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XI Jornadas de Economía Crítica Página 1 de 28 Cláusulas sociales, comercio internacional y derechos laborales. La perspectiva de los países subdesarrollados Francisco Javier Gutiérrez Hurtado y Luis Fernando Lobejón Herrero Universidad de Valladolid Departamento de Economía Aplicada Introducción. El importante aumento experimentado en las últimas décadas por las exportaciones de manufacturas industriales por parte de algunas economías subdesarrolladas ha suscitado inquietud en las economías más avanzadas. Esa inquietud está motivada tanto por cuestiones éticas como, sobre todo, por razones de tipo económico. Desde un punto de vista ético, la preocupación fundamental es la posibilidad de que esas exportaciones basen su gran dinamismo y su acentuada competitividad en unos costes excepcionalmente bajos, fundamentados en la falta de respeto de los derechos más elementales de los trabajadores. Desde una perspectiva económica, lo que causa temor a los países más ricos es que sus empresas resulten perjudicadas al no poder competir en igualdad de condiciones con las que están instaladas o subcontratan la fabricación de sus artículos en economías que no respetan siquiera unos estándares laborales mínimos. Por el paralelismo que existe entre este último fenómeno y el concepto convencional de dumping, muchos autores denominan a este fenómeno “dumping social” o “dumping laboral” (Lobejón, 2001: 119). La alternativa para combatir el dumping social que cuenta con más apoyos y que ha alcanzado una mayor difusión es el establecimiento de una cláusula social. Ésta consiste básicamente en limitar – o, incluso, prohibir - las importaciones procedentes de los países que no garanticen el cumplimiento de los derechos fundamentales de sus trabajadores. Desde el punto de vista de las economías desarrolladas, esta medida estaría plenamente justificada, teniendo en cuenta tanto los motivos éticos como las consideraciones económicas a las que se ha hecho referencia. Los países subdesarrollados entienden, sin embargo, que se trata de una

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XI Jornadas de Economía Crítica

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Cláusulas sociales, comercio internacional y derechos laborales. La perspectiva de los países subdesarrollados

Francisco Javier Gutiérrez Hurtado y Luis Fernando Lobejón Herrero Universidad de Valladolid

Departamento de Economía Aplicada

Introducción. El importante aumento experimentado en las últimas décadas por las exportaciones de

manufacturas industriales por parte de algunas economías subdesarrolladas ha suscitado

inquietud en las economías más avanzadas. Esa inquietud está motivada tanto por cuestiones

éticas como, sobre todo, por razones de tipo económico. Desde un punto de vista ético, la

preocupación fundamental es la posibilidad de que esas exportaciones basen su gran

dinamismo y su acentuada competitividad en unos costes excepcionalmente bajos,

fundamentados en la falta de respeto de los derechos más elementales de los trabajadores.

Desde una perspectiva económica, lo que causa temor a los países más ricos es que sus

empresas resulten perjudicadas al no poder competir en igualdad de condiciones con las que

están instaladas o subcontratan la fabricación de sus artículos en economías que no respetan

siquiera unos estándares laborales mínimos. Por el paralelismo que existe entre este último

fenómeno y el concepto convencional de dumping, muchos autores denominan a este

fenómeno “dumping social” o “dumping laboral” (Lobejón, 2001: 119).

La alternativa para combatir el dumping social que cuenta con más apoyos y que ha

alcanzado una mayor difusión es el establecimiento de una cláusula social. Ésta consiste

básicamente en limitar – o, incluso, prohibir - las importaciones procedentes de los países que

no garanticen el cumplimiento de los derechos fundamentales de sus trabajadores. Desde el

punto de vista de las economías desarrolladas, esta medida estaría plenamente justificada,

teniendo en cuenta tanto los motivos éticos como las consideraciones económicas a las que se

ha hecho referencia. Los países subdesarrollados entienden, sin embargo, que se trata de una

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iniciativa que les perjudica claramente y que, en muchos casos, es simplemente una excusa

que trata de ocultar la voluntad de las economías más ricas de incrementar su protección frente

a productos originarios de economías con mayores ventajas comparativas.

Basándose en esos argumentos, los países subdesarrollados han presionado para que

la Organización Mundial del Comercio renuncie a abrir una negociación sobre la regulación del

uso de la cláusula social. La ausencia de esa regulación no impide, sin embargo, que las

economías más ricas utilicen esa cláusula con relativa frecuencia, recurriendo para ello a

diferentes fórmulas. Este trabajo pretende pasar revista a los fundamentos teóricos en que se

basa el empleo de dichas fórmulas, trata de identificarlas y clasificarlas y, por último, plantea

alternativas a la cláusula social, cuyos efectos podrían resultar más favorables a los intereses

de los países subdesarrollados.

Con arreglo a las pautas que se acaban de reseñar, el trabajo se organiza en tres

apartados. En el primero se lleva a cabo una revisión de los principales argumentos teóricos

que pueden emplearse a favor y en contra de la utilización de cláusulas sociales, prestando

una mayor atención a los que respaldan la posición de las economías menos desarrolladas. A

continuación, en el segundo apartado, se analizan y se catalogan los mecanismos que algunos

países ricos están utilizando en la actualidad para imponer cláusulas de ese tipo a las

economías pobres. El último apartado está dedicado al análisis de instrumentos que podrían

utilizarse en sustitución de la cláusula social, y que, al menos en principio, son menos

perjudiciales para las economías subdesarrolladas. El trabajo finaliza recogiendo, en forma de

conclusión, los argumentos más importantes.

1. Argumentos teóricos a favor y en contra de la cláusula social. 1.1. El miedo de los países desarrollados al cumplimiento del Teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson.

Desde ya hace más de un siglo, las importaciones procedentes de países con menores

estándares laborales han generado preocupación en las economías más desarrolladas. Las

primeras reflexiones dotadas de cierto rigor y profundidad sobre esta preocupación se

remontan concretamente a mediados del siglo XIX. En ese período, las condiciones laborales

de los países que ya habían alcanzado cierto nivel de desarrollo comenzaron a mejorar

significativamente, alejándose cada vez más de los estándares que prevalecían en las

economías más pobres. El notable crecimiento registrado en esa época por los intercambios

entre esas economías y las más adelantadas hizo que en estas últimas se extendiera el temor

de que un mayor respeto de determinados derechos laborales pudiera acarrear la pérdida de

competitividad de los productos elaborados por sus empresas. En ese contexto puede

entenderse, por ejemplo, que se cuestionara en algunos casos la adopción de leyes como las

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que restringían el trabajo infantil, porque encarecían el precio de algunos productos que eran

objeto de comercio internacional. (Hoeckman y Kostecki, 2001: 449). También puede

comprenderse que la principal organización sindical de Estados Unidos presionara en 1881

sobre el Congreso de ese país, para que se adoptaran medidas de protección frente a la

competencia de los productos importados de países con bajos salarios.1

El interés por los problemas que pueden provocar las diferencias en el respeto de los

derechos laborales en los intercambios comerciales no ha cesado desde entonces. Algunos

acontecimientos que ilustran el mantenimiento de ese interés a lo largo de la primera mitad del

siglo XX son la creación de la Organización Internacional del Trabajo en 1919, la convocatoria,

por parte de la Sociedad de Naciones, de la Conferencia Económica Internacional de 1927, o

las discusiones sobre comercio internacional y derechos laborales en el marco de la

negociación que condujo a la redacción de la Carta de la Habana, en 1948. (Bézou, 2002: 256-

258 y Caire, 1996: 813).2 Posteriormente, en la segunda mitad del siglo, la atención prestada a

este fenómeno se puso de manifiesto en las reiteradas propuestas de algunos países

desarrollados para que el GATT o, más tarde, la Organización Mundial del Comercio,

autorizaran el uso de cláusulas sociales. (Bézou, 2002: 2646-2668 y Charnovitz, 1986: 574).

