Cine Guerra Fría

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El cine se convirtió en ese período, y también después, en apasionante espejo donde quedaron reflejados todos los temores y miedos de la llamada guerra fría. Sensación de que se escondían comunistas detrás de cada esquina, casos de traición y venta de secretos nacionales, espionaje a lo Bond o con estilo más realista, incidentes como la crisis de los misiles de Cuba que ponían al mundo al borde del colapso. Las películas podían ser no aptas para cardíacos, pero no faltó la mirada humorística, ya fuera mediante la sátira o la comedia amable. El cine occidental —principalmente norteamericano— tiene un ciclo de cine anticomunista en los años de la Guerra Fría, desde finales de los cuarenta a primeros de los sesenta, que hace hincapié en la demonización de la URSS a través de historias de agentes infiltrados que tratan de dinamitar el modo de vida occidental con comportamientos terroristas —Alta traición (Roy Boulting, 1951), Suspenso en comunismo (Eduardo Manzanos Brochero, 1956), Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954)—. La sospecha de afiliación comunista de cineastas tiene en el suceso de la caza de brujas del macartismo un lamentable hecho histórico que ha quedado plasmado en varias películas, con una perspectiva apologética —El gran Jim McLain (Edward Ludwig, 1952), La ley del silencio (Elia Kazan, 1954)—, metafórica —El beso mortal (Robert Aldrich, 1955), Murmullos en la ciudad (Joseph L. Mankiewicz, 1951)— y con una revisión crítica en Caza de brujas (Irwin Winkler, 1991), The Hollywood Ten (John Berry, 1950) o, circunstancialmente, The Majestic (Frank Darabont, 2001).

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Análisis de Guerra Fría y la utilización del tema dentro del Cine.

Transcript of Cine Guerra Fría

El cine se convirtió en ese período, y también después, en apasionante

espejo donde quedaron reflejados todos los temores y miedos de la

llamada guerra fría. Sensación de que se escondían comunistas detrás

de cada esquina, casos de traición y venta de secretos nacionales,

espionaje a lo Bond o con estilo más realista, incidentes como la crisis

de los misiles de Cuba que ponían al mundo al borde del colapso.

Las películas podían ser no aptas para cardíacos, pero no faltó la

mirada humorística, ya fuera mediante la sátira o la comedia amable.

El cine occidental —principalmente norteamericano— tiene un ciclo de

cine anticomunista en los años de la Guerra Fría, desde finales de los

cuarenta a primeros de los sesenta, que hace hincapié en la

demonización de la URSS a través de historias de agentes infiltrados

que tratan de dinamitar el modo de vida occidental con

comportamientos terroristas —Alta traición (Roy Boulting, 1951),

Suspenso en comunismo (Eduardo Manzanos Brochero, 1956), Murió

hace quince años (Rafael Gil, 1954)—. La sospecha de afiliación

comunista de cineastas tiene en el suceso de la caza de brujas del

macartismo un lamentable hecho histórico que ha quedado plasmado en

varias películas, con una perspectiva apologética —El gran Jim McLain

(Edward Ludwig, 1952), La ley del silencio (Elia Kazan, 1954)—,

metafórica —El beso mortal (Robert Aldrich, 1955), Murmullos en la

ciudad (Joseph L. Mankiewicz, 1951)— y con una revisión crítica en

Caza de brujas (Irwin Winkler, 1991), The Hollywood Ten (John Berry,

1950) o, circunstancialmente, The Majestic (Frank Darabont, 2001).

Otro aspecto del cine de la Guerra Fría es su insistencia en la ausencia

de libertades en los países del Este y la inhumanidad de sus regímenes

políticos o de los partidos comunistas occidentales bajo su mandato —

Fugitivos del terror rojo (Elia Kazan, 1953), The Steel Fist (Wesley

Barry, 1952), Persecución en Madrid (Enrique Gómez, 1952), The Red

Menace (R.G. Springsteen, 1949), Perseguidos (José Luis Gamboa,

1952), Casada con un comunista (Robert Stevenson, 1949), Rapsodia de

sangre (Antonio Isasi-Isasmendi, 1958)—, que destruyen familias o

impiden la realización del amor —Los jóvenes amantes (Anthony

Asquith, 1954), No me abandones (Delmer Daves, 1953), Traición

(Victor Saville, 1949)—, se comportan con crueldad con los presos —

Embajadores en el infierno (José María Forqué, 1956)—, persiguen a los

prófugos que se exilian en Occidente —Los ases buscan la paz (Arturo

Ruiz Castillo, 1955)— o captan a occidentales para sus intereses —

Decisión a medianoche (Nunnally Johnson, 1954)—.

Con relativa frecuencia la amenaza comunista se dirige especialmente a

las convicciones religiosas —Mi hijo John (Leo McCarey, 1952), Satanás

nunca duerme (Leo McCarey, 1962)— y hasta éstas legitiman el

anticomunismo —La señora de Fátima (Rafael Gil, 1951)—. Los

escenarios del Este son países sin nombre, la URSS, China u otros

países orientales —Aventura en Shanghái (Frank Lloyd, 1954), La

sombra del zar amarillo (J. Lee Thompson, 1969), Tokyo File 212

(Dorrell McGowan, Stuart E. McGowan, 1951)—, o Europa —Guerrilla

Girl (John Christian, 1953)—.

El relativo realismo de algunos tratamientos da paso a relatos de

política-ficción, frecuentemente en clave bélica —Battle Beneath the

Earth (Montgomery Tully, 1967), Invasion U.S.A. (Alfred E. Green,

1952), Amanecer rojo (John Milius, 1984), The Lost Missile (Lester Wm.

Berke, 1958), Marea roja (Tony Scott, 1995)— o a relatos que llaman la

atención sobre el peligro antidemocrático del anticomunismo, como

Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964). En su forma más

genérica, el cine de la Guerra Fría da lugar a ciclos sobre agentes del

tipo James Bond que dan por supuesta la maldad de los antagonistas sin

caracterizaciones ideológicas ni referencias históricas precisas, aunque

en algunos casos —El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965), La

gran amenaza (Gordon Douglas, 1948), Pendiente de un hilo (André De

Toth, 1960), El silencioso (Claude Pinoteau, 1973)— haya un talante

documental y quede reflejado el clima de la época. Otros productos de

distintos géneros revelan el mismo trasfondo de confrontación de la

Guerra Fría, como El diablo de las aguas turbias (Samuel Fuller, 1954),

Estación polar Cebra (John Sturges, 1968), Estado de alarma (James B.

