Casimiro liceaga

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Casimiro Liceaga Baluarte de una época olvidada

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Casimiro Liceaga

Baluarte de una época olvidada

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IntroducciónEl doctor Casimiro Liceaga y Quezada forma parte de las páginas célebres de la Historia de la Medicina en

México por ser uno de los fundadores del Establecimiento de Ciencias Médicas, antecedente de la actual Facultad de Medicina. Ocupó la dirección de dicha institución por trece años, desde su instauración en 1833 y hasta 1846.

No obstante, es preciso señalar que su obra no se limitó a su labor administrativa como director (que por si misma representó todo un desafío), también fue un notable médico, cuyo carácter tenaz y pensamiento liberal, le forjaron una carrera política, militar y docente digna de conmemorar.

Su participación activa ante los problemas que aquejaban al país y su incansable espíritu patriota lo convierten en un personaje singular. Pese a ello, la vida y obra del que algunos historiadores han llamado “padre de la Facultad de Medicina”, no han tenido el alcance que merecieran, de hecho, “poco han trascendido [y] no han sido valorados con justicia”.

La escasez de datos que se tienen sobre su valiosa labor, no restan el tamaño de su obra. Así lo manifiestan las palabras del doctor Ignacio Chávez, al referirse al legado del Dr. Liceaga: “…su obra monumental no quedó escrita en páginas de libro, sino quedó escrita en páginas de historia. Esa obra es [la] Facultad de Medicina, que le fue confiada al nacer…y cuyos pasos primeros el guió y cuyos desfallecimientos el sostuvo, con una fe inquebrantable en sus destinos”.

Es por ello que nos acercaremos a la vida y obra del hombre cuyo legado significó la transformación de la enseñanza y, más aún, del pensamiento médico que prevalecía desde la Colonia y que junto con el grupo de profesores beneméritos del Establecimiento de Ciencias Médicas, dedicó su vida, energía y recursos a mantener viva la reforma pese a todos los escollos, sentando con ello las bases del ejercicio actual de la medicina.

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Primeros estudiosTan pronto vino al mundo, se topó con la adversidad. Nació en la Ciudad de Santa Fe de Guanajuato el 4 de

marzo de 1792, en el seno de una “familia antigua y distinguida”, que había venido a menos. Los apuros económicos y la orfandad prematura, forjaron en él un carácter de lucha y tenacidad.

Inició sus estudios en el Colegio de la Purísima Concepción, actualmente Universidad de Guanajuato, en donde destacó como “discípulo aventajado” obteniendo, gracias al favor del regente escolar, una beca en la Ciudad de Valladolid (hoy Morelia). Allá continúo su instrucción hasta que, en 1808, se trasladó a la Ciudad de México, con el afán de emprender la carrera de Medicina. Se incorporó a la Real y Pontificia Universidad. En ese tiempo, los estatutos universitarios establecían que “…para estudiar Medicina, era preciso haber obtenido previamente el grado de Bachiller en Artes”, el cual alcanzó en 1812. Continúo sus estudios en la Facultad de Medicina, sosteniéndose gracias a los doce pesos mensuales que recibía como remuneración en el Hospital de San Andrés, mismo lugar en que desarrollaba sus prácticas medicas.

Cabe señalar que la enseñanza de la Medicina y de la Cirugía habían permanecido separadas desde 1768, año en que fue creado el Real Colegio de Cirugía. Dicho distanciamiento, tanto en la enseñanza como en la práctica diaria, tendría fin con la Reforma de 1833. Es de llamar la atención que el mismo doctor Liceaga, viendo la necesidad “de completar sus estudios en materia quirúrgica” y como preludio de la refundición de estas dos vertientes en 1833, “se inscribió también en el Real Colegio de Cirugía, destinado a preparar cirujanos militares” concluyendo la carrera en 1815, aunque sin lograr recibirse.

El grado de Licenciado en Medicina lo recibió el 5 de diciembre de 1818 y el de Doctorado un año después, en diciembre de 1819, tras cubrir con apuración la elevada cuota del examen, y presentando una tesis referente a la medicina hipocrática, en la que se dice “era muy versado”.

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Carrera docenteEn 1819, poco antes de “borlarse de doctor”, concurrió a una oposición (concurso entre pretendientes

a una cátedra) para obtener la de Método, que era la que estudiaba el modo de curar. No logró obtenerla, sin embargo, con la decisión y firmeza que le caracterizaron, se opuso a un interinato de cuatro años en la cátedra de Prima, encargada del estudio del cuerpo sano, imponiéndose en esta ocasión y recibiendo su nombramiento en abril de 1819. Así, fungió como profesor sustituto de Prima, aunque de forma interrumpida, pues en 1820 “pierde la cátedra por motivos políticos” que mencionaré en el siguiente apartado.

Pasado el tiempo, su pasión por la docencia y su tesón le permitieron ganar y hacerse cargo de la cátedra de Vísperas, dedicada al estudio del cuerpo enfermo, y de la que había sido responsable hasta su fallecimiento el doctor Luis José Montaña (considerado el primer clínico mexicano), amigo, maestro y consejero de Casimiro Liceaga ya desde que éste se instruía en la Universidad. Así sucedió desde enero de 1824 hasta 1833, año que marca el final de un ciclo prorrogado de la enseñanza médica en México.

Vale la pena hacer una pausa para mencionar que la enseñanza de la medicina en la Real y Pontificia Universidad de México, en la que el doctor Casimiro Liceaga se formó, y de la que más tarde fue miembro activo, se encontraba estancada, por no decir ahogada, en el rezago. Varios son los autores que han plasmado en sus obras descripciones sobre las malas condiciones que se vivían en la antigua Facultad. Las restricciones impuestas en la Colonia impedían el ingreso de los nuevos conocimientos médicos y científicos que se generaban en Europa, por considerarlos peligrosos y opuestos a la religión. Tal era la situación que, en plenos albores del siglo XIX, “…seguían como libros de texto en la Facultad los de Hipócrates, Galeno y Avicena y todavía se seguían leyendo y comentando en latín antiguo los viejos Aforismos”.

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Carrera militarEl doctor Casimiro Liceaga cursó sus estudios universitarios en la Facultad de Medicina en pleno desarrollo de la lucha

por la Independencia de México. Manifestó desde joven su celo por la libertad y “su inquietud patriota que veía con temblores de fiebre la lucha que sostenía México entonces, para sacudir la dominación española.” Para ese entonces ya era patente el linaje liberal de la familia Liceaga, cuyas raíces guanajuatenses, daban fe del fervor patrio con que se nacía en la llamada “cuna de la Independencia”. José María Liceaga se había enrolado en las filas insurgentes, prácticamente desde el inicio del movimiento, formando parte, tiempo después, de la “Junta Soberana”, en Zitácuaro al lado de personajes como Ignacio López Rayón.

Se dice que el joven Casimiro Liceaga “a la vez que preparaba su licenciatura primero, y su doctorado mas tarde, sostenía correspondencia con los caudillos liberales”. Esto provocó que en 1820, recién recibido de doctor, fuera arrestado y hecho prisionero por las fuerzas realistas, “…acusado de infidencia (deslealtad al gobierno) y de asociación delictuosa con connotados insurgentes [...] como Don Guadalupe Victoria, procedente del Colegio de San Ildefonso”. Fue encerrado durante seis meses en la Cárcel de la Corte de la Nueva España, de donde logra escapar. “En fuga novelesca, (en descripción de Ignacio Chávez) con disfraz y salto de tapias, Liceaga se escapó al campo insurgente”. Es razonable pensar que sus conocimientos médicos y la preparación en la atención médica militar que adquirió en el Real Colegio de Cirugía años atrás, fueron de gran valor para la causa Insurgente. Durante su colaboración en esta campaña militar, seguramente adquirió conocimientos y méritos que le permitieron llegar a obtener un alto rango en este ramo, “posiblemente el de General como lo llamaba [Guillermo] Prieto”. Finalmente regresó a la Ciudad de México en 1821, entre las filas el ejercito Trigarante a las órdenes de Agustín de Iturbide y de cuya esposa, dicho sea de paso, sería nombrado médico personal posteriormente.

Esta no sería la última vez que el doctor Liceaga se lanzaría a la defensa de la Patria. Todavía en 1847, ya estando alejado de las aulas y no precisamente con los mismos bríos juveniles, pero si con la convicción y denuedo que siempre le caracterizaron, defendió a lado de los profesores, alumnos y otros valientes compatriotas, el territorio nacional en contra de la invasión del ejército norteamericano.

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Su carrera políticaTras su regreso a la Ciudad de México, envestido como patriota en las filas

insurgentes, comenzó a desarrollar su carrera médica. Los tiempos en el México independiente ameritaban, por otro lado, que “toda gente de valor, ya fuera por gusto u obligación por las circunstancias [participara] en el movimiento político del país”, que como sabemos, cursó días difíciles tras su emancipación política. Esto impulsó la aparición de varios personajes médicos en la escena política nacional, entre ellos el doctor Casimiro Liceaga, quien intervino activamente en este rubro. Ocupó el cargo de diputado al Congreso Constituyente en 1822, a lado de ilustres personajes, entre ellos Valentín Gómez Farías y Manuel Carpio, que al igual que Casimiro Liceaga, serían íconos de la reforma en la enseñanza y práctica médicas. Desempeñó los cargos de Senador en 1825 y Diputado por Guanajuato en 1828 y 1833, repitiendo el cargo en 1841, ya como director del Establecimiento de Ciencias Médicas.

Gozando de un gran prestigio y de una buena situación social, formó parte del Tribunal del Protomedicato, que sorprendentemente seguía siendo la máxima autoridad tanto en la práctica, como en la enseñanza de la Medicina y disciplinas afines.

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La Reforma educativa de 1833Tras consumarse la lucha por la Independencia, en 1821, la incipiente nación quedó inmersa en una situación de inestabilidad

económica, política y social. Si bien es cierto que se alcanzó la ansiada emancipación política, en el ámbito médico y, particularmente en lo concerniente a su enseñanza, el periodo colonial sobrevivió doce años más. La medicina en el México independiente (en la opinión del doctor Ernesto Cordero) “...seguía siendo en aquella época, la medicina de la Colonia, prácticamente de la Edad Media, cargada de latines, de teorías, de dogmas, sin ver nunca o casi nunca un cadáver, que se mantuvo inamovible durante tres siglos [...]” El único cambio que había sufrido la Universidad era en su titulo, pasando de ser Real y Pontificia a Nacional.

Si bien es cierto que a partir de 1833, inicia una nueva época en la enseñanza médica, también es cierto que ésta es la culminación de esfuerzos previos de varios personajes, como el cirujano José María Muñoz, quien en calidad de diputado, crítico así la situación de atraso en que se encontraba la enseñanza y el ejercicio de la medicina y de la cirugía, y propuso medidas de reforma al Congreso Constituyente del que forma parte, lamentablemente sin ver resultados.

Finalmente, el gobierno liberal, encabezado por el vicepresidente Valentín Gómez Farías, ordena la clausura de la Real y Pontificia Universidad en octubre de 1833 por considerarla “inútil, irreformable y perniciosa” y crea en su lugar la Dirección de Instrucción Pública y sus seis Establecimientos de enseñanza superior, entre ellos el de Ciencias médicas, que fue fundado el 23 de octubre, razón de conmemorar en esa fecha el día del médico en nuestro país. En dicho establecimiento, no solo se refundirían la enseñanza de la Medicina y de la Cirugía como una sola carrera, sino que se implementaría un programa de estudios totalmente diferente, basado en el aplicado en Francia y otros países europeos.

Recordando lo expuesto anteriormente, podemos dilucidar que Don Casimiro Liceaga, se había forjado una gran reputación, peleando por la Patria en el movimiento independiente, participando activamente en la escena política y manifestando un gran cariño por la docencia. Esto, sumado a su fuerte amistad con los liberales más connotados, propició que la Junta de Instrucción Pública lo designara primer director del Establecimiento de Ciencias Médicas, el 27 de noviembre de 1833. Tras designar como sede al convento de Belén, las clases del Establecimiento de Ciencias Médicas se inauguraron en los primeros días de diciembre de ese mismo año. Todo hacía pensar que se respirarían tiempos mejores, con el respaldo y el acceso a lo que por tanto tiempo fue restringido. Nada más alejado de la realidad.

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Su labor al frente del Establecimiento de Ciencias Médicas

No tardó en aparecer la adversidad. Recién habían iniciado los cursos el 3 de diciembre de 1833, cuando el gobierno del presidente Santa Anna retoma el mando y lo deja sin

subsistencia legal y tres meses más tarde, deshaciendo la obra de Gómez Farías, manda restablecer la Universidad y cerrar los nuevos Establecimientos, con excepción

del de Ciencias Médicas, que quedó en espera del fallo que dictara una comisión nombrada por el Claustro Universitario. Como una providencia, dos meses más tarde,

se rinde un informe favorable, que obliga al gobierno a mantener el establecimiento abierto, con el nombre de Colegio de Medicina.

La nueva escuela, resistiéndose a morir, vivió tiempos muy difíciles. Los sueldos de los catedráticos y de los mozos, habían sido retirados por el gobierno por tener, según

éste, muchos gastos, y “en toda esa época fue don Casimiro Liceaga quien de sus propios fondos sostuvo la institución”. Así fue hasta que la situación se torno

insostenible. Tras comunicarlo a la junta de profesores, éstos en gesto de buena voluntad, acordaron en no cobrar sus sueldos y cubrir los gastos elementales de la

escuela. Aunque así lo hicieron, no lograron evitar el primer ocaso: llegó la primera clausura a fines de octubre. En febrero de 1835 se reabrió, marcando el comienzo

de una época llena de vicisitudes, con obstáculos y, porque no decirlo, de atropellos como en 1836, cuando el gobierno, no contento con mantener la escuela en la

miseria, inició una obra de despojo del inmueble, obligando a la escuela a llevar una vida errante por diferentes sedes: el Convento de Betlemitas, el Convento del

Espíritu Santo, el Colegio de San Ildefonso, la Academia de San Juan de Letrán, las casas de los profesores y del propio Casimiro Liceaga.

Para tener una idea clara de la situación, citaremos un fragmento del artículo, “variedades”, que figura en el Tomo I, de la segunda serie, del Periódico de la Academia de

Medicina de México, en el año de 184:

“…Sabemos que el edificio está arruinado, que en la cátedra de fisiología no se hacen ya experimentos sobre animales vivos porque mueren de hambre”.

Sobre la defensa de Liceaga

“...pero creemos a pesar de esto, que antes de cerrar la única escuela de medicina que existe en la República Mexicana, debiera el señor Director dirigir un tercer o cuarto

oficio al Exmo. Señor Ministro de instrucción Pública, si acaso no ha recibido contestación a los dos o tres que ha dirigido ya manifestándole el triste estado en que

halla su escuela de medicina”.

Así, don Casimiro Liceaga defendió no sólo con su peculio y esmero su amada escuela, también lo hizo con su pluma y su inquebrantable fe.

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ConclusiónComo hijo de la antigua Universidad y catedrático en la misma, el doctor Casimiro Liceaga conocía a la

perfección las carencias y el retraso que ésta padecía. Consciente además, del menosprecio y el desprestigio en que se tenía al médico en esa época, su espíritu liberal y su denuedo a favor del progreso de la Patria, lo proyectaron a asumir a la postre, uno de los papeles más importantes de la historia de nuestra cultura: el de asiduo promotor y encarnado protector de la nueva enseñanza médica en nuestro país. Sin duda es un baluarte de una época difícil de la que poco se ha comentado, pero de la que sin duda significó sentó las bases del pensamiento y la práctica médica en nuestros días.

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Doctor Casimiro Liceaga y Quezada, primer director del establecimiento de Ciencias Médicas

Doctor Casimiro Liceaga y Quezada, primer director del establecimiento de Ciencias MédicasHist. Sonia C. Flores GutiérrezDepto. de Historia y Filosofía de la MedicinaArchivo Histórico de la Facultad de Medicina

En el seno de una humilde pero reconocida familia de la ciudad de Guanajuato, nace Casimiro Liceaga, el 4 de septiembre de 1791.

Estudió Latinidad en el Colegio de la Purísima Concepción y más tarde es trasladado al Colegio del Estado, hoy Universidad de Guanajuato y continúa sus estudios en Valladolid (hoy Morelia), gracias a una beca conseguida por su maestro el padre Mangas.

En el año de 1808 viaja a la ciudad de México para estudiar Medicina, y previa práctica en el Hospital de San Andrés, recibe su título de bachiller en Medicina el 2 de septiembre de 1812. Los grados de licenciado y doctor en Medicina los recibe el 5 de diciembre de 1818 y 6 de diciembre de 1819 respectivamente, este último lo obtiene con una tesis sobre Hipócrates, impresa en la Tipografía de Alejandro Valdez.

