Cerezos sin flor

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Cerezos sin florLibro 2 de la trilogía Misterios en La Bureba

Reina González Rubio

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Para Elena Anguisola y Susana Mateo,¡qué suerte tengo de que seáis mis amigas!

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Habiendo caídolas flores del cerezo,

el templo pertenece a las ramas.Haiku de Yosa Buson (1716-1784)

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El principio

En la esquina norte de uno de los huertos de cerezos situado junto al río, protegido por laimperturbable peña rocosa, podían observarse, aún altivos, los esqueletos de algunos viejosárboles. El paso de los años, y el abandono, les habían hecho perder algunas de sus antiguasramas para convertirse en sarmientos retorcidos unidos a un tronco hueco de raíces podridas.Nunca más volverían a lucir en otra primavera sus delicadas flores de finos pétalos, blancas orosadas, que más tarde se convertirían en el dulce y carnoso fruto bermellón. Su destino estabairremediablemente unido al de las tierras huérfanas de manos que las trabajaran, áridas yolvidadas, abandonadas por campesinos hartos de una tierra fértil, pero incapaz de quitarles elhambre.

Hasta que un día, cansados de añorar el campo abierto, aquellos agricultores ya mayores, quehabían pasado su juventud hacinados en pequeños pisos sin horizonte, quisieron volver a la tierrabaldía que dejaron a su suerte.

El propietario de la pieza situada al cobijo del risco, Vicente Arce, había regresadodefinitivamente al pueblo después de jubilarse en una empresa de Bilbao y estaba empeñado enrecuperar la era, que había pertenecido a su familia durante generaciones, para devolverle la vidaque nunca debió perder. Después de tanto tiempo encerrado en un taller de calderería, haciendosoldaduras, necesitaba respirar en espacios abiertos y ver el cielo mientras trabajaba; pero, sobretodo, lo que añoraba era ver florecer los cerezos en primavera cubriendo con su manto blanco elverdor de los campos y saber que su sudor, producto del duro trabajo, formaba parte de aquelmilagro.

—Antes lo tenías que haber hecho —le estaba diciendo su amigo Joaquín—, que te los hasdejado perder y eso es un sinsentido.

Vicente no contestó, sabía que tenía razón, pero nunca pensó, cuando formaba parte de ladiáspora de labradores desahuciados, que regresaría al pueblo para volver a trabajar la tierra. Eldía que su mujer y él desertaron del lugar para ir a Bilbao, no quisieron volver la vista atrás yjuraron no retornar; pero ya ella estaba muerta y el piso de Baracaldo se quedaba muy grande paraun hombre solo; y la hija, que se había ido a vivir a un chalet en Munguía, iba poco a visitarlo. Laañoranza comenzó a ser insoportable.

—¡Estás ensimismado! ¡Espabila! —Oyó que le gritaba su amigo.

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—Pensando en la chica y en los nietos —respondió.—Pues deja de pensar; que ella haga lo que quiera y tú, tranquilo, que aquí nunca vas a estar

solo. Eso ya lo sabes, porque han sido muchas las veces que lo hemos hablado.Su amigo no mentía ni decía las cosas por hablar; la pequeña localidad de Terminón, con

apenas veinte vecinos empadronados, era mucho más que los habitantes de una aldea. Claro quehabía sus cosas, ¡qué familia no las tenía!, pero todo se arreglaba tarde o temprano.

Joaquín enfiló la salida del pueblo, pasando por la bonita iglesia románica de la Natividad, ydetuvo un momento el tractor en el cruce, más por precaución que porque esperase encontrar algúncoche en la vía. Como era normal, no vio ningún vehículo, y condujo lentamente un pequeño tramode carretera antes de coger el desvío que llevaba al río donde, al cobijo de la peña, se extendía lapieza de los cerezos.

Al llegar allí bajaron del tractor y se pusieron a andar entre los árboles, tropezando con algunasraíces secas.

—No sé yo si podremos salvar mucho —dijo su amigo con preocupación—, mira que te lospodía haber cuidado yo si hubieras hablado.

—Entonces esto no valía nada. Cuando yo la heredé era más un estorbo que un beneficio,aunque ahora las cerezas están en alza, e incluso los japoneses vienen hasta aquí en autobuses parahacer fotos de los cerezos en flor; y también se hacen ferias, para mostrar el producto, que atraen amucho personal. Pero hace unos años, dime, ¿quién quería esto? Nadie.

—Algo recuperaremos —apuntó Joaquín, que no quería hurgar más en los sentimientos de suamigo Vicente y, además, sabía que no le faltaba razón.

—Ya sé que el cerezo es un árbol delicado, el puñetero.—Sinceramente —murmuró Joaquín mientras aparcaba el tractor—, no sé si lograremos

recuperar algo. La poda es muy importante para su cultivo, y mantener el árbol en perfectascondiciones es fundamental para conseguir un buen fruto.

Vicente se agachó y, en cuclillas, tomó un puñado de tierra que dejó escapar poco a poco entresus dedos; y, mientras la arrastraba la suave brisa, dijo a su amigo, sonriendo:

—Con un poco de mimo, para junio recolectaremos cerezas de este campo. Que no se diga,Joaquín, que un par de carcamales no pueden hacer milagros.

Joaquín lanzó una carcajada, sacó las tijeras de podar de la parte de atrás del tractor y comenzóa desinfectarlas con una disolución de agua y lejía, para que los cerezos no contrajeran ningunaenfermedad.

—Anda, vamos a desmochar —señaló mientras se dirigía a cortar los viejos árboles—.Recuerda que tienes que seccionar por la parte superior y en ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Me acuerdo, Joaquín, ¡que todavía no tengo demencia senil! ¡Anda que no lo habré hecho milveces de chico!

Al llegar a la esquina, ambos se quedaron mirando a unos frutales de tronco reseco y ramas sinvida.

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—Estos están más muertos que vivos —apuntó Vicente mientras pasaba la mano por la cortezacarcomida.

—Yo creo que será mejor arrancarlos y plantar nuevos en primavera.—Pero tardarán unos cuantos años en dar fruto.—Estos, compañero, nunca lo van a dar, ni siquiera puedes aprovechar una rama para enraizar,

ya que están todas secas. Anda, trae la azada y manos a la obra, vamos a quitarnos antes estalabor; y luego, cuando veamos los que están sanos, seguimos con la poda.

Vicente se dirigió al tractor y cogió las azadas y las palas que llevaban consigo en el remolque.Al llegar a la altura de su amigo, que estaba sopesando cuántos árboles debían arrancar, le tendióuna de cada.

—¡A por el primero! —gritó en cuanto tuvo la azada en su mano y comenzó a retirar la tierrapara dejar las raíces al descubierto.

Retiraron cuatro de los árboles, cuando Joaquín posó sus ojos en un quinto que estaba mediopodrido.

—Yo creo que también debemos quitar este. —Se dirigió hacia el árbol y lo observó condetenimiento—. Aún no está muerto, pero dudo mucho que se pueda recuperar.

Su amigo lo miró y después echó un vistazo al frutal, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó lasgotas de sudor de la frente que hacían que esta brillara bajo la luz del otoño. Los años se notabancada vez más a la hora de hacer un esfuerzo físico, pero intentó sobreponerse.

—¡Cuánta madera! —exclamó antes de coger la azada.—Se la llevaremos al Eusebio, que le gusta tallar figuritas con ella. Igual puede aprovechar

algún trozo.Joaquín excavó con fuerza la tierra reseca, destripando los duros terrones, hasta que la azada

dio con algo duro.—¡Malditas raíces! —expresó entre dientes.Hundió más el utensilio en la tierra y volvió a tropezar con algo duro.—Trae la pala —le gritó a su amigo.Vicente se apresuró y, cuando estuvo a su lado, comenzó a clavar la punta de hierro en la tierra

arenosa, notó algo sólido y tiró con fuerza hacia arriba, pero no salió la raíz arbórea queesperaba, sino un hueso amarillento.

—Alguien ha enterrado aquí a un animal, ¡maldita sea! —dijo extenuado.—Déjame ver —le pidió su amigo, interesado en observar lo que había encontrado.Ambos contemplaron la osamenta durante unos instantes.—Yo de esto no entiendo mucho, pero juraría que este hueso es humano, no de animal —dijo

Vicente.—¡Qué va a ser humano! ¡Estás tonto! —replicó Joaquín.Vicente no le hizo caso y comenzó a retirar la tierra con cuidado. Al poco rato, apareció otro

hueso más pequeño. Joaquín se situó a su lado y apartó algo de tierra con la azada, entonces lo

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vio; era un cráneo humano perfectamente formado.—Igual tenemos aquí otro Atapuerca y nos hacemos ricos —comentó Joaquín.—¿Y si lo volvemos a enterrar y nos callamos? —contestó su amigo, que intuía que aquel

descubrimiento les iba a traer más de un dolor de cabeza.—Creo que deberíamos dar parte del hallazgo. Las autoridades sabrán qué hacer.—Yo creo que si ha estado aquí miles de años, puede seguir oculto unos más. Que siga

descansando en paz como lo ha hecho hasta ahora.—Quizá es la tumba de uno de esos autrigones que dicen que estuvieron por aquí antes de los

romanos.—Si fuera uno de esos que dices, alguno de tus antepasados que hubiera estado trabajando los

árboles ya lo habría encontrado, digo yo.—¿En qué estás pensando, Vicente?—Ojalá fuera un yacimiento de esos que traiga atención al pueblo, pero a mí, esto me huele a

asesinato.Joaquín sonrió ante las palabras de su amigo antes de contestarle:—Desde que mataron a Nicolás en las salinas de Poza, ahora todo el mundo imagina muertes y

venganzas. Mira, yo creo que esto debe de ser muy antiguo y algo de valor tendrá.—¿Entonces avisamos? —preguntó impaciente su compañero, ya con el teléfono móvil en la

mano.—Sería lo correcto.Mientras Joaquín hablaba con el puesto de la Guardia Civil de Oña, Vicente contempló los

huesos que reposaban sobre la tierra.—¿Te acuerdas de Catalina Quintana? —interrogó a su amigo cuando este colgó el teléfono.—Sí, la que se escapó con el amante, dejando al marido y al chiquillo; hace ya muchos años de

aquello.—¿Y si no hubiese huido? —especuló Vicente.—¿Crees que estos huesos pudieran ser los de ella? —sondeó Joaquín con asombro.—No lo sé, fue muy extraño todo aquel suceso; puede que no se largara con el querido, como se

dijo entonces, y que alguien la mató.—¡Lo que nos faltaba, otro crimen! —exclamó Joaquín—. ¡Y en tus tierras!Las sirenas del coche de la patrulla de la Guardia Civil interrumpieron el silencio de aquella

mañana en el huerto de los cerezos. El sol de otoño se escondió, y la sombra del peñón seextendió por el campo.

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Capítulo 1

Al aparcar el coche junto al camino, los dos efectivos de la comandancia de la Guardia Civil deOña se apearon del vehículo y se dirigieron hacia el lugar donde esperaban los dos hombres quehabían realizado la llamada informando del hallazgo. Ramón Martínez iba acompañado de unnuevo agente en prácticas recién incorporado, Mario Arribas.

—Solo son huesos —le iba diciendo—, lo peor es cuando te encuentras de frente con elcadáver, como nos ocurrió a Alfredo y a mí con Nicolás Alonso De la Torre en las salina de Poza,eso sí que fue impresionante; pero el chico, y eso que estaba en prácticas como tú, tuvo agallasporque servía para el oficio, aunque yo a ti te veo muy blandito, que te has puesto pálido solo conla llamada.

—Es que unos huesos ahí tirados en el campo es algo que sobrecoge —dijo casi sin voz.—Pues para este trabajo, muchacho, hay que tener el estómago duro y la cabeza fría. —Y

dirigiéndose a los dos hombres, dijo con voz autoritaria—: A ver, ¿qué tenemos aquí?Los dos hombres le explicaron el hallazgo de los huesos mientras intentaban arrancar los

cerezos muertos.—¿Han tocado algo? —preguntó el guardia civil cuando ambos terminaron de relatar lo

sucedido.—Nada —se apresuró a decir Vicente.—Aunque con el susto, igual algo hemos movido. —Se atrevió a decir Joaquín, por si lo habían

hecho sin darse ni cuenta.Martínez lo fulminó con la mirada.—No manipular nada hasta que venga la científica de Briviesca y el juez. ¿Entendido?Los dos hombres asintieron mientras los guardias civiles acordonaban el perímetro, dispuestos

a preservar el lugar de los hechos y protegerlo hasta la llegada del personal especializado.

Carlos García, juez de Briviesca, tenía un terrible dolor de cabeza, posiblemente fruto del díaanterior. Algunos colegas de Bilbao lo habían invitado a una comida en un tradicional txoko dondehabía degustado un delicioso bacalao al pilpil, pero como los vascos eran así, a la comida lehabía seguido una larga sobremesa, que se había unido a una merienda-cena, que se prolongópasadas las diez y media de la noche. Incapaz de conducir de vuelta, cogió una habitación en un

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hotel donde pasar la noche. No había dormido demasiado, la pesadez de la comida, unida a losefluvios del buen vino, no le permitieron descansar medianamente bien durante la noche; además,se había visto obligado a levantarse temprano para llegar a tiempo al juzgado, porque aquellamañana había mucho trabajo.

Al enterarse del descubrimiento de los huesos en Terminón, suplicó que fueran de algún animalo, en caso de ser humanos, de algún asentamiento de la tribu prerromana de los autrigones. Notendría esa suerte, pensó para sí, aunque no perdía las esperanzas del todo porque, de esa manera,él se quitaba un problema de encima y la comarca salía ganando de cara al turismo.

Estaba sumido en sus pensamientos cuando alguien tocó suavemente la puerta.—Adelante —dijo él.Cuando se abrió, vio a la forense Susana Mateo.—Hola, Carlos —saludó con una sonrisa—. Me he enterado de que ayer tuviste un día agitado.Él lanzó una sonora carcajada.—Agitado es poco, tuvimos una reunión de colegas en Bilbao que empezó a las nueve de la

mañana, nos fuimos a comer y la sobremesa se alargó hasta la noche. Tuve que quedarme en unhotel.

—Ya sabes cómo se las gastan por allí, si se juntan en torno a una mesa sabes cuándo empiezas,pero nunca cuándo vas a terminar. Espero que la reunión fuera fructífera.

—Lo fue, Susana, aunque hoy no tengo el cuerpo para mucho trote. —Y añadió con unaautocompasión fingida—: Los años comienzan a pesarme.

—¡Es verdad, viejales! —dijo sonriendo, porque a sus treinta y seis años, Carlos seguía siendoun hombre atractivo—. Pero hoy tienes suerte y, como soy una buena chica a la que gusta ayudar alos ancianitos, vengo a ofrecerme para llevarte en mi coche a Terminón, ya que tenemos que ir losdos. Conduzco yo.

—Te lo agradezco —dijo mientras se ponía la parka y se enrollaba una bufanda de lana alcuello—. ¿Qué opinas del descubrimiento, Susana?

La forense sonrió y se encogió de hombros.—Que, antes, esta era una zona tranquila donde nunca pasaba casi nada; pero primero fue el

asesinato de Nicolás Alonso en Poza y, ahora, son estos huesos. Tengo que examinarlos in situ,aunque me han enviado varias fotos, y de un animal no son.

—Esperemos que sean restos antiguos de algún yacimiento arqueológico.Susana lo miró con cara escéptica.—No vamos a tener esa suerte. Estaban en una pieza que se ha trabajado durante muchos años,

pero que ha sido abandonada durante, posiblemente, los últimos cincuenta, así que vamos abarajar una época reciente para esa osamenta.

Carlos hizo un gesto con la mano para que Susana saliera de la habitación. Al cerrar la puerta,se preparó para pasar un largo día.

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Al llegar a la escena del hallazgo, vieron que el equipo de la científica, con sus trajes protectoresblancos, se movía por el perímetro acordonado buscando pruebas para etiquetarlas. Susana seapeó del coche y se puso los guantes de goma para dirigirse al hoyo, junto al árbol, donde sehabían encontrado los huesos. Carlos la siguió y se situó detrás de ella.

—¿Qué tenemos, Susana? —preguntó.—Yo no soy antropóloga forense, así que lo único que puedo ver es que era una mujer joven,

por el estado de su dentadura, de estatura baja, es probable que rondara el metro y medio.—¿Puedes saber de cuándo datan los huesos?—No creo que sean antiguos, tal vez tengan cincuenta años.—¿Asesinada?—Su cráneo tiene una fractura que se pudo deber a un golpe, así que esa pudo ser la causa de la

muerte; pero para saber si fue un asesinato o un accidente, hay que investigar más.—Sin embargo, alguien tuvo que enterrar el cuerpo porque, indudablemente, ella no pudo

enterrarse a sí misma —argumentó el juez.—Por eso, y a la espera de un estudio más exhaustivo, yo me inclino por el asesinato.Carlos silbó.—¡Así que nos enfrentamos a otro crimen! —y masculló por lo bajo—: Maldita sea mi

estampa.—Eso me da la impresión —replicó Susana, que entendía la maldición del juez—. Y este es

antiguo, así que es de los más difíciles de resolver.En ese momento, el guardia civil Ramón Martínez se acercó al juez.—Don Carlos, hay una vecina del pueblo que desea hablar con usted, dice que igual tiene una

pista sobre la persona a la que podrían pertenecer esos huesos.—Pues vamos para allá. Susana —llamó a la forense—, ven conmigo a ver qué información

tiene esa señora.Junto al grupo de curiosos, había una mujer de pelo cano y figura robusta con las manos

entrelazadas, que dejaba caer sobre su cuerpo con descuido. Los dedos nudosos se movíanalternativamente, mostrando el nerviosismo que albergaba en esos momentos.

—Dígame qué nos quiere contar —le dijo el juez al situarse a su lado.—Hace ya sesenta años, mi amiga Catalina desapareció del pueblo. Dijeron que había huido

con su amante, pero yo nunca creí esa historia porque era absurda —y añadió con rabia—, aunquenadie me hizo caso.

—¿Y qué le hace pensar que no huyó?—Ella tenía un niño de tres años al que adoraba. La misma noche de su desaparición, alguien

llamó a mi puerta, ya muy entrada la madrugada, y al abrir me encontré allí al chiquillo, hecho unfardo y dormido. La calle estaba desierta, estoy segura de que Catalina nunca se hubiera marchadosin su hijo; se lo digo yo que la conocía muy bien.

El juez y la forense se miraron.

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—¿Cómo era físicamente esa mujer?—Delgada y no demasiado alta.—¿Algún otro rasgo que recuerde?La mujer sonrió.—Tenía unos dientes preciosos; cuando era joven sonreía mucho, pero luego dejó de hacerlo.—¿Qué ocurrió? —preguntó Susana.—Tuvo un mal matrimonio —dijo bajando el tono de voz—, pero en aquellos tiempos no se

hablaba de eso.—¿Todos, en el pueblo, dieron por hecho que había abandonado a su marido?—Sí, nadie me quiso escuchar cuando les decía que eso no podía haber sucedido, y empezaron

a hablar y decir cosas absurdas. ¡Ya sabe cómo son estos pueblos! Todos hablan, aunque no setenga ningún conocimiento de lo que se dice.

Carlos llamó al guardia Martínez.—Tómele declaración a esta vecina para investigar los hechos.Se iba a marchar, pero antes de girarse, se dirigió a la mujer:—¿Siguen su marido y su hijo en el pueblo?—Se marcharon poco después del suceso, para Bilbao. Él debe estar internado en una

residencia, creo que tiene alguna demencia, y el hijo murió hace un par de años de cáncer.—¿Sabe usted si queda con vida algún pariente de su amiga?—La nieta es profesora en la Universidad de Burgos, creo, pero no viene nunca por aquí. Yo lo

sé por terceras personas.—¿Sabe cómo se llama?—Lleva el nombre de su abuela. Catalina Ortega.—Gracias —dijo el juez—, ahora le tomarán declaración.Mercedes Ruiz hablaba a borbotones ante el agente de la Guardia Civil, sin dar tiempo a que

este le preguntara. Tenía ganas de que alguien escuchara su historia. Recordaba como si fuese ayerlo acontecido aquella noche lúgubre, aunque a veces deseaba que nunca hubiera ocurrido latragedia y que se tratase solo de una pesadilla de la que se pudiera despertar. Catalina y ellasiempre se habían llevado muy bien desde que eran dos mocosas que iban a la escuela. Su amigaera muy guapa, pequeña, con un pelo largo de color rubio rojizo y unos ojos chispeantes delmismo color que la miel, muy distinta a ella, morena y regordeta. Era una adolescente cuando loshombres comenzaron a fijarse en su amiga, aunque Catalina, a pesar de su exuberante cuerpo, noera consciente de las miradas de soslayo que le lanzaban en el pueblo cuando pasaba con sucántara de agua apoyada en la cadera. De niñas iban a los campos de cerezos, cuando los árbolesflorecían, y arrancaban hojas que se ponían en el pelo a modo de corona; después, cuando la frutaestaba madura, buscaban las cerezas que estaban unidas y se las colgaban de las orejas, como sise tratara de pendientes. ¡Se veían tan guapas! Jamás imaginaron en aquellos días que un campo decerezos yermo podría ser su tumba.

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Se lo dijo muchas veces cuando Fabián la empezó a cortejar, y ella, terca como una mula, no lehizo caso. Las madres eran amigas y ambas la empujaron hacia él. La propia, por los cuartos, y lade él, para quitarse un problema de encima porque todos sabían que le gustaba demasiado el vinoy, en algunas ocasiones, rebasaba el límite que toleraba su cuerpo. Cuando estaba borracho eramejor no cruzarse en su camino, ¡pobre Catalina! Pero aun así ella no se quejaba y quitabaimportancia al hecho, siempre defendiéndolo como la buena esposa que era; por eso sabía ellaque era imposible que tuviera un amante, y si lo hubiera habido, su amiga se lo habría confiado,nunca fue consciente del poder que tenía sobre los hombres; al fin y al cabo, eran muchos los quela seguían con la vista como lobos en celo. Su propio marido, Anselmo, sin ir más lejos, dejóescapar algún suspiro entrecortado con el nombre de Catalina entre sus labios cuando terminabade hacer el amor con ella. Eso la hacía sentir mal, aunque sabía que la pobre muchacha no eraculpable de los deseos de su esposo.

Luego estaba el niño, ese pobre inocente que tuvo que crecer sin madre. Lo criaron las abuelas,que se lo repartían para cuidarlo, porque el padre poco caso le hacía. El niño se volvió raro. Loconvirtieron en un chiquillo solitario que creció con el estigma de una madre que lo habíaabandonado por un amante, un padre ausente y dos mujeres demasiado mayores para entender unamente infantil.

A veces, la buscaba por el pueblo para preguntarle cosas sobre su mamá. Las dos abuelasguardaban un silencio sepulcral y el padre le dejó bien claro que era mejor olvidarla. Solo ellamantuvo viva la memoria de su madre. Le contaba que no eran ciertos esos chismes queaseguraban que Catalina hubiera sido una mala mujer que se había escapado con un hombreporque no quería a su hijito, y le explicaba lo buena que había sido y todo lo que lo quería.Martín, agradecido, siempre le regalaba una sonrisa y un beso, y a ella se le humedecían los ojospor la tristeza que le producía que su amiga no hubiera podido ver crecer a su hijo.

Al morir las abuelas, los rumores se extendieron por el pueblo, y lo que antes solo se hablabaen las cocinas a la luz de la lumbre, se murmuraba a plena luz del día: Fabián había matado aCatalina en una noche de borrachera carcomido por los celos. Nadie aportaba pruebas y nunca sepuso ninguna denuncia a la Guardia Civil, pero en el lugar pocos eran los que creían en suinocencia. El hecho de que su esposa abandonase al niño, al que todo el mundo sabía que cuidabacon mimo, hacía más creíble la historia.

Fabián se volvió más taciturno y solitario, y seguía bebiendo demasiado.Con la ausencia de las dos mujeres para cuidarlo, se veía al pequeño Martín deambulando por

los campos. Entonces tendría unos ocho años, desaseado, con las ropas viejas y, en ocasiones, nodemasiado limpias. Le daba pena, y muchas veces lo metía en su casa para darle algo caliente decomer y adecentarlo un poco. El niño, que crecía un tanto salvaje, se lo agradecía mirándola consus ojos brillantes y su amplia sonrisa. Era en aquellos momentos cuando recordaba a su amiga yla veía en su hijo. Ojalá fuera cierto que se había escapado con ese amante, decía en ocasiones aquien quisiera escucharla, y viviera feliz lejos de toda aquella desdicha.

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Después de tantos años, el hallazgo de aquellos huesos traía de nuevo la tragedia. No podíapermitir que se volviera a especular sobre el carácter casquivano de la que había sido su mejoramiga, su hermana. Todavía estaba dispuesta, luego del paso del tiempo, a salvaguardar lareputación de Catalina poniendo fin a los rumores maliciosos, para lo que encubriría las cosas quenunca deberían salir a la luz. Estaba en deuda con ella y la iba a pagar, no importaba el precio.

El agente Martínez se empezaba a impacientar con aquella mujer, enjuta y arrugada, que frotabalas manos entre sí mientras miraba fijamente el lugar donde habían hallado la osamenta y noparaba de parlotear. Intentaba llamar su atención, pero la anciana parecía estar hechizadaobservando fijamente el agujero del que habían sacado los huesos que estaban en un lado,cubiertos con una lona.

—Señora, señora —dijo en un tono más elevado del normal para que le prestase atención.Ella pareció salir de un trance y lo miró fijo a los ojos.—Sí, sí —balbuceó—. Lo siento, es que me emociono mucho al hablar de todo aquello, dígame

qué quiere saber.El guardia, libreta en mano, se disponía a tomar declaración a la testigo.—¿Cómo dice que se llamaba la mujer que desapareció?—Catalina Quintana.—¿Cuántos años tenía en la fecha en que supuestamente huyó?—Ella nunca se fugó, no era capaz de dejar a su bebé atrás, seguro que esos huesos son los de

ella.—Eso déjelo a los forenses para que los identifiquen. Repito, ¿edad, en esa fecha?La mujer levantó la vista al cielo.—Veintiún años. Fue en el cincuenta y nueve, el nene tenía tres años. ¿Cree que una mujer

puede dejar a un hijo con esa edad?—Yo no creo nada, señora, me limito a los hechos —contestó secamente—. Tengo entendido

que el marido sigue vivo, ¿dónde lo podemos localizar?—Está internado en una residencia en Bilbao, pero tiene una demencia, dicen que ya no conoce

a nadie. El hijo murió hace unos años y dejó una hija que es profesora en la universidad deBurgos, ya se lo he dicho al señor juez cuando me lo ha preguntado —dijo levemente contrariaday añadió—: En el pueblo aún queda un primo, pero no creo que sea de gran ayuda porque, a mientender, no tienen trato de familia y supongo que no podrá dar razón de dónde encontrar a lanieta.

—¿Cómo se llama el primo?—Basilio.—¿Qué más?—Ortega.—¿Usted sabe cómo localizar a la nieta?—Volvieron alguna vez por aquí, pero no se dejaron caer por mi casa; a la niña no la conozco, y

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las noticias que tengo de ellos es por paisanos que viven en Bilbao y nos traen novedades. La casala dejaron venir abajo hace ya años y ahora es un solar lleno de escombros. La nieta vive enBurgos y trabaja de profesora en la universidad.

—Muchas gracias, señora, ¿sabe usted dónde puedo localizar al primo?La mujer miró a su alrededor y fijó la vista en un grupo de curiosos que se apiñaba tras la cinta

policial.—Allí está, el de la camisa de rayas blancas y azules —dijo señalando a un hombre canoso

que, con expresión seria, y los brazos cruzados sobre el pecho, miraba fijamente cómo trabajabael cuerpo científico de la Guardia Civil.

Martínez suspiró y se dirigió, libreta en mano, a hablar con él.—¿Es usted Basilio Ortega?El hombre dio un respingo al oír su nombre salir de la boca del guardia civil.—Yo soy, para servirle. ¿Qué se le ofrece?—Me han informado que usted es primo de Fabián Ortega.—¿Los huesos que han encontrado son los de Catalina?—Yo no puedo informar sobre eso, así que conteste mis preguntas.—Somos primos, pero no tenemos ninguna relación. Hace años que no tengo noticias de él de

primera mano. Lo último que me dijeron es que estaba en una residencia de esas de mayores,porque tenía un tipo de demencia.

—¿Recuerda algo de cuando su esposa desapareció?Basilio encogió los hombros.—El pueblo se revolucionó con el suceso, dijeron que había huido con un amante.—¿Quién era el presunto amante?—Alguien mencionó que era un señorito de Burgos que venía a cazar perdices por aquí de vez

en cuando.—¿Y su primo qué pensaba del asunto?—No era muy comunicativo y calló ante todo el suceso; algunos lo señalaban a él diciendo que

la había matado en un ataque de celos, había enterrado el cadáver en algún sitio y luego se inventólo del querido de su mujer para despistar. La verdad es que él siempre ha sido un hombre muyvehemente, pero de seguro nada se sabe porque a ella nunca se la vio con el presunto amante, y elhecho de que mi primo tuviera mal genio a veces tampoco lo convierte en asesino.

