Chipaya (Año Cero)

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DESCENDIENTES DE LOS POBLADORES MÁS ANTIGUOS DEL ALTIPLANO DE BOLIVIA, FORMAN PARTE DE LA ANCESTRAL Y MISTERIOSA NACIÓN URU CREENCIAS Y ESPIRITUALIDAD LOS CHIPAYA Y LA DROGA

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Extrañas tradiciones del pueblo chipaya

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DESCENDIENTES DE LOS POBLADORES MÁS ANTIGUOS DEL ALTIPLANO DE BOLIVIA, FORMAN PARTE DE LA ANCESTRAL Y MISTERIOSA NACIÓN URU

CREENCIAS Y ESPIRITUALIDAD

LOS CHIPAYA

Y LA DROGA

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A UNOS 4.000 METROS SOBRE EL NIVEL DEL MAR, EN LAS LLANURAS SALINAS DE COIPASA Y SOBRE LAS RUINAS DEJADAS POR LAS ANTERIORES CIVILIZACIONES ANDINAS, SILENCIOSOS PERO SONRIENTES, LOS CHIPAYA HAN LOGRADO IMPONERSE A UN ENTORNO HOSTIL COMO POCOS EN EL PLANETA, GRACIAS A SU INQUEBRANTABLE FUERZA DE VOLUNTAD Y, TAL VEZ, A UN SECRETO QUE GUARDAN CELOSAMENTE Y QUE NINGÚN ANTROPÓLOGO HA LOGRADO DESENTRAÑAR AÚN.

TEXTO Y FOTOS JACQUES FLETCHER

CREENCIAS Y ESPIRITUALIDAD

No es fácil llegar hasta donde habitan los chipaya. Viven en un salar tan árido que muy pocos se aventuran a entrar

en él. De ahí que en la Unidad de Cultura y Turismo de Oruro, la población más cercana al lugar, intentaran dirigirme hacia enclaves más amables. No obstante, tras explicar a los responsables del departamento que mis intereses eran otros, me recomendaron acudir al mercado local, donde, de cuando en cuando, estacionaba un autobús que pasaba cerca de un asentamiento chipaya.

Ya en el mercado, noté que la gente me observaba con extrañeza «¿Qué hará este blanco por aquí?», parecían preguntarse. Al cabo de un rato, descubrí la ubicación de mi medio de transporte. Se trataba de un desvencijado ómnibus cuya última parada estaba más allá de la frontera, en Chile. Pensaba dedicar al menos una hora a comprar algunas provisiones,

SECRETA

pero, para mi disgusto, el conductor me advirtió que el autobús salía de inmediato y el próximo lo haría ¡un mes después!

EN EL POBLADO VACÍOEl camino era largo y en el ínterin fui haciendo balance de mis pro-visiones. El resultado: un paquete de galletas saladas, media doce-na de sobres de sopa instantánea y una cantimplora con un litro agua. ¿Cómo iba a sobrevivir en aquel entorno con tan escaso ali-mento? Me resigné y conié en la benevolencia del destino.

Contemplaba el árido paisaje por la ventanilla cuando me alertó el chirriar de los frenos. El ómnibus se había detenido en un páramo yermo. Descendí y miré, desolado, a mi alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Cómo llegaría a mi des-tino? Por fortuna, no muy lejos de mí observé a una indígena sen-tada junto al camino y rodeada de utensilios. Me acerqué a ella e inicié una conversación. «Sí, soy chipaya. Yo te llevo. Mi marido viene con su auto», me contestó

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en un pobre español. ¡Estaba salva-do!, pensé. Tenía la oportunidad de llegar directamente al destino ijado.

El hombre, que llegó en una des-tartalada furgoneta Ford F100, me invitó a subir a la parte trasera del vehículo, que estaba descubierta. Tras ocho interminables horas de marcha, vi las siluetas de unas cho-zas. Aterido de frío, bajé del remol-que. Un indio se acercó a nosotros y me ofreció un refugio para pasar la noche. A la mañana siguiente, desperté y salí en busca de mis anitriones, pero en el exterior no había nadie. Seguí caminando hasta abandonar el conjunto de viviendas y corrí la misma suerte. Allí no había ni un alma. Sabía que existían apro-ximadamente unos 1.500 individuos de la etnia chipaya y no ver señales de vida me inquietó bastante. ¿Qué habría ocurrido?

