Civilidad y barbarie. Acerca de las relaciones entre...

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59 Fernando Mires Espiral, Estudios sobre Estado y Sociedad Vol.VII. No. 21 Mayo / Agosto de 2001 Civilidad y barbarie. Acerca de las relaciones entre sociedad civil y política Las llamadas virtudes po- líticas no siempre son las mismas en todos los momen- tos de la historia. Desde que, en la antigua Grecia, Aristó- teles se refirió por primera vez a ellas, han cambiado mucho las cosas. Las virtu- des políticas de los tiempos modernos no pueden ser las mismas que prevalecieron en la antigüedad clásica, por una razón muy sencilla: En los tiempos griegos y romanos, la política era esencialmente partici- pativa. El sujeto principal, tanto teó- rico como real de la política, era el ciudadano. Hoy en día, en cambio, la política es esencialmente delega- tiva y, por lo mismo, contractual. El ciudadano es sólo un sujeto teórico de la política. Su sujeto más real es el profesional de la política, al cual el ciudadano le delega parte de sus poderes para que lo represente en el escenario político y así éste tener más tiempo para hacer actos de represen- tación en otros escenarios, como son los de la subsistencia, del trabajo, los de la religión y de la cultura (Mires, 2000:97-119). En el mundo antiguo, la pérdida de las virtudes ciudadanas afecta- Catedrático en el Instituto de Ciencias Polí- ticas de la Universidad de Oldenburg [email protected] En este artículo se intentará establecer las relaciones y diferencias que se dan entre un orden pre-político y uno político propiamente tal. Lo pre-político, así como lo no-político serán entendidos, de acuerdo con la dicotomía ateniense, como situaciones en las cuales impera el reino de la barbarie, que no significa, en ese contexto, ausencia de cultura, sino ausencia de lo político, que a su vez, aparece principalmente como un espacio de regulación de antagonismos en los cuales se recurre, en primera instancia, a la palabra oral o escrita como medio de resolución conflictual. No obstante, entre barbarie y política no sólo hay contradicción, sino que, además, cada una de estas dimensiones se contiene germinalmente en la otra. Ni los procesos de modernización económica, ni los de racionalización burocrática limitan de por sí, automáticamente, el avance de la barbarie. Ello sólo será posible mediante el desarrollo de una cultura política que sólo puede formarse en oposición y antagonismo a todo lo que la niega, sea la dominación totalitaria que aún permanece en algunas zonas del planeta, sea la simple dominación dictatorial, cuyos peligros todavía se esconden al interior de algunos cuarteles latinoamericanos.

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Fernando Mires◆

Espiral, Estudios sobre Estado y Sociedad Vol. VII. No. 21 ❑ Mayo / Agosto de 2001

Civilidad y barbarie.Acerca de las

relaciones entresociedad civil

y política

Las llamadas virtudes po-líticas no siempre son lasmismas en todos los momen-tos de la historia. Desde que,en la antigua Grecia, Aristó-teles se refirió por primeravez a ellas, han cambiadomucho las cosas. Las virtu-des políticas de los tiempos

modernos no pueden ser las mismasque prevalecieron en la antigüedadclásica, por una razón muy sencilla:En los tiempos griegos y romanos, lapolítica era esencialmente partici-pativa. El sujeto principal, tanto teó-rico como real de la política, era elciudadano. Hoy en día, en cambio,la política es esencialmente delega-tiva y, por lo mismo, contractual. Elciudadano es sólo un sujeto teóricode la política. Su sujeto más real esel profesional de la política, al cualel ciudadano le delega parte de suspoderes para que lo represente en elescenario político y así éste tener mástiempo para hacer actos de represen-tación en otros escenarios, como sonlos de la subsistencia, del trabajo, losde la religión y de la cultura (Mires,2000:97-119).

En el mundo antiguo, la pérdidade las virtudes ciudadanas afecta-

◆ Catedrático en el Instituto de Ciencias Polí-ticas de la Universidad de Oldenburg

[email protected]

En este artículo se intentará establecer lasrelaciones y diferencias que se dan entre un

orden pre-político y uno político propiamentetal. Lo pre-político, así como lo no-político

serán entendidos, de acuerdo con ladicotomía ateniense, como situaciones en lascuales impera el reino de la barbarie, que no

significa, en ese contexto, ausencia de cultura,sino ausencia de lo político, que a su vez,

aparece principalmente como un espacio deregulación de antagonismos en los cuales se

recurre, en primera instancia, a la palabra oralo escrita como medio de resolución

conflictual. No obstante, entre barbarie ypolítica no sólo hay contradicción, sino que,además, cada una de estas dimensiones secontiene germinalmente en la otra. Ni los

procesos de modernización económica, ni losde racionalización burocrática limitan de por sí,

automáticamente, el avance de la barbarie.Ello sólo será posible mediante el desarrollo

de una cultura política que sólo puedeformarse en oposición y antagonismo a todo

lo que la niega, sea la dominación totalitariaque aún permanece en algunas zonas del

planeta, sea la simple dominación dictatorial,cuyos peligros todavía se esconden al interior

de algunos cuarteles latinoamericanos.

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ba automáticamente a las virtudes políticas, y viceversa.En nuestro tiempo, en cambio, esa relación no se presentade un modo tan directo. Hoy en día un político puede per-der sus cualidades políticas, pero continúa siendo un ciu-dadano. Aunque a la inversa no sea necesariamente así:cuando se pierden las virtudes ciudadanas (casos de conde-na criminal, por ejemplo) es muy difícil tener acceso al es-cenario político. De este modo, a diferencia también delperiodo clásico, el ciudadano moderno ha sido, en ciertomodo, liberado de las enormes cargas morales que cada ciu-dadano griego o romano tenía que sobrellevar sólo por elhecho de poseer el derecho (y el deber) a la ciudadanía.Pero, a la vez, el perfil de la virtuosidad (política) se haelevado para quienes han decidido escoger la política comoprofesión. Los políticos, efectivamente, no sólo son delega-dos de intereses, sino que además deben hacer gala, en elescenario político, de determinadas cualidades o virtudesque son propias de la profesión política, y que no son, porcierto, las mismas que las cualidades o virtudes que debeposeer un médico, un obrero o un artista.

Dos procesos

Puede afirmarse que la política como profesión es unainvención de los tiempos modernos. Se fue haciendo nece-saria en razón de dos procesos que, según Weber, en su clá-sico Política como profesión (1999), han ido ocurriendo pa-ralelamente. Uno es el de la complejización de la esferaadministrativa-estatal, la cual requiere de un grado cadavez mayor de especialización de sus diversos compar-timentos. A esa creciente especialización no podía escapar,naturalmente, la actividad política. Existen, en verdad,muchos tipos de profesionales políticos. Desde el funciona-rio de partido, pasando por el funcionario de Estado, hastallegar a los detentores de puestos públicos; hay muchos es-

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calones, cada uno de los cuales requiere de determinadascompetencias.

El segundo proceso se refiere a la economización de lavida ciudadana. No sólo la subsistencia y la reproducciónprivada pueden hoy ser ordenadas en el ámbito económico,sino que también múltiples transacciones que realizamosa diario, ya sea de tipo comercial, financiero, o laboral. Eldinero no sólo regula a la vida económica, sino a la vez, enla forma de salario, sueldo, recompensa o mesada, muchasde las actividades que construyen el orden de nuestros días.Por si fuera poco, se ha convertido en uno de los principalesparámetros que regulan el tiempo (de trabajo y de ocio). Y,no menos importante, es un medidor de valores no sólo eco-nómicos (la cualidad interna de una obra de arte o la com-plejidad de un aparato microelectrónico, por ejemplo). Sialgún filósofo ateniense resucitara, no tendría más alter-nativa que pensar que nuestra vida ciudadana se encuen-tra totalmente corrompida. Y desde el punto de vista políti-co, es efectivamente así.

La corrupción económica de la vida político-ciudadanaha sido una de las razones fundamentales que llevaron adisociar (relativamente) al ser ciudadano del ser político:Cada político es un ciudadano, pero no todo ciudadano esun político. En términos generales, la invención modernaconsiste en haber creado un espacio político más allá de laciudadanía política, espacio que pertenece, preferentemen-te, a los políticos de profesión. Ese espacio era, en los tiem-pos de Weber, o estatal o para-estatal. Esa fue la razón quellevó a Weber a confundir muchas veces lo político con loestatal. En efecto, en la Alemania de comienzos de siglo, lopolítico era lo puramente estatal. Ya no es así en la actuali-dad.