—¿Recuerda algún detalle, por insignificante que fuera?—No sé a qué se refiere, agente —balbuceó.Basilio no quería que el guardia civil le hiciera más preguntas; a veces la memoria le empezaba

a fallar, al igual que en su día le sucedió a su padre y luego a su primo, y podría decir cualquiercosa que sería mejor callar.

—Que si vio u oyó algo por aquel entonces que le llamó la atención, pero no dio importancia.—A veces se me olvidan las cosas, sabe usted, lo único que recuerdo fue el alboroto que se

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organizó; incluso nos echamos al monte a buscarla por los campos, pero no encontramos ni unasola pista.

—¿Recuerda si inspeccionaron este campo de cerezos en aquel entonces?—Sí, buscamos por todo el término municipal y los alrededores, incluso miramos pozos y

cuevas por si se había resbalado y caído a un pozo.—¿Los acompañó el marido en la búsqueda?—Ya lo creo, iba como un loco con un palo grande apartando hierbas y gritando su nombre.—Entonces le dio la impresión de que su primo buscaba a su esposa porque no sabía dónde

estaba.—En aquellos primeros momentos, sí —contestó Basilio con convicción—. Él buscaba a su

mujer viva. Aunque los demás sabíamos que algo horrible tenía que haber pasado para aparecer elchiquillo en casa de la Mercedes.

—¿Y luego, qué comportamiento tuvo su primo?El hombre pensó bien la respuesta que iba a dar.—Se volvió retraído, no hablaba con nadie. Después empezamos a pensar que había sido

Catalina la que había abandonado al crío para fugarse con el amante ese que decían que tenía.Pero vamos, que de seguro no era nada.

—Gracias, Basilio —le expresó el guardia civil mientras cerraba su libreta.—A mandar, todo lo que ustedes necesiten, aquí me tienen a su disposición.Sus palabras eran falsas, porque deseaba que lo dejasen en paz, pues no quería revivir aquellos

recuerdos.

Entre los vecinos, un hombre, grabadora en mano, recababa impresiones de los aldeanos que sehabían reunido atraídos por el hallazgo del esqueleto. Todos hablaban de la mujer desaparecidahacía años, pero nadie aportaba ningún nuevo dato jugoso que le sirviera realmente para realizarsu crónica. A lo lejos, observó que la forense se movía entre la científica, y cuando vio que sequitaba los guantes, gritó su nombre a la vez que agitaba las manos para que se acercara.

Ella, al verlo, se aproximó y puso los brazos en jarras.—¡Hombre, Hornillos! Ya te echaba yo de menos.—Cuéntame algo interesante para mis lectores.La forense le hizo un gesto a uno de los guardias civiles para que le permitieran pasar el

cordón, ya que no quería hablar delante de ningún vecino.—¿Son los restos de la mujer desaparecida?—Habrá que esperar a que un antropólogo forense nos lo confirme, porque yo no lo soy.—Dicen que queda viva una nieta.—Sí, eso he oído.—Entonces, esto no es un yacimiento arqueológico autrigón.

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Susana lo miró con cara de cansancio.—No descartamos nada.—¡Pero si me acabas de decir que vais a hacer pruebas a la nieta de la desaparecida!—Hornillos, eres un liante, yo no he dicho eso. Pero sí te voy a decir que no descartamos nada

y que la Guardia Civil mantendrá abiertas todas las líneas de investigación.—¿Me dirás algo en cuanto lo sepas? —Ella lo miró un instante, aquel periodista podía ser

peor que un grano en el culo—. Siempre me he portado bien —argumentaba el reporterointentando convencerla—. ¿Te acuerdas del asesinato de Nicolás Alonso? Nunca di unainformación que no debiera; además, yo estoy aquí todo el año cubriendo las noticias de lacomarca, no como esos que solo se acercan hasta aquí atraídos por el olor de la sangre.

—¡Serás melodramático, Hornillos! Ya sabes que siempre te tratamos bien.—Gracias, Susanita, avísame en cuanto te enteres de algo nuevo.La forense se despidió con la mano y se dirigió a su coche. El juez ya había realizado el

levantamiento de los restos humanos, que en ese momento eran introducidos en el coche fúnebrecamino del Anatómico Forense de Burgos.

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Capítulo 2

A Cata le dolía la cabeza, la noche anterior había estado preparando una clase sobre las mujeresy los movimientos artísticos de vanguardia en el siglo XX. Acabó bien entrada la madrugada yestaba a falta de sueño. Tenía una clase por la tarde y necesitaba dormir, por eso cuando sonó elteléfono, decidió no cogerlo. Dejó que sonara varias veces, pero se paraba un instante para volvera repiquetear con fuerza; ante la insistencia de quien llamaba, optó por descolgar.

—Ha llamado aquí la Guardia Civil de Briviesca preguntando por ti —le dijo la secretaria deldepartamento, sin apenas darle a tiempo a preguntar quién era.

—¿La Guardia Civil? —preguntó extrañada.—Sí, me han pedido tu número de teléfono y se los he dado. No sabía qué hacer. ¿Te has metido

en algún lío?—Nada que yo sepa, ni tan siquiera me han puesto recientemente una multa de tráfico y no creo

que, si me he saltado algún límite de velocidad, sea para que me busquen.—Pues no te asustes cuando recibas la llamada.—Gracias, Ana —murmuró antes de colgar.Cinco minutos más tarde, volvió a sonar el teléfono, y esta vez la voz de un hombre le anunció

el hallazgo de unos huesos en un campo de cerezos de Terminón, que podían pertenecer a suabuela desaparecida hacía ya sesenta años. Cata casi no entendía lo que decía porque su cabezaera incapaz de procesar la información que estaba recibiendo; aquel hallazgo era algo que nuncase hubiera esperado, aunque siempre lo había deseado.

—Usted es la única pariente viva que queda y, por lo tanto, le agradeceríamos que se sometieraa un análisis de ADN para confirmar o descartar la identidad de la persona encontrada.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Cata.—Sí, claro —pronunció en un leve murmullo apenas audible.—Los restos están en el Anatómico Forense de Burgos, pero si usted pudiera desplazarse a

Briviesca para hablar con nosotros, le estaríamos muy agradecidos.—Sí, por supuesto, no tengo ningún inconveniente.Nada más colgar el teléfono, Cata corrió al armario de su habitación donde, en uno de los

cajones, guardaba un viejo álbum de fotos, de tapas verdes, con imágenes en blanco y negro que sehabían vuelto amarillentas. Allí, en la primera página, protegida por un leve papel de seda, estaba

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pegada la imagen de dos jóvenes que posaban junto a un árbol cuyas ramas estaban cubiertas deflores. Eran sus abuelos junto a uno de los cerezos del huerto. Él la agarraba por los hombros yella aferraba la mano que colgaba; ambos sonreían, y sus rostros risueños daban una sensación defelicidad.

Era la única foto que tenía de su abuela. Se la había hecho un fotógrafo ambulante que iba alpueblo de vez en cuando, y habían ahorrado durante todo un año para poder pagarla. Muchasveces pensó en arrancarla para ponerla en un marco, pero tenía tanto miedo de que se desgarraraal hacerlo, y se perdiera para siempre, que nunca lo había llevado a cabo; se limitaba acontemplarla de vez en cuando, sobre todo si estaba triste. Volvió a pasar el dedo índice por elrostro de aquella mujer eternamente joven y sus ojos se detuvieron en el hombre que laacompañaba. Se sentía incapaz de reconocer en ese muchacho fuerte al abuelo que ya norecordaba quién había sido.

Guardó el álbum en el armario y miró la fotografía de su padre, que presidía un rincón de lacómoda desde un marco plateado.

—Igual la han encontrado, aita. Tal vez era verdad que nunca os abandonó y ahora, al fin,cuando la verdad se imponga, todos podáis descansar en paz.

Cuando Carlos García iba a entrar en el Juzgado de Primera Instancia de Briviesca, se fijó en unamujer que se hallaba frente a la puerta. Estaba de espaldas, de pie en la acera de la estrecha calle,su larga melena se meneaba, acompasada por el suave vaivén producido por el viento ligero queacompañaba al día; su figura era robusta, alejada del estereotipo de mujer flaca que parecía estartan de moda. Se fijó en sus piernas embutidas en un pantalón estrecho que dejaba intuir unaspantorrillas fuertes y bien torneadas; al seguir contemplándola se percató de que junto a ella, en elsuelo, había una bolsa de la que asomaba una cabeza pequeña y peluda de lo que parecía ser unperro canijo. Como si ella se hubiera dado cuenta de que la estaba observando, se dio la vuelta, yél, azorado, bajó la vista y fue a su encuentro.

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó solícito.—No, gracias —contestó ella mientras cogía la bolsa del suelo, ya que el perro se revolvía

algo nervioso.Carlos siguió su camino y se disponía a entrar por la puerta de los juzgados, cuando oyó la voz

de la mujer.—¿Trabajas aquí?La pregunta lo sorprendió tanto que se situó junto a ella antes de responder.—Sí —confirmó.—Me estaba preguntando si podré pasar al juzgado con mi perro.El juez miró a la miniatura de perro y sonrió; si no ladraba, iba a ser difícil que alguien se

percatara de que en aquella bolsa la chica llevaba un chucho.

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—No creo que tengas problemas por pasar un perro tan pequeño; aunque no es muy correcto, yomismo algunas veces traigo al mío, y es bastante más grande —dijo mientras se agachaba paraacariciar la cabeza del perrillo.

La chica sonrió, y él se fijó en sus cálidos ojos y el rubor de las mejillas.—Veo que también te gustan los animales. ¿Qué perro tienes?—Un perdiguero de Burgos —respondió Carlos García.La chica hizo un leve gesto de incomodidad.—Ah, eres cazador.Él se rio.—No lo somos ninguno de los dos; mi perro fue un descarte abandonado en la protectora

porque le asustaban los tiros, y yo lo adopté porque tampoco me gusta perseguir animales por elcampo con la finalidad de matarlos.

—Lo siento, perdóname por haberte prejuzgado. A mí tampoco me gusta demasiado la caza.—Ya lo he notado. Por cierto, me llamo Carlos.—Yo soy Cata, encantada de conocerte.Ambos se estrecharon la mano.—Vamos, pasa conmigo y tu amigo no tendrá ningún problema de entrar en el juzgado.Al cruzar el arco de seguridad, nadie puso ninguna objeción a que pasara el perro que llevaba

Cata en la bolsa.—¿Dónde vas, si no es indiscreción? —preguntó él.—Me han citado para hacerme una prueba de ADN, han encontrado unos huesos en Terminón y

tal vez sean los de mi abuela —dijo sin entender por qué ella, que era introvertida, le estabadando tantas explicaciones a aquel desconocido.

Carlos se la quedó mirando.—Soy el juez que ha realizado el levantamiento de esos restos. Te acompañaré a las

dependencias de la clínica forense y te presentaré a Susana Mateo, nuestra médica. ¿Cuál es tuapellido?

—Ortega. Catalina Ortega.Al llegar a la estancia, los recibió una mujer de unos treinta años que estaba sentada tras una

mesa de despacho.—Susana —llamó el juez al entrar—, ha venido Catalina Ortega para hacerse una prueba de

ADN con relación a los restos de la mujer encontrados en Terminón.La forense se puso en pie, miró fijamente a Carlos y caminó hasta donde estaba Cata con la

mano extendida, quien notó que la mujer sufría de una ligera cojera al andar.—Encantada de conocerte, aunque sea en tales circunstancias —dijo la doctora mientras

estrechaban sus manos.—Hola —dijo Cata nerviosa—. Nunca he realizado antes esto y no sé qué tengo que hacer.—No te preocupes, no es nada doloroso —la tranquilizó Susana—. Para estar seguros al cien

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por cien, te voy a recoger dos tipos de muestras: sangre y saliva.—De acuerdo.—Deja tus cosas aquí y pasaremos a la consulta para llevar a cabo las diferentes pruebas.

Carlos se quedará con nosotras en calidad de juez instructor y testigo de que los exámenes se hanrealizado a la persona correcta.

Una vez dentro de la consulta, el juez se quedó en una esquina mientras que la forense secolocaba los guantes y la mascarilla. Cata estaba sentada en una silla de respaldo alto. Sudaba yestaba nerviosa.

—Ahora te voy a hacer una punción dactilar —explicaba la forense—. Te pincharé la carainterior de un dedo y dejaré caer unas tres o cuatro gotas en un papel secante. ¿Estás preparada?

Cata asintió con la cabeza y sintió un leve pinchazo en el dedo corazón de la mano derecha.Después de recoger la muestra, la forense le puso un algodón en el dedo y dejó de sangrar.

—Vamos, ahora, con la prueba de la saliva.De un kit sacó dos grandes bastoncillos de algodón.—Abre un poco la boca para que te pueda hacer el frotis bucal y obtener, de esta manera, las

células epiteliales bucales.Susana frotó con un bastoncillo la cara interna del lado derecho de la boca, lo guardó en un

recipiente hermético e hizo lo mismo con el lado izquierdo.—Ya hemos acabado —anunció—, mandaré las muestras a Burgos para cotejarlas con los

restos encontrados.—¿Será fácil saberlo?—El esqueleto aún conservaba intacta la dentadura, y podemos sacar ADN de los dientes o de

los huesos. Hubiera sido preferible cotejarlo con un familiar más cercano, como un hijo, perodesgraciadamente no podemos porque tu padre ha fallecido —y añadió—, aunque tambiénpodemos sacar información fiable al hacerlo de una abuela paterna a una nieta, ya que seinvestigan los marcadores autosómicos y, además, completaremos la prueba con la del cromosomaX para estar totalmente seguros en caso de coincidencia.

—¿Cuándo podré conocer los resultados?—Cálculo que de diez a quince días —respondió la forense mientras etiquetaba bien las

pruebas y firmaba los formularios pertinentes, que pasó después a Carlos para que también losrubricara.

Realizó una corta llamada por teléfono y, al poco tiempo, apareció un hombre joven en lahabitación.

—Esto tiene que ir inmediatamente al Anatómico Forense de Burgos. Eres el encargado de lacadena de custodia, así que firma el formulario y te lo llevas. Lo están esperando.

—Ahora mismo —respondió el aludido.—Pues esto ya está, en cuanto tenga los resultados, te llamarán; y, en caso de que el resultado

sea positivo, la Guardia Civil querrá hablar contigo.

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—Gracias por todo —dijo Cata a Susana, estrechándole la mano.Cuando abandonaron las dependencias de la clínica forense, Carlos invitó a Cata a tomar un

café en su despacho. Estaba pálida y temblorosa y necesitaba un momento de respiro. Una vez enel sitio, Carlos se dirigió a un rincón donde había un pequeño armario del que sacó un hervidor deagua y una cafetera de émbolo.

—Tengo también por aquí unas magdalenas, ¿te apetecen?—No, gracias, con el café es suficiente. ¿Puedo sacar a mi perro de la bolsa para que ande un

poco?—Sí, por supuesto.Ella abrió la cremallera, desató al perrito y lo puso en el suelo. Al verse liberado, el can corrió

por la habitación, olisqueando aquel lugar desconocido.—Toma —dijo Carlos, acercándole la taza de humeante café.Cata olfateó el aroma del café antes de dar un pequeño sorbo.—Gracias, me ha venido muy bien —susurró mirando a Carlos.—Me imagino que todo esto ha supuesto una gran sorpresa para ti —manifestó él, tratando de

entablar una conversación.Ella observó la taza durante un instante antes de contestar.—Sí, ha sido difícil. En casa era un tema del que no se hablaba. La abuela había desaparecido

cuando mi padre era un niño y ya está. Luego, cuando fui más mayor, mi padre me explicó quealgunos decían que había huido con un amante y, otros, que mi abuelo la había matado y escondidosu cuerpo en el monte.

—¿Cuál de las dos versiones creía tu padre que se acercaba más a la realidad?—Ninguna de las dos —dijo ella mientras clavaba su mirada en Carlos.—¿Entonces?—Mi padre tenía la teoría de que la había asesinado alguien del pueblo. El hecho de que él

apareciera de madrugada en la puerta de una vecina hacía verosímil su hipótesis. —Miró al juez ysiguió hablando—. A veces lo volvía loco pensar en las últimas horas de vida de su madre. Si lahabían violado, si había sufrido y, sobre todo, si él lo había visto y lo tenía escondido en sumemoria.

—Hay una persona, Mercedes, que era amiga de tu abuela en aquella época y dice que tu abueloera violento con ella.

Cata lo miró con cara de incredulidad.—Mi abuelo tenía genio, pero no era un hombre violento; por lo menos nunca lo fue con mi

padre o conmigo. Si yo me llamo igual que mi abuela, en parte fue por su insistencia; no creo quesi él hubiera sido el asesino de su mujer, quisiera poner a su nieta su nombre.

Carlos se encogió de hombros y dio un gran sorbo a la taza de café. El perro abandonó el lugarque estaba olisqueando y se acercó a Cata, que lo cogió en brazos y le acarició la cabeza.

—No te he preguntado cómo se llama —dijo Carlos.

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—Inti —respondió ella.—El dios Sol del Imperio inca.—Sí, antes de llegar él, mi vida era oscura, y él lo hizo entrar de nuevo en mi existencia.—Una mala racha, ¿eh? —mencionó Carlos, intentando quitar presión al asunto.—Que duró unos cuantos años, hasta que una amiga me dijo que habían decomisado un criadero

ilegal de cachorros que los tenían en muy malas condiciones y la protectora a la que los habíanllevado los puso en adopción. Fui allí y nos encontramos.

—A mí me pasó algo parecido con el mío. Lo dejó un cazador en la perrera para que losacrificaran, pero era un ejemplar sano y joven, así que lo dieron a una protectora y allí meencontré a Hércules.

—Como el dios romano.—Bueno, más bien como Hércules Poirot —explicó con una leve sonrisa—. Yo también leía

novelas de Agatha Christie.Ambos se quedaron en silencio, y fue Cata quien se levantó.—Gracias por todo, has sido muy amable.—Tal vez algún día podamos presentar a Inti y Hércules —dijo Carlos antes de lograr que su

cerebro pusiera un filtro a su boca.—Sí, tal vez algún día —contestó Cata tendiéndole la mano.

Al quedarse solo en su despacho, Carlos aspiró fuerte, a su nariz llegó el perfume levemente floralde la mujer que acababa de estar en aquella estancia. «No se puede ser más patético», pensó.«Podamos presentar a Inti y Hércules», ¡por Dios! Tenía treinta y seis años, no veinte. Claro que aesa edad ni se hubiera atrevido a proponerle a una chica presentar a sus chuchos. Luego vino lo deMiren; hacía tiempo que no pensaba en ella.

Se conocieron en la universidad de Deusto, en Bilbao, donde ambos cursaban Derecho. Alprincipio solo fueron amigos, se caían bien, pero una noche de juerga, celebraban el fin de lacarrera, y ayudado por los vapores etílicos, le confesó lo que realmente sentía por ella y, para susorpresa, no lo rechazó. A partir de ahí entró en una vorágine que lo iba arrastrando a un pozo sinfondo. El padre de ella pretendía que los dos entraran a trabajar en el despacho de abogados queél tenía en Bilbao, ya que estaba cercana su jubilación y proyectaba dejarlo en manos de sus hijos:Miren, que ya había terminado la carrera, y su hermano Aitor, que la acababa de empezar.

No era eso lo que había imaginado para su futuro profesional.Provenía de una familia de agricultores de la Ribera de Navarra y había visto a sus padres

trabajar duro en el campo. Cada espárrago, alcachofa, guisante o haba llevaba mucho de su sudor,y él no quiso ser como ellos. Sus padres lo ayudaron a pagar sus estudios en la prestigiosauniversidad de los jesuitas, y él trabajaba en lo que podía para mantenerse. Siempre habíapensado en ser juez y renunció a su sueño por Miren durante un tiempo, hasta que no pudo más; y

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cuando le planteó que dejaba el despacho de su familia para preparar las oposiciones, ella dio porterminada su relación de manera abrupta. No estaba dispuesta a pasar su tiempo junto a un novioque dedicaba todo su tiempo, primero, en la Escuela Judicial, y luego, en las prácticas. Todo elsacrificio para ganar un sueldo que a ella le parecía muy poco. La práctica de la abogacía privadadaba mejores beneficios, pero eso era algo que a él no le importaba demasiado.

Aprobó las oposiciones, estuvo un año en la Escuela Judicial, hizo los seis meses de prácticaen un juzgado de Salamanca y cinco meses como refuerzo en Soria, para acabar en Briviesca.Estaba contento con su trabajo, aunque a veces echaba de menos tener una compañera de viaje,pero, hasta el momento, ninguna de las mujeres que había conocido le había parecido adecuadapara la travesía. Hasta ahora.

Cata decidió volver a Burgos por la carretera nacional en vez de por la autopista, era mástranquila y le daba tiempo a pensar. Siempre le contaron que se llamaba Catalina como homenajea la mujer que había sido su abuela; cuando era pequeña no le gustaba ese nombre, sonaba a muyantiguo, en la adolescencia se lo acortó a las dos primeras sílabas y dejó de molestarle. Cuandofue creciendo, se sintió orgullosa de llamarse como ella.

Con frecuencia pensaba en su abuela muerta, cuando su padre era un niño. Enterarse de que undía salió al campo y no volvió a saberse nada más de aquella mujer la impactó profundamente. Enaquellos días comenzó a fantasear sobre lo que podía haber sucedido. El abuelo no hablaba y supadre tampoco; fue su madre, que conocía la historia por su marido y su suegro, quien le habló delos rumores que corrían: que se había escapado con su amante y que estaría en algún lugar lejano,disfrutando de la vida como una mujer rica, o que había sido asesinada por su marido y sus restosaparecerían algún día en los campos del pueblo.

Ahora un cuerpo de mujer con signos de violencia había surgido en aquel huerto de cerezos ypodía ser ella.

Le costaba mucho ver a su abuelo como un asesino; con ella era un hombre afable y cariñoso,que la mimaba en exceso según su madre; un padre que trabajó sin descanso en una empresametalúrgica para dar estudios a su hijo, que se colocó en un banco, y llegó a ser subdirector deuna sucursal cuando ser empleado de banco era un trabajo seguro. Además, su abuelo los ayudabamucho, tanto económicamente como cuando necesitaban su apoyo.

Al abandonar el pueblo, cerró la casa y nunca más volvió allí; ni tan siquiera quedaba conpaisanos que se reunían de vez en cuando en un bar en Santutxu, propiedad de uno de Cantabrana,cercano a su casa. Cuando sus padres se casaron, les regaló la entrada para un piso en Portugalete,y, al jubilarse, vendió su vivienda y se mudó con ellos. Para su madre, huérfana y criada en unainclusa, fue el padre que nunca tuvo, y para ella, un abuelo magnífico hasta que su mente se perdióen la nebulosa del alzhéimer.

Al morir sus padres, el abuelo no se enteró porque ya comenzaba a mostrar signos acuciantes de

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la enfermedad; no sabía ni quién era ni dónde estaba. Ella encontró trabajo en Burgos y tuvo quetomar la difícil decisión de dejar a su abuelo en Bilbao, en una residencia especializada en casoscomo el suyo. Procuraba ir a visitarlo casi todos los fines de semana a pesar de que ya no laconociera.

Después de mucho tiempo, al fin parecía que habían encontrado a la abuela perdida en aquellanebulosa de incertidumbre durante tantos años. Mientras divisaba a lo lejos las puntiagudas torresde la majestuosa catedral, pensó que ojalá aquellos huesos fueran los de ella y así poder cerrar enpaz ese círculo maldito de desconsuelo.

Todos se habían marchado sin saberlo, pero ella debía encontrar la respuesta. Era su cometido.

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Capítulo 3

El teléfono sonó en la mesa de Carlos García, y al otro lado de la línea se encontró con la voz deSusana Mateo.

—Hay coincidencias en el ADN, el cuerpo encontrado es el de Catalina Quintana —comunicócon voz pausada—. Hay que avisar a la nieta.

—La llamo yo. —Se apresuró a decir el juez.Ante el silencio de su interlocutora, preguntó:—¿Algún problema?—No, iba a llamar ahora al comandante para que la citase de nuevo y volver a charlar con ella,

pero me temo que poco nos va a poder decir.—No te preocupes, le diré que venga al juzgado y luego, si es necesario, la acompañaré a la

comandancia.—No juegues con fuego, Carlos —dijo Susana con voz seria—, te puedes quemar los dedos,

estamos investigando un caso complicado de un posible asesinato y su familia es sospechosa.Él guardó silencio.—No quiero que tomes partido, porque tu labor es ser neutral —insistió la forense.—Lo sé, Susana, ¿dudas de mi capacidad?—Carlos, sé que estás solo y ella es una mujer encantadora. Las mujeres guapas siempre

vuelven un poco tontos a los hombres, incluso a los más inteligentes.El juez soltó una carcajada.—Gracias, Susana, pero te aseguro que voy a ser capaz de controlarme y no me voy a dejar

manipular en este caso.Al colgar se quedó mirando unos instantes el teléfono y comenzó, con lentitud, a marcar los

números del móvil de Catalina Ortega.

Sus deseos se habían cumplido, la leve esperanza que mantenía se había confirmado, el esqueletoencontrado en el campo de cerezos era el de su abuela: las pruebas de ADN lo confirmaban. Ledolía el hallazgo, pero lo positivo era saber que ella no había abandonado el pueblo dejando atrása su hijo y su marido, sino que alguien había hecho de aquel paraje su tumba; pero el asesino, talvez, se había paseado tranquilamente por el terreno de los cerezos sin remordimiento alguno por

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el acto que había cometido. Se la imaginó joven, con su hijo en brazos, huyendo de su verdugo poraquellos campos plagados de árboles frutales. Ojalá sus huesos, una vez que hubieran salido a laluz, gritaran el nombre de aquella persona. Lo esperaba con afán. Ella, su nieta, iba a conseguirque se supiera la verdad, aunque fuera dolorosa, para que después de tantos años, por fin,pudieran descansar en paz.

Lo primero que hizo, antes de marchar para Briviesca, fue acudir al cementerio de San José,donde estaban enterrados sus padres, para prometer ante la tumba del hijo de Catalina que ellahurgaría en aquella historia para saber con exactitud los hechos que llevaron a la desaparición deaquella joven mujer que fue su abuela. Finalmente, uno de los huecos vacíos que había en aquelsepulcro iba a ser ocupado por los restos de Catalina Quintana. La llevaban esperando muchotiempo.

Cata apretó el pasó y se fue directa al mostrador de información de los juzgados de Briviesca.—Tengo una cita con el juez Carlos García —dijo con aplomo.—Un momento, le avisaré que su cita ha llegado. ¿Me puede decir su nombre?—Catalina Ortega.—Ahora mismo le aviso; si quiere, puede sentarse mientras espera —anunció señalando unas

sillas en una de las esquinas.—Gracias.Catalina se acomodó en una de estas y sacó su tablet del bolso para mirar unos apuntes. No le

dio tiempo a mucho, porque el juez salió a recibirla casi de inmediato. Lo miró mientras seaproximaba con una sonrisa en el rostro y, al acercarse a ella, le tendió la mano. Al estrecharlanotó el suave calor que contrastaba con la fuerza del apretón. Quizá estuvieron un poco más de loconveniente con sus manos unidas en aquel saludo, pero ninguno de los dos quiso retirarlas conbrusquedad. A ambos les gustaba sentir el calor del otro; no había duda.

—Así que es mi abuela —dijo Cata al fin.—No hay duda, de todas formas, Susana, la médica forense, te lo comunicará oficialmente.—En realidad, no sé si me siento aliviada o apenada.—Es normal tener esas contradicciones. Son momentos muy difíciles, vamos a hablar con la

forense.Los dos se dirigieron a uno de los despachos situados en la planta baja. Carlos sacó una tarjeta

del bolsillo para abrir una puerta que conducía a un pasillo ancho con varias puertas; se detuvoante una de estas y tocó suave con los nudillos. Una voz femenina les dijo que podían pasar, y alabrir la puerta, Cata vio un despacho austero con una gran mesa de trabajo saturada de papeles; enuna esquina había una mesa redonda con cuatro sillas, y Susana les indicó que tomaran asientoallí. Al ir hacia la mesa, Cata se percató de que la forense cojeaba más visiblemente que la vezanterior.

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Una vez sentados, la especialista abrió una carpeta y sacó un sobre que entregó a Cata. Alabrirlo estaba el informe de ADN. Comenzó a leer la información, había mucho lenguaje técnicoque no entendía, pero ella llegó a la parte de las conclusiones donde decían que, a tenor de losresultados obtenidos por las muestras recogidas, Catalina Ortega posee un vínculo biológico conel esqueleto encontrado en el campo de cerezos de Terminón, en la comarca de La Bureba,provincia de Burgos.

—¿Es seguro? —preguntó a la forense con un hilo de voz.—Un 99,99 por ciento.Cata guardó silencio.—Bastante seguro, diría yo —susurró al fin—, ¿no?Fue Susana Mateo la que le contestó:—Hemos ampliado el test y no solo hemos analizado los marcadores autosómicos, sino que

hemos realizado la prueba del cromosoma X, ya te comenté que esta verificación es la más fiableentre abuela paterna y nieta. Ya sabes que los hombres tienen un cromosoma X y uno Y; lasmujeres tenemos dos cromosomas X. En los hombres, el cromosoma X es heredado de la madre;por lo tanto tú tienes un cromosoma X, heredado de tu madre, y otro, heredado de tu padre, que asu vez lo heredó de su madre, es decir, tu abuela. No hay duda.