Mis pasos me condujeron hasta el límite del desierto, donde divisé un grupo de putukus, las casas tradi-cionales con forma de cono. Quise acercarme más a ellas, pero me lo impidió la barrera natural de un río. La luz del amanecer confería un aspecto fantasmagórico a aquellas peculiares viviendas. En el horizon-te, me ijé en algunas de las cimas más elevadas de los Andes, como la nevada del extinto volcán Sajama, uno de los puntos más altos de esa cordillera. Me hallaba en la zona más expuesta del altiplano boliviano, ro-

deado por centenares de kilómetros cuadrados de una planicie semide-sértica y azotada por el viento.

¿Qué hacía aquí?, pensé. Sabía que los aimara conocen a esta gen-te como «el pueblo de las chullpas», porque sus viviendas cónicas se parecen mucho a esas construccio-nes funerarias típicas del altiplano andino. También, que los chipaya otorgaban a sus difuntos una natu-raleza oculta, distinta de la del resto de etnias que pueblan la región, y quería saber cuál era exactamente dicho rol. Sin embargo, lo que más me interesaba era conocer la sus-tancia que intervenía en sus rituales y que apenas se ha mencionado en los estudios antropológicos sobre los urus-chipaya.

LA TORMENTA NEGRA

«¡Amigo, si no quiere morir hoy, es-cóndase! ¡El kis-sogo se acerca y se lo llevará con él!». Aquella voz a mis espaldas me sacó bruscamente de mis relexiones. Al girarme, vi a un hombre de mediana edad y vestido con el traje tradicional. Se presentó como Eloy Wal Walaqch´qay y me ofreció acompañarle a su casa,

El autor del

presente

reportaje (de

espaldas)

observando el

desolado paisaje

del altiplano.

“Hace falta tener una voluntad inquebrantable

para vivir en un entorno tan hostil como este

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bramido del viento agitándolo todo. «El diablo Saqra ya se está entre nosotros –me dijo Eloy mientras se sentaba a mi lado–. Se lo llevará todo con él. Ya no quedan sukachiris (una especie de chamán especíico del viento) y nuestra religión se muere como se muere esta tierra. Los sogo (vientos) cada vez soplan más fuerte y ya ni los pariwana (lamencos) crían como antes. Ya no tenemos agua y estamos dejando de ser nosotros. Sólo hay dos pa-sajes (puentes) en todo nuestro río, Tunakipa y Nigru, donde se venció al Saqra. El resto es dominio del diablo y por eso no podemos construir más puentes. Ese río va directo al Chungara (el inierno), en el volcán Wallatiri, donde mora. Pero ahora ha abandonado su cueva y está otra vez en el salar».

Me di cuenta de que Eloy no hablaba en términos de leyenda o mito, sino de alguien o algo que realmente se paseaba por el pobla-do como un ente físico. El viento

situada como las demás al otro lado del río. No me dio tiempo a volver a mi alojamiento a recoger mis cosas. Me instó a que nos marcháramos rápido si queríamos sobrevivir.

Le seguí y comenzamos a vadear el río Lauca. El agua me llegaba al pecho y estaba tan fría que me cortaba la respiración. Pero aquello dejó de preocuparme cuando, al levantar la vista para orientarme, observé algo extraño en el horizon-te cercano. Se aproximaba a gran velocidad y enseguida comprendí que se trataba de la amenaza que inquietaba a Eloy. El kis-sogo era una terrible tormenta de arena que lo engullía todo a su paso. Afortuna-damente, llegamos al putuku de mi nuevo anitrión justo antes de que la tormenta barriera la aldea.

En el interior de la choza espera-ban la mujer y la hija de Eloy. Me in-vitaron a sentarme y me ofrecieron un plato de sopa de quinoa… con arena –porque allí todo tiene arena–, mientras escuchábamos el fuerte

Las viviendas

chipaya son tan

humildes como

sus inquilinos.

