Cartas la verdad - FilosofíaHoy.comfilosofiahoy.com/files/files/Cartas_sobre_la_verdad.pdf · en...

244
CARTAS SOBRE LA VERDAD

Transcript of Cartas la verdad - FilosofíaHoy.comfilosofiahoy.com/files/files/Cartas_sobre_la_verdad.pdf · en...

Cartas sobre la verdad

Pablo Mª Ozcoidi

Cartas sobre la verdad

CreateSpace

Diseño de la portada: Fernando Pagola

Nihil Obstat: Ildefonso AdevaImprimatur: José Antonio Aznárez, Vicario GeneralPor mandato de S.E. Rvma. Mons. Francisco Pérez, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela Pamplona, 11 de noviembre de 2009ISBN: 1451539851EAN-13: 9781451539851

© 2010: Pablo María Ozcoidi García-Falces© 2010: Editorial CreateSpace

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

A mis padresA quienes tanto debo

7

Índice

Prólogo ................................................................................................... 9

Introducción. El esplendor de la verdad ........................................... 11

Primera parte. Sobre la Sabiduría .................................................... 21

I. Sabiduría divina ....................................................................... 23

II. Sabiduría creada ..................................................................... 31

III. El padre de la mentira ........................................................... 37

IV. El Verbo se hizo carne ........................................................... 43

V. Jesús, luz para el hombre........................................................ 51

VI. La Cruz, plenitud de la Revelación ...................................... 59

VII: La Fe, participación en la Sabiduría divina ........................ 67

VIII. Hijos de Dios ..................................................................... 79

IX. Valor inestimable de la Sabiduría ......................................... 85

X. Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia .................................... 89

XI. Amor a Dios .......................................................................... 95

XII. Amor a Jesús ..................................................................... 103

XIII. Fraternidad universal ....................................................... 113

XIV. Humildad .......................................................................... 123

XV. Desprendimiento de las criaturas ...................................... 131

Segunda parte. El Amor a la Sabiduría .......................................... 139

I. Espíritu Santo y amor a la verdad ......................................... 141

II. Docilidad al Espíritu Santo .................................................. 151

8

III. El amor a la Sabiduría: condición para alcanzarla ............. 157

IV. El rechazo de la verdad: pecado contra el Espíritu Santo ... 161

V. Conducta y verdad ................................................................ 169

VI. Verdad y Fortaleza .............................................................. 179

VII. La sinceridad .................................................................... 189

VIII. Silencio y oración ............................................................ 199

IX. Petición de consejo ............................................................. 207

X. Necesidad de doctrina .......................................................... 217

XI. Rectitud de intención .......................................................... 227

XII. Respetos humanos ............................................................. 235

9

Prólogo

Jurista de profesión, filósofo por convicción y sacerdote por vocación, Pablo Ozcoidi García-Falces es una de esas mentes preclaras que ha dado el Viejo Reino de Navarra. Su trayectoria intelectual está marcada por su carácter interdisciplinar y formación autodidacta. Tal vez por ello en su pensamiento brille con soltura la elegancia del jurista, la abstracción del filósofo y la solidaridad del sacerdote cuyo manantial inagotable es la Sagrada Escritura.

Ozcoidi se enfrenta con las mejores credenciales al tema central de la reflexión intelectual del siglo XXI: la verdad. Y lo hace siguiendo las huellas de una de las más egregias figuras de la pasada centuria: Juan Pablo II, quien en su encíclica Fides et ratio nos abrió una senda diáfana para analizar la verdad con las alas imbatibles de la fe y la razón.

En este nuevo libro, Ozcoidi trata de romper y liquidar, de una vez y para siempre, esa vieja contraposición, tan extendida en nuestros días, entre fundamentalistas y relativistas. Frente a estos dos reduccionismos estériles, objetivamente enfrentados, Pablo Ozcoidi nos ofrece, en este epistolario, una tercera vía, un nuevo derrotero, con el que me siento plenamente identificado: el veritalismo. Es veritalista quien busca la verdad sin fatigas ni cansancios y, cuando cree haberla encontrado, no la impone coactivamente y tampoco la esconde por temor a la corrección política. El veritalista expone la verdad para que ella brille por sí misma.

Querer imponer la verdad es tan absurdo y patético como “obligar a amar”. Sin embargo, que ello no sea posible ni recomendable no significa que debamos renunciar al amor, o que éste no exista, ya que el ser humano es un viviente para el amor y

Pablo María Ozcoidi García-Falces

10

sólo en él alcanza su plenitud. Lo mismo sucede con la verdad. Que ella no pueda imponerse no implica que no exista o que nadie se encuentre éticamente obligado a buscarla con todas sus potencias.

La libertad es precisamente eso: el impulso interior e irreprimible que invita a la razón a sumergirse en la verdad, el más alto bien. Una vez hallada, el veritalista se adhiere a ella sin reservas, y la comparte con el prójimo, por solidaridad humana. El hombre que busca la verdad está convencido de que sólo mediante ciertas exigencias irrenunciables es posible custodiar el tesoro excelso de la dignidad personal, con independencia de la raza, la condición, el sexo o la religión. He aquí la razón por la cual el veritalista no tiene reparos, como el relativista, en considerar determinados actos intrínsecamente malos, como el homicidio, por ejemplo. Pero sí los tiene, a diferencia del fundamentalista, si se trata de imponer las exigencias morales por la fuerza desnuda propia de un talibán.

En este siglo de confusión y medias tintas, cuando algunos pretenden confinar la verdad al retiro inerme de los falansterios y monasterios, el veritalismo puede ser, y es de hecho, la opción viva de millones de mujeres y hombres repartidos por los cinco continentes. A la larga, si queremos construir una nueva sociedad global más justa, libre y solidaria, sólo podremos hacerlo apostando por la verdad.

Pablo Ozcoidi, a lo largo de estas páginas de original frescura y discurso noble, nos lo recuerda frecuentemente. Son muchas las cartas que ha escrito la humanidad. Pero las más importantes, sin duda, son aquellas que encierran las grandes verdades perennes, esos folios firmados con fuego por un puñado de valientes veritalistas que nadaron contra corriente en el imperio de la ligereza. Este libro reúne algunas de esas misivas con la esperanza de que a ti, apreciado lector, te recuerden la importancia de lo único que nos puede hacer libres en este mundo de lucha, en este orbe de combate por la paz: la verdad. La única Verdad, personificada en Jesucristo.

Rafael Domingo

Introducción

El esplendor de la verdad

Cartas sobre la verdad

13

Entre los grandes dones que Dios ha concedido al hombre se encuentra la capacidad de hablar, la de tener un lenguaje que sirva para comunicarnos. Los demás seres de la creación pueden emitir ruidos, e incluso, ante tales ruidos, puedan reaccionar con acciones instintivas; pero el hombre es el único ser capaz de relacionar «conscientemente» un sonido concreto con un sentido determinado. Este maravilloso don de la palabra exige sinceridad en quien habla, pues en otro caso no serviría para cumplir su misión. Por tal motivo es contrario a la naturaleza, que se use el lenguaje para decir mentiras.

Por esta relación del lenguaje con la verdad a cuyo servicio se encuentra, voy a hacer algunos comentarios que me parecen oportunos sobre tres «trascendentales» del ser: el verum (lo verdadero), el pulchrum (la belleza) y el bonum (el bien). De las cosas se dice que son «verdaderas» en la medida en que muestran a la inteligencia como son, por eso, la verdad está condicionada por la verdad ― verum ― de las cosas. Si hablamos del pulchum nos referimos a la belleza de las cosas, por cuya virtud éstas resultan atractivas a quien las percibe. La verdad ― conocer como son las cosas ― es algo muy bello, pero si atendemos a sus contenidos las verdades son tanto más bellas cuanto más entidad tenga aquello de lo que trate. Finalmente, de las cosas se puede predicar el bonum. Las cosas son buenas en la medida en que satisfacen alguna facultad, algún apetito. La verdad es buena porque satisface a la potencia más importante del hombre, la inteligencia.

Cuando Juan Pablo II publicó en 1993 su encíclica Sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia le puso por título el siguiente: Splendor veritatis. A primera vista puede parecer un título muy poco adecuado para un documento moral ― no aparecen palabras como voluntad, bien, preceptos, consejos, etc., ―, pero no es así. La referencia a la verdad en el título es muy oportuna, ya que las leyes expresan el valor de las cosas en relación con nuestra conducta. La verdad es, en efecto, el común denominador de todos los preceptos morales. Pero la primera palabra de la encíclica (splendor) matiza la segunda

Pablo María Ozcoidi García-Falces

14

(veritatis), pues nos dice de ella, de la verdad, que es bella, que es hermosa (el pulchrum). Qué modo tan bello de empezar este documento, al no apoyar el deber moral en la voluntad de un Dios arbitrario que nos ata con preceptos caprichosos, sino en una moral fundamentada en la verdad y en la belleza. Obrar bien es un hacer la verdad y esto es un modo de proceder muy bello.

Que el hombre con frecuencia yerra en sus juicios es patente, pero esto no sucede ni siempre, ni la mayor parte de las veces. Por otra parte tales errores no justifican que se niegue al hombre la capacidad de alcanzar la verdad. El hombre fue diseñado para la verdad, sin que el pecado de nuestros primeros padres nos haya hecho perder tal posibilidad. Ciertamente la inteligencia, aunque herida y lesionada, es un instrumento válido para la búsqueda de la verdad, aunque, en ocasiones, necesite el auxilio divino para alcanzar las verdades naturales y, siempre, para abrirse a las sobrenaturales.

Aunque sea sorprendente en la historia no han faltado quienes han negado la posibilidad de encuentro del hombre con la verdad. Empezaré haciendo referencia de la postura más radical, «el escepticismo», que niega la posibilidad de alcanzar cualquier verdad, sin ninguna limitación. Es ésta una actitud absurda, pues todos somos conscientes de que poseemos verdades, muchas o pocas, pero que algunas tenemos. Teniendo en cuenta que la verdad es fundamento de la palabra, resulta contradictorio el comportamiento de los escépticos, que son grandes charlatanes. Nos preguntamos, ¿cómo hablan tanto si no saben nada? La actitud lógica del escéptico debería ser el silencio y la quietud, en lugar de su contraria. De este modo con la abundancia de sus palabras destruyen su teoría.

Los filósofos de «la inmanencia» no son radicales como los escépticos, pero también están muy desviados. Niegan, de alguna manera, la verdad al alterar su definición; en lugar de considerarla como adecuación entre «la inteligencia y las cosas» (la realidad), piensan que esa adecuación se ha de dar entre «la inteligencia y el

Cartas sobre la verdad

15

objeto», teniendo en cuenta que por objeto no entienden las cosas, sino sus experiencias subjetivas: lo que capto con los sentidos, mis sensaciones, ideas y pensamientos, independientemente de lo que exista fuera de mí, que me es inaccesible. Se trata más que adecuación con lo exterior, coherencia de las experiencias internas consigo mismas.

El origen de este modo de pensar se encuentra en la vía modernorum, un nuevo modo de hacer filosofía que comenzó en el siglo XIV con Guillermo de Occam y cuya influencia ha llegado hasta nuestros días. El filósofo más representativo de esta línea de pensamiento es Enmanuel Kant, quien en el acto de conocer distingue entre el noumeno, o cosa en sí, que es incognoscible, y «lo que percibimos», a lo que llama fenómeno. El noumeno es la realidad, lo que decían conocer los antiguos, las cosas; fenómeno, en cambio, es la percepción subjetiva. Se trata, pues, de una filosofía de lo subjetivo. Un filósofo empirista, anterior a Kant, llamado Berkeley dice: «ser es percibir o ser percibido». Esta filosofía está confeccionada al servicio del agnosticismo, pues, según ellos, como de Dios no tenemos ninguna experiencia sensible, nada podemos decir de Él.

Entiendo que la actitud errónea más extendida ― quedan incluidos los citados filósofos de la inmanencia ― es la de aquellos que afirman que el hombre no puede conocer nada que «trascienda» el orden sensible. Se trata del materialismo: solamente existe la materia. Podemos hablar de lo que experimentamos, pero en absoluto de otras cosas, como, por ejemplo, de Dios. No estoy de acuerdo con este modo de pensar porque entiendo que, tomando como punto de partida los datos que nos proporcionan los sentidos y usando la razón, se puede ir más allá de aquello que percibimos. Un ejemplo muy claro de este modo de pensar que niega la trascendencia es Hume, quien llega a decir:

Examinemos llevados por estos principios nuestras bibliotecas. ¡Qué estragos no podríamos hacer! Saquemos un tomo cualquiera, por ejemplo sobre Dios o sobre la metafísica. En seguida tendríamos que

Pablo María Ozcoidi García-Falces

16

preguntarnos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre magnitudes o sobre números? No. ¿Contiene algún razonamiento de experiencia sobre hechos de existencia? No. Entonces ¡al fuego con él!, porque un libro tal no puede contener sino fuegos de artificio y engaño (Enquiry Concerning Human Understanding, XII,3).

Frente a los que niegan la posibilidad de trascender el orden sensible, reduciendo la ciencia a lo experimentable, quiero presentar dos objeciones. La primera es que si estos autores tienen razón, hasta llegar a los tiempos modernos no se ha sabido nada, o prácticamente nada; afirmación evidentemente falsa, pues hay muchas verdades poseídas por el hombre desde la antigüedad que son ajenas al método experimental como, por ejemplo, las verdades de la ética. ¡Éstas se encuentran grabadas en el alma!, y si se dice que están grabadas es porque son captadas intelectualmente de modo inmediato. La segunda objeción consiste en señalar que con esos planteamientos tan radicales no queda lugar para la filosofía y, con ella, para la ética, de manera que nadie puede hablar del bien y del mal, pues lo bueno ni se mide ni es objeto de experimentos.

Como la posibilidad de alcanzar la verdad ― especialmente cuando trata de elevarse hacia lo trascendente ― ha sido cuestionada por muchos y de muy diferentes maneras, Juan Pablo II en Fides et ratio ― 14 de septiembre de 1998 ― entrega unas pautas a los apasionados de la verdad para que no decaigan en su tarea. Dice así:

Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar abiertamente la verdad (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual (n. 6).

Cartas sobre la verdad

17

Esta encíclica gira en torno a la necesidad de cooperación entre Filosofía y Teología. Ambas disciplinas pueden, apoyándose mutuamente, alcanzar la verdad, aunque cada una por su cuenta, no. La Filosofía se hace preguntas, pero que ella sola no sabe responder; la Teología, también sola, aunque posea las respuestas no sabe fundamentarlas, por ello también está necesitada de la ayuda de una sólida fundamentación filosófica y científica.

El contenido de la encíclica es muy amplio y no es este el momento oportuno para detenernos en un amplio comentario, solamente quisiera limitarme a señalar cuatro sencillas ideas filosóficas, muy elementales, que son como «el substrato» de lo que en ella se enseña. Son las siguientes: 1) El hombre es el ser que busca la verdad; 2) El hombre es capaz de la verdad; 3) La validez de las facultades cognoscitivas; 4) El hombre es naturalmente filósofo. Me parece que vale la pena que nos detengamos, aunque sea brevemente, en lo que al respecto dice el documento pontificio.

Empecemos con la primera de ellas: El hombre es «aquel que busca la verdad». En el n. 28 el documento citado señala las dificultades con las que la razón puede tropezar en su búsqueda de la verdad, como son las propias limitaciones de la razón, la inconstancia en el empeño, la huída de las exigencias que la razón puede traer consigo, pero, a pesar de estos obstáculos, termina afirmando que la verdad es clave en la existencia humana.

Segunda afirmación: El hombre es «capaz de la verdad». En el n. 29 la encíclica señala que esta búsqueda de la verdad no puede ser vana. El hombre empieza teniendo «cierto conocimiento» que le lleva a interrogarse sobre la realidad. Esto sucede también en el plano científico: lo primero son las «intuiciones» que posteriormente habrá que verificar. La verificación de las intuiciones lleva al progreso en el conocimiento. De manera que si el hombre busca la verdad es porque está convencido de que es capaz de alcanzarla.

Rasgo importantísimo del documento, que he recogido como punto tercero, es la afirmación de «la validez de las facultades cognoscitivas del hombre». Tal aseveración, que puede parecer

Pablo María Ozcoidi García-Falces

18

evidente, tiene un gran valor en estos momentos frente a la evolución de una filosofía que, de modo progresivo, ha caído en el escepticismo como lógica consecuencia de la progresiva desconfianza respecto de las posibilidades de conocer, tanto por parte de los sentidos como de la razón. Esta desconfianza es quien ha conducido a «la negación de la posibilidad de alcanzar conocimientos trascendentes».

Último punto: «El hombre es naturalmente filósofo». Tal sentencia, formulada con estas mismas palabras en el n. 64, está ya anunciada en el 29, donde leemos que en cada hombre, aunque no sea de modo consciente, se esconde un filósofo, que necesita encontrar respuestas a los problemas fundamentales que se plantea. Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Si el hombre es naturalmente filósofo ―consciente o inconsciente― será penoso que su filosofía, la que rige su conducta, le sea desconocida. Es preciso pensar, reflexionar, buscar las verdades fundamentales, y nadie debe renunciar a esta tarea.

Todavía queda algo por decir en esta introducción. Si alguien pregunta por qué he escrito este libro sobre la verdad, le responderé que se trata de una realidad que amo apasionadamente. Por otra parte se trata de temas sobre los que he reflexionado detenidamente llegando a conclusiones que considero oportuno trasmitir. No olvidemos el aforismo: Bonum est difussivum sui (El bien tiende por sí mismo a difundirse). Todos procuramos comunicar rápidamente las buenas noticias que otros desconocen; pues esta tendencia también se da respecto a las verdades, quien posee una verdad que los demás desconocen, tiende a comunicarla. Y comunicando el valor de la verdad se contagia el amor a la misma.

Respecto a la forma me pareció que podía ser un modo interesante de presentar las ideas recurrir al método epistolario, que podía ser útil para expresar mis ideas de un modo sencillo y claro.

Cartas sobre la verdad

19

Un tratado invita a exponer verdades «abstractas», mientras que las cartas llevan a «lo concreto», que siempre es más accesible: Un pasaje de la Sagrada Escritura es un suceso concreto, en un lugar de terminado y con unos protagonistas, que son personas de carne y hueso.

El lector puede preguntarse por qué se han escogido estas cartas y no otras. ¿Qué tienen de particular? La razón es la siguiente. En primer lugar hice un esquema de las «ideas» que quería exponer en el libro; realizada esta tarea, lo demás era sencillo. En el substrato de cada capítulo se encuentra la idea que he querido desarrollar, después he buscado un pasaje de la Sagrada Escritura que pudiera servir para introducir esa idea. Elegido el pasaje no era difícil saber quién iba a ser el destinatario de la carta.

Como se puede observar, el libro consta de dos partes. La distinción entre ambas está fundamentada en lo «objetivo» y lo «subjetivo». En la primera parte respondo principalmente a la pregunta ¿qué es la verdad?, aunque más adelante también me pregunto por las verdades centrales de la sabiduría cristiana. En la segunda parte, analizo las actitudes subjetivas que se dan normalmente en torno a la verdad. Por tanto, la primera parte trata de «la verdad», de lo objetivo; la segunda parte, en cambio, gira en torno del «amor a la verdad», de lo subjetivo.

En los primeros capítulos de la primera parte voy a seguir un criterio histórico, pues la verdad, en primer lugar, fue (y es) en la eternidad divina (primera carta). Después, con ocasión de la Creación, encontramos la verdad inscrita en el interior de las cosas (segunda). El pecado original rompió aquella armonía del principio introduciendo el error en el mundo (tercera). Luego vino el Redentor, al que dedico tres cartas; en la primera, deteniendo la mirada en la Encarnación, se presenta a Cristo como plenitud de la Revelación (cuarta). En la segunda, trato de la doctrina del Señor, distinguiendo la revelación natural de la sobrenatural (quinta), para, en la tercera, estudiar la Cruz, culmen de la sabiduría (sexta).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

20

Todavía en esta primera parte, en las dos cartas siguientes, se estudia «la sabiduría en los destinatarios» de la predicación; en la primera de ellas se trata de la fe (séptima); en la segunda, de su principal consecuencia, la filiación divina (octava). A continuación en otras dos cartas me detengo en el valor de la sabiduría, tesoro escondido (novena) y su custodia por la Jerarquía de la Iglesia (décima). Y termino con cinco cartas más, que ya, en línea de contenido, tratan sobre las verdades fundamentales: El amor a Dios (undécima), el amor a Cristo (duodécima), el amor al prójimo (décimo tercera), el desprecio de sí (décimo cuarta) y el desprendimiento de las criaturas (décimo quinta).

En la segunda parte las dos primeras cartas giran en torno al Espíritu Santo, que es quien nos lleva a «entender» las enseñanzas de Cristo, es decir de la verdad que el Redentor nos ha traído (primera carta), y a quien hemos ser «dóciles» si queremos crecer en la sabiduría (segunda). Luego, en dos nuevas cartas, estudio las actitudes de amor (tercera) y de rechazo (cuarta) de la verdad por parte de los hombres, para, a continuación, detenerme en el tema de la relación entre conducta y verdad (quinta) y verdad y fortaleza (sexta).

Después continúo considerando cuatro medios que se deben cuidar si se quiere alcanzar la verdad: la sinceridad (séptima), el silencio y la oración (octava), el consejo (novena) y la doctrina (décima). Para terminar con dos complejos temas que a mi juicio no podía dejar de lado: la rectitud de intención, o coordinación entre la verdad y las obras (undécima), y los respetos humanos, para no abandonar la verdad cuando ataca el enemigo (décimo segunda).

Termino ya esta introducción. Estimado lector, espero que la lectura del libro te sea útil y agradable. El recurso a las Sagradas Escrituras, impregnadas de una sencilla sabiduría, puede servir para aumentar la autoridad de lo que vaya exponiendo haciendo, al mismo tiempo, su lectura más amena. Me consideraría bien pagado si te sirve para crecer en amor a la verdad y, por ella, en amor de Dios.

Primera parte

Sobre la Sabiduría

23

I. Sabiduría divina

Carta a Juan, hijo de Zebedeo, hermano de Santiago el mayor, discípulo amado de Jesús y custodio de Santa María.

Muy querido Apóstol Juan:

Te dirijo esta carta para agradecerte las enseñanzas que en tus escritos nos entregas sobre el tema de «la sabiduría divina». Si, entre los evangelistas, eres comparado con el águila por la altura y majestad de tu vuelo, tal afirmación es particularmente acertada cuando se trata del Prólogo, al que en mi infancia llamábamos «el último Evangelio» porque se leía todos los días al final de la Misa, y, si se leía, era por ofrecer una síntesis tan profunda del misterio de Cristo, que no es fácil meditarlo sin sentir una profunda conmoción en lo más íntimo del espíritu.

Ciertamente, grande es la osadía de quien intenta comentar tus escritos, pero pienso que no pierde el tiempo quien pone esfuerzo en dejarse iluminar por la luz de tu doctrina. Consciente de mis limitaciones solicito tu autorizada ayuda para comprender lo que tú mismo no hubieras podido escribir si no hubieras tenido, además de un conocimiento directo de Cristo, del que fuiste discípulo predilecto, la ayuda del Espíritu Paráclito, esposo de Santa María. Quiero, pues, centrar esta carta, la más difícil de este libro, en el comentario de los dos primeros versículos de tu Evangelio. Pero, antes de entregarme a esa tarea, voy a procurar preparar el terreno con algunos comentarios que me parecen pertinentes.

En primer lugar me parece necesario señalar la diferencia que existe entre el conocimiento divino y el humano en lo referente «a las criaturas». Nosotros conocemos las cosas porque son, de manera que su ser es anterior a nuestro conocer: ya son cuando

Pablo María Ozcoidi García-Falces

24

las conocemos. Pero en el supuesto del conocimiento divino la existencia de las cosas es posterior a la de Dios, ya que Dios es la causa de su ser, de manera que son contingentes porque están en función del conocimiento y del querer de Dios. Por esta razón el conocimiento de las criaturas es secundario en cuanto contenido de la Sabiduría divina.

Solamente la naturaleza divina es «anterior» (entiéndase la palabra «anterior» en sentido ontológico; en absoluto, en sentido cronológico) al conocimiento en Dios, por eso la Sabiduría divina tiene como contenido prioritario la propia esencia de Dios: Dios se conoce a sí mismo y al conocerse a sí mismo (ser necesario) conoce también a los seres posibles o contingentes, que dependen para existir del querer de Dios.

El conocimiento de la esencia divina es absolutamente inaccesible al hombre, pues carecemos de un conocimiento directo, experimental, de Dios. Moisés tuvo muchos encuentros con Dios, pero Dios no le mostró su esencia en ninguno de ellos. En una ocasión pidió a Dios verle sin conseguirlo, pero dejemos hablar a la Escritura:

Moisés exclamó: «Muéstrame tu gloria». Y Él (Dios) respondió: «Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre ― el Señor ―, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero». Y añadió: «Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo». Y continuó: «He aquí un lugar junto a mí; tú puedes situarte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver» (Ex 33, 18-23).

Juan, tú también te haces eco de la trascendencia divina cuando dices al final del Prólogo: A Dios nadie lo ha visto jamás. Para añadir a continuación: El Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer (Jn 1, 18). El Hijo Unigénito, Jesús, conoce al Padre y lo ha revelado.

Cartas sobre la verdad

25

Pero antes de seguir adelante es preciso aclarar qué se debe entender por revelación de Dios, pues con esta expresión no se pretende afirmar que Jesús nos haya mostrado la esencia divina ― ya nos ha dicho la Escritura que el hombre no puede verla sin morir ― sino que nos ha hablado de ella. Con palabras terrenas nos ha dicho muchas cosas referentes a la esencia y atributos de Dios, por ello podemos, mediante su lectura y meditación, alcanzar un «cierto» conocimiento de Dios, tanto mayor cuanto más grande sea la intimidad que se tenga con Él, pero sin olvidar que siempre tal conocimiento no pasara de un simple balbuceo.

Dios ha dicho muchas cosas en el Antiguo Testamento sobre la Sabiduría ― sobre la verdad ―, testimonio de ello son los espléndidos libros sapienciales: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría y Eclesiástico. Entre los textos sapienciales me voy a limitar a comentar uno tomado del libro de los proverbios que dice:

El Señor me tuvo al principio de sus caminos, antes de que hiciera cosa alguna, desde antaño. Desde la eternidad fui formada, desde el comienzo, antes que la tierra. Cuando no existían los océanos fui dada a luz, cuando no había fuentes repletas de agua. Antes de que se asentaran los montes, antes que las colinas fui dada a luz. Aún no había hecho la tierra ni los campos, ni el polvo primero del mundo. Cuando asentaba los cielos, allí estaba yo, cuando fijaba un límite a la superficie del océano, cuando sujetaba las nubes en lo alto, cuando consolidaba las fuentes del océano, cuando ponía su límite al mar para que las aguas no lo traspasaran, cuando fijaba los cimientos de la tierra, yo estaba como artífice junto a Él, lo deleitaba día a día, jugando ante Él en todo momento, jugando con el orbe de la tierra, y me deleitaba con los hijos de Adán (Pr 8, 22-31).

Ideas muy hermosas expresa la Escritura, de entre ellas querría fijar la atención en dos. En primer lugar, me parece importante subrayar que la sabiduría habla en primera persona, es decir habla como sujeto; y, en segundo lugar, señalar que la sabiduría pertenece a un orden diverso y superior al Universo. Ella es eterna, está

Pablo María Ozcoidi García-Falces

26

presente en la acción creadora, por lo que añade el texto que juega con el orbe de la tierra y se recrea con los hijos de los hombres.

El entendimiento del texto que comento difiere según se lea en el contexto del Viejo o del Nuevo Testamento. En la revelación del Antiguo Testamento a Dios le interesó inculcar en el pueblo de Israel el monoteísmo, por eso los judíos se quedaron cortos en la interpretación de este pasaje, pues como en él la sabiduría es «poéticamente ensalzada», bien puede ser tratada «como» persona sin serlo y «como» divina sin tampoco serlo. Sin embargo, a la luz del Nuevo Testamento este párrafo adquiere un colorido nuevo, más profundo, por cuanto que se contempla a la Sabiduría divina como persona, que comparte con el Padre la esencia y los atributos divinos.

Muy estimado Juan, las enseñanzas que en el Antiguo Testamento se anuncian en el Nuevo se declaran de modo patente e irrefutable. Tú mismo nos arrojas una gran luz en el Prólogo cuando al referirte al ser divino de Jesús dices:

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.Él estaba en el principio junto a Dios (Jn 1, 1-2).

Verbo (Palabra) es el nombre propio de Jesús en cuanto Dios. Su divinidad se afirma en dos momentos; en primer lugar, cuando se dice que «en el principio existía el Verbo», es decir, antes (independientemente) de que Dios crease el Cosmos ya existía el Verbo; y, después, confirmas su divinidad cuando declaras de un modo explícito que «el Verbo era Dios». Afirmada la divinidad de Jesús, en cuanto Verbo del Padre, no queda otra salida que predicar la existencia en Dios de dos personas. Sin pretender negar el monoteísmo de Antiguo Testamento, estimado apóstol, afirmas en este texto que en Dios hay dos personas, sin mencionar, por ahora, a la Tercera persona de la Trinidad.

Paso a comentar con más detalle las ideas que acabo de exponer de un modo conciso. Lo primero que quiero subrayar es la

Cartas sobre la verdad

27

naturaleza espiritual del ser divino. Así lo dijo de modo terminante el mismo Jesús en su diálogo con la Samaritana al afirmar que Dios es espíritu (Jn 4,24). Para mejor poder continuar la exposición de este tema quiero subrayar que distingues entre Dios y Verbo, cuando dices Dios te refieres al Padre mientras que cuando dices Verbo te refiere a otra persona.

Este espíritu, que es Dios, debe ser predicado en primer lugar del Padre, que es «fuente y origen de la Trinidad». Él, el Padre, es la Primera persona de la Trinidad. Como las operaciones propias del espíritu son conocer y amar, el Padre eterno conoce y ama. Estas operaciones que «proceden» ― muy importante esta palabra, pues procesión significa algo que viene después ― del Padre fundamentan la existencia en Dios de otras dos personas, que participan de su mismo espíritu.

A continuación me voy a limitar a comentar la primera procesión divina, la generación del Hijo, pues a ella hace referencia el texto de tu Prólogo, tantas veces citado. Si nos preguntamos qué conoce el Padre, la respuesta es clara: «se conoce a sí mismo» (ser necesario) y, de un modo secundario, a todos los posibles seres (contingentes). Tal vez sea más preciso decir que se conoce a sí mismo y, en la idea que tiene de sí, conoce todos los seres posibles.

Si he utilizado expresiones temporales es por la dificultad que tenemos quienes vivimos en el tiempo para expresarnos de otra manera. Sabemos que en Dios no existe el tiempo, no hay en Él un antes y un después, y esto constituye un gran misterio para nosotros que nos movemos en un mundo regido por categorías espacio-temporales. Por eso las expresiones utilizadas que revelan anterioridad o posterioridad, no han de entenderse de modo temporal, sino como procedencia (atemporal). Dios al conocerse, y por conocerse, conoce a todos los seres posibles, que si llegan a ser será por virtud de la voluntad de Dios.

Como el conocimiento que Dios tiene de los seres posibles (entre los que nos encontramos tu y yo) es secundario, voy a detener mi atención en el conocimiento que el Padre tiene de la

Pablo María Ozcoidi García-Falces

28

divinidad y, especialmente, de sí mismo. Ciertamente el Padre se conoce y cuando alguien conoce es porque tiene «una idea de la realidad conocida Cuando conocemos un objeto es porque tenemos una idea de él. Por lo tanto, Dios Padre tiene en su seno (apud) «la idea de sí mismo». De este modo podemos distinguir en Dios la esencia y la idea de tal esencia.

¿Qué decir de esta idea divina? Señalaré tres puntos.

En primer lugar, la idea que el Padre tiene de sí mismo es tan perfecta que en cuanto a su objeto «no se distingue» de la esencia divina. La idea que el Padre tiene de sí mismo es «la misma esencia divina en cuanto contemplada», es decir, en cuanto poseída intencionalmente por el Padre. De manera que cabe distinguir la esencia divina «en sí misma» considerada de la misma esencia divina «en cuanto contemplada» en toda su trasparencia. En Dios la idea no consiste en cierta realidad intermedia entre el cognoscente y lo conocido. Como la idea es la misma esencia en cuanto conocida podemos decir que estas dos personas divinas son consustanciales.

Termino esta exposición diciendo que el Padre, al mismo tiempo que engendra a su Hijo y lo conoce, también se conoce a sí mismo. Por ello, no es concebible el Padre sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre.

La segunda idea a destacar es la siguiente. Entre ambas realidades (esencia y verbo divino) hay una diferencia muy importante, pues «la esencia divina», en sí misma considerada, «es previa» ― no cronológicamente sino ontológicamente― a la idea inmanente que Dios tiene de sí mismo. La idea que el Padre tiene de sí mismo y por la que engendra al Hijo «procede» de Él. Como ya he dicho lo que procede de otro tiene cierta relación de dependencia respecto a éste.

La tercera idea a destacar es que si algo procede del Padre (el Verbo o Palabra) y es consustancial con él, si bien es Dios no puede ser la misma persona del Padre, porque entonces el Padre

Cartas sobre la verdad

29

procedería de sí mismo. Por eso el Verbo, la Palabra, ha de ser otra persona divina. Una persona que es perfecta imagen del Padre.

Por lo tanto, la primera persona, Dios Padre, es el Espíritu divino del que todo procede, mientras que el Hijo es «el mismo Espíritu del Padre en cuanto conocido por Él», en cuanto Palabra del Padre. A través de Él llegan a ser todas las cosas.

Muy querido y venerado apóstol, en breves palabras nos has entregado verdades de inapreciable valor, pues con gran profundidad te has introducido en el misterio de «la persona» de Jesús. En primer lugar hablas «del principio», de aquel principio del que se habla en el Génesis en el que Dios creó el cielo y la tierra, para decir que antes, o mejor, al margen de ese principio ya existía el Verbo. Estas son las palabras del evangelio: En el principio existía el Verbo. De este modo nos das a conocer el nombre divino de Jesús, que es Verbo, al tiempo que afirmas que es trascendente a este Universo espacio-temporal.

Cuando a continuación, leemos en el Prólogo que el Verbo estaba junto a Dios, en el seno de Dios, no nos es difícil entenderlo pues las ideas siempre son algo en un sujeto que piensa. Como ya he dicho la Idea (Verbo) es la misma esencia divina, pero por cuanto es idea es en el Padre y procede de Él, por eso siendo el mismo Dios es una persona diferente. Lo que te lleva a afirmar: y el Verbo era Dios. El Hijo, aunque pasivo en la operación divina cognoscitiva, no deja por eso de conocer: conoce al Padre del que procede y en el que es y, también, se conoce a sí mismo.

Como el Verbo es el mismo espíritu divino decimos en el Credo que es «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». San Pablo expresa este pensamiento en Colosenses cuando dice:

Él nos arrebató del poder de las tinieblas y trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. El cual es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura (Col 1, 13-15).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

30

En la contemplación de la esencia divina participada por las tres personas divinas, fuente inagotable de gozo, éstas encuentran su felicidad. Pero Dios ha querido que el hombre también encuentre su gozo donde verdaderamente está, ofreciéndonos como fin de nuestra vida la visión beatífica, que se inicia en esta vida en una relación amistosa con Él. Los hombres olvidamos a quien nos ha creado, al Señor del universo, y nos entretenemos con criaturas que no llegan a ser un pálido reflejo de la grandeza de Dios. Y así perdemos el sentido y felicidad en la vida terrena y posiblemente en la eterna.

31

II. Sabiduría creada

Carta al discípulo que Jesús amaba:

Muy querido San Juan:

De nuevo me dirijo a ti porque deseo que el Prólogo de tu Evangelio continúe siendo el punto de referencia principal de las reflexiones que quiero hacer en esta carta. En la anterior he tratado de profundizar en la Sabiduría divina, que es el Verbo, ahora quisiera hacer algunas consideraciones sobre la sabiduría inmersa en el Cosmos.

El Verbo, nombre divino de Jesús, participó con el Padre y con el Espíritu Santo en la creación. Por eso dices en tu Prólogo: Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 3-4). Esta misma idea la expone San Pablo en su epístola a los Colosenses cuando dice: Porque en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya sean los tronos o las dominaciones, ya los principados o las potestades. El es antes que todas las cosas y todas subsisten en él (Col 1, 16-17).

La obra creadora se predica de las tres divinas personas. Es el amor del Espíritu Santo quien mueve al Padre a «difundir» el bien existente en la vida divina mediante la Creación; de manera que el Padre, contemplando en el Verbo (Sabiduría) todos los seres posibles, de entre ellos escoge los que quiere para que existan. De manera que toda criatura existente es fruto de la sabiduría y el amor de Dios.

Estimado Juan, revelada la existencia del Verbo, de una Sabiduría divina personal en el seno de Dios, añades un dato de vital importancia: la participación ¡imprescindible! del Verbo en la creación. Todo se hizo por (a través de) Él. No podía ser de otra

Pablo María Ozcoidi García-Falces

32

manera, pues así como el hombre actúa por medio de su sabiduría, de manera que sin ella no podría hacer nada, algo semejante sucede en Dios, de manera que el Padre no puede, exceptuando la generación de su Hijo, hacer nada sin el concurso de su Verbo. Por eso, acabamos de leer que todo fue hecho por el Verbo y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. Ese por Él no hay que entenderlo prescindiendo del Padre, como si el Verbo actuara sólo, sino que es el Padre quien crea a través del Verbo, es decir, por medio de su divina Sabiduría. Aunque este texto de San Juan no hace referencia a la Tercera Persona, es oportuno recordar que también el Espíritu Santo concurre en la acción creadora, pues como es bien sabido todas las operaciones ad extra son comunes a las tres divinas personas.

