Chillon y Duch - Preambulo de Un Ser de Mediaciones

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Un ser de mediaciones Antropología de la comunicación, vol. I

Lluís Duch Albert Chillón

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PREÁMBULO

Un ser de mediaciones: despegado sin remedio de la naturaleza y de su innata

animalidad, a un tiempo autor y fruto de las creaciones que arma, el ser humano lo es

gracias a los signos, prótesis y artificios con que pone en pie su mundo: esa

complejísima esfera advenida ––frágil, mudable y anfibia, contingente y ambigua–– que

suele llamar civilización o cultura. Sean de carácter histórico o estructural, cambiante o

permanente, las mediaciones se rehacen sin cesar a impulsos de los interrogantes y retos

de cada presente. Pero su concurso en el humano devenir es tan esencial que éste resulta

inviable sin ellas. Así supo verlo hace medio siglo Marshall McLuhan, uno de los más

conspicuos teóricos de la llamada comunicación de masas, para quien ésta no era más

que una manifestación histórica específica del profuso y cambiante entorno

comunicativo que ha conformado los procesos de hominización ––y de humanización––

desde el albor de los tiempos.

En Understanding Media. The Extensions of Man, McLuhan bosquejó una teoría

general de las mediaciones tan asistemática como perspicaz, que ha gozado de vasta

incomprensión e influencia a una. Su mismo título delata el relieve que les otorgaba1.

Las mediaciones, venía a decir, son extensiones tecnológicas de los sentidos cuyo

alcance y perennidad desbordan con creces el dominio de los clásicos medios de

comunicación masivos (‘mass-media’). Pero éstos constituyen, sin duda, su más

prevalente expresión desde el arranque del capitalismo y la modernidad, literalmente

inviables sin su concurso. “¿Por qué” entonces, preguntaba, “los efectos de los media,

palabras, escritura, fotografías o radio han sido subestimados por los observadores de la

sociedad durante los 350 últimos años del mundo occidental?” ¿Y por qué apenas han

recibido un ápice de la atención que merecen por parte de las ciencias humanas y

sociales?, preguntamos nosotros.2

1 La traducción castellana, Comprender los medios de comunicación, Barcelona, Paidós, 2009, traiciona el sentido que McLuhan daba a la palabra media, que él veía como mediación y extensión tecnocultural en sentido amplio, y no simple medio de comunicación de masas en sentido estricto. 2 Por su parte, Thomas Luckmann señalaba que ese había sido el comportamiento habitual de las ciencias humanas del pasado, salvando las excepciones, realmente importantes, de Georg Simmel, Max Weber y,

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Repárese en que se trata de un interrogante especialmente oportuno, a poco que

se avive el seso para recordar que ya los denostados sofistas ––Protágoras, Gorgias o

Critias–– repararon en el decisivo papel que el comunicar y el verbo ejercen en la

convivencia. Que Aristóteles dedicó los Tópicos y sobre todo la Retórica, una de sus

obras mayores, al estudio pragmático y sistemático de la comunicación en acto ––

‘inventio’, ‘dispositio’, ‘elocutio’, ‘actio’ y ‘memoria’ incluidas. Y que, siguiendo su

estela, relevantes pensadores antiguos y modernos ––Cicerón, Quintiliano, Agustín,

Vico, Nietzsche, Gadamer–– han visto en ella una vía regia para la praxis y

comprensión de la ‘comunicabilidad’: “La dimensión intersubjetiva y dialogal del uso

público del lenguaje”, al decir de Paul Ricoeur.3 Tan capital es el acervo que la tradición

retórica brinda, y tan pasmoso su olvido por parte de la comunicólogos ortodoxos, que

Roland Barthes lo estimó insustituible para esclarecer y ejercer “la comunicación

cotidiana” y el “discurso público”: una fecunda comunicología avant la lettre.4

La obra que el lector inicia quiere contribuir a subsanar semejante relegación, y

hacerlo de manera comprehensiva aunque no exhaustiva, ya que el mero pretenderlo

sería imposible. Ello conlleva, de suyo, abordar los procesos, procedimientos y

procederes de esa dimensión crucial de la condición humana ––y de su Historia e

historias–– que expresiva aunque imprecisamente denominamos ‘comunicación’, y

hacerlo desde la perspectiva de una antropología de índole filosófica y simbólica,

deudora de la tradición iniciada por Ernst Cassirer y Max Scheler. Vertiente cardinal de

lo humano ––junto con el mito, el arte, el poder, la técnica, la narración o la religión,

entre otras––, este asunto requiere un arrimo doble: para empezar, a lo que tiene de

sempiterno y estructural, dado que constituye insoslayablemente a la especie; y luego, a

lo que tiene de histórico, contingente y cambiante, ya que sólo se plasma y renueva en

los muy diversos tiempos, espacios y expresiones que adopta. sobre todo, de George H. Mead. Fue la antropología filosófica de los años veinte y treinta del siglo pasado (Max Scheler, Helmuth Plessner y Arnold Gehlen) «la primera empresa científica que centró sus esfuerzos sistemáticos en analizar la génesis, la evolución y la constitución de las formas comunicativas lingüísticas derivadas de procesos comunicativos más primitivos».

3 Paul Ricoeur, La metáfora viva, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, p. 49. 4 “El Libro I de la Retórica es el libro del emisor del mensaje: el libro del orador: se trata en él principalmente de la concepción de los argumentos en la medida en que la retórica depende del orador, de su adaptación al público, y esto de acuerdo con los tres grandes géneros reconocidos de discurso (judicial, deliberativo, epidíctico). El Libro II es el libro del receptor del mensaje, el libro del público: se trata en él de las emociones (pasiones) y nuevamente de los argumentos, pero esta vez en la medida en que son recibidos (y no ya, como antes, concebidos). El Libro III es el libro del mensaje mismo; se trata en él de la lexis o elocutio, es decir, de las “figuras”, y de la taxis o dispositio, es decir, del orden de las partes del discurso.” Roland Barthes, La retórica antigua, incluido en la antología La aventura semiológica, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 93, 94 y 95.

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Que la mirada que proponemos sea antropológica quiere decir, de entrada, que

rehuiremos la hiperespecialización que hoy preside las ciencias sociales y humanas, y

que en cambio adoptaremos un punto de vista integrador, consciente de que tanto la

‘humana conditio’ como las muy diversas historias en que se despliega están siempre

entreveradas de mediaciones. Pretendemos sentar las bases, sí, de una antropología de y

para la comunicación; pero también, a la inversa, llamar la atención de los antropólogos

y los filósofos en concreto ––y de los científicos sociales y humanistas en general––

acerca de la capital presencia y función que el comunicar ejerce en todos los planos de

la existencia.

La omnipresente comunicación

Desde la escritura cuneiforme hasta los dispositivos digitales pasando por el

papiro, el pergamino, la imprenta, las ondas hertzianas, el celuloide y la prensa: hoy

sabemos que la comunicación ha jugado un papel decisivo en la historia5. Y también

que el de su variante masiva ha sido crucial para la constitución del mundo moderno. Al

menos desde la invención de la escritura ––una versátil tekhné de fijación del recuerdo–

–, las sucesivas técnicas, procedimientos y procederes han ido ahormando no sólo la

expresión, transmisión y recepción de la cultura, en su acepción estricta, sino la misma

civilización, en muy amplio sentido. A este respecto conviene recordar que la misma

escritura fue, en su momento, una nueva tecnología cuya aplicación despertó las

suspicacias del rey Thamus, según la leyenda narrada por Platón en el Fedro. Y que

cada una de las invenciones posteriores ha ido suscitando similares controversias entre

integrados y tecnofílicos, por un lado, y apocalípticos y tecnofóbicos, por otro: desde la

imprenta de tipos móviles de Gutenberg hasta el cine de Meliès y los hermanos

Lumière, pasando por la penny press de 1830 y la fotografía de Daguerre y Niepce6. La

era del capitalismo, la burguesía, el proletariado y la industria es inconcebible sin el

5 R. Williams (ed.), Contact: Human Communication and Its History, London, Thames and Hudson, 1981; Culture. London: Fontana, 1981; Manuel V. Montalbán, Historia y comunicación social, Barcelona, Crítica, 1997. Además del pensamiento de Marshall McLuhan, resulta ineludible mencionar el de Harold Innis, que cabe considerar su mentor en más de un aspecto: véanse Empire and Communications. Oxford: Clarendon Press, 1950; y The Bias of Communication. Toronto: University of Toronto Press, 1951.

6 Resultan iluminadores, a este propósito, los ensayo ya clásicos de Umberto Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Barcelona, Lumen, 1980; y de Edgar Morin, El espíritu del tiempo, Madrid, Taurus, 1976.

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concurso de los periódicos y la radio, la publicidad, la televisión y el cine. Más o menos

coetánea a la aplicación del vapor a la industria y a la extensión de las redes

ferroviarias, la prensa de masas impulsó la alfabetización de las multitudes que,

procedentes del campo, iban engrosando las grandes ciudades de entonces, a menudo a

matacaballo: Londres, Chicago, París, Nueva York, Buenos Aires, Berlín y también

Madrid y Barcelona, a su propia escala. Aunque las ciencias sociales no suelan

reconocerlo como es debido, los media han contribuido decisivamente a modelar la

modernidad urbana e industrial y sus modos prevalentes de comunicación, sensibilidad,

acción y creencia, esa imprecisa pero pregnante constelación que Walter Benjamin

llamó sensorium7.

La red sémica de la cultura es, en gran medida, comunicación. Inherentes al casi

inmemorial proceso de hominización ––y a la mucho más reciente humanización, ni que

decir tiene––, las mediaciones cardinales que este ensayo explora poseen variadísimos

caracteres, funciones y acentos: comunican el sujeto y el objeto, los sujetos entre sí, el

adentro y el afuera, lo sagrado y lo profano, lo trascendente y lo inmanente, lo ocurrido

y lo posible, el ayer y el mañana. Animales políglotas, desplegamos nuestras

posibilidades vitales en el interior de una complejísima y envolvente semiosfera8,

compuesta por todos los lenguajes, códigos y procesos ––sígnicos y simbólicos–– sin

los cuales resultarían imposible que la historia y la vida llegaran a serlo.

En nuestro tiempo, la conciencia sobre el peso de las mediaciones masivas9 ha

sido compartida por intelectuales, humanistas, científicos sociales y artistas de muy

varia estirpe. Aparece ya, sólo por espigar algunos ejemplos señeros, en el cine en

blanco y negro de King Vidor (El pan nuestro de cada día, Aleluya), Walter Ruttman

(Berlín, sinfonía de una gran ciudad) o Charles Chaplin (Tiempos modernos); en los

grandes frescos novelísticos de John Dos Passos (Manhattan Transfer), Marcel Proust

(En busca del tiempo perdido) o Robert Musil (El hombre sin atributos); en el

expresionismo de Franz Kafka, Fritz Lang y Georg Grosz; en el cubismo de Braque,

Gris y Picasso; en el ensayismo de signo liberal de Ortega y Gasset y Raymond Aron, y

7 Véanse, entre otras aportaciones, las de M. L. DeFleur y S. Ball-Rokeach, Teorías de la comunicación de masas, Barcelona, Paidós, 1982; D. McQuail, Introducción a la teoría de la comunicación de masas, Barcelona, Paidós, 1999; M. Wolf, La investigación de la comunicación de masas. Crítica y perspectivas., Barcelona, Paidós, 1987; o J. B. Thompson: Los media y la modernidad, Barcelona, Paidós, 1998; 8 Concepto acuñado por Iuri M. Lotman, inspirador de la conocida Escuela de Tartu. Véase Semiótica de la cultura, Madrid, Cátedra, 1979 9 Cf. M. Martín Serrano, La mediación social, Madrid, Akal, 1977; J. Martín Barbero, De los medios a las mediaciones, Barcelona, Gustavo Gili, 1987.

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en el abiertamente reaccionario de Carl Schmidt y Oswald Spengler; en el pensamiento

de talante izquierdista de Antonio Gramsci, Walter Benjamin, Theodor W. Adorno y los

primeros representantes de la Escuela de Frankfurt; en la agit-prop de Lenin y las

consignas propagandísticas del Tercer Reich; en la estética de los futuristas y el pop-art

de Roy Lichtenstein y Andy Warhol.

Y en el terreno estrictamente académico, tanto los vagamente llamados medios

masivos (mass media) como las mediaciones sociales con las que se hallan

coimplicados ––prácticas, expectativas, actitudes, usos y ‘habitus’, según Pierre

Bourdieu entendía el término–– han auspiciado un campo de saberes que atiende por

‘comunicología’; e incluso despertado la atención de un puñado de antropólogos y

sociólogos, filósofos y politólogos, psicólogos y educadores. Aunque unos y otros, de

modo creciente aunque netamente insuficiente aún, han ido cobrando conciencia de que

los ‘media’ no son simples accesorios de nuestro mundo, sino uno de sus más

indispensables mimbres, tal asunción apenas ha permeado las ciencias sociales y

humanas, cuyas respectivas ciudadelas de ortodoxia se muestran renuentes a asumirlo, a

día de hoy todavía. Así se expresa al respecto John B. Thompson, uno de los más

citados comunicólogos de la hora presente:

Puede parecer sorprendente que, entre los trabajos de los teóricos sociales personalmente preocupados por el desarrollo de las sociedades modernas, tan pocos se hayan ocupado de los medios de comunicación con la seriedad que se merecen. Existe un importante corpus de trabajos realizados por historiadores sociales y culturales sobre el impacto de la imprenta en los inicios de la Europa moderna y en otras partes, y existe una abundante literatura que trata de los desarrollos más recientes de la industria mediática; sin embargo, en los textos de los teóricos sociales, la preocupación por los medios de comunicación brilla por su ausencia.10 A esa actitud remisa se suman, por si fuera poco, las derivas reduccionistas de

que adolece el campo comunicológico sensu stricto, muy proclive a ignorar varias

vertientes cruciales del fenómeno. Deudor, ante todo, del positivismo, el funcionalismo

y el estructuralismo, el paradigma dominante en los estudios del ramo ha tendido a uncir

a ese yugo su asunto, y obviado lo que a él escapa. Obcecadas por emular el rigor

deductivo y demostrativo de las ciencias duras, las distintas teorías que lo han

conformado han construido el objeto de estudio ‘comunicación’ a su imagen y

10 J. B. Thompson, Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación, Barcelona, Paidós, 207, pp. 15 y 16.

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semejanza; cultivado aquellas facetas del poliedro que mejor casan con sus métodos y

premisas; y tendido a descuidar aquéllas ––a menudo esenciales–– que las desbordan.