Una de las épocas en las que más se ha discutido sobre esta cuestión es, sin duda, la

década de los ochenta del siglo pasado, un período marcado por un fuerte incremento de las

entradas de productos intensivos en mano de obra procedentes de economías con costes

laborales muy bajos.3 En las economías más ricas, y de un modo especial en Europa y en

Estados Unidos, se extendió la sospecha de que la mayor presencia de esos productos en sus

mercados estaba relacionada con los problemas que afectaban en ese momento a su entorno

laboral, y de una forma especial a sus trabajadores de menor cualificación. Al fin y al cabo, el

mayor acceso de los países pobres a los mercados internacionales suponía un aumento

sustancial de la oferta global de ese tipo de mano de obra, por lo que era razonable esperar

que se redujera su retribución y que se igualaran -a la baja- las condiciones que les ofrecerían

1 Esta reivindicación sindical tuvo una importante trascendencia, ya que formó parte de la inspiración de la política comercial aplicada posteriormente en Estados Unidos, concretamente de las Tariffs Acts de 1922 y 1930 (Caire, 1996: 811). 2 De todos esos acontecimientos, probablemente el más relevante de todos es, a pesar de su nulo efecto práctico, la aprobación de la Carta de la Habana. Este documento fue el principal resultado de la Conferencia Mundial sobre el Comercio y el Empleo, promovida por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. El documento en cuestión tendría que haberse convertido en el acta fundacional de la Organización Internacional del Comercio, que finalmente no llegó a ver la luz. En su artículo VII, la Carta de la Habana hacía referencia explícitamente a la necesidad de que los países garantizasen unos derechos laborales mínimos, con el fin de evitar distorsiones en el comercio internacional. En otra parte del texto se reseñaba la pertinencia de que la Organización Internacional del Comercio colaborara con la OIT para alcanzar ese objetivo. (Bézou, 2002: 256). 3 En las décadas anteriores, cuando se discutía sobre las consecuencias del comercio internacional, la preocupación predominante era la posibilidad de que éste acabara empobreciendo aún más a los países menos desarrollados. Curiosamente, el aumento de las exportaciones de manufacturas por parte de esos países hizo que ese temor fuera desplazado progresivamente por el peligro que constituían dichas exportaciones para las economías más ricas (Freeman, 1995:15).

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los empresarios. Se trataba de una posibilidad que no habría que desdeñar, ya que, al menos

en lo que concierne a los salarios, contaba con un respaldo teórico consistente: el Teorema de

igualación del precio de los factores o Teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson.

El desafío que suponía para los mercados de trabajo de las economías más ricas el

cumplimiento de ese Teorema suscitó un gran debate y sirvió de estímulo para un elevado

número de estudios empíricos durante los años ochenta y buena parte de la década siguiente.

Algunos de ellos respaldaban la visión de los sectores más alarmistas. Pueden citarse, a modo

de ejemplo, los que llegaban a la conclusión de que el comercio internacional era la causa

fundamental de la reducción de la demanda de trabajadores sin formación en los países más

desarrollados (Wood, 1994) o los análisis que resaltaban las sensibles caídas de precios

sufridas en Estados Unidos por productos intensivos en mano de obra sin cualificar (Lawrence

y Slaughter, 1993; Sachs y Shatz, 1994).

1.2. El Teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson desde la perspectiva de los países subdesarrollados.

Dentro de los trabajos que se publicaron en ese período, los que se han citado pueden

considerarse excepcionales. La mayor parte de ellos no permitía llegar a conclusiones claras.

Abundan incluso los que avalaban directamente la postura de las economías más pobres en

relación con el dumping social, ya que ponían de manifiesto, como señala Robert Stern, que “el

comercio puede tener un impacto limitado en los salarios de los trabajadores no cualificados de

los países industrializados” (Stern y Terrell, 2003:6). De acuerdo con estos análisis, el cambio

técnico podría influir mucho más sobre la situación de esos trabajadores que las transacciones

internacionales, en las que, por otra parte, las importaciones procedentes de los países más

pobres representan sólo una pequeña proporción.

Dejando a un lado los estudios empíricos y volviendo a la discusión teórica, conviene

reconocer que el cumplimiento del referido Teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson o Teorema

de igualación del precio de los factores, constituye, en principio, un argumento importante a

favor del punto de vista de los países desarrollados, ya que pronostica una reducción de los

salarios de los trabajadores menos cualificados en los países ricos, como consecuencia del

aumento de exportaciones intensivas en ese tipo de mano de obra procedentes de las

economías menos desarrolladas. No obstante, a favor de lo que defienden estas últimas

economías habría que advertir que, según la concepción neoclásica de la Teoría Pura del

Comercio Internacional en la que se basa dicho Teorema, las consecuencias negativas sobre

el empleo sin formación de las economías más ricas se verían compensadas por el impacto

positivo de las transacciones sobre otros agentes económicos, de forma que, globalmente,

dichas economías obtendrían beneficios netos.

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Puede aducirse también en contra de lo que sostienen los países más ricos que el

cumplimiento del referido Teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson exige asumir una serie de

condiciones, que realmente son difíciles de garantizar en la práctica. Conviene recordar que

entre esas condiciones están, por ejemplo, la utilización de la misma tecnología en todos los

países, la existencia en todos ellos de gustos análogos e de idéntica proporción de

trabajadores cualificados y no cualificados, y la ausencia de economías de escala y de costes

de transporte.4

1.3. El aprovechamiento de las ventajas comparativas como aval de de las economías más pobres.

Desde que David Ricardo realizara su conocida aportación al desarrollo de la Teoría

Pura del Comercio Internacional, ésta ha abogado por la especialización de los países en

función de lo que revelen sus ventajas comparativas. Las economías subdesarrolladas se

acogen firmemente a ese postulado para defender que, dada su privilegiada dotación en mano

de obra en relación con los países más ricos, les conviene fomentar al máximo sus

exportaciones intensivas en trabajo. Desde esta perspectiva, el gran aumento experimentado

por ese tipo de exportaciones a lo largo de las últimas décadas podría interpretarse como un

reflejo de la posición que la Teoría Pura del Comercio Internacional asigna a estos países. No

cabría plantear, en principio, que los bajos precios a los que se realizan esas exportaciones

tengan su origen en una situación de competencia desleal. Dichos precios podrían obedecer

simplemente a la existencia de una gran brecha en términos de costes, originada por las

enormes diferencias entre las dotaciones relativas de unos países respecto de otros. De

acuerdo con la Teoría Pura del Comercio Internacional, precisamente de esas diferencias se

derivan los beneficios que pueden generar los intercambios entre diferentes economías

(Hoeckman y Kostecki, 2001: 449).

Si se asume esta perspectiva teórica, cualquier intento, por parte de los países más

desarrollados, de establecer exigencias globales en materia de derechos laborales podría

obstaculizar el adecuado aprovechamiento de las ventajas comparativas de las economías

pobres relativamente bien dotadas en trabajo. Lo acertado sería, desde esta óptica, respetar

las diferencias entre países en cuanto a estándares laborales se refiere y aprovecharlas para

obtener beneficios del comercio internacional.5 Podría asimismo entorpecer el aprovechamiento

4 Ver J. BAGWATI y V. DEHEJIA (1994): “Free trade and wages of the unskilled: is Marx striking again?”, en G. BORJAS y R.FREEMAN, (Edits.) Immigration and the work force, NEBR y Universidad de Chicago, Chicago. 5 Srinivassan muestra en dos estudios publicados en los años noventa (Srinivassan, 1996 y Srinivassan, 1998) que la existencia de distintos estándares laborales es consecuencia de las diferencias entre países en cuanto a dotaciones factoriales y niveles de renta, y que esa situación es compatible con el libre cambio. Si se alteran esas condiciones, introduciendo para ello estándares laborales de carácter global, sería necesario recurrir a mecanismos de ajuste a escala nacional (impuestos y subsidios) e internacional (en

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de las ventajas comparativas de las economías no desarrolladas cualquier medida, como la

cláusula social, que limitara sus exportaciones, con la excusa de que en su producción no se

han garantizado determinados derechos a sus trabajadores. A juicio de quienes defienden este

punto de vista, el mal funcionamiento de los mercados laborales de las economías más pobres

obedecería a la existencia de fallos en dichos mercados. De acuerdo con la Teoría Pura del

Comercio Internacional, no es razonable utilizar la política comercial para hacer frente a ese

tipo de fallos, ya que puede demostrarse que es más eficiente combatirlos con medidas

específicamente destinadas a ese fin, manteniendo al mismo tiempo una política comercial

librecambista (Bhagwati, 1998).6 Alejarse de ese tipo de política, mediante el uso de cláusulas

sociales, ocultaría la pretensión de las economías más ricas de proteger sus mercados,

utilizando como justificación una pretendida defensa de los derechos de los trabajadores de los

países más pobres.7

Algunos autores vinculan la utilización de esa justificación proteccionista con el intento,

por parte de los países más ricos, de encontrar nuevos argumentos para limitar el acceso a sus

mercados. La defensa de los derechos laborales en los países pobres a través de una cláusula

social sería, desde esta perspectiva, una nueva coartada para dificultar la entrada a esos

mercados, a espaldas de lo que indican las ventajas comparativas, y en el marco de una

estrategia destinada a mantener la protección, a la que algunos autores denominan

