

sino que también contribuyó a un progre-sivo éxodo de colombianos de clase media alta y alta que huyeron de su país en con-flicto hacia Estados Unidos. De acuerdo con los cálculos del gobierno colombiano, 800.000 personas -el 2% del total de la po-blación colombiana- han abandonado el país en los últimos cuatro años. Sólo en 1999,366.423 colombianos solicitaron visas de no inmigrantes a Estados Unidos, en comparación con 150.514 en 1997. Casi tres cuartos de las solicitudes de no inmigrantes y más de la mitad de las 11.345 de inmi-grantes fueron otorgadas en 1999. Además, aunque aún son pocas en términos abso-lutos (sólo 334 durante los 12 meses que van del último trimestre de 1998 hasta sep-tiembre de 1999), las solicitudes de asilo político por parte de colombianos también han comenzado a aumentar sustancial-mente (396 en el último trimestre de 1999). La tasa de aprobación de solicitudes de asi-lo también ha aumentado de 19% en 1998 a 46% a finales de 1999 (Rother, 2000).

Actualmente hay, por lo menos, 60.000 a 80.000 colombianos viviendo y trabajan-do ilegalmente en Estados Unidos que le han pedido a la administración Clinton otorgarles status de protección temporal para permanecer en el país legalmente hasta por 18 meses (Travierso, 2000). Tanto Clinton como Pastrana se han opuesto pú-blicamente a un cambio de ese estilo en la Ley de Inmigración estadounidense soste-niendo que, de ser aprobada, precipitaría un éxodo de colombianos aún mayor y, por lo tanto, exacerbaría los serios problemas de "fuga de cerebros" y fuga de capital ya existentes en la nación. Pastrana ha exhor-tado a sus compatriotas a quedarse en Co-lombia y a apoyar su iniciativa de paz en lugar de irse. Necesita que trabajen e in-viertan en Colombia y paguen sus impues-

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tos al gobierno con el fin de tener la oportu-nidad de reactivar la economía en recesión y restablecer la estabilidad política. Sin embargo, la intensificación de la violencia y la inseguridad tanto en las áreas rurales como urbanas ha llevado a un mayor nú-mero de personas a optar por la inmigra-ción. El "movimiento de paz" que crece con fuerza en el país y que en años recientes ha movilizado a millones de colombianos a marchar o a manifestarse a favor de la paz hasta la fecha ha tenido poco impacto real en el ritmo de las negociaciones de paz, así como en la creciente violencia armada y los secuestros que convulsionan a la nación7.

Violencia, migración interna y catástrofe social

En los 15 años que transcurrieron entre 1985 y 2000, las guerras internas de Colom-bia desplazaron cerca de 1.7 millones de colombianos de sus lugares de origen. En 1999, al menos 225.000 personas fueron extraídas de sus hogares, comunidades y de sus medios de sustento por violencia asociada a la política y a las drogas. De és-tas, aproximadamente 53% eran mujeres y niños. En contraste con los pocos privile-giados de estratos altos que han logrado inmigrar a Estados Unidos, la vasta mayo-ría de desplazados de bajos recursos en Colombia está condenada a rondar por el país como emigrantes internos en busca de trabajo, alimento, techo y seguridad. A mediados de 1999 la ONU reportó que la

actual ayuda y otros esfuerzos del gobier-no colombiano para asistir a los desplaza-dos "han sido absolutamente insuficientes, lo cual ha causado una deplorable situa-ción de sufrimiento humano" (Kovalesky, 1999; Reuters, 1999c).

Un estudio realizado en 1999 sobre po-blación desplazada en Colombia reveló que los grupos paramilitares son respon-sables del 47% de los desplazamientos for-zados en años recientes. Las guerrillas -es-pecialmente las FARC y el ELN- fueron ha-lladas responsables del 35%. Las fuerzas de seguridad del Estado dan cuenta del 8%, los grupos criminales desconocidos del 7% y los narcotraficantes del 1% (Codhes, 1999).

La mayor parte de los desplazados ha sido forzada a huir de sus pueblos como resultado de incursiones, masacres, ame-nazas de muerte e incautación de tierras perpetradas por las milicias de ultradere-cha o las guerrillas izquierdistas. De hecho, muchos observadores sostienen que tanto los grupos paramilitares como los insur-gentes marxistas emplean estrategias de "limpieza" regional sistemática para librar áreas de gente que no los apoya y poste-riormente ceder estas tierras abandonadas a sus seguidores o miembros de su familia. Los bombardeos antiguerrilla de la Fuerza Aérea Colombiana y los ataques militares, sin embargo, han sido factores que han complicado significativamente la situación en muchas áreas rurales, al igual que la

7 En marzo 11 de 2000, Francisco Santos, periodista del periódico El Tiempo y líder del movimiento de paz País Libre que organizó las marchas por la paz en octubre de 1999, en las cuales participaron cerca de 12 millones de colombianos fue forzado al exilio en Estados Unidos después del descubrimiento de un plan de las FARC para asesinarlo. En total, nueve periodistas colombianos han sido asesinados en Colombia por parte de varios grupos armados en los últimos 15 meses, más de trescientos han recibido amenazas de muerte y al menos 11 además de Santos se han ido al exilio (Agence France Press, 2000d).

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campaña antidrogas que está llevando a cabo Colombia -particularmente la fumi-gación aérea de coca y cultivos de amapo-la- con el respaldo de Estados Unidos (Kovalesky, 1999).

Algunos de los desplazados logran encontrar refugios con familiares en comu-nidades vecinas, pero con la constante in-tensificación de la violencia esta "solución" casi siempre los ha dejado expuestos al ries-go de ser desarraigados una segunda e in-cluso una tercera vez en pocas semanas o meses. Los pocos campos de refugiados establecidos por el gobierno que están dis-ponibles están típicamente superpoblados y frecuentemente vulnerables a tomas vio-lentas de un lado o de otro en los conflic-tos que convulsionan las áreas rurales de la nación. Decenas de miles de personas no tienen otra alternativa que engrosar las filas de emigrantes rurales que se ven obli-gados a trabajar en los campos de coca y amapola como "raspachines" cosechando hojas de coca o recogiendo goma de opio de las flores de amapola -el único empleo lucrativo que queda en muchas áreas ru-rales aquejadas por la violencia (Kovalesky, 1999).

Cientos de miles de otros desplazados han emigrado del campo a las áreas urba-nas de Colombia en donde la vivienda, la educación, la salud y el trabajo son esca-sos, especialmente a causa de la profunda recesión económica del país a finales de los noventa (El Tiempo, 2000e). En consecuen-cia, la mendicidad, la prostitución y la criminalidad en los centros urbanos en Colombia se dispararon en esta década. El caso de Medellín es ilustrativo, ya que des-pués del fin del cartel a principios de los noventa, esta ciudad fue testigo de la pro-liferación de bandas criminales de jóvenes

-unas 138, según reportes recientes- casi siempre filiadas a organizaciones crimina-les más grandes (Johnson, 2000c). Bogotá, Cali y otras ciudades principales han su-frido incrementos dramáticos similares en el crimen y la delincuencia común durante la última década (Rother, 1999).

La escalada en la violencia y el des-plazamiento masivo de población en el campo también han conducido a miles de campesinos desposeídos a las filas de las guerrillas o los paramilitares. Aunque am-bos lados niegan que pagan a sus tropas salarios habituales, sí admiten que realizan pagos de estipendios irregulares a jóvenes empobrecidos de las áreas rurales (o a sus familias) como parte de sus esfuerzos para reclutar nuevos combatientes en sus orga-nizaciones. Los niños de 8 a 10 años de edad son utilizados como espías o explo-radores y los adolescentes (tanto niños como niñas) son habitualmente entrenados y dispuestos como combatientes. Algunos simplemente son secuestrados y otros son retenidos, contra su voluntad, a cambio de pagos de "impuestos" o reembolsos de deudas familiares. Pero muchos de los des-plazados en Colombia encuentran que unirse a uno u otro bando es su única op-ción de vida viable que les queda (Johnson, 2000c).

Las guerrillas marxistas frecuentemente organizan sesiones políticas de "toma de conciencia" en las comunidades campesi-nas en donde ejercen influencia para atraer nuevos adherentes a sus grupos y propor-cionan alimentos, asilo, uniformes, armas e incluso educación básica a los jóvenes que se enlistan en sus filas. El adoctrinamiento ideológico marxista es una parte integral del entrenamiento para nuevas incorpora-ciones. Los paramilitares esgrimen doctri-

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nas anticomunistas pero están típicamen-te menos involucrados con la ideología que los rebeldes. Ellos se valen primordialmen-te de incentivos materiales y deseos de venganza contra las guerrillas para atraer reclutas. Entrevistas con antiguos insur-gentes que han sido capturados por los militares o han desertado rebelan que po-cos adolescentes expresan firmes convic-ciones ideológicas marxistas y que muchos hablan de cambiar de bando -sea de unir-se a los paramilitares o a una banda cri-minal- una vez que sean liberados de la custodia. En resumen, para muchos jóve-nes desplazados la decisión de integrarse a la guerrilla o a las milicias es una "esco-gencia económica racional" dictaminada por el grupo que domina en un área o re-gión particular, más que por un compro-miso ideológico. La falta de programas y recursos gubernamentales adecuados para manejar el problema de las masas de des-plazados literalmente deja a muchas per-sonas sin ninguna alternativa económica realista. Inclusive si los conflictos internos en Colombia finalmente dieran lugar al es-tablecimiento de una paz formal, las tasas de criminalidad continuarán subiendo ver-tiginosamente entre los jóvenes y adultos sin educación, desempleados y desadapta-dos que han sido desarraigados forzosa-mente de sus hogares y familias e irrepara-blemente traumatizados por la violencia que han tenido que enfrentar (Johnson, 2000c; Prieto San Juan, 1998: 39-68).

Los conflictos internos en Colombia y la seguridad regional

La iniciativa de paz del presidente Pastrana también se ha visto obstaculizada por las crecientes repercusiones de los conflictos internos de la nación a los países aledaños. Las guerrillas, los paramilitares y narcotra-

ficantes colombianos actualmente suelen cruzar los territorios vecinos de Panamá, Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador para re-fugio seguro, reservas, tráfico de armas y narcotráfico. Los incidentes de secuestros y asesinatos transfronterizos también han aumentado dramáticamente en años re-cientes. Y miles de campesinos desplaza-dos han buscado protección al otro lado de las fronteras en Venezuela y Panamá.

Después que el presidente Hugo Chávez asumiera la presidencia en Vene-zuela en febrero de 1999, las relaciones colombo-venezolanas se deterioraron rá-pidamente. Chávez acusó inmediatamen-te a Colombia de no ser capaz de controlar sus fronteras apropiadamente y luego anunció que abriría negociaciones con las FARC directamente en lugar de esperar resultados del frágil proceso de paz de Pastrana. Dada su retórica populista, anti-establecimiento y vagamente "revolucio-naria", algunos observadores en Colombia temían que inclusive podría brindarle apo-yo clandestino a las FARC u otorgarle sta-tus de beligerancia. Aunque en la práctica Chávez no realizó ninguna de estas accio-nes durante 1999, las relaciones bilaterales entre los dos vecinos se mantuvieron ten-sas e incómodas a comienzos de 2000 (Se-mana, 19991; El Nuevo Herald, 1999a; Reyes, 1999).

Aunque han sido menos públicas, han surgido tensiones similares en las relacio-nes bilaterales con Brasil, Perú y Ecuador durante el último año y medio. En 1999, tanto Brasil como Perú enviaron refuerzos militares similares a sus fronteras con Co-lombia para fortalecer sus defensas contra incursiones transfronterizas. Al ser la pri-mera ruta de tráfico de armas y de drogas dentro y fuera de Colombia y zona clave

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de conflicto entre las FARC y las AUC, la frontera entre Colombia y Panamá fue la más polémica de las relaciones bilaterales en 1999. La salida de tropas estadouniden-ses de la Zona del Canal a finales de año y la capacidad militar limitada de la Policía Nacional de Panamá originó serios cuestionamientos sobre la futura seguridad del propio canal (Bagley, 1999).

La incapacidad del Ejército colombia-no de asegurar sus fronteras hace que los esfuerzos de Pastrana para contener el trá-fico de drogas y lograr un acuerdo de paz con las guerrillas en Colombia sean consi-derablemente más problemáticos, pues tanto los traficantes como los insurgentes claramente se han convertido en actores transnacionales más allá del control efecti-vo de Bogotá. Como resultado, durante 1999 las preocupaciones de Washington con respecto a las crecientes amenazas a la seguridad regional por parte de Colombia se incrementaron dramáticamente, y en últimas, condujeron a que la administra-ción Clinton propusiera mayores aumen-tos en la asistencia de Estados Unidos diri-gidos a reforzar la capacidad de la admi-nistración Pastrana para manejar los pro-blemas de Colombia8.

Narcotráfico, guerrilla y relaciones colombo-estadounidenses

Ya profundamente preocupado con el au-mento vertiginoso de la producción y trá-fico de drogas, el incremento de la violen-cia guerrillera y paramilitar y el deterioro

de las condiciones políticas y económicas de Colombia, el Io de marzo de 1998 Was-hington optó una vez más por "certificar" a Colombia como "país cooperador" en la guerra estadounidense contra las drogas por primera vez desde 1994. En 1995, la administración Samper había sido "des-certificada", pero la administración Clinton le otorgó un "certificación por seguridad nacional" que permitió la continuación de la ayuda estadounidense a Colombia. En 1996 y 1997 el gobierno de Samper fue descertificado totalmente y el flujo de ayu-da estadounidense fue severamente redu-cido (a excepción de la Policía Nacional). Aunque Clinton no impuso finalmente sanciones al comercio en Colombia como la legislación estadounidense autoriza en casos de descertificación, el uso de "diplo-macia coercitiva" o "chantaje" diplomáti-co por parte de Washington durante este período, ejerció un efecto de profundo congelamiento de toda la actividad de ne-gocios y flujos de inversión extranjera des-de 1996 en adelante (Bagley, 1998:103-118).

En combinación con el retraso económi-co global, la profundización en las recesio-nes en Venezuela y Ecuador y el manejo económico y político clientelista y popu-lista de Samper durante su período, la descertificación ayudó a conducir a la eco-nomía de Colombia, entre 1997 y 1998 ha-cia un despeñadero del cual aún no se ha recuperado. De hecho, en 1999 Colombia experimentó su peor recesión económica en setenta años, ya que la economía se con-trajo en casi el 6%, mientras que los nive-

8 Aunque los oficiales de alto rango de Estados Unidos alimentaron las expectativas de un mayor paquete de ayuda de EU durante la segunda mitad de 1999, las discusiones partidistas y las intensas disputas alrededor de prioridades presupuéstales entre los republicanos y los demócratas del Congreso conduje-ron a posponer la solicitud de ayuda inicial en el Congreso de Estados Unidos a finales de 1999 (Shifter, 2000: 51).

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les de desempleo alcanzaron el 18% (Orrego, 1999: 5B; Semana, 1999m, 1999n). La severidad de la presente crisis econó-mica en Colombia y el descontento popu-lar generalizado causado por ésta fueron dos factores que generaron los problemas de criminalidad común y gobernabilidad enfrentados por el presidente Pastrana durante su primer año y medio de gobier-no, al tiempo que ha alimentado y fortale-cido a las guerrillas del país. Las acciones de la guerrilla -secuestros, sabotaje a la infraestructura, escalada del conflicto ar-mado- a su turno, han exacerbado y pro-longado el actual descenso en la economía del país {Semana, 2000c, 2000d).

A principios de 1998, la situación de de-terioro en Colombia se había vuelto tan preocupante para las autoridades estado-unidenses que, a pesar del hecho de que el sombrío período de cuatro años del presi-dente Samper no estaba programado para terminar hasta agosto de 1998, de todas maneras Washington procedió a "recer-tificar" a Colombia el 1o de marzo. Esta decisión despejó el camino para que la administración Clinton otorgara US$289 millones en ayuda antinarcóticos a Colom-bia en el año fiscal de 1999, una suma que inmediatamente catapultó a este país a la posición del tercer receptor de ayuda esta-dounidense en el mundo, sólo después de Israel y Egipto. Dado que el año fiscal de Estados Unidos no comienza sino hasta octubre 1o de cada año de calendario, los

nuevos fondos de ayuda estadounidense comenzaron a entrar a Colombia sólo a fi-nales de 1998 (bastante después que el pre-sidente Pastrana asumiera la presidencia el 7 de agosto). Este margen de tiempo ase-guró que el gobierno Samper no recibiera beneficios directos de] aumento en la ayu-da de Estados Unidos en el año fiscal de 19999.

Tan pronto como Pastrana asumió la presidencia, las relaciones bilaterales colombo-estadounidenses se mejoraron rá-pidamente. En octubre de 1998, el presi-dente Clinton recibió al presidente Pastra-na en una visita de Estado a Washington, con lo cual claramente marcó el contraste con el anterior presidente Samper, a quien oficialmente se le había negado la visa para viajar a Estados Unidos en 1996. A pesar de ser escéptica, la administración Clinton públicamente respaldó las propuestas de paz de Pastrana hacia las FARC a finales de 1998. En efecto, a petición del presidente Pastrana, la administración Clinton inclu-sive estuvo de acuerdo en enviar emisa-rios para sostener encuentros secretos con los representantes de las FARC en Costa Rica en diciembre de 1998 para discutir la voluntad de las FARC de emprender pro-gramas de erradicación de drogas como parte del proceso de paz. Sin embargo, una vez fueron reveladas públicamente a la mayoría republicana en el Congreso de Es-tados Unidos, estas conversaciones secre-tas causaron tanta controversia en Was-

9 Los US$228 correspondían a tres veces la cantidad de ayuda que Colombia había recibido de Estados Unidos en el año fiscal de 1998 durante el último año del gobierno de Samper. Durante esta administra-ción, prácticamente todo el flujo reducido de ayuda antinarcóticos de Estados Unidos a Colombia fue canalizado a través de la Policía Nacional encabezada por el general Rosso José Serrano, más que mediante el Ejército, el cual fue percibido por las autoridades estadounidenses como corrupto y profundamente 9 involucrado con abusos de los derechos humanos (GAO, 1998,1999d).

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hington que la administración Clinton se vio obligada a desautorizarlas y a compro-meterse a abstenerse de cualquier discu-sión futura con los "terroristas" de las FARC (El Nuevo Herald, 1999b)10.

La administración Clinton continuó res-paldando la iniciativa de paz de Pastrana durante 1999 en su diplomacia pública. Sin embargo, en la medida en que el proceso de negociaciones se empantanaba mes tras mes, los formuladores de política clave en Estados Unidos claramente llegaron a la conclusión de que las FARC nunca nego-ciarían seriamente, a no ser que fueran obligadas a hacerlo tras su derrota en el campo de batalla. Indicando un cambio importante, en marzo de 1999, Washing-ton acordó comenzar a cooperar con inte-ligencia en tráfico de drogas y actividad guerrillera con el gobierno Pastrana y el Ejército colombiano, incluyendo los datos obtenidos de observaciones satelitales de la zona de despeje (Albright, 1999; Reuters, 1999c: A15).

A mediados de 1999, más de 300 esta-dounidenses estaban apostados en Colom-bia: 22 entrenadores y asesores y más de 100 operativos de la Drug Enforcement Administration (DEA) y de la Central Intelligence Agence (CÍA). El control de drogas continuó siendo la prioridad políti-ca declarada de Estados Unidos en Colom-bia. La misión primordial de Estados Uni-dos era entrenar y equipar un batallón

antinarcóticos nuevo de 950 hombres en el Ejército colombiano (Semana, 2000e).

Pero el estancamiento en el proceso de paz y los reveses que sufrió el Ejército en combate contra las FARC durante 1998-1999, combinados con la creciente eviden-cia de los vínculos de este grupo guerrille-ro con el tráfico de drogas, forzaron a Was-hington a aceptar que la guerra contra las drogas ya no podía ser claramente distin-guida de la lucha contra la guerrilla. Con el impulso de Washington, en septiembre de 1999 el gobierno Pastrana emitió el do-cumento del "Plan Colombia", en el cual exponía su estrategia general para mane-jar los múltiples problemas que aquejan al país, que van del narcotráfico, la violencia política, crisis humanitaria y recesión eco-nómica hasta la corrupción institucional. El precio del plan era de US$7.5 billones durante un período de tres años, de los cuales Colombia prometió aportar US$4 billones. Se esperaba que Washington su-ministraría de US$1.5 a US$2 billones y que el monto restante provendría de institucio-nes financieras multilaterales (FMI, Banco Mundial y BID) y la Unión Europea (Presi-dencia de la República, 1999)11.

Después de no lograr promover una respuesta más temprana a través del Con-greso estadounidense a finales de 1999, el 11 de enero de 2000 la administración Clinton presentó un nuevo proyecto de ley al Congreso de Estados Unidos por un pro-

10 El asesinato de tres estadounidenses defensores de los derechos humanos, realizado por las FARC, ocasio nó la impensable reactivación de los contactos entre los diplomáticos estadounidenses y esta guerrilla.

11 Claramente indicando que su pretensión primordial era convencer a Estados Unidos de apoyar al gobier no Pastrana, el Plan Colombia fue inicialmente escrito en inglés y circuló primero en Washington antes de estar disponible en español para el Congreso de la República de Colombia, en Bogotá.

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grama de ayuda de emergencia de US$ 1.28 billones para Colombia. Pensado para ayu-dar a Bogotá a luchar contra el tráfico de narcóticos en aumento y para afianzarla de-mocracia durante los siguientes dos años, cerca de la mitad del dinero estaba inclui-do como una solicitud de presupuesto su-plementaria para el año fiscal de 2000. La otra mitad fue incorporada en la propuesta de presupuesto de Clinton al Congreso para el año fiscal de 2001 presentada en fe-brero 7 de 2000. Agregada a los US$ 300 millones previamente asignados para Co-lombia en el presupuesto del año fiscal de 2000, la ayuda total a Colombia en los pró-ximos dos años alcanzará cerca de US$1.58 billones, casi doblando la cantidad aporta-da durante toda la década de los noventa (Albright, 2000; The White House, 2000).

En efecto, con esta nueva propuesta de ayuda la administración Clinton reveló un cambio dramático en la estrategia de Esta-dos Unidos hacia Colombia. En 1999, al igual que en años anteriores, virtualmente toda la ayuda antinarcóticos de Washing-ton había sido canalizada hacia la Policía Nacional y no hacia el Ejército. El nuevo paquete, en cambio, asignaba el grueso de la futura asistencia estadounidense a las fuerzas armadas colombianas (Ejército,-Fuerza Aérea y Marina), mientras que re-ducía substancialmente los flujos de ayu-da a la Policía. Del total de US$1.573 billo-nes a ser aportados durante los próximos dos años, casi dos tercios -US$940 millo-nes)- se destinarán a la fuerza militar, ver-sus US$96 millones para la Policía. Para ga-rantizar entrenamiento, equipos y la com-pra de 30 helicópteros Black Hawk y 33 Huey para dos nuevos batallones antinar-cóticos, se proyecta que el Ejército recibi-ría US$599 millones (US$512 millones en el año fiscal de 2000 y 88 millones en el

2001). Para las actividades de interdicción la Fuerza Aérea y la marina recibirán US$ 341 millones (US$238 en el año fiscal de 2000 y 103 millones en el 2001) (Gómez Maseri, 2000).

Mientras que el Consejero de Seguridad Nacional para América Latina de la Casa Blanca, Arturo Valenzuela, señaló que la nueva ayuda estadounidense no tenía "nada que ver "con la lucha contra la gue-rrilla, el zar antidrogas Barry McCaffrey admitió más directamente que el dinero haría una "importante contribución" a la lucha antisubversiva en Colombia. En la práctica, los continuos esfuerzos retóricos de Washington para mantener una estric-ta división entre la ayuda antinarcóticos y las operaciones antiguerrilla son falsos y fútiles. La realidad colombiana actual sim-plemente no se presta para hacer este tipo de distinciones. De hecho, durante su via-je a Washington a finales de enero de 2000 para apuntalar el apoyo del Congreso de Estados Unidos al paquete de ayuda del presidente Clinton para Colombia, el pre-sidente Pastrana reconoció abiertamente que en la medida en que las FARC estén "en el negocio", los fondos y equipos antinarcó-ticos de Estados Unidos se usa-rían contra las guerrillas (Torres de la Llosa, 2000).

Implicaciones del cambio en las prioridades de la política estadounidense

En el fondo, la administración Clinton se ha preocupado últimamente más por la estabilidad de la democracia colombiana y las implicaciones de un potencial colapso del Estado colombiano para la seguridad regional que por el control antidrogas per se, aunque los dos obviamente están estre-chamente entrelazados. En efecto, a media-

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dos de enero de 2000 la Secretaria de Esta-do, Madeleine Albright, particularizó a Co-lombia, junto con otros tres países (Nigeria, Indonesia y Ucrania) como merecedores de atención especial, dado que "cada uno de ellos puede ser una fuerza de gran im-portancia para la estabilidad y progreso de su región y cada una es un punto crítico en el camino de la democracia" (Reuters, 2000d: A20). De hecho, Colombia es hoy en día vista en Washington como el país "problema" en el hemisferio occidental y, como tal, ha surgido como el principal pun-to focal de la política exterior de Estados Unidos hacia América Latina en 2000.

Mientras que esta elevada atención por parte de Washington casi siempre está acompañada por recursos que se necesitan urgentemente, la experiencia acumulada indica que también implica típicamente una mayor "condicionalidad" y una par-ticipación creciente de Estados Unidos en los asuntos domésticos del país en cuestión. El caso colombiano no será la excepción. En primer lugar, Washington ha estipula-do que la mayor parte de la asistencia es-tadounidense sea usada para operaciones de control de drogas en el sur del país, don-de se cultivan dos tercios de los cultivos de coca y donde las FARC son más activas en la protección de los campos, los laborato-rios de procesamiento y las pistas de ate-rrizaje. La intensificación del conflicto del gobierno con las FARC parece ser un re-sultado inevitable del mandato que Esta-dos Unidos le hizo a Bogotá.

En segundo lugar, la administración Clinton está profundamente consciente de la pasada vinculación de las fuerzas mi-litares de Colombia en abusos de los dere-chos humanos, y ha atado la ayuda de

Estados Unidos directamente al monitoreo permanente de las actividades de los nue-vos batallones antinarcóticos y a la certi-ficación estadounidense de que no se presente ningún vínculo de la Policía o el Ejército con grupos paramilitares. En efec-to, US$93 millones están explícitamente destinados en la nueva propuesta de pre-supuesto a fortalecer los derechos huma-nos, la administración de justicia y la de-mocracia en Colombia (US$45 millones en el año fiscal de 2000 y 48 millones en el 2001). Consciente de la probabilidad de un mayor escrutinio del récord de derechos humanos de sus fuerzas armadas en orden de batalla, durante un viaje a Washington (el cuarto en los primeros 18 meses de su presidencia) a finales de enero de 2000, Pastrana explícitamente pidió que la ayu-da no estuviera ligada a los derechos hu-manos.

Sabemos que aún tenemos muchos proble-mas ... [pero] no creo que sea bueno para la ayuda tratar de poner todo tipo de condi-ciones en ella (Golden, 2000).

A pesar de las preferencias de Pastrana, varios demócratas en el Congreso como el senador Patrick J. Leahy (Vermont) pare-cían decididos a presionar para poner ta-les condiciones.

No quiero que en la guerra contra las dro-gas cometamos el mismo error que tuvimos en la guerra fría, donde aportamos dinero ... sin tener en cuenta sus récords de dere-chos humanos con tal de que fueran anti-comunistas (Golden, 2000; The Associated Press, 2000h).

En tercer lugar, Washington ha esti-pulado, un poco contradictoriamente, que todas las operaciones de las nuevas uni-dades antinarcóticos de Colombia finan-

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ciadas por Estados Unidos deben relacio-narse directamente con las misiones de control de drogas y no con las acciones ge-nerales antiguerrilla. Sin embargo, el no cumplimiento con casi total seguridad va a provocar intensos debates políticos den-tro del Congreso de Estados Unidos y po-tencialmente puede conducir a la negación de ayuda estadounidense futura. El salto cuantitativo en la ayuda total estado-unidense en el 2000 y la consecuente con-dicionalidad, en efecto, convierten a las acciones militares de Colombia en un asun-to "interméstico" (tanto internacional como doméstico) en el sistema político estado-unidense en una mayor medida de lo que había sido en el pasado (Semana, 2000f,).

Finalmente, los oficiales estadouniden-ses han presionado para que Colombia incremente sus esfuerzos de erradicación de cultivos de coca y amapola. En señal de acatamiento, el 21 de enero de 2000 la Po-licía Nacional de Colombia se comprome-tió a expandir su campaña de fumigación aérea con herbicidas de las 40.000 hectá-reas eliminadas en 1999 a 80.000 en el 2000. Un total de US$145 millones se enmarca en el nuevo paquete de ayuda para pro-yectos de desarrollo alternativo durante los próximos dos años (US$92 millones en el año fiscal de 2000 y 53 millones en el 2001). Si se cumplen, sin embargo, estas ambicio-sas metas de fumigación probablemente desplazarán decenas de miles de campesi-nos cultivadores de coca en regiones do-minadas por las FARC en el sur, impondrán un considerable sufrimiento humano en el proceso y provocarán protestas cívicas

masivas en contra del gobierno Pastrana. Aunque la intención de esta política es cla-ramente debilitar a las FARC mediante la reducción de sus ingresos provenientes del cultivo de coca, el resultado no intenciona-do bien puede ser fortalecer el movimien-to de la guerrilla, al inducir a miles de cam-pesinos víctimas de la pobreza y el resen-timiento a incorporarse a sus rangos12.

Las cifras de entrenadores consejeros militares estadounidenses, agentes de la DEA, operativos de la CÍA y personal de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID) en Colombia pueden elevarse subs-tancialmente junto con el aumento en los flujos de ayuda de Estados Unidos durante los próximos años. A la luz de las pasadas experiencias amargas en Vietnam, prác-ticamente la probabilidad de que Washing-ton envíe tropas de combate estadouniden-ses a luchar en Colombia en el futuro cer-cano es nula. Sin embargo, el cambio en la estrategia estadounidense en este momen-to indica indudablemente que Washington ya no está atacando los carteles de la dro-ga en Colombia tanto como lo está hacien-do con la "narcoguerrilla" en aumento en el país. La posibilidad de que algunos mi-litares y/o funcionarios estadounidenses sean asesinados a medida que la lucha se intensifique es bastante real y seguramen-te ocasionará que el tema colombiano se incluya en los debates políticos domésticos de EU (Sweeny, 1999; Tokatlian, 2000b: 13-15; Marcella y Schultz, 2000: 3-22).

Enfatizando esta posibilidad, a finales de febrero de 2000 el comandante de las

12 Sobre los efectos de los programas de erradicación de coca en Colombia, ver Younger (1997) y Tokatlian (2000).

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FARC, Raúl Reyes, afirmó que su organi-zación percibía el paquete de ayuda esta-dounidense como nada más que una de-claración de guerra sutilmente disfrazada por parte de Washington a las FARC. Él, a su turno, le declaró la "guerra" a Estados Unidos y juró que las FARC lucharían con-tra la intervención extranjera en Colombia (Reuters, 2000e; The Associated Press, 2000i). Para evitar exponer el personal militar es-tadounidense y arriesgar las protestas do-mésticas que inevitablemente sobreven-drían, Washington puede optar en cambio por la bien establecida práctica de nego-cios privados conocida como out-sourcing. Esta estrategia involucraría emplear con-tratistas civiles (muchos de los cuales son oficiales estadounidenses antiguos) para apoyar su programa de ayuda en lugar de aumentar abruptamente los niveles de per-sonal militar estadounidense. Aunque qui-zá es conveniente desde el punto de vista de Washington, las organizaciones de de-rechos humanos tales como Amnistía In-ternacional advierten que dicha estrategia genera serios cuestionamientos en térmi-nos de responsabilidad:

el Departamento de Defensa en sí mismo, en su entrenamiento, tiene que cumplir con ciertos lmeamientos de derechos humanos porque están obligados por la ley a hacerlo. Pero no es claro hasta qué punto se extien-de dicho mandato cuando estamos hablan-do de actores privados esencialmente (Brigs, 2000).

Tanto Bogotá como Washington prefe-rirían obviamente que las FARC reaccio-naran acelerando el ritmo de las negocia-ciones de paz y acabando con sus vínculos con el tráfico de drogas. De acuerdo con una encuesta reciente patrocinada por El Tiempo en Bogotá, el 70% de todos los Co-

lombianos está a favor de los aumentos que se planean en la ayuda de EU a su país. Pero menos de la mitad cree que la ayuda servirá para reducir los niveles del conflic-to armado. El escenario más probable, de acuerdo con la mayoría de los encuestados, es el del escalamiento del conflicto entre las FARC y el Ejército colombiano, al me-nos en el futuro previsible. De hecho, la mayoría de los analistas creen que es posi-ble que las FARC respondan con una nue-va gran ofensiva que incluirá sabotaje in-tensificado de la infraestructura, aumento en lo secuestros y asesinato y movilizacio-nes campesinas masivas para protestar por el fortalecimiento de los programas de erra-dicación de coca y amapola (El Tiempo, 2000f).

CONCLUSIONES

La lógica implícita de la nueva estrategia de Estados Unidos es forzar a las FARC a negociar seriamente con el gobierno Pastrana, demostrándoles en el campo de batalla que tienen más que ganar con un acuerdo de paz que con la continuación de la guerra. Que esta estrategia vaya a fun-cionar está bastante puesto en duda. Lo que no debe dudarse es que el nuevo paquete de ayuda de Estados Unidos pondrá en escena una época más sangrienta y violenta en los conflictos internos de Colombia durante los últimos años. Además, sería un error creer que la presente propuesta de ayuda de dos años será suficiente para ba-jar la marea. Si la estrategia tiene alguna posibilidad de funcionar, Washington ten-drá que sostener sus elevados niveles de fondos para Bogotá durante la mayor parte de la próxima década y deberán encon-trarse donantes adicionales (probablemen-

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te en Europa) para complementar los com-promisos de Estados Unidos13.

Aún asumiendo flujos sostenidos de ayuda estadounidense y europea, muchos críticos permanecen escépticos con respec-to a los prospectos de acabar la violencia política y el tráfico de drogas en Colombia con la estrategia asumida actualmente por Bogotá y Washington. En blanco y negro, los críticos pueden dividirse en dos grupos o campos básicos. Por un lado, hay una "lí-nea dura" que sostiene que las FARC están tan profundamente involucradas en (y tan bien financiadas por) el tráfico de drogas y otras actividades ilegales que nunca acor-darán una negociación de paz que las obli-gue a deponer las armas y renunciar a sus fuentes ilícitas de ingresos. La lógica de esta línea lleva a la conclusión de que las FARC primero tendrán que ser derrotadas mili-tarmente en una guerra antisubversiva prolongada antes que la paz pueda ser res-tablecida o el cultivo de drogas pueda ser debilitado en Colombia. Washington debe reconocer esta realidad, sostienen los par-tidarios de la "línea dura", "primero decla-rando la primacía absoluta de la guerra contra los comunistas, en vez de la guerra contra las drogas".

Desde esta perspectiva, la insistencia de Washington en distinguir entre operacio-nes antidrogas y antiguerrilla se considera

artificial y frustrante. Además, atar la ayu-da estadounidense al respeto por los dere-chos humanos y a la eliminación de víncu-los del Ejército y la Policía a los grupos paramilitares sólo incapacitará a las fuer-zas de seguridad, al tiempo que dejará li-bres a las guerrillas para operar sin dichas trabas. En el análisis final, el escepticismo de los partidarios de la "línea dura" surge de su creencia en que las Fuerzas Arma-das de Colombia no serán capaces de de-rrotar a las guerrillas, aún con la ayuda de Estados Unidos, si Washington insiste en manejar a nivel micro los esfuerzos de la lucha.

Entre los que defienden la "línea dura" hay importantes diferencias en énfasis que no pueden pasarse por alto. Algunos du-dan que inclusive con el respaldo de Esta-dos Unidos la élite colombiana efectiva-mente posea la voluntad de luchar.

¿Por qué enviar un sólo dólar, para no ha-blar de un soldado estadounidense, para apoyar a un ejército en el cual no se necesi-ta un diploma de bachiller para prestar ser-vicio? ¿Acaso el gobierno colombiano -dé-bil, corrupto e inconstante- merece nuestra ayuda para sobrevivir? (Peters, 2000:B01).

El punto básico de este argumento es que -como lo reveló Vietnam- ninguna ayuda estadounidense salvará un régimen incapaz de salvarse a sí mismo. Puede ser-

13 Cuando fue presionado por congresistas escépticos durante su testimonio sobre el paquete de ayuda de Clinton ante el subcomité de la Casa de Apropiaciones que vigila la ayuda externa, el Director de la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas, el general Barry McCaffrey, respondió: "Yo personalmente creo que tenernos que pensarlo como un esfuerzo de cinco años". Para entonces, afirmó, habría "reducciones substanciales en la producción de drogas". Algunos de sus críticos en el subcomité expresaron temores de que la propuesta conduciría a Estados Unidos hacia otra intervención al estilo de Vietnam y otros señalaron que los fondos podrían ser mejor utilizados en Estados Unidos en el control a la demanda de drogas en ese país (Fram, 2000}. Sobre las dificultades para obtener recursos de la Unión Europea ver Corral (2000).

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vir sólo para prolongar el "terrible" statu quo.

El resultado no deseado de nuestra ayuda puede ser fortalecer el actual sistema lo su-ficiente como para preservar todas sus peo-res características y manteniendo el balan-ce de males (Peters, 2000: B01).

Tales dudas no necesariamente condu-cen a los adeptos de la "línea dura" a re-chazar la necesidad del actual paquete de ayuda de Clinton. De hecho, aún los más cautelosos creen que la ayuda debe enviar-se para otorgarle al gobierno Pastrana una "última" oportunidad para demostrar su voluntad y capacidad de "rescatar" a Co-lombia de los terroristas y narco guerrillas de toda clase. Si Bogotá responde de ma-nera efectiva, está bien. Sin embargo, si no lo hace, debe tenerse la mayor precaución de que Estados Unidos no despliegue tro-pas de combate para luchar en las batallas de Colombia.

Debemos tener cuidado del síndrome Saudita, en el cual regímenes extranjeros completamente inmerecidos nos manipulan para librar la pelea por ellos (Peters, 2000: B01).

Si Bogotá se niega a fundar su propia defensa, Washington no debe asumir la responsabilidad. En dicho escenario, la mejor alternativa, como algunos -aunque ciertamente no todos- creen, sería permi-tir que el actual gobierno corrupto, oligar-ca y moralmente arruinado colapse en lu-gar de postergar la agonía de su muerte al costo de vidas estadounidenses. Tras dicho colapso, admiten, Estados Unidos puede terminar teniendo que luchar en Colom-bia para proteger sus intereses estratégicos de todas maneras. Sin embargo, señalan, Washington puede hacerlo como parte de

un consenso regional sobre la necesidad de intervención y como miembro de una coa-lición para pelear en apoyo de un nuevo régimen "digno" en lugar de sostener artificialmente beneficiarios "indignos" (Peters, 2000: B01).

Por otro lado, existe una "línea reformis-ta" que afirma que los conflictos internos actuales del país nunca serán resueltos para siempre, a menos que Bogotá primero em-prenda profundas reformas socioeconó-micas y políticas diseñadas para solucio-nar las evidentes inequidades en la socie-dad colombiana y democratizar su sistema político corrupto, elitista y excluyente. Des-de esta perspectiva la actual estrategia de Estados Unidos no refleja ni un plan rea-lista para luchar contra las drogas ni un programa viable a largo plazo para la res-tauración de la paz y la estabilidad.

Washington debió haber aprendido desde hace tiempo que una relación con un ejérci-to latinoamericano abusivo e ineficaz rara vez produce resultados positivos y casi siem-pre amenaza la democracia en la región (The New York Times, 2000).

Dejando a un lado la retórica estado-unidense, los reformistas piensan que el paquete de ayuda de Washington está ex-tremadamente sesgado hacia soluciones militares y dedica demasiados pocos recur-sos a la "construcción institucional" y la reforma económica estructural. Los parti-darios de la reforma no ignoran la necesi-dad de reorganizar y fortalecer las fuerzas armadas colombianas. Pero subrayan la crucial importancia de una estricta obser-vancia de los derechos humanos por parte del Ejército de romper vínculos entre las fuerzas del gobierno y los paramilitares, en lugar de equiparlos para librar una guerra

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prolongada contra la subversión. También enfatizan la necesidad fundamental de eliminar la impunidad militar mediante la subordinación de personal militar al es-crutinio y las sanciones judiciales civiles. Esto, a su vez, requerirá que Washington y Bogotá asignen una mayor prioridad y más fondos a la reforma de un sistema judicial colombiano debilitado. De acuerdo con esta lógica, los US$45 millones en el 2000 (US$48 millones en 2001) designados para fortalecer los derechos humanos, la ad-ministración de justicia y la democracia son funestamente inadecuados y brindan un indicador revelador de las prioridades trastocadas que contiene la actual pro-puesta de ayuda de la administración Clinton.

Igualmente reveladores son los niveles comparativamente bajos de recursos (US$ 145 millones) designados para programas de desarrollo alternativo. Si se llevan a cabo, el compromiso de Colombia de des-truir 80.000 hectáreas de coca en el 2000 inevitablemente desplazará cientos de mi-les de campesinos de las zonas de cultivo de coca en el sur del país. Los recursos de ayuda contemplados en la actual propues-ta de presupuesto ante el Congreso de Estados Unidos simplemente no serán su-ficientes para abordar el problema de la nueva población desplazada y mucho me-nos para manejar las dificultades de casi dos millones de colombianos que han sido dislocados previamente durante los últi-mos quince años de conflicto. Adicional-mente, la prioridad dada al Ejército colom-biano deja poco o nada para los programas de sustitución de cultivos y desarrollo al-ternativo que se necesitan con tremenda urgencia, al igual que inversión en carre-teras, puentes, escuelas y facilidades de salud pública. En lugar de alejar al campe-

sinado colombiano del cultivo de coca, la presente estrategia tiene mucha mayor probabilidad de expandir la producción de coca hacia la vasta frontera agrícola de los Llanos Orientales de Colombia, la región amazónica y más profundamente en Bra-sil y otros países vecinos. Al mismo tiem-po, al menos cierta parte de la población campesina colombiana que se encuentra cada vez más desesperada probablemente engrosará las filas de las FARC, otros gru-pos guerrilleros y los paramilitares.

Si bien generalmente adoptan un en-foque de política estadounidense más "orientada al desarrollo" hacia Colombia, algunos reformadores también hacen gran énfasis en la necesidad de que Washing-ton gaste más dinero en reducir la deman-da de Estados Unidos, mientras que otros no. Dichos críticos sostienen que Estados Unidos ha asignado consistentemente muy pocos recursos para tratamientos de pre-vención, educación, y rehabilitación en su propio país.

Sólo compárese la solicitud de US$1.6 billo-nes por parte de Colombia durante un pe-ríodo de 18 meses con los US$2 billones para toda la prevención y tratamiento en el pre-supuesto propuesto para 2001..." Fran-camente, será mucho más valioso para la salud de Estados Unidos gastar dinero domésticamente que en helicópteros Blackhawk... (Seattle Post-Intelligencer Edi-torial Board, 2000).

Evidentemente, la actual estrategia ha-cia Colombia no satisface de lleno ni a los de "línea dura" ni a los reformistas. En efec-to, lo que busca es no tomar partido por ninguna de las dos opciones. La guerra contra las drogas sigue siendo la prioridad formal y el monitoreo a los derechos hu-manos una condición para la ayuda de Es-

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tados Unidos. Sin embargo, el grueso de la asistencia estadounidense será canalizada a través del Ejército colombiano en vez de ser dedicada a reformas socioeconómicas e institucionales. Esta estrategia de "dos opciones" puede incluso ser capaz de sos-tener el régimen político al menos durante los próximos años, pero es poco probable que genere una paz duradera o una estabilidad política permanente en la dé-cada venidera.

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TENSIONES Y CONSECUENCIAS INDESEABLES DE LA POLÍTICA EXTERIOR ESTADOUNIDENSE EN COLOMBIA1

Arlene B. Tickner*

Durante los últimos años Colombia ha lla-mado cada vez más la atención de Estados Unidos como una nación "problema" cuya grave crisis doméstica ha comenzado a mostrar "efectos colaterales" en los países vecinos. En consecuencia, además del trá-fico de drogas, el cual ha sido un asunto de seguridad nacional de Estados Unidos por mucho tiempo, otros problemas internos se han ido convirtiendo en temas de pre-ocupación para ese país. Si bien Colombia ha sido clasificada tradicionalmente como una de las democracias de más larga dura-ción en América Latina, junto con Costa Rica y Venezuela, el país está experimen-tando un proceso de "desconsolidación"2

de la democracia, caracterizado por una "disminución en la aceptación de parte de los actores más significantes de las reglas de juego constitucionales"3. Esta situación se manifiesta en la crisis de credibilidad y legitimidad de las instituciones públicas y de los partidos políticos, la ingobernabi-lidad de grandes porciones del territorio nacional, la corrupción, la existencia de ni-veles alarmantes de violaciones a los dere-

chos humanos, el aumento en la violencia política y la dificultad de lograr una solu-ción y negociada al conflicto armado. Como resultado, a Colombia se le ha iden-tificado con creciente frecuencia como un ejemplo de Estado "débil" o "colapsado" en el hemisferio occidental y una amena-za a la estabilidad subregional.

Sin duda, la gravedad de la situación colombiana ha producido cambios nota-bles en la postura de Estados Unidos fren-te a este país. No obstante, la enorme com-plejidad del caso colombiano continúa planteando serios retos a la relación bila-teral que aún no han sido abordados de manera adecuada. En particular, y aunque la posición adoptada por Washington con respecto al proceso de paz no constituye un aspecto definitivo de la resolución pa-cífica del conflicto interno colombiano, se podría argumentar que las formas en las cuales la política de los Estados Unidos se formula con respecto al país han ejercido un impacto negativo sobre la situación do-méstica, ya que la íntima relación que exis-

* Directora del Centro de Estudios Internacionales (CEI).1 Este artículo forma parte de una investigación financiada por Colciencias, titulada "Contradicciones y

consecuencias indeseables de la Política exterior estadounidense en Colombia". Traducción: Marcela Londoño.

2 La consolidación de la democracia se puede describir como un proceso a través del cual se genera un amplio consenso respecto de las reglas y prácticas específicas del sistema constitucional, junto con un acuerdo mínimo en torno a las reglas que deben regular en la competencia por el poder y su ejercicio. Ver: Diamond (1997: 1-3).

3 (Diamond, 1997: 7).

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te entre el narcotráfico, la violación de los derechos humanos, el conflicto armado y la (in) seguridad regional -cuatro aspectos principales de la política exterior estado-unidense en Colombia- no se ha contem-plado a cabalidad.

Este artículo está dividido en dos par-tes. En la primera sección se evalúan las relaciones colombo-estadounidenses du-rante las administraciones Samper (1994-1998) y Pastrana (1998-2002), con el fin de identificar continuidades y rupturas im-portantes en la relación bilateral con res-pecto a otras administraciones para las cua-les existe un número mayor de estudios académicos4. Se hará énfasis particular-mente en el tema de las drogas, el objetivo estratégico principal de Washington en Co-lombia desde mediados de los ochenta. Sostendré que Colombia ha oscilado entre dos enfoques principales en sus relaciones con Estados Unidos: una total subordina-ción y la autonomía relativa. A pesar de que Colombia ha realizado esfuerzos concerta-dos para distanciarse de las prescripciones estadounidenses respecto de las drogas, se discutirá cómo tales esfuerzos se han sub-sumido gradualmente bajo la lógica coer-citiva de la política antidrogas estadouni-dense, con particular énfasis en la admi-nistración de Andrés Pastrana.

Dada la centralidad de las actividades antinarcóticos para las relaciones colombo-estadounidenses, la segunda parte del ar-tículo explora los supuestos que subyacen en las estrategias de Estados Unidos para abordar este problema. En particular, se ar-gumentará que la tradición realista de las

relaciones internacionales ha inspirado es-tos enfoques. Posteriormente, se explora-rán las consecuencias prácticas de esta in-terpretación del tema de las drogas con res-pecto a los problemas de la creciente mili-tarización, la violación a los derechos hu-manos y la (in)seguridad regional produ-cidos por la actual crisis en Colombia. En una breve sección de conclusiones, se su-gerirá que una de las consecuencias más problemáticas de los esfuerzos antinar-cóticos de Estados Unidos tiene que ver con el mayor debilitamiento del estado colom-biano, cuyo fortalecimiento constituye una condición sine qua non para la resolución pacífica de los complejos problemas que aquejan al país en la actualidad.

PARTE I: LAS RELACIONES COLOMBO-ESTADO- UNIDENSES EN RETROSPECTIVA

La evolución de las relaciones bilaterales

Sin lugar a dudas, una de las característi-cas más constantes de las relaciones inter-nacionales de Colombia es el estrecho vín-culo mantenido con Estados Unidos. De acuerdo con Gerhard Drekonja (1983), la independencia de Panamá en 1903, el con-secuente deterioro de las relaciones colombo-estadounidenses y los esfuerzos posteriores de Bogotá por normalizar sus lazos con Washington constituyeron el te-lón de fondo central en el cual evolucionó la relación bilateral. Como resultado, des-de principios del siglo xx, en particular des-pués de la administración de Marco Fidel Suárez (1918-1922), la política exterior co-lombiana empezó a ser guiada por la doc-

4 Pardo y Tokatlian (1989); Arrieta, Orjuela, Sarmiento y Tokatlian (1991); Tokatlian (1995); y Matthiesen (2000) constituyen cuatro buenos ejemplos.

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Tensiones y consecuencias indeseables de la política exterior estadounidense en Colombia • 41

trina réspice polum5. En la práctica, este prin-cipio llevó al país a adoptar una posición pragmática de subordinación y alinea-miento incondicional con Estados Unidos "en... reconocimiento de que Colombia se ubicaba en la esfera de influencia norte-americana" (Pardo y Tokatlian, 1989: 81).