Con distintos grados de validez, este diagnóstico puede aplicarse a las perspectivas de

cuño sociológico, económico o politológico, y también a las metodologías de mayor

vigencia

Aunque la corriente más caudalosa de los estudios sobre comunicación sea la

‘mass communication research’ anglosajona ––de signo acusadamente positivista y

funcionalista, tecnofílico e integrado, descriptivo y a menudo acrítico––, ese mismo

terreno ha sido cultivado a partir de otras ópticas y procederes, deudores de los que en

las ciencias sociales y humanas poseen un sesgo mayormente dialéctico, cualitativo y

hermenéutico. Ahí están la semiología y la semiótica, el interaccionismo simbólico y la

sociología constructivista, la teoría crítica y los estudios culturales, la historia de la

comunicación y el comparatismo periodístico-literario, sin ir más lejos.

Sea como fuere, la noción de ‘comunicación’ resulta, a la vez, sumamente

imprecisa y transversal, y refiere un fenómeno harto difuso, tanto que afecta a múltiples

vertientes de lo humano en sí y de los enfoques y disciplinas que lo abordan, por ende.

De tamaña omnipresencia derivan la fuerza y flaqueza del vocablo, que a un tiempo

designa un país más o menos definido del mundo contemporáneo ––cuando se piensa

en la ‘comunicación de masas’ o en la ‘mediática’, por ejemplo–– y también un

continente sin claras fronteras. Por nuestra parte, estamos convencidos de que se trata

de un territorio capital, no por ignorado y obviado menos cardinal para la comprensión

del mundo presente. Y de que, al cabo, resulta tan legítimo cultivar una historia,

sociología, psicología, economía, filosofía o antropología de la comunicación, como

explorar la íntima presencia de ésta en los predios que tales disciplinas roturan ––aun

cuando sus más ortodoxos cultores la ignoren o subestimen.

A la hora de establecer el nexo necesario entre comunicación y antropología, en

concreto, creemos preciso tener presente que aquélla es inherente a todas las variantes

de ésta, y por supuesto a la filosófica y simbólica que practicamos. Así lo hacemos

porque estamos persuadidos de que la mirada antropológica es capaz de alumbrar

sesgos y facetas decisivos que la comunicología canónica suele relegar, o que en no

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pocos casos posterga. Aplicada a las mediaciones multitudinarias de nuestros días11, en

particular, puede ser un eficaz antídoto contra los enfoques positivistas e instrumentales

en boga; iluminar su problemática desde una perspectiva crítica, humanística y

comprehensiva; y procurar, en suma, que el esprit de finesse compense o al menos

mitigue los desafueros del esprit de géometrie que hoy avasalla.

Dado que la comunicación es, en cuanto tal, un factor constitutivo de la humana

conditio, y dado también que se sustancia en muy distintas expresiones históricas,

nuestra exploración transitará ambas dimensiones cruciales. Para empezar, en el

volumen que el lector tiene entre manos, sus elementos estructurales en todo lugar y

tiempo ––semiosis y lenguaje, imaginación y narración, mythos y logos, dicción y

ficción, o memoria y olvido, entre otros––, aunque seamos conscientes de que la

exhaustividad queda fuera de nuestro alcance. Después, en el volumen que le seguirá,

las modalidades comunicativas propias de lo que lato sensu cabe llamar mundo

moderno, desde la masiva clásica ––prensa, cine, radio, propaganda, publicidad,

televisión–– hasta la mediática de nuestros días, con internet y el ciberentorno en

cabeza.

La mirada antropológica

Los muy varios acentos del término ‘antropología’ se emplean en un amplio

abanico de contextos lingüísticos, religiosos y políticos13. Odo Marquard escribe:

«’Antropología’ parece ser un título que comprende varias disciplinas: ciertas

disciplinas empíricas –para determinadas secciones de la biología, de la medicina y de

la etnología– y aquella disciplina filosófica que se pregunta por la esencia del ser

humano».14 Debe recordarse, con todo, que tanto el poliédrico asunto que aborda como

11 Aunque el concepto de masa y sus derivados ha dominado los estudios comunicativos durante décadas, los nuevos escenarios sociales hacen preferible sustituirlo por el de multitud, como veremos. 13 Es sorprendente que, desde el último tercio del siglo XIX, a pesar del auge experimentado por los estudios antropológicos, resulte imposible establecer un “canon antropológico” de mínimos, que sea unánimemente aceptado por la mayoría de investigadores. A grandes rasgos puede afirmarse que, inicialmente y durante algunas décadas en Inglaterra y Francia, la antropología estuvo profundamente determinada por un contexto de «carácter colonial, sobre todo por parte de los llamados «antropólogos de gabinete» (Tylor, Lubbock, Lang, Marett, Frazer, etcétera), que eran «productos típicos» de la Inglaterra victoriana, aunque a menudo se mostrasen muy críticos respecto a ella.

14 O. Marquard, Las dificultades con la filosofía de la historia. Ensayos, Valencia, Pre-Textos, 2007, p. 133. W. Y. Adams, Las raíces filosóficas de la antropología, Madrid, Trotta, 2003, ofrece una buena exposición de los factores que, en la cultura occidental, sobre todo a partir del siglo XIX, han intervenido en la formulación de las distintas teorías antropológicas.

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los enfoques que pone en juego son frutos típicos de la modernidad, y que el vocablo

anthropologia se remonta al siglo XVI, a tenor de lo que sabemos.15 También, que este

campo disciplinar se constituyó a impulsos de un doble rechazo, en principio al menos:

por un lado, respecto a la metafísica tradicional; por otro, respecto a las ciencias de la

naturaleza, que propugnaban la matematización y cosificación de los distintos lenguajes

que empalabran lo que al ser humano concierne.

Los presupuestos y objetivos de la antropología simbólica y filosófica que

cultivamos bebe de una añeja tradición de Occidente, que arranca con Jerusalén y

Atenas.16 Pero el auge que hace un siglo experimentó –durante el último cuarto del XIX

y la primera mitad del XX– coincide con otro de tenor parecido: la vindicación que

Wilhelm Dilthey17 hizo de lo que dio en llamar ciencias del espíritu, un variopinto

territorio heredero de las viejas humanidades que suele recibir el apelativo de ciencias

humanas en nuestros días. Dilthey no fue el primer pensador de talla que reparó en la

postergación de las humanidades clásicas –a manos de las ciencias físicas y biológicas,

y también de la pujante férula del positivismo en las sociales–, pero sí uno de los que

con más énfasis y rigor vindicaron su pertinencia en la misma época en que Max Weber

reflexionaba acerca del desencantamiento del mundo, la racionalidad instrumental y la

emergente burocracia18. Las ciencias humanas o del espíritu, sostenía Dilthey, no

pueden competir con las de la naturaleza en punto a aptitud demostrativa y operatividad

–incapaces de curar dolencias, transformar el hábitat o construir aviones. Y sin embargo

les concierne una misión capital en un tiempo en el que la razón crudamente

tecnológica19, tan cara a la economía política del capitalismo, tiende a engullir todas las

facetas de la vida, incluidos el arte, el pensamiento y la ciencia.

En efecto, las grandes cuestiones que atañen a la esencia y existencia de nuestra

especie –meta por excelencia de la filosofía y también de las ciencias naturales, en su

más noble y menos cientifista sentido– son cada vez más relegadas por la hegemonía de

los saberes instrumentales, obcecados y prosternados ante el altar de la eficacia, la

productividad y la racionalidad tecnológica. El precio ingente que semejante

sacralización se cobra es, en última instancia, el sacrificio de la sabiduría; y en primera,

15 Véase la exposición de Marquard, o.c., pp. 135-136. 16 Alusión, respectivamente, a la tradición oriental (semita) y a la tradición griega. 17 W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, Madrid, Alianza Universidad, 1986; Id., Dos escritos sobre hermenéutica, Madrid, Istmo, 2000. 18 Véanse, en particular, sus obras La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1987; y sobre todo Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 2002. 19 Que primero diagnostica Max Weber y luego critican los pensadores de Frankfurt.

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el de la comprensión cualitativa del humano vivir y actuar, reducidos por un crudo

entendimiento positivista y mecanicista, determinista y cuantificador: mucho más

racionalista que racional, al cabo. Por más que suene mal el palabro, reduccionismo es

el término clave: se reduce la calidad a la cantidad, el sentido al significado, la sapiencia

al pragmático conocer, la verdad a la verificación, lo relevante a lo chatamente útil, la

poliédrica realidad humana a sus solas facetas pasibles de experimento y obervación.

En ello consiste el antiespíritu que la razón instrumental promueve.

Y sin embargo las preguntas mayores son transhistóricas, cruzan épocas y

generaciones, y poseen idéntica vigencia en la de Dilthey que en la de Sócrates o en

cualquier porvenir pensable. Con Cassirer, Scheler, Freud, Husserl, Jaspers, Wach,

Jung, Weber, Arendt, Horkheimer, Adorno, Benjamin, Ortega, Marcuse, Heidegger o

Wittgenstein, Dilthey proclama que la reducción de la sabiduría a craso saber práctico

eclipsa aspectos y entretelas sustantivos de nuestra condición; condena a sociedades e

individuos a la indigencia crítica e imaginativa; y conlleva, en fin, una degradación de

lo que la humanidad tiene de tal: un auténtico regressus paradójicamente instado por el

progreso y su arrogante hybris.

El sueño de la razón produce monstruos: la goyesca admonición se halla

implícita en las ‘ciencias del espíritu’ (‘Geisteswissenschaften’) de Dilthey, así como en

buena parte de la condena de la racionalidad tecnológica por parte de los autores

citados, que ven en ella la lógica del dominio mismo, en palabras de Horkheimer y

Adorno. La razón no es ya ilustrada ni cabalga a lomos del ‘sapere aude’ kantiano, sino

que ha sido jibarizada hasta devenir prótesis de la técnica, el mercado y la industria. El

conocimiento formulario que éstos promueven ––ese ‘know how’ repleto de ‘skills’,

erigido en tótem de la presente degradación de la ‘paideia’ en instrucción burda––

tiende a inmolar los saberes científicos y humanísticos clásicos en el ara sacrificial del

homo oeconomicus, unidimensional apéndice del sistema de dominio que hace medio

siglo denunció Herbert Marcuse.

El movimiento de las ciencias del espíritu y de la antropología filosófica es

común y simultáneo, en buena medida. Ni una ni otra son disciplinas sensu stricto, sino

campos disciplinares que vindican la atención a todas las vertientes relevantes de lo

humano, y no sólo a las operativas, observables y útiles a corto plazo. En particular, la

antropología filosófica se configura como un ámbito de interrogantes y enfoques. Y

mantiene, precisamente por ello, promiscuas relaciones con la epistemología, la ética y

la estética, en el territorio filosófico; y con la historia, la sociología, la lingüística, la

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psicología, la pedagogía, la filología, la semiótica y la etnología, en el de las ciencias

sociales y humanas. Pero también, al tiempo, con la teología y la hermenéutica, la

mitología y la fenomenología, la teoría literaria y el psicoanálisis. Todas ellas son áreas

de estudio potencialmente convergentes con la que la antropología filosófica articula, a

la sombra del nihil humani a me alienum puto de Terencio.

Cumple añadir, por otra parte, cuán variados y hasta opuestos son los tipos de

antropología que hoy se cultivan. Ello se compadece con las mismas premisas de su

inherente mirada, persuadida del insuperable polifacetismo y versatilidad de la especie

‘Homo’. La pregunta antropológica por excelencia ––¿qué es el ser humano?–– puede y

debe formularse desde ópticas, intereses y metodologías distintos, capaces de expresar

tan admirable y a menudo pasmosa diversidad, cada uno a su estilo.

Desde la temprana filosofía a la moderna antropología cultural, desde las

religiones y los cultos a las ciencias físicas y sociales de nuestro tiempo se divisa un ser

paradójico y polifacético, irreducible a monismo alguno. El ‘anthropos’ u ‘homo’ es

sapiente (‘sapiens’) y hablante (‘loquens’), religioso (‘religiosus’), cultual y mítico

(‘mythicus’), hedonista (‘ludens’) y riente (‘ridens’), técnico (‘faber’) y semiótico

(‘signans’): todo eso y otras decisivas cosas al tiempo, y ninguna de ellas en exclusiva.

Un extraño animal simbólico, en célebre expresión de Ernst Cassirer,20 autor de lo que

en sentido amplio vale llamar ‘cultura’: un ingente entorno artificial que lo aleja de las

determinaciones de la pura ‘natura’ (‘physis’ y ‘bios’)21, sin cesar ni remisión. Un

animal poliédrico, añadimos nosotros, porque son muy heterogéneos sus entresijos y

rostros; lábil, porque su ser es, en rigor, un ir siendo plástico y mudable, al tiempo

compuesto de historia y estructura, permanencia y cambio; y ambivalente, ya que su

condición ––mítica y lógica, atávica y espiritual, instintiva y sublime, angélica y

demoníaca–– es coincidencia de opuestos (‘coincidentia oppositorum’), en lúcida

definición escolástica. Una criatura anfibia que conjuga natura y cultura en un

equilibrio siempre problemático e inestable; finita aunque capaz de concebir y desear lo

infinito (‘ens finitum capax infiniti’); y perspectivística, ya que desde cada contingente

ahora y aquí debe por fuerza recrear su pasado, y a la vez proyectarse hacia horizontes

nuevos.

20 E. Cassirer, Antropología filosófica, México, Fondo de Cultura Económica, 1993. 21 M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Barcelona, Alba, 2000; Acerca del concepto de transanimalidad, H.Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona, 1998, pp. 39-55.