CREENCIAS Y ESPIRITUALIDAD

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costumbres no siguen. Preieren el dinero e irse a Chile a trabajar, don-de ya no son ellos. Así, el diablo, feliz de nuevo, viene para arrebatarnos lo poco que nos queda».

PROFECÍAS SINIESTRASPasé muchos días con mi anitrión y su familia, pues la tormenta no cesó hasta dos jornadas después. Tuve tiempo de hablar con ellos de multitud de asuntos, ya que no pudimos salir de la choza en ningún caso. El único sonido que nos llega-ba era el del fuerte viento y la arena concentrada golpeándolo todo a su paso. Uno de estos asuntos, que creo merece la pena destacar, es su leyenda sobre el Diluvio, algo con lo que ya me he encontrado en mu-

CULTO A

LO FEMENINO

La cosmovisión chipaya gira en

torno al agua y el lago Poopó.

Hablé con varias «autoridades

del agua» o jiliri cotopuchi,

que me enseñaron invoca-

ciones y ch´altas, pero, a

pesar de mis esfuerzos, me fue

imposible dialogar con las mu-

jeres de sus rituales especiales y

totalmente desconocidos. Sé que

existen porque me lo confirmaron

sucintamente en varias ocasiones.

Las mujeres tienen aquí un poder

determinante –lo ratifiqué con el

chos otros lugares remotos, como una fábula obstinada…

«Hubo una humanidad anterior que vivió en los tiempos de la pe-numbra –me contó, sin que ya me sorprendiera–. El agua lo anegó todo y todos murieron ahogados. Los que vieron nacer el Sol de nuevo, sobrevivieron a la catástrofe. Los chipaya estaban entre ellos. Aquella fue una gente muy fuerte y sabia que dominaba los elementos, pero con el tiempo quisieron conquistar también a Pachamama y ésta los ahogó. Es una historia antigua que viene del primer chipaya. Hoy está pasando lo mismo y el agua regresa como barro y suciedad. Vuelven los tiempos de la penumbra».

Cuando le pregunté sobre este asunto, me dijo que hablara con los ancianos y el putira (encargado de las tradiciones que cuida el templo chipaya) y les preguntara lo que qui-siera. Y así lo hice dos días después, cuando al in vi la luz del día y pude

“Los jóvenes

preieren el dinero y se marchan a Chile, donde olvidan las tradiciones

Flamencos

y roedores

constituyen el

escaso aporte

proteínico en la

dieta chipaya.

ululaba afuera con inusitada fuerza y acompañaba a la perfección aquel relato tétrico. Cuando le pregunté si alguien había visto al diablo algu-na vez, airmó con la cabeza y se explicó: «Los jiliri cotopuchu (líderes comunales y del agua) lo han visto varias veces caminar por el río y el desierto..., y yo mismo lo he visto hace dos días. Nuestros río Lauca y Desaguadero le pertenecen. Y yo lo vi hace dos días, cerca del lago Poo-pó. Me miró ijamente a los ojos… El mundo entero se muere y nadie va a librarse de su castigo. La gente entera va a morir. La oscuridad regresa al mundo y el agua sucia vuelve a la tierra otra vez… Nos es-tamos olvidando de quiénes somos. Los jóvenes pierden su ‘forma’ y las

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respirar el aire turbio que corre por estas latitudes. Eloy, intercedió por mí frente a los líderes y viejos. Me presentó ante un nutrido grupo de hombres y mujeres que me miraron ijamente, aunque con amabilidad, pero siempre mostrando una tenue renuencia cuando lo hacían. Yo no dejaba de ser un tozha, un extran-jero de rasgos distintos, que no se sabía muy bien a qué venía aquí. Me hallaba ante una suerte de comité indígena que quería saber qué era yo y qué buscaba en el poblado.

–He venido a conocer sus medici-nas tradicionales y su forma de vida. Vengo de muy lejos y lo que quiero conocer, sobre todo, es esa planta secreta que ustedes toman para co-nectar con sus muertos– contesté sinceramente, aún a riesgo de que me echaran del pueblo.