—Ya veo. ¿Cómo murió?—Yo no soy antropóloga forense, pero parece ser que su cráneo estaba roto.—¿Tuvo una muerte rápida? —Quiso saber.—Los traumatismos de cráneo causan el fallecimiento inmediato cuando lesionan los centros

vitales cardíacos y respiratorios localizados en el bulbo raquídeo.—¿Entonces la asesinaron?—Posiblemente, aún hay que verificar unas cuantas cosas. La Guardia Civil está al corriente de

la situación y está investigando.—Pero, aunque sea un crimen, ha prescrito, ¿no?—El hecho ocurrió hace sesenta años, no se juzgará al culpable —dijo Carlos García mirando

fijamente a Cata.—O sea que quien lo hizo no lo va a pagar porque el crimen de mi abuela tiene fecha de

caducidad. Ella, como cualquier víctima, merece justicia, no impunidad y olvido.—Intentaremos averiguar qué ocurrió —afirmó el juez—. No podemos hacer más.—En realidad no sé qué es mejor, no saber nunca quién asesinó a mi abuela o saberlo y no

poder hacer nada.—Sinceramente, si yo estuviera en tu lugar, querría saber lo que de verdad ocurrió —dijo con

convencimiento la forense—. Creo que ella se merece que se sepa la verdad, y te puedo asegurarque todas las personas implicadas en la investigación vamos a intentar hallarla.

—Durante mucho tiempo —susurró Catalina—, me he preguntado si era verdad que abandonó asu familia por un amante, a mi padre lo atormentaba que su madre hubiera huido con otro hombre

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dejándolo atrás. A mí, sin embargo, me angustiaba que mi abuelo fuese un asesino; ahora sabemosque no huyó, pero sabemos que la mataron. ¿Quién lo hizo y por qué?

—¿Seguimos indagando? —preguntó Carlos mirando directo a Cata.Ella se tomó su tiempo, perdió la mirada en el cuadro colgado en la pared del despacho y

musitó:—Necesito saber qué ocurrió. Seguir con la búsqueda del asesino de mi abuela.—¿Aunque el resultado no sea el que esperabas?Cata guardó silencio antes de responder, y antes de hacerlo fijó con intensidad su mirada en el

juez.—Debo enfrentarme a cualquier posibilidad y aceptaré cualquier resultado por doloroso que

sea.

Al abandonar Briviesca, en vez de retornar a Burgos, cogió la carretera de Oña y, antes de llegaral pueblo, giró a la izquierda para ir a Terminón. Apenas guardaba algún recuerdo de aquel lugar,solo había estado tres veces en el pueblo y de eso hacía mucho tiempo. La primera, era muypequeña, y tuvieron que ir porque se había derribado un muro de la casa. Recordaba que ella erauna niña y su abuelo le agarraba la mano con fuerza. Escasamente estuvieron un par de horas,pero, a pesar de su inocencia, fue capaz de percibir que aquel pueblo, lleno de recuerdos amargos,volvía huraño a su abuelo; era como si el aire que allí se respiraba lo hiciera ser otra persona, sucara tomaba una expresión dura y se tornaba agreste, las arrugas se le marcaban en un rostro quese asemejaba al de una fría estatua de bronce; algunas personas intentaron entablar conversacióncon él, pero se había mostrado esquivo, sin dar lugar a ningún diálogo.

La segunda vez, fue con sus padres para ver los cerezos en flor del valle de las Caderechas,cuando los árboles se cubren de un manto de flores blancas para anunciar la llegada de laprimavera. Pararon un momento en el pueblo, junto a la verja de la vieja casa rodeada por unhuerto. Ya solo quedaba en pie una pared, y tanto la huerta como la casa se hallaban invadidas porzarzas y malas hierbas. Nadie salió a su encuentro, y si las dos o tres personas que los vieronreconocieron a su padre, no mostraron signos de querer entablar una charla con él.

En la tercera ocasión lo hizo sola, cuando sus padres ya habían fallecido y el abuelo comenzó atener los primeros síntomas de alzhéimer. Se alojó un par de días en una casa rural y no dijo anadie que su familia era del pueblo. Si alguien la conoció, tampoco mostró interés en hablar conella, y aprovechó el momento para enterarse de la historia ocurrida tiempo atrás. La desapariciónde su abuela se había convertido en una leyenda popular en la pequeña comunidad y la contabancomo uno de los sucesos más misteriosos y extraños acaecidos en el pequeño pueblo rural.

Nunca más sintió deseos de volver hasta que los huesos de Catalina Quintana emergieron de latierra para convocarla.

Aparcó el coche junto a la carretera y fue andando hasta la pieza donde habían encontrado los

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restos de su abuela. No llevaba el calzado adecuado para caminar por aquellos parajes, pero no leimportó, siguió avanzando con sus ojos siempre fijos en el peñón que tenía enfrente, el guardiánde su abuela durante tantos años. Sorteó algunos árboles que posaban sus raíces en el suelo,agarrándose con vehemencia al terreno, y llegó al borde donde aún se podía ver la tierra seca yremovida a los pies de aquel cerezo marchito. Fijó la vista con más atención y vio unos pétalos deflores amarillas dispersos por el lugar. Alguien había estado allí. Se agachó y tomó entre susmanos una de aquellas hojas; eran pensamientos amarillos, la flor preferida de su abuela. Unescalofrío recorrió con virulencia su espina dorsal, y en aquel instante supo que su asesino habíaestado en aquel lugar.

Se quedó un rato porque era incapaz de moverse, sus piernas le pesaban como si una fuerzadescomunal la atara a aquella tierra: su mente se perdió en el pasado tratando de imaginar un ayerque desconocía completamente. Entonces decidió que necesitaba saber más cosas de la mujer quehabía sido su abuela y recordó un nombre que a veces salía de la boca de su abuelo al evocar unayer que ahora la enfermedad había vuelto cercano: Mercedes. Era la persona que habíaencontrado a su padre abandonado de madrugada en la puerta de su casa. Por las frases a vecesincongruentes de su abuelo, intuía que ambas habían sido buenas amigas y, aunque tal vez no fueraimparcial al contarle la historia, posiblemente pudiera dar un nuevo enfoque al incidente de sudesaparición.

Se sintió extraña y observada cuando recorrió el pueblo, y al encontrar la casa llamó con fuerzaa la puerta. Le abrió una mujer pequeña, con algunos kilos de más, y el pelo corto, muy blanco. Sumirada se clavó en ella, y Cata retrocedió temiendo que su decisión no hubiera sido acertada, alfin y al cabo no conocía de nada a la mujer que estaba frente a ella, secándose las manos connerviosismo en el delantal de cuadros grises que llevaba. Iba a decirle su nombre, pero no se tuvoque presentar porque la reconoció al instante.

—Eres su nieta ¿verdad? —dijo con voz temblorosa mientras en sus ojos iba apareciendo elbrillo de unas lágrimas reprimidas. Cata asintió y notó que su garganta se cerraba con un nudo quele impedía, incluso, tragar saliva—. Eres distinta, pero te pareces a ella —declaró mientras laseguía escrutando con detenimiento.

—¿Puedo hablar un momento contigo? —preguntó con cautela—. No te voy a robar muchotiempo, te lo prometo.

—Claro, tómate el tiempo que necesites.Aunque no se apartó de la puerta.—¿Puedo pasar? —preguntó Cata.Mercedes salió del aturdimiento que parecía envolverla.—Por supuesto, faltaría más —murmuró a la vez se apartaba de la puerta para dejarla entrar.La condujo a una cocina grande con el suelo de terrazo color terracota y alicatada con pequeñas

baldosas blancas que acusaban el paso del tiempo. Sentado en una silla de ruedas y cubierto conuna manta de cuadros verdes, estaba un anciano que la miraba con ojos extraños.

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—Es la nieta de Fabián y Catalina —le gritó mientras este clavaba sus ojos en la reciénllegada, y luego, volviéndose a Cata, anunció—: Es Anselmo, mi marido, le dio una emboliacerebral hace un par de años, tiene mucha dificultad para hablar y la parte izquierda del cuerpoparalizada.

El hombre la miraba fijamente, intentando hablar, gritar, pero las palabras se negaban a salir desu boca. Ella había vuelto de su tumba. «Catalina».

—Lo siento —dijo compungida mientras la mirada del hombre, con sus ojos entrecerrados y suvista fija en ella, le producía una tremenda inquietud.

Mercedes suspiró.—A cada una nos toca lo que Dios nos manda y hay que actuar con resignación. ¿Un cafecito?Sin esperar respuesta, comenzó a preparar café en una vieja cafetera italiana y, cuando la dejó

en el fuego, la invitó a sentarse en la mesa de formica color celeste situada en una de las esquinas.—¿Qué quieres saber? —preguntó.—Me han dicho que eras la mejor amiga que mi abuela tenía en el pueblo —comenzó a hablar

—. Yo sé lo que mi abuelo me contó de ella, pero me gustaría que tú me contaras más cosas.¿Cómo era?

Mercedes sonrió.—Alegre y divertida. Le gustaba cantar y bailar en las fiestas de los pueblos. Muy buena

persona, siempre dispuesta a hacer un favor a quien lo necesitara, y mi mejor amiga. Éramos muydiferentes; yo, del montón, y ella, de las más guapas de por aquí. —Lanzó un suspiro—. Se podíahaber casado con cualquiera, pretendientes no le faltaron, y de todos ellos tuvo que elegir aFabián.

La cafetera lanzó un pitido y el olor a café impregnó la cocina, Mercedes se levantó pararetirarla del fuego. Puso dos tazas en la mesa y un salvamanteles de mimbre donde apoyó elrecipiente. Luego sacó un azucarero de uno de los armarios y un cartón de leche de la nevera.

—Le advertí que no se casara con él, pero las madres de ambos querían que fuera así —siguióhablando—. No me hizo ningún caso, y ese matrimonio fue su ruina.

Mercedes se quedó en silencio y miró de reojo a su marido. Afortunadamente, su hablar selimitaba a leves gruñidos.

Cata se dio cuenta de que Anselmo la seguía mirando con insistencia, sabía que estabaintentando decir algo, pero esa falta de comunicación la ponía nerviosa.

El fantasma lo miraba con tristeza, pensaba Anselmo, ella no había envejecido y en ese instantese percató de su propia decrepitud. Necesitaba hablar, pero al intentar articular las palabras, lavoz se negaba a salir de su garganta. «Tus grandes ojos del color de la miel han vuelto a la vida,eras tan especial», intentó decirle, pero ella no le hacía caso; nunca había podido oír su corazón.

—Cállate —le ordenó Mercedes con tono autoritario—. La chica ha venido porque quieresaber y creo que tiene derecho a conocer la verdad.

El hombre volvió a emitir un sonido gutural. Sabía la realidad que iba a contar Mercedes, pero

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estaba atrapado en aquel cuerpo que había dejado de responderle y no podía replicar a susmentiras. Era su castigo.

—Mira, yo sé cómo está tu abuelo y no quiero herir el corazón de nadie, pero se lo debo a tuabuela, así que tienes que saber lo que ocurrió aquella noche.

—A eso he venido. ¿Tuvo mi abuela algún amante?«Mercedes nunca contestará a esa pregunta», volvió a intentar decir Anselmo.Quien lo hizo fue Mercedes.—No que yo sepa, la pretendían muchos, pero ella no daba alas a ninguno, era una mujer de su

casa y muy buena madre, que estaba loca con su chiquillo. Tu abuela se casó, para bien o paramal, y tomó con resignación todo lo que vino después, y te aseguro que fue mucho. Nunca fueinfiel a su marido, y muchas que luego han ido de santas antes se habían metido en cama ajena,pero Catalina no era de esas. ¡No señor! Puedo poner la mano en el fuego.

—¿Entonces qué crees que pudo pasar aquella noche?Ninguna de las dos mujeres vio cómo las lágrimas intentaban escapar de los ojos brillantes del

anciano. Volvió a gruñir, pero ellas no le hacían ningún caso. Todo el mundo sabía que cuando lamuerte comenzaba a rondarte, los fantasmas se presentaban en tu casa para acompañarte en elviaje final. «Gracias, Catalina, por haber vuelto para llevarme contigo».

—Muchas veces me lo he preguntado. ¿Por qué fue a ese campo? ¿Se citó con alguien? O talvez algún forastero loco la vio, le hizo algo malo y luego la mató para tapar la falta.

—Pero a mi padre lo dejaron en tu puerta, yo creo que sabía que eras su amiga.Mercedes guardó silencio y su marido volvió a emitir un gruñido. «Cuéntale lo del niño,

Mercedes, sé valiente y díselo».—Mira —dijo en un susurro—, en ocasiones he pensado que alguien abusó de ella, una persona

conocida, y la mató para que no le delatara. —Agachó los ojos con recogimiento—. Prefiero nopensar que ocurrió algo tan terrible y hemos estado conviviendo con ese salvaje durante todosestos años.

—¿Piensas en alguien en particular que pudo hacerlo? En los pueblos sabéis muy bien de quépie cojea cada uno.

—Te aseguro que en este pueblo no hay nadie que sea capaz de violar y matar a una de susvecinas —respondió con ímpetu—. Como bien dices, nos conocemos todos, y no veo a nadiecapaz de llevar a cabo un acto tan despreciable.

Cata la miró fijamente a los ojos.—Pero me acabas de decir que lo has pensado y poco importó acusar a mi abuelo como autor

del crimen de su esposa. Él también era un vecino del pueblo y también lo conocíais. ¿Por qué lohicieron?

Mercedes desvió la vista hacia la ventana.—Era una persona rara y un tanto huraña —respondió—. Además, no se dio cuenta de que

faltaban la mujer y el niño en toda la noche, luego dijo que estaba enfermo con fiebre, se metió en

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la cama y se quedó dormido; la gente no se creyó esa patraña.Anselmo volvió a gruñir. El fantasma de Catalina había enviado a su nieta reclamando justicia.—¿Mi padre estaba bien cuando te lo dejaron?—Llamaron al amanecer a mi puerta, al abrirla me lo encontré dormidito y envuelto en una

toquilla de lana. No había nadie más. Enseguida lo metí para casa y pensé que algo malo habíasucedido, fíjate que llegué a creer que Catalina andaba con prisa y me dejó al chiquillo sin darmetiempo a abrir la puerta.

Anselmo volvió a gruñir. «Mentirosa».—Quizá quiera algo —dijo Cata tímidamente, ya que los sonidos de aquel hombre le producían

escalofríos.—Está comido y limpio. ¿Qué más puede querer? Vicio es lo que tiene, que quiere tenerme

como una esclava.—¿Qué hizo mi abuelo cuando se enteró?—A por el crío, vinieron las dos abuelas, que siempre andaban juntas, eran amigas desde que

estaban en el vientre de sus madres y ellas lo criaron hasta que murieron con poca diferencia detiempo. Luego, ya sabes que tu abuelo se bajó para Bilbao y no volvió por aquí. Algún Día deTodos los Santos lo vimos por aquí para poner flores en el cementerio, pero no hablaba con nadiey se marchaba enseguida. Al principio yo le cuidé la casa, pero poco a poco se fue cayendo y seconvirtió en la ruina que hoy es.

«Cuidar la casa, ya no engañas a nadie, zorra, lo que querías era meterte en su cama», intentódecir Anselmo, pero nadie le prestaba atención.

—Lo que más pena me dio fue no ver crecer al hijo de mi amiga —seguía narrando Mercedes—. A nosotros, Dios no nos mandó hijos, y yo sentía a ese niño como alguien cercano.

Cata se levantó de la silla.—Gracias por todo lo que me has contado, Mercedes, me quedaría más charlando contigo, pero

tengo que irme.—Nada, chiquilla, yo estoy muy contenta de poder ayudarte. Te miro a ti y tengo un trocito de

ella conmigo, y eso te aseguro que me hace feliz.La mujer acompañó a Cata a la puerta y, al despedirse, la abrazó con fuerza. Antes de

marcharse, miró fijamente a la que fue la amiga de su abuela para decirle:—Mi padre siempre estuvo bien atendido y te aseguro que mi abuelo fue un magnífico padre

para él. Lo que tú me has contado no encaja con los recuerdos de mi infancia que tengo de él.—Todo depende de con qué ojos lo veas —masculló entre dientes cuando estuvo segura de que

Cata estaba lo suficientemente lejos para no oírla.Cuando volvió a la cocina, su marido clavó sus ojos en ella y emitió un aullido.—Tú te callas, viejo loco —le gritó ella.Anselmo no hizo caso de sus palabras y cada vez gruñía con más fuerza.—¡Que te calles de una maldita vez! —volvió a vociferar Mercedes—. Tú no sabes nada,

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aquello pasó hace mucho tiempo, y vamos a dejar que los muertos descansen en paz de una vezpor todas.

Como su marido seguía sin dejar de bufar, ella lo zarandeó y abandonó la cocina con pasosligeros.

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Capítulo 4

Alfonso Rojas tenía el informe de la autopsia de Catalina Quintana encima de su mesa. La mujerhabía sido dada por desaparecida sesenta años atrás y ahora se descubría que la habían asesinado,los informes forenses no dejaban dudas de indicios claros de criminalidad. Las pruebas óseaspracticadas al cadáver hallado en el campo de cerezos revelaban, sin duda, que murió debido a untraumatismo craneoencefálico severo que le produjo una hemorragia intracraneal, posiblementeproducido por una piedra u otro objeto contundente. Al examinar la cabeza, se habían encontradofracturas con fragmentos empujados hacia la bóveda craneal, lo que conllevaba que el agresorempleó una gran fuerza.

Una fotografía en blanco y negro, reproducción de la única que se conservaba de ella, se cayódel informe forense; no estaba muy nítida porque se había tenido que ampliar mucho para que seviera solamente su rostro, pero en esta se distinguía a una mujer joven de amplia y limpia sonrisa.Alfonso miró detenidamente aquella cara lozana que emanaba vida y preguntó en voz alta:

—¿Quién te asesinó?El guardia civil volvió a mirar la foto.—Tu familia siempre sospechó que no te habías ido por propia voluntad. ¿Conocías a tu

asesino? ¿Fue alguien de tu entorno?Volvió a mirar la antigua imagen rescatada del álbum familiar.—No voy a dejar de investigar hasta que encuentre alguna pista que me lleve a él. Mereces

descansar en paz —se juró a sí mismo y a ella.En aquel momento, sonó su teléfono móvil. Reconoció inmediatamente el número de la pantalla.—¿Qué hay de nuevo, César?—Muerto de frío por aquí, en Holanda, y esperando que me pases novedades sobre el hallazgo

de Terminón.—En estos momentos estoy leyendo el informe de la autopsia, y murió posiblemente por una

pedrada que alguien le dio en la cabeza.—¿Con fuerza?—Sí, sin duda, y también ensañamiento.—¿Hombre o mujer?—En el campo, también las mujeres tienen fuerza; ya sabes que antes, sin las máquinas de

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labranza, estaban acostumbradas a trabajar duro.—Ha pasado demasiado tiempo de todo aquello —dijo César suspirando—, igual el asesino ya

está muerto. Será difícil resolver este crimen.—También lo era el de Nicolás Alonso De la Torre y al final la verdad salió a la luz —replicó

Alfonso.—Le he preguntado a mi padre si alguien le habló alguna vez de la desaparición de la mujer.

Recordaba levemente el suceso porque, cuando él estaba destinado en Poza, la familia ya se habíamarchado de Terminón; me ha comentado que había dos versiones: por un lado se especulaba consu huida y por el otro, con el asesinato a manos de su marido. En aquellos días nadie aportabapruebas fiables, todo eran especulaciones y pensamientos particulares carentes de base.

—Tengo delante la copia de una vieja fotografía de ella. Era una mujer guapa, con la vida pordelante, y alguien se la arrebató de una manera brutal. Se merece que nosotros nos ocupemos deencontrar a esa persona.

—El crimen ha prescrito, Alfonso. El culpable nunca pagará.—Puede que no con una condena que lo lleve a la cárcel, pero de una u otra forma, su crimen no

va a quedar impune —aseguró Alfonso Rojas con vehemencia.—Te veo muy implicado.—Sí, es un tema que me ha llegado. Tantos años después de no saber nada de ella, aparecen sus

huesos debajo de un cerezo medio podrido que iban a arrancar, quizá sea una señal y ha llegado elmomento de conocer la verdad.

Los dos hombres se quedaron en silencio unos segundos, el mutismo fue roto por Alfonso:—¿Y cómo está Maite?César suspiró.—Con náuseas matinales, y creo que cada vez que va al baño me odia por haberla metido en

este embrollo.Alfonso soltó una sonora carcajada.—Me alegro por ti, compañero —dijo con un tono emocionado de voz, conociendo de primera

mano lo que había sufrido su amigo al descubrir que el hijo que esperaba su primera esposa no erade él.

—Estoy contento y feliz, pero a veces me siento abrumado por la situación. Además, ahora havenido el tío de Maite, Pedro, a pasar unos días con nosotros, y dentro de poco vienen mis padres.

—Vais a tener el apartamento con overbooking —dijo Alfonso con sorna.—Estamos pensando en mudarnos a uno más grande para acoger a la parentela y a los amigos,

eso sí, cada vez que vengáis pasaremos la boina —contestó César siguiendo la broma.Alguien llamó a la puerta y la abrió ligeramente, el rostro de su compañero José Antonio Bravo

apareció, y Alfonso le hizo un gesto para que pasara a la instancia. Se sentó frente a él y espero aque su compañero terminara de hablar por teléfono.

—Ahora te tengo que dejar, el deber me llama, ha venido José Antonio y vamos a ver qué

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hacemos con este caso y si podemos sacar algo en limpio para esclarecerlo. ¡Ojalá estuvierasconmigo! Te echo de menos.

—Yo también, amigo, pero las cosas salieron así. Te esperamos por aquí cuando quieras. Ysaluda a Bravo de mi parte.

—Así lo haré, y en cuanto se os marchen los parientes, por allí me tendréis dando un poco latabarra. Da un beso de mi parte a Maite.

Al colgar el teléfono, Alfonso volvió a mirar la fotografía de Catalina, la dejó dentro de lacarpeta y se dirigió a su colega:

—¿Hay algo nuevo? —preguntó.—Pues sí —respondió José Antonio—, debajo del cuerpo han encontrado un botón que no

pertenecía al vestido que llevaba ella.—¿Un botón? —interrogó estupefacto.—Sí, lo han encontrado al cribar la tierra y, por lo que parece, podría pertenecer al asesino.—¿De alguna prenda en particular?—Una camisa de hombre.—Poco nos puede decir, pero reconozco que es una pista —dijo pensativo.—Tal vez hubo un forcejeo o la arrastró muerta a la fosa y se enredó con algo que le arrancó el

botón; sea como fuere, esa prueba ha estado debajo de su cuerpo y nos está dando unainformación.

—Sí, claro —aseveró Alfonso con ironía—, ahora solo tenemos que preguntar si alguien vio aun vecino al que le faltase un botón de la camisa hace sesenta años.

—O si alguien lo perdió, porque estamos dispuestos a devolverlo —replicó Bravo con similarsarcasmo—. Pero hay más.

—Dime las novedades.—Junto al cuerpo ha aparecido una figura de madera tallada que parece ser un conejo. Al

principio no se habían dado cuenta, porque pensaban que eran trozos del árbol, pero alreconstruirlos ha aparecido.

—¿Qué tipo de madera?—Cerezo.Alfonso se quedó pensativo.—¿No hay en el pueblo alguien al que le gusta tallar?—Sí, un hombre mayor que se llama Eusebio. Los dos hombres que encontraron el cuerpo le

iban a llevar la madera, por si pudiera aprovecharla.Alfonso y José Antonio se miraron.—Anda, vámonos para el pueblo a ver si averiguamos algo —dijo el primero poniéndose

rápidamente en pie.

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Su compañero no había dejado de hablar durante todo el trayecto desde Briviesca a Terminón, y aAlfonso le empezaba uno de esos dolores de cabeza que de vez en cuando lo importunaban.Disimuladamente, se metió en la boca una aspirina masticable y pegó un trago de agua de labotella que llevaba en el coche.

—¿Tienes otra de tus migrañas? —preguntó el compañero mientras aparcaba el coche patrullaen la plaza del pueblo.

—Sí —contestó él de manera escueta, sin ganas de dar más explicaciones, y esperando que estafuera de las cortas y no durase nada más que un par de horas. Siempre lo ponían de mal humor lasmalditas jaquecas.

Se bajaron del coche y se dirigieron al bar donde se solían reunir los parroquianos.El local olía a una extraña mezcla del vinagre de los encurtidos con unos toques de aroma de

café. Los dos guardias civiles atravesaron la puerta y, al entrar, el murmullo de las conversacionescesó repentinamente. Había varios hombres repartidos por algunas mesas; en unas se sentabasolamente una persona y, en otras, un par de ellos, pero la distribución de las mesas, y la posiciónde los parroquianos, hacía que todos participaran de una sola conversación. Alfonso distinguióentre los vecinos a los dos que hallaron los restos de Catalina, Vicente y Joaquín, así como aEusebio, conocido en la zona por ser un tallador excelente de madera de cerezo. Los dos guardiasciviles se acercaron a la barra para pedir dos refrescos.

—¿Se sabe algo más del caso de Catalina? —inquirió al fin Joaquín, rompiendo el hielo ypreguntando lo que todos estaban deseando saber.

—Todo está aún bajo secreto de sumario, así que poco podemos decir —desveló Bravo.—Igual ahora resulta que nos portamos mal con Fabián, pero todos pensamos que algo había

hecho —dijo Eusebio, que tenía entre sus manos un trozo pequeño de madera al que daba formacon una navaja.

—No se debe juzgar a nadie sin pruebas —proclamó Alfonso.—Ya, pero decían que sí le daba mala vida y que por eso ella se había buscado un querido y

que él, loco de celos, la había matado de un arrebato; y luego se inventó la historia de la fuga conel amante para tapar la culpa y no pagar por el crimen —replicó el hombre.

—¿Y quién comenzó esa historia? —Quiso saber Rojas.El hombre se encogió de hombros.—Pues todos y ninguno. Fue algo que se corrió por el pueblo aquellos días y que luego fue

transcendiendo; cada uno aportaba una parte nueva y la pelota se iba haciendo cada vez másgrande. Aunque Fabián se había marchado para Bilbao y ya no volvía por aquí, aún se hablaba deello. En aquel tiempo fue un suceso de mucha trascendencia.

—Yo recuerdo que el primo siempre andaba relatando el hecho. Incluso llegó a decir que lehabía visto alguna marca en el brazo, entonces no se hablaba de las mujeres a las que se pegaba—comentó Vicente—. Hasta se decía esa barbaridad de que si el marido le daba una paliza a sumujer era porque se lo merecía.

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—Pues, que yo recuerde, nunca vi a Catalina con ninguna marca —replicó Eusebio—, ytampoco era una de esas mujeres torpes que tropezaban con puertas o se caían por las escaleras.

—Yo tampoco —corroboró Joaquín.—¿Nunca hubo ningún otro sospechoso? —interrogó Bravo.—Nadie —contestó un parroquiano sentado al fondo.—¿Y quién se suponía que era el amante?—Uno de posibles de Burgos —informó el mismo hombre haciendo el gesto de dinero con la

mano.—¿Alguien los vio alguna vez por el pueblo?—No, nunca —contestó el hombre—, venía por aquí a cazar y en el tiempo de las cerezas,

porque debía tener parientes en Oña, pero juntos no se los descubrió. No creo que nadie puedadecir que cruzaron una palabra.

—También se llegó a decir que era un anticuario que apareció un día por el pueblo acompañadode un muchacho, recogiendo material de las iglesias. Algunos decían que lo vieron hablar conCatalina y que esta les dio un vaso de agua —dijo otro.

—Es verdad —confirmó otro de ellos—, me había olvidado del anticuario. Lo recuerdo porqueapareció por aquí con un traje de cuadros y una corbata roja; preguntó por el párroco y le compróalguna chuchería al cura; no se lo volvió a ver por aquí. Se dijo que venían de Madrid y buscabanmaterial de las iglesias para llevarlo a América.

—Me había olvidado de ellos, mal le sentó al pueblo la venta, y además de que no vimos unduro. Comentaban que iba para las arcas del obispado y que lo vendido eran cuatro chatarrasviejas, pero eran del pueblo.

En aquel instante, el periodista Hornillos entró en el local.—Buenos días a todos, ¿qué hace aquí la autoridad?—Haciendo un alto en el camino —contestó Alfonso Rojas.—¿No será que se ha encontrado algo por lo que quieran preguntar?—Nada que a ti te interese —replicó rápidamente Bravo.—Pues se dice que se ha encontrado una pertenencia del asesino en el lugar del crimen.—Has debido oír mal.—La fuente es de lo más fiable.—¿Ya saben quién la mató? —preguntaron varios vecinos a coro.En aquel momento, Mercedes entró en el bar empujando la silla de ruedas donde iba su marido

Anselmo.—¿Han encontrado al asesino de mi amiga? —interrogó conmocionada.—Nada se sabe aún, todo lo que se diga son especulaciones —replicó José Antonio Bravo.—Me sentiría muy feliz al saber que ella al fin va a descansar en paz después de tantos años y

que todos conozcamos la cara de su asesino.Anselmo soltó un pequeño alarido desde la silla de ruedas.

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—Cállate, que me vuelves loca —chilló ella—, ya te voy a dar el mosto para que te quedestranquilo.

