Cine y videojuegos: un diálogo transversal

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E n los créditos iniciales de Heavy Rain (2010), las gotas de lluvia salpican en algunos momentos la lente de la cá- mara. El carácter ficcional de la historia -un thriller sobre el dolor y la pérdida que se sostiene casi totalmente en la psique de sus personajes- podría convertir ese detalle en un error técnico, pero es que Heavy Rain no es una película, de hecho no hay cáma- ras físicas que hayan rodado esas escenas, el efecto se ha creado Cine y videojuegos. Después de todo, no es más que la misma historia de siempre

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Extracto del libro 'Cine y videojuegos: un diálogo transversal', escrito por José María Villalobos y publicado por Ediciones Arcade.

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En los créditos iniciales de Heavy Rain (2010), las gotas de lluvia salpican en algunos momentos la lente de la cá-mara. El carácter ficcional de la historia -un thriller sobre

el dolor y la pérdida que se sostiene casi totalmente en la psique de sus personajes- podría convertir ese detalle en un error técnico, pero es que Heavy Rain no es una película, de hecho no hay cáma-ras  físicas que hayan rodado esas escenas, el efecto se ha creado

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artificialmente. En el juego desarrollado por Quantic Dream y di-rigido por David Cage se introduce ese elemento para dar la sen-sación de un rodaje real. Cine y videojuegos se tocan después de varias décadas de evolución del segundo en pos de alcanzar la hon-dura y trascendencia narrativas del primero. Varias décadas que comenzaron con dos palitos simulando un partido de tenis sobre un fondo negro.

El estreno de Pong (1972), el primer videojuego comercial, en los primeros años 70, resultó mucho menos glamuroso que la pri-mera exhibición pública del cinematógrafo. Sus creadores, Nolan Bushnell y Ted Dabney, se limitaron a colocar en un bar un mue-ble de madera con un televisor y unas ruedas de control. Los her-manos Lumière, a pesar de la exitosa asistencia de público tras un tímido arranque en el Café de los Capuchinos de París, nunca pensaron en la viabilidad económica del cine. Bushnell y Dabney sin embargo, tras ver cómo se atoraba la caja de monedas de Pong, intuyeron el éxito de Atari, la empresa que acababan de fundar.

Desde entonces, los videojuegos han crecido hasta el punto de ocultar con su sombra al cine. Ya no solo porque estos facturen mucho más dinero que la todopoderosa industria de Hollywood, sino porque los videojuegos son capaces se extenderse sin límites: en el ámbito científico y de investigación, en la psicología, la me-dicina, la filosofía; como simuladores sociales, deportivos o mili-tares; aplicados como herramienta educativa y de concienciación, como gamificadores en las empresas; en el mundo comercial, pero también en el puramente artístico o experimental; por sus fructí-feras relaciones con la poesía, la arquitectura, la pintura… A pesar de tal diversidad los videojuegos siempre han mantenido un fuerte vínculo con el cine, sobre todo si hablamos de las grandes produc-ciones interactivas de las últimas décadas.

Es a mediados de los 90 cuando los motores gráficos empiezan a mostrarse capaces de gestionar de forma solvente entornos en tres dimensiones poligonales. Con el paso de los años, el conti-

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nuo avance tecnológico permite a los desarrolladores de videojue-gos crear enormes y complejos mundos donde colocar al jugador, dándole a este, además, la posibilidad de encarnar actores digitales cada vez más expresivos. El cine se convierte en el lugar donde en-contrar fórmulas narrativas que den empaque a historias interacti-vas cada vez más ambiciosas. La rama de los videojuegos que busca alcanzar visual y expresivamente al cine comienza a obtener sus primeros logros, y es el cine de género la base de esa revolución. Los videojuegos asimilan sin complejos los grandes referentes del celuloide en la acción, la aventura, el terror, el western, el policiaco, el bélico…

A día de hoy, con los potentes blockbusters de ambos medios tendiendo fuertes lazos entre sí, conviene analizar puntos de con-tacto y diferencias, las capacidades expresivas de los videojue-gos con respecto a las del cine, la dificultad de narrar a través de la interactividad, la influencia cinematográfica que asimilan los juegos y que ejercen estos en las películas actuales, los lugares donde ambos medios se tocan y los elementos esenciales que los distancian.