En ese entonces, ya el apellido Liceaga había entrado en la historia patria, pues José María Liceaga se había enrolado en las filas insurgentes de la Independencia, cuando ésta parecía apagarse. Al lado de Rayón y Verduzco formó parte de la "Junta Soberana", en Zitácuaro.

En 1820, Casimiro Liceaga fue arrestado y hecho prisionero por las fuerzas realistas, acusado de infidencia y encerrado durante seis meses en la cárcel de la Corte, de donde se fugó y regresó a la ciudad de México con el Ejército Trigarante, cuando éste, a las órdenes de Agustín de Iturbide, entró a la ciudad el 27 de septiembre de 1821. Posiblemente aquí el doctor Liceaga adquirió conocimientos militares y colaboró con los ingenieros del ejército, en donde llegó a obtener un alto rango en este ramo.

En el año de 1819 inicia su desempeño como catedrático en la antigua Universidad de México, en donde imparte las cátedras de Prima de Medicina, en sustitución del doctor José Ignacio García Jove, de 1819 a 1823 y la de Vísperas, por muerte del doctor Luis José Montaña, desde el 7 de enero de 1824 hasta el año de 1833.

Cuando se consuma la Independencia del país, el doctor Liceaga ya gozaba de buena situación social, y era el médico personal de la esposa del Emperador Iturbide.

En la política nacional ocupó los cargos de senador en 1825 y diputado de 1828 a 1833 y 1841. Fue miembro del Tribunal del Protomedicato, que dicho sea de paso, era la máxima autoridad tanto en la práctica, como en la enseñanza de la Medicina y disciplinas afines.

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Doctor Casimiro Liceaga y Quezada, primer director del establecimiento de Ciencias Médicas

El 23 de octubre de 1833, el médico Valentín Gómez Farías, vicepresidente de la República, suprime la Universidad y crea en su lugar la Dirección de Instrucción Pública y sus establecimientos de enseñanza superior, entre los que se contaba el Establecimiento de Ciencias Médicas, del cual el doctor Liceaga fue el primer director y tuvo a su cargo la ejecución del nuevo plan de estudios y la reforma del método de enseñanza al frente de un selecto grupo de profesores (en donde se fusionan en una sola profesión los estudios de Medicina y Cirugía, que hasta entonces se estudiaban separadamente como dos carreras independientes una de otra). Con gran acierto permaneció en el puesto por un periodo de trece años, a pesar de todas las dificultades por las que atravesó en ese periodo la Escuela de Medicina, la cual, entre otras situaciones enfrentó la suspensión, por parte del gobierno, de los sueldos de los catedráticos y de los mozos, las becas de los colegiales, los gastos menores y carecía de todos los materiales de trabajo; en todo el periodo de su gestión al frente de la Dirección de la Escuela, el doctor Liceaga sufragó con sus propios fondos el sustento de esta institución.

La situación de despojo llegó a tal grado que en 1836 se dispone la reapertura del Colegio de Cirugía y el gobierno ordena al Colegio de Medicina la entrega de todo el material con que contaba para la enseñanza de la anatomía y de las operaciones, además, la Escuela de Medicina tuvo varios cierres y una vida errante por diferentes sedes: el Convento de Betlemitas, el Convento del Espíritu Santo, el Colegio de San Ildefonso, la Academia de San Juan de Letrán, las casas de los profesores y del propio Casimiro Liceaga, el Convento de San Hipólito, hasta que finalmente, en 1854, se establece en el edificio del ex Tribunal de la Santa Inquisición.

En la nueva etapa de la Escuela de Medicina dictó las cátedras de Medicina Legal, Farmacia, Patología Externa, Medicina Hipocrática, Higiene y Moral Médica.

Deja la Dirección de la Escuela en 1846, en manos del doctor José Ignacio Durán. Y ya estando alejado de las aulas, defendió al lado de sus compañeros profesores y alumnos, el territorio nacional en contra del ejército norteamericano en el año de 1847.

Murió en la ciudad de México en el mes de mayo de 1855, dejando la memoria de su esfuerzo y fe inquebrantable al frente de aquel grupo admirable de profesores que dedicaron su vida y sus recursos a la realización de esta increíble obra, logrando mantener con vida a la escuela y cambiar el rumbo de la Medicina al introducir las nuevas ideas científicas, que vinieron a transformar la enseñanza y el pensamiento médico de la época.

http://www.facmed.unam.mx/marco/index.php?dir_ver=40

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Casimiro Liceaga: fundador de instituciones médicas

Casimiro Liceaga y Quezada es una de las figuras más representativas de la transición entre la medicina escolástica y la clínica y experimental en la primera mitad del siglo XIX mexicano. Sus contemporáneos lo consideraron “padre cariñoso del Establecimiento de Ciencias Médicas” (antecesor de la actual Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México) “y el más importante de sus fundadores”. Su participación fue esencial no sólo en la reforma de este centro formador de médicos; lo fue también en la creación de asociaciones profesionales y en la dirección de organismos de salud pública. Fue, asimismo, un patriota y participó en política.

Originario de Santa Fe de Guanajuato, nació el 4 de septiembre de 1792 en el seno de una distinguida familia de la Intendencia. Estudió latinidad en el Colegio del Estado, y luego en Valladolid (hoy Morelia), para lo que contó con una beca. A fin de seguir sus estudios preparatorios fue a la ciudad de México. Obtuvo el grado de bachiller en artes después de un examen en que fue aprobado nemine discrepante.

En una época en que los estudios y la práctica de la cirugía y la medicina estaban separados, estudió tanto en la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad, como en el Real Colegio de Cirugía. Al término de sus estudios de medicina realizó los dos años de práctica que entonces exigía la ley en el Hospital de San Andrés, que funcionaba como Hospital General de la ciudad de México desde 1779, y se recibió ante el Real Tribunal del Protomedicato. En 1812 comenzó los estudios de cirugía que terminó en 1815, pero no se recibió.

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Casimiro Liceaga: fundador de instituciones médicas

Aunque no eran textos de las cátedras de la Pontificia Universidad, por sus manos circularon las obras de Dumas, Cullen, Lavoisier, Brown y Bichat. Como estudiante de medicina escogió por maestro al sabio y celebre Montaña –al que el historiador Francisco Flores describió como “genio digno de mejor época”. De él recogió profundas lecciones, “sin gran aparato ni lujo científico”, y la inquietud por reformar la enseñanza.

Liceaga aspiró al grado de doctor en medicina, que obtuvo el 5 de diciembre de 1819. Poco antes de lograr dicho grado, ganó la oposición de profesor sustituto del doctor Jove –catedrático de prima (donde se estudiaba al hombre sano)–, quien se había jubilado. En esta materia, impartió lecciones “serias y luminosas”; la anatomía de Bichat –que entonces arrojaba luz sobre la fisiología y la patología– fueron objeto predilecto de Casimiro, quien las explicaba e ilustraba en sus lecciones profesionales con gran interés. Antes de ganar este concurso, no había tenido éxito en la oposición a la cátedra de método (donde se estudiaba la terapéutica), y lo mismo sucedió cuando se opuso a la titularidad de la cátedra de prima, a la muerte de Jove. Sin embargo, en 1823 ganó la titularidad de la cátedra de vísperas (donde se estudiaba al hombre enfermo).

Trabajó sin cesar por la instauración de una ciencia metódica; de ahí sus esfuerzos por fundar el Establecimiento de Ciencias Médicas, el cual uniría la medicina y la cirugía; incorporaría al plan de estudios la medicina clínica y experimental europea, y reformaría totalmente la enseñanza. Su nombramiento como primer director del mismo fue hecho por gobierno y catedráticos. El doctor Liceaga padeció a causa de la inseguridad del Establecimiento, “atacado menos con tiros directos que con la indiferencia y frialdad”. No sólo no se pagaba a sus profesores, sino que tampoco se les daba para los gastos indispensables. Desempeñó gratuitamente tanto el cargo de catedrático de medicina legal como el de director del Establecimiento, e incluso contribuyó con su dinero para sostenerlo.

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Casimiro Liceaga: fundador de instituciones médicas

Innumerables trabajos han dado cuenta de las dificultades por las que la institución académica tuvo que pasar durante varios decenios, tanto para tener un espacio como para recibir presupuesto. Manuel Carpio –destacado clínico y catedrático del Establecimiento de Ciencias Médicas– denunciaba que en México no se respetaba el trabajo de los facultativos y la situación de la ciencia era funesta, a diferencia de otros países donde la medicina y las ciencias, todas habían salido de la barbarie, porque los gobiernos habían protegido a los sabios condecorándolos y tratándolos como seres útiles.

El escrito de Guillermo Prieto relata las vicisitudes del Establecimiento de la siguiente manera: “La Facultad Médica de México venía luchando y dando tumbos para establecerse desde 1833. Bajo la presidencia del doctor general don Casimiro Liceaga, patriota eminente y gran amigo de los liberales más ameritados. […] Sin hogar ni asiento pasaron los hijos de Esculapio del convento de Betlemitas al del Espíritu Santo; de ahí a San Ildefonso, donde tuvo nombre de Escuela de Medicina; en menos de un periquete dio un salto a San Juan de Letrán, donde parece que perdía el fuero, y se refugió en San Hipólito, donde por fin se organizó”

Con el resto de catedráticos, Casimiro permaneció fiel al Establecimiento incluso en condiciones adversas, y contribuyó de esta manera a la consolidación en México de la profesión médica, y a la institucionalización de su autoridad. No es casual que –como dice Fernández del Castillo– el retrato de Liceaga tenga un lugar preferente en el que fuera salón de exámenes de la antigua Escuela Nacional de Medicina. Al celebrar el centenario de la creación del Establecimiento de Ciencias Médicas en 1933, dijo Ignacio Chávez: “Aun después de cien años, venimos a recordar su memoria y a hacer el juramento callado de que su obra no morirá en nuestras manos, sino que imitando su decisión y su fe, la llevaremos adelante.”

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Casimiro Liceaga entendió la necesidad de las sociedades científicas para que sus miembros aprendieran unos de otros, así como para persuadir al Estado mexicano de la necesidad y utilidad de las acciones de la profesión médica. Aseguraba que para el florecimiento de las naciones era indispensable fomentar el cultivo de las ciencias, y que de ellas, la medicina era la más útil a las sociedades, pues además de curar a los enfermos, era auxilio de los legisladores; ligaba de esta manera al poder político con la ciencia.

Fue miembro de la Academia de Medicina Práctica de México, de la Academia Médica de Puebla y de la Academia de Legislación. Junto con Montaña, fundó la Sociedad Médica del Distrito, en 1830, y al lado de otros profesores del Establecimiento de Ciencias Médicas fue también uno de los fundadores de la primera Academia de Medicina de Mégico [sic], en 1836.

La Academia publicó un Periódico de la Academia de Medicina de Mégico durante siete años (1836-1843). Por este trabajo en la Asociación, Liceaga tampoco recibía ningún sueldo; antes al contrario, cooperaba para poder editarlo. En un trabajo publicado en él, Liceaga se preguntaba si llegaría el día en que las supremas autoridades protegerían a la medicina y a los que la cultivaban. Y él mismo respondía que así sería, y que la porción ilustrada del pueblo auxiliaría sus esfuerzos.

Perteneció al Real Protomedicato, a la Facultad Médica del Departamento de México que lo sustituyó y de la que fue presidente, y al Consejo Superior de Salubridad que, a su vez, sustituyó a ésta, que también presidió. Dentro del protomedicato (encargado sobre todo de examinar y conceder licencias a médicos, flebotomianos, cirujanos, farmacéuticos y parteras), entendió que el país que entonces se construía necesitaba un cambio radical, y fue partidario de su extinción en 1831. En su calidad de presidente de la Facultad Médica (integrada también por Manuel Febles y Joaquín Villa), se reunía en su casa con los vocales del mismo para despachar los expedientes de los examinados, e hicieron una propuesta de reforma de los estudios médicos y del ejercicio de la profesión, que fue aprobada. Con los otros miembros del Consejo de Salubridad luchó contra las epidemias, tan comunes y extendidas durante los decenios en que el país estaba en una constante guerra civil. Era la época del romanticismo, y la mayoría de los médicos salían a la calle a curar a los enfermos, con la misma pasión con que defendían la medicina moderna.

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Casimiro Liceaga: fundador de instituciones médicas

Francisco Flores destacó su estilo sencillo, pero digno y enérgico si la institución académica que presidía se veía amenazada. Manuel Carpio, por su parte, lo describió como blando y conciliador, y capaz de relacionarse con todo tipo de personas. De acuerdo con este fisiólogo, Casimiro Liceaga tenía un talento matemático que lo inclinaba siempre a la exactitud. Le disgustaba la novedad de doctrinas y sistemas médicos, que si de joven había adoptado, rechazaría después de manera abierta el resto de su vida. Lo caracterizaban la decisión, el desinterés, la constancia y el buen juicio.

Era amante de su patria, y tuvo también una carrera militar y política, en la que ocupó altas comisiones. Acusado de ayudar a la insurgencia, en 1821 fue aprehendido seis meses en la cárcel de Corte. Se fugó y fue nombrado capitán facultativo de infantería. Entró con Iturbide a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821. Al año siguiente, fue enviado a Veracruz para asediar al fuerte de San Juan de Ulúa, e hizo la campaña de la Mixteca. Ya en México, ingresó al Estado Mayor, y ayudó a la pacificación de Oaxaca a las órdenes de Guadalupe Victoria. Ingresó en el Cuerpo de Ingenieros, del que llegó a ser director. Dirigió el Colegio Militar de 1844 a 1845, y luchó por reformar el servicio médico militar. Defendió al territorio mexicano del invasor estadounidense en 1847; combatió en Molino del Rey y Chapultepec, a las órdenes del general José Joaquín de Herrera. Era segundo cabo de la comandancia general de Guanajuato, pero en 1854, fue promovido a general de brigada. Solicitó su retiro al sentirse enfermo, poco antes de morir.

Fue miembro del Congreso. En sesión de la junta preparatoria de 23 de diciembre de 1826, la Cámara de Diputados aprobó la elección de Casimiro Liceaga como diputado por el estado de Guanajuato. En 1834 fue electo presidente de la Cámara de Diputados para el siguiente periodo de sesiones. En la toma de posesión del general Nicolás Bravo como presidente provisional de la República, Liceaga –en su calidad de presidente del Congreso– pronunció un discurso en el que hizo votos porque el nuevo gobierno tuviera apoyo de la sociedad, y porque el Congreso Constituyente concluyera pronto una carta magna que recibiera la confianza pública. Debido a sus ocupaciones en la Cámara de Diputados, entre 1854 y 1855 fue sustituido por el doctor Rafael Lucio en su cátedra de patología, y por Manuel Carpio en la de higiene pública.

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Después de una larga y penosa enfermedad, falleció en la ciudad de México el 6 de mayo de 1855. “Antier [sic] –se lee en El Universal– ha fallecido en esta capital el señor general y doctor en medicina don Casimiro Liceaga, antiguo soldado de la Independencia, y persona que en el ejercicio de su profesión hizo mucho bien a los pobres. ¡Duerma en paz!”. Con una retórica decimonónica, el médico José María Reyes pronunció en el sepelio un discurso como representante del máximo organismo sanitario del país: “[…] vengo a nombre del Consejo Superior de Salubridad a colocar sobre su sepulcro una rosa mustia y marchita, pero empapada en las lágrimas del dolor”. Aseguró que al doctor Liceaga se le habían abierto las puertas a la inmortalidad “reservada a los que consagran su existencia al estudio, al trabajo y al alivio de la humanidad”.

Ante la numerosa concurrencia que asistió a despedir a Casimiro Liceaga, el doctor Manuel Carpio, por su parte, dijo: “Deberes tan tristes como graves nos reúnen hoy en este lugar para hacer los últimos honores a un hombre que sobre ser nuestro compañero de profesión, fue también nuestro maestro y amigo”. La intención del doctor Carpio no era hacer un elogio, sino presentar a los jóvenes médicos un modelo por imitar.

Para Flores, Liceaga “fue hombre del pasado y del presente, uno de los eslabones de oro que unieron la antigua medicina patria con la positiva y moderna, y que, hijo de la Universidad y padre de nuestra Escuela, tuvo siempre para ésta paternal cariño, y de entre los hijos de la primera, fue uno de los que hizo imperecedera su memoria”. Propuso declararlo “Benemérito de la Medicina”.

