Cinco Mujeres Locas
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CINCO
MUJERES
LOCAS
La Marca de Nacimiento
Nathaniel Hawthorne (1804-1864) A fines del siglo pasado vivió un hombre de ciencia, eminente en todas las
ramas de la filosofía, quien no mucho antes de que se inicie nuestra historia
había experimentado una afinidad espiritual más atractiva que cualquier otra
química. Había dejado el laboratorio al cuidado de un ayudante, limpiado su
semblante del humo del horno, lavado de sus dedos las manchas de ácidos y
persuadido a una hermosa mujer para que se convirtiera en su esposa. En
aquellos días, cuando el descubrimiento reciente de la electricidad y otros
misterios parecía abrir caminos hacia el milagro, no era inusual que el amor a
la ciencia rivalizara con el amor a la mujer. El intelecto, la imaginación, el
espíritu, e incluso el corazón pueden encontrar su alimento en ocupaciones
que, tal como creen algunos partidarios, irán ascendiendo de un paso de la
inteligencia poderosa a otro, hasta que el filósofo pueda poner su mano
sobre el secreto de la fuerza creativa y crear quizás mundos nuevos para sí
mismo.
No sabemos si Aylmer poseía ese grado de fe en el dominio del hombre
sobre la Naturaleza. Sin embargo, se había dedicado sin reservas a los
estudios científicos como para no apartarse de ellos por una segunda pasión.
El amor hacia su joven esposa demostraría ser el más fuerte de los dos: pero
sólo podía existir entremezclándose con su amor a la ciencia, y uniendo la
fuerza de este último al primero.
Esa unión se produjo, y tuvo unas consecuencias notables que causaron una
impresión profunda. Un día, muy poco después de la boda, Aylmer estaba
sentado mirando a su esposa con una turbación que fue creciendo hasta que
habló.
-Georgiana. -dijo él- ¿No se te ha ocurrido nunca que podría eliminarse la
marca que tienes en la mejilla?
-La verdad, no -contestó ella sonriendo; pero al darse cuenta de la seriedad
de la actitud de Aylmer se sonrojó-. Tantas veces me han dicho que resultaba
atractivo que en mi simpleza imaginé que lo era.
-Ah, quizás lo fuera en otro rostro -respondió el marido-, pero nunca en el
tuyo. No, mi queridísima Georgiana, saliste tan perfecta de la la Naturaleza
que este ligerísimo defecto, que dudamos si llamar defecto o belleza, me
sorprende, por ser la señal visible de la imperfección terrena.
-¿Te sorprende, esposo mío? -añadió Georgiana levantando la voz y
sintiéndose herida; al principio enrojeció por la cólera momentánea, pero
luego estalló en llantos-. ¿Por qué me apartaste entonces del lado de mi
madre? ¡No puedes amar lo que te sorprende!
Para explicar esta conversación debe mencionarse que en el centro de la
mejilla izquierda de Georgiana había una marca singular profundamente
entrelazada, por así decirlo, con la textura y sustancia de su rostro. En el
estado habitual de su tez (una lozanía saludable aunque delicada) la marca
tenía un tono carmesí profundo. Cuando se sonrojaba perdía gradualmente
definición hasta que desaparecía en el torrente triunfante de sangre que
bañaba con brillo la mejilla entera. Pero si alguna emoción cambiante la hacía
palidecer, allí estaba de nuevo la marca, una mancha carmesí sobre la nieve,
con una claridad que a Aylmer le parecía a veces casi temible. Su forma
guardaba no poca similaridad con una mano humana, aunque del tamaño
más diminuto. Los enamorados de Georgiana acostumbraban a decir que en
el momento de su nacimiento algún hada había puesto su mano diminuta
sobre la mejilla de la recién nacida, dejando allí esa huella en señal de los
dones mágicos que le daban ese dominio sobre todos los corazones.
Muchos pretendientes desesperados habrían puesto en riesgo su vida por el
privilegio de presionar con sus labios la mano misteriosa. No debe ocultarse,
sin embargo, que la impresión producida por ese signo de las hadas variaba
mucho de acuerdo con la diferencia de temperamento de quien la
contemplaba. Algunas personas fastidiosas (exclusivamente de su propio
sexo) afirmaban que la mano sangrienta, tal como la llamaban, destruía
totalmente el efecto de la belleza de Georgiana y volvía su semblante incluso
horrible. Pero eso sería tan poco razonable como decir que una de las
pequeñas manchas azuladas que se encuentran a veces en las estatuas de
mármol más puro convertirían en un monstruo la Eva de Hiram Powers.
Los observadores masculinos, cuando la marca de nacimiento no servía para
aumentar su admiración, se contentaban con desear que no estuviera para
que el mundo pudiera poseer un ejemplar vivo del ideal amoroso sin fallo
alguno. Tras su matrimonio (pues antes había pensando poco o nada en el
asunto), Aylmer descubrió que eso era lo que le sucedía a él.
Si hubiera sido menos hermosa, él podría haber sentido que su afecto
aumentaba por lo hermoso de aquella mano que a veces se rebelaba
vagamente, otras veces se perdía, y otras volvía a aparecer brillando con cada
pulso de la emoción que latía en el corazón de Georgiana. Pero al verla tan
perfecta en lo demás, descubrió que ese único defecto se le iba haciendo
más y más intolerable a cada momento que pasaba en sus vidas unidas. Era la
imperfección de la humanidad que la Naturaleza, en una u otra forma,
estampa imborrablemente en todas sus creaciones, bien para dar a entender
que son temporales y finitas, o para que su perfección se logre mediante el
esfuerzo y el dolor.
La mano carmesí expresaba el abrazo ineludible con que la mortalidad aferra
los moldes terrenales más elevados hasta hacerlos semejantes a los más
bajos, incluso los más brutales, como cuando sus cuerpos visibles regresan al
polvo. Por ello, al elegir la marca como el símbolo de la capacidad de su
esposa de pecar, penar, corromperse y morir, la imaginación sombría de
Aylmer convirtió en poco tiempo la marca de nacimiento en un objeto
terrible que le producía más turbación y horror que el placer que le había
dado nunca, al alma o los sentidos, la belleza de Georgiana.
En todas aquellas estaciones que deberían haber sido las más felices,
invariablemente, y sin pretenderlo, o mejor dicho a pesar de pretender lo
contrario, volvía a ese tema desastroso. Por insignificante que pudiera
parecer al principio, estaba tan relacionado con innumerables modos del
pensamiento y el sentimiento que se convirtió en el punto central de todo.
Con la luz del amanecer Aylmer abría sus ojos sobre el rostro de la esposa y
reconocía el símbolo de la imperfección; y cuando por la noche se
encontraban sentados juntos frente al hogar, sus ojos se posaban en las
mejillas de ella, y contemplaban, brillando apagadamente con las llamas del
fuego de leña, la mano espectral que escribía la mortalidad allí donde de
buena gana habría preferido encontrar veneración. Georgiana aprendió
pronto a estremecerse ante su mirada. Sólo hacía falta que él la contemplara
con la expresión peculiar que adoptaba a menudo su rostro para transformar
las rosas de sus mejillas en una palidez mortal en medio de la cual la mano
carmesí resaltaba como un bajorrelieve de rubí sobre el mármol más blanco.
Una noche, a última hora, cuando la luz estaba desapareciendo, por lo que
era difícil que traicionara la mancha en la mejilla de la pobre esposa, ella
misma sacó el tema voluntariamente por primera vez.
-¿Te acuerdas, mi querido Aylmer -preguntó con un débil intento de sonrisa-,
tienes algún recuerdo de un sueño de la última noche acerca de esta mano
odiosa?
-¡Ninguno! ¡Ninguno en absoluto! -contestó Aylmer sorprendido; pero luego,
con uno tono frío y seco, tratando de ocultar la profundidad real de su
emoción, añadió- Podría haber soñado con ella, pero antes de quedarme
dormido sujeté con firmeza mi fantasía.
-¿Y soñaste con ella? -añadió Georgiana, pues temía que un torrente de
lágrimas interrumpiera lo que iba a decir-. ¡Un sueño terrible! Me sorprende
que hayas podido olvidarlo. ¿Es posible olvidar esa expresión? ¡Ahora está en
su corazón; ¡tenemos que extirparlo! Reflexiona, esposo mío; pues sea como
sea deberías recordarlo.
La mente se encuentra en un triste estado cuando el sueño no puede
confinar sus espectros dentro de la oscura región de sus dominios,
produciendo miedo en la vida real con secretos que quizás pertenezcan a
otra vida más profunda. Aylmer recordó entonces su sueño. Había soñado
que él y su criado Aminadab intentaban una operación para eliminar la marca
de nacimiento; pero cuanto más profundizaba el cuchillo, más se hundía la
mano, hasta que finalmente la mano diminuta parecía sujetarse en el
corazón de Georgiana; pero su marido estaba inexorablemente decidido a
cortarla o arrancarlo.
Cuando el sueño tomó perfectamente forma en su recuerdo, Aylmer,
sentado en presencia de su esposa, se sintió culpable. A menudo la verdad se
abre camino hasta la mente bien envuelta en los ropajes del sueño, y habla
entonces con una claridad sin compromiso de asuntos respecto a los cuales
nos engañamos cuando estamos despiertos. Hasta entonces no había
tomado conciencia de la influencia tiránica que había adquirido una idea en
su mente, y de hasta qué punto estaría dispuesto a ir con tal de pacificarse.
-Aylmer -volvió a hablar Georgiana con solemnidad-. No sé cuánto nos podrá
costara ambos liberarme de esa marca fatal. Quizás su eliminación provoque
una deformidad incurable, o quizás la mancha sea tan profunda como la
propia vida. ¿Pero sabemos si existe una posibilidad, cueste lo que cueste, de
liberarme del firme apretón de esta pequeña mano que se posó sobre mí
antes de que yo viniera al mundo?
-Mi queridísima Georgiana -interrumpió Aylmer-, he pensado mucho en ese
tema. Estoy convencido de que es absolutamente posible su eliminación.
-Si existe la más remota posibilidad de ello, debemos intentarlo a cualquier
precio -respondió Georgiana-. El peligro nada significa para mí; pues la vida,
cuando esta odiosa marca me convierte en blanco de tu horror y desagrado...
la vida es una carga de la que me desprendería con alegría. ¡Elimina esa
mano horrible o quítame la vida! Tu ciencia es profunda. El mundo es testigo
de ello. Has hecho cosas grandes y maravillosas. ¿No vas a ser capaz de
eliminar esa pequeñísima marca que no es más grande que las yemas de los
dos dedos meñiques? ¿Está eso más allá de tu poder, por tu propia paz, y
para salvar a tu pobre esposa de la locura?
-Mi noble, querida y tierna esposa -respondió Aylmer-, no dudes de mi
poder. Ya he meditado profundamente este asunto; con pensamientos que
casi podrían haberme ilustrado para crear un ser menos perfecto que tú.
Georgiana, tú me has llevado a una gran profundidad en el corazón de la
ciencia. Me siento absolutamente competente para volver esta querida
mejilla tan perfecta como su hermana; y entonces, queridísima mía, ¡qué
triunfo cuando haya corregido lo que la Naturaleza dejó imperfecto en su
obra más hermosa! Ni siquiera Pigmalión, cuando su mujer esculpida asumió
la vida, sintió un éxtasis mayor del que yo mismo sentiré.
-Entonces está decidido -contesto Georgiana sonriendo débilmente-. Y
Aylmer, no abandones ni aunque la marca de nacimiento se refugie
finalmente en mi corazón.
El esposo la besó tiernamente en la mejilla, en la mejilla derecha, no en la
que tenía impresa la mano carmesí.
