Colmillo Blanco

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Colmillo Blanco Jack London 1

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Jack London

Colmillo Blanco Jack London

Jack London

Colmillo Blanco

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PRIMERA PARTELO SALVAJE

ILa pista de la carneAun lado y a otro del helado cauce de ergua un oscuro bosque de abetos de ceudo aspecto. Haca poco que el viento haba despojado a los rboles de la capa de hielo que los cubra y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecan inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensin de aquella tierra. Era la desolacin misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fra que ni siquiera bastara decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella haba sus asomos de risa; pero de una risa ms terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegra, como el sonrer de una esfinge, tan fra como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabidura de la eternidad rindose de lo ftil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el brbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazn helado, propio de los pases del norte.

Pero, a pesar de todo, all haba vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecan ms bien lobos. La escarcha cubra un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto sala de su boca, era despedido hacia atrs en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces* de cuerpo, como tirantes, que los mantenan unidos a un trineo que arrastraban. El vehculo, especie de narria*, haba sido construido de recias cortezas de abedul, careca de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se vea una caja estrecha y larga, rectangular. Haba tambin otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartn; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacndose sobre todo lo dems, era la caja estrecha y larga, de forma rectangular.Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrs del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo haba ya terminado: una vctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movera ni luchara ya ms, aplastado, aniquilado por l. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y l tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los rboles - hasta helarles el potente corazn; y con mayor ferocidad, y por ms terrible modo an, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo ms inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelin, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesacin del mismo.

Pero all, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban trabajosamente los dos hombres que no haban muerto an. Pieles y cueros blandos cubran sus cuerpos. Tenan pestaas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo, producidos por su helada respiracin, que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de espectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolacin, mofa sarcstica y silencio; aventureros novatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducan a viva fuerza en un mundo poderossimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para mantener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el silencio, casi podan palpar su presencia. Afectaba su mente como las innumerables atmsferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensin sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al ltimo rincn de su mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltacin y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos tomos, movindose con dbil maa y escasa discrecin en el drama externo e interno de los ciegos y enormes elementos y fuerzas naturales. Pas una hora y luego otra. Menguaba, cada vez ms rpidamente, la plida luz del da, corto y sin sol, cuando en medio del aire en reposo reson un grito dbil y lejano. Se remont primero con rpido impulso hasta llegar a la nota ms alta, donde se afirm vibrante para ir bajando despus lentamente hasta dejar de orse. Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta vehemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvi la cabeza y cruz la mirada con el que iba detrs. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una seal de asentimiento.

Entonces se oy un segundo grito que pareci elevarse en el aire perforando aquel silencio con la sutil penetracin de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dnde parta el sonido. Vena de all atrs, de algn sitio en la nevada extensin que acababan de atravesar. Un tercer grito, contestacin a los anteriores, reson tambin en la misma direccin, pero ms a la izquierda del segundo.

-Nos persiguen, Bill -dijo el hombre que iba delante del vehculo.

Su voz son ronca, como algo que no pareca humano, y era evidente el esfuerzo que realiz para hablar.

-La carne escasea -contest su compaero-. Desde hace das no he visto ni un rastro de conejo.

No dijeron nada ms, aunque siguieron con el odo atento a los gritos de caza que continuaban resonando all lejos, a su espalda.

Como haba oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de abetos al borde del cauce, y all acamparon. El atad, colocado junto al fuego, serva de asiento y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruan y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.

-Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan cerca de nosotros -coment Bill.

Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la cafetera con un pedazo de hielo, asinti con la cabeza. No aadi una palabra hasta que se sent sobre el atad y empez a comer.

-Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo -contest entonces-. Prefieren comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.

Bill movi dubitativamente la cabeza y objet: -Oh, no s! No s!

Su compaero lo mir con aire de curiosidad.

-Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto. -Henry -replic el otro, mascando obstinadamente las habas que coma-, te has fijado, por casualidad, en el modo que se revolvan los perros cuando les daba yo la comida?

-S, alborotaban ms que de costumbre -contest el interpelado.

-Cuntos perros tenemos, Henry? -Seis.

-Bueno, Henry... -Bill se interrumpi un momento, como para dar mayor fuerza y nfasis a sus palabras-. Como bamos diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqu yo del saco. Le fui dando uno a cada perro, pero al llegar al ltimo, no me quedaba ya pescado para l.

-Es que contaste mal.

-Seis perros tenemos -insisti el otro tranquilamente-. Seis eran los pescados que yo saqu. Oreja Cortada se qued sin el suyo. Volv al saco, cog otro y se lo di.

-Pues no tenemos ms que seis perros.

-Henry -continu Bill como si tal cosa-, no dir yo que fueran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados.

Henry dej de comer para echar una mirada por encima de la lumbre y contar los perros.

-Lo que es ahora, no hay ms que seis -dijo.

-Yo vi al otro huir a travs de la nieve -anunci Bill framente, pero con toda seguridad-. Yo vi siete.

Henry lo mir con lstima, dicindole:

-Lo que yo me voy a alegrar cuando hayamos llegado al fin de este viaje...!

-Qu quieres decir con eso? -pregunt Bill.

-Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha puesto ya tan nervioso que empiezas a ver visiones.

-Tambin a m se me ocurri la idea -contest gravemente Bill-. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqu y observ las huellas. Entonces cont los perros y an haba seis. En la nieve han quedado todava las pisadas. Quieres verlas? Yo te las ensear.

Henry no contest y sigui mascando en silencio, hasta que, terminada la comida, tom una taza de caf. Se sec la boca con el dorso de la mano y dijo:

-Pues entonces, t crees que era... -un prolongado aullido, tan feroz como triste y que parta de aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo escuch un momento y luego termin la frase diciendo-: Uno de esos -al tiempo que acompaaba las palabras con un movimiento de la mano, sealando al sitio de donde el aullido provena.

Bill asinti con la cabeza.

Yo me inclinara a creer esto antes que otra cosa -indic-. T mismo observaste la barahnda que armaron los perros.

Como un aullido suceda a otro, el silencio de antes se haba convertido en un vocero de casa de locos. De todas partes se elevaban los gritos, y de tal modo impresion aquello a los perros, que se apretaban, aterrorizados, unos contra otros, tan cerca de la lumbre que el pelo se les chamuscaba. Bill ech algo ms de lea al fuego antes de encender la pipa.

-Me parece que no las tienes todas contigo -observ su compaero.

-Henry... -y aqu le dio Bill una chupada a la pipa, muy meditabundo, antes de seguir adelante-. Henry, estaba pensando en la condenada suerte que ha tenido ese y no llegaremos nunca a tener nosotros -al decirlo, sealaba con el pulgar al que iba en el atad que les serva de asiento-. Lo que es cuando t y yo nos muramos, Henry, podremos darnos por satisfechos con que haya bastantes piedras sobre nuestro esqueleto para evitar que los perros nos desentierren.

-Pero es que nosotros no tenemos familia ni dinero y dems, como tiene l -objet Henry--. Estos entierros a larga distancia son un lujo que ni t ni yo podemos pagar, verdaderamente.

-Lo que no me cabe a m en la cabeza, Henry, es que a un muchacho como ese, que era lord o cosa por el estilo en su pas, y que nunca tuvo que preocuparse de provisiones, ni de mantas, ni de todas esas cosas, se le antojara venir a estas malditas tierras que son el fin del mundo... Eso es lo que no acabo de comprender.

-Y que si hubiera sabido quedarse en casa, bien poda haberse muerto de puro viejo -contest Henry, compartiendo la opinin del otro.

Bill abri la boca para hablar, pero se qued sin hacerlo. En vez de ello, seal hacia aquel espeso muro de sombras que pareca oprimirlos por todos lados. No se distingua en la profunda oscuridad ninguna forma, pero s un par de ojos que relucan como ascuas. Pronto, Henry indic con un movimiento de la cabeza un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se haba ido formando un crculo de relucientes ojos.

De vez en cuando, uno de aquellos se mova, o bien desapareca para volver a aparecer despus.

La intranquilidad de los perros haba ido en aumento y huan, presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del tumulto, uno de los perros cay rodando al borde mismo de la hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire ola a pelo quemado. El barullo hizo que el crculo de ojos se moviera con inquietud durante un momento y que se retirara algo; pero volvi a la misma posicin de antes en cuanto los perros se apaciguaron.

-Henry, qu desgracia que tengamos tan pocas municiones!

Bill haba acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su compaero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abeto que haban esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gru y comenz a desatarse los peludos zapatos. -Cuntos cartuchos dijiste que te quedaban?

-Tres -fue la contestacin-. Y ojal fueran trescientos. Entonces veran esos condenados para qu me iban a servir. Amenaz con el puo y lleno de coraje a aquellos ojos que brillaban en la oscuridad y comenz a acercar con cuidado a la lumbre sus zapatos para que se secaran.

-Lo que yo quisiera es que esta racha de fro se acabara -continu-. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte grados bajo cero. Y lo que tambin quisiera es no haber emprendido nunca este viaje, Henry. Las cosas tienen mal aspecto. No las tengo todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que deseara es que hubiramos terminado de una vez con todo esto, y estuvisemos ya sentados t y yo junto al fuego en Fuerte Macgurry, jugando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.

Henry volvi a contestar con un gruido y se arrastr para acostarse. Dormitaba ya cuando le despert la voz de su compaero.

-Oye, Henry: a aquel otro que se acerc y cogi el pescado, por qu no se le echaron encima los perros? Eso me est atormentando la cabeza.

-S, y demasiado dura ya la mana, Bill -contest el otro medio dormido-. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de callar y duerme, que cuando llegue la maana te habr ya pasado todo. Es que ests mal del estmago: eso es lo que tienes.

Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de la hoguera fue amortigundose y el crculo de ojos brillantes que la rodeaba se fue cerrando. Los perros se apiaron atemorizados, gruendo de cuando en cuando amenazadoramente, al ver que algn par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De pronto, fue tal el ruido que armaron, que Bill se despert. Sali del lecho cautelosamente, como si no quisiera despertar a su compaero, y ech ms lea al fuego. En cuanto se alzaron las llamas, el crculo de ojos se fue retirando. Mir l, como por casualidad, a los apiados perros. Se restreg los ojos y volvi a mirarlos con mayor atencin. Despus se arrastr hacia el montn de mantas.

-Henry! -llam-. Henry!

Este lanz una especie de gemido al despertarse y pregunt:

-Qu ocurre ahora?

-Nada..., que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos. Henry se limit a manifestar con otro gruido que quedaba enterado, y al momento, vencido de nuevo por el sueo, roncaba ya.

Quien primero se despert a la maana siguiente fue l, que llam a su compaero para que se levantara. Faltaban tres horas para que se hiciera de da, a pesar de ser ya las seis de la maana, y en medio de la oscuridad, Henry comenz a preparar el desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y dejaba listo el trineo para enganchar.

-Oye, Henry -pregunt de pronto-, cuntos perros dijiste que tenamos?