Los videojuegos han sufrido una evolución sin precedentes a todos los niveles en su ya de por sí corta historia, evolución que ha logrado colocar a esta industria muy por encima de las demás artes audiovisuales en cuestión de facturación y beneficios, evo-lución que los ha llevado a tomar las universidades y los museos y a ser considerados un bien cultural reconocido institucional-mente. Desde luego, podríamos pensar que no está nada mal para una historia que empezó en un modesto bar con dos palitos si-mulando un partido de tenis sobre un fondo negro, pero es que el camino hasta aquí no ha sido nada fácil.

La relación superficial entre cine y videojuegos ha resultado casi siempre vana y tremendamente decepcionante. Por un lado está esa larga lista de terribles adaptaciones a la gran pantalla que nunca han hecho justicia a las obras interactivas en las que se basa-

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ban y, por otro, una ingente cantidad de versiones interactivas de películas de estreno que buscaban únicamente hacer caja con la actualidad.

Pero como digo, se trata de la relación superficial entre ambos medios, esa que alimenta la mirada crítica de quien se niega por sistema a profundizar en este asunto. Subyacente a la habitual polémica existe un largo camino de aprendizaje por parte de un medio de expresión joven, el videojuego, por alcanzar las cotas de seriedad y reconocimiento del arte en el que se mira principal-mente en el plano comercial: el cine.

Cuando el cinematógrafo hizo acto de presencia por primera vez allá por finales del siglo XIX, fue mirado con condescendencia e incluso con rechazo por parte de las gentes del teatro. Digamos que un arte casi tan antiguo como el hombre no podía tomarse en serio aquel invento que ya empezaba a tener éxito entre el pueblo llano. No hay otra explicación que ampare el nacimiento del Film d’art, corriente cinematográfica de principios del siglo XX que bus-caba el beneplácito del teatro rindiéndole pleitesía formal.

Esta servidumbre no tardó en diluirse. El cine encontró poco a poco líneas diferenciadoras que dieron alas a la creatividad y al desarrollo de un lenguaje propio. El montaje en paralelo, el trave-lling, la utilización de grúas o los distintos tipos de planos ofrecían en aquellas salas oscuras repletas de ojos asombrados un espectá-culo inédito, una nueva forma de contar historias.

Hemos presenciado este enfrentamiento en otras ocasiones. Le pasó sin ir más lejos a la fotografía con la pintura, al rock and roll con la música clásica y al cómic con la literatura. El paso del tiempo ha dado y quitado razones. Todos sabemos en qué ha que-dado la intelectualidad hermética e inmovilista que, a causa de la ignorancia o el miedo a lo nuevo, negó en su momento la validez de nuevas manifestaciones artísticas.

El caso del cómic es especialmente escandaloso porque, tras nacer con voluntariedad de crítica política y social, se asoció du-

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rante décadas posteriores a la niñez y a los jóvenes, negando ese hecho, salvo contadas excepciones, su reconocimiento como arte. Si el cine, coetáneo a la existencia de Yellow Kid (1895) en la prensa, fue capaz de erigirse a la vez en industria y en vehículo intelectual al poco de dar sus primeros pasos, los cómics tuvieron sin em-bargo que vagar por un desierto de incomprensión que este que suscribe todavía es capaz de recordar. En esas estamos con los vi-deojuegos, que tras un largo periplo repleto a rebosar de frustra-ción, incomprensión y ostracismo, parece por fin visible la llegada a buen puerto.