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Son muchos los mitos que evocan un extravío primordial: en algún momento y

lugar, in illo tempore, los primeros mortales perdieron la plenitud e inocencia

originarias y fueron expulsados del paraíso. Sea desde el bíblico jardín del edén o desde

el comunismo primitivo que el ilustrado Marx soñaba, tal exclusión sugiere una

mutación filogenética de hondo alcance: el antropoide pensante se emancipa en parte de

la madre naturaleza y de su armónica inserción en el cosmos y el bios, lanza la vista al

frente según yergue su espina dorsal y sus piernas, se distingue como sujeto de los

objetos en torno y deja de sentirse indiscernible del todo en que existe. Extravía para

siempre su inmediatez y, al romper a hablar y entrar en la historia, ingresa en el reino de

lo mediato ––de las mediaciones–– sin vuelta atrás posible.

Precisamente porque cualquier inmediatez le está vedada, el ‘anthropos’ debe

configurar a través de múltiples mediaciones sus mundos, y a sí mismo en ellos. Todas

las variadísimas formas de vida se constituyen en y con la comunicación, praxis

dinámica e informadora. Y al contrario, todas las formas de violencia, muerte y

destrucción resultan de la incomunicación, que siempre es estasis y yerta entropía. La

vida sólo es posible en el trueque y el diálogo, en la interlocución y la salida hacia fuera,

porque nuestro humano quehacer se da dialécticamente, el interior del inagotable

esquema pregunta-respuesta. Los procesos de muerte, en cambio, son aislacionistas,

tendentes a la pasividad y al caos, clausurados y oclusivos. A diferencia de la simple

información, supuestamente objetiva y aséptica, la auténtica comunicación es

intersubjetiva, configuradora y empática, y ejerce una constante presión sobre la

alteridad ––una ex-presión–– gracias a formas y cauces expresivos de índole muy

diversa.

El multifacético poliedro humano está mediado por las extensiones que sujetos y

grupos van gestando, esto es, por las prótesis sémicas y técnicas que integran la cultura,

entendida en su ancho y cabal sentido: herramientas y convenciones, iconismos y

escrituras, rituales y cultos, relojes y metros, espejos y leyes, dioses y demonios,

memoria y esperanza, instituciones y tumbas. Si no dispusiera de mediaciones, el

‘anthropos’ se hallaría hincado en su hábitat, varado en él sin la menor opción de

comprenderlo y transformarlo; le aquejaría un mero existir biológico e instintivo que

transcurriría sin tiempo, y no estaría llamado a poseer una biografía rehecha sin freno

desde la fluyente frontera que es el ‘presente’ ––rememorando el pasado y anticipando

el futuro.

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De todo ello se desprende que un abordaje de la comunicación en general ––

como estructura o factor constitutivo–– y de la mediática en particular ––como mudable

historia–– debe partir de un haz de premisas a la vez diversas y congruentes, capaces de

arrojar luz sobre tan facetado poliedro. En los dos próximos apartados de esta

introducción lo expondremos de forma sintética: en el primero, acto seguido, el elenco

de premisas sobre el que nuestra obra se apoyará; en el segundo, a continuación, el de

cuestiones que nos proponemos abordar, en el bienentendido de que son todas las que

están, pero no están todas las que podrían haber sido incluidas. Como el de la razón, el

sueño de la exhaustividad puede llegar a producir monstruos; más vale acaso cimentar

una reflexión incompleta que los posibles lectores puedan completar y mejorar a modo.

Principios y premisas de esta antropología

Creemos imprescindible, en efecto, exponer los criterios ideológicos y

metodológicos que adoptamos, ya que en antropología siempre cumple adoptar una

perspectiva tácita o explícita, como ocurre en cualquier elucidación de lo humano. Ello

significa que la pretensión de consumar un discurso totalitario acerca de la pluriforme

presencia de los sujetos en sus mundos ––nótese en deliberado plural–– constituye un

acto de ingenuidad, en el mejor de los casos, cuando no de irresponsabilidad y hasta de

mala fe, atizada por intereses poco honorables.

Para el ‘anthropos’ no hay posibilidad extracultural: tal es nuestra premisa

esencial, que en sí misma delata y vindica una comprensión modestamente

antropológica del ser humano ––sensible a sus siempre variadas, provisionales e

incompletas expresiones––, deliberadamente ajena a las pretensiones totalizadoras de la

metafísica ortodoxa. Acto seguido proponemos, en síntesis, los principios que han

guiado esta obra.

Estructura e historia. El ser humano posee una condición paradójica y

ambigua, y las configuraciones de su biografía individual ––y de su historia colectiva––

conforman una singular coincidencia de opuestos (‘coincidentia oppositorum’). Tal

locución alude al juego de sus dos dimensiones constitutivas y conexas, por más que se

hallen en dos planos operativos no asimilables. De un lado, los factores estructurales,

ese fondo último que permite afirmar la radical igualdad de todos los sujetos pasados,

presentes y futuros. De otro, su historia e historias: su precisa instalación en los mundos

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que arman y viven, incluidas las muy variadas peripecias y vicisitudes que

experimentan.

Es preciso subrayar que no cabe afirmar apriorísticamente la presencia de los

mismos factores constitutivos en todos los individuos, como si fueran determinaciones

metafísicas preexistentes a los siempre singulares contextos y trayectos vitales. Sí cabe,

en cambio, razonar aposteriorísticamente, partiendo de las distintas articulaciones

culturales en que se sustancia la presencia de cada sujeto o grupo en su cotidianidad

respectiva. Todos ellos son estructuralmente iguales, y todos, al tiempo, diferentes en

las peculiares historias que padecen o protagonizan.

La incesante dialéctica entre estructura e historia implica que la primera adquiere

consistencia y carnadura en la segunda. La siempre irresuelta búsqueda de un equilibrio

entre una y otra dimensión constituye el núcleo de la paradoja humana. Si se consideran

sus cambiantes manifestaciones históricas, la comunicación social es una expresión más

––aunque señera, sin duda–– de la pluriforme expresividad de la especie, y ejerce una

labor de suplencia de la incompletud e imperfección que le es propia. Más allá del mero

bios, con su predado y ciego instinto, toda vida e historia requieren una variopinta

panoplia de expresiones y transmisiones, prótesis mediadoras que palien las deficiencias

que nuestra condición entraña. Una de las labores esenciales que la comunicación

mediática de nuestro tiempo está llamada a cumplir, en particular, consiste en articular

lo permanente y lo efímero de la manera más armónica posible, como tendremos

ocasión de explicar con mayor hondura y detalle.

Contingencia. Las culturas de todos los tiempos no sólo han reconocido que el

hombre es un ser deficiente ––‘Mangelwesen’, en palabras de Arnold Gehlen––, sino

que suele ser consciente de ello, o cuando menos lo intuye. Ello implica que todos los

sujetos comparten su común contingencia, noción que designa eso que el vivir tiene de

rigurosamente indisponible ––el mal, la beligerancia, la incertidumbre o la muerte––, y

que se muestra, por ello mismo, resistente a toda explicación o solución conclusas. La

insuperable necesidad de comunicación que el ‘anthropos’ experimenta delata hasta qué

punto la contingencia lo constituye22, esto es, cuán frágil es un ser que, comunicado

ahora, está llamado a devenir incomunicado tarde o temprano ––alguien que se ha

tornado incapaz de ejercer su función: un difunto.

22 Véanse H. Lübbe, Religion nach der Aufklärung, Graz-Viena-Colonia, Styria, 1986, pp. 145-160; N. Luhmann, La religión de la sociedad, Madrid, Trotta, 2007, pp. 129-162.

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Desde el albor de Occidente, pero sobre todo en la modernidad, la contingencia

ha ocupado a pensadores de toda laya. En la antigüedad, la reflexión sobre ella ejerció

cierta influencia en las visiones del mundo, así en el pensamiento de Aristóteles y en el

de los teólogos y filósofos medievales. Pero la incondicional aceptación de la

omnisciencia y omnipotencia divinas atenuaba mucho tal conciencia. Se aceptaba a pie

juntillas, es cierto, que la criatura humana vivía sometida a los imprevisibles irrupciones

y embates de lo indisponible ––a lo no prescrito ni necesario: eso que puede no ser en

absoluto, o bien ser cualquier modo. Pero la Providencia era vista, con todo y eso,

como su antídoto infalible, la metafísica seguridad de estar a salvo de sus asechanzas.

Luego, tras la casi completa quiebra de las legitimaciones extraempíricas y

sobrenaturales, la contingencia devino una de las claves de arco de la pregunta por el ser

del ‘Homo’, ésa que cualquier antropología se plantea por excelencia. A partir del siglo

XVII, en particular, distintas tomas de posición teóricas e ideológicas iniciaron la

fractura del antiguo cosmos medieval, y porfiaron en resolver las grandes cuestiones de

la existencia sin hacer de la hipótesis teísta el núcleo de cualesquiera valores y praxis.

La modernidad, en efecto, indujo un giro copernicano al respecto, y espoleó la

conciencia de que la contingencia contiene, in nuce, todas las cuestiones que siempre

acucian la existencia del ser humano, las cuales han cobrado singular virulencia –y

soluciones más inciertas e imprecisas, si cabe– tras la llamada muerte de Dios.

La nueva situación descrita implica un auténtico giro epocal, ya que el hombre

y la mujer modernos –como lo hicieron sus predecesores, pero con mayor vértigo y

consciencia– han debido buscar con denuedo distintas praxis de dominación de la

contingencia. Si en la premodernidad el recurso al Destino o a la Providencia divina era

moneda corriente, la modernidad ––ora poniendo el acento en lo sociológico, ora en lo

psicológico–– ha ido explorando otras de muy diverso carácter: filosófico, social,

cultural, pedagógico, cultural o terapéutico.

¿Qué vínculo cabe entonces establecer entre comunicación y contingencia? Uno

muy estrecho, dado que el ser humano sólo dispone de medios y mediaciones ––

incluida la misma acción–– para hacerse presente en su cotidianidad, mitigar su

opacidad y la de su entorno, concebir alternativas a un presente perpetuamente

amenazado por las diversas expresiones de la negatividad; y para anticipar en fin,

mediante lo que Ernst Bloch llamaba sueños despiertos, tiempos y espacios no

sometidos a la usura del vivir diario. El ’anthropos’ precisa mediaciones de manera

imperiosa, ya que su condición conlleva una insuperable distancia respecto de sí, del

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mundo y de los otros: de ahí que sean su efectiva realidad y también su destino. Toda

comunicación teje nexos entre los sujetos en ella implicados, entre la precariedad en que

viven y su superación posible. Y hace posible el paso del inaceptable caos del ahora al

cosmos ideal del mañana, indemne a la labor aniquiladora de la muerte y el mal.

Los media de nuestro tiempo, en concreto, instituyen praxis de dominación de la

contingencia: terapias para sanar o paliar nuestras disfunciones constitutivas, suturas

para la brecha que la incertidumbre y el anhelo mantiene siempre abierta, lenitivos para

el desconsuelo; síntomas todos ellos, en definitiva, del inacabamiento inherente a

nuestra condición. Incluso el olvido es un socorrido recurso para hurtarse a la dureza del

indisponible vivir. Sea como fuere, semejante farmacopea ha sido eviterna a lo largo de

la historia. En palabras de Hans Blumemberg, los individuos tienen la imperiosa

necesidad de ser consolados en todo tiempo y lugar. El ‘imperialismo de la realidad’,

aduce, insta el recurso a medios que pueden llegar a anestesiar sus aptitudes críticas.

Ahí está el divertimento a todo trance, sin ir más lejos, la distracción como planificación

compulsiva del olvido: el viejo y actualísimo panem et circenses, tan omnipresente en el

momento en que escribimos.

La praxis de dominación de la contigencia que los media ejercen se halla

íntimamente relacionada con la función cardinal que cabe atribuir a la confianza en

todas las épocas y sociedades, siempre necesitadas de reconocerse en su opinión común

o ‘doxa’. La credibilidad y la credulidad que ésta suscita son de todo punto

indispensables para que una sociedad sostenga su autolegitimación, sus identificaciones

y su mismo avance. A diferencia de épocas no lejanas, la presente postmodernidad se

caracteriza porque la noción de lo creíble ––lo que resulta verosímil y plausible–– tiene

visos creciente y acusadamente plurales, y se plasma en múltiples imaginarios, actitudes

y prácticas.

Ambigüedad e interpretación. En su reacción contra el espíritu supersticioso

premoderno, la modernidad se impuso una tarea de carácter positivista y objetivador:

tanto el ámbito y alcance de ‘la verdad’ como la definición misma de ‘la realidad’

debían ceñirse en exclusiva a la verificación y matematización de lo observable. Menos

ingenuo que congruente con la voluntad de dominio de los diversos poderes terrenales

––incluidos los que se encomendaban a celestiales oficios––, el espíritu geométrico y

cartesiano creía posible arrumbar toda superstición, y con ella la imagen y la

imaginación, la narración y el mito, la ensoñación y la utopía, el símbolo y la alusión.

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Así las cosas, la búsqueda de la univocidad ––y la correlativa negación de la

plurivocidad, la equivocidad y la interpretación–– resumía el nuevo imperativo

categórico ilustrado. Con tal de lograrlo se antojaba ineludible desmitizar la vida y la

historia, y denigrar o ignorar todo aspecto de ellas que rebasara el aristotélico tertium

non datur y el idolatrado principio de no contradicción.

Sin embargo, el heteróclito Romanticismo advirtió en seguida que no es posible

––ni deseable–– erradicar el mythos en exclusivo beneficio del logos; ni desgajar las

explicaciones (Erklären) de las narraciones (Erzählen); ni desvincular el mero

entendimiento racional de la mucha más compleja ––y necesaria–– comprensión

raciosensible; ni lograr que los procesos de desmitización y desencantamiento

impliquen nuevas dinámicas de reencantamiento y remitización; ni desechar la sospecha

de que, al fin y al cabo, la pretendida univocidad de la venerada Razón oculta su

equivocidad más o menos solapada. Deseante y finito, siempre sometido a la

incertidumbre y la contingencia, lo propio del ser humano no es la objetividad, sino la

comprensión y la interpretación ––más cercanas a la mostración que a la demostración,

como advertía Wittgenstein. Conjugación de razón y sinrazón, se muestra mucho más

sensible al teatro y a la narración que al puro concepto, por más que en nuestros días le

cueste admitirlo. La filosofía occidental lo ha subrayado con frecuencia: el ‘anthropos’

es un animal poliédrico y ambiguo, en parte animal lógico (‘zoon logikon’); en parte

animal político (‘zoon politikon’); en parte animal patético (‘zoon patetikon’), ya que su

dimensión emocional, sentimental e imaginativa pone siempre en jaque su diz que

impecable raciocinio.