-Seis.

-Pues no, seor -exclam triunfalmente Bill. -Otra vez siete?

-No, cinco. Uno ha desaparecido.

-Diablos! -grit furioso Henry, abandonando sus quehaceres para ir a contar los perros.

-Tienes razn, Bill -confes-. El Gordito se ha marchado.

-Se apart un poco, y ha desaparecido para siempre. -No es fcil que volvamos a verlo. De fijo que se lo han engullido vivo. Apostara cualquier cosa a que an grua cuando se lo tragaron. El diablo se los lleve!

-Perro tonto! Siempre fue as!

-Pero por tonto que fuera, no deba haberlo sido hasta el punto de ir a suicidarse de ese modo -mir a los dems perros del trineo con ojos escudriadores que parecieron juzgar en un momento los rasgos ms salientes de cada animal-. Apuesto -aadi- a que ninguno de estos hara lo que l ha hecho.

-Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre -dijo Bill, asintiendo a aquellas palabras-. Siempre me pareci que el Gordito no andaba bien de la cabeza.

Y ese fue el epitafio* que inspir la muerte de un perro en aquellas tierras del norte...; menos corto, por cierto, que el de no pocos hombres.

II

La lobaTras desayunar y atar al trineo el ligero equipo, los viajeros volvieron la espalda al agradable fuego y se lanzaron a la plena oscuridad. Inmediatamente comenzaron a orse aullidos impregnados de ferocidad y de tristeza, aullidos que, a travs de las tinieblas y del fro, se llamaban y se contestaban unos a otros. Ces toda conversacin. La luz del da no apareci hasta las nueve. Hacia el sur, el cielo adquiri un color rosa plido al llegar al medioda, marcando el punto donde la redondez de la Tierra se interpona entre el sol meridiano y el mundo septentrional*. Pero aquel rosado color desapareci muy pronto. La griscea luz del da que qued entonces dur hasta las tres, hora en que tambin desapareci repentinamente, y l manto de la noche rtica descendi, envolviendo la solitaria y silenciosa tierra.

Al llegar la oscuridad, aquellos gritos de caza que se oan a derecha e izquierda y hacia atrs fueron acercndose..., y tan cerca resonaron, que ms de una vez una rfaga de miedo hizo presa de los cansados perros, que se atropellaron con terror.

Aquello ocurri una vez ms mientras Bill y Henry ponan orden en la tralla*, y el primero dijo:

-Ojal levanten de una vez alguna pieza, vayan tras ella y nos dejen en paz!

-Ataca los nervios orlos -observ Henry, asintiendo a lo dicho por su compaero.

No hablaron nada ms hasta llegar al sitio donde acamparon de nuevo. Henry estaba agachado, aadiendo pedazos de hielo a la olla en que hervan las habas, cuando se sobresalt al or el ruido de un golpe, una exclamacin de Bill y un agudo gruido de dolor que parta del grupo de los perros. Se enderez a tiempo para ver desaparecer un negro y confuso bulto que cruzaba entre la nieve y se perda en la oscuridad. Luego vio a Bill, de pie en medio de los perros, entre triunfante y acobardado, sosteniendo en una mano un grueso garrote y en la otra la cola y parte del cuerpo de un salmn curado al sol.

-Se me ha llevado la mitad -dijo-, pero al menos he podido darle un buen porrazo. No oste el chillido?

-Y cmo era? -pregunt Henry.

-No pude distinguirlo bien. Pero tena cuatro patas, boca y pelo, y en todo se pareca a un perro.

-Debe de ser un lobo domesticado..., supongo.

-Pues bien domesticado ha de estar el maldito, sea lo que sea, para venir aqu a la hora de comer y llevarse una racin de pescado.

Aquella noche, cuando acabaron de cenar y sentados sobre la caja rectangular fumaban sus pipas, el crculo de ojos brillantes se acerc mucho ms que anteriormente.

-Por qu no levantarn esos una manada de antas* o cualquier otra cosa y se irn tras ella, dejndonos tranquilos? -dijo Bill.

Henry asinti con una especie de gruido en cuya entonacin haba algo que no era solo aprobacin, y durante un cuarto de hora siguieron sentados y sin decir palabra. Henry miraba la lumbre fijamente, y Bill, aquel crculo de ojos que relucan en la oscuridad ms all de las llamas de la hoguera. -Ojal estuviramos ya camino de Macgurry! -volvi a empezar el segundo.

-Cllate de una vez y deja de refunfuar y molestarme! -exclam enojado Henry-. T ests mal del estmago. Eso es lo que tienes. Trgate una cucharada de soda y vers cmo se te endulza el carcter y tu compaa resulta ms agradable. Al llegar la maana, a Henry le despertaron todo un torrente de blasfemias que brotaban de la boca de Bill. Se apoy sobre el codo para mirar a su compaero, que estaba de pie entre los perros, junto al fuego, al que haba aadido ms lea, con los brazos en alto en actitud indignada, y torcido el gesto de pura clera.

-Hola...! Qu te pasa ahora? -le grit Henry. -Que el Rana se ha ido.

-No puede ser. -Te digo que s.

Henry salt de entre las mantas y se dirigi hacia los perros. Los cont con cuidado y uni sus maldiciones a las de Bill contra aquel poder de la vida salvaje que acababa de robarles otro perro.

-El Rana era el ms fuerte de la tralla -afirm Bill. -Y este s que no tena un pelo de tonto -aadi Henry.

Y tales palabras fueron el segundo epitafio pronunciado en el espacio de dos das.

El desayuno result triste, y los cuatro perros que quedaban fueron enganchados al trineo. El da era una repeticin de los anteriores. Los hombres se afanaron en caminar sin hablar sobre la tierra pelada. Nada interrumpa el silencio, excepto los aullidos de sus perseguidores, que, invisibles, iban siempre detrs de ellos. Al hacerse de noche, a media tarde, los gritos resonaron ms cerca, segn la costumbre, y el miedo volvi a apoderarse de los perros, que se alborotaban enredando los tiros y aumentando la depresin de los hombres.

-A ver si as os quedis sujetos, estpidos! -dijo satisfecho Bill aquella noche, plantndose muy erguido despus de terminar su tarea. Henry dej lo que estaba cocinando para ver de qu se trataba. Su compaero no solo haba atado a los perros, sino que lo hizo como suelen hacerlo los indios: con palos. A cada perro le haba anudado una correa al cuello. A esta, y tan cerca del cuello que el animal no poda clavar all los dientes, haba atado un grueso palo de un metro o metro y medio de largo. El otro extremo del mismo quedaba asegurado, por medio de otra correa, a una estaca clavada en el suelo. As el perro no poda ir royendo, hasta cortarla, la correa que estaba fija al primer extremo del palo.

Henry aprob lo hecho con un movimiento de cabeza. -Es lo nico capaz de sujetar a Oreja Cortada --dijo-. Sus dientes cortan la correa como un cuchillo y casi con igual rapidez. As, por la maana no volver a faltarnos ningn perro.

Apuesto lo que quieras a que no -replic Bill-. Si falta uno, me quedo yo sin caf.

-Ellos saben que no estamos suficientemente preparados para matarlos -observ Henry, al llegar la hora de acostarse, sealando al crculo de relucientes ojos que les tenan puesto cerco-. Si pudiramos mandarles un par de balas, nos miraran con ms respeto. Cada noche se acercan un poco ms. Aprtate algo de la lumbre para ver mejor y mira... all! Ves aquel?

Durante cierto tiempo, los hombres se entretuvieron en observar el movimiento de confusos bultos casi al borde mismo de la hoguera. Mirando un rato fijamente a un par de aquellos ojos que brillaban entre las sombras, la forma del animal iba tomando cuerpo lentamente, y a veces hasta llegaban a verlo moverse.

Un ruido que parti del grupo de los perros llam la atencin de los dos hombres. Oreja Cortada lanzaba repetidos y breves quejidos, embistiendo cuanto le permita el palo que lo sujetaba, hacia la oscuridad, y desistiendo de ello, de cuando en cuando, para atacar furiosamente a dentelladas el palo mismo.

-Mira, Bill! -dijo Henry en voz baja.

Iluminado por la hoguera, cuya luz le daba de lleno, se deslizaba cautelosamente un animal parecido a un perro. Se mova con cierta rara mezcla de recelo y de audacia, observaba con cuidado a los, hombres pero concentraba principalmente la atencin en los canes. Oreja Cortada se lanz, todo lo que el palo le permita, hacia el intruso, dando un ansioso quejido.

-Ese estpido de Oreja Cortada no parece estar muy asustado -susurr Bill.

-Se trata de una loba -le contest Henry del mismo modo-. Eso explica que el Gordito y el Rana se fueran. Ella es el seuelo* de la manada. Sirve para atraer al perro, y luego se le echan todos encima y lo devoran.

La lea de la hoguera dio un chasquido. Uno de los troncos cay rodando con estrpito y chisporroteo. Al or el ruido, el raro animal salt hacia atrs, desapareciendo en la oscuridad.

-Henry, he pensado una cosa -anunci Bill. -Qu has pensado?

-Pues que a este fue al que le di yo el garrotazo. -No me cabe la menor duda -repuso Henry.

-Y de paso quiero que conste tambin -continu Hill- que eso de que este animal est tan familiarizado con las hogueras de los campamentos es algo sospechoso e inmoral.

-La verdad es que sabe ms de lo que cualquier lobo que se respete un poco debe saber -continu Henry-. Un lobo que sabe cundo ha de venir aqu para encontrar comiendo a la tralla tiene cierta experiencia.

-El viejo Villan tuvo una vez un perro que se escap y se fue con los lobos -iba diciendo Bill como si estuviera hablando solo-. Puedo afirmarlo con seguridad. Lo separ de la manada de un balazo, en un prado donde van a pacer las antas ms all de Little Stick. Y Villan llor entonces como una criatura. Tres aos haba estado sin verlo, segn dijo. Todo ese tiempo estuvo con los lobos.

-Me parece que has dado en el clavo, Bill. En realidad, ese lobo es un perro, y muchas veces ha comido pescado antes de ahora, recibindolo de manos de algn hombre.

-Y si se presenta la ocasin, este lobo, que no es lobo, sino perro, no ser pronto ms que un montn de carne -afirm Bill-. No podemos permitirnos el lujo de perder ms animales que los que hemos perdido.

-Pero si no tienes ms que tres cartuchos! -objet Henry.

-Esperar hasta que el tiro sea seguro -fue la contestacin que obtuvo.

Por la maana, Henry renov el fuego y prepar el desayuno; le acompaaban los ronquidos de su compaero. -Dormas tan a pierna suelta que no quise cometer la crueldad de despertarte antes -le dijo Henry al llamarle para que fuera a desayunar.

Bill empez a comer, somnoliento an. Observ que su taza estaba vaca y comenz a buscar la cafetera. Pero esta estaba fuera del alcance de su mano y al lado mismo de Henry.

-Oye, Henry -le dijo como rindole suavemente-, no te has olvidado de algo?