Hay otra cosa que nunca se ha escrito ni contado sobre los chipaya. Plantado ante esa junta inquisitiva, me percaté de que a cada pregunta

tiempo–, aunque lo manifiestan

discretamente. Son las únicas

que todavía caminan des-

calzas y jamás prescinden

–como a veces hacen los

hombres– de sus trajes

tradicionales. Marchan

siempre con decisión,

como si tuvieran muy

claro a dónde van.

Todo lo que veía de

ellas era raro e intrigante.

Los uchumataqu reveren-

cian desde hace milenios a

la Madre Tierra, las aguas, la

Luna y las lomas sagradas;

todas deidades predominan-

temente femeninas que esta

cultura, tan antigua como la sume-

ria, veneran cotidianamente. Exis-

ten los mallku (dioses tutelares),

pero no son tan importantes como

la virgina (la parte sacra femenina

que protege las tierras cultivadas) o

las tallas (deidades también feme-

ninas que intervienen en todo tipo

de ritos). Son deidades sagradas

relacionadas indefectiblemente con

la naturaleza que, a pesar del frío,

las sequías y los vientos, dan cobijo

con sus austeros dones. Lo feme-

nino aquí es primordial, y es por

ello que a las mujeres –aunque

no sea un principio reconocido

abiertamente– se las inviste de

un rol dominante.

que el putira me hacía, su mirada, y la de los otros hombres, se ladeaba indefectiblemente hacia las muje-res que asentían, o no, según mi respuesta. Me di cuenta en ese mo-mento del alto contenido matriarcal que existía en esta sociedad tribal. Las mujeres mandaban tanto o más que los hombres. Después vere-mos a qué puede ser debido.

MUERTOS «INQUIETOS»

Los días posteriores fueron muy tranquilos. Aunque no me habían aclarado ninguna de mis cuestiones, como cabía esperar, al menos goza-ba de su permiso para permanecer en la aldea y me convertí en una igura habitual entre ellos. Todos se me acercaban para saludarme y de todos recibía su complaciente son-risa… Pero a la hora de hacer averi-guaciones, sólo me encontraba con evasivas y expresiones ambiguas. Había caído bien, de eso no tenía la menor duda, y sabía que esta era la

La llegada del

catolicismo no

ha impedido

que los chipaya

profesen en

paralelo una

especie de

religión de corte

animista.

oportunidad para conocerles en pro-fundidad. Pero, aunque jamás me encontré con un desaire y recibía la ocasional ayuda de mi amigo Eloy, sabía que aquella tarea no iba a ser en absoluto fácil.

Cierto día que vi a un anciano hechicero realizando prácticas adivinatorias arrojando un puñado de hojas de coca a un recipiente, pregunté a mi amigo si existía la posibilidad de que los cotopuchi (hechiceros) me dejaran ver algún ritual de unción a los muertos o cualquier otro que ellos practica-ran. Los chipayas son pacíicos y amables, lo que no ocurre con todas las etnias que he conocido, pero son muy cerrados para mos-trar sus tradiciones más secretas. Eloy consiguió, inalmente, que accedieran a ello.

Fue con los ancianos con los que entablé una buena conexión. Estos me enseñaron varias técnicas cura-tivas, pero poco de lo que yo desea-ba conocer realmente. Con Eloy y el señor Anselmo, un hombre que ya habría cumplido los 90, conseguí inalmente adentrarme en el alma chipaya. «Antiguamente –comenzó a explicarme Anselmo–, los chipa-ya éramos hombres exclusivos. Practicábamos mucha magia. Con la sukarpaya (un antiguo saber que integra a los miembros del pueblo y les ayuda a mantener la relación de respeto entre hombre y natura-leza), el mundo se mantenía. Ahora, los hombres jóvenes no practican los ritos, se marchan y abandonan nuestro mundo antiguo».