Al día siguiente Aylmer puso en conocimiento de su esposa un plan que había
preparado y que le daría la oportunidad de mantener los intensos
pensamientos y la vigilancia constante que exigiría la operación; y asimismo,
Georgiana disfrutaría del reposo absoluto que era esencial para el éxito. Iban
a encerrarse en los amplios apartamentos que ocupaban el laboratorio de
Aylmer, y en los que durante su juventud había hecho descubrimientos
acerca de los poderes elementales de la Naturaleza que habían provocado la
admiración de todas las sociedades ilustradas de Europa. Tranquilamente
sentado en ese laboratorio, el pálido filósofo había investigado los secretos
de las más elevadas regiones nubosas y de las minas más profundas; había
conocido las causas que encendían y mantenían vivos los fuegos del volcán; y
había explicado el misterio de las fuentes, y cómo es que algunas brotan tan
vivas y puras, y hay otras que tienen virtudes medicinales, desde el oscuro
fondo de la tierra.
También allí había estudiado las maravillas de la estructura humana y había
intentado sondear los procesos mismos por los cuales la Naturaleza asimila
todas sus influencias preciosas de la tierra y el aire, y del mundo espiritual,
para crear al hombre, su obra maestra. Sin embargo hacía mucho tiempo que
Aylmer había dejado a un lado ese último intento al reconocer a desgana la
verdad de que nuestra gran madre creadora, aunque nos distrae trabajando
a la luz del día, sin embargo cuida severamente sus secretos, y, a pesar de
que pretende ser abierta, sólo nos enseña sus resultados. Nos permite,
ciertamente, estropear sus obras, pero raras veces enmendarlas, y bajo
ninguna circunstancia, como un celoso concesionario de una patente, nos
permite crearlas. Sin embargo Aylmer había reanudado ahora esas
investigaciones medio olvidadas; desde luego no con las esperanzas o deseos
con las que las había iniciado, pero sí porque significaban una gran verdad
fisiológica y eran necesarias para el plan que se había propuesto para el
tratamiento de Georgiana.
Cuando la permitió traspasar el umbral del laboratorio Georgiana se quedó
fría y trémula. Aylmer la miró alegremente, con la intención de tranquilizarla,
pero se quedó tan sorprendido por el brillo intenso de la marca de
nacimiento sobre la blancura de su mejilla que no pudo evitar un potente y
convulsivo estremecimiento. La esposa se desvaneció.
-¡Aminadab! ¡Aminadab! -gritó Aylmer al tiempo que pateaba violentamente
el suelo.
De una habitación interior salió enseguida un hombre de baja pero
voluminosa estructura. Ese personaje había sido el trabajador de Aylmer, por
poca paga, durante toda su carrera científica, y resultaba admirablemente
adecuado para ese oficio por su gran disposición mecánica y por la habilidad
con que, aun siendo incapaz de entender un solo principio, realizaba todos
los detalles de los experimentos de su amo. Con su enorme fuerza, el pelo
lanudo, el aspecto ahumado y la terrosidad indescriptible que llevaba
incrustada, parecía una representación de la naturaleza física del hombre;
mientras que la figura esbelta de Aylmer, y su rostro pálido e intelectual, eran
una representación no menos adecuada del elemento espiritual.
-Aminadab, abre la puerta del tocador y quema una pastilla. -dijo Aylmer.
-Sí, amo -respondió Aminadab mirando con intensidad la forma inerte de
Georgiana; y después murmuró para sí mismo- si fuera ella mi esposa, jamás
le quitaría esa marca de nacimiento.
Cuando Georgiana recuperó la conciencia respiraba una atmósfera de
penetrante fragancia, cuya potencia suave le recordaba su desvanecimiento
casi mortal. También el escenario que la rodeaba le parecía encantador.
Aylmer había convertido esas habitaciones sombrías, oscuras y cubiertas de
humo, en las que había pasado sus años más brillantes dedicado a buscar lo
escondido, en una serie de hermosos apartamentos convenientes para que
viviera retirada una mujer encantadora. De las paredes colgaban magníficas
cortinas que producían esa combinación de grandeza y gracia que ningún
otro adorno puede producir; y al caer desde el techo hasta el suelo, sus
pliegues ricos y pesados, que ocultaban todos los ángulos y líneas rectas,
parecían separar ese escenario del espacio infinito. Pues, por lo que Geor
giana sabía, podía tratarse de un pabellón entre las nubes. Y Aylmer, al cerrar
el paso a la luz del sol, que habría interferido en sus procesos químicos, había
puesto en el lugar lámparas perfumadas que emitían llamas de tonos
diversos, pero todas soltaban una radiación suave y morada. Se arrodilló
Aylmer entonces al lado de su esposa y la contempló seriamente pero sin
alarma; pues confiaba en su ciencia y sabía que podría trazar a su alrededor
un círculo mágico que ningún mal podría penetrar.
-¿Dónde estoy? Ah, ya recuerdo -dijo Georgiana débilmente, al tiempo que
se llevaba una mano a la mejilla para ocultar de los ojos de su marido la
terrible marca.
-¡Nada temas, querida mía! -exclamó él- ¡No te apartes de mí! Créeme,
Georgiana, que incluso me regocijo de que tengas esa única imperfección,
por el embeleso que me producirá eliminarla.
-¡Ay, perdóname! -replicó tristemente la esposa-. Te ruego que no vuelvas a
mirarla. Nunca podré olvidar aquel estremecimiento convulso.
Para tranquilizar a Georgiana, y para liberar su mente, por así decirlo, de la
carga de las cosas reales, Aylmer puso en práctica algunos de los secretos
ligeros y lúdicos que la ciencia le había enseñado entre conocimientos más
profundos. Figuras aéreas, ideas absolutamente incorpóreas y formas de
belleza insustancial aparecieron y bailaron ante ella, imprimiendo sus huellas
momentáneas en los haces de luz. Aunque ella tenía alguna vaga idea del
método de esos fenómenos ópticos, la ilusión era casi tan perfecta como
para hacerle creer que su marido tenía dominio e influencia sobre el mundo
espiritual. Y entonces, cuando sintió el deseo de mirar hacia afuera desde su
encierro, inmediatamente, como en respuesta a sus pensamientos, pasó por
una pantalla la procesión de la existencia exterior. El escenario y las figuras
de la vida real estaban perfectamente representados, pero con esa diferencia
encantadora, aunque indescriptible, que hace siempre que un cuadro, una
imagen o una sombra sean mucho más atractivos que el original. Cuando se
cansó de aquello, Aylmer le ordenó que fijara la vista en un recipiente que
contenía cierta cantidad de tierra. Así lo hizo ella, con poco interés al
principio, pero se sorprendió enseguida al ver que el germen de una planta
brotaba desde el suelo. Apareció luego el delgado tallo, se desplegaron
gradualmente las hojas y en medio de ellas apareció una flor perfecta y
encantadora.
-¡Es mágica! -gritó Georgiana-. No me atrevo a tocarla.
-Mejor todavía, arráncala -respondió Aylmer-. Arráncala e inhala mientras
puedas su breve perfume. La flor se marchitará en unos momentos y no
dejará más que las vainas oscuras de las semillas; así podrá perpetuarse una
raza tan efímera como ésa.
Apenas había tocado Georgiana la flor cuando la planta entera se destruyó y
sus hojas se volvieron negras como el carbón, como si se hubieran quemado.
-El estímulo fue demasiado potente -comentó pensativo Aylmer.
Para compensar ese experimento le propuso hacer su retrato mediante un
proceso científico de su invención. Lo haría dejando caer los rayos de luz
sobre una placa de metal pulido. Georgiana aceptó, mas al mirar el resultado
se asustó al ver que los rasgos del retrato eran borrosos e indefinibles; pero
la figura diminuta de una mano aparecía donde debía estar la mejilla. Aylmer
cogió la placa metálica y la introdujo en un recipiente de ácido corrosivo.
Olvidó pronto, sin embargo, esos fracasos mortificantes. En los descansos del
estudio y la experimentación química acudía junto a ella agotado y
enrojecido, pero la presencia de Georgiana parecía darle vigor, y entonces
hablaba con brillante lenguaje de los recursos de su arte. Le hizo una historia
de la larga dinastía de alquimistas que pasaron muchos años buscando el
disolvente universal mediante el cual podría extraerse el principio dorado de
todas las cosas viles y bajas. Aylmer parecía creer que mediante la lógica
científica más sencilla, estaba totalmente dentro de los límites de lo posible
descubrir ese medio que durante tanto tiempo se había buscado.
-Pero un filósofo que profundizara lo suficiente para adquirir ese poder,
alcanzaría también una sabiduría tan elevada que le impulsaría a no
ejercerlo. -añadió.
No menos singulares eran sus opiniones respecto al elixir de la vida. Dio a
entender con bastante seguridad que estaba en su mano conseguir un
líquido que prolongaría la vida durante años, quizás interminablemente; pero
que ello produciría en la Naturaleza una discordancia que todo el mundo,
pero especialmente aquél que bebiera la panacea de la inmortalidad, tendría
motivos para condenar.
-Aylmer, ¿lo dices en serio? -preguntó Georgiana mirándole con asombro y
miedo-. Es terrible poseer ese poder, incluso soñar con poseerlo.
-Oh, no tiembles, amor mío -contestó el esposo-. Ni a ti ni a mí nos haría
daño produciendo efectos tan poco armoniosos en nuestras vidas; pero
querría que consideraras lo insignificante que es, en comparación, la
habilidad necesaria para eliminar esa pequeña mano.
Como de costumbre, a la mención de la marca de nacimiento Georgiana
retrocedió como si un hierro al rojo hubiera tocado su mejilla. Aylmer regresó
a su trabajo. Ella podía escuchar su voz en la distante habitación del horno
dando órdenes a Aminadab, escuchando como respuesta los tonos duros y
deformes de aquél, más semejantes al gruñido de un animal que al lenguaje
humano.
Tras horas de ausencia, Aylmer reapareció y propuso que examinara ella
ahora su gabinete de productos químicos y de tesoros naturales de la tierra.
De entre los primeros le enseñó un pequeño vial en el que comentó se
contenía una fragancia suave, pero de lo más potente, capaz de impregnar
todas las brisas que cruzaran un reino. Los contenidos del pequeño vial
tenían un valor inestimable; y mientras se lo decía, arrojó un poco del
perfume al aire llenando la habitación de una fragancia penetrante y
vigorizante.
-¿Y qué es eso? -preguntó Georgiana señalando una pequeña esfera de
cristal que contenía un líquido de color dorado-. Es tan hermoso a la vista que
podría pensar que es el elixir de la vida.
-Y lo es en un sentido -contestó Aylmer-. O más bien el elixir de la
inmortalidad. Es el veneno más precioso que se ha confeccionado nunca en
este mundo.
Con su ayuda podría acortar la vida de cualquier mortal a quien tú señalaras
con el dedo. La potencia de la dosis determinaría si éste iba a vivir años o
caer muerto en mitad de una respiración. Ningún rey, en su defendido trono,
podría mantener la vida si yo, en mis aposentos privados, considerara que el
bienestar de millones de personas justificaba el que yo le quitara la vida.
-¿Y por qué guardas una droga tan terrible? -preguntó Georgiana
horrorizada.
-No debes desconfiar de mí, querida mía -contestó el esposo sonriendo- Su
potencia virtuosa es todavía mayor que la nociva. ¡Pero fíjate! Aquí tienes un
potente cosmético. Añadiendo unas gotas a un jarro de agua pueden
eliminarse las pecas con la misma facilidad con la que nos lavamos las manos.
Una infusión más fuerte sacaría la sangre de las mejillas y dejaría a la belleza
más sonrosada como si fuera un fantasma pálido.
-¿Con ésta loción intentas bañar mi mejilla? -preguntó Georgiana con
ansiedad.
-Oh, no -replicó inmediatamente el esposo-. Esta es simplemente superficial.
Tu caso exige un remedio que profundice más.
En sus conversaciones con Georgiana, generalmente Aylmer la interrogaba
minuciosamente acerca de sus sensaciones y sobre si el confinamiento en sus
habitaciones y la temperatura de la atmósfera le agradaban. Esas preguntas
tenían una intención tan particular que Georgiana empezó a pensar que
estaba siendo ya sometida a determinadas influencias físicas, que bien
respiraba con el aire fragante o ingería con la comida. También se figuraba,
aunque podía ser algo totalmente imaginario, que había una agitación en su
sistema: una sensación extraña e indefinida que se deslizaba por sus venas y
le cosquilleaba, mitad dolorosamente y mitad placenteramente en el
corazón. Pero siempre que se atrevía a mirarse en el espejo se contemplaba
pálida como una rosa blanca y con la marca de nacimiento carmesí impresa
en su mejilla. Ahora ni siquiera Aylmer la odiaba tanto como ella.