“proteccionismo constante”. (Bhagwati, 1998).8

Conviene señalar, por último, que dadas las circunstancias de esos países,

especialmente el carácter dual de su sistema productivo, podría ocurrir incluso que, en contra

de lo que constituye el objetivo formal de la cláusula social, ésta podría perjudicar, en la

práctica, a sus trabajadores. Las actividades vinculadas con los mercados internacionales

forman parte, por lo general, del sector moderno de esos países, en el que los estándares

laborales, aunque se mantienen en niveles bajos, son superiores a los que prevalecen en el

sector tradicional, en el que tienen un peso muy importante las actividades de carácter informal

y apenas se respetan los derechos más elementales de los trabajadores. Si, cumpliendo con lo

establecido por una cláusula social, se le exige al sector exportador de un país subdesarrollado

incrementar sus estándares laborales o, incluso, se le llega a sancionar por incumplirlos, sus

empleados podrían ser expulsados al sector tradicional, lo que les llevaría a aceptar unas

forma de transferencias). En la misma línea, Brown, Deardorff y Stern ponen de manifiesto que, en principio, tendría mejores consecuencias sobre el bienestar exigir que cada país corrigiera las deficiencias de su mercado de trabajo que fijar estándares laborales universales (Brown, Deardorff y Stern, 1996). enfrentaría al problema que supone la existencia de fallos de mercados distintos, según los países (Stern, 2000). 6 En un libro reciente sobre comercio internacional, publicado en español, puede encontrarse una interesante reflexión sobre este tipo de argumentos. (Steinberg, 2007). 7 Existen algunos trabajos empíricos que respaldan esta sospecha. El más conocido de todos ellos es un estudio publicado por el Banco Mundial, en el que se analiza el proceso de aprobación de una normativa en contra del trabajo infantil en Estados Unidos en 1995. (Krueger, 1997a). 8 (Steinberg, 2007: 145).

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condiciones de trabajo más precarias de las que partían (Steinberg, 2007: 154 y Stern y Terrell,

2003).

1.4. Los nuevos argumentos teóricos esgrimidos por los países desarrollados.

Aunque continúan publicándose numerosos estudios sobre las consecuencias de la

existencia de estándares laborales diferentes a escala mundial, puede afirmarse, en general,

que éstos son en la actualidad menos frecuentes que en la década de los ochenta y la primera

mitad de la década de los noventa del siglo pasado. Posiblemente este declive guarda relación

con el hecho de que los mercados de las economías más ricas no han vuelto a experimentar

un deterioro tan importante como el que sufrieron en aquella época, lo que justificaría un menor

interés por el impacto negativo que podría tener sobre ellos la falta de respeto de derechos

laborales fundamentales en otros países.

Al menor interés se le une una variación en el planteamiento de los estudios que se llevan a

cabo. Destaca, sobre todo, la existencia de nuevas inquietudes en relación con las

consecuencias del dumping social, como es la posibilidad de que ejerza una influencia

perjudicial sobre los propios países que recurren a él o que su efecto se refuerce a través de

las inversiones directas destinadas a los países subdesarrollados.

Por lo que concierne al eventual efecto negativo del dumping social sobre los países que lo

utilizan puede reseñarse que en numerosos trabajos recientes se reflexiona en torno al error

que supone apostar por estrategias de desarrollo basadas en unas exportaciones muy

vigorosas, cuyo atractivo reside en una gran competitividad, fundamentada en unos costes

salariales extraordinariamente bajos. Las circunstancias que permiten garantizar el

mantenimiento de esos costes pueden constituir una ventaja a corto plazo, pero, de acuerdo

con esos estudios, no resultarían útiles para sustentar una estrategia viable a largo plazo

(Doumbia-Henry y Gravel, 2006, Elliot y Freeman, 2003, Freeman, 2003 y Polaski, 2003).

La mayor parte de los estudios de ese tipo se centran en los derechos que la OIT

considera fundamentales, cuyo respeto podría suponer un incremento inmediato de los costes

de producción, pero que, con el paso del tiempo, favorecería el desarrollo de los países que

garantizaran su cumplimiento.9 Teóricamente, esto es lo que podría suceder, por ejemplo, con

9 Aunque sería la situación ideal, no parece razonable reclamar que los trabajadores de las economías

más pobres disfruten exactamente de los mismos derechos que los de las economías más avanzadas. Dadas las enormes diferencias entre éstas y las menos desarrolladas, carecería de sentido establecer requisitos equivalentes en materia de seguridad laboral o reclamar que el salario mínimo fuera el mismo, por citar sólo dos ejemplos (Lobejón, 2001: 119). Partiendo de esta constatación, durante muchos años se han aportado argumentos a favor y en contra de la universalización de unos derechos laborales respecto de otros, sin llegar a conclusiones claras. La Organización Internacional del Trabajo zanjó en buena medida ese debate en 1998, con la aprobación de la Declaración sobre los Principios Fundamentales y Derechos en el Trabajo, en la que se consagran los cuatro derechos laborales que, de acuerdo con esta Organización, han de respetarse en todo el mundo: la eliminación del trabajo forzado, la ausencia de

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las medidas destinadas a erradicar la discriminación, ya que, en la medida en que ésta se

reduzca, aumentaría con el paso del tiempo la oferta de trabajo potencialmente productiva del

país que las aplica, con las consiguientes ventajas para éste (Elliot y Freeman, 2003:17 y

Polaski, 2003:21). Desde un punto de vista teórico también resultaría positiva a largo plazo la

eliminación del trabajo infantil, toda vez que evitaría la distorsión que supone la asignación de

recursos a sectores ineficientes. La eliminación de esta lacra podría conducir, además, a un

incremento de la productividad, gracias al aumento del nivel de educación de la población.

El empleo de mano de obra forzada constituye asimismo, desde un punto de vista

teórico, un obstáculo para el desarrollo, dado que, al igual que el empleo infantil, también

contribuye a que los recursos productivos se mantengan en actividades escasamente

eficientes. Como consecuencia de ello, eliminar el trabajo forzado podría tener asimismo

efectos positivos a largo plazo sobre el desarrollo de los países. No existen argumentos

teóricos tan claros en relación con el derecho a la sindicación y a la negociación colectiva (Elliot

y Freeman, 2003:18-21).

Como se ha señalado previamente, otro de los temas que es objeto de una mayor

atención en los estudios que se han publicado recientemente en relación con el dumping social

es la conexión que existe entre este fenómeno y las inversiones directas en el exterior (IDE)

que se dirigen hacia países con gran oferta de mano de obra y escaso nivel de desarrollo. Se

teme concretamente que esas inversiones se conviertan en una vía de salida del empleo

radicado en los países desarrollados, así como en un posible foco de dumping social.

La inquietud suscitada por las denominadas zonas económicas especiales refleja con gran

claridad la visión que existe respecto de esas inversiones en las economías más avanzadas.

Esas zonas constituyen un destino prioritario para la IDE que llega a los países no

desarrollados, entre otras razones, por las condiciones particularmente favorables que se

ofrecen para fomentar la instalación de filiales de empresas multinacionales, entre ellas, una

aplicación muy laxa de la normativa laboral. En algunos países, como Bangladesh, Malasia,

Pakistán y Panamá se anuncia explícitamente a los potenciales inversores que en sus zonas

económicas especiales no se aplica una parte de la normativa laboral que sí se exige en el

resto de su territorio.10

El vínculo que existe entre estas prácticas y el dumping social se establece a través de la

orientación de las filiales que se instalan en ellas. Por lo general, la parte esencial de su

producción se destina a la exportación, por lo que los incentivos a la IDE que se ofrecen

discriminación en el empleo, la abolición del trabajo infantil y la libertad de asociación y de negociación colectiva. (Doumbia-Henry y Gravel, 2006:209-210 y Fernández Scrimieri, 2000: 71). 10 La regulación más afectada por las disposiciones excepcionales que regulan el funcionamiento de esas zonas es concretamente la que garantiza el ejercicio de la libertad sindical (Elliot y Freeman, 2003: 135).

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provocan distorsiones el comercio internacional y pueden generar una dinámica de

competencia desleal. (Elliot y Freeman, 2003: 74).11

2. La utilización de cláusulas sociales al margen de la OMC.

La postura de algunos países desarrollados a favor de la aplicación de una cláusula

social se ha traducido en reiteradas reclamaciones para conseguir que el GATT o, más tarde,

la OMC, autorizaran su utilización. No ha sido, sin embargo, su única apuesta a favor de esa

cláusula, ya que, además, la han incluido en algunas vertientes de su política comercial. Desde

la perspectiva de la Organización Mundial de Comercio este fenómeno resulta preocupante, al

menos, desde dos puntos de vista:

- Por un lado, debilita la posición de dicha Organización, ya que ésta no ha

autorizado el empleo de dicha cláusula y, sin embargo, algunos de sus miembros

recurren, de hecho, a ella.