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Casimiro Liceaga: fundador de instituciones médicas

Su vida abarcó varios periodos de la historia política del país. Nació en la época de la Colonia y murió en un país independiente. Estudió en latín y enseñó después en francés o en castellano. Dictó su cátedra con togas y birretes en la Pontificia Universidad, y más tarde lo hizo también con el traje común del pueblo en el Establecimiento de Ciencias Médicas. Ejerció su profesión tanto bajo gobiernos centralistas como federales. Ayudó a reformar los programas de estudio conforme nuevos descubrimientos revolucionaban las ciencias médicas. Sufrió la discontinuidad de las instituciones académicas o gremiales, al tiempo que los gobiernos eran sustituidos por movimientos armados. Alcanzó a ver la consolidación de esas instituciones; contribuyó a ella con su constancia, energía e iniciativa. Fue, de hecho, uno de los más importantes protagonistas de la medicina de su época. “Su vista –dijo Carpio– no se limitaba al individuo, sino que abrazaba a la especie; ni se contentaba con ver el valle de México, antes bien se estendía [sic] a toda la Tierra [y llegó] a una altura a la que no es concedido llegar a todos los hombres.”

http://www.ensayistas.org/critica/generales/C-H/mexico/chavezsanchez.htmhttp://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/volumen1/ciencia2/45/htm/sec_7.html

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Cuatro médicos personales del Emperador Maximiliano de Habsburgo. 1864-1867

Introducción

El siglo XIX mexicano estuvo caracterizado por numerosos acontecimientos bélicos tanto nacionales como internacionales que se iniciaron desde el momento en que México se independizó de España en l82l. También fue objeto de desavenencias con potencias extranjeras, por el conocimiento de sus grandes recursos naturales sobre los cuales habían puesto sus ojos y que ocasionaron intervenciones armadas en nuestro país.

México se encontraba en un callejón sin salida, la Guerra de Reforma (1858-1861), había diezmado su hacienda nacional la cual se encontraba en bancarrota. El presidente Benito Juárez se vio en la necesidad de suspender temporalmente los pagos que se debían a gobiernos acreedores, lo que fue aprovechado por Francia, Inglaterra y España, para iniciar una intervención en el debilitado territorio mexicano.

Después de arreglos diplomáticos, España e Inglaterra se retiraron, pero Francia aprovechó el pretexto para invadir a México, pues por estudios previos, se sabe que estaba interesada en los grandes yacimientos de oro, acero, así como cereales, algodón y materias primas que entre otros productos obtendría a muy bajo costo y le ayudarían a enriquecerse y convertirse en una potencia mundial que regularía el escenario europeo. Francia pensaba que también la amenaza de la expansión territorial de los Estados Unidos y su régimen republicano, ponía en peligro sus colonias del Caribe y Sudamérica, si llegaban a ellas las ideas de independencia y nacionalismo.

Francia inició la invasión movilizando sus ejércitos a principios de 1862; al mismo tiempo, apoyó la designación del Archiduque Maximiliano de Habsburgo como emperador de México. A decir de Napoleón III, éste sería la cabeza de un régimen monárquico el cual detendría la expansión del sistema republicano de los Estados Unidos.

Fernando Maximiliano de Habsburgo, personaje muy controvertido dentro de nuestra historia, contó con la asistencia de cuatro médicos, los cuales le atendieron personalmente tanto a él como a su esposa la Emperatriz Carlota Amalia durante el periodo en que permanecieron en México. Ellos fueron los austríacos Federico Semeleder y Samuel Basch, y los mexicanos Rafael Lucio y Miguel Francisco Jiménez, a los cuatro nos referiremos en este artículo.

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Federico Semeleder

El Dr. Federico Semeleder ocupaba el sexto lugar en el orden dentro de la comitiva de Maximiliano. Era su médico personal y de su esposa. Semeleder había nacido en Wiennerneustad, Austria, el 29 de febrero de l832. Desarrolló su instrucción médica en la Universidad de Viena, pasando posteriormente a ejercer su profesión en el hospital de dicha ciudad, donde desempeñó el cargo de primarius o jefe de sección. El prestigio alcanzado y sus numerosos trabajos publicados en reconocidas revistas médicas, lo convirtieron en un médico prominente por lo cual ingresó a la Corte del Archiduque Maximiliano cuando éste lo solicitó. Llegaron juntos a México, permaneciendo el Dr. Semeleder al servicio del emperador hasta septiembre de l866.

El Emperador frecuentemente padecía de fiebres intermitentes, cuadros diarreicos disenteriformes y malestar general a pesar de los tratamientos del Dr. Semeleder, razón por la que decidió consultar a médicos mexicanos sin el conocimiento de éste último. Su secretario personal, José Luis Blasio, le llevó al doctor Rafael Lucio, médico de gran prestigio en el tratamiento de esas enfermedades, pero quien en un principio se mostró renuente a atender al monarca. Al final accedió y proporcionó el alivio que su paciente necesitaba. Al enterarse Semeleder, en forma respetuosa presentó su renuncia al monarca, recomendando en su lugar al Dr. Samuel Basch, médico militar de las fuerzas austríacas, quien ocupará su lugar a partir del l8 de septiembre de l866.

El Dr. Semeleder se dedicaría a ejercer la profesión médica en forma privada, así como a la investigación científica. Formó parte de los socios fundadores de la Sección Sexta de Ciencias Médicas a partir del 12 de julio de l864. Esta Sección a su vez, formaba parte de la Comisión Científica, Artística y Literaria de México, organizada por el ejército expedicionario francés. La Comisión había sido fundada en abril de l864 y su finalidad fue fomentar las ciencias y el cultivo de las letras y las artes, favoreciendo las publicaciones que aumentarían el intercambio científico entre ambos países, pero sobre todo, se tendría un conocimiento mayor sobre el país invadido. Se conocerían mejor sus riquezas y materias primas para ser explotadas por Francia en su propio beneficio, y así mantener su dominio sobre las inermes repúblicas iberoamericanas, las cuales estaban en su mira. La Sección Sexta de Ciencias Médicas será el antecedente directo de la actual Academia Nacional de Medicina.

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Federico Semeleder

El 12 de julio de 1864 el Dr. Semeleder ingresa a esta academia. En 1866, presentó un trabajo para el reconocimiento de su título por la Escuela de Medicina de México, con el tema “Una relación de cuarenta y cinco casos de quistes abdominales; ováricos y paraováricos tratados por medio de la electrolización”. A la caída del Imperio, figuró en la lista de “criminales de guerra” que debían de registrarse para determinar su condición civil.

Su labor dentro de la Sociedad Médica, continuación de la Sección Sexta de Medicina, se manifiesta con la presentación de trabajos médicos y su publicación en la Gaceta Médica , periódico oficial de la Academia. La continuidad de la Academia Nacional de Medicina nunca ha sido quebrantada a pesar de los acontecimientos bélicos en los que se ha visto envuelta. Esas publicaciones de Semeleder serían el comienzo de una producción muy amplia a lo largo de sus 37 años de permanente labor como socio activo; sus obras abarcan diferentes temas de investigación, tanto médicos como filosóficos y antropológicos. Se publicaron algunos de sus artículos en periódicos de los Estados Unidos y de Alemania, de los que también era colaborador, así como en diferentes revistas sobre la medicina nacional.

Se desconocen sus actividades entre l869 y l872, año en que nuevamente anuncia la reapertura de su consultorio en la prensa capitalina, aunque se sabe que continúa laborando en su práctica médica, por su correspondencia con algunos médicos tanto mexicanos como extranjeros.

Dentro de la Academia de Medicina figuró como vicepresidente en los años de l887 a l888 y de l89l a l892, y como presidente de l888 a l889 y de l892 a l893. Su habilidad con los diferentes idiomas y su colaboración con múltiples revistas extranjeras, le valieron convertirse en traductor oficial de la Academia. La abundante producción presentada en la Academia de Medicina por el Dr. Semeleder, significa un rico material de investigación, tanto para el médico como para el historiador.

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Federico Semeleder

Desde sus primeras intervenciones en la Sección Sexta de Medicina, mostró el uso del laringoscopio, un instrumento de gran importancia para la exploración de la cavidad oral, así como de las cuerdas vocales y la laringe, órganos que no habían sido explorados en México hasta ese momento. Uno de los médicos más interesados en el nuevo instrumento, fue el mexicano Ángel Iglesias quien se dedicó a desarrollar esa especialidad, como lo comprobamos con la aparición de su obra De la laringoscopía y de sus aplicaciones a la patología y a la medicina operatoria, con un apéndice que trata de la rinoscopía publicada en París en 1868.

Después de una penosa y larga enfermedad respiratoria que le obligó a mudarse a la ciudad de Córdoba, Veracruz, el Dr. Federico Semeleder murió el l7 de octubre de l90l. Su labor dentro de la Academia de Medicina, fue muy reconocida, por lo que fue designado socio honorario el 14 de octubre de l896.

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Dr. Samuel Basch

Médico austríaco de origen judío, nacido en 1837 en Praga, cuando ésta ciudad formaba parte del Imperio austrohúngaro. Su nombre completo es Samuel Siegfrid Karl Ritter von Basch. Llegó a México el 10 de febrero de l866, acuartelándose en Puebla en calidad de médico militar de las tropas austríacas. Fue promovido por el Dr. Federico Semeleder, como ya se apuntó, para que ocupara el cargo de “médico ordinario del Emperador” a partir del 18 de septiembre de 1866, el cual desempeñó hasta la muerte de éste. En ningún momento se separó de él incluso, compartió su prisión en Querétaro.

Durante su función como médico de cabecera de Maximiliano, escribió un diario que según se sabe actualmente, el Emperador tenía la intención de usar para redactar la historia de su guerra, cualquiera que fuese el resultado decisivo para su persona y su trono. En sus papeles hay manuscritos personales y materiales del gabinete de Guerra que contienen los planes de la Campaña, órdenes del día, y aún, los protocolos de los Consejos de Guerra.

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Dr. Samuel Basch

La mayoría de estos datos se encontraban escritos en alemán y los menos, en español. Al caer prisioneros en Querétaro, el doctor Samuel Basch recibe la orden imperial de recopilar los documentos y realizar una obra que se titularía inicialmente “Los cien días del Imperio en México”, aunque el título final escogido por Basch fue “Recuerdos de México. Memorias del médico ordinario del Emperador Maximiliano.1866 a 1867”.

De los manuscritos en alemán, se efectuó una primera edición en Leipzig en 1868. Posteriormente se tradujo al italiano y en 1870 se hizo una versión en español editada en México.

Sabemos por registros de la Academia Nacional de Medicina, que ésta le otorga el cargo de su corresponsalía en Viena con fecha 23 de marzo de 1870

Con el fusilamiento de Maximiliano el imperio termina. Samuel Basch es testigo del embalsamamiento del cadáver del infortunado Emperador y posteriormente, se encarga de llevar el cuerpo del monarca a Viena y de entregarlo a su familia. Su práctica profesional proseguirá, iniciando estudios sobre la tensión sanguínea a partir de 1876.

El doctor Basch fue pionero en el diseño del esfigmo-manómetro. Construyó tres modelos que evolucionaron desde un modelo elemental auxiliado con un quimógrafo, uno de tipo aneroide y finalmente el de columna de mercurio (1881). Éste último, será modificado en 1896 por Scipionne Riva Rocci, médico italiano, quien con leves cambios, diseñó el modelo que se utiliza actualmente. El Dr. Samuel Basch muere en Viena en 1905.

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Dr. Rafael Lucio Nájera

Nació en Jalapa, estado de Veracruz en 1819. En 1838 vino a la Ciudad de México para ingresar al Establecimiento de Ciencias Médicas donde en 1842 obtiene su título de médico. Recién recibido, es nombrado Director del Hospital de San Lázaro, cargo que desempeñó durante 17 años. A partir de l845 fue profesor adjunto de la Escuela de Medicina. En l847 enseñaba Medicina Legal, y en l851, ganó la cátedra de Patología Interna.

En l855 viajó a Europa y acudió a diversas clínicas y hospitales de Francia, donde deseaba involucrarse en las nuevas técnicas quirúrgicas y conocimientos más recientes de su profesión. Posteriormente regresó a México.

Durante la invasión francesa, el Mariscal Aquiles Bazaine constituyó la Comisión Científica de México, como ya se apuntó, siendo su Sección Sexta, la dedicada a Medicina y Veterinaria, de la cual el Dr. Rafael Lucio fungió como su Tesorero y fundador.

Fue Director de la Escuela de Medicina en 1873 y 1885. Entre sus obras científicas se encuentran el Opúsculo sobre el mal de San Lázaro o elefantiasis de los griegos impresa en México en 1851. La obra escrita en colaboración con el Dr. Ignacio Alvarado, por primera vez describe la forma de Lepra “manchada” que había pasado inadvertida por autores anteriores. Ésta forma de lepra también se conoce como “Lepra de Lucio”.

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Dr. Rafael Lucio Nájera

Por otra parte, también se distinguió por sus conocimientos en arte, y su dedicación a acumular pinturas de autores famosos. La gran calidad de éstas, le valió el reconocimiento de su famosa colección. Es autor de la obra Reseña Histórica de la Pintura Mexicana en los siglos XVII y XVII, editada en México en 1864. Hay una edición posterior en 1889.

Su relación con el Emperador Maximiliano, fue muy cercana, ya que los atinados tratamientos para los padecimientos que el monarca presentaba, la valieron el agradecimiento de éste último, otorgándole la condecoración de la “Cruz de la Imperial Orden de Guadalupe” en la clase de “oficial”.

También fue presidente de la Academia Nacional de Medicina en dos ocasiones: 1869 y 1881. Murió en la Ciudad de México en 1886.

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Dr. Miguel Francisco JiménezNacido en Amozoc, Puebla, en 1813; de familia humilde, quedó huérfano a los 17 años. En 1834 ingresó al

Establecimiento de Ciencias Médicas, donde terminó sus estudios en 1838 e inmediatamente fue nombrado profesor adjunto de Patología Interna en la institución. Ese mismo año sustituyó por enfermedad al profesor de Anatomía, Dr. Joaquín Villa, y dos años después ganó la cátedra en propiedad conservándola hasta su muerte.

Su obra científica se conoce gracias a la gran determinación que tuvo al describir y publicar sus observaciones, investigaciones y lecciones clínicas. Basado en el concepto de que “no hay conocimiento por adivinación”, practicó la exploración clínica en el orden adecuado; la inspección, la palpación, la percusión y la auscultación. Jiménez estaba convencido de que sin estos procedimientos el médico no podría acercarse a ningún diagnóstico. Él aceptaba que la enseñanza de la clínica había sido muy deficiente hasta ese momento, y que se preparaba más a médicos teóricos que a prácticos. Una observación muy importante que hacía a sus alumnos era: “... Merced a los descubrimientos inmortales de Auenbrugger y de Laennec, … es decir, percusión y auscultación, ... han dado al médico la facultad de ver hasta el interior de los órganos como si el cuerpo humano fuese transparente…”. Aseveró también, ... “escudriñaremos prolijamente los órganos enfermos, extenderemos nuestras pesquisas a todos los que estén en nuestra posibilidad, y sobre el mismo cadáver cerraremos nuestros apuntamientos…”.

Las lecciones de clínica médica del Dr. Jiménez, fueron publicadas en la Unión Médica de México, periódico de la Academia de Medicina durante el período 1856 al 58. También aparecieron en el Periódico de la Sociedad Filoiátrica y en el Porvenir Médico

Mientras realizaba su actividad docente, fue designado en 1841, Secretario de la Escuela de Medicina, puesto en el que se conservó hasta 1849. Con este cargo, redactó el Reglamento de la Escuela de Medicina, que se publicó ese mismo año.

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Dr. Miguel Francisco JiménezEn 1848 y 1849, recién terminada la invasión norteamericana, fue regidor del Ayuntamiento de la capital, por

lo que aparecen muchos documentos como bandos y decretos firmados por él. Entre los más importantes, está la propuesta para constituir una Guardia Nacional que apoyara al gobierno, amenazado por sublevaciones. En 1844 efectuó diversos estudios sobre la diferenciación del tifo exantemático, llamado en ese momento fiebre petequial, y del tiphus europeo conocido actualmente como fiebre tifoidea. De esta última, hizo una amplia descripción al efectuar las autopsias de tifosos del Hospital de San Juan de Dios. La verdadera etiología de ambas enfermedades, habrá de esperarse hasta el advenimiento de la bacteriología. En l856 hace su aportación más importante a la medicina mexicana; describe el procedimiento operatorio para la evacuación del absceso hepático amibiano, cuyo agente causal se conocerá casi 40 años después.