Para disipar el tedio de las horas que su esposo consideraba necesario
dedicar a los procesos de combinación y análisis, Georgiana revolvía entre los
volúmenes de su biblioteca científica. En muchos tomos oscuros y antiguos
encontró capítulos llenos de romanticismo y poesía. Eran las obras de los
filósofos de la Edad Media, como Alberto Magno, Cornelio Agripa, Paracelso
y el famoso fraile que creó el profético Brazen Head.
Todos esos antiguos naturalistas estaban avanzados con respecto a su siglo,
pero se hallaban imbuidos de la credulidad de aquellos tiempos y se creía,
quizás ellos mismos lo imaginaban, que habían adquirido en su investigación
de la Naturaleza un poder sobre ésta, y del estudio de la física una influencia
sobre el mundo espiritual. Menos curiosos e imaginativos eran los primeros
volúmenes de las Actas de la Royal Society, en las que los miembros,
conociendo poco los límites de la posibilidad natural, registraban continua
mente maravillas o proponían métodos por los que podrían conseguirse
dichas maravillas.
Pero para Georgiana el volumen más absorbente era un gran infolio escrito
de la mano de su marido en el que éste había registrado todos los
experimentos de su trayectoria científica, su objetivo original, los métodos
adoptados para su desarrollo y el fracaso o éxito últimos, con las
circunstancias a los que atribuía cada uno. En verdad el libro era al mismo
tiempo la historia y el emblema de su ardiente, ambiciosa, imaginativa y sin
embargo práctica vida de trabajo. Manejaba los detalles físicos como si no
existiera nada más allá de ellos; y sin embargo los espiritualizaba todos y se
redimía a sí mismo del materialismo por su poderosa y ansiosa aspiración
hacia el infinito. Ante él, el más humilde terrón asumía un alma. Mientras
leía, Georgiana reverenciaba a Aylmer y le amaba más profundamente que
nunca, pero con una dependencia de su juicio menos total que hasta
entonces. Por mucho que él hubiera conseguido, ella no podía dejar de
comprender que sus éxitos más espléndidos eran casi invariablemente
fracasos si se comparaban con el ideal al que él apuntaba. Sus diamantes más
brillantes eran simples guijarros, y así los percibía él mismo, en comparación
con las gemas inestimables que yacían ocultas y fuera de su alcance. El
volumen, enriquecido por los logros que habían dado fama a su autor, al
mismo tiempo era el registro más melancólico que hubiera escrito nunca una
mano mortal. Era la confesión triste y la ejemplificación continua de las
deficiencias del hombre compuesto, con el espíritu cargado de arcilla y
trabajando en la materia, y de la desesperanza que asalta a la naturaleza
superior al descubrirse tan miserablemente reducida por su parte terrena.
Quizás todo hombre de genio en cualquier esfera pueda reconocer la imagen
de su propia experiencia en el diario de Aylmer.
Tan profundamente afectaron a Georgiana estas reflexiones que encontró su
esposo.
-Es peligroso leer los libros de un brujo -le dijo éste sonriendo, aunque su
semblante revelaba inquietud y desagrado-. Georgiana, en ese volumen hay
páginas que yo apenas soy capaz de ver y mantener el sentido. Ten cuidado
no te vaya a resultar dañino.
-Me ha hecho venerarte más que nunca. -contestó ella.
-Ah, pues aguarda a este único éxito, y entonces podrás venerarme -replicó
él-. Con él difícilmente podré considerarme indigno. Pero ven, te he buscado
por el placer de tu voz. Canta para mí, querida.
Ella vertió entonces la música líquida de su voz para apagar la sed del espíritu
de su esposo. Después él se despidió con exuberante alegría juvenil
asegurándole que su reclusión sólo duraría un poco más, y que el resultado
era ya seguro. Apenas se había marchado él cuando Georgiana se sintió
irresistiblemente impulsada a seguirle. Se había olvidado de informar a
Aylmer acerca de un síntoma que en las dos o tres últimas horas había
empezado a llamar su atención. Era una sensación en la marca de nacimiento
fatal, nada dolorosa, pero que inducía una inquietud en todo su sistema.
Corriendo tras su esposo, entró por primera vez en el laboratorio.
Lo primero que sorprendió su mirada fue el horno, ese instrumento de
trabajo ardiente y enfebrecido, con el brillo intenso del fuego, que por la
cantidad de hollín que se había amontonado encima parecía llevar ardiendo
varios siglos. Había un aparato de destilación en pleno funcionamiento. Por la
habitación había retortas, tubos, cilindros, crisoles y otros aparatos para la
investigación química. Una máquina eléctrica estaba dispuesta a ser utilizada
inmediatamente. La atmósfera resultaba oprimente y estaba teñida por
olores gaseosos que habían sido atormentados con los procesos de la ciencia.
La simplicidad severa y sencilla de la estancia, con las paredes y el pavimento
de ladrillo desnudos, resultaba extraña porque Georgiana se había habituado
a la elegancia fantástica de su salón. Pero lo que atrajo principalmente su
atención, casi exclusivamente, fue la apariencia del propio Aylmer.
Estaba pálido como la muerte, ansioso y absorbido, agachado sobre el horno,
como si de su vigilancia máxima dependiera que el líquido que estaba
destilando fuera la bebida de la desgracia o la felicidad inmortal. ¡Qué
distinto del aire optimista y gozoso que había asumido para estimular a
Georgiana!
-Con cuidado ahora, Aminadab; con cuidado, máquina humana... ¡con
cuidado, hombre de arcilla! -murmuró Aylmer, aunque más para sí mismo
que para su ayudante-. Si ahora nos pasamos o nos quedamos cortos un
poco, todo está perdido.
-¡Ja, ja! -murmuró Aminadab-. ¡Mire ahora, amo! ¡Mire!
Aylmer levantó rápidamente los ojos y enrojeciendo al principio, para quedar
luego más pálido que nunca, contempló a Georgiana. Corrió hacia ella y la
sujetó del brazo con una fuerza que hizo que sus dedos dejaran una marca en
él.
-¿Por qué has venido hasta aquí? ¿Es que no confías en tu esposo? -gritó él
impetuosamente-. ¿Es que no dejas a mi esfuerzo el infortunio de esa marca
fatal? Eso no está bien. ¡Vete, mujer entrometida, vete!
-No, Aylmer, no eres tú quien tiene derecho aquejarse -exclamó Georgiana
con una firmeza para la que estaba muy dotada-. Tú desconfías de tu esposa;
tú has ocultado la ansiedad con la que observas el desarrollo de este
experimento. No me consideres tan indigna, esposo mío. Dime todo el riesgo
que corremos y no temas que vaya a echarme atrás; pues mi parte en ello no
es menor que la tuya.
-¡No, no, Georgiana! -exclamó Aylmer con impaciencia-. No debe ser así.
-Me someto -contestó ella con tranquilidad-. Y me beberé cualquier cosa que
me ofrezcas; pero lo haré por lo mismo que me induciría a aceptar una dosis
de veneno si tu mano me la ofreciera.
-Mi noble esposa -añadió Aylmer profundamente conmovido-. Hasta ahora
no había conocido la altura y profundidad de tu naturaleza. Nada te ocultaré.
Has de saber, entonces, que esa mano carmesí, aunque parece superficial, se
ha aferrado en tu ser con una fuerza de la que anteriormente yo no tenía
idea. Ya te he administrado agentes lo bastante poderosos como para
hacerlo todo salvo cambiar tu sistema físico entero. Sólo una cosa cabe por
intentar. Si falla, hemos fracasado.
-¿Y por qué vacilas en decírmelo? -preguntó ella.
-Porque es peligroso, Georgiana -contestó Aylmer en voz baja.
-¿Peligroso? Sólo hay un peligro: ¡que este horrible estigma permanezca en
mi mejilla! ¡Quítalo, quítalo sea cual sea el precio, o ambos enloqueceremos!
-El cielo sabe que tus palabras son ciertas -exclamó Aylmer con tristeza-. Y
ahora, querida mía, vuelve a tu salón. Dentro de muy poco haremos la
prueba.
La acompañó y se despidió de ella con ternura solemne que indicaba mucho
más que sus palabras todo lo que estaba en juego. Tras la despedida,
Georgiana se sumió en sus pensamientos. Consideró el carácter de Aylmer
haciéndole más justicia que nunca antes. Su corazón se alegraba, aunque
temblando, por lo honorable del amor de su esposo: tan puro y elevado que
no aceptaría nada que no fuera la perfección, ni se contentaría
miserablemente con una naturaleza más terrenal que la que él había soñado.
Comprendió que ese sentimiento era mucho más precioso que aquel otro,
más mediocre, que habría sido indulgente con la imperfección a cambio de
su seguridad, y habría resultado culpable de traición al amor sagrado si
hubiera degradado su idea de perfección al nivel de lo real. Y entonces ella
rezó con todo su espíritu para que por un solo momento pudiera satisfacer la
concepción más elevada y profunda de esposo.
Sabía que no podría lograrlo más que por un momento, pues el espíritu de
Aylmer estaba siempre en movimiento, siempre ascendiendo, y cada instante
exigía algo que estaba más allá del alcance del instante anterior.
El sonido de los pasos de su esposo la sobresaltó. Llevaba una esfera de
cristal que contenía un licor tan incoloro como el agua, pero tan brillante que
podría ser la bebida de la inmortalidad. Aylmer estaba pálido, pero más que
por miedo o duda parecía la consecuencia de la tensión del espíritu y de un
estado mental muy agitado.
-La elaboración de la bebida ha sido perfecta -dijo él como respuesta a la
mirada de Georgiana-. A menos que toda mi ciencia me haya engañado, no
podrá fallar.
-De no ser por ti, mi queridísimo Aylmer, desearía eliminar esta marca de la
mortalidad abandonando la propia mortalidad -observó ella-. La vida es una
triste posesión para quienes han alcanzado el grado de progreso moral en el
que yo me encuentro. Si yo fuera más débil y ciega, podría ser feliz. Si fuera
más fuerte, podría soportarlo con esperanza. Pero siendo lo que he
descubierto ser, me parece que de todos los mortales yo soy la más apta para
morir.
-¡Eres apta para el cielo sin probar la muerte! -contestó el esposo-. Pero ¿por
qué hablamos de morir? El licor no puede fallar. Contempla su efecto en esta
planta.
En la repisa de la ventana había un geranio enfermo con manchas amarillas
que se habían extendido por todas sus hojas. Aylmer derramó una pequeña
cantidad de líquido sobre la tierra en la que crecía. Poco después, cuando las
raíces de la planta hubieron absorbido la humedad, las manchas repugnantes
empezaron a desaparecer en medio de un verdor vivo.
-No era necesaria prueba alguna -dijo Georgiana calmadamente-. Dame la
copa. Gozosamente lo apuesto todo a tu palabra.
-¡Bebe entonces, elevada criatura! -exclamó Aylmer con admiración-. No hay
mancha alguna de imperfección en tu espíritu. Y también tu sensible
estructura pronto será perfecta.
Ella bebió el líquido y le devolvió la copa.
-Es agradable -dijo con sonrisa plácida-. Me parece que es como agua de una
fuente celestial; pues contiene no sé qué deliciosa y discreta fragancia. Me ha
apagado la sed enfebrecida que desde hacía varios días me resecaba. Pero
ahora, querido, déjame dormir. Mis sentidos terrenales se están cerrando
sobre mi espíritu como las hojas alrededor del corazón de una rosa al
anochecer.
Pronunció estas últimas palabras con suave desgana, como si necesitara más
energía de la que podía reunir para pronunciar lenta y débilmente las sílabas.