- Por otra parte, el uso de ésta en relaciones bilaterales o, como máximo, entre

grupos reducidos de países, puede conllevar una gran discrecionalidad y una

elevada dependencia de los intereses de las economías más poderosas. Este

peligro sería menor si la cláusula se emplease en un marco multilateral en el que

participen simultáneamente muchos países, como es precisamente el que

promueve la OMC.

No en todos los ámbitos de la política comercial de las economías más ricas se tienen

en cuenta los estándares laborales de los países con los que se llevan a cabo intercambios.

Aquéllos en los que más influyen dichos estándares son concretamente los sistemas de

preferencias, los mecanismos de integración y los acuerdos comerciales bilaterales y

regionales.12

2.1. Las cláusulas sociales en los mecanismos de preferencias. 11 En los países desarrollados existe una visión muy crítica respecto de esos incentivos, ya que, a los efectos negativos que generan, se le une el hecho de que no está probada su eficacia a la hora de captar inversiones directas. Conviene tener en cuenta que, dentro del conjunto de la IDE, sigue predominando claramente la que se destina a economías más ricas, en las que la normativa laboral es mucho más estricta que en las más pobres. Por otra parte, existen numerosos estudios que cuestionan el interés de las multinacionales por instalarse en países subdesarrollados en los que no se respeten los derechos laborales fundamentales (Brown, Deardorff y Stern, 2002). De hecho, el bajo nivel de cumplimiento de éstos podría constituir, de hecho, un obstáculo, y no un incentivo para la IDE (OCDE, 2002; Rodrik, 1996 y Stern y Terrell, 2003: 7). 12 Se emplean, en cualquier caso, cláusulas sociales en otros ámbitos de la política comercial. En Estados Unidos, por ejemplo, se establecen cláusulas de este tipo en normativas como la Ley Ómnibus de 1988 o la Ley de Desarrollo y Financiación de 1989 (Lim, 1998).

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La utilización de criterios relacionados con las condiciones laborales en los sistemas de

preferencias puede considerarse una de las primeras manifestaciones del uso de una cláusula

social por parte de algunos países desarrollados. El país pionero en el empleo de dicha

cláusula fue Estados Unidos, que la incorporó a su Sistema Generalizado de Preferencias

(SGP) en 1984 y la ha incluido, además, en otros mecanismos de concesión de preferencias,

entre los que destacan la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, de 1981, las Preferencias Andinas,

de 1991, y la Iniciativa para el Crecimiento y la Oportunidad de África, de 2000.13

La utilización de una cláusula social en el marco de esas iniciativas, y en particular, en el

Sistema Generalizado de Preferencias de Estados Unidos, no ha estado exenta de críticas. La

más difundida es la que denuncia la discrecionalidad con la que se aplican las sanciones

comerciales, en función de criterios políticos. Numerosos observadores han resaltado los

indicios que parecen revelar la utilización de un doble rasero por parte de las autoridades

norteamericanas, que decidieron mantener las preferencias a países próximos ideológicamente

como Corea del Sur, Filipinas, Guatemala, Haití, Surinam o Zaire, por considerar que estaban

registrando avances en materia de derechos laborales. En sentido contrario, se les retiraron las

ventajas a otros países menos afines como Siria, Liberia o Nicaragua (Maskus, 1999: 63 y Lim,

1998).

Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, desde 1995 la Unión Europea también

condiciona los beneficios de Sistema Generalizado de Preferencias al respeto de determinados

derechos laborales, amenazando con la suspensión temporal de las ventajas arancelarias si no

se cumplen unos estándares mínimos.14 Es interesante destacar que en los últimos regímenes

especiales de dicho Sistema se ofrece también la posibilidad de obtener ventajas adicionales

siempre que se demuestre que se asumen una serie de compromisos, entre los que se

encuentra el cumplimiento de determinadas convenciones de la OIT.15 Prácticamente todos los

analistas coinciden en señalar que esta decisión constituye una alternativa interesante respecto

de lo que implica la utilización convencional de una cláusula social, ya que el carácter represivo

13 Con mucha frecuencia, estos mecanismos se designan utilizando sus acrónimos en inglés: CBI o CBERA (Caribbean Basin Iniciative o Caribbean Basin Economic Recovery Act), ATP (Andean Trade Preference Act) y AGOA (African Growth Opportunity Act). 14 Se establecen asimismo condiciones análogas en el Acuerdo de Cotonú, que rige sus relaciones comerciales de la UE con los países ACP (África, el Caribe y el Pacífico) desde el año 2000. (Doumbia-Henry y Gravel, 2006: 213 y Polaski, 2003:13). 15 El nuevo régimen especial del SGP de la Unión Europea, vigente desde el 1 de enero de 2006 a 31 de diciembre de 2008 (SGP Plus), ofrece ventajas extraordinarias a los países beneficiarios que cumplan determinados requisitos en materia de derechos humanos, derechos laborales, conservación del medio ambiente y prácticas de buen gobierno. En lo que concierne a derechos laborales se establecen concretamente reducciones de los aranceles que pueden oscilar entre el 53% y 66% para productos agrícolas y entre el 53% y el 100% para productos industriales si los países beneficiarios respetan los aspectos fundamentales de lo que se recoge en los Convenios 87 y 98 de la OIT sobre derecho a la sindicación y a la negociación colectiva y el Convenio 138 sobre trabajo infantil (Doumbia-Henry y Gravel, 2006:212 y Minondo, 2000, 37).

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de ésta se sustituye por el incentivo que conlleva la aplicación de una política comercial más

generosa, en este caso, un acceso más fácil a los mercados de la UE.16

2.2. Cláusulas sociales y mecanismos de integración.

Por lo general, las condiciones laborales de los países que firman un acuerdo de

integración comercial no son tan dispares como las que se dan entre un país donante de

preferencias y los beneficiarios de éstas. Por esta razón no es tan frecuente encontrar

cláusulas sociales en los acuerdos de ese tipo. Existen, con todo, algunas experiencias

relevantes, especialmente en el continente americano. El antecedente más conocido es el

compromiso, adoptado en los años setenta, de garantizar unas condiciones laborales mínimas

en el marco del Mercado Común del Caribe (CARICOM). El ejemplo más destacado es, a su

vez, el Acuerdo Norteamericano de Cooperación Laboral, anejo al Acuerdo de Libre Cambio

Norteamericano.17

Estos dos últimos acuerdos entraron en vigor en 1994, con ocasión de la ampliación a

México de la zona de libre cambio que funcionaba hasta entonces únicamente entre Canadá y

Estados Unidos. El primero de ellos surgió por iniciativa de las autoridades de este último país,

temerosas de que su mano de obra sin cualificar se viera perjudicada por un incremento

incontrolado de las importaciones de productos intensivos en trabajo procedentes de México.

Desde la perspectiva de los sindicatos de Estados Unidos, que fueron los agentes más

preocupados por esa posibilidad y los que ejercieron una mayor presión para llegar a ese

acuerdo, la aplicación de éste es “lenta y compleja” y su funcionamiento puede calificarse, en

términos generales, de “decepcionante” (Lim, 1998: 8). A pesar de ello, su trascendencia no es,

en absoluto, desdeñable, ya que el acuerdo en cuestión se ha utilizado como modelo para la

redacción de algunos tratados comerciales bilaterales suscritos por Estados Unidos a partir de

entonces, e incluso se ha presentado como ejemplo de las iniciativas que podrían adoptarse en

el futuro en el seno de la OMC para combatir el dumping social (Elliot y Freeman, 2003: 86 y

Stern, 2000: 13).

Desde una perspectiva mucho más modesta y con un alcance mucho menor, los

países miembros del Mercado Común del Cono Sur (MERCOSUR) firmaron en 1998 la

Declaración Sociolaboral del Mercado Común del Cono Sur. Este documento se distancia del

Acuerdo Norteamericano de Cooperación Laboral por el hecho de que su objetivo básico no es

evitar las consecuencias indeseadas de la existencia de estándares laborales distintos,

consistentes con niveles de desarrollo muy diferentes. Su propósito esencial es más bien

consolidar y reforzar los logros alcanzados por los países de MERCOSUR en el ámbito de los

16 Este tipo de incentivos evita, además, que la defensa de los derechos laborales en otros países pueda utilizarse con fines proteccionistas. Ese riesgo no puede descartarse con la cláusula social (Caire, 1996: 817). 17 Estos acuerdos suelen conocerse por sus siglas en inglés (NAALC y NAFTA, respectivamente).

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derechos del trabajo. Otra diferencia importante respecto de la iniciativa adoptada por Canadá,

Estados Unidos y México radica en que ésta no sigue las pautas establecidas por la OIT,

mientras que la Declaración Sociolaboral del Mercado Común del Cono Sur se apoya

directamente en la labor desarrollada por esta organización, adoptando explícitamente como

referencia la Declaración sobre los Principios Fundamentales y los Derechos en el Trabajo, de

1998 (Doumbia-Henry y Gravel, 2006, 214).

