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Círculo vicioso. A María Magdalena, que ha renovado mis inspiraciones... Montoya.

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Círculo

vicioso. A María Magdalena,

que ha renovado mis

inspiraciones...

Montoya.

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I

La feria

Jamás podré olvidar la calle donde viví de pequeño. Se encontraba en la periferia del

Forestal, un cerro enorme, lleno de escaleras, de calles sin pavimentar, de casas de múltiples

formas y colores a medio terminar, de ropas en los cercos y de caras.

Caras que se asomaban siempre en las ventanas, nunca faltaban, auscultando todo lo

que circulaba por las veredas, como miles de ojos acusadores, siempre al acecho, espiando

amenazantes.

La calle bullía todo el tiempo: de chiquillos mal vestidos, de mujeres chismorreando, de

obreros desocupados, de tahúres y drogadictos, de alcohólicos sin remedio. De granujas

hambrientos y haraposos

El domingo todo cambiaba, era un día de feria, las hortalizas se amontonaban lánguidas

sobre los tablones, las manzanas y naranjas relampagueaban al sol, tiestos con semillas resecas,

panes, dulces, pescados de dudosos olores. Sombrillas remendadas, bullicio, riñas, caos. La

música se prodigaba con generosa estridencia por los callejones .La cancha se llenaba de

gente, de ociosos oportunistas, de apostadores tramposos y de falsos deportistas. Los más

pequeños, como nosotros, aprendíamos a sobrevivir en medio de esta explosión de colores y

olores que se extendía como un carnaval o como un volcán en erupción.

La gente se empujaba, se voceaban de un extremo a otro de las veredas. Comadronas se

insultaban blasfemando acaloradas. Insultos y palabrotas iban y venían descontrolados, como

una forma coloquial de comunicación. Algún niño de pecho lloraba, una madre amamantaba

sin pudor, un loro imitaba a algún vendedor, los perros ladraban, peleaban y copulaban a pleno

sol. Lo ebrios se sentaban en las veredas tomando grandes jarros de cerveza y riendo a

carcajadas. Un viejo barbudo y desdentado afilaba cuchillos y tijeras pedaleando una gastada

rueda de esmeril .El muchacho de la carnicería le trajo un manojo de cuchillos y hachas , nos

entretuvimos con las chispas de oro que salían de su filo y que pronto se esfumaban en el

aire.Las jovencitas parloteaban y gorjeaban como una bandada de loros.

Pícaros mocetones arrimados a algún carro estacionado jugaban dinero a los dados y

apostaban nuevas conquistas, vagabundos holgazaneaban repantigados al sol del medio día.

Mujeres gordas cocinaban con las ventanas abiertas repartiendo olores de carnes y

pastas pasosas. Jugadores ocasionales de fútbol con zapatos raídos se paseaban a torso

desnudo, arrogante y pretenciosos luciendo mal logrados tatuajes de mujeres desnudas y

calaveras

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Más allá un predicador auguraba los peores castigos infernales para las almas

pecadoras y llamaba con pasión mesiánica a la redención. El tabernero de la esquina hojeaba

mientras tanto la última edición de una revista de desnudos, algunos atrevidos mozalbetes le

hacían rueda riendo sibilinos alrededor esperando ver alguna teta. Detrás de los puestos de

fritangas dos muchachotes se golpeaban y sangraban de las narices, Las mujeres seguían su

paso indiferentes, los hombres hacían apuestas y azuzaban la pelea.

El cura de turno revestido de su sotana esperaba en el portal de la capilla. Con una

mano repiqueteaba una campanilla llamando a sus feligreses y con la otra espantaba los

quiltros viejos y sarnosos que buscaban la sombra y el frío de las baldosas del interior.

La calle se llenaba de carros, de cochecitos con madres tetonas y sudorosas que

paseaban orgullosas a sus bebés…. Mi madre regateaba acaloradamente con el verdulero,

siempre salía con la suya. Mi padre en la esquina dictaba su cátedra de fútbol, nadie se atrevía

a contradecir sus conocimientos.

Nosotros corríamos tras los carros y los camiones de carga, aprendíamos a hacer los

viajes de balde, nos colgábamos peligrosamente de la parte posterior y robábamos manzanas,

cargábamos pesados bolsos ganando alguna moneda o una bebida. Comíamos todo lo que

conseguíamos, llevábamos verduras y hortalizas que rebuscábamos para nuestras casas.

Por las tardes bajábamos al fondo de la quebrada y nos bañábamos en el

esterillo, nos estirábamos como gordas lagartijas desnudas al sol. Recorríamos el bosquecillo

de retamos jugando y, de regreso cargábamos nuestras espaldas con pesados atados de leña.

II

Rosy

La población tenía su historia particular, como todas las poblaciones que han surgido de

tomas ilegales, siempre creciendo como mala hierba. A diario una nueva familia se instalaba

sin ningún criterio urbano en algún terreno baldío, dejando estrechas callejuelas de acceso, o

peligrosas escaleras de interminables tablones de madera.

Era el sueño de la casa propia, o del suelo propio. Familias de campesinos pobres

llegados de algún punto de los pueblos vecinos en busca de trabajo, desocupados capitalinos

arrancando de otras miserias. De este modo esta extraña conjunción permitía que floreciera

allí la pobreza y la indigencia. Todo el mundo conocía de los demás sus necesidades y su

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oficio : estaba “Don Juan , el mecánico”, “El maestro tún-tún “, soldador .Estaban además los

sapos de micros , los suplementeros , los jardineros , los fontaneros , los cuidadores de autos ,

las nanas, los mecheros, los lanzas, los maleantes, los ladronzuelos y las putas. Sabíamos

cuales eran sus casas y los clientes habituales que atendían en el barrio.

Lo peor del barrio eran las pandillas, cada barrio tenía una semejante. Era una forma de

sentir pertenencia y protección, una escuela del crimen y pobreza donde sobresalían los

discípulos más aventajados. Nunca trabajaban, se pasaban el día ociosos, buscando la manera

fácil de obtener dinero .Cada cierto tiempo se enfrentaban y arreglaban sus pendencias

sangrientas.

Se dedicaban también a una especie de deporte: cazar jovencitas, las miraban llenarse,

crecer, hacerse mujer, las marcaban como suyas. Las engatusaban con engaños, a veces con

violencia y las arrastraban hasta la quebrada donde las abusaban, muchas veces las

consecuencias eran fatales. Las madres llamaban a la policía, llegaban, investigaban,

interrogaban a alguien, se iban, pasaban unos días y luego todo se olvidaba. Una vez un

mocetón que iba camino a la quebrada me regaló un par de monedas y me pidió a cambio que

fuera a la taberna del “Pirincho” y que le diera a su amigo “veneno” solamente este mensaje:

“quebrada” .El mocetón se agitó, le brillaron los ojos, apuró de golpe el resto de cerveza, y

salió apresurado del local en dirección de la quebrada. Cuando entendí el significado, me

sentí como un Judas. Me deshice luego de las monedas en el fondo del canal como un signo

de arrepentimiento. Supe que esa vez hicieron “fila”, la muchacha cayó a la posta de urgencia,

afortunadamente sobrevivió. Tiempo después se mudaron, dejando el barrio y la media-agua

abandonada Al otro día los vecinos se encargaron de desarmar y de llevarse todo lo que

pudieron.

Por esos días, decidimos buscar una nueva entretención: molestar a las prostitutas,

Rosy era una de ellas. En ese entonces yo creía estar enamorado de Rosy, era alta, de piernas

hermosas, de busto prominente y bien proporcionado, cintura estrecha, su cabellera castaña

relucía ondulante al Sol. Tenía un trasero que no dejaba a nadie indiferente. Lo mejor de Rosy

para mi, era su cara, redonda como muñeca de porcelana, un par de labios como una

pincelada carmesí, sus ojos algo azulados le daban aire de tristeza e inocencia enternecedora.

Cuando pasaba cerca de mí, Rosy metía la mano a su blusa, sacaba un caramelo y

extendía su mano:

-¡Tu caramelo mi amor!- me decía tiernamente, pasando una mano por mi cabello

hirsuto-

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Yo apenas tenía siete años, pero estaba dispuesto a crecer lo antes posible para casarme

con Rosy. Le había confiado a mi madre este secreto y cuando me tomaba entre sus brazos y

me daba uno de sus mojados besos en la cara, ella le hacía un guiño cómplice a mi madre y

sonreía.

Comencé a negarme a que Rosy me besara cuando la vi. con otros hombres que metía a

su cuarto y, entonces “Pepe Nacho” me cantaba burlándose:

-¡La prometida de “Colorín” está con otro hombre! ¡La prometida de Colorín está con

otro hombre!.....-Repetía socarronamente, cantando con una vocecilla aflautada-

Entonces yo me abalanzaba sobre él como un gato enrabiado. Nos trenzábamos a

golpes hasta que uno de los dos quedaba sangrando o alguien nos separaba. Generalmente era

yo el que tenía que desistir de la pelea y, entraba lloriqueando a casa, me arrojaba en los

brazos de mi madre dolido y desencantado.

¡Mamá no quiero ver nunca más a Rosy! – decía gimiendo –

¡Ya, ya... mi muchachito... Encontrarás una nueva novia!....- decía mi madre

consolándome y pasándome tiernamente una mano por la cabeza-

Mi madre apreciaba a Rosy, provocaba en ella un sentimiento de ternura, le daba

consejos para que dejara esa vida que llevaba:

- Debes dejar esa forma de ganarte la vida…no es digna de una muchacha como tú – le

decía mi madre con ternura.

- Si, mamy, pronto verás que encuentro un trabajo y dejo esta porquería - prometía

Rosy, acurrucándose melosa en el regazo de mi madre y besando sus manos -

Después Rosy seguía igual, como siempre, soportando los golpes y malos tratos que le

daba su rufián. Mi madre se molestaba un tiempo con ella, le hablaba con indiferencia, a veces

le ignoraba. Pero cuando volvía de nuevo, herida y destrozada, ahí estaba, generosa,

acogiéndola y curando las marcas que le dejaba la vida que llevaba.

No sé la razón por la cual mi madre quería a Rosy, pero la vi muchas veces preocuparse

en demasía de ella. Mis padres odiaban esta forma de vida y toda la porquería que había detrás

de ello, especialmente de la violencia y las golpizas que le propinaban los truhanes para los que

trabajaban. Pero era compasiva con las mujeres que habían elegido esa forma de sobrevivir. Mi

padre a veces se molestaba cuando llegaba a casa del trabajo y encontraba a alguna de ellas en

la cocina parloteando con mi madre. Cuando quedaban a solas, le recriminaba:

-Luisa... no está bien que dejes entrar a estas mujeres a nuestra casa… los vecinos

pueden hablar mal. Debemos ser cuidadosos con nuestros hijos - decía mi padre con

desdén-

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-Pues….deja que hablen, si no tienen otra cosa en que ocuparse –respondía dulcemente

-Estas muchachas necesitan de alguien que las consuele… sufren mucho- añadía

pausadamente-

III

Pepe Nacho

Pepe Nacho era mi ídolo, tenía alrededor de nueve años cuando le conocí .era más bien

bajito para su edad, fornido, fuerte, cuadrado pero ágil como un gato, de brazos cortos y

potentes como un remolcador. Boxeador natural, arrojado .y belicoso. Ya entonces a su corta

edad tenía esa mirada desdeñosa y sabina de los delincuentes.

Era inquieto e indómito como un gitanillo, siempre estaba en movimiento, planeando su

próxima jugada. Desconfiado y vengativo como un brujo, cubriendo siempre sus espaldas.

Leal con quienes éramos sus amigos y brutal con sus enemigos. Tenía un defecto: un ojo bizco,

huidizo, como si mirase en todas direcciones. Nadie podía mencionarlo en su presencia, de

hacerlo sufriría seguramente una golpiza de su parte

Pepe Nacho no le temía a nada y a nadie, era capaz de trenzarse a golpes con

muchachos que le doblaban en porte y edad. Salía siempre victorioso. Tenía una estrategia de

pelea que le daba resultado: bastaba que pegara el primer golpe y enseguida se abalanzaba

como un toro sobre su presa hasta derribarlo a cabezazos, buscaba la nariz o las partes bajas de

sus adversarios. Una vez, se trenzó a golpes con un muchacho recién llegado a la toma, era

fuerte y hábil en la riña callejera, observamos incrédulos como nuestro paladín perdía la pelea.