Finitud y mediación. La insuperable necesidad de comunicación que el ser

humano experimenta delata la finitud y menesterosidad inherentes a su condición

espacio-temporal: es un muerto en vacaciones, por decirlo con el irónico realismo de

Kasack. No obstante, tan radical limitación ––a la vez histórica y constitutiva–– suscita

un vehemente deseo de recurrir a la transgresión para superarla y para así alcanzar la

patria de la identidad (‘Heimatsidentität’), en palabras de Ernst Bloch. Así las cosas,

tal patria identitaria sería el lugar natural, siempre narrativa y utópicamente

configurado: el paraíso reencontrado del sosiego y la reconciliación, allí donde toda

contingencia sería por fin superada. La comunicación, en suma, es la única posibilidad

de que disponemos para sustraernos a la constricción del instinto y a nuestra constitutiva

indigencia. Y los procesos narrativos que activa ––rememorativos y anticipativos–– nos

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permiten articular mundos de vida alternativos al deficiente en que vivimos, y conjurar

la desazón que todas las facetas de la ausencia generan: imaginar situaciones ideales, no

sometidas a la escasez y la necesidad (’ananké’) que siempre socavan nuestros

designios. 23

Condición adverbial. Añádase a lo dicho que el ser humano se halla siempre

emplazado por lo condicional y lo provisional: aquí o allá, después o antes, abajo o

arriba, en la juventud o en la vejez, eufórico o deprimido. Su índole transeúnte le lleva

a resituarse sin cesar en el espacio y el tiempo, y a recurrir a toda suerte de mediaciones

que le permitan salvar los consiguientes hiatos. Ni su trayecto biográfico ni sus afanes

de comunicación conocen pausas: es caminante que siempre busca orientarse y nunca

alcanza la meta, eviterno aprendiz en pos del horizonte que a cada paso renueva. La

esencia del vivir se expresa con infinitivos y gerundios, más que con participios: el

hombre y la mujer concretos se encuentran siempre in fieri ––haciéndose––, incapaces

de superar su condición de peregrinos. Son seres de mediaciones, según nuestra propia

definición; y también de lejanías, según la de Heidegger: lo suyo es la distancia y la

diferencia, la separación y la mediatez; en modo alguno la inmediatez que tanto

anhelan, esa quimérica plenitud del aquí y ahora.24

Sensorialidad y corporeidad. Una antropología de la comunicación debe tener

bien presente ––siguiendo, en parte, la estela de Marshall MacLuhan–– el íntimo

vínculo entre comunicación y sentidos corporales, ya que éstos son los cauces

mediadores por antonomasia, los siempre activos traductores que regulan el tránsito de

doble sentido entre exterioridad e interioridad, y así hacen posible la asimilación

inteligible de la existencia. Los sentidos son indispensables para que se den los flujos

comunicativos que distinguen al sujeto, y por ende la intersubjetividad en que la vida

social consiste. Tal como MacLuhan arguyó, las tecnologías de la comunicación actúan

como extensiones de los sentidos ––la vista, el oído y el tacto, ante todo––, y tiende un

ingente sistema nervioso artificial que virtualmente multiplica las capacidades del

humano. Cada ecosistema comunicativo tiende a estar regido por una dominante

sensorial: el propio de las sociedades preindustriales, por la del oído; el de la Galaxia 23 Remitimos al capítulo que dedicamos a la cuestión simbólica, que es imprescindible, tanto antropológica como comunicativamente, para concretar lo que realmente son los procesos comunicativos de cualquier tipo, y, por consiguiente, los creados por los actuales medios de comunicación. 24 Véase lo que proponemos más adelante sobre la cuestión de la contingencia.

19

Gütemberg, por la de la vista; el cibermediático cuyo albor apenas presenciamos, por

una combinación de todos ellas a la que no es en absoluto ajeno el tacto, convertido en

creciente interficie entre los individuos y los infoingenios.

Y por otra parte, en estrecha relación con lo anterior, es menester levantar acta

de que el nexo entre cuerpo y comunicación atañe de lleno a toda antropología.25 “La

voz del cuerpo”, escribe Umberto Galimberti, “es una mano extendida contra la

primacía abusiva del logos, contra el soliloquio del pensamiento que, en el fluir de las

palabras, no ve otra cosa sino su propio e inadecuado reflejo”.26 Por lo general, en

buena medida a causa de la influyente impronta griega, la cultura occidental ha tendido

a marginar la voz del cuerpo –y, con ella, la imaginación, la retórica, el símbolo y el

relato. Hasta tal punto es así que la comunicación está hoy ayuna de corporeidad, y

precisa recuperar la magia de la palabra en acto. De fascinante eficacia, gestualmente

integral, ésta era degustada por los mal llamados ‘primitivos’27, poseedores de una

sensibilidad material y plástica que les permitía manejarla como si poseyera solidez y

pudiera mover las cosas. “Sólo recuperando el cuerpo de esta palabra que dice en

primera persona, y no su espectro que representa un Verbo que la trasciende, podremos

comunicar con los hombres y, más en general, aproximarnos a los problemas de la

comunicación”, escribe Galimberti.28 De ahí, entre otras razones, la importancia que

nuestra antropología atribuirá a la retórica, la imaginación, el símbolo y la narración,

vehículos privilegiados del conocer y de la misma experiencia.

Logomítica. Ambiguo, políglota y polifacético, el homo no es sólo sapiens, si

por tal entendemos “lógico” y “racional” por excelencia o en exclusiva. Por más que el

maximalismo racionalista en que desde su albor incurrió la Ilustración haya convertido

en moneda cuasi universal tal creencia, es preciso subrayar el cardinal papel que el

mythos –imaginación, afectividad, relato, sensibilidad, emoción– cumple en la

existencia humana. La premisa de que a este respecto partimos refuta tres presunciones

harto extendidas: en primer lugar, jamás se produjo el tan cacareado –y celebrado–

paso del mythos al logos, por más que el racionalismo ortodoxo tienda a afirmarlo;

25 Véanse sobre esta problemática las agudas reflexiones de Galimberti, o.c., pp. 188-195. 26 Galimberti, o. c., p. 188. 27 Utilizamos con ciertas precauciones el término “primitivo” habida cuenta del uso tan negativo e, incluso, racista que de este término se hizo sobre todo en las antropologías británicas del siglo XIX y las primeras décadas del XX. 28 Galimberti, o. c., p. 189.

20

tampoco puede afirmarse con rigor, a continuación, que los patentes refinamientos de

éste hayan rebajado un ápice la dimensión mítica que nos constituye; no cabe concebir

el ‘mythos’, finalmente, como una especie de rémora o penoso peaje que

inevitablemente es menester pagar, sino como una dimensión constitutiva capital,

perpetua y dialécticamente coimplicada con el ‘logos’. El ‘homo’ es ciertamente

‘complexio oppositorum’ o coincidencia de opuestos, y necesita serlo además:

‘sapiens’, desde luego, pero también ‘miticus’ y ‘symbolicus’; ambas vertientes deben

guardar un equilibrio siempre problemático e inestable, so pena de que la primacía de

una ellas engendre pesadillas y monstruos sin cuento. Un ser logomítico, en definitiva.

Estética y sensibilidad. La férula que la racionalidad instrumental ejerce desde

hace décadas en los estudios sobre comunicación ––sea en los enfoques tecnocráticos,

positivistas o sociologistas–– oscurece uno de sus aspectos decisivos, ya proclamados

por el Romanticismo: a semejanza del ‘anthropos’ en su poliédrica completud, animal

logomítico y por tanto raciosentiente29, los procesos y procederes comunicativos que lo

constituyen poseen acentos acusadamente sensibles, y deben ser por ello mismo

abordados desde una perspectiva estética. Como estudio de las figuraciones basadas en

la sensación (‘aísthesis’) que integran la sensibilidad, la Estética puede y debe dar

cuenta de la práctica totalidad de las mediaciones que el campo de la comunicación

incluye. Sean prioritariamente argumento o argumentación, narración o explicacion,

letra o icono, cualesquira frutos de la labor comunicativa son a un tempo ‘mythos’ y

‘logos’, imagen y concepto, síntesis y análisis, sensibilidad y razón, figuración y

discurso. Y modelan y modulan, imaginativamente, la aprehensión y expresión de los

asuntos humanos.30

29 Neologismo de nuestra cosecha deudor de la concepción antropológica de Xabier Zubiri, para quien el ser humano posee una inteligencia sentiente. 30 En sus iluminadoras Cartas sobre la educación estética del hombre, Barcelona,Anthropos, 1990, pp. 209, 211 y 213, Friedrich Schiller argüía que en el ser humano se advierten dos impulsos sempiternos: el sensible, que tiende a la variación, y el formal, que aspira a la unidad a la permanencia. “Ambos impulsos no están opuestos por naturaleza”, aduce Schiller, “y si no obstante aparecen con ese carácter opuesto, habrán llegado a ello contraviniendo libremente la naturaleza, malentendiéndose a sí mismos y confundiendo sus ámbitos de actuación. La tarea de la cultura consiste en vigilar estos dos impulsos y asegurar los límites de cada uno de ellos. La cultura debe hacer justicia a ambos por igual y tiene que afirmar no sólo el impulso racional frente al sensible, sino también el sensible frente al racional.” Véanse, también, A. G. Baumgarten, J.J. Winkelmann, M. Mendelssohn J.G. Hamann, Belleza y verdad. Sobre la estética de la Ilustración y el Romanticismo, Barcelona, Alba, 1999; y José María Valverde, Breve historia y antología de la estética, Barcelona, Ariel, 1987. Y, por supuesto, la fundamental Crítica del discernimiento de Immanuel Kant: Madrid, Antonio Machado Libros, 2003.

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Tiempo, espacio, hábitat. Las relaciones que se dan entre el habitar humano y

las formas y cauces comunicativos son variadísimas. Aunque las formas de vida

cultivadas por nuestra especie nunca han anulado del todo su natural instintividad,

siempre se ha visto constreñida a quebrar sus límites innatos y a buscar alternativas

históricas a lo dado, afán que incluye la construcción de nuevos contextos y la siempre

problemática acomodación a ellos; la imaginación de mundos posibles a instancias de la

necesidad y el deseo; y, en fin, la sustantiva alteración del hábitat natural mismo. Tan

incesante adaptabilidad es el cimiento de la presencia humana, y sus casi incontables

modalidades dependen estrechamente de las aptitudes representativas y expresivas que

le competen: activa comunicación, pues, indispensable para la instalación de grupos y

sujetos en sus mundos. Estimamos necesario consignar que, a lo largo de la historia, los

cambiantes medios y mediaciones han configurado ecosistemas comunicativos

favorecidos por las tecnologías disponibles, aunque en modo alguno reducibles a su

influjo. Por más que se haya densificado enormemente en nuestro tiempo, la semiosfera

–el término es de Yuri Lotman– es inseparable de todas las sociedades de ayer, hoy y

mañana, y contribuye decisivamente a conformar el hábitat singular de cada lugar y

tiempo.

Relacionalidad. La comunicación es un factor inmanente al anthropos porque

éste se halla siempre alejado de sí, de los otros y del entorno. De ahí que se sienta

urgido de resolver su inalienable extrañeza, afán al mismo tiempo perentorio e

imposible. Los procesos comunicativos son tentativas de aproximación, esfuerzos por

menguar o salvar las disgregaciones y ausencias, las distancias físicas y mentales. Son

el fundamento de la relacionalidad y la transitividad inseparables del humano vivir, que

siempre oscila entre el nomadismo y el asentamiento, entre el éxodo y el reposo.

Constitutivamente separados y deficientes, inestables y precarios, somos seres

inevitablemente mediatos y mediados, comunicativos y relacionales: necesitados de

colmar los interrogantes y vacíos que sin pausa acechan nuestra existencia.

Información, conocimiento, comunicación. Por más que suelan usarse como

virtuales sinónimos, estimamos indispensable discernir ambos términos a partir del

criterio de acercamiento y separación recién mentado. La información que no alcanza

un mínimo umbral comunicativo propicia abismos y distancias que pueden devenir

22

enfermizos en todos los planos, sean el íntimo, el privado o el público: en la relación

que cada sujeto establece consigo; en la que unos y otros entablan; y en la que

mantienen todos con el entorno. Hasta tal punto es así que esa deficiencia puede

resultar en un auténtico “muro para la comunicación”, en palabras de McLuhan.

En el mejor de los casos, la sola información es una utilidad social, necesaria en

sí aunque insuficiente siempre. La cabal comunicación, en cambio, es el factor cardinal

de la verdadera relacionalidad ––del poner en común, al cabo––, y el requisito para que

se dé la aproximación y hasta la cordial sintonía entre las personas. Permite el cultivo

de la afectividad, la solidaridad y compasión, en suma ––y, por ende, de lo que Max

Scheler llamaba simpatía, esa actitud y aptitud para ponerse en la piel del otro y hacerse

cargo de su experiencia. Y, además, el correlativo ejercicio de la excentricidad, que

según Helmut Plessner es la posibilidad de salirse del centro institivo de la especie para

cultivar modos de pensar y vivir al tiempo inesperados y creativos.

Un parecido distingo debe hacerse entre información y conocimiento. Si la

primera es, ante todo, una en potencia copiosa suma de datos de toda laya, el segundo la

tiene como condición necesaria aunque en modo alguno suficiente, dado que requiere el

establecimiento de esa constelación de inferencias y nexos ––se semejanza, diferencia,

congruencia y causalidad, ante todo–– sin la cual no es viable el sentido. A menudo

rica en significados diversos y dispersos, la provisión de datos crudos (‘raw data’) no

garantiza en modo alguno que quienes la reciben estén en condiciones de acceder a su

intelección racional, y menos aun a su comprensión raciosensible. Para ello es

menester satisfacer varios requisitos: en primer lugar, poner los datos recabados en

perspectiva y contexto, es decir, vincularlos con una trayectoria de orígenes y

finalidades, así como con marcos interpretativos y acervos simbólicos pertinentes; y

después, articularlos entre sí con argumentativo rigor, de modo que su correlación los

ilumine recíprocamente. Casi huelga añadir que el simple acopio de información más o

menos verificable ––tan cara a la superstición positivista reinante–– no asegura ni de

lejos que el conocer se consume; antes bien, éste puede ser eclipsado o impedido por

pura saturación, esa disfunción narcotizante que demasiado a menudo ejercen los

media, de acuerdo con el investigador funcionalista Paul Lazarsfeld.