El cine encontró inicialmente en el teatro y en la novela deci-monónica la base sobre la que contar sus historias. El desarrollo y la aplicación de un lenguaje propio consiguieron que esta na-rración ajena fuera percibida como original y portadora de una nueva forma de contar las cosas. De la misma manera, una rama de los videojuegos explora la narrativa clásica desarrollada prin-cipalmente por el cine para hacernos llegar lo que tiene que decir, utilizando para ello las singularidades que lo definen como medio único, esto es, la interacción directa entre el usuario y la obra.

Cine y videojuegos, un viaje lleno de sorpresas y hallazgos. Una vez puestas las cartas sobre la mesa en estas primeras líneas, toca mostrar ahora los hilos reales, pero tal vez sutiles, que entrelazan ambos mundos. Sólo hay que prestar atención, saber ver y querer escuchar. Partiremos de los inicios y arribaremos a lugares familia-res. Después de todo, no es más que la misma historia de siempre.

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Todo está preparado. La luz es perfecta en este atardecer de ensueño. El lugar y el momento, la Jerusalén de la Ter-cera Cruzada, embotan los sentidos con miles de detalles

que presuponemos minuciosamente documentados. La música se tensa disponiéndose para la acción. Mientras, decenas de ciuda-danos realizan su quehacer diario ajenos a la historia que mueve los intereses del protagonista. Este presenta un porte especial que le diferencia de la muchedumbre, y parece más que listo para la misión encomendada: asesinar a un alto mandatario de la ciudad. Sus músculos están rígidos, su arma engrasada, su mente alberga determinación tras años de secreto entrenamiento. Todo está pre-parado. Sin embargo,  Altair, nuestro héroe, se mantiene inmó-vil, como extasiado ante el entorno que le rodea. De repente, des-oyendo su destino, deja de lado su objetivo, escala hasta lo alto de un edificio y se pierde entre los tejados de la mítica ciudad. Y es que esto no es una película, es un videojuego.

El guion, la trama y los personajes. Los jugadores somos todos Dennis Hopper

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Ver El reino de los cielos (2005) después de jugar al primer As-sassin’s Creed (2007) es una experiencia extraña. Tienes una sen-sación de familiaridad con los personajes, los entornos, las cons-trucciones, los colores, las texturas. Más que un ya visto, pareces encontrarte ante un ya vivido. Porque mientras los personajes de la película de Ridley Scott siguen unos guionizados parámetros que los llevan de un punto a otro de aquella Tierra Santa, tú te desvías mentalmente entre las callejuelas de Jerusalén, abandonas la segu-ridad de los caminos que unen las ciudades, te mueves, en defini-tiva, libremente alrededor del restringido marco de la pantalla del cine o de la televisión. Al contrario que en  la película, podemos obviar lo escrito para marcar el ritmo que nos dicte nuestro propio interés o estado de ánimo. Somos el protagonista, y este actuará re-flejando nuestro libre albedrío. Puede ser siguiendo a pies juntillas el argumento o, por el contrario, perdiendo de manera consciente el tiempo observando desde una atalaya el paisaje arrebatador que se despliega ante nuestros ojos.

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Es complicado narrar una historia cuyo ritmo depende de lo que quiera en cada momento el actor principal. En el storyboard de una película dispuesto en láminas individuales, el director puede pasar secuencialmente de un plano a otro haciéndose así una idea mental del tempo que tendrá la secuencia en pantalla. Imagine-mos ahora que es el espectador el que decide ese tempo. Existirían entonces tantas variantes como personas se pusieran ante las lámi-nas. La acción podría ser lenta, rápida, hacia adelante, hacia atrás o simplemente la contemplación sosegada de un plano en particu-lar. Obtendríamos tantas películas como espectadores, y cada una respondería a intereses y pulsiones individuales.