Por lo tanto, aunque del Padre procede su Verbo que le es consustancial, sin embargo por medio del Verbo el Padre también concibe otras ideas, que son modelos de otros posibles seres. Estas ideas ya no se refieren al Ser necesario, sino a otros contingentes, que pueden llegar a ser o no. Entre tales ideas, estimado apóstol, nos encontramos cada uno de los hombres, también tú y yo, así como todas las demás cosas que acompañan el caminar del hombre sobre la tierra. ¡Cuántas gracias hemos de dar a Dios por la vida que nos ha dado y por tantos bienes que hemos recibido de Él! Dios nos quiere más que un padre, aunque a veces sus designios no los podamos comprender. Él nos ha dicho por medio de Isaías: Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos (Is 55,8), indicándonos así que de Él recibimos cosas muy buenas, aunque a nosotros nos puedan parecer malas. Pero Dios sabe más y hemos de abandonarnos en sus manos.

Hechas estas observaciones ascéticas volvamos al guión. En el Verbo Creador (con mayúscula) se encuentran otros «verbos» (con minúscula) que son las criaturas posibles. Éstas solamente pueden llegar a la existencia como fruto del querer de Dios, que las escoge y les da el ser. De todo ello se deduce la particular relación de los seres creados con el Hijo engendrado. Éste es engendrado por el Padre «en el siempre presente» divino; las criaturas, en cambio,

Cartas sobre la verdad

33

son creadas en el tiempo ex Patre per Verbum (por el Padre a través del Verbo) in Spiritu Sancto.

De ahí que las criaturas, concebidas en el Verbo, aunque diferentes de Él, participan a su modo de la sabiduría. Todo en ellas está impregnado de sabiduría y con ella de belleza y bondad. Los hombres no somos ajenos al atractivo de las criaturas y podemos disfrutar de ellas siempre que esto no nos aparte de Dios. Si esto sucediera nos encontraríamos ante la idolatría ― adoración de dioses falsos ― cuya principal y más frecuente manifestación es el egoísmo de vivir para uno mismo, olvidando que nuestro destino es dar gloria a Dios y servir a nuestros hermanos los hombres. ¿Nos lleva la Creación a Dios o nos aparta de Él? Lo primero es un acierto, lo segundo un profundo error.

Se observa una sabiduría inmanente en la Creación que no ha pasado inadvertida a los filósofos. El primero que se percató de este aspecto de la realidad fue Heráclito y le dio el nombre de logos. Este logos, o razón, inmerso en las criaturas es un pálido reflejo de la eterna Sabiduría divina, del Logos eterno, que es el Verbo de Dios. Por lo tanto, se puede decir que las criaturas mismas son, en sí mismas, depositarias de sabiduría por el hecho de haber sido concebidas por el Padre en la Persona del Verbo.

El Prólogo continúa diciendo: En él (en el Verbo) estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. ¿Cómo debe entenderse esta vida? Ciertamente caben otras interpretaciones, pero juzgo válida y también útil en relación con lo que vengo diciendo la siguiente: por vida puede entenderse todo lo que existe, es decir, «la Creación». De manera que bien se puede decir que todo lo que existe es en el Verbo y participa de su Sabiduría y, por ello, es también luz, aunque no sea la Luz infinita. Ello te permite añadir a continuación: Y la vida era la luz de los hombres. Es decir, las cosas creadas por cuanto están impregnadas de sabiduría pueden ser fuente de conocimiento para el hombre. No nos dan a conocer a Dios mismo, pero sí se dan a conocer a sí mismas, así como su relación y dependencia de Él.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

34

Las palabras del Prólogo que acabo de citar hacen referencia a lo que se conoce como revelación natural. Dios (inteligente) crea un ser también inteligente (el hombre) y le habla por medio de un libro que es la Creación. Por ello podemos leer en los versículos 9 y 10: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció.

Ciertamente la luz verdadera, que es el Verbo, ya antes de su Encarnación iluminaba a todo hombre que viene a este mundo y lo hacía por medio de las criaturas (que fueron hechas a través de Él). El hombre puede leer el libro del Cosmos, por eso «la creación es revelación» de Dios al hombre. Sin embargo, el mundo, que fue hecho por Él, no le conoció.

La lectura adecuada del Universo y sus criaturas conduce al hombre a la verdad. La Sabiduría no es algo arbitrario. Hay quienes niegan la posibilidad de la verdad, son los llamados escépticos. Su planteamiento es un camino erróneo, pues si el hombre no pudiera conocer la verdad cómo podría hablar. En los tiempos modernos lo que se niega no es la posibilidad de la verdad, sino la posibilidad de la verdad trascendente. Ciertamente el hombre puede conocer este mundo en el que vivimos y puede profundizar en tal conocimiento mediante experimentos y el uso de las matemáticas, pero ahí no acaba su horizonte intelectual.

Ya Anaxágoras, observando la sabiduría inmanente en el Cosmos, se atrevió a dar un trascendental salto al afirmar que esta sabiduría inmanente se debe a la existencia de una inteligencia trascendente a la que llamó Nous. El descubrimiento de un orden intrínseco al Universo lleva a los hombres ― no solamente a los sabios ― a Dios. De manera que la Naturaleza nos revela la existencia de un Creador, pues como decían los juristas romanos res clamat domino suo (la cosa clama por su dueño), así el orden del Universo clama por un Ordenador.

Muchas cosas se saben al margen del método científico. Durante siglos los hombres han estudiado temas importantes sin

Cartas sobre la verdad

35

tener en cuenta ese método, que les era desconocido. Así sucede con los principios y preceptos morales que han sido conocidos y participados por los hombres, aunque pueda haber divergencias en su comprensión. Decir que matar es malo es algo evidente, y lo mismo se puede decir de robar, de mentir y de tantas otras cosas que las conocemos al margen del método empírico. Lo mismo se puede decir de las normas de prudencia en el comportamiento, de educación o de cultura.

Es muy importante la meditación para que el hombre sea capaz de dar razón de sus convicciones. Y no es admisible pronunciarse sobre temas como el aborto, la homosexualidad, la unidad y estabilidad de la familia, etc., acudiendo a razones sentimentales prescindiendo de un fundamento racional. Es preciso saber leer en la naturaleza y descubrir las verdades que las criaturas encierran. Prueba de que lo que estoy diciendo es verdadero es que los hombres no valoramos como referencia última las leyes establecidas democráticamente, pues nos atrevemos a calificarlas «de buenas y de malas» y lo hacemos con seguridad aunque ningún método empírico nos conduzca a tales conclusiones. Legalmente Hitler llegó al poder, pero sus leyes eran malas; así sucede en muchas ocasiones con las decisiones de los gobernantes. El mismo Poncio Pilatos, que dijo en tono despreciativo ¿qué es la verdad?, declaró que no veía en Jesús ningún crimen y fue precisamente el desprecio a esta verdad lo que le llevó a condenarlo.

También podemos alcanzar la existencia de un ser compuesto de materia y espíritu, el hombre. Y se puede alcanzar esta verdad mediante una profunda reflexión sobre el modo peculiar del ser del hombre.

1. ¿Acaso la materia no es determinismo matemático? Si en el hombre no hay espíritu no hay un principio de «libertad», y sin libertad no cabe hablar de responsabilidad ni se pueden imputar los actos. Podría haber una apariencia de libertad, pero solo apariencia, pues las decisiones humanas en realidad serían fruto de las leyes deterministas de la materia. De este modo el hombre no sería

Pablo María Ozcoidi García-Falces

36

responsable de sus actos y sin tal responsabilidad qué sentido tiene hablar del orden moral y del social.

2. Por otra parte el hombre es libre porque es consciente de sí y de sus actos. Esta conciencia es la que le hace semejante a Dios, en virtud de ella es persona ― sujeto ― y goza de una dignidad que no tiene ningún otro ser de la creación y que por todos debe ser respetada.

Limitarse al orden de lo empírico es renunciar a la sabiduría, porque precisamente la sabiduría, conocimiento profundo del Cosmos, no puede prescindir ni de su causa eficiente que es Dios, ni del hombre que es quien da sentido a los demás seres creados. Sin el hombre el Universo sería ciego, un libro sin lector.

La sabiduría fundada en el orden inmanente del Universo es accesible para la razón humana, pero no sin dificultades; para alcanzarla hace falta un recto uso de la razón que solamente se puede dar en el hombre de buena voluntad. De este tema trataré más adelante en otra carta.

Perdona, apóstol Juan, las divagaciones con las que me he entretenido comentando tu sagrado texto. Termino esta misiva dándote las gracias por mostrarnos la presencia del Verbo (Jesús) en la acción creadora, así como la huella que ha dejado en ella, que no es otra que una participación limitada de la Sabiduría infinita, que Él es.

37

III. El padre de la mentira

Carta a mis antepasados Adán y Eva

Estimados primeros padres:

Como bien sabéis ― en los primeros capítulos del Génesis― Dios, por medio del autor sagrado, revela que en el principio realizó su obra creadora, que culminó con la creación del hombre y la mujer. También nos revela, entre otras muchas verdades, que fuisteis creados en estado de amistad con Dios, para que en vuestro paso por la tierra la trabajarais y poblarais de descendientes y con un destino de felicidad eterna. Pero la narración no queda completa sin decir que Dios os puso una prueba y que vosotros la desobedecisteis lamentablemente, con gravísimas consecuencias para vosotros y para todo el género humano.

Antes de recordar aquel suceso penoso y lamentable me parece oportuno hacer una breve observación sobre los géneros literarios que Dios utiliza en su revelación para poder interpretar correctamente el capítulo tercero del Génesis. En la Sagrada Escritura hay libros históricos, proféticos y sapienciales; y dentro de cada uno de estos grupos hay diversas formas de narrar. Por ejemplo el libro de Job pretende dar una enseñanza acerca de la paciencia y para ello acude a la figura de Job, que puede ser un personaje real o no, aunque esto no tiene importancia pues lo que en verdad interesa es la verdad religiosa que en él libro se encierra.

En la narración de la creación y del pecado original Dios revela profundas verdades histórico-religiosas cuyo conocimiento es necesario para nuestra salvación, pero lo hace «adaptándose» a la tradición del pueblo judío, así como a la de las naciones vecinas. Por esta razón, al leer la narración de aquellos sucesos vemos, de una parte, que los hechos que se narran no responden con exactitud

Pablo María Ozcoidi García-Falces

38

a la verdad, si nos atenemos a una interpretación literal del texto, aunque también nos damos cuenta de que la narración se ajusta perfectamente a lo que sucedió en la realidad. Podríamos distinguir entre la sustancia y los accidentes de la narración. Dios narra la sustancia de aquel pecado, pero en lo accidental se atiene a lo que podía ser entendido en aquel momento por los lectores judíos. Hubiera sido absurdo que Dios hubiera hablado del Big-bang o del evolucionismo porque son doctrinas de la física que no son necesarias para la salvación.

La sustancia de la narración es que Dios creó al hombre y a la mujer; que los creó en un estado de justicia original para, después, poner a prueba su obediencia; que hubo un pecado de desobediencia; que Eva fue seducida por una fuerza del mal de carácter personal; que ella sedujo a Adán y que Dios castigó severamente aquel pecado. Otras afirmaciones, como por ejemplo en qué consistió el pecado, no entran dentro del designio de la revelación divina.

Hechas estas observaciones y teniendo en cuenta que toda la Sagrada Escritura es palabra de Dios y que, por ello, no puede contener errores en aquello que pretende decir ― en sus afirmaciones auténticas ― paso a comentar aquel penoso suceso.

Nadie como vosotros, Adán y Eva, conoce la maldad de aquel primer pecado por cuanto fuisteis creados en una situación privilegiada, lo cometisteis a conciencia y experimentasteis no solamente la desnudez de cuerpo, sino también esa otra desnudez del alma a la que se suele llamar remordimientos de conciencia. También sois quienes mejor conocéis las consecuencias del pecado, pues el Paraíso fue el hogar del que fuisteis arrojados. Nosotros podemos hacer conjeturas, vosotros conocisteis la realidad.

Pero aquel pecado no solamente os afectó a vosotros, sino que también dejó herida a toda la familia humana, pues se trasmite por herencia a todos los hombres con la excepción del Redentor y de su Madre. Ésta, por singular privilegio y en previsión a su maternidad divina fue concebida sin el pecado original.

Cartas sobre la verdad

39

Nosotros, pobres pecadores, nos gozamos al contemplar a María, que nunca ofendió a Dios y pisó la cabeza de la serpiente, es decir, del diablo.

Refiriéndose a la trasmisión cuasi-universal del pecado original, dice el salmo 50: En pecado me concibió mi madre; y San Pablo: Así como por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado la muerte, y de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque todos pecaron... (Rm, 5,12). Hay, pues, una misteriosa solidaridad del género humano en el pecado de origen, que rompió nuestra amistad con Dios y nos dejó en un estado de profunda debilidad para llevar una vida recta. De todas formas, a pesar del estado miserable en que nos colocasteis, os debemos agradecimiento por aquel pecado — felix culpa —, que fue ocasión de la Encarnación del Verbo con la consiguiente dignificación del hombre. Dios siempre busca al hombre; es el hombre el que tantas veces rechaza la amistad de Dios.

A continuación quiero fijarme en un detalle de aquél pecado inicial: Satanás os mintió y vosotros le creísteis, porque vuestro corazón fue malo. Preferisteis creerle a él que a Dios, grave error, que tardasteis poco tiempo en descubrir.

Así sucede en todo pecado, también en los nuestros, prometedores antes de cometerlos, pero que dejan al alma maltrecha..., cuando ya es tarde. ¿Y, vosotros, cómo pudisteis cometer un error de tan grande envergadura? Dios, que os indicó el mandamiento, también os explicó las consecuencias de su incumplimiento.

El Señor impuso al hombre este mandamiento: «De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás» (Gen 2, 16-17).

Como ya he indicado el mandamiento del Edén posiblemente no tenía por objeto la prohibición de comer de un árbol concreto, bien pudo ser un precepto de contenido diferente. Lo importante es que hubo desobediencia. Habiendo sido creados en amistad con Dios, con una naturaleza humana perfecta, adornada con

Pablo María Ozcoidi García-Falces

40

dones maravillosos que excedían tal naturaleza, entre ellos la inmortalidad, vosotros, contra todo pronóstico, os rebelasteis contra Dios.

Pero no abandonemos la lectura del Génesis:

La serpiente era el más astuto de todos los animales que había hecho el Señor Dios, y dijo a la mujer: «¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?». La mujer respondió a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; pero Dios nos ha mandado: “No comáis ni toquéis el fruto del árbol que está en medio del jardín, pues moriríais”». La serpiente dijo a la mujer: «No moriréis en modo alguno; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gen 3,1-5).

Eva, lo que te dijo el ángel caído (la serpiente) era una sublime mentira y tú lo sabías, pero la independencia que se te ofrecía, la supresión de ataduras, en definitiva el poder hacer lo que te viniese en gana te agradó sobremanera. Tu soberbia hizo que te cegaras — amaste más las tinieblas que la luz — y comiste del árbol del que estaba prohibido comer. El deseo de independencia muchas veces lleva a los hombres a la ruptura con Dios. A este modo de proceder, de rebelarse, respondió San Miguel cuando Satanás decidió desobedecer: «¿Quién como Dios?».

Después tú, Eva, sedujiste a Adán, tu marido, que también comió. Nos encontramos con una clara advertencia del peligro que corremos por influjo de otras personas, siendo las más queridas las que en ocasiones hacen más daño al alma. ¿Obedecisteis?, sí, pero no a Dios, sino a vuestras pasiones, al mundo y al diablo. A éste se referirá Cristo, siglos más tarde en un tremendo reproche a los fariseos:

Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir las apetencias de vuestro padre; él era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44).

Cartas sobre la verdad

41

¡Pobre Adán! Los hombres con frecuencia se preguntan por el origen del mal y se cuestionan la existencia de un Dios al que culpan de cuanto de malo hay en el mundo, pero esta sospecha, como muy bien lo sabéis tú y tu desafortunada esposa, no tiene fundamento pues Dios en absoluto es fuente del mal, éste tiene su origen en la desobediencia de las criaturas. Él creó el Universo con sabiduría y bondad. ¿Qué culpa tiene Dios cuando se comete un aborto, o cuando una familia se rompe por el divorcio? Podríamos seguir, pero no dispongo ni de necesidad ni espacio para ello.

El mal tiene su origen en el enemigo del hombre — el Padre de la mentira —, que os sedujo con sus falsedades. Ciertamente de este modo se introdujo en el mundo, de la mano de la mentira, el pecado y con el pecado el mal. El pecado — mentira querida — destruyó el proyecto creador que el Padre había concebido sabiamente en su divino Hijo. Ésta es una idea que debe quedarnos muy clara, que todo pecado es un error, tanto más grave cuanto más grave sea el pecado.

Pero, al ser la Sabiduría inmersa en el Cosmos vulnerada por vuestro pecado, la justicia divina exigía su reparación, para ello el Padre contempló a su Hijo Amado ― a la Sabiduría divina ― y le pidió que viniera a corregir el error y a mostrarnos el camino a seguir en adelante. El Espíritu movió al Padre a tomar esta decisión, y fue este mismo Espíritu quien movió al Hijo a obedecer en obra tan beneficiosa para el género humano. El Hijo Amado — con su Encarnación y Redención — nos libró de las tinieblas y nos trajo una nueva Sabiduría más sublime, pues, además de restablecer las verdades naturales, reveló misterios escondidos en Dios, de manera que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rm 5, 20). Por todo ello no debemos quejarnos de Dios, sino darle constantemente gracias ya que nunca nos abandona sino que constantemente acude en nuestro auxilio, por lo que dice San Pablo: Así como reinó el pecado por la muerte, así también reinase la gracia por medio de la justicia para vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 5, 21).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

42

Como de la restauración por medio del Verbo hablaré en las cartas que vienen a continuación, termino haciendo una última referencia a la estrategia diabólica. Vosotros, antepasados nuestros, posiblemente no conocíais la existencia del demonio, ahora muchos viven como si no existiera, pero existe. Por otra parte, el diablo tiene una inteligencia muy superior a la nuestra, pero mayor que su inteligencia fue su soberbia y por eso cometió un gravísimo error, rebelarse contra Dios: «no serviré». Como, por otra parte, su naturaleza es ajena al tiempo, no dispone de un después en que se pueda arrepentir.

Envidioso de la amistad del hombre con Dios, quiere arrastrarle para que comparta su terrible destino, por eso hemos de estar vigilantes, pues actúa dentro de nosotros sugiriendo falsedades para nuestra perdición. En su blasfema osadía se atrevió a tentar en el desierto al mismo Jesucristo queriéndole apartar de la obediencia a su Padre y ofreciéndole, al mismo tiempo, un triunfo fácil, pero el Señor lo arrojó lejos de sí: Apártate, Satanás (Mt 4, 10). Para tentar a Jesús utilizó la única arma de que dispone, la mentira, llegando, incluso, a presentarle una interpretación tergiversada de los textos de la Escritura.

Hemos de estar muy atentos, pues el diablo realmente existe, nos trata de engañar de muchas maneras y cuanto menos tengamos esto en cuenta más éxitos logrará. Él está siempre en vela ―como león rugiente― esperando la oportunidad adecuada, buscando sembrar cizaña en el alma, también en la tuya y en la mía. Nos presenta lo malo como bueno y lo bueno como malo: a Dios como enemigo del hombre. Tal vez lo está haciendo en este mismo momento en que lees este libro. Cave canem! (¡Cuidado con el perro!).

Le conviene al demonio que pensemos que no existe, así, cuando sugestiona al hombre, éste ni siquiera sospecha tal intervención.

43

IV. El Verbo se hizo carne

Carta a San Gabriel arcángel, pregonero de la Encarnación del Verbo.

Muy estimado arcángel Gabriel:

San Lucas narra en su Evangelio el encargo salvador que Dios te confió, visitar a una adolescente de Nazaret, llamada María, para anunciarle que sería madre del Hijo de Dios, del Verbo encarnado al que habría que llamar Jesús, que significa Salvador. Dice así:

En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y entró donde ella estaba y le dijo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo». Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin» (Lc 1, 26-33).

Recibiste, Santo Arcángel Gabriel, la misión de anunciar la Encarnación del Hijo de Dios. Éste, siendo Dios, se dignó compartir nuestra limitada naturaleza humana. Dijiste a la Virgen que el nombre que habían de ponerle había de ser Jesús. Cuando Dios pone un nombre lo hace para indicar una misión; la misión y el significado de Jesús es salvador, pues viene a la tierra para salvar a los hombres del poder del infierno. A María le dijiste palabras de alabanza: llena de gracia, el Señor es contigo y te alegraste al oír que no conocía varón.

Estas últimas palabras de Nuestra Señora fueron una invitación a aclarar más el misterio, por ello añadiste que en la concepción del

Pablo María Ozcoidi García-Falces

44

Niño participaban las tres personas divinas: el Espíritu Santo que desciende sobre María, el Padre que la cubre con su sombra, y el Hijo que va a descansar en sus entrañas. Al terminar el ángel, le dijo la Virgen: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra; entonces el Verbo de Dios se encarnó en sus purísimas entrañas.

Encontramos ideas semejantes, aunque expresadas de modo más conciso, en el Evangelio de San Mateo. Dice así: Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo (Mt 1,16).

Se dice de Jacob que engendró a José (aunque no he citado los versículos anteriores, en ellos se enumeran los antepasados del Señor usando siempre para referirse a la paternidad el mismo término, «engendró»), pero de José no se dice que engendró a Jesús, sino que era esposo de María de la cual nació Jesús. Este texto da a entender una peculiar generación en la que María tiene el protagonismo y San José queda en un segundo plano. El mismo San Mateo aclara a continuación este acontecimiento:

La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. José su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». Al despertarse, José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús (Mt 1, 18-25).

Vemos que también en el Evangelio según San Mateo, María sigue siendo el personaje central y su concepción virginal el acontecimiento que se narra. La perplejidad de José, que ya tiene

Cartas sobre la verdad

45

las maletas hechas, no se apacigua hasta que un ángel le dice que su esposa es justa y que ha concebido por obra del Espíritu Santo. También le dice que el niño concebido será llamado Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros, afirmándose de este modo su origen divino, para terminar diciendo que le han de poner como nombre Jesús. Ambos textos, el de Lucas y el de Mateo, son complementarios, por ello al cotejarlos proporcionan una visión enriquecida de la Encarnación. Algunos datos son idénticos: el nombre de niño coincide, pues se llamará Jesús, y su nacimiento será milagroso, pues nacerá por obra del Espíritu Santo sin que haya intervención de varón.

Muy bien conoces, poderoso Arcángel que, desde y por el pecado original, el hombre se había convertido en esclavo del demonio, del pecado y de la muerte. Pero el hombre que pudo venderse como esclavo no podía rescatarse. Entonces Dios, lleno de misericordia vino en su auxilio. El Padre, ¡tan era su amor por los hombres!, tomó la decisión de salvarnos mediante la Encarnación y Redención de su Hijo, del Amado. Éste, siempre pronto a obedecer al Padre, se entregó sin condiciones y bajó la tierra para nuestra redención. Si nosotros vivimos pendientes de la voluntad del Padre también dirá de nosotros: «Tú eres mi hijo amado». Lástima que nosotros, con no poca frecuencia, olvidamos el ejemplo de Cristo para seguir el de Adán, optando de esta manera por dar la espalda a Dios desobedeciendo sus amorosos y sabios preceptos. Los ángeles al conocer este designio divino de amor a los hombres quedaron pasmados ante la bondad del Padre y la humildad del Hijo

La Epístola a los Hebreos recoge esta actitud de docilidad del Mesías respecto a su Padre.

Por eso, al entrar en el mundo, dice: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo; los holocaustos y sacrificios por el pecado no te han agradado». Entonces dije: «He aquí que vengo, como está escrito de mí al comienzo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad». Después de haber dicho antes: «No quisiste ni te agradaron sacrificios y ofrendas ni holocaustos y víctimas expiatorias por el pecado — cosas

Pablo María Ozcoidi García-Falces

46

que se ofrecen según la Ley» —, añade luego: «Aquí que vengo para hacer tu voluntad». Deroga lo primero para instaurar lo segundo. Y por esa voluntad somos santificados de una vez para siempre, mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo (Hb 10,5-10).

La venida de un rey salvador había sido anunciada de muchas maneras en el Antiguo Testamento hasta el punto de que el pueblo judío lo esperaba; muchos son los vaticinios, pero para no alargarme haré referencia solamente a dos de ellos en los que aparece como figura central la joven a quien anunciaste que sería Madre de Dios, a María de Nazaret.

Con ocasión del pecado original, cuando Dios comunica los castigos derivados de la desobediencia anuncia que vendrá un salvador.

Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita seas entre todos los animales y todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre el vientre, y polvo comerás todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza mientras tú le herirás en el talón» (Gn 3,14-15).

Merece la pena señalar que ya en los inicios de la humanidad, Dios, además de anunciar la venida del Salvador, comunica la presencia de una mujer cuyo linaje «pisará la cabeza de la serpiente». A esa mujer privilegiada le anunciaste su misión y le saludaste con tanto gozo.

María, reina de los ángeles, es mencionada en otra profecía que se narra en el libro de Isaías. De nuevo la Escritura fija la mirada en la Madre del Redentor. En este pasaje se señala la virginidad de María y el nacimiento milagroso de Jesús.

Y el Señor siguió hablando a Ajaz: «Pide al Señor, tu Dios, un signo, en el fondo del seol o en lo alto del cielo». Pero Ajaz dijo: «No lo pediré y no tentaré al Señor». Entonces respondió: «Escuchad, casa de David: ¿Os parece poco cansar a los hombres para que canséis también a mi Dios? Pues bien, el propio Señor os dará un signo: Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel» (Is 7, 10-14).

Cartas sobre la verdad

47

Por lo tanto, el Mesías habrá de pertenecer a la casa de David, su nombre será Enmanuel ― «Dios con nosotros» ― y nacerá de una virgen.

San Juan en el Prólogo de su evangelio dice: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. A partir del momento de la «concepción» todos los actos del Señor tienen un valor salvífico y magisterial. Ya en Belén el pesebre será un trono desde el que ejercerá su magisterio. Su infancia y la vida oculta están llenas de lecciones para nosotros, no en vano dijo de sí: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Para vosotros soy camino, porque soy la verdad que habéis de encarnar haciéndola vida.

Antes que Jesús nació su primo Juan, llamado el Bautista, que más tarde anunciaría al pueblo la inminente venida (manifiesta) del Mesías, al tiempo que le invitaba a una espera de purificación y penitencia. Cierto día acudió al encuentro de Juan aquel del que con tanto fervor hablaba. Entonces, ante sus discípulos, dio testimonio de la verdad: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: «Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,29-30).

El testimonio de Juan fue ratificado de modo inmediato por el Padre celestial, pues al entrar en el agua el Señor se produjo una verdadera teofanía, en la que el Cielo protestó manifestando la santidad de Jesús, al tiempo que proclamaba la naturaleza divina de quien se sometía al rito del bautismo como un pecador más. Trascribo el texto de San Mateo sobre tal portento: Dice así: Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos, dijo: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mt 3, 16-17).

Estimado ángel Gabriel; en este momento se pone de manifiesto algo que tú habías confiado en secreto a María, el misterio de la Trinidad, es decir la existencia en una misma esencia de tres

Pablo María Ozcoidi García-Falces

48

personas. A ellas hace referencia el texto de Mateo que acabamos de citar, como San Lucas lo ha hecho al narrar la Anunciación: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios. Ambos evangelios hablan de Jesús para tratarle como Hijo de Dios-Padre y comunican el descenso del Espíritu Santo sobre Jesús.

El impresionante pasaje del bautismo del Señor, que realza su figura hasta el orden de lo divino, no es ajeno a cada cristiano, pues al recibir el sacramento del bautismo de algún modo se repite aquella escena inefable. Del bautizado ― incorporado a Cristo― también proclama el Padre Éste es mi hijo amado, al tiempo que el Espíritu Santo viene a habitar a nuestra alma. De modo tan sencillo se nos manifiesta el gran don del que gozamos los cristianos de participar «en la filiación divina de Cristo». Somos hijos de Dios, participantes de la naturaleza divina por la gracia, templos de la Santísima Trinidad, con unas consecuencias enormemente consoladoras tanto para el presente como para el futuro; para el presente, la confianza en un Dios providente; para el futuro, la herencia de la visión beatífica. Y ¿qué decir de María? Como bien sabes, privilegiado mensajero, María no recibió el bautismo, no lo necesitaba porque había sido concebida sin pecado ― pisa la cabeza de la serpiente ―, y ya desde el momento de la concepción fue «la llena de gracia» y templo de la Santísima Trinidad.

Los discípulos del Bautista, Pedro, Santiago y Juan, que luego lo serían del Señor, tiempo más tarde escucharon palabras semejantes a las oídas con ocasión del bautismo, pero con un breve añadido no carente de significado. Habían subido a un monte alto, allí Jesús se trasfiguró, de manera que sus vestiduras se mostraron resplandecientes. Moisés y Elías se aparecieron manifestando de este modo que en Jesús se cumplían la ley y los profetas. Pedro entusiasmado dijo que allí se estaba muy bien. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle» (Mt 17,5). Esta última palabra, «escuchadle», añade a las del bautismo que

Cartas sobre la verdad

49

Jesús no es solamente lleno de gracia a los ojos del Padre, sino que también es punto de referencia para todos y cada uno de los hombres. Cada hombre agrada a Dios en la medida de su obediencia y Dios bendice al hombre dócil con innumerables gracias como vemos en la vida de Santa María.

Siglos más tarde otro Juan, Juan de la Cruz, nos dirá palabras llenas de sabiduría al afirmar del hijo de María que no solamente nos ha revelado verdades, sino que él mismo es la plenitud de la Revelación: En darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, lib. II, cap. 22, 4). A partir de ese momento el hombre que quiera profundizar en los misterios de Dios, le bastará buscar la verdad en Cristo donde se encuentra la plenitud de la revelación. En este mismo sentido se pronuncia el Concilio Vaticano II: En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio de su Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (ConCilio VatiCano ii, Const. Pastoral Gaudium et spes, n. 22).

Continúo este comentario en torno a la Anunciación, estimado y venerado arcángel, recordando que en él indicaste a Santa María que al niño había de ponerle el nombre de Jesús (salvador). Por eso la obediencia de cada hombre a Dios pasa por la participación de los méritos de Cristo y la imitación de su conducta: por tener sus mismos sentimientos, por amar lo que Cristo amaba, por entristecerse por lo que le entristecía, por servir al prójimo como él lo hizo, por alegrarse ante pequeños detalles de sensibilidad espiritual como la generosidad de una mujer pobre o la sabiduría de los sencillos. En definitiva, como Cristo, el cristiano debe estar dispuesto a dar la vida por Dios y por el prójimo, aunque paradójicamente constatemos cada día que no son pocos los que traicionan el mensaje del maestro y se alejan de él con una

Pablo María Ozcoidi García-Falces

50

desobediencia cada vez más insolente. Como del que desobedece a Dios bien se puede decir que «camina en tinieblas», así caminan los hombres por la tierra, en tinieblas y a la deriva.

La divinidad de Cristo es objeto de fe, una fe que no es la pura confianza de la teología protestante, sino que está, desde el punto de vista de la razón, muy bien fundamentada porque se han cumplido en Jesús «las profecías mesiánicas» anunciadas en el Antiguo Testamento y porque el mismo Cristo realizó «milagros portentosos». Éstos, tanto las profecías como los milagros, son preambula fidei (preámbulos de la fe) para el hombre de buena voluntad, mientras que para los duros de corazón no son más que simples supersticiones, ¡unas supersticiones que no analizan, ni estudian!

Sobre esta incredulidad fundada en prejuicios trató Jesús al narrar la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón. Éste, condenado en el infierno por no haber prestado ayuda al indigente Lázaro, hace a Abraham la siguiente petición: Te ruego entonces, padre, que me envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos». Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!». El dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán». Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos» (Lc 16,27-31).

Sucede que para quien quiere creer hay argumentos más que suficientes, mientras que quien no quiere creer no les presta ninguna atención y los rechaza de antemano por su prejuicio racionalista o, peor todavía, por no querer admitir la posible existencia de una autoridad superior que pueda limitar su idolatrada autonomía.

Profecías y milagros son argumentos de mucho peso para reconocer la presencia de Dios en la tierra, pero entiendo que hay un argumento de mayor valor que es la coherencia entre una doctrina sublime y una vida santa. No se equivocaba Juan Bautista al decir que Jesucristo es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

51

V. Jesús, luz para el hombre

Carta a San Juan evangelista, hijo de Zebedeo

Muy querido Apóstol Juan:

En mis reflexiones en torno a la Sabiduría me veo precisado a recurrir frecuentemente a tus enseñanzas, pues tu proximidad a Cristo te hace testigo fiel de sus palabras. Afirmada en el Prólogo de tu Evangelio la existencia del Verbo como Segunda persona divina (sabiduría increada), después de haber manifestado que las criaturas son camino para alcanzar una sabiduría participada (sabiduría creada), y una vez afirmado que Jesús es el Verbo de Dios encarnado es preciso decir algo, que es su lógica consecuencia, que Jesús ha venido al mundo para ser luz para los hombres, o mejor todavía «luz en los hombres». El Señor predicó con obras y palabras para mostrarnos el camino que lleva al cielo. Continúo la lectura del Prólogo ya iniciada en cartas anteriores:

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.Hubo un hombre enviado por Dios,que se llamaba Juan.Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran.No era él la luz,sino el que debía dar testimonio de la luz.El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo.En el mundo estaba,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

52

y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.Pero a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre,que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, Sino de Dios.Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad Juan da testimonio de él y clama:Este era de quien yo dije: El que viene después de mí Ha sido antepuesto a míPorque existía antes que yo.Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer (Jn 1, 4-18).

Ciertamente los hombres andábamos, y todavía andamos, a oscuras si carecemos de la luz de Cristo. Lo observamos en nuestras vidas, ¡tantas veces nos equivocamos o caminamos sin rumbo! Lo que acabo de decir no es un problema de algunas personas particularmente ignorantes, sino de todos los hombres, ya que incluso de los filósofos, profesionales de la Sabiduría, se puede

Cartas sobre la verdad

53

decir lo mismo; sus estudios no les hacen estar en una situación de seguridad y no pocas veces se puede decir de ellos aquellas palabras del Señor: Son ciegos que guían a otros ciegos. Todo ello es debido a la herida del pecado original que supone una doble dificultad respecto a la verdad, la primera es la limitación de la inteligencia; la segunda, las variables disposiciones del hombre, que no siempre ama las consecuencias de la Verdad.

Para cubrir esta profunda necesidad de auxilio envió Dios a los patriarcas, a los profetas y, finalmente, a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Jesús, ciertamente, es el Verbo encarnado, pero ¿para qué se encarnó?, ¿cuál es el motivo de su entrada en el mundo? Lo hizo para iluminar nuestros corazones. El sol es la fuente de la luz y de esa luz viven las criaturas. Pues Jesús es la Luz y ha venido, como se dice en el Credo, propter nos homines et propter nostram salutem (por nosotros los hombres y para nuestra salvación), ha venido para que no andemos en tinieblas. La Iglesia a esta iluminación gratuita y sobreabundante le llama «revelación sobrenatural» para distinguirla de aquella otra revelación, que ya vimos en la segunda carta y a la que llamamos natural, que es la Creación, libro sapientísimo escrito por Dios para quien lo quiera leer.

La luz de Cristo ilumina el alma, en primer lugar, curándola de los estragos del pecado original. Así, con su ayuda, la inteligencia humana puede alcanzar con certeza y claridad las verdades naturales, es decir, aquellas que, aunque son difíciles de conseguir, no están por encima de la naturaleza humana. Pero, por otra parte, esa misma luz aporta a la inteligencia un conjunto de verdades que ésta jamás hubiera podido alcanzar porque están por encima de sus posibilidades. Se trata de los misterios, como son la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo, nuestra condición de hijos de Dios. Por tanto, Jesús ha sanado lo enfermo de nuestra inteligencia y, al tiempo que lo sanaba, la ha elevado al plano de lo sobrenatural.

Trataré a continuación de ambos auxilios, comenzando por la sanación de la inteligencia. Tú, Juan, seguramente fuiste testigo de

Pablo María Ozcoidi García-Falces

54

una escena, que recoge San Mateo en su Evangelio y que nos puede servir para iniciar este comentario: Dice así:

Se acercaron entonces a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle: «¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?». Él respondió: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre».

Ellos le replicaron: «¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?». El les respondió: «Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer — a no ser por fornicación — y se case con otra, comete adulterio» (Mt 19, 3-9).

Con esta lección el Señor no pretende, en absoluto, ir más allá del plano natural sino corregir las desviaciones en que había incurrido, en relación con el matrimonio, el pueblo judío. Actualmente, pasados más de dos mil años, esta enseñanza conserva toda su validez y actualidad por lo extendido que está el divorcio, triunfo del egoísmo y ruina de las familias.

Ciertamente, al hombre le cuesta encontrar la verdad sobre el matrimonio y de modo especial su indisolubilidad, pues se trata de una doctrina que puede ser muy costosa en la práctica y de no fácil explicación. Cristo, asediado por los fariseos que buscan un pretexto para acusarle les deja clara la doctrina. El querer de Dios desde el principio es que la unión conyugal sea indisoluble: ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre. Y cuando le hacen la observación de que Moisés dispuso otra cosa — toleró el divorcio — contesta el Señor: Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. ¡Qué fuerza la de estas últimas palabras: pero al principio no fue así. Cuando Dios creó al hombre quiso la unidad e indisolubilidad del matrimonio. Esta visión del

Cartas sobre la verdad

55

matrimonio es verdaderamente sabia y quien no la entienda, en lugar de rebelarse, deberá esforzarse por comprenderla.

