Christine Revuz

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La lengua extranjera entre el deseo de un lugar diferente y el riesgo del exilio Christine Revuz <Original en francés (ver nota 1). Traducción al portugués: Silvana Serrani-Infante 1 , Departamento de Lingüística Aplicada, Instituto de Estudos da Linguagem, Unicamp, Brasil, en Signorini, I. (org.), 1998: Língua(gem) e Identidade. Campinas, Mercado de Letras, pp. 213-230. Traducción al español: Marcelo Canossa, Carrera de Traductor Público, Departamento de Portugués, UBA, 1999, inédita> El aprendizaje de las lenguas nos coloca frente a una paradoja: ¿cómo puede ser que el “cachorro de hombre”, tan frágil física e intelectualmente, tenga éxito en la hazaña de aprender a hablar en un tiempo récord, pero que le sea tan difícil repetir dicha proeza cuando, ya crecido, autónomo, dotado de una enorme cantidad de saberes y de instrumentos intelectuales, decide encarar otra lengua? Es preciso reconocerlo, el aprendizaje de lenguas “extranjeras” se destaca primeramente por su nivel de fracaso. No son muchas las personas que alcanzan un buen conocimiento de una o varias lenguas extranjeras, en ese estadio en el cual se puede, sin dificultad, leer un libro, entender una película, una conversación entre “hablantes nativos” y, a su vez, expresarse de manera precisa. Los resultados globalmente mediocres del aprendizaje escolar de lenguas encubren, sin embargo, diferencias muy nítidas entre una persona y otra, una comunidad y otra. Decimos, entonces, que tal persona, o “los” ingleses, o “los” nórdicos, están dotados (o no dotados) para las 1 Este texto fue publicado originariamente en francés, en la revista Éducation Permanente, 107, París, 1992. La traductora desea expresar su agradecimiento a Maria Inês Leal y a Marie-Sophie Guieu C. Telles Ribeiro por sus contribuciones durante la preparación de la versión en portugués.

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La lengua extranjera entre el deseo de un lugar diferente y el riesgo del exilio

Christine Revuz

<Original en francés (ver nota 1). Traducción al portugués: Silvana Serrani-Infante1, Departamento de Lingüística Aplicada, Instituto de Estudos da Linguagem, Unicamp, Brasil, en Signorini, I. (org.), 1998: Língua(gem) e Identidade. Campinas, Mercado de Letras, pp. 213-230. Traducción al español: Marcelo Canossa, Carrera de Traductor Público, Departamento de Portugués, UBA, 1999, inédita>

El aprendizaje de las lenguas nos coloca frente a una paradoja: ¿cómo puede ser que el “cachorro de hombre”, tan frágil física e intelectualmente, tenga éxito en la hazaña de aprender a hablar en un tiempo récord, pero que le sea tan difícil repetir dicha proeza cuando, ya crecido, autónomo, dotado de una enorme cantidad de saberes y de instrumentos intelectuales, decide encarar otra lengua? Es preciso reconocerlo, el aprendizaje de lenguas “extranjeras” se destaca primeramente por su nivel de fracaso. No son muchas las personas que alcanzan un buen conocimiento de una o varias lenguas extranjeras, en ese estadio en el cual se puede, sin dificultad, leer un libro, entender una película, una conversación entre “hablantes nativos” y, a su vez, expresarse de manera precisa.

Los resultados globalmente mediocres del aprendizaje escolar de lenguas encubren, sin embargo, diferencias muy nítidas entre una persona y otra, una comunidad y otra. Decimos, entonces, que tal persona, o “los” ingleses, o “los” nórdicos, están dotados (o no dotados) para las lenguas. Antes de intentar comprender a qué realidad corresponde ese “diagnóstico”, observemos que la expresión “dotados para las lenguas” se utiliza siempre en plural. De hecho, los pueblos acerca de los cuales se dice que están “dotados para las lenguas” frecuentemente son aquellos cuya situación política, geográfica o social provocó un cuasi-bilingüismo2. Es posible constatar, por otro lado, que el aprendizaje de una nueva lengua se ve más facilitado cuanto mayor es el número de lenguas ya practicadas.

Todo ocurre como si los obstáculos -de cualquier naturaleza que sean- se concentraran en el aprendizaje de la primera lengua extranjera y que, habiéndose vencido tal obstáculo -cuando ello ocurre-, el aprendizaje de una “segunda”, de una tercera lengua, se realiza con menor esfuerzo. Detengámonos un instante en esta cuestión.