Se acercó a la barra donde le dieron un vaso de plástico que contenía el zumo, al que elcamarero colocó una pajita. Al situarse junto a su marido, sujetó el vaso entre sus manos y acercóla pajilla a sus labios para que pudiera beber.

—¡Que no se te caiga!—Déjalo, Mercedes —dijo el tabernero—, si se le cae le pongo otro.—Ya, y luego tú lavas y planchas también su ropa. Que nadie parece saber los sacrificios que

hago yo por este hombre.—Lo sabemos, lo sabemos —dijo uno de los vecinos casi murmurando mientras se hacía

silencio.Un mutismo que fue roto por Hornillos:—Bueno, si no me vais a contar nada del hallazgo, me marcho —dijo apurando la cerveza que

se estaba tomando.—No cuentes nada todavía, que nos conocemos —le advirtió Alfonso.—Mira, el crimen ha prescrito, nada se puede hacer contra el asesino —aseguró Hornillos—,

pero es una buena historia. El misterio se tiene que resolver. Incluso puede que escriba unanovela; y no te preocupes que, si la redacto, te dejaré en buen lugar como representante de la leyen la comarca.

Alfonso Rojas movió la cabeza sonriendo, no cabía duda de que el periodista era todo unpersonaje en la región.

—Cuidado con lo que cuentas, que tienes mucha imaginación —gritó mientras el redactorabandonaba el local.

—¿Tiene Hornillos razón? —preguntó Mercedes visiblemente interesada.—Acabo de decir que todo está en el sumario, cuando se abra, se sabrá.—¿Pero qué es lo que han encontrado? —volvió a insistir ella.—No podemos difundir esa información —repitió Bravo.La mujer no se quedó satisfecha con la respuesta.—No me parece justo —reiteró— que si se ha descubierto una prueba que los lleve a su

asesino, este no sea juzgado porque ha pasado mucho tiempo desde que ocurrió. Mi amiga merecejusticia.

—La ley es la ley —apuntó Eusebio mientras seguía tallando la madera—, y la tenemos quecumplir. Aquí en la Tierra no pagará, pero tendrá un juicio divino.

—Mamarrachadas —farfulló Mercedes.

Los dos guardias civiles apuraron sus refrescos y, haciendo un gesto de despedida con las manos,abandonaron el local. Una vez en la calle, José Antonio quiso conocer la opinión de su compañero

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Alfonso.—¿El asesino de Catalina es del pueblo?Su colega tardó un poco en contestar.—No me cabe la menor duda; cada día estoy más convencido de que la mujer murió a manos de

alguien conocido. Tenemos que hablar con Eusebio a ver qué nos dice del juguete encontrado.La pareja esperó a que el tallador saliera del bar para ir a su casa. No querían que nadie los

viera hablar con él para no levantar el más mínimo atisbo de sospecha en el pueblo, bastantesespeculaciones se estaban llevando a cabo sin tener ninguna base como para crear más recelos.Cuando comprobaron que Eusebio estaba en su domicilio, llamaron a su puerta. Al abrirla elhombre los recibió con cara de sorpresa.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó confuso.—¿Podemos entrar?Eusebio les franqueó la entrada y los dos guardias civiles pasaron a una amplia estancia, que

hacía las veces de salón y cocina, y desprendía un familiar aroma a leña. En una esquina, junto ala pared, una chimenea encendida mantenía la sala caldeada y, a su lado, una estantería rústicaexhibía una serie de figuras de madera talladas; junto a esta, un cubo de zinc, un tanto oxidado,guardaba diferentes tipos de madera. En la mesa camilla situada cerca había una navaja grande, dehoja plegable y mango de madera, que descansaba sobre lo que parecía ser el trozo de una viejaviga que había pertenecido a alguna antigua casa.

—Siéntense —les ofreció Eusebio a los dos guardias civiles señalando las sillas situadas allado del velador.

Él tomó asiento junto a los dos y retiró la navaja y la pieza de madera al sofá.—Pues ustedes dirán qué se les ofrece —dijo mirándolos alternativamente.Fue Alfonso quien preguntó:—¿Qué relación te unía con Catalina Quintana?El hombre se sorprendió ante la interpelación.—Éramos mozos de la misma edad, y en el pueblo todos éramos amigos, salíamos juntos a las

fiestas y bailábamos. No sé qué más decirles.—Dicen que era una muchacha muy guapa y que todos andabais enamoriscados de ella.—Algo de razón tienen, era alegre y simpática además de agraciada; para desgracia de todos,

desde que era una chiquilla solo tenía ojos para Fabián.—¿Entonces no crees lo de la fuga con el amante? —preguntó el agente Bravo.—Nunca he dado por válida esa suposición.—¿Y un posible parricidio a manos de su marido?—Fabián tenía su carácter, era un hombre cabezota y a veces vehemente, pero no lo creo un

asesino.Los tres se quedaron en silencio. Alfonso Rojas sacó del bolsillo del pantalón su teléfono

móvil, trasteó con este hasta encontrar lo que estaba buscando y se lo enseñó a Eusebio.

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—¿Reconoces esto?El tallador miró con atención la pantalla del teléfono donde se veía una fotografía de unos

trozos de madera raídos.—¿Sabes lo que es?Eusebio negó con la cabeza.—Fíjate bien —apostilló el agente Rojas.El hombre comenzó a unir mentalmente los trozos de madera de la fotografía.—Parece una talla de un animal. Por las orejas, tal vez un conejo.—¿Es tuya?El hombre tragó saliva.—Pudiera ser —contestó con un hilo de voz.—¿Sí o no? —interrogó Bravo.—Miren, agentes, yo solía hacer este tipo de figuritas para los niños del pueblo. Me entretenía

y a ellos les gustaba. También les hacía camiones o estuches de madera, para que guardaran loslápices del colegio. Incluso tallaba cabezas de muñecos para las niñas y luego sus madres lasvestían; eran otros tiempos, no había tantos juguetes y los críos se entretenían con cualquier cosa.—Miró alternativamente a los dos hombres—.Creo que podría ser mía; he hecho muchas tallascomo esta.

—¿Dónde estabas la noche que desapareció Catalina?—Imagino que durmiendo en mi casa, por aquel entonces vivía mi madre y recuerdo que me

despertó diciendo que no se sabía nada de ella y que el chiquillo había aparecido en casa de laMercedes. Ella pensó que resultaba raro que Fabián no los hubiera echado en falta durante lanoche. Eso es lo que recuerdo.

—Estamos investigando y vamos a dar con la verdad; si nos estás ocultando algo, es mejor quelo digas ahora.

—Le regalé al niño la figura porque le gustaban los conejos, siempre quería ir con su madre adarles de comer y recuerdo que le gustó mucho, incluso pensé en hacerle una más grande y ponerleruedas para que la pudiera arrastrar con una cuerda, pero nunca la llegué a hacer; con lo deCatalina, su marido se cerró y apenas le gustaba hablar con las gentes del pueblo, y yo lo dejépasar.

Los dos guardias civiles se levantaron de la mesa.—Esta conversación ha sido privada, y no quiero que le cuentes a nadie lo que se ha hablado

aquí. ¿De acuerdo?—Por supuesto.Al abandonar la casa, se dieron cuenta de que, desde una esquina, una sombra los observaba.

Ambos guardias civiles se miraron y aceleraron el paso para ponerse a su altura.—¿Dando un paseo por el pueblo, Basilio? —le preguntó Alfonso en tono amistoso al hombre.—Estirando un poco las piernas —contestó el hombre—. ¿Y ustedes ya saben algo de lo de la

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desaparición de la mujer de mi primo?—Todo está bajo secreto de sumario —dijo Rojas—, pero yo creo que estamos más cerca del

asesino. Me imagino que te alegras.Una media sonrisa se dibujó en el rostro del anciano.—Espero que no sea Fabián. Nunca es agradable pensar que hay un criminal en la familia.Aprovechando las palabras del anciano, Bravo lo interrogó.—¿Qué te hizo sospechar de tu primo?El aludido palideció y comenzó a frotar una de sus manos contra el pantalón.—Bueno —balbuceó—, yo solo hice un comentario que se tergiversó, y ya saben cómo van

estas cosas, la pelota se hace cada vez más grande; y al final, uno dice una cosa y otro, otra.—¿Era Catalina una mujer maltratada por su marido?El hombre pareció turbado ante la pregunta.—Alguna vez me pareció ver alguna marca... pero ahora no les podría decir nada más. Tengan

en cuenta que son muchos años desde aquel suceso, y a veces la memoria no recuerda comodebiera.

—Entonces, a día de hoy, no lo afirmarías con certeza.—No, igual me equivoqué entonces al hacer esa afirmación —contestó rotundo.—Gracias por tu tiempo —dijo el oficial Bravo despidiéndose.Los dos guardias civiles aceleraron el paso para ir al lugar donde estaba estacionado el coche

patrulla.—Agentes —los llamó.Se pararon y esperaron a que el anciano los alcanzara.—¿El asesino se dejó algo en su tumba? —preguntó con cautela, arrepentido de inmediato por

haber formulado semejante cuestión.—¿Cómo qué? —interrogó Bravo con curiosidad.—No sé. —Era evidente el nerviosismo del hombre—. Eso dicen y a mí me gustaría saber.

Mejor preguntar a quien lo debe saber bien, ¿no?—Todo está bajo secreto de sumario, Basilio —comentó Alfonso Rojas.—Como soy pariente suyo... pensé que tal vez...—No te equivoques, el único pariente es su nieta. Además, por lo que tengo entendido, vosotros

lleváis mucho tiempo sin hablar.—A veces en la familia pasan cosas, pero eso no significa que se pierda el cariño.—Que tengas un buen día, Basilio —dijeron los de la Benemérita al despedirse.El anciano notó un sudor frío que recorría su espalda, y la vista se le nubló. Tenía miedo de que

el descubrimiento del cuerpo de la mujer de su primo sacase a la luz sucesos que era mejorocultar.

Al llegar a la plaza se encontraron con el periodista Hornillos, apoyado en el coche patrulla.—¿Son Eusebio o Basilio sospechosos? —preguntó sin preámbulos.

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—Secreto de sumario. ¿Te suena de algo la expresión? —respondió Bravo.El periodista no se acobardó y siguió hablando:—La gente del lugar está diciendo que hay un asesino entre ellos y se están retractando de las

historias que se han estado contando desde hace años. ¿Existe alguna base para que piensen de esamanera?

Los dos guardias civiles se miraron el uno al otro con una sonrisa en sus rostros.—Anda, Hornillos, quítate y déjanos entrar en el vehículo, que nosotros estamos trabajando—

anunció Alfonso con sorna.—¡Yo también estoy trabajando! —replicó el periodista mientras se apartaba del automóvil.Cuando el coche arrancó y lo perdió de vista, se frotó las manos. Estaba sobre la pista correcta,

ya solo faltaba que una persona hubiera visto lo sucedido aquella noche y hubiera mantenido laboca cerrada durante tantos años por miedo. Si era así, él la haría hablar. Tenía entre las manosuna buena historia.

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Capítulo 5

Cata recibió con turbación la noticia de que había sido hallado un botón de, posiblemente, unacamisa de hombre debajo de los restos de su abuela. Quien depositó el cuerpo en aquella fosahabía dejado una pequeña evidencia que sobrevivió al paso de los años, aunque no aclaraba si elasesino había sido su propio abuelo, ese amante misterioso del que hablaban o cualquiera de losvecinos del pueblo.

Necesitaba despejarse la cabeza porque era incapaz de concentrarse, así que cogió a su perroInti y salió de casa para dar un paseo por las orillas del río Arlanzón. No hacía excesivo frío,pero se sentía helada. Dejó que Inti husmeara por la hierba, observándolo de cerca. Se disponía avolver a casa cuando sonó el móvil; pensó en dejarlo timbrar y no cogerlo, no deseaba hablar connadie, pero al final terminó contestando, creyendo que tal vez sería una llamada de la policía paradarle más datos sobre el hallazgo.

—¿Quién es? —preguntó, pues no se había fijado en el número desde el que llamaban.—Soy Carlos García.—Hola, ¿hay alguna novedad? —preguntó ansiosa.—Alguna tenemos. —Calló unos segundos para volver a hablar—. Verás, estoy en Burgos, he

venido con mi perro, ya sabes, Hércules, para hacer unas compras, y acabo de terminar ahoramismo —cogió aire y prosiguió—: Me preguntaba si quizá te apetecía dar un paseo los cuatro.

—¿Los cuatro? —preguntó Cata.El juez estaba azorado pensando que se estaba poniendo en el más absoluto de los ridículos al

actuar como un quinceañero. Carraspeó para aclarar la voz e intentó hablar con aplomo.—Nosotros y los perros.Cata sonrió antes de contestar.—Ah, claro, de casualidad estoy en el Espolón con Inti. ¿Dónde estás?—Acabo de dejar las bolsas en el coche y ahora estoy junto a la estatua del Cid.—Estamos cerca, junto a la figura de bronce de la mujer asomada al río, detrás del Teatro

Principal. ¿Conoces el lugar?—Sí, claro —contestó Carlos más calmado—. Espérame ahí que voy para allá.Al poco rato, ambos se encontraron en el paseo arbolado. Una amplia sonrisa iluminó el rostro

de Carlos cuando vio a Cata apoyada en la barandilla, con el perro a sus pies, junto a la estatua

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femenina. Ambas estaban inmóviles, con la mirada perdida, las dos fuertes y resistentes.—Hola —dijo Carlos a modo de saludo.Los perros se miraron desafiantes y comenzaron a olisquearse.Ella se volvió lentamente, y en su rostro apareció un tímido gesto risueño a la vez que le tendía

la mano. Al rozarse sus pieles, Carlos sintió un tacto cálido y suave, pero a la vez también notó lafuerte energía que emanaba de aquel gesto.

—Me alegro de verte —murmuró Cata casi con vergüenza.—Yo también. ¿Te apetece seguir paseando o prefieres ir a tomar algo?Ella dudó un instante.—Podemos andar un rato y luego nos acercamos a tomar algo a la Plaza Mayor.—De acuerdo.Los perros husmeaban a su alrededor hasta que se cansaron, mientras sus dueños iban el uno

junto al otro en silencio.—Hay novedades en el caso de tu abuela —dijo Carlos al fin.Ella se paró y miró al juez con intensidad.—¿Habéis descubierto algo?—Debajo del cuerpo de tu abuela había un botón que, posiblemente, pertenezca a una camisa

masculina.—Conocía el dato y me ha dejado un tanto descolocada. ¿Creéis que puede ser del asesino?—Tal vez. Quizá, en un forcejeo, ella se lo arrancó y él no se dio cuenta de que lo había

perdido. Pero hay más.Los ojos de Cata se hicieron más grandes, ansiando conocer más detalles.—La científica recogió restos de madera que al principio carecían de sentido, pero los han ido

reconstruyendo y parece ser que es un juguete de niño, una animal de madera que parece ser unaliebre.

—¿Una figurilla tallada en madera?—Así es.—En el pueblo hay un hombre que tiene como hobby hacer eso. ¿Tiene alguna relación con el

caso?—Lo han interrogado, por supuesto, pero, aunque reconoce que la figura la hizo él, asegura que

lo hacía para toda la chiquillería. Y es verdad, varios vecinos lo han corroborado, incluso hanenseñado piezas antiguas que aún conservan.

—O sea que, a pesar de las pruebas halladas, estamos en un callejón sin salida.—Me temo que sí, pero conozco a Rojas y a Bravo y no se van a dejar vencer; llegarán hasta el

final al igual que lo hicieron con el asesinato de Nicolás Alonso De la Torre. ¿Recuerdas elasesinato de Poza? —Ella asintió con la cabeza, fue un crimen del que se habló mucho en laprovincia—. Incluso me consta que han hablado con un amigo suyo, también guardia civil, que enaquel momento estaba de vacaciones en el pueblo y los ayudó con el caso —y agregó—: César

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trabaja en la Europol, en Holanda, y sé que han hablado con él para pedirle consejo.Cata respiró.—Estoy tan cansada.Carlos notó su decaimiento en aquel instante e, impulsivamente, la abrazó con ímpetu para

transmitir por medio de su cuerpo la fuerza que sabía que necesitaba en ese momento. Ella no lorechazó y se agarró a él con energía, porque en aquellos momentos, y a pesar de su fortaleza,necesitaba sentir que tenía una tabla a la que agarrarse para no naufragar y perderse en las aguasoscuras de la desesperación. Había estado sola demasiado tiempo y ansiaba el contacto con otroser humano, y él estaba allí; y por extraño que fuera, no le importaba mostrase vulnerable anteCarlos.

Ambos se separaron azorados por dejarse llevar y se dirigieron en silencio a una de lascafeterías de la plaza. Entraron en una y se sentaron al fondo. Los dos perros se tumbaron debajode la mesa.

—¿Cómo acabaste viviendo en Burgos? —preguntó Carlos.Cata sonrió.—No fui nada original, me vine por amor y me quedé por el trabajo. ¿Y cómo terminaste tú

siendo juez en Briviesca?—En mi caso fue por desamor. Yo estudié en Deusto, y la que entonces era mi novia y su padre

trazaron mi camino sin consultarme, y no me agradó demasiado que otros tomaran la iniciativa pormí. ¿Dónde está ahora tu amor?

Cata suspiró.—Casado y siendo un respetable padre de familia. Por cierto, su mujer era una de mis mejores

amigas.—¿Era?—Después de una larga conversación en la que intentaron explicarme que se habían enamorado

y que no deseaban que ese insignificante hecho cambiara la gran amistad que nos había unidodurante tantos años, los mandé la mierda a los dos.

—¡Bravo! —Aplaudió el juez—. ¿Y cómo se lo tomaron?—No me quedé para comprobarlo.—Burgos es un sitio pequeño. ¿Te los encuentras?—Algunas veces; de hecho, acaban de entrar por la puerta.Carlos miró al sitio que le indicaba Cata y vio a una pareja que acababa de entrar con una silla

de niño, y que se sentaban en una mesa cercana al ventanal.—No creo que te hayan visto —murmuró.—Sinceramente, a estas alturas ya me da igual.—¿Estarías más cómoda si nos fuéramos a otro lugar?—Para nada, además, aquí ponen unos cojonudos de chuparse los dedos y no voy a renunciar a

comerme un par de ellos porque estén aquí. Que se vayan ellos —dijo haciendo el gesto de

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despedida con las manos.—¿Así que un par de ellos, eh?—Para mí, un cojonudo y una cojonuda, regados con un tinto de la tierra.—¿Rivera del Duero?—Por supuesto.Carlos se acercó a la barra y pidió al camarero las famosas tapas de Burgos. Dos rodajas de

pan, una de estas, el cojonudo, con chorizo picante, huevo de codorniz y pimiento picante, y laotra rebanada, la cojonuda, con los mismos ingredientes, pero sustituyendo el chorizo por lacélebre morcilla.

Carlos observó que la pareja cuchicheaba entre ellos y miraban con descaro al lugar donde seencontraba ella. Al llevar a la mesa las tapas y las bebidas, se lo dijo a Cata.

—¿Se acercarán aquí? —Quiso saber él.—No lo creo, imagino que ya se han llevado bastantes cortes.—¿Sabes lo que más rabia me da cuando se rompe una pareja? —expresó Carlos.—Los amigos que pierdes cuando se posicionan con la parte contraria.—Sí, pero ¿sabes una cosa?, al final siempre me digo que tal vez no eran tan buenos como yo

pensaba. ¿Perdiste tú amigos?—Algunos que pensaban que debía ser más civilizada y apoyar ese afecto que había surgido

entre ellos, pero yo lo único que me preguntaba era: «¿Desde cuándo están juntos?». Nunca mecreí, como intentaban hacer que pensara, que ese sentimiento hubiera surgido de repente, que unamañana se levantaron de la cama y tuvieron la gran revelación de su mutuo amor.

—Es todo muy complicado —comentó Carlos—. Además, por lo que veo ahora hay un niño.—Sí, se casaron deprisa, ya sabes, una gran boda de postín y viaje de novios a las Maldivas,

todo muy chic, y enseguida se quedó embarazada. No sé si Rubén era el adecuado para mí. —Enel rostro de Carlos se dibujó una enorme sonrisa. Inti ladró debajo de la mesa—. Ya ves, yo soyfeliz con mi perro —apostilló Cata.

—Y yo con el mío. Tenemos dos grandes compañeros, somos afortunados —y añadió Carlos—:¿Te apetece cambiar de sitio?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y ambos se levantaron, cogiendo las correas de losperros, y comenzaron a andar junto a la barra.

—Hasta luego, Andrés —se despidió Cata del camarero al pasar a su lado. Él hizo un gesto conla cabeza mientras introducía unos vasos en el lavavajillas.

No miraron hacia la mesa donde se sentaban su expareja y su actual mujer, aunque se sintieronobservados; y Cata, por el rabillo del ojo, vio cómo ambos paraban la conversación paramirarlos.

Al salir a la calle, sintió el suave viento en su rostro y respiró profundo para llenar de aire suspulmones.

—¿Vamos andando hasta el Teatro Principal? —propuso Carlos.

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—De acuerdo.Los perros olisquearon la estatua de bronce de La castañera, situada en uno de los laterales del

paseo del Espolón, cercana al arco de Santa María.—Duro oficio el de estas mujeres —dijo el juez, contemplando la escultura.—Ya lo creo, sobre todo en el invierno burgalés. Es un homenaje al trabajo de una de esas

señoras que siempre se ponía en este paseo junto al río Arlanzón, a pesar del frío; pero creo que,en el fondo, es un pequeño reconocimiento a todas ellas.

Siguieron andando paso a paso, mientras el color naranja, manchado de azul y rojo, seapropiaba del paisaje y los últimos rayos de sol otoñal se asomaban por el horizonte, más allá delas torres de la Catedral, iluminando la ciudad delicadamente de colores cálidos. Cata, porprimera vez en muchos años, se sintió a gusto y tranquila. Ver a su antiguo amor y a su amiga no lahabía alterado como otras veces cuando, mirando al niño, intentaba imaginar el rostro quehubieran podido tener sus hijos con él; niños que ya nunca llegarían a existir. Entonces miró alhombre que paseaba a su lado, un ser tranquilo y apacible que la hacía sentirse bien, que habíaadoptado a un perdiguero de Burgos en tierras de cazadores y al que no le importaba esconder lossentimientos hacia su mascota sin que eso rebajara un ápice su masculinidad. Un compañero devida al que muchas mujeres desearían tener de socio en el largo camino.

—¿En qué piensas? —preguntó Carlos.—En lo bien que me lo he pasado hoy contigo. Gracias por esta tarde; me has hecho el mejor de

los regalos.—Para Hércules y para mí ha sido un verdadero placer acompañaros a Inti y a ti.—¿Dónde has aparcado el coche?—En un parquin cercano a la estatua del Cid.—Te acompaño.Al llegar a la entrada de peatones el aparcamiento, Cata supo que debería hacer algo, no dejar

escapar ese momento, para que no se convirtiera en un puñado de arena que lentamente se escurreentre los dedos y se pierde para siempre.

—Me gustaría volver a verte —dijo al fin.Carlos no contestó, y ella temió haberse dejado llevar por la atmósfera que la envolvía.—Soy un hombre torpe en mis relaciones —musitó al fin con nerviosismo—, pero a mí me

gustaría también volver a quedar otro día contigo. Me haces desear conocerte y te puedo asegurarque hace mucho tiempo, demasiado, que no me sentía así con ninguna mujer. Entiendo que tal vezlas circunstancias para conocernos no han sido las mejores...

Cata lo interrumpió.—Han sido excelentes; el descubrimiento de los restos de mi abuela me ha proporcionado la

tranquilidad que estaba buscando y, además, te ha traído a ti hasta mi vida, no voy a pedir más.—Si tú quieres —balbuceó el juez—, podemos quedar cualquier otro día.—El próximo fin de semana voy a ir a Bilbao a visitar a mi abuelo. Me encantaría que lo

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conocieras, aunque él nunca llegue a saber quién eres.—Para mí será un honor que me lo presentes.Entonces se atrevió a abrazar el cuerpo de la mujer, suave, al principio, para ir aprisionándola

con fuerza, temiendo perderla. Cata se dejó fundir en su abrazo hasta que levantó la vista y vio suslabios carnosos y ligeramente húmedos; se puso de puntillas y los acarició, fue un beso suave alprincipio, que poco a poco se tornó ansioso, fuerte, como si sus labios estuvieran deseosos desaborearse.

—Te llamaré —dijo Carlos separándose de ella para entrar en el parquin.Cata se quedó observando cómo se perdía por las escaleras y se tocó los labios hinchados, que

aún mantenían su sabor. Los acarició y sonrió. Deseaba desesperadamente que llegase el sábado.

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Capítulo 6

La niebla que cubría Peña Angulo engulló el coche y Cata se aferró al asiento. Notaba su cuerpotenso y fijó su vista al frente, los faros atravesaban con un halo de luz la bruma e iluminaban lacalzada tenuemente, Carlos rebajó la velocidad.

—Igual hubiera sido mejor ir a Bilbao por la autopista, esta poca visibilidad me pone nerviosa—dijo ella inquieta.

—No te preocupes, me gusta más conducir por carretera que por autopista; además, piensa quesolo son gotas de agua en suspensión que se empeñan en permanecer a ras del suelo, ya veráscómo según vayamos bajando el puerto, desaparecen. Por otra parte, el desayuno en Oña ha estadomuy bien.

Cata sonrió al recordarlo. Carlos la recogió temprano en Burgos y decidieron desayunar por elcamino, pararon en Oña y desayunaron en una terraza frente a la hermosa fachada del antiguohospital psiquiátrico. Hacía frío, pero a ninguno de los dos les importaba demasiado, estaban bienabrigados y, además, sus cuerpos mantenían un suave ardor interior capaz de protegerlos contralas bajas temperaturas.

Como Carlos había predicho, al bajar la peña, la niebla se fue disipando, y unos rayos de solasomaron lentamente para volver a esconderse con rapidez. Bilbao los recibió cubierto de esaatmósfera gris acentuada por la llovizna suave que, de vez en cuando, envuelve la ciudadtapándola con un velo etéreo.

La residencia de su abuelo estaba situada a las afueras, a escasos kilómetros, en una pequeñalocalidad con una plaza empedrada y un kiosco de música en el centro. Saliendo del pueblo, seencontraba el viejo caserón que alguna vez había sido un hotel, y ahora, reconvertido enresidencia de mayores, atendía a pacientes con diferentes fases de alzhéimer. El aparcamientopara las visitas estaba situado en la parte trasera, mientras que delante había un jardín confrondosos árboles y muchos bancos diseminados en aquel bosque artificial creado por las manosde un experto jardinero.

Al entrar en el edificio, el ambiente era cálido y familiar. El mostrador de recepción era unasimple mesa con un ordenador, y el salón, con una gran chimenea de piedra, actualmente apagada,era más el de una casa que el de una institución. Los colores claros ayudaban a hacer el entornomás grande y los techos altos configuraban a la estancia un aire señorial.

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Carlos se mostró sorprendido ante lo que estaba viendo.—No me lo esperaba así para nada, estoy acostumbrado a otro tipo de instituciones más

asépticas. Realmente esto no parece un hogar, pero, por lo menos, sí un hotel donde uno estápasando unas vacaciones tranquilas.

—La residencia la llevamos un grupo de familias —replicó ella—; bueno, más bien deberíadecir la llevan, porque yo no aporto mucho de mi tiempo y muchos meses me limito a pagar lacuota —confesó casi con culpa—. Queríamos un lugar especial para cuando nuestros seresqueridos fueran perdiendo la memoria y encontramos este hotel que transformamos en residencia;nos cobran un alquiler casi simbólico y nos ocupamos del mantenimiento. Los propietarios estáncontentos de que no se derrumbe, y nosotros de tener un sitio tan genial. El personal es muycompetente, y además vienen muchos voluntarios a leerles los periódicos o tocar música endirecto.

Al entrar en uno de los pasillos de la segunda planta, Cata se dirigió a la habitación 105 y tocósuavemente con los nudillos antes de abrir la puerta. El cuarto era amplio, tenía una camaindividual de hospital cubierta con una colcha de cuadros, y junto a una gran puerta, que daba pasoa una pequeña terraza llena de plantas, dos grandes sillones orejeros a los lados de una mesitaredonda con algunas revistas apoyadas en su superficie. Un hombre mayor, vestido con unospantalones grises y una gruesa camisa, estaba sentado sobre la cama.

—Hola, abuelo —saludó Cata mientras le daba un beso en la frente—, he venido a verte con unamigo mío. Ven —dijo a Carlos haciéndole un gesto con la mano para que se acercase—. Tepresento al hombre más importante de mi vida, mi abuelo Fabián.

El juez le estrechó la mano y el anciano se dejó hacer sin mostrar ningún atisbo de entender loque estaba sucediendo.

—Encantado de conocerlo, señor —indicó con cortesía.El octogenario levantó la vista un momento.—¿Eres mi hijo? —preguntó.—Abuelo, es un amigo mío —expresó Cata.—¿Tú sabes dónde está mi hijo?—No ha podido venir —dijo con un susurro.—Me lo intentaron robar una vez.Carlos miró a Cata fijamente.—A veces me dice que alguien quiere robar a mi padre, pero nunca lo había dicho hasta que la

enfermedad llegó a la fase avanzada. No sé si recuerda lo que sucedió cuando mi abueladesapareció y a mi padre lo dejaron en la puerta de Mercedes, y en su mente piensa que se lo hanquerido robar.