En un instante de descuido, como un perro rabioso le saltó encima y logró asirse de un

mordisco de una pierna de su contrincante, el pobre aullaba como un quiltro apaleado, gemía

de dolor y Pepe Nacho cual una sanguijuela aferrada a esa pierna sangrante. Cuando por fin se

liberó, su boca tenía un rictus sangrante de irónica y triunfante sonrisa. Quedamos en silencio,

luego uno de los nuestros comenzó a aplaudir, los demás le seguimos al unísono .El aterrado

muchacho salió corriendo en medio de la confusión, saltaba en un pie y aullaba de dolor

llamando a su madre.

Pepe Nacho nos enseñó a robar en los almacenes. Hacíamos un tumulto y

despistábamos al tendero, uno de nosotros estiraba su mano por entre las nuestras y robaba

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dulces o panes de encima del mostrador. Algunas veces fuimos sorprendidos y echamos a

correr antes que nos diera alcance el furibundo almacenero.

Jugábamos al trompo, construíamos carretones para lanzarnos en picada por la

pendiente del camino. Nos bañábamos en la quebrada, cazábamos lagartijas con lianas de

pasto, las hacíamos pelear y apostábamos monedas. Nos subíamos a los árboles y nos

descolgábamos de las ramas como verdaderos micos. Perseguíamos a pedradas las levas de

perros. Tiramos un gato muerto en el patio de la Iglesia. Echábamos a correr por cualquier

cosa.

Pepe Nacho inventó un nuevo juego: hacer rabiar las rameras. Empezamos con Rosy,

llegamos hasta su casa, la encontramos sentada en la entrada de su portal, pintarrajeándose,

desparramando en su precaria vestimenta perfume barato, delineándose las cejas frente a un

pequeño espejo.

-¡Rosy es una puta! …. ¡Rosy es una puta!.......-comenzamos a cantarle, bailando

burlonamente a su alrededor y sin entender cabalmente el significado de lo que decíamos

Pero Rosy no se inmutó, nos miró con sus ojos melancólicos y compasivos, mostrando

una inexplicable indiferencia, parecía no importarle nuestro juego. Luego, con desdén, dio la

vuelta, entró a su casa y no dijo nada. Me sentí mal, algo ahogado, pero ¿Qué hacer? , estaba

con mis amigos, tenía que seguir con esta cruel diversión hasta el final.

El nuevo juego aparentemente no dio resultado con Rosy, nos sentimos decepcionados

y confusos, así es que fuimos más arriba, donde la “Peteroa”, una prostituta vieja y gorda, de

carne flácida y rosada, sus tetas eran como dos globos a punto de estallar. Vestía una especie

de kimono transparente que asomaban un par de piernas gruesas y carnudas. Algunas várices

azulosas asomaban de sus canillas. Estaba sentada en la entrada del zaguán silbando una

cancioncilla de moda.

-¡La Peteroa es una puta!…. ¡La Peteroa es una puta!- comenzamos a cantarle

repetidamente-

Su rosada y redonda cara, comenzó a desfigurarse. Se puso algo morada, como poseída

por un espíritu maligno, descompuesto y rabioso como cochinillo a medio morir. Se levantó,

agarró el madero que servía de tranca del portón y comenzó a gritar mientras nos perseguía.

-¡En cuanto los alcance los mato, mocosos sinvergüenzas...! – vociferaba amenazante-

¡Que alguien me agarre estas sabandijas conch….!

-agregaba enfurecida-

Había dado resultado , el juego era divertido, volvimos una y otra vez sobre nuestra

víctima. La pobre Peteroa finalmente se echó a llorar, humillada, vencida como un gladiador

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derrotado. Quedó allí, jadeante y despaturrada al sol. Su torpe maquillaje corrió por sus

mejillas haciéndola ver como un payaso triste. Esto ya no nos divertía, salimos de allí algo

confundidos, sintiéndonos culpables.

Cuando llegué a casa, Rosy estaba sentada en un rincón de la cocina, mi madre la

consolaba, ella sollozaba amargamente. Me miró y a pesar de su rabia y decepción no sentí

odio en su mirada.

-¿Por qué le has hecho esto a Rosy?- me interrogó mi madre severamente-

¿Qué le he hecho yo a Rosy?-respondí preguntando estúpidamente-

Mi madre me puso entonces de espalda sobre sus faldas y comenzó a darme correazos

enérgicamente en las nalgas, a pesar de mis súplicas y mi llanto no me soltó hasta que hubo

terminado de castigarme. Rosy suplicaba a mi madre que terminara de flagelarme

¡Mamy por favor...ya no lo castigue más… por mi culpa…ahora mi bebé me odiará!-

suplicaba con ternura.

Desde ese momento comencé a odiar a Rosy, más que por la paliza que recibí, por

haberme enterado que también era prostituta y que se vendía por dinero. Después de este

acontecimiento cuando la encontraba en casa sencillamente la ignoraba. No le recibía los

caramelos que me llevaba de regalo.

Una vez estaba con mi madre en la feria del día domingo y venía Rosy del brazo de su

rufián. Se veía radiante como el medio día, su cabellera castaña y ondeada relucía al sol, su

mirada triste y melancólica tras sus ojos mortecinos como dos aceitunas a medio madurar. Me

miró con ternura, hurgó mi cabello pegajoso y dijo dirigiéndose a su paraninfo

-¡Por fin vas a conocer al amor de mi vida!

-¿Sabes….? Cuando sea mayor, mi “colorín” se casará conmigo-Agregó, poniéndose

las manos en la cintura-

-¡Ahá... de modo que tengo un contrincante!- dijo su acompañante, acariciando su

incipiente barba-

Mi madre en tanto sonreía y no dejaba de regatear y conseguir mejores precios.

Siempre era así, cuando Rosy o alguna de sus niñas, como ella las llamaba, se acompañaba de

sus protectores prefería ignorarlas.

Si en ese momento hubiese tenido una pistola les hubiese dado un buen tiro a ambos-

pensé vengativo-

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IV

Mis parientes

Siempre he recordado esa paliza, no porque me enseñara algo bueno, sino porque al día

siguiente fue el cumpleaños de mi hermana. Angélica tenía el doble de mi edad, cumpliría ese

año quince años. Yo estaba orgulloso de ella, como mi madre y mi padre, más que por su

belleza, por lo buena que era, siempre sonriente y amable con todos, bondadosa, generosa y

obediente. Atenta a los requerimientos de mi madre, acompañándola en todo momento. Parece

que Dios a veces envía ángeles a la tierra para hacer más llevadero el dolor y las

necesidades…Eso era Angélica: ¡Un ángel! ¡No podía llevar otro nombre! Era además una

buena estudiante, obtenía siempre las mejores notas y se ganaba todos los premios de fin de

año. Para mi padre valía cualquier sacrificio que podía hacer por ella. Quizás tenía la esperanza

de que Angélica fuera capaz de romper el círculo estrecho de miseria en que vivíamos.

Angélica además era hermosa, como una muñeca fina, mis tías le decían “La barbie”.

Esbelta, de largas y estilizadas piernas. Su cabello dorado liso y largo, era el orgullo de mi

madre, se tomaba su tiempo en cepillarlo diariamente por las tardes. Mi padre decía que había

heredado la prestancia de mi abuela paterna, mi madre agregaba que la inteligencia seguro era

de mi abuelo materno .Angélica tenía además un par de ojos redondeados como dos canicas

grandes de colores indefinidos, a veces celeste, otras verdes, como inocentes camaleones que

se adaptan a la luz. Su fina nariz, respingada proporcionaba perfectamente su dibujada boca.

Un par de pecas sobre las mejillas le daban ese toque especial de inocencia y encanto.

Ese día, las visitas comenzaron a llegar temprano, los familiares trajeron carne, bebidas

y helados. Ellos se encargaron de engalanar la casa con guirnaldas plateadas , globos y letras

alusivas a la celebración . Dispusieron también las mesas en el patio para la comida.

Mi padre se levantó de madrugada, insistió que fuéramos a retratarnos donde el

fotógrafo que vivía a pocas cuadras de allí. Angélica se puso el vestido que le habían comprado

para la ocasión. Un traje de fino raso, con mangas de terciopelo, de botones dorados hasta la

cintura, una cinta de seda en el pelo y zapatos de charol.

Mi padre se empaquetó su terno gris, se puso corbata y zapatos lustrosos, parecía un

abogado. Mi madre se sacó el delantal , se ordenó el cabello y se calzó el vestido negro de

felpa .Me obligó a ponerme la chaquetilla y el pantalón que me había preparado durante la

semana .Fuimos por la calle principal , mi madre gruñendo con desgano , le disgustaba ponerse

zapatos altos .Mi padre ufano y orgulloso luciendo su prestancia. Mi hermana iba feliz como

una reina, saludando a los súbditos que se cruzaban a nuestro paso. Llegamos así al lugar

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indicado, golpeamos con insistencia, esperamos un rato hasta que apareció un hombrecito

diminuto con cara de vivaracho, delgado y paliducho. Nos sonrió dejando al descubierto unos

dientes amarillos y nicotinosos, acomodó sus escasos cabellos desordenados y nos hizo pasar a

un pequeño estudio con un pegajoso olor a alcohol

¡Que madrugador es usted… don Oscar!- dijo a mi padre restregándose los ojos-

-Tenemos muchas cosas que hacer hoy….y es mejor terminar esto cuanto antes-espetó

mi padre solemnemente-

Después de probar distintos ángulos, se metió detrás de una cortina, nos dijo: ¡Miren el

pajarito! , sonreímos y ¡Plaff! . Luego, mi padre acordó algo más con el “artista” y nos

regresamos a casa , cansados pero triunfantes , con la sensación de haber cumplido con el más

importante de los ritos.

Mi padre en ese entonces era un hombre joven, le gustaban estas reuniones, recibir de

visita a sus parientes y amistades. Ese día incluso dejó de trabajar .Por la tarde hubo carne

asada, la mesa prodigaba colores de ensaladas y botellas de jugos y licores. Comimos hasta

hartarnos y jugamos hasta el anochecer. Angélica no dejo de probarse nuevos vestidos que le

trajeron de regalo, casi no probó bocadillos por lucir su enorme oso de peluche que le regaló

uno de mis tíos.

Por la tarde, jugamos cartas y lotería. Mi madre como siempre hizo honor a su buena

suerte en el juego y se llevó todas las monedas. Después los mayores se pusieron a contar

historias, las que siempre repetían cada vez que se reunían, nosotros escuchábamos una vez

más con entusiasmo, nos reíamos de las intervenciones divertidas del tío Samuel y de lo

colorido y exagerado que era para narrar sus audaces chascarros. Al otro extremo de la mesa,

un amigo de mi padre: Pancho, el avaro se zampaba el resto de pollo frito y aprovechaba de

empinar el codo lo más que podía .Como la comida y la bebida era gratis, comió hasta

atiborrarse.

No recuerdo bien, pero alguien contó que una porcina de una población vecina había

parido una cría con cara humana, producto de la relación zoofílica que el degenerado dueño

mantenía con el animal.

Néstor, un pintor de brocha gorda, contó que más arriba vivía un viejo solitario, medio

loco, que lo atormentaba el espíritu de su madre a la cual había dejado morir en la indigencia.

Decía además, que la finada se le aparecía como un fantasma y lo recriminaba por tan grande

falta y que este lloraba como un niño. Que por las noches prefería salir a vagar por las calles

iluminadas porque no podía conciliar el sueño en la oscuridad. Alguien agregó que había

recurrido a una bruja llegada del norte a la que le había pagado por un manojo de cruces de

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colores que puso como contra en el dintel de la puerta y otras se las había colgado al cuello

.Desde entonces, su finada madre le había dejado de atormentar.

Después de tanto banquete e historias me dio sueño, busqué el regazo de mi madre y me

acomodé para dormir.

-¿Es que te vas a dormir en el día del cumpleaños de tu hermana?-me interrogó

cariñosa-

Mi cansancio era mayor que las ganas de contestarle. Atiné solo a levantar mi mirada

hacia ella y le guiñé un ojo somnoliento.