Primera lengua y lengua primera

1 Este texto fue publicado originariamente en francés, en la revista Éducation Permanente, 107, París, 1992. La traductora desea expresar su agradecimiento a Maria Inês Leal y a Marie-Sophie Guieu C. Telles Ribeiro por sus contribuciones durante la preparación de la versión en portugués.2 Los países nórdicos con el inglés, las repúblicas no rusas de la ex URSS, la comunidad polaca del norte de Francia, etc.

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En los establecimientos educativos, existe la costumbre de decir “inglés, primera lengua”, “español, segunda lengua”3, como si los alumnos no poseyesen ya una primera lengua, su lengua materna. Esta última, en relación al aprendizaje de lenguas, parece ser “tenida en cuenta”. Cuando un niño declara que hace “alemán, primera lengua”4, no se trata ni de un error de cálculo, ni de una manera inocentemente elíptica de expresarse, sino de la obliteración de un dato fundamental, evidente..., y totalmente desconocido en sus efectos: la lengua extranjera es, por definición, una segunda lengua, aprendida después y que tiene como referencia una primera lengua, la de la primera infancia. Es posible aprender una lengua extranjera sólo porque ya se tuvo acceso al lenguaje a través de otra lengua. La lengua llamada “materna” puede no ser la de la madre, la lengua extranjera puede ser familiar, pero ambas no serán jamás5 del mismo orden.

Ese ya-estar-allí de la primera lengua es un dato ineludible, pero dicha lengua es tan omnipresente en la vida del sujeto que se tiene el sentimiento de que nunca se la ha aprendido, y el encuentro con otra lengua aparece efectivamente como una experiencia totalmente nueva. La novedad, no obstante, no está en el encuentro con el fenómeno lingüístico como tal, sino en las modalidades de ese encuentro.

La lengua extranjera, objeto de saber, objeto de un aprendizaje razonado, es a la vez próxima y radicalmente heterogénea en relación a la primera lengua. El encuentro con la lengua extranjera trae a la conciencia algo relativo al lazo muy específico que mantenemos con nuestra lengua. Esa confrontación entre primera y segunda lengua nunca es anodina para el sujeto y para la diversidad de estrategias de aprendizaje (o de no aprendizaje) de una segunda lengua, lo que se puede observar cuando se enseña una lengua y que halla su explicación, sin duda, en gran parte por las modalidades de dicha confrontación.

Tradicionalmente, sin embargo, la didáctica de lenguas extranjeras no se ha interesado por esa confrontación y no ha procurado analizarla ni trabajarla. Por el contrario, fascinados por la facilidad con la que el bebé o el niño muy pequeño asimila cualquier lengua por “inmersión”, los especialistas trataron principalmente de aproximar el aprendizaje de la segunda lengua a las condiciones de aprendizaje primitivo de la primera lengua. Seguramente se trata de un retorno a los orígenes, absolutamente imaginario. Ningún método, por más osado que sea, les propuso todavía a los aprendices retornar a una alimentación exclusivamente láctea o renunciar provisoriamente al control de esfínteres para facilitar ¡la asimilación de la lengua! Esos métodos se limitan, en general, a afirmar la primacía de lo oral sobre la práctica escrita (métodos audiovisuales o audio-orales) o a explorar formas bien controladas de regresión (sugestopedia...).

En verdad, la multiplicación de métodos no generó igual cantidad de aprendizajes exitosos. Cada uno de esos métodos produce alumnos brillantes y alumnos refractarios, de modo que no logran revelar y contribuyen poco a la comprensión de aquello que se

3 N. de la T.: esas expresiones son frecuentes en Francia, en donde se estudia más de una lengua extranjera en la escuela.4 N. de la T.: la autora se refiere, obviamente, a un niño no alemán.5 Excepto en un caso verdadero de bilingüismo, en el cual el niño está inmerso simultáneamente en dos universos lingüísticos. Cf. sobre la compleja vivencia del bilingüe, Claude Esteban, Le partage des mots, París, Gallimard, 1990.

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pone en movimiento para un sujeto X, al enfrentar una segunda lengua llamada extranjera. La visita a Expolenguas incitaría más a plagiar la afirmación de un experimentado pedagogo, a la vez optimista y escéptica, en relación al aprendizaje de la lectura: “¡Ningún método es capaz de impedir que alguien que tenga el deseo de aprender un lengua extranjera lo haga!”

Afirmar que el deseo de aprender es el verdadero motor del aprendizaje es forzar una puerta abierta. Muy a menudo, sin embargo, se llega a esa puerta, pero no se la traspone. Se observa de manera abstracta y general la importancia de la “dimensión afectiva”, pero casi no existen trabajos que se aventuren a investigar de qué manera el deseo (¿qué deseo?) puede expresarse en el aprendizaje de una práctica tal como el esquí o el piano, de un saber como la historia o la química.