Comunicación perfecta. Por intensa y genuina que sea, con todo, no debe

olvidarse que a la comunicación jamás le cabe abolir las distancias y fundir a los seres.

Imponente anhelo para todos los humanos por el hecho de serlo, la inmediatez resulta

23

siempre inasequible, horizonte que se aleja según porfiamos en alcanzarlo. Y de hecho

sólo existe como mediatez, esto es, como representación de lo ausente. A semejanza de

la lengua perfecta anterior a la división de Babel, una comunicación perfecta implicaría

la salida de lo condicionado para ingresar en lo incondicionado: extravagante quimera,

por completo extraña a los límites y posibilidades de la humana conditio,31 que

implicaría alcanzar la comunión en la inmediatez. Una suerte de idilio que requeriría

salir del ámbito de mediaciones en que nuestro ser consiste, la disolución del

‘anthropos’ tal como lo conocemos.

Artificialidad. Más allá de la férula del instinto, el ‘Homo faber’ se afirma ––y

se es– como tal mediante la incesante producción de artificios. En sus muy variadas

formas y matices, la comunicación es fruto de la artificiosidad que distingue a la

humana de las demás criaturas. Aunque parten de su naturaleza prima ––de lo dado e

innato––, tales ingenios deben por fuerza cobrar autonomía interpretativa, no sólo

respecto de ella sino incluso contra ella. La interpretación se halla entrañada en el

incesante quehacer en que la vida singular y la historia colectiva consisten, y es siempre

artificiosa porque el ‘animal symbolicum’ que somos construye psíquica y socialmente

los mundos en que despliega su existir; transgrede los artefactos y convenciones que

antaño forjó y hogaño toma por naturales; modifica y acrecienta lo predado en lo dado

que se ofrece a sí mismo, en suma.

Traducción. Por regla general, la antropología ha insistido muy poco en la

importancia que cabe atribuir a la traducción, que es sin duda una de sus categorías

centrales32. Detectada ya en las culturas más simples, la labor traductora es inseparable

de la comunicación y la transmisión intersubjetivas, y del conocimiento intrasubjetivo

en sí mismo. La aptitud para traducir delata la transanimalidad, en léxico de Hans

Jonas: un rasgo cardinal de nuestra especie que es, al tiempo, acción y efecto del más

allá de la rasa instintividad.

A menudo expresada en clave poética y simbólica, la conciencia acerca del

crucial papel de la traducción se daba ya en la antigüedad. Muchas culturas, en efecto,

31 Son esclarecedoras, al respecto, la obra de George Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1980; y Umberto Eco, En busca de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1994. 32 Cf. Vidal, M. C. A., El futuro de la traducción. Últimas teorías nuevas, aplicaciones, Valencia, Alfons el Magnànim, 1998; Duch, L. “Antropología y traducción”, Debats, núm. 75, 2001-2002, pp. 79-93.

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se mostraron harto sensibles a la confusión de Babel de la que la célebre torre es

epítome legendario. Desde que illo tempore fue concebido, tan poderoso arquetipo ha

sugerido que la traducción se impone como necesidad insoslayable en todo tiempo y

lugar –incluso fatal, con no escasa frecuencia–, tras la mítica quiebra de la primigenia

unidad lingüística de la Humanidad33. De ahí que, a lo largo de la entera historia, la

búsqueda de la Ursprache –la lengua original extraviada tras la babélica confusión con

que Dios castigó la hybris de los mortales– haya guardado patente similitud con la del

Paraíso Perdido: según tan extendida creencia, estar en posesión de la lengua primordial

equivaldría a relacionarse y vivir con edénica armonía. Ecuménico, y por ello mismo

ajeno a la necesidad de ser traducido, el prístino idioma soñado permitiría reencontrar la

inmediatez, y haría toda interpretación y mediación superfluas. 34

Medios y mediaciones. Hace ya décadas que el pensamiento comunicológico

más refinado –aunque no el común de los investigadores y docentes que cultivan el

campo– superó el mediacentrismo que caracterizó el auge de la mass communication

research y así mismo, en buena medida, las teorías alternativas de signo crítico,

históricamente coincidentes con el apogeo de la comunicación y la cultura de masas que

hoy cabe llamar clásicas. Centrada ante todo en los media en cuanto institución e

industria –en su propiedad y control, organización y cultura profesional, rutinas y pautas

productivas, audiencias y efectos– ese paradigma de reflexión e investigación tendió a

subestimar o soslayar, al menos hasta los años ochenta del pasado siglo, la interacción

que tales medios entablan con los contextos, dinámicas y habitus sociales, eso que

algunos destacados comunicólogos contemporáneos han dado en llamar mediaciones.

Por influencia de los estudios culturológicos, de la sociología constructivista, de

los enfoques antropológicos y de los denominados cultural studies –concidiendo con la

maduración del sensorium postmoderno y la irrupción del ciberentorno– ha ido

emergiendo la conciencia de que las mediaciones establecen una compleja y activísima

dialéctica con los medios en sentido estricto, que alimenta o mitiga, espolea o atenúa,

modela y modula en alto grado la acción de éstos. Las distintas tradiciones que se dan

33 Véase el artículo de A. Hermann, y W. von Soden, “Dolmetscher”, en Reallexikon für Antike und Christentum, IV, Stuttgart, A. Hiersemann, 1959, col. 24-49, en el que se ofrece una panorámica de la traducción y los traductores en algunas culturas antiguas (Próximo Oriente, Egipto, Israel, Grecia, Roma, cristianismo primitivo). 34 Véase La búsqueda de la lengua perfecta, el citado estudio de Eco. Posee un interés notable el trabajo de M. Olender, Las lenguas del Paraíso. Arios y semitas: una pareja providencial, Barcelona, Seix Barral, 2001.

25

cita en una misma formación social; el papel que ejercen las culturas populares de

origen preindustrial; los acervos simbólicos e imaginarios colectivos, ante o

extramediáticos; la diagramación del tiempo y del espacio, privados y públicos; los

ritos, ceremonias y liturgias consuetudinarias; o los usos, patrimonios y prácticas

sociales lato sensu constituyen, entre otras, muy poderosas y a menudo sutiles

mediaciones sin las cuales no cabe entender la comunicación social efectiva, en su

auténtica hondura y alcance. Añádase a ello, tal como en su momento explicaremos,

que la rápida extensión y densificación de los artefactos y usos asociados a la tecnología

digital ha tenido, entre otras consecuencias, la de hacer evidente que el ciberentorno no

es ya un medio en la acepción convencional del término ––un organismo de difusión

mayormente jerárquico, autárquico y centralizado––, sino una envolvente mediación,

propiamente hablando. Y que, como ocurre con otras más añejas ––así la tradición

iconográfica o escritural, el ámbito de las costumbres o la anatomía y fisonomía de la

ciudad––, una porción creciente de la vida tiende a desarrollarse no con, sino en tal

ambiente cibernético.

26

Elenco temático

Tras la explicitación de las premisas que han guiado esta obra, resta anunciar

sobre qué asuntos versará, en el bien entendido de que serán todos los que estén, aunque

no estarán todos los que son, sin duda. El elenco posible resulta poco menos que

inabarcable: de ahí que hayamos optado por ser comprehensivos más que exhaustivos,

conscientes de nuestros límites. Y que hayamos incluido en este primer volumen una

tría de los que resultan primordiales desde la óptica comunicativa y, a la vez,

constitutivos de la ‘humana conditio’, en todo lugar y tiempo. Hemos procedido así a

sabiendas de haber dejado algunos no menos importantes en el tintero ––el poder, el

culto o la ritualidad, por ejemplo––, aunque previendo abordarlos como merecen en el

segundo volumen de esta antropología, que examinará no ya los factores estructurales y

transhistóricos inherentes a la comunicación, sino la concreta fenomenología de las

mediaciones presentes. Se trata, por supuesto, de una decisión discutible, pero tras

ponderarla con detenimiento nos parece la más coherente con el propósito que

perseguimos.

Acto seguido glosamos, por orden y en síntesis, las comarcas que a partir de esta

somera introducción transitará el lector.

1, 2 y 3. Preeminencia de la semiosis, el lenguaje y el símbolo. Las primeras

estaciones de nuestra exploración serán por este orden ––no podría ser de otro modo––

las que atañen a las mediaciones por excelencia, íntimamente relacionadas: la semiosis

(I. La semiosis ubicua), el lenguaje (II. La soberanía de la palabra) y el símbolo (III.

Un animal simbólico). El ser humano es un mono gramático, en feliz expresión de

Octavio Paz. Llega a serlo en la medida y a medida que genera una complejísima esfera

de signos y símbolos ––y de índices, señales e iconos–– que lo despegan del aquí y

ahora inmediato. La semiosfera es a la vez, dialécticamente, el resultado y la condición

de posibilidad de la humanidad misma, un colosal universo de representaciones ––de

apariencias y metáforas, figuras y discursos, tropos y fenómenos–– en el que desarrolla

su historia e historias.

Tal conciencia ha ido cundiendo en el curso de la modernidad. En su reacción

contra el racionalismo cartesiano e ilustrado, la filología y la filosofía románticas

concibieron al humano como un ser de palabra y ––tras las huellas de Humboldt,

Gerber y Nietzsche–– pusieron las bases del llamado giro lingüístico del siglo XX, ése

27

que con distintos acentos han cultivado Wittgenstein, Heidegger, Sapir, Lacan o

Gadamer.35 Y a lo largo de la pasada centuria, otro giro de carácter semiótico se ha

añadido al anterior para asumir la premisa que aquí suscribimos: la cardinal función que

símbolos, signos y palabras ––separémoslos a efectos explicativos, de momento––

ejercen en la complexión humana y en su despliegue histórico.

Aunque es cierto que el original giro lingüístico otorgó la primacía a la palabra o

verbo, cumple aclarar que ‘palabra’ es para nosotros, latu sensu, el conjunto de códigos

y expresividades a disposición de los sujetos. Con Ernst Cassirer al frente, la

antropología filosófica concibe al hombre como animal simbólico.36 Y relevantes

pensadores contemporáneos como Giorgio Colli, Josef Simon y Karl-Otto Appel37

rescatan a la semiosis del relevante pero al cabo ancilar cometido que le prestaron la

semiología y la semiótica inspiradas en Ferdinand de Saussure y, a la sombra de Charles

S. Peirce,38 han sentado las bases de un auténtico giro semiolingüístico de copernicano

alcance. A tenor de sus propuestas, que en esencia compartimos, la semiosis, el

lenguaje y el símbolo ––tanto monta–– conforman la entraña del ser y del conocer. Y su

asunción debe cimentar, así en el plano epistemológico como en el ontológico, la

filosofía y las ciencias sociales y humanas.

De acuerdo con José María Valverde, acaso el mayor adalid del giro lingüístico

en el orbe hispanohablante, para el ser humano sólo cobra cabal realidad lo que es capaz

de empalabrar39. Desde el punto de vista epistémico, que es sin duda el más difundido,

tal giro rompe la antiquísima y arraigada identificación nominalista entre los enunciados

verbales y ‘lo real’, al afirmar que entre unos y otro no cabe un vínculo reproductivo,

sino lisa y llanamente representativo: mimético y poiético al tiempo40. Y coidentifica

lenguaje y pensamiento, además: si no toda la vida mental, como los defensores

maximalistas del giro propugnan, sí puede decirse que su porción más relevante ––el

discernimiento o aptitud de pensar–– se halla uncida a los límites y posibilidades que el

verbo brinda. Y depende, por consiguiente, de su doble condición, lógica y mítica a la

35 Wilbur Marshall Urban, Lenguaje y realidad. La filosofía del lenguaje y los principios del simbolismo, México, 1979 (1ª reimpr.). 36 Ernst Cassirer, Antropología filosófica, op. cit., y Filosofía de las formas simbólicas, México, FCE, 1998, 3 vols. 37 Giorgio Colli, Filosofía de la expresión, Madrid, Siruela, 1996; Joseph Simon, Filosofía del signo, Madrid, Gredos, 1998; K.-O. Appel, Semiótica trascendental y filosofía primera, Madrid, Síntesis, 2002. 38 C. S. Peirce, Obra lógico-semiótica, Madrid, Taurus 39 J. M. Valverde, Wilhelm Humboldt y la filosofía del lenguaje, Barcelona, Ediciones Península. 40 Acerca de la intimidad entre mimesis y poiesis, véase el ensayo de O. Paz, El arco y la lira, México, FCE.

28

vez; de la fecundidad de su léxico, morfología y sintaxis; de su complexión retórica,

figural y suasiva; y, claro es, también de las circunstancias y contextos que modulan su

praxis.

Por otra parte, una vez enriquecido por afluentes afines ––así la hermenéutica de

la imaginación y el relato, el mitoanálisis o la narratología–– el mentado giro permite

repensar el papel que la ficción ejerce en la comunicación y la cultura. A nuestro

entender, ésta no sólo concierne a los enunciados apartados de la estricta veridicción,

sino también a todos los posibles, incluso a aquéllos que buscan referir lo real mediante

los recursos de lo que proponemos llamar facción. Sostendremos, en efecto, que toda

dicción está por fuerza entreverada de ficción ––de invención e imaginación plausibles–

–, por veraz y verificable que sea. Y ello porque cualquier empalabramiento abstrae,

tipifica y metaforiza su referente: libra un trasunto o remedo, pero en absoluto un calco.

Hablar, pensar, comunicar implican traducir y transustanciar: olvidar la pluralidad

inagotable de lo real con tal de obtener mimesis manejables. A fuer de creer y obrar

como si la semiosis fuese diáfana olvidamos las posibilidades figuradoras que brinda,

pero también sus limitativos efectos.41 El lenguaje mismo «posee y es poseído por la

dinámica de la ficción»42, como elocuentemente sostiene George Steiner.