Durante la invasión francesa formó parte de la Sección Sexta de la Comisión Científica, Artística y Literaria de México, siendo uno de sus fundadores y ocupando el cargo de vicepresidente. Al retirarse el ejército francés, ocupará el cargo de presidente y será el primer mexicano en ocupar ese puesto. Como se señaló anteriormente, esta Sección Sexta será el precedente de la Academia Nacional de Medicina.

Su relación con el Emperador Maximiliano fue tanto profesional como administrativa, pues estaba convencido que el gobierno imperial podría traer la paz y dar pie al desarrollo tanto económico como cultural del país. Así lo comentó en una carta a José María Iglesias… “tengo fe de que podría fundarse un orden que, realmente aceptado por todos, acabaría para siempre con la eterna anarquía que nos consume”. Con el Dr. Samuel Basch tuvo desacuerdos en relación a los tratamientos médicos para el Emperador, aunque su fina presencia y el lustre de su profesión, fueron valorados por el monarca, quien lo mantuvo cerca de él.

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Dr. Miguel Francisco JiménezAl restaurarse el gobierno de la República, continuó trabajando como muchos profesionales que apoyaron al imperio. En 1873 el

presidente Sebastián Lerdo de Tejada, logró que el Congreso elevara al carácter de constitucionales, las Leyes de Reforma emitidas por el presidente Benito Juárez en 1857, por lo que se exigió que todos los profesores de la Escuela de Medicina, les protestaran obediencia. Miguel Jiménez se negó a aceptarlas y prefirió dejar su cargo de profesor. Más tarde, el mismo presidente de la República le restituyó su antigua posición. Muere en la Ciudad de México en 1876.

ComentariosSe han revisado a cuatro personajes los cuales tienen en común, haber sido profesionales de la medicina y haber puesto sus

conocimientos al servicio del Emperador Maximiliano, mientras éste gobernó a México de 1864 a 1867. Fueron testigos de las atrocidades de la guerra iniciada por Francia, así como de los sangrientos enfrentamientos entre liberales y conservadores. Las investigaciones, artículos impresos y actividades profesionales de Semeleder, Lucio y Jiménez significan grandes aportes tanto para la medicina nacional como para la universal. Los tres giraron alrededor de la Academia Nacional de Medicina, la cual desde este momento, se convierte en órgano rector de la actividad médica, apoyando, criticando y certificando los trabajos presentados en sus sesiones, así como dando el respaldo académico necesario al gremio médico.

El otro, Basch, nos deja un valioso aporte a la medicina universal, con el diseño de su esfigmomanómetro, que precederá al de uso actual. También deja una obra histórica, rica en datos para el conocimiento de un período muy controvertido de nuestro país. Su libro sigue siendo de consulta obligada a nivel internacional, en universidades como las del Reino Unido y de los Estados Unidos en las carreras de Estudios Latinoamericanos.

Por otro lado, el Siglo XIX mexicano fue muy rico en avances en el campo de la ciencia; los médicos nacionales se reorganizaron y poco a poco fueron apareciendo en escena nuevas cátedras y métodos de enseñanza que apoyaron a la práctica y a la experimentación. La aplicación de los conocimientos y la clínica directamente sobre el paciente, permitió que los profesionales idearan sus propias teorías y enunciados, como lo hicieron el Dr. Rafael Lucio y el Dr. Francisco Jiménez.

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Dr. Miguel Francisco JiménezEn algunos trabajos que se han publicado en relación a la historia de la medicina decimonónica, destacan que

el éxito de la ciencia mexicana fue solo a partir de la adquisición de los adelantos europeos que llegaron al país, sin darle el mérito respectivo a los científicos mexicanos quienes tuvieron la capacidad de formular y poner en práctica, habilidades que les llevaron a crear una ciencia médica propia. Por ello es indispensable analizar la larga tradición científica nacional y las condiciones locales que favorecieron el desarrollo de esos intercambios científicos aplicados a la resolución de problemas específicos de la sociedad mexicana.

La historia oficial se ha encargado de relegar por su ideología política, a algunos personajes como los descritos, y en estos casos, por haber dado su apoyo al imperio y a la intervención, no obstante el reconocimiento en nuestro país se ha dado a los médicos mexicanos, aunque hayan estado al servicio del imperio en mayor o menor grado. Pero debemos de estar conscientes de que la historia maneja seres humanos, con virtudes y con defectos, y no héroes o villanos. En el caso de los médicos austríacos, ambos siguen sus investigaciones, uno en nuestro país y el otro en Viena, dejando una serie de obras de carácter médico e histórico, de gran importancia mundial. Es obligación del historiador rescatarlos del anonimato, efectuando un estudio integral de nuestra historia, aplicando imparcialidad y dando su crédito a quien lo merece.

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MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ, CREADOR DE LA CLÍNICA MODERNA MEXICANA

En la medicina mexicana de mediados del siglo XIX destaca de manera incontrovertible la figura de Miguel Francisco Jiménez. Nacido en 1813 en Amozoc, Puebla – la misma del cada vez menos famoso «rosario» y de las espuelas para los también cada vez menos abundantes caballeros -, Jiménez murió el 2 de abril de 1875 en la ciudad de México, al parecer víctima de un cáncer hepático y habiendo sido atendido en su última enfermedad por uno de sus discípulos, Eduardo Liceaga, quien habría de ser el médico con más influencia para el desarrollo de la medicina mexicana en el siguiente medio siglo. Procedente de una familia humilde y huérfano a los 17 años, comenzó sus estudios en el seminario, en Toluca y en Taxco, para luego inscribirse al naciente Establecimiento de Ciencias Médicas en 1834. Allí le tocó vivir todas las peripecias que afligieron a la escuela al ser clausurada repetidas veces, despojársele de su edificio en el antiguo convento y hospital de Belem, no ser pagados sus catedráticos por el gobierno, y no aceptar las autoridades la protesta de éstos, que impartieron clases de manera gratuita en sus propios domicilios. Jiménez, como alumno del segundo año, firmó en 1835 la protesta en la que él y otros compañeros criticaban la actitud de las autoridades y agradecían la actitud encomiable de sus profesores. Entre clausuras y reaperturas y otros dímes y diretes, terminó sus estudios y presentó su examen para recibir el título de médico cirujano – en ambas facultades, como se decía entonces – los días 12 y 13 de septiembre de 1838. El tema que en suerte le tocó para su disertación fue el de Lesiones de continuidad en general. Once días después recibía su flamante título. A fines del mismo año se incorporaba como agregado al cuerpo docente de su escuela. A poco de ello tuvo lugar su primera tarea docente, profesando cátedra en sustitución de don Joaquín Villa. Algunos documentos relatan que éste era profesor de Anatomía y que la suplencia fue en dicha cátedra, aunque aparentemente la realidad es otra, pues desde 1839 figuraba como profesor de clínica médica.

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MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ, CREADOR DE LA CLÍNICA MODERNA MEXICANA

Sin embargo, el hecho fundamental es que Jiménez ocupó en propiedad la cátedra de clínica interna desde 1845, sucediendo a Francisco Rodríguez Puebla, hasta el año de su muerte y que fue allí en donde se desarrolló como el gran pensador clínico que era y desde donde enseñó lo que había aprendido y lo que iba pensando acerca del conocimiento de la enfermedad por medio de la clínica a treinta generaciones de médicos mexicanos.

Sin duda Jiménez destaca por su papel de creador de una nueva escuela de clínica médica, con grandes deudas a los clínicos franceses, pero también con la capacidad crítica para disentir de ellos y preguntarse y plantear las diferencias que existían entre las formas de enfermar en el viejo continente comparadas con las presentes en nuestro país.

Por lo regular la prosapia responde a una genealogía, y en el caso de Jiménez ésta nos conduce directamente a Manuel Carpio, otro extraordinario personaje que fuera su profesor de Fisiología. Carpio era ya un clínico moderno y a él había correspondido ser el mayor impulsor de la introducción del estetoscopio en la medicina mexicana. Jiménez aprendió de él a escuchar los ruidos del tórax y a interpretarlos en función de las alteraciones que pudieran tener los órganos y los modificaran. Con Carpio aprendió a valorar y a conocer la inmensa aportación de Laennec, el inventor de la auscultación y también el gran artífice de la semiología auscultatoria, muerto desde 1826, o sea diez años antes de que Jiménez estudiara su obra. No cabe duda de que entonces la renovación del conocimiento médico y la innovación de la tecnología accesible iban a un ritmo mucho más tranquilo que el nuestro; pensemos el hecho de que cien años después de muerto Laennec, Ignacio Chávez afirmaba en el Hospital General de México que todo el instrumental del cardiólogo se limitaba al estetoscopio y a la toalla clínica, el trapo que separaba al médico de su enfermo. Con buena razón ha señalado Fernando Martínez Cortés que entonces la medicina se limitaba a la clínica.

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MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ, CREADOR DE LA CLÍNICA MODERNA MEXICANA

Pues bien, Jiménez aprendió a auscultar y también a percutir a sus enfermos y a leer en los datos que obtenía la realidad de lo que sucedía en el interior del cuerpo. Aprendió a pensar que había lesiones internas que se modificaban en el curso de la enfermedad, yendo más allá de la lesión inmutable que fuera la primera imagen de la anatomopatología. Para Carpio y luego para él -y esto fue una gran oportunidad para el desarrollo del pensamiento clínico-, las lesiones eran procesos funcionales en los que la alteración de la estructura era sólo la cara última de lo que allí había pasado, siendo lo más importante la secuencia de cambios que habían llevado a ella. En este sentido, Jiménez fue discípulo a distancia de Magendie, el gran fisiólogo que se preciaba de escudriñar las modificaciones de los organismos que eran manifestaciones de la vida, y de Cruveilhier, anatomopatólogo que predicaba que en la autopsia lo que se identificaba eran los resultados de esas modificaciones funcionales patológicas. Él fue un clínico que realizaba autopsias cuarenta años antes de que Manuel Toussaint introdujera en México la práctica de la autopsia de acuerdo a cómo las hacía Virchow en Berlín Fue un clínico que observó, que inspeccionó cuidadosamente el exterior de sus pacientes, que empleó los procedimientos más novedosos en su época para mirar su interior de manera indirecta, y que realizó autopsias para ver directamente los cambios, las huellas, que la dinámica de la enfermedad había dejado en el interior de ese cuerpo.

Fue de esta manera que llegó a esbozar delicadamente la evolución de los procesos neumónicos y a señalar que el pulmón sufría las fases llamadas de hepatización durante ellos y que éstas podían identificarse perfectamente valorando los cambios en la matidez pulmonar obtenidos a través de una percusión cuidadosa, hasta sutil. A mediados de la década del 1840, Jiménez estaba haciendo correlaciones anatomoclínicas de finura excepcional. No es de extrañar que diferenciara entre los empiemas y los derrames pleurales simples, entre los hidrotórax y los neumotórax y que pudiera establecer los diagnósticos correspondientes.

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MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ, CREADOR DE LA CLÍNICA MODERNA MEXICANA

Palpando cuidadosamente en los espacios intercostales y buscando la renitencia de los líquidos subyacentes, estableció un método de diagnóstico del absceso hepático que también le permitía juzgar cuándo la cantidad de líquido justificaba su extracción. La práctica y la experiencia le enseñaron que solamente se debía puncionar en los sitios de mayor renitencia y que si ésta faltaba el procedimiento estaría contraindicado. También le enseñaron que era mejor abrir por capas hasta fijar el peritoneo a la pared, aproximar la parte abscedada del hígado a ella y buscar el establecimiento de un túnel fistuloso antes de retirar el trocar, pues así no se desarrollaría una peritonitis, que entonces era punto menos que mortal. En este procedimiento, Jiménez tiene una prioridad mundial indiscutible.

Fue así también que pudo diferenciar entre los casos de tifo y los de tifoidea, llevando a su culminación las consideraciones que mantuviera Andral en Francia, y a dejar bien establecido que la evolución de la tifoidea en los pacientes mexicanos era menos grave que en los franceses y que, entre sus complicaciones, el sangrado predominaba en nuestro medio siendo la perforación más frecuente allá. Y también pudo anotar al calce que los pacientes mexicanos que se alimentaban tempranamente con atole, según tradición centenaria incorporada a la práctica médica por Carpio poco antes de 1840, se complicaban menos y se recuperaban antes y mejor que sus compañeros de mal europeos que eran sujetos a las clásicas dietas de agua de cebada por cuarenta días.

Todo esto y mucho más era lo que veían sus alumnos al acompañarlo todos los días, a la más temprana hora de la mañana, en su visita en las salas del hospital de San Andrés, en donde daba sus clases y era jefe de clínica.

Su obra no fue muy extensa. Dos opúsculos sobre el tifo, Apuntes para la Historia de la Fiebre petequial o tabardillo que se observa en México, publicado en1846 sobre el texto de una conferencia pronunciada en la Sociedad Filoiátrica en 1844, y Sobre la identidad de las fiebres, en la que establece definitivamente la distinción entre tifo y tifoidea, publicada en 1865. Se ha reportado que escribió y publicó un libro de Clínica Médica en 1856, pero lo que más fama le dio fueron sus Lecciones de Clínica Médica, en las que reproducía lo que observaba con sus alumnos en el hospital y eran publicadas primero en la Unión Médica, revista de la Academia de Medicina, en 1856 y 57, y en la Gaceta Médica de México, órgano de la misma Academia renovada, a partir de 1865. Esta es la herencia escrita de este gran hombre, fundador sin lugar a duda de una escuela clínica mexicana de dimensión internacional.

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VIDA Y OBRA DE MIGUEL F. JIMÉNEZ

VIDA Y MUERTE DEL DOCTOR MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ

La más importante figura en el desarrollo de la clínica moderna en México es el doctor Miguel Francisco Jiménez, nacido en Amozoc, Puebla, en 1813. De cuna humilde, queda huérfano a los 17 años. Estudia primero en el seminario e ingresa al recién creado Establecimiento de Ciencias Médicas en 1834. Cuatro años después presenta su examen de médico cirujano según consta en el acta que en seguida trascribimos:

El Ciudadano Miguel Francisco Jiménez, alumno cumplido del Establecimiento de ciencias médicas como lo comprobó por su respectiva certificación, abrió puntos para ser examinado en ambas facultades la tarde del 10 de septiembre de 1838; de las materias que le señaló la suerte eligió para su exposición la de Lesiones de continuidad en general.

Sufrió sus exámenes theorico y práctico en ambas facultades en la casa del presidente de la Facultad las tardes de los días 12 y 13 del referido mes y año y obtuvo la aprobación por unanimidad de votos, habiéndose solicitado por tres de sus sinodales que la votación fuese por aclamación, declarando su aprobación por lo bien que desempeñó sus exámenes. Fueron sus sinodales los SS. Gracia, Ballesteros, Becerril, Martínez y Bustillos. México, septiembre 13 de 1838. TERÁN Srio.

Once días más tarde, Jiménez escribía de su puño y letra y bajo su firma, en la parte inferior de este documento, lo siguiente: "Recibí mi título hoy 24 de sept./38." Se iniciaba así una brillante carrera en la práctica médica y en la docencia. En el Establecimiento de Ciencias Médicas, Jiménez enseñó primero anatomía y después clínica interna.

Tuvo el doctor Jiménez la feliz decisión de escribir y publicar sus observaciones, investigaciones y lecciones clínicas. Sus trabajos más conocidos son los que tratan del absceso hepático, del cual trazó un cuadro clínico muy completo, según las distintas localizaciones del absceso. Se ocupó también de describir las complicaciones y de difundir el método curativo de la lesión hepática por medio de punciones evacuadoras.

El maestro Jiménez murió el 2 de abril de 1875. Una crónica de la época refiere que en la Escuela de Medicina (hoy Palacio de la Escuela de Medicina), donde estuvo depositado el cadáver desde el día 4, se efectuó una solemne ceremonia fúnebre el 8 de abril y que, concluido el acto,

...los alumnos tomaron en hombros el cadáver y organizada la comitiva fúnebre, se dirigió por las calles de los Sepulcros de Santo Domingo, Santa Catarina, etc. hasta Santa Ana; allí fue colocado el ataúd en el carro; el cortejo ocupó los carruajes, encaminándose a la ciudad de Guadalupe Hidalgo en cuyo panteón se verificó e entierro.