Las lenguas son objeto de una fuerte movilización personal, muchas veces pasional. Si nos arriesgamos a construir hipótesis sobre aquello que motiva dichos movimientos de elección o rechazo, de inmediato percibiremos que la lengua ocupa, entre los objetos de aprendizaje, un lugar aparte, que trataremos de delinear a través de algunas de sus características.

Un objeto complejo

Objeto de conocimiento intelectual, la lengua es también objeto de una práctica. Esa práctica es, por sí sola, compleja. Práctica de expresión, relativamente creativa, convoca al sujeto, a su manera de relacionarse con los demás y con el mundo; una práctica corporal, pues pone en juego todo su aparato fonador. Sin duda, tenemos allí una de las pistas que permiten comprender por qué es tan difícil aprender una lengua extranjera. En efecto, ese aprendizaje moviliza, en una interacción necesaria, dimensiones de la persona que generalmente no colaboran, e incluso no conviven, en armonía. El sujeto debe poner al servicio de la expresión de su yo un vaivén que requiere mucha flexibilidad psíquica entre un trabajo del cuerpo sobre los ritmos, los sonidos, las curvas de entonación, y un trabajo de análisis y de memorización de las estructuras lingüísticas. Es posible plantear la hipótesis de que muchos de los fracasos pueden ser analizados como una incapacidad de relacionar esos tres elementos: afirmación del yo, trabajo del cuerpo, dimensión cognitiva.

Pero esa primera hipótesis, que ilustraremos más adelante, nos lleva a formular otra, más fundamental: el ejercicio que requiere el aprendizaje de una lengua extranjera se revela tan delicado porque al convocar, a la vez, nuestra relación con el saber, nuestra relación con el cuerpo y nuestra relación con nosotros mismos en tanto sujeto-que-se-autoriza-a-hablar-en-primera-persona, se convocan las bases mismas de nuestra estructuración psíquica, y con ellas aquello que es, al mismo tiempo, el instrumento y la materia de dicha estructuración: el lenguaje, la llamada lengua materna. Todo intento de aprender otra lengua viene a perturbar, cuestionar, modificar aquello que está inscripto en nosotros con las palabras de esa primera lengua. Mucho antes de ser objeto de conocimiento, la lengua es el material fundante de nuestro psiquismo y de nuestra vida de relación. Si no se escamotea esa dimensión, queda claro que no se puede concebir la lengua como un simple “instrumento de comunicación”. Es justamente por el hecho de que la lengua no es en principio, ni nunca, sólo un “instrumento”, que el encuentro con otra lengua es tan problemático, y que ésta suscita reacciones tan vivas, diversificadas y

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enigmáticas. Es posible comprender tales reacciones si se toma en consideración que el aprendiz, en su primer curso de lengua, ya trae consigo una larga historia con su lengua. Esta historia interferirá siempre en su manera de abordar la lengua extranjera, y es por ello que aquí trazaremos un breve recorrido por esa relación con la lengua materna.

La lengua no es un instrumento

Comúnmente se admite la idea de que la lengua es un instrumento que el niño pequeño aprende a manipular progresivamente hasta un grado de “dominio”, más o menos elevado. Se establece así un recorrido que parece seguir el esquema de las gramáticas: primeras vocalizaciones, primeros fonemas, grupos de fonemas en las primeras palabras, que pronto se irán a combinar para formar poco a poco frases, después enunciados de sintaxis compleja. El niño aprendería poco a poco a “servirse” de la lengua como aprende a servirse de sus manos, de sus juguetes, de los picaportes de las puertas, etc.

Esa perspectiva de la “entrada en la lengua”6 (que se encuentra en la base de la lógica de la mayoría de los métodos de lenguas) se interesa exclusivamente por la producción de lenguaje del niño. De ese modo, descuida el hecho de que, mucho antes de poder articular el menor sonido, el niño se encuentra ya inmerso de un universo de palabras, y que dichas palabras, aunque no las pueda reproducir, ni producir otras a partir de ellas, no están para él menos dotadas de significación.

El niño no puede sustraerse a lo que se habla en su ambiente. La audición es el sentido más desarrollado en el feto, y el recién nacido tiene, como lo mostraron numerosas experiencias, la capacidad de reconocer las voces, la música, los fonemas de la lengua en la que está inmerso7. A partir de su primer instante de vida, está ligado a un ambiente que le prodiga cuidados y palabras. Cada uno que se ocupa del niño habla de él, coloca en palabras lo que percibe de él, de su “manera de ser”, de sus semejanzas, de sus necesidades. Y esas palabras en todo momento son interpretaciones de aquello que el niño es o siente, predicación sobre lo que él es, lo que se espera de él, así como la designación de las sensaciones, de los afectos, de los objetos del mundo. El descubrimiento de las palabras, de las significaciones lingüísticas, es indisociable de la experiencia de la relación con el otro y de las significaciones libidinales que se inscriben en él. La voz, las palabras de la madre, son fuente de placer o de displacer; además, éstas tienen el poder de interferir en las otras sensaciones (visión, tacto, paladar), reforzando o anulando los sentimientos de placer o de disgusto asociados a ellas.