Los videojuegos, sobre todo los de  mundo abierto  -esto es, una enorme extensión de terreno que podemos explorar libre-mente-, tienen que ver más con una experiencia sensorial que con una trama establecida de antemano. Recuerdo que en  Oblivion (2006), juego ambientado en un mundo fantástico de inspiración medieval, me llevé un mes deambulando sin rumbo, disfrutando de lo que me ofrecía el paisaje, visitando ciudades y poblados, hablando con nobles y aldeanos, observando plácidamente una puesta de sol o enfrentándome de forma azarosa a algún asalta-dor de caminos. Fue producto de no saber jugar y, aun así, lo ex-perimentado había resultado igualmente gratificante. ¿Quién no ha pensado alguna vez, cuando veía la adaptación cinematográ-fica de El señor de los Anillos (2001), lo maravilloso que sería sim-plemente recorrer esos parajes? Más adelante descubrí cómo jugar a Oblivion y me metí de lleno en el viaje del héroe que proponía. Digamos que aquel primer mes fue como la vida de Frodo antes de recibir la visita de Gandalf. Hasta ese momento no había habido historia, solo -y no es poco- vivencia. No extraña pues que, cuando se estrenó Skyrim (2011), el sucesor de Oblivion, los usuarios utili-zaran habitualmente la frase ir a Skyrim en lugar de jugar a Skyrim.

El ejemplo de las películas de El Señor de los Anillos me sirve igualmente para hablar del arco de transformación de los perso-

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najes. Nos encontramos ante una obra inmensa de más de nueve horas de duración en la que el autor tiene el tiempo suficiente para ahondar en los personajes, que estos vayan evolucionando poco a poco. Y es así como ocurre en los videojuegos, donde la extensión de la experiencia puede ir de las seis horas de un título de acción a las más de cien de un juego de rol. Es una labor complicada definir todo lo que quieres contar de un personaje en la duración están-dar de hora y media de una película. Los videojuegos sin embargo lo tienen más fácil porque hay un espacio temporal lo suficiente-mente amplio como para madurar con tranquilidad ese proceso, siendo la interacción directa del usuario con el protagonista un primer paso, ya que se le hace responsable directo de sus acciones.

Un trabajo mal hecho en el desarrollo de los personajes puede dar al traste con una película y con un videojuego. Se crean barre-ras entre el espectador/jugador y los protagonistas porque desa-parece la conexión con lo que ocurre en pantalla. Así pasaba por ejemplo en Final Fantasy XII (2006), superproducción interactiva cuidada hasta el extremo en su dirección artística que naufragaba estrepitosamente a causa de unos personajes que no evoluciona-ban. Y es que es difícil meterse en la piel de unos protagonistas que se mantienen sin ninguna variación interior tras 80 horas de juego.

La diferencia tan acusada entre la duración de una película y un juego conlleva también diferencias estructurales. Los dos puntos de giro habituales en el guion cinematográfico pueden multipli-carse a favor de mantener el interés del jugador. Es una decisión arriesgada que puede llevar a la confusión y al ridículo si se aplica sin medida aunque, como en el cine, todo depende de la maestría del guionista y del director.

Volviendo al tema del jugador como actor rebelde y caótico que puede retorcer y quebrar a su antojo el guion marcado, me viene a la cabeza Dennis Hopper durante el rodaje de Apocalypse Now (1979). En aquellos infernales momentos Coppola se desesperaba intentando que aquel desquiciado hippy recitara las líneas escritas

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para él. El actor se reconocía incapaz de seguir las pautas estable-cidas y en más de una ocasión lo que se inmortalizó en pantalla provino de ideas que aparecieron en las acaloradas conversacio-nes entre toma y toma. Podríamos decir que los jugadores somos como Dennis Hopper, unos desequilibrados impredecibles que pueden pensar (o no) que tal vez sea mejor observar aquella puesta de sol sobre Jerusalén de la que hablábamos al principio que res-ponder a la llamada de nuestro destino.