Esta perspectiva halla palpable acomodo en el campo particular de la

comunicación mediática. Medios y mediaciones son grandes crisoles que fraguan

imaginarios dotados de presunta verdad: se trata, empleando tropos periodísticos

manidos, de supuestos espejos o ventanas capaces de librar reproducciones objetivas de

‘la realidad’ ––o fehacientes y verosímiles, cuando menos–– a sus audiencias. Con todo,

no suele repararse en que tal labor no es en esencia re-productora, sino re-presentativa:

perspectivística, mimética y recreadora, entonces. Voluntario a veces e involuntario a

menudo, el recurso a la ficción tiñe todas las modulaciones epistémicas y estéticas del

proceso comunicativo. Y a sus agentes también, por supuesto.

En resumidas cuentas, el conocimiento que el ser humano genera es semiosis; y

las realidades sociales o ‘mundus’ que arma lo son también, en gran aunque no

exclusiva medida.43 También lo es la comunicación, por descontado: sémica y simbólica

de cabo a rabo. Encaramados a esa peana, abordaremos el nexo entre símbolo y

comunicación y sus diversas fisonomías, en las que el trabajo de la imaginación posee 41 H. Vaihinger, The Phisophy of “As If”. A System od the Theoretical, Practical and Religious Fictions of Mankind, London, Kegan Paul, 1924. 42 G. Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, México, FCE 43 H. Blumemberg, Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

29

un relieve singular, tal como detallaremos44. Raíz de toda semiosis, la reverberación del

símbolo desborda con creces el contorno denotativo y connotativo del signo: confiere

sentido al vivir mediante imágenes y figuras; torna patente lo latente, e inteligible lo

ausente pasado, presente y futuro; vincula inmanencia y trascendencia; y permite que

los significantes irradien y auspicien significados alusivos, allende sus acepciones

primeras.

4. La dialéctica entre ‘mythos’ y ‘logos’. En su más honda entraña, el

‘anthropos’ se constituye mediante la dialéctica entre lo explicativo y lo narrativo, esto

es, conjugando procesos de abstracción y empatía. La logomítica consiste,

precisamente, en el esfuerzo de armonizar ‘mythos’ y ‘logos’, que se hallan siempre en

inestable equilibrio. Todo quien, sin excepción, habita logomíticamente en el espacio y

el tiempo de su realidad cotidiana, a tal punto que no es retruécano sostener que el afán

de dar cuenta de ella viene a ser en significativa medida un dar cuento; y, así mismo,

que el de darse cuenta, percibir y comprender implica en semejante grado un darse

cuento, en verdad. Narrar es “echarle un lazo al tiempo”, en elocuent tropo de Enrique

Lynch. Y también, agregamos nosotros, transformar la mera duración en vida; esculpir

la simple extensión en espacio imaginado; construir a los individuos como personas y

personajes de un subjetivo elenco; trabar causas, motivos y efectos donde en rigor, sin

tal configuracón, sólo habría entropía y vacío.

Los grandes mitos ––y las innúmeras narraciones que de ellos derivan–– son

afectivos más que rudamente efectivos, y exploran más la ‘experientia’ que el

‘experimentum’, a diferencia del ‘logos’ científico. Si el ser humano es un animal

logomítico, si en él conviven problemáticamente ‘logos’ y ‘mythos’ ––y no uno u otro,

repárese en ello––, el mito y la narración expresan la constante urgencia de

comprehender y comprender su existencia. Una vez más, aquí también, la suya es una

‘complexio oppositorum’: dialéctica de opuestos que integra razón y emoción, concepto

y sentimiento, análisis y síntesis, silogismo y argumento. Tanto es así que, en última

instancia, todo argumento sugiere una argumentación tácita o explícita, y toda

argumentación un argumento. Además de hallarse coimplicados, el ‘logos’ yace en el

‘mythos’, y el ‘mythos’ en el ‘logos’. Medios y mediaciones conforman la imaginación

individual y los imaginarios colectivos a través de relatos cuya ‘inventio’ arraiga en el

44 Véase C. Castoriadis, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1994, pp. 149-176.

30

sustrato mítico y abreva en las tradiciones heredadas a fin de recrear rasgos y avatares

del tiempo. Por añadidura, se nutren también de esos veneros prístinos de la facultad

imaginante que la arquetipología estudia. De ahí que las figuraciones mediáticas del

acaecer presenten viejos asuntos ––temas, motivos, argumentos, figuras, locus,

personajes, alegorías, símbolos–– con nuevos atavíos; fenotextos de los genotextos que

la tradición suministra o la psique fragua.45

5. Imagen, imaginación e imaginarios. Añadamos a lo antedicho que el

‘anthropos’ vive sumergido en su imaginación. Y que ésta no es, como suele pensarse,

una facultad accesoria y optativa, que ahora pueda activarse y luego no; ni tampoco una

aptitud mimético-poética en la que a veces incurran los modos ficticios del discurso,

ahora sí y después ya veremos. En varios pasajes no lo bastante atendidos de su Crítica

de la razón pura,46 Kant trajo a la conciencia ilustrada una intuición turbadora, que el

mito, la religión, el arte y la poesía sugieren desde antiguo: la imaginación no es la loca

de la casa, por aplicarle el despectivo apodo que los monismos racionalistas le aplican,

sino la más raigal y omniabarcante de todas las capacidades de conocimiento, la

condición de posibilidad del entendimiento, la razón y el juicio. En un sentido profundo

que la narratología y la teoría de la ficción suelen pasar por alto, es lícito afirmar que el

ser humano no vive con su imaginación, sino de y en ella, por completo inmerso en esa

dimensión cardinal de su psiquismo47 . Es un ‘phantastisches Tier’: un animal

fantástico, en visionaria locución de Nietzsche; un ser fabulador y fabuloso en sí

mismo, poseído por una voluntad de poder sólo igualada por la voluntad de ilusión y

ensoñación que lo embargan. “La auténtica realidad siempre se encuentra precedida por

un sueño”, solía afirmar Ernst Bloch.48 Y en décadas recientes, Gilbert Durand49 supo

ver que la hegemonía del cartesianismo ha porfiado en arrumbar la imaginación al

45 Cf. A. Chillón, “La urdimbre mitopoética de la cultura mediática”, en Anàlisi. Quaderns de comunicació i cultura, n. 24, Bellaterra, UAB, 2000, pp. 121-159. 46 Véanse, en especial, las alusiones que a la imaginación dedica Immanuel Kant a lo largo de los capítulo que integran la ‘Deducción trascendental’ de su Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1998, pp, 120 a 177. 47 M. Ferraris, La imaginación, Madrid, Visor 48 E. Bloch, El principio esperanza (3 vol.), Madrid, Trotta, 2007. 49 G. Durand, Gilbert, La imaginación simbólica. Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2005; Id., Las estructuras antropológicas del imaginario, Madrid, FCE, 2005; Id., Lo imaginario, Barcelona, Ediciones del Bronce, 1999; Id., Ciencia del hombre y tradición: el nuevo espíritu antropológico, Barcelona, Paidós, 1993; Id., De la mitocrítica al mitoanálisis: figuras míticas y aspectos de la obra. Rubí: Anthropos.

31

desván de lo bello, optativo e inútil, ese sobrado que el racionalismo y el positivismo

tienden a proscribir incluso.

Con la mirada puesta en los modernos medios y mediaciones, una antropología

de la comunicación debe interrogarse por las funciones que la imaginación ejerce, amén

de explorar su fenomenología. A lo largo, sobre todo, de la segunda mitad del siglo XX,

los más sagaces estudiosos de la ‘cultura de masas’ han explorado su complexión

imaginativa, y concluido que prensa, fotografía, cine, radio, publicidad, propaganda,

televisión y ahora internet modelan y modulan –en buena pero no completa medida– los

imaginarios colectivos, y ejercen palpable influjo en los individuales. Desde su albor,

los media han sido poderosamente mitogénicos: grandes fraguas de figuras, trasuntos y

narraciones sobre la realidad que a un tiempo expresan e inspiran. Así lo han reconocido

Edgar Morin y Umberto Eco, Roland Barthes y Gillo Dorfles, Román Gubern y Tzvetan

Todorov, Néstor García-Canclini y Jesús Martín-Barbero. De Lascaux y Altamira a

Google, YouTube y Facebook, los imaginarios colectivos han sido siempre fomentados

–creados y recreados– por medios y mediaciones congruentes. Y a lo largo de los

últimos ciento cincuenta años, la industria de la cultura han recreado los veneros de la

imaginación con avasallador empuje.50

Tanto los media –en cuanto instituciones, profesiones y aparatos– como las

mediaciones –en cuanto prácticas y acervos, actitudes y usos– mantienen un diálogo

constante con la tradición. “En el pasado hay futuro”, sostenía Bloch: Lo nuevo vive de

lo viejo, y lo viejo en lo nuevo. La dialéctica entre variación e invariación, cambio y

continuidad, historia y estructura está entrañada en la médula de la moderna

comunicación, la cual rebusca sin cesar en el ingente patrimonio tradicional con tal de

abastecer de relatos y figuraciones a industrias y audiencias. A este respecto, no debe

perderse de vista cuánto de permanencia se da en el cambio, y hasta qué punto los

productos de la industria cultural visten matrices añejas con atavíos del tiempo.

Fomentada sin pausa por la mercadotecnia publicitaria, la rutilación de lo flamante se

saca bogas y modas de la chistera con tal de engordar el culto a lo nuevo. Y sin embargo

éste suele ser menos real que ilusorio, dado que tiende a explotar hasta la exhaustión los

viejos filones. Los videojuegos y teleseries, el diseño y el iconismo publicitario, el

espectáculo omnipresente y la narrativa de gran consumo alientan un espejismo que

hace bueno el nihil novum sub sole, ese antiguo adagio.

50 J. Martín Barbero, De los medios a las mediaciones, Barcelona, Gustavo Gili, 1987; N. García-Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México, 1990

32

Y sin embargo es menester agregar un matiz decisivo, derivado de la

antropología de la imaginación que con Jung, Bachelard, Durand y Wunenburger

postulamos. Ya que la imaginación no se conduce libérrimamente, como gusta de

creerse a menudo, sino inspirada por matrices generadoras y cauces de ideación que en

última instancia condicionan ––no determinan–– la mentada dialéctica entre

permanencia y cambio. A pesar del vertiginoso tempo social que vivimos, de esa

premisa se infiere que los sujetos bailan en cadenas a este respecto también, por

emplear la sugestiva imagen de Nietzsche: imaginan en virtud de tales límites y

posibilidades, y no les es dado hacerlo por otras vías. Vivimos de y en la imaginación,

facultad cognitiva primordial, e imaginamos en el seno de cauces prefijados, no importa

con cuánta libertad lo hagamos.

6. La narración interminable. Lo que llevamos dicho converge en el territorio

de la narración. Una antropología de la comunicación debe tratarla en lugar prioritario,

ya que la de narrar es labor en que todos los sujetos por fuerza incurren. En cuanto

experiencia biográfica, toda vida singular viene a ser una praxis narrativa, como lo es la

historia de un colectivo. Activísimas forjas narrativas, los media reafirman una

evidencia antropológica conocida de antiguo: el ‘Homo’ es un extraño, amenazado y

complejo ser que necesita contar y que le cuenten historias, esas praxis de dominación

de la contingencia que actúan como antídotos contra la perplejidad y la desazón que

suelen escoltar las distintas etapas de la existencia. 51

Paul Ricoeur, Harald Weinrich, Hayden White, Roland Barthes o Umberto Eco

––entre otros eminentes narratólogos–– han caracterizado el relato como uno de los

cauces primordiales del discurso. Y elucidado el modo en que las incontables y

deshilachadas vivencias que componen el rudo existir devienen experiencia inteligible,

y por ende biografía gracias a su aptitud para tornar concordante lo discordante. Las

narraciones informan y configuran, otorgan dirección, textura y sentido a las vicisitudes

del vivir crudo. Confrontado a otras formas discursivas más prestigiadas por la

ortodoxia racionalista ––el teorema, el silogismo, la demostración––, el relato palidece

en punto a precisión y rigor. Y sin embargo se muestra insustituible cuando se trata de

armar retablos de experiencia integradores y sensibles, trasuntos miméticos y poiéticos

que truecan el magmático transcurso en tiempo; moldean la informe extensión en

51 Véase O. Marquard, “Narrare necesse est”, en Id., Filosofía de la compensación. Estudios sobre antropología filosófica, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 63-67.

33

espacio; y constelan mediante nexos causales ––no siempre ciertos pero sí plausibles––

los lances que mediante sus tramas tejen los relatores.

En cuanto categoría constitutiva de la condición humana, ‘la narratividad’ pone

de manifiesto que lo aquí y ahora dicho resulta sempiternamente insuficiente, dado que

los aconteceres no se agotan en los relatos y explicaciones que inspiran. Tanto lo

narrado como lo explicado nacen de la finitud y contingencia inseparables de la humana

conditio. Comoquiera que siempre trabajan con símbolos ––a tenor de los interrogantes

y retos de sus cambiantes contextos––, hombres y mujeres pueden imaginar y narrar el

más allá de lo que los procesos explicativos postulan. Las distintas fisonomías y

dimensiones de la palabra ––entendida en su inveterado poliglotismo–– tienden a

mantenerse en equilibrio sumamente inestable, nunca determinado a priori, entre lo

explicativo y lo narrativo, ‘logos’ y ‘mythos’, argumentación y argumento. La

explicación concierne a lo cerrado, el ámbito de los significados unívocos y las

definiciones abstractas. La narración, por el contrario, atañe a lo abierto, el ámbito de la

plurivocidad y la equivocidad, la ambigüedad y el sentido. Tal como explicaremos, una

comunicación de veras humanizadora debe partir de la premisa de que ambos términos

son indispensables en su íntima irreconciliación.