Harris, 1965), etc. en algunos de los cuales, la desconfianza de la

tensión entre los bloques se basa en el peligro nuclear, con historias

sobre la escalada armamentística o el robo de secretos atómicos —

Manos peligrosas (Samuel Fuller, 1953), El FBI entra en acción (Jerry

Hopper, 1952), Rapto en Hamburgo (Val Guest, 1955), El regreso del

gángster (Lewis Allen, 1955), Project X (William Castle, 1968), Tangier

Incident (Lew Landers, 1953)—. Aunque el tratamiento suele ser

dramático, sobresalen algunas comedias que, al final del ciclo, ponen en

cuestión el equilibrio de terror propio de la Guerra Fría, como

¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964) o ¡Que

vienen los rusos! ¡Que vienen los rusos! (Norman Jewison, 1966)

Las brujas de Salem

Kathy Cody (Betty Parris) y Tuesday Weld (Abigail Williams) en la

versión televisiva de 1967 ganadora del Premio Emmy

Para otros usos de este término, véase The Crucible (novela).

Las brujas de Salem o El crisol (en inglés: The Crucible) es una obra de

teatro de Arthur Miller escrita en 1952 y estrenada en 1953 ganadora

del Premio Tony. Está basada en los hechos que rodearon a los juicios

de brujas de Salem, Massachusetts en 1692. Miller escribió sobre el

evento como una alegoría del macarthismo que sucedió en los Estados

Unidos en los años 1950.

2 Macarthismo

Joseph Raymond McCarthy.

Artículo principal: Macarthismo

El macarthismo (mccarthismo, maccarthismo o macartismo) es un

episodio de la historia de Estados Unidos que se desarrolló entre 1950 y

1956 durante el cual el Senador Joseph McCarthy desencadenó un

extendido proceso de delaciones, denuncias, procesos irregulares y

listas negras contra personas sospechosas de ser comunistas. Los

sectores que se opusieron a los métodos irregulares e indiscriminados

de McCarthy denunciaron el proceso como una "caza de brujas".

Por entonces, la situación de la guerra fría era particularmente tensa,

en la medida que la URSS experimentaba con la bomba atómica en

1949, Mao Zedong llegaba al poder ese mismo año y la guerra de Corea

empezaba en junio de 1950. Esta atmósfera amenazante pesaba sobre

la opinión pública estadounidense que deseaba una política enérgica y

ofensiva contra el bloque soviético. En febrero de 1950, Joseph

McCarthy, senador por Wisconsin, intervino —con un éxito inesperado

— denunciando una conspiración comunista en el mismo seno del

departamento de Estado.

Así se inició lo que sus oponentes denominaron como "caza de brujas".

Gente de los medios de comunicación, del gobierno y algunos militares

fueron acusados por McCarthy como sospechosos de espionaje soviético

o de simpatizantes del comunismo. Apoyándose en una fuerza de

entusiastas anticomunistas, y alimentándose de la delación, adquirió un

poder considerable. Su actividad destinada a desmantelar supuestas

infiltraciones de agentes comunistas en la Administración pública se

extendió pronto a los laboratorios de investigación y a Hollywood. Los

empleados públicos debían hacer frente a un control de lealtad que

costó la carrera a varios de ellos.

Juicios de Salem[editar]

Martha Corey-Longfellow.jpg

Artículo principal: Juicios de Salem

Los juicios de Salem por brujería aluden a un famoso episodio del

período de colonización de los Estados Unidos en 1692 en la aldea de

Salem (actual estado de Massachusetts), en el que, como efecto

colateral de luchas internas de las familias coloniales y fanatismos

puritanos revestidos de paranoia, fueron condenadas a muerte 19

personas acusadas de brujería, todas mujeres, y se encarceló a un

número mucho mayor. El número de acusados por brujería en estos

juicios pudo fluctuar entre 200 y 300.

Muchas teorías han intentado explicar por qué la comunidad de Salem

explotó en ese delirio de brujas y perturbaciones demoníacas. La más

difundida insiste en afirmar que los puritanos, que gobernaban la

colonia de la bahía de Massachusetts prácticamente sin control real

desde 1630 hasta la promulgación de la Carta Magna en 1692,

atravesaban un período de alucinaciones masivas e histeria provocadas

por la religión. La mayoría de los historiadores modernos encuentran

esta explicación cuando menos "simplista". Otras teorías se apoyan en

analizar hechos de maltrato de niños, adivinaciones invocando al

maligno, ergotismo (intoxicación con pan de centeno fermentado que

contiene elementos químicos similares al LSD), el complot de la familia

Putnam para destruir a la familia rival Porter, y algunas otras aluden al

tema del estrangulamiento social de la mujer.

Macarthismo

Joseph Raymond McCarthy.

El macarthismo (mccarthismo, maccarthismo o macartismo) es un

término que se utiliza en referencia a acusaciones de deslealtad,

subversión o traición a la patria sin el debido respeto a un proceso legal

justo donde se respeten los derechos del acusado. Se origina en un

episodio de la historia de Estados Unidos que se desarrolló entre 1950 y

1956 durante el cual el senador Joseph McCarthy (1908-1957)

desencadenó un extendido proceso de delaciones, acusaciones

infundadas, denuncias, interrogatorios, procesos irregulares y listas

negras contra personas sospechosas de ser comunistas. Los sectores

que se opusieron a los métodos irregulares e indiscriminados de

McCarthy denunciaron el proceso como una «caza de brujas» y llevó al

destacado dramaturgo Arthur Miller a escribir su famosa obra Las

brujas de Salem (1953).

Por extensión, el término se aplica a veces de forma genérica para

aquellas situaciones donde se acusa a un gobierno de perseguir a los

oponentes políticos o no respetar los derechos civiles en nombre de la

seguridad nacional.1

Los hechos[editar]

El macarthismo es un episodio de la historia de Estados Unidos que se

desarrolló entre 1950 y 1956. El contexto de la guerra fría era

particularmente tenso en la medida que la Unión Soviética

experimentaba con la bomba atómica en 1949, Mao Zedong llegaba al

poder ese mismo año y la guerra de Corea empezaba en junio de 1950.

Esta atmósfera amenazante pesaba sobre la opinión pública

estadounidense que deseaba una política enérgica y ofensiva contra el

bloque soviético. En febrero de 1950, Joseph McCarthy, senador por

Wisconsin, intervino —con un éxito inesperado— denunciando una

conspiración comunista en el mismo seno del Departamento de Estado.