De esta forma, mucho tiempo antes de poder hablar, el niño es intensamente hablado por su ambiente, y no hay una palabra que no sea, al mismo tiempo, designación de un concepto8 y discurso sobre el valor que el ambiente le atribuye a este concepto. Dicho sistema de valores impregna completamente el sistema lingüístico. Dice lo que se puede

6 Cf. D. Andieu, “L’enveloppe sonore du soi”, Nouvelle revue de psychanalyse 13, pp. 161-179, p. 173; P. Gori, Le corps et le signe dans l’acte de parole, París, Dunod, 1978, pp. 14-15; M. Schneider, La parole et l’inceste, París, Aubier-Montaigne, 1980, pp. 177-180.7 J. Segui, “La perception du langage et l’identification de la voix maternelle par le nourrisson”, L’aube des sens, Cahiers du nouveau-né n° 5, París, Stock, 1981, pp. 237-253.8 En el sentido saussureano de significado.

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decir y lo que no se podría; manifiesta una relación con la lengua misma y el saber que ésta permite construir.

A su vez, aprender a hablar es, para el niño, establecer un compromiso, es encontrar algo para decir de su propio deseo, algo de los valores que adquirieron para él los objetos y las palabras, en un lenguaje construido a partir del deseo del Otro, en tanto él mismo es modelado a partir de ese deseo. Aprender a hablar es tratar de establecer ese compromiso, y esa búsqueda sólo se alcanza en el curso de la vida. Observemos que si dicha búsqueda es posible es porque la lengua, a la vez que totalmente investida de subjetividad, constituye, por la existencia de un sistema lingüístico (o sea, de un código exterior a las personas), un tercer espacio con respecto a la relación adulto/niño, espacio en el cual uno y otro se enfrentan con una ley social que los supera. Sin esa referencia a un código social en el cual cada uno juega sin poder legislar, no existiría toma de palabra posible para quien quiera que sea. Sin embargo, la lengua materna no se separará jamás de esa sedimentación afectiva para volverse un instrumento de designación objetivo de las cosas del mundo, en el sentido en que lo podría ser el lenguaje científico. Hablar es siempre navegar en búsqueda de uno mismo a riesgo de ver nuestra palabra capturada por el discurso del Otro o por los estereotipos sociales, pródigo de “frases hechas”. No es extraño que dicho navegar cambie de dirección.

No se trata, pues, de leer, en las formas singulares que toma para cada uno el aprendizaje de una lengua extranjera, la señal de tal o cual modo de relación con la lengua materna, sino al menos de encontrar dónde y cómo surgen los obstáculos, y de formular la hipótesis de que ello constituye un indicio de algo del orden del funcionamiento psíquico del sujeto. Sería un gran desatino emitir interpretaciones sobre las dificultades que encuentra el aprediz, pero sería posible ayudarlo a superarlas analizando su funcionamiento y remitiéndolas, no a un estado de hecho (“no entiendo nada de gramática”, “no tengo nada de memoria”, “no puedo pronunciar ese sonido”) sino a un sentido, a una historia singular con la lengua. Le corresponderá luego a cada uno descifrar ese sentido, si así lo desea.10

Existen dos momentos que me parecen privilegiados para observar cómo la lengua extranjera viene a incidir en la relación, ampliamente inconsciente, que mantenemos con nuestra lengua “fundadora”. Cada uno de dichos momentos nos coloca frente a una diferencia: diferencia entre los universos fonéticos, diferencia entre las maneras de construir las significaciones.

Al azar de los sonidos

Comenzar el estudio de una lengua extranjera es colocarse en una situación de no saber absoluto, es volver al estadio del infans, del bebé que aún no habla, (re)hacer la experiencia de la impotencia de hacerse entender. El sentimiento de regresión asociado a esa situación se ve reforzado cuando el aprendizaje privilegia, al comienzo, como frecuentemente ocurre, un trabajo exclusivamente oral volcado a los sonidos y a los ritmos. Tratar de pronunciar la “r” francesa, la “j” española, el sonido de la “th” del inglés, es proporcionarle al aparato fonador una libertad olvidada, explorar los movimientos de contracción, relajamiento, apertura, cierre, vibración, que producen, al 10 Tratamos de buscar ese desciframiento en el interior de un cuadro clínico. Sin documentarlo aquí, ese trabajo sirve de bases para los análisis que se leerán a continuación.