Me acuerdo de un muchacho bueno, que estaba sufriendo mucho por el divorcio de sus padres. Era algo que no digería. ¿Y por qué reaccionaba así? Porque se daba cuenta de que en el amor de sus padres se encontraba «la razón de su existencia», pero ese amor ya no existía. Lo que había sido la causa de su nacimiento se había muerto. Por otra parte también se daba cuenta de que su familia había quedado destrozada. ¡Al chaval le habían partido el alma! No sucede que el divorcio sea malo porque hace daño a los hijos, sino que hace daño a los hijos porque en sí mismo es malo. Y si Moisés lo toleró fue por la «dureza del corazón del hombre». En tema difícil para la razón humana es de agradecer este granito de arena que Dios aporta: Él sabe más. Tal vez haga falta un poco más de humildad y de sacrificio. No podemos dejar caer en el olvido que la señal del cristiano es la santa cruz y que ésta se presenta de muchas maneras, una de ellas puede ser el deber de perseverar en la fidelidad conyugal ― por amor a los hijos (no romper la familia) o a la misma institución matrimonial (no arruinar el matrimonio indisoluble) ― cuando la situación se vuelva cuesta arriba.

Pero tú, discípulo amado del Señor, no solamente escuchaste del Mesías enseñanzas referentes a la ley natural (sanación), también oíste palabras que el hombre no es capaz de alcanzar con las fuerzas de la razón (los misterios). En los misterios Dios revela verdades que los hombres no podemos descubrir por medio de la razón y que, incluso, una vez reveladas siguen siendo misteriosas.

Sin embargo, y antes de seguir adelante, me parece conveniente aclarar que por misterio no hay que entender algo «ajeno a la razón», pues pertenecen a otra razón, a la divina, y se ofrecen a la razón humana para que los medite, aún sabiendo que lo más que ésta podrá alcanzar será «una cierta inteligencia» de ellos.

No es válido pensar que el terreno propio de la razón sea la Naturaleza mientras que los misterios pertenecen al plano de lo irracional; por el contrario los misterios se presentan como un

Pablo María Ozcoidi García-Falces

56

reto para la razón humana, el reto de adentrarse «en la razón de Dios». No tiene sentido contraponer razón y misterio, lo que hay que contraponer es razón humana y razón divina, sabiendo que esta última es para nosotros misteriosa. Cristo nos ha revelado misterios como la Santísima Trinidad, su Encarnación, la Comunión de los Santos, la inhabitación de Dios en el alma del justo, los sacramentos.

Es preciso añadir, además, que la relación del misterio con la razón es doble. En primer lugar el misterio se acepta porque «hay razones» para hacerlo ― los motivos de credibilidad ― en absoluto se hace de modo gratuito; en segundo lugar, porque una vez revelado el misterio y asumido cabe profundizar en él, vivir de él. Para ilustrar las ideas que acabo de exponer recurro a otro pasaje de la Escritura:

Entonces, unos hombres, que traían en una camilla a un paralítico, intentaban meterlo dentro y colocarlo delante de él. Y como no encontraban por dónde introducirlo a causa del gentío, subieron al terrado, y por entre las tejas lo descolgaron en la camilla hasta ponerlo en medio, delante de Jesús. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te son perdonados».

Entonces los escribas y los fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Pero conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “tus pecados te son perdonados” o decir: “levántate, y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados ― se dirigió al paralítico ―, a ti te digo: “levántate, toma tu camilla y marcha a tu casa”».

Y al instante se levantó en presencia de ellos, tomó la camilla en que yacía, y se fue a su casa glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas maravillosas» (Lc 5, 18-26).

Tú, Juan, seguramente contemplaste esta escena en la que Jesús se enfrentó con los escribas y fariseos y salió claramente vencedor.

Cartas sobre la verdad

57

Este pasaje narra un misterio, el poder de Jesús de perdonar los pecados. La reacción de los fariseos es clara, tal cosa es imposible, los pecados sólo los puede perdonar Dios. Éste hombre ha dicho una blasfemia.

Hasta aquí todo lo que dicen los fariseos parece normal, siempre dentro de los esquemas judíos, pero entonces Jesús les dio una contestación que inclinó la balanza a su favor: ¿Qué es más fácil, decir: tus pecados te son perdonados o decir: levántate, y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados dijo al paralítico, yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Que alguien diga que tiene poder de perdonar los pecados en principio no tiene nada de particular, eso sí, tendrá que demostrarlo. Jesús para demostrar que tenía ese poder hizo el signo de sanar a aquel paralítico. Con lo cual dejó a los fariseos callados y a la gente sencilla maravillada. Los milagros del Señor no son un obsequio para la curiosidad sino que tienen por misión confirmar una doctrina.

Pero este pasaje ofrece otro campo de meditación y de vivencia: el perdón de los pecados. El hombre puede reflexionar detenidamente sobre la naturaleza del perdón, sobre la bondad de Dios pronto a ayudar al pecador y sobre el bien que el perdón produce en el pecador, que queda limpio de su lepra pudiendo de este modo empezar una nueva vida. Y así sucede con todos los misterios. Los misterios no son una oferta puramente ininteligible pues en tal caso no servirían de nada.

Después de la venida de Cristo el hombre no puede alegar ignorancia pues Cristo ha venido a iluminar los corazones. En Cristo está la seguridad, fuera de Cristo el caos. Lo vemos todos los días y en todos los ambientes. Y lo experimentamos en nuestra propia vida. No en vano dijo Jesús: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12). Sin embargo, los hombres prefieren las tinieblas a esa luz que con tanta abundancia nos ofrece el Redentor.

59

VI. La Cruz, plenitud de la Revelación

Carta a San Juan, discípulo amado del Señor:

Muy estimado apóstol Juan:

En esta carta deseo meditar en la misión del Señor, en lo que vino a hacer a la tierra el Verbo encarnado. Precisamente por eso te dirijo esta carta porque experimentaste el amor de Dios en la persona de Jesús y, por ti y en ti, su amor por todos los hombres. En el Evangelio cuando te refieres a tu persona, dices de ti que eras el discípulo «que Jesús amaba» y una manifestación de ello es el verte recostado sobre su pecho en la Última Cena preguntándole quién era el que le iba a entregar.

En tu primera epístola dices claramente Dios es amor (I Jn 4,8). Así defines a Dios, por eso si una de las personas divinas se encarna su misión no será otra que amar, que es lo que hizo Jesús; amar «al Padre» y, por él, «a los hombres». Consecuencia trascendental de lo que acabo de exponer es que los hombres «no tenemos motivos» para temer a Dios. Un cristiano no puede fundamentar su vida religiosa en el miedo, sino en el hecho consolador de saberse querido por Dios.

Así pues la misión de Jesús es amar, pero ¿a quién? Como he dicho, en primer lugar, a su Padre celestial, amor que se manifiesta en «una obediencia rendida». Así lo manifestó un día en que sus discípulos le pedían que comiera:

Entretanto los discípulos le rogaban diciendo: «Rabbí, come». Pero Él les dijo: «Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis». Decían los discípulos entre sí: «¿Pero es que le ha traído alguien de comer?». Jesús les dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 32-34).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

60

¡La obra del Padre! ¿Cuál es esa obra? La respuesta es fácil: Amar a los hombres con obras y de verdad. Pero Jesús, Verbo encarnado, es hombre como nosotros y, por ello, cuando ama lo hace con «sentimientos», pero mientras que los suyos fueron siempre santos, sentimientos de una persona guiada por el Espíritu Santo, los nuestros muchas veces dejan mucho que desear cuando nos dejamos llevar por el odio, la envidia, la sensualidad, los celos, el amor propio, etc.

Los sentimientos de Cristo se pueden resumir en una frase: Pertransiit benefaciendo (pasó ― por la tierra ― haciendo el bien). Por eso, cuando está clavado en la cruz y a punto de expirar, como resumen de toda su existencia terrena, pide clemencia para quienes le han condenado, o han ejecutado la condena: Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen.

Dios es Amor, Jesús es Amor. Por eso cada escena de la Escritura expresa los sentimientos sobrenaturales de Cristo que deben ser luz para nosotros: Jesús, que se conmueve, que se estremece, que llora, que se alegra. Se estremece ante el donativo minúsculo de una pobre mujer cuya pobreza conoce, como conoce también el amor que abriga en su corazón. Se llena de gozo ante la inocencia de los niños. Se alegra porque su Padre se ha dignado revelar misterios a los humildes, misterios que permanecen ocultos a los sabios. Jesús se conmueve ante la viuda de Naín y llora ante la tumba de Lázaro. ¿Somos nosotros así? Tal vez lloramos, sí, pero cuándo y cómo; cuando «nos hieren» en nuestra soberbia y no lo hacemos por compasión, sino por rabia; mientras que pasamos de largo, inmutables, «ante las necesidades de los otros» que nos dejan tan frescos.

De un modo muy especial despiertan la sensibilidad de Jesús las necesidades espirituales de los hombres como se ve en la escena de Zaqueo al que transforma interiormente cuando le dice: conviene que hoy me hospede en tu casa... También el Señor quiere que le hagamos sitio en nuestra alma para ser fuente de paz y de vida sobrenatural, para llenar nuestro corazón de esperanza; que no

Cartas sobre la verdad

61

suceda como en Belén donde tuvo que hospedarse en el frío, porque no había otro lugar para él. Ciegos habitantes de Belén tuvisteis a Dios en vuestras puertas y se las cerrasteis. ¡Que las puertas de nuestras almas estén siempre abiertas para el Señor, para abrirle el corazón y manifestarle nuestras necesidades y anhelos!

Al oír las palabras de Jesús, Zaqueo quedó profundamente removido y contestó: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más. Ante aquel profundo y sincero arrepentimiento Jesús se llenó de una gran alegría. También se alegra cuando nosotros acudimos a confesar nuestros pecados, arrepentidos y con deseos de enmendar nuestra vida.

En otra ocasión, cuando Jesús dijo a Mateo que le siguiera, la Escritura comenta que comió en la casa de éste y que al banquete fueron invitados los amigos de Mateo, publicanos como él, gente reputada como pecadores. Este comportamiento de Cristo fue muy criticado por los fariseos, pero breve y consoladora para nosotros fue la respuesta de Jesús: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

Cuando, en otra ocasión, le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio le preguntaron qué debían hacer con ella, si la debían lapidar, como mandaba Moisés, o no. Jesús se limitó a decir: «el que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8, 7), de este modo hizo que se fueran avergonzados. Al quedarse a solas con la mujer dijo a ésta: «Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?». Ella respondió: «Ninguno, Señor». Díjole Jesús: «Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más» (Jn 8, 10-11).

Jesús advierte con delicadeza a aquellos hombres lo incoherente de su conducta y no condena a la mujer, pero a ella le dijo, en tono imperativo, porque su comportamiento era muy malo, que en adelante no pecase más. El Señor perdona, pero no deja de aclarar las ideas. ¡Que actualidad la de este texto! El Señor nos enseña a compaginar la compresión y el perdón con la claridad de ideas.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

62

Perdonar no significa pactar con el diablo. Como dice San Pablo: Haciendo la verdad con caridad (Veritatem autem facientes in caritate») (Eph 4,15).

También se conmovió cierto día en que una mujer agradecida, llorando sus pecados, le echó perfume sobre su cabeza, mientras que al fariseo, que le hospedaba y que le criticó interiormente por dejar hacer a aquella mujer, le reprochó las faltas delicadeza con que le había recibido y las confrontó con las delicadezas de aquella pecadora. Y es que el Señor cuando perdona, perdona del todo y olvida, y cuando alguien tiene un detalle con él queda profundamente agradecido. ¡Que pena por tantas faltas de delicadeza que tenemos con Jesús, cuando nos olvidamos de él y de todo lo que ha hecho por nosotros!

Ante todo enfermo físico o espiritual el Señor reacciona con misericordia, por eso se estremece ante la fe del centurión que solicita la curación de su siervo, como también se admira ante una mujer sirofenicia que pide la curación de su hija: Oh mujer grande es tu fe. Los cristianos hemos de cuidar nuestros sentimientos y, como dice San Pablo, procurar que se ajusten a los de Cristo. Muchas veces al contemplar nuestra vida podemos pensar que no lo hacemos tan mal y eso puede ser verdad en relación con el comportamiento de otros hombres, pero ante la bondad de Cristo ¡qué patentes resultan nuestras miserias y cuánto camino vemos que queda por recorrer! El tiempo es breve, pero nosotros permanecemos parados contemplando nuestra apatía.

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a si mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-11).

Cartas sobre la verdad

63

En este texto San Pablo resume la vida de Cristo de un modo tan conciso como profundo. Nos explica la humildad de Cristo, que «se anonadó» tomando la forma de siervo y se humilló hasta la muerte y muerte de cruz. Aunque el Apóstol no hace referencia al «sentido» de esa muerte obediente, sabemos bien que Jesús murió por nuestra salvación. Por eso, agradecidos, doblamos la rodilla al nombre de Jesús y confesamos que ¡Jesucristo es el Señor! Jesús, en efecto, se humilló para servir a los hombres.

En muchas ocasiones el Señor puso de manifiesto que servir era su misión, pero lo hizo de un modo particularmente elocuente en la Última Cena cuando lavó, como si fuera un siervo, los pies de sus discípulos, dándonos de este modo ejemplo de cómo debe ser nuestro comportamiento. Después de este acto de servicio les llamó amigos al tiempo que les explicó por qué lo decía, por la entrega generosa de su vida y por las confidencias íntimas que había tenido con ellos: Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer (Jn 15,13-15).

Estimado Juan, tú escuchaste estas palabras que nosotros recibimos ahora con agradecimiento porque manifiestan hasta donde llega el amor de Dios por nosotros. Jesús ha venido a la tierra para decirnos cómo se va al cielo y para, con su muerte, abrirnos las puertas del paraíso, por eso con toda autoridad el Señor predicó la parábola del Buen Pastor y la aplicó a su misión: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye ― y el lobo las arrebata y las dispersa ―, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen (Jn 10,11-15).

Jesús nos conoce a cada uno y da la vida por todos. Por eso San Pablo, conmovido, dice: Dilexi me tradidit semetipsum pro me

Pablo María Ozcoidi García-Falces

64

(Ga 2,20) (me amó y se entregó a sí mismo por mí). Estas palabras podemos hacerlas nuestras, Jesús quiere a cada hombre hasta dar la vida por él. Conocemos bien las humillaciones, infamias, vejaciones, dolores y muerte que padeció el Señor. La Pasión es la mayor prueba del amor de Cristo, y también del Padre, por nosotros. La unión entre Jesús y el Padre es total por eso cuando vemos a Cristo vemos al Padre. Con gran claridad expones esta idea en tu evangelio con ocasión de un breve diálogo entre Jesús y Felipe.

Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». «Felipe ― le contestó Jesús―, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras» (Jn 14, 8-10).

El Padre no es un desconocido, pues viendo al Hijo vemos al Padre y conociendo los sentimientos del Hijo conocemos los del Padre.

En tu primera epístola nos dices refiriéndote al Padre:

En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados (I Jn 4,9-10).

Dios nos ha amado primero, ahora tenemos que corresponder con agradecimiento y siguiendo las pisadas de Jesús, el Hijo amado del Padre. Conmueve el detalle con que Isaías profetiza la Pasión del Señor señalando no solamente cómo padeció sino también la razón por la que lo hizo:

Despreciable y rechazado de los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento; como de quien se oculta el rostro, despreciado, ni le tuvimos en cuenta. Pero él tomó sobre sí nuestras enfermedades y nosotros lo tuvimos por castigado, herido de Dios y

Cartas sobre la verdad

65

humillado. Pero él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, cada uno seguía su propio camino, mientras el Señor cargaba sobre él la culpa de todos nosotros». Fue maltratado, y él se dejó humillar, y no abrió su boca; como cordero llevado al matadero, y, como oveja muda ante sus esquiladores, no abrió la boca. Por arresto y juicio fue arrebatado. De su linaje ¿quién se ocupará? Pues fue arrancado de la tierra de los vivientes, fue herido de muerte por el pecado de mi pueblo (Is 53-3-8).

Acertadas palabras que manifiestan el amor divino por el hombre. ¡Gracias, Señor! En la Cruz de Cristo está la plenitud de la Sabiduría como enseña San Pablo:

Pues los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres (I Co 1, 22-25).

Por todo ello es lógico que insista, porque es así, que la vida del cristiano no se fundamenta en el miedo a un verdugo sino en la confianza en un Padre. A Dios no debemos temerle. Es absurdo. Hay personas que tienen un miedo infundado a Dios ― ¡qué locura! ―, si Dios es amor y Dios se nos manifiesta en Cristo muerto en la cruz por amor a los hombres, porque quiere que todos se salven. Si alguien se pierde no será a causa de la crueldad de Dios, que conoce a las ovejas, que las lleva a los buenos pastos de la verdad y que da la vida por ellas. Dios no es terrible, Jesús no es terrible.

Termino este capítulo diciendo que tanto nos ama el Padre que envía a su Hijo, a su Amado, como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Al recordar palabras tan consoladoras conviene señalar que Dios será compasivo con quien haya puesto los medios, con quien haya intentado de verdad ser bueno, aunque sean grandes sus debilidades; pero apartará de sí a los que no hayan querido

Pablo María Ozcoidi García-Falces

66

acogerse a su misericordia. Por eso los ángeles al nacer Jesús no cantaron para todos los hombres, sino para los de buena voluntad: Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Recordemos, misericordia, amor y perdón es lo que Dios quiere para los hombres y lo que quiere que hagamos con nuestros semejantes. Será este amor quien nos abra las puertas del Paraíso.

67

VII: La Fe, participación en la Sabiduría divina

Carta a Bartimeo, ciego de nacimiento

Estimado Bartimeo:

Cuenta San Marcos como Jesús te curó la ceguera, proporcionándote así la posibilidad de llevar una vida nueva, más capaz y más digna. El Evangelio narra tu curación con estas palabras.

Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «Hijo de David, ten piedad de mí».

Se paró Jesús y dijo: «Llamadle». Llamaron al ciego diciéndole: «¡Animo!, levántate, te llama». Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?». «Rabboni, que vea», le respondió el ciego. Entonces Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino (Mc 10, 46-52).

Sentado en el camino estabas suspirando limosnas. La causa de tu postración era una ceguera que te tenía paralizado. ¡Cómo conocías esta limitación y qué bien conocías sus consecuencias! Hay quienes no son ciegos de cuerpo, pero sí lo son de alma; esta última es peor que la tuya porque impide ver a Dios. Tú, sabías que eras ciego y deseabas ardientemente curarte. Todos los ciegos corporales saben que lo son. En cambio no sucede lo mismo con los ciegos espirituales, que porque creen que ven piensan que no tienen necesidad de auxilio.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

68

Al enterarte de que Jesús estaba en Jericó tu corazón ardió de esperanza. Habías oído hablar de sus milagros, esperabas con impaciencia que un día Jesús, el taumaturgo, se cruzase en tu camino, y ese día por fin había llegado. Empezaste a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Al principio pudo parecer que el Señor no atendía tu súplica, pero no te desanimaste y seguiste gritando. ¡Cómo no ibas a hacerlo, si aquella era la oportunidad de tu vida! La gente, que solamente ve con los ojos del cuerpo, te decía que callaras, pero tú no callaste, no podías callar, porque veías con los ojos del alma.

La necesidad de luz para tus ojos maltrechos había potenciado tu fe. Gritabas y gritabas. El Señor quería que lo hicieras para que aprendamos que los dones de Dios no se consiguen sin una petición constante. Como tus gritos incomodaran a muchos te reprendieron diciéndote que no molestaras al maestro y te callaras. No estabas tú en condiciones de escuchar a tales agoreros. Y seguiste gritando. Entonces, leemos a continuación, se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llaman al ciego diciéndole: ¡Animo!, levántate, te llama.

Como Jesús te llamara, tu corazón, ya encendido en esperanza, vibró con tal fuerza que parecía que se te salía del pecho. Así acudiste al encuentro del Señor que te dijo: ¿Qué quieres que te haga? Tú le respondiste: Rabboni, que vea. Entonces Jesús te dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Te curó y recobraste la vista. Termina el pasaje diciendo que le seguías por el camino. El Señor te cura y tú, ya no ciego, le seguías. Eras un hombre nuevo. Ya no eras un mendigo, ni un inútil. Estabas feliz. Veías, andabas.

Así recobraste la luz natural, los demás necesitamos recibir la sobrenatural. Muy consciente de esa necesidad fue San Josemaría que, siendo adolescente, vio las huellas de un carmelita descalzo en el suelo nevado de Logroño; removido por aquel comportamiento tan ejemplar y sacrificado entendió que Dios le pedía algo. Fue el principio de su vocación. A partir de ese momento repetía con mucha frecuencia tu jaculatoria Domine, ut videam! (¡que vea!). Así estuvo hasta 1928, en que vio con claridad que Dios le pedía

Cartas sobre la verdad

69

fundar el Opus Dei. Era consciente de que necesitaba ver más, profundizar más, estar más en sintonía con Dios. ¿Cuántas veces en su vida repitió esta otra jaculatoria: ¡Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma! Tenía hambre de Dios y Dios no dejó de atender sus peticiones. Y así fue conociendo cada vez con más detalle los designios Dios.

Hemos de desear ver la realidad como la ve Dios, con los ojos de Dios. Muchas veces cuando sufrimos contradicciones buscamos un culpable para ensañarnos al menos interiormente con él, pero si, por el contrario, tenemos el hábito de pensar que todo lo que sucede se debe a la voluntad, o la permisión divina, entonces las cruces más duras se hacen llevaderas, conscientes de lo que dice San Pablo: Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio (Rm 8,28).

En una ocasión Jesús manifestó su gozo al ver la fe de los sencillos mucho más profunda que la de los sabios. Lo hizo con estas palabras:

En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo». Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Lc 10, 21-24).

Jesús, que ve a los que le siguen y se da cuenta de su pobreza material, se conmueve ante la misericordia del Padre, que ha querido hacerles discípulos suyos, que ha querido que comprendieran su misión y doctrina. Por eso termina el pasaje llamándolos bienaventurados: pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros

Pablo María Ozcoidi García-Falces

70

oís y no lo oyeron. Sería una pena que nosotros nos moviéramos por motivos humanos, olvidando los sobrenaturales que nos enseña la fe cristiana. Sería una pena que tú y yo viviéramos una vida puramente terrena, olvidando las grandes y sublimes verdades de la fe.

Por otra parte si tenemos visión sobrenatural debemos comportarnos de modo sobrenatural. El hombre ciertamente se abre a la Sabiduría divina por la fe, pero cuando la fe se abraza de verdad no se limita a enriquecer la inteligencia, sino que exige un cambio radical de conducta. La fe si no cambia a la persona es muerta, es un conocimiento del que habrá que responder ante Dios. En el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos se lee un párrafo muy extenso y elocuente sobre cómo la fe opera cambiando la vida de las personas. Me limitaré a seleccionar algunos pasajes del mismo.

Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio mejor que el de Caín; por ella fue declarado justo al aceptar Dios sus ofrendas, y por la fe, aún después de muerto, todavía habla (v 4).

Sin fe, en efecto, es imposible agradarle, porque el que se acerca a Dios debe creer que existe y que premia a quienes le buscan (v 6).

Por la fe, Noé, prevenido por Dios acerca de lo que aún no se veía, construyó con religioso temor un arca para la salvación de su familia (v 7).

Por la fe, Abrahán obedeció al ser llamado para ir al lugar que iba a recibir en herencia, y salió sin saber a dónde marchaba (v 8). Por la fe, también Sara, que era estéril, recibió vigor para concebir, aun superada ya la edad oportuna porque creyó que era digno de fe el que se lo había prometido. De modo que de uno solo, y ya decrépito, nacieron hijos tan numerosos como las estrellas del cielo e incontables como las arenas de las playas del mar (v 11-12).

En la fe, murieron todos ellos, sin haber conseguido las promesas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos, y reconociendo que eran peregrinos y forasteros en la tierra (v 13).

Cartas sobre la verdad

71

Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y el que había recibido las promesas se dispuso a ofrecer a su único hijo de quien se le había dicho: en Isaac tendrás descendencia (v. 17-18).

Por la fe, Isaac dio la bendición de los bienes futuros a Jacob y Esaú. Por la fe, Jacob, bendijo a cada uno de los hijos de José y le adoró apoyado sobre el extremo de su bastón. (v 20).

Por la fe, Moisés, recién nacido, fue ocultado durante tres meses por sus padres, porque vieron que el niño era hermoso y no temieron el edicto del rey. Por la fe, Moisés, ya adulto, se negó a ser llamado hijo de la hija del Faraón, y prefirió verse maltratado con el pueblo de Dios que disfrutar el goce pasajero del pecado, estimando que el oprobio de Cristo era riqueza mayor que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa (v 23-26). Por la fe, celebró la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocara a sus primogénitos. Por la fe cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas (v 28-29).

Por la fe se derrumbaron los muros de Jericó después de dar vueltas alrededor de ellos durante siete días (v 30).

¿Qué más diré? Me faltaría tiempo si tuviera que hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, que por la fe sometieron reinos, hicieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra y abatieron ejércitos extranjeros. Hubo mujeres que recuperaron resucitados a sus muertos. Algunos fueron torturados, porque rehusaron la liberación para lograr una resurrección mejor. Otros soportaron escarnios y azotes, e incluso cadenas y cárcel. Fueron apedreados, aserrados, muertos a espada, anduvieron errantes cubiertos con pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados y maltratados ― ¡el mundo no era digno de ellos! ―, perdidos por desiertos y montes, por cuevas y cavernas de la tierra (v 32-38).

Y aunque todos recibieron alabanza por su fe, no obtuvieron sin embargo la promesa (v 39).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

72

Admirable pasaje en que se muestra cómo operó la fe en personas muy concretas del pueblo judío transformando su existencia. A unos, la fe les llevó a mejorar su conducta, les llenó el corazón de esperanza y, por ella, obedecieron; otros, prefirieron sufrir a llevar una vida cómoda; hubo quienes alcanzaron grandes victorias; pero tampoco faltaron quienes fueron torturados y maltratados.

Debemos meditar detenidamente la enseñanza de este pasaje pues todo verdadero creyente debe empeñarse en ajustar su conducta a Palabra de Dios. No deja de ser paradójico observar como muchos que se dicen católicos llevan una vida que no se distingue de la de los paganos. Buscan como ellos una vida placentera y llena de compensaciones, olvidando la observancia de los mandamientos y el camino de sacrificio que nos enseñó el Señor, confían en sus fuerzas y se olvidan de Dios, que es providente y cuida de todos. Por eso bien se puede decir que quien afirma que tiene fe, pero lleva la misma conducta que los paganos, miente.

No son pocos los que afirman que «son cristianos, pero que no practican». Esta frase expresa la incoherencia de una vida: su fe carente de obras está muerta. Tal vez conozcan la fe cristiana pero, entonces, su pecado es más grave que el del infiel pues sabiendo cómo deben obrar, sin embargo, hacen lo contrario. Ciertamente la coherencia plena entre verdad y vida se da en Jesucristo y en la Virgen, luego en mayor o menor medida en los santos; pero todo cristiano que se gloríe de serlo debe esforzarse por adecuar su conducta a las enseñanzas del Señor. Otra cosa es construir sobre arena.

Jesús se conmueve cuando encuentra personas que creen en Él y, por ello, le piden milagros. Son innumerables las escenas en que el Señor se deja vencer por la fe de los que acudían a Él. Un ejemplo de ello es el comportamiento de una mujer cananea que se acercó al Señor pidiendo la curación de su hija. Leemos en San Mateo:

En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar: «¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es poseída

Cartas sobre la verdad

73

cruelmente por el demonio». Pero él no le respondió palabra. Entonces, se le acercaron sus discípulos para rogarle: «Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros». El respondió: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo: «¡Señor, ayúdame!». Él le respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos». Pero ella dijo: «Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos». Entonces Jesús le respondió: «¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres». Y su hija quedó sana en aquel instante (Mt 15, 22-28).

Aquella mujer, no judía, tenía más fe en Jesús que sus propios paisanos por eso acudió a su encuentro para pedir la curación de su hija. Jesús se hizo de rogar, parecía que no le iba conceder el milagro que le pedía, pero no pudo resistirse a conceder lo que con tanta fe se le pedía. Aprendamos de esta mujer a confiar en Jesús, a acudir a Él en un trato confiado que nos lleve a poner en sus manos nuestras necesidades tanto materiales como espirituales. Obrando así, palparemos las misericordias del Señor.

El Señor pide fe para hacer milagros, pero también la pide para que confiemos en los hombres que Él señala. Ante la contestación, llena de sentido sobrenatural, de Pedro cuando dice de Jesús que es el Hijo de Dios, el Señor reacciona otorgándole un gran don, el de la primacía en la Iglesia. Le dice: Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Con estas palabras parece decirle: «Tú has creído en Mí. A partir de ahora todos tendrán que creer en ti y a ti. Tú eres la roca de la Iglesia, la garantía de su supervivencia; el que se aparte de ti quedará confundido». Así Pedro sin dejar de ser creyente pasó a ser también objeto de fe.

Todos podemos y debemos vivir de una fe que se alimenta con la oración y es fuente de inagotables dones. Con la fe no hay obstáculos insalvables, pues Dios todo lo puede como dice la Escritura para Dios no hay nada imposible (Lc 1,37). El crecimiento en la fe está llamado a ser progresivo, a superarse de día en día, a mejorar siempre. Por eso hay personas que llegan a tener una

Pablo María Ozcoidi García-Falces

74

gran intimidad y confianza con el Señor, otras que alcanzan luces sobre sus misterios y no faltan quienes tienen experiencias místicas sobrenaturales.

Cuando un alma vive de la fe, que es abandono fundado y no un ciego sentimiento, encuentra en esa misma vivencia «la confirmación» de lo creído; ya no cree solamente por la palabra de otro, sino que también cree porque él tiene «experiencia» de lo divino, una experiencia que da seguridad al creyente, pero ante la que el ateo es absolutamente ciego. El que vive la fe experimenta su verdad; el que no cree, como carece de esa experiencia, no la valora, cree que se trata de ilusiones, de sueños. Pienso que no se debe olvidar este dato cuando se habla con el incrédulo. Claramente está en inferioridad de condiciones, pues conoce su situación, pero no la del que está en sintonía con Dios.

El no creyente puede argumentar pero, no hay que olvidarlo, es ajeno a toda experiencia sobrenatural, por eso el diálogo entre ateo y creyente es siempre desigual, pues el creyente palpa a diario lo que cree mientras que el ateo no palpa nada. Éste, por carecer de la experiencia, piensa que nadie la tiene, que se trata a lo sumo de fenómenos psíquicos extraños, pero no es así. Cualquier creyente que practica siente la cercanía de Dios y su presencia providente. Por eso, bien se puede decir, sin menospreciar el estudio, que las almas más contemplativas, las que han alcanzado un mayor grado de experiencia de lo divino, las de fe más segura, lo deben todo a la oración.

Un día, hablando con cierta persona se me escapó una expresión, que no recuerdo bien, pero que podía ser: «Dios me ha dicho» (no pretendía que Dios hubiera pronunciado palabras, pero sí que había entendido qué quería en ese momento Dios de mí). El que me escuchaba me dijo: «A mí Dios nunca me ha dicho nada». Ambas afirmaciones son verdaderas. Dios no habla a quien no tiene interés en oírle, pero cuando se le pregunta con sinceridad, con deseo de hacer su voluntad, contesta muchas cosas y de muchas maneras.

Cartas sobre la verdad

75

De la misma forma que a Dios le atrae la fe, la visión sobrenatural y la confianza en él; le aparta de sí la falta de fe. Quien no tiene fe nada alcanzará de Dios. Es muy elocuente el texto de Zacarías que se queda mudo por no creer el mensaje de ángel Gabriel:

Hubo en tiempos de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del turno de Abías, cuya mujer, descendiente de Aarón, se llamaba Isabel. Ambos eran justos ante Dios y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor; no tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos de edad avanzada.

Sucedió que, al ejercer él su ministerio sacerdotal delante de Dios, cuando le tocaba el turno, le cayó en suerte, según la costumbre del Sacerdocio, entrar en el Templo del Señor para ofrecer el incienso; y toda la concurrencia del pueblo estaba fuera orando durante el ofrecimiento del incienso. Se le apareció un ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Y Zacarías se inquietó al verlo y le invadió el temor.

Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada, así que tu mujer Isabel te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Será para ti gozo y alegría; y muchos se alegrarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor, será lleno del Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre, y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios; e irá delante de Él con el espíritu y el poder de Elías para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto».

Entonces Zacarías dijo al ángel: « ¿Cómo podré yo estar cierto de esto? porque ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada». Y el ángel le respondió: «Yo soy Gabriel, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte esta buena nueva. Desde ahora, pues, te quedarás mudo y no podrás habla hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no has creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo» (Lc 1, 5-20).

Acabamos de leer cómo castigó Dios a Zacarías por su falta de fe por no haber creído en el mensaje del arcángel San Gabriel; lo dejó mudo. Siglos antes Dios castigó a los israelitas

Pablo María Ozcoidi García-Falces

76

a vagar por el desierto durante cuarenta años porque, habiendo visto grandes portentos, cuando llegó el momento de entrar en la tierra prometida, se dejaron llevar por el pánico y se retiraron acobardados desconfiando del poder de Dios (Nm 13, 25-33 y 14, 26-25). Es frecuente que en la Escritura se diga que Jesús, en tal o cual lugar, no quiso hacer ningún milagro al ver la incredulidad de los que le oían. Sobre la fuerza de quien está revestido de la fe y la impotencia de quien carece de ella arroja mucha luz el pasaje del evangelio de San Mateo en el que se narra cómo San Pedro en el lago andaba o se hundía. Dice así este episodio:

Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron: «¡Es un fantasma!» y llenos de miedo empezaron a gritar. Pero al instante Jesús les habló: «Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo».

Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». «Ven», le dijo él: Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, gritó diciendo: «¡Señor, sálvame!». Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 24-33).

Al leer este pasaje llama la atención los diversos estadios por los que pasa Pedro, en el primero «anda sobre las aguas», en el segundo «empieza a hundirse» y, en el tercero, «Jesús le ha subido a la barca». Es muy importante la fe. En el primer momento San Pedro confiando en la palabra del Señor anda realmente sobre el agua, pero después se hunde. ¿Por qué se hunde? Porque se da cuenta que lo que está haciendo va contra las fuerzas de la naturaleza, se olvida del Señor, le entra miedo y se hunde. Será la mano del Señor quien le salve cuando implore su auxilio.

Cartas sobre la verdad

77

¡Qué lección tan extraordinaria para cada hombre, si confiamos en Dios nada nos puede detener, pero si nos quedamos solos nada podemos! Fuertes con Dios, débiles sin él. También nosotros como Pedro, ante las dificultades de la vida, muchas veces reaccionamos apoyándonos en Dios, entonces somos eficaces; pero cuando nos olvidamos de él, el mundo se nos viene encima, entonces es el momento de acudir a la oración y pedirle al Señor que nos auxilie.

Ciertamente en el orden natural somos muy limitados, pero en el de la gracia no somos limitados, somos incapaces. Todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4,13), dice San Pablo y, por ello, para él el mundo fue pequeño. Quien pretenda trabajar en empresas sobrenaturales deberá tener muy presente esta lección si no quiere llenar su vida de vacío. Maldito el hombre que confía en el hombre, bendito quien confía en Dios. En el Evangelio según San Juan se nos recuerda una parábola que es muy clara en este punto, la de la vid y los sarmientos. Dice el Señor:

Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es echado fuera como los sarmientos y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá (Jn 15,4-7).

Hay que entender bien la confianza en Dios, que no supone abstenerse de actuar, sino, por el contrario, compromiso. Dios ayuda pero hay que poner los medios, hay que jugarse la vida, hay que arriesgar. Hay que bajarse de la barca como Pedro para caminar sobre el agua. Muchas más cosas se pueden decir de esta participación de la Sabiduría divina en el alma por la fe, pero es preciso no alargarse más.

79

VIII. Hijos de Dios

Carta a David, rey de Israel, padre de Absalón.

Estimado rey David:

La familia es un gran don de Dios a los hombres, por eso cuando ha querido manifestar cómo es su relación con nosotros ha acudido a la relación paterno-filial. En esta carta podía haber escogido otros textos de la Escritura, pero siempre me ha resultado muy aleccionadora tu actitud respecto a Absalón. Fue un mal hijo que se rebeló contra ti, sin embargo tu amor de padre hizo que su muerte en el combate fuera para ti un enorme motivo de tristeza. Así narra la Escritura aquel suceso:

Entonces llegó el cusita y dijo: «Traigo buenas noticias para mi Señor, el rey. El Señor hoy te ha hecho justicia librándote de la mano de todos los que se levantaron contra ti». Dijo entonces el rey al cusita: «¿Está bien el joven Absalón?». El cusita contestó: «Que les suceda como a ese joven a todos los enemigos de mi señor, el rey, y a cuantos se levanten contra ti para hacerte daño».

Entonces el rey se conmovió. Subió a la estancia que está sobre la puerta de la ciudad y lloró. Entre lágrimas decía: «¡Hijo mío! ¡Absalón! ¡Hijo mío, hijo mío, Absalón! Si yo pudiera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!». Y se lo comunicaron a Joab: «El rey está desolado por su hijo». Así, aquel día la victoria se cambió en luto para toda la tropa, pues aquel día todos oyeron decir: «El rey está desolado por su hijo». Por eso aquel día la tropa entró en la ciudad a escondidas, como entran cuando, avergonzados, huyen de la batalla». El rey tenía el rostro cubierto y gritaba: «¡Hijo mío, Absalón!¡Absalón, hijo mío!» (2 Sam 18, 31-19-5).