—Es dura esta dolencia.—Sí, pero yo sé que debajo de esa carcasa y de esa mente que no recuerda, está mi abuelo. No

volverá a ser como antes, pero es el abuelo que me mimaba y me quería. Me niego a creer que no

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siga sintiendo eso por mí, aunque los médicos digan que su mente se ha ido para siempre.—¿Quién eres tú? —preguntó Fabián a Cata.—Soy tu nieta.El hombre la observó con ojillos vivaces y miró hacia una fotografía que estaba en una repisa.

Era la vieja foto en blanco y negro de su abuela y él en la que estaban junto a un cerezo con susramas cubiertas de flores. La misma que tenía Cata en su álbum de fotos.

—Ella sí que viene a verme de vez en cuando, aunque se tiene que ir enseguida y me deja aquísolo. Pero me cuenta cosas.

—¿De qué está hablando? —preguntó Carlos.—Siempre me dice que la mujer de la fotografía viene a visitarlo, pero es imposible porque esa

mujer es mi abuela.—Yo la quiero mucho. —Dos lágrimas comenzaron a descender por las mejillas del anciano—.

Y ella me ama solo a mí. No nos pueden dejar en paz, no señor. —Levantó el dedo índice de lamano derecha y apuntó al techo—. Mucho malquerer hay en este pueblo; nos vamos a marcharpara Bilbao, voy a trabajar en los Altos Hornos.

—Creo que será mejor que lo llevemos a la cafetería a tomar algo, me parece que se estáexcitando con los malos recuerdos y eso no es bueno para él —observó Cata, preocupada, almismo tiempo que ayudaba al anciano a levantarse de la cama.

—Vamos a bajar para tomar un café con leche, abuelo. ¿Te apetece?—¿Va a venir mi hijo conmigo? —Fue su respuesta.—Vamos a bajar a la cafetería, quizá ya está allí.—Puedes venir —dijo Fabián dirigiéndose a Carlos—, así conocerás a mi chico.Al cerrar la puerta de la habitación, el anciano habló otra vez con él.—¿Eres primo mío o algún otro pariente?—No, señor, soy amigo de su nieta.Fabián lo miró de manera extraña.—Te has debido confundir de habitación, yo soy demasiado joven para tener una nieta, tal vez

te refieres a un viejo que vive en la puerta de al lado.—¿Y esa chica quién es, Fabián?El octogenario se encogió de hombros.—No tengo ni idea, pero creo que conoce a mi chico.Cata sonrió y abrazó a su abuelo, que se dejó hacer sin rechazarla como en otras ocasiones

había sucedido.En la cafetería se acomodaron al lado de un gran ventanal con vistas al parque, y Carlos fue a

pedir dos cafés con leche para ellos y un vaso de leche para Fabián, que seguía con la miradaperdida sin entender lo que en ese momento estaba sucediendo.

—¿Crees que si le haces algún comentario de tu abuela recordará? —preguntó Carlos,interesado en saber si la mente perdida de Fabián aún conservaba algún atisbo de memoria que

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pudiera ayudar en la investigación.—No lo sé, a veces se acuerda de detalles insignificantes y otras está completamente perdido.

Es difícil saberlo.—¿Me permites que lo intente yo?Cata dudó un instante.—Bueno —dijo al fin.—¿Dónde está su esposa, Fabián?El anciano lo miró con los ojillos casi cerrados.—En casa, ¿dónde va a estar?Las miradas de Cata y Carlos se cruzaron.—Me imagino que cuidando al chico —insistió Carlos.Fabián intentó agarrar el vaso de leche con las manos, pero no pudo, su nieta lo sostuvo y se lo

acercó a los labios para que bebiera. Cuando terminó de dar el pequeño sorbo, Cata lo dejó sobrela mesa, Fabián la miró.

—Gracias, joven —dijo con un soplo de voz.—Fabián —volvió a llamar Carlos la atención del anciano—, ¿usted sabe lo que le pasó a su

esposa?El octogenario calló y agachó la cabeza casi hasta que la frente le rozó el pecho.—No lo sé, no quiero hablar.Cata agarró sus manos entre las suyas y se las empezó a acariciar suavemente.—No pasa nada, abuelo, tranquilo.—Estoy cansado, quiero irme a mi casa, mañana he de levantarme temprano para podar unos

árboles junto al puente.—Vale, ya nos vamos.Acompañaron al anciano a su habitación y lo acomodaron en uno de los sillones. Una auxiliar

entró con una bandeja de comida.—Hola, vengo con su cena. Hoy está un poco alterado y hemos preferido que no baje al

comedor.—¿Cómo ha pasado la semana? —preguntó Cata.—Ya sabes cómo es esto, ha tenido altibajos, pero en general ha estado muy tranquilo. Pregunta

mucho por su hijo.—Al morir mi abuela —dijo dirigiéndose a Carlos—, solo le quedó mi padre y siempre fue

muy protector con él, y después, conmigo. Al principio, cuando me preguntaba por mi padre, lecontestaba la verdad, que había fallecido, pero me di cuenta de que sufría por esa situación y que,además, la siguiente vez no recordaba que su hijo había muerto y, al refrescárselo, volvía a sentirel dolor de su perdida. Así que opté por mencionar momentos especiales que vivieron juntos paraprovocar emociones positivas.

—Es muy triste perder los recuerdos —susurró Carlos—. Nuestra vida es como un gran cuadro

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que se va matizando con personas y acontecimientos. Cada lienzo es único y te recuerda quiéneres, dónde has estado y qué has hecho, pero cuando un ser humano llega al estado de ser incapazde ver ese cuadro, ¿quién es?

—Yo quiero pensar que el recuerdo está ahí, solo que hasta este momento nadie conoce lamanera de poder recuperarlo —apuntó Cata.

—Quiero irme a mi casa —dijo Fabián.—Estás en casa, abuelo.—No, esta es tu casa, yo quiero ir a la mía.—Lleva así un tiempo —señaló la enfermera—, el otro día quería salir al jardín para cuidar la

huerta e ir a echar de comer a las gallinas.Cata miró a su abuelo, y sus ojos se humedecieron. Se acercó a él y le dio un beso en la frente.—Adiós, abuelo, volveré en cuanto pueda para verte.Fabián la agarró con fuerza de la ropa.—Catalina es una mujer muy confiada y no me hace caso cuando le digo que hay lobos que

parecen mansos perros.Carlos y Cata se miraron.—¿Qué quieres decir, abuelo?Pero él no respondió. Una solitaria lágrima comenzó a resbalar por la mejilla del anciano.

Cuando abandonaron el centro residencial, ya en el coche Cata le propuso a Carlos pasar la nocheen Bilbao. Sabía lo que iba a pasar, pero necesitaba sentir el calor de otra persona contra su piel,urgía de una boca anhelante sobre la suya; sentía apremio de sexo. Carlos asintió con la cabeza amodo de afirmación; también él lo deseaba, posiblemente desde la primera vez que la había vistofrente a los juzgados de Briviesca; ya su órgano viril sentía pequeños latigazos esperando lo quesabía que iba a encontrar.

El trayecto se les hizo largo a ambos, y cuando se registraron en el hotel, subieron con prisa a lahabitación. Apenas cerrada la puerta, Carlos puso sus labios calientes sobre los de Cata, ella lossintió ardientes sobre los suyos y respondió con intensidad; sabía que esto solo era el preludio deun tórrido placer, y se sintió poderosa. Carlos clavó la lengua sobre la suya como si fuera unadaga; Cata soltó un débil gemido, y él avanzó; le levantó la camiseta y comenzó a acariciar suspechos lentamente, apretando y aflojando en un baile de placer. Cata apenas podía respirar.Deseaba más, Carlos le abrió la cremallera de los tejanos y se los bajó poco a poco. Una vezsuperada la barrera, la tumbó sobre la cama y se quitó sus pantalones; a su lado, recorrió elcuerpo femenino sin prisa, acariciándola con suavidad. Ella sintió que sus venas ardían y surespiración se aceleró; él sabía lo que ella necesitaba y se lo dio. Con su cuerpo cubierto desudor, se puso a horcajadas y le acarició los muslos y la entrepierna; ella levantó la pelvis porqueya no podía aguantar.

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—Te deseo, no soy capaz de esperar más —susurró.Cuando él la penetró, ella lanzó un grito de placer.—Eres increíble —dijo él cuando todo acabó.Ambos se tumbaron en la cama; ella, exhausta, ligeramente adormilada, mientras él acariciaba

su rostro y su cabello. Se daba cuenta de que en ninguna de las anteriores veces que había estadocon una mujer tuvo las sensaciones que acababa de experimentar. Por fin entendió que dos cuerposse hicieran uno. A partir de ese momento, comprendió que jamás existiría otra mujer como Cata.

Ella se dejaba mimar por el hombre que había conseguido que sintiera como lo había hecho.Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación de ser deseada, tal vez demasiado,desde que su novio la había abandonado por su amiga. Después del instante mágico que acababade vivir, le parecía que aquella pesadilla había ocurrido millones de años atrás. Se alegró de quesu cuerpo lograra por fin percibir.

Era su secreto.Rubén fue el segundo hombre con el que se acostó, y deseaba sentir, pero tampoco con él logró

experimentar el éxtasis que otras mujeres decían alcanzar. Su primer novio la apremió para tenerrelaciones sexuales y ella se dejó llevar, más para no perderlo que por convicción propia. Él eraun novato que buscaba su propio alivio antes que el de su compañera, y ella nunca protestó. Luegollegó Rubén, ¿se había enamorado realmente o solo necesitó experimentar? Tampoco logró sentircon él. Se preguntaba si esa había sido la causa de que hubiera buscado consuelo en los brazos dePatricia, pero enseguida rechazó la idea; no existía una excusa para su traición.

Esa noche había sido diferente. Los ágiles dedos de Carlos en su cuerpo la habían llevado alcenit sexual.

Por la ventana de la habitación, el resplandor del titanio del Museo Guggenheim iluminaba laestancia dándole un leve color ocre. Ambos acompasaron sus respiraciones y se quedarondormidos.

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Capítulo 7

Los restos de Catalina fueron enterrados en el Cementerio de San José de la capital burgalesa, enla tumba que tantos años la había estado esperando. Allí descansaría eternamente junto a los seresque tanto la añoraron en vida y que la quisieron aún sin haberla conocido.

Don Ignacio, el cura de la comarca, la llamó por teléfono varias veces para insistir en prepararel entierro en la iglesia de la Natividad de Terminón, la misma donde su abuela fue bautizada y secasó.

—Era una buena católica —argumentaba el sacerdote con ímpetu—, hija de la Iglesia romana, yla misa fúnebre es la principal celebración para honrar a un ser querido fallecido. A tu abuela lehabría gustado que su última despedida fuera en el pueblo, rodeada de gente conocida.

—Mire, padre —dijo subiendo el tono de voz un poco más de lo deseable—, no voy a haceruna misa en la misma población donde estuvieron sus huesos enterrados durante tantos años.

—Precisamente por eso mismo, hija, ella ahora descansará en tierra sagrada rodeada de lasgentes que la conocían en vida; nunca faltará una visita a su tumba y un rezo por su alma.

—Don Ignacio, posiblemente su asesino esté entre los vecinos, y estoy convencida de quealguien sabía algo y calló. No va a haber un funeral en la iglesia y mucho menos sus restos van adescansar en el cementerio local. Mañana los enterramos en el camposanto de Burgos.

—¿Sin honras fúnebres? —preguntó visiblemente preocupado el cura.—Mire, padre, el velorio y las exequias las debió tener cuando falleció, pero alguien se cuidó

muy bien de que no fuera así. En estos momentos, a la única persona que le duele su muerte es amí, y yo la acompañaré hasta su última morada. No quiero que venga nadie más.

—Por lo menos, déjame hacer un responso por el alma de la finada.Ante su insistencia, Cata se vio obligada a permitir que el sacerdote acudiera al camposanto. Lo

primero que hizo el cura fue cubrir la pequeña caja que contenía los huesos de su abuela con unpaño mortuorio. Cata intentó quitarlo, pero Carlos, que había insistido en acompañarla, le agarrósuavemente el brazo y se lo impidió.

El ritual del sepelio comenzó con una oración por su alma:—El Señor, en su amorosa e inescrutable providencia, ha llamado a nuestra hermana Catalina.

Su partida nos ha llenado a todos de dolor y de consternación. Pero, en este momento triste,conviene que reafirmemos nuestra fe que nos asegura que Dios no abandona nunca a sus hijos. Con

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esta certeza, pidamos ahora al Señor que a nuestra hermana le perdone sus faltas y le conceda pazy bienestar entre sus santos. Y que a nosotros nos dé la firme esperanza de encontrarla nuevamenteen su reino. Amén.

Solo se oyó una débil respuesta por parte de Carlos. El sacerdote retiró el paño, y la caja conlos restos de Catalina fue introducida en la tumba. Su nieta estaba allí de pie, pálida y vestida deoscuro, a punto de desmayarse.

Pensaba que su abuela no tendría que estar encerrada en esa caja, no era justo. Catalina deberíahaber visto crecer a su hijo, conocerla a ella y envejecer junto a su esposo. Una pequeña ráfaga deviento meció sus cabellos y ella recordó una oración funeraria: «Aunque ande en valle de sombrade muerte, no temeré mal alguno...». Pero el mal existía, Catalina Quintana se había tropezado conél y, aunque por ahora no tenía rostro, sabía que tarde o temprano lo descubriría, ese crimen noiba a quedar impune. Un pájaro cruzó el cielo mientras Carlos depositaba una corona de azucenasblancas sobre la tumba.

Se sintió mareada y se agachó a coger un par de capullos del arreglo floral.—Quiero ir a Terminón —le dijo a Carlos—. ¿Me puedes llevar?—Por supuesto —respondió este.Se despidieron del sacerdote y abandonaron el cementerio.Una vez en el pueblo, Cata le pidió que la llevase a la era de los cerezos. Con las dos flores

que había arrancado en la mano, atravesó la tierra hasta llegar al lugar donde durante tantos añoshabía estado oculto el cuerpo de su abuela. Se arrodilló en el suelo, tocó el tronco del árbolreseco como si lo estuviera acariciando y depositó las dos flores junto a este.

—Nunca tuviste flores, incluso el árbol que te cobijaba agonizó contigo —murmuró.Notó que algo le pasaba rozando la oreja y se asustó, Carlos la tiró al suelo y la protegió con su

propio cuerpo.—¡Joder! —chilló.Levantó la cabeza y vio con horror que una bala se había incrustado en la corteza del cerezo.—¡Hostia! —exclamó sintiendo una fuerte subida de adrenalina en su cuerpo.Volvió a sentir el zumbido de una bala cruzando a su lado, se levantó y empujó a Cata a una

zanja y la volvió a cubrir con su cuerpo. Sintió pánico, pero no por él, sino por ella, queconvulsionaba como si tuviera escalofríos constantes y respiraba con dificultad. Alguien lesestaba disparando; no era su imaginación que le estaba jugando una mala pasada. Iban a por ellos.Trató de pensar, pero era incapaz de hacerlo, oyó el sollozo de Cata. Necesitaba hacer algo, peroestaba aterrorizado, temiendo oír el sonido de un tercer disparo. Ella gimió y se agarró con fuerzaa su brazo. Carlos cogió el teléfono móvil del bolsillo de su parka y marcó el número del puestode la Guardia Civil de Oña para pedir ayuda.

—Nos están disparando, ¡joder! Necesitamos ayuda. Estamos en el lugar donde fueron halladoslos restos de Catalina Quintana —chillaba con voz agitada.

Apenas tardaron cinco minutos en divisar el coche patrulla del que se apearon apresuradamente

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Ramón Martínez y el guardia en prácticas Mario Arribas. Los encontraron junto al árbol, sentadosen la zanja. Ella estaba pálida, y él la tenía agarrada por los hombros mientras le acariciaba consuavidad una de sus manos.

—¿Cuántos disparos han oído? —preguntó Martínez.—Dos —respondió el juez—, la primera bala se ha incrustado en el tronco del cerezo y la

segunda no sé dónde ha ido a parar.—¿Cree que iban a por ustedes? —interrogó el segundo guardia.—Sin lugar a dudas, quien disparaba sabía a quién lo estaba haciendo.—¿Qué hacían aquí?Esta vez fue Cata, ya un poco más calmada, quien respondió:—Esta mañana hemos dado sepultura a mi abuela y quise traer dos flores de su corona al lugar

donde se encontraron sus restos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde están las flores, Carlos?Él se dirigió a la zanja donde se habían protegido de los disparos y encontró las flores

aplastadas y marchitas.Al verlas, Cata murmuró:—Ni siquiera me han dejado ponerlas en la que fue su tumba. ¿Quién ha podido hacer algo así?

¿Qué clase de persona se siente molesta porque yo deposite una ofrenda a mi abuela? No loentiendo.

Carlos la abrazó con fuerza y le dio un suave beso en su cabeza.—¡He encontrado el segundo cartucho! —gritó el guardia en prácticas dirigiéndose al lugar en

el que se hallaba Martínez para mostrárselo en su mano cubierta con el fino guante de látex.—Con un poco de suerte, el que lo hizo será un tanto idiota e igual podremos sacar alguna

huella.Etiquetaron la prueba en una bolsa de plástico y la guardaron en un maletín metálico. Luego

procedieron a constatar la trayectoria balística por el método ocular; para ello atravesaron elorificio, producido por la bala en el tronco del árbol, por medio de una varilla con el mismoángulo de inclinación recorrido por el proyectil del arma. Con la vara ya montada, apoyándose envarias guías, Martínez trazó la línea de tiro.

—¿Desde dónde crees que han disparado? —lo interrogó Carlos.—El tirador estaba situado en el camino de entrada a las eras. ¿No vieron a nadie cuando

vinieron hacia aquí?—No, estaba tan solitario como siempre.—El arma utilizada ha sido una escopeta de caza, pero eso no es mucho decir porque en estos

pueblos son muchos los que las tienen. Pero el calibre es pequeño, un 12.—¿Conoces alguna con esas características?—Tal vez pueda ser una Beretta Ultralight, la usan mucho los cazadores que andan todo el día

en movimiento, es una escopeta liviana para cargas ligeras, aunque tiene mucho retroceso; conesta cazas todo el día sin enterarte de que la llevas, por eso la usan.

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—O sea que una persona mayor la podría disparar sin problemas —apuntó Carlos.—Sí, perfectamente —contestó el guardia civil.Al terminar de embalar todos los indicios, ambos policías realizaron una búsqueda final para

estar seguros de que habían documentado, y recolectado, todo aquello que pudiera ser útil para lainvestigación. Antes de abandonar la escena, le preguntaron al juez si necesitaba algo más.

—No, gracias por todo lo que habéis hecho.—No hay que darlas, don Carlos —y luego se dirigió a Cata—: Señora, haremos todo lo que

esté en nuestra mano para encontrar al malnacido que le ha disparado.—Gracias —respondió esta con un hilo de voz, mostrando una tenue sonrisa.Cuando la Guardia Civil abandonó el lugar, Carlos atrajo a Cata contra su pecho y le besó

suavemente los labios.—Hoy te quedas en mi casa a dormir.—Pero... —intentó protestar ella.—No hay peros que valgan —dijo él enérgico—, no es una buena noche para que la pases sola.—De acuerdo —dijo al fin—. Tú ganas. Tengo que llamar a Ana para que se quede con Inti; no

creo que le importe.

Al llegar a la casa del juez en Briviesca, Cata se percató de que todo estaba en perfecto orden.Olía a cítricos, y la potente luz de una farola se colaba tenuemente por los estores. El lugar no eramuy grande, aunque contaba con un espacioso salón comedor junto a una pequeña cocina. Nadamás abrir la puerta, Hércules salió a saludarlos agitando el rabo con movimientos enérgicos.

—Buen chico —dijo Carlos mientras le acariciaba la cabeza.Cata hizo lo mismo, y después de la excitación del primer momento, el perro se tumbó en su

colchón situado en el suelo junto al sillón. Ambos colgaron las parkas en el perchero delrecibidor, y él se fue a la cocina mientras ella se dejaba caer en el sofá. Al poco rato volvió conuna botella de vino blanco y dos copas, y se sentó a su lado.

—No tengo nada más fuerte para beber, ya sabes que no soy de licores potentes —dijo casi amodo de disculpa.

—No me importa, yo tampoco suelo beber demasiado, aunque hoy de verdad lo necesito.Ambos se quedaron en silencio durante un buen rato, apurando sus copas de vino en pequeños

sorbos.—Estoy tan cansada —dijo Cata—, solo quiero olvidarme de todo y volver a la rutina que

siempre tenía.—¿De verdad quieres eso? —preguntó Carlos.Ella tardó en contestar.—En el fondo sé que no lo quiero, porque lo que de verdad ansío es encontrar a la persona que

acabó con la vida de mi abuela para poder mirarla a los ojos y preguntarle, simplemente, por qué

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lo hizo. —Se quedó un momento callada apretando la copa entre sus manos, y luego continuóhablando—: He vivido la tragedia desde que tengo uso de razón, la rabia de un abuelo que perdióa su mujer, la tristeza de un hijo que no conoció a su madre y luego esa sombra que se proyectabasobre mi abuelo, las dudas de que la hubiera matado él en un ataque de celos. Terrible.

—¿Estás preparada para descubrir la verdad? —preguntó Carlos.—Nuca he estado más dispuesta —fue su respuesta.—¿Aunque la verdad sea dolorosa?—Alguien nos ha disparado esta tarde, y mi abuelo no ha podido ser porque está en una

residencia en Bilbao y no recuerda ni quién es. Eso es lo doloroso para mí, que nunca llegue aconocer lo que sucedió aquel día.

Carlos le acarició lentamente las mejillas y la miró a los ojos; en estos notó el brillo de laslágrimas que pugnaban por escapar. La atrajo hacia sí y la besó con fuerza.

—Esta noche quiero quitarte todo el dolor que llevas acumulado desde hace tiempo —susurrócuando sus bocas se separaron.

—Quítamelo, por favor, extírpalo de mí para siempre.Él le cogió la cara entre sus manos y volvió a besar sus labios, esta vez fue un beso lento y

jugoso. La cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio para depositarla suavemente en la cama.Se tendió a su lado y sus bocas se volvieron a unir, el aroma a sudor y excitación comenzó aimpregnar la habitación. Hacía calor. Cata acarició el pecho de Carlos sobre la camisa y luego lefue desabrochando los botones hasta que logró rozar su piel mientras jugueteaba con su vello, seapretó contra él y el deseo inundó su cuerpo. Se quitó la camisa y el sujetador con violencia y sesituó sobre él, que comenzó a acariciar su cabello y besar su rostro. Súbitamente se llevó una delas manos a su boca y comenzó a chupar sus dedos, Cata gimió de placer. Ella lo deseaba y, derepente, se levantó y le quitó los pantalones, junto con los calzoncillos, para liberar su erección.El ardor ya era insoportable y quería más. Se liberó de sus bragas y volvió a situarse sobreCarlos, que comenzó a acariciar la parte interna de sus muslos.

—Te necesito —balbuceó, a la vez que sus caricias se hacían más intensas.Ella le cerró la boca con un beso y notó que la penetraba. Ambos lo celebraron con un grito de

placer.A la mañana siguiente, el resplandor del nuevo día los pilló en la cama. Desnudos y abrazados.

Cuando Carlos se despertó, besó el cabello de la mujer con la que había pasado la noche; laprimera que ocupaba aquel lecho. Al volverse vio a Hércules sentado en el umbral de la puerta,mirándolo fijamente.

—Lo siento, macho, tienes que esperar un poco para salir —dijo sonriendo—, tu jefe ha tenidouna noche magnífica que no quiere que termine.

El perro bostezó, se dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia el salón. Carlos abrazó confuerza a Cata, que aún gozaba de un profundo sueño.

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Capítulo 8

Tres días después, Carlos recibió la visita de Susana Mateo en su despacho.—Hay novedades —dijo nada más entrar, y se dejó caer en una de las sillas frente a la mesa del

despacho del juez.—Cuéntame.—La escopeta de caza ha sido identificada, y efectivamente Martínez tenía razón; es una Beretta

del calibre 12, cosa que nos ayudará a descartar sospechosos.—¿Han encontrado huellas en alguno de los cartuchos?—Hay una huella parcial que tal vez será difícil de identificar —dijo la forense y luego añadió

con cuidado—: ¿Te has planteado que quizá es una mera coincidencia?—¿Qué quieres decir? —preguntó Carlos sin disimular su disgusto.—Pues que tal vez sea un maldito accidente que nada tenga que ver con la desaparición de

Catalina, que fue tan solo una persona despistada que apuntó donde no debía y se encontró convosotros en su camino. —Susana había puesto mucha cautela al decir esas palabras porque nodeseaba herir a su compañero, pero conocía que era una de las líneas abiertas en la investigación.

Carlos se quedó callado mirándola fijo.—No, no me lo he planteado; ni siquiera ha pasado por mi cabeza pensar semejante cosa —dijo

con tono enojado—. Quien lo hizo vino a por nosotros y, además, en el momento en que Cataestaba haciendo una ofrenda floral a la memoria de su abuela. No fue una mera coincidencia.

—Te lo tenía que preguntar —manifestó Susana mientras observaba con persistencia su rostro yconstataba el disgusto que se dibujaba en este.

—¿Quién tiene ese modelo de escopeta por los alrededores?—La Guardia Civil dice que son seis las registradas. Tres de ellas en Terminón.Carlos palideció.—¿Quiénes?—Uno de ellos es el primo de Fabián, Basilio Ortega, otro el tallador de madera Eusebio y el

tercero Anselmo, el marido de Mercedes.—¿Y los otros?—Uno es de Poza y dos de Oña.—¿Les van a tomar las huellas? —preguntó Carlos.

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—Se las han tomado a los que no son del pueblo y han sido descartados. Ahora están enTerminón tomándoselas a los propietarios de las armas.

Carlos suspiró. Entre ellos había un asesino.

El agente Alfonso Rojas estaba en casa de Basilio; el hombre no había puesto ninguna pega paradejarlos pasar a su hogar y se había extrañado cuando le preguntaron por la escopeta, asegurandoque la tenía de forma legal y que la usaba muy poco. No había sabido decir dónde se encontraba ala hora en que se produjeron los disparos, pero señaló que en determinados momentos la memoriale jugaba malas pasadas y olvidaba cosas, y que no quería decirles nada a los hijos para que no losacasen del pueblo.

—No quiero acabar en una residencia sin saber quién soy, como mi primo Fabián —repetía convehemencia—. Antes me pego un tiro y termino con todo.

—Mala elección de palabras cuando eres sospechoso de un tiroteo con una escopeta de caza.—Yo no he hecho nada, ni siquiera he salido con mi arma últimamente. La tengo guardada por

si alguien me dice que lo acompañe al campo, pero nada más.Mientras el anciano estaba sentado con las manos apoyadas en una mesa camilla, Rojas se

concentraba en preparar la tarjeta autorizada donde iba a hacer constar sus huellas. Cogió el tapónde tinta y pidió a Basilio que firmase la tarjeta. El hombre se puso las gafas y, con manostemblorosas, escribió su nombre y lo rubricó. Por la forma en que sus manos se agitaban, Alfonsose dio cuenta de que hubiera tenido serias dificultades para sujetar el arma y apretar el gatillo; aunasí, siguió con el proceso y cogió cada uno de sus dedos, sujetándolos entre la tercera falange ylas uñas. Empezó con el pulgar y siguió con los demás dedos hasta que la tarjeta estuvo completa.

—Ya está, Basilio, límpiate —dijo tendiéndole un paño blanco y un bote pequeño de gel.—Yo nunca haría daño a la nieta de mi primo, y tampoco se lo hice a su mujer. Yo respetaba a

Fabián y me arrepiento de no haberlo apoyado cuando todas aquellas murmuraciones empezaron;por mi cabeza pasaron cosas extrañas aquellos días, era como si mi mente no me obedeciera.Nunca le causaría más padecimiento a la muchacha del que ya tiene la pobrecilla. ¿Me cree? —preguntó el hombre con voz angustiada mirando fijamente al guardia civil.

—Tranquilo, Basilio, si dices la verdad, las huellas te exculparán del intento de asesinato.Pero Alfonso Rojas se dio cuenta de que sus palabras no apaciguaron al hombre al que su

nerviosismo hacía agitar sus manos con mayor intensidad. No logró dilucidar si ese nerviosismose debía al momento o al miedo.

Eusebio los recibió en su cocina entre maderas y figuritas a medio tallar. En una esquina había unbusto femenino de tamaño medio que apenas comenzaba a tomar forma.

—Estoy intentando esculpir el rostro de Catalina en un trozo de madera que encontré en lahuerta de su antigua casa, parecía de una viga vieja. Si me sale bien, me gustaría regalárselo a su

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nieta, me parece algo especial para que lo tenga ella —explicó el hombre al ver que el guardiacivil se quedaba mirando la pieza.

—Seguro que lo consigues, eres un artista.—Son ya muchos años —dijo Eusebio con alborozo por el cumplido que acababa de recibir.—Te voy a tomar las huellas.—Yo no he sido quien disparó; apenas uso la escopeta y soy muy mal tirador, todo el mundo en

el pueblo lo sabe y se mofan de eso —dijo mientras Alfonso le impregnaba los dedos en tinta y selos pasaba por la cartulina.