Esta "relación especial" con Estados Unidos se evidenció en acciones específi-cas adoptadas a nivel internacional: Co-lombia fue, por ejemplo, la única nación latinoamericana que envió tropas a Corea en 1951, mientras que los patrones de vo-tación en las organizaciones internaciona-les tales como la Organización de Estados Americanos y la Organización de las Na-ciones Unidas siguieron muy de cerca las de Estados Unidos, en particular durante la guerra fría (Cepeda y Pardo, 1989: 33-37). A cambio de su lealtad, el país recibió cantidades significativas de asistencia eco-nómica por parte de Estados Unidos; en efecto, Colombia fue el segundo receptor, después de Brasil, de ayuda estadouniden-se entre 1949 y 1974 (Pardo y Tokatlian, 1989: 86). Además de estos incentivos eco-nómicos, la aplicación consistente de la doctrina réspice polum en las relaciones de Colombia con Estados Unidos se facilitaba por el consenso explícito que existía entre los dos partidos políticos principales (Libe-ral y Conservador) en lo concerniente a la política exterior colombiana, el cual se mantuvo virtualmente intacto hasta la elec-ción de Ernesto Samper en 1994.

A partir de la presidencia de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), y con algunas

excepciones importantes6, Colombia co-menzó a reorientar su política exterior ha-cia sus vecinos en América Latina, y otros países fuera de la región, con el fin de di-versificar sus relaciones internacionales, así como lograr un mayor campo de acción en el sistema internacional vis-á-vis Estados Unidos. En consecuencia, se adoptó la doc-trina del réspice similia, término acuñado por Alfonso López Michelsen en su condi-ción de Ministro de Relaciones Exteriores de la administración Lleras y más adelan-te, como Presidente de la República (1974-1978). Bajo la orientación de este principio Colombia buscó un mayor protagonismo entre sus vecinos latinoamericanos. Este cambio coincidió, a su vez, con transforma-ciones en las orientaciones de la política exterior de América Latina misma. En tér-minos generales, los países de la región comenzaron a buscar una mayor influen-cia internacional, además de una mayor autonomía regional con respecto a los Es-tados Unidos, actor que veía disminuida su hegemonía en el hemisferio.

Durante este período Colombia expe-rimentó un mayor crecimiento económico a nivel doméstico, al igual que un incre-mento en sus exportaciones, lo cual con-dujo a la relativa diversificación de los vín-culos económicos y políticos en el ámbito internacional, y a una reducción relativa del énfasis asignado a la relación bilateral con Estados Unidos (Pardo y Tokatlian, 1988). Esta tendencia se reflejó en las polí-ticas exteriores de los gobiernos de Belisa-rio Betancur (1982-1986), Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990-1994), en

5 Este término fue acuñado por el propio Suárez. Ver Drekonja (1983: 70-71). 6 Durante el gobierno de Turbay (1978-1982) en particular, la política exterior del país se caracterizó por un

alineamiento renovado con Estados Unidos.

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particular. Durante la administración Betancur Colombia participó activamente en el Grupo Contadora, creado en 1983 co mo un mecanismo regional para resolver la crisis centroamericana. El país también se convirtió en miembro del Movimiento de los No-Alineados durante este período, con lo cual rompió su larga tradición de alianza irrestricta a Estados Unidos (Cepe da y Pardo 1989: 82-84). "*

En el curso de los años ochenta, las or-ganizaciones del narcotráfico se expandie-ron y consolidaron en el país. Este proceso coincidió con una creciente preocupación por parte de Estados Unidos con su propio problema de consumo de drogas. En con-secuencia, a mediados de los ochenta, como será discutido posteriormente, la pos-tura de Estados Unidos hacia Colombia empezó a ser predeterminada en gran par-te por su política internacional antinarcó-ticos (Shifter, 1999:18). Aunque en 1982 había entrado en vigencia un tratado de extradición firmado en 1979 (por Virgilio Barco, en su calidad de Embajador de Co-lombia en los Estados Unidos), el presiden-te Betancur rechazó varias solicitudes de extradición por razones de soberanía na-cional (Tokatlian, 2000: 53). Sin embargo, después del asesinato del Ministro de Jus-ticia Rodrigo Lara Bonilla en 1984, el gobierno tomó la decisión de comenzar a extraditar nacionales colombianos a Esta-dos Unidos y de endurecer su estrategia antidrogas.

En muchos sentidos, la administración Barco continuó haciendo valer la indepen-dencia de Colombia en relación con Esta-dos Unidos, en particular a través de su én-fasis explícito en la diplomacia económica internacional, la expansión de las relacio-nes comerciales diplomáticas con otras re-

giones del mundo y la preservación de la autonomía colombiana en este ámbito (Cardona, 1990: 8). En el terreno de las dro-gas, el país inauguró una estrategia de con-frontación sin precedentes (la cual incluyó la extradición de narcotraficantes) con la que Barco ganó los elogios de Washington como un aliado fiel en la "guerra contra las drogas". No obstante, en el ámbito exter-no el gobierno Barco se mostró firme al identificar al narcotráfico como un proble-ma internacional que necesitaba ser trata-do con esfuerzos multilaterales concerta-dos. A su vez, a finales de 1990, cuando se filtró información en el sentido de que Es-tados Unidos había decidido desplegar un portaaviones de guerra en las costas de Colombia con el fin de interceptar carga-mentos de droga, el Presidente colombia-no rechazó firmemente esta medida y el plan tuvo que ser abandonado (Pastor, 1992: 378).

Como en el caso de su predecesor, el go-bierno de César Gaviria otorgó prioridad a las relaciones económicas de Colombia. En el área de control de drogas, sin embar-go, la orientación política de Gaviria se di-ferenció dramáticamente del enfoque de-fendido durante la administración Barco. Las razones de este cambio radican princi-palmente en los costos sociales, políticos y económicos de la campaña de terror y vio-lencia inaugurada por los carteles de la droga en Colombia con el fin de impedir la extradición de narcotraficantes a Estados Unidos. Esta situación llegó a su límite el 18 de agosto de 1989 cuando el candidato presidencial liberal, Luis Carlos Galán, fue asesinado por sicarios supuestamente con-tratados por el Cartel de Medellín. La res-puesta de la administración Gaviria fue establecer una clara distinción entre nar-corterrorismo y narcotráfico, dos manifes-

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taciones relacionadas pero distintas del problema de las drogas.

Según Gaviria, el narcoterrorismo, no el narcotráfico, era la principal amenaza con-tra la democracia en el país, y lo que él esta-ba comprometido a combatir (Matthiesen, 2000: 259).

A la luz de lo anterior, el gobierno colombiano promulgó un sistema de some-timiento a la justicia en 1990, en el cual aquellos individuos acusados de crímenes relacionados con las drogas recibirían sen-tencias de prisión reducidas (y no extradi-ción) a cambio de su rendición y confesión voluntaria de sus crímenes7. Casi un año después, la Asamblea Constitucional de 1991, bajo considerable presión por parte de las organizaciones de narcotráfico del país, votó por prohibir por completo la ex-tradición de colombianos.

Aunque no era del interés de los Esta-dos Unidos aceptar medidas tales como la abolición del tratado de extradición, así como la reducción de las sentencias de pri-sión implícitas en el sistema de someti-miento a la justicia de Gaviria, Washing-ton difícilmente hubiera podido encontrar una mejor vitrina para su "guerra contra las drogas" que Colombia y, por tanto, fue relativamente tolerante de la posición co-lombiana frente al problema (Matthiesen, 2000:261-262). Sin embargo, esta situación empezó a cambiar con la fuga de Pablo Es-cobar de la prisión en julio de 1992. Pese a que Escobar fue dado de baja en diciem-bre de 1993 por parte de fuerzas las de se-guridad colombianas, las condiciones permisivas que rodearon el encarcelamien-

to del líder del Cartel de Medellín (inclu-yendo la disminución de su sentencia, los lujos que lo acompañaron en prisión, al igual que su aparente habilidad para con-tinuar involucrado en el negocio de la dro-ga desde su celda en la cárcel), produjeron a una creciente desconfianza en los Esta-dos Unidos respecto a la efectividad del sistema de sometimiento a la justicia.

La incomodidad de Washington se intensificó en mayo de 1994, cuando la Cor-te Constitucional colombiana decidió lega-lizar el consumo de dosis personales de ciertas drogas ilegales. Esta polémica deci-sión fue antecedida por declaraciones del Fiscal General de la Nación, Gustavo de Greiff, a finales de 1993, en el sentido de que la guerra contra las drogas había sido un fracaso rotundo y que el consumo y tráfico de sustancias ilícitas debían ser legalizados (Tokatlian, 2000: 68). Estos in-cidentes, en su conjunto, condujeron a la creciente preocupación de que actores co-lombianos clave en la lucha antinarcóticos habían "perdido su "apetito para esta pe-lea" (Serrill, 1994a: 21).

La administración Samper y el deterioro de las relaciones bilaterales

Las relaciones entre Estados Unidos y Co-lombia comenzaron a deteriorarse lenta-mente como resultado de los eventos rese-ñados anteriormente; de manera crecien-te, Colombia empezó a ser conocida como una "narcodemocracia" entre los círculos de formuladores de política estadouniden-ses, así como en los medios de comunica-ción. No obstante, con la inauguración de

7 Dos figuras clave del narcotráfico, Fabio Ochoa del Cartel de Cali y Pablo Escobar, del Cartel de Medellín, se rindieron en noviembre de 1990 y junio de 1991, respectivamente.

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la administración Samper en agosto de 1994, la relación bilateral se tornó marcadamente tensa, a raíz de las eviden-cias de que la campaña presidencial de Samper había recibido contribuciones fi-nancieras del Cartel de Cali8. Una larga se-rie de acusaciones y negaciones concer-nientes a esta revelación -el denominado Proceso 8.000- polarizó al país y perjudicó irremediablemente la legitimidad y credi-bilidad del gobierno Samper tanto en el terreno nacional como en el internacional. Se puede afirmar, sin embargo, que las re-laciones colombo-estadounidenses entre 1994 y 1998 pasaron por tres fases distin-tas: 1) el establecimiento de una "relación de trabajo", en la cual Washington intentó ampliar su agenda antinarcóticos en cola-boración con el gobierno colombiano, aun-que sospechaba que Samper había estado involucrado en el narco escándalo (agosto 1994-1995); 2) el rompimiento de lazos gu-bernamentales formales, caracterizado por el no reconocimiento de Ernesto Samper como un interlocutor válido (septiembre 1995-febrero 1997); y 3) la normalización gradual de las relaciones bilaterales (mar-zo 1997-agosto 1998)9.

Primera fase: La relación de trabajo

Aún antes de la irrupción del narcoescán-dalo, Estados Unidos veía a Samper con un cierto grado de desconfianza: además de haber defendido la legalización de la ma-rihuana a finales de los setenta, como jefe de la fallida campaña presidencial de Al-

fonso López Michelsen en 1981, Samper era sospechoso de recibir contribuciones financieras del Cartel de Medellín (Samper 2000: 226-230). A partir de su elección, el presidente electo Samper hizo una serie de declaraciones en las que resaltaba su firme compromiso en la guerra contra las drogas (Serrill, 1994b: 12). Como resultado, la pos-tura inicial de Washington hacia el nuevo gobierno colombiano fue de pragmatismo, en reconocimiento del hecho de que los dos países necesitaban trabajar juntos en la lu-cha contra las drogas. Esta actitud fue con-firmada en una reunión inicial en Nueva York que sostuvieron oficiales de ambos países en junio de 1994.

Habiendo obtenido lo que querían - firmes indicaciones de que el nuevo presidente de los colombianos no aflojaría la presión so-bre los narcotraficantes -los oficiales esta-dounidenses indicaron que le otorgarían a Samper el beneficio de la duda- por ahora (Serrill, 1994b: 13).

No obstante, se le recordó a Samper que en noviembre de 1993, Robert Gelbard, Subsecretario de Estado para los narcóticos y la aplicación de la ley a nivel internacional, le había advertido al entonces candidato presidencial de los peligros inherentes a la actividad política en Colombia, en el sentido de que los narcofondos podrían eventualmente infiltrar su campaña (Samper, 2000: 245).

A Samper también se entregó un docu-mento oficial en el cual se presentaban una

8 El 20 de junio de 1994, un día después que Samper ganara la segunda vuelta de las elecciones presidencia-les, Andrés Pastrana, el candidato del Partido Conservador, reveló un audiocasete en el cual los cabecillas del Cartel de Cali Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, se escuchaban ofreciendo varios millones de dólares a la campaña de Samper.

9 La periodización que se presenta a continuación es el fruto de una serie de conversaciones sostenidas con Rodrigo pardo García-Peña, Ministro de Relaciones durante la administración Samper.

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serie de criterios que serían utilizados para evaluar el desempeño antidrogas de Co-lombia en el proceso de certificación de 199510. El mensaje implícito enunciado en el documento era que el desempeño de la administración Gaviria no había sido com-pletamente satisfactorio y que en el futuro los estándares para evaluar el cumplimien-to serían aplicados más severamente. En-tre las críticas planteadas en el informe de la Casa Blanca al Congreso se destacaban la laxitud en las sentencias para los narco-traficantes, las reducciones en los esfuer-zos de erradicación de cultivos (tanto coca como amapola), la falta de determinación por parte del gobierno para perseguir los miembros del Cartel de Cali y la corrup-ción política (Pardo y Cardona, 1995: 5). Colombia fue posteriormente certificada por razones de interés nacional de Estados Unidos en 1995.

Segunda fase: El no reconocimiento a Samper

Washington mantuvo una postura relati-vamente serena hacia el gobierno de Samper, con unas cuantas excepciones, hasta 1995, cuando Santiago Medina, ex tesorero de la campaña presidencial de Samper, fue arrestado y la crisis doméstica del país se agudizó. Hasta este momento, el pragmatismo de Estados Unidos había valido la pena: el Presidente colombiano había nombrado a Rosso José Serrano como director de la Policía Nacional en diciem-bre de 1994, quien posteriormente em-prendió una exhaustiva campaña contra la corrupción en su institución, e inició un in-tensivo esfuerzo antidrogas. Como resul-

tado de las presiones estadounidenses, los principales protagonistas del Cartel de Cali habían sido encarcelados exitosamente; y los esfuerzos de erradicación de cultivos se intensificaron dramáticamente (Hammer y Ambrus, 1997). De hecho, durante la pose-sión del presidente de Argentina, Carlos Menem, el presidente Samper recibió una carta oficial del presidente Bill Clinton en la cual era felicitado por estos logros11.

No obstante, en la medida en que cre-cían las especulaciones en Colombia en relación con el nivel de conocimiento e involucramiento de Samper en el escánda-lo de la campaña, la política estadouniden-se frente al país comenzó a transformarse. El severo deterioro de la relación bilateral comenzó a revelarse en una serie de he-chos en la segunda mitad de 1995. A fina-les de septiembre de 1995, Antonio José Cancino, el abogado del presidente Samper en el Proceso 8.000, sufrió un aten-tado. En respuesta a las preguntas formu-ladas por los medios de comunicación en relación con la posible participación de la DEA en el incidente, el Ministro del Inte-rior Horacio Serpa afirmó que esta teoría le parecía correcta ("me suena, me suena") (Samper, 2000:193). Estados Unidos recha-zó las declaraciones de Serpa y respon-sabilizó al gobierno colombiano por la seguridad de los ciudadanos estadouni-denses en el país. Varios meses después, los medios de comunicación revelaron esfuer-zos para torpedear una comprehensiva ley de confiscación de bienes en el Congreso de Colombia a través de la incorporación de "narcomicos" diseñados para hacer in-útil la legislación. A pesar de este retroce-

10 Entrevista personal con Ernesto Samper Pizano, septiembre 4, 2000, Bogotá. 11 Entrevista personal con Rodrigo Pardo García-Peña, ex Ministro de Relaciones Exteriores, agosto 30,2000,

Bogotá.

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so, la ley fue ratificada finalmente en di-ciembre. Más significativo aún, sin embar-go, es el hecho de que el embajador de Es-tados Unidos, Myles Frechette, fue aborda-do secretamente a mediados de 1995 por un grupo de civiles colombianos que aspi-raban obtener el apoyo o aquiescencia de Estados Unidos en un eventual golpe de Estado contra el presidente Samper (Sema-na, 1997; 1998a).

El 22 de enero de 1996, el ministro de Defensa Fernando Botero rindió declara-ciones públicas en las cuales implicaba al presidente Samper en el narcoescándalo. La acusación de Botero al Presidente endu-reció la mano de quienes estaban a favor de su renuncia, lo cual empeoró la crisis de legitimidad del gobierno (Semana 1996: 33-36). Si bien es cierto que el gobierno es-tadounidense pudo no haber identificado la remoción de Samper del poder como un objetivo político explícito12, el debilitamiento del Presidente colombiano claramente se convirtió en el objetivo principal de al-gunos funcionarios del Departamento de Estado (Franco, 1998: 53). La política esta-dounidense frente al país, desde entonces, se entrelazó estrechamente con la crisis do-méstica de Colombia. Las relaciones di-rectas con el Presidente colombiano se ex-cluyeron por completo, al tiempo que Es-tados Unidos atribuyó cada vez más los triunfos en las actividades antinarcóticos a sus propios esfuerzos, junto con los de la Policía Nacional de Colombia y la Oficina del Procurador General, identificados

como los únicos "buenos" en la guerra con-tra las drogas13. A pesar del cumplimiento entusiasta del gobierno Samper con las exigencias de la política antinarcóticos es-tadounidense, Colombia fue descertifica-da en marzo de 1996, aunque al final no se aplicaron sanciones económicas. En ese momento, Michael Skol, Subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos hasta 1996 consideró que "la situación ameritaba una por interés nacional", dado que el agresivo mensaje enviado por EU podía de hecho resultar contraproducen-te. (Szulc, 1996: 12).

Una semana después que el presidente Samper fuera absuelto por el Comité de Acusaciones de la Cámara de Representan-tes de Colombia el 12 de junio de 1996, Robert Gelbard sostuvo que

los esfuerzos de colombianos honestos para luchar contra actividades ilegales han sido socavados por un gobierno y una legislatu-ra que no sólo está plagada de corrupción sino que la ha alentado con el fin de prote-ger los intereses de los narcotraficantes (Lara, 1996:15).

En una aparente venganza por este in-deseable viraje de los acontecimientos, la visa de Samper fue revocada poco después, el 11 de julio. A partir de esta decisión se evidenció que para Washington era Ernes-to Samper, y no la guerra contra las drogas en sí misma, el problema central en Colom-bia. Sin embargo, de acuerdo con el ex embajador de Estados Unidos en Colom-

12 Entrevista personal con Myles Frechette, ex Embajador de Estados Unidos en Colombia, mayo 26, 2000, Washington DC.

13 Ver, por ejemplo, el testimonio de Robert Gelbard ante el Subcomité de la Cámara de Representantes para el Hemisferio Occidental, en junio 6 de 1996, en el cual este funcionario elogia los arrestos de las principa les figuras del Cartel de Cali, pero los atribuye primordialmente a la ayuda suministrada por la DEA y otras agencias estadounidenses a la Policía Nacional de Colombia.

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bia, Myles Frechette, se hizo un trato con Samper en el cual, a cambio de la no apli-cación de las sanciones económicas permi-tidas en casos de descertificación, así como el compromiso de no opinar o intervenir sobre la decisión de la Cámara de absol-verlo, el Presidente colombiano actuaría más severamente en el tema de las dro-gas14. Claramente, la débil posición del Pre-sidente de Colombia en el ámbito interno fue considerada como una excelente opor-tunidad para adelantar la agenda antinar-cóticos de los Estados Unidos en el país, con escasa resistencia del propio Samper.

Las condiciones que rodeaban este acuerdo fueron estipuladas en una agen-da de veinte puntos que incluía el resta-blecimiento del tratado de extradición, la aprobación de una serie de leyes antidro-gas y la aplicación de un herbicida granular más fuerte en la fumigación de cultivos (en reemplazo del glifosato), entre otros (Sema-na, 1996b: 31). Así mismo, bajo la presión de Estados Unidos, Colombia aceptó la creación de un grupo de trabajo colombo-estadounídense, conformado por los mi-nistros de Relaciones Exteriores, Defensa y Justicia, que excluía al propio presidente Samper15.

Tercera fase: La normalización gradual

A comienzos de 1997, las relaciones co-lombo-estadounidenses empezaron a vol-ver lentamente a la normalidad. Los fun-

cionarios estadounidenses reconocían en privado cada vez más que Colombia había cumplido efectiva y decisivamente en la guerra contra las drogas en 199616. De he-cho, durante 1996 la fumigación de culti-vos de amapola casi dobló los niveles de 1995 y se intensificaron los esfuerzos de erradicación de cultivos de coca. A su vez, en febrero de 1997 se firmó un acuerdo marítimo antinarcóticos de largo plazo en-tre los dos países, mientras que el Congre-so colombiano aprobó la legislación para incrementar las sentencias de prisión de los narcotraficantes confesos (Semana, 1997c: 33). Colombia fue descertificada, sin embargo, como socio en la guerra contra las drogas por segunda vez en marzo y una vez más se retuvo la aplicación de sancio-nes económicas, con la esperanza de ejer-cer mayor presión sobre el gobierno Sam-per. Aunque en respuesta a la descertifica-ción, el gobierno colombiano detuvo todas las actividades de fumigación de cultivos, los esfuerzos de erradicación se reanudaron poco después. En respuesta a las amenazas estado-unidenses de aplicar sanciones económicas, el país llegó hasta el punto de experimentar con el herbicida granular Imazapyr® (Vargas, 1999). En diciembre de 1997, la Constitución de 1991 fue enmendada para permitir la ex-tradición no retroactiva de nacionales colom-bianos.

Finalmente, en marzo de 1998, Colombia fue certificada por razones de interés nacional de los Estados Unidos.

14 Entrevista persona] con Myles Frechette, ex Embajador de Estados Unidos en Colombia, mayo 26, 2000, Washington, DC.

15 Entrevista personal con Rodrigo Pardo García-Peña, ex Ministro de Relaciones Exteriores, agosto 30,2000, Bogotá.

16 Entrevista personal con Myles Frechette, ex Embajador de Estados Unidos en Colombia, mayo 26, 2000, Washington, DC. De acuerdo con Frechette, en repetidas ocasiones, de hecho, él insistió al Departamento de Estado que Colombia no debía ser descertificada en 1997.

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Como será discutido posteriormente, en 1997 era cada vez más evidente que la po-lítica estadounidense en Colombia se ha-bía vuelto contraproducente. Aunque du-rante la administración de Samper "Colom-bia aceptó... la estrategia probablemente más prohibicionista" en la historia de la diplomacia colombo-estadounidense en materia de drogas (Tokatlian, 2000: 76), los resultados globales de los esfuerzos antinarcóticos de Estados Unidos fueron catastróficos en términos de poner freno al tráfico de drogas. Mientras que los esfuer-zos de erradicación e interdicción tuvieron éxito en países como Perú y Bolivia, tradi-cionalmente los principales productores de hoja de coca, desde mediados de los no-venta en adelante Colombia experimentó una expansión sin precedentes de produc-ción de hoja de coca (Bagley, 2000: 1). Así mismo, el desmantelamiento de los carte-les de Cali y Medellín dio lugar al fortale-cimiento de organizaciones del narcotrá-fico diferentes, las cuales combinan una mayor dispersión horizontal con una estra-tegia más sofisticada de "bajo perfil" que las hace más difíciles de identificar y cap-turar (Contreras y Ambrus, 2000).

Más significativo aún, en el caso colom-biano, Estados Unidos no sólo agravó una situación doméstica ya de por sí complica-da, debilitando aún más al Estado colom-biano, sino que también contribuyó de manera directa a la pérdida de credibili-dad del país a nivel internacional, con lo cual la situación económica se deterioró todavía más17. A finales de los noventa, el tamaño de las dos principales organiza-ciones guerrilleras, las FARC y el ELN, se

había disparado a 12.000-15.000 y 3.500 tro-pas, respectivamente; los grupos insurgen-tes también expandieron el alcance de su control territorial (Reyes, 1999: 5; Rangel, 2000: 580). Este proceso de expansión, que claramente coincidió con la crisis de legiti-midad del gobierno de Samper en 1995, fue seguido por aumentos significativos en la actividad paramilitar en el país, cuyas tropas llegan a ser entre 5.000-8.000 en la actualidad.

Entre 1994 y 1998, tanto las guerrillas como los paramilitares se involucraron más estrechamente en el tráfico de drogas, cu-yas utilidades, junto con las derivadas de otras actividades tales como la extorsión y el secuestro, les permitieron alcanzar au-tonomía financiera (Rangel, 2000). Como resultado, para 1998 la "geografía" del con-flicto armado colombiano también se ha-bía alterado dramáticamente (Reyes, 1999; Echandía, 2000).

La administración Pastrana: de enemigo a amigo

Cuando Andrés Pastrana asumió la presi-dencia en agosto de 1998, se inauguró un nuevo período en las relaciones entre Co-lombia y los Estados Unidos. Después de cuatro años de tensiones entre la adminis-tración Samper y el gobierno estadouni-dense, la elección de Pastrana se conside-ró una oportunidad propicia para restable-cer el tono de cooperación en la relación bilateral. Estados Unidos necesitaba ver a Pastrana como un aliado confiable, dada la magnitud de la crisis colombiana así como la percepción generalizada de que la

17 Entre 1996 y 1998, por ejemplo, la inversión directa de Estados Unidos en Colombia cayó en picada.

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estrategia de mano dura de EU había ejer-cido demasiada presión sobre el Estado co-lombiano. Pastrana, al igual que Gaviria anteriormente, intentó distinguir entre las manifestaciones domésticas de la situación colombiana, tales como el conflicto armado y sus repercusiones internacionales, las cuales giraban primordialmente alrededor del tráfico de drogas. Durante la campaña presidencial en Colombia, fue de hecho el único candidato que desafió explícitamente la sensatez de las políticas antinarcóticos de Estados Unidos. El 8 de junio de 1998, Pastrana presentó un plan de paz en donde se sostenía que el cultivo de sustancias ilícitas constituía ante todo un problema social que necesitaba ser abordado mediante una especie de "Plan Marshall" para Co-lombia (Pardo y Tickner, 1998: 24). En una entrevista en julio, por su parte, el Presiden-te electo afirmó que los narcóticos, a pesar de ser un aspecto importante de las relacio-nes colombo-estadounidenses,"... han do-minado la agenda por mucho tiempo..." y debe "ser reemplazado" por tópicos más importantes como las relaciones comercia-les (Farrell, 1998:27).

Antes de su posesión, Pastrana se reunió con el presidente Bill Clinton en Was-hington. Una de sus metas primordiales era presionar para que hubiera una "apertu-ra" de la agenda bilateral más allá del asun-to de las drogas. Por su parte, el gobierno de Estados Unidos ya había comenzado a hablar acerca de la necesidad de un enfo-que más "comprehensivo" que tuviera en cuenta los múltiples factores involucrados en la crisis colombiana, tales como el con-flicto armado, la debilidad de las institu-ciones, el paramilitarismo y las implicacio-nes sociales de la erradicación de cultivos {Semana, 1998b: 32; Youngers, 1998:4). Los planes del presidente Pastrana de lograr una

solución negociada al conflicto armado a su vez, se recibieron con un cauteloso optimis-mo en Washington.

Durante la visita oficial del primer man-datario colombiano a la Casa Blanca a fi-nales de octubre, el presidente Clinton se comprometió explícitamente a apoyar el proceso de paz colombiano y a trabajar con otros actores e instituciones internaciona-les con el fin de movilizar recursos para apoyar este objetivo. Como resultado, Co-lombia recibió préstamos significativos por parte de la comunidad financiera interna-cional, ante todo un compromiso de crédi-to de US$3.5 billones del Fondo Monetario Internacional, para manejar asuntos es-tructurales importantes que afectaban la economía del país. Asimismo, Estados Uni-dos aumentó su asistencia militar a US$289 millones para 1999, lo cual convirtió a Co-lombia en el tercer mayor receptor de ayu-da estadounidense después de Israel y Egipto. Un aspecto del proceso de paz que causó alarma en Washington, sin embar-go, fue la creación de una zona desmilita-rizada aproximadamente del tamaño de Suiza, en cinco municipalidades localiza-das al sur del país con el fin de iniciar ne-gociaciones con las FARC a principios de noviembre.

A pesar de sus reservas, a mediados de diciembre funcionarios del gobierno esta-dounidense se reunieron secretamente con miembros de las FARC en Costa Rica con el fin de discutir su participación en el se-cuestro de varios ciudadanos estadouni-denses, al igual que en el problema de las drogas {Cambio, 1999: 34). Sin lugar a du-das, la reunión marcó un viraje significati-vo, aunque breve, en la postura de Esta-dos Unidos vis-á-vis el conflicto armado

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colombiano18. Durante el mismo mes, en una Cumbre de Ministros de Defensa cele-brada en Cartagena de Indias, el Secretario de Defensa estadounidense, William Cohén, y su contraparte colombiana, Rodrigo Lloreda, firmaron un acuerdo a través del cual se fortaleció la cooperación militar entre los dos países. Este arreglo alla-nó el camino para el entrenamiento del pri-mer batallón antinarcóticos a principios de 1999, cuya principal misión se desarrolló en términos del "empuje hacia el sur de Co-lombia", consistente en la recuperación de territorios colombianos en el sur controla-dos por la guerrilla, y en donde se llevaban a cabo actividades de cultivo de sustancias ilícitas (Farah, 1999).

Por su parte, la paciencia de los Estados Unidos con el proceso de paz comenzó a agotarse rápidamente. A principios de marzo de 1999, miembros de las FARC ase-sinaron a tres activistas estadounidenses, con lo cual la postura de la administración Clinton hacia las negociaciones terminó por endurecerse. De acuerdo con Phil Chicóla, Director de Asuntos Andinos del Departamento de Estado de EU, los asesi-natos enviaron una señal importante a Washington en lo relacionado con la falta de control ejercido por los jefes de las FARC sobre sus diferentes divisiones; la sinceri-dad de la guerrilla con respecto a la paz; y su habilidad para comprometerse efectiva-mente a un acuerdo negociado. En gene-ral, el incidente le dio crédito a quienes sostenían que las FARC le estaban "toman-do el pelo" al gobierno colombiano19.

Este proceso se vio reflejado también en Colombia, a raíz de una serie de proble-mas surgidos en el manejo de la zona des-militarizada, al igual que un conjunto de retrocesos en las propias negociaciones de paz. En mayo de 1999, después de exten-sas discusiones entre el gobierno y las FARC, se presentaron desacuerdos en lo concerniente a la reticencia de las FARC a comprometerse a mecanismos internacio-nales de verificación. Los diálogos fueron posteriormente suspendidos hasta octubre. Aduciendo serias discrepancias con el ma-nejo del proceso de paz por parte del go-bierno Pastrana, Rodrigo Lloreda renunció a su cargo, hecho que a su vez provocó la renuncia de un número considerable de oficiales militares de alto nivel (que fueron más tarde rechazadas por Pastrana) en apo-yo al Ministro de Defensa. Claramente, el incidente resaltó las crecientes tensiones civiles-militares en Colombia que rodeaban las negociaciones con las FARC.

En respuesta al cambiante clima domés-tico, al igual que al progresivo escepticis-mo entre funcionarios estadounidenses respecto de la viabilidad del proceso de paz, el gobierno colombiano pareció re-orientar su estrategia de política exterior. En septiembre de 1999, cuando Pastrana presentó su Plan Colombia en Estados Unidos, el Presidente colombiano ya no an-cló sus solicitudes de ayuda estadouniden-se al proceso de paz, sino al tema de las drogas y a la incapacidad del país de en-frentar este flagelo por sí solo, dada la de-bilidad del Estado colombiano. Aunque

18 En 1997, las FARC fueron declaradas una organización terrorista por parte del Departamento de Estado y, por ende, las conversaciones con el grupo guerrillero fueron prohibidas en principio.

19 Entrevista personal con Phil Chicóla, Washington, DC, mayo 24, 2000.

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es cierto que el "Plan para la Paz, la Prosperi-dad y el Fortalecimiento del Estado" de Pastrana incorporaba una gran gama de asuntos considerados cruciales para el es-fuerzo de paz del gobierno, incluyendo la recuperación económica, la reforma del sis-tema judicial, el desarrollo social, la demo-cratización y los derechos humanos, la lu-cha contra el tráfico de drogas se declaró explícitamente como el "núcleo" de la es-trategia colombiana (Oficina del Presidente de la República, 1999: 9).

Después de los intentos iniciales por distinguir entre las prioridades domésticas (paz) y las preocupaciones de los Estados Unidos (drogas), Andrés Pastrana se vio forzado a retornar a una "lógica de guerra contra las drogas" con el fin de asegurar el apoyo del país del Norte. Con este cam-bio, la doctrina del réspice polum una vez más ganó preeminencia en la orientación de la política exterior colombiana. Sin em-bargo, a diferencia de períodos anteriores en los cuales la subordinación colombiana se justificaba sobre la base de la ayuda eco-nómica, el consentimiento de la actual ad-ministración frente a la "guerra contra las drogas" se ha dado primordialmente a cambio de fortaleza militar:

La lógica implícita de la nueva estrategia de Estados Unidos es forzar a las FARC a ne-gociar seriamente con el gobierno Pastrana, demostrándoles en el campo de batalla que tienen más que ganar en un acuerdo de paz que de la continuación de la guerra (Bagley, 2000: 27).

Al igual que en el pasado, el enfoque del réspice polum pareció valer la pena: en enero de 2000, el presidente Clinton pro-puso un paquete de ayuda de US$1.6 billo-nes de dos años para Colombia. Luego de intensas negociaciones en el Congreso de Estados Unidos, el paquete colombiano, que suma cerca de US$1.2 billones entre 2000 y 2001 (incluyendo US$ 330 millones en asistencia aprobados anteriormente), fue aprobado finalmente a finales de junio. Aunque aproximadamente 25% de la ayu-da corresponde a asistencia para los temas de derechos humanos, reforma judicial y aplicación de la ley, ayuda a los desplaza-dos y esfuerzos de paz, entre otros, el 75% del paquete está destinado a ayudar al Ejér-cito y a la Policía20.

PARTE II: LA POLÍTICA ANTIDROGAS DE ESTADOS UNIDOS: PERSPECTIVAS TEÓRICAS E IMPLICACIONES PRÁCTICAS

La aproximación realista a la lucha antinarcóticos

Evidentemente, la forma en que el tema de las drogas ilícitas ha sido abordado en Colombia ha sido influenciada primordial-mente por la aproximación estadouniden-se a este problema. Específicamente, tal como he sugerido en páginas anteriores, la inmensa mayoría de medidas adoptadas en el país para luchar contra el tráfico de drogas ha resultado en gran parte de acuer-dos bilaterales suscritos con Estados Uni-dos, o de la imposición unilateral de es-

20 El Center for International Policy, Washington, DC, ha compilado información exhaustiva acerca de la ayuda militar a Colombia, al igual que un análisis comprehensivo del paquete de ayuda actual. Ver el website de esta institución en http://imow.ciponline.org, para mayor información.

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trategias específicas diseñadas en Washing-ton. Aunque este estado de cosas experimen-tó un cambio moderado durante las admi-nistraciones de Barco y Gaviria, el gobier-no Samper inauguró un retorno a la orto-doxia inspirada en EU en la guerra contra las drogas que ha continuado y ha sido reforzada durante el segundo año del go-bierno Pastrana. Por lo tanto, un análisis comprehensivo de las implicaciones de las estrategias antinarcóticos de Estados Uni-dos en otras áreas, tales como los derechos humanos, la democracia y la construcción del Estado en Colombia, deben comenzar por una breve discusión de los supuestos teóricos que subyacen en la "guerra contra las drogas".

Desde mediados de los ochenta, el trá-fico de drogas comenzó a ocupar un lugar más importante en la agenda doméstica y externa de los Estados Unidos, dado el au-mento significativo en el consumo domés-tico de sustancias ilegales, así como el in-cremento en las cifras de crímenes asocia-dos al uso de las drogas. A pesar de varia-ciones menores en las políticas antidrogas adoptadas durante las administraciones de Reagan (1980-1988), Bush (1988-1992) y Clinton (1992-2000), la racionalidad central detrás de cada una de ellas ha permaneci-do virtualmente igual (Tokatlian, 1995: 119). En abril de 1986, el presidente Ronald Reagan, a través de la Decisión de Seguri-dad Nacional Directiva 221, declaró que las drogas ilícitas constituían una amenaza le-tal a la seguridad nacional de Estados Uni-dos, lo cual a su turno condujo a una parti-cipación creciente de las fuerzas armadas en la "guerra contra las drogas" y la conse-cuente militarización de la estrategia antidrogas estadounidense. De manera concomitante, las acciones del lado de la oferta, tales como la interdicción, la fumi-

gación de cultivos y la erradicación, y las políticas del lado de la demanda basadas en la penalización del tráfico, distribución y consumo de narcóticos, comenzaron a adquirir una mayor importancia que las estrategias de rehabilitación y las basadas en la educación (Bagley, 1988; Pardo y Tickner, 2000; Perl, 1988).

Durante la administración Bush, la mi-litarización de la "guerra contra las drogas" se intensificó mediante la Iniciativa Andi-na, la cual tendió a expandir y cambiar las actividades antinarcóticos hacia la interdic-ción en los países andinos productores de droga (Bagley, 1992; WOLA, 1993). A prin-cipios de 1993, un exhaustivo análisis de las estrategias antidrogas estadounidenses llevado a cabo por la administración Clinton reveló que la Iniciativa Andina había fracasado significativamente en la reducción de la disponibilidad de sustan-cias ilegales en Estados Unidos (Crandall, 2000). Como resultado, la ayuda antinar-cóticos de Estados Unidos para la región andina se redujo dramáticamente y se reo-rientó hacia una estrategia de "país pro-ductor", basada principalmente en la erradicación de cultivos. El personal de la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas (Ondcp) también fue reducido. Sin embargo, las elecciones de 1994 en Esta-dos Unidos llevaron al control del partido Republicano en ambas cámaras del Con-greso, con lo cual el enfoque de "línea blan-da" en materia de drogas fue cada vez más criticado. Posteriormente, la administra-ción Clinton endureció su estrategia anti-drogas en respuesta a dicha presión por parte del Congreso.

Bruce Bagley y Juan Tokatlian (1992: 216) afirman que las estrategias estadouni-denses de control de drogas han evolu-

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cionado en el marco de la tradición realis-ta de las relaciones internacionales. El rea-lismo subraya, entre otros: 1) la predomi-nancia de actores estatales; 2) la existencia de anarquía en el sistema internacional y, por ende, la necesidad de los estados a acu-dir a tácticas de autoayuda; 3) la estratifi-cación de los objetivos internacionales en-tre "alta" política (la perteneciente a la es-fera estratégico-militar) y "baja" política; y 4) la estricta separación entre la política do-méstica y la internacional (Vásquez, 1991: 49-55). En términos de la implementación de las políticas antinarcóticos, la "visión de mundo" realista tiende a percibir al tráfico de drogas primordialmente como una amenaza "externa" a la seguridad nacio-nal, más que un problema "doméstico". Además, uno de los supuestos fundamen-tales de la política antidrogas inspirado en el realismo es que la presión externa ejer-cida por Estados Unidos, principalmente a través de la diplomacia coercitiva, condu-cirá a la cooperación por parte de los paí-ses productores, con lo cual la "amenaza a la seguridad" será confrontada efectiva-mente (Friman, 1993: 104).

Las implicaciones de este tipo de estra-tegia en un país como Colombia son multifacéticas. Para comenzar, la definición del tráfico de drogas como un asunto de seguridad nacional de Estados Unidos y, por lo tanto, de "alta" política, implica que las drogas ocupan un lugar predominante entre los objetivos de política exterior de este país, en detrimento de otros objetivos de más largo plazo, incluyendo el fortale-cimiento de la democracia, la defensa de los derechos humanos, la reducción de la pobreza y la preservación del medio am-biente (Perl, 1992: 28-29). En términos ge-nerales, lejos de la retórica oficial,

la triste realidad es que la política estado-unidense hacia Colombia está hipotecada a la política de la guerra contra las drogas en Washington (WOLA, 1997: 44).

Los efectos de la militarización

Además de subestimar la importancia de otros objetivos de "baja política" no rela-cionados directamente con la guerra con-tra las drogas, la militarización de las acti-vidades antinarcóticos ha traído como re-sultado una mayor participación de Esta-dos Unidos y de las fuerzas armadas loca-les en los asuntos internos de los países productores de drogas. Con el fin de la guerra fría y la solución pacífica del con-flicto centroamericano, el problema de las drogas empezó a reemplazar al comunis-mo como amenaza principal a la seguridad nacional de Estados Unidos en el hemisfe-rio occidental. La asistencia militar estado-unidense a América Latina, en consecuen-cia, se concentró en los países productores, en particular en Colombia (Schemo y Golden, 1998). Por su parte, la definición de "conflictos de baja intensidad" se expan-dió para incluir el problema de la droga en aquellos países en los cuales las organiza-ciones narcotraficantes amenazaban la es-tabilidad del Estado (Corr y Miller, 1992: 24). En este sentido, se puede afirmar que las estrategias aplicadas en los ochenta para confrontar otros tipos de "conflictos de baja intensidad" en la región simplemente fue-ron reacomodados en los noventa con el fin de abordar la "nueva" amenaza regio-nal, las drogas.

En Colombia, esta visión del problema de las drogas es especialmente problemá-tica, dado que los grupos guerrilleros (y paramilitares) mantienen vínculos comple-jos con diferentes aspectos del narcotráfico. Como resultado,

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en teoría y en la práctica, la guerra an-tinarcóticos de Estados Unidos se ha vuelto inextricablemente conectada con la campa-ña contrainsurgente en Colombia (Youngers, 1998: 2).

El alineamiento de las tácticas de baja intensidad con las estrategias antinar-cóticos se ha facilitado primordialmente a través de la "teoría de la narco guerrilla" (Zirnite, 1997: 7). Este término fue acuña-do originalmente en los años ochenta por el entonces Embajador de EU en Colom-bia, Lewis Tambs. A mediados de los no-venta, la idea se volvió más ampliamente aceptada en los círculos de formuladores de políticas estadounidenses, dado el au-mento significativo en la participación de las FARC en ciertos aspectos del negocio de las drogas durante la administración Samper. El propio Samper, de hecho, comenzó a usar la etiqueta de la narco-guerrilla en un intento por desacreditar a las FARC, dada la falta de voluntad de este grupo guerrillero para negociar con un presidente colombiano que consideraba ilegítimo21.

En principio, la teoría de la narcogue-rrilla proyecta la idea de que las FARC con-trolan la mayoría de los aspectos del tráfi-co de drogas, dada la disolución de los prin-cipales carteles de las drogas, y que el Es-tado colombiano es demasiado débil para confrontar esta amenaza. Aunque esta des-cripción representa una burda simplifica-ción de la situación colombiana, es la base que ha guiado a algunos actores políticos

y militares estadounidenses en la búsque-da de opciones políticas en el país, al tiem-po que ha sido invocada por quienes sos-tienen que las técnicas contrainsurgentes usadas en otros conflictos de baja intensi-dad pueden ser utilizadas exitosamente en Colombia22. La dramática intensificación del componente estratégico-militares en la política de Estados Unidos hacia Colombia -la ayuda militar fue prácticamente cuadru-plicada entre 1998 y 1999, y representa un porcentaje abrumador del nuevo paquete de ayuda- claramente parece confirmar esta ten-dencia.

Derechos Humanos

Uno de los efectos más perversos del pro-blema de las drogas se manifiesta en la interacción del tráfico de drogas con la situación generalizada de violencia en Co-lombia y los niveles horrorizantes de vio-laciones a los derechos humanos que ha producido el conflicto. De acuerdo con el Informe sobre Derechos Humanos para 1999 del Departamento de Estado, las acciones políticas y extrajudiciales que involucraban organismos de seguridad del gobierno, grupos paramilitares y miembros de las guerrillas ocasionaron la muerte de 2.000 a 3.000 civiles; las fuerzas paramilitares fue-ron responsables de aproximadamente tres cuartos de esta cifra. Por otra parte, 288.000 personas fueron forzadas a aban-donar sus hogares, mientras que el núme-ro total de personas desplazadas por la vio-lencia rural en el país desde 1985 ascendió a cerca de un millón y medio. En el mismo

21 Entrevista personal con Ernesto Samper Pizano, Bogotá, septiembre 4, 2000. 22 A finales de 1998, en una conferencia organizada por el US Army War College sobre Colombia, el general

John Thompson, Director del InterAmerican War College llegó al punto de sugerir que "debemos con frontar a las drogas y las narcoguerrillas de la misma manera que confrontamos en comunismo" (Semana, 1998c: 46).

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año se cometieron casi 30.000 homicidios y aproximadamente 2.800 civiles fueron se-cuestrados.

Mientras que los organismos de seguri-dad del Estado fueron responsables sólo del 3 al 5% de las violaciones a los dere-chos humanos en 1999, una mejora nota-ble sobre el 54% en 1993, el informe del Departamento de Estado señala que éstos continuaron cometiendo abusos a niveles similares a los de 1988, al tiempo que su-giere que su colaboración con las fuerzas paramilitares continúa vigente (Departa-mento de Estado de EU, 2000: 2). Un re-porte reciente de Human Rights Watch (2000: 4) sostiene que la mitad de las die-ciocho brigadas del Ejército colombiano están efectivamente conectadas, de algu-na manera, con las actividades parami-litares. Por razones relacionadas con el cuestionable récord de las Fuerzas Arma-das de Colombia en materia de derechos humanos, al igual que la falta de voluntad del gobierno para denunciar públicamente esta situación, la ayuda militar de Estados Unidos al país se limitó severamente durante gran parte de la década de los no-venta. No obstante, durante este período Estados Unidos continuó suministrando entrenamiento militar, armas y materiales a las Fuerzas Armadas. En 1994, la Emba-jada de Estados Unidos en Colombia repor-tó que se había brindado ayuda antinar-cóticos en 1992 y 1993 a varias unidades responsables de violaciones de derechos humanos en áreas no consideradas como zonas prioritarias de producción de dro-gas (Human Rights Watch, 1996). Como

resultado, a partir de 1994 el Congreso de los Estados Unidos restringió la ayuda mi-litar en Colombia exclusivamente a las acti-vidades antidrogas. A su vez, la Enmienda Leahy, promulgada en septiembre de 1996, buscó suspender la ayuda militar en aque-llos casos en que las unidades receptoras de financiación antinarcótica estuvieran implicadas en violaciones a los derechos humanos.

En agosto de 1997, las Fuerzas Armadas colombianas (siguiendo el ejemplo de la Policía Nacional), aceptaron la condicio-na-lidad impuesta por la Enmienda Leahy, después de haber rechazado la ayuda mi-litar de Estados Unidos sobre la base de que tales imposiciones unilaterales "violaban la dignidad del Ejército" {Semana, 1997b: 44). Por su parte, en 1994, durante la adminis-tración Samper, el gobierno colombiano co-menzó a adoptar una postura más fuerte vis-a-vis el tema de los derechos humanos. Efectivamente, en enero de 1995, y por pri-mera vez, el Presidente de Colombia reco-noció públicamente la responsabilidad del Estado en las masacres de Trujillo, en las cuales se cometieron más de 100 asesinatos a manos de las los organismos de seguri-dad en colaboración con miembros de las organizaciones del narcotráfico23. Esta po-lítica de "cooperación vacilante" (Gallón, 1997:219) ha continuado hasta la actual ad-ministración.

Los cambios que se han presentado en la política de derechos humanos en Colom-bia, caracterizada por un compromiso ex-plícito por parte tanto del gobierno como

23 Por infortunio, Samper no pudo ampliar el alcance de las recomendaciones gubernamentales en asuntos de derechos humanos, dada su falta de credibilidad interna como Presidente y, por ende, su inhabilidad para superar la oposición militar a su política.

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de las Fuerzas Armadas de denunciar y casti-gar los abusos a los derechos humanos co-metidos por miembros de los organismos de seguridad, han despejado el camino para la intensificación de la ayuda militar. Dadas las restricciones actuales a la ayuda militar estadounidense asociadas a los de-rechos humanos, algunos autores han su-gerido que el paramilitarismo pudo ha-ber surgido como un medio alternativo de combatir los movimientos guerrilleros co-lombianos (Reyes, 1999: 5) y que las viola-ciones antes cometidas por organismos de seguridad del Estado simplemente se han transferido a los grupos paramilitares. Sin lugar a dudas, éste es uno de los mayores “huecos negros" de la política de Estados Unidos hacia Colombia en el momento: mientras que las agencias gubernamenta-les tales como el Departamento de Estado (sin mencionar diversas organizaciones no gubernamentales) han aumentado la con-dena oficial a los abusos a los derechos humanos cometidos por todas las partes del conflicto armado colombiano, la ayu-da militar que, hasta cierto punto, ha ali-mentado la misma situación, está siendo dramáticamente incrementada por Estados Unidos.

(In)seguridad regional

Además de los aspectos resaltados anterior-mente, se podría afirmar que las implica-ciones de la situación colombiana para la (in)seguridad regional también están estre-chamente relacionadas con la política antidrogas de los Estados Unidos. En el último año, los países vecinos, incluyendo a Venezuela, Perú, Ecuador, Panamá y Bra-sil han tomado medidas para proteger sus fronteras, en respuesta a la percepción de que el conflicto armado ha desbordado las fronteras nacionales. Tales temores eviden-

temente no son infundados. En Venezue-la, el secuestro y extorsión de habitantes de la frontera colombo-venezolana en manos de la guerrilla se ha convertido en un acon-tecimiento diario, al tiempo que doce ex-tranjeros fueron secuestrados en Ecuador a finales de 1999 en una operación estraté-gica aparentemente orquestada por acto-res armados colombianos. Por su parte, a partir del retiro de Estados Unidos de la Zona del Canal de Panamá, la incursión de la guerrilla y de los paramilitares en la re-gión del Darién ha producido creciente alarma, dada la incapacidad de la Guardia Nacional panameña de confrontar una amenaza de este tipo. Por su parte, el ex presidente peruano, Alberto Fujimori criti-có en repetidas ocasiones la laxitud del go-bierno colombiano en sus relaciones con lo que, a su juicio, eran grupos armados te-rroristas.