VIAJE AL CORAZÓN DE BOLIVIA / WIKIPEDIA

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Este concepto volvió a mis oídos como una idea inalterable. No sólo me lo contaban los urus-chipaya, sino que también lo había escucha-do de otras etnias en otros rincones del planeta. «El mundo como algo que desaparece para convertirse en otra cosa» se me ha presentado en los últimos años como algo invaria-ble. ¿De verdad estaremos asistien-do al inal de nuestra era?, ¿al inal de un mundo conocido para pasar a otro? Aproveché para adentrarme más en su cosmogonía y entender el universo de los mantenedores de la más arcaica cultura Wankarani boliviana.

–¿Qué relación tienen ustedes con sus muertos? ¿Qué son los muertos?– pregunté.

–Somos chullpapuchus, los des-cendientes de la gente más antigua de la tierra andina. Por eso, nuestros muertos conocen el comportamien-to de cada hombre y mujer y son sus calaveras las que nos indican cómo vivir y ser. Si alguien ha sufri-do un mal, acude a un yatiri (chamán de las calaveras de los antepasados) para que éste les dé indicaciones. Durante tres días, el yatiri cuida y ofrenda de q´oa (mesa ritual) al t́ ojlu (calavera) y conversa con él. Noso-tros nunca mentimos, porque ellos

lo saben todo y podrían castigarnos. Si un chipaya ha robado, el difunto se le aparece y le obliga a devolver-lo. Si no lo hace, enferma y muere. Nuestros muertos están vivos y se levantan de sus tumbas cada vez que alguien miente o hace maldad.

Lejos de abandonar la idea de que gran parte de las ideas indianas son mitos sin fundamento real, mis preguntas se encaminaron al lado contrario. Con los años, he sabido distinguir lo que para los indígenas no es más que un mito de algo que podría ser real en un sentido físico.

–¿Dice usted, Anselmo, que sus muertos salen de sus tumbas? ¿Pero salen de verdad?

–Sí. Lo hacen sólo cuando el yatiri los invoca. Sus cuerpos salen del camposanto y van a hablar con el malhechor. Nosotros seremos ellos cuando muramos.

–Pero usted, Anselmo, habla de que salen sus espíritus, sus almas incorpóreas….

–¡No! –me interrumpió– ¡Salen sus cuerpos unidos a su cráneo! Son nuestros tatarabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres muertos. Las ánimas los mueven y son los guardianes del pueblo.

Me dejaron visitar el humilde cementerio municipal, de donde supuestamente «salían» estos cuerpos «incorruptos». En un páramo abierto, repleto de tum-bas, divisé varios cráneos con las órbitas rellenas de algodón. No me permitieron hacer fotos, pero el recuerdo de aquel tétrico esce-nario me acompañará siempre. Ciertamente, los relatos sobre muertos vivientes que acababa de oír, se tornaban más realistas en aquel entorno de pesadilla.

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Las tormentas de viento y arena que azotan el altiplano de Bolivia son tan espectaculares como destructivas. Pueden durar días e incluso semanas, llevándose por delante cosechas e incluso dañando seriamente al ganado y a las viviendas de los indígenas. Nada se puede hacer frente a ellas, salvo ocultarse y esperar a que pasen. Este fenó-meno es debido a la sequía y al mal uso que se hace de la tierra de cultivo. Es una especie de ventisca negra, como el tristemente célebre Dust Bowl de los años 30 en EE UU.

QU¿SABÍAS ¿SABÍAS QUÉ…?QUÉ…?¿¿¿¿

SUEÑOS PROFÉTICOS Para los uchumataqu, las ensoña-

ciones son de vital importancia,

pues encierran los presagios de

muchos sucesos trágicos. Por

ejemplo, cuando un chipaya

sueña con otro extrayendo agua

de un pozo –o subiendo los pel-

daños de una escalera–, es signo

de muerte para esa persona. Si el

que sueña despierta repentina-

mente o se ve caminando junto al

río, ambas situaciones preagian

igualmente su fallecimiento.