—Si las huellas te descartan, estarás tranquilo.—Yo ya estoy calmado, mis huellas no pueden estar en ningún sitio.Tal vez estaba demasiado sereno, pensó el guardia civil, y eso a veces también era sospechoso.

Fue Mercedes quien les abrió la puerta cuando fueron a casa de Anselmo.—Es una pérdida de tiempo lo que van a hacer —dijo nada más abrirles la puerta—, es

imposible que mi marido, con medio lado paralizado y como está, sea capaz de disparar un arma.—Pero se las tenemos que tomar —replicó Alfonso—, consta como dueño de una escopeta del

mismo modelo de la que usaron para el ataque.—Allá ustedes si les gusta perder el tiempo.Fue difícil tomar las huellas a Anselmo, ya que sus manos tenían una ligera convulsión que

dificultaba la labor. Lo intentó en varias ocasiones, pero aun así no obtenía un resultado valido.Mercedes, que observaba de cerca, en el último de los intentos se abalanzó sobre su marido y lesujetó con fuerza las manos para que la tinta pudiera impregnar bien la tarjeta.

—Tengo que estar encima de ti hasta para esto. Ya no vales ni para estar quieto cuando te lopiden —gritó enfadada.

Anselmo soltó un gruñido.—No tendré la suerte de que te lleven a la cárcel para que yo pueda vivir tranquila, no señor.

Tendré que seguir con esta cruz el resto de mi vida.Alfonso miró a la mujer con dureza y le tendió un paño limpio para que se lavara uno de los

dedos que se había manchado con la tinta.—No seas tan dura con él, es un hombre mayor y enfermo y lo que estás haciendo se puede

considerar maltrato.Mercedes calló y puso un gesto de arrepentimiento que Alfonso enseguida captó como falso.—Lo siento, estoy cansada de atenderlo siempre; es muy duro estar las veinticuatro horas del

día con él, pero le prometo que seré paciente.Anselmo gruñía intentando llamar la atención del guardia. «Acércame un papel, igual puedo

escribir lo que tengo que decirte». Nadie parecía querer entenderlo.—Ya hemos terminado, ahora ya puede descansar tranquilo. —Lo intentaba calmar Alfonso

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Rojas ante la excitación que advertía en el hombre mayor.Cuando abandonó la casa, Mercedes fue hacia la silla de ruedas de su marido y la zarandeó.—Me tienes harta, si no fuera por tu pensión, hace tiempo que te habría llevado a una

residencia como lo llevaron a tu amigo Fabián. Sois tal para cual, y mira cómo habéis acabado:uno, senil, y el otro, impedido.

Anselmo quiso aullar como un lobo para apartar a los enemigos de su territorio, pero de sugarganta solo quiso salir un débil sonido parecido a un lamento.

El periodista Hornillos estaba en Terminón y apuntó los tres nombres en su cuaderno: Eusebio,Basilio y Anselmo. La Guardia Civil los había interrogado a los tres. Volvió a leer los nombres y,junto a estos, escribió un signo de interrogación. Tres personas. La terna para designar al asesinoestaba hecha, pensó.

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Capítulo 9

La investigación de las huellas dactilares los había conducido a un callejón sin salida. Ningunade las tomadas coincidía con la parcial encontrada en la munición recogida en el lugar del tiroteo.

—Pues quien disparó tiene una escopeta del mismo modelo no declarada o no me lo explico —opinaba José Antonio Bravo mientras leía otra vez el informe que tenía delante referente a lashuellas dactilares.

—Igual era uno de esos escopeteros de fin de semana y en realidad lo que creemos que era untentativa de asesinato fue un mero accidente —apostilló Rojas.

—Pudiera ser, no lo niego, pero qué casualidad que fuera en el mismo instante en que la nietaestaba poniendo las flores, ¿no?

—Demasiada coincidencia, ¿verdad? —comentó Alfonso con voz cansada.—Debemos seguir investigando, aunque en estos momentos no sé qué dirección debemos tomar.

Estoy totalmente perdido, pero tengo la convicción de que estamos en un punto en el que debemosavanzar, porque si nos estancamos aquí retrocederemos definitivamente.

—A mí me sucede lo mismo, y estoy convencido de que al juez no le haría demasiada graciaque cerremos este caso como no resuelto.

—Parece que va en serio con la chica —dijo el agente Bravo a modo de cotilleo.Alfonso sonrió.—Hace varios años que lo conozco, pero nunca lo había visto con una novia. Me imaginaba que

sus escapadas a Bilbao eran para algo más que para pasar el rato, ya sabes que en los pueblospequeños nos conocemos todos, y nuestra conducta debe estar en consonancia con nuestro trabajo.

—¡Dímelo a mí! Hace tanto tiempo que no ligo que ya no sé cómo se hace.—Es un buen tipo —reflexionó Alfonso Rojas—, siempre nos ha tratado muy bien, y creo que

en cierta manera se lo debemos a él y también a la mujer a quien le arrebataron la vida de unamiserable pedrada.

Carlos miraba una y otra vez la copia del informe que le habían pasado. Resultados negativos enla toma de huellas a todos los propietarios de ese modelo de arma en la comarca. Lanzó un bufido.Sabía que algo se les estaba yendo de las manos a todos, algo sutil que no lograban identificar. Lafoto de Catalina Quintana estaba allí, con sus ojos aún vivos mirándolo, no podía distanciarse de

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ella, del sufrimiento que padeció aquella noche. Había repasado una y otra vez con cuidado todoslos informes y no llegaba a ninguna conclusión, absolutamente a nada.

Quien lo hizo seguía por ahí con las manos cubiertas de una sangre invisible para todos. Pudohaber una lucha, un combate a vida o muerte que Catalina perdió, o fue un golpe seco por el merohecho de hacer daño. Necesitaba hallar cualquier indicio aunque hubieran pasado tantos años, unaficha que no encajara, tal vez una historia que sonara falsa. Se lo debía a Catalina, y también, a sunieta.

—Carlos. —Oyó como en un eco que alguien lo llamaba. Levantó la vista y vio a Susana, quelo miraba fijamente.

—Me has asustado.—Lo siento, estabas un tanto ensimismado.—No dejo de dar vueltas a la cabeza, intentando encontrar el mínimo resquicio que me lleve a

algún indicio.—¿Es la copia del informe? —preguntó mientras tomaba asiento frente a él.—Sí, han tenido la amabilidad de pasármela por si yo podía encontrar una pista —dijo

añadiendo un suspiro de derrota a sus palabras.—¿Y la has encontrado?—No —contestó contrariado—, pero tuvo que haber un detonante que llevó al crimen. Siempre

lo hay, ¿no?—Celos, codicia, desamor o tal vez un simple y tonto accidente que se quiso tapar por temor a

las represalias. —Ella levantó las manos en señal de derrota—. ¡Vete tú a saber! ¿Cómo vas conCata?

Carlos se revolvió incómodo ante la pregunta.—Bien.—¿Solo bien? —interrogó burlonamente Susana.—¿Quieres detalles?—Solo si son morbosos —le especificó con una sonrisa.—Anda, vete y déjame trabajar, porque si no tienes nada que hacer, ya te busco yo algo.Susana se levantó con premura y, ya en la puerta, se volvió hacia Carlos y le preguntó:—¿Sabe ya tu novia lo cascarrabias que eres?

Cata estaba en su despacho en la universidad, y su mesa estaba cubierta de enormes y coloridoslibros de arte. Buscaba ilustraciones para su próxima clase y fijó su atención en un cuadro delpintor japonés Takahashi Yuichi. El lienzo Cerezos sobre la Sumida mostraba unos árbolescargados de flores al borde de un terraplén y, al fondo, la inmensidad de los campos. Tan lejos delValle de las Caderechas y, sin embargo, tan cercano, unidos por unos árboles que mostraban todosu esplendor cada primavera cuando miles de estos explosionaban y se cubrían de flores. Todos

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menos aquellos que habían sido testigos de la devastación de su abuela y, como si tuvieransentimientos, se habían dejado morir con ella.

Desde que era niña había sentido una fascinación por las ramas secas y retorcidas. Inclusodecoraba su casa con estas colocadas en jarrones, todas muertas. Solo hubo un corto periodo detiempo en que los floreros lucieron flores frescas de enérgicos colores; fue el primer instante enque Rubén entró en su vida y ella, ingenua, pensó que venía para arrastrar la tristeza con su luz,hasta el día que todo volvió a ser negro. Patricia y él, escupiendo palabras por su boca: «Hapasado así, nada fue planeado»; hasta que llegaron las palabras que sí logró comprender. Elhombre que ella pensó amar ya no se sentía atraído por ella porque amaba a Patricia; susesperanzas de formar una familia junto a él se desvanecieron. No sabía la cantidad de lágrimas, dedolor y rabia, que había derramado por ellos. No, no se puede amar a dos mujeres a la vez, poreso se preguntaba si mientras le hacía el amor a ella, también se lo hacía a su amiga; y si eso eraasí, ¿por qué no se había dado cuenta del engaño? Las ramas muertas volvieron a ocupar losjarrones de su casa.

Levantó la vista y observó la maceta que había comprado esa mañana al pasar por unafloristería. Desde la estantería, un solitario girasol de un brillante color amarillo la saludaba.

Debía dejar atrás el pasado, pero en su fuero interno sabía que nunca lo lograría si no cerrabade una vez ese círculo de muerte en el que se encontraba. Un nombre le vino a la cabeza, Basilio,el primo de su abuelo. A veces, en su demencia, lo llamaba para ir al río a pescar cangrejos;estaba al corriente de que Fabián y él dejaron de hablarse a raíz de la desaparición de Catalina,pero, al fin y al cabo, eran parientes y seguro que no le negaba la ayuda.

Al tocar la puerta con los nudillos estaba nerviosa. Durante el trayecto de Burgos a Terminónestuvo varias veces a punto de darse la vuelta. Deseaba conocer la verdad, pero también lo temía;si su abuelo había estado implicado en ese crimen, no lo podría soportar. Cuando aparcó el cocheen la despejada Plaza Mayor, estuvo unos minutos dentro hasta que vio a un hombre con una azaday le preguntó por la ubicación de la casa del primo de su abuelo. Al coger la calleja que le habíaindicado, su corazón empezó a palpitar con fuerza, y no había cesado desde entonces. Nadiecontestaba a su llamada y pensó en dar media vuelta, hasta que oyó una voz que provenía dedentro.

—Ya va...Al abrir la puerta, Cata vio a un anciano con cierto parecido a su abuelo, de pelo escaso y cano

con la frente surcada de arrugas y la figura curvada, que se apoyaba en un bastón.—Hola —dijo ella como saludo—, perdone que lo moleste, soy...No la dejó terminar.—Sé quién eres; te pareces a ella, afortunadamente, si hubieras salido a tu abuelo, serías más

fea que un demonio. —El hombre se rio de su propio chiste—. ¿Qué se te ofrece?

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—Me gustaría charlar con usted.Basilio se apartó de la puerta invitándola a pasar.La casa estaba templada y olía a leña. Se acomodaron en un rincón de la cocina. En una chapa

antigua de hierro había un solitario puchero de color rojizo que emitía una leve nube de vapor. Seacomodaron en la mesa de la cocina, cubierta con un hule desgastado con estampaciones de floresque en algún tiempo debieron ser rojas.

—Estoy aquí porque quiero saber si recuerda algo de aquellos días en los que desapareció miabuela, lo que sea, por insignificante que le parezca.

El nerviosismo del hombre era evidente y no era capaz de mirarla de frente.—Fue un suceso extraño, ni la Guardia Civil entendía qué podía haber pasado, al principio

pensaron que igual se había caído a algún pozo o al río con el crío, pero al aparecer el chico encasa de la Mercedes, todo se enredó más.

Cata estuvo reflexionando un momento.—Entonces si buscabais a mi abuela y a mi padre fue porque Mercedes tardó en decir que el

niño estaba con ella.—Tu abuelo dio la voz de alarma temprano, a las siete de la mañana. Nos tiramos al monte en

su busca, no recuerdo que Anselmo estuviera allí, pero había mucha gente porque la vinieron abuscar también gentes de los pueblos cercanos. Las mujeres prepararon comida para el personal yse pusieron mesas en la plaza. De lo que no puedo acordarme es de si tu padre estaba con lasabuelas o con Mercedes. Por aquel tiempo, mi padre vivía y tenía demencia, se quiso echar almonte y tuve que ir tras él para que no cometiese ninguna tontería. Tienes que estar todo el ratoencima de ellos y no se les puede dejar que campen a sus anchas. Ya sabes cómo es eso ahora quelo estás viviendo con tu abuelo.

—Sí, lo sé. ¿Cómo nacieron todas esas especulaciones de que se había fugado con el amante?Basilio se encogió de hombros.—Creo que nadie quería creer que alguien del pueblo la había asesinado y entonces se empezó

a hablar de ese amante misterioso, que dudo mucho que existiese, y luego del anticuario, que vinoa comprar cosas de la iglesia, e incluso de un comerciante que recorría los pueblos con sufurgoneta. Pero era hablar por hablar, esos chismorreos carecían de base alguna.

—Y luego estaban quienes acusaban a mi abuelo de ser el autor del crimen.Basilio se retorció las manos antes de contestar y se encogió de hombros.—Fabián comenzó a beber mucho a raíz de la desaparición de Catalina. El carácter se le agrió

y, desde luego, el alcohol no ayudó demasiado en su comportamiento.—¿Sospecha de alguien que le quisiera mal?—Enemigos no tenía entonces, que yo sepa, ni había discutido con nadie por ningún motivo.—¿Tiene alguna idea de quién pudo matar a mi abuela?El hombre se pasó la mano por el pelo y se tomó un tiempo antes de responder.—Realmente no lo sé. Tu abuela era una mujer hermosa, aunque ella no fuera consciente del

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poder de atracción que suscitaba en los hombres. ¿Quién la mató? Me lo he preguntado un millónde veces desde que aparecieron sus huesos debajo del cerezo. Pero creo que quien lo hizo laconocía bien, porque la dejó eternamente bajo la protección de las flores de unos árboles que ellaamaba.

—Pero que terminaron secos.—Y eso fue lo que ayudó para que su cuerpo fuera por fin encontrado. Es otra señal, no me

cabe duda —y añadió—: Puede incluso que fuera un accidente tonto que se escondió por temor ano ser entendido.

Cata miró al anciano que tenía enfrente y se levantó para marcharse.—Muchas gracias por haberme recibido —le dijo al despedirse.Antes de que cruzara la puerta para salir a la calle, Basilio le agarró suavemente del brazo.—Mira, de una cosa estoy seguro, y más con el tiempo, mi primo no tuvo nada que ver con la

desaparición de su mujer. Yo lo culpé, como otros, y no supe ayudarlo en su dolor y eso me pesacomo una losa. Ahora es tarde para arrepentimientos, él y yo somos dos viejos que poco a pocovan perdiendo la memoria, y un día ya no seremos nadie.

Cata miró al anciano que tenía frente a sí y se fijó en la humedad de sus ojos, del mismo colorque los de su abuelo. No sabía qué contestarle, el tiempo puede que aportara otra perspectiva alos acontecimientos, pero el sufrimiento aún estaba allí, y a ella le dolía su abuelo.

—Él recuerda a los niños que fuisteis —dijo cambiando totalmente el tono de conversación— ya los cangrejos que pescabais en el río con unos reteles que vosotros mismos confeccionasteis.

—La próxima vez que lo veas, dile que me perdone —susurró con voz angustiada mientras yano intentaba disimular las lágrimas que caían por sus arrugadas mejillas—. No se merecía midesprecio. —Cata se acercó a él y le apretó el brazo con suavidad en un gesto de cariño—.Gracias —musitó el anciano.

Cuando la puerta se cerró, ella encaminó sus pasos a la casa de Mercedes.

Al verla, la mujer sonrió y la abrazó con fuerza.—Pasa, pasa, chiquilla. ¡Qué alegría de verte!—Hola, Mercedes, estaba en el pueblo y he pasado a visitarte.—Esta es tu casa para lo que necesites.Anselmo estaba en un rincón de la cocina y gruñó al verla, Cata no supo interpretar si de

desagrado o de bienvenida.—Hola, Anselmo, ¿cómo te encuentras? —expresó en un tono que quiso ser alegre.—Mira, viejo gruñón, quién ha venido a vernos —dijo Mercedes a su marido—. Cada día está

peor y me da más padecimientos.—Acabo de salir de casa de Basilio —informó Cata.—¿Y para qué has ido a ver a ese viejo carcamal? Se le va la cabeza, ¿no lo sabías? Poco o

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nada tiene que contarte ese.—Mi abuelo lo recuerda de cuando eran niños.—¡Menudas dos piezas estaban hechos! A cada cual peor. No sentaron la cabeza ni cuando se

casaron, y luego las fechorías se las tapaban el uno al otro.—Me ha dicho que se arrepentía de haber tratado mal a mi abuelo.—Bueno, hija, que tu abuelo no era San José. Bebía mucho y cuidaba poco de su mujer y su

hijo. Tú, lo que quieras saber, me lo preguntas a mí, que tú no conoces cómo se las traen las gentespor estos lares. Todos van a su beneficio.

Anselmo bramó y Cata lo miró, no se percató de que intentaba articular unas palabras con suboca. «Y ella también».

—¿Tienes alguna leve sospecha de quién abandonó a mi padre en tu puerta?Mercedes calló un momento y tomó aire:—Pues yo pensaba que tu abuela me lo había dejado con prisas; sinceramente pensé que Fabián

se había puesto violento por la bebida y ella tenía miedo de que pudiera hacerle algo malo alchico. Claro que eso yo nunca se lo dije a los guardias, por la memoria de tu abuela.

—¿Fuisteis Anselmo y tú a buscarla?—Como todos —contestó escuetamente.Anselmo volvió a gruñir, pero esta vez el sonido era diferente. Cata percibía que la llamaba. Se

levantó de su silla y se acercó al anciano, se puso en cuclillas para estar a su altura.—Ya estoy aquí, Mercedes cree que he venido a verla a ella, pero en realidad a quien quería

ver era a ti.El anciano hizo un amago de sonrisa en su rostro paralizado, y Cata le apretó una de las manos

entre las suyas.«Ojalá me pudieras entender para contarte las cosas de aquel tiempo, pero los dos hemos

llegado demasiado tarde. Si esto hubiera sucedido cuatro años atrás, habría sido distinto».Anselmo sabía que no era capaz de comunicarse, que ya nunca lo sería.

—Dale tú alas a ese vejestorio —gritó Mercedes.Cata le guiñó un ojo a Anselmo y volvió a tomar asiento en la mesa.—¿No recuerdas nada de aquel día? ¿Algún detalle insignificante que se te pasó por alto?—No, hija. Lo siento mucho. No te haces idea de lo que me gustaría poder decirte algo, pero no

sé nada más. Anda, te voy a poner un trozo de bizcocho de los que yo hago, que te va a levantar elánimo.

Una semana después, recibió la noticia del fallecimiento de Anselmo y acudió al entierroacompañada por Carlos. Las campanas tocaban a muerto en la románica iglesia de La Natividad.Forasteros y lugareños se reunían para dar el último adiós al difunto. No le quedaba familia, soloun primo lejano, y dejaba una viuda.

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En cuanto Mercedes vio a Cata, se agarró a ella y la hizo sentarse en el primer banco.—Pero este banco está reservado a la familia —protestó ella intentado quedarse con Carlos.—Mi marido solo tenía un primo lejano y no lo quiero aquí. Tú eres la nieta de mi mejor amiga,

y a él le hubiera gustado que me acompañaras en su funeral, le caías muy bien; y aunque teconocemos desde hace poco, sabes que te apreciamos. Venga usted también, don Carlos —dijodirigiéndose al juez.

—Gracias, Mercedes, le agradezco su confianza, pero prefiero situarme al fondo de la iglesia.La mujer sonrió, pero Carlos de dio cuenta de que estaba contrariada; agarró a Cata con fuerza

y la arrastró hacia el altar. Ella miró a Carlos suplicante, pero él levantó los hombros en un gestode resignación.

Al terminar el oficio religioso, el féretro fue conducido a hombros por algunos de los paisanoshasta el pequeño cementerio cercano situado detrás de la iglesia. Mientras el sacerdote leía laplegaria, las paletadas de tierra iban cubriendo el ataúd.

—Hoy quiero implorar por el alma de Anselmo, a quien has llamado para descansar a tu lado—rezaba don Ignacio—. Elevo esta oración para ti, Señor, porque incluso en las peorestempestades, tú eres infinita paz. Padre eterno, concédele el descanso en el paraíso de tu alma y detu reino a quien ya ha abandonado este plano terrenal. Tú eres un Dios de amor y perdón, perdonalas fallas y pecados de esta alma que ahora está a tu lado y concédele la vida eterna.

Poco podían pensar los allí presentes, la tempestad que se levantaría a raíz de aquella muerte.

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Capítulo 10

Frente al puesto de la comandancia de la Guardia Civil de Oña, un hombre mayor, vestido con unpantalón gris y una gruesa parka acolchada de color azul marino, se apoyaba fuertemente con lasdos manos en una cachava de madera de color claro. Sus nudillos estaban casi blancos por lafuerza con la que presionaba el curvo mango de la parte superior del bastón. Miraba la puertaenrejada del moderno edificio, dudando si traspasarla. Descansó un instante el hombro derecho enuna de las columnas blancas de los soportales del inmueble que estaba enfrente y en el que sehabía refugiado momentáneamente. Se metió la mano al bolsillo y palpó el viejo sobre lacradoque le había sido confiado mucho tiempo atrás. Nunca había llegado a desvelar el misterio deaquella carta, aunque más de una vez había estado tentado a abrirla y leer su contenido.

Cruzó la carretera con andar cansino y atravesó la puerta. Ya no había marcha atrás.—Quiero hablar con el comandante de Puesto —dijo al guardia que lo estaba atendiendo.—¿No me puede contar a mí lo que le ocurre?El hombre volvió a tocar el papel del bolsillo.—No, tengo que hablar con la máxima autoridad —expresó tercamente para añadir en voz baja

—. Es una promesa que hice años atrás.El guardia lo miró y dudó en molestar al comandante por algo que a primera vista parecía tan

absurdo, pero la mirada anhelante del hombre lo hizo cambiar de opinión; si solo era uno de esosancianos con una idea absurda, se tragaría la bronca del jefe.

Llamó al despacho del comandante y asomó la cabeza.—Con su permiso, hay un anciano que quiere verlo, dice que no hablará con nadie más que

usted.—¿Cuál es el motivo?—Dice que una promesa.El guardia civil dejó de prestar atención al ordenador que estaba en su mesa y elevó sus ojos al

cielo en señal de resignación. Era un pueblo pequeño y tranquilo, ellos se debían a la ciudadanía.Posiblemente sería un viejo de esos que solo quería que le prestaran un poco de atención duranteunos minutos. No le llevaría mucho tiempo, y el abuelo estaría contento.

—Anda, dile que pase.Cuando el anciano entró en el despacho, lo reconoció como uno de los mayores que siempre

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jugaban interminables partidas de dominó en uno de los bares de la plaza.—Toma asiento, Crisanto; tú me dirás a qué debo tu visita.El hombre se sentó despacio en una de las sillas y metió la mano en el bolsillo para sacar un

sobre viejo y arrugado.—No sé si conoce que yo soy primo de Anselmo, el que murió hace un par de semanas en

Terminón.—No, no lo sabía. Te acompaño en el sentimiento —dijo armándose de paciencia ante una

conversación que suponía iba a ser larga.—Gracias, comandante. De chicos, cuando yo también vivía en el pueblo, nos llevábamos muy

bien, pero luego se casó y a la mujer yo no le caí en gracia; por aquellos días fue cuandocomenzamos a distanciarnos, sabe usted.

—Sí, son cosas que pasan —murmuró el guardia con paciencia.—Hace unos años vino a verme a mi casa por sorpresa y me entregó este sobre, cosa que a mí

me extrañó mucho, pero ante su insistencia se lo cogí y lo guardé —dijo mostrándoselo—. Me lodio cerrado y lacrado con la cera de una vela, tal como me lo confió, yo se lo entrego. Me dijoque, en caso de su muerte, lo depositara ante la mayor autoridad del puesto de la Guardia Civil; yque si yo fallecía antes que él, le encargara la labor a uno de mis chicos, pero no ha sidonecesario, mire usted, él se ha ido antes que yo.

—¿Qué cree que contiene? —preguntó el comandante intrigado.Crisanto se encogió de hombros antes de responder.—Pues, a decir verdad, le he dado muchas vueltas al asunto, y le voy a ser sincero, lo único

cabal que se me ocurre es el reconocimiento de paternidad de algún hijo ilegítimo. Hace años, unamuchacha de Aguas Cándidas que salió embarazada lo acusó de ser el responsable del niño. Miprimo no quiso saber nada del suceso, por mucho que el cura lo acuciara para hacer lo que debía;entonces ya andaba ennoviado con Mercedes y eso lo frenó. Igual a última hora se arrepintió ypensó en dejarle alguna herencia a la criatura.

—Vamos a ver —dijo el comandante a la vez que cogía el viejo sobre de manos del anciano ylo abría con un abrecartas que había tomado de un bote de cristal situado sobre su mesa. Quitó concuidado la vieja cera de color amarillento que se había usado como lacre y lo abrió.

Apenas contenía una hoja cuadriculada escrita de puño y letra por las dos caras. El comandantecomenzó a leer y lanzó un pequeño exabrupto:

—¡Me cago en la hostia!Crisanto dio un respingo ante la expresión malsonante del guardia civil sin saber exactamente lo

que había leído.La carta empezaba así:

A quien corresponda,Yo, Anselmo López Corrales, en pleno uso de mis facultades mentales, quiero confesar que sé quién

fue la persona que le quitó la vida a Catalina Quintana.

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En ese mismo instante, en la Comandancia de Briviesca, Alfonso Rojas miraba por enésima vezlas tarjetas de huellas que había tomado a raíz del tiroteo sufrido por el juez Carlos García y lanieta de Catalina. Sabía que se le escapaba algo, que el desenlace de un misterio sin descubrirdurante tantos años estaba delante de sus ojos, pero era incapaz de verlo. Las tiró de golpe con ungesto brusco y las tarjetas se desparramaron sobre la mesa formando un abanico. Al recogerlas demala gana, algo llamó su atención en una de estas; cogió la lupa y fue repasando huella por huella.

—¡No jodas! —exclamó.¿Cómo no se había dado cuenta antes? Allí estaba, ante sus narices.—¡José Antonio! —llamó a gritos a su compañero.Cuando este apareció en la puerta de la oficina, vio que Alfonso sonreía ampliamente

sosteniendo una de las tarjetas de huellas en su mano derecha.—Lo tengo, tío. Ya sé qué persona hizo los disparos.

Mercedes estaba aireando la habitación de Anselmo, hacía muchos años que ya no compartíancama, incluso antes de que la enfermedad se cebara en el cuerpo de su marido, y podía decir quepara ella había sido una bendición; nunca se lo había confesado a nadie, pero no toleraba el sexo,tampoco se lo había negado a su marido porque sabía que era uno de sus deberes como esposa yella cumplía, aunque apretase los puños y cerrase los ojos cada vez que lo sentía dentro de ella.Lo consideraba una profanación de su cuerpo. Nunca se debía haber casado con él, pero lo hizoimpulsada por el desamor de la única persona a la que había adorado; los celos son maloscompañeros de las noches en vela y simplemente se dejó querer, y él se lo hacía pagardoblegándola, disfrutando cada minuto en el que la atormentaba con su boca húmeda y sus dedossucios. Tal vez un hijo hubiera compensado esos momentos de amargura, pero nunca lograronconcebir; no era necesario acudir a un médico para conocer la causa, bien sabía ella que la faltaera suya. Lo supo en el instante en que vio a la chica de Aguas Cándidas en el mercado de Oña,arrastrando, pegado a su falda, a un mocoso que era el vivo retrato de Anselmo. Él también reparóen el parecido, y ella notó la mirada de arrepentimiento en sus ojos mientras contemplaba al chicoy a su madre. Fue esa noche cuando, sin hablarlo siquiera, él cambió sus cosas a otra habitación,pero se vengó metiéndose en su cama cuando se le antojaba. Atormentándola hasta el día en que ledio la apoplejía y su mente astuta quedó encerrada para siempre en un cuerpo inerte. Ella le hizopagar su dolor acumulado durante décadas.

Al final, él se había ido y ella era libre; pero ya no quedaba nadie con quien disfrutar esafelicidad. Todos la habían dejado sola.

Las manos ágiles de Eusebio vaciaron el tronco de madera para dar forma a la cara de Catalina.Dejó la navaja en la mesa y entrecerró los ojos recordando sus facciones perfectas, sus ojoschispeantes, la nariz afilada y aquellos labios carnosos que escondían una boca de sonrisa eterna.

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La había amado desde que eran niños y nunca logró ser correspondido. Durante toda su vida selimitó a observarla en la distancia, deseando ser el único hombre que la hiciera feliz. Fabiánhabía ganado la partida, convirtiendo su vida en un paisaje baldío; no fue esposo de nadie nipadre de ningún hijo. Siempre sería el tallador de madera que divertía a la chiquillería y queamaba en silencio, con el temor constante de ser descubierto, a la mujer de otro hombre.

—¡Ay, Catalina! Qué diferente hubiera sido tu vida si hubieras correspondido al amor quesiempre sentí por ti. Nunca hubieras sido tragada por la tierra en un campo de árboles rancios.