A partir de la aprobación de EstadosUnidos del paquete de ayuda a Colombia, la militarización de las fronteras de los paí-ses vecinos se ha intensificado, con el fin de confrontar eventuales incursiones gue-rrilleras, al igual que el flujo de cultivos de drogas y de desplazados que puede pro-ducir la implementación de esfuerzos ma-sivos de fumigación en el sur de Colom-bia. Los esfuerzos de EU por ganar apoyo para el Plan Colombia en la región, a su vez, han fracasado en gran medida, dadas las serias reservas que muchos presiden-tes latinoamericanos tienen en lo concer-niente a la creciente intervención militar de Estados Unidos en el país. En la cum-bre suramericana realizada recientemente en Brasilia, el Ministro de Relaciones Exte-riores de Brasil llegó al punto de sugerir que el conflicto colombiano constituía la principal amenaza a la seguridad nacional de Brasil en este momento (El Tiempo,

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2000a: 1-1). En varias ocasiones, Alberto Fujimori ha criticado lo que el ex Presidente peruano considera como la "vietnami-zación" del conflicto armado colombiano, dada la amplia presencia militar de los Es-tados Unidos. Estas afirmaciones también han sido secundadas por el presidente ve-nezolano Hugo Chávez, quien reciente-mente afirmó en la Cumbre del Milenio de la ONU que la paz en Colombia no se podía alcanzar con más armas y helicópteros (El Tiempo, 2000b: 2-14).

A pesar de que los intereses de Estados Unidos en Colombia incluyen sin lugar a dudas, la cuestión de la seguridad regio-nal, la lógica subyacente de la política antinarcóticos ha funcionado con fines opuestos en este caso, dado que ha agra-vado la (in)seguridad regional. En pocas palabras, la política de EU se ha converti-do en un detonante directo de la (inse-guridad, mientras que Colombia se ha con-vertido en un "chivo expiatorio" para los problemas regionales.

Comentarios finales: consecuencias involuntarias de la política antinarcóticos estadounidense

Una característica inherente a la creciente preocupación de EU con la situación co-lombiana es la percepción de que el Esta-do se ha "debilitado" en términos de su ca-pacidad para confrontar la crisis domésti-ca y mantenerla dentro de las fronteras del territorio nacional. Los estados débiles (a diferencia de los fuertes) son precisamen-te aquellos caracterizados por: 1) la ausen-cia de una identidad nacional sólida; 2) la falta de consenso con respecto a las reglas del juego político; 3) una baja legitimidad del régimen; y 4) capacidades institucio-nales reducidas en términos del suminis-

tro de segundad y bienestar. Uno de los principales resultados de esta situación es lo que Brian L. Job denomina el "dilema de inseguridad", el cual surge de la exis-tencia de competencia entre diversas fuer-zas en la sociedad que no reconocen la le-gitimidad del Estado (Buzan, 1991: 96-100; Job, 1992:17-18).

Sin duda, el Estado colombiano satisface todos estos criterios. Sin embargo, además de su "dilema de inseguridad" doméstico derivado de cuarenta años de conflicto ar-mado prolongado, Colombia también en-frenta un "dilema estratégico", como resul-tado de sus relaciones externas (Tokatlian, 1995:17-18). Específicamente, la tendencia de Estados Unidos a interpretar el problema de las drogas como un asunto de seguridad nacional, en combinación con el uso de me-didas diplomáticas coercitivas diseñadas para enfrentar esta amenaza de manera efec-tiva, ha forzado al Estado colombiano a seguritizar su propia estrategia antidrogas, con lo cual su "dilema de inseguridad" se ha empeorado. Unos cuantos ejemplos bas-tarán para ilustrar esta idea.

El supuesto subyacente de la "guerra contra las dogas" inspirada en la tradición realista es que el uso de presión externa es una herramienta crucial para lograr los objetivos de política exterior en esta área. En consecuencia, la política antinarcóticos de EU ha reflejado la máxima: "Ejerza su-ficiente presión sobre el país receptor y lo-grará su cooperación". Las relaciones co-lombo-estadounidenses durante la admi-nistración Samper, en particular, parecen "confirmar" este supuesto fundamental. Sin embargo, los esfuerzos antinarcóticos realistas han subestimado el hecho de que las orientaciones políticas en los países pro-ductores también son influenciadas por pre-

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siones domésticas (Friman, 1993: 126). Si tales presiones se niegan de manera siste-mática, puede dar como resultado una ere-cienteilegitimidad y debilidad estatal; en un Estado ya de por sí débil, esta estrategia se vuelve totalmente contraproducente.

En el caso de la administración Samper, por ejemplo, el escándalo que rodeó la elec-ción del Presidente, en combinación con la falta de legitimidad doméstica de Samper, forzó al gobierno a colaborar vigorosamente con Estados Unidos. Como se mencionó anteriormente, entre 1994 y 1998 el gobier-no colombiano emprendió una campaña de fumigación sin precedentes que arrojó resultados impresionantes en términos de la erradicación total de coca y amapola. No obstante, el cultivo de coca se disparó du-rante este período. Aún más significativo, sin embargo, la campaña de fumigación tuvo tremendas repercusiones en los terri-torios del sur de Colombia donde fue apli-cada. Además de provocar protestas socia-les masivas en los departamentos de Putumayo, Caquetá, Cauca y, sobre todo, Guaviare, la participación de la guerrilla en el tráfico de drogas se elevó durante este período y las FARC consolidaron su base social de apoyo entre los campesinos invo-lucrados en el cultivo de coca. La actividad paramilitar se intensificó en estos territo-rios del país con el fin explícito de conte-ner la expansión de la guerrilla. El resulta-do final de este proceso fue el dramático debilitamiento del Estado colombiano.

A partir de esta experiencia, Estados Unidos se volvió crecientemente sensible frente al problema de la debilidad estatal en Colombia. De esta manera, intentó de-sarrollar una estrategia más "comprehen-siva" hacia el país cuando Andrés Pastrana asumió el poder en 1998. En parte, este

cambio en la política estadounidense ex-plica la voluntad de Estados Unidos de adoptar una estrategia de "esperar y ver" en lo relacionado con el proceso de paz. Dado el notable deterioro de la situación colombiana, se tornó difícil, aún para Esta-dos Unidos, ignorar los clamores de un movimiento civil cada vez más fuerte en Colombia por una solución negociada al conflicto armado en el país. Por lo tanto, durante el primer año de su gobierno, Pastrana logró navegar entre presiones domésticas por la paz y las exigencias de Estados Unidos en el frente de la droga. No obstante, el asesinato de tres ciudadanos estadounidenses en manos de las FARC, en combinación con los cambios en el proce-so de paz en sí mismo, marcó un punto de quiebre en la posición de Estados Unidos y facilitó, una vez más, el ascenso del componente antidrogas en las relaciones bilaterales.

A la luz de lo anterior, la implemen-tación del Plan Colombia amenaza con agravar las tensiones ya existentes entre el dilema doméstico de inseguridad y el "di-lema estratégico" derivado de la "guerra contra las drogas" de Washington. En gran medida, esto constituye una de las conse-cuencias más involuntarias y peligrosas de la lógica errada que subyace en las políti-cas antinarcóticos de Estados Unidos en Colombia.

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LA ASISTENCIA ESTADOUNIDENSE A LA SEGURIDAD EN LOS PAÍSES DE LA REGIÓN ANDINA, 2001-2001*

Adam Isaacson'

Los países de la cordillera Andina, espe-cialmente Colombia, constituyen en la actualidad el principal eje de la asistencia estadounidense a la seguridad en el hemis-ferio occidental. Cuatro países -Bolivia, Co-lombia, Ecuador y Perú- representaron el 90% de la financiación militar y policiva y el 50% de los entrenados estadounidenses en 1999.

La asistencia a estos países,, los cuales constituyen la fuente de la mayoría de la heroína y virtualmente la totalidad de la cocaína que ingresa a los Estados Unidos, continuará multiplicándose a lo largo del 2001. De hecho, Colombia y sus vecinos están recibiendo el mayor paquete de ayu-da que se haya entregado a América Lati-na en la historia, cerca de US$1.3 billones solicitados por la administración Clinton en enero del 2000 y con aprobados por el Congreso en julio 13 del mismo año.

EL PAQUETE DE AYUDA DEL 2000-2001

El paquete introduce US$729.3 millones a la región en asistencia militar y policiva a la región durante el período 2000-2001, ayuda que se suma a los programas exis-tentes que, se estima, han costado un total

de más de U$$500 millones durante estos dos años1.

La mayor parte del paquete la consti-tuyen US$860 millones suministrados a Colombia; de esta suma, unas tres cuartas partes están destinadas a los organismos de seguridad de este país. De hecho, con frecuencia se le llama "Plan Colombia", apropiándose del nombre del plan del gobierno colombiano al cual el paquete intenta apoyar. El plan colombiano, desarrollado con un fuerte insumo estadounidense, propone emplear $7.5 billones provenientes de ayuda extranjera y fondos domésticos para solucionar los problemas entrelazados del narcotráfico, la guerra civil, la negligencia estatal, la crisis económica y la debilidad del estado de derecho (Gobierno de Colombia, 1999).

Esta nueva ayuda se suma a los $330 mi-llones, asignados a través de programas planeados previamente (principalmente fondos provenientes del presupuesto antinarcóticos del Departamento de Esta-do y el Departamento de Defensa de Esta-dos Unidos) para Colombia en el 2000 y el 2001, casi todos destinados a la ayuda mi-litar y policiva (White House, 2000a).

* Traducción: Paola Fajardo Cortés y Axlene B. Tickner.** Asociado, Programa de Desmilitarización, Centerfor International Polio/, Washington, D.C. 1 Para los montos de la ayuda ver: Military Construction Appropriation bilí (2000), House-Senate Conf erence

Committee Report (2000), Department of State (2000a), The White House (2000a, 2000b).

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La asistencia estadounidense a la seguridad en los países de la Región Andina • 63

Asistencia militar Asistencia económica Total y policiva y social (millones) (millones) (millones)

Incrementos presupuéstales para las agencias antidrogas

estadounidenses US$223.5Programa clasificado

de inteligencia US$55.3 Ayuda a Colombia US$642.3 US$218 US$860.3

Ayuda a Perú US$32 0 US$32 Ayuda a Bolivia US$25 US$85 US$110

Ayuda a Ecuador US$12 US$8 US$20 Ayuda a otros países US$18 0 US$18

Total US$ 729.3 US$311 US$1,319.1

Aplicación de la Ley 45.0 M Asistencia

militar 519 2 M

Tola! ayuda: 860.3 M

Desarrollo alternativo 68.5 M

Derechos humanos 51.0 M

Ayuda a desplazados 37.5 M

Asistencia a la Policía 123.1 M

Reforma judicial 13.0 M

\ Proceso de paz 3.0 M

Batallones, helicópteros y la presión sobre el sur

La ayuda militar -que suma US$416.9 mi- llones - será usada para "presionar sobre el sur de Colombia" (el llamado Push into \ Souther Colombia). Esta operación del Ejér- cito colombiano requerirá tres nuevos batallones para establecer condiciones de seguridad propicias para las acciones anti-narcóticos de la Policía en el sur de los de-partamentos de Putumayo y Caquetá, una región cocalera dominada por grupos gue-rrilleros y paramilitares.

Estos tres batallones, cada uno de 900 miembros, están recibiendo helicópteros, apoyo logístico, de inteligencia, entrena-miento y otras ayudas de Estados Unidos. Estarán acuartelados en la base de Tres Es-quinas, en la frontera entre los departa-mentos de Putumayo y Caquetá, al sur de Colombia. El primero de estos batallones fue conformado en abril de 1999, aunque ya había comenzado a recibir entrenamien-to unos pocos meses antes, y está acuar-telado en Tres Esquinas desde diciembre de 1999 (The White House, 2000b; Biden, 2000; Sheridan, 2000a; United States

Según el Reporte Anual de Entrena-

miento Militar Extranjero, Estados Unidos planeó entrenar 5.086 miembros de la Po-licía y el Ejército colombianos durante el 2000, más del doble de los 2.476 entrena-dos en 1999 (Department of State and Defense Department, 2000). Entre los paí-ses no miembros de la OTAN, solamente Corea del Sur tendrá una cifra superior de personal entrenado por los Estados Unidos.

GRÁFICO 1 DISTRIBUCIÓN DEL PAQUETE DE AYUDA

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Southern Command, 2000a; McCaffrey, 2000a, 2000b, 2000c; Wilhelm, 2000; Department of Defense, 2000a). Una vez que el paquete se convirtió en ley en julio de 2000, el segundo batallón empezó a re-cibir entrenamiento de las fuerzas especia-les estadounidenses en la base del Ejército colombiano de Larandia, Caquetá. El se-gundo batallón se "graduó" en diciembre de 2000, y el tercero será entrenado a par-tir de enero de 2001 (White House, 2000b; Sheridan, 2000).

El paquete de ayuda da a estos bata-llones más de dieciséis helicópteros Blackhawk UH-60 con un costo de $208 millones (dos Blackhawks adicionales se-rán destinados para la Policía Nacional con un costo de US$26 millones). Las unidades recibirán más de treinta helicópteros Huey UH-1, helicópteros usados en Vietnam y mejorados con la más poderosa configura-ción Super Huey; la Policía Nacional de Colombia (PNC)recibirá otros doce Super Hueys. Los batallones también utilizarán los 33 viejos Hueys UH-1N, 18 de éstos fue-ron otorgados en noviembre de 1999, y los 15 restantes serán entregados en enero del 2001 (The White House, 2000b; Beers, 2000a).

El "empuje hacia el sur de Colombia" comenzó en enero del 2001. Con los bata-llones garantizando las condiciones de seguridad, los aviones fumigadores empe-zaron a fumigar con glifosato, un herbici-da soluble en agua, en aquellas partes del Putumayo con una alta concentración de cultivos de coca (más de tres hectáreas). En

diciembre de 2000, el gobierno colombia-no comenzó a introducir los pactos de asis-tencia para el desarrollo alternativo con pequeños cultivadores en el Putumayo. Bajo estos pactos, los campesinos recibirán asistencia económica y técnica si acceden a erradicar sus cultivos de coca en doce meses. Después de ese plazo, los cultivos de los pequeños productores que no se aco-jan al pacto, serán fumigados por vía aé-rea (Beers, 2000a, 2000b).

Aunque la estrategia del Batallón Anti-narcóticos empezó en abril de 1999 -como resultado de una reunión sostenida en di-ciembre de 1998 entre el Pentágono y el Ministro de Defensa Colombiano-, el Con-greso no tuvo la oportunidad de aprobar el paquete de ayuda hasta el 2000, cuando la estrategia ya estaba desarrollándose. El entrenamiento del primer batallón y el su-ministro de equipos no letales fue finan-ciado a través de la "Sección 1004" de Ayu-da para la Lucha Antidrogas del Departa-mento de Defensa, que no requiere un re-porte al Congreso. La ayuda posterior in-cluyó en septiembre de 1999 un drawdown2

de armas y equipos, y los helicópteros UH-1 en noviembre de 1999 como un "présta-mo sin costo" de Estados Unidos. Ningu-na transferencia de esta índole está sujeta a la aprobación legislativa o a algún de-bate; la ley solamente requiere que el Congreso sea notificado. Para el momento en que el Congreso empezó a indagar sobre los recursos para los batallones antinarcóticos, la primera unidad ya había terminado su entrenamiento y había sido equipada.

2 Un drawdown de emergencia es una transferencia de armas, repuestos, equipos, servicios o entrenamien-tos que le da la posibilidad al Presidente de transferir recursos pertenecientes a otras agencias hacia el fondo de asistencia para la seguridad (N. del T.).

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La fumigación y la ayuda a la Policía

El paquete de ayuda suministra US$115.6 millones a la Policía Nacional de Colombia (PNC), la cual ha sido la gran receptora de la ayuda estadounidense. La ayuda a la PNC apoya una gran variedad de ítems, desde la modernización de los helicópte-ros y la concesión de nueve nuevas avio-netas para fumigación, hasta entrenamien-to y suministro de municiones. El ítem más grande lo constituyen dos nuevos helicóp-teros Blackhawk UH-60, valorados en US$26 millones. Otras fuerzas policiales, como la Policía Judicial y la Policía de Adua-nas, recibirán unos US$7.5 millones adicio-nales (Department of State, 2000a; Military Construction Appropriations Bill, 2000; House-Senate Conference Committee Report, 2000; The White House 2000a, 2000b).

La PNC, particularmente su unidad Antinarcóticos compuesta por 2.300 hom-bres, continuará recibiendo por lo merlos US$80 millones cada año en asistencia a través de los canales regulares, como el Programa para el Control Internacional de Narcóticos del Departamento de Estado (INC por sus siglas en inglés) (The White House, 2000b). Esta ayuda financia la erra-dicación de los cultivos ilícitos, labores de interdicción, investigación y otras activida-des antinarcóticos.

Los aviones y los helicópteros de ayu-da estadounidense están destinados a la fu-migación con glifosato sobre los cultivos de coca y amapola en varias áreas del país. El Servicio Aéreo de la PNC, apoyado por los Estados Unidos con más de sesenta heli-cópteros y aeroplanos, se concentra en la erradicación de la amapola, mientras que Dyncorp, un contratista privado estado-

unidense, se centra en la fumigación de los cultivos de coca.

Mientras que el debate continúa en tor-no a los efectos ambientales y de salud del glifosato, resulta claro que varios años de fumigación intensiva no han afectado la disponibilidad de drogas en los Estados Unidos.

Aunque los datos indican que el programa de fumigación ha tenido el efecto de mover los cultivos de una región a otra", anota el Inspector General del Departamento de Es-tado en el reporte del año 2000, "no es claro si el programa actual ha disminuido el su-ministro de drogas proveniente de Colom-bia (The White House, 2000b).

Inteligencia

Un objetivo principal de la ayuda es mejo-rar la capacidad de recolección de inteli-gencia del Ejército colombiano. Un punto importante de dicho objetivo es el Police-military Joint Intelligence Center (COJIC), creado con US$4.9 millones, en Tres Esqui-nas. Este centro busca incrementar la can-tidad de información disponible en mate-ria de droga y otras actividades en el sur de Colombia de la cual dispone el Ejército, e incrementar el intercambio de la misma entre las ramas de las Fuerzas Armadas de Colombia que no tienen una tradición de cooperación cercana (United States Southern Command, 2000a; Wilhelm, 1999, 2000).

Una parte del paquete de ayuda bene-ficiará a las agencias estadounidenses de inteligencia que operan en Colombia. US$30 millones de fondos provenientes del Departamento de Defensa serán emplea-dos para adquirir la compra de un nuevo

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avión de reconocimiento (Airborne Re-connaissance Low, ARL), aeronave similar al avión de detección (Signal-detecting plañe) que se estrelló en julio de 1999 cerca a la frontera entre los departamentos de Nariño y Putumayo (Committee on Armed Services, 2000; United States Senate, 2000).

Otros US$55.3 millones financiarán un Programa Clasificado de Inteligencia, so-bre el cual este artículo no puede ofrecer mucha información. Este programa está fi-nanciado a través del presupuesto del De-partamento de Defensa usado "realmente por razones de administración". Según el informe del Director del Comando Sur de Estados Unidos general Charles Wilhelm (desde entonces jubilado) al Comité del Congreso en marzo del 2000, "este progra-ma está enfocado en las actividades de dos de nuestras agencias y comunidad de in-teligencia" (Committee on Armed Services, 2000). Durante el debate en la Cámara de Representantes sobre la ayuda, el republi-cano Tim Roemer (D-Indiana) expresó pú-blicamente su desacuerdo con este progra-ma. En esta declaración habló vagamente de dicho programa para no violar su jura-mento de confidencialidad como miembro del Comité de Supervisión de Inteligencia de la Cámara de Representantes:

Esta propuesta de ley contiene fondos cla-sificados solicitados por la administración para programas y actividades de inteligen-cia. Como miembro del Comité Permanente de Inteligencia, yo apoyo en términos generales su financiación. Sin embargo, hay una actividad particular financiada por esta propuesta que no puedo apoyar" (Roemer, 2000).

Interdicción aérea, fluvial y terrestre

US$102.3 millones en el paquete de ayuda para el 2000-2001 financiarán las operacio-

nes de las Fuerzas Armadas de interdicción aérea, fluvial y terrestre, así como para en-trenamiento militar en derechos humanos y reformas a la justicia militar. La asisten-cia para la interdicción aérea incluye la modernización de los aviones OV-10 y A-37 de la Fuerza Aérea (FAC), la moderni-zación de los radares, y el mejoramiento de las pistas de aterrizaje ubicadas en Tres Esquinas, Marandúa, Larandia y Apiay (Department of State, 2000). Junto con el Programa Antinarcóticos Fluvial, "Sección 1003" del Departamento de Estado, el pa-quete de ayuda financiará motores fuera de borda, municiones y demás asistencia a los nuevos "elementos de combate fluvial", unidades pequeñas dentro de la nueva bri-gada fluvial de la fuerza naval colombia-na, ubicada en Puerto Leguízamo, Putu-mayo (United States Southern Command, 2000a).

El paquete de ayuda incluye US$13 mi-llones para construir un radar terrestre (ground-hased radar, GBR), en Tres Esquinas para monitorear las actividades aéreas del narcotráfico. En la actualidad, existen tres bases terrestres (GBR): en Leticia; Maran-dúa y en San José del Guaviare. Otros dos radares, que forman parte de la Red de Radares de la Cuenca del Caribe de la Fuer-za Aérea de los Estados Unidos, están ubi-cados en Riohacha y en la isla de San Andrés (Slocombe, 1999; Military Cons-truction Appropriations Bill, 2000; House-Senate Conference Committee Report, 2000; White House, 2000a).

Inquietudes generadas por el nuevo paquete de ayuda

La estrategia de los batallones y el enfo-que en torno al Ejército colombiano son elementos que representan un cambio fun-

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damental en la naturaleza la ayuda esta-dounidense hacia Colombia. Antes de 1999, la Policía Nacional de Colombia reci-.. bía la mayoría de la asistencia estadouni- dense. Sin embargo, luego de años de fu-migación aérea sobre los cultivos de coca, estos cultivos se reubicaron en el sur, en particular en el departamento del Putu-mayo en la zona fronteriza de Colombia con Ecuador. Funcionarios estadouniden-ses y colombianos consideran que Putu-mayo, departamento controlado por las FARC, es demasiado peligroso para la con-tinuación de una estrategia que estuvo cen-trada en la Policía a lo largo de los años no-venta. En marzo del 2000, se afirmó en el International Narcotics Control Strategy Report del Departamento de Estado que la fumigación aérea no se adentraba más allá de 30 kilómetros dentro del departamento (Department of State, 2000b).

Nuestros programas han sido diseñados primordialmente para aumentar las capaci-dades de la Policía Nacional de Colombia,

explicó el Secretario de Estado Adjunto Thomas Pickering en noviembre de 2000.

Pero dada la amenaza militar que existe con respecto a sus operaciones, deberemos en-contrar el modo de incrementar la capaci-dad de las Fuerzas Armadas Colombianas (Department of State, 2000c).

La lucha antinarcóticos, la contrainsurgencia y la posibilidad de éxito

El objetivo de los nuevos batallones antinarcóticos del Ejército colombiano, se- gún un informe de la Casa Blanca de octubre del 2000, es "establecer las condiciones de seguridad necesarias" para implemen-

tar programas antinarcóticos como el de fumigación y desarrollo alternativo en Putumayo (The White House, 2000b). Es razonable esperar que el "establecimiento de condiciones de seguridad" pueda im-plicar las primeras confrontaciones arma-das entre las unidades militares que reci-bieron la ayuda estadounidense y la gue-rrilla de las FARC.

Los funcionarios estadounidenses han asegurado que, aunque el "empuje hacia el sur de Colombia" probablemente reque-rirá que los nuevos batallones antidrogas confronten a las guerrillas, los Estados Unidos mantendrán la distancia del con-flicto civil colombiano. "Como parte de la política de esta administración, no vamos a apoyar los esfuerzos colombianos contra-insurgentes", afirma el informe de la Casa Blanca de octubre del 2000 (The White House, 2000b). En varias declaraciones suministradas de las audiencias del Con-greso durante la primavera de 2000, el Secretario de Defensa Asistente para Ope-raciones Especiales y Conflictos de Baja Intensidad, Brian Sheridan afirmó que el Pentágono no "cruzaría la línea" hacia una misión antiguerrilla:

Sé que muchos están preocupados porque este paquete de ayuda representa un paso

"sobre la línea", una intromisión en el cam-po de la contrainsurgencia en el nombre de la lucha antinarcóticos. No es así. El Depar-tamento no ha cruzado, ni cruzará, dicha línea. Aunque el tiempo no me permite pro-fundizar todas las restricciones, contreñi-mientos y revisiones que implica la aproba-ción del envío del personal militar estado-unidense en la misión antidrogas, en Colom-bia y en otra parte, basta con decir que son

comprensivos (Sheridan, 2000a, 2000b, 2000c, 2000d, 2000e).

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No obstante lo anterior, es probable la resistencia de los grupos armados. En no-viembre de 2000, oficiales estadouniden-ses y colombianos decidieron postergar el inicio del "empuje hacia el sur de Colom-bia" de diciembre de 2000 a enero de 2001, lo cual contribuyó a la preocupación de que las condiciones de seguridad en Putumayo fueran peores a las que los planes habían anticipado.

La presencia de unidades armadas de las guerrillas y los paramilitares probablemen-te hará más difícil el inicio de algunos pro-yectos piloto

advirtió el Secretario de Estado Adjunto Pickering en noviembre.

El gobierno (colombiano) fue entusiasta al considerar que no habría oposición arma-da. Nosotros, en nuestros juicios en Estados Unidos, estábamos menos convencidos, infortunadamente. Digo infortunadamente porque no nos ayuda el que nosotros estu-viéramos en lo cierto y ellos resultaran equi-vocados (Department of State, 2000c).

Los críticos como el presidente del Co-mité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes, el republicano Benjamín Gilman (R-New York) advirtie-ron que los batallones financiados por Es-tados Unidos podrían resultar ineficientes al enfrentar la resistencia de la guerrilla:

Como muestran los recientes eventos en la región cocalera del Putumayo al sur de Co-lombia, es evidente que el Ejército colom-biano es incapaz de controlar cualquier parte de este territorio guerrillero e infestado de cultivos de coca, ni ahora ni en el futuro. Ciertamente, tres nuevos batallones con entrenamiento estadounidense antinarcóti-cos del Ejército colombiano por sí solos no cambiarán este desbalance en el campo de

batalla... Uno puede fácilmente predecir que el inicio de cualquier operación de erradi-cación de cultivos con el apoyo militar será continuamente postergada, o serán reduci-das en su alcance a fin de mostrar pequeñas vitrinas de interdicción o de erradicación manual (sin ninguna erradicación aérea real contra los cultivos de tamaño industrial de la coca (Gilman, 2000).

Parámetros, planificación y claridad en torno a las metas

Varios miembros del Congreso han cues-tionado lo que perciben como una ausen-cia de objetivos claros y medibles para la nueva asistencia hacia Colombia y sus ve-cinos. Los parámetros sólidos para deter-minar el éxito del programa aún no han sido determinados.

Nada en el material que he visto describe específicamente las metas de la administra-ción, que se espera obtener después de cier-to tiempo y a qué costo,

dijo el Senador Patrick Leahy (D-Vermont) en febrero del 2000 (Leahy, 2000). Para oc-tubre, la Casa Blanca sólo pudo informar que

los objetivos específicos y cuantificables es-tán siendo actualmente negociados con el gobierno de Colombia. La administración mantendrá informado al Congreso sobre el resultado de estas discusiones (The White House, 2000b).

Según el GAO, el gobierno colombiano es el mayor responsable de la falta de cla-ridad sobre las metas:

A comienzos del 2000, funcionarios del De-partamento de Estado solicitaron informa-ción al gobierno colombiano sobre los pla-nes que demostrarán, paso a paso, cómo las

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agencias colombianas combatirían los culti-vos ilícitos en el sur de Colombia, cómo es-tablecerían formas alternativas de sosteni-miento, y cómo fortalecerían la presencia del gobierno en el zona. Sin embargo, según los funcionarios estatales, el producto colom-biano, entregado en junio del 2000, esen-cialmente reformulaba las amplias metas del Plan Colombia sin detallar cómo podría al-canzarlas. En respuesta, un grupo estado-unidense de trabajo interagencias fue a Co-lombia en julio del 2000 para ayudar a los colombianos en la elaboración del plan de implementación requerido. En septiembre de 2000, el gobierno colombiano expuso su plan de acción, el cual respondió a algunas de las anteriores preocupaciones (General Accounting Office, 2000).

Condiciones en materia de derechos humanos y la implementación de la Ley Leahy

La ley que dio lugar a la ayuda condicionó la asistencia militar a los organismos de seguridad colombiana al sostenimiento de los derechos humanos, aunque las condi-ciones fueron debilitadas por una cláusula de escape.

Una vez que el proyecto se aprobó (en julio 13 de 2000), y nuevamente a comien-zos del nuevo año fiscal de 2001 (en octu-bre de 2000), no se podrían "comprome-ter" (desembolsar para su gasto) nuevas ayudas hasta que el Secretario de Estado certificara al Congreso el cumplimiento de las siguientes condiciones:

• La expedición de una orden escrita del presidente de Colombia pidiendo que todo el personal del Ejército colombia-no que enfrente cargos creíbles de vio-laciones a los derechos humanos sea juzgado en cortes civiles

• La destitución por parte del Coman dante General de las Fuerzas Armadas de Colombia, de todo el personal mili tar que enfrente cargos creíbles por vio laciones a los derechos humanos o por asistir a grupos paramilitares

• La plena cooperación de las Fuerzas Armadas colombianas en las investiga ciones y procesamientos que adelanten cortes civiles contra el personal militar que enfrente cargos creíbles de viola ciones a los derechos humanos

• El procesamiento de los líderes y miem bros paramilitares por parte del gobier no colombiano a través de sus juzgados civiles, al igual que de cualquier miem bro de las Fuerzas Armadas que haya ayudado o sea cómplice de los grupos paramilitares

• La adopción del gobierno colombiano de una estrategia para eliminar toda la producción de coca y amapola para el año 2005. Esta estrategia debe incluir programas de desarrollo alternativo, erradicación manual, fumigación aérea con herbicidas, microherbicidas am- bientalmente seguros (fungicidas que ataquen los cultivos de droga), y la des trucción de los laboratorios producto res de narcóticos

• El establecimiento de un Cuerpo In- vestigativo de Jueces por parte de las Fuerzas Armadas de Colombia al inte rior de sus brigadas de campo para investigar la mala conducta entre el per sonal militar

La ley del paquete de ayuda permite que estas condiciones sean desechadas por

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completo para ser aprobada si el Presiden-te determina que el "interés en seguridad nacional" así lo demanda. Esta autoridad de waiver se ejerció para todas, menos para la primera condición, en una decisión pre-sidencial de agosto 23 de 2000, y es proba-ble que una decisión similar aparezca mientras se escribe este artículo (The White House, 2000c).

Las condiciones en materia de derechos humanos se suman a la Ley Leahy, que consiste en una ley que suspende la asis-tencia a las unidades de los militares ex-tranjeros cuyos miembros hayan cometi-do violaciones a los derechos humanos impunemente. La edición de Just the Facts, en 1999, reporta que la Policía Nacional, la Fuerza Aérea y la Marina de Colombia re-cibieron la ayuda bajo la Ley Leahy, así como cinco brigadas del Ejército y los nue-vos batallones antinarcóticos. En septiem-bre de 2000, el Departamento de Estado de los Estados Unidos confirmó los reportes según los cuales la asistencia a dos de esas brigadas del Ejército -la 12 con base en Florencia, Caquetá; y la 24, con base en Santa Ana, a las afueras de Puerto Asís, Putumayo- había sido suspendida siguien-do la Ley Leahy (Brownsfield, 2000).

Según un informe del GAO en octubre, por un período del 2000, el Departamento de Estado de los Estados Unidos tuvo que postergar el entrenamiento del segundo Batallón Antinarcóticos

hasta que un oficial sospechoso de violacio-nes fuera removido de la unidad, aunque el gobierno de Colombia lo hubiera absuelto de esos cargos (GAO, 2000).

La presencia de militares estadounidenses y el tope de tropas

La financiación contenida en la ayuda no se puede utilizar para asignar a personal del Ejército estadounidense o a contratis-tas civiles para trabajar en Colombia si su asignación puede causar la presencia en este país de más de 500 tropas o 300 con-tratistas al mismo tiempo. Esta "tope de tro-pas" se puede exceder por noventa días si el personal militar estadounidense está en-vuelto en hostilidades, o si su inminente envolvimiento en hostilidades "es indica-do claramente por las circunstancias" (Military Constructions Appropriations Bill, 2001).

El tope obedece primordialmente a las preocupaciones en torno a la "protección de las fuerzas" -la garantía de la seguridad del personal estadounidense en caso de un medio ambiente hostil en el sur de Colom-bia-, así como las preocupaciones sobre las implicaciones políticas ocasionadas por la proximidad de Estados Unidos con el con-flicto colombiano.

El personal militar estadounidense está en Colombia y en otros países de la región, con el fin de desarrollar misiones de en-trenamiento, recolección de inteligencia y asistencia técnica. En 1999, el general Wilhelm informó al Comité del Congreso, "Nuestro promedio mensual de fuerzas de tropa era solamente de 209" (Committee on Armed Services, 2000). Probablemente este número sea mayor al final del 2000 y lo será al inicio del 2001, dado el continuo esfuerzo de entrenamiento de los batallo-nes antinarcóticos y la implementación de otras iniciativas preventivas del paquete de ayuda. De 119 entrenamientos antinar-cóticos planeados para el hemisferio en el

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2000, noventa tomaron lugar en los países de la región Andina.

En adición, según la Declaración de Postura del Comando Sur en el 2000, siete de nues-tros diecinueve Equipos de Análisis Táctico (TAT por sus siglas en inglés) están ubica-dos en cinco países de la región Andina, y más de cien Equipos de Planeación y Asis-tencia Conjuntos (Joint Planning and Assistence Teams - JPAT) se desplazan a la re-gión anualmente, con el fin de suministrar entrenamiento antinarcóticos y asesoría para los organismos de seguridad de los países receptores (United States Southern Command, 2000a).

Funcionarios de los Estados Unidos afir-man que existen reglas estrictas para pro-teger al personal militar estadounidense de la violencia en Colombia.

Hemos prohibido expresamente a todos nuestros entrenadores involucrarse o per-manecer cerca de unidades del Ejército co-lombiano u otras fuerzas de seguridad, involucrados en operaciones de campo

afirmó el general Wilhelm en marzo de 2000. Wilhelm dijo además que la base en Larandia, Caquetá, donde se realiza la ma-yoría del entrenamiento antinarcóticos, "ja-más ha sido atacada por las FARC u otro grupo insurgente (United States Southern Command, 2000a).

Contratistas

De hecho, puede que la presencia de mili-tares estadounidenses no aumente drásti-camente con el paquete de ayuda, dado que los contratistas civiles que trabajan para corporaciones estadounidenses priva-das están realizando una buena parte de las tareas de cooperación con los organis-

mos de seguridad colombianos financiados por la ayuda estadounidense. En adición a los pilotos y mecánicos de los aeroplanos fumigadores de Dyncorp mencionados anteriormente, los contratistas están entre-nando personal colombiano, ayudando a reformar las fuerzas militares y hasta piloteando los helicópteros que transpor-tan los batallones antinarcóticos. La mag-nitud de este outsourcing -incluyendo los nombres de las corporaciones involucradas y el rango de los papeles que éstas desem-peñan- no es clara, ya que la ley no requie-re que los Departamentos de Estado o de Defensa informen públicamente de este fenómeno (relativamente) nuevo. Los pi-lotos contratistas de Dyncorp, uno de los ejemplos más visibles de esta tendencia, vuelan aproximadamente 23 helicópteros y aeroplanos del Departamento de Estado. Dyncorp mantiene 44 operarios perma-nentes y 65 temporales en Colombia -in-cluyendo los pilotos, mecánicos y el equi-po de soporte (Inspector General Depart-ment of State, 2000). La General Accounting Office (GAO) del Congreso de Estados Uni-dos informó que los costos directos de apo-yo a las actividades de Dyncorp en Colom-bia ascendieron de US$6.6 millones en 1996 a US$36.8 millones en 1999 (GAO, 2000). Los pilotos de fumigación vuelan sobre el territorio donde las FARC ocasio-nalmente disparan a las avionetas con ar-mas pequeñas. Tres pilotos contratistas han muerto en dos accidentes aéreos: el primer accidente ocasionado por una falla del pi-loto en 1997 y el segundo en 1998, cuyas causas aún no han sido esclarecidas (Ins-pector-General Department of State, 2000).

Otro ejemplo frecuentemente citado es el contrato por varios años con el Military Professional Resources International (MPRI), una compañía con base en Virginia consti-

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tuida principalmente por oficiales retirados del Ejército de los Estados Unidos. El De-partamento de Defensa contrató al MPRI para llevar a cabo una evaluación comple-ta de las Fuerzas Armadas colombianas, ofreciendo recomendaciones comprehen-sivas para convertirlo en una institución más efectiva. El general Wilhelm explicó el contrato del MPRI al Comité de Servi-cios Armados de la Cámara de Repre-sentantes:

Hemos contratado los servicios del Militan/ Professional Resources (MPRI). Seleccionada cuidadosamente y con una amplia experien-cia, los analistas del MPRI evaluarán los requirimientos de los organismos colombia-nos de seguridad más allá de los batallones antinarcóticos y sus organizaciones de apo-yo. El contrato que el equipo de (El Subse-cretario de Defensa, Bryan) Sheridan ha desarrollado y negociado con MPRI los obli-ga a desarrollar un concepto operacional para las Fuerzas Armadas, al mismo tiempo que a desarrollar una estructura de fuerza para implementar ese concepto, y elaborar la doctrina requerida para entrenar y equi-par las fuerzas (Committee on Armed Forces Services, 2000).

"El contrato con el MPRI costó US$3 mi-llones", afirmó el funcionario del Pentágo-no Brian Sheridan en la misma audiencia, explicando la decisión de emplear al con-tratista.

¿Qué estamos haciendo con MPRI que no pueda hacer el Comando Sur o alguien más? En teoría, nada. Si el general Wilhelm tu-viera una disponibilidad ilimitada de perso-nal, estaría en condiciones de enviar 15 per-sonas permanentes para trabajar en el Mi-nisterio de Defensa Colombiano para ayu-darlos a organizar una nueva estructura, en-viar equipos de seis hombres de forma tem-poral para ayudar en áreas problemáticas y

ayudarlos a reformar el Ejército colombia-no. Pero cuando se considera la realidad del personal del grupo del Comando Sur de Estados Unidos en Colombia, sabemos que no tenemos el personal disponible para ha-cer esto (Committee on Armed Services, 2000).

Los críticos están preocupados porque, como no son representantes oficiales del gobierno de los Estados Unidos en Colom-bia, los contratistas no están sujetos a la misma rendición de cuentas del personal militar uniformado. Como resultado, exis-te preocupación porque los contratistas pueden llegar a desempeñar papeles que vayan más allá de la estricta misión antidrogas, y tal vez puedan realizar tareas y operar en zonas que -debido a la preo-cupación sobre las potenciales bajas esta-dounidenses- serían prohibidas para los funcionarios del gobierno regular o los mi-litares oficiales. Sin embargo, estas preo-cupaciones basadas necesariamente en especulaciones, son causadas por la falta de transparencia que rodea las actividades de los contratistas.

Problemas con la entrega de la asistencia

Aunque ha estado activo en Tres Esquinas desde diciembre de 1999, el primer Bata-llón Antinarcóticos del Ejército colombia-no ha sido limitado por más de un año de-bido a la carencia de pilotos entrenados para volar los dieciocho helicópteros Huey UH-1 recibidos a finales de 1999. A comien-zos del 2000, un contratista estadouniden-se entrenó 24 pilotos civiles contratados y 28 copilotos del Ejército colombiano; el plan original era tener los aviones listos para ser usados en mayo de 2000 (GAO, 2000).

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quete de ayuda suministra US$61.3 millo-nes para las instalaciones de Manta, que serán utilizados para pavimentación, los hangares y las instalaciones de manteni-miento (United States Southern Com-mand, 2000b; The White House, 2000b).

Bolivia

El paquete de ayuda también duplica drásticamente los programas existentes en Bolivia, otorgando US$110 millones: US$25 millones destinados a labores de interdic-ción de drogas y US$85 millones para pro-gramas de desarrollo alternativo (esta ci-fra excede los US$68.5 millones que ofrece el paquete para los programas de desarro-llo alternativo en Colombia). Los US$25 mi-llones para los organismos de seguridad de Bolivia apoyarán la campaña militar de erradicación de coca del presidente Hugo Bánzer en el Chapare, una región selváti-ca al oriente de Bolivia, según un informe del Departamento de Estado de julio del 2000.

El Departamento planea usar US$25 millo-nes para apoyar los esfuerzos de interdic-ción y erradicación en las regiones cocaleras del Chapare y Yungas. La financiación tam-bién ayudará al control fronterizo e inspec-ción en las fronteras paraguaya, argentina y brasileña; al mejoramiento de los puntos de inspección en el Chapare; la recolección de inteligencia; el entrenamiento para pilo-tos de helicópteros, al igual que para pilo-tos y mecánicos de los aviones C-130; los re-puestos de los aviones C-130, helicópteros y botes; vehículos; entrenamiento para po-licías y los fiscales antidrogas; y para las re-formas a la justicia (Department of State, 2000a).

En el 2000, Estados Unidos planeó uti-lizar los fondos del Presupuesto Antinar-

cóticos "Sección 1004" del Departamento de Defensa para construir tres bases para las fuerzas de erradicación de coca del Ejér-cito boliviano en el Chapare (la sección 1004(b)(4) del Acta de Autorización de la Defensa Nacional permite al Pentágono usar este presupuesto antidrogas para el "establecimiento y la operación de bases o la instalación de una brigada de entrena-miento"). Con un costo de US$6.4 millo-nes, el Comando Sur planeaba construir un cuartel general y tres instalaciones para 520 hombres en Chimore, Fonadal e Ichoa. Es-tas instalaciones, según un documento del Comando Central, permitirán al Ejército boliviano "mantener su presencia e impe-dir que los traficantes tomen el control de la zona una vez que la fuerte presencia del gobierno se halla retirado" (United States Southern Command, 2000c).

A finales de septiembre y comienzos de octubre, Bolivia fue convulsionada por protestas masivas de campesinos de Chapare afectados por la campaña de erra-dicación. Una de las exigencias principa-les de los manifestantes era el que Bolivia abandonara su plan de construcción de los tres nuevos cuarteles. El gobierno bolivia-no accedió a esta demanda, dejando los fondos de construcción estadounidenses intactos. Actualmente, no es claro como se utilizarán estos fondos; una alternativa po-sible es el mejoramiento de las instalacio-nes existentes.

Según el Informe Anual de Entrena-miento Militar Extranjero, los Estados Uni-dos entrenaron 2.152 militares y policías bolivianos en 1999 (Department of State and Defense Department, 2000). Este es-tudio pudo identificar 19 desplazamientos de entrenamiento de las Fuerzas Especia-les en Bolivia en 1999, entre los programas

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JCET y entrenamiento antinarcóticos (Department of Defense, 2000b; Depart-ment of State and Defense Department, 1999, 2000).

Perú

El paquete de ayuda suministra US$32 millones para la compra de hasta cinco helicópteros KMAX para la Policía Nacio-nal Peruana (PNP). Según un informe del Departamento de Estado, los helicópteros reemplazarían los "operacíonalmente cos-tosos y poco confiables helicópteros rusos M-17"de la Fuerza Armada Peruana. La ayuda cubre el entrenamiento de pilotos y mecánicos, al igual que el suministro du-rante cuatro años de repuestos, apoyo logístico y técnico (Department of Sate, 2000a).

La Declaración de Postura del Comando Sur en el 2000, cita "progresos firmes" en la ayuda al Programa Fluvial Antinar-cóticos de los Estados Unidos para la Poli-cía y la Armada Peruana, progreso que se hizo posible debido a la autorización presupuestal de la "Sección 1033"4 del De-partamento de Estado.

Con la asistencia estadounidense, los perua-nos han establecido el Centro Conjunto de entrenamiento Fluvial (Joint Perú Riverine Training Center) cerca a Iquitos en la región Amazónica... Durante el año pasado, cua-tro de los doce aviones destinados a las Uni-dades para la Interdicción Fluvial (RIU) fue-ron puestos en servicio. Con la actual apro-bación de fondos, nuestra ayuda expandirá sus capacidades y les suministrará 20 botes de patrulla de 25 pies, 6 naves de patrulla

de 40 pies, repuestos, dispositivos para vi-sión nocturna y partes esenciales para equi-po individual (United States Southern Command, 2000a).

Según el Informe Anual de Entrena-miento Militar Extranjero, Estados Unidos entrenó a 983 militares y policías peruanos en 1999. Perú albergó un U.S. Special Torces Joint Combined Exchange Training (JCET) en 1999. Sin embargo, de acuerdo con el mis-mo informe, las Fuerzas Especiales no di-rigieron entrenamientos Antinarcóticos en Perú en 1999. El informe programaba dos operaciones de las Fuerzas Especiales Antidrogas y un entrenamiento fluvial antinarcóticos de los Cuerpos de la Mari-na en el 2000 (Department of Defense, 2000b; Department of State and Depart-ment of Defense, 2000a).

La preocupación por la conducta anti-democrática del pasado gobierno del ex presidente Fujimori, se reflejó en la Sección 530 del 2001 del Acta de Apropiaciones para Operativos en el Extranjero, Financia-ción de las Exportaciones y Programas Re-lacionados (H.R. 5526, Public Law 106-429). Según esta medida, el Secretario de Esta-do deberá emitir un reporte cada noventa días durante el 2001 determinando

Si el gobierno peruano ha realizado progre-sos substanciales para crear las condiciones que garanticen elecciones libres y justas, así como el respeto al Estado de derecho, a la ley, la independencia y el papel constitucio-nal del poder judicial y del Congreso nacio-nal, y la libertad de expresión e indepen-dencia de los medios de información.

4 La sección 1033, para el Control Fluvial Antidrogas hacia Colombia y Perú provee a estos dos países asistencia específicamente fluvial durante el período de 1998-2002. (N. del T.).

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Si el informe señala que el avance no ha sido significativo, la Sección 530 prohibe la futura asistencia al gobierno central del Perú (Foreign operations, Export Financing and Related Programs Appropriations Act, 2000).

Otros países

El paquete de ayuda para Colombia y sus vecinos suministra pequeñas cantidades para otros países de la región. Brasil obten-drá US$3.5 millones para el mejoramiento de operaciones de recolección de inteligen-cia en la cuenca amazónica, para la cons-trucción de su red de radares (conocida como SIVAM), y para pequeños botes para la interdicción fluvial de drogas. Panamá recibirá US$4 millones para crear la Fuer-za de Apoyo del Grupo de Trabajo de la Policía Técnica Judicial (Technical Judicial Pólice, PTJ) de 25 miembros, para apoyar los botes de patrulla del Servicio de la Ma-rina Nacional y programas de control fron-terizo. US$3.5 millones se destinarán a la ayuda a la policía Técnica Judicial (PTJ) de Venezuela y a la Guardia Nacional en la realización de labores de interdicción te-rrestre y fluvial, así como también al apo-yo de la reforma judicial, la coordinación de la política antinarcóticos y programas domésticos de reducción de consumo de drogas (Department of State, 2000a).

Desde junio de 1999, el gobierno del presidente Hugo Chávez ha negado con-sistentemente las solicitudes de Estados Unidos para permitir que sus aviones anti-narcóticos entren al espacio aéreo venezo-lano para desarrollar labores de inteligen-cia y persecución de aeronaves narcotra-ficantes. Según declaraciones del jefe del Comando Sur, general Wilhelm, al Senado en una reunión en febrero de 2000.

Desde mayo 27 de 1999, el gobierno de Ve-nezuela ha negado 34 de las 37 solicitudes estadounidenses para realizar sobrevuelos para la persecución de aviones sospechosos" (Wilhelm, 2000b).

Según el Informe de la Estrategia Inter-nacional para el Control de Narcóticos del Departamento de Estado de marzo del 2000, la decisión de Venezuela

de implementar en junio de 1999 una polí-tica unilateral de interdicción aérea no pro-dujo resultados positivos. A finales de 1999, se tomaron los pasos iniciales para corregir las deficiencias de esta política, y el gobier-no de los Estados Unidos continuará traba-jando con el gobierno de Venezuela para buscar mutuamente una resolución favora-ble en torno a este problema (Department of State, 2000d).

Perspectivas de largo plazo

El paquete de ayuda aprobado en julio de 2000 suministra financiación únicamente para el 2000 y el 2001. A mediados del 2001, mientras los batallones antinarcóticos co-lombianos reciben los helicópteros y llevan a cabo la "presión sobre el sur", el Congre-so considerará una solicitud de ayuda de la nueva administración Bush para apoyar programas en la región andina durante el 2002. Ya que la mayoría de las iniciativas del paquete de ayuda aprobado en el 2000 escasamente estará entrando en funciona-miento, esta solicitud probablemente apuntará más al mantenimiento de los es-fuerzos actuales que al inicio de nuevos proyectos, aunque la ayuda a los vecinos de Colombia se incrementará significa-tivamente.

Los planes para un futuro más distante son menos claros. Según el informe del mes

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de octubre de la Casa Blanca sobre sus ob-jetivos en Colombia, el plan "se extenderá hasta cubrir la totalidad del país a lo largo de un período de seis años" (The White House, 2000b). El general Wilhelm, jefe del Comando Sur, discutió más específica-mente sobre este plan de ayuda a Colom-bia por seis años durante una audiencia en la Casa Blanca:

los primeros dos años se dedicarán al sur, los segundos dos años se dedicarán al orien-te a través de las provincias del Meta y Guaviare, y durante los años quinto y sexto nos moveremos al norte de Santander y otras provincias donde los cultivos de dro-ga están creciendo" (Committee on Armed Services, 2000).

En conclusión, existen muchas variables y dudas, entre ellas las generadas por el cambio del ejecutivo en Estados Unidos, para predecir a dónde se orientará la ayu-da estadounidense a los países de la región Andina en los próximos años. Sin embar-go, se puede asegurar que la intervención de las fuerzas militares estadounidenses en ellos será muy cercana. Puede preverse que en el futuro, los países de la región conti-nuarán recibiendo más de nueve de cada diez dólares de la asistencia de Estados Unidos a la seguridad del hemisferio.