De pronto se escuchó un grito de dolor que venía de la calle. Los mayores corrieron a

la ventana. Mi padre salió y volvió al poco rato.

-…Han apuñalado a un hombre allá afuera… -comentó nerviosamente-

Vimos como la gente comenzaba a rodear al hombre que gemía y se desangraba en el

frío de la noche. Más tarde llegó la ambulancia, recogieron el cuerpo ya inerte. La policía

interrogó a alguien, la subieron al carro y desaparecieron. Un gato saltó desde lo alto de un

tejado, se arrimó sigiloso a olisquear la sangre aun fresca en la tierra.

Después de algunos comentarios y especulaciones, prosiguió la tertulia, se reanudaron

los juegos. Mi tío Samuel iniciaba un nuevo relato, se volvieron a llenar los vasos. Mi hermana

me prestó su enorme oso de peluche. Por fin me dormí.

V

El verano

Lo mejor de mi calle era el verano, a pesar del sol que nos atormentaba, de las pulgas y

cucarachas que nos invadían como un ejército de tanques en miniaturas, no puedo negar que

eran divertidos.

Bajábamos a la quebrada a principio de la época estival y reparábamos el estanque

destruido una vez más por el torrente del invierno pasado. Poníamos a prueba nuestro ingenio,

remendando con trapos robados en nuestras casas, restos de maderos y cuanto pudiera

servirnos para tal propósito.

Pasábamos todo el día en la calle y jugábamos hasta el anochecer. Alguien lanzó un

perro muerto al estanque y decidimos bañarnos robando agua del único grifo público instalado

en la esquina de la avenida principal. Otras veces nos empapábamos unos a otros con la

manguera en los patios de nuestras casas. Nuestras caras escamosas y quemadas nos dolían de

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tanto sol, nuestros pelos se aclaraban con tanta agua clorada. Mi padre decía que parecíamos

“gringos” y se reía a carcajadas. Nuestras madres nos rapaban en esta época para evitar los

piojos, que proliferaban en los pisos de madera .Vestíamos la mayor parte del tiempo pantalón

corto y a torso desnudo. Los más pequeños circulaban desnudos por los callejones sin ningún

pudor.

Jugábamos en la albardilla que quedaba en los patios sin pavimentar después de tanta

agua despilfarrada. Inventamos una guerra de terronazos y alguien salió mal herido. Volvimos

una semana después a nadar al esterillo después de sacar el animal muerto, el mal olor no nos

importó demasiado, no era peor que el que nosotros expelíamos. Un niño pequeño estuvo a

punto de ahogarse en el estanque, estuvimos dos días castigados, al tercero estábamos de nuevo

metidos en el fango. Mi madre no dejaba que Angélica se bañara en esa inmundicia, por

miedo a que se contagiara la sarna. Ese verano, Pepe Nacho se inició en el vicio del cigarrillo,

solo tenía once años. Nos obligaba a dar algunas pitadas, si nos negábamos, amenazaba con

lanzarnos a lo profundo del esterillo y sumergirnos a fuerza de mantener la respiración hasta la

cuenta que a él se le antojara prudente. Se burlaba de nosotros cuando nos veía mareados y

descompuestos. Ese verano me juré que nunca fumaría, años después rompí esa promesa

A nuestras madres parecía no importarles lo que hacíamos durante estos dos o más

meses de ociosidad y, vagábamos sin tener obligaciones que cumplir .Comíamos abundante

fruta de la estación. Íbamos a la feria y esperábamos hasta el atardecer, ayudábamos a recoger

los pertrechos a los feriantes, ellos nos daban a cambio frutas que no habían sido escogidas.

Nos zampábamos sandías enteras, quedábamos como gordas ranas, la piel de nuestra panza

parecía a punto de rasgarse ante el menor pinchazo. Hicimos competencia de pedos y eructos

La patrona de la madre de Nibaldo, el Chirigüili, una vez más renovó su refrigerador, el

antiguo se lo dieron como parte de pago de su salario. Hacíamos helados de jugos y comíamos

cubos de hielo a mordisco, punzamos el congelador con un cuchillo para obtener mejores

trozos, hasta que una tarde silbó en nuestras caras un gas nauseabundo que inundó la cocina.

Después supimos que el aparato no volvió a funcionar. Chirigüili se llevó una paliza y estuvo

castigado una semana. Le silbábamos como pequeños delincuentes desde la calle, se asomaba

al patio y le lanzábamos frutas. Su madre descontrolada nos insultaba:

-¡Váyanse de aquí…mocosos sinvergüenza!

-¡Hijos de puta…como los alcance….!-vociferaba descontrolada, mientras nos corría a

pedradas.

Ese verano ocurrió algo inesperado, poco antes de la navidad llegó a instalarse a la

toma una mujer de mediana edad, se veía jovial, alegre y extrovertida. mostraba un afecto

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especial por los pequeños, nos regalaba pan dulce que ella misma cocinaba, nos

arremolinábamos alrededor suyo como cachorros tras su madre. Tenía un hijo en el ejército,

era su orgullo, a todo el mundo mostraba la foto donde aparecía con quepís y con un fusil en

posición de combate. De vez en cuando la vino a visitar, discutían y luego se marchaba

desapareciendo por un tiempo.

Samantha, así se llamaba, se dedicaba también al antiguo negocio, pero por alguna

razón nosotros la queríamos. Construyó una pequeña casita de tabiques montados en pilares de

cemento, en la entrada había puesto un pequeño balcón donde le gustaba solazarse y beber

esperando a sus clientes. Era distinta de las demás putas que conocíamos, no negaba su oficio y

parecía estar orgullosa de ello. Las mujeres se incomodaban y se sonrojaban cuando contaba

sin prejuicio las aventuras con sus clientes, se vanagloriaba de haberse echado encima más de

doscientos hombres, decía que llevaba la cuenta religiosamente.

Era una mujer atractiva, cuando se arreglaba se veía distinguida, tenia una forma

cadenciosa de caminar, vestía polleras ajustadas que pronunciaban su trasero. Tenía una cara

agradable, sus ojos algo indefinidos, quizás lo único que perturbaba su belleza era su nariz algo

rojiza y demasiado restregada. Había días en que no salía y se quedaba en el balcón

emborrachándose. Mi madre no la quería.

Un día, que estábamos fastidiados de tanta ociosidad, Pepe Nacho me susurró al oído:

-Colorín vamos donde la Samantha…acaba de pasar uno de sus clientes... espiaremos

por la ventana….-dijo en voz baja para que los demás no se enteraran.

-Tengo sed...voy a beber a mi casa y vuelvo…- dije fingiendo aburrimiento

-¿Quieres acompañarme Pepe Nacho?-Agregué cómplicemente guiñándole un ojo.

Saltamos el cerco del patio trasero y nos escabullimos agazapados por la calle paralela.

Llegamos frente al portón de la casa de Samantha, descolgamos la tranca y cruzamos el

zaguán, subimos sigilosos los tres escalones que daban al balcón .Oímos gemidos en el

interior, Una voz gruesa expresó algo inentendible y se echó a reír. Sentí miedo y quise

escapar del lugar. De pronto, Pepe Nacho me detuvo de la manga y me obligó a mirar por la

ventana que estaba entreabierta, la brisa descorría la sucia cortina en un vaivén imperceptible.

Me quedé congelado viendo en la semioscuridad el cuadro grotesco de dos cuerpos

desnudos jadeantes sudorosos y acelerados, en un ir y venir de espasmos y convulsiones.

Luego todo fue quietud. Pepe Nacho me jaló del pantalón y me descolgué de la ventana aun

confundido y avergonzado.

El regreso, lo hicimos en silencio, hasta que llegamos a casa. Pepe Nacho me exigió

severamente no comentar a nadie lo sucedido. Dijo además que el ya lo había hecho antes,

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que esta vez había sido una sorpresa que tenía para mí. Agregó que ya era hora que supiera

como se hacían los bebés.

-¡Así no pueden hacerse los bebés!- le grité furibundo

-¡Eres un mentiroso!- agregué desafiante-

-¿Colorín…de verdad no lo sabías?-Me interrogó imperturbable.

No pude responderle, entré en mi casa y miré a mi madre agraviado. Ella, extrañada

continuó con el planchado. No podía creer que mi madre me había hecho a mí del mismo

modo.

Me dirigí directamente a mi cuarto, me eché en la cama y lloré .Me venció el sueño y

dormí hasta el día siguiente .Por un tiempo estuve sin poder mirar a los ojos a mi madre, me

sentía traicionado y sucio. Ella, ignorante de lo que me pasaba, sufría amorosamente mis

desprecios. Años más tarde pude entender la verdad de todo este asunto y, entonces pude de

verdad volver a amarla con intensidad y quitarme estos prejuicios equivocados.

VI.

El circo

Lo último entretenido que ocurrió al final de ese verano fue el arribo de un circo que

llegó a instalarse en medio de la población. Levantaron una vieja y descolorida carpa, tan

remendada que parecía imposible poner un nuevo parche sobre ella. En el palo mayor colgaron

una desteñida bandera de indescifrable procedencia. El dueño era un hombre de mediana edad,

grueso y mofletudo, huidizo, sus ojos pequeños brillaban como los de una rata en la oscuridad,

causaba desconfianza y temor el modo lascivo con que nos observaba, parecía estar siempre

desnudándonos .Gritaba órdenes a sus empleados con su voz chillona y afeminada. Cargaba un

gato romano, excesivamente gordo entre sus brazos, sacaba galletas de sus bolsillos y le daba

de comer en sus manos. Vestía camisa floreada y botas como un gitano. Sus manos

resplandecían de anillos de jaspe y de brillantes que costaban un millón de dólares falsos.

Lucía una gruesa cadena de oro en su cuello, de dudosos quilates. Acostumbraba a retozar en

una silla de playa con sombrilla, se escarbaba los dientes y la nariz pacientemente, se retorcía

el bigotillo como un gato, metía sus manos en el pantalón y se rascaba las partes impúdicas con

total desparpajo. Cuando le sentíamos roncar, nos acercábamos sigilosos a espiar. El nos

miraba con el rabillo del ojo simulando roncar.

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Estacionaron su destartalado camión donde acarreaban sus pertenencias a un costado de

la cancha, ahí mismo armaron las pequeñas carpas donde pernoctaban. Apostaron sus mesas

de campaña y cocinaban a pleno sol. Sospechamos que durante el tiempo que estuvieron en el

lugar jamás se bañaron. Fue un misterio descubrir donde deponían sus necesidades

intestinales.

Trajeron consigo animales amaestrados : Un mono pequeño idiota y famélico que

chillaba y saltaba de un lado a otro en su pequeña jaula, todo el día ; un caballo canijo , de

patas largas como escoba , tenía un ojo virulento, siempre cerrado , espantaba las moscas

dando tiritones como un epiléptico . La estrella del circo era un león, o lo que quedaba de él, un

bicho enteco, anémico y ulceroso, babeaba achacoso en una jaula demasiado segura para una

bestia como él.

El “Señor corales” como le había apodado mi padre al patrón del circo, echó a correr la

noticia sobre la compra de perros y gatos para alimentar al desnutrido carnicero. Pepe Nacho y

yo ganamos buen dinero aprovisionando de alimento al hambriento animal. Las madres de la

población se sintieron agradecidas de la desaparición de tanto quiltro callejero. No opinaron lo

mismo al enterarse que nosotros estábamos detrás de esto, cuando acabada esta provisión,

comenzaron a desaparecer perros de cuidado.

-Desaparezcan de aquí…demonios, granujas, satanaces, hijos del diablo-eran los

insultos más suave que recibíamos-

-¡Que me toquen mi guardián…porque les parto el culo a garrotazos!-nos amenazaban

coléricas

-¡Ni piensen acercarse a nuestras casas…mocosos de mierda!-Nos corrían rabiosas

Tuvimos que buscar provisiones desde las poblaciones vecinas. Pepe Nacho se

transformó en un frío y calculador asesino, le echaba el ojo a su presa, seducía su victima con

un sebo que sacaba de sus bolsillos, pasaba la correa por el cuello y le asestaba el golpe

mortal con el pesado fierro que escondía entre sus ropas. Mientras tanto yo hacía de guardia,

cubriendo sus espaldas cómplicemente. Le observaba en el atardecer como un cuadro macabro,

cargando en una bolsa el aún tibio botín. Quise negarme de acudir a algunas de estas tropelías,

pero el temor a una zurra de su parte era mayor a mi voluntad.