Mir este a un lado y a otro, buscando con gran cuidado, y movi negativamente la cabeza. Bill le tendi entonces su taza vaca.

-No hay caf para ti -le anunci Henry. -Se ha acabado?

-No.

-Crees que no me conviene para la digestin? -No.

De pronto, la sangre se le subi a Bill a la cabeza y le colore fuertemente el rostro.

-Pues entonces ya ests tardando demasiado en darme alguna explicacin -dijo.

-El Zancudo se ha ido -le contest Henry.

Sin precipitarse, con aire de persona que admite con resignacin una desgracia, Bill volvi la cabeza y, desde el sitio donde estaba sentado, cont los perros con cuidado.

-Cmo fue? -pregunt con apata. Henry se encogi de hombros.

-No s. La nica posibilidad es que Oreja Cortada le haya rodo las correas y lo haya dejado suelto. l mismo no poda hacerlo: eso con seguridad.

-Mal bicho! -Bill hablaba grave y lentamente, sin dar rienda suelta a toda la rabia que le devoraba-. Claro! Como no pudo desatarse l mismo, se decidi a hacerlo con el Zancudo.

-Bueno! Ese ha acabado de padecer. Me parece que a estas horas estar ya digerido y dando vueltas por ah, repartido en veinte vientres de otros tantos lobos -ese fue el epitafio que Henry dedic al ltimo de los perros que haban perdido-. Toma caf, Bill -aadi.

Pero Bill movi la cabeza negativamente.

-Toma, hombre -insisti Henry levantando la cafetera. Bill retir su taza vaca.

-Que me ahorquen -dijo- si lo tomo. Dije que me quedara sin l si se perda otro perro, y no lo quiero. -Mira que est riqusimo... -indic el otro para tentarle. Pero Bill era terco, y trag el desayuno en seco, ayudndose solo con el buen golpe de maldiciones murmuradas a media voz contra Oreja Cortada por la mala partida con que acababa de obsequiarlos librando al otro perro.

-Lo que es esta noche, los ato a distancia para que no puedan acercarse uno a otro -asegur Bill mientras los dos hombres volvan a reanudar su camino.

Haban andado poco menos de cien metros cuando Henry, que iba delante, se agach y recogi algo con lo que haba tropezado. En la oscuridad no poda verlo, pero supo lo que era por el tacto. Lo arroj hacia atrs, de modo que primero dio contra el trineo y luego salt hasta los peludos zapatos de Bill.

-Podra ser que te hiciera falta -dijo.

Bill lanz una exclamacin. Era lo nico que haba quedado del Zancudo: el palo que sirvi para atarlo.

-Se lo comieron con piel y todo -fue su comentario-. El palo est tan limpio y desnudo como si no se hubiera tocado. Se han comido hasta las correas de los extremos. Estn hambrientos, los malditos, y me parece que tendremos ocasin de saberlo t y yo antes de que terminemos este viaje.

Henry se ri con aire de desafo.

-Los lobos no me han seguido nunca hasta ahora -dijo-; pero por cosas peores he pasado sin que perdiera por ello la salud. Se necesita algo ms que un puado de esa peste de animales para acabar con este tu afectsimo servidor, Bill, hijo mo.

-No s, no s -murmur Bill con expresin siniestra. -Bueno, pues ya lo sabrs cuando lleguemos a Macgurry. -No me entusiasma mucho esto -insisti Bill.

-Lo que te pasa es que ests muy plido y necesitas quinina* -replic en tono enigmtico Henry-. Voy a darte una buena dosis en cuanto lleguemos a Macgurry.

Bill manifest, refunfuando, su disconformidad con el diagnstico, y luego se qued callado. El da resultaba como todos los dems. Lleg la claridad a las nueve. A las doce, el lado del horizonte se colore un poco al influjo del invisible sol, y luego comenz la gris frialdad de la tarde que deba hundirse en la noche tres horas despus.

A continuacin de aquel vano esfuerzo del sol para mostrarse, sac Bill el rifle de entre las correas que lo sujetaban al trineo y dijo:

-T sigue, Henry, que yo voy a ver... lo que voy a ver. -Mejor sera que no te separaras del trineo -le objet su compaero-. No tienes ms que tres cartuchos, y nadie sabe lo que puede ocurrir.

-Quin es ahora el grun, t o yo? -pregunt triunfalmente Bill.

Henry no contest y continu solo, aunque no sin lanzar frecuentes miradas de ansiedad hacia atrs, hacia la gris soledad por donde acababa de perderse su compaero. Una hora despus, gracias a haber tomado por el atajo las curvas que el trineo tuvo que describir, lleg Bill.

Andan esparcidos y en un amplio radio -dijo-. Al mismo tiempo que nos siguen, van al ojeo de alguna pieza que puedan levantar. Claro! De nosotros estn seguros, pero saben que han de esperar an. Mientras tanto, se contentarn con cualquier cosa de la que puedan echar mano. -Querrs decir que se figuran estar seguros de nosotros. Supongo que no habrn probado bocado en algunas semanas, excepto lo que les han proporcionado el Gordito, el Rana y el Zancudo, y son ellos tantos que no les tocara mucho a cada uno. Estn tan flacos que sus costillas parecen un enrejado y el vientre se les ha subido hasta plegrseles al espinazo. Estn furiosos, te lo aseguro. Acabarn por volverse rabiosos, y entonces, mucho ojo!

Tres minutos despus, Henry, que iba ahora detrs del trineo, lanz un sordo silbido de alerta. Bill se volvi y mir, despus de lo cual par los perros silenciosamente. A reta guardia, desde la ltima curva que haban dejado y siguiendo sus mismos pasos, visible por completo y sin recatarse lo ms mnimo, iba trotando, como escapado, un animal peludo. Segua el rastro con el hocico. Tena un trote especial. Pareca que se deslizara y adelantaba sin el menor esfuerzo. Cuando ellos se paraban, se detena l tambin, levantando la cabeza y mirndolos fijamente, venteando con ahnco para estudiarlos por medio del olfato.

-Es la loba -dijo Bill.

Los perros se haban echado en la nieve y, dejndolos, Bill retrocedi para unirse a su amigo al lado del trineo. Juntos observaban vigilantes el extrao animal que haba estado persiguindolos durante das enteros y al que se deba ya la prdida de la mitad de la tralla.

Despus de examinarlos con todo cuidado, trot algo ms, unos cuantos pasos. Repiti lo mismo varias veces hasta que al fin qued ya a unos pocos centenares de metros. Entonces se par, con la cabeza enhiesta, junto a unos abetos, y mirando y olfateando, estudi el equipo de los hombres, que lo observaban tambin. Los contemplaba de un modo raro, pensativo, al estilo de como suelen hacerlo los perros; pero en todo aquel inters, en toda aquella atencin, no haba nada de la perruna afectuosidad. Era producto del hambre, y resultaba tan cruel como sus propios colmillos, tan sin piedad como el hielo. Para ser un lobo, resultaba muy grande. Era uno de los mayores ejemplares de su raza.

-Lo menos tiene cerca de cuatro palmos* de alto -coment Henry-. Y apuesto a que no anda muy lejos del metro y medio de largo.

-Qu color ms raro para un lobo! -observ Bill-. Es la primera vez que veo un lobo rojo. Casi me parece de color canela.

No era ciertamente as. Su pelaje resultaba, en realidad, el de un verdadero lobo. El color dominante era el gris, pero mezclado con un matiz rojo plido, un matiz engaador que tan pronto apareca como desapareca, que semejaba ms bien una ilusin ptica, pues a veces era gris claro y a veces surgan en l reflejos de un rojo vago, inclasificable entre los colores acostumbrados del lobo.

-Todo su aspecto es el de un indmito perrazo de trineo -afirm Bill-. No me extraara que empezara a mover la cola.

-Hola, salvaje! -le grit-. Ven aqu, t, como te llames.

-No te teme ni pizca -dijo Henry, rindose.

Bill le amenaz con la mano, rindole a gritos; pero el animal no dio muestras de atemorizarse lo ms mnimo. La nica alteracin que en l notaron fue que se puso ms alerta que nunca. Los miraba con aquella despiadada atencin hija del hambre. Ellos eran carne, y l estaba hambriento; su deseo hubiera sido echrseles encima y devorarlos, si se hubiese atrevido a hacerlo.

-Mira, Henry -dijo Bill, bajando inconscientemente la voz hasta que pareca un susurro, porque a ello le impulsaba la idea que se le haba ocurrido-, tenemos tres cartuchos, pero el tiro es blanco seguro. Imposible errarlo. Se nos ha llevado a tres de nuestros perros, y hora es ya de que esto se acabe. Qu te parece?

Henry asinti, como dndole permiso. Bill sac el rifle de entre las correas del trineo cautelosamente. Iba a echrselo a la cara; pero no lleg a apoyarse la culata en el hombro. En el mismo instante, la loba dio un salto hacia un lado, apartndose del camino, y desapareci tras un grupo de abetos. Los dos hombres se quedaron mirndose. Henry se content con silbar significativamente.

-Deba haberlo pensado! -exclam Bill, reprendindose a s mismo mientras colocaba el rifle en su sitio.

-Claro! Un lobo que es bastante listo para mezclarse con los perros a la hora de la comida ha de saber para qu sirven las armas de fuego. Creme, Henry, y no lo dudes: ese animal es la causa de todo lo que nos pasa. Si no fuera por l, por esa loba, an tendramos nuestros seis perros, en vez de los tres que nos quedan. Y no lo dudes tampoco: yo voy a acabar con ella. Sabe demasiado para que se deje tirar a pecho descubierto, pero la cazar al acecho. Caer en la emboscada o dejara yo de ser quien soy.

-No te apartes mucho al intentarlo -le previno su compaero-. Si a la manada se le antoja tomarte por su cuenta, los tres cartuchos te servirn de tan poco como tres voces que dieras en el mismo infierno. Esos condenados animales estn hambrientos, y si les da por perseguirte, acaban contigo, Bill. Aquella noche, los dos amigos acamparon temprano. Tres perros no podan arrastrar el trineo tan aprisa ni durante tantas horas como cuando eran seis, y daban ya claras seales de estar rendidos. Los hombres se acostaron pronto, despus de cuidar Bill de que los perros quedaran atados y a distancia uno de otro para que no pudieran roer las correas del vecino. Pero los lobos iban atrevindose a acercarse, y ms de una vez despertaron a nuestros viajeros. Tan cerca los tenan, que los perros comenzaron a mostrarse locos de terror, y fue necesario ir renovando y aumentando de cuando en cuando el fuego de la hoguera, a fin de mantener a aquellos merodeadores a mayor y ms segura distancia.

-Varias veces he odo contar a los marineros cmo los tiburones siguen a los barcos -observ Bill al volver, arrastrndose, a echarse en las mantas, despus de una de estas ocasiones en que fue preciso aadir lea a la hoguera.