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La asistencia estadounidense a la seguridad en los países de la Región Andina • 81

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LA CRISIS DE SEGURIDAD EN COLOMBIA: CAUSAS Y CONSECUENCIAS INTERNACIONALES DE UN ESTADO EN VÍA DE FRACASO*

Ann Masón1

Pocos países ilustran de manera tan preci-sa la naturaleza radicalmente cambiante del panorama de seguridad de la postgue-rra fría como lo hace Colombia. Siendo un microcosmos de la compleja situación de seguridad interna-externa, multitemática y que involucra a múltiples actores que el mundo enfrenta hoy, Colombia es un caso de prueba para explorar las numerosas di-mensiones del problema de la seguridad global. En el contexto del orden interna-cional y la gobernabilidad, la crisis colom-biana pone de relieve dos de los aspectos más sobresalientes de las nuevas formas de violencia e inseguridad global que han re-emplazado la competencia de los super-poderes: los estados débiles y la compleja interacción entre la seguridad doméstica y la internacional.

El punto de partida analítico de este artículo es la relación causal entre las es-tructuras estatales debilitadas y la crecien-te inseguridad. Muchos autores afirman que el común denominador del conflicto violento del período de la postguerra fría

es una dinámica en la cual el Estado ha ex-perimentado una crisis de gobernabilidad que fluctúa entre el serio deterioro y el co-lapso total2. A pesar de la tendencia a en-fatizar la singularidad de la situación co-lombiana como ajena a los conflictos inter-nos generados por factores étnicos que ha tendido a dominar los estudios de seguri-dad en el Tercer Mundo, Colombia puede tener más en común con otros países des-truidos por divisiones internas violentas de lo que puede parecer a primera vista. Mi propuesta es que la debilidad del Estado colombiano es la causa permisiva de su cri-sis de seguridad y que el agravamiento de la situación en Colombia se puede atribuir al deterioro progresivo de la _ fortaleza del Estado durante la úl t ima década. Esta condición complementa causas más aproximadas a la inseguridad colombiana, lo cual proporciona una explicación política más completa a la persistencia del conflicto interno en Colombia durante un período en el cual los movimientos armados asociados a las ideologías de la guerra fría se han des-acreditado y desaparecido4.

* Traducción: Marcela Londoño. 1 Profesora asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. 2 Ver por ejemplo Holsti (1996); Cliffe y Luckham (1999); Job (1992a); y Zartman (1995). 3 Waltz (1957) distingue entre causas subyacentes y directas o inmediatas. 4 Chernick (1996: 294-303) identifica tres razones para la resistencia de los movimientos insurgentes en

América Latina, incluyendo los de Colombia, en el período de postguerra fría: nuevas estrategias política, nuevas bases sociales y nuevas fuentes de financiación. Ver también Rangel (2000) para una discusión sobre la prosperidad económica de la guerrilla colombiana.

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Pero esto sólo conduce a preguntar: ¿Por qué las capacidades y las instituciones del gobierno central se contrajeron tan mar-cadamente desde principios de los noven-ta? Al igual que muchos estados, Colombia se ha debilitado cada vez más debido a los problemas internos, tales como su corrupción rampante, exacerbada por una economía distorsionada por el narcotráfico, un sistema político excluyente, la crisis económica y altos niveles de inequidad social y económica5. Abordando la seguridad como una dinámica global compleja, sin embargo, mi propósito es explorar cómo los desarrollos internacionales desde el fin de la guerra fría han contribuido a un mayor deterioro del Estado colombiano. Esta perspectiva de la "segunda imagen al revés" analiza el impacto que los cambios en los arreglos de poder en el ámbito internacional, los nuevos referentes de seguridad, las transformaciones en las estructuras econó-micas y tecnológicas globales y la política regional han tenido en la fortaleza y la se-guridad del Estado colombiano6.

Por supuesto, el entrelazamiento de los órdenes internacional y doméstico en la dinámica de seguridad global en la post-guerra fría, en la cual los desarrollos en un terreno se traspasan fácilmente al otro, su-giere la probabilidad de que la crisis de se-guridad en Colombia se internacionalice. Los conflictos domésticos violentos no sólo tienden a desafiar las fronteras territoria-les y a penetrar estados vecinos, sino que los actores externos - estatales y no estata-les, así como los regionales y los de otras regiones- generalmente tienen intereses

que los conducen a tomar partido e inclu-so a intervenir en este tipo de conflictos. Este efecto contagioso del conflicto inter-no violento no está de ningún modo con-trarrestado por la existencia de ciertas es-tructuras regionales de seguridad, la inte-gración económica y la construcción esta-tal democrática, que pueden reforzar la seguridad interestatal inclusive en medio de guerras internas. La tercera área de in-vestigación en este artículo, por ende, es el efecto internacional de la crisis de seguri-dad en Colombia, particularmente exami-nando las estructuras regionales y hemisféricas de seguridad como posibles antídotos para la esperada internaciona-lización del conflicto.

Este artículo es un primer intento por identificar aspectos particulares de la situa-ción de seguridad colombiana que garan-ticen estudios posteriores y que sean rele-vantes para una investigación más amplia sobre el orden global y la violencia. Tengo cinco propósitos básicos. Después de revi-sar brevemente la naturaleza de la crisis de seguridad colombiana, introduzco una combinación de modelos de estados débi-les usados en los estudios de seguridad in-ternacional, que se pueden emplear para conceptualizar de manera más precisa la debilidad-fortaleza estatal. Posteriormen-te, uso estos conceptos para explorar la re-lativa debilidad de Colombia y para suge-rir una conexión entre la degradación de la seguridad colombiana y el debilitamien-to progresivo del Estado colombiano que han ocurrido en la última década. Mi ter-cer objetivo es identificar los factores in-ternacionales de la postguerra fría que han

5 Para una discusión de factores internos asociados a los estados fracasados, ver Gros (1996). 6 Gourevitch (1978) invierte el constructo de la segunda imagen de Waltz para conceptualizar cómo el

sistema internacional moldea la política y las condiciones domésticas.

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agravado la debilidad de Colombia y la cri-sis de seguridad interna. Finalmente, exa-mino las posibles consecuencias interna-cionales del fracaso del Estado colombia-no, las cuales comprenden, por un lado, la ampliación del conflicto armado para in-cluir actores externos y, por otro, la conten-ción y difusión de la crisis. En la conclu-sión evalúo mi análisis preliminar, sugiero líneas de investigación relacionadas con estos temas y hago algunas observaciones acerca de su relevancia para direcciones futuras en los estudios de seguridad.

LA CRISIS DE SEGURIDAD COLOMBIANA

Al igual que en otras partes de Latinoamé-rica, los términos de la problemática de seguridad en Colombia han cambiado dra-máticamente desde el fin de la guerra fría7. El ensanchamiento del constructo de la seguridad para incluir individuos y grupos transnacionales o subnacionales más gran-des como referentes de seguridad, así como la inclusión de dimensiones no militares de seguridad y amenazas a la misma, y esta-blecer un contexto global para el suminis-tro de seguridad, han ocasionado en una nueva conceptualización que es tan signi-ficativa como compleja8. El dilema actual de Colombia parece ejemplificar esta na-turaleza multidimensional de la inestabi-lidad y la inseguridad9.

En primer lugar, como muchos estados del Tercer Mundo, el problema de la segu-ridad nacional en Colombia es ante todo un

problema interno. Bajo el cerco de dos movimientos insurgentes, las FARC de raí-ces marxistas poco precisas y el ELN inspi-rado en Cuba y fundado sobre principios de la teoría de la liberación, el Estado co-lombiano está amenazado por una guerra militar declarada en su territorio y contra sus instituciones. Al mismo tiempo, la vio-lencia y el comportamiento criminal rela-cionados con la producción y tráfico ilegal de drogas amenazan con incapacitar las instituciones estatales y la economía legal. Esta "mezcla volátil" de insurgencia arma-da y narcotráfico plantea un reto directo para el Estado y hace estragos con la esta-bilidad interna10.

De hecho, los riesgos que acarrea para la seguridad social en Colombia son alar-mantes. Las Fuerzas Armadas y el Estado, ambos debilitados, cada vez le dan más prioridad a la protección del régimen y de los centros urbanos, dejando que grandes regiones del país se defiendan por sí mis-mas. Esta dinámica ha generado el surgi-miento de movimientos paramilitares que se han vuelto omnipresentes y altamente nocivos. Indefensa frente a la violencia ge-neralizada y los abusos a los derechos hu-manos cometidos por todos los participan-tes en el conflicto interno, la mayor parte de la sociedad rural vive en lo que puede describirse como un estado de naturaleza hobbesiano. En algunos casos, las Fuerzas Armadas del Estado, y los grupos paramili-tares que éstas toleran, representan una amenaza directa a la seguridad individual

9 10

Algunos de los estudios más notables de la problemática de la violencia en Colombia incluyen a Sánchez, et al. (1988); Oquist (1978); y Pecaut (1987). La agenda de seguridad expandida se presenta claramente en Buzan (1991); Buzan, Waever and de Wilde (1998); Matthews (1989); Klare y Chandrani (1998); Job (1992b). Shifter (1999); Pardo (2000) y Rangel (2000) ofrecen excelentes explicaciones a la crisis actual. Shifter (1999:15).

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en la guerra militarizada contra las drogas y en las campañas contra la insurgencia. En otros, la incapacidad del gobierno cen-tral de proteger a la población civil ha ex-puesto a los pobladores a la violencia de la guerrilla, ataques a pueblos, reclutamien-tos forzados, extorsiones y secuestros, mientras que estos grupos buscan consoli-dar su control territorial y financiar su gue-rra contra el Estado. Gran parte de la vio-lencia extrema en las áreas rurales está aso-ciada a la industria de los narcóticos, en la medida en que diferentes facciones de la guerrilla y los paramilitares luchan entre ellos mismos para ganar el rentable dere-cho a cobrar impuestos por el cultivo y transporte de drogas. La extrema pobreza, las escasas alternativas económicas y la fal-ta de acceso a servicios básicos, salud y educación componen la problemática de los individuos, familias y comunidades. En algunas partes del país la degradación ambiental amenaza aún más la seguridad del ciudadano colombiano, en la medida en que los esfuerzos de erradicación de las drogas contaminan el suelo y el agua.

El Estado y la sociedad de Colombia no son, sin embargo, los únicos afectados por la creciente inseguridad doméstica. Aun-que el problema de las drogas en Colom-bia ha sido definido por largo tiempo como un asunto de seguridad internacional, es-pecialmente por parte de Estados Unidos, otras dimensiones del deterioro de la situa-ción interna del país ahora también se es-tán extendiendo más allá del territorio co-

lombiano, afectando tanto la seguridad re-gional como la hemisférica.

Conceptualización de la fortaleza/ debilidad estatal

El ambiente de seguridad en Colombia manifiesta muchos, si no todos, los atribu-tos de la crisis de seguridad que adolecen los estados del Tercer Mundo en el perío-do de la postguerra fría: reducción de la seguridad y el bienestar para muchos sec-tores de la población, competencia violen-ta entre grupos subnacionales en conflic-to, menor capacidad del gobierno central para mantener el orden interno y mayor vulnerabilidad a los procesos y amenazas externas. Sean caracterizadas como emer-gencias políticas complejas o dilemas de inseguridad, una característica central compartida por estas crisis es la presencia de un Estado débil11. En efecto, la debilidad estatal y la disminución de la soberanía en el Tercer Mundo han estado permanente-mente ligadas a la mayoría de los conflic-tos violentos internos en la segunda mitad del siglo xx, especialmente desde el eclip-se de las preocupaciones de seguridad geopolítica12. No es extraño, pues, que los académicos especializados en seguridad hayan reorientado su atención de las gran-des potencias y la fuerza militar como fuen-te primordial de inseguridad global, a las nuevas amenazas a la seguridad relacio-nadas con estados fracasados e inestabili-dad interna13.

11 Éstas son dos de las herramientas heurísticas más importantes para explicar las crisis de seguridad del Tercer Mundo. Ver Cliffe y Luckham (1999); y Job (1992a), respectivamente.

12 Holsti (1992,1996). 13 Ver por ejemplo, Job (1992a); Ayoob (1995); Buzan (1991); Holsti (1996); Migdal (1988); Zartman (1995);

Jackson (1990); Cliffe y Luckham (1999); Gros (1996); Helman y Ratner (1993) y Herbst (1997).

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Existe un amplio conjunto de concep-tos, términos y "rótulos" en la literatura de seguridad que intentan abordar el fenóme-no empírico de los estados del Tercer Mun-do que no exhiben las cualidades común-mente asociadas con estados occidentales avanzados e industrializados, es decir, fuer-tes. A pesar de haber diferencias en ciertas suposiciones y atributos subyacentes, estos múltiples enfoques intentan conceptua-lizar varios grados de slateness14 en el Sur relacionados con sus funciones, desempe-ño, legitimidad y autoridad. Los cons-tructos del Estado débil, cuasi estado, Esta-do fracasado y Estado colapsado se pue-den considerar como posiciones a lo largo de una escala de stateness, con los ejemplos más fuertes y más débiles en el sistema in-ternacional situados a cada extremidad15. Aunque ubicar con precisión la localización de un Estado en esta escala de debilidad-fortaleza es ciertamente problemático, mis metas en esta sección son identificar la na-turaleza de la stateness de Colombia usan-do ideas de varios modelos de Estado dé-bil y luego discutir las implicaciones de la debilidad del Estado colombiano para las condiciones de seguridad interna.

No debe sorprender el que los intentos

por determinar la fortaleza relativa de los estados comienzan con una definición del Estado. A pesar de toda una diversidad de conceptos que compiten entre sí, los politó-logos e internacionalistas enfatizan gene-ralmente en los atributos empíricos del statehood16 derivados de la definición de Weber: una entidad autoritaria con mono-polio en el uso legítimo de la fuerza en el territorio, población y actividades dentro de una jurisdicción definida17. Las capaci-dades instrumentales del Estado relaciona-das con sus funciones tributarias, regula-doras y redistributivas dominan esta visión del Estado, en la cual la fortaleza del mis-mo se mide en gran parte en términos de su poder coercitivo18. Esta interpretación, sin embargo, sufre de varias falencias. Combina los componentes conceptual-mente diferentes de Estado y gobierno cen-tral, crea una cierta separación artificial entre el Estado y la sociedad y representa erróneamente al actor estatal desde una perspectiva internacional19. Esta visión de fado del Estado también está limitada por no tomar en consideración la legitimidad de las bases de autoridad del mismo20.

14 El término stateness se refiere al grado de consolidación de estado. (N del T.). 15 El enfoque del Estado débil es claramente articulado por Buzan (1991); Holsti (1996); Migdal (1988) y

Thomas (1989). Jackson (1987 y 1990) es el trabajo más desarrollado sobre cuasi estados. Sobre Estados colapsados, ver Zartman (1995). Los Estados fracasados están conceptualizados en Mazrui (1995), Herbst (1997) y Helman y Ratner (1993).

16 Statehood hace referencia a la reunión de elementos que constituyen el status o que brindan el reconoci miento de la condición de Estado.

17 Weber (1978). Para una crítica de una definición empírica de Estado y un argumento fuerte a favor de priorizar los atributos jurídicos, ver Jackson (1987,1999). Krasner (1999: 3-42), hace una distinción similar usando diferentes categorías de soberanía: la soberanía legal internacional y la soberanía westfaliana que involucran el reconocimiento mutuo de la legitimidad del Estado entre actores externos, y soberanía doméstica, la cual se refiere al control interno efectivo de una jurisdicción determinada.

18 Ejemplos de este enfoque incluyen Migdal (1988) y Huntington (1968). 19 Algunas de estas críticas se relacionan con el marco analítico de estados fuertes y débiles común en estu

dios de economía política. Ver especialmente Katzenstein (1978). 20 Para más sobre esta crítica, ver Hoslti (1996: 82-98).

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Muchos académicos interesados en la limitada relevancia de las definiciones tra-dicionales del Estado para cuestiones del statehood y seguridad en el Tercer Mundo han intentado ampliar la visión del Estado basada en el poder. El modelo de Buzan de fortaleza/debilidad estatal ofrece una importante contribución en este sentido, al incluir atributos tanto instrumentales como no materiales del Estado21. Holsti amplía el constructo esencial del Estado fuerte de Buzan incluyendo dos aspectos críticos de legitimidad estatal (Holsti, 19996). Ayoob advierte, no obstante, que las capacidades coercitivas del gobierno central deben re-conocerse como cruciales para la tarea de construcción del Estado, especialmente en el Tercer Mundo contemporáneo22. Esta evaluación del grado de statehood de Co-lombia comienza, por ende, con una esti-mación más completa de cuáles son las di-ferentes piezas del rompecabezas estatal como lo proponen estos autores.

Buzan sugiere tres partes componentes del Estado: la expresión institucional del Estado, la idea del Estado y la base física del Estado. La base física es su característi-ca más concreta y fácilmente determina-da, la cual está compuesta por población, territorio, recursos naturales, infraestruc-tura y base industrial El control sobre un territorio específico y sin conflictos es qui-zá la característica más tangible del Estado moderno y el reconocimiento territorial mutuo es la base del sistema internacional de estados. Sin embargo, los estados varían ampliamente en su seguridad territorial y consolidación. Mientras que los intentos escuetos de expansión territorial, tales

como la invasión de Irak a Kuwait en 1991, son cada vez menos comunes, la integri-dad territorial frecuentemente se ve ame-nazada por movimientos internos secesio-nistas o de independencia, al igual que por problemas territoriales con países vecinos. Los recursos y la riqueza también varían notoriamente entre los estados, aunque la manera como la riqueza es distribuida jun-to con las capacidades fiscales del Estado pueden ser mejores indicadores de forta-leza que las medidas absolutas. Las pobla-ciones son el elemento más fluido de la base física del Estado, con frecuentes rup-turas entre las comunidades políticas y las comunidades etnonacionales.

La segunda característica de la defini-ción de Buzan es la expresión institucional del Estado, la cual consiste en todas las es-tructuras y cuerpos del gobierno central, así como las leyes y normas relacionadas con la función gubernamental. Este com-ponente del Estado se asemeja más al ideal estatal weberiano, con su énfasis en po-deres administrativos, tributarios y coer-citivos. La capacidad para desempeñar las funciones esenciales de establecer una au-toridad política, crear orden, proporcionar seguridad y otros bienes colectivos y ac-tividades reguladoras está directamente relacionada con la cohesión institucional, control y alcance de un gobierno. Los mo-delos gubernamentales y sus respectivas instituciones pueden abarcar desde un ré-gimen militar puramente coercitivo en un extremo, hasta un Estado invadido cuya maquinaria institucional central haya sido desmantelada. Aunque una tendencia co-mún es reducir el Estado a las capacidades

21 La de Buzan es una de las conceptualizaciones más ampliamente utilizadas. 22 Para más desarrollos sobre este argumento, ver Ayoob (1995 y 1996).

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coercitivas del gobierno central, en este modelo las instituciones del gobierno son conceptualmente diferentes al Estado mismo.

Buzan observa con acierto que las ideo-logías organizativas del Estado están ínti-mamente relacionadas con la organización y la estructura del gobierno. Las institucio-nes estatales generalmente están estruc-turadas para expresar la idea del Estado, siendo el sistema comunista y el monárqui-co ejemplos obvios. La idea del Estado pue-de pensarse como un principio organiza-tivo alrededor del cual se cohesiona la so-ciedad y que funciona como el vínculo que une las mitades de lo privado y de lo pú-blico en el Estado-nación. El consenso en lo relacionado con el principio y propósito subyacente del Estado es esencial para su legitimidad, al servir como "mecanismo para persuadir a los ciudadanos a subordi-narse a la autoridad estatal" (Buzan, 1999 1: 83). De acuerdo con Buzan, los estados clásicamente definidos como fuertes que gobiernan a través de la represión y la coer-ción, son de hecho regímenes con gobier-nos centrales poderosos, aunque con una idea legitimadora muy débil del Estado. La identidad nacional, los valores culturales, la religión, la ideología política, una expe-riencia colectiva traumática y formativa, el propósito nacional, la preservación racial o una combinación son las ideas organi-zativas de los estados más utilizadas. Los estados fuertes exhiben una identidad co-herente y amplio consenso en relación con el concepto básico del Estado. En contras-te, los estados débiles se caracterizan por una ideología organizativa que se sostiene muy débilmente o que está en disputa, así

como por una identidad escasamente articulada.

Hosti expande la idea del Estado de Buzan, al introducir los conceptos comple-mentarios de legitimidad vertical y hori-zontal con el objetivo de identificar más precisamente lo que puede ser el elemen-to más crucial y elusivo del Estado. La le-gitimidad vertical se refiere a aquellos prin-cipios sobre los cuales se funda el "dere-cho a gobernar", los cuales abarcan desde la herencia hasta el desempeño y la ideo-logía. Pero haciendo caso omiso de los prin-cipios subyacentes, la pretensión de auto-ridad de un gobierno es legítima sólo con el consentimiento de los gobernados. La lealtad a las ideas e instituciones del Esta-do está directamente correlacionada a la legitimidad del mismo, en donde "las ór-denes se obedecen no sólo por miedo o in-terés propio, sino porque se cree que en cierto sentido tienen autoridad moral23".

La legitimidad horizontal tiene que ver con la fortaleza de la sociedad civil expre-sada en el nivel de cohesión, aceptación y tolerancia entre diferentes grupos y comu-nidades dentro de la comunidad política. La discriminación intrasocial, la explota-ción o la opresión tienden a implicar que una comunidad política dominante exclu-ye ciertas minorías. Ambas dimensiones de la legitimidad están estrechamente conec-tadas. "La legitimidad vertical dudosa pue-de crear, mantener o exacerbar la legitimi-dad horizontal" por razones políticas (Holsti, 1996: 88). La falta de legitimidad horizontal, a su turno, puede conducir a sociedades fracturadas dentro de las cua-les la lealtad al Estado está erosionada y la

23 Barker (1991), citado en Holsti (1996: 87).

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violencia reemplaza el compromiso y la ne-gociación. El punto es que en estados con baja legitimidad horizontal la comunidad política se puede fracturar, el consenti-miento a ser gobernado se puede erosio-nar y la legitimidad vertical se puede ver disminuida.

Desagregar al Estado en sus partes com-ponentes, a saber, las instituciones centra-les, la base física y principios organizativos y la legitimidad, nos ofrece una imagen del Estado más matizada conceptualmente y permite una determinación más precisa de la "estatalidad" en términos analíticos. No obstante, Ayoob sugiere que la idea de Weber en el sentido de que el poder es el centro del Estado moderno es aún altamente relevante para un análisis de la debilidad o fortaleza del Estado. Aconsejando quelas diferencias en los atributos del Estado entre el Primero y el Tercer Mundo no se exageren, hace énfasis en que la con-centración de poder coercitivo en manos de las instituciones del Estado central es tan crucial como el proceso de construcción y consolidación del Estado en el Tercer Mun-do hoy como lo fue en la Europa moderna. La consolidación del control territorial, la eliminación de la oposición, el estableci-miento del orden y la extracción de recur-sos no sólo dependen de la acumulación de poder central, sino que también apoyan las actividades básicas de guerra y de polí-tica relacionadas con la construcción de Es-tado y el control interno.

Los estados muestran niveles de debi-lidad y fortaleza en todas estas categorías, con muy pocos tipos ideales, y la mayoría se ubican en algún punto en la mitad. Los estados no son sólo fuertes o débiles en re-lación con otros estados, sino que la fuerza también es relativa a sí misma en otros

momentos históricos. Algunos estados por momentos se mueven a lo largo de este continuo.

Un Estado fuerte sería uno en el cual el control sobre el territorio y la población está altamente consolidado; las instituciones del gobierno relacionadas con el suminis-tro de servicios básicos tales como seguri-dad, ley, orden y justicia son funcionales y efectivas; el poder coercitivo del Estado es suficiente para repeler las amenazas a su autoridad; hay un amplio consenso den-tro de la comunidad política con respecto al significado y propósito del Estado; la autoridad y la fuerza ejercida en nombre del Estado es considerada como legítima; y, por último, la sociedad civil cumple un papel significativo en la función de gober-nar. Los estados débiles no controlan ni el territorio ni la población dentro de su ju-risdicción jurídica; la capacidad política del aparato de gobierno central es limitada, in-capaz de suministrar seguridad o de cum-plir con funciones reguladoras básicas; el poder del Estado es insuficiente para res-ponder adecuadamente a las amenazas a su soberanía; la idea de Estado es violen-tamente desafiada por grupos subnacio-nales; la autoridad estatal no se acepta de manera generalizada; el uso de la fuerza por parte del Estado se considera ilegítimo; y la comunidad civil es fragmentada y mar-ginada. Una de las paradojas de los esta-dos débiles es que en la medida en que su coherencia y legitimidad institucional dis-minuyen, recurren frecuentemente a la represión militar como instrumento para mantener la fortaleza del régimen y el con-trol interno.

En el extremo del Estado fracasado se encuentran Somalia y Liberia, entidades políticas sin autoridad centralizada, aun-

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que sus fronteras aún se reconocen inter-nacionalmente. Afganistán, Zaire, Nigeria y Haití probablemente se localizarían en el cuadrante más débil, más cerca del ex-tremo del Estado fracasado. En el polo opuesto se encuentran Islandia y Norue-ga, y cerca de este flanco se localizarían Japón, Francia y Nueva Zelanda. La ma-yoría de los estados se ubica en alguna par-te en la mitad, con países como Malasia y Chile tendiendo hacia el lado fuerte, e Is-rael e Indonesia tendiendo hacia el débil.

COLOMBIA: UN ESTADO EN VÍA DEL FRACASO

¿Dónde se ubica Colombia en este conti-nuo de stateness? ¿Ha cambiado su posi-ción -o su relativa fortaleza/debilidad - en años recientes? La debilidad de Colombia no es nueva24. Al igual que muchos estados en el Tercer Mundo cuyo proceso de cons-trucción estatal estuvo lleno de altibajos y fue "tardío", Colombia ha sido por mucho tiempo débil en relación con actores polí-ticos del Norte desarrollado. Reviste ma-yor interés el debilitamiento progresivo aparente de Colombia, particularmente en la última década. Los observadores de la escena política colombiana usualmente se refieren a las condiciones de deterioro del país, el derrumbe de las instituciones gu-bernamentales y la creciente incapacidad estatal para garantizar la seguridad25.

Colombia tiende claramente hacia el lado más débil del constructo de fortaleza-

debilidad. Aún está lejos del extremo del Estado totalmente colapsado y es signi-ficativamente más fuerte que países como Yugoslavia y Nigeria, estados débiles cu-yos conflictos internos han desembocado en intervenciones militares por parte de actores externos26. Aún así, Colombia pro-bablemente se encuentra más cerca del polo más débil de lo que estaba hace vein-te años, y continúa avanzando hacia esa dirección aun cuando otros estados latinoa-mericanos amenazados por conflictos in-ternos e insurgencias armadas han rever-tido exitosamente la misma tendencia.

Todos los componentes del Estado co-lombiano exhiben debilidades significati-vas. La autoridad, reciprocidad y respon-sabilidad que constituyen la legitimidad vertical han sido erosionadas por la corrup-ción, la acumulación de las diferencias eco-nómicas, el clientelismo, el regionalismo y la gran ineficacia del sistema. Dentro de la sociedad hay un escaso consenso sobre la idea unificadora de Colombia y muchos sectores de la misma combaten activamen-te, y en muchos casos con violencia, la le-gitimidad y principios organizativos fun-damentales del Estado. Las instituciones gubernamentales son corruptas, ineficien-tes y excluyentes. El sistema político demo-crático no funciona en muchas jurisdiccio-nes debido a amenazas y el terrorismo de insurgentes y paramilitares, y en el nivel nacional es entorpecido por el clientelismo, la corrupción y la precaria responsabilidad pública. El sistema legal colombiano no

24 Hay un amplio consenso sobre la deficiencia del Estado colombiano, aunque los analistas difieren con respecto a las causas subyacentes. Pécaut (1987) hace referencia a un proceso incompleto de consolida- ción estatal, mientras que Bejarano y Bonnet (1996) confirman la debilidad estatal, aunque sostienen que esta condición no ha sido una constante histórica.

25 Ver, por ejemplo, Shifter (1999); Pardo (2000) y Rangel (2000). 26 Para un análisis comparativo valioso sobre Colombia y otros estados débiles, ver Londoño (2000).

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suministra justicia sistemáticamente ni ha logrado contener la reciente explosión de ilegalidad (Pardo, 2000: 76). La Policía y las instituciones militares son incapaces de mantener el orden público y de ofrecer se-guridad para la población civil. El suminis-tro de servicios públicos básicos ha sido seriamente deteriorado por la devastadora recesión económica. Por actos tanto de omisión -la inhabilidad de proteger sus ciudadanos de las masacres de criminales, la guerrilla y los paramilitares- y comisión -las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército colombiano-, Colombia ha perdido el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Extensas áreas del país no cuentan con presencia del go-bierno central ni con protección policial, mientras que los productores de drogas, las fuerzas guerrilleras y los paramilitares compiten violentamente por el control de regiones estratégicas. La pérdida de dere-chos soberanos por parte del Estado en 1997 sobre una zona desmilitarizada del tamaño de Nueva Jersey, como uña su-puesta concesión para futuras negociacio-nes de paz con las FARC fue de hecho un reconocimiento de la jurisdicción de fado de la organización guerrillera. En las ne-gociaciones que se están llevando a cabo en relación con el retiro de la presencia del Estado de otra zona de distensión con el ELN, se ha tratado de mantener la aparien-cia de control por parte del gobierno sobre lo que legalmente se considera territorio colombiano. Dentro de este vacío de auto-ridad, legitimidad, ley y orden y presencia física del Estado, han prosperado grupos parainstitucionales que compiten directa y violentamente con el Estado por la autori-dad política (Orejuela, 1998). Las estrate-gias de las organizaciones guerrilleras, paramilitares y grupos de autodefensa y narcomafias que buscan esencialmente re-

emplazar al Estado y controlar el territo-rio, los mercados y las estructuras políticas cada vez se parece más a la política de warlord, en donde la violencia política y la resolución violenta de los conflictos han reemplazado efectivamente el Estado de derecho (Reno, 1999). En resumen, la co-hesión social es precaria, las funciones bá-sicas del Estado se realizan mediocre y esporádicamente y la autoridad del go-bierno central es inexistente en muchas ju-risdicciones.

Causas internacionales de la debilidad del Estado colombiano

Gran parte del trabajo académico sobre estados débiles ha estado vinculado no tan-to con la generación de una tipología de la debilidad, sino más bien con la identifica-ción de determinantes de estos Estados fra-casados. En las reflexiones sobre las crisis políticas del mundo de la postguerra fría, dos tendencias han dominado esta litera-tura. La primera identifica un proceso in-completo de construcción estatal como parte de la herencia colonial que sería la principal causa del dilema de seguridad del Tercer Mundo, como lo ejemplifica el co-lapso total del gobierno en Somalia y Liberia. La supervivencia de muchos esta-dos recientemente independizados, con poco que mostrar empíricamente acerca de su statehood se atribuyó en gran parte al apoyo de la comunidad internacional a la juridical statehood en África (Jacson, 1987; 1990). El colapso de las estructuras de la guerra fría reveló la fragilidad interna e inseguridad de muchos de estos "cuasies-tados", a los cuales, por primera vez, se les permitió hundirse o nadar por su propia cuenta. Otro tema relevante ha sido la di-mensión etnonacional de los estados débi-les y el conflicto interno. La fragmentación

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de Yugoslavia es tal vez el caso más ilus-trativo de la debilidad inherente a los esta-dos multinacionales, incapaces de recon-ciliar o suprimir las demandas políticas, económicas y culturales de sus grupos mi-noritarios (Zartman, 1995; Gurr, 1996; Brown, 1996). El retiro tanto de la presen-cia como el apoyo de las superpotencias resultó en la transformación de muchos estados débiles en estados fallidos o total-mente fracasados, en la medida en que ebullían los antagonismos étnicos y nacio-nalistas. Esta dinámica es particularmente evidente en Asia Central, el Cáucaso y los Balcanes, o en lo que Mohamed Ayoob denomina el nuevo Tercer Mundo (Ayoob, 1996).

El hecho de que la limitada capacidad del Estado colombiano y el deterioro de las condiciones de seguridad que la acompa-ñan no coincidan claramente con ninguna de estas explicaciones históricas de debili-dad estatal sugiere la necesidad de expan-dir el mecanismo causal del marco existente del Estado débil. Aunque Colombia nunca ha sido un Estado fuerte de acuerdo con las definiciones discutidas anteriormente, varias dimensiones de la fortaleza del Es-tado -instituciones, territorio, poder, au-toridad y legitimidad- han experimenta-do un severo deterioro desde principios de la década del noventa. ¿Por qué? Sin des-cartar la importancia de explicaciones domésticas tales como reformas institucio-nales implementadas a medias, la persis-tencia de instituciones discriminatorias y la próspera industria ilegal de las drogas, me interesa cómo los desarrollos interna-

cionales desde el fin de la guerra fría tam-bién pudieron haber contribuido a la frag-mentación estatal y la crisis de seguridad interna en Colombia27. El desvanecimiento de las líneas entre los órdenes doméstico y ex- terno que ha acompañado las trans-formaciones de la postguerra fría sugiere la creciente vulnerabilidad de los estados a los procesos internacionales y globales28. Yo identifico tres características del orden internacional de postguerra fría que han contribuido a la debilidad del Estado y al aumento de la inseguridad en Colombia: reestructuración política global, cambios en las definiciones y referentes de seguridad y la globalización económica.

Reestructuración política global

El fin de la bipolaridad eliminó la inciden-cia de la pugna entre superpotencias so-bre muchos conflictos del Tercer Mundo, con consecuencias que van desde permitir soluciones negociadas exitosamente como en Camboya y El Salvador, hasta causar anarquía generalizada en Afganistán des-pués de la retirada soviética. Paradójica-mente, las insurgencias colombianas mar-xistas se han fortalecido desde el fin de la guerra fría, lo cual ha llevado a un deterio-ro relativo de la fortaleza del Estado colom-biano comparado con la guerrilla, al igual que a un dramático incremento en la ines-tabilidad doméstica. Mientras que la de-pendencia económica de la guerrilla co-lombiana en Cuba nunca fue substancial, el fortalecimiento de sus lazos políticos a principios de los noventa, sin embargo, eli-minó todas las restricciones a la libertad de

27 Para una buena sinopsis sobre la manera en que el fin de la guerra fría ha afectado al Tercer Mundo en general, ver Ayoob (1995), especialmente el capítulo 6. Para los efectos en los países latinoamericanos,, ver Maira (1994).

28 Rosenau (1990) discute extensivamente este tema.

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acción de los insurgentes, lo cual incentivó un drástico aumento en sus actividades criminales y "depredadoras" tales como la extorsión, el secuestro y el narcotráfico (Rangel, 2000; Chernick, 1996: 300).

Uno de los elementos más significati-vos de la reestructuración política global de la postguerra fría es la reubicación de la autoridad (Rosenau, 1998:23). Las estruc-turas domésticas de autoridad basadas en el Estado en los países del Tercer Mundo han sido afectadas de manera particular por este desarrollo, en donde los criterios de desempeño relacionados con las nece-sidades básicas, el desarrollo económico y la seguridad reemplazan de manera cre-ciente las fuentes tradicionales de auto-ridad. No parece haber escasez de elemen-tos que evidencien que las relaciones de autoridad en Colombia también se están desgastando. Los insurgentes, paramili-tares y narcotraficantes que funcionan a margen del Estado y la sociedad desafían directa y violentamente a la autoridad es-tatal. Además, la inhabilidad del gobierno central de suministrar servicios fundamen-tales, protección y oportunidades a varios sectores de la sociedad disminuye su in-fluencia moral, con lo cual se crea una di-námica en la cual la comunidad política reorienta sus "sentimientos de legitimidad" a entes más autoritarios (Rosenau, 1998: 24). En algunos casos, la autoridad política en Colombia ha sido reubicada hacia aba-jo en grupos subnacionales, tales como paramilitares, grupos de autodefensa y la guerrilla. En otros, ha sido redirigida hacia arriba a organizaciones internacionales y ONG, que se perciben como portadoras de mayor legitimidad que el Estado. La po-blación desplazada y las víctimas de la vio-lencia política actualmente suelen ignorar al gobierno nacional, e intentan llevar sus

demandas directamente a la Comisión para los Derechos Humanos de la ONU y a Amnistía Internacional. Otros ejercen su opción de "salida" abandonando a Colom-bia del todo, en respuesta al pobre desem-peño del gobierno colombiano. La dismi-nución de la autoridad moral del Estado colombiano que ha ocasionado un debili-tamiento constante de la lealtad de la so-ciedad civil en los años recientes, es un ele-mento clave tanto del desgaste de la forta-leza del Estado en general, como del forta-lecimiento de otros actores en relación con el Estado.

El fin del conflicto Este-Oeste también trajo como resultado un cambio impor-tante en las prioridades de seguridad de Estados Unidos, en la medida en que la atención a los asuntos tradicionales de alta política relativos a la Unión Soviética le die-ron paso a una nueva agenda de seguri-dad nacional que incluía drogas y derechos humanos. Dado que las drogas ilegales se convirtieron en una nueva amenaza para la seguridad nacional estadounidense, Colombia figuró más notablemente en la política exterior de EU, por lo cual recibió durante la administración Bush incremen-tos significativos en los fondos para finan-ciar la guerra contra las drogas. Sin embar-go, este aumento en la ayuda militar y en la atención hacia Colombia, ni detuvo el flujo de las drogas, ni fortaleció al gobier-no central. Por el contrario, los analistas ob-servan que la militarización de los esfuer-zos contra las drogas tuvo el efecto múlti-ple de aumentar los abusos a los derechos humanos, empeorar las relaciones cívico-militares y profundizar la crisis económica de las poblaciones rurales pobres en Co-lombia (Tokatlian, 1994). Mientras que de por sí estos desarrollos pueden ser indica-tivos del debilitamiento de las estructuras

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estatales, también tuvieron los efectos involuntarios de alienar aún más a la po-blación rural pobre y desprovista de dere-chos políticos, incrementar su dependen-cia hacia la protección y las actividades eco-nómicas ilegales y apoyar la fuerza de la guerrilla.

Nuevos marcos de seguridad

Si los estados débiles son el centro de la problemática de seguridad del Tercer Mun-do, ¿qué impacto, si lo hay, tiene el marco general de seguridad de la postguerra fría sobre las estructuras estatales del Tercer Mundo? En el caso de Colombia, dos de-sarrollos en la última década relacionados con la nueva agenda global de seguridad parecen tener implicaciones para la relati-va fortaleza del Estado: las condiciones de países en conflicto que ahora son conside-radas como preocupaciones legítimas de seguridad para la comunidad internacio-nal; y el cambio en las normas relaciona-das con la responsabilidad del suministro de seguridad que ahora incluyen represen-tantes de la sociedad civil global.

El cambio en la dinámica de seguridad ha internacionalizado dos de los problemas más apremiantes de Colombia: el tráfico de drogas y los derechos humanos. Si bien esto indudablemente trae beneficios tanto des-de la perspectiva global como la local, ha erosionado, sin embargo, la autonomía co-lombiana para manejar estos temas inter-namente. Tanto la política antidrogas mili-tarizada de Estados Unidos como los estándares aplicados por ONG internacio-nales y organizaciones intergubernamen-

tales hacia Colombia con respecto a los derechos humanos, han restringido la ac-tuación libre del Estado. Aunque no soy de ninguna manera una apologista de los abu-sos a los derechos humanos, no soy la úni-ca en observar que las nuevas normas de corte liberal aplicadas a nivel global en lo atinente al tratamiento humano de los in-dividuos pueden contradecir, y aún soca-var, la norma de soberanía jurídica29. Esto es claramente observable en estados del Tercer Mundo como Colombia, en donde los actores subnacionales no se consideran tan accountable como el Estado para la co-munidad internacional y en donde el cum-plimiento de la norma puede impedir la consolidación y control del Estado.

Un asunto relacionado surgido en el pe-ríodo de postguerra fría es el traslado de la responsabilidad de brindar seguridad del nivel doméstico hacia el global. Junto al desvanecimiento de las líneas entre la se-guridad externa y la interna, y entre la seguridad humana y la seguridad política, también se ha generado un nuevo pensa-miento con respecto al papel que debe ju-gar la comunidad internacional en la pro-tección de las poblaciones civiles y el esta-blecimiento del orden dentro de las juris-dicciones estatales (Walter y Zinder, 1999). Las organizaciones de seguridad a nivel regional y las misiones de mantenimiento de paz (peacekeeping) de la ONU propor-cionan cada vez más la función de seguri-dad global (Conteh-Morgan, 2000). En Co-lombia ya se puede ver el impacto de la globalización de la seguridad en la autori-dad del Estado. La ONU está cumpliendo un papel creciente en los asuntos humani-

29 Ver Ayoob (1996: 41-45). Para una revisión comprehensiva de la internacionalización de las normas de los derechos humanos, ver Risse, Ropp y Sikkink (1999).

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tarios relacionados con el conflicto interno y las solicitudes de la sociedad civil por una mediación internacional. Si las negociacio-nes fracasan, si la trampa de inseguridad colombiana se ensancha y si el Estado es incapaz de imponer orden, dados los im-portantes precedentes de la década de los noventa, no es descabellado especular en la posibilidad de que la comunidad inter-nacional al menos discutirá sobre los méri-tos de la intervención por encima de la anarquía.

LA ECONOMÍA GLOBALIZADA

La consolidación de una economía capita-lista global después del colapso del bloque soviético también fue una fuerza significa-tiva para la reestructuración económica en Colombia, con importantes consecuencias para la capacidad estatal y la autonomía del gobierno. El cambio en las condiciones tec-nológicas y económicas globales tuvo un papel central en la decisión tomada en 1990 en el sentido de descartar el modelo de in-dustrialización por substitución de impor-taciones adoptado en el país después de la Segunda Guerra Mundial, a favor de la mo-dernización, la apertura económica, la in-tegración regional y la inserción en la eco-nomía global. Tal como ha sido discutido ampliamente en otras partes, esta liberali-zación económica involucró una reestruc-turación radical del sector público, aten-diendo a la necesidad de la competitividad global30. Las políticas de racionalización del gasto, privatización y descentralización re-sultaron en una reducción significativa de la capacidad reguladora y administrativa del gobierno central. La correspondiente contracción del gasto público causó dispari-dades generalizadas entre la sociedad más

pobre y vulnerable de Colombia, con lo cual se crearon de nuevo espacios que fue-ron llenados por grupos tales como la gue-rrilla. En Colombia, el cambio de poder del Estado hacia los mercados también gene-ró la distensión de los lazos entre los acto-res económicos y el Estado, una reducción en el control sobre las actividades econó-micas y una menor capacidad para prote-gerse o responder a los efectos negativos de una economía internacionalizada. Mientras que los economistas son amigos de aplazar para obtener beneficios a largo plazo, en el corto plazo la liberalización económica de Colombia ha generado altos costos para la autonomía y la capacidad del Estado.

Consecuencias internacionales de la debilidad del Estado colombiano

Con todo y la mala situación que vive Co-lombia, resulta aún más preocupante la posibilidad de que la crisis de seguridad interna se internacionalice. Infortunada-mente, la evidencia sugiere que los conflic-tos domésticos, facilitados por la debilidad estatal, frecuentemente se transforman en violencia interestatal, con lo cual crecen los riesgos para la seguridad humana, la se-guridad nacional y el orden global. No sólo las externalidades asociadas con los con-flictos internos tienden a traspasarse al campo internacional, sino que los estados vecinos y regionales también pueden con-tribuir activamente al escalamiento de las guerras domésticas (Brown, 1995: 23-26). Otros estados en otras latitudes y organi-zaciones internacionales también se pue-den involucrar en problemas de seguridad doméstica.

30 Ver, por ejemplo, Orjuela (1998).

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En el caso de Colombia, la creencia en el efecto de contagio del conflicto interno parece estar ganando adeptos (El Tiempo, 2000). Los estados vecinos cada vez están siendo más afectados directamente por la inseguridad y la violencia en Colombia, y por la inhabilidad del gobierno central para detener el conflicto y controlar sus fronte-ras. Se espera que el desbordamiento del conflicto se multiplique una vez que el Plan Colombia comience, ya que el temor de un ataque militar al negocio de las drogas res-paldado por Estados Unidos inevitable-mente resultará en un éxodo de civiles, guerrilleros, y aquellos involucrados con el propio tráfico de drogas. Se estima que tan sólo en Ecuador habrá entre 30.000 y 40.000 refugiados (El Tiempo, 2000). El hecho de que el tráfico de drogas y de armas y acti-vidades criminales relacionadas se interre-lacionan en la región no es nada nuevo.

La inquietud con respecto a lo que se considera como la amenaza más seria a la seguridad regional ha ocasionado una se-rie de medidas por parte de los gobiernos vecinos. Brasil, Perú y Ecuador han forta-lecido su presencia militar en la frontera colombiana. Panamá ha solicitado ayuda de Estados Unidos y ha emprendido es-fuerzos para reconstituir su separado Ejér-cito. Venezuela, por su parte, ha propues-to una OTAN andina y lanzó un ataque público al problema de Colombia y el su-puesto cambio en el balance de poder en la región como resultado del Plan Colom-bia. Si la situación continúa deteriorándo-se, se incrementarán los llamados a una solución regional a la crisis de seguridad en Colombia.

La ambigua conexión de Venezuela con la guerrilla colombiana trae consigo una re-lación confusa y tensa entre ambos países.

Existe la creencia generalizada de que el Perú del ex presidente Fujimori estaba le-vantando tensiones intencionales y elevan-do su apuesta militar con Colombia por razones políticas domésticas. Las acciones de ambos vecinos tienden a apoyar el ar-gumento de Holsti, según el cual "los paí-ses vecinos se involucran [en conflictos in-ternos] con una regularidad que raya en la inevitabilidad", en gran parte porque tie-nen intereses en los resultados y toman partido en los conflictos internos (Holsti, 1996: 126). Es decir, la dimensión regional de los conflictos internos puede ser doble. La seguridad regional no sólo es amena-zada por el problema de seguridad en Co-lombia, sino que, dependiendo de la for-ma como respondan los vecinos, puede lle-gar a exacerbar la inestabilidad de Colom-bia y empeorar el conflicto.

El incremento en la intervención de Es-tados Unidos en Colombia, evidenciado re-cientemente en un paquete antidrogas con un fuerte componente militar de US$ 1.300 millones, es otra manera como se interna-cionaliza la inseguridad doméstica de Co-lombia. Estados Unidos está interesado en detener el flujo de lo que define como una amenaza a su propia seguridad nacional, y también está cada vez más preocupado porque la estabilidad regional peligre por la difícil situación de Colombia. El debili-tamiento continuo de su más antiguo alia-do democrático en la región, junto con la inestabilidad política en Perú, Venezuela y más recientemente Ecuador, ha llevado a un interés renovado de resolver el conflic-to interno colombiano y fortalecer su de-mocracia. Mientras se espera que la lucha contra las drogas y el suministro de ayuda militar a las fuerzas armadas colombianas sea un paso positivo en términos de forta-lecer la capacidad del gobierno central y la

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función de seguridad, la estrategia militar estadounidense en Colombia puede en realidad servir para agravar la crisis de seguridad.

Aún así, las predicciones apocalípticas en relación con el crecimiento del conflic-to interno colombiano pueden ser prema-turas. Hurrell, por ejemplo, expresa escep-ticismo frente a la opinión convencional en el sentido de que los conflictos internos usualmente terminan involucrando a paí-ses vecinos y convirtiéndose en crisis de se-guridad regional (Hurrell, 1998:544)31. Se-ñalando específicamente el caso sudameri-cano como evidencia, este autor observa que durante la segunda mitad del siglo xx "han coexistido altos niveles de violencia doméstica y conflicto social con un nivel relativamente bajo de guerra interestatal", aún durante períodos de extrema inesta-bilidad tales como el de la violencia en Colombia32. Aunque difícilmente es una "zona de paz" en el sentido europeo con-temporáneo, Sudamérica sí presenta cier-tas características de al menos una "zona de no guerra" o de "paz negativa"33. Los conflictos internos son ampliamente auto-contenidos, las relaciones interestatales son más pacíficas que conflictivas y hay una fuerte norma de resolución no violenta de conflictos. Esta anomalía, la de un área con mucho desorden doméstico e inseguridad, pero que presenta pocos casos de conflic-

tos que hayan alcanzado dimensiones re-gionales, amerita mayor investigación an-tes que la internacionalización del conflic-to armado colombiano se vuelva una pro-fecía autocumplida.

Tanto los regímenes democráticos como los estados fuertes están altamente corre-lacionados con la paz y la estabilidad in-ternacional34. Sin embargo, éstas no han sido constantes entre los estados sudame-ricanos. Se ha ofrecido una multitud de explicaciones complementarias para dar cuenta de la estabilidad hemisférica, que van desde la perspectiva realista a la libe-ral y de lo interno a lo externo35. Si bien el bajo nivel de internacionalización de con-flictos internos violentos en la región pro-bablemente está sobredeterminado, para mantener el enfoque en la dimensión ex-terna de los estados débiles y los proble-mas de seguridad, en este artículo se explo-ra el papel que las nuevas estructuras de seguridad colectiva pueden tener en la ate-nuación de la inestabilidad de Colombia36.

El enfoque del complejo de seguridad o de la comunidad de seguridad del ordeninternacional, el cual en esencia se refiere a un conjunto de estados que, en virtud de tener un conjunto de propósitos compar-tidos resuelve sus diferencias sin acudir a la guerra, explica cómo los estados pueden vencer el dilema de seguridad y coexistir

31 La visión de que los conflictos domésticos usualmente se internacionalizan se encuentra en Brown (1996a). 32 Hurrell (1998: 544). Holsti, (1996) y Kacowicz (1998) llegan a conclusiones similares, particularmente en lo

relacionado con el Cono Sur. 33 Este argumento es expuesto por Holsti (1996: 157-161) y Hurrell (1996). Para más desarrollos sobre "paz

negativa", ver Kacowicz (1998). 34 Ver, por ejemplo, Kacowicz (1998); Holsti (1996) y Russett (1996). 35 Ver específicamente Holsti (1996: 161-175); Kacowicz (1998: 89-116) y Mares y Bernstein (1998: 55-66). 36 Para una discusión completa sobre los beneficios y limitaciones de la función de seguridad colectiva, ver

Lindley (1996).