Pero existen otros muchos signos

que presagian la muerte. Si un

zorrino (una especie de mofeta)

entra en el pueblo, ello puede

interpretarse como el vaticinio

del fallecimiento de varios miem-

bros de la etnia. O cuando el

lagarto se cuela entre la ropa de

alguien, esa persona morirá con

seguridad. No obstante, la peor

maldición de todas es soñar con

el lari-lari, una entidad demonia-

ca que arrebata la vida en pocas

horas, a no ser que se le combata

de inmediato con complicados

rituales al alcance de muy pocos

yatiris.

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Más tarde me contaron que si al-guien comete una grave infracción, se le amenaza con no ser sepulta-do. Y, también, que desentierran a los muertos para «aleccionar» a los infractores mostrándoles los cuer-pos que podrían visitarles.

«Ellos nos cuidan y protegen –me explicó Anselmo señalando hacia las tumbas–. Les damos de comer, beber y fumar, y ellos nos traen la lluvia o luchan contra el viento y las heladas… Pero ahora el Saqra (dia-blo) está de nuevo entre nosotros y ni los samiris (potencias de la natu-raleza) pueden detenerlo», insistió nuevamente.

DROGAS MISTERIOSAS

Pero mi interés fundamental se centraba en la misteriosa sustan-cia que les pone en contacto con sus espíritus, y que yo sabía to-maban sólo en ocasiones muy es-peciales. Al preguntar por ella en la primera reunión que tuve con el comité de bienvenida, todos se sorprendieron mucho cuando la mencioné. ¿Cómo sabía yo de eso?, leí en sus ojos. No recibí respuesta alguna, pero este deta-lle conirmó lo que hasta ahora no era más que una sospecha para mí. Hasta aquel preciso instante, ese ingrediente secreto era una leyenda sin conirmar, un hecho nunca registrado oicialmente que, ahora, se revelaba ante mí gracias a su ingenua reacción.

Los mercados

locales ofrecen

hierbas y cactus

con propiedades

medicinales y

enteógenas.

LA FLORA

ANDINAES PRÓDIGA EN ESPECIES CURATIVAS Y

RITUALES

CREENCIAS Y ESPIRITUALIDAD

tomó el brebaje frente a él, entraba en una especie de trance hipnótico que le puso en contacto directo con los mallku. Lo que para mí no había sido más que una icción (ya que no se menciona en ningún otro documento sobre los chipaya), se hacía ahora realidad. No obstante, la pregunta ahora era si la seguían tomando y si yo podría conocerla.

Fueron varias las semanas que pasé con los uchumataqu, pero, a este respecto, siempre me encon-traba con la misma respuesta: una sonrisa y un encoger de hombros. Nadie parecía saber nada y nadie consideraba querer hablarme de eso. Ni mis dos conocidos más cercanos, Eloy y Anselmo, quisieron nunca orientarme. Los días se me agotaban y debía regresar a Oruro. Sabía que el enteógeno existía, pero realmente no tenía pruebas de ello ni testimonio alguno que lo cimentara. Fue el día de mi marcha, después de una cálida despedida con los miembros de esta admira-ble etnia, cuando, subido en la moto de un joven indio que vivía en Chile, Eloy se me acercó y me dijo, casi al oído: «Existe eso que buscas. Es como una lampaya, pero más pe-queña. Es sagrada. Es raro que tú la conozcas. Ten un buen viaje, amigo mío». Y con estas palabras tuve que salir de aquella misteriosa tierra sin haber conocido los secretos de la planta más oculta de la Tierra, pero que aun así existe.

Pero, si es tan secreta, ¿cómo sé yo eso?, se habrá preguntado el lector tanto como lo hizo el chipaya. Pues merced al escrito de un viejo explorador y aventurero italiano que puso sus pies en estas tierras hacia 1950, y que conoció de primera mano la extraña planta medicinal. Su nombre, Adriano Gatto, y el texto, muy breve y poco interesado por su parte, apenas habla de los uchumataqu, limitándose a hacer un recorrido anodino por los sitios que visitó. Sólo existe un breve pasaje en el que hace mención al misterio-so mejunje. Cómo consiguió que se lo descubrieran o qué planta concre-ta puede ser, no lo reveló en ningún momento de su relato. Si acaso, se puede deducir que es alucinógena, ya que el yatiri que le acompañó y