Así se inició lo que sus oponentes denominaron «caza de brujas». Gente

de los medios de comunicación, del gobierno y algunos militares fueron

acusados por McCarthy de sospechosos de espionaje soviético o de

simpatizantes del comunismo. Apoyándose en unas fuerzas de

entusiastas anticomunistas, alimentándose de la delación, adquirió un

poder considerable. Los métodos eran inconcebibles para una supuesta

democracia que estaba asentada. Olvidando el principio jurídico de la

presunción de inocencia, ante cualquier denuncia el Comité del Senado,

presidido por McCarthy, aplicaba la presunción de culpabilidad y era el

acusado quien tenía que desmentir y probar su no pertenencia o

simpatía por el Partido Comunista. Quienes reconocían su culpa, podían

lavarla delatando a sus camaradas. Su actividad destinada a

desmantelar eventuales infiltraciones de agentes comunistas en la

administración pública se extendió pronto a los laboratorios de

investigación y a Hollywood.2 Los empleados públicos debían hacer

frente a un control de lealtad que costó la carrera a varios de ellos.

De este modo, Alger Hiss, presidente de la Fundación Carnegie para la

Paz Internacional, fue acusado en un proceso por haber trasmitido

documentos secretos de la época del New Deal. Uno de los episodios

más célebres del periodo fue el proceso seguido a los esposos Ethel y

Julius Rosenberg. Fueron acusados de haber dado a la Unión Soviética

el secreto de la bomba atómica, lo que ellos negaron. Bastante

controvertido y atrayendo una campaña internacional en favor de los

acusados, el proceso terminó con su ejecución en junio de 1953.

Eisenhower fue elegido en 1952, en el momento en el que McCarthy

gozaba de su máxima influencia. Ejercía, en efecto, la presidencia de la

comisión senatorial de operaciones gubernamentales además de su

subcomisión de investigación. Su influencia era tan importante que el

mismo secretario de Estado se deshizo de algunos de sus colaboradores

para no enfrentarse a McCarthy. Del mismo modo, Robert Oppenheimer

fue expulsado de la Comisión de Energía Atómica por haberse opuesto

al proyecto de la Bomba de hidrógeno.

Voces contra el macarthismo[editar]

Algunas voces comenzaron a elevarse contra el macarthismo y sus

excesos. Por ejemplo, en 1953 se representó la obra Las brujas de

Salem de Arthur Miller, un alegato eficaz para estigmatizar la política

de su tiempo. Uno de los blancos de la inquisición política fue el mundo

del cine porque, entre otras razones, los interrogatorios a directores y

actores famosos proporcionaron a los miembros del Comité una

extraordinaria publicidad.

Edward R. Murrow, periodista que se enfrentó a McCarthy desde su

programa de televisión See it now.

La figura legendaria de Edward R. Murrow tuvo gran influencia en el

periodismo televisivo a raíz de sus enfrentamientos contra el senador

McCarthy, con su pasión por la verdad y sus incansables esfuerzos por

hacer avanzar los ideales democráticos. Sobre todos ellos se alzaba la

libertad de expresión. Los programas de Murrow acerca del senador

Joseph R. McCarthy, en 1954, fueron considerados no solo como los que

marcaron el punto de inflexión en la campaña del senador contra los

simpatizantes del comunismo, sino que también fueron el punto de

inflexión en la propia Historia de la televisión.3

Edward R. Murrow en el programa televisivo See it now del 9 de marzo

de 1954, en el programa titulado justamente «A report on senator

Joseph R. McCarthy» (‘informe sobre el senador Joseph R. McCarthy’):

Su principal logro [del senador McCarthy] ha sido el de confundir a la

opinión pública, entre las amenazas del comunismo. No debemos

confundir desacuerdo con deslealtad. Debemos recordar siempre que

una acusación no es una prueba y que una condena depende de la

evidencia y del debido proceso de la ley. [...] No caminaremos con

miedo, el uno del otro. [...] No descendemos de hombres temerosos, de

hombres que temían escribir, hablar, asociarse y defender causas que

eran, por el momento, impopulares.[...] ¿Y de quién es el fallo? En

realidad no es suyo. Él no creó esta situación de miedo; él meramente

la explotó, y más bien exitosamente. Casio estaba en lo cierto: «El fallo,

querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos».

Edward R. Murrow

En la lucha entre el Comité de Actividades Antiestadounidenses y el

Comité de la Primera Enmienda, la posición de la industria del cine, con

la negación de trabajo para los sospechosos, inclinó la balanza

produciendo deserciones en las filas de los defensores de la libertad;

fue el caso de Humphrey Bogart, que se dio de baja de su Comité, y el

del director Edward Dmytryk, quien tras ser condenado a seis meses de

cárcel decidió, ya en prisión, confesar su militancia comunista y su

arrepentimiento, proporcionando una lista de 26 correligionarios de

partido. Con esta claudicación pública salió en libertad y encontró

trabajo inmediatamente.2

Lo que quebró el reinado de McCarthy fue su decisión de atacar al

Ejército. El Pentágono en 1953, incluso más vigorosamente que el

apoyo que recibió de Eisenhower, ya consideraba incómodo a

McCarthy.

McCarthy fue finalmente expulsado del Comité en una moción de

censura por el Senado estadounidense en 1954, por 67 votos contra 22,

acusado de «conducta impropia de un miembro del Senado» por la

manera en que había dirigido la Comisión (por su lenguaje «demasiado

directo») y por no haber comparecido ante otra comisión del Senado

cuando fue requerido, además de otros cargos difusos y fabricados

sobre la marcha.

El mismo año, el Comité de Actividades Antiestadounidenses de la

Cámara anunció que daba de baja a la Unión de Consumidores de su

lista de organizaciones subversivas. En 1940, la Unión de

Consumidores de Estados Unidos (en inglés, Consumers Union) se

había burlado de dichas acusaciones:

Si la condena de productos sin valor, adulterados y tergiversados es

una actividad comunista, entonces la Administración Federal de

Alimentos y Medicamentos, la Comisión Federal de Comercio y la

Asociación Estadounidense de Medicina deben ser pagadas

directamente desde Moscú.4

Continuó otros dos años en sus tareas de senador, pero sus colegas lo

evitaban y lo sucedido afectó a su ánimo y a su salud: hospitalizado por

problemas de alcoholismo crónico, murió a los 48 años víctima de

cirrosis y hepatitis.