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Mas no se crea que Jiménez había alcanzado el reposo definitivo. Por abril de 1906 se discutía en la Academia Nacional de Medicina si se compraba a perpetuidad la fosa en la que estaba enterrado el maestro en el cementerio de la Villa de Guadalupe, o bien se exhumaban los restos para depositarlos en otra "no tan humilde necrópolis". Esta propuesta fue la que ganó, por lo que el 18 de abril del citado 1906 fueron comisionados los doctores José Ramos, Gregorio Mendizábal y Eduardo Liceaga para arreglar la traslación de los restos al sitio que se eligiera, adquirir a perpetuidad el lugar y sobre él "levantar un pequeño monumento que conserve la memoria del maestro de muchas generaciones de médicos y fundador de la clínica nacional"

Por fin, el 22 de febrero del año siguiente —1907—, se llevó a cabo la exhumación, y a las 10 de la mañana del 2 de marzo se inhumaron los restos en la capilla de San Francisco Javier de la iglesia de la Santa Veracruz. Por lo que toca al monumento, en 1921 el doctor Everardo Landa decía lo siguiente:

Ignoramos por qué motivo no se ha cumplido con el acuerdo académico relativo a la erección del monumento; pero es enteramente factible y sobre todo justo el dicho proyecto. Jiménez brilló por su sabiduría y sus virtudes; Jiménez es acreedor a que su recuerdo perdure dignamente; Jiménez es una figura de primer orden en la historia de la medicina nacional y Jiménez parece que no vive sino en la memoria de unos cuantos.

LAS LECCIONES DE CLÍNICA MÉDICA DE MIGUEL F. JIMÉNEZ EN LA ESCUELA DE MEDICINA

De la obra escrita de Miguel F. Jiménez, sus Lecciones de clínica, que empezaron a publicarse en 1858, son los artículos que más directamente nos informan sobre su labor como profesor. Es la suya una enseñanza basada en el estudio de casos clínicos, alrededor de cuyas características va ocupándose de las maniobras y razonamientos que hacen posible el diagnóstico, de los datos en que fundamenta el pronóstico y de la terapéutica, por supuesto sin olvidar las características anatomopatológicas de la enfermedad. Veamos las lecciones sobre el hidrotórax.

Empieza el maestro recordando lo que "en la práctica" se entiende por hidrotórax:

Es costumbre generalmente recibida en la práctica designar con el nombre genérico de hydro-thorax o derrame de pecho las colecciones de líquido que espontáneamente se hacen en la cavidad de la pleura, ya sean de serosidad, de pus y también de sangre

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Advierte Jiménez que "convendría a la exactitud científica del lenguaje" llamar hidrotórax a la "simple hidropesía del pecho", denominar empiema a la colección de pus y "hemato-thorax" a la de sangre. Pero como es frecuente "en el curso del mal convertirse unos en otros los derrames referidos" y ser difícil a la cabecera del enfermo distinguir cada tipo, el maestro sigue la corriente de llamar hidrotórax a todo derrame pleural aunque, como se verá en seguida, se esforzará por enseñar a los alumnos a distinguir clínicamente el empiema del hemotórax y a ambos del simple derrame de serosidad.

El primer enfermo que Jiménez estudia se llama Antonio Campos. Es un panadero de 31 años, de constitución linfática, sin antecedentes personales ni familiares patológicos de importancia. Cincuenta y seis días antes,

... estando en su trabajo se sintió repentinamente herido de un fuerte dolor de costado derecho, que le embarazaba la respiración, y que muy luego se acompañó de tos muy tenaz, esputos con sangre y calentura que lo obligaron desde luego a hacer cama.

Con una sangría de 24 onzas, purgantes, bebidas diaforéticas, dieta y la aplicación de "aceites calientes en el lugar del dolor", al quinto día Antonio Campos parecía recuperado. Sin embargo, a las tres semanas

... volvió a sentirse menos apto para el trabajo; el decaimiento de fuerzas era invencible por las noches, en que además de la tos seca que se había hecho habitual, se sentía muy abochornado, inquieto, sudaba en muchas ocasiones y solía sentirse escalofriado. Al fin tuvo que abandonar su ejercicio, porque los esfuerzos que exige agitaban su respiración hasta llegar como a sofocarlo; perdió el apetito y comenzaron a hincharse los pies.

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Después de esta valiosa información obtenida por medio de un interrogatorio bien dirigido, asistamos a la visita hospitalaria del 4 de febrero de 1856 y veamos cómo maestro y alumnos encuentran a Antonio Campos:

Hoy, 4 de febrero de 56, lo hallamos acostado sobre el lado derecho, único descúbito que puede conservar por largo tiempo: se incorporó con algún trabajo, y los movimientos respiratorios subieron entonces de 32 a 44 por minuto: persiste la tos seca, frecuente y no por accesos: los esputos son escasos, de mucosidad ligeramente turbia: hay diferencia notable a la vista en favor del volumen del lado derecho del thorax.

Hasta aquí lo que recoge una inspección general que comprende la observación del esputo. Luego viene la exploración física que empieza constatando, por la medición respectiva, el abombamiento del hemotórax derecho que ya conocemos. Además, la inspección de la región da cuenta de que "las costillas toman menos parte de las opuestas en los movimientos respiratorios [y que] los espacios intercostales están más anchos y como abovedados.

Con la palpación en los espacios más inferiores de los que muestran las alteraciones antes señaladas, "se siente fluctuación, apoyando particularmente la yema del dedo". Para que los alumnos aprendan los signos característicos de los derrames pleurales, Jiménez recalca que "no se palpan en esos puntos las vibraciones de la voz como en el lado izquierdo", señalando de paso que la buena clínica exige que la exploración física del tórax se haga en mitades —hemitórax derecho, hemitórax izquierdo—, siempre comparándolas.

En seguida se pasa a la percusión, la cual "da un sonido perfectamente macizo desde la base hasta el borde de la primera costilla por delante, y hasta la espina del omóplato por detrás".

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Estamos ante otro de los signos casi patognomónicos del derrame pleural. Estamos también en la época en que, a falta de radiografías, el clínico tiene que recurrir a la percusión para saber hasta dónde llega el derrame. Pero falta algo más: los tratados de clínica dicen que lo característico de la matidez del derrame es que ésta cambie con la posición del tórax. Sin embargo, en el caso que se está estudiando, el nivel de la matidez "no cambia sensiblemente con las diversas posturas del enfermo".

Inspección, palpación, percusión y auscultación. He aquí la secuencia que debe seguir el estudio clínico de un enfermo, después del interrogatorio.

En 1852, año en que es estudiado en la clase de clínica del maestro Miguel F. Jiménez el panadero Antonio Campos, ya lleva 36 años de inventado el estetoscopio y de publicada la primera edición del Tratado de la auscultación mediata y de las enfermedades del tórax, de René T. J. Laennec (1816); ya han transcurrido 29 años desde que el doctor Manuel Eulogio Carpio tradujera al español y publicara en México (1823) el artículo sobre el pectoriloquo, nombre que también se le daba al estetoscopio, del Diccionario de ciencias médicas que se publicaba en París. Además, estamos seguros de que Jiménez conocía muy bien la segunda edición del libro de Laennec, porque la cita en alguno de sus trabajos.

Hemos hecho estos comentarios para que el lector de este ensayo ponga atención a los signos que proporciona la auscultación, pues son éstos, desde Laennec, los que tienen más valor para ver lo que está pasando dentro del tórax. Laennec, como Jiménez, es un virtuoso de la auscultación. En el caso de Antonio Campos, "no se oye en modo alguno la respiración en el área mate" (otro de los signos patognomónicos de derrame pleural). Además, "en la cúspide y entre la base del omóplato y la columna vertebral se escucha el murmullo vesicular muy débil, y sustituido en la fosa supra-espinosa por un soplo tubario suave, y alguna broncofonía". Por lo que más adelante diremos respecto al valor semiológico de la egofonía, Jiménez señala claramente que "no hay egofonía en ningún punto".

Con la información obtenida a través de este minucioso estudio clínico (no hemos transcrito todos los detalles), Jiménez es capaz de ver lo que sucede en el interior del tórax de Antonio Campos. Lo primero que mira el maestro es una ausencia:

Hasta una altura muy considerable, que casi es la total del pecho, la percusión nos ha dado un sonido macizo, y el oído no percibe ninguna especie de respiración ni de resonancia de la voz; luego allí no existe el pulmón.

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Ausencia, sí, pero no vacío, pues es bien sabido que "la Naturaleza le tiene horror al vacío". Gracias a los datos clínicos puede decir Jiménez que el pulmón derecho "ha quedado sustituido por otro cuerpo impermeable al aire que llena la cavidad". Porque "en los puntos más altos [del hemitórax derecho] en que la resonancia es buena, la respiración es muy débil; [porque] allí y no abajo hay soplo tubario y broncofonía y en los espacios intercostales, ensanchados, abovedados y renitentes se siente fluctuación", Miguel F. Jiménez afirma que "lo que ha sustituido al pulmón es un líquido, y el diagnóstico en consecuencia será: Hydro-thorax del lado derecho".

Ya habíamos hecho notar que Jiménez recalcó la ausencia de la egofonía, voz de cabra o de polichinela. Así llamó Laennec a...

una resonancia particular de la voz que acompaña o sigue a la articulación de las palabras; parecería que una voz más aguda, más chillona que la del enfermo, y en cierto modo argentina, vibra en la superficie del pulmón; parece ser un eco de la voz del enfermo más que su voz misma[...]; es temblona, entrecortada, como la de una cabra; y su timbre [...]se asemeja asimismo al [del balido] de dicho animal.

El mismo Laennec descubrió que la egofonía se produce cuando existe "un derrame pleural medianamente abundante". ¿Por qué entonces no se escucha tal signo en el enfermo que Jiménez está estudiando? No existe, dice, porque "es bien sabido que ésta (la egofonía) no se desenvuelve sino a cierta altura". Tal hecho queda comprobado cuando seis días después a este examen, y mediando la extracción de "58 onzas de suero mal clarificado", el derrame se produce en mayor cantidad, llegando hasta arriba del ángulo del omóplato. Entonces sí "la resonancia de la voz tomó el timbre egofónico", precisamente en ese punto.

Establecido el diagnóstico de derrame pleural, faltaba saber si "el líquido derramado" era serosidad, pus o sangre, pues tal distinción era muy importante para el pronóstico. Veamos cómo razona el profesor Jiménez respecto de este problema:

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Pero ¿cuál es la naturaleza del líquido derramado? ¿Qué influencia podrá tener en la vida de Campos? No habiendo fundamento alguno para atribuir su producción a otro origen que al dolor de costado de hace dos meses: habiendo seguido a éste tan cerca, que bien puede considerársele como la terminación del mal, o como se dice en patología, el paso de la pleuresía al estado crónico; persistiendo aún la calentura, que ha revestido la forma remitente con exacerbaciones y sudores nocturnos que empiezan a comprometer gravemente las fuerzas generales del enfermo, debemos creer que la colección es purulenta, es decir, un empiema.

La prolongación de una pleuresía con la persistencia de la fiebre y un ataque al estado general cada vez más severo, es en lo que funda Jiménez el diagnóstico del empiema, problema de mal pronóstico, "porque siempre es grave la existencia de una vasta colección de pus, encerrada en la economía, y todavía más si compromete seriamente un acto de la importancia de la respiración".

Ahora bien, el pronóstico no depende sólo del carácter del derrame, sino de que el pulmón pueda reexpanderse y "recobrar su volumen y posición normales".

Analizando el caso particular, un buen pedagogo tratará de ver qué partido podemos sacar "tanto de dicho análisis, como de su comparación con otros de su clase".

Por supuesto que el análisis de la enfermedad de Antonio Campos sólo puede hacerlo quien conoce nosología. Es el momento de citar conocimientos bibliográficos: "En los anales de la ciencia se registran hechos muy parecidos al anterior, en que una pleuresía prolongada por algún tiempo ha dejado un derrame purulento de consecuencias muy graves." Al conocimiento obtenido en los libros Jiménez agrega su propia experiencia: "y en las observaciones de empiema que me son propias, en todas, con excepción de dos algo dudosas, se describe o recuerda como antecedente inmediato un dolor de costado simple, o lo que es más común, acompañado de pulmonía."

El proceso mental del diagnóstico va dándose en la medida en que los datos clínicos que recoge el médico le van sugiriendo determinado síndrome o entidad nosológica, que por supuesto el doctor guarda en su memoria, ya porque lo ha aprendido de otros, ya porque él lo ha vivido a lo largo de su práctica. En consecuencia, en presencia de un dolor de costado y otros síntomas, Jiménez diagnostica pleuresía, y cuando la enfermedad se prolonga y aparece la fiebre y empieza a decaer el estado general, dice que la serosidad se ha convertido en pus; afirma todo esto, repito, por lo que ha aprendido en los libros y en los enfermos.

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Hasta aquí las lecciones dadas por Jiménez alrededor de la cama de Antonio Campos. Para que sus alumnos conocieran casos en que el empiema a través del tiempo se convierte en "simple hydro-thorax"; para que los discípulos aprendieran a diagnosticar y tratar el "hematothorax", así como los derrames pleurales de los albuminúricos y de los cardiacos, el profesor Jiménez les presentó trece enfermos más que fueron estudiados con la acuciosidad aplicada al primero, y que omitimos por no ofrecer nada radicalmente diferente.

LA CLÍNICA DEL APARATO RESPIRATORIO SE ENRIQUECE CON EL ESTUDIO MICROSCÓPICO DEL ESPUTO

Leer con cuidado los escritos de Jiménez es adentrarse en la cotidiana tarea clínica de la época; es asistir a la interpretación de los síntomas y signos y a la discusión del diagnóstico; es concurrir a la mesa de autopsias para completar el razonamiento anatomoclínico iniciado en la sala de hospital; es apreciar las bondades de los novísimos recursos paraclínicos, como el examen químico de la orina y el uso del microscopio. Es, en fin, participar en la comprobación experimental del mecanismo de producción de ciertos signos físicos. Veamos lo más importante de todo esto.

El clínico Miguel F. Jiménez relata —y con su pluma nos permite ver al enfermo y saber lo que le pasa— cómo encontró el 14 de mayo de 1845 a Manuel Esteva, "indio, natural de Chalco, de cosa de 50 años, casado, [que] se ocupa de gritar por las calles para vender cabezas asadas; pero no carga el horno; tiene muy grande la caja del cuerpo, los miembros delgados, y una inteligencia muy reducida". Manuel había empezado a padecer de los ojos desde hacía dos o tres meses:

No podía ver la luz, le dolían con ardor; le lloraban y amanecían con mucha lagaña. El día 4 del corriente se le hinchó todo el lado izquierdo de la cara, contesta que le dolían entonces las muelas... El día 8 en la mañana sintió mucho calosfrío, luego calentura y dolor de cabeza (lo compara a una contusión) en el costado izquierdo que no lo dejaba resollar y le daba tos: lo que ha desgarrado no ha tenido sangre.

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Aquel 14 de mayo de 1845, al pasar visita el maestro Jiménez, Manuel Esteva estaba "sentado en la cama [con] la cabeza inclinada huyendo de la luz"; contraía fuertemente los párpados; la conjuntiva estaba roja y "algo opaca", y la pupila contraída. Otros datos de interrogatorio, inspección general y exploración física son los siguientes:

Tos no muy frecuente ni tenaz, seca, y que mientras duró el examen sólo arrancó un esputo algo glutinoso, amarillento, sin mucha espuma y transparente, respiración corta y como abortada (a 50); dolor que no aumenta con la percusión, pero sí con la tos, en el costado izquierdo abajo y afuera de la tetilla; sonido mate desde el nivel del ángulo del omóplato hasta la base, algo más inferior hacia adelante, hasta los límites inferiores de la región precordial; falta absoluta de la respiración en toda esa área, menos en sus límites superiores en que hay soplo brónquico y además broncofonía. Esta se percibe alrededor el ángulo del omóplato; estertor crepitante en la línea posterior del espacio dicho; pero sólo se ausculta haciendo toser al enfermo.

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Después de esta completa y minuciosa exploración del tórax, Jiménez examina el pulso y la temperatura de la piel. Aquél es "no muy lleno, duro y a 135". Hay "calor de la piel, picante, seco, fijo, y elevó el termómetro puesto en la axila de 19 a 33 centígrados".

Con estos datos físicos y con los síntomas de cefalea, insomnio, adolorimiento de todo el cuerpo, sed, anorexia y otros, el doctor Jiménez hace el siguiente diagnóstico: "Pleuro-neumonía izquierda: está hepatizado el lóbulo inferior del pulmón, principalmente hacia atrás, y encima hay infarto (primer grado). Oftalmía externa."

En la visita del día siguiente, Jiménez se encontró en la escupidera "un esputo de un color más subido que el de los otros". Lo lleva al microscopio y observa "varios glóbulos de sangre". Además, repite la exploración física y anota los cambios; el más importante es un "frotamiento que aparece al tercer día, a la izquierda del área precordial. Con los datos obtenidos en la tercera visita y su comparación con los recogidos en los anteriores,

... se fijó el diagnóstico así: hepatización del lóbulo inferior del pulmón izquierdo y de la mitad inferior del superior hacia atrás; infarto del resto de este lóbulo hasta la cúspide y de toda su parte anterior, aunque no muy avanzada; falsas membranas en la pleura también izquierda con particularidad adelante y abajo. ¿Derrame en la misma cavidad?