Hoy podemos diferenciar dos espacios de acción política.Uno es el estatal propiamente dicho y sus actores son, quéduda cabe, los políticos profesionales. El otro es el de la

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ciudadanía política, cuando los ciudadanos que no son deprofesión política realizan actos de politicidad, más allá delos actos puramente electorales. Manifestaciones públicas,desobediencia civil, movimientos sociales, etc., constituyenalgunas de las formas ciudadanas predilectas de participa-ción política.1 Cuando este segundo espacio es tanto o másactivo que el primero, comienza a hablarse de una crisis derepresentación política, pues el ciudadano deja de ser unaentidad política puramente teórica y comienza a serlo dehecho. Dicha crisis de representación política puede ocu-rrir, o porque la política profesional ya ha dejado de cubrirtodos los temas políticos, o como un signo de manifiestadisconformidad de los representados, quienes buscan for-mas propias de representación frente a la incapacidad, in-eficacia o insuficiencia de los representantes profesionales.Por lo general, los procesos revolucionarios, como tambiénlos secesionistas, están marcados por una hiperactividadpolítica de los ciudadanos no-políticos. Hay igualmente tiem-pos marcados por una profunda apatía política, en los cua-les los funcionarios políticos, debido a la escasez de partici-pación ciudadana, se desligan tanto de los representados,que pueden convertirse, de profesionales políticos, en unacasta o clase que solamente se representa a sí misma o asus propios intereses.

De ahí que sea posible afirmar que una sociedad políticarequiere de cierta participación política constante de la ciu-dadanía para que se mantenga sobre sí misma. En otraspalabras, para que la política siga siendo tal es necesarioque la ciudadanía no se convierta nunca en masa: Ni masaa disposición de los partidos o jefes políticos; ni masa dedi-

1 Ulrich Beck llama a esa participación sub-política. El término es muy malo. Delatala creencia de que hay políticas de primera y de segunda clase. La de primera es,para Beck, la oficial. En la realidad, empero, esas jerarquías no existen. Incluso, unamanifestación pública puede ser más política que un debate parlamentario (Beck,1993).

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cada a funciones puramente económicas, como el consumo—valga la redundancia— de masas. Porque no siempre lasdictaduras aparecen como consecuencia de la maldad delos dictadores. Puede ser que aparezcan también como con-secuencia de la abstención política de la ciudadanía; o loque es igual, cuando la sociedad se convierte en un simpleamontonamiento de individuos absolutamente faltos decoordinación mutua; es decir, en la llamada masa. En esemomento, la sociedad deja de ser civil. Los ciudadanos sonsimplemente habitantes.

Incluso un muy bien dotado parlamento puede conver-tirse en instancia dictatorial, cuando los ligamentos quedan forma a la representación se encuentran disueltos odestrozados. La Ley y la Constitución pueden, sin políticaciudadana, llegar a ser instancias dictatoriales. La peor detodas las corrupciones es, ya lo advirtió Machiavelli (1981),la corrupción de los pueblos (es decir, la pérdida de condi-ción política de los pueblos). Ella tiende a manifestarse nosólo como corrupción de la política, sino también —y esofue lo que percibió Montesquieu— de las costumbres.2 Yesa corrupción o decadencia lleva, necesariamente, a for-mas políticas autoritarias, o a la negación de la políticamediante el establecimiento de dictaduras.

Carl Schmitt sostenía que la pérdida de condición políti-ca de los pueblos se da cuando éstos no logran identificarun enemigo, interno o externo (1996:39). La ausencia deantagonismo debilita tanto a la política como a las costum-bres. De ahí que, para Schmitt, la tensión política sea con-dición necesaria para el desarrollo de la vida ciudadana.Por esas razones se manifestó tan radicalmente opuesto ala economización de las relaciones sociales propiciada porel liberalismo. En efecto, el liberalismo era, para Schmitt,

2 “Pues —escribía Montesquieu— la virtud política implica [en primer lugar] unreconocimiento a sí mismo, lo que es siempre una cosa muy difícil” (Montesquieu,1970:80).

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el principal enemigo de los pueblos porque tiende a susti-tuir su politicidad por el simple intercambio comercial.

El aburrimiento político

Para que la economía reine sobre la política, se requierede una des-socialización creciente de las relaciones huma-nas, hasta el punto que, para el liberalismo —segúnSchmitt— el sujeto de la política ya no es un pueblo, sino“el individuo jurídico”, instancia supuestamente racional yautónoma, desprovista de pasiones y, por lo tanto, de ene-migos. El Estado, bajo esas condiciones, en lugar de ser lainstancia política “que da la medida” (entre la guerra y lapolítica) se constituye en una institución neutralizada yneutralizadora. La delegación de la política a profesionalesa sueldo, convierte al parlamento en el centro de una polí-tica puramente legalista y delegativa, arruinándose así laparticipación directa de los ciudadanos. Con ello, en nom-bre de la democracia política, el liberalismo conduce al ani-quilamiento de la misma. La democracia liberal se convier-te, de ese modo, en la antesala de una dictadura antipolítica,tesis machiavelliana que demostró su veracidad en el pro-pio país de Schmitt.

El corolario de Schmitt es que para evitar la corrupcióndisolutiva de los pueblos se requiere de una repolitizaciónconstante de sus relaciones antagónicas. En ese punto,Schmitt era más que determinante. Así escribía, por ejem-plo, en su texto sobre Legalidad y legitimidad:

Entre la principal neutralidad de valores del sistema de legalidadfuncionalista y el principio de acentuamiento valórico de las garantíasconstitucionales, no hay ninguna línea intermedia. En ningún casosería el funcionalismo del peso de las mayorías un “compromiso”razonable. Quien frente al tema, neutralidad o no-neutralidad quie-re ser neutral, se ha decidido por la neutralidad. Acentuación de

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valores y neutralidad de valores se excluyen mutuamente. Frente auna acentuación y afirmación de valores que quiera ser tomada enserio, significa una neutralidad de los valores que se toman en serio,una negación de los valores (Schmitt, 1998).

El legalismo político de la democracia liberal conduce,por lo tanto, en nombre del derecho, a una ilegitimidad po-lítica de hecho.

Es interesante constatar que esa misma tesis, aunqueen otros términos, ya había sido formulada por Max Weberen su texto Política como profesión (1999). Para Weber, lapolítica alemana del segundo decenio del siglo XX se habíaconvertido en una actividad que se encontraba muy degra-dada respecto a sus propios ideales. No sin desilusión, ha-bla Weber de la falta de poder del Parlamento (y para Weber,el poder es la esencia de lo político). Las razones no lasencuentra en la ausencia de buenas leyes, sino en la ausen-cia de las cualidades conductoras de los profesionales polí-ticos. En ese punto hay una buena sintonía entre Weber ySchmitt pues, para este último, ninguna política, ningunainstitución, sistema o estructura, podía ser mejor que laspersonas que las representan. La despersonalización delparlamento que constataba Weber era un fenómeno con-sustancial a la despersonalización de una vida política cu-yos actores, al rehuir la polémica, la deliberación y el anta-gonismo, se convierten en seres anodinos, simplesempleados públicos que realizan su oficio sin brillo, ener-gía, ni despliegue personal. La política desantagonizada poruna democracia liberal que teme a la polémica no pasa deser una actividad superficial, y sus funcionarios se redu-cen, la mayoría de las veces, a simular antagonismos queno sienten o a tramitar expedientes administrativos; en fin,a hacer una política aburrida.

Efectivamente: en determinados momentos, particular-mente en los de crisis social o política, no hay nada más

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aburrido que la política y los políticos. Estos últimos, al nodefender con pasión y convicción sus posiciones y las de susrepresentados, eliminan uno de los objetivos fundamenta-les del hacer político: el de constituir foros públicos, en don-de son transferidos los deseos, los objetivos, los intereses y—no menos importante— las pasiones de los representa-dos.

La política, no hay que olvidarlo, vive de la representa-ción y del espectáculo. El ciudadano paga con sus impues-tos a los políticos para que representen con intensidad susopiniones y quiere, al igual que cuando paga su entrada enel teatro, ver un buen espectáculo. El político debe ser, porlo menos en parte, un actor. Y un mal político, como un malactor, no le “llega” con sus frases al público. Algunos aban-donan en silencio el teatro; otros se quedan ahí, hasta elúltimo bostezo. No faltan, por supuesto, los defraudadosque arrojarán tomates y huevos a los actores. En la políticacomo en el teatro, esas acciones se llaman protestas. Y nosiempre las protestas son revolucionarias; es decir, no exi-gen el fin de la política sino, simplemente, un cambio depolítica que pasa, casi en lo general, por un cambio de polí-ticos. Muchas revoluciones podrían haber sido evitadas sila política hubiese recuperado a tiempo su sentido dramá-tico original, aquel que le dio sentido y vida justamentepara que no hubiera guerras ni revoluciones.

El reino de los burócratas

Sería sobreinterpretar a Weber afirmar que para él, aligual que para Schmitt, la culpa de la degradación ciuda-dana y moral de la política haya que buscarla únicamenteen la economía, particularmente en la liberal. En su ácidacrítica a la estructura política vigente en su tiempo, Weberdeja entrever que ella apunta no tanto a su exceso de

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economismo, o de modernidad, sino a su sobrepeso admi-nistrativo.