Apenas habían salido de sus labios cuando se perdió en el sueño. Aylmer se
sentó a su lado, observando su aspecto con las emociones adecuadas para un
hombre que se jugaba toda la existencia en el proceso que ahora iba a
comprobar. Sin embargo, combinado con ese estado de ánimo se daba la
característica de la investigación filosófica del hombre de ciencia. Ni el más
diminuto síntoma se le escapó. Un aumento del rubor de la mejilla, una ligera
irregularidad de la respiración, un estremecimiento del párpado, un temblor
apenas perceptible de la estructura: ésos fueron los detalles que conforme
fueron transcurriendo los momentos escribió en su volumen de infolio.
Intensos pensamientos habían impreso su huella en todas las páginas
anteriores del volumen, pero los pensamientos de todos los años se
concentraron en la última página.
Mientras lo hacía no dejó de contemplar a menudo la mano fatal, siempre
con un estremecimiento. Y en una ocasión, por un impulso extraño e
inexplicable, la rozó con sus labios. Sin embargo su espíritu retrocedió en ese
mismo acto; y Georgiana, saliendo a medias de su sueño profundo, se movió
con inquietud y murmuró una protesta.
Aylmer reanudó su vigilancia. No careció de resultados: mano carmesí que al
principio se veía poderosamente en la palidez marmórea la mejilla de
Georgiana, empezó a perfilarse con mayor debilidad. Ella permanecí tan
pálida como siempre; pero la marca de nacimiento perdía algo de su claridad
anterior con cada respiración. Horrible había sido su presencia; pero más
horrible todavía resultaba su desaparición. Para saber cómo desaparecía ese
símbolo misterioso tendrá que observar cómo lo hace el arco iris en el cielo.
-¡Cielos! ¡Casi ha desaparecido! -dijo Aylmer para sí mismo en éxtasis-.
Apenas sí puedo verla ahora. ¡Éxito! ¡Éxito! Ahora tiene el color rosado más
débil que pueda existir. Él más ligero arrebolamiento de la sangre en sus
mejillas la ocultaría. ¡Pero qué pálida está ella!
Descorrió la cortina de la ventana permitiendo que la luz natural del día
entrara en la habitación y cayera en su mejilla. En ese mismo instante
escuchó una risa brutal y ronca que reconocía desde hace tiempo como la
expresión de placer de su criado Aminadab.
-¡Ah, pedazo de tierra! ¡Ah, masa terrosa! -gritó Aylmer riéndose con una
especie de frenesí-. ¡Bien me has servido! ¡Materia y espíritu, tierra y cielo,
han hecho ambos su parte en esto! ¡Ríe, objeto de los sentidos! Te has
ganado el derecho a reír.
Ésas exclamaciones despertaron a Georgiana de su sueño. Lentamente abrió
los ojos y miró en el espejo que su esposo le había dispuesto para ello. Una
débil sonrisa aleteó en sus labios cuando reconoció que ahora apenas era
perceptible esa mano carmesí que en otro tiempo brillaba tan
desastrosamente como para alejar toda su felicidad. Pero enseguida sus ojos
buscaron el rostro de Aylmer con una inquietud y ansiedad que él no pudo
menos que percibir.
-¡Mi pobre Aylmer! -murmuró ella.
-¿Pobre? ¡No, el más rico, feliz y favorecido! -exclamó él- ¡Mi novia sin igual,
hemos tenido éxito! ¡Eres perfecta!
-Mi pobre Aylmer -repitió ella con una ternura más que humana-. Has
apuntado a lo alto y lo has hecho noblemente. No te arrepientas de que con
tan elevado y puro sentimiento hayas rechazado lo mejor que la tierra podía
ofrecer. ¡Aylmer, mi queridísimo Aylmer, me muero!
¡Ay, era cierto! La mano fatal había luchado con el misterio de la vida y era el
eslabón por el que un espíritu angélico se mantenía unido a un cuerpo
mortal. Cuando el último tono carmesí de la marca de nacimiento -la única
prueba de la imperfección humana- desapareció de su mejilla, el aliento de la
mujer ahora' perfecta se trasladó a la atmósfera, y su alma, deteniéndose un
momento cerca del esposo, emprendió su vuelo hacia el cielo. ¡Entonces
volvió a escucharse la risa ronca! Así se complace siempre la fatalidad grosera
de la tierra en su triunfo invariable sobre la esencia inmortal que, en esta
oscura esfera del desarrollo a medias, exige completarse en un estado
superior. Si Aylmer hubiera logrado una sabiduría más profunda no habría
tenido que desprenderse de la felicidad que habría entretejido su vida de
textura mortal con lo celestial. Pero la circunstancia del momento fue
demasiado potente para él; no miró más allá del alcance sombrío del tiempo,
y viviendo de una vez por siempre en la eternidad, no logró encontrar en el
presente el futuro perfecto.
El Tapiz Amarillo
Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)
No es habitual que gente normal como John y yo alquile una casa para el
verano. Una mansión, una heredad... Diría que una casa encantada, y llegaría
a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado! De
todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella. Si no, ¿por qué
iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo
desocupada? John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del
matrimonio. Él es práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le
produce horror, y se burla en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se
pueda tocar, ver o reducir a cifras.
Es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, esto lo escribo sólo
para mí) que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa. ¡No me cree
enferma! ¿Y qué puedo hacer? Si un médico prestigioso, que además es tu
marido, afirma a los amigos y parientes que lo que le sucede a su mujer no es
grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la
histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi hermano, que también es médico, dice lo mismo. O sea, que tome no sé si
fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro, y hago ejercicio, y tengo
prohibido trabajar hasta que vuelva a encontrarme bien. Personalmente
disiento de sus ideas. Creo que un trabajo agradable, interesante y variado,
me sentaría bien. Pero ¿qué se le va a hacer? Durante una temporada escribí
pero es verdad que me agota. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo
de topar con una oposición firme... A veces me parece que en mi estado, con
algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos... Pero John
dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que
hacerlo me produce siempre malestar. Así que cambiaré de tema y hablaré
de la casa.
¡Qué maravilla! Es solitaria, apartada de la ruta, y a buenos cinco kilómetros
del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque
tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas
desperdigadas para los jardineros. ¡Además tiene un jardín hermoso! No he
visto otro igual: grande, con sombra, atravesado por caminos con boj en los
bordes, y en todas partes hay pérgolas, con parras y asientos debajo.
También había invernaderos, pero están todos rotos. Hubo problemas
legales, cuestión de herederos; el caso es que lleva años vacía. Me temo que
eso echa por tierra lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo
raro. Lo noto.
Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que
notaba era una corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire! A
veces me enfado con él sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro.
Yo creo que es por mi problema de nervios. Pero John dice que si pienso
olvidaré controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por
controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a
la galería, con rosas enmarcando la ventana; pero John se negó. Dijo que sólo
había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco
había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él. Es muy atento,
muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir. Me ha preparado
un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y
claro, yo me siento una desagradecida por no valorarlo más. Dijo que si
habíamos venido a esta casa era por mí, que aquí tendría reposo y todo el
aire que se puede respirar. -El ejercicio que hagas depende de tu fuerza,
cariño -dijo-, y lo que comas, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber
siempre.- En definitiva, nos instalamos en el cuarto de niños, el más alto de la
casa.
Es una habitación grande y aireada, con ventanas orientadas a todos los
flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los
niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay
barrotes para niños pequeños. Es como si la pintura y el tapiz estuvieran
gastados por todo un colegio. Está arrancado a trozos grandes alrededor de
la cabecera de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en
una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto
un papel más feo. Uno de esos diseños exagerados que cometen todos los
pecados artísticos posibles. Es lo bastante insulso para confundir al ojo que lo
sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su
examen, y cuando miras un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se
suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en
contradicciones inconcebibles. El color es repelente, repugnante: un amarillo
chillón y sucio, desteñido por la luz del sol, que se desplaza lentamente. En
algunas partes se convierte en un naranja pálido y desagradable, y en otras
toma un tono verdoso repelente.
¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho
tiempo en esta habitación, también lo odiaría. Viene John. Tengo que
esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener
ganas de escribir. Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los
niños que es una atrocidad, y nada me impide escribir todo lo que quiera,
salvo la falta de fuerzas. John se pasa el día afuera, y hasta hay noches en que
tiene casos graves y se queda. ¡Me alegro de que no lo sea el mío! Aunque
estos nervios son lo más deprimente que hay. John no sabe lo que sufro.
Sabe que no hay razón para sufrir, y con eso le basta. Claro que sólo son
nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer! ¡Yo,
que quiero ayudar a John, servirle de descanso y consuelo, y aquí estoy, tan
joven y convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer:
vestirme, recibir visitas y hacer pedidos. Afortunadamente Mary se las
arregla con el bebé. ¡Qué criatura divina! Pero no puedo, no puedo estar con
él. ¡Me pongo tan nerviosa...!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de
mí por el papel tapiz! Quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba
dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay
nada peor que ceder a esa clase de fantasías. Dijo que una vez puesto un
papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, y luego con los barrotes de las
ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se
convertiría en el cuento de nunca acabar.
-Sabes que este sitio te sienta bien -dijo-, y francamente, cariño, no pienso
reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
-Pues vamos abajo -dije yo-. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo
bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto. Es
una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir.
Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un
simple capricho. La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio.
Con todo menos con ese tapiz tan horrible. Por una ventana veo el jardín, las
misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable, flores de otra época, los
arbustos los árboles nudosos... Por otra tengo una vista de la bahía, y un
embarcadero, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un sendero
precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando
por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha advertido que no
alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi
costumbre de inventar cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede
desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi
fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo
que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la
presión de las ideas, y podría descansar. Pero cada vez que lo intento me doy
cuenta de que me agoto. ¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga
compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien invitaremos al
primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme
petardos en la almohada antes de dejarme en una compañía tan
estimulante.
Ojalá me curara más deprisa. Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la
impresión de que este tapiz sabe la mala influencia que tiene! Hay una zona
recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos
saltones puestos al revés. Es tan impertinente, tan pertinaz, que me
enfurece. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes
aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde
no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más
alto que el otro. Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y
ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama,
y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble
normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.
Aún recuerdo la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro
escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.
Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado
amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta
armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando
servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran
pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto destrozos iguales. Ya he
dicho que el tapiz está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien
pegado. Además de odio debían de tener perseverancia. El suelo, además,
está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene
algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único
que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra. Pero a mí me
da igual. Sólo me molesta el tapiz... Viene la hermana de John. ¡Qué atenta
es! Que no me encuentre escribiendo. Es un ama de casa perfecta y
entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que
para ella estoy enferma porque escribo! Pero cuando no está puedo seguir
escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos. Hay una que da
a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene
vistas al campo, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados. Este
tapiz tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más
irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de cierta manera y ni siquiera
así queda nítido. Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el
sol así... Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que
parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo... ¡Ya
sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy
agotada. John pensó que me ayudaría ver a gente, y por eso hemos tenido a
mamá, a Nellie y a los niños durante una semana. Yo no he hecho nada,
claro. Ahora se ocupa Jennie de todo. Pero igualmente me he cansado. John
dice que si no mejoro me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell. No
quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es
igual que John y que mi hermano, sólo que peor. Además, un viaje tan largo
son palabras mayores. Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse,
y es horrible lo nerviosa y quejosa que me estoy poniendo. Lloro por nada, y
me paso casi todo el día llorando. Cuando está John no lloro, claro, ni con él
ni con nadie, pero cuando estoy sola sí. Y últimamente paso mucho tiempo
sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es
buena, me deja sola siempre que se lo pido. Entonces paseo por el jardín o
por aquel camino tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas,
y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel tapiz. O puede que
a causa de él... ¡Lo tengo tan metido en la cabeza! Me quedo estirada en la
cama enorme e imposible de mover (creo que está clavada al suelo), y me
paso horas mirando el dibujo. Es como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo:
empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me
comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a
algún tipo de conclusión. Algo sé de los principios del diseño, y veo que este
dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o
cualquier otro principio que conozca yo. Se repite en cada rollo, lógicamente,
pero en nada más. Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las
pomposas curvas y adornos (una especie de románico degenerado con
delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.
Visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas
crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas
movidas por la corriente. También funciona en sentido horizontal, o al menos
lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección
que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda
eso a complicarlo todavía más. Hay una esquina de la habitación donde está
casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la
luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables
grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos
despedidos con el mismo enloquecimiento. Me cansa seguirlo con la vista.
Me parece que voy a dormir un poco.
No sé por qué escribo esto. No quiero escribirlo. No me siento capaz.
Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo
que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande...! Aunque el
esfuerzo está siendo más grande que el alivio. Ahora me paso la mitad del
tiempo con una pereza horrible, y me acuesto con mucha frecuencia. John
dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado
de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza,
el vino y la carne poco hecha. ¡Qué bueno es John! Me ama y no le gusta
nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él y contarle las ganas
que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia. Pero
dijo que no estaba en condiciones de viajar, ni de resistirlo; y yo no me
defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios. Y el
bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me
leyó hasta que se me cansó la cabeza. Dijo que yo era la niña de sus ojos, su
consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y
ponerme bien. Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que
usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.
Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud, y no tiene que estar en
este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel tapiz. ¡Si no lo
hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte
habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan
impresionable, viviera en una habitación así. Es la primera vez que lo pienso,
pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque
puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo
observándolo. En ese papel tapiz hay cosas que sólo sé yo; cosas que no
sabrá nadie más. Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay
detrás del dibujo principal. Siempre es la misma forma, sólo que repetida. Y
es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta
nada. Me pregunto si... Empiezo a pensar... ¡Ojalá que John se llevase esto de
aquí!
Es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es tan listo, y me quiere
tanto... De todos modos anoche lo intenté. Había luna. La luna entra por
todos los lados, igual que el sol. Hay veces en que odio verla; va subiendo
muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas. John dormía, y
como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre
el papel tapiz, hasta que tuve miedo. Parecía que la figura borrosa sacudiera
el dibujo, como si quisiera salir. Me levanté sigilosamente y fui a tocar el
papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
-¿Qué te pasa, amor? -dijo-. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y
que tenía ganas de que me llevara a otra parte.
-¡Pero cariño! -contestó- Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me
ocurre ninguna manera de marcharnos antes. En casa aún no están hechas
las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad. Si corrieras peligro lo
haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor, aunque no te
des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que digo. Estás ganando peso y color,
y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.
-No peso ni un gramo más -dije-; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya
mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te
vas, está peor!
-¡Pobre amor mío! -dijo John, abrazándome con fuerza-. ¡Te dejo estar todo
lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya
hablaremos mañana por la mañana.
-¿O sea, que no quieres marcharte? -pregunté con voz triste.
-¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanas más y saldremos de
viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor,
cariño. Hazme caso.
-Físicamente puede que sí... -empecé a decir; pero me quedé, porque John se
incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui
capaz de seguir hablando.
-Cariño -dijo-, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que
no dejes que se te meta esa idea ni un segundo. Para un carácter como el
tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además
de tonta. ¿No confías en mi palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más. Tardamos en acostarnos. John creyó
que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé
despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás
se movían juntos o separados. A la luz del sol, hay una falta de secuencia, un
desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal. El
color de por sí ya es bastante repulsivo, inestable y exasperante, pero el
dibujo es una tortura. Parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo
sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás. Te pega un bofetón, te tira al
suelo y te pisotea. Es como una pesadilla. El dibujo principal es un arabesco
recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con
articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en
circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así. ¡Pero sólo a veces!
Este tapiz tiene una peculiaridad, algo que por lo visto sólo noto yo: que
cambia con la luz. Cuando entra el sol por la ventana del este (yo siempre
vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de
creérlo. Por eso siempre lo observo. A la luz de la luna (cuando hay luna entra
luz toda la noche) no me parece el mismo papel. ¡De noche, sea cual sea la
fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la
peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de
detrás se ve con absoluta claridad. Tardé bastante en reconocer lo que se ve
detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que
es una mujer. A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve
por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante...! Yo, mirándolo, me quedo
horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que
tengo que dormir todo lo que pueda. Empecé por culpa suya, porque me
obligaba a estirarme una hora después de cada comida. Estoy convencida de
que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo. Y eso fomenta el
engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar! El caso es
que le estoy tomando un poco de miedo a John. Hay veces en que lo veo muy
raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable. De vez en cuando, como
mera hipótesis científica, pienso... ¡que quizá sea el papel tapiz!
En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de
esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa
inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el tapiz. A Jennie también.
Una vez sorprendí a Jennie tocándolo. Ella no sabía que yo estuviera en la
habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila,
controlándome al máximo, qué hacía con el papel... ¡Dio media vuelta como
si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me
preguntó que por qué la asustaba! Luego dijo que el papel lo manchaba todo,
que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y
que a ver si teníamos más cuidado. Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que
está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la
solución!
Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que
esperar, que vigilar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que
antes. ¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y
dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared. Para no hablar del
tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era
justamente el papel tapiz. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera
querido sacarme de esta casa. Ahora no quiero irme hasta que haya
descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo
interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo
bastante. El día cansa y desconcierta. Siempre hay nuevos brotes en el
hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo
llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente. ¡Qué amarillo
más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida;
no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y
maléficas. Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto
entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba.
Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o
abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha. Se filtra por toda la casa.
Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en
el vestíbulo, acechándome en la escalera. Se me mete en el pelo. Hasta
cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo:
¡ahí está el olor! ¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo,
para saber a qué olía. Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca
había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente. Con esta humedad
resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.
Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa,
sólo para matar el olor. Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único
que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo:
una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los
muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de
haber frotado algo muchas veces. Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y
para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
Por fin he hecho un verdadero hallazgo. A fuerza de mirarlo cada noche,
cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución. El dibujo
principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de
detrás! A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo
hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo
sacude todo. En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en
las más oscuras toma las barras y las sacude con fuerza. Siempre quiere salir,
pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la
explicación de que tenga tantas cabezas. Lo atraviesan, y luego el dibujo las
estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco. Si estuvieran
tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.
¡Me parece que la mujer sale de día! Voy a decir por qué, pero que no se
entere nadie: ¡la he visto! ¡La veo por todas mis ventanas! Estoy segura de
que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que
se arrastren a la luz del día. La veo por el camino largo que pasa debajo de los
árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo
de las zarzamoras. La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante
que te sorprendan arrastrándote en pleno día! Yo, cuando me arrastro de
día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John
enseguida sospecharía algo. Y últimamente está tan raro que prefiero no
irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación! Además, no quiero que a esa
mujer la saque nadie de noche como no sea yo. A menudo me pregunto si
podría verla por todas las ventanas a la vez. Pero por muy deprisa que dé
vueltas, sólo consigo mirar por una. ¡Y aunque siempre la vea, cabe la
posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis
vueltas! Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la
misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.
¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo
intentarlo poco a poco. ¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no
pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente. Sólo quedan dos
días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me
gusta cómo me mira. Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas
profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno. Dice que de día
duermo mucho. ¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso
que casi no me muevo! También me hizo toda clase de preguntas a mí
fingiéndose muy tierno y atento. ¡Como si no se le notara! De todos modos
no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo
debajo de este papel. Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John
y a Jennie, en secreto, les afecta.
¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a
dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde. Jennie quería dormir conmigo,
pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.
¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en
absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y
sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla. Yo estiraba, y ella sacudía;
luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado
varios metros de papel. Una franja como yo de alta, y de ancha como la
mitad de la habitación. ¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha
empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja
para dejarlo todo como al llegar. Jennie ha mirado la pared con cara de
sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el
papel. Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo
ella misma, pero que no está bien que me canse. ¡Qué manera de quedar en
evidencia! Pero estoy aquí, y este tapiz no lo toca nadie más que yo. ¡Antes
muerta!
Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero le he
dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de
estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni
para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta. Vaya, que se
ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la
cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima. Esta
noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa. Me gusta
bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía. ¡Qué destrozos
hicieron los niños! ¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo
que poner manos a la obra. He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino
de delante. No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.
Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y
quiere escaparse, podré atarla! ¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar
muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la
mueva! He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada.
Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un
mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes. Después
he arrancado todo el tapiz hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está
pegadísimo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas
estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se
mofan de mí a gritos! Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo
desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las
barras son demasiado fuertes para intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería
un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal. Ni siquiera me gusta
mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto...!
Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo. Pero ahora estoy bien
sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la
carretera! Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra
vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta! ¡Es tan agradable estar en esta
habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera...!
No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie. Porque fuera hay que
arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde. Aquí, en cambio,
puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a
la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo. ¡Anda, si
está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!
¡Qué berridos, y qué golpes! Ahora pide un hacha a gritos. ¡Sería una lástima
destrozar una puerta tan bonita!
-¡John, querido! -he dicho con la máxima amabilidad-. ¡La llave está al lado de
la escalera de entrada, debajo de una hoja!
Con eso se ha callado un rato. Luego ha dicho (con mucha serenidad):
-¡Abre la puerta, cariño!
-No puedo -he contestado-. ¡La llave está al lado de la puerta principal,
debajo de una hoja!
Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he
dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado,
como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.
-¿Qué pasa? -ha gritado-. ¿Pero qué haces, por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima
del hombro.
-Al final he salido -dije-, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado
casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de
la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima
de él a cada vuelta!
Una rosa para Emilia
William Faulkner (1897-1962)
I.
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su
funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un
monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un
sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había
entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de
cocinero y jardinero a la vez. La casa era una construcción cuadrada, pesada,
que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas,
espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle
principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto
invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado
incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo
había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y
coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina,
ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora
la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos
ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las
alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído
en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un
deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día
en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que
ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus
impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más
tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que Emilia fuera capaz de aceptar
una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el
padre de Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la
generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de
inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como Emilia podría haber
dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas modernas, maduró y llegó a ser
directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al
comenzar el año enviaron a Emilia por correo el recibo de la contribución,
pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el
despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más
tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su
coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta
una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con
una floreada caligrafía, comunicándole que no salía de su casa. Así pues, la
nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta, y una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde
que aquella había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez
años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del
cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más
densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo
estaba tapizado en cuero. Cuando el negro corrió las cortinas, vieron que el
cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de
polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un
rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a
lápiz del padre de Emilia, con un deslucido marco dorado. Todos se pusieron
en pie cuando Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro,
con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y
que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por
eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era
obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido
largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas,
parecían pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones,
cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le
explicaban el motivo de su visita. No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y
escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición.
Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió.
Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su
satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted
un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera
alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante.
Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez
años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al
negro- . Muestra la salida a estos señores.
II.
Así pues, Emilia venció a los que fueron a visitarla del mismo modo que
treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en
aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su
padre y poco después de que su prometido (todos creímos que iba a casarse
con ella) la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a
salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en
absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron
recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un
hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al
brazo. Como si un hombre -cualquiera- fuera capaz de tener la cocina limpia,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse
aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico
pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez
Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie.
¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez-. Será que el negro ha matado
alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre
que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo
molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y
otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al
que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo. -afirmó éste- Ordenen a la señorita Emilia que limpie el
jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor. -exclamó el juez Stevens- ¿Va usted a acusar a la señorita
Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron
el césped de la finca de Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como
ladrones, husmeando el edificio, construido con ladrillo, y las ventanas que
daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un movimiento, como si
estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de
su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también
en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y
emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos
estaba oscura, vieron sentada a Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo.
Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a
lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había
desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos
en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que
realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno
para Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre
como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de
blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la
mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así,
cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos
contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de
venganza. A pesar de la locura en su familia, no hubieran faltado a Emilia
ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas...
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad
la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a
Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se
humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de
tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a
visitarla. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el
rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En
esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer
del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y
de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a
enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio
que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había
desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente
pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que
en otro tiempo había despreciado.
III.
Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el
cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una
vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las
iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente empezaron los trabajos. La compañía
constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con
gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachos de la ciudad solían
seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos
cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en
seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de
gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse,
que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo
empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del
domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos
bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: Una Grierson no podía pensar
seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura. Había
otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por
grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de
noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban: ¡Pobre
Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!, pues Emilia tenía
familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió
loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo
que ni siquiera habían venido al funeral. Pero lo mismo que la gente empezó
a exclamar: ¡Pobre Emilia!, ahora empezó a cuchichear: Pero ¿tú crees que se
trata de...? ¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?, y para hablar de ello,
ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde,
desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de
paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de
sedas y satenes: ¡Pobre Emilia!
Por lo demás, Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos
que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que
nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última
representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto
con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del
mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las
ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: ¡Pobre
Emilia!, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno. -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30
años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con
ojos fríos brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada
en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del
que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga. -interrumpió- No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea...?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo,
rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro; -respondió el hombre- si así lo desea! Pero la ley ordena que hay
que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada,
fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada,
fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo
del paquete. El droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando
la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una
calavera y unos huesos, estaba escrito: Para las ratas.
IV.
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: ¿Se irá a suicidar? y pensábamos
que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer
Barron, pensamos: Se casará con él. Más tarde dijimos: Quizás ella le
convenga aún, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se
sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un
hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: ¡Pobre Emilia! desde
atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la
calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su
sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las
manos cubiertas con guantes amarillos...
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía
una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres
no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron
al ministro de los bautistas de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que
ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír
nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del
ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa
del ministro escribió a los parientes que Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a
observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a
creer que al fin iban a casarse. Supimos que Emilia había estado en casa del
joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las
iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un
equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos
dijimos: Van a casarse, y nos sentíamos realmente contentos. Y nos
alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía
en casa eran todavía más Grierson de lo que Emilia había sido...
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos
sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una
notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá
trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este
tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de Emilia para
ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se
fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un
vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer...
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver
a Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al
mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez
en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos
hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista
por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como
si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer
durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir
con él. Cuando la vimos de nuevo había engordado y su cabello empezaba a
ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el
matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un
intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven.
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por
espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio
lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las
habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los
contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y
aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los
domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta. Entretanto, se
le había dispensado de pagar las contribuciones. Cuando la generación
siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al
crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus
cajas de pintura y sus pinceles, a que Emilia les enseñara a pintar según las
manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la
casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo
servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que
colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la
misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez
más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a
Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más
tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
habitaciones del piso bajo semejante al torso de un ídolo en su nicho,
dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía
decirlo. Y de este modo Emilia pasó de una a otra generación, respetada,
inasequible, impenetrable, tranquila y perversa. Y así murió. Cayo enferma en
aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella
solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma,
pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna
información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni
aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con
cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por
el paso del tiempo y la falta de sol.
V.
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la
casa, las dejó entrar curioseando hablando en voz baja, y desapareció.
Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos
primas de Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a Emilia yaciendo bajo
montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el
ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón
estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su
cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con
ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen
hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que
se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y
separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez
años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie
había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada.
No obstante esperaron, para abrirla, a que Emilia descansara en su tumba. Al
echar abajo la puerta, la habitación se llenó de polvo, que pareció invadirlo
todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por
doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre
las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también
rosadas, situadas sobre el tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos
de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el
monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un
cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así,
abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en
medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama.
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de
abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al
gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo
lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable
de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado,
se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo
que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en
nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga
hebra de cabello gris.
Clytie
Eudora Welty (1909 -2001)
Era media tarde, con nubes pesadas y de color plata que parecían más
grandes y más anchas que campos de algodón, y pronto comenzó a llover.
Todavía a la luz del sol, los goterones caían en los cobertizos de zinc caliente
y manchaban las blancas fachadas falsas de la hilera de tiendas del
pueblecito de Farr’s Gin. Una gallina y su fila de pollitos amarillos cruzaron
corriendo la calle, asustados. El polvo se tornó color barro de río, y los
pájaros bajaron volando de inmediato hasta él y abrieron pequeños huecos
para bañarse. Los perros de cacería abandonaron el umbral de las tiendas, se
sacudieron hasta la cola y fueron a recostarse adentro. La poca gente que
había en la calle, con sus largas sombras proyectadas en el suelo llano, se
refugió en la oficina de correos. Un chiquillo clavó sus talones descalzos en
los costados de su mula, que siguió cruzando el pueblo, a paso lento, en
dirección al campo.
Después de que todos los demás se habían refugiado, la señorita Clytie Farr
seguía parada en la calle, mirando al frente con sus ojos de miope, e igual de
mojada que los pajaritos.
Tenía la costumbre de salir del viejo caserón hacia esa hora de la tarde y
cruzar el pueblo a toda prisa. Antes corría de aquí para allá con cualquier
pretexto, y por un tiempo le dio por ofrecer explicaciones en voz baja que
nadie podía oír, y luego comenzó a dejar cuentas sin pagar, que, según la jefa
de la oficina de correos, eran tan incobrables como las de cualquiera, aun
cuando los Farr se creyeran demasiado finos como para relacionarse con el
resto de la gente. Ahora, en cambio, Clytie salía sin motivo. Venía todos los
días, y ya nadie le dirigía la palabra: tenía tanta prisa que no podía distinguir a
la gente. Y cada sábado esperaban encontrarla atropellada, dada la manera
en que se internaba en la carretera con todos los caballos y camiones.
Quizá Clytie simplemente se estaba volviendo loca, decían las mujeres que
habían salido a la puerta a tomar el fresco, loca como su hermana. Y Clytie
sólo se quedaba ahí, esperando a que le dijeran que se fuera a casa. Tendría
que escurrir toda la ropa que llevaba: la blusa, la falda y las medias negras
largas. Traía en la cabeza un sombrero de paja de los de la tienda de artículos
de confección, con una cinta vieja de raso negro clavada con un alfiler, para
que pareciera un sombrero más elegante, y lo llevaba atado por la barbilla.
Ahora, en pleno aguacero, a la vista de las señoras, el sombrero empezó a
combarse por los lados, lentamente, hasta ofrecer un aspecto todavía más
absurdo y destrozado, como un gorrito viejo en un caballo. Y, en efecto, algo
tenía de animal la paciencia con que la señorita Clytie se quedaba ahí parada
bajo la lluvia y separaba un poco del cuerpo los brazos largos y vacíos, como
si estuviera esperando a que apareciera algo en la carretera y la llevara a un
lugar seguro.
Poco después se oyó un trueno.
—¡Señorita Clytie! ¡Cúbrase de la lluvia, señorita Clytie! —gritó alguien.
La solterona no volteó, pero apretó los puños y los metió bajo las axilas.
Entonces se echó a correr por la calle sacando los codos como alas de gallina,
mientras su pobre sombrero crujía y le golpeaba las orejas.
—Bueno, allá va la señorita Clytie —dijeron las señoras, y una tuvo un
presentimiento sobre ella.
Expuesta a una lluvia torrencial, corrió por el camino hundido, pasando por
debajo de los cuatro cedros negros y mojados, de los que se desprendía un
olor acre, como a humo, y llegó hasta la casa.
—¿Dónde diablos estabas? —gritó Octavia, la hermana mayor, desde una
ventana de arriba.
Clytie miró hacia arriba a tiempo de ver caer la cortina.
Entró a la casa, al recibidor, y esperó temblando. La sala estaba muy oscura y
vacía. La única luz caía sobre la sábana blanca que cubría el mueble solitario,
un órgano. Las cortinas rojas de la puerta del salón, descorridas por manos
de marfil, estaban fijas como troncos de árbol en la asfixiante casa. Todas las
ventanas estaban cerradas, y todas las persianas bajadas, aunque tras ellas
todavía se escuchaba la lluvia.
Clytie tomó un cerillo y se acercó al poste de la escalera, donde el Hermes de
bronce sostenía en alto una lámpara de gas. Justo encima, iluminada pero
inmóvil, como una de las reliquias inamovibles de la casa, Octavia esperaba
en la escalera.
Estaba parada firmemente junto al vitral violeta y amarillo limón de la
ventana del rellano, y sus dedos arrugados, incapaces de quedarse quietos,
toqueteaban la cornucopia de diamantes que siempre llevaba en la pechera
de su vestido largo y negro. Lo de acariciar la cornucopia era uno de esos
gestos espléndidos e inmortales, característicos de ella.
—Como si no fuera suficiente que estemos aquí esperándote, muriéndonos
de hambre —dijo Octavia a Clytie, que esperaba abajo—. Te vas sin avisar y
no me contestas cuando te llamo. Te vas a dar vueltas por la calle. ¡Qué
vulgar!
—Tranquila, hermana —logró decir Clytie.
—Pero siempre vuelves.
—Claro…
—Gerald está despierto, y papá también —dijo Octavia, con la misma voz
vengativa, una voz muy alta, por su costumbre de llamar a gritos.
Clytie fue a la cocina y encendió las yescas de la estufa de leña. Como si
estuviera congelándose en pleno mes de junio, se paró frente a la puerta
abierta de la estufa, y pronto una expresión de interés y satisfacción le
iluminó la cara, que en los últimos años se había curtido, a pesar del
sombrero de paja. En ese momento recuperó el hilo de un sueño. En la calle
había estado pensando en la cara de un niño que acababa de ver. El niño, que
jugaba a perseguir a otro de su edad con una pistola de juguete, al pasar
junto a ella la había mirado con una expresión tan abierta y serena, tan
confiada… Recordando aquella cara menuda y pacífica, rosada como esas
llamas que tenía delante, como una inspiración que barre todos los demás
pensamientos, Clytie se había olvidado de sí misma y había tenido que
quedarse parada en medio de la calle. Después había empezado a llover, y le
habían gritado algo, y no había podido llegar al final de sus meditaciones.
Hacía mucho tiempo que Clytie había comenzado a observar las caras y a
pensar en ellas.
Todo el mundo sabía que Farr’s Gin no tenía más de ciento cincuenta
habitantes, “negros incluidos”, pero a Clytie la cantidad de caras le parecía
casi infinita. Había aprendido a mirar cada cara con detenimiento; estaba
convencida de que era imposible verlo todo de golpe. Lo primero que
descubría en una cara siempre era el hecho de no haberla visto nunca. En
cuanto se fijaba en el rostro real de las personas, el mundo perdía toda su
familiaridad. El espectáculo más profundo del mundo, el más conmovedor,
tenía que ser una cara. ¿Acaso era posible comprender los ojos y la boca de
otras personas, que escondían algo ignoto, y que pedían en secreto otra cosa
igual de desconocida? Volvió a ella la sonrisa misteriosa del viejo que vendía
cacahuates delante de la verja de la iglesia; hubo un momento en que su cara
pareció impresa en la puerta de hierro de la estufa, inscrita en la melena del
león. La gente decía que “el chico de Tom Bate”, como se llamaba a sí mismo,
miraba al vacío con una cara tan sosa como una semilla de sandía, pero a
Clytie, que había visto granos de arena en sus ojos y en sus pestañas
amarillas de viejo, se le antojaba salido de un desierto, como un egipcio.
Mientras pensaba en el chico de Tom Bate, sintió en la espalda el golpe de
una terrible ráfaga de viento y se volvió. La persiana, larga y verde, se levantó
y volvió a caer. La ventana de la cocina estaba abierta de par en par… la había
abierto ella. La cerró con sigilo. Si se enteraba Octavia, que por nada del
mundo bajaba hasta el pie de la escalera, nunca le perdonaría una ventana
abierta. Para Octavia, lluvia y sol equivalían a la ruina. Clytie recorrió la casa
entera para asegurarse de que todo estuviera a salvo. No era la ruina en sí lo
que podía molestar a Octavia. No la asustaban ni la ruina ni la invasión, ni
siquiera si corrían peligro tesoros de un valor incalculable, ni siquiera en la
pobreza. Era, sencillamente, una forma de exponerse a la curiosidad ajena, y
eso no podía tolerarlo. Todo eso se le leía en la cara.