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Ese mismo día muere Manuel.

Abierto el pecho se hallaron las dos hojas de la pleura izquierda adheridas blandamente por falsas membranas delgadas y poco tenaces, menos hacia afuera sobre el cuarto espacio intercostal en que la adherencia era íntima por medio de una falsa membrana bien organizada, casi fibrosa, resistente al grado de necesitar el bisturí para destruirla, tan ancha como el disco de un real; sobre la parte anterior-inferior del lóbulo inferior, aquellas falsas membranas se presentaron en forma de una nata blanda, lisa y continua: había derramadas en ese lado dos cucharadas, a lo más, de serosidad, cuyo aspecto no pude apreciar por haberse teñido con la sangre: en el lado derecho sólo se notó en el centro de la cara externa del lóbulo medio una adherencia firme, pequeña y semejante a la del izquierdo.

Jiménez dice: "no pude apreciar", refiriéndose al aspecto de la serosidad pleural izquierda. Esto quiere decir que es don Miguel quien está practicando la autopsia. Son los tiempos en que el clínico hace personalmente las observaciones necrópsicas para confrontarlas con las clínicas. Prosigamos:

El lóbulo inferior del pulmón izquierdo se halló macizo, no crepitante, reblandecido, granuloso, de un color pardo en las incisiones que eran netas, y de las que exprimía un líquido ceniciento y nada espumoso: el parénquima se convertía entre los dedos en una especie de papilla pardo rojiza, y se podía cortar en rebanadas delgadas: iguales caracteres ofreció la mitad inferior y posterior del lóbulo superior, y sin transición alguna apreciable se veía la porción más superior del mismo lóbulo y casi toda su parte anterior roja, algo reblandecida, aún crepitante, más ligera que la agua, dejando exprimir un líquido rojo espumoso, pero sin granulaciones ni poderse convertir el parénquima en papilla ni cortarse en rebanadas: este aspecto era más apreciable en la parte posterior inmediatamente encima de la hepatización gris: en la unión del borde inferior con el anterior del pulmón, es decir, en el ángulo que ocupa el punto de unión de las ranuras costo-diafragmática y costo-mediastina, había un lobulillo lleno de aire y enteramente sano: hasta donde pude seguir el bronquio superior lo hallé libre; pero como los demás de ese lado, estaba muy rojo y algo reblandecido. Todo el pulmón derecho estaba sano, menos su lóbulo medio, en cuya cúspide profundamente metida entre las otras dos, y en su base, justamente debajo de la adherencia fibrosa descrita, se hallaron dos núcleos con aspecto idéntico al de las partes inferiores del pulmón izquierdo; esto es, con reblandecimiento purulento.

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Sólo hemos transcrito los hallazgos torácicos. Ahora copiamos la relación que Jiménez establece entre éstos con los datos de exploración y el resultado del examen microscópico del esputo, pues dicha tarea expresa de manera inigualable que el razonamiento anatomoclinico ha pasado a ser el fundamento de la buena clínica mexicana, en la que ya tienen su lugar los que ahora llamamos exámenes de laboratorio:

La minuciosidad con que se recogieron los datos en el presente caso, nos dio en cierto modo derecho a establecer un diagnóstico preciso, y por decirlo así matemático, que en el cadáver hallamos plenamente comprobado. Lo consideraré ahora tal como se fijó el día 16 para hacer más perceptible su conformidad con lo observado en la necropsia. Había un dolor en el costado izquierdo, abajo y afuera de la tetilla, que aunque no aumentaba con la percusión, sí lo hacía con la tos: embarazaba la respiración, y la hacía incompleta: se oía al mismo tiempo un ruido de frotación en ambos movimientos respiratorios, sin que hubiera razón para atribuirlo a un enfisema pulmonar, a la sequedad de la pleura o a granulaciones (tuberculosas por ejemplo), subyacente a esa fuerte calentura y de origen reciente (7 días).

Con estos datos, Jiménez diagnostica pleuresía aguda con falsas membranas, a lo menos en las partes en que se dejaba percibir este último fenómeno, o sea, el "ruido de frotación" al que antes hizo mención.

Mas la clínica, ahora ayudada por el microscopio, todavía permite hacer otro diagnóstico, en este caso ya no de enfermedad de la pleura sino del pulmón:

La respiración era en extremo frecuente (58 movimientos por minuto), la resonancia del pecho nula hasta la espina del omóplato atrás, y hasta cosa del 8º espacio intercostal adelante; faltaba del todo la respiración en esa área, y en su lugar se oía hacia arriba soplo tubario y broncofonía muy claras; había tos, expectoración escasa y no rubiginosa, pero sí viscosa y de un color amarillo, que Andral ha probado de un modo innegable, y nosotros pudimos ver en el microscopio, que es debido a la presencia de la sangre en corta cantidad; luego todo el lóbulo inferior del pulmón izquierdo y el superior hasta el nivel de la espina del omóplato hacia atrás, estaba hepatizado.

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Pero a Jiménez no le es suficiente saber que el pulmón está "hepatizado", sino que necesita conocer el estadio de dicha "hepatización", el cual se distingue por el color:

La estrema escasez de los esputos en los primeros días, y su falta absoluta en el último, nos pusieron en la imposibilidad de apreciar bien sus caracteres, y de juzgar con la aproximación a que lleva ese dato, si la hepatización era roja o gris.

Vienen ahora unas importantes consideraciones sobre por qué no se diagnosticó el derrame pleural que se encontró en la necropsia, y respecto a un error de diagnóstico que ésta demostró:

Finalmente, el sonido mate unido a la falta total de la respiración en la base de todo un lado de un pecho afectado de pleuresía daba lugar a la sospecha de que hubiese en él derrame: de facto lo había, pero no en cantidad que pudiese entrar a la parte de modo sensible en la producción de aquellos fenómenos; por lo mismo, deben considerarse como efectos exclusivos de la macicez del pulmón. Pero además de dichas lesiones, enteramente concordes con los síntomas observados, hallamos en el pulmón derecho dos núcleos de hepatización gris, uno en la cúspide y otro en la base de su lóbulo medio. Si únicamente hubiera existido el primero, nada extraño sería que ningún síntoma hubiese revelado su existencia durante la vida, colocado como se hallaba en un punto tan profundo; pero el de la base, evidentemente accesible a los medios de investigación, nos fue sin duda desconocido a causa de que fija nuestra atención en el pulmón izquierdo, las exploraciones comparativas que practicamos no tuvieron la detención debida. Es más natural esta explicación que el suponer que tales núcleos existieron sin dar de ello el menor indicio.

Si hubieran entrado en nuestra cuenta para fundar el pronóstico, es muy claro que habrían añadido a éste toda la gravedad que tienen las neumonías dobles.

De todos modos, el pronóstico, esa parte del juicio clínico en la que los médicos de antaño ponían tanto cuidado, era gravísimo. Veamos en qué se fundaba Jiménez para ser tan pesimista:

Sin eso juzgamos el caso gravísimo, y he aquí las razones de ese concepto. Se trataba de una persona no joven, miserable, mal nutrida, que sospecho entregada a los licores y con una conformación irregular, que tal vez indicaba la actividad en que habían estado los pulmones: se trataba de una pleuroneumonía intensa, sobrevenida en el curso de otras afecciones inflamatorias (fluxión de la cara, oftalmía), que inutilizó casi todo un pulmón; que tenía comprometida la respiración al grado de dar 50 y aun 58 movimientos abortados e incompletos por minuto, y desenvuelto un movimiento febril intenso, que ofrecía el síntoma gravísimo de la falta de esputos, cuya tendencia a invadir las partes sanas, fue rápida y manifiesta, y que se hallaba complicada, además de la oftalmía, con diarrea espontánea: se trataba, por último, de una persona cuyas fuerzas se agotaron rápidamente, y cuyo mal, lejos de ceder al tratamiento racional que se le opuso, parecía tomar con él nuevo aliento. Todo esto tuvimos presente al fundar nuestro pronóstico, y cuando en la visita del día 16 hallamos al enfermo sin fuerzas para incorporarse, con estertor traqueal, con los estremos fríos y sin pulsos, desesperamos enteramente del suceso.

Esas terribles dudas que siempre nos atosigan a los clínicos cuando el paciente no mejora, también las experimentó Jiménez:

Tal vez debimos en estos momentos cambiar de plan, y sujetar al enfermo a un tratamiento tónico; pero a decir verdad, no hallé en mi conciencia suficientes motivos para ese cambio de conducta. Sin embargo, me propuse volver pocas horas después a examinar los efectos de la nueva dosis del tártaro, y en caso de salir fallidas las esperanzas que podían librarse en este remedio, a ensayar otro que algunas veces se ha visto surtir, en casos tan desesperados como el actual; a saber: el alcanfor en la forma aconsejada por Tachegno; pero la muerte sobrevino, aun antes de que hiciese uso de las nuevas cucharadas.

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Como digno broche de tan estupenda lección anatomoclínica, Jiménez, después de señalar otros hallazgos necrópsicos para los que sí tiene explicación, termina señalando lo que de "especial e incomprensible" encontró en el caso que nos ocupa:

una vez exhibidos los fundamentos de nuestros juicios, vienen oportunamente algunas consideraciones importantes, sobre ciertas circunstancias que se han apuntado. Sea la primera, la que hace nacer la falta absoluta de la respiración, observada únicamente el día 15, en la cúspide del pulmón, sin otro fenómeno patológico. Desde luego creímos que algún esputo había obstruido accidentalmente el bronquio respectivo, y esta idea quedó confirmada al día siguiente, en que volvimos a hallar la respiración muy clara y manifiesta; y en la autopsia, que nos hizo ver que esos puntos eran aún permeables al aire, y que el bronquio, aunque enrojecido, estaba libre. También es de repararse en el lobulillo, que permaneció enteramente sano, en medio de los profundos trastornos del pulmón a que pertenecía, y en el notable aumento de volumen del hígado, en su poca consistencia, y de muchos otros órganos como el corazón y el estómago, y en el color amoratado del duodeno, y mayor apariencia de sus glandulitas mucosas. Todo esto y la diarrea es muy común en los que abusan de los licores alcohólicos, y fundan la sospecha que tengo de que Manuel Esteva se había entregado a ese vicio fatal. Pero lo que excita un interés más vivo, son los desórdenes hallados en el aparato respiratorio. Es muy extraño que una neumonía de nueve días, cuyos progresos seguimos atentamente en los tres últimos, no se haya manifestado en el cadáver sino bajo dos formas extremas, sin transición alguna: quiero decir, que es muy extraño que la hepatización formada, por decirlo así, bajo nuestro estetoscopio, en la parte superior en las últimas 24 horas, haya pasado per saltum del simple infarto a la desorganización purulenta, sin dejar el más pequeño vestigio de la hepatización roja. Este hecho, los núcleos aislados y circunscritos de neumonía en cierto modo lobulillar (también en tercer grado) del pulmón derecho, el enrojecimiento de algunos puntos del aparato circulatorio y las circunstancias graves que acompañaron este caso, me hacen ver en él no sé qué de especial e incomprensible.

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Justo 26 años después de que Laennec diera a conocer su invento de la auscultación mediata, Jiménez ve formarse bajo su estetoscopio la hepatización del pulmón de Manuel Esteva y domina a la perfección el razonamiento anatomoclínico. Además, para estas fechas don Miguel ya recurre a la valiosa ayuda del microscopio para fundar sus diagnósticos, como lo hará un poco más tarde con los procedimientos del laboratorio químico. Pero antes de que nos ocupemos de este asunto, veamos el estudio clínico de un problema cardiaco.

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TEODORO FERNÁNDEZ MURIÓ DEL CORAZÓN

Teodoro Fernández es un albañil de 35 años, grueso, bajo de cuerpo y de cuello corto; ha padecido escarlatina y nunca reumas, antecedentes que son importantes para el diagnóstico. He aquí lo fundamental del interrogatorio:

Asegura [el enfermo] que su mal comenzó hace seis meses con una tos seca y muy tenaz, sin dolor en el pecho, sin palpitaciones, aun cuando se agitara, sin aturdimientos, zumbidos de oídos ni calentura. A los tres meses comenzó a hincharse de los pies, y esa hinchazón ha ido subiendo progresivamente. En los últimos días había sido muy considerable hasta en el pecho. Ha solido escupir algunos rasgos de sangre.

En seguida viene lo que el clínico percibe en el momento que antecede a la inspección general y en el curso de ésta: "Dificultad para incorporarse: cara pálida y abotagada: entumecimiento edematoso de los párpados [...] Tórax ancho pero sin deformidad."

Jiménez primero percute y después palpa. Percibe "sonido mate en la región precordial, en un área de poco más de cuatro pulgadas cuadradas", y subraya que "apenas se distinguen al tacto las pulsaciones del corazón".

Al auscultar el área precordial (sin ayuda del estetoscopio), Jiménez ratifica la debilidad del latido cardiaco pues dice que las "pulsaciones no causan impulsión sobre la oreja". Ya en el terreno de la auscultación propiamente dicha, señala que "los ruidos [cardiacos] se perciben y analizan difícilmente y como a lo lejos", carácter que le dificultará precisar cierta parte del diagnóstico, según veremos después.

Continúa la auscultación: ¡ay un soplo áspero —ruido de "carda"—, que se escucha con más intensidad "afuera y un poco abajo de la tetilla" izquierda. Le parece al maestro que "sustituye al primer ruido normal".

En seguida Jiménez constata la presencia del edema ya conocido por el interrogatorio y precisa sus límites: "En los pies hay un poco de edema, se aumenta en los muslos, en las paredes del vientre y sobre el esternón." Al plantearse en su mente la posibilidad de que exista ansarca, Jiménez anota que "no hay síntoma que indique el derrame peritoneal".

Pasamos por alto otros datos de exploración, para referirnos al diagnóstico: "Lesión orgánica del corazón izquierdo: ¿insuficiencia de las válvulas bicúspides? Derrame en el pericardio."

Al día siguiente Jiménez vuelve a explorar al enfermo y rectifica: "El soplo coincide con el segundo y no con el primer movimiento del corazón." En consecuencia, también modifica una parte del diagnóstico, aunque lo pone entre interrogantes: ¿Estrechamiento del orificio aurículoventricular izquierdo?

Pasados dos días, "los latidos del corazón se oyen mejor, como más cerca, y causan alguna impulsión; esto hace que puedan analizarse bien los ruidos, y se note que el soplo tiene su maximum fuera y un poco arriba de la tetilla, y que coincide en efecto con el segundo ruido del corazón."

Con estos datos, se impone otro cambio en el diagnóstico: ¿"Insuficiencia de las válvulas aórticas?"

Al día siguiente muere el enfermo. En la autopsia habrá oportunidad de ratificar o rectificar el diagnóstico clínico y de exponer el razonamiento anatomoclínico que lo hizo posible. Recuérdese al respecto que el diagnóstico grueso de "lesión orgánica del corazón izquierdo jamás se puso en duda, ni tampoco el de "derrame en el pericardio". Lo que el científico cambió, cuando pudo oír más claramente los ruidos cardiacos, fue el de la lesión valvular.

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Abierto el tórax, se encontró:

Derrame en el pericardio de 260 gramos (8 onzas, 2 y media dracmas)... volumen aparente del corazón bien considerable [...] espesor de las paredes del ventrículo izquierdo de nueve líneas castellanas. El del derecho es de tres líneas [...] Contra el tabique interventricular, cerca del orificio aórtico, y en el borde libre de la hojilla interna y anterior de la válvula sigmoidea que guarnece a éste, se hallaron íntimamente adheridos al endocardio muchos cuerpecitos fibrosos hasta el tamaño de un alverjón, que reunidos tenían el aspecto de una coliflor... La hojilla valvular que corresponde a la coronaria posterior, había desaparecido del todo...