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mismo tiempo que los sonidos, muchas sensaciones sorprendente a nivel de esa región bucal, tan importante en el cuerpo erógeno.

Ese trabajo de apropiación por la boca no es “natural”, a juzgar por las explosivas risas y bloqueos que suscita. Algunos se niegan enérgicamente a ello. Es tan difícil para estas personas salir de los automatismos fonatorios de su lengua materna que no logran repetir ni las secuencias más simples. Ese “baño de sonidos” articulados suavemente al sentido surge como una amenaza de “ahogo” y , por otro lado, son muchos los que, en su esfuerzo por pronunciar, realizan inspiraciones-expiraciones realmente desproporcionadas ante la necesidad. Para esta categoría de aprendices, el sufrimiento disminuye cuando se pasa a la escritura. El acceso a enunciados completos y dotados de sentido viene a amenizar ese cuerpo a cuerpo con la dimensión fonética. Dichas personas construyen para sí mismas un sistema fonético personal, híbrido, pero fuertemente anclado en el de la lengua materna.

El problema, aquí, no es -o lo es muy poco- el de una incapacidad funcional de producir tal o cual sonido que sería extraño a la primera lengua, y las dificultades no son menores cuando la secuencia comporta solamente fonemas de la lengua materna. Se trataría más bien de una incapacidad de jugar de manera diferente con la acentuación, los sonidos, los ritmos y las entonaciones, incluso las conocidas. En ese tomar distancia existiría algo parecido a una imposibilidad, o sea, a un peligro, y la intelectualización y racionalización que implica recurrir a la escritura se presentan como una protección contra algo que parece, a la vez, regresivo y transgresor.

Otras personas, por el contrario, se deslizan por los sonidos de la lengua extranjera con regocijo y se apropian con facilidad de su “música”, al punto de poder producir largas “frases” que les crean una ilusión..., ¡aunque no tengan ningún sentido! Algunos, por otro lado, se detendrán allí y jamás podrán pasar del canto de la lengua al sentido, mientras que para otros, esa adhesión a la música del significante será el preludio de la incorporación de dicha lengua en todas sus dimensiones.

Estas dos estrategias se oponen en dos puntos: la autonomía mayor o menor de los aprendizajes corporales en relación al control intelectual, la mayor o menor aceptación de la distancia, en relación al anclaje en la lengua materna. Esa distancia, fuente de ansiedad para unos o de placer para otros, marca, igualmente, el encuentro con la manera por la cual la lengua extranjera produce significaciones.

Las palabras no son más aquello que eran

En el aprendizaje de una lengua extranjera existe todo un tiempo de nominación. Se muestra un objeto o su imagen, y éste es nombrado. Ese momento evoca, ciertamente, aquel en el cual el niño pequeño experimenta su nuevo poder nombrando lo que lo rodea, bajo la mirada aprobatoria del adulto. Pero, como ya dijimos, en la lengua materna la operación de nominación siempre es simultáneamente una operación de predicación. Como observa P. Aulagnier: “Que el portavoz nombre las partes del cuerpo y las ‘partes pudendas’ mediante neologismos, perífrasis o por su nombre canónico, la voz que nombra inevitablemente testimonia al oyente el placer, el displacer o la indiferencia que ella experimentó al “hablar” de esas funciones, esos órganos, esas

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partes. El niño, juntamente con la apelación, recibe un mensaje acerca de la inquietud que causan en su madre lo nombrado y su función”11.

La nominación señala el referente como existente y de qué manera éste existe en la psiquis del portavoz, por lo cual el recorte que la lengua materna opera en el referente siempre está provisto de una carga afectiva, marcada por el deseo del “portavoz”.

Consecuentemente, la operación de nominación en lengua extranjera, más que una regresión, va a provocar un desplazamiento de las marcas anteriores. La lengua extranjera va a confrontar al aprendiz con otro recorte de lo real pero sobre todo con un recorte en unidades de significación desprovistas de su carga afectiva.

La lengua extranjera no recorta lo real como lo hace la lengua materna. Esa constatación que se impone desde los primeros momentos del aprendizaje provoca con frecuencia sorpresa y escándalo. Que en ruso haya solamente una palabra para decir brazo y pierna, que el sol sea femenino en alemán, que los ingleses digan “yo soy frío” y los rusos “a mí, 25 años”, es desconcertante, y muchos son los que permanecerán fieles a sus faltas de género o de sintaxis antes de adoptar otra manera de ver las cosas. Lo que se hace trizas en contacto con la lengua extranjera es la ilusión de que existe un punto de vista único sobre las cosas, es la ilusión de una posible traducción término a término, de una adecuación de la palabra a la cosa. A través de la intermediación de la lengua extranjera se esboza la separación entre lo real y la lengua.