2.3. Las cláusulas sociales en los tratados comerciales.

La utilización de cláusulas sociales en acuerdos comerciales es un fenómeno bastante

reciente, que tiene, de nuevo, como principal exponente a los Estados Unidos.18 Este país ha

recurrido con profusión a ese tipo de cláusulas en los tratados comerciales que ha firmado en

los últimos años, sobre todo, en los que regulan sus relaciones con el resto de economías del

continente. Se trata de acuerdos de libre cambio con los que Estados Unidos ha intentado

compensar el fracaso que ha supuesto el incumplimiento del objetivo esencial de la Iniciativa

de las Américas, es decir, el funcionamiento de una zona de libre cambio desde Alaska hasta

Tierra de Fuego en 2005.

En gran parte de esos acuerdos el país con unos estándares laborales más altos

(Estados Unidos) impone condiciones a aquéllos que no garantizan esos mismos estándares a

sus trabajadores. En un primer momento esas condiciones eran muy similares a las que

establecía el Acuerdo Norteamericano de Cooperación Laboral para los intercambios con

México. Sin embargo, conforme han pasado los años, se han introducido algunos cambios

significativos respecto de ese patrón de referencia. Puede destacarse, por ejemplo, que

algunos tratados recientes no recogen las disposiciones relacionadas con los derechos de los

trabajadores laborales en un documento anexo, sino que las incluyen en el propio acuerdo

comercial. Se trata de una innovación que, en principio, podría interpretarse como un síntoma

de que los nuevos tratados conceden mayor importancia a la lucha contra el dumping social.

Prevalece, sin embargo, entre los especialistas la idea de que las cláusulas sociales

introducidas en esos acuerdos comerciales siguen teniendo, en la práctica una eficacia muy

limitada (Doumbia-Henry y Gravel, 2006, Elliot, 2004:6 y Elliot y Freeman, 2003). Esta

apreciación se basa fundamentalmente en tres argumentos:

1. Sólo se prevén sanciones en caso de incumplimiento de la normativa laboral del país

de origen de las exportaciones, independientemente de si ésta se ajusta o no a los

estándares más aceptados internacionalmente.19

18 En algunos tratados comerciales que han firmado en los últimos años la Unión Europea y Canadá se han incluido también cláusulas sociales (Doumbia-Henry y Gravel, 2006, 212-213). 19 Esta forma de utilizar una cláusula social podría generar incentivos perversos, ya que un país con una normativa laboral muy laxa, que no contemple siquiera el respeto de los derechos laborales más elementales, tendría menos posibilidades de ser sancionado (Elliot, 2004: 6)

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2. El procedimiento coercitivo que se aplica cuando se constata una vulneración de esa

normativa es, por lo general, menos estricto que el utilizado en caso de incumplimiento

de las disposiciones estrictamente comerciales.

3. Las cláusulas sociales recogidas en esos acuerdos normalmente no se ajustan a la

normativa de la Organización del Trabajo ni prevén la puesta en marcha de

mecanismos de supervisión como los que funcionan en el marco de esa organización.

3. Las alternativas a la cláusula social.

La cláusula social es la propuesta que se maneja con más frecuencia para combatir el

dumping social y, al mismo tiempo, la más criticada.20 Como consecuencia de ello, algunos

sectores preocupados por el dumping social abogan por la adopción de medidas alternativas a

la cláusula social, basadas en su mayor parte en una figura a la que se presta cada vez más

atención: el consumidor responsable. En términos generales, éste sería un agente económico

que, en el momento de adquirir un producto, no sólo valora las cualidades físicas de éste, sino

que tiene en cuenta, además, las condiciones en las que éste ha sido elaborado. Desde la

perspectiva de la Teoría de la Demanda de Características, desarrollada por Lancaster, podría

decirse que dichas condiciones se convierten para este consumidor en un rasgo relevante de

los bienes y servicios que se plantea adquirir, por el que estaría dispuesto a pagar un precio

(Elliot y Freeman, 2003: 29).

Existen diferentes posibilidades a la hora de satisfacer ese tipo de demanda, cada vez más

patente y más extendida en las economías más ricas. Las opciones más utilizadas y más

estudiadas son, hasta el momento, el etiquetado social, la adopción de códigos de conducta y

el establecimiento de redes de comercio justo.21

3.1. El etiquetado social.

20 Además de las razones expuestas en el primer apartado en contra de la utilización de cláusulas sociales, como las que destacan su ineficiencia o la limitación que supone para el aprovechamiento de las ventajas comparativas de las economías más pobres, habría que señalar, por ejemplo, su reducido radio de acción. Conviene recordar en este sentido que, por su propia concepción, la cláusula social persigue el respeto de los derechos laborales básicos, pero no se ocupa de la defensa del resto de derechos humanos. De hecho, ni siquiera defiende los derechos laborales de todos los trabajadores de la economía a la que se aplica, sino solamente los derechos de los trabajadores vinculados con las ramas orientadas a la exportación. Esta última limitación afecta también al etiquetado social (Ver infra). 21 Existen otras posibilidades. Unas son meramente teóricas, como las propuestas que se han realizado para poner en marcha mecanismos de financiación y de asistencia para ayudar a los países subdesarrollados que se comprometan a mejorar la situación de sus trabajadores (Caire, 1986:816). Otras iniciativas ya se han puesto en práctica, como sucede con los convenios marco mundiales. Diferentes agrupaciones de sindicatos ya han firmado documentos de este tipo desde 1985 con importantes empresas multinacionales como Carrefour, Danone, IKEA o Telefónica (Herrera, 2003).

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Uno de los problemas más importantes a los que se enfrenta el consumidor responsable es

la falta de información sobre el contexto laboral en que ha sido producido cada bien o cada

servicio. El etiquetado social proporciona una respuesta directa a ese requerimiento, por lo que

constituye un instrumento sencillo y de gran utilidad (Stern y Terrell, 2003:10). Frente a esa

importante ventaja, algunos autores aducen que se trata de una alternativa que presenta varias

limitaciones importantes. Entre ellas destacan las siguientes:

- El etiquetado social, al igual que sucede con la cláusula social, no promueve el

respeto de los derechos laborales en general, sino únicamente los de los

trabajadores vinculados con actividades destinadas a la exportación.

- Las etiquetas sociales pueden contribuir a que el mercado se segmente, dando

lugar a una división no deseada entre una gama de bienes y servicios

relativamente caros – sólo accesible a los consumidores de mayor poder

adquisitivo -, en cuya producción se habrían respetado los derechos de los

trabajadores, y, frente a éstos, una mayoría de productos mucho más baratos,

fabricados en unas condiciones laborales mucho más duras.

- Existe, además, la posibilidad de que surja un número excesivo de etiquetas

sociales, lo que podría acabar desencadenando una dinámica de competencia,

provocando la consiguiente confusión entre los consumidores (Herrera, 2003).

En relación con este último problema, conviene advertir que, en la actualidad, las etiquetas

sociales no son tantas ni tan similares como para que se establezca una dinámica de

competencia entre ellas. Las que existen son escasas y su perfil difiere sustancialmente entre

sí. Por lo general, cada una de ellas está relacionada con el cumplimiento de un derecho de los

trabajadores en un ámbito concreto. Pueden citarse como ejemplos la Union Label, que trata

de ofrecer información sobre el derecho a la sindicación de los trabajadores, o la etiqueta,

RugMark que intenta orientar al consumidor de alfombras, garantizando que no se ha

empleado mano de obra infantil en su confección.22

3.2. Los códigos de conducta y la responsabilidad social corporativa.

Las empresas de los países desarrollados no son ajenas al mantenimiento de

condiciones de trabajo muy precarias en las economías más pobres, ya que se aprovechan de

22 No se han considerado etiquetas sociales aquéllas que no sólo ofrecen información sobre el respeto de los derechos laborales, sino que garantizan, además, el cumplimiento de otros requisitos (en la línea de lo que establecen los criterios del comercio justo). El ejemplo más representativo de éstas es el sello FLO, concedido por la Fairtrade Labelling Organisation. (Ver infra).

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dichas condiciones para reducir los costes de los productos que fabrican en esas economías.

Llegan incluso en ocasiones a promover la existencia de estándares laborales bajos,

amenazando a las autoridades de los países en que están instalados con el traslado de la

producción a otros lugares con normativas laborales más flexibles y menos respetadas.