Vimos así como el felino se repuso después de tantos banquetes, del mimo modo

nosotros nos atiborrábamos de helados y dulces con el dinero que ganábamos. Pepe Nacho

compró de contrabando una revista pornográfica que no se cansaba de hojear , me dejó ver solo

la cara de una desnudista hermosamente maquillada , como las que se ven a diario en la

televisión , después de rogarle y pagarle unos cuantos centavos, me dejó ver también sus tetas,

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no pude descubrir donde escondía este tesoro tan preciado . Pepe Nacho compró también una

caja de cigarrillos, bajaba a la quebrada y fumaba a escondidas, mientras tanto yo comía y

bebía hasta hartarme.

El circo llevaba un par de semanas instalado. A media tarde, llamaba a la única función

por una bocina gangosa que emitía una grabación inentendible, nosotros corríamos detrás del

destartalado auto que recorría lentamente las callejuelas del cerro anunciando el particular

espectáculo. Esa vez se detuvo descompuesto y lo jalamos de vuelta como una manada de

enanos forzudos, el señor corales, nos dejó disfrutar de la función sin cobrarnos.

-Señoras, señoritas, señores….distinguida concurrencia – comenzó a saludar el

anunciador zalameramente, acentuando su voz afeminada, que era por lo demás el propio

dueño que hacía al mismo tiempo de promotor, plantón y domador de bestias salvajes.

-Señoras y señores…directamente de…. las bellas bailarinas de ukelele…Dayanna,

Maritza y Jobanka.-anunciaba frenético, el director en su smoking estrecho y lustroso-

-Nos deleitarán con su baile exótico y…..-Agregaba presuntuoso-

Se atenuaron las luces y aparecieron evolucionando en la pista tres ninfas con atuendos

polinésicos, provistas de argollas gimnásticas que mantenían girando con alguna dificultad en

la cintura, intercambiaban torpemente los aparejos unas a otras, volaban por el aire y llegaban

accidentalmente a las gradas. Los espectadores reían a rabiar, chillaban, silbaban destemplados

y aplaudían. Las bailarinas calzaban una toca de plumas sobre sus cabezas que las hacia

caminar erguidas como princesas, a pesar de sus atuendos, se veían cuadradas y duras, de

movimientos exagerados y algo torpes. En un momento, el proyector de luz enfocó su cono

luminoso sobre las tres odaliscas, se suavizó la música y comenzaron a contornearse

sugestivamente desprendiéndose de sus atuendos.

-Alguien del público gritó haciendo eco con sus manos:

-¡Mijita rica! , ¡Mi amor...! …..-

-Se produjo una gran risotada general, golpes de pies sobre los tablones y silbidos

destemplados-

-¡Hay…que está rico el trío de maricones!-Gritó la misma voz, simulando el modo de

hablar de los amanerados.

Después hubo un ir y venir de respuestas cada vez más agudas y atrevidas, se lanzaron

baldes con papeles de colores a las graderías a modo de agua, una de las artistas persiguió a un

espectador por sus excesos y le propinó una zurra simulada de carterazos. Nosotros estábamos

sorprendidos de la inesperada transformación que habían experimentado tan hermosamente y

acicaladas féminas, ahora presenciábamos confundidos este espectáculo de transformismo que

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vitoreaba bulliciosamente el público. Se despidieron y volvieron repetidas veces y en cada

salida el diálogo con los espectadores se tornó más agresivo y chocarrero, los pequeños

ignorábamos que todo era parte del show. Una madre gorda se atragantó de la risa, tuvieron

que sacarla a que tomara agua y aire fresco. Un ebrio desdentado reía de buenas ganas mientras

empinaba lo quedaba de una botella. Pepe Nacho aprovechaba los descuidos y se birlaba las

palomitas de maíz.

Cuando por fin lograron salir de escena, uno de estos personajes presentó el siguiente

número artístico:

-¡Estimado público asistente…! –comenzó a decir con voz aguda, jadeante y

enjugándose el sudor de la frente con su pañuelo colorido.

-¡Directamente desde un continente desconocido….el más grande domador de bestias

salvajes….el gran….! – terminó anunciando con voz aflautada y poco entendible.

Las luces se habían apagado previo al anuncio y ahora se encendían de improviso, en el

centro de la pista se dejó ver de pronto el felino, la bestia gruñía aún adormecida, como si la

hubiesen sacado de un profundo sueño y tenía que estar ahí a desgano. De pronto un

chasquido del látigo del domador cayó como un rayo en el lomo del animal. Éste agitó

desconcertado en la estrechez de la jaula. El mono, como un energúmeno chillaba y saltaba

sobre la cubierta, azuzándole atrevido y desafiante, con la seguridad que el provocado animal

no podía darle alcance .La gente reía desmedidamente. El mono hacía gestos obscenos

provocando más descontrol.

-Y ahora…señores la parte más peligrosa del espectáculo-Anunció una voz

melodramática detrás de las cortinas-

-¡El gran maestro……pondrá la cabeza entre las fauces del peligroso animal!-terminó

anunciando no muy convencido-

Entonces el señor corales que hacía de domador de bestias salvajes, abrió con fuerza el

hocico del animal e introdujo parte de su cuerpo entre sus fauces desdentadas. Acabada la

hazaña dio una palmada cariñosa al bicho y se inclinó a recibir el merecido aplauso .Acto

seguido ató el aparejo a la jaula del tiro del caballo que había permanecido en un rincón de la

pista, como un espectador más, se perdió tras bambalinas con sus animalejos entre risotadas

mordaces de los asistentes.

Luego vino un acto de magia. Apareció en escena en medio de una música misteriosa,

un hombre delgado y enjuto. Su aspecto era de un cadáver: pálido, ojeroso y demacrado tras un

traje negro con un sombrero alto. La muchedumbre guardó silencio. Se posó en el centro de la

pista, respirando agitado, sus bocanadas de hálito frío salían de su boca como una nube de

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vapor. Yo estaba impresionado con este ser extraño que no habíamos visto antes y que tenía al

público hipnotizado.

Se sacó y se puso repetidas veces su sombrero, revolvía la mano en su interior

mostrando que estaba vacío. De pronto, algo se movió sobre su cabeza, retiró nuevamente su

toca y apareció de la nada un peludo y blanco conejo.

Pepe Nacho, hacía esfuerzos por hacerme entender que todo era una ilusión.

-¿Qué sabes tú de magia...?- le interrogué rabioso-

-Colorín lo más probable es que el conejo haya estado todo el tiempo en el fondo del

sobrero cubierto con un doble fondo-me explicó razonablemente-

Mientras tanto, el misterioso personaje hacía aparecer y desaparecer cartas, monedas y

bolitas entre sus dedos. Yo le observaba extasiado, por más que intenté descubrir sus trucos, no

pude hacerlo. Terminada su presentación, el singular personaje hizo un par de reverencias,

mientras el público aplaudía aturdido. Antes de perderse tras la carpa, se detuvo y miró hacia

donde estaba Pepe Nacho y yo. Un escalofrío subió desde mis pies a la cabeza.

Después del obligado intermedio salieron a la pista los payasos, que sacaron las mejores

risotadas con sus piruetas y sus golpes a mansalva. Se hicieron zancadillas y caían

estrepitosamente al suelo dando alaridos exagerados. Establecieron un diálogo chapucero y

soez con el público .Pepe Nacho y yo, nos retorcimos de la risa cuando se bajaban sus

desproporcionados pantalones coloridos y mostraban el culo a las graderías.

Cuando llegué a casa, mi madre, tras ver la hora, me recriminó severamente. No me

importó demasiado, la experiencia valió la pena, aún a costa de recibir una paliza.

El circo tuvo que marchar días después. Siempre recordaré el modo como ocurrió .Fue

poco antes de comenzar la función del sábado siguiente. El señor corales había raptado con

engaños a uno de los pequeños del lugar, lo había arrastrado hasta la carpa donde pernoctaba

con la intención de abusar de él, el muchachito comenzó a gritar como un berraco, lo vimos

escapar desnudo y aterrado entre los parroquianos que a esa hora esperaban ingresar a la

función.

De pronto, de entre la multitud saltó el padre, un hombretón corpulento, poderoso como

una grúa. Su grueso cuello pareció estallar, se dirigió cegado de ira en busca del abusador. La

endeble carpa sucumbió ante la primera embestida. Lo demás fue brutal, golpes, palos, patadas.

Otros padres se sumaron a la golpiza, dejando al sujeto como un despojo sangriento .Algunas

madres, enteradas a última hora, iracundas y virulentas volvían como un jauría furibunda sobre

el cuerpo inconsciente y descargaban su furia incontenida.

Cuando al día siguiente volvimos al lugar, el circo se había marchado.

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VII

La escuela

Se acabó el verano y el otoño se dejó caer como una maldición y, con ella, la escuela. A

ninguno de nosotros nos agradaba tener que empaquetarnos en el uniforme; los zapatones y la

corbata nos ahogaban, pero teníamos que hacerlo a punta de amenazas. Ese lugar era una cárcel

y los maestros nuestros carceleros, nuestro pecado era ser jóvenes y querer disfrutar la vida, sin

preocupaciones, ni obligaciones que cumplir. Sin embargo, teníamos que estar encerrados en

una sala, presos y tiesos, mientras afuera el otoño resplandecía, allí no había estímulos para

granujas como nosotros. Queríamos seguir disfrutando este estado de libertad lo más que

pudiéramos, nuestra motivación era el juego y la ociosidad .La disciplina y las obligaciones un

atentado a nuestra felicidad, el riguroso horario una forma brutal de opresión. Buscaríamos el

modo de rebelarnos frente a tanta injusticia.

Éramos, a buenas cuentas, un dolor de cabeza para nuestros maestros, les sacábamos de

quicio, abusábamos de su paciencia: peleándonos, insultando y negándonos a hacer todo lo que

se nos obligaba. Rompíamos las normas establecidas, rompíamos nuestras cosas y las ajenas.

Nos burlábamos de los sumisos y los débiles. Actuábamos como pequeños delincuentes,

atemorizantes, hampones e incorregibles.

Llevamos a Nico, un niño famélico y escuálido como una araña, al baño y, le mojamos

la ropa, después le cantamos en el patio haciéndole ronda y musarañas con las manos:

¡Nico se orinó! , ¡Nico se orinó!......-canturreábamos al unísono, mientras nuestra

víctima lloriqueaba desconsolado, queriendo huir del lugar-

La madre del muchacho llegó indignada a la escuela y exigió el más duro castigo para

nuestra crueldad. Nos obligaron a quedarnos inmóviles de rodillas en un rincón, nos lavaron

la boca con jabón de lejía. Nos dejaron hinchada las manos de tantos varillazos. Aun así

nuestra buena conducta duró solo el resto de la jornada. Nos obligaron a disculparnos.

Tampoco esta inocente lección sirvió de algo.

Nuestras madres pasaban parte de su tiempo en la oficina de control justificando

nuestras faltas y pidiendo nuevas oportunidades a nuestras incorrecciones. Muchas veces les

oímos traspasar sus propias incapacidades a nuestros tutores, permitiéndoles que nos

corrigieran con merecidos azotes.

Yo odiaba a uno de los maestros de la escuela, era impasible y atemorizante, silencioso

y vengativo. Tenia una voz poderosa, amenazante, que infundía miedo, se paseaba a nuestro

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alrededor como un gendarme, se acariciaba la barbilla y a la menor falta descargaba, como un

verdugo rabioso, la reglilla que empuñaba siempre en sus manos en nuestras cabezas. Parecía

disfrutar cuando nos obligaba a parar el trasero y darnos con la regla metálica golpes a su

antojo. Si intentábamos engañarle, poniéndonos un cuaderno entre las ropas, el castigo se

duplicaba. A un muchacho le sangró la oreja de tanto que se la jalaron. Al día siguiente llegó

con esa parte de la cara teñida de un rojo desinfectante. Nos burlamos de él hasta hacerlo llorar.