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pacíficamente37. Aunque son más relevan-tes para el Cono Sur, algunas de estas ideas referidas a la poca probabilidad de una gue-rra interestatal pueden explicar la conten-ción del conflicto colombiano. La integra-ción regional, la identificación del interés mutuo y el creciente papel de las organi-zaciones regionales e internacionales son factores que posiblemente explican el desa-rrollo de una cooperación muy rudimenta-ria o emergente en el norte de Sudamérica38.

Paralelamente a los altos niveles de inestabilidad política, social y económica en todos los países de esta subregión, se han presentado, sin embargo, tendencias internacionales positivas: mediación exitosa de la ONU y la OEA en conflictos internos en Centroamérica, la revitaliza-ción de la OEA que le ha permitido cum-plir un papel diplomático y supervisor más activo en los problemas regionales, la ex-pansión de la integración económica y la cooperación política, y un interés crecien-te de la ONU en la región (Hurrell, 1998: 257-260).

Todavía está por verse si estos desarro-llos representan los primeros pasos tenta-tivos hacia una comunidad de seguridad incipiente con suficiente institucionaliza-ción para prevenir el agravamiento de la crisis de seguridad colombiana. Unas ins-tituciones regionales inestables pueden no hacer juego con vecinos oportunistas, el poder de EU, las organizaciones crimina-les, los niveles extraordinariamente altos de violencia y, tal vez, lo más importante, la debilidad de Colombia.

CONCLUSIÓN

Este artículo ha tenido la intención de ex-plorar dos asuntos centrales para la crisis interna colombiana: la relativa fortaleza-debilidad del Estado y las dimensiones internacionales de la inseguridad. He pro-puesto que el deterioro progresivo del Es-tado colombiano es la causa permisiva de su problema de seguridad, ya que facilita las condiciones internas en el campo polí-tico, de seguridad, social y económico ne-cesarias para el fortalecimiento progresivo de otros actores y procesos cruciales para la dinámica de inseguridad. También he sugerido dos maneras en las que el ámbito internacional ha desempeñado un papel en el problema colombiano, como input y como output.

Con respecto a la debilidad estatal se su-gieren varios asuntos. En primer lugar, mi argumento de que el Estado colombiano se ha debilitado en la última década es más intuitivo que científico. Aunque éste pue-de ser un buen punto de partida para cual-quier investigación, la fortaleza relativa del Estado necesitaría ser medida sistemática-mente usando indicadores políticos y eco-nómicos en puntos distintos en el tiempo para que esto se pueda demostrar de for-ma contundente. Atribuir poder causal a la debilidad estatal es otro aspecto de esta cuestión. Si bien puede parecer más bien obvio que la incapacidad del estado colom-biano es la causa esencial de la crisis, un proceso de estudio a profundidad de las condiciones cambiantes de las institucio-nes gubernamentales, las fuerzas armadas,

37 El trabajo más antiguo sobre este concepto es Deutsch (1957). Para el trabajo y aplicación contemporánea de esta teoría, ver Adler y Barnett (1998b).

38 Adler y Barnett identifican tres etapas de desarrollo de una comunidad de seguridad: naciente, ascenden te y madura. Ver (1998a: 48-58).

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el conflicto interno, el aumento del para-militarismo, la industria de la droga y la sociedad civil puede ser necesario para sustentar este argumento. El riesgo de ra-zonamiento circular también está muy pre-sente en este tipo de análisis relativo, en donde la fortaleza de ciertos actores o pro-ceso se mide en comparación con la de otros. Es decir, concluir que el Estado es más débil porque la guerrilla es relativamente más fuerte impide que el Estado débil se pueda usar para explicar el resultado de la fortaleza insurgente. Se necesitan, pues, especificaciones muy precisas de la varia-ble dependiente e independiente para evi-tar dicha tautología.

Dos áreas relacionadas con la dimen-sión internacional de la crisis de seguridad colombiana garantizan un trabajo inves-tigativo para el futuro. La primera tiene que ver con las causas internacionales del debilitamiento del Estado colombiano. Ya existe una cantidad considerable de evi-dencia empírica relacionada con la apertura económica y la consecuente contracción del Estado, al igual que de los efectos fata-les que la política antidrogas militarizada de EU tiene sobre el Estado colombiano. Más información sobre cómo los aspectos no materiales del orden global de la post-guerra fría, tales como el cambio en las re-laciones de autoridad y las nuevas estruc-turas normativas, han afectado la fortale-za del Estado colombiano, ayudaría a brin-dar una explicación más completa para el declive de la capacidad y autoridad del Estado en Colombia al igual que en otros países que también experimentan crisis estatales.

Por supuesto, se estudia el conflicto y la seguridad no sólo para explicar de una

mejor manera los fenómenos políticos vio-lentos, sino también para buscar solucio-nes políticas relevantes. Si el Estado débil es en realidad la causa primaria de la inse-guridad, resolver una crisis de seguridad parecería ser una cuestión altamente do-méstica. Las anarquías domésticas escapan el dilema de seguridad fundamental a tra-vés del Leviatán, una fórmula política que es a la vez obvia y extraordinariamente compleja en el caso colombiano. Dado que ésta no es una opción disponible en el ni-vel internacional, el incremento en la in-seguridad interestatal como el que se ob-serva en este momento en la región Andina es aún más problemático. Sin embargo, aún el extremo realismo de Hobbes reconocía ciertas reglas esenciales de coexistencia, o "artículos de paz" entre estados bajo con-diciones de inseguridad extrema (Bull, 1981: 728).

Para concluir, mi interés en las conse-cuencias internacionales del problema de seguridad de Colombia no se relaciona con predecir su profundización, sino más bien con explorar cómo el marco de la comuni-dad de seguridad identifica elementos ne-cesarios para contener la crisis y moderar la lógica de la anarquía: respeto por nor-mas básicas compartidas, organizaciones internacionales y convenciones legales.

Lo anterior requeriría determinar 1) el grado en el cual existe un complejo de se-guridad; 2) el papel que estas estructuras y normas regionales han desempeñado has-ta el momento con respecto al problema colombiano y 3) proponer qué elementos necesitan fortalecimiento para que puedan resistir la presión hacia fuera, generada por la inseguridad y el Estado débil de Colombia.

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LA DEBILIDAD DEL ESTADO COLOMBIANO EN TIEMPOS DEL NEOLIBERALISMO Y EL CONFLICTO ARMADO*

Luis Javier Orjuela Escobar**

Esta es una reflexión sobre la crisis políti-ca colombiana actual desde una perspecti-va «Estado-céntrica». Puede sonar un poco extraño hablar del Estado en un ambiente académico donde dicho concepto no ha sido muy popular, aunque de vez en cuan-do algunos analistas norteamericanos se hayan empeñado en Bringing the State Back in1. Sin embargo, en América Latina el Es-tado es aún un concepto importante en las ciencias sociales y un actor central en la vida política, económica y social, a pesar de los embates de las tesis neoliberales del Estado mínimo y de la soberanía disminui-da del proceso de globalización.

Desde una perspectiva Estado-céntrica se puede afirmar que Colombia, como mu-chos de los países latinoamericanos, se ca-racteriza por un Estado débil y una socie-dad civil fragmentada, fenómeno que se ha agudizado en virtud de la reestructuración política y económica que el país ha experi-mentado entre 1990 y 1997. En primer lu-gar, el sistema político sufrió un proceso de reforma constitucional con el fin de forta-lecer el Estado e incrementar su legitimi-

dad, y de superar el carácter excluyente del régimen político. En segundo lugar, la eco-nomía nacional hizo el tránsito de un mo-delo económico que ponía el énfasis en el desarrollo del mercado interno, la indus-trialización por sustitución de importacio-nes, a un modelo de apertura e internacio-nalización de la economía. El objetivo de dicho proceso fue no sólo insertar la eco-nomía colombiana en el mercado mundial, sino también incrementar la eficiencia de la economía mediante la reducción del "ta-maño" del Estado y de su función regula-dora del proceso económico.

Esta doble reestructuración del Estado ha tenido una relación contradictoria: mientras la "apertura política", generada por la Constitución de 1991, ha producido condiciones favorables para un proceso de democratización e integración de la socie-dad, la "apertura económica", generada por el nuevo modelo, ha contrarrestado o reducido dicha posibilidad, puesto que ella ha implicado procesos sociales excluyentes debido, entre otras cosas, a la privatización de empresas estatales, la quiebra de em-

* Ésta es una versión ampliada de un artículo que el autor publicó en el número 1 de la Revista de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y que fue presentada como ponencia en el taller de investigación sobre "Conflictos civiles en Colombia: el reto de lograr la paz y la reconciliación", realizado en la Universidad de Princeton, New Jersey, USA, el 22 de septiembre de 2000. Politólogo, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Véanse, entre otros, Peter Evans, Dietrich Rueschemeyer y Theda Skocpol (1985), Charles Tilly (1995), Joel S. Migdal (1988) y Eric A. Nordlinger (1981).

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presas privadas que no pueden resistir la competencia, el desempleo y a la reducción del gasto público de carácter social.

Dicha reestructuración se entrelaza con una profunda crisis de legitimidad y lide-razgo, sufrida por el Estado y el régimen político en las últimas tres décadas. Esta se ha traducido en altos niveles de violencia, falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas, y la ausencia de una clase dirigente con un proyecto de socie-dad lo suficientemente claro y amplio como para orientar la sociedad y articular los diferentes intereses sociales. Dicha si-tuación surge de los siguientes factores: a) la debilidad del Estado, b) la amalgama de premodernidad y modernidad que surgió del acuerdo frentenacionalista y c) frag-mentación de las élites dirigentes del país.

LA DEBILIDAD DEL ESTADO

Un enfoque Estado-céntrico es necesario para entender en Colombia la relación en-tre la política, el conflicto y la violencia, porque la sociedad es no sólo una red de cooperación, como supone Axelrod (1986), sino también una red de conflictos y ten-siones sociales, que necesitan ser mediados por un poder relativamente autónomo a fin de asegurar la persistencia y reproducción de la sociedad misma. Desde esta perspec-tiva el papel de Estado es mantener el nada fácil balance entre cooperación y conflicto, de tal manera que la sociedad logre el mí-nimo de cohesión necesaria para su conti-nuidad. Como lo afirma Norbert Lechner,

la política es un conflicto de particularida-des, y el Estado es una forma de generali-dad. Tal distinción no implica separación ni subsunción. No podemos pensar la política sin referencia a una forma que sintetice a la

sociedad, ni podemos pensar al Estado sin referirnos a una sociedad dividida (Lechner, 1986: 30).

Cuando el Estado no cuenta con la suficiente autonomía para constituirse como forma genérica de la sociedad, a fin de proporcionarle el mínimo de cohesión y mediar sus conflictos, podría hablarse de una crisis de integración política, cuyas expresiones son violencia y anomia. Por lo tanto, siguiendo a Max Weber, podemos definir al Estado como la institución que, por medio del monopolio del uso legítimo de la fuerza y de la producción de regu-laciones, integra la sociedad y el territorio nacional, media los conflictos sociales y asegura la coordinación sistémica de la sociedad.

Desde esta perspectiva, se puede afir-mar que la actual crisis política colombia-na es consecuencia de la debilidad del Es-tado, debido a su incapacidad histórica para integrar el territorio nacional y esta-blecer el monopolio legítimo de la fuerza y de la producción de regulaciones. Por ello, el Estado colombiano no integra ni cohesiona la población ni el territorio y ha reducido su capacidad para mediar y ca-nalizar los conflictos y tensiones sociales. Estos son resueltos al margen de las insti-tuciones públicas, lo cual es la causa del sur-gimiento de diversas expresiones de "parainstitucionalidad", tales como los gru-pos privados de justicia y defensa, las mafias de narcotráfico y los movimientos guerrilleros.

La idea de que el Estado colombiano es débil ha sido erguida tanto por analistas co-lombianos como por extranjeros. El histo-riador Fernán González (1997) sostiene que la debilidad del Estado es la consecuencia

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del temprano surgimiento de los partidos políticos Liberal y Conservador, en un mo-mento en que el proceso de formación del Estado estaba en su difícil comienzo. Los partidos, al actuar como factores de cohe-sión e identidad social, impidieron el establecimento de una relación directa en-tre el Estado y los ciudadanos. La crisis de los partidos y el deterioro de su rol central en la política colombiana después del Fren-te Nacional, pusieron de manifiesto la de-bilidad del Estado.

Paul Oquist (1978) sostiene que durante las primeras cuatro décadas del siglo xx, el Estado colombiano adquirió un considera-ble grado de fuerza y capacidad para inte-grar y regular la sociedad. Sin embargo, el enfrentamiento entre liberales y conserva-dores y la violencia que ello desató desde finales de la década de los cuarenta, minó dichos logros hasta el punto en que el Es-tado colapso parcialmente. Por el contra-rio, Ana María Bejarano y Renata Segura (1996) consideran que durante el período del Frente Nacional el Estado experimen-tó un fortalecimiento selectivo, debido a un incremento del gasto público en ciertos sec-tores de la rama ejecutiva, a expensas de la legislativa, que paralelamente, sufrió una disminución en sus funciones y en su con-trol frente a la primera. Aunque el Estado es un concepto integrado por dimensiones culturales, políticas, económicas, adminis-trativas, institucionales y territoriales, se puede aceptar, en aras de la discusión, que el incremento del gasto público significó un cierto fortalecimiento del Estado. En efec-to, durante la década de los años sesenta y setenta el Frente Nacional revitalizó la po-lítica de desarrollo de la intervención esta-tal y de modernización y racionalización de la administración pública, que había sido interrumpida durante el período de

la violencia. Sin embargo, este proceso fue minado por la exacerbación del clientelis-mo y el patrimonialismo como consecuen-cia de los arreglos de poder excluyentes del Frente Nacional. Por lo tanto, los avances logrados en el aumento de la capacidad del Estado para regular la sociedad y movili-zar y asignar recursos prácticamente colapsaron durante las décadas de 1980 y 1990, por razones que se explicarán más adelante.

Dos importantes aspectos de dicho co-lapso son la incapacidad del Estado para administrar justicia e integrar el territorio. La capacidad del sistema de administra-ción de justicia colombiano para resolver los conflictos entre los ciudadanos es muy baja. En efecto, en 1994 la tasa de impuni-dad del 97%, mientras los jueces penales producían solamente 15 sentencias por año. Para dicho año había cerca de 2'000.000 de procesos penales y 1'800.000 procesos civiles pendientes de solución (Departamento Nacional de Planeación, 1994). Por dicha razón, los conflictos socia-les son resueltos al margen de las institu-ciones públicas, lo cual, a su vez, es la prin-cipal causa del surgimiento de expresiones "parainstitucionales" de poder y de reso-lución de conflictos. En este sentido, la so-lución de la crisis política colombiana pasa por la necesidad de fortalecer el Estado, lo cual implica la constitución de su mono-polio sobre el uso de la fuerza y el incre-mento de su autonomía frente a los distin-tos actores sociales y políticos.

Pero si en materia de resolución de con-flictos sociales se evidencia la precariedad del Estado, ésta es aun más aguda si se ana-liza su capacidad para lograr una adecua-da presencia a lo largo y ancho del territo-rio nacional y un control efectivo sobre sus instituciones y los servidores públicos.

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Todo ello contradice la concepción que con-sidera el Estado como un ente monolítico, la cual ha sido, a su vez, el producto de la visión de

una historia nacional globalizante y totali-zadora, cuya validez se desmorona cuando se consulta la particularidad de la vida re-gional (Uribe de Hincapié y Álvarez, 1987:13).

Como indicador de esta falta de presen-cia estatal, se puede mencionar que en 1995 el gasto público total alcanzó la suma de 36.2 billones de pesos, de los cuales el 86% fue ejecutado por el gobierno central y 14% por los gobiernos departamentales y municipa-les. Del porcentaje ejecutado por el gobier-no central, más del 38% fue gastado en Bo-gotá y sólo el 5.8% lo fue en la Orinoquía y la Amazonia (Fundación Social, 1998:155), las cuales son regiones marginadas del desarro-llo socioeconómico y donde hay conflicto armado y gran concentración de actividades de movimientos guerrilleros, paramiHtares y narcotraficantes. Adicionalmente, se pue-de mencionar que el 77% municipios del país, donde habita el 39% de la población colombiana, han sido clasificados, desde el punto de vista socioeconómico, como pre-carios, frágiles o incipientes (Fundación So-cial, 1998:395).

Esta precariedad de la vidad regional, se refiere a la nula o escasa presencia del Esta-do en zonas marginadas y de colonización, así como a la falta de una política de Estado coherente e integral de colonización y desa-rrollo territorial. Históricamente, estas regio-nes, en su proceso de incorporación a la eco-nomía nacional, han experimentado un alto grado de violencia y conflictividad social. Así parece haber ocurrido con zonas ya ple-namente incorporadas al desarrollo nacio-

nal, tales como el Valle del Cauca, el Tolima y la zona cafetera, la cuales presentaban un alto grado de violencia en los años cincuenta, y así parece estar ocurriendo con zonas actual-mente dominadas por el conflicto armado tales como Urabá, el Catatumbo, el Magdale-na Medio o el Caguán.

En síntesis, la complejidad geográfica del territorio, la escasa infraestructura vial y so-cial, la debilidad del poder judicial, las difi-cultades del control policivo, la incapacidad reformista de los partidos tradicionales, son condiciones favorables para el desarrollo de la parainstitucionalidad, para que el vacío dejado por el Estado sea llenado por el clíentelismo, los narcotrafican-tes, los gru-pos guerrilleros, y los grupos de defensa y justicia privada. Estos últimos constituyen una interesante simbiosis de relaciones so-ciales de poder. Se trata de poderes privados de carácter regional y local que en busca de la seguridad que no proporciona el Estado, y en respuesta a los excesos de la guerrilla, se alian con algunos sectores de las fuerzas mi-litares y con los narcotraficantes, a fin de combatir un enemigo común que va desde la guerrilla misma, pasando por la delin-cuencia común, hasta quienes defienden los derechos humanos y las causas populares. A partir de esta trilogía de intereses, se ha ge-nerado una espiral de violencia que explica las masacres de los últimos años, la campaña de exterminio contra miembros de la Unión Patriótica, maestros, líderes cívicos y sindi-cales, periodistas, abogados y defensores de los derechos humanos, intelectuales de ac-titud independiente y progresista, etc. Esta actitud política es propia de una cultura de la intolerancia, de exclusión del disidente y del terror que actúa como mecanismo de so-lución de conflictos en una sociedad frag-mentada y un Estado débil.

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Todos estos factores de crisis se articula-ron para producir, desde finales de la déca-da de los ochenta, una situación de anomia, es decir, de violencia y de inoperancia o de violación sistemática de todos los cánones de convivencia social. Como establecí en otra investigación (Orjuela, 1990), el catalizador de dicha crisis ha sido el narcotráfico, que se ha encargado de exacerbar todas sus dimen-siones. La debilidad del Estado y su ausen-cia en gran parte del territorio nacional ha sido un acicate a la expansión y consolida-ción de los carteles del tráfico de drogas. Apoyadas en formas ilegales de acumulación de capital, las mafias del narcotráfico retan el precario orden social y mediante la co-rrupción y la violencia buscan formas de inserción política, económica y social. En su lucha contra la legalidad, ellas contribuyen a la descomposición del Estado y la socie-dad.

El régimen político como amalgama de premodernidad y modernidad

Joel S. Migdal (1998) ha caracterizado como "sociedades fuertes" a aquellas del Tercer Mundo, caracterizadas por la persistencia de formas no capitalistas de relación y con-trol social, que han impedido la formación de un Estado centralizado, capaz de lograr

exitosamente el tránsito de un comporta-miento guiado por las inclinaciones propias de la gente, a un comportamiento prescrito por normas (Migdal, 1988: 22).

El resultado es una situación de frag-mentación social que impide el surgimien-to de "Estados fuertes" con la suficiente ca-pacidad para integrar la sociedad y centra-lizar su función regulatoria. La fragmenta-ción social y la primacía de los jefes políti-

cos locales, arguye Migdal, impide, a su vez, el desarrollo de una burocracia racional y facilita el control de las instituciones públi-cas locales por intereses personales, lo cual conduce al desplazamiento de las políticas generales del Estado por intereses parciales de la sociedad. Desde esta perspectiva, se puede decir que el conflicto armado colom-biano tiene que ver, en gran parte, con la incapacidad del Estado para predominar sobre intereses locales con el fin de resolver problemas históricos como la redistribución de la tierra e integración del territorio na-cional.

Desde la perspectiva de Migdal, se pue-de afirmar que la modernización de la so-ciedad colombiana puede verse como un proceso inacabado si se tiene en cuenta que el legado de fragmentación social y terri-torial de un pasado colonial (Palacios, 1986; Pécaut, 1987) y el Frente Nacional, gene-raron una amalgama social y política de premodernidad y modernidad. En efecto, la vieja y cruenta lucha por el liderazgo para la conducción del país entre la frac-ción conservadora de la élite, que basaba su predominio principalmente en la conti-nuidad de la sociedad agraria y tradicio-nal, y la fracción modernizante del libera-lismo, que abogaba por una sociedad industrializada y moderna, se solucionó mediante un pacto mutuamente benefi-cioso: los partidarios de la modernización lograron la colaboración del sector tradi-cional para la industrialización del país a cambio de que éste pudiera conservar parte de sus privilegios basados en la conti-nuidad parcial de la sociedad tradicional. Ello contribuye a explicar por qué en Co-lombia han fracasado los diversos intentos de reforma agraria y por qué en gran parte

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del territorio nacional las relaciones políti-cas son de carácter clientelista.

El clientelismo es, entonces, el legado premoderno de una sociedad agraria y tra-dicional, el cual ha servido, y sirve aún, como factor de identidad e integración so-cial para amplios sectores de la población colombiana. En efecto, la falta de una am-plia y efectiva política social y de presen-cia estatal en gran parte del territorio nacional, constituye la razón de ser del clientelismo. Es éste un sistema piramidal de relaciones políticas en donde los jefes políticos regionales y locales actúan como sustituto de la acción del Estado, mediante la satisfacción de la necesidades individua-les de su clientela a cambio del compromi-so electoral. Sin embargo, el clientelismo ha generado consecuencias negativas para la legitimidad del sistema político colom-biano. En primer lugar, ha fomentado el aprovechamiento privado de los recursos públicos, para cumplir compromisos basa-dos en lealtades personales, obstaculizan-do los esfuerzos de orientación de dichos recursos hacia objetivos generales y de be-neficio colectivo. En segundo lugar, las re-laciones políticas, al estar basadas en leal-tades personales, impiden al Estado actuar como factor de cohesión e identidad polí-tica, y limita sus posibilidades de moder-nización. En tercer lugar, afecta la de efec-tividad de la administración pública, pues-to que ésta es percibida como incapaz de proveer a los colombianos de adecuados servicios públicos en materias que van des-de acueducto y alcantarillado hasta admi-nistración de justicia.

La solución fracasada

Con el fin de encontrar una solución nego-ciada a la crisis política y social, los diferen-

tes actores del proceso político colombiano convocaron la Asamblea Constitucional de 1991, cuyo resultado fue un nuevo marco normativo que permitiera, entre otras cosas: a) ampliar la representatividad del régimen político mediante la inclusión de nuevas fuerzas sociales; b) fortalecer el Estado me-diante el mejoramiento de su eficacia en la prestación de servicios públicos y de las ins-tituciones de administración de justicia; c) depurar y fortalecer el Congreso y la activi-dad política a fin de reducir el clientelismo y la corrupción; y d) ampliar el gasto públi-co social con el fin de reducir los niveles de pobreza absoluta y expandir la cobertura de los servicios de educación, salud y seguri-dad social.

Sin embargo, la crisis política no sólo no se solucionó sino que se agudizó en los años siguientes a la entrada en vigencia de la nueva Constitución. Algunas explicaciones de dicho fenómeno ponen el énfasis en el tiempo y consideran que nueve años es un lapso muy corto para que la nuevas insti-tuciones políticas maduren y se consoliden. No obstante, existen otros elementos de más peso que proporcionan una explica-ción alternativa, tales como el hecho de que las fuerzas reformadoras no hubieran lo-grado consolidar su predominio sobre las fuerzas tradicionales en la Asamblea Cons-tituyente y la pregunta fundamental que plantea Fernán González acerca de los al-cances de una reforma constitucional:

¿Hasta qué punto son capaces [las reformas institucionales] de modificar inveteradas costumbres políticas, que son la expresión de una cultura política decantada durante casi dos siglos de existencia? En buena par-te, las dificultades recientes entre el Congre-so y el ejecutivo demuestran ese desfase entre la nueva normatividad más moderni-zante y el funcionamiento concreto de las

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instituciones que se mueven en un mundo más tradicional" (González G., 1993: 18).

A ello hay que añadir los intentos contrarreformistas de parte de los políticos tradicionales, los cuales buscaron desman-telar las cortapisas que el clientelismo y la corrupción impusieron a la nueva Consti-tución; la incapacidad de las nuevas fuer-zas sociales para articularse y consolidarse como alternativa política de cambio; la de-bilidad y fragmentación de la sociedad civil colombiana y su baja capacidad para la organización autónoma, ío cual dificulta su participación en el proceso de toma de decisiones como fuerte interlocutor del Estado; la exclusión o no participación en la Asamblea Constituyente de otros secto-res sociales decisivos en la crisis, tales como los sectores clientelistas de la clase política tradicional, los militares, los grupos gue-rrilleros como el ELN y las FARC, los paramilitares, los campesinos; así como la relación contradictoria entre los dos pro-yectos de Estado y sociedad que corrieron paralelos en los años noventa: el neoliberal, surgido del plan de desarrollo de la admi-nistración de César Gaviria, que puso el én-fasis en la apertura económica y la reduc-ción del gasto público, y el social, surgido de la Asamblea Constituyente, que puso el énfasis en el fortalecimiento del Estado, el mejoramiento de la calidad de vida de sec-tores de menores recursos, en el recono-cimiento de los derechos colectivos, eco-nómicos y culturales, todo lo cual fue el in-tento de ponerse al día con una "deuda social" cuyo pago había sido aplazado du-rante décadas, debido a la incapacidad re-formista del régimen bipartidista.

La fragmentación de las élites

La exacerbación del clientelismo ha redu-cido la autonomía relativa del Estado y ha

producido un divorcio entre la élite políti-ca y la élite económica, lo cual, a su vez, ha conducido a una fragmentación del Esta-do: mientras la élite política se expresa y actúa a través del Congreso y otras institu-ciones públicas no técnicas, la élite econó-mica lo hace a través de las instituciones responsables del diseño de la política eco-nómica, tales como el Banco de la Repú-blica, el Departamento Nacional de Pla-nea ción y el Ministerio de Hacienda. Este último aspecto se puede evidenciar en dos hechos: primero, en las diversas reformas administrativas que desde 1968 se vienen realizando para tratar de sustraer del in-flujo del clientelismo de la clase política a las entidades públicas que directamente intervienen en el manejo de la política eco-nómica, y segundo, en el papel protagó-nico que en los últimos años ha venido adquiriendo el Consejo Gremial Nacional, el cual ha desplazado a los partidos políti-cos tradicionales en su función de plantear ante el Estado los problemas y preocupa-ciones de carácter general. A este respecto, son ilustrativas las afirmaciones de César González (1997), cuando era presidente del Consejo Gremial Nacional:

Las instituciones gremiales están llamadas a desempeñar, por otra parte, un papel cul-tural de creación de opinión pública y de fortalecimiento ciudadano. Ello es así, por cuenta de las debilidades que exhibe nuestra sociedad en el ejercicio de una real acción pública en aras de resolver nuestros problemas fundamentales. Aquí, la noción de acción pública no hace referencia tan sólo al manejo de los poderes y los instrumentos estatales; hablo de la actividad por parte del público, por parte de la sociedad civil, dirigida al logro de los objetivos de interés general. La paz, la modernidad cultural, una identidad digna de Colombia en la comunidad internacional y el crecimiento econó-

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mico sostenido y sostenible, son nuestros intereses fundamentales (González, 1997: 75-76).

Esta fragmentación de las élites y de las instituciones estatales ha afectado la efica-cia del régimen, es decir, su capacidad para imponer una dirección a la sociedad, es-pecialmente en un contexto de cambio de modelo de desarrollo. Dicha situación es reforzada por la naturaleza neoliberal del nuevo modelo, cuyo carácter excluyente y su énfasis en la reducción del gasto públi-co limita las posibilidades de la élite para hacer alianzas con otros sectores sociales.

El nuevo modelo de desarrollo y el régimen político

Nuevas condiciones tecnológicas y econó-micas de carácter global están determinan-do, tanto en Colombia como en América Latina y otras regiones del mundo, pro-gramas de reestructuración del sector público, que implican un cambio en la orientación de las políticas públicas, las cuales pasan de regular el mercado y fo-mentar la producción interna a reducir la intervención en la economía y a promover la inserción competitiva de las economías nacionales en el mercado mundial.

Siguiendo dichas tendencias, el gobier-no de presidente César Gavina (1990-1994) inició la transición del modelo de desarro-llo orientado "hacia adentro" hacia un modelo de apertura e internacionalización de la economía. Este cambio se debió no sólo a las nuevas condiciones de globaliza-ción sino también a la pérdida de dinamis-mo y la baja productividad de la economía colombiana, debido a la obsolescencia de la infraestructura productiva nacional (Montenegro, 1991). En consecuencia, di-

cho gobierno adoptó una serie de políticas de desregulación, las cuales, a la par que intentaron aumentar la eficiencia de la ad-ministración pública y de la economía, tu-vieron efectos excluyente s en cuestiones sociales. Entre estas políticas se cuentan: a) La flexibilización del mercado de trabajo (Ley 50 de 1990), la cual significó para los trabajadores, entre otras cosas, la reducción de beneficios y garantías laborales, la des-aparición de los contratos a término inde-finido y la parcial privatización del siste-ma de seguridad social, b) La reducción de los impuestos y barreras a las importa-ciones, y el establecimiento de una tribu-tación regresiva, en la cual el impuesto al consumo ha reemplazado al impuesto a la renta como principal fuente de financia-ción de la actividad estatal (Ley 49 de 1990). c) La privatización de empresas públicas en las áreas de puertos marítimos, aero-puertos, ferrocarriles, telecomunicaciones y seguridad social (Ley 1 de 1990 y decre-tos presidenciales 2156 a 2171 de 1992), la cual causó miles de despidos de emplea-dos públicos; alrededor de 40.000 según el gobierno y más de 77.000 según Fenaltrase (Archila, 1995: 263). d) La descentraliza-ción política, administrativa y fiscal (Ley 60 de 1993, entre otras), por la cual un gran número de funciones del gobierno central fueron transferidas a los municipios, y su responsabilidad fiscal fue incrementada. Sin embargo, cerca del 77% de los munici-pios colombianos tienen un bajo nivel de desarrollo económico y social y carecen de la capacidad técnica administrativa y fis-cal para asumir muchas de las funciones transferidas. Adicionalmente, la descentra-lización del gasto público contribuyó a la exacerbación del clientelismo regional. Como resultado de todo ello, se ha visto afectada la cantidad y calidad de los servi-cios públicos ofrecidos a las comunidades

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locales, especialmente en las regiones más pobres, e) La política de reducción del dé-ficit fiscal a fin de disminuir el "tamaño del Estado". Sin embargo, dicho propósito en-tró en contradicción con el proyecto de for-talecimiento del Estado que surgió de la Asamblea Constituyente de 1991, cuyo efecto fue el aumento del gasto público. Esta contradicción entre las dos concepcio-nes de Estado y de la economía, entre legi-timidad y eficiencia, será analizada más adelante.

La adopción del modelo neoliberal de desarrollo económico implica, también, una recomposición de las relaciones entre las clases sociales. Analizar este fenómeno requiere considerar dicho modelo como algo más que una serie de medidas de po-lítica macroeconómica, para considerarlo como un proyecto de sociedad. Por "pro-yecto de sociedad" se entiende el modelo de desarrollo económico desde la perspec-tiva de la concepción que de las relaciones entre el Estado, la sociedad civil y la econo-mía, tienen el sector o los sectores sociales que aspiran a liderar el proceso de trans-formación social.

Esta redefinición de las relaciones en-tre las distintas clases sociales y de éstas con el Estado y la economía, implica, a su vez, una modificación del régimen político. Tra-dicionalmente, el régimen político se ha de-finido, en términos estrechos, como el con-junto de reglas e instituciones que regulan la lucha por el poder político y las relacio-nes entre las distintas ramas del poder pú-blico. Desde la perspectiva de esta investi-gación, el régimen incluye, además, las re-glas que regulan las relaciones entre las cla-ses sociales y sus expresiones organiza-tivas, y entre éstas y los partidos políticos y el Estado. Por lo tanto, la principal fun-

ción del régimen político es actuar como elemento de articulación entre el Estado y el modelo de desarrollo en tanto principio organizativo de la sociedad, es decir, como la posibilidad de realizar alianzas entre dis-tintos sectores sociales a fin de imprimir una dirección al proceso social. Las ideas del modelo económico como proyecto de sociedad también produce consecuencias para el concepto de "autonomía del Es-tado". En su concepción tradicional (Pou-lantzas, 1969; Skocpol, 1985), dicha auto-nomía se ha entendido como la capacidad del Estado para tomar distancia respecto de intereses parciales de la sociedad civil. Por el contrario, la existencia de un proyec-to de sociedad exige que la acción estatal sea el resultado de una combinación de for-taleza interna de las instituciones estatales y de su articulación con los sectores clave de la sociedad civil que aspiran a liderar el proceso de transformación social (Evans, 1995). En este sentido, el régimen político es el vínculo de unión entre el Estado y el modelo de desarrollo económico, y permi-te desplegar este último como un proyecto de sociedad o impedir u obstaculizar su implementación.

Para elaborar dicha concepción de ré-gimen político como principio organizador de la sociedad, es necesario apoyarse en el concepto de hegemonía de Antonio Gram-sci. Desde su perspectiva, la clase dirigen-te ejerce no sólo una dominación, sino también un "liderazgo moral e intelectual" en la sociedad (Gramsci, 1971: 57), es decir, se trata de ejercer una dominación no sólo por la vía de la fuerza, sino también del consenso. También por los aportes de Max Weber (1968) contribuyen a estructurar el concepto, aquí propuesto, de régimen po-lítico, en la medida en que, para dicho au-tor, los procesos de acumulación capitalis-

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ta exigen una serie de condiciones cultu-rales que tienen que ver con la existencia de una ética de la clase dirigente, sin la cual no hay desarrollo posible. Dichos liderazgo y consenso deben ser obtenidos a través de compromisos y reformas en las cuales de-ben ser tenidos en cuenta los intereses de diferentes grupos sociales. El cambio de modelo económico hace inoperantes los viejos acuerdos entre las élites y clases so-ciales que sustentaban y hacían posible el funcionamiento del anterior modelo de industrialización por sustitución de impor-tanciones, e impone la necesidad de gene-rar unos nuevos acuerdos que expresen la nueva correlación de fuerzas sociales. Sin embargo, la posibilidad de lograr nuevos acuerdos y alcanzar dichos consenso y liderazgo se ve limitada por dos razones. En primer lugar, por la división entre las élites económicas debido a la apertura e internacionalización de la economía. Las élites se dividen en aquellas que han in-corporado avances tecnológicos y se han conectado a los circuitos productivos y fi-nancieros mundiales, y aquellas menos competitivas que actúan con base en el mercado nacional. Mientras las primeras abogan en favor del libre comercio y la internacionalización de la economía, las segundas abogan en favor del proteccio-nismo o la apertura gradual. En segundo lugar, por la exclusión de sectores sociales subordinados debido, entre otras razones, a la reducción del gasto público de carác-ter social y de subsidios estatales y a la ge-neración de desempleo. Ambas dimensio-nes del proceso de reestructuración econó-mica limitan las posibilidades de las élites para hacer alianzas entre sí y con otros sec-tores sociales, a fin de construir democrá-ticamente unas nuevas reglas de juego que regulen las relaciones entre los actores so-ciales y políticos.

En esta perspectiva, se podría plantear que el nuevo modelo económico ha pro-ducido una fragmentación en la clase di-rigente empresarial del país. Tradicional-mente ésta se expresaba a través de la Aso-ciación Nacional de Industriales (ANDI), quien representaba sus intereses económi-cos. Sin embargo, en los años noventa la clase empresarial se ha dividido entre el sector de los llamados "cuatro grandes" conglomerados económicos, cuyos intere-ses están ligados a la apertura e interna-cionalización de la economía, y el sector que representa la industria nacional, la cual está siendo afectada por la apertura mis-ma. Este hecho podría explicar el distan-ciamiento que en los últimos cuatro años, se ha producido entre la ANDI y el Conse-jo Gremial, por una parte, y los llamados cuatro grandes o "cacaos", por la otra.

Dicha fragmentación puede sustentar-se en el estudio de Gabriel Misas (1994) sobre la industria nacional. Este autor ar-gumenta que las características más visibles de la acumulación de capital en las últimas dos décadas son la formación de grandes grupos económico-financieros y el creci-miento acelerado del ahorro financiero. Estos dos fenómenos muestran que la ló-gica de la acumulación no ha Estado cen-trada en la expansión de la producción manufacturera. Es decir, dichos grupos se han dedicado a adquirir la propiedad de las empresas existentes y no a generar ac-tivos reales nuevos. Surge así un sector empresarial con grandes excedentes finan-cieros, situado en posición de control res-pecto de un gran número de empresas na-cionales y que se favorece de una política de apertura de la economía y de privati-zación de funciones estatales, sobre todo en lo que tiene que ver con las telecomu-nicaciones, la generación de electricidad y la exploración y refinación de petróleo.

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Respecto del sector industrial que ac-túa con base en el mercado nacional, se podría pensar que éste ha perdido poder en relación con la orientación de la políti-ca macroeconómica. Un estudio de Luis Jorge Garay (1998) muestra que la produc-tividad de la economía colombiana ha caí-do drásticamente y que presenta, en tér-minos comparativos, un atraso tecnológi-co de 20 años; que ésta se ha concentrado en el mercado interno y no está en condi-ciones ni ha aprovechado las oportunida-des que le ha brindado la apertura para insertarse en el mercado mundial. Este hecho estaría indicando que a pesar del, supuestamente prudente y sesudo mane-jo de la economía por parte de la élite tecnocrática, no ha habido un acuerdo ni claridad para orientar el desarrollo produc-tivo del país.

La apertura económica también ha afec-tado al sector agrario, tanto al que produ-ce para el consumo interno como para el externo. El caso más dramático es el del sector cafetero, el cual pasó de representar el 80% de las exportaciones del país en la década de los cincuenta, a representar el 18% en la de los noventa (Misas, 1994), Por lo tanto, la drástica reducción de la partici-pación del sector agrícola en la generación de divisas ha significado, también, una pérdida considerable de poder en la orien-tación de la política macroeconómica y, a su vez, está situación puede estar afectan-do su capacidad de influencia política y movilización social.

Legitimidad versus eficiencia

Así pues, uno de los objetivos de la rees-tructuración neoliberal del Estado fue la reducción de su tamaño, mientras que el objetivo perseguido por la reestructuración

política fue su fortalecimiento. La interac-ción de ambos procesos produjo un resul-tado interesante: el gasto público total como proporción del PIB pasó de represen-tar el 25.5% en el período 1980-1994 al 30.2% en el período 1990-1994 (Departa-mento Nacional de Planeación, 1994). La explicación de dicho fenómeno, es decir, el hecho de que el gobierno de Gaviria, uno de los gobiernos más neoliberales que ha tenido el país, hubiera sido incapaz de re-ducir el gasto público, radica en la contra-dicción entre la legitimidad política y la eficiencia económica. En efecto, legitimi-dad y eficiencia son los factores más im-portantes de la actividad estatal (Offe, 1993: 134) y determinan la capacidad del Estado para integrar la sociedad y distribuir sus recursos. Dicha contradicción radica en el hecho de que el Estado tiene que tratar de cumplir simultáneamente

las condiciones en la cuales es posible la acu-mulación de capital [y al mismo tiempo] mantener o crear las condiciones para la ar-monía social (O 'Connor, 1973: 6).

Para el caso colombiano, la contradic-ción entre legitimidad y eficiencia resulta de la interacción entre los elementos polí-ticos y económicos de la reestructuración del Estado, es decir, de un nuevo orden constitucional que reclama "más Estado" como condición para superar la crisis de legitimidad, y un nuevo modelo de desa-rrollo económico que requiere "menos Estado" con el fin de permitir la libre asig-nación de los recursos sociales por el mer-cado. Mientras la administración de Ga-viria privatizaba las empresas estatales y reducía el gasto público, la nueva Consti-tución incrementaba el número de institu-ciones y erigía la equidad y la distribución en piedra angular del nuevo orden políti-

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co y económico. El objetivo de reducir el gasto público fue afectado por la gran importancia atribuida a la política de recu-perar para el Estado el monopolio legíti-mo del uso de la fuerza: mientras el gasto público en defensa y administración de justicia se incremento en más del 50% en-tre 1990 y 1994, el gasto social cayó más del 10% en el mismo período (Contraloría Ge-neral de la República, 1994).

La contradicción entre legitimidad y efi-ciencia se expresa también en la tensión entre política fiscal y política social, la cual presenta la siguiente dinámica: el ajuste neoliberal persigue la eficiencia de Estado para lograr el equilibrio macroeconómico, especialmente para reducir la inflación y el déficit fiscal. La búsqueda de estos obje-tivos implica, entre otras cosas, la disminu-ción del gasto público, la introducción de una tributación regresiva, y la reducción del salario real. Con dichas políticas la fun-ción distributiva del Estado se ve severa-mente afectada lo cual, a su vez, afecta su capacidad para conciliar los intereses de los diferentes actores sociales. Esta situación ha engendrado una pugna distributiva y una creciente polarización de la sociedad. Esta situación es grave si se tiene en cuen-ta que Colombia ha sido un país que se ha caracterizado por tener una alta concentra-ción del ingreso. Datos recientes muestran que esta tendencia se ha agudizado a la par que se ha introducido el modelo económi-co neoliberal. En efecto, a comienzos de los ochenta, considerada por los analistas eco-nómicos como la época en que la equidad presentó su "mejor momento", el 20% más rico de la población percibía el 49% del in-greso nacional, mientras el 20% más pobre percibía el 6.6%; en tanto que en 1996 el 20% más rico de la población recibió el 54% de los ingresos, mientras que el 20% más

pobre obtuvo sólo el 6% (Fedesarrollo/SER 1997: 42). Estas cifras nos indican que si el Estado quisiera incrementar su legitimidad tendría que implementar una sólida polí-tica de redistribución del ingreso, sin em-bargo, el margen de maniobra no es mu-cho. Con recursos disminuidos el Estado tiene una menor capacidad de respuesta frente a las presiones sociales, lo cual con-duce a la necesidad de recurrir a la repre-sión o el autoritarismo.

CONCLUSIÓN

Las anteriores fueron algunas reflexiones preliminares acerca de las relaciones entre el Estado, el modelo económico y el régi-men político, con el propósito de esbozar un esquema para entender la actual crisis política colombiana. Este esquema requie-re mayor elaboración pero, por el momen-to, me permite ofrecer algunas conclusio-nes tentativas.

En primer lugar, debido a que el Estado colombiano es débil y a que recientes mo-dificaciones de régimen político, inducidas por el cambio de modelo económico, han reducido su autonomía para implementar reformas políticas y económicas, la so-lución a la crisis política implica un fortalecimiento del Estado mismo. Dicho fortalecimiento debería surgir de acuerdos democráticos entre todos los actores en conflicto, orientados a: a) establecer el monopolio estatal sobre el uso de la fuerza y la producción de regulaciones, b) inte-grar el territorio nacional mediante una clara y activa política de colonización y de-sarrollo socioeconómico en las regiones marginadas y c) reconocer e instituciona-lizar poderes regionales y locales, conce-diéndoles cierto grado de autonomía, a cambio de que éstos reconozcan la necesi-

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L a d e b i l i d a d d e l E s t a d o c o l o m b i a n o e n t i e m p o s d e l n e o l i b e r a l i s m o y e l c o n f l i c t o a r m a d o « 1 1 5

dad de mantener la integridad del territo-rio nacional.

El acuerdo para fortalecer el Estado de-bería incrementar su autonomía frente a los diversos actores sociales. Sin embargo, ello no debería implicar su aislamiento frente a la sociedad civil. Por el contrario, el au-mento de la capacidad del Estado para re-gular la sociedad requeriría la combinación de su fuerza interna y de relaciones con los diversos sectores sociales, a fin de forjar un projecto societal lo suficientemente comprensivo para incluir los diversos in-tereses sociales. Dicho proyecto también debería ser el resultado de un acuerdo entre representantes de todos lo sectores sociales para: a) redistribuir el ingreso, b) realizar una reforma agraria y fortalecer la educación, especialmente en las áreas ru-rales, con el propósito de incrementar la productividad de la economía campesina y c) atenuar los efectos sociales de las polí-ticas neoliberales, de ajuste fiscal y de internacionalización de la economía.

El lugar y la oportunidad para realizar los mencionados acuerdos deberían ser las actuales negociaciones de paz con la insur-gencia armada, que deberían ser conside-radas como la oportunidad para refundar el Estado y la sociedad civil colombianos y no como un mero proceso de paz.

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EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO EN LOS AÑOS NOVENTA: CAMBIOS EN LAS ESTRATEGIAS Y EFECTOS ECONÓMICOS

Camilo Echandía Castilla'

Este artículo muestra cómo la insurgencia en los años noventa logró variar su condi-ción de guerrilla rural con influencia ex-clusiva en zonas periféricas, convirtiéndo-se en una organización que pretende con-solidar su influencia en amplias zonas del territorio nacional, aplicando para ello una estrategia que articula circunstancias eco-nómicas, políticas y militares. La guerrilla de hoy ha cambiado su manera de buscar el poder, sus formas de accionar militar-mente, de movilizar sectores sociales y de conseguir las finanzas para subsistir como organización armada. Así mismo, pudo extender su presencia a los centros políti-co-administrativos más importantes del país y muestra elevada actividad en zonas petroleras, mineras, de cultivos ilícitos, fronterizas y con importante actividad agropecuaria. La geografía de la presencia guerrillera refleja con claridad cómo avan-za de manera cada vez más evidente hacia las zonas que le proporcionan ventajas es-tratégicas en la confrontación.

Es importante tener presente que la prolongación del conflicto armado colom-biano tiene como fundamento la autono-mía adquirida por las guerrillas, sobre todo en el campo financiero, reduciendo la im-portancia de obtener un mayor apoyo so-

cial y político, que es la necesidad inheren-te a toda guerrilla.

De otra parte, la incidencia de la vio-lencia en la economía no ha llegado al máximo nivel, sino que en general la eco-nomía ha logrado avanzar, a pesar de este flagelo, proporcionando un buen ejemplo de como las situaciones de conflicto resul-tan siendo compatibles con signos positi-vos de la actividad económica, sin que el funcionamiento global del sistema llegue a verse afectado por estas situaciones. Esta aparente paradoja permite entender la tra-dicional ausencia de compromiso en los sectores urbanos que al percibir el conflicto armado como una molestia lejana y no como una fuerza perturbadora que ame-nazara sus intereses, son indiferentes a la búsqueda de salidas que impliquen conce-siones de su parte. Ante la percepción ge-neralizada, que se impone con fuerza ha-cia el final de la década del noventa, de que la inseguridad es el principal problema que enfrenta la economía colombiana, la su-bestimación estratégica sobre las implica-ciones del conflicto pareciera estar cam-biando, sin que sea aún clara su derivación hacia la construcción de los consensos que hagan viable la solución política del con-flicto armado.

* Profesor titular de la Universidad Externado de Colombia e investigador del CEDE de la Universidad de los Andes, Programa de Estudios sobre Seguridad, Justicia y Violencia (Paz Pública).

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COMPORTAMIENTO DE LOS ACTORES DEL CONFLICTO ARMADO

Hacia comienzos de la década del noven-ta, la actividad armada de la guerrilla se recrudece luego de la realización, en sep-tiembre de 1990, de la quinta cumbre de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, en la cual se acordó la ejecución de accio-nes contra las FEAA. y la infraestructura económica del país. Las FF.AA. por su par-te, en noviembre culminaron la primera etapa de la operación Centauro, empren-dida a partir de marzo por la VII Brigada, con el objetivo de tomar los campamentos del Estado Mayor del Bloque Oriental (EMBO); en diciembre se ejecutó la segun-da fase de la operación Centauro, por me-dio de la cual unidades de la IV División del Ejército ocuparon los campamentos del Secretariado Nacional de las FARC en la Uribe-Meta el día 9 de diciembre, coinci-diendo con la elección de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente.

En 1991, la guerrilla continuó con la ofensiva iniciada en septiembre de 1990, a la que se sumó la respuesta a la toma de los campamentos del Estado Mayor de las FARC en el Meta. En los dos primeros me-ses del año, la guerrilla intensificó su accionar a través de todos sus frentes, al-canzado niveles de beligerancia nunca an-tes registrados. En marzo, el ritmo de la ac-tividad armada comenzó a descender. Este cambio se encuentra precedido por la de-cisión de las FARC y el ELN de aceptar el diálogo directo y expedito propuesto por el Gobierno Nacional en el mes de febre-ro. En el segundo semestre de 1991, se pro-duce una segunda escalada de acciones de la Coordinadora Guerrillera, en el mes de julio, en momentos en que la Asamblea Nacional Constituyente proclamaba la nueva carta política.

Como se observa en el anexo estadístico, durante 1992 se registran los niveles más elevados de actividad armada. Las accio-nes por iniciativa de las FARC se registran en mayor número que las del ELN. Las ca-racterísticas más sobresalientes en el com-portamiento de la violencia generada por la guerrilla fueron la insistencia en los sa-botajes del ELN y el incremento de los con-tactos armados entre las FEAA. y las FARC. El ostensible crecimiento de los contactos armados durante 1992 evidencia la mayor presión ejercida por la Fuerza Pública so-bre la guerrilla que se traduce en enfren-tamientos. Durante 1993, los contactos ar-mados propuestos por iniciativa de las FF.AA. superaron en más de 40% las accio-nes ejecutadas por los grupos alzados en armas. Los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y la guerrilla se presentaron en los departamentos afectados en mayor grado por la acción de los grupos subversivos y donde actúan los frentes con mayor ca-pacidad ofensiva. La guerrilla en el conjunto de 1994 incrementó el número de acciones dirigidas contra la Fuerza Pública. Las emboscadas, los hostigamientos y los ata-ques contra instalaciones militares y de po-licía superaron en 1994 el número de he-chos registrados durante el año anterior. Así mismo, se incrementaron las acciones que afectan directamente a la población ci-vil, secuestros y tomas a poblaciones. En la coyuntura de cambio de gobierno, en el mes de julio y la primera semana de agos-to, la guerrilla desató una nueva escalada de acciones ofensivas con el propósito de "despedir al presidente Gaviria" y hacer demostraciones de fuerza ante el nuevo gobierno. A partir de la segunda semana de agosto el accionar armado de las FARC y el ELN (emboscadas, acciones de sabota-je, hostigamientos y tomas a poblaciones) comienza a disminuir y se coloca en un

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El conflicto armado colombiano en los años noventa • 119

nivel muy bajo. La reducción de la vio-lencia guerrillera se produce a partir del inicio del nuevo gobierno, coincidiendo con la presentación de la política de paz y las primeras manifestaciones de los grupos alzados en armas en el sentido de acoger la iniciativa para la paz expuesta por la administración Samper.