Conocedores de esta situación, y conscientes de las dificultades que existen para

propiciar un cambio de actitud de los gobiernos y de las instituciones internacionales, los

consumidores responsables presionan cada vez más sobre las empresas, con el fin de que

éstas contribuyan a elevar el nivel de respeto de los derechos de los trabajadores en todo el

mundo. Durante los años noventa esas presiones se han incrementado significativamente, lo

que ha dado sus frutos en forma de códigos de conducta.

Respecto de las etiquetas sociales, los códigos de conducta ofrecen la ventaja de que

persiguen el cumplimiento de los derechos laborales básicos en todas las actividades de las

empresas, y no solamente en los aspectos relacionados directamente con la fabricación de un

producto concreto. Se trata, además, de un instrumento particularmente adaptado a la

evolución reciente de las firmas, ya que es cada vez más habitual que operen simultáneamente

en muchos países, lo que les lleva a desenvolverse en un contexto muy heterogéneo en

materia de derechos laborales y, por tanto, más proclive al dumping social. (Locke et al,

2007:23).

Desde la perspectiva de las propias empresas también es un instrumento atractivo.

Conviene tener presente que un código de conducta no sólo surge de una preocupación ética,

sino que tiene, sobre todo, una justificación económica. Como señalan Elliot y Freeman, en un

mercado con una demanda importante de productos fabricados en mejores condiciones

laborales, la oferta de éstos no se basa tanto en planteamientos morales como en una decisión

empresarial racional. Desde este último punto de vista, las empresas desarrollarían códigos de

conducta para aprovechar la diferencia que puede generarse entre el aumento de la demanda

a la que esos códigos darían lugar y el incremento de los costes que conlleva su puesta en

práctica. (Elliot y Freeman, 2003: 28).

Al contrario de lo que sucede con las normativas laborales, que son públicas y tienen

un carácter coercitivo, los códigos de conducta, por lo general, son privados y surgen de la

voluntariedad. Estas dos características explican que las empresas de un mismo país tengan

códigos que pueden diferir mucho entre sí, lo que puede conducir a contexto heterogéneo y

poco transparente, y que el cumplimiento de dichos códigos resulte muy difícil de asegurar, lo

que compromete su eficacia real.

Los problemas a los que puede dar lugar la falta de homogeneidad de los códigos

podrían evitarse si éstos se ajustaran a unas pautas uniformes. Por el momento éstas no

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existen, aunque desde los años setenta se ha trabajado en la elaboración de patrones de

referencia comunes a escala internacional. Esos patrones han surgido de diferentes iniciativas,

lo que obstaculiza la consolidación de un único modelo. Para que éste pudiera ver la luz

deberían converger las propuestas que han llevado a cabo, entre otras, la OCDE (las

Directrices para empresas multinacionales), la OIT (la Declaración tripartita de principios sobre

empresas multinacionales y política social y el Forum de empresas) y la Organización de

Naciones Unidas (las Normas de Naciones Unidas sobre la responsabilidad de las

corporaciones transnacionales y otras empresas en relación con los derechos humanos).

Los análisis que se han realizado sobre algunos de estos mecanismos no son

positivos. Sirva como ejemplo la evaluación realizada por “OECD Watch”23 sobre las Directrices

para empresas multinacionales de la OCDE: “Las Directrices son simplemente inadecuadas y

deficientes como un mecanismo global para mejorar las operaciones de las empresas

multinacionales”. El simple enunciado de los apartados principales del capítulo correspondiente

a los “Obstáculos en la implementación efectiva” ilustra con claridad la escasa efectividad de

este tipo de actuaciones. Se hace referencia al trato desigual e injusto a las ONGs, a la falta de

capacidad para investigar o determinar los hechos, a declaraciones no decisivas o débiles por

parte de los Puntos Nacionales de Contacto24, y a la falta de voluntad para evaluar y reconocer

presuntas violaciones de las Directrices. (OECD WATCH, 2005).

La alternativa no puede ser más concluyente. Sin la amenaza de sanciones efectivas

no existirán estímulos para que las empresas acomoden sus operaciones a las Directrices. Los

gobiernos deben establecer estándares internacionales vinculantes en materia social y marcos

formativos de responsabilidad corporativa legalmente obligatorios.

En el mismo sentido se ha expresado recientemente un grupo numeroso de ONGs.25

Después de pedir al Representante Especial del Secretario General de la ONU que en el resto

de su mandato ayude, entre otras cosas, a “evaluar las limitaciones intrínsecas de las

iniciativas voluntarias a fin de evitar expectativas excesivas sobre su efectividad”, se

pronuncian a favor de aprobar estándares intergubernamentales vinculantes en esta materia.

(VV.AA., 2007).

23 OECD Watch fue establecida el 20 de mayo de 2003 en los Países Bajos con participación de diversas organizaciones no gubernamentales con la intención explícita de revisar el cumplimiento de las Directrices para empresas multinacionales de la OCDE. La evaluación, realizada en el año 2005, tenía por título “Cinco años después. Una revisión de las Directrices de la OCDE y los Puntos Nacionales de Contacto. La cita es de la página 4 del documento. 24 Los Puntos Nacionales de Contacto son funcionarios u oficinas gubernamentales establecidos con el fin de promover la adhesión de las empresas multinacionales a las Directrices de la OCDE. A su vez, los PNCs deben evaluar reclamaciones contra empresas (oficialmente denominados “instancias específicas”), mediar en la resolución de los conflictos y formular recomendaciones. 25 Carta abierta a John Ruggie, Representante Especial del Secretario General de la ONU sobre los Derechos Humanos y las Empresas, de 25 de octubre de 2007, firmada por 215 ONGs con amplia representación de países del Sur y a la que se han adherido personas significativas de diversos países.

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Las dudas sobre la aplicación real de los códigos de conducta explican la tendencia de

las empresas a recurrir a la evaluación de los resultados prácticos de dichos códigos. La opción

más fiable pasa por prescindir de una fiscalización interna y asumir la intervención de un

agente independiente que supervise el cumplimiento del código en cuestión. Éste agente suele

ser, o bien una firma de auditoría o bien una ONG especializada en desarrollar ese cometido.

Su labor no constituye una garantía total de que se cumplirá el código de conducta, pero

siempre aporta cierta seguridad, sobre todo si se siguen determinados estándares que se han

desarrollado en el transcurso de los últimos años.26

Los códigos de conducta, en buena medida gracias al refuerzo que suponen el

desarrollo de patrones internacionales y a la evaluación de su eficacia, han contribuido

significativamente a la mejora de la imagen de las empresas que los han adoptado, aunque ya

hemos señalado sus limitaciones. Como consecuencia de ello, el desarrollo de dichos códigos

es cada vez mayor y se ha incrementado, además, la gama de medidas cuyo propósito es

también, en última instancia, mejorar el perfil ético de las empresas.

Un número cada vez mayor de firmas no emplea ese tipo de medidas de forma aislada,

sino que las integra en lo que se ha dado en llamar política de responsabilidad social

corporativa o de responsabilidad social de la empresa (RSE). Ya no se trata, como en el caso

de los códigos de conducta, de velar solamente por los derechos de los trabajadores de las

empresas del grupo y de las firmas con las que se establecen relaciones basadas en la

subcontratación. La responsabilidad social de las empresas exige que éstas apliquen criterios

éticos en sus relaciones con todos los grupos de interés (stakeholders) afectados por sus

decisiones: empleados, clientes, propietarios o accionistas y sociedad. Al actuar de este modo,

la firma que desarrolla su RSE trata de alcanzar un mayor grado de legitimidad social, pero, al

igual que sucede con los códigos de conducta, no pierde de vista sus motivaciones

económicas. Debe aceptarse, en este sentido, que “la responsabilidad social corporativa no es

una opción adicional ni un acto de filantropía. Una empresa socialmente responsable es

aquella que lleva adelante su negocio de forma rentable, teniendo en cuenta todos los efectos

ambientales, sociales y económicos –positivos y negativos- que genera en la sociedad”.27

26 Se produce, por tanto, un fenómeno curioso, ya que los códigos se van encadenando: al código de conducta que crea una empresa se le une el código que avala, a su vez, la actuación del agente encargado de fiscalizar el primero de ellos. Podría incluso pensarse en nuevos códigos de conducta a los que se ajustarían los organismos encargados de supervisar la labor de esos agentes fiscalizadores… y así sucesivamente. En cuanto a dichos organismos, los más importantes son, en la actualidad, la Fair Labor Association (FLA), la red Woldwhile Responsible Apparel Production (WRAP) y la Social Accountability International (Elliot y Freeman, 2003: 59) 27 Concepto de responsabilidad social corporativa según la organización sin ánimo de lucro Corporate Social Responsability (CSR Europe), que promueve la RSE de las empresas.

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3.3. El comercio justo.