Al mismo tiempo que se revelan las múltiples maneras de recortar el espectro de los colores, de organizar el sistema de los tiempos verbales, se presentan expresiones, palabras desprovistas de la sedimentación que hace a la riqueza, a la complejidad, pero también al peso de las palabras y expresiones de la lengua materna. Esto se hace particularmente evidente si consideramos las palabras groseras u obscenas: se sabe, pero no se siente, que una palabra extranjera es grosera u obscena. Es lo que Ferenczi observa en el interior de la lengua materna: “El empleo de términos médicos y de palabras populares obscenas para designar los órganos, funciones y materias sexuales y excrementicias no tiene en absoluto el mismo valor, desde el punto de vista de lo reprimido, como si la carga de unos y de las otras fuese muy diferente”12.

Aquello que es verdadero en la relación de un nivel de lengua con el otro, en el interior de la lengua materna, lo es aún más en la relación de ésta con una lengua extranjera. Y aquello que es verdadero de las palabras obscenas, también tiene validez para todas las palabras: aprender a hablar una lengua extranjera es, efectivamente, utilizar una lengua extraña en la cual las palabras están sólo muy parcialmente “contaminadas” por los valores de la lengua materna en la medida, precisamente, que no hay correspondencia término a término.

Ese extrañamiento de lo dicho en la otra lengua puede tanto ser vivido como una pérdida (incluso, como una pérdida de identidad), como una saludable operación de renovación y de relativización de la lengua materna, o hasta como el embriagador descubrimiento de un espacio de libertad.

11 P. Aulagnier, La violence de l’interprétation, París, PUF, 1975, p. 291.12 S. Ferenczi, “Mots obscènes. Contributions à la psychologie de la période de latence”, Psychanalyse Y, París, Payot, p. 126-137.

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¿Quién es el yo que habla extranjero13?

El discurso de los padres se enuncia siempre, más o menos dramáticamente, como verdad acerca del mundo y del niño. Dicha verdad conquista, más o menos fácilmente, su posición de sujeto relativizando los enunciados oídos, principalmente aquellos que le conciernen. La lengua extranjera, al desplazar el nexo necesario entre el referente y los signos lingüísticos de la lengua materna, abre un espacio a otras significaciones, a otros enunciados, que identifican al sujeto cuyo portavoz original no puede ser más la fuente. Un cierto número de enunciados sobre el sexo, la edad, el aspecto físico, la “manera de ser”, son “renovados” por/en la lengua extranjera. Al aceptar los enunciados correctos desde un punto de vista lingüístico, el locutor extranjero avala, a la vez, su contenido. No es extraño ver que algunas personas que sufren graves dificultades de relación establecen sin problema relaciones satisfactorias al expresarse razonablemente en otra lengua. El yo de la lengua extranjera no es, jamás, completamente el de la lengua materna.

No todo el mundo está preparado para esa experiencia. Esta representa para algunos aprendices un peligro, que evitan... evitando aprender esa lengua. Algunos pondrán en funcionamiento la estrategia del cedazo: aprenden pero no retienen casi nada o muy poco. Otros adoptarán la estrategia del loro: saben de memoria frases-tipo, logran más o menos “expresarse” en áreas bien delimitadas (vocabulario técnico, por ejemplo), pero no se permiten la menor autonomía en la comprensión o en la expresión. Para otros, será la estrategia del caos: la lengua extranjera permanecerá eternamente como una acumulación de términos no organizada por ninguna regla, lo que los condena a un galimatías seudoinfantil más o menos eficaz. Otros, finalmente, evitan toda distancia en relación al yo de la lengua materna, rechazando todo contacto directo con la lengua extranjera. Frecuentemente apasionados por la gramática, tratan de reducir la adquisición de la lengua a procedimientos lógicos y solamente pueden comprender un enunciado en lengua extranjera si cada término fue traducido a la lengua materna. Cerrados a toda definición de una palabra por medio de otras palabras de la lengua extranjera, muy difícilmente lograrán asimilar las palabras que no tienen equivalente en la lengua materna. Para expresarse, recurrirán (en sentido inverso) al mismo proceso extenuante e ineficaz. Tienen, pues, el sentimiento de que todo acercamiento de tipo intuitivo es insoportable, y de que el sentido debe quedar escrupulosamente limitado a las fronteras de las palabras de la lengua materna.