En seguida veamos, con las propias palabras de Jiménez, cómo va explicando la constitución de sus diagnósticos. Señala, de paso, las dificultades que tiene todo clínico de los años cuarentas del siglo pasado para hacer el diagnóstico preciso de las alteraciones valvulares cardiacas. Para no hacer más larga la exposición, hemos dejado de lado una "pleuresía accidental", que también aquejó a Teodoro Fernández:

En este caso, ha habido dos enfermedades diversas, que es necesario considerar separadamente: la afección orgánica del corazón y la pleuresía accidental que aceleró el término que habíamos previsto. En el diagnóstico de la primera hay también dos partes, una que asentamos como cierta, y otra como dudosa, y que sufrió varias modificaciones conforme cambiaron los fenómenos que observamos. La parte cierta es afección orgánica del corazón izquierdo: derrame en el pericardio, cuyos fundamentos son fáciles de comprender. A pesar de que el enfermo aseguraba que no sentía, ni había sentido nunca incomodidad alguna en el corazón, palpitaciones, ni disnea; que su enfermedad no había consistido, ni consistía en otra cosa, que en una tos fuerte y seca de seis meses, que al cabo de tres determinó la anasarca, existía en la región precordial sonido mate en una área doble de lo normal; había un ruido de soplo áspero y profundo, que el primer día creímos que ocupaba el primer movimiento del corazón; pero después nos aseguramos que sustituía al segundo; el enfermo desgarraba con frecuencia estrías de sangre, sin que en el pulmón apareciese una causa suficiente para explicar ese fenómeno; la hidropesía había sido y era general, y en ningún otro órgano se hallaba la causa de ese síntoma; la constitución del enfermo era de las más predispuestas a las enfermedades del aparato circulatorio; era por tanto seguro que se trataba de un efecto orgánico del corazón.

Vienen ahora una serie de interesantes consideraciones sobre la distinción de los soplos cardiacos en orgánicos y funcionales, según decimos ahora, y respecto al diagnóstico diferencial entre hipertrofia del corazón y derrame pericárdico:

Pero este juicio tiene su mejor apoyo en que el soplo era áspero (ruido de carda), constante, y coincidía con el segundo movimiento de aquel órgano; circunstancias que excluyen de luego a luego la idea de otras afecciones que suelen producirlo (anemia, clorosis, etc.). Dicho soplo tenía su maximum fuera de la tetilla, de donde se sigue que la afección ocupaba las cavidades izquierdas, que topográficamente son las que corresponden a ese sitio. El ensanche que había tomado el área precordial en que no resonaba el pecho al percutirlo, y aun la obscuridad con que se oían los ruidos, pudo hacer creer que había una hipertrofia del corazón, pero atendiendo a que este músculo no sólo no golpeaba al latir contra las paredes del pecho, sino que ni dejaba percibir el impulso o empuje que le da cuando llega a un grado extremo de supernutrición, atendiendo a que los ruidos se oían como a lo lejos; a que fuera de la hemoptisis no había los fenómenos de congestión al cerebro, pulmones, etc., ni el vigor y dureza que toma el pulso en casos de hipertrofia; atendiendo, por último, a que había anasarca, y que por sólo este hecho era muy probable que todas las serosas contuviesen más o menos líquido derramado, debimos asentar que el pericardio estaba hidrópico.

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Como vimos en el caso anterior, después de que Jiménez establece el diagnóstico grueso, su razonamiento clínico se dirige a precisar mejor la patología:

Mas si era cierto que existía una lesión física del corazón izquierdo, restaba saber cuál era ésta, y en qué punto preciso existía. Cualquiera que se haya versado un poco en el estudio práctico de esta clase de enfermedades, sabe lo difícil y arriesgado que es sentar un diagnóstico tan delicado, y cuántos desengaños mortificantes se encuentran en el cadáver; por lo mismo debimos hacerlo en nuestro caso con reserva, y siempre en forma de duda. Supuesto que la lesión existía del lado izquierdo, y que no había fundamento para atribuir el soplo a una hipertrofia aneurismática del corazón, que haciendo relativamente más estrechos los orificios suele producir aquel fenómeno, quedaba reducido el problema a resolver, ¿en qué orificio del lado izquierdo existía la lesión, y cuál era ésta?

La profundidad y lejanía con que se escuchaban los ruidos, debidas a la presencia del líquido derramado en el pericardio, que interponiéndose entre el oído y el corazón, sustraía a éste en cierto modo de nuestro examen, hizo que en los primeros días fluctuase nuestro juicio según el sitio y el tiempo en que creíamos percibir el fenómeno más importante (el soplo); pero cuando el día 17, sin duda a causa de la absorción de una parte del derrame, los ruidos se acercaron y pudimos analizarlos mejor, nuestras opiniones pudieron fijarse, aunque con la reserva indicada. Considerando el caso tal como se presentó en esa fecha, el soplo tenía su maximum arriba y afuera de la tetilla, y coincidía con el segundo movimiento; es decir, con la diástole ventricular. De lo primero se infiere que la lesión tenía su sitio en el orificio aórtico, que topográficamente corresponde a aquel punto, y como en el momento de la diástole éste queda cerrado normalmente y no deja refluir la sangre al ventrículo, si la dejaba volver en aquel acto, como era preciso, para que rozando produjese el soplo, las válvulas aórticas eran insuficientes para su objeto, y esto constituía la lesión.

Todo quedó plenamente confirmado en el cadáver; porque en verdad que una válvula no puede ser más insuficiente que cuando falta una de sus hojas, como en el caso actual, que bajo este respecto es en extremo curioso. Es muy de creerse que las concreciones fibrinosas adheridas al endocardio (efecto probable, así como la destrucción de la hoja valvular, de una inflamación antigua de aquella membrana), tuviesen su parte en la producción del soplo, y en el timbre áspero que ofreció; porque la columna sanguínea debía, en su reflujo al ventrículo, de chocar con ellas, dividirse y dar origen con su frotamiento a una parte del fenómeno. /td>

Creo que la mejor apología que se puede hacer a ese razonamiento anatomoclínico y fisiopatológico de Jiménez es guardar un respetuoso silencio.

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EL DATO DE LABORATORIO COMO SIGNO O COMO ENFERMEDAD. ESFUERZO POR DISTINGUIR LA ALBUMINURIA SECUNDARIA DE LA PRIMITIVA

Las observaciones y reflexiones que siguen expresan el interés de Jiménez por distinguir entre un síntoma y lo que no lo es, entre la albuminuria como enfermedad y la albuminuria como síntoma "muy digno de ser estudiado en su generación y valor semiótico". En este caso se encuentra la proteinuria de la escarlatina, del embarazo, de las congestiones renales y la del "vómito del Golfo" (fiebre amarilla), todas la cuales hace a un lado Jiménez para ocuparse únicamente de la "albuminuria primitiva o espontánea", cuya etiología "se encuentra hasta hoy envuelta en la misma obscuridad que cubre la de muchas otras enfermedades". Pretextos para explicarla los hay, pero son tantos, que dejan al médico perplejo y desorientado. Jiménez, sin embargo, empieza a ver alguna luz:

Encuentro, sin embargo, en mis observaciones [...] dos grupos numerosos que, por serlo, dan la idea de que su causa es al menos la más frecuente del mal. Éste ha seguido inmediatamente muchas veces a la inmersión única o repetida en el agua fría, a una mojada por la lluvia o a ciertas ocupaciones en que se trabaja dentro del agua [...] El otro [grupo] se ve formado por varios casos en que la albuminuria se ha descubierto en medio de un reumatismo de forma especial, y podría yo decir característica, con el que se enlaza íntimamente y al que sobrevive por más o menos tiempo.

Y viene ahora el caso clínico ejemplificador: El señor C. —con seguridad es un paciente particular, pues sólo da el nombre completo cuando se trata de enfermos del hospital—, es atendido por los doctores Jiménez y Vértiz. Sufre de un edema rojo, caliente y doloroso en la muñeca izquierda. El tal señor C. es "un hombre robusto, linfático, de cosa de 35 años y generalmente sano [ ...]. Amonestados por la forma del mal, examinamos la orina, tratándola por el calor, el ácido nítrico y el bicloruro de mercurio: de pronto sólo este último reactivo nos dio un precipitado característico; pero en los siguientes días lo obtuvimos muy característico con todos ellos".

En seguida Jiménez vuelve su mente hacia las diferentes formas de reumatismo, para señalar que su experiencia le enseña que la albuminuria no acompaña a todos sino a un reuma "sobreagudo, monoarticular, sin hidropesía de la sinovial, con grande tumefacción de los tejidos blandos circunvecinos, con pastosidad edematosa de ellos [...] todo recayendo en personas linfáticas". Es posible que tengan cálculos renales, o que los presenten posteriormente

Estamos ante un caso en que las características constitucionales del enfermo le permiten a Jiménez suponer la existencia de albuminuria, ya que ha visto que "una mayoría, que casi es la totalidad de éstos [albuminúricos], ha presentado un temperamento linfático y aun extremoso, una obesidad más o menos pronunciada, una palidez anémica, grande flaccidez de carnes y una apatía y torpeza en sus movimientos físicos y resoluciones morales. Ésta no es la primera observación de Jiménez sobre la albuminuria. Ya en 1856 había informado sobre la existencia de proteinuria en escarlatinosos. El dato de laboratorio solía coexistir con edemas, precederlos o aparecer después. Por su parte, José María Reyes, ya en 1843, examinaba la orina para buscar albuminuria y glucosa.

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HASTA NO VER NO CREER

Ocupémonos ahora de un curioso experimento que emprende Miguel F. Jiménez para ver qué significa anatomopatológicamente el retintín metálico, signo auscultatorio descubierto por Laennec. Éste ha dicho que indica presencia de aire y líquido en la cavidad pleural, produciéndose por la "resonancia del aire agitado por la respiración, la voz o la tos, en la superficie del líquido". Dance y De Beau dicen que se debe a la "ruptura de las burbujas que levanta el aire al insinuarse por la fístula [broncopleural], ya que en el líquido derramado, cuando el orificio pleural de ésta se halla situado abajo del nivel líquido, ya en la materia de la caverna que le ha dado origen, cuando dicho orificio es superior al mismo nivel". La explicación de Raciborski es de física molecular: el rentintín metálico se debe —dice— a la "colisión entre las moléculas de un líquido contenido en un vaso de paredes sonoras y lleno en gran parte de aire".

Por los datos que observara Jiménez en la autopsia de Trinidad Muñoz y en la de José María Díaz —en el primero se escuchaba en vida un retintín submetalico—, decide hacer este experimento:

Hecha una incisión pequeña en el sexto espacio intercostal, directamente abajo de la axila, en el cadáver de un hombre que no había muerto hidrópico, introduje en la cavidad del pecho una varilla, que me sirvió para replegar el pulmón hacia arriba, y formar una cavidad grande llena de aire; se sustituyó después la varilla con una cánula armada en el extremo que correspondía al pecho, de un pedazo de tripa bien cerrada,3 llena de una solución de goma, y en uno de cuyos lados se había hecho con las tijera un ojal muy pequeño, de manera que soplando por el otro extremo de la cánula se formaran pequeñas burbujas en dicha abertura. Cerrada herméticamente la incisión con tiras aglutinantes, auscultamos sobre el lado correspondiente al mismo tiempo que se insuflaba poco a poco el aire por el extremo libre de la cánula. De pronto sólo oímos un ruido confuso, 4 pero al fin comenzó a percibirse un ruido igual al que habíamos auscultado [en Trinidad]... es decir, un retintín submetálico.

El experimento se repite con una cánula de menor calibre y los resultados son los mismos. Ahora inyecta agua y se repite lo hecho con la cánula gruesa y con la delgada. En el primer caso se escucha claramente un limpio retintín metálico.

Al parecer Fournet había ya hecho algo semejante, porque Jiménez dice: "Estos resultados son en parte la confirmación de los de M. Fournet. " Pero la cosa no queda ahí: "Siguiendo el camino el doctor Bigelow, insuflé el estómago del mismo cadáver, y por medio de una cánula muy fina hice soplar introduciendo unas veces una poca de saliva, y otras sólo el aliento". El aire con saliva produce retintín metálico y la introducción de un poco de agua al estómago no modifica los resultados. "De esto se seguirá por conclusión —dice Jiménez—, que el retintín metálico es en todos casos el ruido metálico de Dance y De Beau."

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CUANDO LA "CAUSA MATERIAL" NO ESTÁ EN ALGÚN ÓRGANO DEL CUERPO, ESTÁ EN EL AMBIENTE

El artículo de Miguel F. Jiménez que apareció en la Gaceta Médica de México el jueves primero de abril de 1875 contiene valiosa información sobre el aire malsano de la ciudad de México —por lo visto el problema no es nuevo— y respecto a lo que podríamos llamar relación clínico-ambiental. Hasta ahora nada más habíamos visto cómo Jiménez domina la relación anatomoclínica

El maestro Jiménez está preocupado porque en los últimos meses "de un invierno que no se ha hecho sentir", se han producido en la ciudad de México varias "muertes repentinas, o al menos de una rapidez extraordinaria". Por la gravedad de los sucesos y porque don Miguel tiene alguna idea sobre la causa y ha acumulado experiencia con el tratamiento a base de quinina, a mediados de marzo (1875) presenta tres casos a la Academia Nacional de Medicina, cuyo exitus no fue letal.

Se trata de dos mujeres y un hombre. De las primeras, una es una señora de treinta años y la otra una señorita de diecinueve. Del varón sólo sabemos que es un adulto. Como característica general, debemos anotar su excelente salud hasta el momento de sobrevenir la enfermedad motivo de la consulta, la cual sorprende al clínico Jiménez, no obstante sus casi cuarenta años de práctica privada y hospitalaria, "por la desproporción entre la gravedad ostensible del accidente y el padecimiento que acusaba el enfermo". Frente a un dolor torácico que cuando mucho se podía tomar como una "neuralgia fuerte", hay gran angustia, colapso y datos de inminente muerte.

En aquella clínica hecha a base de los educados sentidos del médico, la siguiente era la condición de la primera enferma: "Cara pálida, con la fisonomía descompuesta y cubierta de sombras violadas, expresando una gran angustia y con algún sudor frío y glutinoso en la frente." Por lo que toca a la exploración física, "un examen escrupuloso del pecho y de todo el resto de la economía no me hizo descubrir lesión alguna si no es la pequeñez, concentración y frecuencia del pulso".

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Del segundo caso, el del hombre adulto, tomamos el siguiente análisis del dolor (torácico) como verdadero modelo de buen estudio clínico: "Ese dolor subía de punto, o mejor dicho, se resentía al respirar con fuerza, al sonarse, al cambiar de ciertas posturas y principalmente al querer toser o estornudar [....] pero ni era acompañado de tos, de ansia, de reacción ni de otro síntoma alguno perceptible por la percusión o la auscultación."

En el caso de la muchacha de diecinueve años, la historia clínica es tan minuciosa como las anteriores, aunque en ésta se anota el impacto de la enfermedad en el rostro de una bella señorita: "La hallé derribada a plomo en su cama en un completo abatimiento, pálida, desfigurado el semblante y con una expresión marcada de angustia, sustituido su hermoso color con sombras oscuras alrededor de los ojos y de la boca."

¿A qué se debían tan graves accidentes? Estaba claro que no a una lesión orgánica, pues en todos los casos la exploración física más minuciosa fue negativa, salvo la taquipnea y la aceleración del pulso. "No habiéndose descubierto lesión alguna material en el organismo que diese cuenta de una perturbación funcional tan grave, era preciso buscar la causa en las influencias exteriores —dice Jiménez—. Y el maestro de inmediato las encuentra en la deplorable "situación sanitaria en que hoy se encuentra la capital". En efecto, "las emanaciones infecciosas, y especialmente las pantanosas que envuelven a la población, han llegado en estos dos últimos meses, en que el invierno no se ha hecho sentir", a producir varios casos de enfermedades "intermitentes". Jiménez cree que sus casos corresponden a la variedad "sofocante" de la intermitente perniciosa, por lo que no dudó en prescribir grandes dosis de quinina.

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Eduardo Liceaga

Forjadores de la ciencia en México - Eduardo Liceaga

Director de la Escuela de Medicina (1889-1911), presidente del Consejo Superior de Salubridad y creador del Hospital General de México.

El Dr. Eduardo Liceaga nació en Guanajuato el 13 de octubre de 1839. Sobrino de otro gran médico, el doctor Casimiro Liceaga.

Se matriculó en la Escuela de Medicina en enero de 1859, recibiendo los premios que se otorgaban en cada uno de los años escolares. Su examen final fue el 9 de enero de 1866 y recibió su título profesional junto con una medalla de oro. El jurado de su examen estuvo formado por el Dr. Jiménez, el Dr. Rio de la Loza y el Dr. Lucio.

En el cuarto año de medicina ganó la oposición de ayudante de medicina operatoria y, después de graduarse, fue triunfador del concurso para ocupar el puesto de profesor adjunto y la cátedra de medicina operatoria de la Facultad de Medicina.

Visitó Francia en el año en que se fundó el Instituto Pasteur y en una visita a la institución los doctores Roux y Pasteur le entregaron un cerebro de conejo inoculado con rabia, el cual trajo a México y sirvió de base para producir la vacuna antirrábica que se aplicó por primera vez el 18 de abril de 1888.