¡Oh, maestro estúpido que lograste hacer de esa parte de nuestra juventud un infierno!

¡Oh, viejo voraz de cerebros, que descargaste en nosotros tus propias amarguras y

frustraciones!

-No podía entender y pensar de otro modo en aquel pasaje de mi vida-

Recuerdo además que ante los castigos, Pepe Nacho era el único que no lloraba, y

miraba desafiante, altanero y con desprecio, soportando como un valiente mártir estos

castigos, esto enfurecía aún más a su verdugo, el que parecía ensañarse golpeándole con más

violencia. Un día Pepe Nacho se rebeló ante estos continuos abusos y arremetió contra el

maestro propinándole un puñetazo en la nariz, tal como nos lo había prometido. Se produjo un

silencio eterno, sabíamos que las represalias serían terribles, aunque estábamos complacidos de

lo ocurrido. Recuperada la calma, el profesor furibundo y sangrante levantó al pequeño truhán

por las solapas y se lo llevó de la sala. No supimos más de él. Finalmente terminaron

expulsándole, su madre no hizo nada y Pepe Nacho vagabundeaba por las calles solazándose

por las esquinas. El resto le envidiábamos

En casa siempre había allegados, y eso a mi madre parecía no importarle. A veces era

gente que llegaba al barrio y no tenían donde cobijarse, mis padres permitían que se quedaran

un tiempo, mientras conseguían dónde irse. Otras veces era algún pariente que nos visitaba y se

quedaba más allá de lo esperado, mi madre generosa los acogía y se preocupaba de ellos.

Lo mejor de ese otoño fue que a fines de Abril, llegó a quedarse con nosotros tía

Noemí, había terminado de estudiar en un internado técnico y buscaba ocupación. Mi madre la

recibió como se recibe a una hija y le acomodó una cama junto a Angélica. Mi hermana estaba

feliz, tendría por lo visto, alguien un poco mayor con quien compartir sus cuitas. Trajo consigo

muy pocas pertenencias: una maleta pequeña, un bolso de mano y su guitarra.

Ella era una muchacha campesina, algo silenciosa y de una candidez propia de la gente

pueblerina .Sin embargo no era tímida, más bien reservada. Tenía el corazón de mi madre,

también su mirada. Unos ojos verdes que se reflejaban como dos esmeraldas en el ámbar de su

pelo bien cuidado, una piel bronceada y suave como cántaro pulido. Un cuerpo duro y firme,

bien moldeado. Y, por sobre todo una sonrisa, sin proponérselo siquiera, coqueta y sugestiva.

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Yo estaba feliz que tía Noemí se quedara con nosotros, desde que se instaló en nuestra

casa me adoptó como su niño regalón, pasé los mejores momentos con ella. Se transformó en

mi mejor aliada, de algún modo influyó a que me comportara mejor en la escuela. Mi madre

me reconvenía cuado abusaba de su voluntad, especialmente cuando me hacía los trabajos

escolares. Por las tardes salíamos al portal, nos sentábamos arrimados a la cerca hasta que

oscurecía. A veces, tía Noemí tomaba su guitarra y cantaba una de esas cancioncillas

pueblerina que tanto gustaban a mi padre. Él salía y se quedaba ensimismado contemplándola.

Pepe Nacho se enojó conmigo, porque pasaba más tiempo en casa y preocupado de mis

deberes. No me hablaba cuando me veía colgado del brazo de mi tía camino al colegio. Todas

las tardes me llevaba a comprar el pan al boliche de “los cochinos”. El dueño era un viejo

gordo y zalamero, de mejillas coloradas y de bigotes negros, cuadrados y espesos como una

brocha. No me gustaba como miraba a mi tía Noemí, ella no se daba cuenta que, aprovechaba

cualquier descuido para mirarle el trasero.

Un día camino a la escuela, Pepe Nacho me saltó encima desde una esquina y me dijo:

-¡Colorín… ya es momento de aclarar el asunto!-me espetó amenazante-

-¿Qué asunto…?-contesté simulando distracción-

-¡Pues….lo de tu tía!

-¿Qué ocurre con mi tía?-volví a preguntar algo confundido-

-¡Mira colorín…no te hagas el huevón…o eres mi amigo…o te lo vas a pasar como un

maricón al lado de tu tía!-me largó de golpe-

Estuve pensando en esta decisión un par de días. Por un lado, estaba el hecho de no

querer perder la amistad de mi amigo, un compañero leal, un hermano de tropelías, pero al

mismo tiempo estaba mi tía, esa cercanía que me había hecho tanto bien. Finalmente fue ella la

que resolvió sabiamente esta disyuntiva, después de confiarle mi conflicto. Acordamos que no

me iría a buscar más a la escuela. Pepe Nacho valoró profundamente esta decisión y volvimos

a renovar estrechamente nuestra amistad

VIII

El invierno

La lluvia se dejó caer a fines de Abril, mi padre decía “Abril lluvias mil” y ¡Vaya que

tenía razón! A mí no me gustaba esta época del año, teníamos que permanecer encerrados en

nuestras casas y allí nos aburríamos. Nuestra pandilla entonces, entraba en un receso obligado

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y casi no nos veíamos .Cuando la lluvia era persistente mi madre no me enviaba a la escuela y

me obligaba a quedarme en cama; temía que enfermara como en el invierno anterior. Yo

odiaba la lluvia que caía estrepitosa sobre el tejado de latas de mi cuarto, a veces se filtraba

alguna gotera y mi padre buscaba algún cubo improvisando una solución apresurada.

Todos los inviernos eran iguales: inalterables, humedad, enfermedades, pulmonías, las

miserias se expresaban con más fuerza aún. Florecían con el frío y la falta de abrigo las

necesidades de la población. Los viejos morían, los pequeños invernaban como osos esperando

sobrevivir la primavera. Las frágiles casas resistían apenas el vaivén del viento que sacudía a

ráfagas de muerte su silbido avasallador. Los hombres se encaramaban a los tejados,

desprotegidos, desafiando la tempestad, tambaleantes como equilibristas suicidas sobre las

cornisas, a cubrirlos con mangas de nylon, tablones, piedras y amarras. La naturaleza

implacable arrastró ese invierno a un par de familias al fondo de la quebrada. Así era la nueva

toma de Forestal en el invierno, una postal de miseria, pobreza y enfermedades.

Pasada la tormenta salíamos de nuestras casas como los bichos salen de su madriguera,

malheridos pero triunfantes y esperanzados. Caminábamos por el barro y nuestros zapatos se

quedaban enterrados en el lodo tras de nosotros, nos ensuciábamos y nuestras madres nos

regañaban. El cuarto de cocina permanecía con ropa colgada de los cordeles la mayor parte del

tiempo. Mi madre echaba hojas de eucaliptos en un tarro y las ponía encima de la estufa, según

ella, eso ayudaba a mejorar los catarros, yo odiaba ese olor.

Lo mejor que ocurría era que las clases se suspendían, la escuela se ocupaba como

alberge para socorrer a las familias maltratadas por la tormenta. Cuando se reanudaban,

teníamos que convivir en los salones contiguos con gente que dormían, cocinaban y hacían sus

necesidades en los mismos excusados nuestros. Llegaban los empleados del municipio,

llenaban formularios, les regalaban una casa de auxilio, se volvían a instalar en el mismo lugar

y todo seguía igual.

En esta época del año la mayoría de los padres pasaban la mayor parte del tiempo

desocupados, y permanecían rabiosos encerrados en las casas invernando obligados. En esta

estación, el trabajo escasea porque: nadie pinta sus casas, nadie construye o invierte en

reparaciones. Nuestra familia se las arreglaba con lo que podía ganar mi madre en sus costuras.

Mi padre trabajaba en una fábrica, era uno de los pocos que permanecía ocupado todo el año.

Tía Noemí había comprado una revista de canciones, en ella estaban las letras y las

partituras. Por las tardes se quedaba al lado de la estufa atizándole leña y se ponía a

descifrarlas lentamente en la guitarra. A mi madre le fascinaba oírla cantar; ella también

canturreaba desde su rincón de costura. Si mi padre estaba en casa, dejaba la lectura y la

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miraba extasiado, a veces lloraba emocionado. Mi madre la interrumpía y le pedía que le

explicara el contenido de las canciones .Tía Noemí, pacientemente, fue introduciendo en

nuestras conciencias la valoración por el trabajo de los cantores populares. Cuando mis padres

le oían cantar “Gracias a la vida”, con esa voz desgarradora y sentida, nos quedábamos

absortos oyéndole y mirándole con la devoción con que se mira una imagen divina. Quizás

cada uno de nosotros sentíamos que, a pesar de la pobreza, teníamos que agradecer a la vida

por lo que nos daba cada día. Siempre he recordado una sentencia que decía mi padre con

mucha sabiduría: “Hay gente tan pobre, que lo único que tiene es dinero” y ¡Vaya que era

cierto!

Lo duro del invierno era el frío. Después de la lluvia, el tibio sol vaporizaba la humedad

de las casas y las calles de barro. Los cercos se llenaban de colchones y frazadas desprendiendo

humedad.

Ese invierno hubo un incendio, cosa rara en esta época del año. La gente encendía

fuego, para quitar la humedad de sus camas y sus ropas. Una anciana puso un brasero

demasiado encendido dentro de la casa, de pronto, en un descuido, las llamas encendieron las

cortinas y subió hasta las vigas. Lo demás fue desesperación y caos. Sacaron a la pobre mujer

en un estado deplorable, llamaron la ambulancia y se la llevaron a la posta. Después llegó un

carro de bomberos, pasó por el barro, disparado como una bomba que impacta a un regimiento,

no pudo hacer nada, ya era demasiado tarde.

Después llegó la policía, se detuvieron en el lugar, dieron la vuelta y se marcharon.

Alguien les arrojó una pedrada, después fue una lluvia de ellas que cayó sobre el carro. Nadie

quería a la policía, cada vez que entraban a la población eran recibidos o despedidos del mismo

modo.

Yo discutí con Pepe Nacho sobre cuál de los dos oficios era más importante, si

bombero o doctor. Mi madre me llamó y tuve que entrar a casa. Afuera, comenzaba a llover.

IX

Mi padre

Mi padre era un hombre alto y gallardo de pómulos pronunciados, con la prestancia de

los europeos, tenía un bigote rojizo y bien cuidado. Sus ojos grandes y verdes miraban, con

asombro, como los de un niño. Era de temperamento vehemente, mi madre tenía que dirigirlo

constantemente. Mi madre con su realismo trataba de quitarle sus disparatados sueños, pero

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nunca logró transformar a mi padre en una persona seria. Mi padre era pues, una persona que

no le gustaba complicarse.

Mi padre era un narrador excepcional de historias. Yo le envidiaba entonces y aún le

envidio su ingenio y genialidad. Durante años y años nos durmió, a mi hermana y a mí,

contándonos cuentos fantásticos. Era en verdad, inagotable. De haber tenido educación hubiese

sido un escritor brillante. Cada noche en la alcoba oscura, lejos del murmullo de las casas

vecinas, le oíamos un cuento nuevo. Algunas de sus historias me fascinaban, colorearon mi

juventud y mi imaginación. Sus cuentos parecían durar días, tenía una memoria y una habilidad

única para resumir y continuarlas al día siguiente que deslumbraba. Era un experto en el arte de

la seducción y del misterio. Creo que ni él mismo se sorprendía de sus capacidades y lo veía

como algo natural

Era, además, apasionadamente sociable. Le gustaba comer, dormir, reír y llorar en

medio de sus amigos. Cuando se encontraba solo, se ponía triste y se imaginaba que estaba

enfermo, mi madre entonces le preparaba una agüita de toronjil y él se aliviaba Le resultaba

fácil hacerse de amigos, en la cuadra todos le estimaban, le apodaban “el paleta”, él prefería

que le llamaran por su nombre, Oscar. Cuando se presentaba a los desconocidos, les exigía que

le llamaran por su nombre completo: Oscar Alvarado.

Por las tardes llegaba a casa y se reunía con algunos de sus amigos en el patio trasero

de la casa, allí había dispuesto un mesón, unas sillas metálicas viejas y una sombrilla. En ese

lugar bebían y jugaban cartas. Las partidas de brisca y dominó se tornaban interminables y

disputaban a muerte, con vehemencia, pero nunca pasaban más allá de un simple juego. A

veces filosofaban y discutían de religión, pero la mayor parte del tiempo de fútbol, esa era su

pasión.