El Senado estadounidense publicó en 2003 más de 4.000 páginas con

las transcripciones de sus 500 interrogatorios secretos, basadas en las

notas des

2. El “juego” de la Guerra Fría en 6 películas.

El gran atractivo que tiene la Guerra Fría para el cine es el aire de

misterio y oscuridad que envuelve a un periodo de la historia en el que

esos dos grandes bloques se enfrentaron durante décadas en un

conflicto «secreto» y «silencioso». Espías, agentes dobles, idealismo,

lealtad, documentos clasificados y paranoia se entremezclan dando

lugar a guiones plagados de giros argumentales y dobles sentidos. Lo

que más juego suele dar son los dobles agentes. Esos espías al servicio

del mejor postor que venden los secretos de su país al enemigo en

beneficio propio. Ponerlos al descubierto forma parte del reto que se

plantea al héroe protagonista, pero también al espectador, al que se

hace caer en la trampa del «nada es lo que parece». Cualquiera de las

películas que se proponen a continuación sirve para hacerse una idea

global de ese juego de la Guerra Fría del que se ha aprovechado el cine,

a veces tomando prestado el material de la literatura.

1- Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love

The Bomb

País: Reino Unido (1964).

Dirección: Stanley Kubrick.

Guión: S. Kubrick, Peter George, Terry Southern.

Elenco: Peter Sellers, George C. Scott, Sterling Hayden.

Desde entonces se sabe que a La Academia no les va mucho eso de una

comedia para ganar el Óscar.Estuvo nominada en los renglones

más importantes, como guión, dirección, mejor película y actor

principal, pero se fue en blanco. Aún así, esta sátira antibélica

demuestra hasta qué punto un genio como Kubrick se las ingeniaba

para darle vuelta a un guión que, en principio, era “serio”. Peter Sellers

interpreta a tres personajes: al nervioso Capitan Lionel Mandrake, al

calvo presidente de los EEUU, Merkin Muffley, y al ex nazi y asesor del

imperio norteamericano, Doctor Strangelove. La premisa es sencilla:

obsesionado por la idea de una conspiración ambiental

antinorteamericana, un general decide atacar a la Unión Soviética

sin el permiso de sus jefes. Lo que desconoce es que si su acción es

efectiva, se activará el “Dispositivo del Fin del Mundo”. Tal situación

obliga a ambas potencias a discutir las soluciones. El filme aprovecha

que solo dos años atrás explotaba la crisis de los misiles en Cuba.

Brillantes son las palabras del presidente Muffey para explicarle a su

homólogo, Dimtri, que un general ha decidido bombardearlo sin su

aprobación:

¿Oiga?, ¿oiga?, ¿oiga?, ¿oiga?… ¡Hola Dimitri!, oye… oye… no te oigo

muy bien, ¿no podrías bajar un poquito “La Internacional”?

Ajá, así está mejor… Sí, jejeje, ¡sí!. Ahora te oigo perfectamente Dimitri,

con la voz clara y potente de un tenor dramático, sí… ¿Ah, que tú

también me oyes bien a mí? Bueno, entonces, los dos nos oímos

perfectamente, así que… es que ya… ¡claro! Me alegro de que estés

bien y de que yo esté bien. Estoy de acuerdo contigo, lo principal es

estar bien, jejejeje… Escucha Dimitri, ya sabes que… eh… siempre

hemos hablado de la posibilidad de que ocurra algo grave con la bomba.

La… la… la bomba Dimitri, la de hidrógeno hombre. Pues imagínate la

faena…

3- El espía que surgió del frío

País: Reino Unido (1965).

Dirección: Martin Ritt.

Guión: Paul Dehn y John le Carré.

Elenco: Richard Burton, Oskar Werner, Claire Bloom.

En pleno orgasmo por las aventuras de un tal Bond, James Bond,

aparece David John Moore Cornwell, mejor conocido como John le

Carré. El escritor británico le quita el glamour a los agentes secretos.

Adiós coches y mujeres en bikinis, bienvenido el alcoholismo y la

depresión. Haciendo gala de un universo que conocía al dedo, ya

que trabajó en el servicio secreto británico (el M16), la primera

adaptación de su obra a la gran pantalla fue un éxito, sobre todo por la

presencia de un actor al que aún hoy se venera: Richard Burton.

“El espía que surgió del frío” es un filme de sombras. Es difícil

describir en pocas líneas las decisiones que deberá seguir Alec

Leamas (Burton) después de perder una misión importante en

Berlín Oriental. La trascendencia y valentía del filme está en su guión,

que se aleja de los clichés del cine de espías. Fue nominada a dos Óscar

(incluido mejor actor) y ganó 10 premios en diferentes festivales.

Tomado del libro:

“A nadie le sorprendió demasiado el que metieran en conserva a

Leamas. En general, decían, Berlín llevaba varios años siendo un

fracaso, y alguno tenía que recibir la reprimenda. Además, estaba viejo

para el trabajo activo, en el que hay que tener unos reflejos tan rápidos

como los de un profesional del tenis”.

4- Nuestro hombre en la Habana

País: Reino Unido (1959).

Dirección: Carol Reed.

Guión: Graham Greene (novela).

Elenco: Alec Guinness, Maureen O’Hara, Bur Ives.

Esta película tiene un enorme valor más allá de su calidad: fue

rodada en Cuba con Fidel Castro estrenándose en el poder. El

mismo gobierno cubano revisó el guión y dio el visto bueno solo

porque la consideró como propaganda en contra del dictador

Fulgencio Batista. En esos extraños casos en que la realidad supera a

la ficción, la trama casi adivina el futuro. Jim Wormold (Alec Guinness)

acepta trabajar de espía para los británicos, aunque solo lo hace para

salir de sus problemas económicos. Decidido a extender su beca, se

inventa la existencia de una base de misiles. Ni una mente tan

prodigiosa como la de Greene imaginaria que pocos años después, en

efecto, los soviéticos comenzarían a armar silos atómicos en la isla,

colocando el mundo al borde de la guerra nuclear. Es una parodia, muy

divertida, sobre los excesos y las locuras de quienes supuestamente

trabajan por el bienestar de las naciones.

Dos frases del libro:

“Un país es más una familia que un sistema parlamentario”.

“Si amo u odio, quiero amar u odiar como individuo. No voy a ser

59200/5 (su nombre en clave) en la guerra total de nadie”.