El comercio justo es posiblemente la alternativa más ambiciosa frente a los problemas

provocados en el comercio internacional por la falta de respeto de determinados derechos

laborales. Esa ambición no se manifiesta en su volumen (extraordinariamente modesto en

relación al comercio convencional), sino en su planteamiento.28 Esta idea queda claramente

reflejada en la definición consensuada en 2001 por las principales organizaciones vinculadas

con el comercio justo. Según éstas “El comercio justo es una asociación de comercio que

busca una mayor equidad en el comercio internacional. Contribuye a un desarrollo sostenible

ofreciendo mejores condiciones comerciales y asegurando los derechos de productores y

trabajadores marginados, especialmente en el Sur. Las organizaciones de comercio justo,

apoyadas por los consumidores, están implicadas activamente en apoyar a los productores,

sensibilizar y desarrollar campañas para conseguir cambios en las reglas y prácticas del

comercio internacional convencional”.29

Como se desprende de la definición, el comercio justo trata de evitar el dumping social,

pero sus objetivos van más allá. Esta conclusión se confirma al contemplar los criterios que

rigen el funcionamiento de ese comercio. De acuerdo con la Coordinadora Estatal de Comercio

Justo, esos criterios son:

1. Salarios y condiciones de trabajo dignos.

2. Relación comercial a largo plazo.

3. Los productores destinan parte de sus beneficios a las necesidades básicas de sus

comunidades.

4. Ausencia de explotación laboral infantil.

5. Igualdad entre hombres y mujeres.

6. Funcionamiento participativo.

7. Respeto del medio ambiente.

8. Productos de calidad.30

Al contrario de lo que sucede con la cláusula social, el comercio justo impediría la

utilización del dumping social como excusa para proteger los mercados de las economías más

ricas. De hecho, ese tipo de comercio surgió en un contexto histórico en el que imperaban

precisamente las reivindicaciones de los países pobres a favor de estrategias de desarrollo

28 A pesar de que se trata de un fenómeno muy dinámico, con tasas de crecimiento anual superiores al 10% en los últimos años, el montante que alcanza el comercio justo es muy discreto en relación con las cifras que se manejan en el comercio internacional. A modo de referencia, la facturación total estimada en Europa de productos de comercio justo fue de 660 millones de euros en 2004, según las cifras ofrecidas en Krier, 2005. 29 Definición ofrecida por FINE, siglas que corresponden a las principales organizaciones internacionales relacionadas con el comercio justo: FLO, IFAT, NEWS y EFTA. 30 Coordinadora Estatal de Comercio Justo: http://www.e-comerciojusto.org/es/elcomerciojusto.html.

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basadas en un mejor acceso a esos mercados, y no en la captación de un mayor volumen de

ayuda del exterior (trade not aid).31 Inicialmente, ese objetivo se intentó alcanzar a través de la

acción individual de algunas entidades de caridad que importaban directamente algunos

productos procedentes de economías muy pobres y los vendían en tiendas solidarias. La

primera de ellas se abrió en 1969 en la localidad holandesa de Breukelen.

Desde la aparición de la figura de las tiendas solidarias o tiendas del mundo (worldshops)

el comercio justo no ha dejado de crecer, extendiéndose prácticamente a todos los países ricos

y abarcando una gama cada vez más amplia de productos. Se ha convertido, además, en un

fenómeno mucho más complejo desde una perspectiva institucional y más variado en lo que se

refiere a formas de llegar al consumidor responsable. Como consecuencia de todo ello, su

imagen actual difiere significativamente de la que presentaba en sus primeras etapas,

planteando dudas y desafíos distintos de los que existían en el pasado.

Por lo que se refiere a la implantación geográfica, puede afirmarse que ésta se encuentra

muy relacionada con el nivel de desarrollo. Partiendo de las primeras experiencias en países

como Holanda y el Reino Unido, el comercio justo se ha difundido sin abandonar nunca esa

vinculación con el desarrollo, por lo que las economías más ricas son las que siguen

mostrándose más comprometidas con esta práctica, como se constata al analizar las cifras de

ventas de productos y, sobre todo, el consumo per cápita de éstos. Dentro de Europa,

destacan, en relación con el primer criterio, el Reino Unido, Suiza, Francia y Alemania, por ese

orden. Por lo que concierne al consumo per cápita, los que más sobresalen son los países

centroeuropeos; superan el consumo medio de productos de comercio justo del continente,

además del Reino Unido, Suiza, Luxemburgo, Dinamarca, Holanda, Austria y Bélgica. (Krier,

2005).

La oferta de productos era muy restringida en un primer momento. El artículo más

característico durante las primeras etapas fue, a gran distancia del resto, el café. En la

actualidad, existe una gran variedad de mercancías que son objeto de este tipo de comercio,

desde alimentos (aparte de café, cacao, té, azúcar, chocolate, zumo o plátanos, entre otros),

artesanía y muebles (bisutería, instrumentos musicales, muebles, objetos de decoración o

juguetes), productos textiles y de confección y artículos de papelería. Llama la atención la

presencia de bienes que habitualmente tienen importantes dificultades de acceso a los

mercados de los países desarrollados, lo que confirmaría que, frente a alternativas como la

cláusula social, el comercio justo estaría a salvo de las presiones proteccionistas que impiden a

los países más pobres aprovechar sus ventajas comparativas.

31 El acontecimiento más destacado de esa época fue la convocatoria de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) en 1962, a petición de un grupo de economías no desarrolladas, y su posterior transformación en un órgano permanente de la Organización de las Naciones Unidas en 1964. (Lobejón, 2001: 41).

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Volviendo a la diversificación del comercio justo por productos puede destacarse que

en los últimos años, coincidiendo con el proceso de terciarización que afecta al conjunto del

comercio internacional, se aprecia también una incipiente orientación del comercio justo hacia

los servicios. Las iniciativas que más destacan son las relacionadas concretamente con el

turismo responsable, con las que se intenta promover modelos de desarrollo turístico

sostenibles en los países más pobres, evitando eventuales impactos negativos de esas

actividades en su sociedad, su economía y su medio ambiente. Por lo que respecta

específicamente a la situación de los trabajadores, el turismo responsable intenta mejorar el

perfil que habitualmente presenta el sector en ese ámbito, caracterizado por la gran

importancia del empleo de carácter estacional, poco cualificado e inestable.32

Los cambios que han tenido lugar en la organización institucional del comercio justo han

alterado sustancialmente la conexión entre los productores de los países subdesarrollados y

los consumidores responsables de las economías más ricas. Se ha producido una evolución

muy importante desde que las instituciones de caridad hacían de único eslabón entre unos y

otros, lo que ha dado lugar a la aparición de una importante gama de agentes, en la que

destacan:

- Las asociaciones de productores.

- Las grandes importadoras y distribuidoras.

- Las organizaciones encargadas de la certificación.

- Las redes de tiendas de comercio justo.

Las asociaciones de productores –generalmente de naturaleza cooperativa- tratan de

evitar los problemas derivados del pequeño tamaño de los productores, como es la falta de

capacidad para aprovechar las economías de escala. El resto de instituciones tiene como

propósito fundamental mejorar el funcionamiento de la cadena que conduce desde esas

asociaciones de productores hasta el consumidor. A diferencia de los agentes que participan

en el comercio internacional, esas instituciones ejercen una labor de intermediación que no se

guía por el espíritu de lucro. A pesar de ello, los productos que son objeto de comercio justo

suelen tener un precio mayor que los artículos que se venden a través de los canales

habituales. La principal justificación de ese sobreprecio es la necesidad de garantizar que el 32 Este concepto encuentra respaldo en la labor desarrollada por la Organización Mundial del Turismo, y la Organización de las Naciones Unidas. La primera de esas instituciones aprobó un Código Ético Mundial para el Turismo en 1999. En el artículo 9 de este documento se hace referencia a los derechos de los trabajadores del sector turístico, haciéndose constar en su punto primero que “se garantizarán especialmente los derechos fundamentales de los trabajadores asalariados y autónomos del sector turístico y de las actividades conexas”. A través de la resolución A/RES/56/12 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 21 de diciembre de 2001 “Se subraya la necesidad de promover un desarrollo responsable y sostenible que pueda ser beneficioso para toda la sociedad” y se “Toma nota del interés del Código Ético Mundial para el Turismo (…) en el que se enuncian los principios que deben guiar el desarrollo del turismo (…) con el objetivo de reducir al mínimo los efectos del turismo sobre el medio ambiente y el patrimonio cultural, al tiempo que se aprovechan al máximo los efectos del turismo en la promoción del desarrollo sostenible y el alivio de la pobreza…”.