David, Absalón era hijo tuyo; nosotros lo somos de Dios. Éste es nuestro mayor motivo de orgullo y esperanza. Pase lo que pase,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

80

suceda lo que suceda, en las contradicciones más amargas nadie nos podrá arrebatar este maravilloso vínculo con Dios. Jesús, cuando enseñó a rezar a los discípulos, lo primero que quiso grabar en su alma es que cuando se dirigieran a Dios le llamaran Padre: «Cuando oréis habéis de decir: Padre nuestro...».

Esta filiación divina no debe ser entendida como una simple actitud benevolente de Dios que nos trata «como si fuera Padre», es una paternidad real. Ciertamente Dios no es padre al modo como lo son los padres de la tierra, que transmiten a sus hijos su misma naturaleza; un hombre engendra «otro» hombre y así sucesivamente. Tampoco es Padre nuestro como lo es del Verbo al que engendra según naturaleza, a nosotros no nos engendra así. Por eso Jesús distingue su filiación de la nuestra: Voy a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios. De este modo distingue su filiación originaria de la nuestra, que es recibida de Jesús.

Decimos que somos hijos adoptivos, pero esto debe ser matizado, pues un hijo adoptivo no recibe de su padre su ser, sino un «te trataré como si fueras mi hijo». No es este nuestro caso, pues recibimos de Dios una verdadera participación de la vida divina, de su vida íntima. Se trata de una profunda transformación interior a la que nos podemos acercar recurriendo a la analogía. Así como el hierro si se mete en el fuego, aunque sigan existiendo ambos, el hierro cambia sus propiedades, está brillante, es moldeable, quema, etc. Así el hombre hecho hijo de Dios tiene a Dios en su alma y a la transformación que experimenta le llamamos «estar en gracia». Esto es lo que pide el sacerdote en la Santa Misa al mezclar el agua con el vino: «participar de la divinidad de aquel que se dignó participar de nuestra humanidad».

A un fariseo — Nicodemo —, que se acercó a Jesús de noche con deseos de aprender, el Señor le habló de la necesidad de un nuevo nacimiento según Dios. Así lo cuenta San Juan:

Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos

Cartas sobre la verdad

81

que tú haces si Dios no está con él». Contestó Jesús y le dijo: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios». Nicodemo le respondió: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?». Jesús contestó: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn. 3, 1-5).

A esta nueva vida de la que habla Jesús a Nicodemo se llega por la fe y por el sacramento del bautismo mediante los que el hombre, al tiempo que manifiesta su adhesión a Jesús, recibe la condición de hijo de Dios. A este respecto el Bautismo de Jesús es muy elocuente. San Marcos lo narra así:

Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y nada más salir del agua vio los Cielos abiertos y al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre él; y se oyó una voz desde los cielos: «Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido» (Mc 1, 9-11).

Acude Jesús, como un pecador más, a recibir el bautismo de penitencia de Juan y Dios protesta. El texto dice que Jesús vio «los Cielos abiertos», pero es preciso aclarar qué hay que entender con la palabra cielo, pues pienso que con ella no se refiere al cielo natural, como un abrirse, por ejemplo, las nubes. Por abrirse los Cielos hay que entender que la vida divina se manifestó a los hombres. El Padre envía al Espíritu Santo — su Amor — que reposa en el Hijo, al tiempo que declara: «Tú eres el Hijo mío, el Amado, en ti me he complacido». Se trata de una verdadera teofanía de la Trinidad en la que el Padre deja patente la condición divina de Jesús.

El Bautismo de Jesús en el Jordán y las palabras que pronunció el Padre se refieren de un modo principal al Señor, pero también a cada uno de los que reciben este sacramento, que quedan unidos a Cristo por una señal indeleble que se llama carácter bautismal (para distinguirlo del carácter de la confirmación y del orden) y que les convierte en cristianos para siempre. Al recibir este dignísimo sacramento el bautizado es llamado por el Padre «hijo amado», al tiempo que recibe en su alma al Espíritu Santo. Un bautizado

Pablo María Ozcoidi García-Falces

82

puede perder la gracia, incluso puede apostatar, pero jamás puede dejar de ser cristiano.

San Josemaría, en su predicación, señaló de modo habitual que el fundamento de la espiritualidad que procuraba difundir era la filiación divina, realidad que Dios quiso grabar en su alma especialmente en dos momentos de su vida ―ambos el año 1931― en que experimentó esa realidad de un modo intenso y gozoso. Dios quiso que comprendiera que la sustancia de la espiritualidad que tenía que enseñar a quienes le siguieran tenía que ser la conciencia vital de ser hijo de Dios. Quien se siente hijo quiere agradar a su Padre, trabajar para él y teme ofenderle. A continuación recojo una de estas experiencias explicada por su protagonista.

En momentos humanamente difíciles — escribió —, (...) sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.

Estuve considerando — contaba en sus Apuntes íntimos ― las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre! ¡Padre! Y — si no gritando — por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle» (Perfil Biográfico. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 34).

Muchas cosas se pueden decir sobre tema tan central de la vida cristiana pero no es necesario agotar el tema, hay que terminar ya, y lo haré señalando algunas de sus consecuencias: El Señor nos enseñó a vivir «el santo abandono», pues después de señalar el cuidado que Dios tiene de las aves y los lirios, añade que con mucha más razón cuidara de todos y cada uno de los hombres. También nos enseñó a conocer sus entrañas de misericordia cuando al contar la parábola del hijo pródigo nos dio a conocer que Él está siempre pronto al perdón.

Cartas sobre la verdad

83

¿Y las cruces? Ciertamente en esta vida las hay. Pero tienen su sentido, su razón de ser. Unas veces las entendemos, otras no. El Señor puede enviar la cruz para purificar de una mala vida pasada, pero también puede enviarlas para concedernos algo que pedimos con intensidad. De todas formas el motivo principal por el que Dios envía la cruz es para que nos identifiquemos con Cristo. Entonces, cuando aceptamos la cruz, somos en verdad otros «cristos» y, por lo tanto, más que nunca hijos de Dios. Toda nuestra vida de cristianos ha de ser un esfuerzo constante por parecernos a Cristo; una vez incorporados a Cristo por el Bautismo crece nuestra identidad con Él por medio de la cruz, de este modo crece el amor que el Padre siente por nosotros y se intensifica la presencia del Espíritu Santo en el alma.

Al fin del camino al hijo le espera la herencia. A ella se refiere el Apóstol Juan en su Primera epístola cuando dice:

Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a El. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (I Jn 3,1-2).

¡Ánimo!, le veremos tal cual es. Este, y no otro, es el sentido de la vida del hombre. Los demás acontecimientos son pasajeros.

85

IX. Valor inestimable de la Sabiduría

Carta dirigida a Santa María, Reina del Cielo, Madre de Dios y Madre nuestra

Muy querida Madre, asiento de la Sabiduría:

Santa Madre, tú conoces a Dios y sabes bien, porque lo tienes experimentado, cómo sabe hacer sufrir y gozar a los que le aman: Dolor y gozo son alimento para el hombre en su caminar terreno. Tú, bendita-entre-las-mujeres, participaste en aquel terrible sufrimiento del Calvario cuando tu Hijo, Hijo de Dios, era despedazado por los hombres, pero también gozaste como criatura alguna cuando conociste que había resucitado. Por eso la Iglesia te canta: Regina coeli laetare, alleluya, quia quem meruisti portare, alleluya, resurrexit sicut dixit... (Alégrate, reina del cielo, aleluya, porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya, ha resucitado según dijo...).

En verdad fuiste inmensamente feliz y lo fuiste porque sabías donde se encontraba la felicidad. Los hombres, y más que nunca en los tiempos que vivimos, pensamos que la felicidad está en gozar de las criaturas, en tener cosas, y así estamos siempre insatisfechos. Solamente Dios tiene la capacidad de saciar el ansia de gozo que anida en el corazón del hombre. Por eso, así como el hombre cuánto más se expone al sol más bronceado queda, de manera semejante cuánto más se acerca a Dios más feliz llega a ser. La intimidad con Dios te condujo a saborear las mieles de su cercanía, al tiempo que las cruces se convertían en gozosas alegrías al comprender su sentido, su maravillosa fecundidad.

En este sentido San Juan de la Cruz, refiriéndose a la mísera condición a la que conducen los placeres sensitivos cuando no están ordenados a Dios, dice en La Subida al Monte Carmelo:

Pablo María Ozcoidi García-Falces

86

El uno es que privan del espíritu de Dios. Y el otro es que al alma en que viven la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen, según aquello que dice Jeremías, capítulo segundo (v.13): Duo mala fecit populus meus: dereliquerunt fontem aquae vivae, et foderun sibi cisternas disipatas quae continere non valent aquas. Que quiere decir: Dejaron me a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden tener agua. (S. Juan de la Cruz. Subida al Monte Carmelo. Libro 1º, cap. 6, nº 1).

¡Ciertamente, Santa Madre de Dios, jamás podremos comprender hasta que punto experimentaste estas verdades en tu vida! El hombre trasciende a las demás criaturas del Cosmos por su capacidad de pensar y el fruto más noble de su mente es la Sabiduría, que solamente puede ser alcanzada por quien procura convertirla en vida. Ella, la Sabiduría, es el gran tesoro que el hombre debe desear poseer y progresar en ella su gran ambición. Así obraste tú cuando ponderabas cada suceso de tu vida en el corazón.

Sin embargo, desgraciadamente, la realidad nos hace ver que son escasos los hombres que valoran este tesoro ― ¡así nos va! ―, hombres que dan más valor a la actividad febril que a la contemplación de los misterios de Dios, hombres que piensan que esta tarea es, en el mejor de los casos, una inútil pérdida de tiempo, hombres que juzgan que tal labor es ocupación para algunos pero cuyo cultivo es inútil para los demás. En efecto, no es la Sabiduría un tema de moda en estos tiempos de agnosticismo generalizado, de desaliento intelectual y, lo que es más grave, esto sucede no solamente entre paganos, sino también entre otras personas de las que lógicamente cabría esperar una mayor apertura de miras.

¡Cómo no desear profundizar en los misterios de Dios, si «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Act 17,28)! ¡Cómo no procurar tratar de dar razón de nuestra esperanza! Es en los océanos maravillosos e inagotables de la fe donde debe desear bucear el hombre con ansias de saber cada día más de su Dios y de las cosas que «ex Ipso» (de Él) «et per Ipsum» (por Él) et «in Ipsum» (y hacia Él) subsisten (Rom 11,36).

Cartas sobre la verdad

87

No es raro que cuando alguien expresa estas ideas, u otras semejantes, haya quienes le miren como si fuera un necio, pero quien busca la Sabiduría, poco a poco progresa en un conocimiento más profundo y recto de la realidad, de sí mismo, así como de su conducta y del camino que lleva a la salvación. En definitiva es la Sabiduría quien hace al hombre verdaderamente libre según aquellas palabras de tu Hijo: «veritas liberabit vos» (Jn 8, 32). Por todo ello, en los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento se alaba su posesión con las mayores alabanzas. En el Libro de la Sabiduría se lee:

Por eso, rogué prudencia, y se me concedió;invoqué un espíritu de sabiduría y vino a mí.La antepuse a cetros y tronosy, comparada con ella, tuve en nada la riqueza.La piedra más preciosa no la iguala,porque, a la vista de ella, todo el oroes un poco de arena,y, ante ella, la plata vale lo que el barro.La quise más que la salud y la bellezaY preferí tenerla como luz,porque su resplandor no tiene ocaso.Con ella me vinieron a la vez todos los bienes,pues en sus manos hay riqueza incalculable.De todos disfruté, porque los trae la sabiduría,aunque ignoraba que ella es la madre de todos.La aprendí sin engaño y la comunico sin envidia;no escondo sus riquezas.Ella es para los hombres un tesoro inagotable;los que lo alcanzan consiguen la amistad de Dios,pues les recomienda el don de su enseñanza (Sb 7,7-14).

Con palabras tan expresivas, y de tanto colorido, Dios mismo señala el camino de la felicidad al invitar a los hombres a buscar la Sabiduría que es más valiosa que el oro y las piedras preciosas, que la salud y la hermosura. También dice el texto sagrado que todos los bienes me vinieron juntamente con ella. Pero los hombres

Pablo María Ozcoidi García-Falces

88

buscamos la felicidad en otros lugares, en los aljibes rotos de los que habla Jeremías, olvidando el cielo que nos espera a la vuelta de la esquina — inefable y insaciable contemplación amorosa del Dios vivo — y que, mientras tanto, vivir el cielo en la tierra no consiste en otra cosa que en encarnar las enseñanzas de la fe.

Gracias Madre por esta gran lección, tú eres la criatura privilegiada que ha poseído en su paso por la tierra el más excelso grado de felicidad y ello por la posesión de la Sabiduría, que recibiste, tanto por la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, tu divino esposo, como por la intimidad con el Verbo hecho carne en tus entrañas. En este sentido qué luminosas resultan las palabras del Magnificat:

María exclamó: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo» (Lc 1, 46-49).

Al contemplar tu alegría y comprender de alguna manera la profundidad de su origen, te pedimos que nos ayudes en nuestro empeño, de manera que evitando los aljibes rotos de los placeres mundanos, espejismos de alegría, encontremos la senda de la verdadera felicidad y así, como dice el apóstol Juan, nos podamos encontrar entre quienes reciben al Verbo, porque a esos les dio el poder de ser hijos de Dios.

89

X. Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia

Carta a Simón, llamado Pedro, roca de la Iglesia

Muy querido Apóstol Pedro:

Te escribo esta carta en un momento muy grave de la historia caracterizado por el escepticismo y relativismo y si lo hago es porque Cristo te eligió para que fueras el garante de la verdad, el antídoto contra el error. Decían los Padres de la Iglesia: Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Christus (donde está Pedro, allí está la Iglesia, allí está Cristo).

San Mateo en su Evangelio nos ha trasmitido una escena que, sin duda, será para ti motivo de emoción como lo es para nosotros de esperanza, aquella en la que fuiste confirmado con piedra angular de la Iglesia de Jesucristo. Dice así:

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?». Ellos respondieron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías y otros que Jeremías o alguno de los profetas». Él les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondió Simón Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Jesús le respondió: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 13).

El primer día, aquel en que tu hermano Andrés, mientras ardía tu corazón, te llevó junto al Señor, éste — me imagino que con gran sorpresa por tu parte — te llamó roca, piedra. ¿En qué sentido utilizó este símil? Es el texto de Mateo, que acabo de citar, quien

Pablo María Ozcoidi García-Falces

90

nos lo aclara cuando dice: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Con estas solemnes palabras anunció tu destino, el de ser punto de referencia para todo aquel que busque la verdad y, al mismo tiempo, el de ser la piedra angular de la unidad de la Iglesia. Quienes, llamándose cristianos se han apartado de la Iglesia Católica, difieren en sus enseñanzas, pero todos coinciden en el rechazo de tu misión y la de tus sucesores. Curiosa coincidencia.

Los católicos, por el contrario, te veneramos y obedecemos, como también lo hacemos con tu sucesor el Papa, que es cabeza de la Iglesia en lo que se refiere a la misión de enseñar (munus docendi). En este ámbito el Romano Pontífice es superior a todo otro pastor de la Iglesia. Es verdad que el Concilio Ecuménico goza de la prerrogativa de la infalibilidad, pero no hay tal Concilio Ecuménico sin la presencia del Papa, mientras que el Romano Pontífice, según enseña la doctrina de la Iglesia Católica, goza él mismo, sin necesidad de otro concurso, de tal prerrogativa. Dice el Concilio Vaticano I en Pastor Aeternus:

Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra ― esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal ―, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por lo tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por consentimiento de la Iglesia (Dz 1839).

Por ello, Simón Pedro, quienquiera que sea tu sucesor es el supremo maestro de la Iglesia. En tal Magisterio goza, como

Cartas sobre la verdad

91

acabamos de leer en el texto citado, del don de la infalibilidad cuando enseña ex cátedra. Esta infalibilidad goza del apoyo debido tanto en la Escritura como en la Tradición, pero también responde al sentido común. Cristo, que vino a traer el don de la verdad al mundo, no podía permitir que tal don se devaluara con el paso del tiempo, por eso quiso que en la Iglesia hubiera un signo que resistiera los ímpetus del infierno y tal signo no es otro que el Sumo Pontífice. Por eso el Papa es seguridad para los católicos, que le miran con veneración porque conocen que está asistido en su ministerio por el Espíritu Santo.

La primacía de jurisdicción sobre todas las Iglesias, que también ostentan tus sucesores, encuentra su fundamento precisamente en su plenitud magisterial. Sucede que «la Iglesia cuando manda enseña y cuando enseña manda». Por eso, como el Papa es el guardián de la verdad es, por tal motivo, el pastor supremo. Por eso continúa el texto de San Mateo que estamos comentando: Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en los cielos.

Frente a esta firmeza y seguridad de saber donde se encuentra la verdad, hay gentes a quienes nadie ha confiado misión alguna, que se atreven a juzgar al Magisterio de la Iglesia. Se trata de personas que no pueden hablar de «la verdad» si no le añaden algún adjetivo, como «mi» verdad, «tu» verdad, etc. Este modo de hablar manifiesta abiertamente que no se posee la verdad, simplemente se está dando una opinión, que, además, en muchas ocasiones ni siquiera está fundada en la razón, sino en un puro sentimiento. Es curioso, cuando se trata de religión o de política, todo el mundo se siente en el derecho a pontificar, pero como nada saben de tales cosas cuanto más pontifican más yerran. No se dan cuenta de que los temas referentes a la religión tienen que ser objeto de profunda meditación y de estudio sereno.

Pedro, hoy día ― han pasado XX siglos ― no hay cosa más fácil que escuchar el magisterio de los ignorantes. Basta para ello

Pablo María Ozcoidi García-Falces

92

con apretar el botón de la televisión. No es raro encontrar en la pantalla a ellos y a ellas haciendo el ridículo, ante Dios y ante los hombres, opinando, no de modo racional — no se lo permite su ignorancia —, sino de un modo que podríamos llamar visceral, pues lo que dicen es fruto del momento vital o emocional que están viviendo. Yo, desde luego, cuando la televisión retransmite una prueba ciclista prefiero oír los comentarios de Perico Delgado que los de un político que lo más probable es que no sepa nada ciclismo. De la misma manera pienso cuando en los órganos de opinión pública se habla de religión o de moral.

Me sorprende que haya personas que escuchen con reverencia a Fulanita, que es muy mona y baila muy bien, pero que de las cosas de Dios no tiene ni idea. Cuando se juntan varios Menganitos la situación es peor porque entonces pasamos a ser testigos del caos más absoluto llevado al plano de la moral. Se hace realidad lo que dijo Jesús: Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo (Mt 15,14). Tampoco es raro ver a estos ciegos juzgar o ironizar — ¡qué atrevida es la ignorancia! — sobre las enseñanzas de los que tienen que hacerlo por misión. Hoy a los Maestros de la Iglesia se les critica, y los que critican frecuentemente son verdaderos ignorantes en materia religiosa, aunque sean expertos en otras disciplinas. Quién con un poco de sentido común se atrevería a juzgar al doctor Barbacid cuando habla del cáncer — tal vez otro médico experto en la materia —, desde luego yo no estoy en condiciones de hacerlo.

Pedro, perdona que me haya extendido en estas reflexiones, pero vosotros, los Apóstoles, ¿qué enseñabais? La doctrina recibida de Jesús, prescindiendo de opiniones personales que no tienen interés. Todo buen cristiano, para recibir la formación adecuada, debe leer las Sagradas Escrituras y los escritos de los Padres teniendo en cuenta la interpretación que de ellos hace quien tiene autoridad. Este proceder lo exige el mismo Espíritu, quien, si bien adorna a la Iglesia con carismas, no los concede a quienes no ponen los medios normales para formarse entre los que destaca el estudio.

Cartas sobre la verdad

93

De todas formas es preciso saber quién es idóneo para dar la doctrina, no vaya a ser que en lugar de buen alimento recibamos veneno. Sobre ello avisa el profeta Ezequiel cuando habla de los malos pastores.

Me fue dirigida la palabra del Señor, diciendo: «Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza y di a los pastores: Esto dice el Señor Dios: “¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos: ¿no son los rebaños lo que deben apacentar los pastores? Os alimentáis de su leche, os cubrís con su lana y matáis las reses más cebadas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles ni sanado a las enfermas. No habéis vendado a la herida ni habéis recogido a la descarriada. No habéis buscado a la que se había perdido. Al contrario, las habéis guiado con crueldad y violencia. Por falta de pastor fueron dispersadas mis ovejas, y se han convertido en alimento de todas las bestias del campo. Han sido dispersadas. Iban errantes mis ovejas por todos los montes, por toda colina elevada. Mis rebaños estaban dispersos por toda la superficie de la tierra y no había quien los buscara, ni se cuidara de ellos”.

Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor: «Por mi vida, oráculo del Señor Dios: Porque mi rebaño ha sido convertido en objeto de robo y mis ovejas en alimento de todas las bestias del campo por falta de pastor; porque mis pastores no buscaban mi rebaño, sino que se apacentaban a sí mismos y no apacentaban mi rebaño, por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor. Esto dice el Señor Dios: Estoy contra los pastores: reclamaré mi rebaño de su mano y les impediré pastorear a mis ovejas para que los pastores no vuelvan a apacentarse a sí mismo. Libraré mi rebaño y nunca más les servirá de alimento» (Ez 34,1-10).

Jesús nos enseñó que él es el Buen Pastor y buenos pastores son aquellos que han recibido misión de él y le son fieles en sus enseñanzas. Por eso es buen pastor el Colegio Apostólico y su sucesor el Colegio Episcopal. Éste está formado por todos los obispos en comunión y presididos por el Papa. Sin el Papa no hay colegio. Por ello, gozan del don de la infalibilidad, por una parte, el Romano Pontífice como definió el Concilio Vaticano I,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

94

y el Colegio episcopal ― en concilio ecuménico o en comunión de enseñanza― y siempre en sintonía con el Papa. Es necesario que hablen sobre fe y costumbres y con ánimo de obligar a los fieles. De ahí que no tenga sentido, en las conversaciones, hablar de actitudes contrapuestas en la Iglesia, refiriéndose a lo que hacen y dicen sacerdotes o fieles. Hay que ir a las fuentes seguras y buscar la claridad. Y los pastores, los obispos, deben ser fieles a la doctrina de la Iglesia. Por eso San Pablo amonesta a Timoteo con estas palabras:

En la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que va a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino, te advierto seriamente: predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, reprocha y exhorta siempre con paciencia y doctrina. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos. Pero tú sé sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio (2 Tm 4,1-5).

Hay que ser fieles a los pastores (obispos) y a sus colaboradores (sacerdotes) siempre que estén en comunión con el Papa. Por ello todo cristiano debe huir de dos peligros. Uno de ellos es la herejía, que sucede cuando alguien se aparta de modo contumaz de «la doctrina de siempre». Este peligro suele ser más llamativo, pero también hay que tener cuidado con el exceso contrario cuando una aparente fidelidad al Magisterio lleva consigo el inmovilismo, evitando de este modo el desarrollo de la teología y olvidando algo tan importante como la evolución homogénea del dogma.

Termino esta carta, estimado Pedro, pidiéndote perdón por haberme alargado en el comentario de tu ministerio, al tiempo que pienso que el tema merece tal atención. Los católicos necesitamos y agradecemos tu labor magisterial y la de los apóstoles, así como la de todos los que os han sucedido en tan grave misión. Jesús dijo de vosotros: Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia a mí me desprecia (Lc 10,16).

95

XI. Amor a Dios

Carta a Moisés, legislador y juez del pueblo de Israel.

Muy estimado libertador del pueblo escogido:

Naciste condenado a muerte porque, según órdenes del Faraón de Egipto, todos los niños judíos que nacieran habían de morir. Tus padres te escondieron mientras les fue posible, pero al final decidieron dejarte en el río Nilo a merced de los acontecimientos que determinara la providencia divina. Allí te descubrió la hija del Faraón y te adoptó como hijo. Por eso fuiste un hombre muy importante en ese país hasta que, por matar a un egipcio que golpeaba a un israelita, te viste obligado a huir a un lugar más seguro. En tu huída llegaste a Madián, donde te dedicaste al pastoreo y te desposaste con Séfora, hija de Jetró. Un día, que estabas cuidando el ganado, te sucedió algo sorprendente, tan sorprendente que conserva plenamente su valor originario. Se narra en el Éxodo:

El ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía, pero no se consumía. Y se dijo Moisés: «Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza». Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». Y respondió él: «Heme aquí». Y dijo Dios: «No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a Dios.

Luego dijo el Señor: «He observado la opresión de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor por la dureza de sus opresores, y he comprendido sus sufrimientos. He bajado para librarlos del poder de Egipto y para hacerlos subir de ese país a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, los perezeos, jeveos y jebuseos. Así es, el clamor de los

Pablo María Ozcoidi García-Falces

96

hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión a que los egipcios los someten. Ahora, pues, ve: yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel de Egipto». Moisés respondió a Dios: «¿Quién soy yo para ir al Faraón y para sacar a los hijos de Israel de Egipto?». Y le dijo Dios: «Yo estaré contigo y ésta será la señal de que yo te envío: Cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en este monte».

Moisés replicó: «Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros, y me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?» Y le dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy». Y añadió: «Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 2-15).

Una zarza ardiendo, sin consumirse, fue el medio que Dios utilizó para atraer tu atención y darte a conocer su presencia en aquel lugar. Una vez más el Omnipotente decide hacerse presente en la historia y lo hace porque, ofendido por las afrentas que su pueblo ― pueblo que él se había elegido ― estaba sufriendo en Egipto, había decidido liberarlo. En tu diálogo con el Señor llegaste a hacerle una pregunta muy audaz: «¿Cuál es tu nombre?», ¿cuál es el nombre del Dios de Abraham, Isaac y Jacob? Y Dios no dejó de responderte, te dijo que su nombre era y es «Yo soy».

Este nombre, «Yo soy», que ha hecho pensar tanto a filósofos como a teólogos, manifiesta que, mientras las criaturas son pasajeras, contingentes, Dios es el único ser necesario, el único ser al que se le puede aplicar con toda propiedad tal palabra (ser). Entonces, nos preguntamos cómo es este Dios que se define como el que es. La respuesta adecuada es que Dios es un misterio, hasta tal punto que el hombre no puede verle sin morir. Cuando Moisés pidió a Dios este don el Señor le dijo que verle llevaba consigo la muerte.

Este Dios, misterioso, se da a conocer por medio de sus obras, entre ellas se encuentra la adopción del pueblo de Israel. Éste fue, sin duda, un gran don, pero el pueblo debía corresponder del modo adecuado. Cuando, más adelante, revele sus mandamientos a los hombres, promulgará como el primero de todos amarle sobre todas

Cartas sobre la verdad

97

las cosas. Y si Dios manda que le amemos no es por capricho o por vanidad, sino porque eso es lo más sabio e inteligente para nosotros. Dios lo que quiere es nuestro bien. Por eso dice en Deuteronomio:

Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones (Dt 6, 4-9).

Palabras concisas, pero que dejan muy claro qué es lo más importante que debemos hacer cada día: amar a Dios. Los judíos tuvieron muy claro este mandamiento, por eso cuando preguntan a Jesús, o Jesús pregunta, sobre el principal precepto la respuesta no será difícil, bastará recordar las palabras del Deuteronomio que acabo de citar. Cuando el Señor, nuestro Dios, enseñó este precepto no se limitó a decir la sustancia de su contenido, sino que también añadió dos observaciones que no carecen de interés. La primera de ellas es la obligación que tienen los padres de «educar a sus hijos» en este mandamiento; la segunda indica, para que no se nos olvide, que hemos de llevarlo «atado en las manos» y escribirlo «en las jambas de los portones».

Dios ama al hombre, le ha creado por amor y quiere que éste le corresponda. Por eso dirá: Mi delicia es estar con los hijos de los hombres (Prov 8, 31). Como los mandamientos no son órdenes arbitrarias, ajenas a la razón, sino que están fundamentados en la naturaleza del hombre, amar a Dios es lo sabio, lo santo y el punto de encuentro con la felicidad. A veces se dice de alguna persona: «no pisa la Iglesia, pero es muy bueno». Este modo de expresarse no es correcto, pues, aunque una persona tenga buenos sentimientos, no se puede pregonar de ella la bondad si deja de lado a aquel a quien todo le debe. De una persona así se puede decir que tiene buenos sentimientos, pero no que sea bueno, porque el hombre empieza a ser bueno cuando ama a Dios.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

98

Dios solicita nuestro corazón por entero, es celoso y no permite que nadie le arrebate su puesto. Grave error el nuestro cuando arrancamos a Dios del corazón para sustituirlo por algo creado. Precisamente en esta sustitución consiste el pecado de idolatría. Al referimos a este deleznable error podemos pensar en los dioses, falsos dioses, de la Antigüedad clásica (Zeus, Hera, Marte, Afrodita, Dionisos...), pero en la actualidad ya nadie venera dioses de mármol. A pesar de ello, no ha desaparecido este pecado, hay otros ídolos que pretenden sustituir a Dios en el corazón, como por ejemplo, vivir para nosotros mismos, poner a otras personas en el puesto de Dios, poner como objetivo para nuestra vida el honor, la gloria, el poder o las riquezas. En la tierra, según el orden establecido por Dios, hay amores santos y buenos (como el de los esposos), pero que si abandonan su ordenación a Dios se pervierten. El primer sitio siempre ha de ser para el Señor. Lo primero en el corazón no puede ser la esposa, ni los hijos, ni los negocios.

El que en su corazón sustituye a Dios por una criatura recuerda a Esaú que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. ¡Qué miserable! Consecuencia de aquella venta fue que el Mesías no vendría de la descendencia de Esaú, sino de la de su hermano Jacob. Como se sabe ambos hermanos eran mellizos, pero el que había nacido primero, el primogénito, era Esaú, que no supo valorar tal condición como lo explica la Escritura.

Un día Jacob había preparado un guiso, cuando Esaú volvió agotado del campo. Y Esaú dijo a Jacob: «Déjame comer, por favor, de eso rojo, pues estoy agotado». (...). Jacob respondió: «Véndeme ahora mismo tu primogenitura». Dijo Esaú: «Estoy a punto de morir ¿para qué me sirve mi primogenitura?» Repuso Jacob: «Júramelo ahora mismo». Y él se lo juró, y vendió su primogenitura a Jacob. Jacob le dio pan y el guiso de lentejas a Esaú, quien comió, bebió, se levantó y se fue. Así malvendió Esaú la primogenitura» (Gn 25, 30-34).

Cambio blasfemo e insensato el de Esaú, pero no ha sido el único que ha incurrido en tamaño error. En estos tiempos nos olvidamos con frecuencia de Dios llegando, incluso, a blasfemar

Cartas sobre la verdad

99

neciamente contra Él. Así obró Esaú, pero nos dice la Escritura, más adelante, que lloró amargamente por lo que había hecho y no hubo consuelo para él. También nosotros si damos la espalda a Dios lloraremos al darnos cuenta de nuestro error y, sin arrepentimiento, no habrá quien nos consuele.

Hemos de amar a Dios sobre todas las cosas, pero hay que entender qué se debe entender por amor. Ciertamente los sentimientos juegan su papel, pero no es el principal. El que ama desea agradar al amado y nosotros agradamos a Dios cuando le obedecemos. Podemos experimentar en un momento concreto sentimientos muy vivos de amor hacia una persona y observar al mismo tiempo que eso no nos sucede con Dios, pero esto no importa si a la hora de elegir qué vamos a hacer, si la voluntad de Dios o la de la persona querida, se elige la de Dios.

La escena del Huerto de los Olivos es muy elocuente. Jesús había afirmado tiempo atrás que su alimento era hacer la voluntad del Padre y fue en este sitio, antes de la Pasión, cuando hizo una intensa oración en la que dio precedencia al querer de su Padre sobre el suyo. Obedeció en algo muy difícil, pues Jesús sintió tal angustia que derramó gotas de sangre que corrieron hasta el suelo. ¡Qué contraste con nosotros! Que tantas veces le desobedecemos en cosas fáciles por descaro o por pura comodidad. Así nos cuenta la Escritura aquel episodio:

Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar llamado Getsemaní, y les dice a los discípulos: «Sentaos aquí mientras me voy allí a orar». Y se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú».

Vuelve junto a sus discípulos y los encontró dormidos; entonces le dice a Pedro: «¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está

Pablo María Ozcoidi García-Falces

100

pronto, pero la carne es débil». De nuevo se apartó, por segunda vez, y oró diciendo: «Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad». Al volver los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados de sueño. Y, dejándolos, se apartó una vez más, y oró por tercera vez repitiendo las mismas palabras. Finalmente, va junto a sus discípulos y les dice: «Ya podéis dormir y descansar... Mirad, ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar» (Mt. 26, 36-46).

El amor se puede medir, pero para ello se necesita la presencia del dolor, solo por medio de él se puede demostrar el verdadero amor. Jesús, que ama a su Padre, siente una profunda repugnancia por la cruz y le pide que se la quite, pero añade que por encima de todo quiere cumplir su voluntad. Jesús obedece al Padre y los hombres, si queremos demostrar que queremos a Dios, tenemos que obedecerle. Y cuando nos cueste deberemos hacer nuestras las palabras del Señor: Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. No es malo pedir a Dios que nos quite una cruz que resulta excesivamente pesada siempre que estemos dispuestos a aceptar su voluntad. Jesús, fiel al Padre, nos enseña el modo de conseguir esa lealtad; el camino no es otro que la oración: Velad y orad para no caer en tentación: pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil. Los apóstoles estaban avisados, pero en lugar de orar se durmieron. Primero dejaron la oración, después abandonaron al Señor. Eso nos pasa también a nosotros; primero abandonamos la oración, después los mandamientos y así nos apartamos de Dios.

Un día el Señor contó una parábola para ilustrar la importancia de obedecer a Dios. Nos dice en el Evangelio de San Mateo:

¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: «Hijo, vete hoy a trabajar en la viña». Pero él le contestó: «No quiero». Sin embargo se arrepintió después y fue. Se dirigió entonces al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: «Voy, señor»; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? «El primero», dijeron ellos (Mt 21, 28-31).

Cartas sobre la verdad

101

El amor no es cuestión de palabras, sino de obras, que son sacrificio y generosidad. El que ama es generoso y cuanto más ama, más generoso. De ahí el atractivo de aquella escena del Génesis en que se habla de los trabajos de Jacob por conseguir que le dieran como esposa a Raquel. Después de trabajar siete años para Labán, padre de la joven, éste en lugar de entregarle a la amada, sirviéndose de engaños le dio a su hermana mayor, a Lía. Jacob, al darse cuenta, protestó, pero no le valió de nada. Para que le dieran a Raquel tuvo que prometer que trabajaría otros siete años. Jacob trabajó con gusto y el tiempo se le hizo corto por el amor que sentía por Raquel.

Demostramos que amamos por la generosidad con que vivimos la obediencia, pero los sentimientos también tienen su importancia, pues, de una parte, hay unos que nos conducen a Dios, como puede suceder cuando leemos en las parábolas el amor paternal de Dios hacia los hombres; pero, por otra parte, pueden surgir como consecuencia de nuestras obras, de nuestra generosidad con Dios. El Señor, que no se deja ganar en generosidad, se vuelca con las almas de manera que podemos decir, como ya he señalado en carta anterior, que así como cuando nos ponemos al sol nos bronceamos, cuando estamos más cerca de Dios somos más felices, aún en medio de las más grandes contrariedades. Lo normal es que el alma, cuando está en paz con Dios, se encuentre serena, mientras que si se aparta de él pierde la paz. Tenemos también la experiencia de que las obras buenas llenan de una profunda alegría y, entre las personas que aman al Señor, no faltan quienes han recibido de Él profundas experiencias místicas, tan intensas que ningún amor humano puede ofrecer nada semejante.

En definitiva, lo sabio, lo prudente, es amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas, ya que Él es la suma bondad.

103

XII. Amor a Jesús

Carta al poeta desconocido (y digo desconocido porque, aunque se atribuya a diversos autores, en realidad no se sabe quién la compuso)

Estimado varón rico en letras y piedad:

Te dirijo esta carta por la poesía que nos entregaste en testamento y que ha dejado una profunda huella de amor de Dios en infinidad de almas. Lleva por título: «A Cristo crucificado». Y dice así:

No me mueve mi Dios para quererteel Cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temidopara dejar por eso de ofenderte.Tú me mueves, Señor; muéveme el verte,clavado en una cruz y escarnecido;muéveme el ver tu cuerpo tan herido;muévenme tus afrentas y tu muerte.muéveme, al fin, tu amor y en tal manera,que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,y, aunque no hubiera infierno, te temiera.No me tienes que dar porque te quiera,pues, aunque lo que espero no esperara,lo mismo que te quiero te quisiera.

Cantas en esta piadosa melodía tu amor a Dios, ese amor que es nuestra primera y principal tarea. Y al pregonar la causa de tal amor no mencionas ni la Creación, ni la Providencia divina y, aunque hagas referencia al Cielo y al Infierno, dices de ellos que tampoco son la causa de tu amor. Declaras su verdadero y más profundo motivo cuando dices que lo origina «el amor de Cristo», clavado

Pablo María Ozcoidi García-Falces

104

en la cruz, escarnecido y muerto por nosotros. Y terminas el poema diciendo que aunque no hubiera Cielo le amarías igual.

Si viésemos a Dios no podríamos dejar de amarlo ― ¡tal es su hermosura! ―, pero la realidad es que no le vemos. Entonces, ¿cómo podemos vivir el mandamiento que nos manda amarle sobre todas las cosas? Como la tarea es ardua, Dios ha querido facilitarnos el camino mediante la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, y así ofrecernos una imagen humanizada de la santidad divina. La humanidad de Cristo, sus palabras, su conducta, sus gestos nos llevan a Dios porque en ellos vemos cómo actúa la naturaleza humana cuando quien la posee es una persona divina. Por eso Cristo reclama para Él con todo derecho, por cuanto es Dios, aquel amor que Dios en el Antiguo Testamento se había reservado para sí.