Precisamente por ser Alemania uno de los países en queel desarrollo capitalista había ocurrido a través de una víaprincipalmente administrativa (es decir, estatal), tuvo lu-gar allí una hipertrofia burocrática que, por momentos,superaba las necesidades que provienen del desarrollo eco-nómico. En ese sentido, hay que tomar en cuenta que aun-que la crítica a la burocratización de las relaciones públi-cas —que es una de las improntas básicas del pensamientoweberiano— en muchos momentos alcanza en sus textosuna innegable significación universal, en otros momentoses un recurso más bien descriptivo; es decir, Weber se limi-ta a describir, en muchas ocasiones, aquello que había sidoexclusivamente la historia del desarrollo económico esta-tal alemán. Muy diferente al norteamericano y al inglés,como se apresuró Weber a declarar en su Política como pro-

fesión (1999:56).Si para Weber el sujeto central de la política era el Esta-

do, y no el ciudadano, como lo era en las teorías políticasanglosajonas, ocurrió porque el Estado en Alemania (y conél regimientos de empleados y funcionarios fiscales), sehabía constituido, efectivamente, en el principal sujeto dela política. Y no como consecuencia de su excesivo desarro-llo capitalista, sino por, digámoslo así, su subdesarrollo. Ellofue lo que hizo necesario que la ausencia de actoressociopolíticos fuera resuelta aumentando el peso de la ma-quinaria estatal. Alemania era, y quizás todavía es, el rei-no de los burócratas. La obsesión por el Estado —que im-pregna a la filosofía hegeliana, a la teoría marxista y a lasociología weberiana— es la expresión intelectual de unmalestar primordialmente alemán, y —me atrevería a de-cir— lo ha sido y lo es hasta nuestros días. De ahí que elaburrimiento que percibe Weber en la política de su paíssea el aburrimiento intrínseco de la burocratización de la

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política. Seamos honestos, ¿hay en la vida algo más aburri-do que un burócrata?

En lo que se refiere a burocratización de la vida política,según Weber:

Éramos los primeros del mundo. Ese significado trajo consigo quelos funcionarios especializados exigieran para sí no sólo los puestosde especialización burocrática, sino que además los puestos deministros(Ibíd.:56).

Es decir, la propia representación pública de la políticaiba adquiriendo un carácter burocrático. Los políticos mástalentosos fueron sustituidos por los funcionarios más efi-cientes. Y así: “la administración funcionaria fue escapan-do sistemáticamente a todo tipo de control...”(Ibídem).

La imposibilidad de que el capitalismo alemán hubiesecoexistido con una escena política, y en lugar de eso lo hayahecho sólo con una maquinaria burocrática, llevó a un re-traso ostensible en el desarrollo de los partidos políticosque, como apunta Weber, tenían una estructura más simi-lar a las cofradías y hermandades medievales que a lospartidos modernos. Eran, en verdad, “gremios” —en el sen-tido exacto del término—, en lugar de partidos políticos. Aligual que los gremios, los partidos poseían una estructuraaltamente jerarquizada, donde los aprendices estaban so-metidos, bajo la más estricta obediencia, a la autoridad ejer-cida por los maestros. Imposibilitados de practicar una po-lítica activa hacia el interior, tales partidos gremializadosno podían tampoco estar en condiciones de practicarla ha-cia su exterior. La espontaneidad, que es una de las condi-ciones principales de la polémica, no era una virtud, sinomás bien un obstáculo para la práctica política:

Nuestros partidos parlamentarios —escribía Weber— eran y songremios. Cada discurso que será pronunciado en el plenum del Par-

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lamento, es primero censurado por el partido. Esto se deja ver en loinevitablemente aburridos que son. Sólo quien era previamente de-signado como orador, podía hacer uso de la palabra (1999:58).

No puedo dejar de pensar, al llegar a este punto, en cuá-les serían las exactas razones que llevaron a ese genial re-volucionario ruso llamado Lenin a admirar tanto la estruc-tura política alemana. Y, sobre todo, admiraba su burocracia.En su libro El Estado y la revolución, Lenin ponía comomodelo administrativo del futuro socialismo nada menosque a esa monstruosidad burocrática que fue el Correo Ale-mán (antes de que fuera privatizado por Telekom). Aquelloque, en efecto, todavía no ha llamado la atención de losestudiosos del fenómeno revolucionario ruso, era que elmodelo de partido bolchevique, centralizado y jerárquico,formado por funcionarios eficientes y obedientes, estabainspirado en el partido-gremio alemán de comienzos de si-glo. El partido de tipo bolchevique fue, en realidad, un hijoilegal de la socialdemocracia alemana, a su vez hija de lascorporaciones gremiales medievales. Y no sería la primeravez en la historia en que los hijos busquen parecerse más alos abuelos que a sus padres. Porque, efectivamente, esosmicro-despotados que fueron los llamados partidos comu-nistas del mundo resultaron ser los sucesores legítimos deaquellas corporaciones gremiales post-medievales que eranlos partidos políticos alemanes de comienzos de siglo XX

(incluyendo, como hace Weber, a la propia socialdemocra-cia), entidades hechas, como el partido marxista-leninistadespués, para convertir cualquier cosa que se pareciera ala política en una imposibilidad absoluta.

El Mesías y la masa

Pero no es sólo la subsistencia de la organización gre-mial del medioevo tardío la razón que lleva a Weber a diag-

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nosticar la burocratización de la vida política. Lo particu-lar del caso alemán, y probablemente de otros países euro-peos, es que allí se dio una suerte de cruce entre elgremialismo organizativo, el enorme peso y complejidad dela maquinaria burocrática estatal y un capitalismo espe-cializado en la industria pesada.

La relación que se da entre ese tipo de partido gremialistay el Estado lleva inevitablemente a la instauración de unasuerte de corporativismo político, de acuerdo con el cual lasrelaciones políticas primordiales no son las que se dan en-tre partido y “sociedad”, sino entre partido y Estado, razónque explica por qué la política adquiere, bajo esas condicio-nes, una geometría principalmente vertical. Está de másafirmar que la existencia de ese tipo de política sólo es posi-ble sobre la base de una muy precaria sociedad política (ocivil). La sociedad civil necesita de partidos que adquieranuna geometría horizontal (y diagonal), es decir, que crucenlo social de lado a lado. En resumen: en lugar de ser lapolítica un agente de constitución de lo social, se convierte,en esas circunstancias, en una agente constitutivo de loestatal. Quien controla el Estado, controla el partido. Deeso se dieron rápidamente cuenta los fascistas. El fascismoalemán –-a diferencia del comunismo soviético, que surgióen una escena donde los partidos políticos no existían-– nosólo instauró un corporativismo político, sino que aprove-chó las bases sentadas por un corporativismo (económico ypolítico) previamente establecido.

El corporativismo político, a su vez, puede ser la condi-ción perfecta para que desde ahí surja no sólo un capitalis-mo privado, sino también para que tengan lugar ciertasformas de capitalismo estatal. El capitalismo alemán, aldesarrollar fundamentalmente las ramas que se derivande la industria pesada, tenía que adquirir, necesariamen-te, una configuración centralista y dirigista, además deextremadamente burocrática. He aquí las razones que fa-

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cilitaron la rápida apropiación estatal de lo social (y de lopolítico), hasta llegar a producirse aquello que observó elescritor húngaro Sandor Márai en el fenómeno totalitario(nazi y soviético) de nuestro tiempo: “la estatización delespíritu” (Márai, 2000) y que fue, sin duda, una de las ra-zones por las cuales tanto Lenin como Stalin se sintierontan fascinados por el desarrollo del capitalismo alemán.Max Weber, quien previó el fenómeno totalitario —aunquesin darle ese nombre—, utiliza un término muy parecido alde Márai para referirse al partido político pre-totalitarioalemán: habla de la “proletarización espiritual” de la polí-tica (Ibídem:59). Es decir, cuando quienes se adhieren alos partidos son más bien seguidores incondicionales(Gefolgschaft) que partidarios (Anhängerschaft). Los segui-dores, en verdad, tienen más que ver con el “rebaño políti-co” al que se refirió despectivamente Nietzsche para califi-car a los seguidores de los partidos de su tiempo, o con la“horda prehistórica” a la que se refirió Freud al analizar lapsicología de la llamada política de masas (Freud, 1921,1993).

El hecho de que las formas más arcaicas de expresiónpolítica coincidan con el auge del capitalismo moderno nosignificaba, para Weber, una contradicción. Y no sólo por elfuerte grado de estatización de lo económico que imperabaen la Alemania de su tiempo, sino, sobre todo, por la forma-ción paralela de las llamadas sociedades anónimas o em-presas de accionistas con las que también compara a lospartidos políticos. La sociedad o empresa anónima es, efec-tivamente, anónima. Eso significa que sus miembros no sonidentificables y, por lo mismo, tampoco son responsablesrespecto al curso que toman tales instituciones. Así ocurriótambién con los partidos corporativos o para-estatales delsiglo XX. Son, por lo general, “partidos (anónimos) de ma-sas”. El anonimato, que es condición de pertenencia a lamasa, está asegurado por la propia militancia política que

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exigen tales partidos a sus seguidores. En un clima de ab-soluto anonimato político nadie puede ser, efectivamente,declarado responsable; todos pueden ocultarse en todosporque, a fin de cuentas, nadie decide, aparentemente, nada.Nadie, salvo el Jefe Supremo, el Führer, el Caudillo, elConductor, el Secretario General, personaje que asume nosólo toda la responsabilidad de los actos colectivos y la ab-soluta personificación del Estado, sino además la represen-tación de la propia Historia frente al pueblo, reducido esteúltimo a su condición más elemental y primaria: una masaanónima que es políticamente apolítica y amoralmentemoral.