Bajo banderaA partir de la completísima colección de cine bélico que Planeta decidió distribuir mensualmente en los quioscos de revistas, José Pablo Feinmann recorre el ancho mundo de las películas de guerra y explica por qué, para el cine, la Segunda fue la guerra más fácil; por qué los norteamericanos no hacen de alemanes; por qué con Vietnam murió la razón occidental, y por qué las mejores películas son las pacifistas.

Por José Pablo Feinmann

El zorro del desierto (Henry Hathaway, 1951) es parte de los avatares del capitalismo norteamericano por levantar el espíritu alemán, dada la necesidad urgente de contar con ese país en una de las guerras más originales de la historia, la Fría. La Guerra Fría fue un invento de rusos y yankis, se basó en la llamada “paz nuclear” o “paz del terror nuclear” y postuló la división del mundo en dos bloques, que estaban en guerra, enfrentados, pero no calientes sino fríos. En esta frialdad latía el peligro de lo caliente y se decía que en caso de calentarse esa guerra se calentaría hasta tal extremo el planeta que dejaría de existir en medio de bellísimas explosiones atómicas, tal como se ve en el final de la más perfecta película sobre esa guerra, la fría, Doctor Insólito. Todos recordamos a Slim Pickens cabalgando esa bomba nuclear, cabalgándola como el genuino cowboy que era, revoleando al viento su sombrero texano, vociferando de alegría y cayendo con su bomba en algún lugar de la Unión Soviética, feliz por morir envuelto en las llamas definitivas de su causa. (Supongo que esa imagen de Pickens es el sueño latente de todo buen texano, gente dura con hábito de no tolerar las diferencias.)Pero esa guerra –para Estados Unidos– requería aliados. Requirió el

rearme de Alemania, la Alemania Federal, la buena, la que estaba del lado “correcto”. Había que levantar el espíritu de ese pueblo derrotado. Porque los alemanes no sólo perdieron la guerra en la llamada “realidad”, sino que la perdieron mil veces más, más de mil veces, infinitas veces más y la siguieron y seguirán perdiendo en el cine. Así las cosas, en 1951, la Fox, respondiendo posiblemente a alguna sugerencia del Departamento de Estado o del FBI o de la CIA, más probablemente del Departamento de Estado, decide, en pleno auge del ultra-anticomunismo macartista, entregarles a los alemanes un poco de orgullo. Hubo algo que llevó el uniforme del Reich y merecía, caramba, respeto. Hubo “otra” Alemania. (Esto era lo fundamental: mostrar que hubo “otra” Alemania, que no todos los alemanes fueron nazis según se obstinaban en señalar hasta entonces todas las películas de guerra.) ¿Dónde se había encarnado esa “otra” Alemania? Dónde sino en un gran guerrero. Quién sino Erwin Rommel, el mariscal de Campo Erwin Rommel. De modo que se hizo El zorro del desierto. Y fue tan buena como Hollywood necesitaba que fuese para levantar el espíritu alemán. “Miren lo que teníamos y nadie nos había dicho nada”, dijeron los alemanes, que pasaron a enterarse de la existencia de un glorioso-genial-honorable-astutoantihitleriano mariscal de nombre Rommel.¿Quién haría de Rommel? Hollywood jamás habría puesto a un norteamericano para el papel. Un norteamericano no “da” alemán. Un inglés sí. Un inglés es un europeo y para los norteamericanos todos los europeos pueden hacer de europeos, como todos los latinoamericanos pueden hacer de latinoamericanos, todos los orientales de chinos o japoneses, de Atila o Gengis Khan, etc. (Esto tiene sus aberrantes y divertidas excepciones: John Wayne hizo de mongol en El conquistador de Mongolia. Filmó en un desierto, no de Mongolia sino de Nevada, donde su amadísimo ejército norteamericano había hecho pruebas nucleares y... se murió de cáncer. Curioso y paradójico fin para un soldado de celuloide como Wayne. Que, digo, lo haya matado su propio ejército. Pero Wayne nunca se quejó: al cabo, esas pruebas nucleares eran fundamentales para la guerra que siguió a la Segunda, es decir, la Fría. Dolorosamente, a raíz de esas pruebas murió también, años después, la maravillosa Susan Hayward. Pero es otra historia.) Volvamos a nuestra pregunta: ¿quién haría Rommel? Rommel debía “dar” alemán pero fino, distinguido, bueno, tan bueno que debía parecer británico. Y lo hizo James Mason, un actor de voz aterciopelada, arrasadoramente british. O sea, Rommel era tan “bueno” que se veía inglés. Y la película termina con una frase de Churchill. Y Churchill, en tanto vemos a Rommel deslizarse con uno de sus tanques por el desierto, habla delas grandes virtudes del guerrero. Un héroe, dice, de “las guerras de las democracias modernas”. Churchill tenía frases para todo. Fue, se sabe, el inventor del slogan “cortina de hierro”, esa que, según Hitchcock, logró “rasgar” Paul Newman en ese horrible film del Maestro que se llamó, coherentemente, Cortina rasgada.

El director de El zorro del desierto fue el eximio Henry Hathaway (el director de El beso de la muerte) y el guión es del no menos infalible Nunnaly Johnson. ¿Cómo hicieron Hathaway y Johnson para mostrar al mundo un Rommel “bueno”? No alcanzaba con la elegancia británica de Mason. Había que encontrar algo más. Y lo encontraron. Vean: siempre que Hollywood quiere rescatar a Alemania recurre al atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Si usted fue nazi pero luego participó de ese atentado, para Hollywood zafó. Así, Rommel (definido no como un nazi sino como un militar “profesional”) se dignifica (¡qué palabra peronista!) participando de ese atentado a Hitler. A Hitler lo hace Luther Adler y lo hace muy bien. Tiene humor el Fürher. Llega al bunker, saluda a sus generales y pregunta por Göering. Le dicen que aún no ha llegado. Hitler sonríe y dice: “Cuando se es gordo siempre se llega tarde”. Todos ríen. Caramba, ¡qué humor tenía el Führer! La Fox se empeñó tanto en salvar a Alemania que casi les humaniza a Hitler.

KUBRICK Y LOSEY CONTRA LA GUERRA

Es mi opinión, usted podrá compartirla o no, pero La patrulla infernal y Por la patria son las mejores películas de guerra jamás filmadas. Sólo llegó a ese nivel Apocalyse Now!, de la que hablaremos. Algunas se acercan, otras se alejan. Acaso yo las elija porque son apasionadamente antimilitaristas, porque exhiben la locura, la idiotez, la crueldad, el sinsentido de la guerra. Seamos claros, es por eso.