La Humanidad Santísima de Cristo es la escalera de la que Dios se ha servido para bajar a la tierra, y es por medio de esa misma escalera como los hombres tenemos que subir a Dios. San Juan en la primera epístola dice: Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (I Jn 4,20). Era conveniente que Dios se encarnara para que nuestros sentidos le percibieran de algún modo y así nos fuera más fácil amarle. Hemos de amar a Dios a través del Redentor, a través de Cristo. Él lo es todo para nosotros. Ver a Cristo es ver al Padre, esperar en Cristo es esperar en el Padre, amar a Cristo es amar al Padre.

Dices en tu poesía: Muéveme, al fin, tu amor y en tal manera.... Lo que te mueve es el amor de Cristo por nosotros. Y así es, Jesús nos ha amado primero. Por eso dijo en la Cena: Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15,13). Se encarnó, por nosotros, y podía haber dicho « ¡basta!», pero no lo hizo; huyó a Egipto y no dijo «¡basta!»; trabajó por nosotros y por nosotros se cansó, y no dijo « ¡basta!»; también fue pobre y le insultaron por nosotros. Tampoco dijo ¡basta! Le escupieron, le azotaron y le pusieron la corona de espinas, también por nosotros, y no dijo: ¡basta!

Cartas sobre la verdad

105

Finalmente, le clavaron en la cruz y murió por nosotros y todavía no dijo ¡basta! Se queda en el sagrario para estar con nosotros, ¡y no dice basta! Esto es amar y esto es lo que Jesús espera de nosotros, aunque no es fácil que lo encuentre. Nosotros siempre estamos diciendo ¡basta!, al tiempo que nos quejamos por todo, incluso por cosas insignificantes de las que hacemos montañas. En definitiva, que no sabemos de amor. Todo nos parece demasiado porque nuestro amor es muy pequeño.

Quien tanto nos amó solicita para sí la plenitud del amor. Jesús, para escándalo de los fariseos, exige de los hombres que le amen y no para provecho suyo que nada necesita, sino para ayudarnos a nosotros. Y lo hace con estas palabras:

Les decía a todos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará. Porque ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?» (Lc 9, 23-25).

Jesús pide de cada hombre un amor incondicional, no de palabras sino con obras; al que le siga le pide que tome su cruz. Por otra parte, Jesús se ofrece aliviar nuestros dolores cuando dice: Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera (Mt 11,28-30).

Jesús lo es todo para nosotros. Él es camino, verdad y vida. ¡No es poco! Él es la fuente de agua viva, de un agua que salta hasta la vida eterna. Él es el Buen Pastor que cuida de las ovejas. Es, también, para nosotros luz y amor. Jesús nos ha mostrado su amor y nosotros cómo se lo podemos demostrar: haciendo lo que él nos ha mandado, obedeciendo. No podemos decir que queremos al Señor y no seguirle, no podemos decir que le queremos y seguirle de lejos. Hemos de identificarnos con Cristo y poder decir con San Pablo: Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en Mí (Gal 2,20) y en otra ocasión: Mi vivir es Cristo y el morir ganancia (Flp

Pablo María Ozcoidi García-Falces

106

1,21). Esto es lo que el Señor espera de nosotros, por eso en cierta ocasión y ante una muchedumbre dijo que los que le oían y ponían en práctica sus enseñanzas eran su familia.

Alguien le dijo entonces: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». Pero él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 47-50).

El amor se manifiesta en la generosidad con el amado. En la Escritura se menciona a varias mujeres que tuvieron detalles de profundo agradecimiento hacia el Señor. Citaré solamente uno de ellos:

María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume. Dijo entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que le iba a entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?». Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Entonces dijo Jesús: «Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis» (Jn. 12, 3-8).

María, que tantas veces hospedó a Cristo en su casa, era consciente de la deuda que había contraído con quien tanta luz había depositado en su corazón, por eso aquel día quiso obsequiarle de aquella manera tan emotiva. Su conducta procedía de un verdadero amor limpio y sobrenatural para con el Salvador. Jesús lo agradeció, pero Judas Iscariote la criticó porque era un falso discípulo. Ciertamente hemos de pensar en los pobres, pero cada cosa a su tiempo.

El amor del corazón se manifiesta en obsequios de cosas materiales, en detalles normalmente pequeños. Por eso Jesús salió en

Cartas sobre la verdad

107

defensa de aquella mujer que le había honrado porque su obra había sido buena y, además, porque, sin saberlo, estaba embalsamando su cuerpo para la sepultura. Bien María, que ama y da; mal Judas, que ni ama ni da. Aprendamos nosotros a hacer obsequios al Señor; Dios tratará en el juicio de un modo particularmente benevolente a aquellos que hayan cuidado el culto a la Eucaristía.

Ese amor generoso es lo que espera el Señor de todos y siempre, aunque hayan sido graves nuestras ofensas. A Pedro, que le había negado tres veces por debilidad, Jesús le ofrece una magnífica ocasión de reparar cuando después de resucitado mantiene con él un diálogo en el que le invita a una triple manifestación de amor:

Cuando acabaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». Le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dijo: «Apacienta mis corderos». Volvió a preguntarle por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Le dijo: «Pastorea mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo». Le dijo Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras ―esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios» (Jn 21, 15-19).

El Señor ofreció a Pedro la oportunidad de reparar su ofensa. Bien lo entendió el apóstol cuando se percató de que el Señor con la triple pregunta le estaba recordando la triple negación, al tiempo que le ofrecía su perdón. De este modo Dios, que de los males saca bienes, del pecado de Pedro sacó un amor más intenso y humilde: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Pedro ya no traicionará jamás al Señor y acabará dando su vida por él.

Siempre ha habido quienes han amado a Cristo con locura. A Saulo, que sin duda era bueno, aunque estuviera al principio equivocado, Jesús se le apareció en el camino de Damasco y desde entonces el que había sido perseguidor se convirtió en apóstol. En

Pablo María Ozcoidi García-Falces

108

un momento difícil y ante las calumnias que se vertían contra él, San Pablo se defendió presentando una hoja de servicios impresionante:

En cualquier cosa en que alguien presuma ― lo digo como un insensato ― también presumo yo. ¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abraham? También yo ¿Son ministros de Cristo? Pues ― delirando hablo ― yo más: en fatigas, más; en cárceles, más; en azotes, mucho más. En peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces me azotaron con varas, una vez fui lapidado, tres veces naufragué, un día y una noche pasé naufragio en alta mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: el desvelo por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?

Si es preciso gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas. El Dios y Padre del Señor Jesús ― que es bendito por siempre ― sabe que no miento. En Damasco, el gobernador del rey Aretas custodiaba la ciudad de los damascenos para prenderme, y, por una ventana fui descolgado en una espuerta muralla abajo y pude escapar de sus manos (2 Co 11, 21-33).

Ciertamente el amor se manifiesta en docilidad, obediencia, identificación, generosidad, entrega. Pero ¿cuál es su premio?, ¿la vida eterna? Ciertamente, sí. Pero ya en la tierra recibe un premio, pues ya es premio el mismo amor, pero, además, al vivir de amor se experimenta un gozo que es tanto mayor cuanto mayor es la generosidad. El amor de Dios es el más exigente de los amores, pero también el que más da. Por eso nada más terminar de narrar San Pablo sus padecimientos hace el siguiente comentario:

¿Que hay que gloriarse? Aunque no conviene, hablaré de las visiones y revelaciones del Señor. Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años ― si en el cuerpo, no lo sé, si fuera del cuerpo tampoco lo sé: Dios lo sabe ― fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este

Cartas sobre la verdad

109

hombre ― si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe ― fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que al hombre no es lícito pronunciar. De ese hombre me gloriaré; pero de mí mismo no me gloriaré, si no es de mis flaquezas (2 Co 12, 1-5).

Dios premia a los suyos con grandes dones. Para ilustrar este punto voy a traer el testimonio de dos santos, pienso que lo más oportuno es escucharles a ellos mismos. Empezaré por San Agustín:

Tarde os amé hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os amé. Y he aquí que vos estabais dentro de mí, y yo de mí mismo estaba fuera, y por de fuera yo os buscaba; y en medio de las hermosuras quo creasteis irrumpía yo con toda la insolencia de mi fealdad. Estabais conmigo, y yo no estaba con vos. Manteníanme alejado de vos aquellas cosas que si en vos no fueran, no serían. Pero vos llamasteis, gritasteis, derrumbasteis mi sordera; centelleasteis, resplandecisteis, ahuyentasteis mi ceguera, derramasteis vuestra fragancia, la inhalé en mi respiro y ya suspiro por vos; gusté y tengo hambre y sed, me tocasteis y encendime en el deseo de vuestra paz. (S. Agustín, Confesiones, Libro X, capítulo XXVII).

Agustín ha experimentado el placer de lo creado, ha disfrutado con ello, pero el encuentro con lo divino le remueve. Dice: Manteníanme alejado de vos aquellas cosas que si en vos no fueran, no serían. Se sorprende al ver la atención que había prestado a simples criaturas. Pero todo aquello era sordera, ceguera. Y señala que Dios estaba en él: Estabais conmigo, y yo no estaba con vos. Para acabar exclamando su vivencia sobrenatural. Gusté y tengo hambre y sed, me tocasteis y encendime en el deseo de vuestra paz .

El otro testimonio es de Teresa de Jesús que exclama en una de sus profundas y hermosas poesías:

Vivo sin vivir en mí Y tan alta vida espero Que muero porque no muero.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

110

Vivo ya fuera de miDespués que muero de amorPorque vivo en el SeñorQue me quiso para síCuando el corazón le diPuso en el este letreroQue muero porque no muero.

Esta divina prisiónDel amor con que yo vivoHace a Dios mi cautivoY libre mi corazónY causa en mí tal pasiónVer a Dios mi prisioneroQue muero porque no muero»

(Santa tereSa de JeSúS,Poesía Muero porque no muero.).

Quien ha tenido experiencias sobrenaturales y otros muchos que han experimentado las mieles de la vida interior tienen ansias de partir de esta tierra al encuentro de Dios. No se conforman con las sabrosas migajas celestiales que Dios les comunica en la tierra, quieren el alimento entero. El ansia de estar con el Señor y lo penoso de la espera es lo que le hace decir a Santa Teresa: Muero porque no muero. Los hombres, en general, preferimos permanecer en la tierra, pero los que son santos, no; porque han experimentado y comprendido las palabras de Cristo cuando dice: El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo (Mt 13, 44).

Dice la Santa refiriéndose a su alma que es una prisión en la que Jesús es el prisionero. Un día Jesús le hizo comprender que lo que valía la pena era estar con él y desprenderse de las criaturas. Y era tan feliz en su nuevo estado que ya no quería que se fuera el Señor. Y ésta era su libertad, tener a Dios preso en el alma. Al leer

Cartas sobre la verdad

111

estas palabras de la Santa de Ávila, conscientes de la verdad que encierran, podemos llenarnos de tristeza al ver que, por nuestra baja estatura espiritual, no sabemos valorar lo que verdaderamente es el tesoro escondido en el campo.

113

XIII. Fraternidad universal

Carta a José, hijo de Jacob, gobernador de Egipto

Muy estimado José:

El hecho de ser hijos de Dios — todos lo somos — nos ha de llevar a un amor muy intenso por todos y cada uno de los hombres, sabiendo ayudar, comprender, perdonar. ¡Hay que tener un corazón grande!, un corazón que se entrega al necesitado, que es amable con todos, que sabe servir a los demás, que no guarda rencor, que sabe olvidar las afrentas.

Si te dirijo esta carta, en la que quiero hacer algunas consideraciones sobre la caridad, es por tu grandeza de corazón, pues no necesitaste perdonar a unos hermanos a quienes querías con toda tu alma a pesar de los grandes males que te habían causado. Tus hermanos, envidiosos de tus sueños y celosos del amor que te profesaba Jacob determinaron matarte, luego suavizaron la pena y te metieron en un pozo para que murieras sin derramar ellos tu sangre, para terminar vendiéndote como esclavo a unos comerciantes que iban camino de Egipto. Para la mayoría de los hombres una ofensa como ésa es imperdonable, una herida que puede durar de por vida.

Años más tarde llegarás a ser el segundo en Egipto ― inme-diatamente después del faraón ―, encargado de administrar el abundante trigo que se había almacenado como fruto de tus sueños proféticos. Como el hambre se extendió por toda la tierra, tus hermanos también tuvieron que desplazarse desde Canaán a Egipto en busca de alimentos. Aunque el Génesis es prolijo en detalles al contar tu encuentro con ellos, solamente quiero fijar la atención en tu conducta, que no manifiesta asomo de rencor ni de deseos de venganza. Por el contrario, en todo momento te sientes emocionado al verles después de tanto tiempo. Lloraste en varias ocasiones, de un modo especial cuando les diste a conocer quién eras: su hermano José. Así nos lo cuenta el Génesis:

Pablo María Ozcoidi García-Falces

114

Ya no podía José contenerse ante todos sus asistentes y ordenó: «Salid todos de mi presencia». Y no quedó nadie con él cuando José se dio a conocer a sus hermanos. Al llorar levantó la voz, y lo oyeron los egipcios y la casa del faraón. José dijo a sus hermanos: «Yo soy José; ¿vive aún mi padre?». Sus hermanos no podían responderle, porque se habían quedado aterrados ante él. Entonces José dijo a sus hermanos: «Acercaos a mí». Se acercaron y les dijo: «Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios; pero ahora no os preocupéis, ni os parezca odioso el haberme vendido aquí, pues Dios me envió por delante para vuestra salvación. Llevamos ya dos años de hambre dentro del país y todavía quedan cinco en los que no habrá ni siembra ni siega» (Gn 45,1-6).

Este pasaje es ciertamente conmovedor porque rezuma amor y visión sobrenatural. José, tú no te sentías ofendido, por eso no pensabas que tuvieras que perdonar, y, como era grande tu amor a Dios y a tus hermanos, diste una interpretación sobrenatural de los lamentables sucesos del pasado. ¡Qué lección tan admirable!

A los hombres nos cuesta mucho perdonar incluso las más pequeñas ofensas, por eso el Mesías no dejó de enseñar la necesidad de perdonar a los enemigos. Él mismo, clavado en una cruz, se dirige a su Padre y, refiriéndose a sus verdugos, dice: ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen!. Y al enseñarnos a rezar nos indica que siempre digamos: Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. A pesar de estas enseñanzas tan claras, por nuestra mala madera, hay ocasiones en que no queremos perdonar, en otras ni siquiera podemos hacerlo. El rencor es como una flecha que, mientras no se saca, no se cura la herida.

El Redentor nos enseñó a hacer el bien al prójimo, a no juzgarle, ni tampoco insultarle o injuriarle. En estos aspectos que afectan a las ofensas al enemigo no me detengo más; en cambio, sí querría hacer a continuación algunas reflexiones sobre la murmuración (y sus variantes), pecado que es tan frecuente como dañino. ¡Qué fácil es calumniar! Basta con matizar el significado de una palabra para

Cartas sobre la verdad

115

que una frase inocente se convierta en infame. Se ha dicho «algo» verdadero, pero el matiz puede ser diabólico y falsearlo todo. Por otra parte, quien se hace eco de una calumnia también calumnia aunque piense que es verdad lo que está diciendo. Cuántas veces después de hablar hemos sentido mal sabor de boca por haber hablado demasiado y haber difamado más o menos a alguien.

No solamente peca gravemente el que calumnia inventando infamias de otros, también lo hace quien da a conocer pecados verdaderos, pero ocultos y graves, de otra persona. En cualquier caso hay que tener mucho cuidado, pues la murmuración ― conversación sobre pecados conocidos ― sin ser pecado grave, es muy dañina. Lo mejor es callar y no hablar mal de nadie, pues después suele ser imposible reparar. Decía una madre a su hija: «Eres dueña de lo que callas y esclava de lo que dices». Sobre la malicia de que es capaz la lengua habla con gran claridad el apóstol Santiago en su epístola:

Si alguno no peca de palabra, ése es un hombre perfecto, capaz también de refrenar todo su cuerpo. Si ponemos frenos en la boca a los caballos para que nos obedezcan, dirigimos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean tan grandes y las empujen vientos fuertes, un pequeño timón las dirige adonde quiere la voluntad del piloto. Del mismo modo, la lengua es un miembro pequeño, pero va presumiendo de grandes cosas. ¡Mirad qué poco fuego basta para quemar un gran bosque! Así también la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad; es ella, de entre nuestros miembros, la que contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, inflama el curso de nuestra vida desde el nacimiento.

Todo género de fieras, aves, reptiles y animales marinos puede domarse y de hecho ha sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre es capaz de domar su lengua. Es un mal siempre inquieto, y está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos a quien es Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así. ¿Acaso mana de una fuente agua dulce y amarga por el mismo caño? (St 3, 2-11).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

116

¡Qué claras estas palabras del Apóstol Santiago! La lengua es algo pequeño como el freno de los caballos y el timón de los navíos, pero es capaz de hacer cosas de grandes dimensiones, tanto en el bien con la bendición como en el mal con la maldición. Muchas veces personas que son muy escrupulosas en otras materias hablan ligeramente del prójimo, cometiendo pecados que pueden ser graves, sin darle al tema mayor importancia. Que Dios castiga muy duramente este pecado quedó muy claro el día en que Aarón y María se atrevieron a criticar a Moisés. Recordemos este episodio:

María y Aarón murmuraron contra Moisés por causa de la cusita que había tomado por esposa ― pues se había desposado con una mujer cusita ―, y dijeron: «¿Acaso el Señor ha hablado sólo con Moisés? ¿No ha hablado también con nosotros?». Y el Señor los oyó. Pero este hombre, Moisés, era muy humilde, más que ningún otro hombre sobre la faz de la tierra.

De improviso, el Señor dijo a Moisés, a Aarón y a María: «Salid los tres hacia la Tienda de la Reunión». Y salieron los tres. El Señor bajó en una columna de nube, se puso a la entrada de la tienda, llamó a Aarón y a María, y salieron ambos. Y dijo: «Escuchad, pues, mis palabras: Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, mediante visiones yo me doy a conocer, en el sueño yo le hablo. Esto no lo hago con mi siervo Moisés. Ningún otro es tan fiel en toda mi casa. Conversamos cara a cara. Mediante visión, no por enigmas, contempla la figura del Señor. ¿Cómo no teméis murmurar contra mi siervo Moisés?»

Se encendió la ira del Señor contra ellos y el Señor se marchó. La nube se apartó de encima de la tienda y María quedó leprosa, blanca como la nieve. Aarón se dirigió hacia María y vio que estaba leprosa (Nm 12, 1-10).

Dios sale en defensa de su amigo, con el que habla cara a cara, y recrimina la conducta murmuradora de Aarón y María. A ésta le castigó con la lepra. Cuidemos nuestras palabras porque fácilmente podemos ofender al prójimo y entonces tampoco nos faltará el castigo.

Cartas sobre la verdad

117

Jesús enseñó que los diez mandamientos del Sinaí se resumían en dos y que el segundo de ellos era el amor al prójimo. Todos los hombres somos hijos de Dios en virtud de los méritos del Redentor y, por ello, no solamente no debemos hacerles ningún tipo de mal, sino que debemos darnos a ellos generosamente. Para ilustrar este precepto Jesús nos entregó la maravillosa parábola del Buen Samaritano, que trascribo:

Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Igualmente, un levita llegó cerca de aquel lugar y, al verlo, también pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él y, al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”» (Lc 10, 30-37).

¿Dónde se encuentra el bien en este pasaje? Un sacerdote y un levita pasaron junto al necesitado sin tener misericordia de él, luego llegó un samaritano, un extranjero, un pecador para los judíos e hizo la obra buena. Pues la bondad no está ni en el linaje, ni en el oficio, sino en la buena conducta. Esta parábola nos enseña que cada hombre es nuestro hermano y hemos de estar dispuestos a sacrificarnos por Él. Y sorpréndete, José, cuando en la Última Cena el maestro señaló hasta dónde debía llegar el amor, no dijo como en otras ocasiones: Amad al prójimo como a vosotros mismos, sino como yo os he amado.

Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13,34).

El punto de referencia de la caridad está muy alto, pues no es otro que el amor de Cristo, que dio la vida por nosotros. «Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos». Él

Pablo María Ozcoidi García-Falces

118

dio su vida en la cruz para salvarnos de nuestros pecados. En el Credo decimos que murió «por nosotros los hombres y por nuestra salvación».

Del amor al prójimo dice el Señor que es la señal por la que distinguirán a los cristianos. «¡Mirad como se aman!», decían de los primeros! Es un mandamiento, no un consejo. Algo que debe hacerse. Si trabajamos mucho, rezamos, nos mortificamos, pero no amamos al prójimo somos como campana que retiñe. La caridad no puede quedarse en un puro sentimiento, sino que ha de llegar a las obras. Jesús quiso dejar una lección magistral y práctica de este precepto en el lavatorio de pies que San Juan narra de este modo:

Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura.

Llegó a Simón Pedro y éste le dijo: «Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?». «Lo que yo hago no lo entiendes ahora ― respondió Jesús ― lo comprenderás después». Le dijo Pedro: «No me lavarás los pies jamás». «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» ― le respondió Jesús. Simón Pedro le replicó: «Entonces, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos», como sabía quién le iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».

Después de lavarles los pies se puso la túnica, se recostó a la mesa de nuevo y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que

Cartas sobre la verdad

119

quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13, 2-17).

La razón de ser, el sentido de la vida del hombre, es «servir», darse a los demás por amor a Dios. Jesús no dice «servirse» de los demás, sino todo lo contrario: yo no vine a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). San Pedro, en vísperas de la Pasión, se encontraba como los demás apóstoles lleno de visión humana y enfrascado en el tema de la primacía, una primacía entendida como dominio o poder sobre los otros; este prejuicio le dificultaba seriamente entender las enseñanzas que el Señor les quería transmitir. Entonces Jesús, para que la aprendiera bien y no la olvidara en su vida, le dijo: si no te lavo los pies no tendrás parte conmigo. Ante esta advertencia Pedro cambió de actitud. Después Jesús añadió que quien llevara a la práctica la lección que les acababa de enseñar sería feliz.

Los hombres frecuentemente buscamos la felicidad en la satisfacción de los apetitos, pero ése no es el camino, pues el verdadero gozo se encuentra en ser ocasión de alegría para los demás. Haciendo felices a los demás es como se alcanza la verdadera felicidad, mientras que quien dedica la vida a contemplarse, lo que encuentra es una profunda tristeza, la tristeza del que no sabe amar. Tus lágrimas, José, cuando llorabas al volver a ver a tus hermanos no eran fruto de la tristeza, sino de la emoción y la alegría.

Maravillosas palabras nos ha dejado el Señor en la Escritura sobre la caridad con el prójimo. Hasta el punto de llegar a decir algo de un gran valor ascético, que toda obra buena que hagamos con los semejantes con él la hemos hecho. Éstas son sus palabras:

Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque

Pablo María Ozcoidi García-Falces

120

tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?». Y el Rey en respuesta les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,31).

Éstas son las palabras que dirá a los que estén a su derecha, pero los que omitan las obras de misericordia serán los puestos a su izquierda y su destino será la perdición. Con ellas Jesús nos dice: «cada vez que sonreíste, a mí me sonreías», «cada vez que te enfadabas, conmigo te enfadabas»... A veces los hombres nos atrevemos a juzgar a Dios por las desgracias que suceden, pero esto es locura, como locura es el amor que Dios siente por todos y cada uno de los hombres.

San Juan, el evangelista, expuso con detalle esta doctrina central de la fe. El amor es luz, el que no ama camina en tinieblas. Doctrina que repite en sus tres epístolas. Sirvan como ejemplo estas palabras de la primera de ellas:

Queridísimos, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos: si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (I Jn 4,7-11).

La enseñanza de Jesús sobre el amor al prójimo que nos acaba de recordar San Juan es clave en su doctrina. El apóstol ha definido a Dios como Amor para, a continuación, decirnos que ese amor se ha manifestado en la Encarnación de su Hijo para terminar diciendo

Cartas sobre la verdad

121

que debemos amarnos, que el que no ama al prójimo camina en tinieblas.

No deja de llamar la atención, que siendo esta lección divina tan clara y habiéndola predicado de tantas formas y en tantas ocasiones, los hombres, siempre obstinados, caminamos hacia el precipicio por la miserable senda del egoísmo. ¿No habrá llegado el momento de decir ¡ya basta! y de comenzar una vida nueva volcada en la misericordia? ¿Aprenderemos alguna vez? Otra cosa es llenar de vacío la propia existencia. ¿Y hay cosa más triste que la falta de frutos propios de una vida carente de sentido, carente de eficacia? El que no sirve (en el sentido de ayudar) no sirve (en el sentido de ser un inútil).

123

XIV. Humildad

Carta a Santa María, reina de los ángeles

Querida Madre:

¿A qué pasaje de la Escritura podemos acudir que nos ilustre acerca de la actitud que debemos tener respecto a nosotros mismos? Para responder a esta cuestión me ha parecido muy conveniente recurrir al himno, llamado Magníficat, con el que abriste tu alma radiante de madre virginal ante Isabel. Dice así:

Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen (Lc 1, 46-50).

En este precioso cántico nos has dejado un claro testimonio de «la baja estima» que siempre tuviste de ti misma y lo haces al decir que Dios ha puesto sus ojos «en la humildad de su esclava». Tres palabras comentaré de esta frase. La primera de ellas es «humildad», expresión que manifiesta lo pequeña que te sentías; la segunda es «esclava», lógica consecuencia de la primera, pues los pobres, los humildes, ven natural ser esclavos. Y la tercera palabra, la más breve y elocuente es «su». Este «su» se refiere a Dios. Así nos enseñas que comprender tu bajeza te sirvió para percibir la grandeza de Dios y que lo que realmente valía la pena era poner tu nada, como esclava, a su servicio. También conociste que por la humildad Dios puso sus ojos en ti y te colmó de bendiciones: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso. Por verte pequeña, Dios te hizo grande.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

124

En este himno no solamente expresas tu historia sino también la de Israel, así como la actitud de Dios con respecto a la soberbia y humildad. Por eso continúas diciendo:

Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre (Lc 1, 51-55).

Tu hijo, en su predicación, insiste en la sentencia: El que se ensalce a sí mismo será humillado, y el que se humille a sí mismo será ensalzado (Mt 23, 12). Dios no quiere que tengamos una alta estima de nosotros mismos, y no lo quiere porque no responde a la verdad, lo que le agrada es que seamos conscientes de que no somos nada y menos que nada, ya que todo lo que tenemos es prestado. De ahí que cantes y contigo todas las almas humildes: Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.

El camino de la humildad es el de la verdad. Quien se conoce bien es humilde. Si observa su naturaleza ve que es contingente, que hace pocos años no existía y que pronto no existirá. Además puede observar en sí mismo profundas limitaciones, unas, consecuencia de la misma naturaleza humana; otras, defectos personales subjetivos. Por otra parte, un análisis detenido de nuestra conducta nos lleva a ver que deja mucho que desear. Tenemos pecados, vicios, defectos que están muy arraigados en el alma. El humilde se ve pecador, mientras que el pecador, en su ceguera, se ve a sí mismo justo. San Juan dice de los que se consideran justos que son mentirosos: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros (I Jn 1, 8-10).

Estas limitaciones, tanto de nuestro ser como de nuestro obrar, nos ayudan a ver en los demás hermanos que nos necesitan y de

Cartas sobre la verdad

125

los que estamos necesitados. Por eso mientras que el soberbio los juzga cruelmente, el humilde es comprensivo y no se atreve a condenarlos porque sabe que él mismo también está lleno de errores. Jesús prohibió juzgar al prójimo: No juzguéis y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a decir a tu hermano: «Deja que saque la mota de tu ojo», cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano (Mt 7,1-5). El soberbio no medita en sus defectos, ¿para qué va a hacerlo, si los defectos son algo ajeno a su persona, algo propio de los demás? Convencido de su valía se vuelve juez severo de todos: «¡pobre gente!», piensa. Y, por eso, a todos juzga, menos a sí mismo. No son raras las personas que tienen el hábito de echar en cara a los demás sus defectos ― ¡opinables defectos! ―, como si ellos estuvieran confirmados en gracia. Este modo de comportarse es erróneo, pues la vida muestra que quien denuncia defectos en otros en realidad está proyectando en los demás los suyos propios, pues como dice el refrán: piensa el ladrón que todos son de su condición. El Señor dejó una parábola aleccionadora sobre este modo de comportarse, la del fariseo y el publicano. San Lucas nos la cuenta:

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado» (Lc 18, 9-14).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

126

El soberbio es un ciego con una visión «tan deformada» sobre sí mismo que le impide captar la realidad tal y como es. No ve sus abundantes obras malas y se recrea en las que parecen buenas, pero que no lo son porque están saturadas de vanidad. La oración del fariseo es un cántico a sí mismo, por eso no bajó justificado; en cambio, el publicano, al reconocer su mala condición, bajó reconciliado con Dios.

Hay dos tipos de endiosamiento. El endiosamiento bueno del que se vacía de sí mismo por la humildad al tiempo que se llena de Dios por la contemplación. Y hay otro endiosamiento malo, el de aquellas personas que tienen muy alta estima de sí mismas. Cuenta la Escritura lo siguiente: El día designado se sentó Herodes en la tribuna, revestido con los distintivos reales, y se puso a arengarles. El pueblo le aclamaba: «Es la voz de un dios y no la de un hombre». Al instante le hirió un ángel del Señor, porque no había dado gloria a Dios; y expiró comido de gusanos (Act 12, 21-23). Herodes se creyó algo y Dios le puso en su sitio. No agradan al Señor aquellos que se glorían de sí mismos. La gloria es para Dios, Creador y Redentor, Principio y Fin de todas las cosas. ¡Deo omnis gloria! (¡Para Dios toda la gloria!). El soberbio se cree lleno de perfecciones y, además, de alguna manera inmortal, pues si pensara en la muerte se vendría abajo toda autocomplacencia. En este sentido leemos en el libro del Eclesiástico: ¿Por qué se enorgullece el que es tierra y polvo? Incluso en vida sus entrañas son repugnantes. Larga enfermedad denigra al médico; una breve le serena. Cualquier potentado es de vida breve: así, el que hoy es rey, mañana morirá. Cuando un hombre muere, deja en herencia lombrices, bichos y gusanos (Si 10, 9-11). No tiene sentido que nadie se gloríe cuando lo que tiene, además de haberlo recibido, lo tiene en préstamo y por tiempo limitado.

Sin embargo, es preciso añadir que en realidad nadie se libra del pecado capital de la soberbia, que se manifiesta de mil formas diferentes, incluso bajo apariencias de humildad (como Satanás también el soberbio se puede disfrazar en ángel de luz), como cuando una persona habla de sus problemas o defectos para que los

Cartas sobre la verdad

127

demás le compadezcan o le alaben. Los mismos Apóstoles hasta el momento de la Pasión manifestaron, con ocasión y sin ella, que eran muy ambiciosos, y así nos lo muestran los Evangelios. Al tiempo que el Señor les hablaba de su Pasión, ellos discutían sobre quién era el mayor, como nos narra San Mateo:

Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué quieres?» Ella le dijo: «Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús respondió: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?». «Podemos», le dijeron. Él añadió: «Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre».

Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús les llamó y les dijo: «Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos los avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20, 20-28).

Aunque el Señor acababa de anunciar los inminentes padecimientos que iba a sufrir, eso no impidió que se le acercara la madre de los hijos de Zebedeo solicitando para ellos la primacía. Ambición en la madre, ambición en los hijos, que se dejan querer, y ambición en los Apóstoles que se indignan contra ellos. El Señor les dice que quien quiera ser grande sea servidor de los demás, ése es su camino: De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos. No hemos de tener otra ambición que la de servir a los demás, serles de alguna utilidad.

Madre, maestra de humildad, la consideración de esta virtud nos ha llevado a comprender la necesidad «de servir a los demás». Los textos evangélicos que hablan de ti, te presentan sirviendo,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

128

dándote a los demás en un profundo olvido de tu persona. Podemos recordar tu visita a Isabel. Has recibido el mensaje del ángel en el que se menciona que tu prima, de edad avanzada, va a tener un hijo. Olvidándote de ti misma te pones al punto en camino para ir a servirla, ¡como siempre pensando en los demás! Y en las bodas de Caná eres la primera persona que se da cuenta de la falta de vino, siempre pendiente de la buena marcha de la fiesta. ¡Qué contraste con nosotros que muchas veces en los demás vemos peldaños para encaramarnos en lo alto!

Este espíritu de servicio responde a algo muy profundo y que es la raíz de la humildad, el olvido de sí. Todos tendemos a pensar en nosotros mismos, pero ese camino es equivocado, hemos de pensar en los demás, en cómo hacerles la vida feliz. De este modo también conseguimos nuestra propia felicidad. Cuando Moisés estuvo cuarenta días con Dios, al bajar se encontró con que Aarón a petición del pueblo le había hecho un ídolo, un becerro de oro.

Entonces el Señor dijo a Moisés: «Anda, baja porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les había ordenado. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han exclamado: “Éste es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto”». Y dijo el Señor a Moisés: «Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos; de ti, en cambio, haré un gran pueblo.

Moisés entonces suplicó al Señor, su Dios, diciendo:

¿Por qué, Señor, ha de inflamarse tu cólera contra tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto con gran poder y mano fuerte? ¿Por qué dar pié a que digan los egipcios: por malicia los ha sacado, para matarlos entre las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra? Aplaca el furor de tu cólera y renuncia al mal con que amenazas a tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a quienes juraste por ti mismo diciendo: multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y toda esta tierra que os he prometido se la daré a vuestra descendencia, para que la posean en

Cartas sobre la verdad

129

herencia para siempre. El Señor renunció al mal que había anunciado hacer contra su pueblo (Ex 32, 7-14).

El pueblo ha cometido un gravísimo pecado cayendo en la idolatría al adorar un becerro de oro. ¡Lamentable suceso! Tamaño desorden lleva a Dios a decretar su aniquilación. Pero más llamativa es la amistad de Dios con aquel siervo fiel, con Moisés, pues le dice: «Deja». Dios pide permiso a Moisés para castigar, al tiempo que le promete a él un futuro grandioso. Ante esta propuesta divina tan atractiva es admirable la reacción de aquel hombre ejemplar que, olvidándose de sí pero no del amor que tenía a aquella pobre gente, intercede por ellos utilizando argumentos muy poderosos. Le dice a Dios que los egipcios se burlarán de él considerándolo un Dios cruel, que libera a los israelitas con gran poder y fuerza para luego aniquilarlos en el desierto. También, le recuerda las promesas que había hecho a los padres del pueblo judío, a Abraham, Isaac y Jacob. El pasaje termina diciendo que Dios se dejó convencer. La oración humilde hace al hombre amigo de Dios, por eso le escucha y atiende cualquier cosa que le pida, siempre que sea provechosa. Así fue la oración de Moisés.

Nosotros, por el contrario, frecuentemente nos olvidamos de los demás que tanto nos necesitan y, soñando despiertos, dejamos que la fantasía nos lleve por caminos triunfales donde damos satisfacción con la soberbia a los demás pecados capitales. De este modo somos reyes, no en el mundo, pero sí en nuestra mente donde buscamos compensaciones a una vida que nos puede parecer demasiado exigente.

No es éste el camino que tú recorriste, pues amaste la vida oculta donde encontraste a Dios. San Luis María Grignon de Monfort en el n. 2 del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen dice de ti: La vida de María ha sido una vida oculta y por eso el Espíritu santo y la Iglesia la llaman Alma mater...madre oculta y escondida. Su humildad ha sido tan grande, que no ha habido en la tierra atractivo mayor y más constante para Ella que el ocultarse de sí misma y de toda criatura, para no ser conocida sino sólo de Dios.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

130

Termino recordando las palabras que un hombre santo pronunció siglos más tarde ― me refiero a San Juan de la Cruz ―, que son conocidas y, en su brevedad, desbordan sabiduría: Baja si quieres subir, pierde si quieres ganar, sufre si quieres gozar, muere si quieres vivir.

131

XV. Desprendimiento de las criaturas

A Taulero, dominico y místico

Con todo mi afecto, doctor sublime:

En el magnífico libro de espiritualidad de Lehodey que lleva por título El santo abandono encontré la narración de un suceso de tu vida, que he utilizado frecuentemente en mi predicación y que ahora pienso que puede servir para introducir el tema de la carta. Se trata del Diálogo del teólogo con el mendigo y dice así:

Un teólogo ― Taulero ― suplicó a Dios que le mostrase el camino de la verdad. Cierto día en que ardía en este deseo con más ansias que nunca, oyó una voz del cielo que le dijo: «Sal fuera y dirígete hacia la iglesia, y encontrarás al hombre que te enseñará el camino de la verdad». Sale, pues, y halla a un mendigo con los pies lastimados, desnudos y cubiertos de lodo, llevando sobre sí tan pobres vestidos que no valían tres óbolos.