Todo ocurre como si fuese imposible ese tomar distancia en relación a la lengua materna que es el resultado de hablar correctamente una lengua extranjera. Esa imposibilidad no tiene la misma fuente ni la misma significación para cada persona, pero creo yo que siempre está ligada a la ruptura y al exilio. Es posible que ciertas personas teman y eviten dicha ruptura, otras que la procuren por ser salvadora, o incluso aquellas en que la ruptura puede llegar a transformarse en una dolorosa tensión entre dos universos.

Ventura y peligros de hablar extranjero

13 N. de la T.: siguiendo el original, preferimos mantener la expresión “hablar extranjero”, por considerarla adecuada para producir el efecto de sentido de extrañamiento apuntado por la autora.

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Esas modalidades movilización o contramovilizacion en relación a la lengua extranjera son más fáciles de observar cuando están acompañadas por un vivo sufrimiento psíquico.

El ejemplo más notable de ello lo dio L. Wolfson, quien describió minuciosamente mediante qué complejos procedimientos de aprendizaje de varias lenguas extranjeras él trató de dominar (como se diría en relación a una fiera) la lengua materna y los enunciados destructivos de los cuales ésta es portadora14.

Sin ir tan lejos en la patología mental, podemos mencionar el caso de aquel ingeniero, técnicamente muy competente, pero que no podía sentirse “en su lugar” en ninguna parte. Compulsivamente, multiplicaba las imprudencias y los errores hasta que eso lo llevó a perder su lugar en la empresa. Luego de estar un tiempo desempleado, consiguió un cargo en un país extranjero cuya lengua conocía bien, y allá se encuentra “adaptado” y apreciado. Su condición de extranjero, las imperfecciones de su lengua, “absorben”, para los demás, su extrañeza y la hacen soportable. Vemos aquí toda la ambigüedad de la maldición de Babel. Al separar a los hombres de manera radical, crea también el espacio para una diferencia legítima: aprender una lengua es siempre volverse un poco otro.

Esa doble experiencia de ruptura o pérdida y de descubrimiento o apropiación es más violenta cuando está acompañada de una ruptura real (emigración, estada en el extranjero), pero también está presente, en forma más silenciosa, incluso en los más variados y escolares aprendizajes. Esa experiencia, en efecto, no está ligada a tal o cuál característica psicológica o cultural del aprendiz en sí, sino al hecho mismo de expresarse en otra lengua.

Contrariamente a lo sucedido en su lengua materna, el aprendiz no tiene la cabeza repleta de frases hechas... por otros. Para hablar, debe, en sentido estricto, construir frases. Se encuentra compelido a un verdadero trabajo de expresión, a un permanente cuestionamiento sobre la adecuación de aquello que dice a aquello que quiere decir. Las formas huecas de la lengua, estereotipos que permiten hablar para no decir nada o para decir como todo el mundo, se adquieren tardíamente, a través de una identificación forzosa con los locutores nativos, su manera de pensar, sus costumbres. Cuanto mejor se habla una lengua, más se desarrolla el sentimiento de pertenecer a la cultura, a la comunidad que lo acoge, y más se experimenta un sentimiento de desplazamiento en relación a la comunidad de origen.

Dichos efectos de ruptura y de desplazamiento, con todo lo que pueden tener de desestabilizador o de excitante, serán menores en la medida que la lengua extranjera se destine a un código técnico, o si la comunidad de origen y la comunidad de “adopción” son más homogéneas.

Lo extranjero reducido a lo mismo

En tanto se sea matemático, basta poseer mínimos conocimientos léxicos o gramaticales para leer matemática en alemán o en francés; en contrapartida, dichos conocimientos no conducen a ninguna comunicación interpersonal, no permiten un discurso en primera

14 L. Wolfson, Le schizo et les langues, París, Gallimard, 1970.

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persona. Este es un caso extremo, pero puede ayudar a reflexionar sobre el éxito del inglés. ¿Cuál es el estatuto de ese inglés del cual se nos dice que es el vehículo inevitable de la comunicación internacional? ¿Es realmente la lengua natural de una comunidad social o se trata de un código construido a partir del principio del menor denominador común para usos técnica, social o culturalmente delimitados? ¿Aprender inglés es acceder a la diferencia británica, americana, neocelandesa, etc, o es darse los medios para compartir con un gran número de personas los lugares comunes científicos, económicos, ideológicos que crean, además de las diferencias nacionales, una semejanza anclada en la hegemonía de un sistema económico?

El éxito de las cadenas hoteleras y de las megatiendas se encuentra en el hecho de que le permiten al viajero evitarse el costoso trabajo de adaptación que requieren las diferencias regionales o nacionales. Encontrando el mismo cuarto y el mismo menú en Marsella, Estrasburgo o Dunkerke, el espacio se estrecha, volviéndose homogéneo y preservándonos de la diferencia. La relativa uniformización de las formas de vida y de la producción a escala internacional funciona de la misma manera. Pero la posibilidad de encontrar lo mismo en todas partes chocaría cada vez más con la diferencia de las lenguas, si recurrir a un inglés simplificado y empobrecido, por ser desarraigado, no permitiera instaurar una comunicación que funda lo mismo, de manera tanto más eficaz cuanto más inadecuado es para enunciar la diferencia.