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productor cumple con los criterios del comercio justo, entre ellos, los relacionados con los

estándares laborales (el pago de unos salarios dignos, la existencia de unas adecuadas

condiciones de trabajo, la ausencia de explotación infantil y un trato igualitario para hombres y

mujeres). 33

Al igual que el consumidor interesado en conocer solamente las condiciones laborales

en que se ha fabricado un producto, el que pretende adquirir un artículo acorde con todos los

criterios del comercio justo encuentra importantes dificultades para obtener información clara y

veraz. El uso de etiquetas vuelve a aparecer en este caso como una alternativa interesante. La

primera surgió en 1988 en Holanda, cuando la organización de comercio justo holandesa

Solidaridad creó el sello Max Havelaar. Éste se convirtió muy pronto en uno de los distintivos

más conocidos. De su fusión con otros, como Transfair y Fair Trade Foundation, surgió en

1997 el sello FLO (Fairtrade Labelling Organisation), que se utiliza en más de 70 países y que

se ha convertido en la etiqueta más reconocida y más difundida en la actualidad.

La certificación de comercio justo a través de un distintivo como el sello FLO ofrece

algunas ventajas, como son su contribución al reconocimiento público del comercio justo, la

alternativa que ofrece a productores comprometidos con ese tipo de comercio, y que reclaman

un reconocimiento de su labor, o su utilidad para impedir la comercialización irregular de

productos que no reúnen realmente los criterios en los que se basa la noción de comercio

justo. A todas esas ventajas hay que unir la que puede considerarse su virtud más importante:

la posibilidad de que el comercio justo llegue a un mayor número de consumidores, a través de

diferentes canales de comercialización. Si no fuera por la utilización de las etiquetas, los

productos de comercio justo permanecerían confinados en el reducto de las tiendas solidarias.

Gracias a la utilización generalizada de etiquetas el consumidor responsable puede reconocer

fácilmente los productos de comercio justo fuera de dicho reducto, en medios tan dispares

como máquinas expendedoras, expositores de supermercados o en catálogos de venta por

correo. El cambio ha sido tan importante que algunos autores hablan de una “segunda

generación del comercio justo”, surgida de la utilización de procesos de certificación.

Frente a las ventajas que se acaban de mencionar hay que tener en cuenta también los

importantes inconvenientes a los que conducen esos procesos. Los más críticos con éstos

destacan, entre otras, las siguientes:

- Excluyen a muchos pequeños productores que no pueden sufragar los costes de la

certificación. 33 Existen, además, otras justificaciones del sobreprecio, como por ejemplo, el mayor nivel de calidad de los productos de comercio justo respecto de los bienes que habitualmente son objeto de intercambio a través de los canales convencionales. Si se tiene en cuenta esa circunstancia y se establece una comparación con artículos de similar calidad, el sobreprecio se reduce. Es posible incluso que los productos de comercio justo resulten más baratos. FAIRTRADE (2007): El sello Fairtrade, CECU y Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid.

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- Puede generar confusión, al hacer pensar a los consumidores que todo artículo que

no lleve sello no cumple con los criterios.

- Permite que algunas empresas, con un comportamiento ético dudoso, puedan

incorporar a su gama de productos algunos artículos de comercio justo.

- Fomenta la distribución de productos de comercio justo en restaurantes o grandes

superficies, cuyas prácticas no cumplen, a su vez, con los criterios de comercio

justo. 34

Conclusión.

Una parte importante de la población de los países desarrollados siente inquietud ante el

intenso aumento de las importaciones procedentes de algunos países pobres. Desde un punto

de vista económico esa inquietud está justificada por la competencia desleal que puede surgir

entre esas importaciones y los artículos fabricados en las economías más avanzadas, cuyos

estándares laborales son mucho más elevados. A ese argumento tradicional en contra del

dumping social se le ha sumado en los últimos años la preocupación de que este fenómeno

pueda extenderse a través de las inversiones directas destinadas a los países

subdesarrollados. Algunos autores señalan, además, en sus aportaciones más recientes, que

los intereses de países desarrollados y subdesarrollados en relación con este tema son

convergentes, ya que un mayor respeto de los derechos laborales en estos últimos tendría

importantes efectos económicos positivos para ellos, especialmente a largo plazo.

Frente a las razones esgrimidas por las economías más ricas, los países subdesarrollados

se defienden reclamando que se respeten las diferencias entre los mercados laborales de unos

países respecto de otros, ya que éstas son el origen de las ventajas comparativas. Aducen,

además, que no está justificado, desde un punto de vista teórico, que las economías más ricas

vayan a resultar perjudicadas por el incremento de las importaciones procedentes de los países

de menor desarrollo. Existe la posibilidad de que una parte de la población de esas economías

sufra un impacto negativo (sobre todo la mano de obra menos cualificada), pero incluso la

Teoría Pura del Comercio Internacional demuestra que dicho impacto se vería compensado por

los efectos positivos que esas importaciones tendrían para otros agentes económicos. Como

34 Los dos últimos inconvenientes son consecuencia de que etiquetas como el citado sello FLO garantizan el cumplimiento de los criterios de comercio justo únicamente en la elaboración de un producto concreto, no en su distribución ni en el resto de productos elaborados por una empresa. Así sucede, por ejemplo, que la multinacional Nestlé, que no se distingue precisamente por sus prácticas éticas, comercializa, como parte de su oferta de productos, un café de comercio justo certificado por FLO. El mismo argumento explica que algunos restaurantes de comida rápida, como Mac Donalds, ofrezcan café avalado también por el sello FLO.

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consecuencia de ello, los países desarrollados resultarían finalmente beneficiados en términos

netos.

A la vista de estos argumentos no parece razonable que dichos países sigan reclamando

una mejora de los derechos laborales en las economías más pobres aduciendo motivaciones

económicas, y aún menos que soliciten para ello la posibilidad de utilizar la política comercial.

Puede demostrarse con rigor que esa política no es el instrumento óptimo para propiciar una

mejora de los estándares laborales a escala mundial. Sería más eficiente recurrir a medidas

directamente encaminadas a conseguir ese objetivo, reservando la política comercial para otros

cometidos.

Contradiciendo lo que se desprende de las razones que se acaban de exponer, algunos

países ricos han incluido en su política comercial, a lo largo de las últimas décadas, exigencias

sobre el respeto de determinados derechos laborales. Esta práctica, a la que se conoce

habitualmente como cláusula social, se emplea sobre todo en sistemas de preferencias, en

acuerdos de integración y en algunos tratados comerciales de alcance bilateral o regional.

La Organización Mundial del Comercio se ha negado a reconocer y a regular

explícitamente esta cláusula, respondiendo así a las reivindicaciones de los países pobres. No

ha adoptado, sin embargo, ninguna medida en contra de las economías más ricas,

encabezadas por Estados Unidos, que imponen la cláusula social, al margen del marco

multilateral que trata de impulsar la propia OMC, a economías de escaso grado de desarrollo.

Desde la perspectiva de estas últimas economías existen alternativas más interesantes que

la mencionada cláusula social para incentivar la mejora de la situación de sus trabajadores. Las

que más difusión han alcanzado en los últimos años son concretamente el etiquetado laboral,

el desarrollo de códigos de conducta y de políticas de responsabilidad social corporativa, y el

comercio justo. Se trata de figuras basadas en un perfil de consumidor (el “consumidor

responsable”), que ha adquirido una gran importancia en las economías más ricas en las

últimas décadas. El atractivo más importante de todas esas alternativas consiste en que

permiten evitar el principal efecto negativo de la cláusula social: la limitación que supone para

el desarrollo de las ventajas comparativas de los países subdesarrollados que cuentan con una

importante dotación de mano de obra.

Desgraciadamente, ninguna de esas alternativas puede presentarse como una opción

ideal, ya que todas ellas comportan consecuencias indeseadas. En el caso del etiquetado

social puede destacarse su alcance limitado (no permite defender los derechos laborales de

todos los trabajadores), su posible contribución a que el mercado se segmente y el peligro de

que se genere confusión entre los consumidores. No puede descartarse, además, que la

etiqueta laboral se utilice esencialmente como un simple instrumento dentro de la estrategia de

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marketing de las empresas. Este último inconveniente afecta también a los códigos de

conducta y a las políticas de responsabilidad social corporativa, que presentan, además, otras

deficiencias importantes, como las que se refieren a su carácter no vinculante, a su falta de

homogeneidad y a las dificultades para encontrar sistemas veraces e independientes que

garanticen su cumplimiento.

Por último, el comercio justo se ve constreñido por su reducida capacidad, comparada

con las enormes cifras que se manejan en el comercio internacional. Además, un rasgo muy

importante de su evolución reciente, como es la creciente utilización de procedimientos de

certificación, es profundamente cuestionado por muchos sectores preocupados por una

defensa genuina de los intereses de las economías no desarrolladas.

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