Le saludó diciendo: «Dios te conceda un buen día». Le respondió el mendigo: «No recuerdo haber tenido un día malo». «Dios os haga dichoso», continuó el maestro. «Nunca he sido desgraciado», continuó el pobre. «Dios os bendiga», repuso el teólogo, ― mas explicaos, porque no entiendo lo que decís. «Con mucho gusto lo haré» contestó el pobre: «Me habéis deseado un buen día, y os he respondido que no recuerdo haber tenido jamás uno malo. En efecto, cuando el hambre me atormenta, alabo a Dios; si sufro frío, si graniza, si nieva o llueve, lo mismo en buen que en mal tiempo alabo a Dios; cuando padezco necesidad, en los reveses y desprecios, alabo también a Dios; de donde resulta que no hay día malo para mí. Me habéis deseado además una vida feliz y dichosa, yo os he respondido que nunca he sido desgraciado, es esto verdad, porque he aprendido a vivir en Dios y estoy persuadido de que todo cuanto Él hace no puede ser sino muy bueno. De ahí que todo cuanto recibo de Dios, y permite me venga de otra parte, prosperidad o adversidad, dulzura o

Pablo María Ozcoidi García-Falces

132

amargura, lo miro como una verdadera fortuna, y lo acepto de su mano con alegría. Por lo demás estoy del todo decidido a no aficionarme sino a la voluntad de Dios y tan fundida tengo mi voluntad en la suya, que cuanto Él quiere, lo quiero yo también. En consecuencia, jamás he sido desgraciado...».

«¿De dónde procedéis?», dijo aún el teólogo. «Vengo de Dios». «¿En dónde lo encontrasteis?». «Le hallé donde dejé todas las criaturas». «¿En dónde tiene su morada?». «En los corazones puros y en los hombres de buena voluntad». «¿Y quién sois vos?». «Yo soy rey». «¿En dónde está vuestro reino?». «Está en mi alma, porque he aprendido a gobernar mis sentidos interiores y exteriores, de suerte que todos los afectos y todas las potencias de mi alma estén sujetos; y este reino vale, sin que nadie pueda dudarlo, más que todos los de la tierra». «¿De qué modo habéis llegado a esta sublime perfección?». «Con el silencio, profundas meditaciones y la unión con Dios. Yo no he podido hallar reposo en nada que no sea Él; y al presente he hallado a mi Dios, y en Él disfruto de un perfecto reposo y de una paz inalterable».

El comentario de este texto podría ser muy extenso, tanto por la abundancia de temas que en él se abordan como por la riqueza espiritual de los mismos. Me limitaré a comentar solamente la importancia que tiene el desprendimiento de los bienes de la tierra para alcanzar la sabiduría. Estos bienes pueden ser muy diversos: la familia, el honor, la salud, las riquezas, etc. Pues bien, solamente estando desprendido «de todo ello» se puede alcanzar la contemplación, la intimidad con Dios, que es donde radica la verdadera sabiduría. A la pregunta de Taulero, ¿en donde le encontraste (a Dios)?, contesta el mendigo: Le hallé donde dejé todas las criaturas. Con la sabiduría sucede lo mismo, se encuentra cuando se dejan todas las criaturas.

De la lectura del Génesis se desprende que todas las cosas materiales son «buenas» porque han salido de la mano de Dios, que las ha querido con una finalidad determinada, para que sean medios que ayuden al hombre a alcanzar a Dios. Por ello, lo que las convierte en pecaminosas es su uso desordenado, cuando en

Cartas sobre la verdad

133

lugar de utilizarlas como medios las convertimos en «fines»: cuando ponemos el corazón en ellas. De ahí que el Señor diga Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5,3). La verdadera riqueza es la amistad con Dios y la paz del alma mientras que los bienes de la tierra son eso, «tierra», que a nadie puede satisfacer. Refiriéndose a ambos bienes San Pablo en la epístola a los Corintios dice que Jesús se hizo pobre para hacernos ricos (II Co 8, 9) ¡Se hizo hombre para hacernos dioses! Para poder contemplar a Dios y mantener con Él un diálogo amoroso es necesario ser pobres de espíritu. El mismo San Pablo en epístola que dirigió a los de Colosas dice:

Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. Mortificad, pues, lo que hay de terrenal en vuestros miembros: la fornicación, la impureza, las pasiones, la concupiscencia mala y la avaricia que es una idolatría (Col 3, 1-5).

Buscad las cosas de arriba y despojaos de las de abajo. Esto es lo que nos enseña la Escritura, pero nosotros escogemos como Esaú las cosas de abajo y nos olvidamos de las de arriba. San Pablo nos ha dejado dos testimonios de pobreza que pueden ayudarnos. En el primero dice: Nada hemos traído al mundo y nada podemos llevarnos de él: mientras tengamos alimentos y con qué cubrirnos nos daremos por contentos (I Tm 6, 7-8). Teniendo lo imprescindible deberíamos estar contentos, pero la realidad es otra. Lo habitual es que siempre queramos más y más cosas, dejándonos llevar por la envidia cuando vemos que otros disponen de cosas mejores que las nuestras. San Pablo, en el otro testimonio, nos dice que sabe vivir en abundancia y en escasez: No os lo digo porque esté necesitado, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo; he aprendido a vivir en la pobreza; he aprendido a vivir en la abundancia; estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a

Pablo María Ozcoidi García-Falces

134

la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en aquel que me conforta (Fil 4,11) .

Desprendido de los bienes terrenos, generoso con ellos y abandonado en las manos de Dios, así ha de vivir el cristiano. Esta doctrina nos la enseñó el Señor con palabras que ya he citado: Bienaventurados los pobres de espíritu. ¿Quiénes son éstos? Esta sentencia no se refiere «al hecho de no tener», sino a «la disposición del espíritu de estar desprendidos», un desprendimiento que se manifiesta en el modo de usarlos. Con detalle nos explica el Salvador cómo hemos de vivir esta virtud cuando dice:

Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá odio al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Por eso os digo: «No estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del Cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué preocuparos? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 24-34).

El desprendimiento se presenta como un medio imprescindible para la unión con Dios. San Josemaría, en su libro de homilías Amigos de Dios, hace un comentario muy gráfico sobre la pobreza de espíritu en la homilía titulada: Desprendimiento. Dice así:

Cartas sobre la verdad

135

Hace muchos años ― más de veinticinco ― iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local grande, que atendía un grupo de buenas señoras. Después de la primera distribución, para recoger las sobras acudían otros mendigos y, entre los de este grupo segundo, me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico.

Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, Grande de España. Delante de Dios esto no cuenta nada: todos somos iguales, todos hijos de Adán y Eva, criaturas débiles, con virtudes y defectos, capaces ― si el Señor nos abandona ― de los peores crímenes. Desde que Cristo nos ha redimido, no hay diferencia de raza, ni de lengua, ni de color, ni de estirpe, ni de riquezas...: somos todos hijos de Dios. Esta persona de la que os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género.

A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3). (Amigos de Dios, Homilía: Desprendimiento)

Las palabras que acabo de transcribir dejan claro dónde hay, y dónde no hay, pobreza de espíritu. Hay pobreza cuando hay desprendimiento, mientras que no la hay cuando se da un amor desordenado de los bienes que, en muchas ocasiones, se manifiesta en el vicio capital de la envidia. Sobre este punto están hablando con gran claridad los pastores de la Iglesia cuando de modo repetitivo

Pablo María Ozcoidi García-Falces

136

insisten en que lo importante no es «tener más», sino «ser más». Crecer en las virtudes con la consiguiente divinización del alma es lo verdaderamente importante, independientemente de lo que se posea. Al morir nada nos vamos a llevar de este mundo: desnudos hemos venido y desnudos nos iremos.

Un día el Señor, para dar doctrina sobre esta virtud y librarnos del peligro de la avaricia, contó la siguiente parábola:

Y añadió: «Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee». Y les propuso una parábola diciendo: «Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto. Y se puso a pensar para sus adentros: “¿Qué puedo hacer, ya que no tengo donde guardar mi cosecha?” Y se dijo: “Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?” Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12, 15-21).

Poca visión de futuro tiene quien pone como norte de su vida la riqueza, pues no sabe si la va a alcanzar o, si la alcanza, si le va a durar, pues cuando muera nada podrá llevarse consigo y como dice el Señor: lo que has preparado, ¿para quién será?. Para seguir a Cristo es condición imprescindible estar plenamente desprendido de todo como vemos en el pasaje de la llamada de los discípulos. Dice San Marcos:

Y, mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: «Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres». Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, que estaban en la barca remendando las redes; y enseguida los llamó. Y dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se fueron tras él (Mc 1, 16-20).

Cartas sobre la verdad

137

Los discípulos de Jesús han de estar íntimamente vinculados a Él por la oración (venid en pos de mí) y, además, plenamente dedicados a su misión (os haré pescadores de hombres), por eso son tan elocuentes las palabras que acabamos de leer sobre su comportamiento. De Pedro y Andrés se dice que dejaron «las redes» y de Santiago y Juan que dejaron «a Zebedeo». El desprendimiento capacita al hombre para entregar la vida a Dios, lo que es muy difícil si se poseen riquezas. Vemos que son los jóvenes, los que no tienen nada en el presente aunque el futuro sea prometedor, quienes de hecho se entregan al Señor. En la medida en que se van poseyendo bienes la entrega a Dios se hace más difícil y menos frecuente. Para volar, para seguir al Señor, no podemos estar atados a la tierra ni por un hilo aunque sea muy fino, pues mientras ese hilo no se rompa es imposible levantar el vuelo. Este fue el motivo por el que el joven rico ― nuevo Esaú ― no siguió al Señor. De él nos cuenta la Escritura:

Y se le acercó uno, y le dijo: «Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?». Él le respondió: «¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es el bueno. Pero si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos». «¿Cuáles?», le preguntó. Jesús le respondió: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». «Todo esto lo he guardado ― le dijo el joven ―. ¿Qué me falta aún?». Jesús le respondió: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme». Al oír el joven estas palabras se marchó triste, pues tenía muchas posesiones (Mt 19, 16-22).

No es posible que siga al Señor quien está apegado a los bienes materiales. Quien está apegado ― atado, sujeto ― no puede moverse con libertad. Aquel joven se marchó, no siguió al Señor, pero añade la Escritura que se llevó un fruto amargo de aquella entrevista: la tristeza. Este es el fruto que cosechan quienes se afanan por poseer. Los mismos bienes que poseen son una fuente constante de preocupaciones y trabajos. Por todo ello, una vez que el joven se hubo marchado el Señor dijo: En verdad os digo:

Pablo María Ozcoidi García-Falces

138

difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios. Cuando oyeron esto sus discípulos, se quedaron muy asombrados y decían: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo: «Para el hombre esto es imposible; para Dios, sin embargo, todo es posible» (Mt 19, 23-26).

Fuertes son las palabras del Señor y comprensible la reacción de los Apóstoles, pues los judíos veían en la posesión de bienes terrenos una señal de predestinación. El Señor les hace ver que no es así. Es más, les hace ver que no es fácil para quien tiene los ojos enfangados con las cosas de la tierra comprender las de Dios que le resultan absurdas e inútiles.

Pero el episodio que estoy comentando no ha acabado todavía. El comportamiento de quienes lo han dejado todo y van en pos del Señor podrá parecer a muchos suma necedad, pero son éstos los que realmente encuentran la felicidad en esta vida y en la otra. Santa Teresa lo dice con gran claridad tratando de la paciencia: Nada te turbe/ Nada te espante/ Todo se pasa/ Dios no se muda/ La paciencia todo lo alcanza/Quien a Dios tiene/ Nada le falta/ Sólo Dios basta. Ciertamente, sólo Dios basta. ¡Qué pocos lo comprenden! Elegir lo terreno es un craso error porque supone descuidar el amor de Dios, que es lo único que puede dar sentido a la vida.

Segunda parte

El Amor a la Sabiduría

141

I. Espíritu Santo y amor a la verdad

Carta a San Lucas, médico, evangelista y escritor de los Hechos de los Apóstoles.

Muy estimado San Lucas:

Quiero manifestarte en nombre de todos los cristianos nuestro más profundo agradecimiento por los tesoros de doctrina que nos has entregado en tu detallada y bien cuidada narración de la vida de Jesús (tercer Evangelio), así como por el libro de los Hechos de los Apóstoles donde nos das a conocer la vitalidad de la primera comunidad cristiana fruto de la poderosa acción del Espíritu Santo.

En las cartas anteriores he tratado con detenimiento el tema central de este libro, la verdad; pero todavía no he terminado, pues quedan aspectos muy importantes relacionados con ella, que es preciso tratar. Todos tenemos experiencia de que ante la doctrina del Señor (ante la verdad) hay actitudes de aceptación o de rechazo, sobre esto quiero tratar en esta carta y en las siguientes; sobre la iluminación del alma por el Espíritu y la respuesta del hombre ante esas voces divinas. La acción de esta Persona divina, tan oculta en el interior del alma, hace que sea más difícil hablar de Él que de las dos primeras Personas, por eso se le llama «el gran desconocido». Procuremos que no sea desconocido para nosotros, pues en tal caso desconoceríamos los grandes bienes de la vida interior.

Las operaciones ad extra (hacia fuera) de Dios son comunes a las tres divinas personas, por eso en todas ellas necesariamente actúa el Paráclito (consolador). Aunque, como veremos, el Espíritu Santo es el Don que Jesús nos consigue con su muerte en la cruz, sin embargo, este don siempre ha estado a lo largo de la Historia junto con el Verbo en los hombres santos, en aquellos que han

Pablo María Ozcoidi García-Falces

142

escuchado con docilidad la palabra de Dios. Por eso, al recitar el Credo decimos que el Espíritu Santo ya «habló por los profetas».

La misión de Cristo no acaba con su Ascensión al Cielo, todavía le quedaba una tarea importante, enviar su Espíritu, el «Espíritu de la verdad». Jesús en la Última Cena dijo que convenía que Él se fuera ― refiriéndose a su muerte ― para que viniera otro Consolador. Así en Juan 14, 16-17 podemos leer: Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros (Jn 14, 16-17).

Jesús nos habla del envío de una nueva Persona divina, del Espíritu de la verdad, que permanece junto a nosotros, para añadir poco más adelante: Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho (Jn 14, 26). Esta persona divina, la Tercera, es enviada por el Padre en nombre del Hijo para «enseñar». Y podemos preguntarnos, ¿qué puede enseñar esta persona divina si la revelación de Cristo ha sido plena? No se trata de enseñar cosas, verdades nuevas; sino de disponer el corazón de manera que entendamos y vibremos con las enseñanzas de Jesús. El Señor a todos enseñaba lo mismo, pero unos asimilaban más y otros menos; algunos nada. El fruto de la palabra de Cristo en cada alma es consecuencia de la respuesta del hombre a las sugerencias que el Espíritu Santo nos hace en el interior de la conciencia.

Él, maestro interior de las almas, está deseando abrasarlas con el fuego de su amor. Ya en el capítulo 15 podemos leer: Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí (Jn 15,26). Podríamos decir que el Hijo nos muestra la verdad, mientras que el Espíritu Santo hace que la queramos. Nada bueno puede salir de nuestro corazón sin la intervención del Espíritu, hasta el punto que San Pablo pueda decir que nadie puede decir: ¡Señor Jesús!, sino por el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). En toda obra santa

Cartas sobre la verdad

143

del hombre está presente el gran motor de las almas, el Espíritu santificador, por eso la Iglesia y, con ella, los cristianos cuando se dirigen a Él lo hacen con la expresión: “Ven”.

Aunque, siempre presente, Dios ha querido, para que comprendiésemos mejor la acción del Paráclito, ilustrarnos con un acontecimiento de gran trascendencia, se trata de su envío el día de Pentecostés y los maravillosos efectos que produjo. Lucas, en los Hechos de los Apóstoles nos narras con detalle este suceso clave en el proceso salvador:

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse (Act 2, 1-4).

Los discípulos de Jesús habían recibido sus enseñanzas de modo directo y habían sido testigos de su Pasión, Muerte y Resurrección. El día de Pentecostés estaban reunidos esperando al Espíritu Santo, que Jesús les había prometido cuando les dijo que éste, el Espíritu, les «explicaría» todo llenándolos de «fortaleza». Y así sucedió. Vino el Espíritu Santo, que se manifestó en forma de viento y de fuego. De un viento, de un soplo muy fuerte que les llevó a entender bien las Escrituras hasta el punto que su corazón ardía de gozo y de deseos de dar a conocer el mensaje salvador. Es el Espíritu Santo el maestro interior que nos hace comprender a Jesús y nos impulsa a seguirle y a ser sus pregoneros. Por eso, estimado Lucas, continúas la narración diciendo:

Habitaban en Jerusalén judíos, hombres piadosos venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido se reunió la multitud y quedó perpleja, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estaban asombrados y se admiraban diciendo: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es, pues, que nosotros les oímos cada uno en nuestra propia lengua materna?»

Pablo María Ozcoidi García-Falces

144

Partos, medios, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y la parte de Libia próxima a Cirene, forasteros romanos, así como judíos y prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Estaban todos asombrados y perplejos, diciéndose unos a otros: «¿Qué puede ser esto?». Otros, en cambio, decían burlándose: «Están bebidos» (Act 2, 5-13).

Llama la atención el contraste de este texto con el de la torre de Babel acaecido en los albores de la humanidad. El orgullo les llevó a querer hacer una torre que llegara hasta el cielo y Dios, contemplando su vanidad, decidió destruir aquella obra y lo hizo multiplicando las lenguas, de manera que no se entendieran los unos con los otros. ¡Nadie entendía a nadie! Esta falta de entendimiento es manifestación de cómo opera el egoísmo rompiendo la unidad entre los hombres. En Pentecostés el Espíritu Santo, que es Amor, es enviado por el Padre para hacer que todos se entiendan, a pesar de la diversidad de sus idiomas, y esto se produce como fruto de la caridad que rompe las barreras que puedan separar a los hombres.

Las mociones del Espíritu Santo son necesarias para comprender las enseñanzas de Jesús, pero el hombre puede resistirse a secundar ese influjo divino. Podemos ver la diferencia que hay entre la presencia y la ausencia del Espíritu Santo en el comportamiento de los discípulos de Emaús; y veremos que el cambio se produce después del encuentro con Cristo. Cristo, portador del Espíritu Santo, lo comunica a quienes le escuchan con humildad. Meditemos la narración de este pasaje en la Escritura:

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?». Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?». El les dijo:

Cartas sobre la verdad

145

«¿Qué ha pasado?». Y le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que Él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron» (Act 24, 13-24).

Esta narración manifiesta el profundo desaliento de aquellos discípulos. Dice Cleofás: «Nosotros esperábamos», ¡ya no esperan nada! Hundidos por el fracaso de la cruz, se retiran a Emaús pensando que han vivido un sueño muy hermoso, pero solamente un sueño que ha acabado de forma trágica. Este encuentro con Jesús se produce cuando ya ha tenido lugar la Resurrección, pero ellos son incapaces de entender nada. Ni siquiera les retiene el hecho de que unas mujeres hubieran visto el sepulcro vacío y hubieran afirmado que se les habían aparecido ángeles que decían que estaba vivo. ¿Dónde está ahora el Espíritu Santo? En ellos, no; pero sí en Cristo que les acompaña y les recrimina fuertemente haciéndoles ver que a los profetas había que escucharlos y contrastarlos con los hechos. Así continúa tu relato:

Entonces Jesús les dijo: «¡Necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?». Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él (Act 24, 25-27).

El Señor no se limita a enseñar, también corrige a aquellos dos discípulos, porque lo que les va explicando ellos debían haberlo descubierto, pues claros eran los profetas cuando anunciaban los padecimientos del Mesías y más claro lo había sido el mismo

Pablo María Ozcoidi García-Falces

146

Cristo cuando les anunciaba, y lo hacía con frecuencia, su muerte y resurrección. ¡Los discípulos de Emaús no habían entendido en absoluto las enseñanzas del Señor! Esto nos puede suceder también a nosotros que, aunque escuchamos repetidas veces las enseñanzas de Cristo no las ponemos en práctica, unas veces debido a que no nos hemos enterado de lo que dice el Señor, otras a que no captamos hasta que punto sus palabras reclaman una respuesta coherente por nuestra parte. Somos como aquella semilla sembrada en el camino de la que habla el Redentor en la parábola del sembrador. ¿Acaso no claman a nuestro alrededor, los pobres, los enfermos, los necesitados, los pecadores suplicando nuestro auxilio?, pero nosotros, olvidando las enseñanzas del Maestro, pasamos de largo.

Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo». Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban junto a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: «¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Act 24, 28-32).

Al llegar a Emaús, acabamos de leer que Jesús hizo ademán de seguir adelante, pero aquellos discípulos insistieron en que se quedase con ellos. Al hacerlo, la Escritura nos ha legado dos frases que manifiestan cómo queda el alma cuando la palabra de Cristo es asumida con piedad. Primero dicen a Jesús: Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo. Se encuentran a gusto con el Señor, ahora sí, ahora le están entendiendo, ¡ya tienen al Espíritu Santo! Y cuando Jesús desaparece exclaman: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? El fuego que ardía en el corazón de aquellos hombres nos manifiesta la presencia del Espíritu Santo. En definitiva, Cristo es la verdad, que solamente escuchamos movidos por el amor, que el Espíritu Santo pone en nuestros corazones. Quien asume la palabra y la entiende se llena de gozo, mientras que quien la rechaza se queda en la tristeza.

Cartas sobre la verdad

147

Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían: «El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón». Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan (Act 24, 33-35).

Los discípulos emprenden el camino de regreso a Jerusalén. Al llegar no se habla de otro tema que de la Resurrección del Señor y todo ello en un ambiente de euforia. Los que vienen de Emaús ya no están tristes porque las palabras de Jesús les han trasmitido el fuego del Espíritu Santo y ahora comprenden con un gozo sobrenatural las Escrituras. El Espíritu Santo es el santificador, que habita en nuestros corazones mientras no le echamos por el pecado. Él es fuego de amor, Él es viento que mueve a ser mejor; Él es la fuente de agua viva como dijo Jesús un día en el templo:

En el último día, el más solemne de la fiesta, estaba allí Jesús y clamó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva». Dijo esto del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7, 36-39).

Jesús es la fuente de agua viva, fuente de la que mana el Espíritu, que reciben y comunican los que creen en Él. Viene bien recordar el elocuente episodio de la Samaritana.

Vino una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo: «Dame de beber»... Entonces le dijo la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Pues no se tratan los judíos con los samaritanos. Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido y él te habría dado agua viva».

La mujer le dijo: «Señor, no tienes ni con qué sacar agua y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas, pues, el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él, sus hijos y sus ganados?» Respondió Jesús: «Todo el que bebe de esta agua tendrá

Pablo María Ozcoidi García-Falces

148

sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna».

La mujer le dijo: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla». Le contestó: Anda, llama a tu marido y vuelve aquí. Le respondió la mujer: No tengo marido. Le contestó Jesús: «Bien has dicho no tengo marido, pues cinco has tenido y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad». Le dijo la mujer: «Señor, veo que tú eres un profeta» (Jn 4, 7-19).

Como los discípulos de Emaús también la samaritana pasó de las tinieblas a la luz. Se encuentra con Jesús que le pide agua. Jesús lo hace, entre otros motivos, para atraer su atención. Después de que aquella mujer hiciera referencia a las malas relaciones que había entre judíos y samaritanos, Jesús le dijo que, si supiera quién era, le pediría agua viva, se trata de la gracia santificante ― fruto de la acción del Espíritu Santo ― que aquieta las inquietudes del corazón humano. Aquella mujer le pidió con sencillez de aquella agua viva y entonces Jesús hizo referencia a los muchos pecados que había cometido. La mujer, arrepentida, reconoció a Jesús como profeta y recibió al Espíritu Santo, al agua viva que salta hasta la vida eterna.

La referencia al Espíritu Santo, Señor y dador de vida, es constante en los Hechos de los Apóstoles. Sería interminable hacer una enumeración de pasajes en los que se cita a esta Tercera Persona, que se transmite por la imposición de manos de los Apóstoles y que guía constantemente los pasos de los discípulos. Él es el maestro interior, Él quien vivifica a los fieles y a la Iglesia.

Termino con la Secuencia de la Misa de Pentecostés

Ven, Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven padre de los pobres; ven, dador de las gracias; ven,

lumbre de los corazones.Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce

refrigerio.

Cartas sobre la verdad

149

Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto.

¡Oh, luz santísima!Llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles.Sin tu ayuda, nada hay en el hombre, nada que sea

inocente.Lava lo que está manchado, riega lo que es árido, cura lo

que está enfermo.Doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío, dirige lo

que está extraviado.Concede a tus fieles, que en ti confían tus siete sagrados

dones.Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la

salvación, dales el gozo eterno.

151

II. Docilidad al Espíritu Santo

A San Juan Evangelista

Muy estimado San Juan:

Muchas cartas te he ido enviando con ocasión de mis reflexiones en torno al tema de la verdad. Si lo he hecho es porque hay abundantes textos de la Sagrada Escritura, que nos han llegado por tu mediación, y que son verdaderas «monedas de oro» para quien quiera reflexionar sobre el tema que nos ocupa. Lo que nos dices en el Prólogo de tu evangelio ― como hemos visto en la parte primera ― arroja luz abundante sobre la esencia de la verdad y su comunicación por Dios a los hombres. Acudo, de nuevo, a ese texto para fijar ahora la atención «en la respuesta de los hombres» a este maravilloso don de Dios.

Allí se lee: Y la luz (de la Naturaleza) brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. Para añadir más tarde: Y el mundo no le conoció. Con estas breves y sabias palabras dices del hombre que «no capta» la revelación natural y añades la razón de ello, no la capta porque «no la recibe». Primero nos hablas de la luz para, a continuación, referirte a las tinieblas.

La luz que brilla es la revelación natural. Entonces, ¿a qué te refieres cuando hablas de tinieblas?, ¿cómo hay que entender esas tinieblas? Creo no interpretar mal tu pensamiento si digo que las tinieblas son los ojos humanos, o mejor todavía, su inteligencia. Es la inteligencia quien es tiniebla por cuanto está dañada, manchada y herida; por este motivo no capta la luz. El mal uso de la inteligencia es quién la lleva a no captar las verdades que «pronuncia» la Naturaleza. Entonces, si la inteligencia es mala y ciega, nos podemos preguntar sobre el sentido que tiene que el Universo sea luz si la inteligencia es tinieblas.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

152

Una vez más acudes en nuestro auxilio y nos sacas de la confusión cuando añades: Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. ¡Qué claras son tus palabras! En verdad no sucede que los ojos sean incapaces de captar la luz, sino que no están bien dispuestos respecto a ella: «no la reciben», se cierran. Por eso has dicho: la luz brilla en las tinieblas. El Verbo está presente en el mundo, en la Creación que fue hecha por Él y en Él, pero así como la sabiduría inmersa en la Creación no ha sido recibida, tampoco será recibido el mismo Verbo cuando, encarnado, venga para ser luz para los suyos. Por tanto, y siguiendo el sentido de tus palabras, bien se puede decir que el hombre rechaza la Sabiduría tanto si ha sido entregada por Dios en la Creación (revelación natural) como por Cristo en la Encarnación (revelación sobrenatural).

Sin embargo, aunque el ungido de Dios no sea recibido, hay que decir que Él vino «para ser recibido». Por eso, Juan, en el Prólogo, más adelante, matizas aquel rechazo generalizado al que te has referido, cuando añades que hay quienes sí le reciben y que a éstos les dio el poder de ser «hijos de Dios».

Jesús en su predicación se hace eco de esta enseñanza. Ejemplo de ello es la parábola del sembrador, que comentaré más detenidamente en otra carta, en la que el Maestro manifiesta las diversas actitudes con que los hombres acogen sus enseñanzas. Hay pasajes de la Sagrada Escritura donde se nos presenta a personas que no acogen bien el mensaje del Redentor aún viniendo avalado por milagros espectaculares. Así sucedió con la resurrección de Lázaro. A unos les condujo a la fe, pero para otros fue motivo de mayor encono contra Jesús. Comentando esta penosa actitud nos cuentas en la exposición de este episodio lo siguiente:

Entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos convocaron al Sanedrín: «¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación». Uno de ellos, Caifás,

Cartas sobre la verdad

153

que aquel año era sumo sacerdote, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación?» (...). Así, desde aquel día decidieron darle muerte (Jn 11,47).

La verdad «Jesús es el Mesías», confirmada por el portentoso milagro de la resurrección de Lázaro, condujo a muchos a la fe; sin embargo, sus enemigos, lejos de rectificar su actitud, entienden que la situación se ha vuelto insostenible y que deben matarle. Este modo diverso de reaccionar ante un mismo acontecimiento puede estar motivado por muy diversos factores, pero, el principal, el que es su raíz, es «la actitud ante la verdad». Hay personas que aman la verdad, mientras que otras no. Hoy día no cabe ninguna duda de que el aborto es un asesinato ― dato siempre atestiguado por el sentido común y confirmado recientemente de un modo irrefutable por la ciencia ―, a pesar de ello no faltan quienes se manifiestan partidarios del aborto, a mi parecer porque no han meditado un ápice sobre el tema.

Indudablemente no se debe actuar cuando hay certeza de que se obra mal, por ejemplo, si se sabe que el aborto es un asesinato; pero tampoco cabe actuar cuando hay «duda» de la moralidad del acto, pues en este caso quien obra «se arriesga» a realizar una acción perversa. Así, si alguien duda si un aborto es un delito, no puede actuar porque se arriesga a ser un asesino. No creo que haga falta argumentar que en la duda no cabe actuar.

Como el Espíritu Santo es el maestro interior de las almas, la santidad se resume en docilidad, en obediencia a sus divinas inspiraciones. Lo propio del Espíritu Santo es iluminar nuestro camino y lo propio nuestro es secundar sus enseñanzas. Esto es lo que quiso decir Jesús a Nicodemo en aquella visita que de modo oculto, pero sincero, le hizo aquel hombre principal entre los judíos. Narras este pasaje en el capítulo tercero de tu evangelio:

Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los

Pablo María Ozcoidi García-Falces

154

prodigios que tú haces si Dios no está con él». Contestó Jesús y le dijo: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios». Nicodemo le respondió: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?».

Jesús contestó: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 1-8).

Nicodemo comienza la conversación, que acabamos de leer, alabando a Jesús, quien haciendo caso omiso de tales elogios le dice que tiene que «nacer de lo alto», que tiene que nacer de nuevo. Ante la sorpresa de Nicodemo Jesús le indica la necesidad de ser dóciles al Espíritu con estas palabras: El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu. Ajenos a esta acción del Paráclito camina la mayor parte de la humanidad, otros le atienden según su sensibilidad, unos más, otros menos. Los santos procuran secundar siempre y en todo las divinas inspiraciones, por eso su vida, al tener un profundo motor sobrenatural, resulta, en muchas ocasiones, poco comprensible a quienes viven lejos de Dios. Un ejemplo de docilidad al Paráclito, que nos puede ayudar, es la oración compuesta por San Josemaría, el año 1934, y que refleja este espíritu de rendida obediencia:

Ven, ¡oh Santo Espíritu! Ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad... He oído tu voz y no quiero endurecerme y resistir diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y de Sabiduría. Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras... (San JoSemaría.

Cartas sobre la verdad

155

Camino. Edición critico-histórica preparada por Pedro Rodríguez. Comentario al punto 57).

Jesucristo, modelo de docilidad, es conducido por el Espíritu en primer lugar a la tierra cuando por disposición divina el Verbo se encarna. Al final de su vida, cuando esté a punto de expirar dirá: Todo se ha consumado. Y durante su caminar terreno todos los pasos son una respuesta fiel al designio de Dios; en una ocasión se retira al desierto para ser tentado por el diablo, en otras se retira a un lugar solitario para rezar, muchas veces acude a los poblados al encuentro de las almas, pero siempre va movido por el Espíritu para cumplir la voluntad del Padre. En el Huerto de los Olivos, movido por el Espíritu dirá: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Perdóname, Juan, una breve anécdota que puede ilustrar este tema y al mismo tiempo sonreír. Un día, viajando a San Sebastián con otro sacerdote, nos pusimos a rezar el rosario, en concreto los misterios gloriosos. Dirigía yo. Al llegar al tercer misterio de gloria dije: «Tercero: La venida del Espíritu Santo». Mi acompañante añadió de modo inmediato: «¡Que buena falta hace!». Aquella salida me alegró porque el Espíritu Santo no es solamente el gran desconocido, sino también el gran ausente. Hay muchos corazones en los que no hay sitio para Él. Siempre, pero de un modo especial en los momentos históricos en que vivimos, es muy necesaria la intervención de aquel que santifica a las almas, a las almas que le son dóciles.

Termino recordando que, mientras que la misión del Espíritu Santo es iluminarnos, la nuestra es secundar sus inspiraciones.

157

III. El amor a la Sabiduría:

condición para alcanzarla

Carta a Poncio Pilato, que fue Gobernador de Judea:

Excelentísimo Señor:

Sin duda no habrás olvidado a aquel hombre que condenaste a muerte mientras te lavabas las manos, gesto que en absoluto te exime de responsabilidad. Ciertamente te lavaste las manos, que no el alma, pobre diablo. Aquel hombre que estaba ante ti era el Hijo de Dios, como ya lo habrás podido comprobar, tal vez con espanto. Grande fue tu pecado, pero más grande es la misericordia divina que no tiene límites cuando se encuentra con un hombre arrepentido. Sin embargo, hay algo de lo que no te podrás librar nunca, de ser citado en el Credo. Solamente dos criaturas son mencionadas en la profesión de fe, una es María Santísima, en quien siempre reposaron las dos manos del Padre, el Verbo y el Espíritu. En tal sentido se dice en el símbolo: Et incarnátus est de Spíritu Santo ex María Virgine, et homo factus est... (Se encarnó de María Santísima y se hizo hombre). La otra persona eres tú.

Pilato, mira a María que es tu antítesis, ella ama la verdad y la recibe de modo sobreabundante. Como la ama, la asume de manera que es la «Llena de gracia». Tú, en cambio, eras un político, un pragmático. Ciertamente no es fácil encontrar un político con principios — ¡no imposible, pero casi! — y tú no fuiste la excepción. Lo importante en aquel momento era tu carrera política, que no ibas a comprometer a causa de aquel pobre nazareno. Todavía recordarás el diálogo que tuviste con aquel hombre. Recordar es poco, ¡lo tendrás grabado a fuego!

Pilato entró de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tu el Rey de los judíos?» Jesús contestó: «¿Dices esto por ti mismo, o

Pablo María Ozcoidi García-Falces

158

te lo han dicho otros de mi?». «¿Acaso soy yo judío?» ― respondió Pilato ―. «Tu gente y los príncipes de los sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho?». Jesús respondió: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que fuera no entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «¡O sea, que tu eres Rey?». Jesús contestó: «Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz». Pilato le dijo: «¿Qué es la verdad?» Y después de decir esto, se dirigió otra vez a los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en Él ninguna culpa» (...) (Jn 18, 33-38).

Pobre gobernador de Judea, preguntas a Jesús ¿qué es la verdad? de un modo y en un tono que manifiestan claramente tu desprecio por ella: tu talante escéptico. Si la hubieras amado la habrías encontrado, ya que la tenías delante de los ojos en la persona de Jesús. Por otra parte quisiera recordarte una afirmación que hiciste, y que manifiesta que al menos una verdad tenías, cuando dijiste: Yo no encuentro en Él ninguna culpa. Eso ya era una verdad, pero como no la amabas fue un conocimiento inútil.

A esta consecuencia quería llegar al comentar tu diálogo con Jesús: que quien no ama la verdad, el que adopta una actitud escéptica, jamás la encontrará, pero eso no sucede porque sea imposible, sino porque no interesa. Este es aquel pecado que está en la raíz de todos los demás, el desprecio por la verdad. Siendo el hombre el único ser «capaz de la verdad» y siendo ésta el principio de todas sus maravillosas posibilidades, renunciar a ella, pensar que es imposible alcanzarla, es fuente de destrucción del hombre en lo más profundo de su ser, en su espiritualidad.

Y la consecuencia más evidente del desprecio a la verdad es la mala conducta. Por eso, tú, que debías absolver al inocente, no solamente lo condenaste a muerte de cruz como pedían los judíos, ¡grave crimen!, sino que tu cobardía añadió otros sufrimientos, pues le hiciste azotar para después ponerle sobre la cabeza una corona de espinas. No encontrabas la verdad porque no la amabas,

Cartas sobre la verdad

159

¿acaso no sabías lo que saben hasta los niños, que los justos deben ser absueltos? Y como no fuiste consecuente con la verdad te convertiste en un criminal deicida, porque mientras donde habita la verdad habita también el bien, donde se instala el error se instala el mal.

Preguntaste ¿qué es la verdad? La contestación es muy sencilla: «verdad es cono cer cómo son las cosas». Desconocer es ignorar, y errar es tener ideas equivocadas sobre la realidad. De manera que la verdad primero está en las cosas y luego en la mente. ¿Y es posible la verdad? Ciertamente sí, pues si no fuera así ni nos moveríamos. Todo hombre tiene clara conciencia de que la puede alcanzar, ¡en otro caso qué sentido tendrían las discusiones! La razón de ser de éstas es el convencimiento de que se posee la verdad.

Recoge Orozco la siguiente anécdota: estando J-P Sartre —el filósofo del absurdo— en petit comité, defendiendo con particular vehemencia, argumentando con toda suerte de efectos dialécticos que la verdad no existía. En esto, una discípula enardecida por el entusiasmo exclamó: “¡qué gran verdad es ésta!”» (orozCo, a., La libertad en el pensamiento). Y es que por mucho que se pretenda argumentar en contra, el sentido de la verdad está impreso en todo hombre incluso en los más escépticos, que defenderán con verdadero ardor su verdad, que «la verdad no es alcanzable», incurriendo de este modo en una clara contradicción. Se refiere de modo clarividente a este tema Santo Tomás cuando dice:

Quien niega la existencia de la verdad afirma implícitamente que la verdad existe, pues si la verdad no existiese, sería verdad que ella no existiría; y si algo es verdadero es necesario que exista la verdad. (S. Tomás de Aquino. Suma Teológica. I,q. 2.a 1,ad 3).