-Bueno...! Pues los lobos son los tiburones de la tierra. Ellos saben mucho mejor que nosotros lo que hacen, y si siguen nuestra pista de este modo, no ser para que el ejercicio les conserve la salud. Acabarn por apoderarse de nosotros. Seguro que nos cazan, Henry.

-Lo que es a ti, te tienen medio cogido desde el momento en que hablas as. Cuando un hombre dice que lo van a devorar, ya est andada la mitad del camino que conduce a ello. Y t ests medio devorado. Solo por hablar tanto de lo que nos va a pasar.

-De hombres ms fuertes que t y yo han dado ellos cuenta -replic Bill.

-Basta! Cllate ya de una vez y no ests siempre gruendo! No haces ms que frerme la sangre y molestarme. Henry se volvi enfurecido, pero sorprendido de que Bill no le contestara de igual modo. No sola ser esta su costumbre, porque al or que le hablaban con dureza siempre sala de tino.

Henry se qued largo tiempo pensando en esto antes de que llegara a dormirse del todo, y mientras los prpados se le cerraban y se iba quedando traspuesto, no poda apartar esta idea de su mente:

No hay duda de que Bill tiene una murria* fenomenal. Tendr que dedicarme maana a animarle un poco.IIIEl aullido del hambreEl da comenz prsperamente. No haban perdido ningn perro ms durante la noche, y se lanzaron al trillado sendero, y con l al silencio, a la oscuridad y al fro, con nimo bastante tranquilo. Bill pareca haberse olvidado ya de sus pronsticos de la vspera, y hasta acogi con sardnicas burlas a los perros cuando estos, al llegar el medioda, volcaron el trineo en un punto del camino en que el paso era difcil.

Se arm un lo que nada tena de agradable. El trineo boca abajo metido entre el tronco de un rbol y una enorme roca, y ellos vindose obligados a desenganchar los perros para poner orden en aquel enredo. Se hallaban los dos hombres encorvados sobre el vehculo, forcejeando para colocarlo bien, cuando Henry observ que Oreja Cortada se escurra hacia un lado con intencin de marcharse.

-Eh, t!, adnde vas? -le grit, llamndole por su nombre, enderezndose y volvindose hacia el perro.

Pero Oreja Cortada sali escapado a travs de la nieve, dejando tras s las huellas que marcaban su fuga... Y all, en la nieve, donde estaba el otro rastro que haban dejado ellos a su espalda, se hallaba la loba esperando al nuevo fugitivo. A medida que el perro se iba acercando, se volva cauteloso. Fue deteniendo la carrera hasta convertirla en una serie de pasos cortos y vigilantes, ansiosamente. Pareci que la loba le sonrea. El perro la miraba con cieno cuidado y como dudando, pero ensendole los dientes de un modo ms bien insinuante que amenazador. La loba dio hacia l algunos pasos, como jugando, y se par.

Oreja Cortada se acerc a ella cautelosamente, an ojo avizor, enderezadas la cola y las orejas y alta la cabeza.

El perro trat de aproximar su hocico al de ella; pero la hembra retrocedi entre traviesa y esquiva. Cada avance de l iba seguido del correspondiente retroceso de ella. Paso a paso fue apartndolo de la proteccin que poda prestarle la compaa humana. Una de estas veces, como si una vaga sospecha o aprensin hubiera cruzado por el cerebro del animal, volvi la cabeza y mir hacia atrs, hacia el volcado trineo, sus compaeros de tiro y los dos hombres que lo estaban llamando.

Pero sea la que fuera la idea que empezaba a tomar forma en su cabeza, se borr cuando la loba avanz hacia l. Se olisquearon un brevsimo instante, y luego la hembra volvi a adoptar su esquivo sistema de retirada al verse requerida de nuevo.

Mientras tanto, Bill haba pensado en la posibilidad de utilizar el rifle, pero con el vuelco se haba quedado debajo del trineo, y antes de que lo hubiesen levantado, Oreja Cortada y la loba estaban demasiado cerca ya uno de otro y a sobrada distancia de los hombres para que cualquiera se arriesgara a disparar.

El perro comprendi su error demasiado tarde. Antes de que nuestros hombres se percataran de la causa que a ello le mova, lo vieron volverse en redondo y empezar a correr en busca de su compaa. Entonces vieron una docena de lobos flacos y grises que se acercaban en ngulo recto al camino trillado y le cerraban la retirada. Inmediatamente, toda la esquivez y travesura de la loba desaparecieron como por encanto. Dando un gruido y un salto, se lanz sobre Oreja Cortada. Este le dio un empujn con el hombro para apartarse. Vea la retirada cortada, pero persisti an en el propsito de volver donde estaba el trineo, as que cambi de direccin intentando dar un rodeo. A cada momento aparecan ms lobos que tomaban parte en su caza. En cuanto a la loba, se hallaba a la distancia de un salto detrs de Oreja Cortada y se preparaba al ataque.

-Adnde vas? -pregunt de pronto Henry, poniendo la mano sobre el brazo de su compaero.

Bill le apart de una sacudida.

-Eso no lo aguanto -exclam-. No van a quitarnos ni uno ms de nuestros perros si yo puedo impedirlo.

Rifle en mano, se hundi en el bosque bajo que bordeaba el sendero. Su intencin era evidente. Tomando el trineo como centro del crculo que iba trazando Oreja Cortada, se propona penetrar en este crculo en un punto en que pudiera ganar por la mano a sus perseguidores. Con su rifle y a plena luz del da, era muy posible que pudiera amedrentar a los lobos y salvar al perro.

-Oye, Bill! -le grit Henry-. Cuidado! No te arriesgues mucho!

Luego se sent en el trineo y se qued vigilando. No poda hacer nada ms. Bill se haba perdido ya de vista; pero, de cuando en cuando, apareciendo y desapareciendo entre las matas y los esparcidos grupos de abetos, se poda ver a Oreja Cortada. Henry lo dio ya por perdido. Pareca que el propio perro estaba seguro del peligro en que se hallaba; pero corra trazando un crculo muy grande, extenso, mientras que el de la manada resultaba interno y muy corto. Era intil pensar que Oreja Cortada pudiera dejar atrs a sus perseguidores de tal modo que, cortando por delante de su crculo, llegara a ponerse a salvo junto al trineo.

Las dos lneas distintas se acercaban rpidamente a un punto determinado. Henry adivinaba que all entre la nieve, tras una cortina de rboles y de matojos, que le impeda verlo, la manada, Oreja Cortada y Bill iban a encontrarse. Con gran rapidez, precipitndose las cosas mucho ms de lo que l crea, ocurri lo que esperaba. Oy un disparo, luego dos ms, en rpida sucesin, y se cercior de que Bill haba ya gastado todas sus municiones. Despus oy todo un tumulto de gruidos. Reconoci la voz de Oreja Cortada en un alarido de dolor y de miedo y oy el lamento de un lobo herido. Y nada ms. El gruir y el aullar cesaron. Volvi a reinar el silencio sobre la solitaria tierra.

Se qued largo tiempo sentado sobre el trineo. No haba necesidad de que fuera a ver lo ocurrido. Lo saba tan bien como si se hubieran desarrollado los acontecimientos ante su vista. Hubo un momento en que se levant sobresaltado y empu a toda prisa el hacha que sac de entre las correas que la ataban. Pero la mayor parte del tiempo permaneci sentado y ansiosamente pensativo, mientras los dos perros que quedaban se acurrucaban temblorosamente a sus pies.

Al fin, se levant extenuado, como si toda fuerza de resistencia hubiera huido ya de su cuerpo, y procedi a enganchar los perros al trineo. Se pas una cuerda por el hombro, un tirante ms para uso humano, y ayud a los perros a arrastrar el trineo. No avanz mucho en su camino. A las primeras seales de que iba a oscurecer, se apresur a acampar, procurndose la ms abundante provisin de lea que le fue posible. Dio de comer a los perros, cen y se hizo la cama, lo ms prxima al fuego que pudo.

Pero no consigui disfrutar del sueo con tranquilidad. Antes de que sus ojos se cerraran, los lobos se haban acercado ya tanto que el peligro era inminente. No se necesitaba es forzar la vista para distinguirlos. All estaban, en torno a l y a la lumbre, formando estrecho crculo, sentndose sobre las patas traseras, arrastrndose, avanzando o retrocediendo furtivamente. Algunos hasta dorman. De cuando en cuando los vea enroscados sobre la nieve como perros, disfrutando de un sueo que a l se le negaba.

Mantuvo bien encendida la hoguera, porque bien saba que aquel era el nico obstculo que se interpona entre su propia carne y aquellos colmillos de fiera hambrienta. Los dos perros no se apartaban de su compaa, uno a cada lado apoyndose contra l como en demanda de proteccin, dando quejidos y a veces gruendo desesperadamente, cuando algn lobo se acercaba demasiado. En tales momentos, todo el crculo acababa por agitarse, los lobos se ponan en pie e intentaban avanzar en masa, y todo un coro de gruidos y aullidos se elevaba en torno al hombre. Luego, el crculo volva a echarse sobre la nieve, y de cuando en cuando, alguno de los lobos reanudaba su interrumpido dormitar.

Pero el constante crculo tenda continuamente a irse acercando. Poco a poco, pulgada* a pulgada, arrastrndose primero un lobo y luego otro, se iba cerrando hasta ser cada vez mas estrecho, hasta que las fieras quedaban ya a tan poca distancia que con un salto hubieran podido salvarla. Entonces, el hombre coga tizones y los arrojaba en medio de la manada. Invariablemente, esto haca que los lobos se retiraran precipitadamente, dando aullidos de rabia y gruendo asustados cuando algn tizn, bien dirigido hacia el blanco, chamuscaba a alguna de las fieras ms atrevidas.

Al llegar la maana, el hombre estaba macilento, extenuado, con los ojos hundidos por la falta de sueo. Prepar el desayuno en plena oscuridad, y a las nueve, cuando, al llegar la luz del da, los lobos se retiraron, puso en prctica un plan que haba trazado durante las largas horas de la noche. Cort renuevos* de los rboles e hizo con ellos un andamio de travesaos que dej atados muy altos a los enhiestos troncos. Luego, usando como cuerda elevadora las ligaduras del trineo y con ayuda de los perros, alz el atad y lo fue subiendo hasta dejarlo colocado sobre el andamio.

A Bill lo han cogido ya, y tal vez conmigo harn lo mismo; pero lo que es a ti, de fijo que no te cogern nunca, joven -dijo dirigindose al cadver al que acababa de dar por sepulcro los rboles.

Despus de esto, emprendi la marcha por el sendero. El aligerado trineo saltaba detrs de los perros, que tiraban ahora con ganas, porque tambin ellos comprendan que su salvacin dependa de que pudieran llegar a Fuerte Macgurry. Los lobos continuaban en su persecucin de un modo ms franco y abierto, trotando tranquilamente detrs y puestos en hilera a cada lado de la pista, con las rojas lenguas colgando y las ondulantes costillas mostrndose a cada movimiento. Tan flacos estaban que no eran ms que meras bolsas de piel estiradas sobre un armazn seo, con cuerdas por msculos; tan flacos, que pas por la mente de Henry la idea de que era una maravilla que pudieran sostenerse en pie y no cayeran desplomados sobre la nieve.