En los primeros meses de 1995, se pro-duce la intensificación de los operativos de las FF.MM. en el departamento del Meta, particularmente en el municipio de Uribe. Muchas de las acciones que las FARC rea-lizan en el mes de febrero parecen respon-der a los operativos militares en la zona propuesta como escenario de un primer encuentro entre el gobierno y la guerrilla para dar inicio a los diálogos de paz. El gobierno, tras el fracaso en su iniciativa de paz y de que el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado fuera asesinado, decide declarar el Estado de Conmoción Interior con el propósito de dictar medidas excepcionales encaminadas a combatir los factores de violencia en el país. En 1996 los paros y protestas contra la fumigación de cultivos ilícitos en las zonas cocaleras fue-ron acompañados por una escalada de la actividad ofensiva de la guerrilla.

En 1997 la guerrilla escaló su actividad armada y paralelamente, presionó la re-nuncia de un conjunto importante de can-didatos a los concejos y alcaldías en 162 municipios en los meses previos a la reali-zación de los comicios electorales del 26 de octubre. En Nariño y algunos municipios de la Montaña Antioqueña, la guerrilla sa-boteó las elecciones donde comenzaba a incursionar, con el propósito de ampliar su influencia a nivel local. En el sur de Bolí-var, Bajo Cauca y Magdalena Medio de Antioquia y Meta, las amenazas de la gue-

rrilla contra los candidatos se producen en las localidades donde los paramilitares le disputan el poder. Al presionar la renun-cia de los candidatos la guerrilla procuró neutralizar el avance paramilitar e impe-dir que controlaran los gobiernos locales. En las zonas donde las FARC cuentan con una presencia histórica en el suroriente del país (Caquetá, Guaviare, Putumayo, Hui-la y Cauca), el sabotaje a las elecciones tuvo como fin hacer una demostración de po-derío. De otra parte, el rápido avance paramilitar se expresaba en el hecho de que en zonas presionadas en el pasado por la guerrilla (Urabá, Córdoba, Magdalena, Casanare y sur del Cesar), las elecciones de octubre se celebraron sin que los candida-tos fueran intimidados por los alzados en armas. En estas zonas la intimidación co-rrió por cuenta de los paramilitares que, como en el caso de Urabá, impidieron que se presentaran candidatos de partidos o movimientos de izquierda.

Los cambios sucedidos hacia finales de los años noventa en el conflicto interno, ha-cen preciso reconocer que no obstante el mayor alcance logrado por la guerrilla en el propósito de ampliar su poder a nivel local, el avance de los grupos paramilitares se expresa, por una parte, en que el ELN ha perdido terreno en el norte del país, y por otra, en que las FARC han tenido que concentrar mayores esfuerzos en neutrali-zar la expansión de los grupos irregulares que se les oponen en el Magdalena Medio y en el oriente del país donde les disputan el control del poder local. Los grupos paramilitares han asumido la doble tarea de impedir, por una parte, la expansión de las guerrillas y, por otra, la de penetrar las zonas donde estas organizaciones cuentan con las fuentes más estables de financia-miento. Ante esta nueva situación, las

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FARC demuestran mayor poderío en las zonas de presencia histórica, a través de acciones de gran contundencia militar como las que se registraron en los ataques contra objetivos militares entre 1996 y 19981. Estas acciones evidencian la gran capacidad bélica, de financiamiento y de control sobre la población, todo lo cual ten-dría como fin último sostener sus posicio-nes en las zonas de presencia histórica, mientras en el resto del territorio realizan actividades militares con el propósito de dispersar los esfuerzos del Estado para combatirlas.

Si bien es cierto que el número de ac-ciones propias del conflicto armado se incrementó en 1999 con respecto al año anterior, es preciso reconocer que el pro-ceso de paz iniciado con las FARC ha po-dido incidir en que el conflicto armado no se haya escalado en la proporción que muchos anunciaban. Sin embargo, este hecho no es resultado de un mensaje recí-proco explícito en las conversaciones, sino más bien del cambio producido en las es-trategias de los contendientes. En este sen-tido, es importante destacar cómo las FARC, que se habían propuesto demostrar su enorme poderío militar a través de ac-ciones dirigidas a atacar al Ejército, han

cambiado su estrategia priorizando los ataques a las poblaciones para destruir los puestos de policía y debilitar la presencia estatal en los municipios donde busca ampliar su influencia. Paralelamente a este cambio de estrategia de la guerrilla, el Ejército ha variado la suya respondiendo a los ataques a las poblaciones a través de su Fuerza Aérea que ha logrado en varios casos frustrar los propósitos de la insurgencia y producir también un alto número de bajas.

A raíz de los fuertes golpes que las FF.AA. propinaron a las FARC en el mes de julio de 1999, cuando esta guerrilla deci-dió hacer sentir su desacuerdo en torno al papel de una instancia de verificación de las normas de comportamiento en la zona de distensión, se ha producido el replan-teamiento táctico del grupo insurgente que lo ha llevado a cierta pasividad operativa. La desventaja aérea, claro bache de las FARC, le impide pasar a otro estado de la guerra. Los sucesos de Puerto Lleras y Hato Corozal pueden interpretarse como claras demostraciones de la enorme desventaja aérea que les causó a las FARC graves pérdidas y que se constituye en el princi-pal factor a favor del Estado en el logro de la disminución del poderío militar de la guerrilla.

1 El 30 de agosto de 1996 en el departamento de Putumayo fue atacada la base de Las Delicias. En desarrollo de la acción se produjeron 28 bajas del Ejército y 60 más fueron secuestrados. Posteriormente el 7 de septiembre de 1996 la base militar de La Carpa en el departamento de Guaviare fue atacada, producién-dose la muerte de 30 soldados. El 21 de diciembre de 1996 la ofensiva se dirigió contra la base militar de Patascoy en el departamento de Nariño. En 1998 los ataque continuaron, el 3 de marzo la Brigada Móvil No. 3 del Ejército fue atacada en el caño El Billar en el departamento del Caquetá; en desarrollo de los combates se produjo la muerte de 63 militares y el secuestro de 43 más. El 3 de agosto de ese año, la guerrilla atacó la base de la Policía en Miraflores Guaviare y Uribe y del Ejército en Pavarandó en el Urabá; entre civiles y uniformados murieron cerca de 100 personas y 133 miembros de la Fuerza Pública fueron secuestrados. Finalmente, en noviembre, en momentos previos a la creación de la zona de distensión en el suroriente colombiano, para adelantar las conversaciones de paz entre el Gobierno de presidente Pastrana y las FARC, esta guerrilla tomó por asalto a Mitú, capital del departamento de Vaupés.

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Se podría suponer que mientras com-pensan ciertas deficiencias, como la aérea, las FARC han optado por seleccionar sus objetivos, los cuales estarían centrados en atacar a la Policía y a los grupos paramili-tares, mientras que el Ejército es dejado de lado, limitándose a evaluar su capacidad de reacción. La Policía es atacada mediante la toma de poblaciones, emboscada a pa-trullas y atentados individuales de manera sorpresiva en los cascos urbanos, limi-tando su poder de control y sus movimien-tos. Los grupos paramilitares, por su lado, son atacados a través de la confrontación directa, buscando el combate, y a través del desmantelamiento de sus redes o supues-tas redes de apoyo.

INTENSIDAD DEL CONFLICTO ARMADO

La información estadística que se presenta en el anexo estadístico permite apreciar el incremento del accionar de la insurgencia y poner al descubierto la mayor capacidad ofensiva con que cuenta en los años noven-ta. Las acciones propias de la confronta-ción, como los contactos armados y los hostigamientos, así como los sabotajes a la infraestructura económica, aumentaron ostensiblemente en el conjunto de accio-nes armadas, mientras que las acciones tí-picas de financiamiento (asaltos a pobla-ciones, entidades y vehículos de transpor-te) disminuyeron. Estos cambios expresan la mayor capacidad militar con que cuen-tan hoy los grupos guerrilleros, en buena medida por haber logrado diversificar las

prácticas de financiamiento que hoy de-penden en alto grado del secuestro, de la extorsión y de las contribuciones forzadas del narcotráfico2.

Las acciones propias de la confronta-ción armada: contactos, emboscadas, hos-tigamientos y ataques a las instalaciones militares, que entre 1985 y 1991 represen-taban el 53%, entre 1992 y 1998 aumentan su participación al 67% de la actividad bé-lica. Se observa, también, que las acciones de sabotaje contra la infraestructura eco-nómica, petrolera, eléctrica y de comuni-caciones no varían su participación con el 27% en ambos períodos. Los asaltos a enti-dades públicas y privadas, las acciones de piratería y los ataques a pequeñas pobla-ciones que contaban con una participación en el conjunto de acciones del 20%, en el período más reciente tan sólo representan el 6%.

La distribución de las acciones armadas, a nivel departamental, permite determinar la concentración de hechos de este tipo en las diferentes circunscripciones. De esta manera, en los últimos doce años el 75% de las acciones armadas se registra en once departamentos: Antioquia 21%; Santander 12%; Norte de Santander 6%; Cesar 6%; Arauca 6%; Meta 5%; Cundinamarca 5%; Cauca 4%, Bolívar 4%, Huila 3% y Tolima 3%. Por otra parte, Córdoba, Caldas y Risaralda experimentaron importantes re-ducciones en la intensidad del conflicto armado hasta 1992, como consecuencia de

2 No es exacto tomar el narcotráfico como fuente de financiamiento de la guerrilla, sino más bien las contri-buciones forzadas del narcotráfico. En efecto, la guerrilla no parece disponer de redes de importación de insumos para el procesamiento, ni de exportación de producto terminado, ni maneja una amplia infraes-tructura de laboratorios para la producción de alcaloides, ni un sistema de lavado de dinero. En síntesis, es un actor externo al narcotráfico, que cobra un impuesto a los agentes encargados de la producción y el tráfico de drogas.

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la desmovilización del EPL. A partir de 1993, la disminución en el accionar de la guerrilla se mantiene únicamente en Cór-doba. En cambio, Risaralda y Caldas se encuentran afectados, en el presente, por la presencia activa de tres frentes de las FARC y un reducto disidente del EPL.

En el resto del país se produce un au-mento sostenido en la intensidad del con-flicto armado. Los departamentos donde se observan los más altos incrementos en la intensidad del conflicto son: Guajira, Chocó, Bolívar, Magdalena, Sucre, Quindío, Tolima, Putumayo, Meta, Arauca y Casanare. En todos estos departamentos se ha observado un fuerte avance de los grupos guerrilleros en los últimos años. Las FARC y el ELN han incrementado su pre-sencia en la Guajira y Casanare. Así mis-mo, las FARC registraron, luego de las ope-raciones de las FF.AA. contra los campa-mentos del secretariado en Uribe (Meta), un fuerte aumento de su presencia en el centro del país. Otros departamentos don-de la intensidad del conflicto armado tam-bién ha aumentado en los últimos años son: Antioquia, Norte de Santander, Cauca, Quindío y Valle.

La geografía del conflicto armado que se presenta en el mapa 1, también eviden-cia que el mayor poderío militar de las organizaciones alzadas en armas continúa estando y se manifiesta con mayor inten-sidad en las zonas donde se implantaron los primeros núcleos guerrilleros (Urabá, Magdalena Medio, Sierra Nevada de Santa Marta, Catatumbo, Sarare y el surorien-

te). Las zonas más afectadas por la elevada intensidad del conflicto en el presente son como en el pasado ante todo rurales.

La expansión reciente de la guerrilla hacia zonas urbanas y con mayor poten-cial económico, no se encuentra acompa-ñada de la capacidad de realizar en forma sostenida acciones ofensivas, inclinándo-se más hacia la obtención de recursos para el financiamiento de las organizaciones al-zadas en armas3. La presencia en munici-pios cercanos a los grandes centros urba-nos del país confronta, por otra parte, la te-sis generalizada de que la guerrilla crece por inasistencia estatal en áreas alejadas del centro del país. Muestra, más bien, que la insurgencia ha cambiado su dinámica de crecimiento, alejándose de las reivindica-ciones campesinas y relacionándose aho-ra con el proceso de urbanización que ex-perimenta el país4.

LAS MANIFESTACIONES DE VIOLENCIA

La expansión territorial de los actores del conflicto interno en los años noventa se expresa, de otra parte, en el incremento del recurso al terror (Lair, 1999). A través de la intimidación, guerrillas y paramilitares in-terfieren los procesos de elección de los gobernantes locales, determinan a quienes deben favorecer los nombramientos, los contratos, las inversiones físicas y los pro-gramas sociales. Las presiones, ante el es-caso poder de convocatoria, se manifiestan en asesinatos, secuestros y amenazas que recaen en dirigentes políticos, candidatos y funcionarios.

3 Ver el tratamiento detallado de las estrategias de expansión en: Echandía (1999). 4 El análisis de este proceso en el caso de Cundinamarca lo realiza Peña (1998).

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A nivel local, las organizaciones guerri-lleras y paramilitares actúan como redes de poder, que manejan instrumentos de fuer-za y son capaces de imponer su control sobre la población a través de la intimida-ción reemplazando los lazos de solidaridad colectiva por la desconfianza mutua que se manifiesta en la ley del silencio y en la in-comunicación, a partir de lo cual es impo-sible construir comunidad y propiciar el desarrollo. La violencia que genera la com-petencia entre los actores armados ilega-les se explica por el desmembramiento de las redes adversarias como condición ne-cesaria para subvertir y construir posicio-nes de poder (Suárez, 1999).

La reciente irrupción de los parami-litares en la región del Catatumbo (Norte de Santander), sembrando el terror a tra-vés de la realización de masacres -como las que se registran en la localidad de La Gabarra a partir de mayo de 1999-, revela su propósito de golpear las redes de apoyo de la guerrilla en el nororiente colombia-no donde estas organizaciones cuentan con fuentes de financiamiento muy sólidas5. Con este comportamiento, los paramili-tares pretenden disputarle a la insurgen-cía los enormes recursos económicos deri-vados de la actividad petrolera que han constituido el factor decisivo en su recu-peración y la estabilidad en los flujos de recursos económicos hacia zonas donde operan grupos armados con menores po-sibilidades de financiamiento.

Por su parte, las FARC han venido apli-cando en Urabá una estrategia similar a la utilizada por los paramilitares, pues en las incursiones puede dar muerte a personas consideradas redes de apoyo, como ha su-cedido en Juan José, Batatas, Pueblo Bello y recientemente en Valencia en Córdoba. Las FARC han recurrido al terror para ampliar los corredores de acceso y pene-trar el eje de los paramilitares en el Nudo de Paramillo y la Serranía de Abibe en Córdoba.

El comportamiento de los actores orga-nizados de violencia determina que el ho-micidio en Colombia haya tenido una "di-fusión contagiosa" (Cohén y Tita, 1999) en el sentido en que la presencia de estructu-ras organizadas que recurren a la violen-cia generan una dinámica de la que son víc-timas tanto miembros de organizaciones ri-vales como no miembros. Los homicidios causados por una organización generan una espiral de acciones violentas que se extienden en el tiempo más allá de los ac-tores inicialmente implicados y que tien-den posteriormente a persistir.

En el mapa 2 se presentan las trescien-tas cinco poblaciones que superaron la tasa promedio nacional entre 1996 y 1998; 80% se localizan en diez departamentos: Antio-quia (80), Cundinamarca (31), Valle (28), Boyacá (21), Santander (18), Meta (17), Caquetá (14), Caldas (13), Risaralda (12) y Quindío (10). Así mismo, 93% de los mu-

5 Las finanzas de la guerrilla y en particular del ELN en esta zona, no dependen de manera exclusiva de la actividad petrolera. Es sabido que La Gabarra constituye un importante centro de procesamiento de la coca producida en el Catatumbo, circunstancia que podría ser aprovechada por la insurgencia para deri-var ingresos a cambio de la prestación de "seguridad" a las actividades ilícitas que allí se llevan a cabo. Así mismo, la guerrilla se beneficia en esta zona de las actividades de contrabando que se realizan en la frontera con Venezuela y que de otra parte le permiten tener acceso al mercado negro de armas, municio-nes y explosivos.

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nicipios con índices críticos de homicidio pertenecen a la estructura rural y 7% a la urbana. Las zonas rurales más afectadas por la violencia homicida son aquellas don-de priman el campesinado medio cafetero (72% de los municipios de este tipo regis-tran tasas superiores al promedio nacional) y la colonización de frontera (56% de los municipios registran tasas superiores al promedio nacional).

Los municipios de campesinado medio cafetero que se habían caracterizado por el predominio de un campesinado medio es-table y acomodado dedicado a las activi-dades de producción de café, con la crisis albergan un sector endeudado y desespe-rado. La cosecha cafetera en estas zonas produce una alta inmigración de trabaja-dores de regiones pobres, ocasionando alta densidad poblacional que no encuentra pleno empleo, acentúa la delincuencia, genera expresiones de justicia privada y es explotada por grupos guerrilleros que en-cuentran apoyo en los desempleados. Adicionalmente, la expansión más fuerte de los grupos guerrilleros se ha registrado en los últimos años sobre los municipios del eje cafetero, buscando aumentar su presencia en esta zona estratégica por cuanto de manera obligada pasan por aquí los intercambios comerciales entre Medellín, Cali y Bogotá. Por otra parte, en la zona occidental de las cordilleras en los departamentos de Quindío y Risaralda, la violencia tiene también una estrecha co-nexión con las actividades de narcotráfico en el norte del Valle, que desde aquí coor-dina el acopio y la exportación de cocaína y heroína producida en el sur del país. Así mismo, el narcotráfico ha registrado un fuerte proceso de compra de tierras, am-parado en organizaciones armadas muy violentas.

En las zonas de colonización de fronte-ra se registran procesos activos de coloni-zación, desarrollados por movimientos migratorios generados por la violencia y la descomposición campesina en la región andina. La carencia de infraestructura vial y de servicios, la poca disponibilidad de suelos para la actividad agrícola, la baja productividad, la nula integración a los mercados nacionales o regionales, unida a la precaria presencia del Estado, dificultan la vinculación del colono a la fierra, con-formándose así una economía parcelaria itinerante, que a la vez que ensancha la frontera agrícola favorece el establecimien-to de cultivos ilícitos. Las regiones corres-ponden a las de mayor intensidad del con-flicto armado; el piedemonte llanero y zo-nas de Caquetá, Guaviare, Putumayo, Meta y Casanare. En estas poblaciones ru-rales los altos índices de violencia se expli-can en buena medida por la presencia de la guerrilla y/o los paramilitares que recu-rren al homicidio para sembrar el terror, imponer su influencia y ganar privilegios a nivel local.

Adicionalmente, el mapa 2 permite in-ferir que los altos niveles de pobreza no se relacionan en forma automática con la vio-lencia, como tantas veces se ha argumen-tado en los enfoques que buscan sus cau-sas en las condiciones objetivas. Las áreas más violentas en general están asociadas a la existencia de una estructura social heterogénea con organizaciones armadas enfrentadas en torno a fuertes intereses. Sin duda, la violencia coincide también con profundos desequilibrios sociales propios de regiones con economías dinámicas que atraen migrantes y donde la distribución del ingreso es inequitativa. En estas regio-nes no se ha podido establecer firmemen-te una base jurídica e institucional que dicte

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con claridad las reglas del juego y permita neutralizar la acción violenta de los dife-rentes actores en competencia. De otro lado, los reducidos niveles de violencia en general son más frecuentes en los munici-pios más atrasados y con menor actividad económica.

Desde otra perspectiva, el mapa 3 mues-tra que el 70% de los municipios que regis-traron elevado índice de homicidio entre 1996 y 1998, se encuentra en zonas afecta-das por el conflicto armado y que en mu-chas de estas localidades se registra tam-bién una elevada concentración de muer-tes causadas por los actores orga-nizados de la violencia. La convergencia geográfi-ca de estos fenómenos permite insistir en que los altos índices de muertes en Colom-bia tienen una relación muy estrecha con el conflicto armado y la presencia de acto-res violentos que, como ya se dijo, gene-ran una dinámica de la que son víctimas tanto miembros de organizaciones rivales como no miembros. De tal suerte, se en-cuentran municipios con tasas que supe-ran -en el doble o más- la media nacional y donde las muertes se originan en las or-ganizaciones de justicia privada en el norte del Valle, el Eje Cafetero, la Montaña Antioqueña y la región del occidente de Boyacá; mientras que en el piedemonte de la cordillera Oriental (municipios disper-

sos de Casanare, Arauca, Meta, Caque-tá, Guaviare y parte de Putumayo), el Urabá y el Magdalena Medio (municipios de Bo-lívar, Cesar, Antioquia y Santander) la vio-lencia es atribuible a los actores del con-flicto armado.

Pese al enorme desconocimiento sobre los autores de las muertes en el país, las au-toridades y los estudiosos han aceptado que las violencias que están cobrando el mayor número de víctimas sobrepasan a las que generan las guerrillas, los grupos de autodefensa, las organizaciones de jus-ticia priva al servicio del narcotráfico6. Como se ha visto, en las localidades urba-nas y rurales aludidas, la presencia de los actores violentos se asocia estrechamente con las altas tasas de homicidios indiscrimi-nados; a la vez, también son altos los ho-micidios selectivos. Adicionalmente, como lo señala un estudio reciente (Cubides, Olaya y Ortiz 1998), en las zonas rurales de colonización y los barrios periféricos de las ciudades en acelerada expansión se observan como factores comunes una so-ciedad débil, aunque dinámica y un Esta-do incapaz de constituirse en mediador de los conflictos, función que terminan des-empeñando las organizaciones armadas ilegales que se imponen a través de la vio-lencia. Lo razonable, entonces, es recono-cer, como afirma el sociólogo Daniel Pécaut

6 El casi total desconocimiento acerca de los responsables de las muertes violentas en el país se encuentra asociado a las deficiencias del sistema de justicia, que deja sin investigar dos terceras partes de los casos que se registran y se inclina por aquellos que tengan, de partida, un incriminado conocido. Ante esta situación, es de suponer que las muertes producidas por la violencia organizada serán dejadas de lado, por cuanto su esclarecimiento requiere mayor esfuerzo investigativo así como enfrentarse al poder de intimidación con que cuenta este tipo de violencia. En este aspecto, los datos de Medicina Legal analiza-dos por Rubio (1999) también muestran que el conocimiento acerca de las circunstancias de los homici-dios es inversamente proporcional a la violencia. Por ejemplo, se observa cómo el incremento de la vio-lencia se da acompañado de un mayor misterio alrededor del fenómeno. Es así como en los sitios más pacíficos del país se conocen las causas en un 61 % de los homicidios, mientras que en los más violentos las causas se saben sólo en el 33% de los casos.

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(1997), que en la violencia actual los fenó-menos interactúan y se relacionan de ma-nera que resulta totalmente inapropiado continuar trazando límites claros entre la violencia política y aquella que no lo es, y menos aún seguir insistiendo en la supues-ta irrelevancia de la violencia originada en los actores del conflicto armado.

EFECTOS ECONÓMICOS DEL CONFLICTO ARMADO

Los cambios sucedidos durante los años noventa ponen de presente el enorme po-derío militar alcanzado por la guerrilla, sustentado en el hecho de que ha encon-trado fuentes de recursos económicos muy importantes que a su vez determinan su perspectiva del presente, donde las fuen-tes de ingresos para la guerra parecieran inagotables7. Para el caso colombiano es importante tener en cuenta que la prolon-gación del conflicto armado tiene como fundamento la autonomía adquirida por las guerrillas, sobre todo en el campo finan-ciero, haciendo que tenga menor impor-tancia la búsqueda de un mayor apoyo social y político, que es la necesidad inhe-rente a toda guerrilla.

Ha sido justamente en el saqueo de re-cursos donde las prácticas de la guerrilla y de la delincuencia común se han confun-dido incrementando la inseguridad. Por su parte, la sociedad colombiana, como lo se-ñala un trabajo reciente (Castillo y Salazar, 1996), ha acabado acomodándose a la con-vivencia con la inseguridad desarrollando

una elevada disposición a pagar que acre-cienta la capacidad de los grupos alzados en armas con considerables consecuencias institucionales. Es obvio que ni desde el punto de vista social ni del individual, se trata de una estrategia óptima (la de pa-gar). Sin embargo, en la actual situación co-lombiana los agentes afectados por la amenaza permanente contra su vida y su patrimonio, una estrategia como la de pa-gar rescates y extorsiones llega a ser la mejor alternativa privada disponible debi-do a la concurrencia de varios factores, pero principalmente al hecho de que los agen-tes que deciden pagar tienen una certi-dumbre muy alta (fruto del aprendizaje) respecto a que la superación del conflicto armado por la vía política negociada es lejana y a la incapacidad del Estado para proteger sus bienes y su patrimonio de la amenaza guerrillera. El resultado de la ge-neralización de la negociación privada con el agente directo de la violencia lleva a que éste incremente su poder económico, sus ganancias territoriales y su capacidad de control sobre la población civil. De tal suer-te, la negociación que hace mucho tiempo el Estado viene buscando para superar el conflicto, es sobrepasada en la práctica por la negociación económica privada entre los agentes de altos ingresos y los alzados en armas.

Si bien las estimaciones económicas sobre las fuentes de financiamiento de la guerrilla constituyen sin lugar a duda un costo directo para la economía nacional, los costos económicos indirectos del conflicto

7 Los estudios recientes sobre las guerras civiles más importantes de las últimas décadas en el mundo, indican que -como en Colombia- todas han estado acompañadas de bonanzas en productos agrícolas, mineros o ilegales, que han permitido a los grupos insurgentes extraer rentas y adquirir autonomía en el campo financiero, condición que fundamenta la existencia de los conflictos, haciendo que los determinan-tes objetivos pierdan poder explicativo (Collier, 2000).

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armado pueden ser mucho más elevados como lo muestra un estudio reciente (Bejarano, 1997). En efecto, el impacto de la inseguridad y de la violencia en el sec-tor agropecuario, que ha sido tradicional-mente el más afectado por la guerrilla, son sobre todo indirectos y afectan negativa-mente la administración, la gestión, la inversión y el precio de la tierra en sub-sectores como la ganadería y la agricultura comercial. El impacto sobre el conjunto del sector se estima para 1995 en 32.69% del PIB agropecuario.

La evidente subestimación estratégica sobre las implicaciones del conflicto que ha prevalecido en el país, tiene derivaciones de singular importancia cuando se consi-dera el margen de concesiones posibles en una solución política negociada del conflicto armado colombiano. En este sentido, una reciente encuesta realizada a altos eje-cutivos de las grandes empresas del país revela que la clase dirigente colombiana desea con vehemencia la paz, cree que es preferible financiarla en lugar de la gue-rra, pero no está dispuesta a ceder parte de su ingreso para lograrla, y menos a ha-cer grandes concesiones a los alzados en armas {El Tiempo, 1999a).

En cualquier caso, los efectos económi-cos circunscritos a una alcance sectorial rural y a las actividades agropecuarias, a algunas regiones rurales con muy pocos alcances globales y sobre todo sin conse-cuencias económicas importantes ni para las actividades urbanas, ni para la seguri-dad en las ciudades, no debieran llevar en todo caso a subestimar el potencial de transformación y escalamiento del con-flicto hacia las áreas urbanas, en una trayectoria que por lo demás se ha experi-mentado en otros conflictos en otras áreas del mundo (Collier, 2000).

Una visión nueva, en cuanto a los efec-tos del conflicto armado en el sistema global pareciera desprenderse de los resul-tados de la encuesta de opinión industrial realizada por la ANDI el mes de abril de 1999, donde el 25% de los empresarios con-sidera que los problemas de la economía se relacionan con la inseguridad, 23% con los altos niveles de tributación, 9% con las dificultades del sector financiero, 7% con la incertidumbre que se respira en el país y 36% cree que la combinación de todos estos factores hace que no exista ningún as-pecto favorable que los induzca a invertir. {El Tiempo, 1999b).

Ante la percepción, que se impone con fuerza, de que la inseguridad es el princi-pal problema que enfrenta la economía colombiana, la tradicional subestimación estratégica sobre las implicaciones del con-flicto pareciera estar cambiando. Es apenas lógico suponer que la visión negativa de los agentes económicos ante los hechos de violencia protagonizados recientemente por el ELN, que ahora recurre al secuestro masivo de ciudadanos en las áreas urba-nas, haya aumentado. Lo que plantea una verdadera incógnita es si la sociedad, ante esta situación, insistirá en la racionalidad privada que le ha permitido convivir con la violencia o se decidirá por la construc-ción de los consensos que hagan viable la solución política de los conflictos.

CONCLUSIONES

Se ha visto cómo pese a haber diversificado su presencia que ya no es exclusivamente rural y marginal, las FARC mantienen un elevado grado de concentración de la acti-vidad armada en las zonas periféricas que les han permitido contar con una base de financiamiento estable. Las estructuras de

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frentes con presencia en zonas de cultivos ilícitos, enclaves agrícolas y explotación petrolera y minera, son las que cuentan con mayor capacidad de acción armada. Las FARC entre 1996 y 1998 demuestran ma-yor poderío en las zonas con presencia his-tórica, a través de acciones de gran contun-dencia militar que tienen como fin último sostener sus posiciones, mientras en el resto del territorio realizan actividades militares con el propósito de dispersar los esfuerzos del Estado para combatirlas. La prevalen-cia que han dado las FARC al ataque de las instalaciones de policía a partir de 1997, se ha convertido en todo un propósito estra-tégico. En efecto, este comportamiento está inscrito dentro del desarrollo de planes de guerra dispuestos a lograr el control de zo-nas específicas cada vez más amplias que se constituirían en núcleos de expansión de control militar y político.

Los hechos más sobresalientes del con-flicto armado hacia finales de la década pa-sada también se encuentran relacionados con el Ejército de Liberación Nacional. La violenta incursión paramilitar en Norte de Santander se enmarca en la lógica de la organización comandada por Carlos Cas-taño, que se ha propuesto debilitar militar-mente al ELN, a través de la penetración de sus zonas de influencia que como el sur de Bolívar tienen un elevado valor estra-tégico en la confrontación armada. En este sentido, la ofensiva que tiene como epicen-tro al Catatumbo, busca afectar la más importante estructura militar con que cuenta el ELN. Las autodefensas preten-den disputarle al ELN los enormes recur-sos económicos derivados de la actividad petrolera que han constituido el factor decisivo en su recuperación, y la estabili-dad de los flujos de recursos económicos hacia zonas donde operan estructuras ar-

madas con bases de financiamiento menos estables.

Los grupos de autodefensa parecen es-tar decididos a ganar el status de parte en la solución del conflicto lo que, según sus cálculos, tarde o temprano debería derivar en status político. Las masacres, la presión sobre el ELN, hecha pública y reivindica-da de manera insistente, las continuas en-trevistas a los medios y la magnificación de sus acciones, hacen parte de esa estrategia, lo que permite prever que en momentos álgidos del proceso de paz la violencia de estos grupos va a arreciar, para demostrar que sin ellos no habría paz.

La violencia asociada a los actores del conflicto armado se ha elevado en la me-dida en que se impone la estrategia que se expresa en la reducción de los enfrenta-mientos entre los aparatos armados, mien-tras se incrementan los asesinatos de civi-les que son percibidos por las partes en conflicto como apoyos del adversario. Ha-cia el inmediato futuro, la respuesta de la guerrilla a la mayor acción de las autode-fensas se circunscribiría involucrando más a la población civil, aumentando los en-frentamientos, desplazando a la Policía, en una dinámica en la que el desplazamiento será la constante, pues las respuestas de los actores se centrarán en la población. Esta característica del conflicto colombiano, en la actualidad, desvirtúa las interpretacio-nes corrientes que prevén su transforma-ción en una guerra civil, planteando más bien una guerra que cada vez con mayor fuerza se dirige contra la población civil.

Todo lo que se ha dicho permite prever que hacia el futuro la insurgencia, sin im-portar los elevados costos políticos que le signifique ampliar su base de financia-

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miento afectando sectores cada vez más amplios de la población -incluso en el área urbana- se propone aumentar aún más su capacidad militar al punto que le permita demandar una mayor participación en el poder. La derivación de lo anterior en el logro de la paz es que un acuerdo verda-deramente atractivo para la guerrilla sólo puede producirse en la medida en que su enorme poder de acción militar se trans-forme en cantidades equivalentes de poder legítimo. La construcción de las vías para lograr dicho acuerdo es el reto que se le plantea al conjunto de la sociedad colombiana.

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Quiñones, Adriana. Dimensión regional di los pammilitares en Colombia 1987-1998. Bogotá: Ofi-cina del Alto Comisionado para la Paz, Observa-torio de la Violencia. 1998.

Rangel, Alfredo. Colombia: Guerra en el fin de siglo. Bo-gotá: Tercer Mundo Editores, 1998.

Rubio, Mauricio. Crimen e impunidad: precisiones sobre la violencia. Bogotá: Tercer Mundo Editores, CEDE, 1999.

Suárez, Andrés. Configuraciones y dinámicas de la vio-lencia organizada en Colombia (1987-1997). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Departa-mento de Sociología, 1999.

Vélez, María Alejandra. Evolución y expansión de la FARC y el ELN. Bogotá: Universidad de los An-des. CEDE, 1999.

ANEXO ESTADÍSTICO

GRÁFICO 1 EVOLUCIÓN DE LA INTENSIDAD DEL CONFLICTO ARMADO (1985-1999)

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El conflicto armado colombiano en los años noventa • 131

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MAPA1 GEOGRAFÍA DEL CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA SEGÚN INTENSIDAD DE ACCIÓN

Intensidad media baja: entre 4 y 9 acciones (gris claro) Intensidad media alta: entre 10 y 20 acciones (gris oscuro) Alta intensidad de acción: más de 20 acciones (negro)

REPÚBLICA

COLOMBIA MAPA DE ENTIDADES

TERRITORIALES MUNICIPALES ESCALA 1 £00.000

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El conflicto armado colombiano en los años noventa • 133

MAPA 2 GEOGRAFÍA DEL HOMICIDIO EN COLOMBIA SEGÚN TASAS POR CIEN MIL HABITANTES

Municipios que superan la Tasa Nacional (gris claro) Municipios que superan en más del doble la Tasa Nacional (gris oscuro) Municipios que superan en más del triple la Tasa Nacional (negro)

REPÚBLICA OE

COLOMBIA MAPA DE ENTIDADES

TERRITORIALES MUNICIPALES

ESCALA 1:600 000

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MAPA 3 MUNICIPIOS CON ALTAS TASAS DE HOMICIDIO Y DONDE ADICIONALMENTE SE REGISTRAN EL CONFLICTO ARMADO Y LA CONCENTRACIÓN DE ASESINATOS COMETIDOS POR LAS ORGANIZACIONES ARMADAS

Municipios con altas tasas de homicidio, conflicto armado y concentración de asesinatos cometidos por los actores organizados de violencia (gris claro) Municipios con altas tasas de homicidio y conflicto armado (gris oscuro) Municipios con altas tasas de homicidio (contorno negro)

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COLOMBIA: UNA GUERRA CONTRA LOS CIVILES

Eric Lair*

Si lo que se pretende es comprender la guerra moderna no hay que entrar sólo en el mundo de las víctimas,

sino también en el de los pistoleros, los torturadores y los apologistas del terror (...).

Michael Ignatieff, El honor del guerrero.

Hace varios años Colombia experimenta fenómenos de violencia de singular com-plejidad, al ritmo de más de 22.000 muer-tes por año1. La violencia ha afectado tanto al colombiano común, como a las prin-cipales estructuras del país. Sin embargo, Colombia no es la «zona de caos» descrita por observadores sensacionalistas2. Es claro que el país se ha debilitado por la vio-lencia endémica, la deficiencia del sistema judicial y una crisis económica sin prece-dente desde los años 1930. Pero el Estado no se ha derrumbado, y Colombia puede preciarse de regirse por principios o valo-res democráticos, tal como lo demuestra la importante participación popular en las elecciones presidenciales de 1998, pese al intento de boicot de las guerrillas y a las amenazas de los paramilitares.

Es en este contexto donde hay que si-tuar la extensión del conflicto armado in-terno entre las guerrillas, los grupos para-militares y las fuerzas estatales. Desde fi-nales de los años 1970, el conflicto armado que aquí nos interesa se ha intensificado hasta dominar ampliamente el panorama general de la violencia en el país.

También la visión de los colombianos sobre el conflicto ha cambiado: hace 20 años no se lo percibía como una amenaza para la estabilidad del país; hoy, los más alarmistas consideran que las guerrillas están a punto de apropiarse de la capital, Bogotá, y que sólo una intervención mili-tar de los Estados Unidos podría evitarlo; otros, la mayoría, ponen sus esperanzas en

* Candidato a Doctor en Sociología en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París. Investiga-dor del Instituto Francés de Estudios Andinos y profesor de Ciencia Política. Correspondencia: [email protected]. Este texto es una versión modificada de una ponencia presentada en la Universidad de Princeton en septiembre de 2000.

1 Nos referimos a las muertes violentas provocadas por todas las formas de violencia-conflicto armado, violencia delincuencial e intrafamiliar, etc., que entran en interacción para dar un estado de violencia "generalizada". Sobre los distintos aspectos de la violencia véase Franco, 1999.

2 Véase a este respecto la lectura "caótica" del mundo postguerra fría propuesta por Xavier Raufer (1993). Para estimulantes críticas de las tesis sobre el desorden y el "caos", puede verse Etidier Bigo y Jean-Yves Haine (1995).

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las negociaciones de paz iniciadas en 1998 entre la administración del actual presiden-te, Andrés Pastrana, y la guerrilla (Pécaut, 1999) para salir de la crisis.

Señal de estos cambios es la evolución de la terminología del conflicto. En dos dé-cadas se ha pasado de un estado de belige-rancia interno poco reconocido, a una si-tuación en la que las nociones de "guerra" y "guerra civil" se han hecho corrientes.

Pero esta evolución no siempre ha im-plicado una reflexión acerca de las carac-terísticas y dinámicas de la guerra. Así, la noción de "guerra civil" ha sido aceptada cada vez más, sin que se genere un debate de fondo sobre su aplicación al caso colom-biano. Por otro lado, es sorprendente el es-caso número de estudios que versan sobre las lógicas de acción de los actores en gue-rra. La literatura al respecto privilegia teo-rías explicativas en términos de "cultura de la violencia" y "debilidad del Estado" mi-nimizando el rol de los grupos armados, que sin embargo hacen evolucionar las mo-dalidades de guerra y le imprimen a ésta una temporalidad particular.

La ausencia de estudio sobre los prota-gonistas armados refleja dos tendencias: el poco interés prestado a la sociología de los actores en conflicto y a sus estrategias y la falta de instrumentos teóricos que permi-tan aprehender violencias esencialmente infraestatales. Las preguntas de algunos analistas sobre nuestra capacidad para pensar los problemas estratégicos en el mundo de postguerra fría (David, 1997), se pueden retomar para el conflicto colombia-

no, cuyo carácter fluctuante obliga a bus-car sin cesar nuevas redes y herramientas de lectura.

Intentaremos comprender las lógicas de guerra de los grupos en conflicto, propo-niendo un análisis estratégico que respon-da a dos preguntas: ¿Cómo caracterizar este conflicto interno, percibido como una fuente de inestabilidad a escala del conti-nente americano? ¿Cuáles son las dinámi-cas y recursos de la guerra que hacen de Colombia un país con uno de los conflic-tos internos más antiguos en el mundo, al lado de Myanmar (ex Birmania), de Sri Lanka, de Sudán e incluso de Angola?

1. DE VUELTA SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL CONFLICTO: LA RUPTURA ESTRATÉGICA DE LOS AÑOS OCHENTA

Antes de abordar el conflicto armado, re-cordemos que la sociedad colombiana está cruzada por un conjunto de violencias cambiantes que han causado la muerte de unas 250.000 personas durante los noven-ta. La circularidad de las distintas dimen-siones de la violencia -ya sea que estén ligadas al conflicto armado, al tráfico de drogas, a la delincuencia común, a tensio-nes intrafamiliares o a riñas y ajuste de cuentas-, diluye las fronteras entre la vio-lencia política y social.

Las guerrillas, primeros actores del conflicto

Las principales guerrillas3 aún activas na-cieron en los años 1960 tras la guerra civil (época de la Violencia) entre los conser-

3 Para una presentación histórica y analítica de los movimientos guerrilleros en Colombia, véase Pizarro (1996).

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Colombia: una guerra contra los civiles • 137

vadores y los liberales4. Las Fuerzas Ar-madas Revolucionarias de Colombia (FARC-1964) ligadas originalmente al Par-tido Comunista Colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN-1965) inspi-rado en la Revolución Cubana, constituyen hoy las dos grandes fuerzas guerrilleras. El Ejército Popular de Liberación (EPL-1963) de inclinación maoísta perteneció a esa primera generación de guerrillas antes de deponer las armas en 1991. Movimientos surgidos posteriormente, como el M-19 (1973) y el grupo armado indígena Quintín Lame (1983), se incorporaron igualmente a la vida civil a principios de los noventa (Peñaranda y Guerrero, 1999).

Los años 1978-79 marcaron la renova-ción de la actividad de las guerrillas tras años de crisis internas y apatía de la lucha armada. Siguiendo al M-19, las guerrillas intensificaron sus operaciones militares y de propaganda. Frente al engrandecimien-to del M-19 especialmente entre las clases medias e intelectuales, las guerrillas en-tablaron una especie de competencia don-de cada una aspiraba a ser la legítima depositaría de la oposición armada en un sistema político tradicionalmente marcado por el bipartidismo entre conservadores y liberales.

Esta concurrencia armada ha abierto un ciclo de violencias en el que las guerrillas han perdido rápidamente el control a medida que los participantes se han mul-tiplicado. Han evadido la represión del Ejército y han entrado a interactuar con grupos delincuenciales. Igualmente han estimulado el aumento de una violencia

cotidiana atomizada, en especial en zonas de colonización reciente como en las áreas de cultivo de droga (diferencias familiares, violencias relacionadas con la prostitución y el alcohol, etc.).

La complejización del conflicto

En el curso de estos años hubo una comple-jización de la confrontación armada que refleja lo que se puede llamar una "ruptura estratégica" (Revue Stratégique, 1997).

En primer lugar, se dio una ruptura en la postura estratégica general (fines, repre-sentaciones, iniciativas, medios y matriz socioespacial) de las guerrillas. Desde sus conferencias respectivas en 1982-83, las FARC y el ELN adoptaron estrategias polí-tico-militares particularmente ofensivas: decidieron desdoblar sus frentes de gue-rra, diseminarse geográficamente siguien-do una lógica centrífuga, diversificar sus fuentes de financiamiento e irrumpir en la vida de los municipios con la intención de propiciar las condiciones para una insu-rrección popular.

Esta ofensiva estratégica coincidió con un trastorno en la economía de guerra. El desarrollo del comercio de la droga y más ampliamente la movilización de una serie de recursos económicos (minas de oro, es-meralda y carbón, extorsión a las compa-ñías petroleras y a las poblaciones, etc.) hacen comprensible la intensificación de los combates que se ha venido observan-do desde entonces. Como nunca antes, las guerrillas y, por lo tanto, otros actores coer-citivos, han podido aumentar sus efectivos,

4 Sobre este ciclo de violencias que ha entretejido la historia del país entre 1948 y mediados de los años 1960, véase Sánchez y Peñaranda (1996).

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la calidad de su armamento, su influencia y la envergadura de la confrontación en el tiempo y el espacio. De esta manera, ha habido en todos sus planes un salto cuali-tativo y cuantitativo de la guerra.

Finalmente, la intervención de la gue-rrilla en la escena nacional ha traído consi-go la aparición de diferentes grupos arma-dos, tales como las milicias urbanas y los paramilitares, quienes a partir de este mo-mento serán también actores principales del conflicto.

Crecimiento y relación de fuerzas de los grupos armados

Algunas cifras esbozan una idea del creci-miento de las guerrillas: las FARC pasaron de tener 32 frentes y 3.500 soldados en 1986, a tener más de 60 frentes y 7.500 com-batientes en 1995; por su parte, el ELN pasó de tener 11 frentes a 32 y 3.200 soldados de 800 anteriormente. Hoy se estima que los efectivos de las FARC alcanzan por lo me-nos 15.000 guerrilleros y los del ELN unos 5.000.

Esta dispersión no acarreó una atomi-zación incontrolada de los frentes. La rela-tiva rareza de los combates hasta principios de la década de 1990, la personalidad de los jefes de los grupos de guerra, la disci-plina y el centralismo de las facciones son, de hecho, elementos que explican la cohe-sión de las guerrillas después de años de existencia. Sin embargo, esta estabilidad no debe ocultar la voluntad de independen-cia. En el seno del ELN está notablemente más arraigada en el poderoso Frente Do-mingo Laín, el cual se separó anteriormen-te de la organización, reintegrándose hace poco, y en la disidencia del Ejército Revo-

lucionario Popular (ERP-1996). En las filas de las FARC, si las disensiones son menos marcadas, la dispersión de los frentes pos-tula importantes problemas de control logístico y militar para el Secretariado Ge-neral, ya que la nueva generación de jefes militares que emerge está al parecer más inclinada hacia las acciones armadas que hacia la línea política de los históricos líde-res guerrilleros.

Por su parte, los paramilitares, cuyos efectivos oscilan entre 8.000 y 10. 000 hom-bres, se originaron en su forma actual a me-diados de la década de los ochenta como reacción a las acciones guerrilleras. En su origen, se vieron beneficiados por el apo-yo de oficiales de las Fuerzas Militares co-lombianas. Sin embargo, en la actualidad tal apoyo no es tan evidente. Las alianzas entre paramilitares y las fuerzas estatales son ante todo fruto de iniciativas persona-les (Human Rights Watch). A diferencia de la experiencia llevada a cabo en Guatema-la, por ejemplo, para luchar contra las gue-rrillas (Schirmer, 1998), en Colombia no hay una política estatal a favor de los paramili-tares. Estos últimos reciben suministros ocultos de diversos sectores sociales y prin-cipalmente de los grandes terratenientes. Igualmente hacen acuerdos oportunistas con los narcotraficantes, cuando no son fi-nanciados por estos últimos.

Los grupos paramilitares no son tan unidos como aparentan serlo. Reunidos bajo la bandera de las Autodefensas Uni-das de Colombia (AUC), defienden intere-ses principalmente locales. Sus frentes regionales se solidarizan en la lucha con-tra un enemigo común: la guerrilla. For-zando un poco los hechos, se podría decir que ellos han sido los mayores opositores

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al crecimiento guerrillero (Bejarano, 1997). Desde los años noventa, los paramilitares disputan el control de varias localidades con presencia guerrillera, acrecentándose la bipolarización del conflicto en el que el Ejército regular colombiano no tiene por ahora un papel muy activo.

El Ejército frecuentemente se queda acantonado en sus campamentos, a falta de una estrategia política y militar claramen-te definida, y de dominio del territorio. Reducido a una posición de espera, el Ejér-cito colombiano da a veces la impresión de alegrarse de las ofensivas paramilitares y de estar en medio de un sistema de dele-gación implícita de la fuerza a éstas orga-nizaciones militares privadas. Al mismo tiempo el Ejército constituye el principal objetivo militar para la subversión, tal como lo demuestran las operaciones de las FARC desde 1996 (ataque a la base militar de Las Delicias) contra diferentes blancos militares en todas las cuales se tomaron prisioneros.

Para salir de este círculo pernicioso de "falta de disponibilidad operacional y de manejo de los espacios nacionales -de-rrotas- pérdida de legitimidad", bajo la presidencia de Andrés Pastrana se ha pro-puesto una reforma militar. A pesar de que aún es muy precario medir sus efectos, puede decirse que el énfasis de la reforma parece estar en la creación de unidades flexibles (como la Fuerza de Despliegue Rápido) y en el uso de modernas tecnolo-gías aéreas provenientes de los Estados Unidos. Tales equipos han hecho posible la multiplicación de las acciones contra la guerrilla iniciadas desde el verano de 1999. Acciones estas que han ocasionado impor-tantes pérdidas entre las guerrillas.

2. LAS LÓGICAS DE DOMINIO SOCIO-ESPACIAL

DE LOS ACTORES ARMADOS

La violencia generada por el conjunto de protagonistas armados puede ser redefi-nida a la luz de la estrategia en secuencias de acción donde se definen objetivos y se movilizan diferentes recursos. Aunque sea difícil a veces decir con certeza cuáles son los objetivos y los medios de estos pro-tagonistas, la acción estratégica se cons-tituye en un tríptico: territorio, riquezas económicas, poblaciones.

La malla territorial de los protagonistas armados

Como consecuencia de la expansión geo-gráfica de las guerrillas y organizaciones paramilitares, la privatización de los terri-torios ha tornado proporciones considera-bles. Algunos de ellos están marcados por uno de los protagonistas armados, a la manera de los territorios de la droga, con-trolados desde hace bastante tiempo por las guerrillas (sobre todo las FARC). En esas zonas, localizadas al sur y sureste del país (Putumayo, Caquetá y Guaviare), las gue-rrillas dictan las condiciones de su "coha-bitación" con otros protagonistas, como los narcotraficantes y todas las poblaciones que han tomado a su cargo (González, Ramírez, Valencia y Barbosa, 1998).

La malla socioespacial asegurada por los actores armados es aún más precaria de-bido a que el territorio es teatro de una lu-cha entre varias organizaciones armadas que no llegan a controlarla ni homogenei-zaría de manera estable.

Estos espacios multipolares representan la forma más común de privatizar el terri-torio. Ya no se lleva la cuenta de los pue-

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blos, los corredores de comunicación y las zonas con un fuerte potencial económico que pasan de manos de un actor a otro su-cesivamente.