Pero ya nada se podía hacer por enmendarlo. Cogió la figura a medio tallar entre sus manos y ledio un beso suave en los labios de madera; no sintió la rugosidad de la leña, sino la ternura de unaboca que respondía a sus caricias. Quizá hiciera otra figurita de madera para la nieta, pero aquellaiba a ser para él. Volvió a mirarla y sonrió.

—¡Qué buena pareja hubiéramos hecho! Y míranos ahora: tú, perpetuamente joven y bella, y yo,hecho un vejestorio.

Mientras seguía dando forma al recuerdo de aquel rostro, la sonrisa no se desdibujaba del suyo.

Era el tercer intento de Basilio para hablar con la residencia donde se encontraba su primo; lanieta le había dado el teléfono, aunque advirtiéndole que, posiblemente, no pasarían la llamada asu abuelo. Y así había sido; muy buenas palabras, pero sin resultados. Le habían informado que suprimo había entrado en la fase tres de la enfermedad y no reconocía a la familia. Fase tres. Sabíalo que le esperaba; a él le habían dicho que estaba en la inicial, aún lo podría soportar. Hacía unaño que había sido diagnosticado, y todavía sus hijos no lo sabían. Por el momento solo erandespistes y una cierta desorientación en algunos momentos; pero se tenía que preparar para lo queviniese y lo conocía de primera mano, porque su padre también lo padeció, aunque entonces lollamaban «demencia senil».

Recordaba cómo pasó de tener algunos despistes sin importancia a volverse una personaagresiva, sobre todo cuando no le entendían lo que quería decir. En el momento de la desapariciónde Catalina, la enfermedad lo hacía ver alucinaciones, y hablaba de gente imaginaria insistiendoen que lo querían matar. El día siguiente a la noche en que desapareció la mujer, su padre le dijoque conocía el lugar en el que estaba escondida, y él pensó en lo peor: en un momento de locuraproducida por la enfermedad la había matado.

Lo encubrió porque era lo que debía hacer un buen hijo. Pensó que era mejor culpar a su primoque a su propio padre, ¡que Dios lo perdonara! Simplemente quiso desviar la atención y habló desupuestos amantes y celos. No se dio cuenta del daño que causaba a dos personas inocentes, unhombre que había sido como un hermano para él y un chiquillo de tres años al que habían dejadosin madre. Ya era demasiado tarde para arrepentimientos; en una broma cruel del destino, elalzhéimer devoraba el cerebro de los dos. Ya no se podían decir nada.

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Los dos amigos estaban en la parcela donde habían encontrado el cuerpo de Catalina.—Lo voy a dejar tal como está, no quiero pensar en plantar más cerezos aquí —le decía

Vicente a su amigo Joaquín—. No me parece justo.—Tú verás, pero la tierra es buena y las cerezas de la región cada vez tienen más adeptos, y te

sacarías unos buenos cuartos. —Intentaba razonar su amigo.—No soy millonario y el dinero me hace falta, pero tengo mi pensión y en el pueblo el gasto no

es demasiado; me las puedo arreglar, y es que se me pone mal cuerpo el pensar que ella ha estadoenterrada tanto tiempo en esta tierra. La chica y el yerno ya me han dicho que no quieren cerezasde esta era, que están malditas; y los nietos tampoco.

—¡Mira los señoritingos de ciudad! Y luego se van a los supermercados a comprar todoenvasado, que vete tú a saber de dónde viene.

Vicente se quedó en silencio.—Es que a mí también me da cosa, prefiero dejarlo tal como está.—¿Te vas a dejar perder todo el huerto? —preguntó Joaquín con asombro.—No, solo la parte donde la dejaron a ella; como por respeto.—Tú verás, si esa es tu decisión, por mí no hay inconveniente. Cuidaremos de los demás

cerezos con mimo para que tengan las mejores flores para cuando vengan los turistas a hacerfotografías.

Fabián dormitaba en el sofá de su habitación. La enfermera no sabía qué estaba pensando, pero semostraba agitado.

—Hoy lo ha llamado un primo suyo. Basilio me ha dicho que se llama, ¿se acuerda de él?—¿Has visto a mi hijo?—No, Fabián, ha llamado su primo.—No sé.La enfermera lo levantó para llevarlo al baño, al pasar junto al espejo miró su propio reflejo y

se asustó.—¿Qué hace ese viejo en mi habitación?—Es su compañero, pasará unos días con usted —comentó la enfermera automáticamente,

recitando con voz cansina la misma lección de todos los días.—¡Oiga, que yo pedí una habitación individual en la pensión! —gritó enfadado.—Pero tenemos muchos huéspedes y hay que compartir. Hemos pensado que usted es una

persona generosa y no le importaría dar hospitalidad al necesitado.Fabián pareció calmarse.—¿Has visto a mi hijo?La enfermera no contestó y se limitó a sonreír, agarrándolo del brazo para lentamente volver a

sentarlo en el sofá de la habitación.

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El guardia civil Rojas entró en el despacho del juez Carlos García con dos papeles en la mano:uno de ellos era la hoja de huellas y el otro, la copia de un fax que había llegado desde el puestode Oña.

—Tenemos a la persona que asesinó a Catalina Quintana, y es la misma que les disparó a ustedy a su nieta.

El magistrado levantó la vista y la posó fija en el rostro de Alfonso.—¿Quién es el asesino? —preguntó con un hilo de voz.—Asesina —contestó pausadamente Rojas a la vez que le tendía un trozo de papel.Carlos tomó la carta manuscrita y comenzó a leer:

A quien corresponda,Yo, Anselmo López Corrales, en pleno uso de mis facultades mentales, quiero confesar que sé quién

fue la persona que le quitó la vida a Catalina Quintana. Y conozco el hecho porque yo fui la personaque ayudó a encubrir el crimen.

Levantó la vista y miró fijamente al rostro del guardia civil.—¡Joder! —masculló.Siguió leyendo:

Aquel día, cuando el sol ya se había puesto, entró en casa mi esposa Mercedes Ruiz, visiblementenerviosa y llevando en brazos al hijo de Catalina, Martín, que entonces tendría unos tres años. Medijo que había tenido una fuerte discusión con su amiga, sin que en ningún momento me dijera elmotivo, y que en un instante de arrebato la había empujado con fuerza, con tal mala suerte que laotra resbaló y, al caerse, se golpeó fuertemente en la cabeza con una gran piedra que estaba en elcampo de los cerezos, situado junto al río debajo de la peña. A raíz de la caída se desnucó y fallecióen el acto. Le comuniqué que había que dar parte a los guardias de lo sucedido, pero ella me dijo quenadie la creería y pensarían que la había matado a sangre fría. En un primer momento, me propusohuir con el chiquillo a Madrid o Barcelona, que por ser ciudades grandes que acogían a gentes dediferentes lugares pasaríamos más desapercibidos. Nosotros no teníamos hijos, y el niño era tanpequeño que apenas recordaría la otra vida. En un principio no me pareció mala idea, por eso le dijeque estaba de acuerdo en llevar a cabo lo que proponía. Luego lo pensé con más calma y comencé atrazar un plan; decidí que lo primero era deshacernos del cuerpo, porque si lo encontraban no seríadifícil relacionar su muerte con nuestra desaparición. Dimos un poco de licor dulce al niño paradormirlo y a la media noche, cuando el pueblo estaba en silencio, fuimos al campo de los cerezos. Miesposa Mercedes había puesto el cuerpo en una zanja y lo había cubierto toscamente con unas ramas.Al apartarlas me percaté de que no había sido un accidente, Catalina tenía hundida una parte delcráneo porque alguien la había golpeado con saña. Al preguntar al respecto, en un principio me lonegó, pero terminó confesando que la había golpeado con una piedra repetidamente, hasta que cayóinmóvil al suelo, y entonces se dio cuenta de que estaba muerta. No quise conocer los motivos de ladiscusión, porque en el fondo me sentía culpable; deseaba a Catalina y fantaseaba con ella mientrasestaba en la cama con mi mujer. En ese instante hicimos el terrible pacto: si yo la ayudaba a encubrirel cadáver, ella me entregaría al niño para que fuera mi hijo. Sabía lo ansioso que estaba yo por serpadre y que eso era algo que ella nunca me lo podría dar. Dije que sí y cavé un hoyo profundo debajo

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de uno de los cerezos y allí deposité su cuerpo; al ir a cubrirlo de tierra, me fijé en un juguete de suhijo que estaba tirado en el suelo, era una de esas figurillas de madera que tallaba el Eusebio, y loarrojé a su tumba para que algo de su chiquillo la acompañara en su destino final.

Al volver a casa, la criatura seguía dormida y comenzamos a preparar las maletas, entonces me dicuenta de que se había caído uno de los botones de mi camisa y corrí otra vez a la era para ver si loencontraba. Amanecía cuando volví a mi casa sin hallarlo, pero ya era demasiado tarde para escaparporque las luces del alba nos podían delatar, así que nos quedamos en casa, en silencio, agazapados,hasta que no nos quedó más remedio que salir y entregar al chico a su padre. Yo fui, que Dios meperdone, uno de los que ratificaron los rumores que extendió su primo Basilio de que Fabián habíasido el asesino de su esposa, y lo hice sin prueba alguna, con la esperanza de quedarme con su hijo.

Para quien esté leyendo esta carta, le diré que me arrepiento de todo lo sucedido aquella terriblenoche. He pagado con creces el pecado que cometí, mi vida no ha sido fácil. Convivir con Mercedes hasido un infierno en la tierra, pero me lo tengo merecido. Sé que he sido un cobarde, por eso le he dadoesta carta a mi primo, ahora que estoy muerto quiero confesar; aunque no me tenga que enfrentar ala justicia terrenal, lo tendré que hacer a la divina, y quiero que Dios Nuestro Señor, en su infinitabondad, me reciba en su reino para poder estar junto a él en mi vida eterna.

Si no creen mis palabras, o ella les hace dudar de la veracidad de los hechos, vayan a mi casa yentren en la habitación donde duerme Mercedes, debajo de la cama está la piedra con la que la matóy que aún está impregnada con su sangre.

—El muy cabrón, ¡hay que joderse! —clamó Carlos.—Aún hay más —dijo el guardia civil pasándole dos tarjetas de huellas.Carlos las observó con atención.—Ya no me extraña nada. —Hizo una pausa, se pasó las manos por el pelo y añadió—: ¿Y

ahora cómo le digo esto a Cata?Alfonso Rojas pensó que no le gustaría para nada estar en esos momentos en la piel del juez.

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Capítulo 11

Una cabra pastaba tranquilamente junto a la iglesia de la Natividad, atada a un poste al que launía una larga cuerda; las campanas repicaron la hora alterando el silencio del lugar y un avión,volando a gran altura, iba dejando una estela blanca en el cielo azul. En la lejanía se oía el ruidode un tractor que faenaba en alguna pieza. La paz del momento fue interrumpida por varios cochesde la Guardia Civil que entraron en la localidad de Terminón, aparcando en la Plaza Mayor.Algunos habitantes salieron apresurados de sus casas y los miraron con curiosidad mientrascuchicheaban entre ellos; y fueron paulatinamente elevando el tono de sus voces al comprobar quese dirigían a casa de Mercedes.

El guardia Ramón Martínez aporreó la puerta del domicilio de la presunta asesina con fuerza.—Abra a la Guardia Civil —gritó.—¿Qué ocurre? —preguntó ella asombrada al ver a varios agentes ante su puerta.—Déjenos entrar, tenemos que registrar su casa —informó mientras le hacía un gesto al guardia

en prácticas, que se adentró en el segundo piso de la casa—. Usted espere fuera —ordenó aMercedes.

El muchacho bajó un instante después con una enorme piedra en sus manos. Anselmo habíadicho la verdad, estaba escondida debajo de la cama y aún se podían ver restos de sangre seca.

Mercedes palideció.—Tiene que acompañarnos al cuartel de Briviesca —le informó uno de los agentes del orden

que invadían su casa.—Yo no he hecho nada, no sé qué significa todo este revuelo —susurraba nerviosa.Entonces la mujer se fijó en la figura del juez, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y

el semblante serio. Sus miradas se cruzaron y fue Mercedes quien la desvió, porque no le gustó elrencor que vio en sus ojos.

—Lo sabemos todo. Anselmo ha dejado una carta confesando tu crimen y su encubrimiento. Yano es necesario fingir durante más tiempo —advirtió en tono severo.

—Don Carlos, no sé qué quiere decir, no entiendo lo que está pasando.—Tú asesinaste a tu amiga, no prolongues más esto. No tiene sentido.—Anselmo me odiaba y esta es su venganza desde la tumba. Fue él quien la mató y me obligó a

callar durante todos estos años, le tenía miedo.

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—Vas a pagar por ello, Mercedes —masculló Carlos.—Aunque yo hubiera cometido ese crimen, ya ha prescrito. No pueden detenerme por ello —

contestó la mujer de forma arrogante.—Pero sí te puedo arrestar por el intento de homicidio de su nieta. Tú fuiste la persona que

disparó la escopeta de Anselmo —dijo el guardia Alfonso Rojas.La mujer lanzó un lamento y se tapó la boca con sus manos para apaciguar el gemido. Intentó

cubrir bien todos sus pasos, pero, a la vista de los resultados, había pasado algo por alto.—Te dejaste una huella parcial en un cartucho —prosiguió el guardia civil—, y posiblemente

nunca hubiéramos adivinado que la persona que buscábamos eras tú, porque teníamos muy pocomaterial para investigar; pero la impaciencia te traicionó. Al cogerle bruscamente los dedos a tumarido para que pusiera sus huellas, dejaste una parcial tuya, que, casualmente, coincidía con laque estaba en el cartucho.

El color de la cara de Mercedes desapareció, entró en la casa con andar cansino, levementeencorvada y cogió un abrigo del perchero de la entrada. Al salir de su domicilio, los habitantesdel pueblo se habían congregado en la calle y la miraban con estupor. En absoluto silencio,caminó hasta uno de los coches de la Guardia Civil y se subió en la parte posterior. Los vecinos lahabían seguido y rodeaban el coche en silencio, sin creerse la escena que estaba viviendo.

—¿Es usted la asesina de su amiga? —vociferó el periodista Hornillos.La pregunta quedó sin respuesta. El guardia en prácticas Mario Arribas dispersó a los

congregados sin ningún tumulto. En medio del cuchicheo vecinal, los coches abandonaron lalocalidad camino de Briviesca. En alguna parte del pueblo, baló una oveja.

Carlos no podía dar a Cata una noticia de esas características por teléfono, así que se dirigió a launiversidad para hablar con ella. La encontró en su despacho, concentrada en la lectura de unenorme volumen. Al abrir la puerta, ella le sonrió y sus brillantes ojos se posaron sobre los suyos,inmediatamente intuyó que algo ocurría y frunció el ceño.

—¿Qué sucede? —preguntó.Carlos respiró hondo.—Tu abuela fue asesinada por la misma persona que nos disparó.Ella cerró el libro de golpe y apretó con fuerza los puños.—¿Quién?—Mercedes.Agachó la cabeza y cubrió el rostro con sus manos. Al quitarlas, levantó la mirada y Carlos vio

la profunda tristeza que emanaban sus pupilas.—Con la complicidad de su marido —siguió contando, sin estar demasiado seguro de que Cata

entendiera—. Ella fue la autora material del asesinato de tu abuela y Anselmo, el encubridor. Ytambién fue Mercedes quien nos disparó aquel día en que fuiste a poner las flores al campo de

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cerezos.—¿Por qué? —acertó a decir con apenas un hilo de voz.—Aún no lo sabemos, cariño, se niega a hablar del asunto. —Fue hacia ella para arroparla

entre sus brazos, Cata se levantó de la silla con un pequeño brinco y dejó que Carlos la apretujaracontra sí mientras se perdían uno en el cuerpo del otro. Él notó, a través del abrazo, la fragilidadde una mujer que hasta ese instante siempre se había mantenido fuerte.

—Tengo que volver a Briviesca, quiero estar presente en los interrogatorios. ¿Estás bien? —lesusurró con dulzura.

Ella asintió con la cabeza.—Fui al entierro de él y recé por su alma; la acompañé a ella porque estaba sola. Nos exhibió

delante de todos los vecinos como si fuéramos su trofeo, y al fin comprendo que, en el fondo, paraella éramos eso, el botín conseguido por su despreciable acción. Me siento asqueada y tengo elestómago revuelto.

—No quiero dejarte sola. No creo que estés en condiciones de...Ella le tapó la boca con un dedo antes de responder a sus palabras.—Vete tranquilo; es verdad que ahora estoy mareada y abatida, pero es solo el primer impacto.

Tienes tus obligaciones y yo las mías. No tengas miedo por dejarme sola, estoy bien.Se besaron largamente, sin prisas y en silencio, acariciándose con ternura. Carlos notó las

lágrimas de la mujer que amaba, pero no dijo nada, se limitó a arrullarla entre sus brazos paraintentar apaciguar el dolor que en esos momentos sentía.

—Gracias por ser mi roca en estos momentos en los que necesito aferrarme a algo con fuerzapara no caer —le susurró al oído en señal de agradecimiento, y él la sujetó con más fuerza paraque nunca cayera.

Cata estaba en el cementerio, frente a la tumba de su abuela. Elevó los ojos al cielo para ver lasnubes, blancas y esponjosas, y se detuvo a contemplar su lento movimiento. Había anheladodurante años buscar la paz que proporcionaba la verdad y al fin la había encontrado. Un pájaropio en la lejanía y una bandada de aves levantó el vuelo de la copa de un árbol próximo. Unamujer de negro limpiaba una de las tumbas y otra retiraba las flores marchitas de una lápida parasustituirlas por un ramillete de brillantes girasoles. La vida seguía en esa necrópolis de muerte.Leyó los nombres de sus padres y su abuela en la placa de mármol con la fecha de su fallecimientoy la edad que tenían al morir; Catalina Quintana fue la primera en fallecer y la que lo hizo a edadmás temprana, se había ido casi sin empezar a vivir. Veintiún años. Pensó en sí misma con esaedad, en sus días de universidad y diversión; en sus viajes con la mochila al hombro y un billetedel Interrail en el bolsillo. Dos vidas, dos destinos opuestos. Ella había superado la edad de suabuela, y era extraño, las abuelas siempre eran ancianitas adorables de pelo blanco y frentearrugada, nunca hermosas jóvenes congeladas en el tiempo.

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Miró a su alrededor y todo estaba en calma. Las mujeres se habían marchado y los pájarosmantenían silencio.

—Eras tan guapa, abuela. —Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas—. Dicen que meparezco a ti, no lo sé, pero te aseguro que me gustaría que así fuera. Dejaste un gran vacío en susvidas ¿lo sabías? El abuelo nunca fue feliz, y a mi padre, a veces lo embargaba una terriblemelancolía; decían que era una depresión crónica, que era cíclica, pero mi madre sabía la verdad:era el dolor de tu ausencia lo que se manifestaba de esa manera.

Recordó a su padre cuando ella apenas era una niña, con las persianas de la casa bajadas,sumido en una total oscuridad, dormitando en el sofá, pero manteniendo los ojos abiertos fijos enla pared, sin hablar, inerte. Las llamadas de su madre al abuelo, que iba a sacarla de la casa yllevarla a los columpios para que pudiera jugar con otros niños. Las meriendas de chocolate ychurros, y la vuelta a un hogar cuyas paredes estaban pintadas de tristeza.

—Adiós, abuela —dijo despidiéndose de ella; se llevó la mano derecha a sus labios y besó susdedos para depositar ese beso sobre la frialdad del mármol.

En la residencia, Cata agarraba con fuerza la mano de su abuelo que permanecía inmóvil. Llevabavarios días totalmente apático y protestaba cada vez que alguien intentaba darle la comida oasearlo.

—Creo que en el fondo tú lo sabías —le estaba diciendo—, siempre me decías que tuvieracuidado con los perros dóciles que mordían como lobos. Aún no sé por qué sucedió. ¿Lo sabestú?

El anciano no contestó, y Cata le acarició la mejilla. Su abuelo se dejaba hacer sin mostrarningún signo de aceptación o rechazo.

—He hecho una copia de la fotografía en la que estáis los dos juntos, esa que os hizo unfotógrafo ambulante en el campo de cerezos. Bueno, en realidad, me la ha hecho Carlos, ¿teacuerdas de él? Estuvo el otro día visitándote conmigo. Ha quedado tan bonita que la he puesto enun marco y me gusta contemplarla. Se os ve muy jóvenes y felices. Estabais muy enamorados.¿Sabes por qué lo sé? —Su abuelo seguía sin reaccionar, pero ella siguió hablando—: Carlos esalguien especial en mi vida, me hace reír y sabe consolarme cuando estoy triste. Es juez, ya sé quepensarás que es un oficio muy serio, yo también lo pensaba antes de conocerlo, pero te aseguroque es una persona muy divertida.

Fabián seguía con la vista perdida en el infinito sin hacer caso a las palabras de su nieta.—Me tengo que ir, pero volveré pronto —dijo en el momento en que la noche se abría paso

frente al día—. ¿Sabes una cosa? Yo siempre supe que tú no habías sido; eres demasiado buenopara hacer una cosa tan brutal.

Se levantó y besó la coronilla de su abuelo, al hacerlo aspiró levemente su perfume. Olor alavanda, la misma con la que solía perfumar sus pañuelos todos los domingos cuando la llevaba a

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pasear por el muelle de Portugalete.—¿Sabes dónde está mi hijo? —preguntó el anciano y añadió con angustia—. Lo he perdido.—Cuando te tengas que ir, vete tranquilo, porque te mereces ya descansar. No te preocupes por

mí, soy feliz.Cata le besó la frente y avisó a las enfermeras porque su abuelo volvía a tener otra de sus

crisis.

Mercedes se negaba a hablar. Había renunciado a un abogado y no contestaba a ninguna de laspreguntas que Alfonso Rojas y José Antonio Bravo le planteaban. Ambos estaban desesperados alabandonar el cubículo. Carlos los estaba esperando fuera.

—Estoy extenuado, y ella se niega a colaborar —explicó Alfonso.—¿Cuándo te vas a Holanda para ver a tus amigos? —preguntó el juez.—En cuatro días cojo el avión; bueno, mejor dicho, cogemos, porque me voy con Tere, una

amiga de Maite. Pero no me quiero ir sin tomar la declaración en condiciones y dejar el casomedio resuelto. Esto es una cuestión personal.

Carlos lo sabía bien, el guardia había trabajado con ahínco, incluso robando horas al sueño y asu ocio para intentar buscar una pista o el mínimo resquicio que los pudiera conducir a algoconcreto. Merecía esos días de vacaciones junto a sus amigos.

—Lo voy a intentar yo —expuso el juez—. Tal vez conmigo se muestre un poco máscolaborativa. —Aunque no lo dijo muy convencido.

Carlos abrió la puerta de la sala de interrogatorios y escrutó el demacrado rostro de Mercedes.Su cara estaba seria y pálida, pero su faz, aún altiva, proyectaba una actitud claramente desafiante.Se sentó frente a ella sin decir palabra, estudiando sus facciones en un intento de ponerla nerviosa.

—Como tú bien has dicho, el crimen de Catalina ha prescrito, nadie te va a juzgar por este,pero su nieta necesita saber por qué su mejor amiga, que fuiste tú, acabó con su vida de unamanera tan brutal.

El juez percibió un leve titubeo en sus ojos.Solo quedaba darle la puntilla.—Hasta hace un par de días, Cata te apreciaba, Mercedes, estaba dispuesta a ser la familia que

querías tener. Igual aún se pueden arreglar las cosas entre vosotras.—¿Me toma por idiota? —preguntó con sarcasmo. Era demasiado lista para caer en una trampa

tan vulgar—. Solo responderé a la pregunta si ella es quien me la hace.

No era el procedimiento reglamentario que un familiar de una de las víctimas hablara con suasesino. Cata dudó en un principio, no le gustaba estar frente a la asesina de su abuela, pero sabíaque si no se prestaba a ello posiblemente nunca conocería la verdad; por eso no puso ningunaobjeción a hablar con la mujer, y entró en la sala de interrogatorios con el semblante sereno y los

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nervios controlados.Le aseguraron que estaría vigilada en todo momento, por si se presentase cualquier atisbo de

sufrir el menor daño en manos de Mercedes. Localizó las cámaras con la mirada e hizo un gestoque quiso ser un amago de sonrisa.

La anciana estaba sentada en una silla situada frente a una mesa sobre la que había una botellade agua de plástico sin abrir. Cata sintió sed y se aclaró la garganta, un escalofrío recorrió sucolumna vertebral al verla. Tomó asiento frente a ella y carraspeó. Temía no tener voz.

—¿Por qué la mataste? —Sus palabras retumbaron en la sala y sonaron tan altas y claras queella misma se sorprendió.

Mercedes levantó el rostro y clavó su mirada en sus ojos. Se sentía de nuevo joven y llena devida. La nieta de Catalina deseaba conocer la verdad y ella se la iba a proporcionar. Habíacallado demasiado tiempo. Miró de frente, sobrepasando la figura de Cata, y se encontró con suamiga, ambas de nuevo jóvenes.

Sonrió y respondió de forma pausada y clara:—Porque la amaba.

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Capítulo 12

No recordaba la primera vez que había sentido que Catalina era su mundo, pero sí podíaasegurar que ese descubrimiento la hizo feliz; posiblemente eran unas niñas y acostumbraban arefrescarse en el río y se tumbaban juntas en la hierba para que se secaran las sayas mojadasdespués del chapuzón. Nunca se habían bañado desnudas, ¡cuántas veces lo había deseado! Selimitaba a acariciar sus brazos y besar sus mejillas, allí en el prado, ocultas de las miradas; lasdos solas. Su amiga se dejaba hacer entre risas, inconsciente del significado de sus carantoñas.Aún, si cerraba los ojos, era capaz de sentir la calidez de aquella piel bajo el sol de esos lejanosagostos interminables. Entonces solo era un juego entre dos niñas inocentes, que a ella le hubieragustado que se prolongara infinitamente.

Aunque no fue así. Se dio cuenta de que sus caminos se separaban al llegar a la pubertad. En sufuero interno, libró una batalla entre el deseo y lo que era apropiado. Sus sentimientos porCatalina no estaban bien, eran contranaturales, pero no podía, no deseaba dejar de amarla. Legustaban aquellas tardes perdidas de interminables siestas veraniegas, tumbadas en la misma camacon sus cuerpos rozándose. Poco importaba que lo hicieran vestidas porque ya no se atreviera aacariciar su piel o recorrer su frente con pequeños y húmedos besos. El deseo la carcomía pordentro, pero no podía confesar esos sentimientos ante el dolor del rechazo; por eso no teníamanera de saber si era correspondida y eso la angustiaba aún más.

Cuando le confesó que estaba enamorada, el mundo de Mercedes se iluminó, por un instante,solo un pequeño momento, vislumbró la posibilidad de que le confesaría su amor y se preparópara recibir sus caricias; pero no fueron arrumacos lo que recibió, sino el más cruel de los golpes.

—Algún día sabrás lo maravilloso que es que un hombre te quiera —decía entusiasmadamostrando una sonrisa bobalicona—. Cada vez que me mira Fabián, se me eriza el vello de micuerpo. Ya sé que no debiera, pero estoy deseando que me bese. María dice que es como si tehicieran cosquillas en todo el cuerpo.

—¡Qué sabrá ella de esas cosas!—Pues dice que la han besado dos chicos —protestó Catalina.—¡Pamplinas! Y tú ándate con ojo, que te puedes quedar preñada.—¿Solo con un beso? No me lo creo.En ese momento supo que la iba a perder, y necesitó abrazarla. Catalina la rechazó con un

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pequeño empujón, y ese repudio le quebró el corazón para siempre.—No seas niña, que hace mucho calor —le dijo con desdén.—Es que te quiero mucho —respondió ella, intentando volver a tocarla.—Anda, no seas tonta —replicó—. Yo también te quiero mucho, eres mi mejor amiga —y

añadió—: No como a Fabián, claro, eso es distinto.La respuesta que había estado buscando desde que eran apenas unas niñas había llegado.

Catalina no la amaba, por lo menos no de la forma en que ella deseaba. Fue la primera vez que levino a la mente cometer un acto violento contra la muchacha; sintió unas terribles ganas deabofetearla, de desfigurar su hermoso rostro para que ningún hombre se volviera a fijar en ella ytuviera que buscar refugio en los brazos de su amiga, dispuesta a cubrir su piel de caricias.

Su mano se contuvo, esa y las otras veces que veía a Catalina y Fabián salir juntos comonovios; con ella como mera acompañante para guardar las apariencias, dejándola atrás paraperderse en la soledad de unos besos que tenían que haber sido para ella. Pensó que debíaenterrar para siempre sus sentimientos y seguir el camino marcado; se propuso encontrar unhombre para estar cerca de su amiga y no perderla. Primero lo intentó con Basilio, el primo deFabián; de esta forma, Catalina y ella estarían unidas por el lazo de la familia, pero este ya andabacon una de Oña y no le hizo demasiado caso. El siguiente de su lista era el mejor amigo de Fabián,Anselmo, sabía que le gustaban las mujeres en exceso; se decía, incluso, que bajaba a Bilbao, a lazona de La Palanca, para ir de putas.