Clytie preparó las tres comidas en la estufa, porque todos comían cosas
diferentes, y dispuso las tres bandejas. Tenía que llevarlas arriba en el orden
correcto. La concentración le hizo fruncir el ceño, pues era difícil vigilar los
tres platos a la vez y conseguir que salieran todos bien, como habría hecho la
vieja Lethy. Habían tenido que despedir a la cocinera hacía mucho tiempo,
cuando su padre sufrió el primer ataque. Su padre apreciaba mucho a Lethy,
que había sido su niñera en la infancia, y ella había vuelto del campo para
verlo al enterarse de que estaba muriendo. Lethy había ido a la casa y había
llamado a la puerta trasera. Y como siempre, a la primera señal de alboroto,
delante o detrás, Octavia se había asomado desde el fondo de la cortina y
había gritado, “¡Vete! ¡Vete! ¿Qué diablos quieres aquí?” Y aunque Lethy y el
enfermo habían suplicado permiso para verse, Octavia había soltado los
gritos de rigor y había echado a la intrusa. Clytie, como de costumbre, se
había quedado parada en la cocina sin abrir la boca, hasta que finalmente
había repetido, siguiendo el ejemplo de su hermana, “Vete, Lethy.” Pero su
padre no había muerto. En vez de ello, se había quedado paralítico y ciego y
sólo podía emitir sonidos ininteligibles y tragar líquidos. De vez en cuando,
Lethy acudía a la puerta trasera, pero nunca la dejaban entrar, y el viejo ya no
tenía oído ni facultades mentales para pedir que la llevaran con él. Sólo había
un visitante con permiso para entrar a la habitación. Una vez a la semana,
por encargo, venía el barbero a afeitarlo. En esas ocasiones nadie decía ni
una palabra.
Clytie subió primero al dormitorio de su padre y dejó la bandeja en una
mesita de mármol que había al lado de la cama.
—Quiero dar de comer a papá —dijo Octavia, quitándole el plato de las
manos.
—Ya le diste la última vez —dijo Clytie.
Soltó el plato y miró la cara puntiaguda que estaba apoyada en la almohada.
Al día siguiente tocaba barbero, y los puntos negros y afilados, que habían
llegado a su máxima longitud, parecían agujas clavadas a todo lo largo de las
mejillas chupadas. Los ojos del viejo estaban medio cerrados. Era imposible
saber qué sentía. Daba la impresión de estar muy lejos, abandonado, libre…
Octavia comenzó a darle de comer.
De repente, sin apartar la mirada de su padre, Clytie empezó a decir a su
hermana palabras atropelladas y llenas de amargura, las más brutales que se
le ocurrieron. Pero pronto empezó a llorar y sollozar, como un niño pequeño
al que los grandulones han tirado al agua.
—Ya basta —dijo Octavia.
Pero Clytie no podía despegar la vista de la cara sin afeitar de su padre, ni de
su boca aún abierta.
—Y si me da la gana mañana vuelvo a darle de comer —dijo Octavia.
Se levantó. Le caía sobre la frente el grueso cabello, que crecía de nuevo
después de una enfermedad y estaba teñido casi de violeta. Los largos
pliegues de acordeón que comenzaban en el cuello y cruzaban el camisón de
arriba a abajo se abrían y se cerraban sobre
sus pechos conforme respiraba.
—¿Ya se te olvidó Gerald? —dijo—. Y yo también tengo hambre.
Clytie volvió a la cocina y llevó la cena a su hermana.
Después llevó la de su hermano.
La habitación de Gerald estaba oscura, y Clytie tuvo que abrirse paso por la
barricada habitual. El olor a whisky estaba en todas partes; incluso saltó una
llamarada al prender el cerillo con el que encendió la lámpara de gas.
—Es de noche —dijo Clytie.
Gerald estaba acostado en la cama, mirándola. En la penumbra se parecía a
su padre.
—Hay más café en la cocina —dijo Clytie.
—¿Me lo puedes traer? —le pidió Gerald. La miraba fijamente, con
expresión de agotamiento y seriedad.
Clytie se agachó y le detuvo la espalda. Gerald se tomó el café mientras su
hermana seguía inclinada con los ojos cerrados, descansando.
Poco después Gerald la apartó, volvió a tumbarse en la cama y empezó a
describir lo agradable que había sido tener casita propia en esa misma calle,
una casa nueva, con todas las comodidades: estufa de gas, luz eléctrica…
cuando estaba casado con Rosemary. Rosemary… ella había dejado su
empleo en el pueblo vecino sólo para casarse con él. ¿Cómo podía haberlo
abandonado en tan poco tiempo? No significaba nada que él la hubiera
amenazado mil veces con pegarle un tiro, ni que le hubiera apuntado al
pecho con la escopeta. Rosemary no lo había entendido. Sólo era que a él le
entusiasmaba su propia satisfacción. Sólo había querido jugar con ella. En
cierto modo, había querido demostrarle que la amaba más allá de la vida y de
la muerte.
—Más allá de la vida y de la muerte —repitió, cerrando los ojos.
Clytie no contestó, a diferencia de lo que hacía siempre Octavia durante
aquellas escenas, que terminaban invariablemente con Gerald en llanto.
Al otro lado de la ventana cerrada, un sinsonte comenzó a cantar. Clytie
apartó la cortina y pegó la oreja al cristal. Ya no llovía. El canto del pájaro
atravesaba en gotas líquidas los árboles negros y la noche.
—Vete al cuerno —dijo Gerald, con la cabeza debajo de la almohada.
Clytie recogió la bandeja y dejó a Gerald con la cara tapada. No le hacía falta
mirarles las caras. Las caras de ellos eran las que se interponían.
Bajó deprisa a la cocina y empezó a comer su propia cena.
Las caras de ellos se interponían entre la suya y otra. Eran sus caras las que se
habían inmiscuido hacía mucho tiempo, para esconder una cara que la había
mirado a ella. Y ahora era difícil recordar su aspecto, o el momento en que la
había visto por primera vez. Debía haber ocurrido cuando era joven. Sí, en
una especie de pérgola… acaso no se rió, se inclinó hacia adelante… y la
visión de aquella cara… que se parecía un poco a todas las demás, a la del
niño confiado, a la del viajero viejo e inocente, incluso a la del barbero
codicioso y a la de Lethy y a las de los vendedores ambulantes que uno a uno
llamaban a la puerta y se marchaban sin respuesta… y sin embargo era
diferente, mucho más… aquella cara había estado muy próxima a la suya, casi
familiar, casi accesible. Y entonces se había interpuesto la cara de Octavia.
Otras veces era la cara apopléjica de su padre, o la de su hermano Gerald, o
la de su hermano Henry, con el agujero de bala en la frente… La similitud con
una visión era el móvil exclusivo que la llevaba a examinar las caras secretas,
misteriosas, únicas, que encontraba en las calles de Farr’s Gin.
Pero siempre había una interrupción. Si alguien le dirigía la palabra, salía
huyendo. Si veía que iba a toparse con alguien en la calle, había llegado
incluso a esconderse detrás de un arbusto y taparse la cara con una ramita
hasta que la persona en cuestión se hubiera ido. Si la llamaban por su
nombre, primero se sonrojaba, luego palidecía, y parecía, según el
comentario de una de las señoras de la tienda, algo decepcionada.
Además, cada vez tenía más miedo. La gente se daba cuenta porque ya no se
arreglaba. Durante años había tenido la costumbre de salir alguna vez con lo
que se llamaba un “conjunto”, toda de verde militar, con un sombrero que se
le ajustaba a la cabeza como una cubeta, un vestido de seda verde y hasta
zapatos verdes puntiagudos. Llevaba puesto el conjunto todo el día, si el día
era bonito, y a la mañana siguiente volvía al vestido gastado de siempre, con
el sombrero viejo atado a la barbilla, como si el conjunto hubiera sido un
sueño. Ya hacía mucho tiempo que Clytie no se vestía de manera llamativa.
De vez en cuando, alguna vecina, ya fuera por ganas de parecer amable o por
mera curiosidad, le pedía su opinión sobre algo, un punto de ganchillo, por
ejemplo; en esas ocasiones, Clytie no huía, sino que ponía una sonrisa débil y
tensa, y decía con voz de niña: “Es bonito.” Sin embargo, añadían siempre las
señoras, nada que se acercara a la casa de los Farr era bonito por mucho
tiempo.
—Es bonito —dijo Clytie cuando la vieja de al lado le enseñó el rosal nuevo
que había plantado, todo en flor.
No había pasado ni una hora cuando Clytie salió de casa corriendo y gritando:
—¡Dice mi hermana Octavia que quite el rosal! ¡Dice mi hermana Octavia que
quite el rosal y que lo aleje de nuestra barda! ¡Quítelo o la mato! Lléveselo.
Y del otro lado de la casa de los Farr vivía una familia con un niño pequeño
que siempre jugaba en el patio. El gato de Octavia pasaba por debajo de la
barda, y el niño lo tomaba en sus brazos. Tenía una canción que siempre le
cantaba al gato de los Farr. Entonces Clytie salía corriendo de la casa,
ardiendo en cólera con el mensaje de Octavia.
—¡No hagas eso! ¡No hagas eso! —gritaba angustiada—. ¡Si vuelves a hacerlo
te mato!
Luego volvía corriendo al huerto y empezaba a decir groserías.
Lo de las groserías era nuevo, y las decía en voz baja, como una cantante
ensayando una canción por primera vez. Pero era algo que no podía evitar.
Esas palabras que al principio la horrorizaban, ahora manaban en un torrente
completo y suave de su garganta, que pronto quedaba con una extraña
sensación de relajamiento y descanso. Decía groserías a solas, en la
tranquilidad del huerto. Todo el mundo comentaba, con una especie de
reprobación, que sólo estaba imitando a su hermana mayor, quien años atrás
había tenido por costumbre salir al mismo huerto y decir las mismas
groserías, sólo que con una voz de notable volumen y autoridad que se oía
hasta la oficina de correos.
A veces, entre palabra y palabra, Clytie miraba hacia arriba para ver a
Octavia, que la observaba desde su ventana. Cuando por fin dejaba caer la
cortina, Clytie se quedaba ahí sin habla.
Finalmente, con una mansedumbre hecha de miedo y agotamiento y amor,
un amor abrumador, Clytie cruzaba la verja y salía al pueblo, caminando cada
vez más rápido, hasta que sus largas piernas adquirían una velocidad
grotesca. Se decía que no había nadie en todo el pueblo que fuera capaz de
sostenerle el paso a la señorita Clytie.
También acostumbraba comer de prisa, sola en la cocina, como lo hacía en
ese momento. Mordió salvajemente la carne ensartada en el pesado tenedor
de plata y royó el huesito de pollo hasta dejarlo limpio y mondo.
A media escalera se acordó de la segunda taza de café de Gerald y volvió por
ella. Después de bajar las demás bandejas y lavar los platos, no se olvidó de
revisar las puertas y ventanas para comprobar que todo estuviera
perfectamente cerrado.
A la mañana siguiente, Clytie se mordió el labio y sonrió mientras preparaba
el desayuno. Lejos, al otro lado de la ventanta abierta en secreto, un tren de
carga cruzaba el puente a la luz del sol. Algunos negros que iban de pesca
bajaban en fila por la carretera, y el chico de Tom Bate, que los acompañaba,
se volvió y la miró a través de la ventana.
Había aparecido Gerald, vestido y con los anteojos puestos, para anunciar su
intención de ir a la tienda. La vieja tienda de muebles de los Farr ya no tenía
mucha actividad, y la gente, claro está, no echaba de menos a Gerald cuando
no iba. De hecho, difícilmente se daban cuenta de cuándo iba, debido a
aquellas botas enormes colgadas de un alambre, que tapaban casi por
completo el despacho estrecho como una jaula. A los que entraban los
atendía una chica de preparatoria.
Gerald entró al comedor.
—¿Cómo estás, Clytie? —preguntó.
—Yo bien, Gerald. ¿Y tú?
—Voy a la tienda.
Tomó asiento con rigidez, y Clytie le puso los cubiertos.
Octavia gritó desde arriba:
—¿Dónde demonios está mi dedal? Me robaste el dedal, Clytie Farr, te lo
llevaste. ¡Mi dedalito de plata!