Hay pues buenas razones para ubicar a Weber entre aque-llos intelectuales que previeron la barbarie que trae consi-go el peligro totalitario en sus dos versiones principales: laburocrático-fascista y la burocrático-comunista. InclusoWeber dilucidó la fina diferencia que separaba a ambas.Mientras el totalitarismo fascista es más dependiente deuna personalidad mesiánica, que reina sobre la marañaburocrática, el totalitarismo comunista puede prescindir del“líder máximo”, quien por lo común, como ocurrió en casitodas las llamadas “democracias populares”, no era másque una marioneta al servicio de la maquinaria del poder.Usando la misma terminología de Weber, es posible afir-mar que, mientras el fascismo recurre a un tipo de domina-ción “carismática”, el comunismo podía carecer de ella. Elprimero es, como ya se verá, el maquinista con máquina; elsegundo puede ser, en algunas ocasiones, una máquina sinmaquinista,

El exceso de burocratismo político, así como el aburri-miento generalizado que produce una política puramenteadministrativa, provoca el clamor público por un conduc-tor que otorgue a la política el ímpetu, el pathos y el dra-matismo que no puede otorgarle la burocracia. Los tiemposde sobrepeso burocrático, que son también de despolitiza-

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ción, anteceden por lo general a la dominación carismática.En cierto modo, la dominación burocrática prepara el ca-mino por donde hace su entrada gloriosa el “gran conduc-tor”. Mediante su despolitización sistemática, la población,imposibilitada de constituir relaciones civiles entre sí, ca-rente de espacios políticos de interlocución, va perdiendo,poco a poco, sus facultades reflexivas, cayendo en un mun-do privado que, si no se encuentra en contacto con el mun-do de lo público, se convierte en algo altamente idiotizado.En breve, las relaciones humanas, cuando carecen depoliticidad —condición que asegura la posibilidad de que laciudadanía coincida, no sólo biológica sino, además, social-mente con la mayoría de edad— van cayendo en un estadode creciente puerilidad, hecho que advirtió muy bien Freuden su Psicología de las masas (1993). Porque ser adulto esestar en posesión de una capacidad reflexiva que se expre-sa en la formulación argumentativa, cualidad que sólo seadquiere en espacios colectivos de transferencia como son,en última instancia, los políticos. Sin esos espacios nuncaexistirán posibilidades para que aparezcan individuos au-tónomos, soberanos y, sobre todo, discursivos. Sin esos in-dividuos ninguna democracia puede funcionar,

Sin campos ni momentos de argumentación, la produc-ción de ideas no tiene sentido. Las ideas son vías que lle-van a la argumentación (con los demás), las cuales, a suvez, surgen de campos argumentativos. La destrucción dela política lleva, por lo tanto, a la perpetuación de lainfantilidad social. Una sociedad que no se constituye civil-mente a sí misma es una sociedad infantil. Desaparecido oreducido el espacio público de lo político, lo político es ima-ginado por una masa infantilizada como un acto de puropoder (o de poder puro). Es decir, son transferidas hacia lopolítico las normas propias del mundo privado, donde laautoridad y el poder se identifican con la figura despiadadadel Padre.

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Ahora bien, si la figura del Padre es proyectada hacia eltelón de fondo del poder político, se cierran ahí todas lasposibilidades para que se produzca, en algún momento,aquella liberación edípica que es tan decisiva para el desa-rrollo intelectual y emocional de cada ser humano. Por elcontrario, en el poder político sólo se reproduce, transfierey prolonga, una infancia que ya no encuentra medios y lu-gares para romper consigo misma. En el conductor mesiá-nico, en el secretario general o en el dictador militar, nosólo se reproduce el fantasma del padre real sino, sobretodo, el del padre imaginario de todos nuestros miedos: elSúper Padre, que es el padre cruel y castrador que castigaa sus hijos solamente porque existen o porque (es lo mis-mo) desean. El conductor, con carisma o sin él, es la repre-sentación fálico-estatal del Sobreyo freudiano; una instan-cia ética moral colectiva que inhibe las posibilidades dedesarrollo del Yo, que son las del pensamiento, argumenta-ción y acción. En pocas palabras: de nuestras posibilidadespolíticas que, por lo mismo, son también —y yo diría que enprimer lugar— éticas.

El retorno de la barbarie

A diferencia de la moral —palabra que proviene del la-tín, o lo que es casi igual, de aquella escena histórica domi-nada por el imperio romano—, la ética —que es una pala-bra que proviene del mundo griego, es decir, de lademocracia deliberativa— es una suerte de moral acorda-da públicamente y, por lo mismo, se encuentra más cercade la política discursiva que la moral. La moral, en cambio,se encuentra más cerca de las instituciones —sobre todo delas legales— que la ética. En un mundo sin política, y por lotanto burocrático y/o totalitario y/o militar, tanto las ins-tancias éticas como las morales se ven radicalmente redu-cidas. Las éticas, porque desaparecen los espacios públicos

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de acuerdo racional y colectivo. Las morales, porque la morales reducida a los dictámenes de un Estado omnipotente.

Cuando la enfermedad burocrática consume a todo elEstado, hay, según Max Weber, sólo dos posibilidades:

Democracia de un conductor “con máquina” o democracia sin con-ductor, esto es, la dominación del “político de profesión sin profe-sión”; sin las cualidades internas, carismáticas que hacen precisamen-te a un conductor (político) (1999:59).

Tal era, a su juicio, el tipo de democracia que había pre-valecido en la Alemania del segundo decenio del siglo XX.Esa democracia sin conductor fue la que llevó, primero, ala democracia de un conductor “con máquina” y después auna situación histórica donde el conductor posee la “má-quina” pero donde no existe más la democracia (aunquehabría que discutir si el fascismo no fue una democraciapara los fascistas). Es importante constatar que, en los trescasos, el elemento constante es la máquina. Puede darse elcaso, efectivamente, de que exista un gobierno democráticocon máquina, o una dictadura con máquina. Una dictadurao, lo que es igual, un dictador carismático sin máquina es yha sido una absoluta imposibilidad.

Si se sigue el razonamiento de Weber hasta las últimasconsecuencias, una añeja discusión historiográfica perde-ría absolutamente su sentido. De acuerdo con esa discu-sión, una de las razones principales del auge del fascismohay que buscarla en los poderes cuasi hipnóticos —o, por lomenos, sugestivos— de un conductor mesiánico, quien con-vierte al pueblo en masa y lo hace regresar hacia su propiaprehistoria. De acuerdo con esa interpretación subjetivista,sin Hitler nunca habría habido fascismo. Otras corrientesopinan, sin embargo, que fue el desarrollo específico de laeconomía y de la sociedad alemana lo que en un momentodeterminado hizo posible que el conductor mesiánico alcan-

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zara el poder. Hoy, por lo menos, sabemos que lo uno nopodría haberse dado sin lo otro. Del mismo modo, el su-puesto antagonismo entre dos tesis: una relativa a que elfascismo significa un retroceso hacia la barbarie —que fuela que defendió Georg Luckács (1962)—, y otra relativa aque es el producto genuino del desarrollo de la modernidad—que postulaban Adorno y Horkheimer (1971) y que hacepocos años fue resucitada por Zygmunt Bauman (Bauman,1994)— ha perdido mucho de su sentido. En cierto modo,ambas tesis son correctas, pero limitadas: necesitan com-pletarse la una con la otra. El fascismo, como toda forma detotalitarismo, en la medida en que suprime el espacio de lopolítico significa siempre, si no un retorno, por lo menosuna “caída en la barbarie”, que es la tesis de Luckács. Peroesa “caída” se da en un momento del desarrollo de la mo-dernidad industrial, con un Estado y en una “sociedad” quehan alcanzado una enorme complejidad económica e ins-trumental, y con la clara intención de suprimir el caos polí-tico existente; supresión que —como demostraron muy bienAdorno y Horckheimer, y después, Bauman— constituyeuna de las obsesiones más grandes del pensamiento mo-derno, desde Descartes hasta nuestros días, cuando losnuevos conductores, no de masas, pero sí de laboratorios,pretende “clonar” al ser humano, hasta eliminar la últimapartícula de contingencia y caos.

Porque lo contrario de barbarie no es modernidad, ni ci-vilización ni cultura. Lo contrario de barbarie —así era almenos para los griegos— es política. De modo que se puedeser perfectamente moderno y bárbaro a la vez. De acuerdocon esa idea, es posible distinguir dos tipos de barbaries:una histórica-evolucionista y una histórica-contingente. Laprimera barbarie se da en todo aquel largo periodo históri-co previo a la invención de la política, cuando los medios deresolución de antagonismos y conflictos eran puramentemilitares. La segunda se puede dar en cualquier momento

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en que son suprimidas las relaciones políticas. En un senti-do historicista, se trata efectivamente de una “regresión”,esto es, de una pérdida de las facultades reflexivas propiasdel hacer político. Pero esa regresión no es, necesariamen-te, un regreso al pasado sino a “otra parte”. No hay, portanto, contradicción en que exista, por ejemplo, una barba-rie muy moderna, o una modernidad muy bárbara. Tantoel fascismo como el comunismo, como las dictaduras lati-noamericanas fueron “regresiones históricas” que han lle-vado a esa “otra parte”, donde no hay política sino barba-rie, es decir, terror, violencia, maldad.