No se atrevi nuestro viajero a seguir andando hasta que oscureciera. Al medioda, el sol no solo anim con sus clidos tonos el horizonte meridional, sino que hasta lleg a mostrar su borde superior, plido y dorado, por encima de la lnea que marcaba el comienzo del firmamento. El hombre lo consider como una buena seal. Los das se alargaban. Volva el sol. Pero cuando desapareci la alegra de su luz, se apresur a acampar. Quedaban an muchas horas de gris claridad diurna y de sombro crepsculo, y las aprovech cortando una enorme cantidad de lea.

Con la noche llegaron los horrores. Los hambrientos lobos se hacan cada vez ms atrevidos, y el sueo renda a Henry. Dormit algo contra su propia voluntad, acurrucado al amor de la lumbre con las mantas echadas sobre los hombros, el hacha entre las rodillas y a cada lado un perro que se apretujaba contra su cuerpo. Se despert una vez y vio, a menos de cuatro metros de distancia, un enorme lobo gris, uno de los mayores de la manada. Y an ms: en el momento en que miraba, la fiera estir el cuerpo deliberadamente. Lo hizo del perezoso modo en que suelen hacerlo los perros, bostezando casi en su misma cara y mirndolo con cierto aire de posesin, como si verdaderamente l no fuera ms que una comida que se ha aplazado, pero que no se tardar mucho en engullir.

Esa certidumbre la demostraba la manada entera. No bajaran de veinte los lobos que cont, que le miraban fija y codiciosamente o que dorman con toda calma sobre la nieve. Le recordaban a una multitud de nios reunidos alrededor de la mesa de un festn y esperando permiso para empezar a comer. Y l constitua la comida. Cmo y cundo empezaran el banquete?

Mientras iba amontonando lea sobre la hoguera, se percat de que senta un cario por su propio cuerpo que nunca haba experimentado antes. Observ el movimiento de sus msculos y le interes el ingenioso mecanismo de sus dedos. A la luz de la hoguera los encorv lenta y repetidamente, primero de uno en uno, luego todos a la vez, abriendo o cerrando la mano rpidamente. Se fij en la formacin de las uas y pinch los pulpejos* de los dedos con fuerza y despus suavemente, estudiando, al hacerlo, las sensaciones que sus nervios experimentaban. Todo le tena fascinado, y descubri que amaba de pronto aquella refinada carne suya de mecanismo tan hermoso, suave y delicado. Luego lanz una temerosa mirada al crculo de lobos que le rodeaba en actitud de expectativa y, al duro choque de la realidad, vio que aquel cuerpo maravilloso, aquella carne viva, no era ms que comida. Solo era la presa para saciar la voracidad de aquellas fieras, cuyos colmillos le desgarraran para que sirviera de sustento, como las antas y los conejos haban sido varias veces el suyo.

Sali del sopor de aquella especie de pesadilla para hallarse con la rojiza loba delante. No estaba a mayor distancia que unos dos metros, sentada en la nieve y mirndole fijamente. Los dos perros gruan o lanzaban gaidos a sus pies, pero ella ni siquiera les haca caso. A quien miraba era al hombre, y por un momento sostuvo este la mirada. Nada de amenazador se descubra en la loba. Se limitaba a mirar, fija y seriamente; pero bien saba l que tan grande como aquella seriedad era su inspiradora, el hambre. El hombre representaba el alimento esperado, y a su vista, en la loba se excitaban las sensaciones del gusto. El animal abri la boca babeando, porque la saliva se le escurra, y se relami con anticipado deleite.

Un convulsivo terror se apoder del hombre. Precipitadamente, fue a coger un tizn para arrojrselo. Pero en el instante mismo en que la abierta mano iba a ponerse encima y antes de que pudiera cerrarla, la loba ya haba retrocedido de un salto y se haba puesto a salvo, lo que daba a entender que estaba acostumbrada a que la amenazaran con tirarle cosas. Al saltar, gru enseando los blancos colmillos hasta la enca; de pronto desapareci su aire serio de antes, para ser sustituido por otro tan maligno y feroz que le hizo estremecerse. Henry contempl la mano que empuaba el tizn, notando la delicadeza de los dedos que lo opriman y lo bien que se ajustaba a las desigualdades que ofreca la superficie del spero leo, se enroscaba alrededor y se retiraba automticamente del sitio que quemaba la piel, para asir otro en que el calor fuera ms soportable. Al instante imagin que aquellos mismos dedos, tan delicados y sensibles, seran destrozados por los blanqusimos dientes de la loba. Nunca haba sentido tanto cario por su cuerpo como desde que tan insegura vea su conservacin.

Toda la noche estuvo luchando por mantener a distancia la manada, gracias al llamear de los tizones que les arrojaba. Si contra su voluntad le venca el sueo un momento, el gimotear y el gruir de los perros le despertaba al instante. Lleg la maana, pero por primera vez la luz del da no hizo que los lobos se esparcieran alejndose. Intilmente estuvo esperando el hombre que se fueran. All permanecieron, en crculo siempre, en torno a l y a la lumbre, mostrando una arrogancia posesoria que le hizo perder todo el valor que la luz del da haba despertado en l.

Intent con un desesperado esfuerzo salir de all empujando el trineo. Pero en el mismo momento en que se apart de la proteccin de la hoguera, salt hacia l el ms atrevido de los lobos, aunque se qued corto, errando el golpe. El hombre se salv con otro salto hacia atrs, y las quijadas* de la fiera se cerraron a cosa de un palmo de distancia del muslo en que crey hacer presa. El resto de la manada se dispona ya a echrsele encima, y solo arrojando a diestro y siniestro cuantas encendidas astillas pudo, logr hacer retroceder a los lobos a respetuosa distancia.

Incluso en medio de la claridad del da, no se atrevi ya a apartarse de la lumbre para ir a cortar ms lea con que renovar su provisin. A unos seis metros haba un abeto muerto cuyo enorme tronco vea erguirse. Medio da pas extendiendo la hoguera hasta hacerla llegar a l, y teniendo siempre a mano media docena de troncos encendidos para arrojarlos contra sus enemigos. Una vez consigui llegar al rbol, observ atentamente el bosque que lo rodeaba, quera que el rbol cayera en la direccin en que ms abundaba la lea.

La noche que sigui fue una repeticin de la anterior, exceptuando el hecho de que la necesidad de dormir iba siendo para l cada vez ms avasalladora. El gruir de sus perros no serva para mantenerlo despierto. Por otra parte, el sonido no paraba un momento, y para sus embotados sentidos era igual que aumentara o disminuyera de tono o intensidad. De pronto se despert sobresaltado. La loba se hallaba a menos de un metro de distancia. Mecnicamente,_ como a quemarropa y sin soltar el tizn llameante, se lo meti por la boca, que tena abierta y gruendo. La fiera salt para apartarse, aullando de dolor, y mientras l gozaba al aspirar el aire impregnado de olor de carne y pelo quemados, la vigilaba atentamente vindola sacudir la cabeza y quejarse furiosa a algunos metros de distancia.

Pero esta vez, antes de que volviera a vencerle el sueo, se at una tea ardiendo en la mano derecha. Solo haca unos minutos que se le haban cerrado los ojos, cuando le despert el olor producido por la llama que le quemaba la carne. Durante horas enteras se aferr a la prctica de este procedimiento. Cada vez que se despertaba de este modo, se apresuraba a ahuyentar a los lobos arrojndoles encendidas ramas, aada lea a la hoguera y dispona convenientemente sobre su mano la tea. Todo march como l deseaba, hasta que la at mal y, a poco de cerrrsele los ojos, se le cay de la mano.

Al dormirse, so. Crey hallarse en Fuerte Macgurry. La temperatura de la estancia era tibia, se encontraba muy a gusto y jugaba a las cartas con el agente encargado de la factora*. Tambin le pareci que los lobos haban sitiado el fuerte. Estaban aullando a las puertas del mismo, y de cuando en cuando, l y el agente suspendan unos momentos el juego para ponerse a escuchar y rerse de los vanos esfuerzos de aquellas fieras que intentaban entrar. Pero tan raro era el sueo que, de pronto, se oa un estallido y la puerta saltaba hecha pedazos. Ya estaba viendo a los lobos entrando como una oleada en la gran sala donde se haca toda la vida del fuerte. En lnea recta y arrastrndose, avanzaban hacia l y hacia el agente. Desde que salt la puerta, el ruido que producan los aullidos haba aumentado de un modo tremendo. Este estrpito era lo que se le haca insoportable. En el sueo, las imgenes se confundan ya con otras; pero, a travs de todo, el ruido, el vocero aquel iba siguindole; persistan los aullidos.

Y entonces se despert y se encontr con que estos eran muy reales: los lobos los producan al echrsele encima. Lo rodeaban ya, atacndolo. Uno le haba clavado los dientes en un brazo. Instintivamente, el hombre salt a la hoguera, y al saltar sinti sobre una pierna el tajo terrible de unos dientes que le arrancaban la carne. Enseguida empez la lucha por en medio del fuego. Los gruesos mitones* que usaba Henry protegan de momento sus manos, y as empez a lanzar ascuas al aire en todas direcciones, hasta que la hoguera pareca ms bien un volcn en erupcin.

Pero no poda durar esto mucho tiempo. Con el ardor de la lumbre, la cara se le llenaba de ampollas, tena quemadas cejas y pestaas, y los pies le abrasaban de modo insoportable. Con un trozo de rama ardiendo en cada mano, salt al borde de la hoguera. Los lobos se haban visto obligados a retirarse. Por todos los lados donde haban cado las ascuas, se oa el chirriar de la nieve en que ardan, y a cada momento, alguno de los lobos que retroceda anunciaba con un desesperado salto, acompaado de quejidos y de furioso gruir, que acababa de pisar una de aquellas ascuas.

Lanzando an tizones a sus ms cercanos enemigos, el hombre arroj sobre la nieve sus mitones, en los que haba prendido el fuego, y pate sobre la fra superficie para refrescar sus abrasados pies. Entonces ech de menos a los dos perros, y comprendi que haban tenido el mismo fin que sus otros compaeros.

El Gordito haba sido el primero, y l probablemente sera el ltimo manjar en alguno de los prximos das. Lo estaba presintiendo, horrorizado.

-No me habis cogido an, no! -grit como un loco, amenazando con el puo a las hambrientas fieras. Y al sonido de su propia voz, todo el crculo se agit, se oy un gruido general y la loba se adelant a travs de la nieve. Cuando estuvo cerca de l, se puso a mirarle con aquella seriedad suya, hija del hambre.