La patrulla infernal es el tonto título que lleva en castellano Paths of Glory, título que Kubrick y su co-guionista Jim Thompson habrán elegido por su ironía triste, desesperada: “Senderos de gloria”. ¿Qué senderos? ¿Qué gloria? Nada de esto aparece en un film destinado a descuartizar los valores del militarismo. Es una película de 1957, en blanco y negro, de apenas ochenta y seis minutos. Trata sobre un oscuro episodio del ejército francés durante la Primera (Guerra Mundial). Los franceses la prohibieron durante ¡diecinueve años! No somos los argentinos los únicos imbéciles chupabotas del planeta. Cabe suponer que Francia estaba muy empeñada en liquidar argelinos como para permitir que el film de un surgente niño terrible de Hollywood cuestionara los valores de sus “hombres de armas”.

La acción transcurre en 1916. El ejército francés se obstina en “tomar” una colina ocupada por los alemanes. Es el general Broulard (papel que Kubrick deposita en manos del implacable delator macartista Adolph Menjou, que decía reconocer “por su olor” a los comunistas) quien ordena el ataque masivo a esa colina que sabe inexpugnable. Broulard le da la orden al general Mireau (una interpretación inolvidable de George Macready, el marido de Rita Hayworth en Gilda, el emperador Maximiliano en Veracruz). Mireau pone al frente del ataque al coronel Dax (Kirk Douglas). El ataque culmina en una masacre de los

soldados franceses. Mireau ordena hacer fuego sobre ellos para que no retrocedan. (Tal como Jean-Jacques Annaud, en Enemigo al acecho, dice que lo hacían los soviéticos en Stalingrado: es la hora de pegarles por todos lados a los rusos, qué duda cabe, son los tiempos del neoliberalismo y su interpretación del mundo.) Pero la derrota es total. Hay, ahora, que encontrar culpables.

Los generales no dudan. No se debió a un error de estrategia. No se debió a la locura de tomar una posición inexpugnable. Ningún oficial tiene responsabilidad alguna. El fracaso se debe a la cobardía de los soldados. Hay que castigarlos. Como no es posible castigar a todos, Mireau y Broulard piden a los oficiales que elijan a tres, a tres soldados que habrán de ser fusilados por cobardía en el campo de batalla. Cada oficial elige al que más odia. Otra ironía de Kubrick: al teniente Roget lo hace Wayne Morris, pésimo actor pero héroe de westerns clase B de las matinées. El teniente Roget tiene un mínimo gesto con su víctima: cuando le está por poner la venda, ahí, en el patíbulo, en voz baja le dice: “Perdóneme”. Era tarde, claro. Hay dos niveles en el film: el de los oficiales (que eligieron la guerra y no van al frente) y el de los soldados (que no eligieron la guerra, que los enviaron a ella y van al frente, a la masacre, a tomar la colina imposible). Irónica, tristemente, los oficiales deciden sobre la cobardía de los soldados y los fusilan. Los travellings de Kubrick por las trincheras (la Primera fue una guerra de trincheras) son desgarradores y sus movimientos circulares, leves como valses, alrededor de los generales que hablan y deciden sobre la vida de los demás marcan la diferencia entre un mundo y otro. Sólo es improbable la figura del coronel Dax. Humanitario, sensible, ¿se puede ser así y ser un coronel? Hay muchas respuestas para esto. La guerra es un tema muy complejo y durante años y años ha sido considerado el tema fundante de la existencia humana. ¿Cómo habríamos entonces de sorprendernos por encontrar a un humanista en un ejército? Como sea, uno vive e interpreta el mundo a través de sus experiencias, de su propia historia. Será difícil para los argentinos que han transitado por la historia de este país entre 1976 y 1983 aceptar que existen coroneles como Dax. Tan honestos, limpios, tan indignados con las crueldades de la guerra. ¿Qué le pasó a Dax en 1916, junto a sus hombres, intentando tomar la colina inexpugnable? ¿Advirtió la insensatez del militarismo? ¿La locura de los “senderos de gloria” que se cubren de muertos? ¿La impiedad y la cobardía de los generales? Seguramente. “Los soldados tienen que volver al frente”, le dice un sargento en la escena final. Dax sabe que sus hombres están escuchando en una cantina a una jovencita alemana que les canta una canción que no entienden, pero que es dulce, hermosa, tan triste que los hace llorar, a ellos, que deben ser hombres bravos, guerreros sin miedo, asesinos por la patria. Dax le dice al sargento: “Deles unos minutos más”. Gran película.

En 1964, en Inglaterra, Joseph Losey hace “su” gran película de guerra. Es tan antimilitarista como la de Kubrick. El tema es así: agotado por la guerra, fatigado, sin convicción alguna que entregue un sentido a sus días, el soldado Arthur Hamp (¿alguien olvidará al gran Tom Courtenay haciendo este papel?) decide caminar en sentido contrario al del frente de batalla. Sencillamente, se va. No hay nada heroico ni consciente. Ni un manifiesto ni una proclama. Sólo quiere caminar hacia el lado contrario de la guerra. Lo dirá luego en el Consejo de Guerra que le montan: “Me fui a dar un paseo”. Es posible que “padezca” eso que los militares llaman “fatiga de combate” y que es una de las más aberrantes cosas que le pueden ocurrir a un soldado, tan aberrante que el majestuoso general Patton (en quien se inspiró nuestro “majestuoso” general Galtieri, que le copiaba hasta el modo de escupir) se hizo famoso por golpear, él, en persona, en un hospital de campaña, a un pobre soldado que –le dijeron a Patton– sufría “fatiga de combate”. Patton se enfurece y lo agarra a las trompadas en tanto le grita “¡Cobarde!” una y otra vez. George C. Scott lo hace muy bien en el film por el que se ganó un Oscar que no fue a buscar. Luego, vengativo, Hollywood nunca lo buscó a él para nada que valiera la pena. Sigamos.