Fue director del Hospital de Maternidad e Infancia, presidente de la Academia Nacional de Medicina en dos ocasiones (1879 y 1906), Presidente del Congreso Médico Nacional de Higiene.

Se desempeñó como director de la Escuela de Medicina y logró elevar el nivel de la enseñanza, incluyó a las especialidades en el plan de estudios entre ellas la pediatría (1889-1911).

Era amigo personal del Presidente Díaz y su médico de cabecera.

Durante su gestión como Presidente del Consejo Superior de Salubridad estableció las bases para el Código Sanitario (1891).

Al hacer un viaje entre 1887 y 1888, pudo visitar los hospitales de París, Londres, Roma, Bruselas, Berlín y Viena, y a su regreso, aún siendo presidente del Consejo Superior de Salubridad, puso todo su interés en la creación de un hospital que reuniera todos los requisitos arquitectónicos y técnicos para ofrecer la mejor atención a los pacientes, el Hospital General de México.

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Eduardo Liceaga

Fue el iniciador y culminador de la construcción del actual Hospital General de México, el cual concibió como un conjunto de hospitales especiales instalados en un mismo terreno y con una administración común. El 22 de noviembre de 1895 cuando el C. Gral. Manuel González Cosío, Secretario de Estado y Secretario del Despacho de Gobernación, quien por indicaciones del C. Presidente de la República, Gral. Porfirio Díaz, emitió y envió el esperado nombramiento al Doctor Eduardo Liceaga para elaborar “Un proyecto de Construcción” de un Hospital General. La obra dio principio el 23 de julio de 1896, fungiendo como director médico de la construcción el Doctor Liceaga y como asociado el ingeniero Roberto Gayol, funciones que desarrollaron hasta el 14 de mayo de 1904. La obra fue terminada el 31 de diciembre de ese mismo año por el arquitecto Manuel Robledo Guerrero.

Consiguió que se activaran y se diera fin a las obras de desagüe del valle, logró la introducción del agua potable de los manantiales de Xochimilco, impidió que se establecieran nuevas colonias en la ciudad si no tenían servicios de agua, drenaje, luz, espacios para jardines y espacios para sembrar árboles en las calles.

Representó a México en numerosas reuniones y congresos internacionales, fue vicepresidente del Congreso de la Asociación Americana de Salud Pública cuyo propósito fue fortalecer las acciones sanitarias entre México y los EUA, fue miembro de la junta ejecutiva de la Oficina Sanitaria Internacional creada en 1902 que en 1911 pasó a ser la Oficina Sanitaria Panamericana y más tarde fue uno de los siete miembros originales de lo que hoy se conoce como Organización Panamericana de la Salud. En dos ocasiones ocupó la Presidencia de la Academia de Medicina .

Otra de las obras que se le deben al doctor Liceaga es la traza y urbanización de la actual colonia de los Doctores, que fue la primera en la ciudad que se hizo introduciendo el drenaje y el alumbrado previos a la construcción de las casas, de donde se derivó la ley para que se hicieron las demás colonias de esta forma.

El doctor Eduardo Liceaga falleció el 14 de enero de 1920.

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

El Cuerpo Colegiado de Consultores Técnicos del Hospital General de México, OD, ha decidido honrar la memoria de los médicos que han sido pilares en el trabajo de la institución y la han proyectado no sólo extramuros sino que frecuentemente su actividad ha sido reconocida en el extranjero. De todos ellos, ninguno tan trascendente como el Dr. Eduardo Liceaga, quien concibió el proyecto y tuvo la satisfacción de estar presente en la inauguración del Hospital General de México, quien nos legó además un compromiso: el de trabajar con entusiasmo, cariño y constancia, para que nuestra institución esté siempre a la vanguardia de las instituciones medicas del país.

Nació de familia de médicos, en Guanajuato en el año de 1839, cuando la anarquía reinaba en nuestra patria. Estudió medicina en la época romántica de Carpio y Jiménez. Vio al país envuelto en disputas: Las huestes liberales con las conservadoras; encaminarse al trono y al patíbulo la figura de Maximiliano y entrar triunfante al General Porfirio Díaz. Ocupó hasta 1914 los puestos más altos que un médico puede desempeñar y murió a la avanzada edad de 80 años en enero de 1920.

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

Fue modelo de médico, de caballero, de patriota y de hombre de estado. Aprovechó inteligentemente sus relaciones y las ocasiones que se le presentaron para transformar las condiciones de salubridad de México a cuyo bienestar dedicó su esfuerzo durante la mayor parte de su vida. Lo noble y fructífero de su misión sólo puede ser comprendido si se tienen elementos de comparación.

La Ciudad de México era hacia los 80 del siglo pasado, más parecida en su estructura y condiciones higiénicas, al México de 1690, que al que dejó con su gestión técnica y administrativa el Doctor Liceaga 20 años después.

La aglomeración y promiscuidad provocaban las epidemias de tifo que se repetían con lúgubre ritmo.

El agua potable llegaba a la ciudad por viejos acueductos a las fuentes públicas, de donde la llevaban a las casas en grandes jarros los aguadores.

Los desechos se vertían por las noches, en las célebres pipas y las lluvias torrenciales de agosto precedían a las inundaciones inevitables en la ciudad pantano, y en tiempos de sequía, las aguas estancadas originaban insoportables olores.

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

Es difícil creer que la iniciativa, la inteligencia y la honradez de un solo hombre fueran capaces de hacer las transformaciones que logró el Doctor Liceaga. Consiguió que se activaran y se diera fin a las obras de desagüe del valle; logró la introducción del agua potable de los manantiales de Xochimilco; impidió que se establecieran nuevas colonias en la ciudad, si no tenían servicios de agua, drenaje, luz, espacios para jardines y espacios para sembrar árboles en las calles.

Fue director de la Escuela de Medicina y logró elevar el nivel de la enseñanza, incluyó a las especialidades en el plan de estudios entre ellas a la pediatría.

Fue presidente del Consejo Superior de Salubridad y estableció las bases para el Código Sanitario. Asistió y defendió el nombre y prestigio de México en numerosas reuniones y congresos internacionales; su labor en las reuniones interamericanas fue precursora de los actuales organismos de cooperación intercontinental, en dos ocasiones ocupó la Presidencia de la Academia de Medicina y por primera vez en México, por su iniciativa, se patrocinó la investigación científica a fin de averiguar la etiología y modo de transmisión de la fiebre amarilla. A sus medidas se debe haber desterrado de nuestras costas esta enfermedad, aprovechando las entonces recientes ideas de Finlay. Creó un premio para quien descubriera el germen del tifo y su mecanismo de propagación.

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

Personalmente, seleccionó y trajo de Europa los más modernos equipos de desinfección y un cerebro de conejo inoculado de rabia, el cual cuidó celosamente de los cambios de temperatura durante la travesía del barco, para lograr por vez primera la fabricación en nuestro país de vacuna antirrábica.

Expresaba como normas de conducta social, que se puede ser amable con seriedad, cortés sin afectación y que las buenas maneras se comunican por imitación y sin pretenderlo y que se puede vivir decentemente, sin ostentaciones o lujos.

Siendo estudiante del cuarto año de medicina, ganó la oposición de ayudante de medicina operatoria y, después de graduarse, fue triunfador del concurso para ocupar el puesto de profesor adjunto y la cátedra de medicina operatoria de la Facultad de Medicina. Creó un servicio para atender problemas médico-quirúrgicos a niños pobres, formó una sociedad que no tuvo reglamentos ni nombre, pero sí la regla tácita de atender a los enfermos con caridad y dulzura y destinó los cuarenta pesos de sus honorarios mensuales a la adquisición de equipos quirúrgicos.

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Con un grupo de amigos fundó la sociedad familiar de medicina en la que se debían expresar las opiniones con franqueza y discutir las de los otros con sinceridad y sin pasión; que los lazos de amistad eran el vínculo de unión y que se debía procurar corregir suavemente los defectos de cada uno de los socios; que después de las reuniones científicas había una hora más de distracción para conversar, jugar ajedrez, dominó, damas, mientras se tomaba té. Si alguno de los socios faltaba accidental o definitivamente por la muerte, se ponía en su puesto la taza de té que le correspondía como si estuviera presente; que se deberían ayudar con sus penas como hermanos, en suma, que se deberían considerar como miembros de una misma familia y que las reuniones tendrían lugar los lunes de cada semana.

Fue secretario de la Sociedad Filarmónica de México y profesor de acústica y fonografía.

La memoria del Doctor Liceaga se engrandece aún más por ser el iniciador y culminador de la construcción del actual Hospital General de México, el cual concibió como un conjunto de hospitales especiales instalados en un mismo terreno y con una administración común. Este concepto ha sido el rector de su funcionamiento, de la libertad de pensamiento y acción de las diferentes unidades y el anticipo de los que recientemente han sido denominados como centros médicos.

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

Desde principios de la década de los noventa en el siglo pasado, en varias ocasiones el Doctor Eduardo Liceaga planteaba e insistía en la necesidad de la construcción de un Hospital General en la Ciudad de México.

El tiempo pasó y no fue sino hasta el 22 de noviembre de 1895 cuando el C. Gral. Manuel González Cosío,Secretario de Estado y Secretario del Despacho de Gobernación, quien por indicaciones del C. Presidente de la

República, Gral. Porfirio Díaz, emitió y envió el esperado nombramiento al Doctor Eduardo Liceaga para “elaborar” “Un proyecto de Construcción” de un Hospital General. La obra dio principio el 23 de julio de 1896, fungiendo como director médico de la construcción el Doctor Liceaga y como asociado el ingeniero Roberto Gayol, funciones que desarrollaron hasta el 14 de mayo de 1904. La obra fue terminada el 31 de diciembre de ese mismo año por el arquitecto Manuel Robledo Guerrero.

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Desde un principio, el proyecto del Doctor Liceaga señalaba que el Hospital General comprendería los siguientes servicios: 1) Medicina, 2) Cirugía con sus diversas divisiones, 3) De enfermedades venéreo- sifilíticas, 4) De enfermedades de niños, 5) De obstetrícia, 6) De tuberculosos, 7) De leprosos, 8) De tifosos, 9) De otras enfermedades para niños, 10) De infecciones puerperales, 11) De enfermos distinguidos no infecciosos, 12) De enfermos infecciosos adultos y 13) De partos reservados.

El discurso del Doctor Liceaga, en la ceremonia inaugural del Hospital General, el 5 de febrero de 1905, sigue siendo un mensaje vivo para las generaciones médicas presentes y futuras. El Doctor Liceaga expresó en la ceremonia inaugural:

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Semblanza del Doctor Eduardo Liceaga

Señores: no vais a recibir un edificio nuevo sino una Institución; tendréis el deber no sólo de conservarla, sino de perfeccionarla; ella os proporcionará la ocasión de hacer el bien a vuestros semejantes, no sólo con el auxilio de vuestra ciencia, sino con la dulzura de vuestras maneras, la compasión por sus sufrimientos y las palabras de consuelo de espíritu.

Os vais a encargar de hacer práctica y fructuosa la enseñanza de la medicina; vais a formar hombres científicos que puedan competir con nuestros vecinos del norte y con los del sur de nuestro continente. Tenemos una deuda que saldar: en el espacio transcurrido del año 33 al 80, siglo pasado, tuvimos en México la supremacía de la enseñanza y de la práctica de la medicina en todo el Hemisferio Occidental, después de esta fecha, los Médicos Norteamericanos cambiaron la forma y dirección con su viciosa enseñanza y no sólo nos alcanzaron, sino que nos superaron. Lo mismo ha sucedido con nuestros compañeros de Chile y la Argentina y tenemos el deber de recobrar nuestra perdida posición científica.

Señores: Para reivindicar nuestro puesto en el Continente, no necesitamos más que aplicar toda nuestra inteligencia, toda nuestra voluntad a perfeccionarnos en el ramo que hemos elegido para ejercitar nuestra actividad. Este es el contingente que debemos a nuestra Patria.

El país en donde cada hombre se empeña en perfeccionar la ciencia, el arte o la industria a que dedica su energía, ese país, se hará grande, pues la suma de esas unidades activas forma la Nación.

En este hospital nuestro gobierno ha acumulado un gran arsenal que pone a vuestra disposición para que, en vuestras manos, se convierta en instrumento de hacer el bien a nuestros semejantes y eficaz y fructuosa la enseñanza médica. Parodiando la bella frase con que el Señor Presidente terminó su discurso al inaugurar el ferrocarril de Oaxaca, os diré ¡Compañeros: Ya tenemos los útiles de trabajo: vamos a trabajar!

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Dr. Eduardo Liceaga El Dr. Liceaga dio un paso firme en la reforma educativa al introducir el método científico en el estudio

de los enfermos. Nace el 13 de octubre de 1839 en la ciudad de Guanajuato, sobrino de otro gran médico del segundo tercio del siglo XIX, el doctor Casimiro Liceaga, primer director del establecimiento de Ciencias Médicas. En enero de 1859 se matricula en la Escuela de Medicina. Ahí obtuvo todos los premios que se otorgaban en cada uno de los años escolares. En 1866 presenta su examen final y recibe su título profesional junto con una medalla de oro de manos del emperador Maximiliano. En 1878 es presidente de la Academia Nacional de Medicina. De 1885-1914 es presidente del Consejo Superior de Salubridad. En 1897 se inicia la construcción del Hospital General, de cuyo diseño se encargan el doctor Liceaga y el arquitecto Roberto Gayol. En 1891 Porfirio Díaz promulga el Primer Código Sanitario de los Estados Unidos Mexicanos, elaborado por Eduardo Liceaga. De 1902-1911 Es director de la Escuela Nacional de Medicina. En 1905 se inaugura el hospital general de la ciudad de México. En 1906 Nuevamente es presidente de la Academia Nacional de Medicina. El 14 de enero de 1920 muere a la edad de 81 años.

“La enseñanza de la medicina, más que otra alguna, debe ser esencialmente objetiva, tiene que hacerse con los enfermos, y todas las naciones civilizadas han convenido en que los que se asistan por la beneficencia pública, sirvan para la enseñanza de la clínica; esta práctica redunda en el beneficio de los enfermos mismos, que son asistidos con más asiduidad y más cuidadosamente observados. La experiencia de todos los tiempos ha demostrado que los mejores médicos son los que han hechos sus estudios en la clínica. Ese beneficio para ellos y esa ventaja para los alumnos que se dedican al estudio de la medicina, impone la necesidad de completar los establecimientos hospitalarios con departamentos apropiados para hacer la enseñanza médica...” Así se expresaba el Dr. Eduardo Liceaga al fundamentar la idea de un hospital escuela en el documento sobre la construcción del nuevo Hospital General fechado el día 7 de diciembre de 1887.

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Dr. Eduardo Liceaga Después de una labor de muchos años, en el discurso inaugural del Hospital el 5 de febrero de 1905, el Dr.

Liceaga, como director médico del proyecto y entonces presidente del Consejo Superior de Salubridad, dijo: “ Señores, no vais a recibir un edificio nuevo, sino una institución, tendréis el deber no sólo de conservarla, sino de perfeccionarla; ella os proporcionará la ocasión de hacer el bien a vuestros semejantes, no sólo con el auxilio de nuestra ciencia, sino con la dulzura de vuestra manera, la compasión por sus sufrimientos y las palabras de consuelo para su espíritu. Os vais a encargar de hacer práctica y fructuosa la enseñanza de la medicina, vais a forma hombres científicos que puedan competir con nuestros vecinos del norte y del sur. Tenemos una deuda que saldar, tuvimos en México la supremacía de la enseñanza de la práctica de la medicina en todo el hemisferio occidental; después de esta fecha, los médicos norteamericanos no sólo nos alcanzaron sino que nos superaron. Señores, para reivindicar nuestro puesto en el continente no necesitamos más que aplicar toda nuestra inteligencia, toda nuestra voluntad a perfeccionarnos en el ramo que hemos elegido para ejercitar nuestra actividad”.

A partir del 19 de julio, el Hospital General de México llevará el nombre de "Hospital General de México, Doctor Eduardo Liceaga", una de las grandes figuras de la medicina mexicana y fundador de este hospital. A él se debe también la traza y urbanización de la actual colonia Doctores y fue fundador de la Organización Panamericana de la Salud.

El hospital general fue inaugurado en 1905. Diariamente se dan aquí entre 2 mil 500 y 3 mil consultas, entre urgencias y citas programadas.

En 2011 atendieron 898 mil 634 pacientes; se realizaron casi 40 mil cirugías, y en los años recientes se han hecho más de 90 trasplantes renales y 120 de córnea.