Sí: maldad...Quizás parezca extraño que aquí se esté recurriendo a

un término tan impregnado por la ética y por la moral, comoes el de maldad. Dicha extrañeza comienza, sin embargo, adisiparse si se recuerda que la mayoría de las teorías polí-ticas, desde Aristóteles hasta Hannah Arendt, han cons-truido su discurso sobre la base de una real o supuestamaldad humana.

La maldad, la palabra y la política

Una de las confrontaciones más intensas con el tema querelata la relación que se da entre maldad y política lo vivióHannah Arendt, cuando hubo de reportear en Jerusalén,en el año de 1960, el juicio a Eichmann, uno de los mayoresgenocidas de nuestro tiempo (Arendt, 1986)

Con la agudeza analítica que muy pocos tienen, y queella poseía en grandes cantidades, observaba HannahArendt intrigada por ese monstruo que no había vaciladoen enviar a miles y miles de judíos —como Arendt mismalo era— a la muerte. Lo primero que llamó la atención deArendt fue la dificultad que tenía Eichmann para expre-sarse verbalmente. Pronto observó que esa falta de capaci-dad de expresión no era motriz, sino equivalente a la inca-

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pacidad del acusado para pensar. “Es decir, él era incapaz,desde la perspectiva de otro ser humano, para imaginaralgo” (Arendt 1986:78).

En otras palabras, Eichmann carecía totalmente de aque-lla facultad que hoy en día se llama empatía social. En tér-minos psicológicos, era un atímico, es decir, alguien que nopuede traducir en palabras sus sentimientos. El caso deEichmann era algo más grave: no podía expresar sentimien-tos porque, sencillamente, nunca los había tenido. No esque tuviera malos sentimientos. No odiaba —a diferenciade Hitler, Himmler o Goebbels— a ningún judío. Carecíaen absoluto de capacidad de odiar y, desde luego (o, por esomismo), de amar. No había aprendido a adquirir sentimien-tos, formarlos, comunicarlos, socializarlos y distribuirlos,cualidades que se adquieren en la vida en común, en rela-ción y en antagonismo con los demás. En términos tambiénanalíticos, Eichmann era el arquetipo de la llamada perso-nalidad narcisista; esto es, de alguien cuya libido se ha es-tancado tanto en su interior y que, con el tiempo, decrecehasta tal punto que termina por perderse definitivamente.Incluso Eichmann había encontrado la posibilidad de desa-rrollar su ausencia definitiva de sentimientos en un ejerci-cio profesional altamente instrumental: era un burócrata.Más todavía: era un buen burócrata especializado, en elclásico sentido weberiano del término. No es que fuera es-túpido o idiota, pese a que no había aprendido a pensar y,por lo tanto, a expresarse coherentemente.

Lo inquietante en la persona de Eichmann —escribió Arendt— esque él era como muchos, y que esos muchos no son perversos nisádicos sino que son terrible y aterradoramente normales(Ibídem:326).

La maldad de Eichmann era absolutamente normal. Enlas palabras de Arendt, era tan normal que incluso era ba-

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nal. La banalidad del mal, la terrible banalidad que puedeasumir el mal, esa fue la constatación que conmovió aHannah Arendt en Jerusalén.

La ostensible incapacidad de Eichmann para pensar si-guió preocupando, durante mucho tiempo, a HannahArendt. Años después volvió a reflexionar sobre el tema.Recordando a Eichmann, escribía que la ausencia de la ac-tividad del pensar no significaba, en ese caso, estupidez.La inteligencia de Eichmann no parecía ser más pequeña omás grande que la de cualquier persona normal. Alguienpuede, efectivamente, ser extraordinariamente inteligen-te, aprender muchos idiomas, solucionar rápidamente com-plicados logaritmos y, a pesar de todo ello, no saber ponerseen el lugar del interlocutor en una conversación o discusióno, lo que es peor, no saber diferenciar, por ejemplo, entre loque es el bien y el mal en un momento determinado.3 Por-que pensar, decía Arendt, es una actividad que interrumpeel actuar, pues pensar tiene siempre que ver con objetosausentes.

Un objeto pensado es siempre una representación, esto es (una cosao una persona) efectivamente ausente y solamente presente para elespíritu, de modo que sólo con la imaginación, en la forma de uncuadro (imago) puedo convertir en algo presente (Arendt 2000:133).

Pensar, para Arendt, es una cualidad que sólo se recreaen los laberintos del mundo interior, que es el de las repre-sentaciones. Pero no es, obligadamente, una condición dela inteligencia.

En términos más generales, es posible afirmar que haydos tipos de inteligencia: la instrumental y la emocional.La última es la que se pone en comunicación con el mundo

3 Violeta Parra lo entendió muy bien en su cada vez más bella canción “Doygracias a la vida”, cuando ella ve “al bueno, tan lejos del malo”. Es que la Violeta sabíapensar.

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interior, que es el de los pensamientos. De ésa carecían, entérminos absolutos, los muchos Eichmann que hay en lahistoria, como pudo comprobarlo Arendt. Dicha constata-ción lleva a pensar, igualmente, que hay, por lo menos, dostipos de maldad. Una —analizada por Arendt enEichmann— que es terrible y banal al mismo tiempo, omejor, que es terrible porque es banal; y otra maldad queno es banal, sino que se alimenta de un mal “deseado”. Enotros términos: existen los malvados que no tienen senti-mientos y los que poseen malos sentimientos. Tanto el unocomo el otro malvado existen siempre, en todos los países yen todas las épocas. Para comprobarlo basta sólo observarel ámbito cotidiano en que nos movemos o leer la páginaroja de la prensa de cada día. Pero no siempre los malvadossalen a la superficie pública, ni mucho menos; o no siemprese hacen del poder, como ocurrió en la Alemania nazi (o enel Chile de Pinochet). Por lo general, tales tipos de perso-nalidades hacen su entrada en gloria y majestad cuando elespacio de la política, como actividad pública y colectiva,ha sido suprimido o destruido.

Ambos tipos de maldad, aparecen cuando no existe lapolítica como medio de intercomunicación de subjetivida-des múltiples, o sobre las ruinas de la política. Eichmann,para volver al ejemplo, bajo condiciones políticas normalespodría haber sido un excelente administrador, uno más deesos autómatas inteligentes que vemos a diario en las em-presas públicas y privadas, en los supermercados y en elEstado. Hasta su muerte, habría pasado, gracias a la es-tricta observación de las llamadas virtudes secundarias(puntualidad, eficiencia, orden, limpieza) por ser un ciuda-dano intachable y, sobre todo, obsecuente. Hasta tal puntollegaba su obsecuencia respecto al poder que acató el vere-dicto de Jerusalén condenándolo a muerte, con la mismafrialdad y servilismo con que acataba las ordenes del esta-do mayor hitleriano. Los jueces eran, en ese momento, la

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representación simbólica y real del poder, y Eichmann ha-bía sido educado para servir al poder, en cualquiera de susformas; y si era necesario morir porque el poder así lo esti-pulaba, había que morir. La banalidad de su maldad eratan grande que ni siquiera podía sentir lástima por sí mis-mo.

Eichmann, efectivamente, podría haber vivido sin Hitler.Hitler, en cambio, no habría podido dominar sin (los)Eichmann. Todas sus obsesiones, sus alucinaciones ideoló-gicas, su maldad sin fondo —sí, incluso su satanismo—,podían sólo realizarse gracias a la presencia de los muchosEichmann que existían en su país, quienes habían hecho,porque así lo habían aprendido, de la adaptación y de laobediencia las virtudes principales de la vida (Mitscherlich,1992:71). Y los Eichmann no eran una excepción en unpaís como Alemania que —como ya se intentó explicar lí-neas atrás— había llegado a ser el más burocratizado detoda Europa. Hecho que alarmó a Weber y que le hizo te-mer, con razón, por el futuro político de su nación. Si hayalgo parecido a una culpa colectiva alemana, observó Arendt,ésta hay que encontrarla en la ausencia de virtudes ciuda-danas de la mayoría de su población (1986:328). O, lo quees lo mismo, en la estrechez burocrática de un espacio polí-tico que hubiera permitido a la ciudadanía desarrollar an-tagonismos mediante la vía de la reflexión y de la argu-mentación, de la deliberación y del debate; es decir, pormedio de la construcción de un discurso político y no poli-cial.

¿Cómo pudo ser que uno de los países culturalmente másavanzados de Europa hubiera llegado a caer en una barba-rie tan siniestra como fue la que hizo posible al Holocaus-to? Es la pregunta que todavía se hacen muchos intelec-tuales europeos. Una respuesta a esa pregunta la encontróHannah Arendt: es que es posible ser culto y bárbaro a lavez (Ibíd., 2000:277-304). Aquello, en cambio, que no es

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posible es ser una persona política y bárbara a la vez. Losgriegos inventaron la luz pública de la política no para sermás cultos —que ya lo eran bastante—, sino para salir dela barbarie. Los asesinos como Eichmann, después de fir-mar cientos de actas de ejecución, e incluso oler el humo delas chimeneas que despedían los cuerpos calcinados en lascámaras de gases, se retiraban en las tardes a sus casas,regaban, como hacen puntualmente mis vecinos, sus jardi-nes; amaban, como Hitler, a los perros; jugaban con susniños; algunos incluso leían a Goethe o escuchaban aBeethoven y Wagner antes de ir a dormir; y en Navidad,después de abrir los regalos bajo el verde pino, rezaban aJesús, sin acordarse, en sus burocráticas cabezas, que elcrucificado a quien le rezaban era nada menos que un ju-dío; otro judío más, asesinado por gente como ellos.