Mi padre no era un borrachín como muchos de sus amigos, él bebía pero no se

emborrachaba, recuerdo muy pocas veces haberlo visto perder el control. Le vi desde pequeño

con algún libro en la mesa o en los bolsillos, eso le ayudaba a expresarse mejor. Cuando le

escuchaba hablar, me sorprendía con palabras que para mí, en ese entonces, no tenían ningún

significado. Hoy he comprobado además que muchas de ellas, inexistentes, sólo estaban en su

docta imaginación

Mi padre embobaba a sus amigos cuando pausadamente iniciaba alguna historia. Yo le

tenía por un hombre intachable y con una moral a toda prueba.

-Yo no he sido una blanca paloma como ustedes creen- decía sorprendiéndonos-

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Cuando nos reuníamos, al atardecer, en el patio, bajo el cielo negro con la luna

brillando como un disco plateado, mi padre sacaba una voz grave y magnética, como la de un

maestro y comenzaba, lentamente a narrar sus vivencias:

Contaba la historia de su vida en el campo de Colliguay, un caserío ubicado en lo alto

de las montañas de un pueblo vecino. Allí, decía, la vida era dura, tenía que levantarse de

madrugada a atender las tareas que le mandaba el abuelo. Vivían de lo que la tierra podía

darles, de la crianza de animales y del cultivo de abejas. Los inviernos eran duros, las montañas

se cubrían de nieve y los animales se desbarrancaban. Entonces montaban a caballo y salían en

busca de ellos.

Mi padre contaba siempre la historia cuando se perdió en las montañas buscando unos

animales que se habían escapado. “Salí temprano, sin avisarle a mis padres, aún estaba oscuro,

habíamos estado tras los animales toda una semana. Recuerdo bien que era el mes de Junio, en

pleno invierno, las montañas estaban cubiertas de más de un metro de nieve, puse los aperos

al caballo, cogí una manta para capear el frío, mi petaca con algo de aguardiente y subí

decidido a la montaña. Resolví dar la vuelta larga por el valle y crucé el estero, la neblina era

espesa y del esterillo salía un vaho húmedo y tibio, comencé a escarpar la cima dando vueltas

largas vadeando las quebradas. La nieve era espesa, cubría mi cabalgadura por completo, solo

la cabeza de la bestia asomaba por encima de ella como la proa de una embarcación, mis

piernas enfundadas en gruesas botas cortaban la nieve como un cuchillo. La tarde pasó rápido y

pronto la noche me sorprendió en lo alto de la montaña, los animales no se hallaban por

ninguna parte. Cuando decidí volver ya estaba oscuro, giré buscando el camino de regreso y

noté con pavor que estaba perdido, mis pies se habían adormecido. La noche era oscura como

un túnel y me negaba cualquier orientación posible. Estaba perdido, si no encontraba una salida

pronto sería fatal, en esas condiciones era difícil mantener la calma. Recuerdo que cerré los

ojos y comencé a rezar con profunda fe. Cuando los abrí de nuevo, frente a mí tenía un zorro,

un animalillo salvaje y ladronzuelo, terror de los gallineros. En otras circunstancias hubiese

echado mano a la escopeta para darle un tiro, sin embargo estaba allí mirándome, invitándome

a seguirle. “Quizás fue mi imaginación o mi desesperación pero creo haberle oído hablar al

animal: “¡Estoy aquí para ayudarte!”. En fin, el zorro me indicó el camino de regreso, yo me

dejé llevar, hasta que después de un par de horas llegamos a la falda del cerro, en ese instante

el animalito pareció despedirse, se volteó y se perdió en la nieve”

Nosotros nos quedábamos maravillados con estas fábulas. Hasta el día de hoy no sé

decir si fueron vivencias de mi padre o estaban solo en su imaginación. Las historias que

contaba, siempre tenían esa necesidad de creer en algo sobrenatural, de reflejar experiencias

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místicas y mágicas. Todavía, cuando las evoco después de trascurrido tanto tiempo, me

transporto a esos lugares habitados por brujas, curanderos, duendes y apariciones divinas.

Mi padre era por lo demás un católico devoto, asistía a misa con frecuencia y respetaba

las celebraciones y fiestas religiosas. Trató de enseñarnos siempre el camino correcto, aunque

los domingos yo prefería jugar con mis amigos a empaquetarme el traje para ir a la capilla. El

parecía estar siempre arrepentido por sus pecados de juventud.

-¡Dios tendrá que perdonarme por las estupideces que hice de joven!- nos decía

juntando sus manos y mirando el cielo compungido-

-Cuando joven, me emborrachaba, fui un hijo desobediente. No es algo de lo cual me

sienta orgulloso….me gustaba la pendencia y la vida liviana. Mi madre sufría por mí. Recuerdo

una vez, mi padre me dio veinte mil pesos, que para entonces era mucho dinero, me dijo:

“-Oscar…hijo, ve al pueblo con este dinero y compra semillas…que ya pronto viene el

periodo de la siembra.-

Bien, tomé el dinero y lo malgasté en juergas, me duró una semana. Cuando me vi sin

dinero y sin semillas, avergonzado no pude volver a casa. Arrepentido, al cabo de un año,

volví hambriento y haraposo. Mis padres me perdonaron.

Él fue el único hijo que tuvo mi abuela. Contaba siempre la historia de cómo había

llegado al mundo: “mi madre no podía concebir, mi padre estaba triste porque no tendría

descendencia. Mi madre recurrió a una curandera que vivía a dos horas de camino de nuestra

casa. La mujer le arrancó tres pelos, los unió con tres nudos. Hizo un ovillo con otras especies

que escarbo en un cajón y le dijo:

-Debes llevar esto colgado al cuello y rezar todos los viernes un padrenuestro y un Ave

María. Antes de un año estarás embarazada y tendrás un hijo. Cuando eso ocurra vendrás a

verme y te diré el nombre que le pondrás. Me traerás además un saco de grano y un animal

vivo como paga. Ahora puedes irte.

Al año siguiente, mi abuela volvió donde la curandera le llevó el doble de lo que pidió y

el bebé para recibir el nombre. La extraña mujer aceptó no más de lo que había acordado y

devolvió el resto.

-Es un misterio el por qué eligió llamarme Oscar.-agregaba desconcertado, cada vez

que narraba esta historia-

Cuando mi abuela estaba agonizando, hizo prometer a mi padre que se iría de allí.

-Quiero que vendas lo poco que te dejaremos… cuando tu padre ya no esté… hijo,

quiero que te vayas a la ciudad…allá todos tiene como vivir… podrás tener la vida que deseas-

le rogó moribunda-

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Así lo hizo dos años después.

Quizás por esa razón, es que mi padre fue para mí, un ser casi mágico, sobre todo

cuando por las tarde le oía charlar en la penumbra o en la oscuridad de la noche, entre el brillo

de los tejados de latas que reflejaban la luna. Hipnotizándome, llevándome a su mundo

fantástico.

Ese invierno por primera vez le vi enfermo. Llegó un día de la fábrica pálido y ojeroso,

aun traía restos de cera entre sus manos y su cara y, un fuerte olor químico entre sus ropas. Se

sentó en el piso de la cocina y dijo a mi madre tembloroso:

-Estela, por favor alcánzame luego el cubo-pidió entre sollozos a mi madre-

Lo vi inclinarse, meter la cabeza dentro del cubo y vaciar su estómago. De su boca salía

bilis pastosa de color verdoso. Luego aún descompuesto y lloriqueando dijo a mi madre:

-Este trabajo terminará matándome Estela-

-¡No te vas a morir hombre!... te prepararé una sopa y verás que te sientes mejor-le

respondió mi madre con su voz consoladora-

-Estela tú sabes bien que este trabajo ya ha matado a algunos compañeros míos…es

peligroso para la salud de la gente…pero, ¿A quién le importa eso?-

¡Maldita sea…toda esta porquería…maldita sea esta miseria…maldito sean los piojos y

cucarachas que persiguen al pobre!-agregaba blasfemando-

Mi padre trabajaba en una fábrica de cera. Allí también se hacía tanax y otros productos

tóxicos. La exposición permanente a este tipo de elementos produjo daños irreparables en su

organismo. Los mareos y los vómitos espontáneos se hicieron cada vez más frecuentes. Años

más tarde fue la causa de su muerte.

Mi madre le preparaba sopa y después de recostarse un rato, él se levantaba renovado y

sonriente. Se sentía feliz y reanudaba la charla y sus historias.

La conversación es una terapia cotidiana, una forma de vida de las poblaciones

populares, la gente se sienta a la mesa y charla de cualquier cosa: de lo importante y lo

cotidiano, de sueños y realidades, charla por charlar. Por las tardes, se abren las ventanas y la

conversación escapa como aromas que se mezclan y se confunden en el aire. Todo el mundo

habla de todo el mundo, como una especie de deporte. Charlan los viejos, charlan los niños,

todos charlan. La charla es una forma de evadir la miseria.

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X

Elías

Elías era un mocetón de unos dieciocho años, pero tenía aspecto de un hombre mayor.

Alto y atlético como trapecista, silencioso, desconfiado, mortal y grácil como una serpiente.

Su mirada de odio parecía acentuarse en el único ojo bueno que le quedaba. De no ser por este

defecto y por el gesto de desprecio acentuado en su boca, hubiese sido buen mozo. Su pelo de

indio era profundamente negro y rebelde. Vestía siempre la misma tenida de mezclilla: sucia y

grasienta, su chaqueta apestaba a grasa excremento y mocos, se sonaba la nariz

estrepitosamente en el suelo y se limpiaba con la manga.

Nadie sabía cómo habían llegado a la toma, vivía con su abuela o al menos, eso parecía.

Una anciana que no se dejaba ver, escuálida y de indescifrable edad. De nariz prominente y

afilada como un hacha. Corría el comentario que era bruja, que en los días de aquelarre su

cabeza se desprendía de su cuerpo y salía a volar. Se le culpó de algunas desgracias que

ocurrieron en la población. A Camilo, el vagabundo, se le había metido en la cabeza que sus

desgracias eran causa de hechizos de esta abuela. Desesperado de tantas desdichas, un día

intentó incendiar su vivienda, Alguien le aconsejó desistir de ello, si no quería que sus

“males” empeoraran. Se retractó a tiempo.

El tuerto Elías, como le llamábamos a escondidas, salía por las mañanas y se internaba

en el bosque que estaba a continuación del caserío. Llevaba sus trampas y regresaba por las

tardes con pájaros que capturaba. Tenía una enorme jaula donde los alimentaba. Se metía

adentro y las avecillas se le posaban en todo su cuerpo. El parecía levitar.

Cuando alguno se le escapaba, trepaba los árboles como un orangután y los devolvía a

su lugar. A veces se subía a la cornisa del techo, se quedaba allí inmóvil, siniestro contra el

cielo y, echaba a volar sus avecillas. Las palomas despegaban, alegres y libres sobre el cielo

resplandeciente, evolucionaban en el aire como una bandada desenfrenada. De pronto, Elías se

echaba el silbato de coligue a la boca y lo hacía sonar emitiendo un misterioso silbido. Las

palomas gorjeaban y se arremolinaban a su alrededor, se posaban en su cuerpo y entraban a la

jaula como hipnotizadas.

El techo de su casa parecía una vieja alfombra que se despelaba, siempre cubierta de

gatos. Era un misterio descubrir cómo convivían, pájaros y felinos al mismo tiempo. Corría el

rumor que él y su abuela se alimentaban de ellos. Algunas veces lo vimos bajar a la ciudad a

vender colibríes.

Mi madre decía que había quedado así por culpa de su propio padre. Un hombre duro,

violento y despiadado, que había dado muerte a su mujer cuando Elías tenía ocho años. El

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muchacho presenció horrorizado desde un rincón de la habitación cómo esta bestia poseída por

los celos y el alcohol consumaba su delito. Cuando le vio allí como un testigo impotente,

silencioso y acusador, le asestó un correazo, la hebilla le arrancó el ojo. Elías daba gritos de

dolor, la gente llamó a la policía, llegó rato después junto con la ambulancia. Se llevaron el

cuerpo desfalleciente de su madre, él la vio morir camino al hospital en medio de ese dolor

desgarrador. La policía se llevó a su padre. A él eso no le importó.