Algunos se regocijan al ver superada así la maldición de Babel. Otros se preguntan acerca del poder de enceguecimiento provocado por ese ocultamiento de la diferencia.

Vivir las diferencias

Si es verdad que aprender una lengua extranjera es avanzar, aunque sea modestamente, en relación a los discursos sociales y familiares que nos persiguen, nos construyen y nos coaccionan, y es enfrentar un espacio silencioso en el cual es necesario inventarse para decir yo; entonces, aprender otra lengua es hacer la experiencia del propio extrañamiento en el mismo momento en que nos familiarizamos con lo extraño de la lengua y de la comunidad que la hace vivir. Existen muchas maneras de eludir esa experiencia, pero, ¿no será siempre entregarse a un doble desconocimiento: desconocimiento del Otro, de la alteridad, y desconocimiento de sí mismo y del propio extrañamiento?

“En la época en que Francia se vuelve el ‘melting pot’ del Mediterráneo, se plantea una cuestión, que es la piedra de toque de la moral para el siglo XXI: ¿cómo vivir con los demás, sin rechazarlos ni absorberlos, si no nos reconocemos ‘extranjeros a nosotros mismos’?... no ‘integrar’ lo extranjero, sino respetar su deseo de vivir diferente, que reencuentra nuestro derecho a la singularidad, esa consecuencia última de los derechos y deberes humanos”15 Concretamente, tanto se trate de relaciones en el interior de la Comunidad Europea como de relaciones con o entre otros países, “vivir con, sin rechazar ni absorber” significa primeramente respetar la lengua del otro, depositaria insustituible de las identidades individuales y colectivas. Ello significa tomar conciencia de lo que representa el aprendizaje profundo de una lengua extranjera. Ello significa establecer

15 Julia Kristeva, Étrangers à nous mêmes, París, Fayard, 1988, tapa.

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una diferencia entre las comunidades operativas en las cuales nos contentamos con transferir informaciones ya identificadas y codificadas, y una comunicación creativa en la cual pueden surgir informaciones, significaciones y elaboraciones nuevas. Esos dos niveles no requieren el mismo grado de apropiación de la lengua extranjera, como tampoco el mismo compromiso del aprendiz. Al omitirse esa gradación, subestimando la dificultad de acceder a un verdadero bilingüismo, se estará multiplicando los diálogos de sordos. Los coloquios internacionales de Ciencias Humanas, los viajes de estudio y las negociaciones comerciales brindan abundantes ejemplos de situaciones grotescas, en las cuales no se comprende lo suficiente para comprender que no se comprende.

El perfeccionamiento de los métodos de aprendizaje y el incremento de pasantías en el exterior harán que las cosas evolucionen, pero, para que las capacidades enunciativas progresen sensiblemente, parece igualmente necesario superar una concepción puramente instrumental de la lengua, para poder escuchar más finamente aquello que para los aprendices constituye el punto de bloqueo. La mejor de las computadoras interactivas sólo puede enseñar a aquellos que ya están preparados para aprender. En cuanto a los otros, es preciso tratar de comprender por qué no se permiten ese aprendizaje. Más que con problemas técnicos, el aprendizaje de lenguas extranjeras choca con la dificultad, existente en cada uno de nosotros, no sólo de aceptar la diferencia sino de explorarla, de hacerla propia, admitiendo la posibilidad de despertar los complejos juegos de la propia diferencia interna, de la no coincidencia de uno con uno mismo, de uno con los demás, de aquello que se dice con aquello que se desearía decir. Para lograr soportar el esfuerzo necesario para un buen conocimiento de una lengua extranjera, ¿no sería preciso que persiguiéramos primero la quimera de una lengua, o sea, de un mundo en el cual pudiéramos coincidir con nuestro propio deseo? ¿Y no hay algo básicamente peligroso en perseguir dicha quimera?

Las personas que hablan bien una lengua extranjera, sin ser no obstante perfectamente bilingües, a menudo tienen una experiencia perturbadora: al soñar en la lengua del país en el que se encuentran, se sorprenden al emplear palabras, expresiones, que no creían dominar, ¡y que son incapaces de utilizar de manera correcta al estar despiertas! Como si el deseo de apropiarse de la lengua extranjera chocara, incluso para ellas, con una interdicción o con un temor de cortar por completo las amarras que las ligan a la lengua materna.