—Ya empezamos —dijo Gerald con vehemencia. Clytie vio torcerse la línea
de sus labios, finos y delgados, casi negros—. ¿Cómo puede un hombre vivir
en una casa con mujeres? ¿Cómo?
Se levantó de un salto y rompió la servilleta exactamente por la mitad. Salió
del comedor sin probar bocado de su desayuno. Clytie oyó que subía a su
habitación.
—¡Mi dedal! —chilló Octavia.
Esperó un momento. Agachada con avidez, como una ardillita, Clytie comió
una parte de su desayuno aún en la estufa, antes de subir al piso de arriba.
A las nueve llamó a la puerta el señor Bobo, el barbero.
Entró sin esperar, porque nunca contestaban a sus toquidos, y avanzó por el
recibidor como un pequeño general. Ahí estaba el viejo órgano que no se
destapaba ni se tocaba nunca, salvo en los funerales, y a ésos no se invitaba a
nadie. Siguió adelante, pasando por debajo del brazo de la estatua masculina
que estaba en puntas de pie, y subió por la escalera oscura. Ahí estaban,
alineados en lo alto de la escalera, y todos lo miraban con repulsión. El señor
Bobo estaba convencido de que todos estaban locos. Para colmo, Gerald
había estado bebiendo, y eso que eran las nueve de la mañana.
El señor Bobo era bajo de estatura y siempre había estado orgulloso de ello,
hasta que empezó a ir a aquella casa una vez por semana. No le gustaba
mirar desde abajo los cuellos largos y blandos de los Farr, ni sus frías caras de
asco talladas en altorrelieve. Podía imaginar lo que haría cualquiera de las
hermanas ante un avance de su parte. (¡Como si fuera a intentarlo!) En
cuanto llegó al piso de arriba, todos se marcharon y lo dejaron solo. Levantó
la barbilla y se quedó parado con las piernas curvas muy separadas, mirando
a su alrededor. El vestíbulo superior no tenía ningún mueble, ni siquiera una
silla donde sentarse.
“O venden los muebles a altas horas de la noche —decía el señor Bobo a la
gente de Farr’s Gin— o es que son tan tacaños que ni los usan.”
El señor Bobo estaba de pie esperando a que lo llamaran, pensando que ojalá
no hubiera ido nunca a aquella casa a afeitar al viejo señor Farr. Pero lo había
sorprendido tanto recibir una carta por correo. El papel era tan viejo y
amarillento que al principio le había parecido un mensaje escrito hacía mil
años y que se había quedado sin enviar. Lo firmaba “Octavia Farr”, y
empezaba sin siquiera dirigirse a él con un “Estimado señor Bobo”. Lo que
decía era: “Acuda a esta residencia cada viernes a las nueve de la mañana
hasta nuevo aviso. Afeitará usted al señor James Farr.”
Se había propuesto ir una sola vez. Después, a cada visita, se marchaba
decidido a no volver, especialmente porque no tenía la menor idea de si le
pagarían algo. Claro que tenía su valor ser el único habitante de Farr’s Gin
con permiso para entrar a la casa (a excepción del empleado de la funeraria,
que había entrado cuando el joven Henry se pegó un tiro, pero que hasta la
fecha no había dicho ni una palabra al respecto). Pero tampoco era fácil
afeitar a un hombre tan enfermo como el señor Farr; era mucho más sencillo
afeitar a un cadáver, o incluso a un peón borracho y agresivo. Imagínese que
usted estuviera así, decía el señor Bobo, sin poder mover la cara, ni mantener
en alto la barbilla, ni tensar la mandíbula, ni parpadear cuando se acerca la
cuchilla. Lo malo del señor Farr era que su cara no ofrecía resistencia a la
navaja. Su cara no aguantaba.
—No vuelvo nunca —concluía el señor Bobo cada vez que hablaba del tema
con sus clientes—. Ni aunque me pagaran. Ya he visto lo suficiente.
Sin embargo, ahí estaba otra vez, esperando delante de la puerta del
enfermo.
—Es la última vez —dijo—. Lo juro por Dios.
Y se preguntó por qué no se moría el viejo.
Justo entonces la señorita Clytie salió de la habitación. Ahí venía, con esa
manera de andar tan rara que tenía, como de lado, y cuanto más se acercaba
a él más lentos se hacían sus pasos.
—¿Ya? —preguntó el señor Bobo, nervioso.
Clytie miró su cara pequeña y dubitativa. ¡Cuánto miedo se agolpaba en los
ojitos verdes del barbero! Su carita ávida, lastimosa… qué acongojada estaba,
como la de un gatito perdido. ¿Qué era lo que necesitaba tan
desesperadamente esta criatura pequeña y codiciosa?
Clytie llegó frente al barbero y se detuvo. En vez de decirle que podía entrar
y afeitar a su padre, levantó la mano y le tocó un lado de la cara con una
dulzura asombrosa.
Por un instante, se quedó mirándolo inquisitivamente. El barbero
permaneció inmóvil como una estatua, como la estatua de Hermes.
Entonces soltaron los dos un grito de desesperación. El señor Bobo dio media
vuelta y salió corriendo escaleras abajo, agitando la navaja en círculos, hasta
que desapareció por la puerta principal; y Clytie, pálida como un fantasma, se
dejó caer contra el barandal. El espantoso olor a esencia de laurel y tónico
capilar, el raspón horrible y húmedo de una barba invisible, los ojos saltones,
verdes y densos… ¡Dónde había puesto la mano! Casi no podía soportarla… la
idea de aquella cara.
La estruendosa voz de Octavia atravesó la puerta cerrada de la habitación del
enfermo.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡No le has traído el agua de lluvia a papá! ¿Dónde
demonios está el agua de lluvia para afeitar a papá?
Clytie, obediente, bajó por la escalera.
Su hermano Gerald abrió de golpe la puerta de su habitación.
—¿Ahora qué pasa? ¡Esto es un manicomio! Alguien pasó corriendo al lado
de mi habitación. Lo escuché. ¿Dónde esconden a sus hombres? ¿Tienen que
traerlos a casa?
Azotó de nuevo la puerta, y Clytie lo oyó poner la barricada.
Clytie atravesó el recibidor y salió por la puerta trasera. Se detuvo al lado del
viejo barril de lluvia y de pronto sintió que aquel objeto se había hecho su
amigo, justo a tiempo, y sus brazos casi lo rodearon con gratitud impaciente.
El barril de lluvia estaba lleno. Salía de él una fragancia oscura, densa y
penetrante, como de hielo y flores y rocío nocturno.
Clytie se inclinó un poco y miró el agua, que se movía ligeramente. Le pareció
ver una cara.
Por supuesto. Era la cara que había estado buscando, la cara de la que la
habían separado. Como para dar una señal, el dedo índice de una de sus
manos se levantó y tocó la oscura mejilla.
Clytie se agachó un poco más, como se había agachado para tocar la cara del
barbero.
Era una cara temblorosa e inescrutable. Tenía las cejas muy juntas, como si
sintiera dolor. Los ojos eran grandes, penetrantes, casi ávidos; la nariz, fea y
descolorida, como después del llanto; la boca, vieja y cerrada a las palabras.
A ambos lados de la cabeza caía el oscuro cabello de manera vergonzosa y
salvaje. Todo en aquella cara asustaba a Clytie con sus huellas de espera, de
sufrimiento.
Por segunda vez en la mañana, Clytie retrocedió, y cuando lo hizo, la otra
persona retrocedió igualmente.
Demasiado tarde. Reconoció la cara. Se quedó ahí con el corazón oprimido,
como si la visión borrosa y semi-recordada finalmente la hubiera traicionado.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡El agua! ¡El agua! —se oyó la voz monumental de Octavia.
Clytie hizo lo único que se le ocurrió. Siguió doblando su cuerpo anguloso y
clavó la cabeza en el barril, bajo el agua, a través de la brillante superficie y
hasta la amable profundidad sin formas, y la dejó ahí.
Cuando la encontró la vieja Lethy, se había caído de cabeza en el barril, con
sus pobres piernas de señora fina en posición vertical, enfundadas en sus
medias negras, y separadas como pinzas.
Miriam
Truman Capote (1924-1984)
Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable
apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de
piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T.
Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no
tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del
colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar
en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba
maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y
en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara
vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún
cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los
platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una
película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse
su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del
apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba
tanto como la sensación de oscuridad.
La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del
río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró,
abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se
detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar
un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero
hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba
para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente
descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco
plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y
uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un
abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural,
peculiar.
Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió
afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no
me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban
veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono
alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber
hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo.
Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello;
sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla
con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no
era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes
que parecían consumirle el rostro.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información
conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un
nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
—Sólo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario
explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su
brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de
haberte conocido.
Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle;
la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero
impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve
que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los
cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz
encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible
distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por
supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras
ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó
con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el
timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese
enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un
zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible;
siempre se dormía a las diez.
Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no
paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué...?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh..., vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—.
Si eres aquella niña.
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que
estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo
ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en
dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
—Es tardísimo...
Miriam la miró inexpresivamente:
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido
de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el
apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de
seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda
hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por
la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el
azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación
—comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las
imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán.
Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller
advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban
encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía?
Miriam frunció el entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí
a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un
tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula
encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar.
—Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea
pan con mermelada y un vaso de leche.
—Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen
bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de
medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
Mrs. Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que
te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos,
como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco
de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de
leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano
tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El
canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo
y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún
tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio;
se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y
tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta
que sus miradas se encontraron, y sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano
sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio...? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se
apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo
insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara
parecía a punto de desfallecer.
—Por favor, niña..., es un regalo de mi marido...
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera
el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado
desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple
y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la
silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con
alarmante claridad) resistir.
Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la
leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de
migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo
de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o
de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un
cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones
hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con
manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas
perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza
levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo.
Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor..., prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que
tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al
descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal
reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta.
Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de
curiosidad y estudiada inocencia.
Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de
comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no
tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de
desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy
abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso
tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que
parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña,
vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión,
una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual
hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie
lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es
hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada...,
tan blanca y deslumbrante?»
El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las
persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas
fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en
primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el
inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de
azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que
se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve
amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque
y siguió hacia Schrafft's, donde desayunó y conversó alegremente con la
camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera
sido una tontería regresar a casa.
Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y
seis. Había decidido ir de compras.
No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta
sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que
se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo,
patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un
desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta
de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos
de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la
calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su
reflejo vacilante en los escaparates.
Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo,
irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a
plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso,
despreciando su propia identidad.
La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y
sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de
abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie,
seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una
floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de
la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada
fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que
había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo
(pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de
adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de
antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada
Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol
como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra
anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los
últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle
sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs.
Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas
de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas
escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra,
espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su
columpio y picoteaba una barra de alpiste.
A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento
arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
—Vete —dijo Mrs. Miller.
—Dése prisa, por favor..., que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con
toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos
diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido.
Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en
una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter
esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y
Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse
el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la
caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo,
menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca
empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de
Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un
vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el
cine; sobre el resto dijo:
—Sólo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de
una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
—¿... y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad!
¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de
un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer.
Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—.
Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas...
La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó
a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en
mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente.
Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó
frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un
pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las
manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo,
pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las
manos—. Resulta tan absurdo...
La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las
monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No
quiere irse y yo no puedo..., va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un
camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.
Mrs. Miller negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el
brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5 A.
El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta,
pero esa niña perversa...
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que
parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron
el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda
estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas,
rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse
largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el
tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era
penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie.
Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?,
¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido...
Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la
salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las
cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un
espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre.
El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un
significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam
allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado
la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la
ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas
uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin
embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos;
estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no
podía alzar la mano para encender una lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera
de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de
enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una
revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como
un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a
la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido
nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en
la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba.
Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la
persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un
canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el
cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con
mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un
susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se
volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una
ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada
hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.