El hombre se decidi a trabajar en la realizacin de una nueva idea que se le haba ocurrido. Extendi la hoguera hasta formar con ella un amplio crculo. Dentro del mismo se acurruc l y se puso debajo toda la ropa con la que contaba para protegerse de la nieve derretida. Cuando desapareci tras el amparo de las llamas, la manada entera se acerc con curiosidad hasta el borde de la lumbre para averiguar qu haba sido de l. Hasta entonces se les haba impedido estar al amor del fuego, pero ahora podan establecerse all en estrecho crculo, como si fueran perros, parpadeando o con repetidos guios, bostezando y estirndose mientras sus flacos cuerpos participaban del grato y desacostumbrado calor. Luego, la loba se sent sobre sus patas traseras, levant el hocico apuntndolo a una estrella y comenz a aullar. Uno por uno fueron imitndola el resto de los lobos, hasta que toda la manada, en la misma posicin que ella haba adoptado, sentada sobre sus patas y el hocico sealando al cielo, lanz al aire el aullido del hambre.

Lleg la hora del alba y, con ella, la luz diurna. La hoguera segua ardiendo, pero tmidamente. Se haba acabado la lea y era necesario procurarse ms. El hombre intent salir de su crculo de llamas, pero los lobos se lanzaron a su encuentro. Su defensa por medio de los ardientes tizones los oblig a saltar a un lado; pero ya no retrocedan. Cuanto hizo para lograrlo result en vano. Por fin se dio por vencido y, tropezando, volvi a meterse en su crculo de fuego. Entonces, uno de los lobos salt hacia l, err el golpe y cay de cuatro patas en medio de la lumbre. Dio un alarido de terror que acab en gruido y se apresur a retroceder para ir a refrescar sus patas en la nieve.

El hombre se sent sobre sus mantas, agachado, con todo el cuerpo hacia delante, los hombros cados, sin fuerza, y la cabeza apoyada en las rodillas. Todo indicaba que al fin renunciaba a la lucha. De cuando en cuando, levantaba la cabeza para observar cmo la hoguera iba bajando, consumindose. El crculo de llamas se iba dividiendo ya en segmentos con aberturas entre ellos. Estas iban hacindose cada vez mayores, y los segmentos disminuan.

-Me parece que ahora s que podis venir y apoderaros de m en cualquier momento -murmur-. Pero, suceda lo que suceda, voy a dormir.

Hubo un instante en que se despert, y en una de las aberturas del crculo vio a la loba que le estaba mirando.

Se volvi a dormir y a despertarse, poco despus, aunque a l le pareci que deban de haber transcurrido horas enteras. Se haba realizado un misterioso cambio, tan misterioso que la impresin le hizo abrir ms que nunca los ojos. Algo haba ocurrido. Al principio no acababa de comprenderlo, pero al fin se dio cuenta de lo que era. Los lobos ya no estaban all. No quedaba de ellos ms que sus huellas impresas en la nieve, que indicaban lo cerca que haban estado de l. El sueo volva a rendirle; la cabeza se le caa, sin que pudiera evitarlo, sobre las rodillas, cuando con un repentino sobresalto se desvel de nuevo.

Se oan gritos humanos, traqueteo de trineos, crujir de guarniciones y ansiosos latidos de los perros que luchaban por arrastrarlos. Eran cuatro los trineos que avanzaban desde el cauce del ro, all entre los rboles. Media docena de hombres se haban juntado ya alrededor del que estaba agachado en el centro de la moribunda hoguera, sacudindolo y obligndolo a salir de su modorra. l les mir como si estuviera ebrio y mascull de un modo raro, sooliento an, estas palabras: -La loba roja... Se meta entre los perros a la hora de darles su racin... Primero se la coma ella. Luego se comi a los perros... Y finalmente a Bill...

-Dnde est lord Alfred? -le grit junto al odo uno de los hombres, al mismo tiempo que lo sacuda bruscamente. l movi lentamente la cabeza en ademn negativo y dijo: -No, a l no se lo comi... l descansa izado all en un rbol del ltimo sitio en que acamp.

-Muerto?

Y en su atad -contest Henry.

Forceje con aire petulante hasta zafarse de la mano con que le tena cogido el hombro el que haca las preguntas, y murmur:

-Ea, djeme tranquilo...! Estoy rendido... Buenas noches, seores.

Sus ojos parpadearon un poco y se cerraron. Incluso mientras le colocaban ms cmodamente sobre el montn de mantas, resonaban sus ronquidos en el aire helado.

Pero otro ruido se oy tambin. Lejos, a gran distancia, apagado, resonaba el aullido de la hambrienta manada, que comenzaba a seguir la pista de otra caza, de otra carne distinta de la del hombre que acababa de escaprsele.

SEGUNDA PARTE NACIDO EN LO SALVAJE1

La batalla de los colmillosLa loba fue la primera que, antes que los dems, se percat de que se oan voces de hombres y latir de perros de trineo, y ella fue tambin la primera en abandonar de un salto al hombre que los lobos tenan prisionero dentro de su propio crculo de moribundas llamas. A la manada le dola abandonar la presa que vea ya acorralada, y se qued rezongando unos minutos para asegurarse de que no era injustificada la alarma, hasta que al fin emprendi la huida siguiendo las huellas de la loba.

Al frente de la manada corra un gran lobo gris; era uno de sus varios jefes. Concretamente, el que los diriga a todos impulsndolos a ir pisndole los talones a la fugitiva. l era quien grua a los lobatos amonestndolos o les lanzaba una dentellada cuando ambiciosamente pretendan adelantarle. Y l fue el que apret el paso cuando vio que la loba comenzaba a trotar lentamente a travs de la nieve.

Ella se puso poco a poco a su lado como si ese fuera el sitio que le corresponda, y ajust entonces su paso al de la manada. l no le grua ni le enseaba los dientes cuando, al dar un salto, resultaba que se le haba adelantado. Al contrario, pareca muy bien dispuesto en su favor; tanto, que a la hembra le desagradaba, pues, tendiendo l a correr muy cerca, cuando se le acercaba demasiado, era ella la que grua y le enseaba los dientes. Y no se limitaba a eso solo, sino que ms de una vez le lanz una dentellada en el hombro. Cuando eso ocurra, l no mostraba el menor enojo. Se limitaba a dar un salto, apartndose a un lado, y a correr en lnea recta como con un cierto embarazo y saltando torpemente, bien parecido, en el porte que adoptaba y en la conducta, a un avergonzado zagal aldeano.

Esto la perturbaba en su direccin de la manada; pero tambin sufra otras molestias. Si a un lado le tena a l, al otro corra un enorme lobo viejo de entrecano pelaje, cuyas cicatrices daban fe de las numerosas batallas en que haba intervenido. Iba siempre a su derecha, seguramente porque no tena ms que un solo ojo, y este era el izquierdo. Tambin l senta aficin a acercrsele, a virar hacia ella, hasta que con el hocico, cruzado de profundas seales, consegua tocarle el cuerpo, el hombro o el cuello. Lo mismo que con el compaero que tena a la izquierda, rechazaba ella con los dientes tales atenciones; pero cuando estas se las prodigaban ambos lobos a la vez, se vea bruscamente empujada, no teniendo ms remedio que repartir rpidos mordiscos a diestro y siniestro para apartar a los dos cortejadores, mantener la emprendida carrera al frente de la manada y ver, con precisin, el camino por donde deba poner los pies. En tales ocasiones, sus dos compaeros regaaban a la vez y se mostraban los dientes amenazadoramente. Poco les hubiera costado enzarzarse en una lucha, pero hasta el cortejar y el saldar sus cuentas como rivales poda sufrir aplazamiento cuando apremiaba otra necesidad mayor: el hambre de toda la manada.

Cada vez que el lobo viejo se vea rechazado y deba alejarse de aquel objeto de sus deseos que tan buenos dientes tena, chocaba con otro lobo de unos tres aos que corra junto a su lado derecho, que era precisamente el de su ojo ciego. Este lobezno haba alcanzado ya todo su desarrollo, y teniendo en cuenta el estado de debilidad y de hambre de toda la manada, poda decirse que posea ms vigor y mayores nimos que la mayora de los otros. Sin embargo, corra conservando siempre la cabeza al mismo nivel del hombro del lobo tuerto, que le aventajaba en aos. Si alguna vez -aunque era poco frecuente- se aventuraba a adelantarlo, un gruido y un mordisco lo obligaban a volver al lugar que le corresponda. En todo caso, de vez en cuando se quedaba algo rezagado y se meta entre el jefe anciano y la loba. Esto ocasionaba un doble y hasta un triple disgusto. Cuando ella grua para manifestar su desagrado, el jefe viejo se volva rpidamente contra el lobato para castigarlo. Algunas veces, la hembra misma lo ayudaba. Y otras, hasta el otro jefe joven giraba en redondo para tomar parte en el castigo.

En tales ocasiones, el lobato se encontraba con seis hileras de salvajes dientes que lo amenazan. Se detena precipitadamente, se apoyaba sobre los cuartos traseros, afirmaba las tiesas patas delanteras y resista el ataque, bien abiertas las fauces y erizados los pelos del cuello. Esta confusin que se originaba en el frente de la manada traa consigo otra en los lobos que venan detrs. Chocaban estos con el lobato y expresaban su disgusto dndole fuertes mordiscos en las patas posteriores y en los lados. l mismo se buscaba daos y molestias, porque la falta de comida y el mal humor corran parejos en todos; pero con la fe ilimitada propia de la juventud, se empeaba en repetir la misma maniobra a cada paso, aunque nunca consiguiera otra cosa que continuas derrotas.

De haber tenido a mano el alimento necesario, el amor y las luchas hubieran ido juntos, y la formacin a que se sujetaba la manada hubiese quedado deshecha. Pero la situacin de esta era desesperada. El hambre, largo tiempo sostenido, la tena en un estado de excesiva demacracin. Ya ni corra siquiera con la velocidad acostumbrada. Los lobos zagueros, los que cojeando seguan a los dems, eran los ms dbiles, los muy jvenes o los muy viejos. Al frente iban los ms fuertes. Pero todos ellos parecan esqueletos. Sin embargo, excepcin hecha de los que cojeaban, no era fcil adivinar en ellos el esfuerzo ni el cansancio, a juzgar por sus movimientos. Aquellos msculos, que semejaban cuerdas, eran fuente inextinguible de energa. Tras la contraccin de uno de aquellos resortes acerados vena otra, y otra, y otra, y as continuaban sin que pareciera tener fin.

Los lobos corrieron muchos kilmetros aquel da. Corrieron toda la noche, y el da siguiente continuaron corriendo. Corran sobre la superficie de un mundo helado y muerto. No haba en l vida que se moviera. Los nicos que se movan a travs de aquella vasta inercia eran ellos. Ellos estaban vivos e iban en busca de otros seres vivientes para devorarlos y continuar as viviendo.