Precisamente en estos días en que se intenta abrir secre-tas actas de asesinatos y torturas, en mi país, Chile, hevuelto a releer relatos que hablan de cuerpos torturados,ojos arrancados, mujeres violadas, miembros destrozadoscon burocrática minuciosidad, aviones cargados de agoni-zantes que son lanzados al mar, uno por uno. Ese infiernodantesco que fue la dictadura de Pinochet. De nuevo, inevi-tablemente, surge la misma pregunta: ¿De dónde viene esaincreíble maldad que nunca vi antes; que no suponía queexistiera en ese país del cual no tengo malos recuerdos nide infancia ni de juventud? Hannah Ahrendt decía, eviden-temente, lo justo: Sin el mundo público, desde donde nacela política, actividad que por ser humana siempre es preca-ria e imperfecta, las colectividades regresan a la barbarie;y cuando la caída en la barbarie tiene lugar en tiemposmodernos, puede ser organizada bajo la forma de empresa,donde se tortura de acuerdo con cálculos previos, con asis-tencia médica, con instrumentos modernos; o en donde seasesina sin pausa, pero con método y precisión. Las dicta-duras de la modernidad, sean fascistas, comunistas, o sim-

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plemente militares, han convertido a la maldad en un sis-tema.

Pero la maldad proviene, antes de ser un sistema, de labarbarie colectiva. Donde no hay política, hay barbarie;donde hay barbarie, hay violencia y terror. En la oscuranoche del terror, los malvados, los peores de todos, encuen-tran sus lugares de realización y, sobre todo, de impunidad.Impunidad que nunca encontrarán en una sociedad políti-camente organizada. Bajo una dictadura, lo peor que hayen cada ser humano puede ser posible. Es por eso que, enmedio de la guerra y la violencia, inventamos un día el es-pacio de la política. Frente al cadáver de la persona amada,como dice poéticamente Freud, comenzamos a pactar conel enemigo, para que él no siguiera matando a los tuyos,bajo la condición de que tú no siguieras matando a los su-yos (Freud, 1916, 1993). Desde ese pacto tan elemental,comenzó a brillar la luz del milagro político, cada ciertotiempo apagada por las dictaduras, hasta que entre las ti-nieblas más oscuras comienza, a veces muy débilmente, areaparecer. Es por eso que a la luz de la política hay quecuidarla con el mismo esmero con que nuestros antepasa-dos cuidaban al fuego.

No se quiere decir aquí que la política nos haga más bue-nos de lo que somos sin ella; pero sí, que la política limita obloquea la increíble maldad que anida en cada ser huma-no. La maldad es, precisamente, la ausencia de límites quela contengan; y el principal de los límites lo fija la palabra:la que se piensa, primero, la que se pronuncia, después, y,por último, la que se escribe. La palabra que se hace frase,la frase que se convierte en idea, la idea que se transformaen argumento, el argumento que se opone a otro argumen-to; el debate, privado primero, público después, la polémi-ca, la retórica, el convencimiento, el acatamiento, la Ley, elCódigo, el Derecho. La palabra escrita que asegure queaquella que pronunciamos no se la ha llevado el viento, y

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queda in-scripta en papeles a los que podemos recurrir cuan-do nuestra dignidad se ve amenazada por el malvado queno reconoce más palabras que las que vienen de sus ham-bres y deseos. La palabra política, palabra en la polis, de lapolis, del ciudadano que hace de la palabra su código, suLey, su Derecho y que defiende con palabras, con frases,con ideas, con argumento y con retórica, todo eso es lasangre, el alma, los huesos y la piel de lo político. Y todo esoes palabra. La que no podemos perder nunca más (Mires,2001a y 2001b).

Lo más malvado de las dictaduras es que nos quitan elderecho a la palabra, y sin la palabra no es posible siquieranombrar al mal por su nombre; tampoco, en consecuencia,al bien. Aristóteles lo dijo mejor que nadie:

Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todoslos demás animales que viven en grey, es evidente, como he dichomuchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Puesbien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdadque la voz puede expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a losdemás animales, porque su organización les permite sentir esas dosafecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedi-

da para expresar el bien y el mal y por consiguiente lo justo y lo injusto

[cursivas, F.M.]; y el hombre tiene eso de especial entre todos losanimales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, ytodos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituyeprecisamente la familia y el Estado (Aristóteles, 1962:21).

Desde luego, la palabra por sí sola no constituye a la po-lítica; pero sin palabras no hay política. De ahí que la liber-tad de expresión sea la primera condición de lo político; tales la razón por la cual la mayoría de los esbirros de lasdictaduras tienen, como observó Hannah Arendt enEichmann, serias dificultades de expresión. Siguiendo aAristóteles, habría que decir, en consecuencia, que el ser

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humano no solamente es un animal social sino que, ade-más, o por lo mismo, es un animal discursivo. La palabra,en efecto, es el primer eslabón de todas las cadenas de lapolítica. Sea la palabra oral en la deliberación, en el deba-te, en la reflexión individual y colectiva; sea la palabra es-crita en el derecho, en las leyes, en las ordenanzas y en losreglamentos. La política es poder, dice Weber. La políticaes el poder de la palabra, se responde aquí, y no el de lasbalas ni de los cuchillos. Distribución, conservación y des-plazamiento de poder, se realizan en la política a través demedios orales o escritos. Tal es el límite que, hasta para unCarl Schmitt, separa a la política de la guerra. BertoldBrecht estaba, pues, muy equivocado cuando en un arreba-to belicista escribió: “Ahora tiene la palabra el camaradaMauser”. Ni siquiera con todas las licencias poéticas que sequieran conceder, tiene sentido esa frase. El camaradaMauser no sabe hablar, lo único que sabe es matar; y losmuertos no hablan, ni siquiera cuando los convertimos enfantasmas.

Sin palabras no hay política. Pero sin política hay, sinembargo, palabras. Son las palabras privadas, o son laspalabras del poder, pero no de un poder político cuya exis-tencia implique desplazarse a lo largo de múltiples espa-cios, sino de un poder concentrado en quien lo detenta yhabla, sin interlocución ni contradicción, en su nombre. Noes la palabra del diálogo. Tampoco es la del antagonismo.Es una palabra sin réplica, que se afirma en sí misma ysólo en la lengua de quien la pronuncia. En ese punto, hayun curioso paralelo entre el dictador y el poeta. La palabrade ambos no reconoce más límites que la que el autor leasigna. La diferencia es que la del poeta es palabrametafórica, construida como un juego de monólogo desti-nado a disociar las relaciones entre las palabras y las co-sas, procedimiento que el poeta utiliza para reconvertir,ilusoriamente, una realidad en otra. La del dictador, en

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cambio, carece del encanto de la metáfora. La suya es unapalabra bruta y brutal; no busca reconvertir a ninguna rea-lidad, sólo quiere destruirla. Sobre la destrucción de lo quees real no puede surgir ninguna metáfora, ninguna re-pre-sentación y, siguiendo a Arendt, por esa misma razón, nin-gún pensamiento. Mientras el poeta dice yo soy como un

Dios, el dictador afirma, yo soy Dios. El como del poeta,deja intacto a Dios. La ausencia del como en el dictador,destruye a la propia idea de Dios. Una hermosa o simple-mente una buena poesía, no puede ni debe ser tomada enserio: es un juego inconsciente, incluso, infantil. Ay del queno tome en serio la palabra del dictador. También la suya,como la del poeta, es una palabra sin límites, pero hay quecreer en ella. O morir.

El mundo mágico de la dictadura

Al igual que en la poesía, la palabra sin límites, es decir,sin política, adquiere un sentido omnipotente y, por lo mismo,mágico. Es que el dictador, sin voces ni palabras que lo con-tradigan, vive en un mundo que es efectivamente mágico. Eldictador confunde su propia biología con el Estado, y al Esta-do con el pueblo, y al pueblo, de nuevo, consigo mismo. Eldictador no escucha las voces de los demás, sólo escucha susvoces internas. La realidad del dictador es alucinatoria,fantasmagórica, fragmentada. Sus frases carecen de lógica yde organización, salvo cuando lucha por el poder, al cual seabraza instintivamente, porque el poder, en su mundo autista,no es más que él mismo. Cuando Fidel Castro decía, por ejem-plo: socialismo o muerte, estaba hablando de su propia muer-te, no de la del socialismo que, parece, nunca lo ha habido enCuba.4 Las dictaduras corresponden, efectivamente, al mun-

4 Tesis que sostuve el año 1978 en mi libro La revolución no es una isla (1978). Enese tiempo era difícil sostener esa tesis en los medios de izquierda. Hoy es, incluso,

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do de lo pre-político que es, por eso, bárbaro; o son regresos ala fase no política de la humanidad, donde, como se deja veren las pinturas de Il Bosco, los humanos se regían por imáge-nes mágicas y/o fantásticas que son, en el hecho, las visionesalucinadas de la barbarie.