Le arman un Consejo de Guerra al soldado Hamp. Y le ponen un abogado. Es el capitán Hargreaves y Dirk Bogarde lo hace con la misma sensibilidad exquisita con que años después haría a Gustav Mahler en Muerte en Venecia. Y otra vez, aquí, esa cuestión: ¿cómo se metió en el ejército un tipo que tiene la sensibilidad de Mahler? Ocurre que en estos films antibelicistas (hechos por civiles, desde luego) alguien tiene que tener la mirada “civil” sobre las atrocidades del militarismo. Entonces se pone en escena un improbable militar con la sensibilidad de un civil humanitarista. Eso es Dax en La patrulla infernal. Eso es Bogarde, aquí, en Por la patria. Es casi un artilugio narrativo. Como sea, este artilugio permite analizar y desarrollar la figura dialéctica de un personaje que va cambiando a lo largo de la historia. Porque el soldado Courtenay no cambia, es siempre elmismo, el pobre tipo fatigado, harto, que se fue a dar un paseo en dirección contraria a la línea de fuego. El capitán Bogarde, en cambio, es uno al comienzo y otro al final. Defendiendo al soldado descubre que es él quien odia la guerra y que defender a ese soldado errático es “su” manera de largarse a caminar en dirección contraria al frente de batalla, a la locura de la guerra.

El film está lleno de barro, de ratas, de agua sucia y noches sin luna. Bogarde habla y habla intentando convencer al Consejo de Guerra: Courtenay es inocente, dice. Tenía derecho a estar cansado. Tenía derecho a su fatiga. Tenía derecho a salir a caminar un poco. Todo inútil. Para los jueces, Courtenay es un cobarde y un traidor. ¿A qué? A la patria, claro. Porque la guerra siempre asume el rostro de la patria. Las guerras siempre se hacen “por la patria”. Un soldado debe matar porque mata desde un absoluto: la patria, entendida

como valor supremo y totalizador. La patria es la tierra, la posesión de la tierra. De modo que la patria es (siempre) la defensa de las fronteras o la expansión de las fronteras. De aquí que .para la ratio militarista– la patria se identifica con el Ejército, el órgano destinado a defenderla en los extremos del peligro. Que es “externo” e “interno”. Cuando el peligro es “interno” el ejército se transforma en policía. Al peligro “interno” se le llama “subversión” y el general-tipo de esta “guerra” es conocido por todos nosotros porque es Videla.

El Consejo de Guerra condena a Courtenay a ser fusilado. El mismo Capitán Bogarde comanda el pelotón. Fuego y lo acribillan. Courtenay cae sobre el barro, sobre el agua, sobre las ratas, de cara a la luna ausente. Aún vive. Bogarde desenfunda, se inclina sobre él, le levanta la cabeza y le dice todavía no terminó, muchacho, todavía no. Courtenay respira con la boca muy abierta. (Jack Palance, en Ataque, muere con la boca increíblemente abierta y rígida para la eternidad.) El capitán Bogarde hunde su revólver –con una dulzura ilimitada, incluso erótica– en la boca de Courtenay y hace fuego.

APOCALYSE NOW!

La guerra de Vietnam es la Tercera. Y la tercera es la vencida. Sobre todo para los norteamericanos porque la pierden. Algo impensable. Por ejemplo: en Tute cabrero, el film sesentista de Juan José Jusid con guión de Roberto Cossa, la mujer de Juan Carlos Gené le pregunta qué estaba viendo en el televisor. “Una de guerra”, dice Gené. “¿Y quiénes ganan?”, pregunta la mujer. “Los norteamericanos”, dice Gené, “Se especializan en eso.” Así era la cuestión. Esto cambia con Vietnam. También cambian otras cosas. En Verano del 42 el narrador dice: “Era 1942, todo estaba claro: ellos eran los malos y nosotros los buenos”. Es esto lo que ya no está claro en Vietnam. No es una guerra buena. No es una guerra “limpia”. Nadie se cree el folletín de siempre: que el ejército norteamericano lucha por la democracia, por la libertad, por Occidente. De aquí que esta guerra sea la Tercera, la vencida. Se podrá argumentar: no es la Tercera, ya que Vietnam no es una guerra “mundial” como lo fueron la Primera y la Segunda. Falso. Si aceptamos que la Primera y la Segunda fueron “mundiales” (aunque no hayan intervenido en ellas la mayoría de los países del planeta, sólo los más poderosos) deberemos aceptar que Vietnam también fue “mundial”. El motivo: todas las guerras que libran los norteamericanos son “mundiales”. Siempre son para salvar al “mundo”. Es una visión hollywoodense del mundo, pero les funciona. En La Momia 2 le preguntan a Brendan Frazer qué hay que hacer. El héroe responde: “Lo de siempre: rescatar a la muchacha, matar al villano, salvar al mundo”. Los yanquis siempre luchan para salvar al mundo. Todas sus guerras son “mundiales”. Contra Alemania, contra Japón, contra los coreanos,

contra los vietnamitas, contra los iraquíes, los valores que defienden son los de la civilización occidental: la democracia, la libertad, la libre economía,el individualismo. Defienden, en suma, al “mundo” contra los villanos de turno.

Con Vietnam no pueden convencer al frente interno. Ahora la ciudadanía siente que sus chicos mueren por nada, o no saben por qué mueren, que es peor. Así, la muerte es tan insensata que se torna insoportable. Desapareció la causa, el sentido. Las viejas y grandilocuentes palabras (libertad, democracia, mundo libre, Occidente) no alcanzan para tolerar tanta barbarie. Vietnam se vislumbra como el hundimiento de la nación. Como el apocalipsis tan temido. Como el apocalipsis que ya no vendrá, que no habrá que esperar porque está ocurriendo... ahora.

Francis (Ford) Coppola fue más ambicioso que todo eso. Su film es –sin apelación– el más conceptualmente ambicioso de la historia de las películas de guerra. Vietnam es la tumba de la racionalidad occidental. Si para Adorno la razón instrumental de Occidente encontraba su definitiva tumba en Auschwitz, para Coppola la encuentra en Vietnam. Así, su film es un viaje hacia –precisamente– “el corazón de las tinieblas” (novela de Joseph Conrad en la que, se sabe, está basado el film). Al capitán Willard le encargan una misión: buscar, río arriba, hacia Camboya, al coronel Kurtz y disponer de él con “extremo perjuicio”. Es decir, asesinarlo. Willard parte en una lancha de guerra y atraviesa el largo río que lleva a los dominios de Kurtz. ¿Qué hay detrás de todo esto? El coronel Kurtz –ex brillante Boina Verde del ejército norteamericano– se ha desquiciado y ha instaurado un reino de salvajismo y terror en la honduras de la selva camboyana. Sigue haciendo la guerra, pero es su guerra y la lleva a cabo por medio de los métodos más primitivos. Kurtz asume la figura humana que espera en el fin del camino de la guerra: la más pura barbarie, el más puro primitivismo, la irracionalidad absoluta.