La región del Urabá al noroeste del país, que vive al ritmo de (re)conquistas territo-riales de guerrillas, paramilitares y el Ejér-cito nacional, ilustra esta rotación (Aldana, Atehortúa y Correa, 1998). La intensidad de los combates en esta zona tiene una gran relación con su importancia estratégica (Ramírez T., 1997). De hecho, Urabá es una muestra regional de lo que buscan las or-ganizaciones armadas con el estableci-miento de un poder local. El interés por estas tierras descansa sobre una ambiva-lencia geoestratégica: constituyen un es-pacio cerrado y una zona de refugio (las FARC instalaron campamentos de descan-so a lo largo de la frontera panameña) por no tener vínculos con Panamá y un déficit de vías de comunicación. Esta zona ofrece igualmente un espacio abierto con doble acceso al océano Pacífico y al mar Caribe. Por esto, tanto los traficantes de droga como los paramilitares y las guerrillas han hecho de Urabá una cancha rotativa de sus ac-tividades económicas (tráfico de armas, de drogas, etc.). Estos atributos económi-cos, por otra parte, son reforzados por la presencia de grandes zonas bananeras y ganaderas.

Recursos económicos, lo que está en juego en la guerra

Con este ejemplo local, abordamos uno de los aspectos fundamentales de la guerra: los recursos económicos cuya captación es fundamental para las estrategias de los pro-

tagonistas. Como lo ilustra el narcotráfico, estos recursos son lo que está en juego en la guerra.

Colombia es un país privilegiado por sus riquezas económicas. En parte, por esto el conflicto ha sido tan intenso y prolonga-do en el tiempo. Los actores armados del conflicto colombiano han encontrado local-mente los medios para su reproducción y expansión, sin depender de ninguna ayu-da externa significativa en la época del enfrentamiento "Este-Oeste".

Los grupos armados han desarrollado una economía de guerra5 articulada en re-cursos que ligan lo local a lo internacional. Sin embargo éstos no controlan las rutas de comercialización de las drogas. Su con-trol se ejerce en las zonas de producción de "materias primas" (cultivos de coca, adormidera y marihuana, zonas mineras, etc.), en algunos laboratorios de procesa-miento de la droga y sobre los corredores de comunicación por donde se transporta contrabando, armas y droga.

Pero la economía de la guerra no se li-mita a la territorialización de los diferen-tes grupos armados en zonas de riqueza potencial. También tiene dimensiones menos territoriales o desterritorializadas. La extorsión y los secuestros, en los que Co-lombia lleva el récord mundial, constitu-yen dos grandes fuentes de financiamiento donde la base territorial no es necesaria-mente primordial para la estrategia.

Dentro de las zonas que los paramili-tares y guerrillas controlan, se practica la extorsión a las poblaciones. Y lo hacen de

5 Sobre este tema y la correlación, entre la presencia de recursos económicos y la intensidad/prolongación de la guerra, véase Berdal y Malone (2000).

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una manera aún más aleatoria, en zonas no tan controladas donde llevan a cabo operaciones "golpe" o hacen secuestros "re-lámpago", amenazando así a la mayoría del territorio colombiano según una lógica tous azimuts.

En otras palabras, en una época en que se habla del fin de los territorios, los acto-res del conflicto colombiano muestran que la referencia al territorio es bastante com-pleja. A pesar de sus prácticas no territo-riales, estos actores obedecen lógicas de apertura-cierre. Desarrollan economías lo-cales que defienden fieramente contra in-cursiones extrañas sin que se hunda el modelo poco viable de una economía de guerra cerrada, avanzado por las teorías "foquistas", ya que han sabido combinarlo con recursos abiertos al exterior.

El control de las poblaciones

Finalmente, también las poblaciones están en el centro de los diseños estratégicos de los protagonistas armados que buscan an-tes que todo controlarlas. Este control pro-cura a los beligerantes diversas ventajas. Desde un punto de vista económico, es un medio para asegurarse mano de obra para actividades múltiples, legales o no. Les permite beneficiarse de un apoyo material indispensable para sostener un esfuerzo prolongado de guerra, que resulta costo-so. Desde una perspectiva sociopolítica, facilita, sobre todo a las guerrillas, la crea-ción o cooptación de movimientos contes-tatarios campesinos con el fin de exhibir sus capacidades de movilización popular (es-trategias de demostración de fuerza que se manifiestan, por ejemplo, en las marchas campesinas en protesta contra la política estatal de erradicación de los cultivos de

coca) en operaciones tan espectaculares como breves.

De otra parte, el control de las pobla-ciones asegura a los actores armados cier-to peso, esta vez menos efímero, en la vida municipal. Al cercarlos e inmiscuirse en la gestión política local del país, se afirman como poderes de jacto. Se apoyan en esta gestión local para abrirse espacios de ne-gociación con el poder central e intentar obtener cierta legitimidad nacional (continuum entre lo local y lo nacional), que les es esquiva por el volumen de secues-tros y la ausencia de sentido de su lucha a ojos de la población.

En efecto, es poco lo que se reconocen las poblaciones que se oponen en un en-frentamiento armado. Éste toma el aspec-to de un conflicto de intereses privados a gran escala, entre grupos armados que quieren involucrar a la población civil en sus combates. En general, los colombianos están cercados y controlados contra su vo-luntad por los grupos armados siguiendo modos coercitivos sobre los que se volverá a tratar.

Todo aquel que no coopera se hace sos-pechoso a priori. Los grupos beligerantes le imprimen una dinámica local amigo-enemigo al conflicto con el fin de eviden-ciar los referentes sociales y homogeneizar los territorios según sus intereses (esta ló-gica es particularmente visible en las zo-nas de gran disputa entre los paramilitares y la guerrilla, a saber en: Urabá, Norte de Santander, el sur de Bolívar y ahora el Putumayo).

Estos fenómenos de clasificación forza-da hacen muy difícil la neutralidad para poblaciones que no tienen más alternati-

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vas que rebelarse contra el orden impues-to, escaparse cuando el país cuenta con más de un millón y medio de desplazados internos o someterse a un protagonista armado. En este último caso, las poblacio-nes se encuentran atadas a pactos cuyos términos recuerdan en ciertos aspectos los enunciados por Thomas Hobbes: renun-cian por coacción a libertades (defensa per-sonal, derecho a la libre expresión, etc.) y se adhieren a las normas de las guerrillas o los paramilitares a cambio de la garantía de un entorno relativamente seguro. Así se crean lealtades instrumentales mas no ideológicas ni afectivas, que se hacen y deshacen según las conquistas y pérdidas de territorio.

3. ¿UNA GUERRA ATÍPICA?

Como se habrá comprendido, esta guerra está marcada por una gran fluidez en la evolución de la geografía militar y de las relaciones de fuerzas entre los actores ar-mados, e incluso en la gestión local de do-minación de poblaciones. Ahora es posible preguntarse cómo caracterizar el conflicto desde una perspectiva más militar. ¿La si-tuación vivida por Colombia se parece a otras, o es tan específica que constituye un conflicto atípico de la postguerra fría?

Un conflicto eminentemente rural

Análisis recientes subrayan que los centros de gravedad de la guerras internas en el mundo se desplazan hacia las ciudades (Jean y Rufin, 1996). Esta tendencia ha sido observada en el conflicto libanes y se ha confirmado en guerras interestatales (Irak-Irán en especial) y conflictos armados in-ternos (Angola a fines de los años 1980, Liberia o Sierra Leona en la década siguien-te, etc.).

Las razones de la creciente urbani-zación de las guerras internas son nu-merosas. Piénsese simplemente en la importancia de las zonas urbanas en tér-minos de comunicación, aprovisionamien-to y concentración de riquezas. El éxodo rural de las poblaciones favorece igual-mente la convergencia de los grupos arma-dos hacia las ciudades. Su control se ha hecho esencial con miras a estrategias de control de la población. En un nivel más simbólico, la intervención en una gran ciu-dad permite a los actores armados exhibir su poder y sus capacidades de disturbio. En fin, las ciudades son lugares de la mo-dernidad, puntos de encuentro e interac-ción entre grupos armados de todo tipo y poblaciones: reúnen en su espacio a hom-bres y mujeres armados, especialmente jó-venes, buscando socialización, reconoci-miento de su status de combatientes y bie-nes de consumo.

En contravía con esta inclinación gene-ral, la guerra en Colombia conserva rasgos fundamentalmente rurales. La capital y las principales ciudades del país no son el es-cenario de confrontaciones armadas pro-longadas ni abiertas entre las guerrillas, los paramilitares y el Ejército regular.

Por supuesto, los dos primeros no es-tán totalmente ausentes de estos espacios. Prueba de ello es el posible sentimiento que tienen los colombianos de una guerra in-minente en zonas urbanas, teniendo en cuenta la crecida presencia de los actores armados en éstas. Ese sentimiento se ve reforzado por las esporádicas operaciones espectaculares (atentados, emboscadas, etc.) de las guerrillas en el medio urbano, tanto como por la influencia más o menos directa de las mismas, ejercida por medio de milicias o grupos delincuentes en los

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barrios periféricos de Bogotá o de capita-les regionales como Cali o Medellín. Ade-más, ciudades de menor importancia, como Barrancabermeja, pueden estar más directamente afectadas por los efectos del combate a causa de su importancia estraté-gica para la economía (industria petrolera).

Sin embargo, por el momento las gue-rrillas están ocupadas en acumular fuerzas en los espacios rurales. Aún no han transi-tado hacia una lógica de enfrentamiento sistemático en el medio urbano.

Más aún, ¿tendrán siquiera la voluntad de hacerlo? A partir de su declaración de estrategias, se puede pensar que la inva-sión de la capital les abriría la vía a la toma del poder.

No obstante, el estudio de sus estrate-gias cotidianas invita a una mayor pruden-cia. Las guerrillas han estado largamente implicadas en el establecimiento y la de-fensa de poderes locales. Más que una cla-ra intención de tomarse el poder a nivel nacional, son estos micropoderes los que permiten comprender la trayectoria de sus estrategias.

Atacar las grandes ciudades implicaría el riesgo de una escalada del conflicto en la cual la incertidumbre podría poner en peligro redes de influencia local cons-truidas con grandes esfuerzos.

Además, ¿tendrían los medios para con-trolar a largo plazo las grandes ciudades?

La pregunta se hace en un momento en el que su falta de apoyo entre las poblacio-nes cansadas de sus exacciones hace cada vez más lejanas las posibilidades de una insurrección general.

Una guerra con poblaciones interpuestas, una guerra contra los civiles

En efecto, las poblaciones son el blanco y la inversión de la mayoría de las acciones armadas. La inversión, porque los prota-gonistas buscan ante todo controlarlas por los motivos ya expuestos. Asistimos a una guerra por "poblaciones interpuestas" en la cual las confrontaciones directas son la excepción. Por supuesto, la emergencia del fenómeno paramilitar y las acciones em-prendidas contra el Ejército por la guerri-lla sobre todo a partir del primer lustro de los años noventa, han llevado a intensifi-car los combates directos, pero todavía es-casean las grandes y costosas campañas mi-litares (Echandía, 1999).

Allí radica una de las principales parti-cularidades del conflicto armado colombia-no desde el punto de vista militar, si uno compara con otros conflictos internos en el mundo.

En efecto, si es cierto como lo afirma la "violentóloga" Mary Kaldor (1999:100) que más del 80% de las víctimas de los conflic-tos hoy en día son poblaciones civiles (in-cluyendo a Colombia), el caso colombiano se singulariza por la escasez de grandes operaciones militares en las cuales se en-frentan directamente los grupos armados. Hasta ahora, lo que prevalece son ataques contra la población civil como ya lo men-cionarnos y fases de ataque/defensa muy puntuales entre los actores en conflicto.

Ilustremos este último aspecto con los recientes ataques de las FARC a las fuerzas estatales. Desde la toma de la base militar en Las Delicias en 1996, las FARC se han lanzado en una serie de operaciones ofen-

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sivas sin precedentes. La repetición de los combates en el tiempo desde entonces da la impresión de que el país conoce una in-tensificación creciente de la guerra. Si esta percepción refleja cierta realidad militar, debe ser matizada.

A diferencia de lo que se puede obser-var en otros conflictos internos en África por ejemplo (Angola y Sierra Leona), en donde existen grandes campañas de con-frontación militar directa entre los prota-gonistas armados tanto en medio urbano como en el campo, en Colombia el tiempo de los combates es mucho más corto a ni-vel táctico

Lo que privilegian los actores armados colombianos son las operaciones «relám-pago»: concentran sus fuerzas en un lugar y en un momento determinado. Luego se retiran para evitar la prolongación de las confrontaciones y tener muchas bajas en sus filas. Así que en Colombia la guerra en-tre grupos en conflicto parece a veces «sus-pendida» en el tiempo e interrumpida por fases de calma en el uso de la fuerza.

Hay que hacer aquí una diferencia fun-damental con la guerra que se libra contra la población, la cual sí es constante. A lo largo de las décadas de los ochenta y no-venta, la presión y las exacciones armadas contra los civiles han venido intensificán-dose. No sólo la guerra ha invadido varios espacios civiles, sino también las relacio-nes sociales en lo cotidiano y los «espacios mentales» de la gente que viven en un es-tado de guerra y miedo casi permanentes.

A pesar de esto último, no significa siempre que la violencia contra los civiles sean constantes. Los grupos armados co-lombianos parecen haber medido el mie-

do, los traumas y el poder de control y de inhibición social que generan ciertas accio-nes violentas, aunque no sean obligatoria-mente repetidas en el tiempo.

Por ejemplo, proceder a ejecuciones en público o incursionar de noche los hogares familiares (incursión en la intimidad de las familias) para asesinar personas, crea gran-des sentimientos de miedo y traumas que hacen de la violencia (vivida, temida o pen-sada) un elemento de la vida cotidiana.

Estos dos ejemplos de violencia son ac-tos generadores de terror. Es él, el que di-funde entre la gente los estados de guerra y de miedo más allá de los actos de violen-cia física como tal. El terror parece ser un poder multiplicador de violencia mezclan-do de forma inextricable las dimensiones físicas, mentales y simbólicas de ésta.

Uno se podría preguntar entonces: ¿Có-mo se expande el terror y llega a tener tan-tos efectos sobre los individuos y el tejido social? Para resumir, el terror se apoya en el miedo y en los traumas de cada cual, en sus relaciones sociales, en los testigos de la violencia y en el papel del rumor para vol-verse un fenómeno colectivo. Pasa así a veces muy rápido de la simple esfera indi-vidual a lo colectivo para convertirse en un fenómeno «societal» característico de los espacios en guerra.

El uso del terror juega un papel primor-dial en las estrategias de control socioes-pacial de los actores en conflicto que lo instrumentalizan como recurso de guerra para expandirse geográfica y socialmente en detrimento del enemigo. A causa de su efecto intimidante, el terror paraliza y frag-menta el tejido social allí donde se im-plementa. Restringe la solidaridad y sume

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Colombia: una guerra contra los civiles • 145

al país en un clima de desconfianza gene-ralizada. Ante todo, permite cortar, a los ojos de los actores armados, los impulsos de resistencia de las poblaciones a la im-posición de su orden.

El terror acude a prácticas de teatra-lización de la violencia (exhibición de cuer-pos mutilados ejecuciones públicas indivi-duales o colectivas, etc.) y a amenazas menos visibles pero igualmente efectivas por el poder de disuasión o sumisión que ejerce sobre los civiles (Lair, 1999: 64-76).

Finalmente, por tomar como blanco principal a la población civil en sus accio-nes violentas, el conflicto colombiano no entra en la visión que podríamos llamar «clásica» de las guerras civiles. En su visión «clásica» tal cual como aparece a la luz de las guerras civiles española (1936-39) y libanesa (1975-92), la guerra civil tiene como blanco a las poblaciones pero éstas participan masiva y voluntariamente en los combates. En las guerras civiles clásicas, las poblaciones se involucran en el conflicto por motivos políticos, ideológicos, cultura-les, etc., que no aparecen como referentes estructurantes a nivel nacional en el caso colombiano. Por eso, la guerra no «hace sentido» para la mayoría de los colombia-nos que se sienten ajenos a las dinámicas y a los intereses en juego en el conflicto armado.

La lealtad dada bajo coerción, revesti-da de paroxismo por el terror, es precaria y no permite identificar una división estable de la población en campos distintos por motivos ideológicos, por ejemplo, como fue el caso en los dos conflictos anteriormente citados.

Por estas razones, en vez de hablar de "guerra civil" para caracterizar la situación

conflictiva colombiana tomaremos la ex-presión "guerra contra los civiles", cada vez más utilizada para describir situaciones de conflicto interno en África, que parece la más adecuada y cercana a la realidad de la guerra en este país.

Una guerra de desgaste sobre el "modo estratégico indirecto"

La rareza de los combates directos de gran magnitud demuestra que los protagonis-tas armados no buscan -o no pueden alcanzar- una victoria militar decisiva y brutal. Más bien debilitan al enemigo en una dinámica cercana a la guerra de "des-gaste" (Tse-Tung, 1967), usando el terror contra la población civil y disminuyendo sus recursos, su libertad de acción y su con-trol de espacios sociales progresivamente, por medio de operaciones militares pun-tuales, amenazas, conquistas de territorio y poblaciones, etc. Esto explica la larga duración de la guerra, costosa y diver-sificada en términos de movilización de recursos.

Los protagonistas del enfrentamiento armado libran una guerra con la modali-dad "estratégica indirecta", en el sentido del general Beaufre (1998) donde el elemento militar y la confrontación armada directa sólo constituyen unos de los aspectos de una lucha más vasta que se juega también en los planos político y económico.

El elemento militar está limitado tam-bién por el hecho de que ningún prota-gonista se quiere extenuar demasiado pronto en combates cara a cara, arriesgán-dose a quedar en una situación estratégica desfavorable. Todos privilegian el princi-pio de "economía de fuerzas", con el fin de poder alistar y concentrar sus tropas en el momento que lo consideren oportuno.

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De ahí la impresión de un desarrollo del conflicto en ritmos desfasados: la guerra contra las poblaciones es intensa y cons-tante, mientras las confrontaciones direc-tas entre los grupos armados son altamen-te discontinuas. De cualquier manera la «economía de fuerzas» le permite a los ac-tores del conflicto mantener sus capacida-des de acción estratégica (recursos mate-riales, libertad de maniobra y control socioespacial) y prevenirse contra los aza-res de una guerra percibida por cada uno como larga e incierta.

PARA NO CONCLUIR...

Finalmente cabe preguntarse sobre el futu-ro de Colombia. La existencia de riquezas económicas a disposición de los actores armados, los odios y deseos de venganza que se arraigan a medida que el conflicto se extiende, presagian su prolongación.

Las líneas estratégicas generales, de guerra o de paz, de los actores, condicio-narán también la evolución del conflicto. Las guerrillas y los paramilitares no son simples bandidos armados, a pesar de participar en actividades económicas que parecen limitar su horizonte de acción. Tienen también argumentos políticos que defender (reforma agraria, cambios cons-titucionales, etc.), y sobre todo se han convertido en poderes de hecho locales, cuya influencia en la vida política del país no es posible ignorar. Mezclan lo político y lo militar sin que sea fácil ver una clara relación de subordinación del segundo al primero como lo preconizó el estratega prusiano militar Karl Von Clausewitz analizando las guerras estatales en los siglos xvm y xix en Europa (Clausewitz, 1999).

Es entonces toda una visión de la gue-rra heredada de este estratega, cuya in-fluencia ha sido enorme en la literatura militar y la comprensión de los conflictos armados, que se ve cuestionada por el con-flicto colombiano.

Pero esto no debe impulsar a ceder a la tentación de ver a Colombia en manos de bandidos generadores de caos. Los actores del conflicto crean un orden local que a veces no tiene sentido para la población o los analistas, pero invita a reflexionar con mayor profundidad sobre la relación en-tre los civiles, el Estado, los protagonistas armados y el territorio.

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EL EJÉRCITO COLOMBIANO DURANTE EL PERÍODO SAMPER: PARADOJAS DE UN PROCESO TENDENCIALMENTE CRÍTICO1

Andrés Dávila Ladrón de Guevara Rodolfo Escobedo* Adriana Gavina y

Mauricio Vargas**

Este artículo presenta resultados todavía preliminares de la investigación que sobre el desempeño del Ejército en el período Samper se adelantó durante el año 2000 y que todavía no ha culminado. Este proyecto partió de la siguiente hipótesis de trabajo: el Ejército se consolidó, entre 1994 y 1998, como un actor más de la violencia al perder parcialmente su rol protagónico como encargado del monopolio del uso de la fuerza; en varias zonas del país y mo-mentos de ese período se substrajo del con-flicto entre grupos armados irregulares (guerrilla y paramilitares). Esta situación contrasta con el aumento en hombres y recursos que ha sido la tendencia de la úl-tima década y que en el período Samper pareció mantenerse.

Como punto de partida, cabe señalar que se caracteriza al Ejército colombiano como un actor institucional histórica y estructuralmente débil, aunque creciente-mente constituido en una organización burocrática grande y compleja que no sólo

responde a los avatares del conflicto sino que funciona en el marco administrativo e institucional propio del Estado colombia-no. Actor institucional encargado de ejer-cer el monopolio legítimo del uso de la fuerza para el Estado colombiano y de cumplir una función constitucionalmente delimitada, pero que como organización ha desarrollado unos objetivos e intereses institucionales propios, aunque enmarca-dos en los que constitucionalmente debe defender.

Desde esta perspectiva analítica, se in-tenta una evaluación de su desempeño institucional que está en permanente dis-cusión con las hipótesis mencionadas.

Para ello, se han desarrollado tres fases en lo relativo a la recolección y procesa-miento de la información. Una primera que recogió la información sobre el Ejército en ese período, de acuerdo con la bibliografía existente y con una cuidadosa recolección de prensa y de alguna documentación de

1 Esta ponencia es resultado del proyecto de investigación "Al caído caerle: las vicisitudes del Ejército en el período Samper (1994-1998)", financiado por Colciencias y el Programa de Maestría en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. No obstante, cabe señalar que, en la medida en que el proyecto está aún en desarrollo, los resultados presentados son todavía parciales y tentativos. No citar sin autorización previa de los autores.

* Andrés Dávila Ladrón de Guevara, politólogo, director de la maestría en Ciencia Política del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes; Rodolfo Escobedo, Politólogo, asesor de Vicepresi-dencia.

** Estudiantes de economía y antropología de la Universidad de los Andes.

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El Ejército colombiano durante el período Samper • 149

primera mano2. A partir de esta informa-ción, en una segunda fase se construyó una matriz temático-cronológica, disponible para ser consultada, en la cual se indagó cuáles eran, tanto temporal como temáti-camente, las cuestiones de mayor impor-tancia en el desempeño del Ejército en los cuatro años estudiados. En ese ejercicio se revisaron tanto las hipótesis como las te-máticas centrales a considerar, asuntos que condujeron a replanteamientos importan-tes para la tercera fase, los cuales se refle-jan en la estructura del texto que aquí se desarrolla, en las entrevistas que se han adelantado y se piensa adelantar todavía. En ese ejercicio quedó muy en claro que la investigación necesariamente se ha apoya-do prioritariamente en información exóge-na a la institución y a su desempeño, lo cual le da una perspectiva determinada al tra-bajo adelantado que es necesario tener en cuenta: hay un vacío, sólo parcialmente resuelto, en lo relativo a la dimensión endógena del tratamiento de estos temas; y, aunque aspectos relacionados con las cuestiones de estructura institucional, fun-cionamiento y desarrollo como organiza-ción compleja, son relativamente tenidos en cuenta, ameritan un tratamiento aún más elaborado para una adecuada aproxi-mación al desempeño de la institución en un determinado período.

Este artículo, junto con otras elaboracio-nes preliminares, constituye un resultado tentativo que corresponde a los rasgos se-ñalados. Las tres temáticas que se han con-siderado más relevantes y sobre las cuales

se ahonda, previa una referencia a los ras-gos básicos de la institución en el período, son: las relaciones Ejecutivo-cúpula mili-tar, el desempeño operacional militar y el gasto militar. Son tres temáticas relativa-mente autónomas en su análisis y exposi-ción, aunque evidentemente interrelacio-nadas en su desarrollo. No obstante, y tal y como se presentan aquí, se ha preferido la exposición paralela y complementaria, sin pretender una síntesis que todavía está en proceso de elaboración y de la cual se hace apenas un intento muy preliminar en las conclusiones.

En relación con el primer tema, las re-laciones Ejecutivo-cúpula militar, lo que le otorga centralidad en este período en par-ticular es el carácter estratégico de las re-laciones mencionadas tanto para que el gobierno Samper consiguiera culminar su período, como para incrementar significa-tivamente el peso político de las institucio-nes militares y del Ejército en particular, aunque el balance final resulte en este as-pecto bastante paradójico. Esta aparente centralidad, que sirve de fundamento ex-plicativo a varios de los procesos analiza-dos, es la que conduce a tratar este tema en primera instancia. En cuanto al segun-do tema, los dos factores que llaman pode-rosamente la atención son los cambios tác-ticos en el combate a las guerrillas y al narcotráfico que se dan en todo caso den-tro de ciertos parámetros de continuidad con lo que se venía ejecutando; y la difi-cultad de las Fuerzas Militares y, en parti-cular del Ejército, para responder ante la

2 En la recolección de prensa fue fundamental el apoyo de un grupo de estudiantes de ciencia política, quienes hicieron una juiciosa selección de prensa para períodos de seis meses y produjeron análisis de muy buena calidad, que se constituyó en su trabajo final del curso "Fuerzas Armadas, seguridad y orden público en Colombia" en el segundo semestre de 1999.

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capacidad demostrada especialmente por las FARC para generar unas nuevas con-diciones de combate y asestar una segui-dilla de golpes militares que pusieron en cuestión la capacidad de reacción de las instituciones armadas. Acerca del tercer tema, lo que resulta fundamental es ahon-dar analíticamente en el peso de los deter-minantes del gasto militar en el período es-tudiado, así como indagar por la injeren-cia de las Fuerzas Militares dentro de las decisiones de presupuesto que íes concier-nen, también dentro de unos comporta-mientos inerciales y unas tendencias de gasto difíciles de modificar.

Se señaló al comienzo la hipótesis con la cual se inició la investigación. En su de-sarrollo se ha preferido acotar el conteni-do de los planteamientos explicativos, aun-que no se niegue el carácter iluminador de tales intuiciones. En el momento actual del proyecto, centrado más descriptivamente en una evaluación del desempeño de la institución, la hipótesis que le da unidad al tratamiento del tema es la de una con-junción de paradojas que conllevaron una pérdida de presencia institucional, políti-ca y militar, pese a contar a lo largo del pe-ríodo con coyunturas y situaciones pro-picias para la toma de decisiones que parecían potenciar y repotenciar esa pre-sencia. El desempeño, en consecuencia, puede catalogarse de tendencialmente desfavorable para la institución, sus inte-reses y los de sus miembros. No obstante, el que ello sucediera no se deriva de ma-nera causal y necesaria de la situación del país, sino que obedece también a la forma particular y dependiente en grado impor-tante de condicionamientos internos y decisiones de política y acción impuestos por la organización y funcionamiento de la institución.

ALGUNOS REFERENTES MÍNIMOS SOBRE EL EJÉRCITO COLOMBIANO

El Ejército colombiano al iniciarse el perío-do Samper constituía una organización burocrática amplia y compleja. Sin haber roto plenamente los rasgos de debilidad histórica y estructural y un tamaño que lo ubicó siempre entre los ejércitos más pe-queños de la región, tanto en términos ab-solutos como en términos relativos respec-to del tamaño de la población, había ad-quirido una dimensión de algo más de 120.000 hombres (véase cuadro 1), como producto del proceso de crecimiento en que se vio inmerso desde mediados de la década de los años ochenta. El Ejército era el arma más numerosa con un 80,5% del total de efectivos. Le seguían la Armada con un 12% y la Fuerza Aérea con un 7,5% (véase cuadro 3). La evolución del personal militar (que incluye también a la Fuerza Aérea y la Armada) pasa de 83.802 en 1982, a 152.407 para 1994. Con esto, el pie de fuer-za por 100 habitantes es 4,4, cifra inferior al promedio latinoamericano de 4,6 (véase cuadro 4). Igualmente, sin ser sujeto de una altísima inversión y gasto, los recursos des-tinados a su funcionamiento y a la inver-sión para un adecuado desempeño en el conflicto mostraban un crecimiento soste-nido en términos absolutos desde la época señalada, que contrastaba con los recortes presupuéstales a que se veían sujetos sus congéneres en varios países de la región.

Contaba entonces con un estado mayor, cinco divisiones activadas, veintidós bri-gadas, diecisiete de ellas con ubicación y atribuciones territoriales propias de un Ejército regular, una Brigada de Institutos Militares, la Escuela Militar, la Brigada Lo-gística, la de Inteligencia, y una Brigada Móvil activada. De ellas dependían 153

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El Ejército colombiano durante el período Samper * 151

unidades tácticas (batallones), una escuela de suboficiales, escuelas de formación para las diferentes armas y servicios, más el per-sonal asignado a la Escuela Superior de Guerra, al Estado Mayor Conjunto, a los comandos unificados del sur y el oriente, y a las agrupaciones de Fuerzas Especiales Urbanas y otras activas contra distintas manifestaciones criminales.

Este Ejército, compuesto por cerca de 5.000 oficiales, 16.000 suboficiales y cerca de 95.000 soldados, entre regulares, bachi-lleres y profesionales (véase cuadro 1), te-nía una disposición cuartelaria tradicional, con unidades compuestas según las Tablas de Operación y Equipo propias de un Ejér-cito regular, salvó en las unidades específi-camente dispuestas para la guerra irregu-lar, de composición mucho más liviana. El dispositivo territorial mantenía una impor-tante concentración de unidades y perso-nal en la región Andina, la más poblada, lo cual se reflejaba en algunas de las briga-das allí ubicadas, las cuáles concentraban un porcentaje muy alto del personal3.

En el período examinado, los princi-pales cambios en lo hasta aquí señalado se dieron en los siguientes aspectos: la

CUADRO 1 EVOLUCIÓN PERSONAL DEL EJÉRCITO 1994-1998

creación de una brigada aérea o aviación militar, la activación de dos brigadas mó-viles adicionales y la desaparición de la Brigada de Inteligencia o Brigada XX. En cuanto al personal, dentro de marcadas os-cilaciones, se constata en definitiva un cre-cimiento del número de oficiales, subofi-ciales y soldados cercano al 10% en los cua-tro años que, sin embargo, no parece se-guir un patrón o tendencia claramente identificable con la situación del conflicto o el peso político de la institución. Hay, esosí, un cambio que para el final del período comienza a hacerse notorio en términos de la disminución de los soldados bachilleres (con la explícita salida de los soldados me-ñores de edad) y un incremento en el nú-mero de soldados profesionales o volunta-rios. Viraje éste que se profundizaría en el nuevo gobierno.

Agrandes rasgos, el período examinado podría leerse como de continuidad, aunque cabe resaltar los cambios señalados con el incremento de las brigadas móviles, la aviación militar y la repentina desaparición de la brigada de inteligencia. El cambio en la composición del personal de soldados apenas ve sus primeros indicios en este período.

1994 1995 1996 1997 1998

Oficiales Suboficiales Soldados Civiles

4.673 15.267 93.548 7.162

4.674 16.099

102.137 7.420

4.939 16.626 93.293

6.951

5.070 16.373

105.919 6.775

5.192 17.406

101.644 6.779

Total 120.650 130.330 121.809 134.137 131.021

Fuente: "Evolución planta

y efectivos", Departamento Nacional de Planeación, borrador.

3 Para algunos datos al respecto, véase Dávila (1999).

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CUADRO 2 EVOLUCIÓN PERSONAL DE SOLDADOS DE LA FUERZA PÚBLICA 1994-1998* Soldados 1995 1996 1997 1998

Regulares 69.270 51.376 54.126 53.374 ALM. 2.869 2.299 3.062 3.656Voluntarios 19.718 18.543 20.174 21.415 Col. 89 95 60 89 Dragoneantes 4.606 3.597 2.660 3.442 Bachilleres 16.117 23.588 34.335 28.985PM 1.796 1.992 1.970 1.706 GP 400 388 672 414 Total 114.865 101.878 117.061 113.081

* Incluye personal de soldados de todas las fuerzas. No está discriminado por fuerza. Fuente:"Fuerza pública evolución personal", Departamento Nacional de Planeación, borrador.

CUADRO 3 COMPOSICIÓN DE LAS FUERZAS MILITARES* (planta: octubre de 1995)

Fuerza Oficiales Suboficiales y alféreces

Cadetes Soldados Alumnos Civiles Total

Ejército Armada FAC

4.587 1.145 1.055

16.493 4.672 2.169

1.462 446 365

98.797 8.438 3.865

1.893 250 397

7.882 2.942 3.335

131.114 17.893 11.186

Total 6.787 23.334 2.273 111.100 2.540 14.159 160.193 *Nota: Incluye Armada y Fuerza Aérea. Las diferencias en los totales de pie de fuerza del Ejército en 1995obedecen a los momentos específicos en que se hace el corte. Con la desincorporación e incorporación perma-nente de soldados, suboficiales y oficiales, no hay cifras absolutas y estáticas. Dado el objeto diferenciado para cada cuadro se ha preferido trabajar con las cifras encontradas en las propias fuentes oficiales. Fuente: Ministerio de Defensa.

CUADRO 4 RELACIÓN PIE DE FUERZA/POBLACIÓN EN COLOMBIA (1982-1994)

Año Fie de fuerza Población total Tasa por 1.000 habitantes 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994

83.802 80.997 87.421 87.656 93.278 100.102 108.326 140.269 127.271 137.458 138.220 140.710 152.407

27.617.523 28.225.208 28.846.278 29.481.001 30.024.352 30.577.725 31.141.293 31.715.253 32.299.787 32.841.126 33.391.543 33.951.168 34.520.191

3,0 2,9 3,0 3,0 3,1 3,3 3,5 4,4 3,9 4,2 4,1 4,1 4,1

Fuente: Ministerio de Defensa y DNP.

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El Ejército colombiano durante el período Samper • 153

LAS RELACIONES EJECUTIVO-CÚPULA MILITAR: SOPORTE TRANSACCIONAL Y CONTESTACIÓN OBSTACULIZANTE4

Esta temática forma parte de una cuestión más amplia y compleja, como lo son el con-junto de relaciones entre civiles y milita-res, asunto problemático en cualquier Es-tado-nación y que adquiere algunos rasgos particulares en los regímenes democráti-cos dentro de los cuáles, y pese a limitacio-nes explícitas, puede ubicarse el caso co-lombiano. No obstante, en aras de la preci-sión y la posibilidad de profundizar, lo aquí trabajado tiene que ver exclusivamente con las relaciones entre uno de los tres pode-res de cualquier ordenamiento político de corte republicano, el poder Ejecutivo, y las instancias de liderazgo y dirección de las instituciones militares, en particular del Ejército. Para un caso como el colombiano, en este ámbito de relaciones se pone en juego la necesaria y tradicional subordina-ción al poder civil, como rasgo importante para considerar a un régimen como demo-crático. Rasgo que tiene incluso una expre-sión constitucional. En la práctica, en Co-lombia las relaciones entre civiles y milita-res se han movido entre la subordinación y la autonomía. Esta última de carácter re-lativo y especialmente manifiesta en lo re-lacionado con el orden público, aunque vigente también en muchos componentes de la estructura y funcionamiento de la institución.

Es en el vínculo entre poder ejecutivo e instituciones militares donde se ha esta-

blecido el nexo y se ha puesto en juego la mayor o menor distancia entre lo estable-cido por la Constitución y las leyes y el ejer-cicio práctico de la política. Es también allí donde de manera permanente se ponen en juego las disposiciones constitucionales, las manifestaciones de subordinación y las expresiones de autonomía, las cuales son mucho más esporádicas y coyunturales en relación con los otros dos poderes. El otro ámbito de relaciones entre civiles y milita-res que parece ofrecer una dinámica de interacción más continua y visible es el de los organismos de control, especialmente la Procuraduría.

Los antecedentes de estas relaciones para el caso colombiano permiten señalar que se han caracterizado por configurarse dentro de los parámetros fundamental-mente civilistas que han prevalecido. El Presidente, en tal sentido, es jurídica y prácticamente el Comandante en Jefe y ejerce desde esta posición el mando sobre el conjunto de la Fuerza Pública. Si bien durante un período amplio (1953-1991) esta relación de mando y subordinación se adelantó directamente a través del Minis-tro militar de Defensa (siempre un oficial del Ejército), desde 1991 entró otro civil a intermediar y participar de esta relación con el nombramiento de ministros civiles en la cartera de Defensa. De tal manera, uno de los rasgos básicos dentro de los parámetros señalados, que se resolvía de acuerdo con la personalidad, el liderazgo, el conocimiento e interés del Presidente en los temas de seguridad, Defensa y conser-

4 Bajo esta dinámica trabajaron las relaciones Ejecutivo-cúpula los estudiantes Carlos Coronado, Andrés Siabato y María Camila Rivera como parte de su ejercicio final en el curso "Fuerzas Armadas, seguridad y orden público en el semestre 2000-1". Éste se tituló "Relación entre la cúpula militar y el poder Ejecutivo durante el período presidencial de Ernesto Samper: de la contestación obstaculizante al soporte transaccional".

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vación del orden público, depende desde entonces de variables adicionales, como son esos mismos rasgos pero aplicados al ministro de turno y algunos otros funcio-narios civiles de alto nivel como los conse-jeros en temas cercanos (seguridad y paz). Como es obvio, depende también de la conformación de la cúpula y del carácter unificado y articulado o no de su funcio-namiento. Lo que resulta importante como consideración adicional es el hecho de que, si bien el tipo de relaciones que se han es-tablecido históricamente depende en gran medida de asuntos como la personalidad y la empatia de quienes establecen las re-laciones, hay un marco institucional y de tradición que delimita y dificulta introdu-cir modificaciones significativas u obliga a hacer transacciones explícitas y concesio-nes evidentes para avanzar en la dirección previamente fijada5.

Adicionalmente, un rasgo común en los distintos períodos ha sido el permanente apoyo de parte del Ejecutivo a las institu-ciones armadas en el cumplimiento de sus funciones y un respeto por el conocimien-to y manejo de los temas operacionales, y específicamente militares, cuestión que a veces es contrapesada con la obligatorie-dad para que acepten ciertas decisiones que implican limitaciones y costos para las instituciones militares. Esto permite seña-lar que, sin que necesariamente exista una dinámica de negociación y transacción en-tre el poder Ejecutivo y la cúpula militar, el examen de períodos y coyunturas pue-de aclararse para la interpretación si se le mira desde esta perspectiva.

En el período Samper es factible pre-guntarse por qué, en condiciones de forta-lecimiento de la institución, dado su rol de sostén de un gobierno cuestionado, el ba-lance al culminar el período es negativo. Pero igualmente, cabe preguntarse cuáles fueron los rasgos predominantes y si éstos implicaron una ruptura o una continuidad con lo existente hasta entonces. A este res-pecto, es factible recoger una primera respuesta en relación con el esquema de relaciones entre civiles y militares que pre-valeció. Tal y como se argumenta en el epí-logo de El juego del poder: historia, armas y votos (Dávila, 1998), tanto por su interés y conocimiento del tema, como por la situa-ción de inestabilidad y debilidad que in-trodujo el Proceso 8.000, el gobierno Samper habría desechado todo lo construi-do y avanzado en el período Gaviria y ha-bría retornado a esquemas propios del Frente Nacional. Es decir, de poco interés del alto gobierno en los temas de seguri-dad y propiamente militares, de atención coyuntural producto de las circunstancias de orden público y de carencia de un inter-locutor civil reconocido por las institucio-nes armadas, especialmente tras la obliga-da renuncia de Fernando Botero al Minis-terio de Defensa. Por tanto, la situación quedó sujeta a esquemas muy marcados por las relaciones personales, que no insti-tucionales, pero en un contexto que no hacía sino agravar la situación vigente.

Durante el período Samper, un factor clave para considerar fue la inestabilidad que marcó estas relaciones, dado que por diversas razones se nombraron cuatro mi-

5 Ello explicaría las barreras y obstáculos encontrados por presidentes como Betancur y el mayor margen de acción de presidentes como Gaviria. Turbay Ayala habría tenido en tal sentido un aún mayor grado de autonomía, sólo que su proyecto coincidía plenamente con el liderado por el entonces ministro de Defen-sa Camacho Leyva.

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nistros de Defensa y se adelantaron cinco cambios de cúpula militar, incluida la de noviembre de 1994, en que se modificó la que se heredó del gobierno Gaviria. En esta misma dirección, parece pertinente delimi-tar subperíodos de acuerdo con rasgos pre-dominantes en las relaciones, en donde pa-rece claro que primó un tipo de interacción mientras fue ministro Fernando Botero (agosto del 94 a agosto del 95), y otro des-de la salida de Bedoya del cargo de Coman-dante de las Fuerzas Militares (de julio del 97 a agosto del 98). Entre esos dos perío-dos hay el lapso más largo, en el cual se suceden dos ministros civiles, Esguerra y Echeverri, frente a una presencia crecien-temente protagónica del general Bedoya, primero como Comandante del Ejército y luego como Comandante de las Fuerzas Militares. Esta periodización permite seña-lar rasgos diferenciales dentro de la diná-mica prevaleciente a lo largo del período, en principio muy asociados a rasgos per-sonales más que institucionales. En efecto, la inestabilidad condujo a someter el esque-ma de relaciones a la empatia, la simpatía, la aceptación, el respeto entre unos y otros como resultado de los continuos cambios que se dieron. En este contexto, en princi-pio, la inestabilidad pareció afectar más al Ejecutivo que a la cúpula que tuvo siem-pre en Bedoya a un líder que parecía re-presentar al conjunto de las instituciones militares. Sin embargo y en definitiva, los resultados parecen decir algo diferente en términos institucionales: más favorables al Ejecutivo que a los militares, en parte por la forma como la polarización política que sufre el país alcanza a atravesar la institu-ción y en parte porque con la salida de

Bedoya se pierde su significación como lí-der y representante, en circunstancias en que a la institución se le acaba el capital político y militar, mientras el gobierno pier-de el temor a no culminar el período y co-secha la continuidad presidencial como logro fundamental.

Un segundo asunto para considerar es la configuración de un proceso de fortale-cimiento político y debilitamiento militar de la institución a lo largo del cuatrienio, en el que se desarrollaron diversos arreglos Ejecutivo-cúpula bajo la lógica de soporte transaccional-contestación obstaculizante. Si bien habría que precisar que esta lógica no es exclusiva ni novedosa de este perío-do, sí se hace explícita y crecientemente vi-sible, otorgándole a las relaciones un ca-rácter de negociación personalizada y casuística. Este rasgo explicaría por qué el resultado final implicó un desaprovecha-miento sistemático de la posibilidad que tuvo el Ejército de reafirmar y fortalecer su capacidad de incidir en decisiones políti-cas y vetar en aquellos asuntos que les in-comodaran como institución, lo que se con-figuraría como debilitamiento político al mezclarse con los fracasos militares que acompañáron la segunda parte del cuatrie-nio. Sólo así se entiende la condición par-ticular que los obligó a acogerse sin capa-cidad de respuesta a las iniciativas y con-cesiones de paz del presidente Pastrana al iniciar su cuatrienio (1998-2002).

Resulta destacable que los rasgos seña-lados de contestación obstaculizante (como la manifestada ante la iniciativa de despe-jar La Uribe para los diálogos con las FARC6), y soporte transaccional, se hicie-

6 Una última manifestación de esta contestación se dio tras los eventos de la entrega de los soldados secues-trados en junio de 1997. Pero allí ya se percibía el debilitamiento político de las instituciones militares, que poco después se haría evidente con el paso de Bedo}/a a la condición de retiro.

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ran claramente visibles en el período de auge de Bedoya, pero la vigencia de esta dinámica de interacción va más allá de la presencia y personalidad de este general. No obstante lo señalado, es manifiesto que su rechazo a ciertas iniciativas del Ejecuti-vo, respecto a la paz y al conflicto, van a conducir a las mayores concesiones como lo fueron la aprobación de la creación de la aviación militar y la puesta en marcha de las zonas de orden público, prebendas con un alto componente institucional, más que personal. La primera quedaría como un vestigio siempre polémico de lo conse-guido por Bedoya para la institución, mien-tras lo segundo se echaría para atrás luego de las decisiones de la Corte Constitucio-nal al respecto. Cabe señalar que la con-testación sirvió como fórmula para gene-rar la dinámica propicia al soporte transaccional: el gobierno contó siempre con el respaldo de la institución, aun en momentos de "ruido de sables", rumores de golpe de Estado y situaciones de apa-rente situación de renuncia presidencial, pero a sabiendas de que era necesario "pre-miar" con concesiones y recursos la leal-tad demostrada.

Esta dinámica, que apuntaba claramen-te a un fortalecimiento del capital político e institucional de los militares, tiene un des-enlace relativamente inesperado, aunque la dinámica permanece. En efecto, es pre-cisamente en ese lapso cuando las FARC comienzan a dar los golpes más significa-tivos contra el Ejército y la presencia del paramilitarismo se hace más notoria, lo cual modifica cabalmente los resultados esperados del esquema desarrollado. La aparición de la nueva estrategia de las FARC modificó el escenario de la negocia-ción y propició el debilitamiento militar a un grado tal que, como resultado de la

ecuación fortalecimiento político-debilita-miento militar, se obtuvo un predominio final de la tendencia al retroceso y al de-crecimiento conjunto de la capacidad ins-titucional tanto para afrontar el conflicto como para incidir en la escena política. En ese momento final, el carácter personali-zado de la relación se hizo más notorio en tanto Bonnet cosechaba para sí su lealtad al Presidente aun a costa de la pérdida de prestigio de la institución, mientras Bedoya naufragaba en los lodazales de la política, sin que su decidida preocupación por la institución pudiese contener el retroceso. A favor del esquema mencionado queda-rían unos recursos adicionales aprobados en 1997, pero cuyo efecto apenas se vería durante 1999, en un momento posterior al estudiado.

En principio, la inestabilidad mencio-nada como rasgo central del período, pa-reció favorecer al Ejército por la continui-dad en la cúpula del general Bedoya. Sin embargo, su salida y reemplazo por un ofi-cial muy cercano al presidente Samper como lo era Bonnet y el ya mencionado dato de las debacles militares, terminó por dejar en situación de predominio, preca-rio pero predominio al fin y al cabo, al Eje-cutivo (ejemplo de ello se puede encontrar en el decreto expedido para introducir una modificación en el sistema de ascensos de la alta oficialidad, decisión a la que se opu-so Bedoya permanentemente y que fue finalmente introducida aun contra las opi-niones de buena parte de la alta oficiali-dad en servicio y en retiro). Esto, que podría leerse como beneficioso para un esquema de relaciones entre civiles y mi-litares democráticas, tendió más bien a enrarecer el escenario y el esquema de interacción y, ante todo, a dejar a la insti-tución en una situación de impotencia. Este

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último factor generó, sin embargo, diver-sos efectos: permitió llevar adelante sin contrapeso las decisiones del nuevo Presi-dente en torno al proceso de paz con las FARC y, en particular, al despeje; indujo a un proceso de reestructuración y reforma irreversible e impuesto, con una autocrítica contenida, pero con efectos complejos; y dio vía libre al auge paramilitar, ciertamen-te sin vínculos institucionales, pero igual-mente como un fenómeno desestabilizador y cuestionable.

DESEMPEÑO MILITAR

El tema del desempeño militar puede ser abordado desde varias perspectivas. En primer lugar, a partir de las relaciones en-tre estrategia política y planes militares. En segundo lugar, a partir del desempeño pro-piamente militar de las Fuerzas Militares, con énfasis particular en los reveses mili-tares. Y en tercer lugar, a partir del papel de éstas en la pérdida de influencia de la guerrilla en el Urabá en el período Samper, pero en relación con el papel protagonice desempeñado por los paramilitares.

En relación con la articulación entre es-trategia política y planes militares, es claro que no existió en la administración Samper. No hubo una estrategia política que guiara la elaboración de los planes militares y si se dieron evidentes contradicciones. El planteamiento político del Gobierno giró durante el primer año en torno al proceso de paz y desde un principio se evidenció tensión y descoordinación entre funcio-narios civiles y la cúpula militar sobre las prioridades por seguir. Días después de que el Alto Comisionado para la Paz, Car-los Holmes Trujillo, diera a conocer en no-viembre de 1994 su primer informe sobre los avances en torno al proceso de paz, se

conoció la propuesta de Fernando Botero sobre las Convivir. Planteamiento éste que contenía una vieja aspiración de los mili-tares y que no puede dejar de interpretarse como una concesión por parte del minis-tro Botero a la Cúpula en contravía de lo que pensaban Horacio Serpa, en ese enton-ces Ministro de Gobierno y el propio Alto Comisionado. No hay que olvidar, tampo-co, que con ocasión del segundo informe de Carlos Holmes Trujillo, presentado en Bucaramanga en mayo de 1995, el presi-dente Samper dejó entrever que estaba dis-puesto a despejar La Uribe, en el Departa-mento del Meta. No obstante Harold Bedoya, entonces Comandante del Ejérci-to, envió un memorando al Comando Ge-neral de las Fuerzas Militares argumentan-do la inconveniencia de proceder al des-peje. Resulta por ello bastante plausible señalar que la renuncia del Alto Comisio-nado en el mes de julio fue consecuencia de la pugna entre militares y funcionarios civiles de alto rango en el Gobierno y que estos últimos se vieron obligados a ceder ante las presiones de los primeros.

Una segunda evidencia en tal sentido se encuentra al mirar cómo los planes mi-litares en la administración Samper estu-vieron desconectados de un planteamien-to político coherente que articulara aspec-tos políticos y militares. La denominada Operación Conquista, llevada a cabo en-tre mayo de 1996 y mediados de 1997 en el sur del país, principalmente en Caquetá, Guaviare y Putumayo, fue ante todo obra de los militares y pretendía quitar a la gue-rrilla de las FARC el control de estas zonas productoras de coca. Una de las reaccio-nes fue la agudización de las marchas coca-leras, que se venían produciendo desde 1994, en buena medida por presión de las FARC. Como consecuencia de ello, las ins-

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tancias civiles del gobierno optaron por la vía de la negociación en contra del querer de los militares que preferían insistir en las operaciones de fumigación, destrucción de laboratorios, incautación de drogas y otras acciones orientadas a debilitar la estructu-ra de finanzas de las FARC. De nuevo, se evidenció la falta de coordinación entre gobierno civil y cúpula militar y la falta de coherencia entre estrategia política y pla-nes militares. Aquí, sin embargo, la ecua-ción no parece favorecer a los militares sino, de un modo paradójico, a los civiles.