Podemos, pues, reprocharte, ilustre Magistrado del Imperio, que tu escepticismo no tiene justificación alguna, poseías verdades, lo sabías, pero no las valoraste. Y es por esta miserable incoherencia por lo que te recuerdan los cristianos cada vez que recitan el Credo al decir de Jesús que padeció bajo el poder de Poncio Pilato.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

160

Espero que hayas hecho penitencia. Pido por tu alma y por la nuestra, pues muchas veces vemos la verdad, pero no queremos reconocerla. Y esto, tan ilógico, es demasiado frecuente. Tu mal modo de proceder es un grave aviso para cada hombre.

161

IV. El rechazo de la verdad:

pecado contra el Espíritu Santo

A los fariseos, “celosos” observantes de la Ley de Moisés.

Ilustrísimos Señores:

Jesús ofrecía con sus palabras el perdón de todos los pecados, pero al mismo tiempo afirmaba que había un pecado que no tenía remisión. ¿Cuál es este pecado? El pecado contra el Espíritu Santo.

Tal pecado ciertamente no admite perdón, pero es preciso aclarar que esto no se debe a que Dios sea un vengador implacable, sino a la mala disposición del pecador, que rechaza la verdad con todo lo que eso trae consigo, pues, al no reconocer los pecados y no arrepentirse, se hace incapaz de recibir el perdón de Dios.

Peca contra el Espíritu Santo quien rechaza la verdad conocida «sobre la propia conducta», como sucede a quien, aún viendo que obra mal, dice, y se dice a sí mismo, que obra bien. Este modo de actuar era hábito en vuestra secta por eso no pudisteis escuchar a San Esteban cuando antes de ser martirizado os reprochó vuestra conducta con estas palabras: ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre os estáis resistiendo al Espíritu Santo...! (Act 7,51).

Este reproche os lo hizo, no porque no vierais, sino «porque no queríais ver». Pero fariseos somos todos los que seguimos vuestro modo de proceder. Como vosotros, a veces, intuimos que nuestras obras son malas, pero a pesar de ello cerramos fuertemente los ojos porque no queremos rectificar. En nuestra soberbia llegamos, incluso a afirmar que Dios no habla, cuando en realidad somos nosotros los que no escuchamos, haciendo de este modo penar al Espíritu Santo que no tiene nada que decirnos

Pablo María Ozcoidi García-Falces

162

porque también nosotros, como vosotros, los fariseos, tenemos los oídos cerrados.

El Evangelio de San Juan narra un suceso cuya autenticidad resulta indiscutible al lector, tanta es su sencillez y frescura, que la sinceridad del mismo resulta patente. No es fácil inventar un pasaje así. Se trata de la curación del ciego de nacimiento que recoge San Juan en el capítulo 9 de su Evangelio. La iré narrando poco a poco.

Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?». Respondió Jesús: «Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, pues llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo». Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos y le dijo: «Anda, lávate en la piscina de Siloé» ― que significa ― Enviado». Entonces fue, se lavó y volvió con vista» (Jn 9, 1-7).

El Señor, una vez más, se encuentra con el dolor, con un ciego de nacimiento. La ceguera lleva consigo grandes limitaciones físicas, pero como se ve en el texto también morales, pues los discípulos hacen una pregunta con toda naturalidad, pero cuyo contenido era muy duro: ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego? El Señor manifiesta lo equivocados que están y les aclara que si aquel hombre ha nacido ciego ha sido por voluntad de Dios, para que se manifiesten en él las obras de Dios. A continuación Jesús lo curó. Seguimos leyendo:

Los vecinos y los que le habían visto antes, cuando era mendigo, decían: «¿No es éste el que estaba sentado y pedía limosna?». Unos decían: «Sí, es él». Otros en cambio: «De ningún modo, sino que se le parece». Él decía: «Soy yo». Entonces le preguntaban: «¿Cómo se te abrieron los ojos?». Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: “Vete a Siloé y lávate”. Así que fui, me lavé y comencé a ver». Le dijeron: «¿Dónde está ése?». El respondió: «No lo sé”» (Jn 9, 8-12).

Cartas sobre la verdad

163

La actitud de los vecinos es lógica al ver curado al ciego. En primer lugar se discute si es realmente el mendigo, unos dicen que sí, otros que no; al final será el mendigo quien zanja la cuestión cuando dice: «soy yo». Luego, los que le conocían quieren saber como se ha curado, lógica pregunta también. El ciego lo explica. Y terminan preguntándole dónde está Jesús. Aquel hombre, que era muy sencillo y claro, responde «que no lo sabe».

Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. El día en que Jesús hizo el lodo y le abrió los ojos era sábado. Y los fariseos empezaron otra vez a preguntarle cómo había comenzado a ver. Él les respondió: «Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo». Entonces algunos de los fariseos decían: «Ese hombre no es de Dios, porque no guarda el sábado». Pero otros decían: «¿Cómo es que un hombre pecador puede hacer semejantes prodigios?». Y había división entre ellos. Le dijeron, pues, otra vez al ciego: «¿Tú qué dices de él, puesto que te ha abierto los ojos?». «Que es un profeta», respondió (Jn 9, 13-17).

Aparecen en escena los fariseos que quieren interrogar de nuevo al ciego. Nada hay que reprochar a tal comportamiento. El ciego vuelve a explicar su curación y queda claro que es un milagro. Pero los fariseos se dividen, pues hay unos que reaccionan en contra del Señor por hacer obras que no están permitidas en sábado, mientras que hay otro grupo, menor, no convencidos con la objeción sabática, que defienden al Señor con una razón de bastante más fuerza: «Que alguien explique cómo un hombre pecador puede hacer prodigios». Como antes la plebe le había preguntado por Jesús, son ahora los fariseos quienes le preguntan de nuevo al ciego qué pensaba. Y con la sencillez que le caracteriza contesta: Que es un profeta.

No creyeron los judíos que aquel hombre habiendo sido ciego hubiera llegado a ver, hasta que llamaron a los padres del que había recibido la vista, y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo que decís que nació ciego? ¿Entonces cómo es que ahora ve?». Respondieron sus padres: «Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Lo que no sabemos es cómo es que ahora ve. Tampoco sabemos quién le abrió los ojos. Preguntádselo a él, que edad tiene. Él podrá decir de sí mismo». Sus

Pablo María Ozcoidi García-Falces

164

padres dijeron esto porque temían a los judíos, pues ya habían acordado que si alguien confesaba que él era el Cristo fuese expulsado de la sinagoga. Por eso sus padres dijeron: «Edad tiene, preguntádselo a él» (Jn 9,18-23).

Los fariseos no creyeron en el milagro. Esta reacción recuerda la parábola de Epulón. Cuando éste pide a Abraham que le permita ir a contar a sus hermanos sus sufrimientos en el infierno para que hagan penitencia, Abraham le dice que no creerán aunque un muerto resucite. Cuando no se quiere creer se niega la misma evidencia. Hoy hay muchos milagros, pero también hay muchos hombres que viven de espaldas a ellos.

Esta resistencia a creer les llevó a llamar a los padres del ciego para confirmar el milagro, pero estos estaban acobardados, pues el sanedrín ya había dispuesto que si alguno confesaba que Jesús era el Cristo fuese expulsado de la sinagoga, por eso se limitaron a contestar que aquel hombre que estaba delante, gozando de buena vista, era su hijo y que había nacido ciego, pero no quisieron contestar a más preguntas. Dijeron que le preguntaran al hijo: «Edad tiene».

Y llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Él les contestó: «Yo no sé si es un pecador. Sólo sé una cosa: que yo era ciego y ahora veo». Entonces le dijeron: «¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?». «Ya os lo dije y no lo escuchasteis», les respondió: « ¿Por qué lo queréis oír de nuevo?, ¿es que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?». Ellos le insultaron y dijeron: «Discípulo suyo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero ése no sabemos de dónde es». Aquel hombre les respondió: «Esto es precisamente lo asombroso: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores. En cambio, si uno honra a Dios y hace su voluntad, a ese le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no fuera de Dios no hubiera podido hacer nada». Ellos le respondieron: «Has nacido

Cartas sobre la verdad

165

empecatado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros?» Y lo echaron fuera (Jn 9,24-34).

Como de la declaración de los padres no sacaron ninguna conclusión los fariseos volvieron a llamar al ciego para hacerle un segundo interrogatorio. Pero la malicia de ellos queda patente, pues no se dirigen a él para aclarar el caso por cuanto empiezan con unas palabras, que suponen una coacción. Ellos, los investidos de autoridad, le dicen que saben que Jesús es pecador. El ciego no se deja influir por tales infamias, sino que remitiéndose a los hechos dice que él lo que sabe es que antes era ciego y ahora ve. Era un modo indirecto de decirles que Jesús no era pecador.

Entonces volvieron a preguntarle por su curación, a lo que contestó que ya se la había explicado y añadió si se lo preguntaban porque querían hacerse discípulos de él. La ironía del ciego fue muy fina y valiente; decirles aquello era lo último que esperaban y querían oír los fariseos. Con tales palabras comenzó a sacarles de quicio. Entonces los fariseos dijeron que ellos eran discípulos de Moisés y que de Jesús no sabían nada. Entonces el ciego dio una contestación llena de bondad y sensatez: «Esto es precisamente lo asombroso: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores. En cambio, si uno honra a Dios y hace su voluntad, a ese le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no fuera de Dios no hubiera podido hacer nada».

En aquella pelea verbal salió vencedor el ciego, por ello los derrotados dialécticamente reaccionaron de un modo que es muy común en casos semejantes, acudir al argumento ad hominem. Le insultaron. Es frecuente, quien no tiene razón acude a la violencia. Pero sigamos leyendo el relato:

Oyó Jesús que lo habían echado fuera, y encontrándose con él le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?». Él respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Le dijo Jesús: «Lo has visto; el que habla contigo, ése es». Y él exclamó: «Creo, Señor». Y se postró ante él. Dijo

Pablo María Ozcoidi García-Falces

166

Jesús: «Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,1-39).

Con estas palabras termina este pasaje. El Señor, contento y agradecido por la sencillez y valentía de aquel hombre bueno y que tanto había sufrido en su vida, se hizo el encontradizo y le manifestó que él era el Cristo, el ungido de Dios, a lo que el ciego respondió con un acto de fe: Creo, Señor. El pasaje termina con unas palabras de Jesús en las que declara que él ha venido para que los que no ven vean y los que ven no vean. Los que ven son los fariseos, pero ante la luz de Cristo se quedan ciegos.

Este pasaje, narrado de modo tan detallado, revela la actitud de los fariseos que no están dispuestos a aceptar el milagro y, como no pueden rebatirlo, pasan a negar la validez de ninguna interpretación positiva del mismo. Esto es el pecado contra el Espíritu Santo: negar la evidencia, no buscar la verdad, no dejar hablar al Espíritu Santo en el fondo del alma, rechazar la luz.

¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede alcanzar el perdón de Dios? Lo hemos visto en los fariseos, porque como no quieren reconocerse pecadores no cabe el arrepentimiento y, por lo tanto, no es posible el perdón porque hay una cerrazón absoluta ante la verdad. Por ello se trata de un pecado que es irremisible «por su naturaleza». No porque Dios no lo quiera perdonar sino porque el hombre no acepta su condición de pecador. Cuando se habla de este pecado es preciso señalar que no consiste en insultar al Espíritu Santo, sino que se trata, más bien, de un rechazo del Espíritu Santo en su acción salvadora en cuanto «convence al hombre de su pecado». Ciertamente no hay remisión, pero no hay remisión porque no hay penitencia, y esta falta de penitencia aparta al mismo hombre de las fuentes de la salvación. A tales hombres no les importa su pecado, ni se dejan ilustrar por Dios, de esta manera el hombre reivindica «un derecho a permanecer en el mal». Es una auto-prisión que no le permite salir del estado de pecado.

Esta especie de pecado podrá, tal vez, parecer poco frecuente pero no es así. Muchas veces el hombre intuye su error, pero

Cartas sobre la verdad

167

acalla la conciencia porque no quiere cambiar de conducta, ya que esto podría suponer una vida más sacrificada, el reproche de los demás.... Hace muchos años hablando con un joven que había dado la espalda a la posibilidad de una conversión personal, comentando el mandamiento que se refiere a la castidad, el sexto, me dijo que para él determinados comportamientos pecaminosos no lo eran en absoluto. Después le pregunté por el séptimo mandamiento — no robarás — y me dijo lo mismo. Así fuimos viendo mandamiento tras mandamiento y nada para él era pecado. Solamente cambió de actitud cuando le pregunté por el 5º — no matarás —. Me dijo que ese sí era pecado y me dio como toda razón: «no quiero que me maten».

Este es un ejemplo claro de dureza de corazón o de pérdida del sentido de pecado. En otros tiempos las personas cometían pecados, pero luego se arrepentían porque reconocían la malicia de su conducta. Hoy día se peca con toda tranquilidad, y la razón de ello se encuentra en que «la pérdida del sentido de pecado» se debe a «la pérdida del sentido de Dios».

No necesito, fariseos, preguntaros acerca del por qué de vuestro rechazo de la verdad, porque está muy claro. Se trata de un prejuicio consistente en considerar a la religión judía, en la que vosotros gozabais de una posición privilegiada, como definitiva, de manera que no estabais dispuestos a que el llamado Jesús diera al traste con ella y con vuestros privilegios. Este prejuicio os hacía refractarios a todo tipo de pruebas. Hasta vuestros servidores dicen «ningún hombre ha hablado como éste» y llegasteis a querer matar a Lázaro porque el milagro de su resurrección hacía que todos los hombres fueran tras el Señor.

Por tanto, el amor a la verdad ha de estar libre de prejuicios y limpio de desviaciones de la conducta. Realmente un enemigo de gran importancia para la verdad son los prejuicios. Éstos son recibidos de la sociedad y, para evitar problemas, no nos cuestionamos su veracidad. Así el hombre acepta lo que se dice «por ahí» para evitarse complicaciones, pero este modo de proceder

Pablo María Ozcoidi García-Falces

168

ciertamente es enemigo de la verdad y de los que así actúan poco bueno se puede esperar.

Muchos hombres no encuentran la verdad de su vida, es cierto, pero también es cierto que a la mayoría de ellos el mayor valor, que es la verdad, les importa —perdóneseme la expresión — un bledo. Y es lógico que lo que no se busca, ni se ama, no se encuentre. ¡Cuántos hay que solamente buscan lo útil, en el sentido más materialista de esta expresión! ¡Cuántos aparentan buscar la verdad, pero lo que buscan es la dialéctica, o el llevar la contraria por el mero placer de llevar la contraria! Personas así es imposible que encuentren la verdad.

169

V. Conducta y verdad

Al rey Salomón, sabio en la juventud, necio en la vejez

Estimado Señor:

Te escribo esta carta porque en tu vida hiciste verdad aquella sentencia moral que dice: Cuando no se obra como se piensa se acaba pensando como se obra. Quien no lleva una conducta recta acaba apartándose de Dios y, con Él, de la sabiduría; esto puede suceder ― se trata de un ejemplo ― con algunos jóvenes que, arrastrados por el apetito sexual, acaban en las orillas del ateísmo. Este itinerario es lógico; cuando una persona vive de espaldas a algún mandamiento termina encontrándose ante Dios ― como Adán y Eva ― desnudo. Como esta situación es muy incómoda, si no hay arrepentimiento, si no hay conversión, el hombre acaba eliminando de su vida a ese Dios que es un testigo fastidioso de su vida depravada.

Salomón, tú desgraciadamente recorriste el camino que acabo de mencionar. Para exponer la ruta que seguiste voy a recordar dos momentos cruciales de tu vida. En el primero de ellos dice la Escritura que te hiciste grato a Dios por haber amado la sabiduría y haber pedido que se te concediera. Como eras muy joven cuando fuiste nombrado rey de Israel, te sentiste muy inseguro ante la tarea que tenías que realizar, entonces, tu humildad te condujo a pedirle a Dios gobernar con acierto y el Señor no dudó en concederte lo que le pedías:

En Gabaón, el Señor se apareció a Salomón en sueños durante la noche. Y Dios le dijo: «Pide lo que quieres que te dé». Salomón respondió: «Tú obraste con gran misericordia hacia tu siervo, mi padre David, y él caminó en tu presencia con fidelidad, justicia y rectitud de corazón. Mantuviste con él gran misericordia y le concediste un hijo que se sentara sobre su trono tal como sucede hoy. Ahora, Señor, Dios mío,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

170

Tú has hecho reinar a tu siervo en lugar de mi padre David, yo soy un niño pequeño que no sé conducirme; tu siervo está en medio del pueblo que Tú te elegiste, un pueblo numeroso que no puede ser contado ni censado debido a su multitud. Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal. Pues, ¿quién podrá juzgar a tu pueblo siendo éste tan grande?»

Fue grato a los ojos del Señor que Salomón hubiera pedido tal cosa, y Dios le respondió: «Porque has hecho esta petición y no has pedido para ti ni muchos años, ni riquezas, ni la vida de tus enemigos, sino que pediste para ti discernimiento para escuchar juicios, mira que yo he obrado según tus palabras: te he dado un corazón sabio e inteligente hasta el punto que no ha habido antes otro como tú, ni existirá después. Además te he concedido lo que no has pedido para ti: riquezas y gloria tales, que ningún rey te igualará en todos tus años. Y si sigues mis caminos guardando mis leyes y mis mandamientos como los siguió tu padre David, yo prolongaré tus años”» (I Rey 3, 5-14).

Ciertamente tu petición fue escuchada y la fama de tu sabiduría llegó a los más lejanos territorios. Durante mucho tiempo tu conducta fue coherente con la verdad, pero al llegar a la vejez ― tal vez te sentiste muy seguro de ti mismo, que es lo peor que puede pasar ― y te entregaste al pecado, especialmente a la fornicación, tanto a la de la carne como a la de la idolatría. Y así como la humildad y rectitud de tus comienzos atrajeron hacia ti el amor de Dios, así la soberbia y malicia de tu vejez hicieron que enojaras a Dios, que te maldijo. Su castigo fue un desastre para el pueblo, pues Dios predijo la división del reino. Con ocasión de esta desordenada vida Dios te vuelve a dirigir la palabra:

Entonces dijo el Señor a Salomón: «Por lo que has consentido, sin guardar mi alianza ni los preceptos que te ordené, te retiraré el reinado y se lo daré a un siervo tuyo. Pero, en atención a tu padre David, no lo haré en tus días sino que lo retiraré de manos de tu hijo. Sin embargo, no le retiraré todo el reino; dejaré una tribu a tu hijo en atención a mi siervo David y a Jerusalén, la ciudad que elegí» (1 Rey 11,11-13).

Cartas sobre la verdad

171

Un punto de referencia, que confirma lo que vengo diciendo, es el comportamiento del rey de Inglaterra Enrique VIII. Bien conocido es el conflicto que tuvo con la Sede de Roma por pretender que el Papa disolviera su matrimonio con Catalina de Aragón. No se llegó a un arreglo y aquellos sucesos acabaron en un cisma que hoy resulta social y jurídicamente ridículo. Como un nuevo Salomón, Enrique cayó en brazos de una impureza que le apartó de la sabiduría, hasta el punto de que, cegada su mente, llegó a ser un brutal asesino. Enrique, tiempo antes de esta crisis, por haber escrito un libro sobre la Eucaristía, había recibido de la Santa Sede el título de Defensor fidei (Defensor de la fe).

El Romano Pontífice pensó que no podía reconocer la nulidad de su matrimonio y, aún previendo las gravísimas consecuencias que derivarían de su firmeza, se negó a conceder tal nulidad. Bien obró el Papa al poner en práctica el principio de que el fin no justifica los medios. Entonces Enrique VIII, para conseguir lo que quería, casarse con Ana Bolena (después vendrían otras mujeres), se declaró Cabeza de la Iglesia de Inglaterra e hizo promulgar el Acta de Supremacía, que todos tendrían que aceptar si no querían sufrir la pena de muerte.

Se trata de un claro ejemplo de cómo los vicios, y especialmente los de la carne, ciegan el alma para la verdad. El penoso cisma que provocó Enrique VIII se fue trasformando en herejía, una herejía que permanece hasta hoy y que resulta absurda a cualquier hombre cuerdo. En la Edad Moderna, época de absolutismo real, pudo parecer a algunos que la Iglesia debía ser una corporación dependiente del Estado. Hoy, en un país democrático, en una Inglaterra donde hay tantos católicos y creyentes de otras religiones que son buenos súbditos de la reina, aquella ruptura resulta sencillamente anacrónica.

He vivido catorce años en Valladolid donde, desde la época de Felipe II, hay un seminario de Ingleses que ha dado más gloria a Inglaterra que sus admirables triunfos militares. En esta ciudad, como en Roma y en Lisboa, estudiaban, para sacerdotes católicos,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

172

jóvenes ingleses a los que nada más regresar a su tierra, en cuanto los encontraban, sin necesidad de Inquisición, los colgaban. Ese Colegio tiene la gloria de contar con santos y beatos mártires elevados a los altares. Además su capilla está presidida por una imagen de la Virgen, llamada «Vulnerata», que quiere decir «profanada». El corsario Raleigh, al asolar Cádiz, arrastró la imagen de la Virgen por la ciudad. Hoy esa imagen se venera en el estado deplorable en que quedó después de semejante sacrilegio. Los alumnos del Seminario desde hace siglos reparan aquella infamia.

Ya he expuesto cómo para alcanzar la sabiduría es necesario amarla, pero es preciso añadir que para amarla hay que amar también el modelo de vida que ella comporta. Si nos preguntamos por qué Pilato no juzgó según verdad podemos contestar porque no la amaba, pero podemos seguir preguntándonos y ¿por qué no la amaba? Por que no amaba sus consecuencias. Lo mismo que luego le sucedió al rey de Inglaterra. La verdad no es algo inalcanzable, sino más bien todo lo contrario. Los hombres percibimos su luz en el fondo de la conciencia, que es el lugar donde nos habla el Espíritu. Pilato, sabía que Jesús era inocente y que su función de juez le exigía su absolución, pero obró mal porque tenía miedo a los judíos. La Sagrada Escritura enseña que la Sabiduría es fácil, ― ¡qué contraste con lo que al respecto nos dice la filosofía moderna! ―. Quien busca la verdad la encuentra. Así lo dice el Libro de la Sabiduría:

La sabiduría es resplandeciente e imperecedera; los que la aman la contemplan con facilidad, los que la buscan, la encuentran. Se adelanta a darse a conocer a quienes la anhelan. Quien madruga por ella no pasará fatigas, la encontrará sentada a la puerta. Pensar en ella es sensatez perfecta; quien vela por ella pronto estará libre de preocupaciones. Que ella misma anda buscando a los que le son dignos, se les muestra en el camino con actitud benigna y les sale al encuentro llena de solicitud. Su comienzo verdadero es el deseo de instrucción, y desvelo de la instrucción, el amor. El amor consiste en observar sus leyes, la guarda de las leyes es garantía de incorruptibilidad y la incorruptibilidad otorga el estar cerca de Dios. El anhelo de la sabiduría, pues, lleva al reino. (Sb 6, 12-20).

Cartas sobre la verdad

173

La Sabiduría no es un puro conocimiento teórico, debe ser llevada a la práctica. La verdad es para encarnarla, para incorporarla a la conducta, de manera que, mientras que quien vive según la Sabiduría va creciendo en ella, el que no es coherente con ella progresivamente la va perdiendo. Hasta el punto de que aquéllos que en otro tiempo fueron los mejores, fácilmente llegan a ser los peores, como dice la máxima: corruptio optimi pésima (la corrupción de lo óptimo es lo pésimo). A este respecto quiero recordar un suceso que me acaeció hace muchos años. Un día me encontré con un amigo de la infancia. En la conversación me dijo que había perdido la fe. Yo pensé, y así se lo dije, que seguramente antes había perdido otra cosa, me refería a la castidad (de nuevo, el sexo). Él se puso muy serio, indignado, y me lo negó asegurando que lo suyo era una cuestión puramente intelectual. Al día siguiente, yendo por una amplia avenida, me lo crucé, si bien él iba por la acera de enfrente con otros amigos. Desde allí me gritó: «ayer, tenías razón». Nadie quita a Dios de su vida mientras no le molesta y empieza a molestar cuando no se le quiere obedecer.

Esto sucede frecuentemente en la vida de los hombres. Personas que han recibido una esmerada educación, luego al recorrer la senda del pecado, acaban renegando de aquellas verdades que aprendieron de niños. Y es que para quien no lleva una vida recta, Dios es, primero, una realidad incómoda, para, luego, acabar negando su existencia. Pero no es que no exista, lo que sucede es que la fe es visión, y así como nadie puede ver con barro en los ojos, así es difícil la fe para quien tiene el alma llena de pecados. De hecho cuando una de estas personas se arrepiente y se confiesa suele recuperar la fe en todo su esplendor, hasta el punto de no volver a plantearse cuestiones de esa naturaleza.

En otra ocasión tuve una conversación con una persona que vivía en adulterio. Al tratar de hacerle ver que su conducta no era la correcta me dijo, dando a entender que su caso era diferente: «Es que nos queremos». ¡Vaya contestación! Los que se odian no es fácil que cometan ese pecado. Casi todas las personas que cometen ese pecado lo hacen porque se quieren.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

174

No es tan difícil caminar por los senderos de la Sabiduría, pero para ello es preciso tener una pureza de corazón que lleve a amarla apasionadamente. Salomón dejó de amarla y Enrique VIII posiblemente no la amó nunca. ¿Por qué hay hombres que no alcanzan la sabiduría? Pues, porque carecen de la pureza de corazón. Entonces, ¿dónde radica esa pureza? Entiendo que allí donde el amor a la verdad está por encima de todas las cosas. Cuando Dios dice que el primer mandamiento de la Ley es «amar a Dios sobre todas las cosas» para luego enumerar los otros mandamientos, conviene que no olvidemos que todos los mandamientos se apoyan en otro previo e implícito, a saber: «amarás la verdad sobre todas las cosas». Este mandamiento es el más radical de todos, ya que la preeminencia del hombre sobre el resto del Universo radica precisamente en su capacidad para alcanzar la verdad y vibrar con ella.

Si nos preguntamos por qué existe el escepticismo, la respuesta es muy sencilla: porque hay muchas verdades que exigen un determinado tipo de conducta. Quien busca sinceramente la verdad — con todas sus consecuencias — la encuentra; por el contrario, quien huye de esas consecuencias jamás encontrará la verdad. Los temas sapienciales — y de modo especial el de la existencia de Dios — no son cuestiones puramente especulativas, su trascendencia es tal y afectan de tal modo a la conducta, que la voluntad no puede quedar al margen, interviene en el proceso intelectual con su querer llegar, o no, a la verdad. Así el encuentro intelectual con Dios exige previamente una actitud de humildad y obediencia por parte del hombre, también exige deponer el yo, así como el insaciable afán de placer. Ante tales condicionamientos no es extraño que los hombres no acudamos al encuentro de la verdad.

Así, al abordar el tema de la existencia de Dios, se debe actuar con la máxima rectitud de intención y con la más absoluta objetividad. Aunque ambas disposiciones no sean fáciles, pues al no ser la existencia de Dios una cuestión puramente teórica sino que compromete el comportamiento de un modo radical, es fácil que la inteligencia no actúe limpiamente, sino que, presionada por

Cartas sobre la verdad

175

la voluntad, llegue a la conclusión de que es verdadero lo que ésta quiera que lo sea. A Pilato no le interesó salvar a Jesús porque podía comprometerle con el César, de este modo llegó a la conclusión de que lavándose las manos quedaba justificado. A Enrique VIII le pasó lo mismo, como le atraía Ana Bolena estaba dispuesto a pasar por encima de lo que fuera para conseguir su propósito. ¡Así es como pasó por encima de la verdad!

No es extraño que cuando no se quiere un determinado tipo de conducta se pierda la objetividad y se acabe negando la misma evidencia. Cuando se trata de la sabiduría lo que está en juego no son unas frías verdades teóricas, sino verdades que afectan a toda la conducta humana. Ante cada persona se presenta una opción entre dos modelos de vida. Uno de ellos levanta la bandera de la independencia, de la autonomía, de la falta de sujeción; el otro, la de la humildad, la de la dependencia y el servicio. El primero lleva al egoísmo: al «amor sui» (al amor de sí); el segundo, a la entrega y la obediencia: el «amor Dei» (al amor de Dios). El primero a una vida de placer con una dicha aparente y sin esperanza; el segundo, a la virtud sacrificada con la alegría profunda del bien realizado y de la esperanza futura.

La investigación intelectual de los temas sapienciales se halla fuertemente presionada por el modelo de vida que cada hombre quiere para sí, por eso, como ya he dicho y aunque ellos lo nieguen, es frecuente que los que abandonan a Dios con la cabeza, ya antes le hayan abandonado en su corazón. Este modo de proceder viene de lejos. Ya en el Génesis se recoge la actitud de nuestros primeros padres, quienes, seducidos por la serpiente, quisieron ser autónomos respecto de Dios. Seréis como Dios les dijo la serpiente. Esa tentación sigue presente: ser autónomos, no tener legislador. De la ruptura con la ética a la negación de la existencia de Dios hay un pequeño paso fácil de recorrer, incluso inconscientemente.

El principal enemigo de la verdad no es tanto la dificultad objetiva de alcanzarla, como el hecho de que los hombres no la aman por sus consecuencias. Este dato es actualmente de una

Pablo María Ozcoidi García-Falces

176

evidencia absoluta. Lo que importa, siempre hablando en general, es vivir bien, satisfacer los apetitos. Por eso, como la verdad se opone a tal comportamiento, encuentra en el corazón del hombre una actitud hostil; una hostilidad, que en otros tiempos pudo ser beligerancia, pero que ahora se caracteriza mas bien por la falta de interés. La verdad no importa. Y esto es tremendo porque la verdad es el máximo bien del hombre. De ahí que diga S. Agustín:

Y son, por desgracia, muchos los que con afán se dedican a este estudio, más para conseguir un grado de cultura superior a los demás que para conocer y practicar sus máximas; de modo que en esta profesión, más que para aspirar a conseguir las virtudes que dicta la sabiduría como necesarias para llegar al conocimiento de Dios, se contentan con recibir como premio de sus afanes, las alabanzas de los hombres, lo que es vanagloria.

No, no buscan éstos la sabiduría con la sana intención que debieran, y por ello, aun cuando parece que la buscan, realmente no la están buscando; pues si así fuera, ajustarían la vida a los preceptos. Lo que en realidad buscan es satisfacer su orgullo y hacer alarde de sus conocimientos; y cuanto más se engríen, tanto más se alejan de la verdadera sabiduría (San aguStín. In Ps. 118, 29, 1).

A estos vanidosos amonesta la Escritura, diciéndoles que no podrán llegar a conseguir su intento si no practican antes fielmente aquello que desprecian. Si deseas la sabiduría, se lee, practica la justicia, y Dios te la dará (Eclo 1,33).

De manera que el rechazo de la verdad, según sentencia de San Agustín, es un rechazo «interesado» por cuanto no se está dispuesto a vivir según unos dictados, que pueden ser onerosos. Ya he dicho en otra carta que es conveniente distinguir entre «la verdad» y «el amor a la verdad». La verdad, que lógicamente debe ser amada por cuanto nos muestra sin engaño cómo son las cosas, puede también ser odiada por cuanto los hombres fácilmente prefieren el mal, sobre todo si éste se presenta con apariencias de bien. Así fue como Eva prefirió la manzana a la amistad con Dios y como tú, Enrique Tudor, para conseguir un objetivo que la Iglesia no te

Cartas sobre la verdad

177

podía conceder, provocaste un cisma. Teniendo en cuenta la gran influencia de Inglaterra en el mundo en estos últimos siglos no es difícil vislumbrar los frutos apostólicos que hubiera dado esa noble nación, que tantos santos ha dado a la Iglesia, si no se hubiese apartado de la vid.

179

VI. Verdad y Fortaleza

Carta a una valerosa, abnegada y ejemplar madre judía.

Bendita, y nunca suficientemente alabada, hija de Israel:

Te dirijo esta carta, admirable madre, porque quiero que trate sobre una virtud de la que nos has dejado un ejemplo admirable, «la fortaleza». Esta virtud se puede contemplar desde muy diversas perspectivas pero, teniendo en cuenta el objetivo de este libro ― la apología de la verdad ―, quisiera meditar sobre su relación con la verdad. Solamente puede existir fortaleza allí donde reside su raíz, que es la verdad; pues la fortaleza no es otra cosa que lealtad a la verdad cuando ésta se vuelve ardua, difícil: es aquella paciencia en la adversidad tan alabada en el libro del santo Job.

Leemos en el libro del Eclesiático: Hijo, si te acercas a servir al Señor prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón y sufre con paciencia, y no te inquietes cuando persiste la adversidad (Sir 2, 1-2). Todo acto es virtuoso en la medida en que supone un vencimiento sobre las malas inclinaciones; por ello es en lo adverso donde se manifiesta la calidad de un alma. Las tentaciones por sí mismas no nos hacen malos, hacen malos a los que se dejan arrastrar por ellas, mientras que son un motivo de alegría y victoria para quienes las vencen.

Los que amamos a Dios y queremos servirle vivimos tiempos difíciles y son muchos los cristianos que, acercándose al sol que más calienta, se dejan arrastrar por un ambiente mundano que les promete una vida cómoda y llena de compensaciones. Siempre ha sido así en la historia; ha habido tiempos en que al Señor le han quedado pocos fieles ― «el resto de Israel» ―, pero con esos pocos Dios siempre ha logrado vencer a sus enemigos, que acaban muriendo mientras la Iglesia resucita.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

180

Dios, que no quiere que confiemos en nuestras débiles fuerzas, viendo que Gedeón acudía con gran número de soldados a la batalla contra los madianitas y que, si vencían, se iban a gloriar de ello, le ordenó que licenciara a casi todo aquel ejército, quedándose con solo trescientos hombres. Con ellos obtuvo una gran victoria que solo pudieron atribuir a Dios (Jc 7, 1-25)

De todos es conocida la victoria del joven David sobre el gigante Goliat, pero no son tan conocidas las palabras que dijo quien llegaría a ser rey de Israel cuando se enfrentó con aquel coloso. Provocaba constantemente el filisteo a los israelitas para que acudiera alguno de ellos para luchar contra él, de manera que el destino de ambos pueblos dependiera del resultado del combate. Ningún soldado judío se atrevía a aceptar el reto por lo que se encontraban humillados y avergonzados, hasta que se presentó un joven llamado David que aceptó el combate. Cuando lo vio Goliat, pensando en que se iba a tratar de un combate desigual a su favor, lo cubrió de burlas y de amenazas, pero aquel joven acudía con un arma que el filisteo desconocía, el auxilio de Dios. Por eso dijo:

Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina. Yo, en cambio, voy a ti en nombre del Señor de los ejércitos, del Dios de las huestes de Israel a las que has escarnecido. Hoy el Señor te va a entregar en mis manos, te venceré y te arrancaré la cabeza; hoy mismo les daré tu cadáver y los cadáveres de los campamentos filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra para que todo el mundo sepa que hay un Dios en Israel. Y toda esta asamblea conocerá que el Señor obtiene la salvación no con espada y lanza: que del Señor es esta guerra y Él os entregará en nuestras manos (I Sam 17, 45-47)

David venció a Goliat, pero he recogido sus palabras para mostrar que su fortaleza estaba anclada en una gran verdad, que él servía al único Dios verdadero y que con esa ayuda podía vencer a quien confiaba en sus fuerzas. La fuerza de David estaba asentada en la posesión de la verdad.

La verdad es quien libera al hombre porque le enseña el valor y el sentido de las cosas y, en consecuencia, cómo debe obrar; por

Cartas sobre la verdad

181

el contrario, el ignorante, por desconocer la verdad, no es libre. Para ser libre es necesario poder «elegir» entre varias posibilidades y solamente quien conoce tales posibilidades está en condiciones de hacerlo; quién elige desde la ignorancia no sabe si su decisión es la correcta o no y, por lo tanto, si es un malvado o no. La duda tampoco es principio de libertad, lo es más bien de confusión porque no se sabe si lo que se escoge es bueno o malo, por eso cuando se duda de la moralidad de un acto no se debe actuar, salvo que no quede más remedio.

Hay personas que presumen de «liberales» frente ― siempre según ellos ― a lo que llaman «intransigencia» de sus oponentes ― ¡fundamentalistas! ―, aunque se trate de gente de bien y de paz. El fundamentalista impone con violencia sus verdades, por eso no lo es quien posee pacíficamente su credo y desea convencer a los demás usando para ello de la verdad. Los liberales más que presumir deberían avergonzarse porque su aparente transigencia pregona a gritos «la carencia de valores» de unas vidas vacías. Bien experimentado tengo, y con pena lo digo, que quienes se declaran liberales cuando poseen «algo», aunque sea dinero, lo defienden con tal ímpetu, que se pasan al bando de los intransigentes. Es evidente que no es difícil ser transigente cuando no interesa nada, cuando todo da igual, pero la realidad cambia cuando aparecen valores en el horizonte de la vida.

De todas formas no es suficiente poseer la verdad para hacer el bien, es necesario que vaya acompañada por «la fuerza de voluntad», que es algo que distingue a los hombres de las bestias. Ningún animal tiene «fuerza de voluntad», por eso las personas que tienen este defecto, que no pueden poner por obra los dictados de la razón, se asemejan a los animales.

Una persona firmemente convencida de que posee la verdad puede ser capaz de morir por ella, aunque también puede suceder que, aunque las bases estén bien asentadas se acobarde; incluso quien cree erróneamente que posee la verdad, aunque no la posea, puede ser capaz del martirio; pero quienes ignoran, o dudan, jamás

Pablo María Ozcoidi García-Falces

182

serán mártires. La verdad concede al hombre la posibilidad de ser fuerte y, por lo tanto, libre; de ahí que diga la Escritura: «veritas liberavit vos» («la verdad os hará libres») (Jn 8,32).