Su abuela lo esperó a la salida del hospital, los doctores no habían podido hacer mucho.

Le quitaron la pulpa inútil, desde entonces el ojo que le quedó se le puso más negro y feroz, de

él salía odio, desprecio, crueldad y lujuria.

El tuerto Elías, se apoderó del bosquecillo como un déspota, estaba siempre vigilante

por si alguien invadía sus dominios. Todos le temíamos, le sabíamos decidido y hábil con el

cuchillo, llegada la ocasión no dudaría en usarlo. De este modo, dábamos un rodeo innecesario

para llegar al tranque de la quebrada. A veces, cuando el Tuerto se internaba en el bosque, nos

atrevíamos a pasar sigilosos frente a su casa. Una vez nos sorprendió y salimos corriendo como

ratas que trepan desde la bodega a la cubierta de un barco que comienza a incendiarse.

Eso era la calle, una mezcolanza de padres desocupados, de madres incondicionales, de

viejos extenuados, de tísicos que tosían por la calle, de niños rapados y hambrientos, de

jovencitas vivarachas, de prostitutas y de truhanes. De bandidos y maleantes, de granujas como

nosotros, de despreciados por la sociedad como. Él tuerto Elías, de sabandijas como Pepe

Nacho.

Por aquel tiempo, mi tía Noemí vivía en nuestra casa, era como ya dije una muchacha

hermosa. Los hombre se arremolinaban a su alrededor como lo hacen las moscas tras la miel.

Una muchacha fresca y llamativa, llama la atención en cualquier parte. Despierta una especie

de fiebre, es como un imán. Los jovenzuelos la seguían con la mirada, desnudándola, algunos

más atrevidos intentaban pellizcarle las piernas o el trasero, eso me indignaba, no era capaz de

defenderla. La vida en las toma es oscura sin ilusiones, pero llegaba ella trayendo esperanza

como un falso mesías. Una vez, en el almacén, un muchacho intentó besarla y ella le propinó

una bofetada en la cara, todos se echaron a reír.

Mi tía quería solo vivir su juventud y no preocuparse por trabajar. Mi madre, le

recriminaba:

-Noemí…ya has estado un buen tiempo de ociosa, y te has divertido…pero ya es hora

que sientes cabeza y busques trabajo…además haría falta que ayudaras con algo-le exigía mi

madre-

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-Pero Estela… yo soy una muchacha joven y quiero divertirme…-replicaba haciendo

pucheros como un niño-

-Está bien será como tú dices…tienes razón - asintió resignada

-Buscaré trabajo y por las tardes podré salir a divertirme como a mí me gusta –acordó

finalmente-

A tía Noemí le encantaba bañarse casi al anochecer y salir al pórtico que daba a la calle

se dejaba caer el cabello hasta la cintura y se lo cepillaba al viento. A veces Angélica la seguía

y cantaban.

Esa noche de verano estaba fresca, una brisa agradable subía desde el océano e

inundaba los valles con su aroma. Mis padres no estaban en casa, llegarían tarde después de

visitar un amigo enfermo. Angélica les había acompañado.

Tía Noemí salió al portal, las estrellas parecían suspendidas y prontas a precipitarse. Se

había puesto el pijama de seda de dos piezas, el pelo le caía húmedo sobre la espalda, negro y

sedoso reflejaba el brillo de la luna. Cantaba y danzaba en una especie de comunión con la

noche, creando una atmósfera de magia y encanto.

De pronto se encontró con una sombra indefinida que asomaba medio cuerpo por sobre

la cerca, observándole. Un ojo enorme, brillante como un carbón encendido se encontró con su

mirada.

-Por favor no se asuste….-rogó la sombra desde la cerca, con voz metálica-

Ella contuvo un grito en su garganta y se quedó muda y aterrada observándole. A pesar

del miedo, se contuvo, dominó el temblor de sus piernas y se volteó para entrar a la casa.

-Muchacha, no temas… no te haré daño – oyó que la sombra cíclope volvía a decir.

-Sólo quiero obsequiarte esta pequeña jaula… en ella hay una pareja de colibríes-

agregó, como quien engatusa con palabras melosas.

Yo estaba observándole desde la ventana, tras las cortinas, cuando le vi me quedé

aterrado, quise llamarla, pero no pude, un nudo atoró mi garganta. El tuerto Elías había

descubierto que yo le observaba tras los cristales y me miró atemorizante con su único ojo y

aceleró los latidos de mi corazón.

De pronto, como un gato saltó la cerca, se inclinó y acarició el pelo de mi tía con sus

sucias manos. Abrí la puerta y le miré de hito en hito. Sentí el impulso de tirarme a sus piernas.

De improviso un destello metálico salió de una de sus manos, mientras con la otra ahogaba los

gritos de auxilio que intentaba tía Noemí.

En ese instante, me abalancé sobre él, decidido a rescatar a mi tía que se retorcía en el

suelo luchando por librarse de él. Ella, chillaba como una poseída, arqueaba sus dedos y le

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enterraba las uñas en la mano que sostenía su pelo. Los perros se pusieron a ladrar furibundos,

las comadronas que a esa hora parloteaban en la calle, se escabulleron a sus casa y cerraron

sus puertas, se oyó que alguien subió el volumen de la radio. Se encendieron las luces de las

ventanas vecinas.

En ese momento, salí disparado y caí atropellando el estanque de agua que estaba en un

extremo del patio. Medio ahogado y adolorido volví a la carga, aferrándome como una

sanguijuela a su pierna. El Tuerto Elías, con la habilidad de un carnicero, pasó el cuchillo que

sostenía, por encima de mis manos. La sangre saltó a borbotones de mis venas. Asustado solté

mi presa, despavorido observé lloriqueando como mis manos se mojaban tibiamente.

Se erizó mi cabello de la impresión cuando sentí un feroz y seco golpe metálico, luego

un segundo, luego un tercero, ¡Clac!.... ¡Clac!.... ¡Clac! Enseguida, en la penumbra observé a

Elías desplomarse como una marioneta a la que se cortan sus hilos. Elías se tambaleó y cayó

inerte al suelo, tras de él Pepe Nacho observaba su víctima con pasmosa frialdad. Su boca

tenía el mismo rictus diabólico que se marcaba en su cara cuando cometía alguna tropelía.

Nunca he podido borrar de mi memoria lo que ocurrió luego. Es una secuencia de

imágenes que se repite en el cinematógrafo de mi memoria y, que en los momentos de soledad

el subconsciente se encarga de revivir.

Pepe Nacho, de pie con una pala sangrante entre sus manos. En el suelo, El tuerto

convulsionaba en espasmos de dolor y muerte. De su único ojo comenzaba a brotar tanta

sangre como de su cabeza. En un acto irracional, Pepe Nacho cogió el cuchillo de su víctima

que yacía indefenso en el suelo, se arrodilló como para rezar y asestó dos puñaladas mortales

en la garganta. El bandido, se retorció por última vez y luego pareció entregarse en un abrazo

eterno a la tierra.

No sé cómo y en que momento la calle y el cerco se llenó de gente. Así era siempre,

cuando ocurría una desgracia, aparecían por todos lados y se arremolinaban alrededor

zumbando como abejas. Ahora estaban ahí, como fantasmas contemplando la escena en

silencio morboso.

-¿Qué le han hecho a mi niño…desgraciados?-profirió la anciana madre de Elías,

precipitándose sobre el cuerpo inerte del muchacho-

-¡Dios mío…Dios mío…han matado a mi pobre niño…!-repetía en un murmullo

lastimero sosteniendo entre sus manos la cara desfigurada de su nieto-

Permaneció allí, acariciándole y arropándole como una madre velando el sueño de su

bebé. Elevó la mirada al cielo y dijo una plegaria. Luego se levantó, dolorida como si hubiera

recibido una paliza, se abrió paso entre la gente y se alejó cojeando y cabizbaja.

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El carro de policía y la ambulancia irrumpieron a gran velocidad encandilando a la

gente con sus balizas. El coche de policía fijó su poderoso cono de luz sobre el patio y la

gente comenzó a retroceder con notorio nerviosismo. Después de constatar los hechos, llenaron

un formulario, pusieron el cuerpo en una bolsa de hule negro, aseguraron el cierre

herméticamente, sin mostrar sensibilidad alguna lo voltearon sobre una camilla y lo

depositaron en el carro.

La policía, mientras tanto, se encargaba de Pepe Nacho que, hasta ese momento, había

permanecido impasible en el rincón del patio. La chusma le miraba con ojos acusadores, sin

embargo, él actuaba con total serenidad y desvergüenza.

La calle quedó vacía, sobre el suelo solo las marcas de los carros como certeza de la

realidad de lo ocurrido. Esa fue la última vez que vi a Pepe Nacho. Años más tarde, pude

consolarme entendiendo que la vida te quita lo que quieres para darte, en el mayor de los

casos, algo mejor. En su momento los costos suelen ser a veces imposibles de comprender a

cabalidad, el tiempo se encarga de curar esos profundos desencantos.

XI

Las desgracias de un cesante

Mi padre enfermó, cada vez más, con los contaminantes de la fábrica. Por las noches se

desvelaba tosiendo y escupiendo como un tísico. Sudaba y mi madre le refrescaba la frente

poniéndole paños húmedos. Cada vez empeoraba más, le convencieron que acudiera al médico,

finalmente así lo hizo. Le tomaron radiografías de los pulmones, auscultaron su garganta e

investigaron su sangre. El diagnóstico fue demoledor: sus pulmones estaban seriamente

dañados, debía dejar la fábrica, era el único modo de mejorar.

Tiempo después, mi padre comenzó a reponerse, mi madre se empeñó en que no debía

trabajar hasta que no se recuperara totalmente, aun a costa de nuestras necesidades.

-Ya nos arreglaremos… no nos faltará para comer-le decía mi madre animándole-

Algún bienhechor escribió al departamento de ayuda social exponiéndoles nuestra

difícil situación.

Un día, apareció en el portal de la casa, un jovenzuelo con una carpeta bajo el brazo. Se

presentó a mi madre y le explicó el motivo de su visita. Se quitó la gruesa parka y dejó su

paraguas a la entrada, no dejaba de estornudar y restregarse la nariz. Acomodó un montón de

papeles sobre la mesa.

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-Necesito completar el formulario de ayuda social, para eso debe responderme algunas

preguntas-dijo a mi madre sorbiendo su catarro y enjugándose la nariz con un pañuelo-

-Pues, usted dirá- respondió mi madre complaciente-

-¿Cuántos hijos tiene? ¿Alguien más vive con ustedes? ¿Cuánto tiempo que su marido

está sin ocupación?-atropellaba a mi madre con esta seguidilla de preguntas, mientras

registraba las respuestas en el formulario.

Simultáneamente observaba cada detalle de la casa e iba registrando en otra hoja: ollas,

sillas. Patas de muebles, estufa, mesa, techo…..Todo pasó por su mirada aguda de

investigador.

¿Cuál es su sistema de salud, pública o privada?,¿Sus hijos asisten a la escuela?¿Cómo

los alimenta?......¿Su marido ha buscado trabajo?¿Él está enfermo?¿Es

imposibilitado?¿Fuma?¿Bebe?¿La golpea o la ha golpeado alguna vez?....

En eso asomó mi padre desde el dormitorio donde descansaba a esa hora del día,

apareció medio dormido y despeinado. Había escuchado la última parte del interrogatorio.

Entonces, furibundo increpó al jovenzuelo:

-¡Fuera de mi casa….jovencito descarado!

-¡Qué derecho tiene usted de venir a nuestra propia casa a humillarnos!- le increpó

furioso.

El joven se paró de su asiento sorbiéndose las narices, asustado tomó su chaqueta, cogió

su paraguas y salió retrocediendo, desde la puerta dijo con voz trémula y amenazante:

-¡Esto lo tendré que informar a mis superiores….ellos tomarán medidas al respecto!