Como un aspecto adicional para consi-derar, la denominada Operación Destruc-tor II, llevada a cabo en los Llanos del Yarí en la segunda mitad de 1997, es recordada por la enorme movilización de recursos hu-manos y logísticos y los escasos resultados militares. Si bien algunas de las entrevis-tas dejan entrever que se buscaba quitarle a la guerrilla el control sobre esta extensa zona, hay opiniones que dicen que el pro-pósito era desestabilizar al Secretariado de las FARC. El primero de los objetivos enun-ciados obviamente no se consiguió. Sobre lo segundo hay dudas y al parecer el Se-cretariado se internó en lo profundo de esta región selvática/y por eso se concluye que sí este era el objetivo, pues tampoco se al-canzó. Es claro que no solamente había descoordinación entre civiles y militares sino falta de continuidad en los planes militares.

En relación con el desempeño propia-mente militar es necesario destacar varios aspectos. En primer lugar, si se mide el go-bierno Samper por el número de acciones según las curvas elaboradas por Camilo Echandía en la Oficina del Alto Comisio-nado para la Paz, muestra que los picos en el período estudiado registraron un nivel

inferior a los picos en la administración Gaviria en enero de 1991 (reacción a la to-ma de Casa Verde, en el municipio de La Uribe, Meta) y en la segunda mitad de 1992, con ocasión de la reacción de la guerrilla después de que se suspendieron los diálo-gos en Tlaxcala, México (véase gráfico 1).

En segundo lugar, los picos en la Admi-nistración Samper, si se tiene en cuenta el accionar por iniciativa de la guerrilla, co-incidieron con los siguientes hechos: el cambio de Gobierno (1994); la Toma a Puerres; el ataque a la Base Militar de Las Delicias; una escalada terrorista en el de-partamento de Arauca que marcó el inicio de la incursión de las FARC en esa zona, por encima del ELN; el sabotaje al proceso electoral 3' la coyuntura de cambio de Go-bierno (véanse gráficos 2 y 3).

De aquí se concluye que hay dos modali-dades diferentes de ataques guerrilleros que vale la pena precisar.

Si se tiene en cuenta el número de bajas militares, hechos que la mayoría de las ve-ces se confundieron con un alto número de secuestrados, se tiene que los picos fueron Las Delicias (1996), El Billar. ¿1.998) y Tamborales (agosto de 1998). Fueron estas acciones en las que las FARC movilizaron enormes contingentes de guerrilleros y ata-caron bases fijas (Las Delicias, 1996) y móvi-les (El Billar, Tamborales, 1998) de las Fuer-zas Militares. Estos golpes evidenciaron a su vez la debilidad de las Brigadas Móviles recientemente creadas (El Billar, abril 98) que carecían de la movilidad y los medios con que contó la Primera Brigada, activada en la administración Gaviria, que había mostra-do resultados satisfactorios (véanse gráficos 3 y 4). Es evidente, también, que no hubo una reacción rápida a un cambio de estrategia de las FARC.

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Hay, sin embargo, otro conjunto de re-veses militares que se enmarcan en la tra-dicional lucha entre las FARC y las Fuer-zas Militares. Tal es el caso de Puerres, en donde hubo una emboscada a una colum-na en movimiento utilizando explosivos; La Carpa, en donde se montó una embos-cada a una unidad militar que se dividió cuando fue a buscar una columna guerri-llera; carretera a Urabá, en donde la gue-rrilla tuvo el control de una zona de difícil acceso; oleada terrorista en Arauca y el ata-que a una unidad militar que acompañaba a técnicos de Ecopetrol para reparar el oleoducto; saboteo al proceso electoral de 1997 con un alto componente de acciones terroristas; ataque a la Base de Comunica-ciones en el cerro de Patascoy en el depar-tamento de Nariño; y la toma de La Uribe y de la Base de Antinarcóticos de Miraflo-res, Guaviare, en 1998.

En cuanto al tercer aspecto considera-do, un tema en el que las guerrillas cedie-ron terreno político y militar en la admi-nistración Samper fue a raíz de la pérdida de influencia en el Urabá bananero. La pre-gunta central es: ¿Hasta qué punto esto fue obra de los paramilitares y hasta dónde la consecuencia del accionar de las Fuerzas Militares? Un examen de la situación per-mite concluir que efectivamente los para-militares jugaron un papel muy importante y que sus ataques a apoyos civiles de las FARC y a la población en general fueron determinantes para que éstas se replega-ran en la serranía de Abibe y en el depar-tamento del Chocó. Los dos gráficos de ho-micidios en la zona del Urabá bananero ilustran esta situación. En la sumatoria de homicidios de Turbo, Apartado, Chigoro-dó y Carepa se pasó de algo más de 400 en 1994, a más de 800 en 1995, a más de 1.200 en 1996 y se bajó a algo más de 700 en 1997

y a cerca de 300 en 1998 (véase gráfico 5). De esta manera se llegó a una tasa cercana a los 500 homicidios por cada cien mil ha-bitantes en 1997, cuando la nacional esta-ba alrededor de los sesenta. En 1997, la guerrilla prácticamente ya no pesaba en la zona bananera y era reconocido por amplios sectores de opinión que el triunfo era de los paramilitares.

No obstante lo anterior, hay que reco-nocer que las operaciones militares fueron de una gran importancia. En este terreno el propósito no es establecer si hubo coordi-nación entre militares y paramilitares, sino destacar que el papel de los primeros tam-bién fue determinante. De hecho, en esos años las confrontaciones FARC-Fuerzas Mi-litares se incrementaron.

El triunfo en Urabá, indudablemente, valorizó las acciones del modelo de Casta-ño, independientemente de qué factor tuvo más peso: la lucha institucional o la protagonizada por los paramilitares, y re-forzó la percepción sobre la baja eficiencia del Ejército y las Fuerzas Militares. Este fac-tor, sumado a los reveses militares, puso en serios aprietos a la institucionalidad mili-tar, que aparecía apenas como un tercer actor en la contienda. En ocasiones, hacía las veces de espectador y asimilaba golpes de gran magnitud como el sufrido en Tamborales, en límites entre Chocó y An-tioquia, donde fueron dados de baja más de cincuenta de sus integrantes en agosto de 1998. No hay que olvidar que durante el gobierno Samper se consolidó un nuevo es-pacio de lucha, el de las confrontaciones directas entre paramilitares y guerrilla, y que desde entonces la segunda busca gol-pear la retaguardia de las primeras en el departamento de Córdoba y los parami-litares van a buscar a los guerrilleros a su

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propio terreno (Sur de Bolívar y Catatumbo en el período Pastrana). Este nuevo esce-nario hace aparecer a los paramilitares no ya únicamente como una organización que orienta sus baterías hacia la población ci-vil, sino que cada vez más juega el rol que le correspondía a los militares.

En su conjunto estas acciones ocasiona-ron numerosas bajas a las Fuerzas Milita-res y un elevado número de secuestrados, situación que fue aprovechada política-mente para negociar condiciones favora-bles en el proceso de paz con el Gobierno entrante que, incluso antes de iniciar su mandato, cedió en torno a crear una zona de distensión conformada por cinco mu-nicipios. La tarea que le correspondía a los militares, de doblegar a la guerrilla, estaba lejos de cumplirse y no quedaba otra sali-da que proponer una salida política. En el

terreno operacional militar, si bien hubo rasgos predominantes de continuidad, lo más destacable fue la incapacidad de reac-ción ante un cambio táctico del enemigo que, acompañado de otras acciones, dieron la impresión de una situación de debilitar miento militar hasta entonces no experi-mentado. Situación que condujo a poner en el debate político el tema de la inefi-ciencia militar y de la necesidad de una reforma, asunto hasta entonces rechazado por cualquiera de las cúpulas que los rigie-ron en esos años.

GASTO MILITAR

El componente del gasto militar es sólo uno de varios relacionados con el funciona-miento de la institución militar en tanto organización burocrática compleja. Se ha hecho énfasis en su análisis para aprove-

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char aportes recientes ;sobre el tema, para abrir un ámbito de investigación específi-ca en torno al comportamiento presu-puestal de una institución en particular, y para complementar los análisis desarrolla-dos en las temáticas anteriores.

El propósito del siguiente apartado es ahondar en los determinantes del gasto militar, específicamente para el caso del gobierno Samper. Se plantea que: los facto-res económicos -como el crecimiento y los niveles de gasto anterior-; los factores estra-tégicos -como la evolución del conflicto y el poder militar de las amenazas a la segu-ridad-; los factores sociales -como las accio-nes de apoyo a la comunidad-; y los facto-res políticos -como la necesidad de estabili-dad del régimen político- influyeron de manera convergente y compleja en la de-terminación del gasto militar durante la presidencia de Samper.

Se repasan algunas cifras relacionadas con el gasto militar, correspondientes a las últimas décadas que son de utilidad para ubicar al lector en el desempeño de esta rubro antes del gobierno de interés. En se-guida, se analiza la situación del sector Defensa a mediados de la década, de acuer-do con el diagnóstico hecho por el gobier-no en el Plan de Desarrollo. Luego, se reto-man los programas de gasto que propone el gobierno para el sector Defensa en el período 1995-1998, con el fin de mirar las consideraciones estratégicas y sociales que tenía el gobierno sobre las FFMM. A conti-nuación, se mira lo que pasó en ese perío-do, observando la composición del gasto y

la injerencia de las Fuerzas Militares den-tro de las decisiones sobre el presupuesto. Finalmente, se extraen algunas conclusio-nes con base en los puntos anteriores.

La provisión de seguridad, por su ca-rácter de bien público puro es una atribu-ción del Estado orientada a garantizar la tranquilidad de una sociedad. El gasto en Defensa y seguridad está destinado en la mayoría de los países hacia la seguridad externa. Pero Colombia es una excepción. Durante los últimos cincuenta años, el con-flicto armado interno ha obligado a con-centrar los esfuerzos de las Fuerzas Arma-das en la protección del orden establecido, y el aseguramiento de la integridad de la nación frente a iniciativas insurgentes den-tro de las fronteras.

En cuanto a los antecedentes del gasto en seguridad y Defensa en Colombia7, en los últimos quince años el gasto militar en el mundo ha presentado una disminución substancial. En 1981, representaba el 5,4% del PIB, mientras que para 1995 esta cifra se encontraba en el 2,8%. Sin embargo, América Latina no siguió la misma tenden-cia. En los últimos siete años, la región re-gistró los menores índices de gasto militar del mundo, alrededor del 1% como pro-porción del PIB.

Diferentes razones contribuyeron a la disminución de los índices del gasto mi-litar, entre ellas, factores financieros y económicos, junto con cambios políticos y factores de seguridad. En conjunto, todos influyeron en la capacidad de los países

7 Información y cifras obtenidas de Soto; Giha y Riveros (1999). Este artículo recoge sintéticamente los trabajos adelantados por la Unidad de Justicia y Seguridad del Departamento Nacional de Planeación. Para una versión en extenso, véanse Departamento Nacional de Planeación (2000).

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para afrontar este tipo de gasto. El caso co-lombiano presentaba hasta 1988 un gasto militar por debajo del promedio mundial. Sin embargo, a partir de 1989 ha sido cada vez mayor, estableciéndose por encima del promedio de la región con una tendencia al aumento. Es importante señalar la crea-ción de los llamados impuestos de guerra para financiar el gasto militar. De esta for-ma se destinaron mayores recursos al sec-tor sin sacrificar otros gastos del Estado. Dichos recursos permitieron financiar el in-cremento del personal y de sus salarios.

Si se evalúa el gasto militar como pro-porción del gasto total del país, presenta una disminución, del 18,4% en 1981, al 9,9% en 1995. Estos datos, sin embargo, deben mirarse con cuidado, pues no signi-fica que el gasto militar haya disminuido, sino que, a medida que el gasto militar au-menta, se presenta al mismo tiempo un aumento proporcionalmente mayor en el gasto público, ambos como proporción del PIB, lo cual indica que el gasto en el área militar no desplaza necesariamente el gasto de otras áreas.

En consecuencia, es particular del caso colombiano el esfuerzo que el gobierno central ha realizado en el sector militar, en comparación al resto del mundo en el pe-ríodo reseñado. Sin embargo, no existe un patrón único que actúe como modelo aplicable en todo tiempo para la determinación del tama-ño y la estructura del gasto militar en un país8. Por esto mismo, América Latina no presen-tó tampoco una clara tendencia. En la re-gión se presenta una notable dificultad en la coordinación y desarrollo de las políti-cas globales de seguridad, y además sobre-

sale la carencia de políticas frente al gasto público y la ausencia de mecanismos de control alrededor del presupuesto militar.

En cuanto al tamaño de las institucio-nes armadas, en 1981 el promedio mun-dial presentaba una relación de seis solda-dos por cada mil habitantes. Para el caso de América Latina, esta cifra pasó de 4,4 soldados por cada mil habitantes en 1981, a 2,7**en 1995. Colombia se encontraba por debajo del promedio mundial y de la re-gión hasta 1987, cuando comenzó a presen-tar notables aumentos hasta superar la ci-fra promedio para América Latina e igua-lar el promedio mundial. Colombia pasó de 2,4 soldados por cada mil habitantes en 1981, a 4 en 1995.

El Gasto de la Fuerza Pública, denomi-nado (GFP), como proporción del PIB des-tinada a la seguridad, presentó en Colom-bia un promedio de 0,8%, con un mínimo de 0,6% y un máximo de 3,6%. A partir de un análisis histórico de este rubro, la eco-nomía realizó sus mayores esfuerzos en 1997, debido a dos factores: los gastos pro-venientes de la nivelación salarial esta-blecida a partir de la Ley 4 de 1992; y los* recursos de inversión provenientes de los Bonos para la Seguridad, los cuales presen-taron un agregado de 440 mil millones de pesos que se destinaron, a adquisición de equipo.

Es posible afirmar que el GFP colom-biano presentó, a todo lo largo del siglo xx, un comportamiento oscilante pero con una ten-dencia creciente (Departamento Nacional de Planeación, 2000:57). La proporción GDF/ PIB refleja la tendencia creciente, estima-

8 Departamento Nacional de Planeación. (2000:37).

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da en 0,02 puntos porcentuales en su par-ticipación en el PIB. Así mismo, es posible establecer que el sector Defensa ha creci-do en relación con el PIB, más que propor-cional que el resto de gasto público. Las ci-fras señalan un crecimiento de GFP/PIB del 1.544% anual, mientras que la proporción del Gasto del Gobierno Central (GGC), en relación con el PIB, presentó un crecimien-to menor, del 1,26%.

Lo anterior refleja una apropiación de recursos por parte del Gasto de la Fuerza Pública, mayor que la del resto de los sec-tores incluidos en el Gasto del Gobierno Central.

Al descomponer el Gasto de la Fuerza Pública en sus diferentes componentes, te-nemos que el principal está representado por los servicios personales (46%), cifra que se explica por el aumento en el pie de fuer-za, que creció un 4% de 1980 a 1998, mien-tras que la población creció sólo un 1.7%; seguido por las transferencias (25%), los gastos generales (14,7%) y la inversión (14,1%).

En 1992, con la nivelación salarial, los servicios personales y las transferencias au-mentaron considerablemente, lo que cau-só una recomposición del GFP. Por otro lado, los gastos generales aumentan sólo un 16,1%, mientras que la inversión pre-senta una caída al 11%. Esto se refleja en un aumento de recursos para el sector, desde el 2% del PIB para el período 1980-1992, hasta el 3,1% en los años 1993-1998. Las expectativas para el futuro indicarían una apropiación aún mayor del Gasto de la Fuerza Pública de los recursos de la economía.

Lo anterior presenta la necesidad de adelantar reformas de fondo al sector De-fensa con el fin de contribuir en la reduc-ción del Gasto del Gobierno Central (De-partamento Nacional de Planeación, 2000: 60). Según el informe del Departamento Nacional de Planeación, si se continuase con la tendencia señalada, el presupuesto destinado al Gasto en la Fuerza Pública al-canzaría únicamente para el sostenimien-to del personal.

Luego de la breve referencia a los ante-cedentes del gasto en seguridad y Defen-sa, cabe señalar que una manera de aproxi-marse a los determinantes del gasto mili-tar en un régimen político y económico como el colombiano, es mirar los diferen-tes documentos oficiales que se publican sobre el particular. Ésta sería una primera característica de este rubro en Colombia, y consiste en que es una información de ca-rácter público y no reservada.

En tal sentido, es viable remitirse al Plan de Desarrollo presentado por el gobierno de Ernesto Samper, al año de haber inicia-do el mandato (Presidencia de la Repúbli-ca, 1996).

Aunque no se llegue a las cifras que fi-nalmente se destinaron para el gasto mili-tar9, ni a lo que realmente se ejecutó en ese cuatrienio, mirar tal documento resulta útil por varias razones.

En primer lugar, el capítulo de "Defen-sa Nacional y FFMM", presenta el diagnós-tico ex ante que hace ese gobierno sobre las Fuerzas Militares y el sector Defensa y se-guridad en general.

9 Para tal efecto habría que mirar las versiones finales de las leyes anuales de presupuesto.

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En segundo lugar y a partir de este diag-nóstico, se formulan unos programas espe-cíficos para cumplir con los objetivos plan-teados para el sector. Son siete las áreas de diagnóstico tratadas en el documento10.

En primer lugar, el área de seguridad y Defensa nacional11, en la cual se reconoce a los grupos alzados en armas y las organi-zaciones criminales y terroristas como las principales amenazas para la estabilidad y el progreso económico y social del país. Las Fuerzas Militares, bajo el liderazgo civil y con el apoyo de todo el Estado, son consi-deradas actores fundamentales para com-batir tales amenazas.

En segundo lugar, la concerniente a la Fuerza Pública y Fuerzas Militares, en la cual simplemente se hace un recuento de su tamaño y principales rasgos en la evo-lución reciente. Allí se anota cómo, pese al crecimiento del pis de fuerza, se mantenía levemente por debajo del promedio de la región en las últimas décadas. Cabe seña-lar cómo, aunque el gasto militar compren-da lo destinado a la Policía, los lincamientos de política para este cuerpo son tratados en otro capítulo del Plan, rasgo indicativo del tratamiento dado a esta institución y de las tensiones interinstitucionales que se agravaron durante el período.

En tercer lugar, los recursos humanos, aunque el número de soldados voluntarios como parte del total venía creciendo en los últimos años, para 1994 un 80% era toda-vía aportado por el reclutamiento obliga-torio. Se reconocía esto como dificultad ya que no había suficiente personal prepara-do para las operaciones contraguerrilleras. La alta rotación de las incorporaciones, se precisaba entonces, dificultaba los proce-sos de instrucción. Se calculaba que reem-plazar los soldados regulares por soldados voluntarios costaría 4 o 5 veces más por año, razón de peso para no intentarlo en-tonces12. En cuanto a la formación del pie de fuerza, se señalaba cómo cada año egre-saban de las escuelas respectivas unos 1.100 oficiales y 3.000 oficiales. Sin embargo, se reconocía ya que la formación de este per-sonal era inadecuada, tanto por las dificul-tades para completar los ciclos de instruc-ción, como por el carácter insuficiente y mal utilizado de los recursos asignados a estos propósitos. Todo lo anterior se tradu-cía, según el diagnóstico, en ineficiencias administrativas y operacionales.

En cuarto lugar, se advertía sobre los problemas en dos áreas de bienestar para el personal de estas instituciones, como la salud y la vivienda. Se señalaba la insufi-ciencia en la oferta, agravada y no resuelta

10 Todas las cifras relacionadas a continuación corresponden a las mencionadas en el documento del Plan (Departamento Nacional de Planeación, 2000).

11 El documento del Plan define la seguridad como "la situación de normalidad y tranquilidad derivada de la realización de los fines esenciales del Estado". La defensa nacional sería "la organización y empleo de los recursos humanos, morales y materiales de la nación, para garantizar su soberanía, independencia, integridad territorial, orden constitucional y la convivencia pacífica" (Departamento Nacional de Planeación, 2000: 107).

12 Resulta también paradójico que el gobierno Pastrana, con un entorno fiscal aún más crítico, si tomara la de cisión de cambiar el carácter del pie de fuerza de voluntario a profesional, con razones centradas en las ne cesidades del conflicto y sin dar pie a ninguna discusión pública sobre su conveniencia y sus limitaciones.

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por la recientemente expedida Ley 130/94 que apenas empezaba a aplicarse. El caso de la vivienda era similar, con una deman-da muy superior al inventario de casas y apartamentos fiscales. Las normas estable-cidas implicaban una alta rotación. Un mi-litar debía pasar dos años por fuera del sis-tema por cada dos años dentro de la vivien-da fiscal. El déficit estaba alrededor de las 5.500 viviendas.

En quinto lugar, estaban los aspectos logísticos, donde se hacía énfasis en las li-mitaciones existentes para cumplir adecua-damente su misión. Las raciones cubrían un 10% de las necesidades y los equipos de campaña un 44%. Debido a la disper-sión de las operaciones en el territorio na-cional, el problema de movilidad se había detectado como crítico. Se estimaba que el transporte terrestre sólo cubría un 33% de los requerimientos, y había problemas de mantenimiento de vehículos, déficit en munición y armamentos.

En sexto lugar, se hacía referencia al apoyo a la comunidad que, como parte de las misiones de las FEMM., incluía también la prestación de otros servicios como salud, obras de infraestructura, servicios educa-tivos, transporte y atención de calamida-des. Además, se hacía referencia a dos ser-vicios bajo la responsabilidad de las FEMM. como son Satena y la Defensa Ci-vil. A pesar de reconocer su importancia, se dejaban entrever las contradicciones ante la escacez de recursos y la prolifera-ción de tareas y responsabilidades en un contexto de agravamiento del conflicto.

Finalmente, se hacía mención a la pla-neación, seguimiento y evaluación del fun-cionamiento de estas instituciones. Al res-pecto, se señalaba que en los primeros años

de la década de los noventa se realizaron esfuerzos institucionales para mejorar la planeación del sector y, con esto, llegar a la eficiencia en el uso de los recursos. Se cita-ba, por ejemplo, la creación de la Unidad de Justicia y Seguridad del Departamento Nacional de Planeación. Sin embargo, se presentaban problemas por la falta de un sistema de información homogéneo para las tres fuerzas, el Ministerio de Hacienda y el DNE Se mencionaban las dificultades del proceso de contratación y adquisicio-nes, en particular las financiadas por el cré-dito público externo, que en el caso de la disponibilidad de equipo militar podía tar-dar hasta año y medio desde el momento de su compra.

A partir de este diagnóstico, amplio y complejo, en algunos aspectos muy gene-ral y en otros con detalles que alarman, es factible rescatar los principales programas del gobierno para este sector. Se estable-cieron tres objetivos básicos:

1. Contribuir al mejoramiento de las con-diciones de seguridad individual y co-lectiva en la sociedad;

2 Concurrir, con las diferentes agencias del Estado y la comunidad en general, a la promoción de una cultura referen te a la Defensa de la soberanía, la inde pendencia y la integridad territorial;

3 Incrementar los niveles cualitativos del servicio, avanzando hacia la constitu ción de unas FEMM. cada vez más ca pacitadas, mejor dotadas y asegurando un mayor nivel de bienestar para todos y cada uno de sus integrantes (Depar tamento Nacional de Planeación, 2000: 107).

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Para el cumplimiento de tales objetivos se definieron siete programas específicos, a partir de los cuales se diseñaron los subprogramas del gasto (véase cuadro 5).

En primer lugar, el mejoramiento de la capacidad técnica para un empleo eficien-te de los recursos. La idea principal de este programa fue mejorar la movilidad de las FFMM en todo el territorio nacional con el fin de incrementar la capacidad de res-puesta frente a las amenazas, y tener una constante ofensiva militar. Mediante el mejoramiento del transporte terrestre, flu-vial y aéreo, se quería reducir el tiempo entre un ataque y la presencia de efectivos militares. También se quería aumentar la capacidad de realizar acciones ofensivas, mediante equipos para el combate noctur-no. El punto principal de este programa fue la activación del destacamento aéreo del Ejército, mediante el cual esta fuerza tuvo bajo su control una flotilla de helicópteros y aviones para el transporte de equipos y hombres.

En segundo lugar, el fortalecimiento del sistema logístico a través de la construcción de más instalaciones militares en el terri-torio, de tal manera que se lograra mayor presencia. También se quería mejorar las

condiciones de alojamiento de las guarni-ciones ya establecidas, sobre todo las de las zonas fronterizas y las de orden público. Se quiso dedicar parte importante de los recursos a la reposición del parque auto-motor y a mejorar la capacidad de mante-nimiento.

En tercer lugar, para comunicaciones e inteligencia se quiso implantar el Sistema Nacional de Inteligencia, para así tener una acción coordinada de las diferentes agen-cias del Estado. También se quería mejorar la capacidad técnica para potenciar la ob-tención y análisis de la información. En el área de comunicaciones se quería desarro-llar un sistema de enlace y transmisión de datos, unificado para todas las fuerzas. Par-te de esta modernización pretendía utili-zar la tecnología satelital para así eliminar la vulnerabilidad existente en las estacio-nes repetidoras.

En cuarto lugar, se quería atender la ca-pacitación y modernización de las Fuerzas Militares, mediante el mejoramiento del nivel de profesionalización de los miem-bros del sector Defensa. Esto implicaba la capacitación en las áreas administrativa, pero sobre todo la formación para la acti-vidad militar.

CUADRO 5 PRESUPUESTO DE FUNCIONAMIENTO E INVERSIÓN MINISTERIO DE DEFENSA 1995-1998 Pesos reales

1995 1996 1997 1998

Presupuesto de funcionamiento Presupuesto de Inversión

889.564.941.600

146.465.793.373

1.159.155.269.079

272.842.436.200

1.401.255.069.846

762.908.141.000

1.818.836.469.880

303.087.662.000

Fuente: Sección Ministerio de Defensa, Presupuesto General de Gastos, Plan de Desarrollo, 1994-1998.

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En quinto lugar, se determinaba la pro-moción de los derechos humanos para lo cual se diseñaron programas para la ca-pacitación del personal en estos temas me-jorando los manuales que rigen su divul-gación en la formación y el entrenamiento de la tropa. También se pretendía avanzar en la creación y el desarrollo de las ofici-nas de derechos humanos en las guarni-ciones del país. Paralelamente a esto, se quería fortalecer el sistema de la justicia penal militar.

En sexto lugar, para el bienestar y la se-guridad social se proponía mejorar el ni-vel de vida los miembros de las FF.MM. y sus familias. Se pretendía ampliar el servi-cio de salud mediante la vinculación del nuevo sistema de salud de las FF.MM. con entidades públicas y privadas. También se puso en funcionamiento el Instituto de Salud de las Fuerzas Militares, y se dio gran énfasis al funcionamiento del Hospital Militar como el eje de todo el sistema. Se propuso poner en marcha centros de sa-lud regionales y locales.

Finalmente, para el apoyo a la comuni-dad, se proponía mejorar la capacidad hu-mana y operativa de la Defensa Civil. Para Satena, se buscaban las condiciones para mejorar la prestación del servicio a nivel nacional. Finalmente, se quería mejorar la capacidad de las FF.MM. en acciones que las acerquen a la población civil. También se quería mejorar la cooperación con otros organismos estatales en actividades como las elecciones o el cuidado del medio ambiente.

La aplicación concreta de estas políti-cas fue contradictoria y tuvo que acomo-darse a los avatares que sufrió el gobierno en el terreno político e internacional, a las

urgencias del agravamiento de la situación de orden público y a las crecientes restric-ciones derivadas de la tendencia al estan-camiento que sufrió la economía colombia-na y, en particular, los recortes en el gasto que se propiciaron, dado el magro pano-rama de las finanzas públicas. Para el final del período se tenía la sensación de una ineficiente utilización de los recursos cre-cientes asignados, idea que no necesaria-mente se corresponde con lo sucedido. Pa-rece válida en relación con la inteligencia y posiblemente con la aviación del Ejérci-to, pero no es tan fácilmente asignable al conjunto del gasto y al conjunto de lo de-sarrollado por las instituciones armadas. Es necesario considerar dos factores que obli-gan a atenuar la imagen señalada y a un examen mucho más cuidadoso de las ci-fras. En primer lugar, el recorte temporal puede resultar sesgado, pues muchas de las decisiones de gasto, especialmente en inversión, apenas ofrecen resultados en un lapso de 18 meses o más. En tal sentido, por ejemplo, los recursos obtenidos por la vía de los llamados bonos de guerra en 1997, apenas surtieron efecto para la institución a partir de 1999. Adicionalmente, la mag-nitud y complejidad de las instituciones militares y del Ejército en particular, con-ducen a un examen que necesariamente tiene que ser más detallado, preciso y ajus-tado, so pena de incurrir en afirmaciones y generalizaciones facilistas, llamativas, pero erróneas. Ejercicio éste que se está adelantando en la investigación, pero del cual todavía no hay resultados definitivos.

No obstante, en la indagación se pudo constatar que, en relación con el manejo del presupuesto militar, resulta difícil y hasta inconveniente la valoración del des-empeño institucional, y en particular, la evaluación del manejo del presupuesto

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militar, dado que no es un campo en el que los miembros del Ejército tengan la auto-nomía suficiente para tomar decisiones y llevar a cabo proyectos que sean conside-rados por ellos mismos como necesarios. No existe, dentro de la programación pre-supuestal, un ámbito reservado para las decisiones del Ejército. El gasto en Defen-sa y seguridad de un país como Colombia, antes que reflejar el desempeño del Ejérci-to como institución, refleja el comporta-miento de una cifra que se encuentra en manos del gobierno central y sobre la cual varias instancias estatales deben decidir, antes de que ésta se convierta en recursos a disposición de los miembros del Ejército.

Dada la magnitud del trayecto para la toma de decisiones presupuéstales, los al-tos componentes inerciales y la cantidad de instancias que participan en él, identifi-car la etapa designada exclusivamente para las determinaciones de los miembros del Ejército resultó de crucial importancia. Esta etapa fue identificada como aquella en la que se realiza la solicitud de proyectos del Ejército al banco de proyectos (BPIN)13.

En lo que hasta ahora se ha examina-do, se han podido encontrar características que describen el desempeño de los milita-res en el manejo del presupuesto y que pueden explicar el origen de las deficien-cias o virtudes en la coherencia de los pro-yectos y en la planificación del uso presupuestal.

A este respecto, el mapa de la progra-mación presupuestal es el siguiente (ver diagrama de flujo de la página siguiente):

Si se analizan los proyectos para el pe-riodo 1994-1998 se puede constatar que el presupuesto destinado al Ministerio de Defensa Nacional se ejecuta en tres partes fundamentales para cada una de las uni-dades ejecutoras que componen la Fuerza Pública:

Fuerza Aérea, Ejército, Armada y Co-mando General. Estas tres partes son las siguientes: Funcionamiento, Servicio de la Deuda Pública e Inversión. Las dos prime-ras, agrupan cuentas tales como gastos de personal, gastos generales, transferencias, y servicio de la deuda interna y externa. Estas cuentas son altamente invariables por su naturaleza.

Queda entonces lo correspondiente a inversión como la único instancia en la cual es posible intervenir. Los cambios en esta instancia se traducen en transformaciones en el presupuesto. Es allí también donde tienen injerencia las Fuerzas Armadas, y en este caso específico el Ejército, para pro-mover proyectos que respondan a sus ne-cesidades.

Los proyectos de inversión sugeridos por las diferentes Fuerzas realizan un re-corrido antes de ser llevados a cabo. Cada proyecto sujeto a un formato especial debe estar inscrito en el banco de proyectos (BPIN) el Io de enero de cada año. Poste-riormente, la oficina de planeación de cada una de las fuerzas envía los proyectos de inversión a la Unidad de Justicia y Seguri-dad del Departamento Nacional de Pla-neación (DNP). Más tarde se lleva a cabo una reunión con el pre-comité funcional,

13 Se han identificado las distintas fuentes: fichas por proyecto, proyectos aceptados y denegados, desde las cuáles se puede evaluar esta información y se está profundizando en su seguimiento.

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El Ejército colombiano durante el período Samper • 171

CUADRO 6 PRESUPUESTO DE INVERSIÓN. APROPIACIÓN DEFINITIVA 1995-1998*

1995 (%)

1996 (%)

1997 (%)

1998 (%)

Ejército Icfes** Fonejc*** Armada FAC

22.71 27.68 36.65 32.073.45 5.19 1.29 1.66

0 1.11 0 013.75 15.01 24.10 20.3426.97 21.92 16.31 18.49

Total* 300,494 494,105 396,154 338,209

Nota: *porcentajes sobre presupuesto de inversión total Ministerio de Defensa. **Inst. Casas Fiscales del Ejército. ***Fondo Rotatorio Ejército. **** "Millones de pesos de 1998. Fuente: "Ministerio de Defensa Nacional, Departamento Nacional de Planeación, presupuesto de inversión total. MDN y DAS, Apropiación Definitiva 1995-2000.

donde se revisan todas las propuestas de proyectos de inversión. En consecuencia, el ámbito de injerencia presupuestal está bastante acotado y sujeto a procedimien-tos similares a los de cualquier otra instan-cia estatal. Quedan por ello dependientes de la capacidad de negociación de gran-des proyectos de la cúpula o a la capaci-dad de la institución para priorizar inter-namente sus necesidades y negociarlas en las instancias descritas.

Si se examina la evolución de la inver-sión del Ejército por sectores en el período estudiado, se tiene, en primer lugar, la pro-porción de inversión del Ejército en rela-ción con la inversión total, aumentó noto-riamente para el año de 1997, y, en segun-do lugar, proporcionalmente la inversión en las Instituciones y Casas Fiscales del Ejército aumentó en mayor grado para este año. Ello indica que, si bien 1997 puede ser reconocido como un año excepcional en los montos de inversión, una porción nada despreciable se dedicó al bienestar de sus miembros, atendiendo una de las necesi-

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dades más sentidas, tal y como se mencio-nó en la referencia al diagnóstico.

Luego del análisis efectuado y si se piensa en la necesidad de perfilar un mo-delo para la programación y análisis del gasto militar en Colombia (Deger y Sen, 1995), hay que tener en cuenta los siguien-tes elementos. Por un lado, debe reflejar bien el problema de la limitación de recur-sos, dado que el gasto militar en Colombia está estrechamente ligado con todo el di-seño del presupuesto nacional. En este sen-tido, los recursos destinados a los militares 'compiten' con otras partidas del presu-puesto en las diferentes instancias de sus asignación.

Por otro lado, debe expresar bien la si-tuación del conflicto armado colombiano, cuya dinámica también va a determinar los niveles de gasto destinados al sector De-fensa. El modelo debe dar cuenta de esto" al incluir los factores estratégicos, el tama-ño y la capacidad militar de un enemigo, que para el caso de las FEMM. son los gru-pos armados por fuera de la ley. Esto se puede ver en la propuesta del gobierno Samper para el sector Defensa, donde los pro-gramas más importantes son aquellos destinados a enfrentar la acción militar del enemigo: mejoramiento de la capacidad técnica y fortalecimiento del sistema logís-tico (véase cuadro 5).

Sin embargo, el modelo no puede ig-norar otros aspectos que resultan de la mayor relevancia para analizar el gasto militar en el período 94-98, como es el caso del aspecto 'inercial' del gasto militar14. Es

decir que el gasto en un momento t, va a depender de los niveles del gasto para los momentos t-1, t-2,... En el tema militar esto es particularmente cierto para los diferen-tes rubros que componen el gasto. Esto se ve para los Servicios Personales, donde hacia el futuro se deben asumir los costos de nómina del personal contratado en un momento dado. En el caso colombiano, este rubro del gasto militar en el período de interés está muy influenciado por la ni-velación salarial contemplada en la Ley 4 de 1992. El rubro de Transferencias también es importante en este sentido, ya que en el caso colombiano el régimen de pensiones y seguridad social para los militares en re-tiro debe ser asumido por la parte del pre-supuesto destinada al sector (este rubro también es afectado por la Ley 4/92). Hay que recordar que en la Ley 100 de 1993 de reforma a la seguridad social, no se inclu-yó a los militares. El rubro de Gastos Ge-nerales también es afectado por la inercia de los niveles del gasto anterior en la me-dida en que la adquisición de bienes y ser-vicios para la operación del sector, implica que para su funcionamiento se deben ad-quirir en el futuro equipos adicionales. Por ejemplo, la compra de armas de dotación en un momento dado implica que en el futuro se deberá ir adquiriendo más mu-nición. En el caso colombiano, el único ren-glón que no presenta estas 'inflexibilidades' es el de Inversión. Aunque esto vaya en detrimento de la eficiencia del sector, en el gasto militar éste es el renglón de ajuste, lo que lleva a los casos que se diagnosticaron en el Plan de Desarrollo de Samper, por ejemplo el de los vehículos fuera de uso por falta de mantenimiento.

14 Smith (1995) también propone un modelo dinámico de gasto militar.

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Otro aspecto importante del período analizado, que debe ser tenido en cuenta por el modelo, es la particular coyuntura política que vivió el gobierno de Samper por el llamado Proceso 8.000. En un régi-men político de un país en desarrollo, el estamento militar se constituye en un soporte fundamental de los gobiernos de-mocráticos15. Es decir que en los momen-tos de crisis que afrontan estos gobiernos, los militares se convierten en actores prin-cipales de la escena política, ya que si se presentan otras circunstancias, las FF.MM. pueden llegar a quitarle el respaldo institucional al gobierno; o pueden tam-bién colaborar en su derrocamiento; o en el caso más extremo, pueden constituirse en una dictadura militar después de dar un golpe de Estado.

A manera de hipótesis, en este trabajo se plantea que la crisis política del Proceso 8.000 que debió afrontar el gobierno de Samper, llevó a que en el país fueran muy viables los dos primeros escenarios seña-lados . Por un lado, se dio en las FF.MM. una especie de separación entre los oficia-les que apoyaron a Samper (i.e. Gr. Bonnet) y los que se alinearon en una línea más crí-tica hacia el gobierno (i.e. Gr. Bedoya). Por otro lado, se manejaron diversas tesis so-bre la participación directa o indirecta de oficiales del Ejército en los llamados "rui-dos de sables", es decir, en intentos por de-poner al gobierno de Samper. Todo lo an-terior se puede relacionar con el gasto mi-litar, ya que éste es uno de los mecanismos que el gobierno de Samper habría emplea-do para asegurarse el apoyo de las FF.MM. ante las circunstancias políticas por las que atravesaba el país.

Con base en los comentarios anteriores, se pueden plantear las especificaciones para llegar a determinar una demanda por gasto militar en el período estudiado. Ella implica que la seguridad está en función del nivel de gasto militar, de las capacida-des militares de los grupos insurgentes al interior de las fronteras y de las posibles amenazas a la soberanía nacional, que para el caso colombiano sería principalmente Venezuela. La función de estabilidad polí-tica estaría determinada por la estabilidad del gobierno que va a depender de las ca-pacidades de la oposición política; del apo-yo político que logre obtener el gobierno por parte de diversos sectores civiles; y del apoyo de las FF.MM. La restricción presu-puestaria del gobierno incluiría igualmente el impacto en el momento t del nivel y de los precios del gasto militar en períodos anteriores.

Con las especificaciones anteriores, se obtendría una demanda de gasto militar para el período Samper que estaría deter-minada de manera general por la restric-ción de recursos, la función de seguridad y la de estabilidad política. De manera más específica, la demanda por gasto militar se definiría por el conjunto de las variables mencionadas en función de este gasto. Para todas las variables se espera una relación positiva con el gasto militar, excepto para el apoyo político, que tendría un signo ne-gativo, ya que el gobierno entre más apo-yo reciba de las sectores civiles menos re-cursos deberá destinar apara asegurarse el apoyo de las FF.MM.

En consecuencia, en esta parte del artí-culo se vio cómo el gasto militar ha estado

15 En esta dirección, un modelo sobre las relaciones entre civiles y militares en Colombia es presentado por Andrés Dávila (1998).

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determinado no sólo por consideraciones económicas y de índole presupuestad sino también por las consideraciones estratégi-cas que se hagan sobre las amenazas a la Defensa y la seguridad. También se hizo énfasis en la importancia de la economía política, en la medida en que en un país como Colombia, las Fuerzas Militares y el Ejército, en particular, juegan un papel fun-damental para conservar la estabilidad de las instituciones.

Basado en lo anterior, se abren nuevas maneras de aproximarse a lo que es el pro-blema de la eficiencia del gasto militar. La idea tradicional es que ésta se mide en fun-ción de los resultados operativos de las FF.MM. en las áreas definidas por el gobier-no (lucha contra la guerrilla, contra la de-lincuencia, contra las amenazas a la sobe-ranía...).

Sin embargo, existen otros parámetros para evaluar la eficiencia.

En primer lugar, está la medición con base en los resultados administrativos del sector, y en función de la eficiencia en la asignación de los recursos basada en la res-tricción presupuestal.

En segundo lugar, está la eficiencia que logran las FF.MM. en sus misiones comu-nitarias con la población civil (acciones cívico-militares, construcción de infraes-tructura...).

Finalmente, la eficiencia de las FF.MM. debe medirse también, con base en los re-sultados de su función de mantenimiento de la estabilidad del régimen político y de soporte al gobierno constituido.

De acuerdo con las posibilidades an-teriores, se debe decir que si bien la eficien-cia administrativa y operacional de las FF.MM. ha sido tradicionalmente cuestio-nada, también se debe tener en cuenta la eficiencia de la institución en términos de su función social hacia la comunidad, y sobre todo su eficiencia a nivel del régimen político. Si bien en el gobierno de Samper los resultados administrativos y opera-cionales parecen no haber sido positivos, las FF.MM. habrían sido muy eficientes en la medida en que mediante su subordina-ción al poder civil, permitieron la estabi-lidad del gobierno en el poder. Empero, esta formulación requiere ser precisada adecuadamente.

CUADRO 7 DISTRIBUCIÓN POR PROGRAMAS DEL PRESUPUESTO EN DEFENSA 1995-1998 (propuesta contemplada en el Plan de Desarrollo)

Programa Miles de pesos de 1994 Porcentaje del total

Mejoramiento de la capacidad técnica Fortalecimiento del sistema logístico Desarrollo de inteligencia y comunicaciones Modernización y capacitación Justicia penal militar y derechos humanos Apoyo a la comunidad Bienestar y seguridad social

521.791.161 122.151.265 97.637.644 11.799.931 1.688.436

11.900.073 65.331.492

62,8 14,5 11,5

1,5 0,2 1,5

8

Total 832.300.002 100

Fuente: Plan de Desarrollo. El Salto Social-cálculos de los autores.

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Adicionalmente, cabe proponer que para cualquier consideración sobre el gas-to militar en Colombia hay que tener en cuenta que: la evolución del gasto militar está estrechamente relacionada con la evo-lución de la capacidad militar de la guerri-lla o los grupos insurgentes; factores de amenaza como el narcotráfico y el terro-rismo han propiciado un aumento soste-nido del gasto en seguridad y Defensa; la dotación militar para la disuasión en la hi-pótesis de un conflicto externo es un argu-mento poco probable por ahora para el caso de Colombia; y las decisiones de gasto se-ñalan la ausencia de una estrategia de Es-tado y la debilidad de las políticas en este campo. Este rasgo impide la ejecución de una estrategia coherente y permanente que permita fijar objetivos de largo plazo y mecanismos para alcanzarlos.

CONCLUSIONES

Como se hace manifiesto en el desarrollo del trabajo, se ha conseguido una gama amplia de información sobre el desempe-ño del Ejército en el período Samper. En el estado actual del proyecto, es posible, ade-más de una descripción básica sobre su composición y funcionamiento, adentrarse en tres de las múltiples temáticas que sería fundamental abordar. Si bien hay plantea-mientos, preguntas e hipótesis comunes que apuntan a recobrar una lógica de de-bilitamiento como tendencia crítica del período en lo atinente al desempeño de la institución, el examen de cada temática muestra la complejidad y amplitud del objeto de estudio y llama la atención sobre la necesidad de generalizar muy tímida-mente y luego de profundizar suficiente-mente en las áreas escogidas. Esto es, ante todo, lo que se propone en cada una de las temáticas. Y allí hay descubrimientos cla-ves y constataciones significativas.

La principal de ellas apuntaría a mos-trar cómo, si bien resulta válido catalogar el conjunto del período y al conjunto de la institución como de debilitamiento y tendencial crisis en el desempeño, el exa-men de cada aspecto permite ingresar a un terreno muy rico en información y desa-rrollo, propio de la organización burocrá-tica y militar de mayor tamaño en el país. Por ello, y en el estado actual, previo al es-tablecimiento sistemático de interacciones entre los tres asuntos seleccionados, hay evidencia de esa interacción y de razones que apareciendo en una temática le dan sentido a las otras dos.

Si se tiene en cuenta la referencia ini-cial a alguna información básica, lo que pri-mero cabe destacar es el peso específico del factor de desenvolvimiento inercial de la institución dado por su tamaño, por la in-cidencia de lo histórico e institucional y por la alta dependencia, tanto del tamaño como de los recursos asignados que si bien han aumentado en términos reales, mues-tran un desempeño lleno de oscilaciones. Ello hace que los cambios inducidos o in-tentados, tanto en las relaciones entre civi-les y militares, como en el desempeño ope-racional militar y, también, en el uso de los recur-sos, tengan un matiz de relatividad y acotación. Sin que el desempeño duran-te el período Samper sea estático y cons-tante, los cambios pueden ser vistos como marginales, tangenciales, aunque algunos de ellos tengan hondos efectos en la situa-ción y papel de la institución en el período subsiguiente. Pero este resultado difícil-mente puede deducirse de una decisión o voluntad política del gobierno, de la cúpu-la o de la propia institución y es más bien el producto de una particular convergen-cia de situaciones y procesos como los sucedidos.

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En tal sentido, la caracterización de las relaciones Ejecutivo-cúpula militar en la tensión entre contestación obstaculizante y el soporte transaccional, va a resultar institucional y políticamente desfavorable a la institución como efecto de lo sucedido a nivel operacional militar. Los reiterados fracasos militares de la segunda mitad del período desestructuran los posibles efec-tos positivos del esquema desarrollado. En relación con el Ejecutivo, porque le permi-ten retomar una posición de superioridad en las relaciones luego de haber asegura-do su respaldo institucional en los momen-tos más críticos y posicionan el tema de la reforma militar como inevitable, aunque ello le correspondiera como tarea al si-guiente gobierno. En relación con la opi-nión, porque si bien la institución mantu-vo en las encuestas un alto nivel de apoyo, la ecuación mayores recursos: peores resul-tados dejó a la institución inerme ante las decisiones políticas que se tomaran. De nuevo, el gobierno Samper alcanzó a go-zar de algunas ventajas con esta situación y supo manejarla al culminar con una cú-pula de plena confianza para su labor, pero sería el gobierno Pastrana el que mayor-mente podría hacer uso de un efecto ines-perado pero útil al menos para dar inicio a su política de paz.

En el terreno operacional, el examen permite constatar tres hallazgos significa-tivos además de uno relativamente obvio como lo es la ausencia de una articulación entre política y estrategia. El primer hallaz-go se encuentra al constatar que las de-bacles operacionales obedecieron a una combinación de incapacidad de reacción inmediata ante un cambio táctico, de la guerrilla, agravado por derrotas de tipo tra-dicional contra varios tipos de unidades entre ellas las supuestamente especializa-

das en el combate contraguerrillero. El se-gundo hallazgo es el desgaste de un meca-nismo de cambio táctico como lo fueron las brigadas móviles, visible por su ineficiencia militar, pero producto de su entrada en la dinámica inercial y burocrática de funcio-namiento del conjunto de la institución. El problema ante esto es la lentitud de reac-ción, entendible por la dimensión de la or-ganización, pero evidentemente crítica para su labor ante las urgencias del con-flicto. Queda por indagar si esta lentitud en la reacción se vio agravada por el debi-litamiento de la institución y las tensiones a que se vio sometida.

En el examen del gasto, llama la aten-ción hacia la necesidad de profundizar aún más en el manejo del tema para salir de ciertos lugares comunes como el supuesto crecimiento inusitado de los recursos asig-nados. Como tendencia en el período, sí hay un incremento, no el más significativo de los últimos quince años y en parte deri-vado de decisiones de gobiernos anterio-res. Tal incremento está sujeto a rigideces que evitan que los recursos puedan utili-zarse rápidamente y en aquello que opi-nión y sectores civiles exigen como mues-tras de eficiencia. En esto, además, los pro-blemas fiscales del país afectan claramen-te a la institución y de esfuerzos fiscales como el del año 97 apenas se ven sus re-sultados en el año 99 y posteriores. En esto parece haber una tremenda paradoja: la ló-gica de relación Ejecutivo-cúpula en el con-texto del conflicto va a dar un resultado en apariencia plenamente favorable a la ins-titución, con los recursos adicionales con-seguidos con los bonos de guerra y la aten-ción especial prestada al tema de las nece-sidades de estas instituciones. Sólo que la temporalidad de los sucesos va a echar por la borda ese resultado: las derrotas milita-

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El Ejército colombiano durante el período Samper • 177

res se agravan durante el 97 y 98, mientras que los recursos apenas llegan en el 99.

Como se ve, el esfuerzo de articulación está todavía por pulir, pero hay informa-ción, hallazgos y primeras interpretacio-nes que ofrecen un panorama interesante aunque preocupante de lo sucedido con la institución en ese período. Si se piensa en lo que ha pasado después, las pregun-tas, las paradojas y las hipótesis obligan a ser muy riguroso y preciso en los resulta-dos analíticos obtenidos y a no olvidar que el carácter paradójico del desempeño institucional en el período y su tendencia crítica fundamentalmente obliga a centrar la atención en cómo pudieron concatenar-se un esquema prevaleciente de relaciones Ejecutivo-cúpula militar, los desarrollos operacionales y las restricciones y priori-dades del gasto.

De todo ello, tiende a aparecer un plan-teamiento que articule y señale líneas de causalidad más nítidas, en principio marca-das por una tensión muy fuerte entre ámbi-tos institucionales de decisión y acción y los rechazos y resquemores que provienen de los diversos sectores involucrados.

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