Cruzaron grandes llanuras y se dedicaron al ojeo de una docena de arroyos en una comarca llena de hondonadas, antes de que vieran recompensado su trabajo. Al fin dieron con algunas antas. La primera que hallaron fue una especie de buey de gran tamao. Supona carne en abundancia y vida, no guardadas y protegidas ambas por misteriosas hogueras ni por voladores proyectiles que lanzaban llamas. Las pezuas partidas y las astas en forma de pala las conocan ya bien, y as prescindieron entonces de su acostumbrada paciencia y cautela en la caza. La lucha fue corta y feroz. El gran buey fue atacado por todos los lados. Abri en canal a muchos o les parti el crneo con hbiles patadas de sus grandes cascos. Los aplast o los despedaz con sus enormes astas. Revolcndolos en la lucha, los pate hasta hundirlos en la nieve. Pero al fin fue dominado, y se desplom con la loba cogida a su cuello, que esta desgarraba furiosamente, y clavados los dientes de otros muchos en diez sitios de su cuerpo. Lo devoraron vivo, antes de que l cesara su lucha por defenderse y dejara de causarles dao.

Ya tenan carne abundante. El buey pesaba ms de ochocientas libras*, con lo que tocaban a unas veinte libras de carne para cada uno de los cuarenta y tantos lobos de la manada. Pero si era prodigiosa su resistencia al ayuno, prodigioso era tambin lo que podan llegar a comer, y pronto no quedaron ms que unos cuantos huesos esparcidos de aquel esplndido animal que unas horas antes haba hecho frente a la manada de lobos.

Lleg el momento del descanso y del sueo. Lleno ya el estmago, las rias y peleas comenzaron entre los machos ms jvenes, continuando durante los pocos das que la manada an sigui unida. El hambre haba terminado. Los lobos se hallaban ahora en el pas de la caza, y, aunque an se dedicaron a buscarla agrupados, cazaban con ms cautela, acorralando pesadas hembras o viejos y enfermos machos que se separaban de los reducidos rebaos de antas que encontraban.

Lleg un da, en aquella tierra de la abundancia, en que la manada se dividi en dos y cada una tom una direccin distinta. La loba, que llevaba a su izquierda al jefe ms joven y a su derecha al viejo tuerto, condujo a su mitad hacia el ro Mackenzie*, y lo cruzaron despus hasta llegar al pas de los lagos, situado en la parte del este. Todos los das, este resto de la manada iba disminuyendo. De dos en dos, un macho y una hembra, los lobos iban desertando. De cuando en cuando, un macho solitario era arrojado a dentelladas por sus rivales. Al fin, solo cuatro quedaron: la loba, el jefe, el tuerto y el ambicioso lobato de tres aos.

A la loba se le haba puesto ahora un genio feroz. En sus tres seguidores podan verse las seales que dejaron sus dientes. Y sin embargo, nunca le contestaban igual, jams se defendan atacndola. Se volvan de espaldas ante sus ms furiosas arremetidas, y moviendo la cola y con lentos y cortos pasos, se le acercaban tratando de aplacar su ira.

Con ella todo era suavidad; sin embargo, los machos mostraban su fiereza entre ellos. El lobato presuma demasiado de su ferocidad. Cogi una vez al viejo tuerto por el lado en que no vea y le desgarr la oreja hasta dejarla convertida en una serie de cintas. Como el canoso viejo no poda ver ms que por un lado, acudi para defenderse a la experiencia de sus largos aos. El ojo perdido y las cicatrices que cruzaban su hocico podan dar fe de la calidad de esta experiencia. Haban triunfado ya en demasiadas lides para que ni por un momento dudara acerca de lo que deba hacer entonces.

La batalla comenz franca y lealmente, pero no termin con la misma lealtad. No cabe asegurar cul hubiera sido, en otro caso, el resultado, porque el tercer lobo se uni al ms viejo y, juntos los dos jefes, el de ms edad y el ms joven, atacaron al ambicioso lobato hasta acabar con l. Fue acosado sin piedad, y por ambos lados a la vez, por los terribles dientes de los qu hasta entonces haban sido sus compaeros. Olvidados quedaron ya los das en que cazaron juntos, las piezas que haban derribado y el hambre que haban padecido. Todo ello perteneca al pasado. El asunto que ahora les preocupaba era el amor, y este asunto era mucho ms duro y cruel que el de procurarse comida.

Y entretanto, la loba, la causante de todo, estaba sentada sobre sus cuartos traseros tranquilamente y observaba lo que ocurra. Hasta estaba contenta. Aquel era su da -y no hubiera podido decir otro tanto con mucha frecuencia. Los pelos se erizaban, los colmillos chocaban unos contra otros o abran y desgarraban la sumisa carne, solo porque los lobos se disputaban su posesin.

Y en aquella amorosa pendencia, el lobato de tres aos, que realizaba su primera aventura, perdi la vida. A cada lado de su exnime cuerpo quedaban en pie sus dos rivales. Miraban de hito en hito a la loba, que segua sentada sobre la nieve y sonrea. Pero el jefe ms viejo era docto, muy docto, en materias de amor, igual que en las batallas. El jefe joven volvi un momento la cabeza para lamer una herida que tena junto a la espalda. La curva de su cuello quedaba por completo frente a su rival. Con su nico ojo, vio el viejo que aquella era la ocasin oportuna. Se lanz a fondo y clav en l sus colmillos. Fue una dentellada sostenida, prolongada, que desgarraba, y lo ms profunda posible. Al rajar la carne, rompi, al fin, la gran vena del cuello. Entonces se apart de un salto.

El jefe ms joven lanz un terrible gruido; pero qued cortado a la mitad por el cosquilleo de una tos que le ahogaba. Desangrndose y tosiendo, herido ya de muerte, se arroj contra el viejo y luch con l mientras iba perdiendo la vida, mientras las patas le flaqueaban y se oscureca la luz de sus empaados ojos, hacindose cada vez ms cortos sus saltos y menor el alcance de los golpes que diriga a su contrario.

Y durante toda esta escena, la loba continuaba sentada sobre sus patas posteriores sonriendo. Se senta vagamente halagada por aquella batalla, porque ese era el modo de hacer el amor en aquel mundo salvaje, la tragedia sexual en plena naturaleza, que en realidad era solo tragedia para los que moran. Para los supervivientes significaba la mera realizacin de un hecho, de una hazaa.

Cuando el jefe ms joven qued tendido y sin movimiento sobre la nieve, el Tuerto se dirigi con majestuoso paso al encuentro de la loba. Todo su porte era una mezcla de triunfo y de cautela. Evidentemente, esperaba que sera rechazado, y tambin fue evidente su sorpresa cuando vio que ella no le mostraba los dientes con rabiosa expresin. Por primera vez lo recibi amablemente. Tras mutuos olfateos del hocico, hasta le permiti saltar y juguetear con ella, como si ambos no fueran ms que dos cachorros. Y l, por su parte, a pesar de todos sus pelos canos, de su discrecin y experiencia, se port como si fuera tal cachorro y hasta exager algo la nota.

Olvidados quedaban ya los vencidos rivales y la historia de amor escrita con sangre sobre la nieve. Olvidados, excepto en una ocasin: cuando el Tuerto se par un momento para lamer las heridas que le molestaban. Entonces se esboz en sus labios un gruido; se le erizaron los pelos del cuello y de los hombros; hizo un movimiento como si fuera a agacharse para saltar y hacer presa en alguien, y sus uas se clavaron espasmdicamente como para mejor afirmar el pie. Pero se desvaneci todo como por encanto un momento despus, cuando dio un salto y se junt de nuevo con la loba, la cual, esquiva, le llev a la carrera a travs del bosque.

Despus de esto, corrieron uno al lado del otro como buenos amigos que han llegado a ponerse de acuerdo. Transcurrieron los das y juntos se quedaron, cazando y dividiendo la comida entre los dos. Despus de algn tiempo comenz la loba a inquietarse. Pareca andar en busca de algo que no poda hallar. Senta una atraccin especial por cuantos hoyos descubra bajo los rboles cados, y dedicaba gran parte del da a ir olfateando las ms anchas quebraduras de las rocas en las que se amontonaba la nieve y las cavernas que quedaban al amparo de los bancos ms salientes. Al viejo Tuerto no le interesaba nada de esto lo mas mnimo; pero la segua bonachonamente y, cuando sus investigaciones en ciertos sitios se prolongaban ms que de costumbre, se echaba, esperando que terminara y pudiesen continuar su camino.

No se quedaron en un mismo sitio, sino que cruzaron todo el pas hasta llegar de nuevo al ro Mackenzie, por el que fueron descendiendo poco a poco, dejndolo con frecuencia para cazar junto a los arroyos afluentes del mismo; pero volviendo siempre a l. Se encontraban a veces con otros lobos, que iban generalmente por parejas; pero no se estableca entre ellos comunicacin amistosa -pareca que no la deseaban ni manifestaban la menor alegra por el encuentro, ni tampoco inclinacin a reconstruir la disuelta manada-. Diferentes veces tropezaron tambin con lobos solitarios. Siempre eran machos y mostraban gran empeo en juntarse con el Tuerto y su compaera. El lobo se opona violentamente, y cuando la pareja, bien apretados uno contra otro y erizando los pelos, les enseaban los dientes, todos los solitarios aspirantes volvan la espalda y seguan su camino tan solos como antes.

Una noche de luna, corriendo por el callado bosque, el Tuerto se par de pronto. Levant el hocico, puso tiesa la cola y olfate con ansia el aire. Alz tambin una pata, al estilo de lo que suelen hacer los perros. Haba algo que no le satisfaca y continu venteando, esforzndose por entender de qu era anuncio lo que l senta. Un momentneo y descuidado olfateo haba, por el contrario, dejado tranquila a su compaera, la cual sigui trotando para infundirle confianza. Aunque l la siguiera, se manifestaba dudoso, y no pudo abstenerse de parar nuevamente un rato para estudiar ms detenidamente lo que juzgaba aviso de algo.

Ella se arrastr cautelosamente hasta el borde de un vasto y abierto espacio que quedaba entre los rboles. Durante cierto tiempo permaneci all sola. Luego, el Tuerto, arrastrndose tambin, deslizndose, con todos sus sentidos alerta, con los pelos erizados irradiando un recelo infinito, se uni a ella. Se quedaron uno al lado del otro, en acecho, escuchando atentamente y olfateando siempre.

A sus odos llegaron los rumores de perros que rien, gritos guturales de hombres, voces chillonas de mujeres que reprenden y, de pronto, el penetrante quejido de una criatura. Excepcin hecha de los enormes bultos de las chozas construidas con pieles, bien poco era lo que se vea, como no fueran las llamas de una hoguera cuyos contornos interrumpan los movimientos de cuerpos que iban y venan y el humo que se elevaba lentamente por el aire en calma. Pero al agudo olfato de los lobos llegaron los mil y un olores de un campamento indio, que revelaban cosas bastante incomprensibles para el Tuerto; aunque la loba conoca bastante en sus pormenores ms insignificantes. Se sinti extraamente agitada, y olfate una y otra vez con creciente deleite. l, en cambio, revel su temor y se prepar a huir. Se volvi y le toc el cuello con el hocico como con tranquilizador ademn, mirando despus nuevamente al campamento. Cierta pensativa seriedad desusada hasta entonces apareci en su cara; pero no era la seriedad del hambre. Senta el vivsimo anhelo de adelantarse, de acercarse al fuego que all arda, de reir con aquellos perros y de evitar los pies de aquellos hombres hacindolos tropezar al escaparse.