7. Hacer los hechos. El nuevo paradigma, empero, no sólo tiene hondas

consecuencias epistemológicas, sino otras de carácter epistemológico, mucho menos

transitadas. Como explicaremos en su momento (pone en jaque los supuestos a partir de

los que las ciencias sociales postulan el campo de la facticidad, su prioritario objeto de

estudio: a diferencia de los crudos acaeceres físicos, los hechos humanos no son cosas

ni objetos,52 sino entramados de discurso y acción realizados por personas movidas por

una madeja de razones y causas, deseos y temores, necesidades e intereses,

circunstancias y motivos.53 La mera entidad matérica que sin duda también poseen no

define ni agota su hechura, cuya comprensión requiere un abordaje muy distinto al del

orbe físico (physis) y biológico (bios). En consecuencia, la posición que al respecto

sostenemos desreifica y desnaturaliza los ‘hechos’, ideados ahora como conjugaciones

de palabra y gesto: de actos físicos y actos de habla, en gran medida. Matizando la

52 Alusión a la cosificación de los hechos por Emile Durkheim. Cf. Las reglas del método sociológico y otros escritos, Madrid, Alianza, 2006. Y, sobre todo, a la defensa de su desreificación que propone Jules Monnerot en Les faits sociaux ne sont pas des choses, Paris, Gallimard, 1946. 53 A. Chillón, “Hacer los hechos. Un ensayo de fenomenología de los ‘hechos sociales’”, en Ars Brevis, número 13, Barcelona, Universitat Ramon Llull, 2008, pp. 27-49

34

locución acuñada por Peter Berger y Thomas Luckmann en su ya clásico La

construcción social de la realidad (1966), cumple proclamar que ésta no puede ser otra

cosa que sémica, lingüística y simbólica, según una dialéctica que exploraremos a su

debido tiempo. 54

8. Memoria y olvido. La permanente relación con la ausencia ––ese irrefragable

hueco del ser que acompaña el vivir–– es un rasgo cardinal de la humana conditio, y

una antropología de la comunicación debe abordarla con carácter prioritario. Además de

imprescindible, la reflexión acerca de la paradójica presencia de lo ausente en todo

presente permite exorcizar esa común superstición, de raíz positivista, que ve la

‘realidad humana’ no sólo como un ente ónticamente predado, sino epistémicamente

evidente o susceptible de comprobación, cuando menos: no sólo poseedora de

objetividad óntica, pues, sino apta para ser conocida con objetividad epistémica. Desde

Bacon y Newton, las ciencias sociales y humanas han sucumbido en incontables

ocasiones a tamaño espejismo, lo que explica el diltheyano afán de instituir unas

‘ciencias del espíritu’ fundadas en la hermenéutica del sentido, es decir, en el papel

capital que la comprensión (‘verstehen’) y la interpretación deben ejercer para

desentrañar la relación biográfica y subjetiva que los sujetos mantienen entre sí y con lo

ausente.

A nuestro entender, no sólo cabe definir lo ausente en términos metafísicos o

teológicos, como se suele hacer, sino caer en la cuenta de que todo conocimiento y

comunicación se hallan siempre subordinados a él. Desde sus contingentes

circunstancias, los individuos tienden a suponerse capaces de acceder a sí mismos y al

mundo como si éstos ––eleáticamente–– permaneciesen en un tiempo y espacio

tangibles, transitables y en suma accesibles. Y sin embargo, Agustín de Hipona elucidó

en sus Confesiones que todo pasado y futuro son funciones del presente; que ni pasado

ni futuro poseen matérica entidad, ya que el primero se fue y el segundo no es aún; y

que lo que nos es dado conocer, al cabo, son los tres presentes que la memoria y la

imaginación proyectan desde cada ahora sucesivo: presente de pasado, presente de

presente, presente de futuro. De tal meditación, que por entero asumimos, se desprende

que ‘pasado’, ‘presente’ y ‘futuro’ son respectivamente, en realidad, tentativas y

54 Vindicación de la dialéctica en las ciencias humanas y sociales: Georges Gurvitch, Dialéctica y sociología, Barcelona, Península

35

provisionales configuraciones de la memoria, la atención y la anticipación; y, desde el

punto de vista biográfico, contingentes elaboraciones de la nostalgia y la espera.

Conocer equivale a recordar y recrear lo que ya no tiene entidad, aunque sí

presencia psíquica para el sujeto. El ahora avanza sin cesar del pretérito al porvenir, y el

simple nombrarlo supone convertirlo en memoria55. Lo ausente no sólo radica en lo

metafísicamente trascendente, sino en todo aquello que ––siendo inmanente y

mundanamente posible–– nos vemos obligados a representar para trocarlo en concreta

vivencia, de entrada, y en decantada experiencia, al cabo. Es frecuente dar por supuesto

que el pretérito pasó sin irse por entero, como lo hacen los lugares que cabe en efecto

revisitar. Pero tan ecuménico espejismo no resiste una somera crítica, y a poco que ésta

aparte el velo de Maya se descubre que el pasado no es un sitio reproducible ni

frecuentable; que carece de fijeza óntica, en contra de lo que suele creerse; y que sólo es

factible re-presentarlo, es decir, actualizarlo por medio de la mímesis y la poiesis, cuya

labor de simbolización otorga sentido a lo ausente. De ahí la importancia que una

antropología de la comunicación debe atribuir a la utopía y la nostalgia, formas ambas

de articular el mañana y el ayer, siempre coyunturales y ambiguas.

Nuestro abordaje de esta cuestión capital tendrá en cuenta, además, que todas las

modalidades de la la comunicación dependen del dinamismo del recordar, esto es, de la

combinación entre lo almacenado en nuestra memoria pasiva ––la ‘mneme’ griega–– y

las incitaciones de lo que ahora y aquí se expresa. Es así como se pone en movimiento

el ejercicio del recuerdo o ‘anamnesis’: las nuevas y creativas relaciones que genera la

colisión entre el pasado ––más o menos asimilado, guardado y dado por sabido–– y la

novedad de lo que en cada presente se comunica. El ser humano anhela la seguridad y la

estabilidad, y por ello tiende a creer a pie juntillas en la posibilidad de un pasado

conservado cual fue, intacto y sin mácula. Pero en realidad se halla sometido a un

perenne nomadismo estructural, fruto de su peculiar condición adverbial, finita y

contingente.

10. Meditación de la tecnología. El humano es un ser técnico: un hacedor de

artificios que a través de ellos se hace. Un ‘homo faber’ que lo es en todos los tiempos

y lugares, y que plasma ese aspecto decisivo de su constitución en muy variados

artefactos y praxis ––ingenios y procesos, procedimientos y procederes––, congruentes

55 Wilhelm Dilthey, Edmund Husserl, Henry Bergson y Alfred Schütz, entre otros autores, han escrito penetrantes reflexiones al respecto, como veremos.

36

con cada contexto histórico. Quiere ello decir, como veremos, que la técnica es

inseparable de la ‘humana conditio’, y también que sus diversísimos modos de cobrar

presencia son tan ambiguos, multívocos y aun equívocos como el mismo ‘anthropos’.

La comunicación, en particular, está de cabo a rabo atravesada por la tecnicidad, en la

medida en que siempre requiere prótesis y artilugios ––la escritura o el tambor, el

ordenador o la campana, la imprenta o los bits digitales–– para realizarse. Y también

por su fenomenología, claro es, sin cesar problemática. La antropología que

presentamos abordará críticamente, así pues, las relaciones entre técnica y tecnología, y

entre éstas y las actitudes ––tecnofilia, tecnofobia––, los cultos ––tecnolatría–– y, en

fin, los usos y abusos que auspician ––tecnocracia.

Como se echa de ver en nuestros días, la comunicación mediática y el

ciberentorno constituyen una de las más relevantes manifestaciones de esa dimensión

crucial. La mediasfera es sin duda, a nuestro entender, punta de lanza del abrumador

proceso de tecnologización que vivimos. Nótese que no decimos ‘tecnificación’ porque

ésta, entendida como proceso filogenético, ha acompañado al ‘Homo’ desde su misma

aurora, sino “tecnologización” porque hoy la técnica ha devenido ideología y sensorio,

y no es ya simple instrumento para obtener o propiciar finalidades cívicas, políticas o

genéricamente sociales, sino un medio ambiente artificial y adventicio, que resulta en

finalidad de y en sí mismo, por ende.56 De manera creciente, la vida contemporánea

tiende a discurrir en los medios y mediaciones, más que con ellos. Y de ello derivan

hondas consecuencias para la antropología y para su fundamental pregunta por el ser del

“hombre”. Salta casi a la vista que la pantalla, por poner un muy ilustrativo ejemplo, se

ha transformado en presencia ubicua: en auténtica epistemología, más que auxiliar

instrumento. Y que a través de su interficie –esa membrana digital cada vez más

sensual, analógica y táctil–, los móviles, ordenadores, tabletas y otros sofisticados

dispositivos están conformando un ser que se va capilarizando con la tecnología y, para

bien y para mal, haciendo de ella su hábitat decisivo, por encima y allende la cruda

naturaleza.

11. Comediación y acogida. Uncido a la dialéctica entre invariación y

variación, el Homo se expresa, inspira y construye a través de dos grandes tipos de 56 Nos remitimos a las reflexiones al respecto de M. Heidegger, La pregunta por la técnica; J. Ortega y Gasset, Meditación de la técnica; Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental; H. Marcuse, El hombre unidimensional; G. Anders, La obsolescencia del hombre; L. Mumford, El mito de la máquina; y Umberto Galimberti, Psiche y techne, entre otras. De todas ellas nos ocuparemos en su momento.

37

mediaciones, unas históricas y cambiantes y otras estructurales e innatas, tal como

adelantamos al exponer nuestras premisas. Estas últimas integran la raíz de lo humano

en todo tiempo y lugar, elocuente síntoma de su finitud constitutiva. De ahí que su

sustancia sea ubicua y perenne, inherente a todos los sujetos. La capacidad simbólica, la

facultad de lenguaje verbal y, en suma, la condición semiótica son de este tenor, y sin

duda las más decisivas. También lo son, en estrecho vínculo con ellas, la complexión

logomítica; la dialéctica entre imaginación y memoria; el papel capital que la tradición y

la traducción, el juego y la poiesis, la mímesis y la educación ejercen en todas las

épocas y lugares; la ubicua presencia de la narración o de la utopía; la mediación

religiosa y cultural entre lo profano y lo sagrado, el más acá y el más allá, lo inmanente

y lo trascendente; o –último pero no menos importante– la inextinguible necesidad de

socializar a infantes y jóvenes a través de estructuras o instituciones de acogida.

Si las mediaciones innatas no están sometidas a cambio, las históricas son

generadas por el humano devenir, es decir, por lo que en sentido lato cabe llamar

“civilización” o “cultura”. Se hallan sujetas a incesantes mutaciones, por consiguiente,

aunque no pocas veces muestren considerable inercia y resistencia a la mutación. Son

expresiones históricamente condicionadas de las mediaciones estructurales, pero su

importancia antropológica resulta capital, ya que los sujetos y grupos sólo llegan a serlo

en tiempos y espacios concretos: no en el seno de la cultura entendida como genérica y

abstracta civilización, sino en las muy plurales y peculiares culturas en que se sustancia.

Así se pone de manifiesto que el anthropos es histórico porque no tiene propiamente

naturaleza, sino condición: el suyo es un ser en imparable devenir, un ir siendo que debe

contextualizarse sin pausa, a tenor de las continuas mudanzas en que consiste “la vida”.

A este renglón pertenecen tecnologías como la escritura, el libro, la imprenta, la

televisión o internet; o géneros como la épica y la tragedia, el drama y el melodrama, la

comedia y la lírica; o convenciones icónicas como el retrato, la perspectiva, el bodegón

o el paisaje; o los muy diversos modos de mimesis realista, llámense descripción

figurativa, verosimilitud narrativa o estilo indirecto libre57. Todas las citadas son, como

es notorio, mediaciones de largo aliento que aúnan artefactos y usos, así como

epistemologías congruentes. Y su advenimiento y evolución, aunque no la esencia

arquetípica, incide sensiblemente en la transformación de la Historia y de las

“historias”.

57 Magníficamente examinados por E. Auerbach en Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, Mexico, FCE, 1984.

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Tales premisas nos permitirán distinguir el concepto de “comunicación”, en

sentido lato, del de “comunicación mediática”, en sentido estricto. Si la primera es

estructura constitutiva y por ende transhistórica, la segunda constituye su más señalada

expresión presente. Harto tecnificada en todas sus facetas; colosal en sus dimensiones y

alcance; industrial y altamente organizada en lo que hace a sus rutinas productivas y a la

división del trabajo que implica; operada por una casta profesional altamente

especializada; y dirigida, por último, a vastas y multitudinarias audiencias, la

“comunicación de masas” que ya cumple llamar clásica se da cita hoy con un

ciberentorno que, a matacaballo, está instando una dinámica harto distinta: un nuevo

espíritu del tiempo (Zeitgeist) y un peculiar sensorium. Si la primera tendía –y aún lo

hace– a ser centralizada, vertical, unidireccional y jerárquica, el segundo va

mostrándose descentralizado y horizontal, multidireccional y relativamente igualitario,

en significativa medida al menos. Aunque estamos viviendo su albor y resulta, por

tanto, prematuro trazar diagnósticos, todo indica que la convivencia de ambos modelos

seguirá largo tiempo aún. Y se echa de ver, esta vez sin asomo de duda, que ese

ecosistema comunicativo mixto conforma una cuarta estructura de acogida de vasta

envergadura e influencia, la comediación, decisiva para comprender el mundo actual y

el que viene58.

En todo tiempo pasado –y presente, y futuro–, el ser humano se ve incapaz de

desplegar sus potencias sin el concurso educativo y enculturador de las transmisiones

que recibe. Lo que diferencia drásticamente el presente es la hegemonía que la

comunicación mediática y el ciberentorno ejercen sobre el conjunto de instituciones

encargadas de la función transmisora. Hasta bien entrada la Modernidad, las tres

estructuras de acogida clásicas –codescendencia (parentesco), corresidencia (ciudad) y

cotrascendencia (simbolismos compartidos, culto)– poseían esferas propias de

competencia y jugaban papeles hasta cierto punto complementarios, aunque no lo

hiciesen siempre en armonía59. Hoy, siguen ocupando un destacado lugar en la

desconcertante y a menudo disolvente postmodernidad, a pesar de las metamorfosis

58 Desde finales del siglo XVIII, aproximadamente, la evolución del mundo moderno ha ido inextricablemente ligada a las retóricas afines a la idea de progreso, que ha incluido no sólo una pléyade de tecnologías, sino también de usos y representaciones, actitudes, mitos, expectativas y habitus. En cualquier caso, sin embargo, todas las actuales formas de comunicación mediática no son sino traducciones histórica y culturalmente determinadas y situadas de la insuperable necesidad de mediaciones del ser humano. 59 Sobre las «estructuras de acogida», cf. L. Duch, La educación y la crisis de la modernidad, Barcelona-México-Buenos Aires, 2002 (2ª reimpr.).