Willard lo encuentra y se reúne con él. Kurtz le dice: “Usted es el mandadero de unos tenderos que lo enviaron a cobrar la cuenta”. Se arroja agua sobre su cabeza calva, grasa. Es Kurtz y es Marlon Brando: está dos veces loco. Willard lo mira en silencio. Kurtz le hace una pregunta fundamental: “¿Qué opina de mis métodos?”. Willard le da una respuesta no menos fundamental: “No veo métodos” (“I see no methods”.) Coppola llega a uno de los momentos conceptuales más altos de la historia del cine. (Y no en un “film”, sino en un “movie” como él quería. Es decir, en una película que es, a la vez, fascinantemente entretenida, deslumbrantemente narrada, actuada, iluminada y, desde luego, dirigida.)

La razón occidental se estructura en el siglo XVII con Descartes. Ahí, el sujeto de la Modernidad asume la representación de todo lo dado. La centralidad es el ego, el cogito cartesiano. Esta racionalidad surge como método. Esta racionalidad surge como discurso y este discurso es un discurso del método. Kurtz le pregunta a Willard qué opina de sus

métodos. Y Willard le da la respuesta precisa, acaso la respuesta que Kurtz deseaba: “No veo métodos”. Con Kurtz, ahí, en la selva camboyana, expresando la inhumanidad última de la guerra, su salvajismo y su primitivismo esenciales, muere la razón occidental. Muere como razón y muere, por consiguiente, como método. Ya no hay métodos porque la razón ha muerto. Kurtz es el testimonio de esa muerte. Por eso los generales habían enviado a Willard a matarlo. Era intolerable que ese hombre, ese renegado, estuviera expresando esa verdad: había que matarlo, ya que esa verdad no podía ser dicha. Así, Willard mata a Kurtz, pero se ha vuelto tan loco como él (porque entendió y entender es enloquecer) y se queda ocupando su lugar. (Verdadero final del film. No el de Willard retornando en su barcaza.)

De este modo, podríamos decir que el film de Coppola es un film adorniano. Acaso Coppola pudo haber dicho que ya no era posible escribir poesía después de Vietnam. Acaso él mismo haya demostrado –con su carrera– que ya no le fue posible filmar después de Apocalypse. Algo queya estaba implícito en la modalidad martirológica con que realizó la película, como si fuera la última, como si ya nada le interesara hacer luego de ella. (Ver Heart of Darkness, el formidable making off que de la película haría la mujer de Coppola. Ahí se observa, entre otras cosas, que sólo hay en toda esta historia un personaje más loco que Kurtz y que Willard: el propio Coppola, artífice de una aventura demencial que lo llevó a las puertas de la ruina. No se arrepintió. Tenía claras estas cuestiones. Dijo: “No se puede ser un artista y vivir seguro”. Frase que vale tanto como un entero manifiesto.)

Luego de Apocalypse se hicieron algunas valiosas películas de guerra. Digamos Pelotón, Buscando al soldado Ryan y –sobre todo, creo– La delgada línea roja. Todas distintas, todas discutibles, pero ninguna superior a Apocalypse Now!. Podemos entonces –momentáneamente– suspender aquí estas delgadas líneas rojas.

DEPORTE

La Guerra Fría, ese enfrentamiento que ilustraba el nuevo orden mundial surgido al

cabo de la Segunda Guerra no sólo se manifestó en lo político, lo ideológico, lo

económico, lo tecnológico y lo militar, sino también en lo deportivo. La misma

obsesión por la victoria que guiaba en esos años la carrera espacial o los triunfos

científicos también exacerbaba las competencias atléticas entre los representantes de

los dos bloques: el comunista, encabezado por la Unión Soviética, y el capitalista,

liderado por los Estados Unidos.

Superar al rival es en esos casos el objetivo excluyente, y ya se sabe que en esa

empecinada batalla por la gloria deportiva, lamentablemente, no siempre son lícitos

los métodos que se emplean, tema del que hoy, ya muy lejos de la Guerra Fría, suele

haber noticia frecuente.

Ese tema -el del juego limpio o mejor, de su deliberada violación- es uno de los que

abordan esta consistente realización de Andrea Sedlácková al contar la historia de

una joven atleta vigilada de cerca por su entrenador y, a través de ella, exponer cómo

el viejo régimen comunista buscaba controlar la voluntad de sus ciudadanos. Otro,

estrechamente vinculado con el anterior, es el arduo dilema de decidir el exilio, la

emigración. Una experiencia que la realizadora checa ha vivido en carne propia: dejó

su país en 1988 y ha residido, desde entonces, entre Praga y París.

La película, ambientada en la década de los 80, sigue la historia de Anna, una

velocista de excepcionales condiciones que aspira a competir en los Juegos

Olímpicos de Los Ángeles 1984 y con ese objetivo se prepara día tras día, junto a una

compañera igualmente dotada y bajo la mirada vigilante y rigurosa del mismo

entrenador estatal, cuyo objetivo es más político que deportivo: sin que la adolescente

lo sepa, ha sido incorporada a un programa secreto que incluye el uso de esteroides

anabólicos. La muchacha es asimismo estimulada por su madre, Irene, ex atleta que

ya sabe lo que supone resistirse a esos deberes deportivos considerados patrióticos y

también las penas a que podría exponerse su hija si se negara a colaborar, para el

régimen una falta equiparable a cualquier otro tipo de disidencia. La mujer ve en el

futuro de la chica la posibilidad de una salida del país, quizá siguiendo el camino de

su marido, que las dejó para refugiarse en Europa.

Las dos líneas del relato -la historia protagonizada por Anna, que en algún momento percibirá los nocivos efectos secundarios de un tratamiento al que ha sido sometida sin su consentimiento, y la de Irene, vulnerable a las presiones del entrenador por más de un motivo- se desarrollan paralelamente o se vinculan entre sí sobre el fondo desesperanzado, gris, desolador y represivo de la Checoslovaquia de esos años que serían los de la etapa más avanzada de la Guerra Fría. Tanto en la descripción de esa atmósfera como en la sólida construcción del drama testimonial y en su aspecto puramente formal (es notable el tratamiento de las imágenes), el film se inscribe a la altura de la tradición del cine checo. A su vez, los excelentes trabajos de la eslovaca Judit Bárdos (Anna) y la checa Anna Geislerová (Irene) dan sustancia y convicción al progreso dramático de sus personajes, rodeadas de un elenco en el que no se aprecian altibajos