Quien como pocos ha logrado captar el mundo internomágico del dictador ha sido el genio literario de MarioVargas Llosa al describir, magistralmente, a ese icono de lamaldad humana que fue el dictador Rafael Leonidas Trujillo,autoproclamado El Benefactor. A continuación, se transcribeuna escena de Trujillo con ese hombre muy político que fueJoaquín Balaguer quien, como presidente fantoche, sirviómucho tiempo y con obsecuencia al horrible dictador.Balaguer, quién además era escritor (y no muy malo) pro-nunció una vez un discurso en donde comparaba a Trujillocon Dios. Gracias a ese discurso pudo acceder a la Acade-mia de Letras de su país. A ese discurso se refiere la si-guiente escena que protagonizan Trujillo y Balaguer:

“Dios y Trujillo: una interpretación realista” —murmuró, bajando lospárpados.

Lo he releído muchas veces —chilló la meliflua vocecita del Bene-factor—. Me sé párrafos de memoria, como poesías.

¿Por qué esta revelación al Presidente fantoche? Era una debili-dad, a la que nunca sucumbía. Balaguer podía jactarse de ello, sentir-se importante. No estaban las cosas para desprenderse de un se-gundo colaborador en tan corto intervalo. Lo tranquilizó recordarque, acaso el mayor atributo de este hombrecillo era no sólo saberlo conveniente, sino, sobre todo, no enterarse de lo inconveniente.Esto no lo repetiría, para no ganarse enemistades homicidas entrelos otros cortesanos. Aquel discurso de Balaguer lo estremeció, lollevó a preguntarse muchas veces si no expresaba una profunda ver-

una tesis de izquierda; o, por lo menos, de esa izquierda que insiste en recuperaruna idea más o menos pura (es decir, no dañada por la realidad) del socialismo.

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dad, una de esas insondables decisiones divinas que marcan el desti-no de un pueblo. Aquella noche, al oír los primeros párrafos que,embutido en el chaqué que llevaba con su poca apostura, el nuevoacadémico leía en el escenario del Teatro de Bellas Artes, el Benefac-tor no le prestó mayor atención (él también vestía de chaqué, comotoda la concurrencia masculina; las damas iban de traje largo y pordoquier destellaban joyas y brillantes). Aquello parecía una síntesisde la historia dominicana desde la llegada de Cristóbal Colón a laHispaniola. Comenzó a interesarse cuando, en las palabras educa-das y la elegante prosa del conferencista, fue asomando una visión,una tesis. La República Dominicana sobrevivió más de cuatro siglos—cuatrocientos treinta y ocho años— a adversidades múltiples—los bucaneros, las invasiones haitianas, los intentos anexionistas, lamasacre y fuga de blancos (sólo quedaban setenta mil al emancipar-se de Haití) gracias a la Providencia. La tarea fue asumida hasta en-tonces directamente por el creador. A partir de 1930, Rafael LeonidasTrujillo Molina relevó a Dios en esa ímproba misión.

“Una voluntad aguerrida y enérgica que secunda en la marcha dela República hacia la plenitud de sus destinos la acción tutelar y bien-hechora de aquellas fuerzas sobrenaturales” —recitó Trujillo, con losojos entrecerrados—. “Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, laexplicación, primero de la supervivencia del país y, luego, de la actualprosperidad de la vida dominicana”.

Entreabrió los ojos y suspiró, con melancolía. Balaguer lo escu-chaba arrobado, empequeñecido por la gratitud.

—¿Cree usted todavía que Dios me pasó la posta? ¿Que me de-legó la responsabilidad de salvar a este país? —preguntó, con unamezcla indefinible de ironía y ansiedad.

Más que entonces, Excelencia —replicó la delicada y clara voce-cita —.Trujillo no hubiera podido llevar a cabo la sobrehumana vi-sión, sin apoyo trascendente. Usted ha sido, para este país, instru-mento del Ser Supremo. (Vargas Llosa, 2000:292-293)

Después de una primera lectura, uno no sabe si perma-necer más atónito frente a la ilimitada omnipotencia del

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dictador o frente a la igualmente ilimitada servidumbre delconsejero. Pero, si se lee el libro hasta el final, esa impre-sión cambia un poco. Pues se trata de una novela con dospersonajes principales. Uno es el cruel dictador, el otro esBalaguer. Balaguer es, en efecto, la única personalidadauténticamente política que existe en todo el libro. No merefiero a su indudable capacidad camaleónica para saberadecuarse a todos los momentos y circunstancias; tampocoa su innegable instinto de oportunidad, que lo lleva a reali-zar las más audaces maniobras cuando nadie lo esperaba.Ni siquiera a su increíble perseverancia. Esas son, si sequiere, virtudes políticas secundarias. Me refiero, sí, a suindudable don de palabra, la que hace prevalecer entre lasjaurías más carniceras que rodeaban al dictador. Gracias aese don, él, en medio de la locura desatada, fue el único quepudo conducir a la República Dominicana para que entra-ra, después de la muerte de Trujillo, si no a una avenidademocrática, por lo menos a una republicana. ¿Qué llevóentonces a ese hombre culto e inteligente a comparar a esabestia sedienta de sangre que era Trujillo, nada menos quecon Dios?

¿Sólo servilismo? Pero Balaguer podría haberse deshe-cho en miles de adjetivos y alabanzas sin necesidad de re-currir a Dios, como hacían todos los cortesanos de Trujillo.¿Miedo tal vez? Algo hay de eso. Pero no, yo creo que VargasLlosa tiene razón cuando escribe que en ese discurso co-menzó a aparecer “una tesis”. Dicha tesis encuentra unadelgada raíz en el cristianismo determinista que sustenta-ba Balaguer. “Los designios de Dios son ineluctables”—acostumbraba repetir. Luego, ha de haber existido algu-na razón oculta que llevara a Dios a poner a ese demonioen el poder. Pero, por otra parte, no hay que olvidar queBalaguer no sólo era un creyente, sino además un políticocontumaz, algo que logró demostrar tanto en la novela comoen la realidad. En ese sentido, me parece advertir que

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Balaguer estaba intentando, nada menos, que encontrarun fundamento político para que el poder trujillista pudie-ra sustentarse sobre algo que no fuera la pura maldad hu-mana. La legitimidad de ese dictador no podía venir delpueblo ni de ninguna parte. Pero había, de todas maneras,que buscar una legitimidad, y si no había ninguna que fue-ra humana, tenía que ser, por lo menos, divina. En verdad,lo que hizo Balaguer fue restaurar la teoría del poder divi-no absoluto de las monarquías pre-modernas europeas,aunque en la República Dominicana y en pleno siglo vein-te. Lo que no sabía el imbécil de Trujillo, y que sí sabíaBalaguer, era que con la teoría del poder divino va acopla-da la teoría del “tiranicidio”, que es un derecho que se re-servan los pueblos para ajusticiar a los monarcas si éstosno se ajustaban a la Ley de Dios.5 El de la divinidad era,por lo demás, el único fundamento al que podía echar manoBalaguer para darle un sentido mínimamente político a esaatroz dictadura. Lo grotesco era que Balaguer estaba res-taurando la primera de las tesis políticas de la premo-dernidad, a pocas millas de los Estados Unidos, en mediode la fase más alta de la modernidad capitalista y no en elsiglo catorce.

Pero, por otra parte, ¿no era la realidad política domini-cana muy similar a la de los países europeos cuando fueinstaurada en ellos la primera forma de dominación políti-ca, que fue la monarquía absoluta de origen divino, cuandono había pueblo, ni nación, ni mucho menos “sociedad”, demodo que el poder sólo podía venir de Dios? ¿No fueron losprimeros reyes europeos tanto o más sanguinarios de lo queera Trujillo? ¿No había surgido el mismo Trujillo de unarealidad no-política cuya barbarie no tenía nada que envi-diar a la que prevalecía en la Europa del siglo trece? Sus-

5 Así ocurrió en la novela y, probablemente, también en la realidad. Uno de loshéroes que ajusticiaron a Trujillo, el “turco” Estrella Sadhalá, fervientemente católico,contaba, para realizar su acción, con la tácita venia obispal.

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tentar a Trujillo sobre la base de un poder supuestamentedivino era incluso políticamente progresista, si se tiene encuenta que, hasta antes de ese discurso, el poder de Trujillose sustentaba sobre la pura sangre derramada. Balaguerintentó, quizás, dar forma, mediante el recurso de la divi-nidad, a un Estado que hasta ese momento no existía. Ha-bía pues que, por lo menos, poner el primer hito político enla historia de ese pobre país. Después aparecerían losHobbes y los Locke para dar forma más civil a ese infierno.Todavía no aparecen, pero Trujillo es un pasado. Aunquenunca olvidado: su maldad fue demasiado grande para me-recer el privilegio del olvido. La República Dominicana noes, por cierto, un modelo de democracia moderna; pero hayuna Constitución y leyes que a veces se acatan; hay políti-cos, algunos respetables y, por lo tanto, algo de política. Enun tiempo relativamente breve, ese país ha avanzado másrápido que lo que lo hicieron las democracias europeas másilustres, antes de llegar a serlo. Parte de ese mérito le co-rresponde a Balaguer, lo más lejano que puede haber a unhéroe; pero, a fin de cuentas, una cabeza política en mediode los lobos.