El Tuerto se mova a su lado con impaciencia, cuando de pronto volvi a apoderarse de la hembra aquella inquietud de antes y experiment de nuevo la misma urgente necesidad de encontrar lo que andaba siempre buscando. Se volvi, pues, en redondo y se puso a trotar hacia el bosque de donde haba venido, con gran contento del Tuerto, que le tom un rato la delantera hasta que se internaron un buen trozo bajo el cobijo de los rboles.

Mientras se deslizaban a la luz de la luna, tan calladamente como si fueran dos sombras, descubrieron las huellas de unas pisadas en una quiebra por donde pasaba un sendero. Inmediatamente, ambos hocicos se bajaron para seguir el rastro. Las huellas eran muy recientes. El Tuerto corra por delante cautelosamente, y tras l, pisndole los talones, segua su compaera. Sobre la nieve iban quedando las anchas y cubiertas marcas de las robustas patas de los lobos, que, al tocarla, lo hacan tan suavemente como si fueran de terciopelo. El Tuerto se percat de que se distingua el confuso movimiento de algo blanco en medio de toda aquella blancura. Si hasta entonces su modo de correr haba sido mucho ms rpido de lo que hubiera podido suponerse, no era nada en comparacin con la velocidad que adquiri desde aquellos momentos. Ante l saltaba la confusa mancha blanca que haba descubierto.

Corra la pareja por una especie de callejn a cuyos lados se apiaban multitud de abetos jvenes. Entre los rboles se divisaba la boca del callejn que daba a un claro del bosque iluminado por la luna. El Tuerto iba rpidamente examinando la flotante forma blanca. Se le acercaba a saltos espaciados. Ya estaba a punto de caer sobre ella. Un salto ms y le clavara los dientes. Pero ese salto no lleg a darlo. All en la nieve, muy alto, se elevaba el bulto blanco, que result ser un conejo vivo que pataleaba y daba continuos brincos, ejecutando una danza fantstica en el aire, sin tocar el suelo ni una sola vez.

El Tuerto dio un salto hacia atrs repentinamente intimidado, y se agach luego muy encogido sobre la nieve, gruendo amenazadoramente a aquella horripilante cosa que no llegaba a comprender. Pero la loba sigui adelante con la mayor frialdad y salt enseguida para coger al conejo bailarn. Tambin ella se elev cuanto pudo, pero no lo suficiente para apresarlo, y sus mandbulas se cerraron sin apoderarse de nada, produciendo los dientes, al chocar, un ruido que pareca metlico. Dio enseguida otro salto, y otro y otro.

Su compaero haba abandonado su posicin agachada y la estaba contemplando. Se mostr entonces enojado por los repetidos fracasos, e, imitndola, salt tambin con extraordinario empuje hacia lo alto. Sus dientes se clavaron al fin sobre el conejo y lo arrastr consigo al suelo. Pero al mismo tiempo se produjo a su lado un movimiento acompaado de un sospechoso crujido, y sus asombrados ojos vieron un renuevo de abeto que se encorvaba sobre l y le daba un golpe. Abri entonces la boca soltando la presa y retrocedi de un salto para huir de aquel extrao peligro, mostrando los dientes y gruendo profundamente, con todos los pelos erizados de rabia y de miedo. Y en aquel momento, el abeto joven se enderez otra vez y el conejo volvi a elevarse, bailoteando nuevamente en el aire.

La loba estaba furiosa. Clav los dientes en un hombro de su compaero para demostrarle su reprobacin, y l, azorado, no sabiendo a qu era debido el nuevo castigo, respondi ferozmente al ataque. Ms asustado an que antes, le abri a la loba una ancha herida en un lado del hocico. Que l no se dejara castigar de aquel modo sin atreverse a demostrar su enojo, era cosa igualmente inesperada para ella, y as se arroj sobre el lobo con gruidos de indignacin. Hasta entonces no se dio cuenta el Tuerto de la equivocacin sufrida, y trat de aplacar la ira de su compaera. Pero ella sigui castigndolo hasta que se acabaron todos los intentos de aplacarla. El lobo se hizo un ovillo y comenz a dar vueltas con la rapidez de un torbellino, cuidando de conservar la cabeza bien apartada de aquellos dientes que se iban clavando en sus hombros.

Entretanto, el conejo segua bailoteando en el aire, encima de ellos. La loba se sent en la nieve, y el Tuerto, temindola ms entonces a ella que al misterioso abeto, volvi a saltar para apoderarse del conejo. Se cay al suelo con el conejo entre los dientes y su nico ojo no apart la vista del arbolillo. Como antes, el abeto lo sigui hasta el suelo en su descenso. El animal se agach esperando el golpe que pareca inminente. Se le erizaron los pelos pero no solt el conejo. Aquella vez el golpe no lleg a ser una realidad. El renuevo se qued encorvado encima de l. Cuando el lobo se mova, el rbol se mova tambin, y al verlo, la fiera le gru entre los apretados dientes. Cuando uno permaneca quieto, haca lo mismo el otro, y as el Tuerto dedujo que lo mejor y ms seguro para l era, que continuara quieto. Sin embargo, el saborcillo de la sangre del conejo, que senta en la boca, era agradabilsimo.

Su compaera fue la que le sac de las dudas en que se hallaba metido. Le quit el conejo, y mientras el renuevo se inclinaba balancendose amenazadoramente sobre ella, la loba decapit de un mordisco al animalillo con toda tranquilidad. En el acto, el abeto se enderez con violencia, sin ocasionar ya ms molestias, quedndose en la digna posicin perpendicular que le tena asignada la naturaleza. Entonces la loba y el Tuerto devoraron la pieza de caza que el misterioso abeto haba cogido, como trampa, en provecho de ellos dos, que as saciaron su apetito con aquel manjar tan sabroso.

Haba otras quiebras del terreno y estrechos pasos semejantes en los que tambin se vean conejos colgados en el aire, y la pareja de lobos fue explorando todos los sitios en que se hallaban, abriendo la marcha la loba y siguindola el Tuerto, que lo observaba todo con cuidado, para ir aprendiendo el mtodo que haba que seguir para robar lazos y trampas, conocimiento que estaba destinado a servirle de mucho en el porvenir.IIEl cubilDurante dos das, la loba y el Tuerto estuvieron dando vueltas por las proximidades del campamento indio. A l le molestaba aquello y le infunda recelo; sin embargo, su compaera lo hallaba muy atractivo y no mostraba el menor deseo de alejarse. Pero cuando una maana reson en el aire un disparo de un rifle que parta de un sitio muy cercano y una bala fue a aplastarse contra el tronco de un rbol a algunos centmetros de distancia de la cabeza del Tuerto, no dudaron ya ms ni uno ni otra y salieron a galope, un galope tendido de enorme velocidad, que pronto puso por medio unos cuantos kilmetros entre ellos y el peligro.

No fueron a parar muy lejos, sin embargo: solo a la distancia de un par de das de viaje. La necesidad que senta la loba de encontrar lo que siempre estaba buscando haba llegado a ser imperiosa. Estaba ya tan gruesa que no poda correr ms que despacio. Una vez, al perseguir a un conejo, que en cualquier otra ocasin hubiera cazado con facilidad, tuvo que abandonar la persecucin y echarse para descansar. El Tuerto fue entonces a su lado; pero al tocarla suavemente con el hocico, ella le mordi tan brusca y furiosamente que debi retroceder dando tumbos del modo ms ridculo, para huir de los dientes de su compaera.

Esta tena el genio peor que nunca; en cambio, se mostraba l ms paciente y solcito que en ninguna otra ocasin. Al fin la loba hall lo que iba buscando. Fue a unos cuantos kilmetros de la parte superior de un arroyo que en verano desembocaba en el ro Mackenzie; pero que entonces estaba helado, no solo en su superficie, sino desde ella hasta su pedregoso fondo, convertido en blanca y dura masa desde el nacimiento a la desembocadura. Iba la loba trotando pesadamente, muy cansada, a bastante distancia de su compaero, que llevaba la delantera, cuando lleg al alto banco de arcilla que dominaba el cauce. Cambi el rumbo y trot hacia all. El chorrear de las aguas que provenan de las tormentas primaverales y de los deshielos haba minado la base del banco, dejando convertido en covacha lo que antes fue una estrecha grieta.

La loba se par frente a la boca de la cueva y examin con cuidado el ribazo* que quedaba encima. Luego, a uno y otro lado recorri la base del mismo hasta donde la parte ms prominente de l se destacaba sobre la suave lnea del paisaje. Volviendo a la covacha, se meti en la estrecha boca. Al principio se vio obligada a avanzar agachndose; pero luego las paredes interiores se fueron ensanchando y elevndose hasta constituir un breve recinto de ms de metro y medio de dimetro. Casi tocaba el techo con la cabeza, pero el sitio era seco y lo hall acogedor. Lo estudi todo minuciosamente, mientras el Tuerto, que haba vuelto atrs para acompaarla, se quedaba a la entrada y la observaba pacientemente. Ella baj la cabeza, con el hocico sealando a un punto del suelo muy cerca de sus apiados pies, y en torno a este punto coment a dar repetidas vueltas, hasta que al fin, con una especie de gruido que algo tena de cansado suspiro, enrosc all el cuerpo, dobl las piernas y se dej caer, con la cabeza en direccin a la entrada. El Tuerto, con las orejas tiesas y demostrando su inters, le sonrea, y al mismo tiempo, destacndose contra la blanca luz del exterior, ella poda ver cmo la poblada cola del lobo se balanceaba con amistosa y bonachona expresin. Y las orejas de la hembra, con un movimiento lleno de grato abandono, se bajaron hacia atrs hasta que sus afiladas puntas se aplanaron sobre la cabeza por un momento, mientras la boca se abra y la lengua colgaba de ella tranquila y pacficamente. Con todo aquello, la loba expresaba que se hallaba contenta y satisfecha.

En cuanto al Tuerto, lo que l senta era hambre. Aunque se ech a la entrada de la cueva y durmi, su sueo fue ligero. Se despertaba continuamente, enderezando las orejas al mirar hacia aquel mundo exterior tan claro y lmpido, en que el sol de abril brillaba sobre la nieve. Mientras dormitaba, oa quedamente los dbiles rumores de escondidas chorreras que el agua haba formado, y entonces se levantaba y se pona a escuchar con la mayor atencin. El sol haba vuelto, y todo aquel mundo de las tierras boreales*, que despertaba ahora, pareca reclamarlo a l. La vida resurga y se animaba. La sensacin de la primavera flotaba en el ambiente; la sensacin de la vida nueva que creca bajo la nieve; de la savia ascendiend