-¡Puede meterse sus informes y sus medidas en el culo!-le insultó mi padre cerrándole

la puerta en las narices-

Nunca supimos lo que puso en su informe, jamás volvieron a visitarnos y nunca

recibimos ayuda alguna.

¡Tengo que hacer algo! ¡Tengo que encontrar trabajo!- gemía mi padre desesperado

golpeándose el pecho-

Se paseaba ocioso, malhumorado, irritable e irritado durante el día, colmaba la

paciencia de mi madre con sus lamentos. Por la noche, en la alcoba los oía continuar con el

mismo tema, habla que te habla. Mi padre quejumbroso y mi madre consolándole.

-Estela, un día de estos me meteré la manguera del gas en la boca y me mataré-

amenazaba con voz grave-

-¡Ya cállate hombre…mejor intenta dormir!-le respondía mi madre somnolienta-

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Los vecinos hablaban de nosotros, estaban preocupados. Cada familia sabía lo que tenía

la otra sobre la mesa. En las poblaciones no hay secretos al respecto. Cada cual conoce también

las necesidades y angustias que ensombrecen los corazones de los vecinos.

Otro día llegó don Manuel, un vecino que vivía una calle más abajo de la nuestra. Era

un hombrecito pequeño y silencioso. Gordo como un tonel, sujetaba sus pantalones con una

gastada correa que tenía una hebilla de herradura. Miraba a través de unos ojos bondadosos.

Se limpió los pies en la esterilla, se quitó el sombrero y entró hasta la cocina como un

intruso.

-Buenas tarde don Manuel –dijo mi madre- tome asiento.

-Buenas tardes señora Estela- balbuceó acomodándose en el banco-

Alargó una bolsa a mi madre que contenía galletas, pan y un racimo de plátanos.

-¿Cómo está su salud don Manuel?- preguntó mi madre restregándose las manos en el

delantal y dejando la bolsa sobre la mesa.

-Estoy algo mejor- respondió él y volvió a caer en su mutismo-

Mi padre que estaba en el patio entró por la puerta del fondo, le estiró un vaso de agua,

el tomó el suyo y se sentó en el otro extremo. Se quedaron allí largo rato en silencio, mi viejo

se rebullía inquieto en su asiento. Don Manuel empezó a dar golpecitos nerviosos con sus

dedos en sus rodillas y a retorcer el cuello. Justo cuando mi Padre iba a decir algo para salir de

aquella incómoda situación, a nuestro vecino se le destrabó la lengua y comenzó a decir-

-Bueno, yo…vine porque mi mujer me lo pidió….ella se preocupa por ustedes…

Mi padre le escuchaba con un gesto soberbio cruzándose de brazos.

-Yo…como usted sabe don Oscar vendo lentes de sol en la calle y, paraguas en el

invierno…no se gana mucho dinero, pero alcanza para vivir-

-¿Y qué hay con eso don Manuel?- preguntó mi padre cada vez más iracundo-

-Pues, yo pensé que usted…mire con un pequeño capital…yo le ayudo a conseguir un

buen precio por una remesa de calcetas…se venden a buen precio en la calle- terminó diciendo.

-Mi padre se puso rojo y colérico. Se levantó del asiento manteniendo las manos

cruzadas y la soberbia de su postura.

-Perdonen ustedes…pero mi mujer se empeñó en que viniera- tartamudeó retirándose

hacia la puerta-

-Gracias don Manuel…sabemos que la situación es difícil para nosotros, pero no

necesitamos su ayuda…verá usted cómo nos arreglaremos-le despidió mi padre con altanería-

-Buenas noches don Oscar…y perdone usted por la confianza-se despidió el viejecillo

secándose la frente-

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-¡Miren que venir a mi casa a insultarme!... ¡Habráse visto gente más intrusa…!¡Qué

descaro! ¡Yo, vender calcetas en la calle! ¿Lo puedes creer Estela?- Vociferaba mi padre

descompuesto, encarando a mi madre-

-Yo no lo veo tan malo….además don Manuel solo quería ayudarnos- respondió mi

madre conciliadora-

-¿Es que acaso tú también estás de acuerdo en que yo me rebaje a vender chucherías en

la calle?-

-Mira Oscar, si es para ayudar a salir de esta situación… no lo veo tan malo…además

es una forma honrada de ganarse la vida-decía mi madre con pasmosa tranquilidad-

XII

Un destino marcado

¡Qué orgulloso era mi padre! .Renegó, se enfadó, sostuvo acaloradas discusiones con

mi madre. Yo les oía hablar sobre el tema a cada rato, en la mesa, por las noches en su alcoba,

habla que te habla. Mi madre tratando de hacerle entender, él duro como un hielo negándose a

cualquier posibilidad de entendimiento.

-¿Cómo… yo, que fui capataz de una industria voy a ir por las calles vendiendo

calcetas?-gemía ante mi madre-

-Bueno, si no quieres hacerlo, no lo hagas… ya nos arreglaremos con lo que tenemos-

-respondía mi madre desganada,

-Estela, hoy saldré a buscar empleo. ¡Voy a buscar un trabajo digno!-respondía

decidido-

-¿Pero quién me dará empleo? ¡Soy un pobre diablo caído en las trampas de la

cesantía!-agregaba lastimero-

Dos semanas después se encontraba en la ciudad, en una de las calles más concurridas

con un hule extendido en la acera aprovisionado de calcetas de todos colores. Ahí se quedaba

el día entero sentado, silencioso y avergonzado esperando a que le compraran algo.

La primera vez que le vi, llevaba puesto un abrigo astroso, encorvado en su asiento. Me

pareció más viejo y acabado. Para él, el trapo sobre la acera era definitivamente un símbolo de

su infortunio y su derrota. Llegaba a casa agotado y malhumorado, dejaba las monedas sobre la

mesa, mi madre las separaba para reponer la mercadería y para los gastos de la casa. Mi padre

se volvió una persona triste, ya no reía como antes. Dejó de contar historias.

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A tan temprana edad yo cargaba en mis espaldas una enorme carga. Había sido un niño

precoz en todos los aspectos de la vida, de pequeño supe lo que es sobrevivir con lo mínimo y

me esforzaba por no darle más preocupaciones de las que ya abundaban en casa.

Me esforcé en mis estudios y terminé mi primaria con honores, fui premiado, no por mi

inteligencia, sino por la intuición con que era capaz de resolver las situaciones que enfrentaba.

Proseguí mis estudios en una escuela técnica y egresé con calificaciones de excelencia de

técnico electromecánico. Mis padres, se sintieron orgullosos de mis logros, insistieron en que

rindiera la prueba para cursar estudios superiores de ingeniería. Yo me negué rotundamente,

más de la mitad de los muchachos que egresaron conmigo, pretendíamos buscarnos algún

trabajo. El señor Araya, mi profesor guía también trató de persuadirme para que continuara mis

estudios. Me había tomado afecto. Me miró con sus ojos azules y con su seriedad de solterón y

me dijo:

-Américo, tu eres un muchacho inteligente… debes aprovechar tus capacidades, si no lo

haces perderás la gran oportunidad de tu vida. Puedes contar con mi apoyo para lo que sea…-

me dijo tembloroso-

Yo ya había tomado una decisión. Después de todo pensaba con más sensatez que mis

padres. Se lo explique con números.

- Profesor, le agradezco mucho, pero mire…una ingeniería son al menos siete

años de universidad, eso es mucho dinero. Aun con becas, ¿como haré para el

traslado, para vestirme, para los libros, para los apuntes, para….tantos gastos-

Le expliqué razonada y fríamente.

- Américo, siempre hay un modo de salir adelante …solo es cuestión de

proponérselo….-Me aconsejó sabiamente-

- Comprendo y le agradezco nuevamente, pero creo que en la vida uno tiene un

destino y un lugar. Comprendo que este es mi destino. ¿Cómo cree usted que

mi padre podrá darme estudios vendiendo calcetas en la calle y mi madre

haciendo algunas costuras para poder sobrevivir?…Somos cinco personas en

casa. Yo debo ayudarles… para eso necesito trabajar. Dejemos la universidad

y todas esas patrañas para la gente que puede darse esos lujos. Yo, de

momento no puedo.

- -Si cambias de opinión …Américo ya sabes dónde buscarme- respondió

acongojado-

- No se preocupe profesor… estaré bien. Le estoy muy agradecido por su

preocupación.

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Entonces, me di a la tarea de buscar ocupación, me levantaba de madrugada y recorría

las calles de la ciudad desde el molo de abrigo del puerto hasta el otro extremo. Iba de ciudad

en cuidad. De calle en calle. Caminaba todo el día, terminaba con calambres en los pies.

Cuando llegaba al lugar indicado, me encontraba con una fila enorme de desocupados que se

me habían adelantado, todos con las mismas pretensiones.

Los domingos compraba el Mercurio, y registraba en mi agenda todas las posibles

ocupaciones que allí se ofrecían. Salía entonces al otro día consciente que había un centenar de

empleos disponibles, pero un millar de desocupados mendigando por un puesto de trabajo.

Estuve así por largos seis meses. Por fin conseguí un puesto de aseador en un edificio.

Duré un par de semanas, hasta que el administrador averiguó que vivía en la toma de forestal.

Yo había mentido en mi currículo, precisamente por la discriminación que suele darse con el

lugar de residencia, a la hora de buscar trabajo.

Por un tiempo fui inspector de micro, mandadero en una tienda de repuestos, reponedor

de supermercado, expendedor de comida rápida. Hasta que por fin encontré una ocupación que

colmaba mis aspiraciones.

Era un enorme taller de reparación de automóviles. Había dejado mis antecedentes en el

lugar tiempo atrás, dejé el teléfono del negocio del barrio para que me avisaran. Me presenté al

otro día, a primera hora, en el lugar.

El dueño era un hombre corpulento, cuadrado y musculoso. Vestía mameluco de color

chillón y antiparras sobre la frente. Se movía como un robot entre los automóviles que

esperaban con la boca abierta, en el amplio patio.

-¿Tienes experiencia en un trabajo de taller?- me interrogó, observando mis reacciones-

-No, es la primera vez que busco trabajo, recién el año anterior terminé mi carrera de

técnico electromecánico-Dije, con soltura-

-¡Caremono, indica al muchacho lo que tiene que hacer!- gritó, ordenándole al

muchacho que hacía de ayudante, que me llevara al lugar donde desempeñarme-

Entonces estuve de aseador del taller, de lijador, de reparador de forros, de desabollador

y de vez en cuando haciendo algún trabajo que exigiera un mínimo conocimiento de mi

especialidad. Además de soportar los aires de jefe que se daba caremono conmigo.

Mis padres se marchitaban lentamente, cada vez les veía más viejos y cansados. Tía

Noemí un día tomó lo poco que tenía y se marchó sin rumbo conocido. Mi hermana Angélica

trabajaba de cajera en un supermercado, por las tardes llegaba y se echaba a dormir agotada.

Mientras tanto yo, me habituaba a la rutina del taller, semana tras semana, mes a mes,

año tras año, sin esperanzas, sin futuro, sin motivaciones. Ese año estaba por cumplir veinte

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años y el sexo comenzaba a atormentarme, me dio entonces por llevar una vida promiscua y

desenfrenada. Por las noches, después del trabajo, me iba de juerga a esos antros situados cerca

del puerto, la vida ligera y la bebida me ayudaban a escapar de mis desencantos y

frustraciones. Pepe Nacho, por esos días había salido una vez más de prisión, volvimos a

encontrarnos, jugábamos pool, bebíamos alcohol hasta la madrugada. Consumíamos drogas, el

motivo siempre el mismo: escapar…escapar…

Hoy continúo comprando el diario los domingos, no sé por qué razón agarré la maldita

costumbre de leer y memorizar el obituario, me impresiona la cantidad de gente que muere a

diario, desde el más común de los apellidos hasta el más conspicuo y de alto pedigrí. También

tomo anotaciones sobre las ofertas de trabajo, quizás algún día cambie mi suerte. Como dice

mi padre con ironía: ¡La esperanza es lo último que se pierde!

A pesar de todo, no creo que todo sea tan malo, afuera el sol primaveral comienza a dar

paso al estío, me siento pletórico caminando por la calle asfaltada, el verano siempre me pone

contento y renueva mis esperanzas.

FIN

Quilpué , Verano 2007.-

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