Los señores políticos

Trujillo fue un tirano pre-político en un país donde nun-ca había existido la política. En eso se diferencia de otrostiranos latinoamericanos quienes montaron su dominaciónsobre la base de repúblicas y democracias que existían pre-viamente. Hay dictaduras de fundación y la de Trujillo per-tenece a esa clase. También hay dictaduras regresivas. És-tas son las que hacen regresar a las naciones de las que seapoderan, desde un mundo político, al de la barbarie.

Chile, por ejemplo, fue, hasta 1973, una nación política-mente constituida. Volvió a serlo a partir de la década de1990, con la lenta y nunca bien terminada instauración de

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la democracia. En ese intervalo, entre dos periodos demo-cráticos, apareció el más feo rostro de la barbarie; pero noel de un supuesto pasado bárbaro, sino el de un presente nopolítico. Y si se quiere buscar un buen ejemplo que com-pruebe la tesis de cómo la maldad reina allí donde la políti-ca no existe, hay que leer las alocuciones, entrevistas y dis-cursos que generosamente daba a conocer el generalPinochet, quien no sólo ha sido uno de los más notablesantipolíticos de la historia moderna, sino además uno delos que más se ha jactado de serlo.

Parece que cada cierto tiempo la historia se empeñaraen mostrarnos lo que era el mundo antes de que existierala política. Pinochet, sin duda, es uno de los arquetipos deese pasado bárbaro de la humanidad. Con toda probabili-dad, su retrato pasará a situarse al lado de otros mons-truos que han retornado desde lo más obscuro de la barba-rie humana hacia la época moderna. Pinochet, como ya sedijo, no sabe siquiera hablar, es decir, argumentar, razo-nar. Más aún: detestaba el uso coordinado de la palabra y,por ende, detestaba sobre todo a “los señores políticos”—incluso más que a “los marxistas”, símbolo que utilizabacomo agente de negación semántica de su propia personali-dad antipolítica—. Esto no era sino la afirmación constitu-tiva de su barbarie personal.

La personalidad prehistórica de Pinochet es un ejemplointeresante, puesto que —aunque de modo caricaturesco—se encuentran concentradas en él las dos maldades que die-ron origen a los totalitarismos europeos. Poseía, en efecto,la maldad de quien no tiene sentimientos; y, además, lamaldad de quien tiene malos sentimientos. Mucho se hahablado de la enorme capacidad de traición y de simula-ción que poseía Pinochet. Y es verdad: ni siquiera vacilabaen hacer asesinar antiguos compañeros de armas si eso fa-vorecía sus objetivos. Pero quizás, en ese punto, haya quediferenciar entre dos Pinochet. Antes de que se hiciera del

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poder y después. Antes de asaltar el poder, parecía ser, másbien, un Eichmann, tal como describiera a EichmannHannah Arendt: un funcionario obediente, cumplidor, or-denado y, sobre todo, con muy poca capacidad de pensa-miento; característica esta última que supo mantener conconsecuencia durante toda su vida. Hasta el momento delgolpe, la maldad de Pinochet era, pues, banal. Pero conver-tido en dictador, adquirió, casi de pronto, ciertas caracte-rísticas que son más bien propias de un Hitler y un Stalin.Su lenguaje burocrático, por ejemplo, se convirtió en un len-guaje poblado de alucinaciones, cada una más fantásticaque la anterior.6

Como Hitler y Stalin, quienes hablaban siempre de erra-dicar a los parásitos de la sociedad, Pinochet se refería con-tinuamente a su obsesión por erradicar “la mala yerba”.Continuamente, al igual que los otros dos monstruos, ha-blaba de “desinfectar” al país. Lo mismo ocurría en el planode las representaciones subjetivas. Hitler veía el espíritudel judaísmo en todas partes. Stalin hacía asesinar a sussubordinados cuando de ellos se apoderaba el espíritu de laburguesía. Pinochet veía el espíritu del marxismo hasta enel Vaticano. En ese mundo no político que es el del dictador,los procesos pierden toda relación de causalidad y el “pen-samiento mágico”, como ocurría en la era de la barbarie, seapodera completamente de la realidad. Sólo en una reali-dad donde la política ha sido destruida es posible decir, comouna vez dijo Pinochet, que el golpe de Estado hubo de lle-varlo a cabo cuando la virgen María, reencarnada en la fi-gura de su esposa Lucía, le ordenó que así lo hiciera paraque sus nietos no se convirtieran en esclavos.

Cuando el espacio de la política se encuentra clausura-do, no existen posibilidades para que se establezcan rela-

6 Acerca de este tema, vale la pena consultar el libro de María Dolores Souza yGermán Silva Auge y ocaso de Augusto Pinochet (1988).

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ciones públicas entre sujetos y objetos. Esto quiere decirque, inevitablemente, aparecen bloqueos en la comunica-ción tanto en las mentes de los actores sociales, como en lasrelaciones que contraen entre ellos. Los actores sociales, alno poder convertirse en actores políticos, esto es, en serescon capacidad de articulación, en referencia recíproca, ne-gativa o positiva, no pueden, efectivamente, ser sujetos paralos demás, y luego, tampoco pueden serlo para sí mismos.En el mundo de la dictadura, los objetos andan por un ladoy los sujetos por el otro, sin encontrarse jamás, pues faltanlas palabras (están prohibidas) que unan a los unos con losdemás. Es por eso que el lenguaje de todos los dictadores,de todos sin excepción, está atiborrado de imágenes queprovienen de relaciones puramente subjetivas, pero que él,el dictador, porque es portador, si no del poder por lo menosde la violencia, se atreve a pronunciar en público. Es elúnico, por lo demás, que puede hacerlo. Debido a esa razón,el dictador, al clausurar la objetividad de la cosa pública, seha condenado a sí mismo a vivir encarcelado en sus propioslaberintos subjetivos, a los que confunde con la realidad delas cosas. El dictador es, en cierto modo, una víctima de símismo. Así se explica que el mundo interno y externo de losdictadores sea irracional o fantástico; es decir, mágico, comosólo lo es el mundo de los pueblos más primitivos. El dicta-dor vive la realidad como un sueño, y sus víctimas, qué dudacabe, como una pesadilla. Es difícil, por lo tanto, entendera una dictadura desde fuera, desde otro país, o desde otrostiempos. Las categorías racionales que usamos para enten-dernos unos a otros en el mundo abierto de lo político, nosirven cuando se trata de entender esa fragmentada reali-dad que representan las dictaduras y los dictadores.7

7 Quizás esa sea la razón por la cual tenemos un acceso más fácil al conocimientode las dictaduras por medio de novelas. Desde el legendario Tirano Banderas delespañol Valle-Inclán, hay una abundante producción novelística latinoamericana acercadel tema. Para nombrar al vuelo sólo algunas: El señor presidente, de Miguel Ángel

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Ahora bien, si política, y no cultura, es lo contrario a barba-rie, es porque la política se ha situado en un espacio que haresultado ser absolutamente incompatible con relaciones depoder totalitarias, dictatoriales o simplemente autoritarias,que son las formas pre-políticas de dominación ygobernabilidad. Y es así porque el espacio de la política espúblico, es decir, transparente y accesible a todos aquellosque adquieren condición civil o ciudadana. Eso significa quela luz pública de lo político es condición de la llamada socie-dad civil. A la inversa también. La publicidad de lo políticosólo ha podido aparecer allí donde hay polis, o ciudad políti-ca (y no policial), o lugares de civilidad. Por cierto, la condi-ción civil no anula ni elimina las recaídas en la barbarie. Haymúltiples ejemplos históricos que han mostrado que la bar-barie, o fin de la politicidad, amenaza con reaparecer en cual-quier momento en que la civilidad se encuentre agrietada.

Es que a la civilidad hay que cuidarla con más cariño yesmero que a un jardín. No hay nada más difícil que recu-perar el status ciudadano que otorga una civilidad política.Eso lo saben muy bien los pueblos de Europa del Este. Igualde bien lo saben aquellas naciones latinoamericanas quehan tenido que sobrevivir a las más bárbaras dictadurasque sea posible imaginar. Desde luego, el restablecimientode relaciones civiles no asegura por sí solo la solución a losinfinitos problemas que padecen tantas regiones del globo.Pero sin ese mínimo de civilidad, que no es otra sino lacondición que garantiza la participación política de la ciu-dadanía, ninguno de los problemas que hoy nos agobian,podrá ser solucionados alguna vez.

Ninguno, aunque sobre nuestros países llueva todo el orodel mundo.

Asturias; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; El discurso del método, de AlejoCarpentier; El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; La fiesta del Chivo, deMario Vargas Llosa; sin olvidar la cada vez más fascinante producción literaria deAlberto Bolaños.

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