No podía tener remilgos, porque todo le daba igual con tal de estar junto a Catalina.Aguantó los besos de Anselmo, aunque le produjesen náuseas, y los toqueteos bruscos debajo

de la falda mientras aprisionaba su cuerpo contra un árbol en la urgencia del magreo. Estababorracho la primera vez que la penetró, lo hizo con lujuria y con rudeza, su boca era feroz y lemordió el labio superior haciéndole daño. Estaban en el campo y la tiró al suelo con violencia,desvirgándola de un solo golpe rápido y cruel. Ella solo pudo llorar, no por el dolor físico, sinopor la humillación a la que la había sometido.

Fue cuando se enteró de que su amiga se casaba con Fabián que le dijo a Anselmo que estabaembarazada. Era mentira. Las bodas se celebraron con dos semanas de diferencia, pero solo elcuerpo de su amiga se fue llenando con el fruto de la maternidad. La redondez de su vientre y desus pechos le sentaban tan bien a Catalina que la hacían, si cabía, aún más hermosa. Mercedes selimitaba a acariciar la redonda tripa mientras sentía en su mano los movimientos del bebé,soñando con que el fruto que portaba era de las dos.

No contó a nadie que Anselmo le pegó con la hebilla de un cinturón cuando se enteró de que noestaba embarazada y que había sido engañado para celebrar rápidamente una boda que nodeseaba. Las cosas de casa se quedaban entre las cuatro paredes del hogar, así había sidosiempre.

Ver a su amiga dar el pecho a su bebé la llenaba de lujuria, anhelaba tocar esos senos plenos yser ella quien los succionara. Volvía la vista avergonzada por sus pensamientos, y se pellizcaba

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los brazos hasta que aparecían pequeños círculos morados que le recordaban que era necesarioolvidar esos propósitos. Pese a ello, los celos la atormentaban cuando los hombres miraban aCatalina; su figura curvilínea, los andares con los que movía voluptuosamente las caderas, porque,aunque su amiga era ajena a la lujuria que provocaba en todos, Mercedes sabía que escogería acualquiera de aquellos varones antes que a ella.

Fueron años de disimular sus sentimientos, de aguantar los desprecios de su marido y lafelicidad de su amor. Hasta aquel día en que ya no pudo más y decidió confesar ese secreto quepesaba como una losa en su ánimo.

Habían salido a pasear las dos juntas con el niño y se fueron hacia la peña para refrescarse lospies en el río, tal como hacían ellas de pequeñas. Atravesaron la pieza de los cerezos, y Martíncomenzó a jugar con las ramas; Catalina lo levantó del suelo para alzarlo sobre su cabeza, ymadre e hijo rieron. Ella comenzó a dar vueltas sobre sí misma, el pelo mecido por el viento, y lafalda se le levantó un poco, lo suficiente para dejar ver unos muslos níveos. Al dejar al niño en elsuelo, la blusa se le ahuecó y dejó al descubierto el nacimiento de sus generosos senos.

—Te quiero, Catalina —dejó escapar su boca sin percatarse de que lo había dicho en voz alta.Ya era demasiado tarde para reaccionar.—Yo también te quiero mucho, Mercedes.Las palabras que nunca esperó oír en boca de su amiga la hicieron sentirse terriblemente feliz.

El siguiente paso le pareció tan natural que no dudó en llevarlo a cabo; se acercó a su amiga, lesostuvo el rostro entre sus manos y la besó en los labios.

La reacción de Catalina la asustó, la empujó con fuerza y vio cómo se limpiaba su boca con lamanga de la blusa. Nunca olvidaría la expresión de asco en el rostro de su amiga.

—¿Qué demonios haces? —gritó histérica.—Me has dicho que me quieres.—¿Crees que soy una maldita tortillera? Te quiero como a una amiga.El niño comenzó a llorar.—Hay algo entre nosotras, Catalina, y existe desde que éramos unas niñas. No puedes no

sentirlo.—¡Pero te estás oyendo! Mira, creo que lo que tienes que hacer es tener un niño para que te

mantenga ocupada y acaben esas fantasías absurdas.Fue hacia su hijo y le acarició el rostro hasta que dejó de llorar.—No digas nada de lo que ha pasado —suplicó Mercedes con temor.—Yo creo que hablar con un sacerdote te hará bien, para que te aconseje tratar esas

desviaciones.—¿Desviaciones? —gritó Mercedes histérica—. Te he amado toda mi vida, Catalina, con un

delirio que jamás he sentido por ningún hombre.La cara de su amiga se contrajo en un rictus de horror. Ahora conocía su secreto; tal vez se lo

contara a su marido, o peor, al sacerdote la próxima vez que fuera a confesarse. Entonces todos

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conocerían lo que siempre había callado temiendo el desprecio general. No podía consentir que suamiga la delatara. Fue entonces cuando vio la piedra, grande, enorme y dura. La recogió del sueloy la sopesó, sabía que era pesada, pero en sus manos la sentía liviana; la levantó y observó que suamiga, de espaldas, abandonaba el lugar con prisas, vio el cráneo a su alcance y sintió cómo lamano que sujetaba la piedra se estampaba contra la cabeza de Catalina; esta cayó al suelo y soltóal niño que iba agarrado a su mano. Gritó. Mercedes le propinó una patada en el estómago quehizo que Catalina se encogiera de dolor. Intentó hacerse un ovillo, protegiendo su tripa de otrosgolpes, pero ella siguió pateándola; intentó escapar gateando, pero ella volvió a coger la piedra,ya manchada de sangre, y machacó su cabeza una y otra vez hasta que estuvo cubierta de sangre.Cuando se arrodilló a su lado, notó que había dejado de respirar.

El niño lloraba desesperado y se acercó a su madre para abrazarla, y en ese gesto, sus ropasquedaron manchadas con la sangre de Catalina. Lo agarró con violencia, pero Martín se revolvía ygritaba llamando a su madre. Le pegó una bofetada que dejó sus dedos marcados en su rostro. Locogió en brazos mientras arrastraba el cuerpo inerte de su madre a la zanja y lo cubría con ramas yhojas secas.

Miró a alrededor, con el temor de que alguien la hubiera visto, agarró al chiquillo como si fueraun fardo de ropa y se marchó rápidamente a su casa.

Anselmo estaba en la cocina cuando entró, y al verla, con la cara desencajada y el pelo revueltollevando al niño en brazos, se quedó mirándola horrorizado.

—¿Qué ha pasado? Estás cubierta de sangre.—He matado a Catalina —dijo llorando—. Ha sido un accidente, te juro que solo ha sido una

desgracia que no había planeado.Anselmo ahogó un grito mientras se ponía de pie.—Pero... ¡qué has hecho!—Si me ayudas a enterrarla, te doy al chico —dijo mostrando al hijo de Catalina con el rostro

congestionado por el llanto y el carrillo marcado con sus dedos.—¡Estás loca si piensas que voy a hacer tal cosa! Ahora mismo me voy donde los guardias para

poner la denuncia, luego les explicas lo que quieras. Tendrás que pagar por esto. Dame al niño,que ahora mismo se lo voy a llevar a su padre.

Mercedes pensó rápido:—Te engañé al casarme contigo diciendo que estaba embarazada, ahora tenemos una

oportunidad de ser una familia... los tres. Nos iremos lejos, en una ciudad grande nadie se fijaráen nosotros.

—¡Estás loca! —manifestó, mirándola con ojos acusadores.—Piénsatelo bien. No tendrás otra oportunidad de ser padre.—Igual te mato para poder casarme con otra —susurró con inquina.Se dirigió a la puerta de entrada, pero antes de tocar el picaporte algo lo detuvo y se dio la

media vuelta.

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—¿Dónde está su cadáver?—En el campo de cerezos, debajo de la peña. Lo he dejado en la zanja tapado con unas ramas.Anselmo la contempló durante largo rato.—Tú ganas —anunció al fin—. Lava al niño y dale un poco de vino dulce para que se duerma,

tú y yo enterraremos el cadáver donde nadie lo encuentre y, antes del amanecer, nos vamos aBurgos a coger el tren para Madrid.

Al llegar al campo de los cerezos, la luna iluminaba el rostro pétreo de Catalina, sus ojospermanecían abiertos y parecía que la veían con mirada acusadora. Quiso cerrárselos, pero selimitó a acariciar su pelo por última vez, sin atreverse a besar sus labios para gozar con su sabor.Sufrió al ver cómo Anselmo trataba aquel cuerpo que ella tanto había amado.

—Le estás haciendo daño —musitó al ver cómo la tiraba, sin miramientos, a la fosa que habíacavado.

—No sé si recuerdas que está muerta y ya ni siente ni padece. Por cierto, tú la has matado.Cada paletada de tierra que caía sobre el cuerpo le dolía tanto que sentía mil dagas atravesando

sus entrañas. Su amiga desapareció en la tierra eternamente unida a un campo de cerezos que cadaprimavera cubrirían su tumba con miles de flores blancas y rosadas.

Estaba exhausta cuando llegaron a casa, fue a ver al niño, que dormía profundamente en sucama, y le acarició la cabecita.

—Ahora eres mío, me perteneces solo a mí aunque el tonto de Anselmo piense otra cosa.Martín se agitó inquieto, y ella le besó la frente. Oyó un juramento que provenía de la cocina y

fue a ver lo que había sucedido.—He perdido un botón de mi camisa —bramó Anselmo—, tengo que volver para ver si lo

encuentro.—Va a ser muy difícil localizar un objeto tan pequeño y con tan poca luz. Déjalo.—Tengo que intentarlo, si alguien lo encuentra, puede llevarlo hasta nosotros; estate preparada,

porque en cuanto regrese nos vamos.Ella asintió con la cabeza. Nunca podría encontrar el botón porque ella sabía que estaba suelto,

solo tuvo que tirar un poco de este y dejarlo deslizarse hasta la tumba de Catalina. Si alguienencontraba por casualidad el cuerpo, hallarían también el botón. Era el pasaporte de su inocencia.Cogió al niño en brazos y pensó en ir a casa de Basilio para que llamase a los guardias; iba adenunciar a su marido como autor del crimen.

Anselmo llegó antes de que ella pudiera seguir sus planes, no había encontrado el botón, perotampoco tenían tiempo de huir porque las primeras luces del día inundaban el horizonte. Oyeron laalgarabía en las calles.

—Alguien ha dejado al niño en tu puerta ¿me oyes? —manifestaba Anselmo mientras lazarandeaba—. Ayer estuvimos todo el día juntos en el campo de las Dos Torres.

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Mercedes asintió con la cabeza, todo estaba perdido. Vivieron con miedo durante sesenta añospagando su culpa, haciéndose daño el uno al otro.

De vez en cuando, esparcía flores por el lugar, pensamientos amarillos, pero Anselmo se loprohibió ante el temor de que alguien la descubriera; aun así, iba muchas tardes a escondidas y sesentaba sobre la tierra que la cubría para sentirse cerca de ella. Nunca se atrevió a hablarleporque sabía que Catalina ya no quería escuchar sus palabras.

—¿ Por qué no me quieres contestar, Mercedes?La voz de su nieta, ácida y gélida, la devolvió a la realidad del momento. Miró a la joven de

frente.—Ya te lo he dicho; porque la amaba con pasión y desesperación.—¿Y ella te correspondía?—Tu abuela solo tenía ojos para Fabián. Los demás no le importaban, ni tan siquiera yo.—¿Por qué nos disparaste a Carlos y a mí?—Os la llevasteis de mi lado, se lo dije a don Ignacio y ni él logró convencerte. Deberías

haberla dejado en el cementerio del pueblo para poder cuidar su tumba; tú me has arrebatado unlugar donde llorarla. Ya no tengo nada de ella.

—Ella no se merece tus lágrimas, Mercedes —y añadió escupiendo las palabras—: Púdrete enel Infierno.

Cata abandonó la sala visiblemente afectada. En cuanto vio a Carlos, corrió a su lado.—Es una mujer perturbada. ¿Qué le va a ocurrir? —preguntó.—Ya sabes que no será juzgada por el asesinato de tu abuela, aunque haya confesado. En cuanto

a los disparos que hizo contra nosotros, la defensa alegará que no tenía intención de matarnos,sino de asustarnos. Puede que le caiga cárcel, y posiblemente no se podrá acercar a nosotrosdurante al menos cinco años ya que se dictará una orden de alejamiento, pero también puede quecumpla un arresto domiciliario.

Carlos la abrazó con más fuerza y comenzó a susurrar en su oído palabras de confianza paratranquilizarla. Sabía que las heridas emocionales eran las más difíciles de curar, pero estabadispuesto a quedarse a su lado pera recomponer los pedazos rotos. La separó un poco de su lado yvio que tenía los ojos enrojecidos por el llanto.

—Ya pasó. Todo ha acabado —dijo abrazándola con más fuerza.

Mercedes firmó la confesión donde daba hasta el más mínimo detalle de lo sucedido aquel día.Era duro de leer, pero Cata supo que debía llevar una copia a su abuelo, posiblemente no seenterara de lo que le estaba leyendo, pero debía hacerlo.

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Fabián pasaba la mayor parte del día encamado, le costaba tragar y dependía totalmente de lasauxiliares para su aseo diario.

—Ya sabemos cómo sucedió, abuelo —le dijo mientras mantenía sus manos entrelazadas conlas suyas—. Fue Mercedes quien la mató; no sé si lo sospechaste alguna vez, pero ya esdemasiado tarde para preguntártelo. No sabes lo que me duele que ya no podamos hablar sobreello. Anselmo también estaba implicado, la ayudó a enterrarla y la encubrió durante todos estosaños porque quería un hijo, el tuyo. Hubieran podido ser mis abuelos, ¡te lo imaginas! La de cosasque me habría perdido de ti. Irá a la cárcel, pero no por matarla a ella, sino por dispararme a mí,aunque tal vez cambien la pena por libertad condicional. La abuela nunca os abandonó, os laarrebataron por un amor no correspondido. Yo estoy contenta de cómo han ido las cosas, ¿y tú?

No obtuvo ninguna respuesta porque, desde algún tiempo atrás, su abuelo ya no era capaz depreguntar ni por su hijo.

Murió dos meses más tarde, mientras dormía.

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El final

Los cuatro estaban ya juntos en el sepulcro familiar del cementerio de Burgos. El círculo, lacurva que se prolonga para volver encontrarse y que carece de principio y fin, ya se habíacerrado. Todos los años, en primavera, volvía al valle y, con sumo cuidado, recogía algunospétalos de la flor de cerezo —que para los samuráis representaban la sangre derramada en labatalla y lo efímero de la vida— para depositarlos sobre la losa que los cubría.

Le gustaba ir los domingos al camposanto, cuando la ciudad se despertaba perezosa como siestuviera saliendo de un largo letargo. Ese día, en su bolsillo llevaba la carta que ella le habíaenviado. Estaba sin abrir. Permanecía cerrada, porque ya no importaban sus palabras. Allí, sobrela tumba de los cuatro, agarró el sobre con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda y se fijóen la letra temblorosa: «Léesela a ellos». A ninguno le interesaba lo que tuviera que contar. Delbolsillo de la chaqueta sacó un mechero y prendió el papel, el fuego lo devoró en pocos segundosconvirtiéndolo en un confeti negro que fue arrastrado por el viento.

Una brisa suave le acarició la cara y se despidió de ellos con un beso. Miró al cielo de un colorazul intenso, salpicado por pequeñas nubes blancas, y sintió levemente el calor del sol en la pielde su rostro. Se puso las gafas oscuras y aceleró el paso. Él la estaba esperando.

Era un buen compañero, el mejor. Habían quedado en el romántico parque de La Isla, en lamargen derecha del río Arlanzón. Lo distinguió junto al estanque y apresuró el paso paraacompasarlo con su acelerado corazón. Él la vio y dijo algo a los perros que estaban a su lado,ambos movieron las orejas en señal de alerta, Carlos extendió los brazos, y ella corrió paraperderse en ellos.

FIN

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Nota de la autora

Todos los personajes y los hechos de esta novela son completamente ficticios y se debensolamente a mi imaginación. Cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia.

No sucede lo mismo con los paisajes y los pueblos que describo. Terminón, el pequeño pueblodonde está ambientado el relato, es la puerta de entrada al Valle de las Caderechas, un rincónescondido situado en el costado noroccidental de la comarca de La Bureba, en la provincia deBurgos. Cualquier época es buena para visitar esos bellos parajes, pero yo me quedo con laprimavera, cuando más de 40.000 cerezos en flor cubren el valle con un espectacular mantoblanco.

Y si alguna vez paseas por Oña, Briviesca o Burgos, busca los rincones que ya conoces porhaber leído esta novela.

¡Gracias por leer mis historias!

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Si te ha gustado

Cerezos sin florte recomendamos comenzar a leer

Quiero volverde Daniel de la Peña

1

MARTINAHuir

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Apresuré mis pasos en la dirección opuesta a la que me había dirigido. ¿Era verdad lo que misojos habían presenciado? Claro que era cierto, duro, pero real. No me había inventado nada pormucha imaginación que tuviese. Estaba rota, dolida. Me sentía traicionada. No iba a justificar aFran pero, si tenía que ser sincera, su deslealtad no era lo que me había causado mayorconmoción. ¿Y ahora qué? Todo, absolutamente todo se había ido a la mierda. Sequé con mi puñolas lágrimas de mi cara. Por un momento pensé que perdía las fuerzas y caía rendida al suelo.Después de lo que había visto tenía que sacar a Fran de mi vida, alejarme de él. Huir. Me ardía elpecho y el corazón latía desbocado. No merecía ser tratada de aquel modo, tampoco había pedidotanto… ¿o sí? Era incapaz de pensar con claridad. Opté por ejecutar una de las ideasdesesperadas que revolotearon por mi mente. Sin pensármelo dos veces, saqué el teléfono móvildel bolso y llamé a Noe. Tardó en descolgar. Sabía que estaba en la oficina, pero mi nivel dedesesperación era mayúsculo.

—Buenos días, Martina. ¿Cómo ha ido con Fran? —Estaba al corriente de mi vida sentimentaly fue directa al grano.

—Mal. Fatal… —resoplé.—¿Qué ha pasado, cariño?—Noe, necesito unos días para asimilar mi nueva vida…—¿Tu nueva vida? —repitió confusa.—Sí —afirmé con seguridad—. Mi nueva vida sin Fran.—Martina, me estás asustando. ¿Vas a contarme qué ha sucedido?—No puedo. —En realidad, estaba deseando relatarle toda la verdad. Explicarle mi

improvisado plan y por qué marcharme unos días sola al apartamento que habíamos alquilado enPeñíscola era una necesidad más que una alternativa. Pero había muchas cosas en juego y opté porno decir nada. Solo pedí ayuda—. ¿Crees que si llamo a la agencia puedo irme unos días antesque vosotras a Peñíscola? Quiero estar sola.

Hubo un silencio corto. Duró el tiempo exacto que Noemí tardó en comprender que lasvacaciones anticipadas eran para sanar mis heridas al reencontrarme conmigo misma y, cómo no,huir de Fran. Mi amiga me conocía muy bien, sabía que cuando me hacían daño mis opciones eranrecluirme en mi piso o marcharme al pueblo de mis padres una temporada. En esta ocasión, decidífugarme unos días antes que mis amigas a la playa. Escuché un pequeño suspiro.

—Seguro que no te ponen ninguna pega. Estamos a finales de junio y no es tan complicadoreservar unos días de más como lo es en agosto. Te paso el teléfono de la agencia por WhatsApp.¿Cuándo tienes pensado ir?

—Hoy mismo.—Algo gordo ha tenido que pasar para que te marches ya, pero no voy a insistir más en que me

lo cuentes. Llama a la agencia, nosotras llegaremos en tres días.—Muchas gracias, Noe. Eres la mejor —respondí con más ánimo.

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—Lo sé, pero me dejas preocupada —volvió a suspirar—. Te llamaré todos los días hasta quelleguemos para saber cómo estás.

—Cuento con ello.

2

MARTINAMejorando

Llevaba más de una hora de viaje en la carretera y había sido incapaz de no reproducir una yotra vez en mi mente las imágenes de la deslealtad de Fran de aquella mañana. Solo le habíapedido un poco de tiempo para responder con seguridad a su propuesta de irnos a vivir juntos. Élse agobió ante mis dudas, me acusó de tener fobia al compromiso y decidió por los dos que, si nodábamos un paso más en nuestra relación, lo mejor era tomarnos un tiempo. El descanso duró dossemanas. Estuve medio mes cavilando. Convenciéndome de que no era tan precipitada la idea deconvivir con él bajo el mismo techo y, sobre todo, echándole en falta. Durante nuestro parónsentimental no supe nada de Fran. No recibí ni una sola llamada por su parte, no actualizó susredes sociales ni me envió un mensaje. Nada. Si su estrategia consistía en mantener contacto ceropara que lo extrañara y accediera a su proposición, funcionó. Así que a las dos semanas le escribíun wasap para quedar y poner fin a nuestro distanciamiento. Me moría de ganas de besarle,mirarle a los ojos y fundirnos en un abrazo. Fran respondió de inmediato y propuso quedar al díasiguiente. La mañana de nuestra cita apenas pude probar bocado del desayuno que me habíapreparado. Una tostada con mermelada de fresa y trozos de kiwi, un zumo de naranja y un café conleche. Como era un poco masoquista, solo di un bocado a la tostada y me bebí todo el café, por sino estaba lo suficientemente nerviosa la cafeína me ayudaría a hiperventilar durante un buen rato.No habíamos quedado a una hora concreta, así que decidí ir temprano a su casa para sorprenderloy mostrar mi interés en compartir vivienda. Si tenía que ser sincera, la idea de vivir juntos meagobiaba bastante. Estaba acostumbrada a tener mi espacio y adoraba mis momentos de soledad eintimidad, pero más me agobiaba la posibilidad de perder a Fran por un motivo tan pobre y fácilde resolver. La cafeína hizo efecto y mis pulsaciones aumentaban a medida que caminaba por lacalle de su urbanización. Fran vivía en una zona de chalets y jardines independientes. Durantenuestros dos años de relación, pasamos muchas horas en su casa y me encantaba lo cómoda que

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me sentía allí, pero también me gustaba saber que tenía mi piso para poder refugiarme si eranecesario. Siempre lo había hecho en momentos de crisis, falta de inspiración o esos días en losque me levantaba triste sin saber por qué… Suspiré y me convencí a mí misma de que estabahaciendo lo correcto al renunciar a mi independencia y abrir la puerta a la convivencia en pareja.Fran no sabía que iba aceptar su propuesta, solo le escribí en el mensaje que tenía ganas de verloy solucionar nuestros problemas. Sonreí impaciente al saber que iba a abrazarlo, oler su aromamasculino y sentir su calor. Entonces, unos metros antes de llegar a su casa, mi sonrisa se esfumó.Cambié el gesto y presencié aquella cruel escena que me rompió el corazón. No daba crédito a loque estaba viendo. Di media vuelta y sentí la urgente necesidad de huir. Quería alejarme de él yde… ¡¡¡¡RIIIIIIING!!!! Sonó mi teléfono y me trajo de nuevo a la realidad. Salí del bucle derecuerdos gracias al sonido del móvil, que estaba conectado a los altavoces del vehículo porbluetooth. Dibujé una sonrisa al comprobar que me llamaba Úrsula.

—Buenos días, cariño —la saludé.—¡Lo serán para ti! ¿Te vas a la playa sin nosotras? —preguntó decepcionada. Estaba claro que

Noe ya la había puesto al día.—Solo voy unos días antes… He llamado a la agencia de viajes y me han confirmado que el

apartamento estaba libre. He reservado dos noches más. En Zaragoza no consigo inspirarme yquizás delante del mar aparezcan las musas —mentí.

—¡Tal vez aparezca la poca vergüenza que te queda! —exclamó Úrsula—. Martina, soy una detus mejores amigas y, además, la psicóloga que te hace terapia gratis. Te conozco mejor que nadiey sé que no te has ido por falta de inspiración, sino por Fran.

Tragué saliva. A Úrsula no podía mentirle. Nunca tuve secretos para ella, mejor dicho, paraninguna de mis amigas. Nos contábamos todo y Úrsula sabía que yo jamás había tenido problemaspara escribir. Puede que quizás algún bloqueo momentáneo, pero nada tan grave como para buscarla inspiración en otra ciudad. No fallaba cuando afirmaba que Fran era el responsable de mihuida, aunque no era lo único que motivó mi fuga. Decidí no contar nada para evitar problemas.Sentía que manejaba una bomba entre mis manos y quería salir ilesa si estallaba. Me fastidiabatener que ocultarle aquel secreto que me reconcomía, pero en esos momentos era lo más cabalhasta que decidiera qué iba a hacer.

—No puedo mentirte, pero necesito que te quedes calladita. Cuando lleguéis a Peñíscola oscuento todo. Ahora debo reflexionar y estar sola —aseguré.

—¿Qué voy a contar? ¡Si no me has dicho nada! —protestó—. Solo quiero recordarte quetenías todo el derecho del mundo a rechazar su propuesta de convivir con él. Tiene que respetartus decisiones y me pareció un tanto drástico que te pidiera un tiempo ante tus dudas o negativa.No te sientas culpable, Martina.

—Lo sé… No me siento mal… Ha pasado algo que ha cambiado mi punto de vista, por esoquiero alejarme de Fran y recapacitar qué voy a hacer con él. Por favor, no hables con nadie sobreesto —volví a pedirle—. Ni con Noe ni con Victoria.

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—Ya sabes que me encanta ser la que posee información privilegiada, pero me dejaspreocupada ante tanto misterio. ¿Habéis discutido?

—Úrsula, te lo cuento tomando unos mojitos en una terraza al lado de la costa, ¿te parece? —Intenté dar el tema por zanjado.

—No me parece, pero te respeto, cariño. Si necesitas cualquier cosa me llamas, ¿ok?—Estaré bien. Estos días sola me van a sentar genial. Así cuando vengáis tendré las pilas

cargadas para pasárnoslo de puta madre —afirmé feliz.—¡Uy, has dicho un taco! La señorita Modales ha dicho «de puta madre». Ahora sí que me has

asustado —bromeó. No era propio de mí decir palabrotas, pero necesitaba soltar alguna para noreventar.

Liberé una carcajada y me sentí mejor. Una buena amiga es capaz de sanar cualquier alma rota.Por un momento me tentó pedirle que se viniera para pasar los tres días juntas, pero sabía quetenía faena en la consulta y yo necesitaba estar sola.

—Me alegra hacerte reír, eso significa que no estás tan jodida como pensaba —dijo orgullosa.—Eres maravillosa, Úrsula. ¡Nos vemos el sábado!—¡Perfecto! Tengo ganas de pasar un mes entero en Peñíscola bebiendo gin-tonic, mojitos,

tomando el sol, yendo de compras y bañándome en el mar. ¡Nos vemos el sábado, bombón!Colgué y dejé libre otra carcajada. Me sentí bien, mejor que bien; con ganas de comerme el

mundo. Úrsula era tan buena psicóloga que su terapia era efectiva hasta en una simpleconversación telefónica. Subí el volumen de la radio para mantener mi momento de subidón,emitían One Kiss, de Dua Lipa y Calvin Harris que no dudé en berrear como una loca. One kiss isall it takes. Fallin’ in love with me. Sonó otra vez mi teléfono y el instante de euforia se fue atomar viento fresco. Mi corazón se revolucionó al saber que quien llamaba era Fran.

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Cerezos sin flor

En un campo de cerezos del Valle de las Caderechas, en la comarca de La Burebade Burgos, un vecino decide recuperar un abandonado campo de cerezos.Algunos árboles están secos y el dueño, junto a un amigo, los quiere arrancarpara volver a plantar nuevos. Al quitar uno de ellos, junto a las raíces, encuentranunos huesos que parecen humanos. Llaman a la Guardia Civil que acude junto aljuez Carlos García y la forense Susana Mateo.En el pueblo se comienza a hablar de un suceso que ocurrió tiempo atrás cuando

una mujer, Catalina Quintana, desapareció misteriosamente. Entonces se empezó a murmurar quehuyó con un amante, que fue asesinada por un forastero o por su marido a causa de los celos. El reconocimiento forense dice que los huesos pertenecen a una mujer que murió por un fuertegolpe en la cabeza y una prueba de ADN confirma que Catalina Ortega, la única parienteconsanguínea viva, es su nieta. ¿Qué es lo que sucedió entonces? Marcada por el suceso de la desaparición de su abuela durantetoda su vida, e intrigada ante el descubrimiento, intenta reconstruir el rompecabezas que desea lelleve a la verdad. En el camino, Catalina encuentra al juez Carlos García, que no duda en ayudarlaa descubrir el misterio y la atracción se va forjando poco a poco entre ambos.

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Reina González Rubio. Nacida en Bizkaia desde pequeña le gustaba inventar pequeñas historiase imaginar que algún día se pudieran plasmar en una hoja en blanco. Licenciada en Ciencias de lainformación por la Universidad del País Vasco ha ejercido su labor de profesional en diferentesmedios de prensa escrita, siempre sus entrevistas, sus reportajes y sus crónicas han tenido unmarcado carácter social y solidario. Autora de un libro de relatos Un atardecer como cualquierotro y otros cuentos en la actualidad da clases de escritura creativa y continua su labor solidariaimpartiendo clases de español a colectivos de emigrantes.

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Edición en formato digital: agosto de 2020 © 2020, Reina González Rubio© 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimulala creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve lalibre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de estelibro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de estaobra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo quePRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Españolde Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de estaobra. ISBN: 978-84-17616-49-6 Composición digital: leerendigital.com www.megustaleer.com

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Índice

Cerezos sin flor

El principio Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 El final Nota de la autora

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