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cambios que ésta ha instado. Pero lo hacen en régimen de creciente subalternidad,

sometidas a la pujanza de esa cuarta estructura de la que venimos hablando. La

antropología, en concreto, y las ciencias sociales y humanas, en general, deberían tomar

buena nota.

El ser humano es siempre heredero, y la comediación permite que se lleven a

término las transmisiones entre generaciones y sujetos, y también que las tradiciones

pervivan al ser recreadas –no servilmente emuladas con retrógrado tradicionalismo. Al

hacer posible la postfiguración del pasado, la configuración del presente y

prefiguración del porvenir, medios y mediaciones nutren la dialéctica entre estructura e

historia, permanencia y cambio. Junto a los cultos y los ritos, las liturgias y las

creencias; junto a la familia y las relaciones afectivas, solidarias y compasivas; junto a

la comunidad, la ciudad y la institución educativa, la comediación conforma la más

decisiva praxis de dominación de la contingencia de la época que vivimos. Y produce,

difunde e infunde una significativa porción de los imaginarios colectivos, así como de

los acervos simbólicos y de las cartografías de experiencia mediante las que grupos y

sujetos domeñan, en la medida de lo posible, la condicionalidad y finitud que los

constituyen.

12. Et altri. Además de los ya mentados, son muy plurales los asuntos sobre los

que una antropología de la comunicación ha de versar. La sociedad del espectáculo en la

que desde el arranque de la postmodernidad vivimos, en palabras de Guy Débord, se

caracteriza por la opulencia audiovisual que la iconosfera genera, según Román

Gubern; por la general estetización, de acuerdo con Odo Marquard; y, entre otros rasgos

más, por la romantización y el reencantamiento de todos los órdenes de la vida que los

media fomentan, añadimos nosotros de propia cosecha. El presente ––y proteico––

espíritu del tiempo resucita con peculiar acento, por ejemplo, la vieja controversia sobre

las imágenes que periódicamente se ha entablado en Occidente desde su mismo albor. O

nuevas formas de construir y comprender los roles sexuales y de género. O la necesidad

de desarrollar una renovada antropología de los sentidos, mayormente alrededor del

oído y la vista. O la de reconsiderar los promiscuos vínculos entre lo lógico y lo mítico,

es decir, entre el concepto y la imagen, la razón y la imaginación, la argumentación y el

argumento; empeño que equivale a cuestionar el problemático nexo entre Ilustración y

Romanticismo, entendidos como tipos ideales a lo Max Weber, y no como épocas o

estilos históricos en sentido estricto.

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Esta relación de asuntos posibles, meramente indicativa, debe incluir también el

llamado retorno de los dioses y lo sagrado, una manifestación crucial de la cultualidad

contemporánea. Muy a menudo, los ídolos de la hora presente son construidos por los

media, o cuando menos promovidos por ellos. Dado que la ‘sociedad de la información’

respira una atmósfera de desconfianza respecto de las estructuras de acogida clásicas, y

de confianza respecto de la comunicación mediática ––a menudo ilusa y acrítica––, ésta

dispone de amplios poderes, y tiende a campar por sus fueros sin topar apenas con los

necesarios contrastes y correctivos, como sería harto deseable. De ahí que la nuestra

sea una sociedad patentemente mitolátrica y mitogénica, en contra de lo que el prestigio

de la racionalidad instrumental y del cartesianismo sugieren. Periclitadas las

tradicionales formas de religiosidad y culto, o en trance de estarlo, los medios y

mediaciones de hoy son activos promotores de dioses, ídolos y encantamientos

congruentes con el espíritu del tiempo que domina, así los que rinden culto a la

identidad o al mercado, al deporte o al estrellato espectacular, a la técnica o al consumo.

Es en este contexto, precisamente, cuando se advierte la pujanza de la gnosis,

cuya presencia mediática va expandiéndose a ojos vista, de acuerdo con desazones,

perplejidades y angustias compartidas por buena parte de la población. Adivinos y

astrólogos, echadores de cartas y gurús de la autoayuda integran la más visible punta de

lanza de este fenómeno pararreligioso y cultural, cuyo más ominoso sustrato es, ello no

obstante, la erosión de la espiritualidad y la reflexividad críticas. De manera creciente

en los últimos años, al hilo de la común desorientación, la cruda superstición tiende a

reemplazar la creencia cavilosa y consciente; y la superchería y la charlatanería

pseudointelectual ––en boca de arúspices de los fogones o de la patada al cuero––, a la

reflexión y el debate intelectuales cabalmente entendidos.

Tal tendencia, claro es, se halla íntimamente relacionada con la ritualidad que

los presentes media inducen, esto es, con los cultos y ritos que fomentan. Responsables,

en buena medida, de los processos de reencantamiento del mundo que Weber no previó

cuando diagnósticó el imparable desencantamiento de éste a manos de la racionalidad

instrumental, medios y mediaciones instan ––entre otros factores, por supuesto–– la

conversión de la tecnología en tecnolatría; la sustitución de las aptitudes críticas por las

actitudes emocionales; y, en último pero no menos relevante lugar, el abandono de las

utopías modernas por la presente hictopía postmoderna, que celebra la defunción de los

horizontes de anhelo de antaño en favor de los ídolos y tótems obcecadores ––el

mercado, la productividad y la eficacia, el beneficio y el consumo–– de sin ningún

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rebozo cunden hogaño.

Este elenco temático no agota, desde luego, las posibilidades de la antropología

de la comunicación que proponemos, aunque sí aspira a poner sus cimientos y a hacer

de ella ––esperamos–– uno de los auxiliares críticos necesarios para la comprensión del

tiempo que vivimos, acechado por ingentes desvaríos y desafíos. Hace ya décadas que

proyecto ilustrado, núcleo ideológico de la Modernidad, da patentes muestras de

desgaste, ante todo porque los distintos poderes del mundo instaron la conversión de la

razón discernidora y liberadora de Kant y Voltaire en crasa racionalidad instrumental, y

porque este ‘Logos’ exclusivista y plenipotenciario, a su vez, ha pretendido arrumbar el

‘mythos’. El resultado se echa de ver sin apenas esfuerzo en nuestros días, cuando la

sola razón tecnológica ––qué rotunda paradoja–– ha logrado mitificarse y deificarse a sí

misma, y cuando una Humanidad dotada de un muy sofisticado acervo de información y

conocimiento operativos se descubre, sin embargo, incapaz de conducir con elemental y

sencilla sabiduría los retos que encara.

Nuestro punto de vista puede y quiere ser contundente al respecto, y no llamar ni

llamarse a engaño. En contra de lo que la superstición tecnolátrica presume, el nuevo

planeta globalizado no puede permitirse el lujo de prescindir de ese campo de saberes

críticos que el viejo pero insuperado Humanismo ha cultivado, sino que se halla

singularmente ayuna de su concurso, hoy más que nunca. Embriagado por su voluntad

de poder e ilusión ––por su soberbia ‘hybris’––, el animal fantástico (‘Fantastische

Tier’) que según Nietzsche somos ha armado una arrogante civilización a lomos del

mito del Progreso que, sin embargo, se encuentra en serio riesgo de Regreso, por

completo desorientada ante su decisiva encrucijada. A nuestro entender, es urgente la

recuperación de las vías que tradicionalmente han conducido a la sabiduría posible ––

sabiduría de la ilusión incluida––, a fin de discernir los porqué y ante todo los paraqué,

los criterios y las finalidades irreductiblemente humanos que deben guiar a las presentes

sociedades a través del laberinto cuya salida ignoran. La actualización de las añejas

pero en modo alguno periclitadas Humanidades debe formar parte de ese proyecto, y así

mismo ––en una escala más modesta–– la antropología de la comunicacion que

propugnamos. Urge renovar el Humanismo y el proyecto ilustrado sobre un nuevo

cimiento que la sola razón será incapaz de proveer, y que deberá conjugar ‘Logos’ y

‘Mythos’, esas dos dimensiones irreductibles de la ‘humana conditio’. Una Ilustración

logomítica, pues, que ya no reverenciará a la diosa Razón, sino que integrará y

ponderará las siempre paradójicas, equívocas y a menudo contradictorias valencias que

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como especie nos integran.

La antropología es el estudio del ser humano. Los actuales media, tan variados,

flexibles y ambiguos, son imprescindibles para renovar su gran interrogante de todos los

tiempos ––¿qué es el ‘Homo’?––, imposible de responder de una vez por todas. Por

decirlo sin ambages: en este asendereado arranque del siglo XXI, la antropología de la

comunicación está llamada a ser la antropología a secas, no en única pero sí en

relevante medida.

Coda

Estamos persuadidos de que la comunicación ejerce un decisivo influjo en la

formación ––o deformación–– de los sujetos y los grupos, en un arco que abraza todas

las dimensiones de la vida íntima, privada y pública: de la ética a la estética, de la

política a la religión, de la costumbre al juego y la fiesta, de la economía al culto. A

nuestro entender, la gramaticalidad ––sus aptitudes y actitudes, articulaciones y

carencias–– es una de las expresiones mayores de la calidad del vivir, y un elocuente

termómetro de la salud individual y colectiva60. De ahí que al concebir y escribir este

texto nos haya animado, en primer lugar, la esperanza de que resulte enriquecedor para

los estudiantes y estudiosos de la comunicación en todas sus formas: orales o escritas,

digitales o audiovisuales. Hemos procurado superar el instrumentalismo y positivismo

imperantes en la comunicología ortodoxa, y ponderar algunos aspectos cruciales de ese

multifacético poliedro, usualmente banalizados, diludidos y hasta ignorados por la

excluyente férula del economicismo y la tecnocracia ––tan dueños de los actuales

planes de estudio universitarios, subyugados por la directiva de Bolonia61.

Y sin embargo, con la modestia que tamaño afán impone, nuestra obra querría

resultar así mismo provechosa para científicos sociales y humanistas de muy varia laya

––pedagogos e historiadores, psicólogos y antropólogos, politólogos y economistas,

sociólogos y filósofos––, y ofrecerles un puñado de pistas y perspectivas esclarecedoras,

deseablemente complementarias de las que ya manejan. Todos esos campos, al fin y al

cabo, poseen un centro común al que han de remitirse sin excepción: la políglota,

60 Véase G. Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona-México, Gedisa, 1990, esp. pp. 131-170. 61 Justo en el momento en que rematamos esta obra acaba de ver la luz el ensayo de J. Llovet Adéu a la universitat. L’eclipsi de les humanitats, Barcelona, Círculo de Lectores, 2011, cuya argumentación esencial suscribimos.

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polifacética y pluriexpresiva palabra, en la amplia acepción que este ensayo le atribuye.

El lenguaje verbal, en primer lugar, y el conjunto de cauces de la semiosis, acto seguido,

son los prioritarios asuntos que toda reflexión ––y pedagogía–– sobre la comunicación

debe por fuerza encarar: tarea de la máxima urgencia si se comprende que los ingentes

avances tecnológicos están induciendo un cambio epocal del paradigma simbólico, y del

mundo de la vida entero. Las tribulaciones de la palabra, que en nuestra época se

concretan en una crisis gramatical de hondas y vastas proporciones, no afectan sólo a

los estudios concretos de comunicación, pues, sino a todas las disciplinas concernidas

por la generación y transmisión de la experiencia. A la sombra de la doble herencia

griega y semita que sostiene la tradición a que pertenecemos, George Steiner ha

observado con razón: “El sentido del mundo de la cultura occidental se esfuerza por

ordenar la realidad bajo el régimen del lenguaje”, convencido como nosotros de que “lo

que está íntegramente fuera del lenguaje está también fuera de la vida”.62

* * *

El estudio que presentamos constará de dos libros conexos pero notablemente

autónomos entre sí, sustanciados en sendos volúmenes. El primero, que el lector tiene

entre manos, versa acerca de las opciones ideológicas y metodológicas en torno a las

que pivota nuestra entera indagación, y en especial de los ejes que estructuran la

comunicación en sentido lato, indispensables para cimentarla. Se trata, pues, de una no

exhaustiva pero sí comprehensiva exploración de ciertos asuntos capitales, antes

mentados; hemos adelantado ya que son todos los que están aunque no estén todos los

que son, y ahora añadimos que estimamos imprescindibles los incluidos. De cabo a

rabo, este volumen inicial arraiga en dos premisas: para empezar, la irremplazable

función de las invariantes comunicativas en la constitución humana; después, la radical

igualdad de todos los sujetos, no importa su índole o procedencia, basada en la

condición comunicativa que a todos concierne.

Apoyándose en tales pilares, la segunda entrega de esta obra desarrollará no ya

una antropología de la comunicación en sentido lato, sino de la ídem mediática en

sentido estricto. Centrada, entonces, en los medios y mediaciones de la época que

vivimos, ese próximo libro explorará su fenomenología histórica y cultural, es decir, su

62 Steiner, o.c., pp. 36, 55.

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muy variada y concreta existencia. Ello nos llevará a examinar los contextos,

determinantes para la precisa articulación, en cada lugar y tiempo, de esas disposiciones

constitutivas que este primer libro trata. Y también los textos que tales contextos

promueven o inspiran, y que a su vez resultan mutados por ellos.

Así planteada, la indagación que proponemos busca elucidar la incesante

dialéctica que se da ––en todos los órdenes de la cultura–– entre estructura e historia,

permanencia y mudanza, continuidad y cambio; y por ende, en ese vasto y heterogéneo

orden que roturamos. La misma metodología que adaptamos aconseja vincular las

invariantes con las variantes, y por ende la teórica abstracción con el examen de

situaciones, productos, procesos y casos, todos propios de las mediaciones que hoy

vivimos. Para lograrlo invocaremos ilustraciones y ejemplos de muy varia laya: orales

y escritos, icónicos y textuales, periodísticos y publicitarios, radiofónicos y televisivos,

narrativos y discursivos, analógicos y digitales. Y procuraremos aclarar los complejos

dinamismos culturales, tecnológicos, culturales y genéricamente sociales que

configuran la mediasfera contemporánea ––ciberentorno incluido––, con una actitud

que rehuirá adrede los dos maximalismos que han teñido la reflexión sobre la mal

llamada ‘cultura de masas’: sean los catastrofismos tecnofóbicos y apocalípticos, sean

los entusiasmos tecnofílicos e integrados.

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