Te he dirigido esta carta, piadosa mujer judía, madre de siete hijos, porque en un momento de gran adversidad para tu pueblo en el que muchos apostataron de la fe de sus padres, tú y, de tu mano, tus hijos fuisteis fuertes soportando un terrible martirio. Los primeros seis hijos que fueron atormentados son una lección de lealtad y fe porque en los diálogos con el rey se expresan con una enorme valentía acompañada de un profundo sentido sobrenatural. Lo mismo se puede decir de ti y de tu séptimo hijo. Una vez más se hace realidad aquel refrán que dice: «De tal palo tal astilla».

Martirizado tu sexto hijo continúa la Escritura:

La madre fue de todo punto admirable y digna de gloriosa memoria. Viendo morir a sus siete hijos en el plazo de un día, lo soportaba con serenidad gracias a la esperanza en el Señor. Exhortaba en su lengua patria a cada uno de ellos llena de nobles sentimientos; e imprimiendo a su talante femenino un coraje varonil les decía: «No sé como aparecisteis en mi vientre; yo no os di el espíritu y la vida, ni puse en orden los miembros de cada uno de vosotros. Por eso el creador del mundo, que plasmó al hombre en el principio y dispuso el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo misericordiosamente el espíritu y la vida, puesto que ahora, a causa de sus leyes, no os preocupáis de vosotros mismos» (II Mac 7, 20-23).

¡Qué categoría la tuya! Ante semejante ejemplo cabe interrogarse acerca del progreso de la humanidad. ¿Avanzamos hacia delante o hacia atrás? Hoy no es fácil encontrar mujeres ni hombres con tanta fuerza de voluntad. Mujer admirable, tú también nos das otra lección extraordinaria, que la fortaleza necesita estar asentada en verdades y principios. En el texto que acabamos de leer vemos que tan profundo sacrificio se apoyaba en la lealtad al único Dios verdadero y a sus santas leyes. Al animar a tus hijos al martirio les recordaste una enseñanza clave, la de la resurrección, de manera que no importa padecer poco tiempo cuando lo que

Cartas sobre la verdad

183

espera es la vida eterna: Por eso el creador del mundo, que plasmó al hombre en el principio y dispuso el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo misericordiosamente el espíritu y la vida.

En párrafo siguiente, que cito a continuación, animas a tu séptimo hijo a abrazar el martirio siguiendo los pasos de sus hermanos. Y es de interés señalar ― por ello te he dirigido esta carta ― que en las palabras de aliento a tu hijo pequeño le dices que Dios lo «ha creado todo de la nada» (ex nihilo), verdad que de modo explícito es la primera vez que aparece en la Sagrada Escritura. Continuamos leyendo que finalmente le tocó el turno al más pequeño y que el rey trataba de convencerle sin conseguirlo:

Como el joven no le hacía ningún caso, el rey llamó a la madre y le instaba para que aconsejara al muchacho que se salvase. Después de que el rey le recomendara muchas cosas, ella aceptó persuadir a su hijo. E inclinándose hacia él y riéndose del cruel tirano, le habló así en la lengua patria: «Hijo, apiádate de mí que te he llevado nueve meses en el vientre, te he amamantado durante tres años, te he educado y guiado hasta esta edad, y te he proporcionado el alimento. Te suplico, hijo, que mires el cielo y la tierra, y viendo lo que hay en ellas reconozcas que Dios no los ha hecho de cosas ya existentes, y que lo mismo sucede con el género humano. No tengas miedo de este verdugo, sino sé digno de tus hermanos, acepta la muerte para que, en el tiempo de la misericordia, te recupere junto con tus hermanos (II Mac 7, 28).

Animado por las palabras llenas de sabiduría de la madre y del ejemplo admirable de sus hermanos el último de los hijos respondió al rey con valentía de manera que fue duramente atormentado hasta la muerte. La última en morir fue la madre.

La historia de la salvación está llena de manifestaciones de una fortaleza heroica. Ciertamente el ejemplo por excelencia es Jesucristo, Nuestro Señor, que sufrió por cada hombre, por ti y por mí, hasta derramar la última gota de sangre. Junto a Él su Madre, la Virgen permanece fuerte junto a la cruz con las santas mujeres dando un ejemplo admirable de fortaleza en el suplicio.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

184

Muchos han sido los mártires por Cristo, recordaré a una de ellas, pues también es mujer. El día 21 de enero la Iglesia celebra a Santa Inés; en ese día el oficio divino recoge del tratado “Sobre las vírgenes” de San Ambrosio una narración del martirio de este santa.

Celebramos hoy el nacimiento para el cielo de una virgen, imitemos su integridad; se trata también de una mártir ofrezcamos el sacrificio... Sabemos por tradición que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tan tierna; por otra, la fortaleza que infunde la fe capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita... Pero ella impávida entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por pesadas y chirriantes cadenas, ofrece su cuerpo a la espada del enfurecido soldado... intentaban aherrojar su cuello y sus manos con grilletes de hierro, pero sus miembros resultaban demasiado pequeños para quedar encerrados en ellos....

Se detuvo, oró y doblegó la cerviz.

Hubieras visto como temblaba el verdugo, como si fuera él el condenado; cómo temblaba su diestra al ir a dar el golpe, cómo palidecían los rostros al ver lo que iba a suceder a la niña, mientras ella permanecía serena. En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio.

Admirable ejemplo de una niña, que en su juventud tenía muy claro que es preferible morir a cometer un pecado mortal, o mejor, morir por amor a Jesucristo. A veces se habla del sexo débil, pero es preciso reconocer que frecuentemente las mujeres dan a los hombres unas lecciones admirables de una heroica abnegación.

Pero no solamente la fortaleza tiene sus raíces en la verdad, sino que la verdad no basta con saberla, sino que tiene vocación de ser vivida ― exige la fortaleza ―, de otra manera queda defraudada. El comportamiento lógico en un creyente convencido es «encarnar» la doctrina, lo que le conducirá al heroísmo, sea por el martirio o por un comportamiento abnegado que arrastra a

Cartas sobre la verdad

185

los demás en el seguimiento de Cristo. Lo que no tiene sentido es llamarse cristiano y vivir como un pagano; lo que no tiene sentido es quejarse ante las más pequeñas exigencia de la Iglesia; lo que no tiene sentido es no practicar, lo que no tiene sentido es llevar una vida cómoda y blanda.

La verdad revelada, que es la que «salva» a los hombres, no es tema de poca importancia ante el que se pueda actuar con frivolidad, pues nos encontramos ante la salvación o condenación eterna de muchas almas, entre otras la nuestra. Esto no nos debe dejar indiferentes y decir con Caín, después de matar a Abel: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? (Gn 4, 9). No podemos pasar de largo ante quien nos necesita.

Dios quiere servirse de cristianos comprometidos, fuertes para difundir el Evangelio; y nosotros no podemos ser cobardes. Hay un refrán que dice que «no se puede apalancar con un churro», ciertamente hay muchos cristianos vacios de fe y de caridad que son incapaces, no ya del martirio, sino de los más pequeños sacrificios. ¡Son flojos! Nosotros, conscientes de nuestra cobardía y debilidad, no nos sentimos capaces de padecer martirio, lo mismo les pasaba a los que realmente dieron la vida por defender la fe. Solos no podemos, pero «nuestra fortaleza es prestada» y, si la necesitamos, Dios no nos la negará.

Pero lo más normal es que el martirio que Dios quiera de ti y de mí sea el de saber llevar cada día «las cruces» que Él nos envíe. Esas cruces nos fortalecen, nos sirven para purificar nuestra vida pasada y para pedir a Dios aquellas cosas que necesitamos. Ciertamente la vida a veces es difícil, pero si no olvidamos que «Dios aprieta, pero no ahoga» podremos ir adelante con su ayuda, pues dijo: Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 38). Él es nuestra fortaleza por ello nos anima y alienta cuando nos dice: Venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para

Pablo María Ozcoidi García-Falces

186

vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 28-30).

A veces hay cristianos que se quejan de las exigencias de la fe. No entienden el sacrificio cuando se hace para ser santo o para hacer el bien a los demás; son los mismos que luego hacen unos sacrificios mucho mayores (regímenes, gimnasias, etc.) para evitar aumentar el peso, para estar en forma.

Recuerdo a un comunista que, según él mismo me contó, militaba en ese partido durante la república, que lucho en el frente de combate, que tuvo que huir a Francia, que estuvo recluido en un campo de concentración de Toulouse y que terminó viviendo en Moscú. Me dijo que nada más llegar a Rusia asistió a un desfile militar y se decía: «Con estas armas hubiéramos ganado la guerra de España; con estas armas hubiéramos ganado la guerra de España. Con estas...». Y su comunismo, ya muy debilitado, se le vino abajo. Pero en Rusia estaba y allí tuvo que comenzar varias veces su vida de cero.

Años más tarde le entró la nostalgia de España y consiguió que le enviaran como espía. Ya era mayor, fue poco a poco recapacitando y se convirtió a la fe católica, recibiendo la Primera Comunión y el Sacramento del Matrimonio. Sin embargo, poco tiempo después pasó una grave crisis, pues se decía: «Yo cuando estaba contra Dios hice todo lo posible por arrancarlo de las almas, mientras que ahora que he venido a la Iglesia todo lo que se me pide es que vaya a Misa los domingos. ¿Cómo podré reparar mi vida?». ¡Tenía ganas de reparar! Y ciertamente reparó porque, de una parte, la Misa tiene un valor infinito y, por otra, hubo quien le enseñó a complicarse la vida.

No podemos, en terminología ciclista, sestear en el pelotón, pues los enemigos de Dios están siempre despiertos. En una ocasión el Señor contó la parábola del administrador infiel que, previendo su despido, falsificó las facturas esperando ser acogido por los beneficiarios de tal modo de proceder. Al terminar la parábola dice el Señor: El amo alabó al administrador infiel por haber actuado

Cartas sobre la verdad

187

sagazmente, porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz (Lc 16, 8). Son palabras en las que el Señor, con nostalgia, alaba el dinamismo de los malos, mientras que se entristece de la falta de garbo de los buenos.

¿No será éste un buen momento para levantar la bandera de los valores y recuperar con fortaleza la verdad sobre el hombre, la vida, la familia, la sociedad, los mandamientos, procurando implantarla en los corazones y en las leyes? Para Dios ciertamente nada hay imposible, pero el quiere contar con la colaboración de hombres que, como los santos, amen sin fronteras.

189

VII. La sinceridad

Carta a San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia

Venerable obispo de Hipona:

Nos has dejado escrita, refiriéndote a tu relación con Dios, la siguiente y sentida frase: Tarde os amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os amé.... A estas palabras tuyas podemos añadir las del refrán castellano más vale tarde que nunca. En tu caso, tal vez la conversión fue tardía, pero no pudo ser más fructífera. Creo que no exagero al afirmar que eres el más grande de los Padres latinos y que quienquiera profundizar en los misterios de Dios y del alma necesitará acudir a beber a la fuente de tu doctrina.

En esta carta abordaré el tema del conocimiento de nosotros mismos, camino necesario para alcanzar el conocimiento de Dios. Ya los antiguos, como bien sabes, conocían la importancia de este tema. En el siglo XX Daniel Rops publica una admirable Historia de la Iglesia donde encontré un par de citas interesantes al respecto. El filósofo Heráclito entre sus axiomas recogió el siguiente: Yo busco mi yo. Esta misma idea estaba grabada en el frontón del templo de Apolo en Delfos donde se podía leer: ¡Conócete a ti mismo. También recoge unas palabras tuyas: ...y los hombres van muy lejos para admirar las cimas de las montañas, pero pasan indiferentes al lado de sí mismos. Las dos primeras sentencias nos recuerdan la importancia del examen, la tuya lo remiso que es el hombre en esa tarea.

Recuerdo haber oído a San Josemaría la frase siguiente: Es difícil la sinceridad. Con la palabra sinceridad, en este caso, pienso que no se refería tanto al darse a conocer como «a conocerse bien uno a sí mismo». Realmente es así: son muy pocas las personas que son sinceras consigo mismas, que se conozcan bien. Pero debo añadir que esta insinceridad, por cierto bastante generalizada,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

190

no se debe a la dificultad de la tarea, sino más bien a las malas disposiciones del sujeto que le impiden ver las cosas como son.

Un ejemplo patente de ceguera, que recordarás porque está sacado de la Escritura, fue la conducta de David. Este rey era un hombre muy bueno y grato a Dios, pero tuvo un momento de debilidad, de locura, y pecó gravemente porque cometió adulterio con Betsabé, mujer de Urías. Además, añadió a su delito, el asesinato de Urías. Pues, como Betsabé quedase embarazada y no pudiera engañar a su esposo, David dispuso las cosas para que Urías muriera en combate, como así sucedió.

Aunque aquel suceso fue un gravísimo pecado de adulterio con asesinato, no parece que David fuera muy consciente de la gravedad de lo que había hecho, por eso Dios le envió al profeta Natán para que le echara en cara el pecado y le anunciara la muerte del niño (cfr. II Sam 12,1). Como David, todos tenemos cierta tendencia a calificar benévolamente nuestros actos, por eso es conmovedor leer tu libro, Las Confesiones, en el que te sinceras de una manera admirable. Hay una frase que tengo muy grabada en el alma en la que comentas tu conducta de niño y dices: siendo niño tan chiquito y tan gran pecador (San aguStín. Las Confesiones. I, 12, 19).

Por tu admirable capacidad para penetrar en la intimidad del corazón humano no te resultó difícil llegar al fondo de tu conciencia. Habías leído aquellas palabras de Jesús: Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos (Mt 7, 16-18). No es difícil emitir juicios sobre las personas, pues de quien se enfada con frecuencia bien se puede decir que es irascible, y de quien come mucho que tiene el vicio de la gula, etc.

Todos solemos ver, y no pocas veces exagerar, los defectos de los demás, sin embargo estamos como ciegos para los propios. La necesidad de actuar de modo contrario le llevó al Salvador a decir:

Cartas sobre la verdad

191

No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? O, ¿cómo vas a decir a tu hermano: «Deja que te saque la mota de tu ojo», cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano (Mt 7,1-5).

El hecho de que te costara tanto convertirte al cristianismo te hizo particularmente comprensivo con aquellos que se resisten a la gracia de Dios. A continuación recojo de un libro piadoso una sencilla narración de tu conversión.

No hace falta recordar ahora cómo fue la juventud de San Agustín. Poco a poco se iba acercando a la fe católica. Sobre todo le movían los sermones de San Ambrosio de Milán, porque sentía cada vez más en su alma al Dios de los cristianos, e incluso se daba cuenta de que de alguna manera lo amaba. Pero no acababa de decidirse a vivir la castidad. Su oración era: «Dame, Señor, la virtud de la castidad, pero no todavía».

Un día, en casa de su amigo Alipio, recibe la visita de un antiguo amigo africano. En la conversación le cuenta la vida santa de los ermitaños en el desierto de la Tebaida, y esta charla turba a Agustín. Cuando marcha aquél, se vuelve a Alipio con vehemencia: «¿Qué hacemos? Sí, ¿qué hacemos? ¿No has oído? Los ignorantes se levantan y arrebatan el Cielo, mientras que nosotros, con nuestras doctrinas sin corazón, nos revolcamos en la carne y en la sangre».

Alipio le mira con estupor. La agonía interior de Agustín es terrible. Todas sus faltas y miserias pasadas se presentan a sus ojos y siente hasta qué punto está apegado a ellas. Se indigna con su cobardía. Luego, marcha al jardín, y allí se hinca de rodillas debajo de una higuera. Rostro en tierra, comienza a llorar. «¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo ha de durar que yo diga mañana, mañana? ¿Y por qué no enseguida? ¿Por qué no poner fin a mis maldades en esta misma hora?».

Entonces es cuando oye la voz de un niño que canta en la casa vecina y repite: Toma y lee, toma y lee. Agustín se estremece al escuchar

Pablo María Ozcoidi García-Falces

192

este canto, y siente que es como una orden divina. Regresa junto a su amigo, que está sentado donde le dejó y tiene al lado las epístolas de San Pablo. Abre el libro al azar, y el primer versículo que se ofrece a sus ojos: «Andemos con decencia» (Rom 13,13-14), es definitivo. Cierra el libro. En ese momento tiene una gran paz (eugui, J., Anécdotas y virtudes. Resistencias vencidas. Anécdota 378).

Te costó. Fueron muchos años buscando la verdad, pero al final la encontraste en el camino de tu vida. ¡Enhorabuena! Pienso que comprenderás bien cómo siendo fácil conocerse, sin embargo en la práctica es poco frecuente que los hombres nos conozcamos. Como mi experiencia en este punto es amplia soy consciente de que también yo debo desconocer muchos de mis defectos y cuando, aún a pesar de ello, los veo tiendo a quitarles importancia.

¿A qué se debe este desconocimiento de sí? Pienso que a una de las siguientes vendas del alma que nos impiden ver la verdad sobre nosotros mismos: la soberbia, la pereza, la inercia y el miedo. Me voy a explicar, aunque sería preferible que lo hicieras tú mismo, Agustín, por tu larga y costosa experiencia y por algo que te caracteriza de un modo singular, tu conocimiento de la intimidad de la persona.

Me imagino que estarás de acuerdo conmigo en que nada ciega a las almas tanto como la soberbia. Quien piensa de sí mismo: «yo soy bueno», no juzga sus obras, ni siquiera se le pasa por la cabeza que pueda hacer algo mal. En cambio ve con facilidad defectos en los demás, defectos que en realidad no tienen, pues el soberbio tiende a proyectar en los demás sus propias miserias. Y es que como dice el refrán: Piensa el ladrón que todos son de su condición. Tales personas piensan: «¿cómo yo, que soy tan bueno puedo hacer algo malo?». Y si alguien les hace ver que han sido testigos de una obra suya verdaderamente mala, entonces acuden a todo tipo de excusas y justificaciones llegando, incluso, a negar la misma evidencia.

Pensando en estos defectos el Señor contó una parábola que arroja mucha luz sobre ellos, es la del fariseo y el publicano. Dice el Señor: El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros:

Cartas sobre la verdad

193

«¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,11). El fariseo afirmaba no tener pecado, pero los tenía, aunque no los viera. Por ello que no se arrepintió y bajó del templo sin purificarse. Es difícil la sinceridad.

Pienso que también estarás de acuerdo en el daño que hace «la pereza» a la hora de examinarse. Analizar la propia conducta, y más a una hora tardía, resulta arduo, laborioso, cansino, por ello es fácil dejarla de lado, o para más adelante. De este modo el hombre va olvidando las obras malas que ha hecho y este olvido hace que no brote el natural arrepentimiento que podría traerle la salvación. Como dice el refrán: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero el no examinarse no es sinónimo de tener el alma limpia, sino simplemente de no ver la podredumbre que en ella anida. A éstos se refiere la Escritura cuando dice: He pasado por el campo de un perezoso, y por la viña de un insensato, y habían crecido zarzas por doquier, los espinos cubrían la superficie y la cerca de piedra estaba derruida (Prov 24, 30-31). Existe un aforismo moral que dice «antes morir que pecar», pero a veces lo sustituimos por otro: «antes morir que pensar». Por todo ello — por no hacer labor de examen — los defectos «son conocidos por todos» menos por el titular de los mismos.

En este sentido dice S. Josemaría en Forja: Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto; pero muy eficaz, por desgracia: el poco empeño en el examen de conciencia (JoSemaría eSCriVá de Balaguer. Forja. nº 109). Cuando, a lo largo de mi ministerio sacerdotal, he preguntado a personas alejadas de Dios y con una conducta reprobable cómo eran, me han contestado: «yo, bueno». En cambio, el hombre que lucha por ser bueno contesta indefectiblemente que es malo. Éste se conoce, el otro, no. El Señor, para dejar claro este punto, contó la parábola de las vírgenes necias y prudentes que recoge San Mateo en el capítulo 25 de su Evangelio. Las necias, inconscientes, olvidando su tarea, no llevaron aceite en sus alcuzas, mientras que las prudentes, sí. Por eso, mientras éstas entraron a las bodas, las necias oyeron del Señor el reproche: No

Pablo María Ozcoidi García-Falces

194

os conozco. Esto les sucederá a los irreflexivos cuando ya no quede tiempo para buscar el aceite. Es difícil la sinceridad.

En tercer lugar he señalado, como causa del desconocimiento de sí, la inercia, es decir, que lo que interesa es «no cambiar». Hay muchas personas, estimado Agustín, que en absoluto quieren cambiar y para ello esgrimen mil razones que ni ellos mismos se las creen. Son gentes a los que la palabra conversión resulta extraña. Sucede que cuando queremos algo, no paramos hasta convencernos de que realmente lo necesitamos, pues no buscamos argumentos solamente para convencer a los demás, sino también para convencernos a nosotros mismos. ¡Qué importante es la rectitud de intención!

Un ejemplo para ilustrar lo que acabo de decir. Si un joven quiere conseguir que sus padres le dejen hacer un viaje con sus amigos recurre a todo tipo de argumentos, e incluso se convence de ellos, aunque sean más falsos que Judas. Aunque parezca mentira éste es un modo de proceder del que difícilmente nos podemos librar. Cuando, viendo un partido de futbol — deporte privilegiado del siglo XXI — unos defienden que tal jugada ha sido penalti y otros no, ambos — puede haber alguna excepción — nos están diciendo cuál es el equipo de sus amores. En definitiva que muchos no hacen examen porque tendrían que cambiar de conducta, llevar una vida más austera, y no están dispuestos a eso. Es difícil la sinceridad.

Finalmente, he mencionado «el miedo», porque puede suceder que un alma haga obras que juzga buenas y piense que va bien, pero un día surja en su corazón la sospecha de que su conducta no ha sido del todo recta, incluso equivocada o nefasta. Entonces puede dar miedo hacer un examen más profundo, que nos lleve a la conclusión de que lo que en nuestra vida pensábamos que era luz, en realidad eran tinieblas. Por miedo a tener que reconocer que creyéndonos buenos en realidad somos un pozo de inmundicias «cerramos los ojos del alma» para evitarnos el disgusto y... la conversión.

Cartas sobre la verdad

195

Hay que examinarse bien, a fondo, y luego entonar el salmo Miserere, que compuso David después de ser recriminado por Dios a causa del adulterio y asesinato del que ya he hecho referencia, y que dice así: Ten misericordia de mí, Dios mío, según tu bondad; según tu inmensa compasión borra mi delito. Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí. Contra Ti, contra Ti sólo he pecado, y he hecho lo que es malo a tus ojos. Por eso has sido justo en tu sentencia, has tenido razón en tu juicio. ¡Mira! En culpa nací, y en pecado me concibió mi madre (Sal 50, 3-7). Y es que para no tener que reconocer que hemos vivido equivocados, tal vez terriblemente equivocados, preferimos la noche de la falta de examen en la que todos los gatos son pardos. Es difícil la sinceridad.

Como acabamos de ver, por un motivo u otro, tendemos al desconocimiento personal. Es elocuente la siguiente escena de la vida del Señor. Le presentaron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio. «Maestro ― le dijeron ― esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? (Jn 8, 3-5). Esto lo hacían para tentarle. Entonces Jesús les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero (Jn 8,7). De este modo el Señor les echó en cara su hipocresía pues acusaban a una mujer de pecados como si ellos fueran inocentes. Aquellos hombres, al darse cuenta de la verdad del reproche del Señor, se marcharon sin tirar una sola piedra. Si hubiéramos estado nosotros seguramente también nos habríamos tenido que ir.

Como muchas veces nuestras malas obras son patentes echamos mano de justificaciones y de excusas. Así la ira, cuando se da en nosotros, es santa ira; la pereza es legítimo descanso y la avaricia prudencia razonable. La justificación de la propia conducta puede llevar a negar la misma evidencia. Dice Isaías: ¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, de los que ponen tinieblas por luz y luz por tinieblas, de los que cambian lo amargo en dulce y lo dulce en amargo! ¡Ay de los que se ven sabios, y se tienen por sensatos! (Is 5,20-21).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

196

El Padre La Palma analiza la tendencia que tenemos a poner nombres buenos a cosas malas y viceversa. Comentando que Herodes puso al Señor una túnica blanca para burlarse de él, dice que tenemos un vestido para poner a cada situación según nos interesa: Esto hace la gente muy a menudo: vestir las cosas con el ropaje que le parece para que las tengan por lo que no son. A los vicios los cubre con aspecto de virtud; a la charlatanería la viste de sabiduría; a la grosería la viste de libertad; a la venganza la llama fortaleza y valor. En cambio arropa las virtudes con ropas muy distintas: al pudor le llama mojigatería, a la modestia la viste llamándola cortedad; a la devoción le pone hipocresía; y a la verdad la viste de tontería y locura. Para poder hacer esto tiene siempre a mano todo tipo de vestidos, es decir, de razones, con las que dar a cada cosa el color y aspecto que le parece. Así tomó Herodes el vestido brillante con que burlarse del Salvador (Palma de la, luiS. La Pasión del Señor).

Hoy día estamos muy habituados a cambios de nombres. Al aborto se le llama interrupción del embarazo; a la fornicación relaciones prematrimoniales; a los concubinos o adúlteros compañeros sentimentales; a la impiedad madurez; a la estafa sagacidad. Y desde la perspectiva contraria, al hombre bueno se le trata de infeliz, al casto de mojigato, al hombre recto de ingenuo y al santo de fundamentalista. Frente a tanta mentira es preciso recordar que es muy importante llamar a las cosas por su nombre y conocerse bien. Es difícil la sinceridad.

Ya lo he dicho, pero creo que es bueno repetirlo, las personas buenas como se conocen piensan que son malas, mientras que los malos, que nunca se examinan, piensan que son buenos. Éstos, instalados en su soberbia, se convierten en jueces ridículos de todo el mundo. Refiriéndote a ellos, estimado Agustín, dices con palabras muy crudas: Ahora, mientras te dedicas al mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte. Reprendes a los otros y no te fijas en ti mismo. Acusas a los demás y tú no te examinas. Los colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda. Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte,

Cartas sobre la verdad

197

haré todo lo contrario: te daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás (San aguStín. Sermón 17).

Quien se examina con frecuencia, al darse cuenta de sus errores se hace más humilde y más comprensivo con los de los demás. Esta actitud sincera de procurar conocer la propia poquedad es la única que abre al hombre las puertas del camino que conduce a Dios. También son tuyas, ilustre Padre de la Iglesia, estas breves pero fecundas palabras: Noverim me, noverim te (¡Señor, que me conozca y que te conozca!). El hombre humilde sabe que no es nada y, por eso, está abierto a la búsqueda de aquel que lo es todo, de aquel que le puede salvar; mientras que el soberbio, neciamente convencido de su valía, como se cree algo, no busca un salvador, y al no buscarlo, no lo encuentra. Una vez más es difícil la sinceridad. ¡Qué acertadas son tus enseñanzas, de un modo muy especial cuando nos invitas a buscar a Dios, sobre todo cuando nos animas a hacerlo en el fondo del corazón! La contemplación de nuestras miserias, tanto físicas como morales, son el camino más idóneo para encontrar a Dios.

199

VIII. Silencio y oración

Carta a Zaqueo, jefe de publicanos y rico:

Muy estimado Zaqueo:

Los publicanos en aquel tiempo y ambiente teníais muy mala reputación. Tú, por cuanto eras jefe de ellos, debías tenerla pésima. Tal vez tu conducta dejó mucho que desear hasta que encontraste al Mesías.

Si te dirijo esta carta es porque pienso que puedes ser considerado modelo de hombre que practicó el silencio. Muestra de ello es que el día que encontraste al Señor rodeado de una gran muchedumbre, tú fuiste ajeno a ella, «ibas a lo tuyo». Daba igual que fueran muchos, o pocos, los que estaban junto a Jesús, a ti te importaba una sola cosa: verle. Dice la Escritura que hacías por ver a Jesús. ¿Por qué? Porque dentro de tu miseria se escondía «un hombre bueno», un hombre cansado de las tinieblas del pecado y que quería ver un poco de luz. De manera que, con el corazón lleno de inquietud y de esperanza, acudiste al encuentro de Cristo, pero como eras bajito de estatura, aunque te ponías de puntillas, no le podías ver, pero eso no fue para ti un motivo de desaliento que te llevase a emprender la retirada. Como hombre tozudo, que es una cualidad muy importante para ser buenos, te adelantaste en el camino y te subiste a un sicómoro. Allí esperabas con impaciencia la luz de la esperanza. Y Jesús, que desde el primer momento te veía y ya estaba en tu corazón, cuando llegó a tu altura te dirigió la palabra y te dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa (Lc 19,5).

Esto me trae al recuerdo una conocida anécdota que se cuenta de Alejandro Magno. Un día este gran rey se encontró con un mendigo que pedía limosna. Entonces Alejandro dijo: Que le hagan Señor de cinco ciudades. A lo que el mendigo replicó: Yo no pedía

Pablo María Ozcoidi García-Falces

200

tanto. Entonces Alejandro le dijo: tú pides como quien eres, yo doy como quien soy. Pobre Zaqueo, tú querías ver al Señor, pero Él se te entregó del todo, hospedándose en tu casa, la casa de un pecador. También Jesús quiere alojarse en nuestra casa, en nuestra alma, y para eso se ha quedado en la Eucaristía y nos espera en el sagrario. Quiere ser luz para nuestra alma en tinieblas, pero nosotros muchas veces pasamos junto a los sagrarios de largo, como pasaron el sacerdote y el levita junto a aquel hombre que había quedado medio muerto por obra de unos maleantes. En Belén no hubo sitio en el mesón, tampoco hay sitio para Jesús en el mesón de nuestro corazón, pero en este caso los necesitados somos los que pasamos de largo. Él es el pan de vida, quien le come con devoción alimenta su alma con verdades que conducen a la verdadera patria. Zaqueo, las palabras de Cristo diciendo que comería en tu casa te inundaron de alegría destruyendo todo lo que de pecado había en ti. Entonces bajaste del árbol:

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,6).

El camino de la conversión queda patente en este pasaje de la Escritura. En primer lugar, el deseo de ver a Jesús; después, el silencio; a continuación, el encuentro con Cristo; y, por último, la conversión. ¿Por qué no hay más conversiones? Porque Cristo, luz de los hombres, no interesa. Como dice la Escritura «los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» y nos da a continuación la razón de este modo de proceder, porque «sus obras eran malas».

Estimado Zaqueo, en cierta ocasión dijo Jesús a un notable entre los judíos llamado Nicodemo:

Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en Él no es juzgado; pero

Cartas sobre la verdad

201

quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Este es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios (Jn 3,17-21).

Tu conversión fue precedida de un apartamiento claro de la gente ― no los necesitabas ―. A quien querías ver era a Jesús, el profeta de Nazaret, para ello te adelantaste en el camino y te subiste al sicómoro. Emprendiste el camino del silencio, que no hay otro que tan seguro lleve a Dios. Como el Señor habla bajito, el ruido se manifiesta normalmente como un estorbo eficaz para poderlo encontrar. El mismo Señor cuando quería hablar con su Padre se retiraba al desierto a orar e, incluso, llegó a pasar allí cuarenta días. Muchos otros ejemplos se pueden poner, que confirman esta enseñanza, pero me limitaré a dos que te van a resultar familiares y con los que te vas a encontrar identificado. El primero, del profeta Elías; el segundo, de Samuel.

Elías, profeta del Dios Altísimo, huyendo de la perversa reina Jezabel se metió en una cueva donde mantuvo una conversación muy elocuente con Dios. Le llegó la palabra del Señor por medio de un ángel:

Entró en una cueva donde pasó la noche. Entonces le llegó la palabra del Señor diciéndole: «¿Qué te trae aquí Elías?». El respondió: «Ardo de celo por el Señor, Dios de los ejércitos, porque los israelitas han roto tu alianza, han quebrantado tus preceptos y han hecho morir a espada a tus profetas. He quedado yo solo y me buscan para matarme».

El ángel dijo: «Sal y quédate en la montaña, delante del Señor». Entonces el Señor pasó y un viento fortísimo conmovió la montaña y partió las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Detrás del viento, un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Detrás del terremoto, un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Detrás del fuego, un susurro de brisa suave. Cuando Elías lo oyó, se cubrió el

Pablo María Ozcoidi García-Falces

202

rostro con el manto, salió y se detuvo a la puerta de la cueva. Entonces le llegó una voz que decía: «¿Qué te trae aquí Elías?» (I Rey 19,11-14).

Elías también conoció la necesidad de la soledad y del silencio para encontrar a Dios. Lo que para ti, Zaqueo, fue el árbol para él fue la gruta, y ambos escuchasteis al Señor. Quien guarda silencio — sobre todo silencio interior — puede encontrar a Dios, que normalmente habla bajito.

El otro pasaje que quiero traer a tu memoria es bellísimo y expresa ideas semejantes a las que acabamos de ver. Se encuentra en la vida de Samuel mientras dormía.

Entonces el Señor le llamó: «¡Samuel, Samuel!». Él respondió: «Aquí estoy». Y corrió hasta Elí y le dijo: «Aquí estoy porque me has llamado». Pero Elí le respondió: «No te he llamado. Vuelve a acostarte». Y fue a acostarse. El Señor lo llamó de nuevo: «¡Samuel!». Se levantó, fue hasta Elí y le dijo: «Aquí estoy porque me has llamado». Pero Elí contestó: «No te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte». Samuel todavía no reconocía al Señor, pues aún no se le había revelado la palabra del Señor. Volvió a llamar el Señor por tercera vez a Samuel. Él se levantó, fue hasta Elí y le dijo: «Aquí estoy porque me has llamado».

Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven, y le dijo: «Vuelve a acostarte y si te llaman dirás: Habla, Señor, que tu siervo escucha». Samuel se fue y se acostó en su aposento. Vino el Señor, se presentó y le llamó como otras veces: «¡Samuel, Samuel!». Respondió Samuel: «Habla, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,4-10).

Samuel no sabía que era Dios quien le llamaba, tampoco lo supiste tú, Zaqueo, mientras te dirigías hacia el árbol. No es fácil entender el lenguaje de Dios, para ello es preciso el debido recogimiento y la más absoluta disponibilidad. Samuel creía que le llamaba Elí pero no era así, era Dios quien le hablaba. Muchas veces Dios se sirve de hombres para dar a conocer su voluntad, entonces puede suceder que alguien piense que le llama Elí, pero no es así porque quien le habla es Dios. Puede parecer estéril el

Cartas sobre la verdad

203

silencio de la oración, pero si hay verdadera comunicación con Dios el alma recibe las luces que necesita.

Un día hablando con un chaval de unos 10 años, al que quería enseñar a hacer oración, le pregunté: «¿Dónde está Dios?». «En el cielo», me dijo. «¿Y donde más?», le dije yo. «En el sagrario». Continué: «¿Y en algún otro sitio?». «Sí, en todas partes». «¿Y donde más?», continué. «En mi alma». «Muy bien», le respondí. Y añadí: «¿Te ve?». «Sí», me dijo. «¿Y te oye?». «Claro». «Y, ¿tu le ves?». «No, no le veo». «Y, ¿le oyes?». Se detuvo un poco, y añadió, «sí».

Me agradó esa contestación porque hay muchos que dicen que Dios nunca les habla. Curioso por la respuesta que me podía dar, le pregunté: «¿Y cómo te habla?». A lo que contestó: «En la voz de la conciencia». ¡Qué sabia respuesta la de aquel muchacho!, pero no podemos olvidar que Dios solamente habla a quien quiere escucharle. Le habla en su conciencia dándole abundante luz sobre las preguntas que le hace. Así, por medio de la oración las almas crecen en la sabiduría. La sabiduría es un don de Dios, que solamente concede a los que la aman... con sus consecuencias.

Zaqueo, ¿cómo te comportaste tú? Cuando se busca a Dios hay que poner «todos» los medios; primero, el silencio, pero luego otros, entre los que se encuentran el esfuerzo personal y el desprecio de los respetos humanos. A ti nada te importó «el qué dirán» cuando estabas subido al árbol esperando ver a Jesús. ¡Mucho te jugabas en ese empeño! Ahora hay mucha gente que se dice buena, que dice creer en Cristo, pero que tienen más miedo que vergüenza. ¿Qué te crees que pasó el otro día? Un periodista entrevistaba a algunos viandantes sobre las parejas de hecho. Hoy día esto de las entrevistas se lleva mucho. Una persona, con una cámara de vídeo por compañera, entrevista «a quien le viene en gana», luego selecciona de lo que han dicho «lo que le sigue viniendo en gana», para finalmente presentar esa vox populi manipulada como si fuera la palabra de Dios.

Pues, como te decía, uno de estos manipuladores entrevistaba a la gente que pasaba por la calle sobre las parejas de hecho. Pareja

Pablo María Ozcoidi García-Falces

204

de hecho como ya sabrás es todo lo que no es un matrimonio como Dios manda, tanto puede ser unos concubinos, como unos adúlteros, como homosexuales — y lo que puede venir todavía —. De todo esto hay abundancia y están orgullosos de ello. De niños estábamos orgullosos por ser los que tirábamos la piedra más lejos. Realmente el hombre se siente satisfecho cuando vence a los demás en lo que sea, si bien yo no acabo de ver cuál es el motivo de orgullo en algunos casos. Ya nos lo dirán.

Pues bien, los viandantes entrevistados contestaban con ambigüedades, no querían líos. Acertó entonces a pasar un chaval, que también fue entrevistado. La contestación de éste fue breve y clara: «Mira ― le dijo al periodista ― chico con chica y chica con chico, y punto». El entrevistador hizo un inseguro intento de convencer al chaval, pero éste volvió a repetir lo que había dicho antes y se marchó tan contento. Éste era de los tuyos, como también lo fue aquella mujer, Verónica, que, cuando todos insultaban y pegaban al Señor camino del Calvario, limpió su rostro ensangrentado con un paño y el Señor agradecido dejó impreso su rostro tres veces, tantas como pliegues.

Aunque este vicio de tener respetos humanos hace estragos en las almas, es raro encontrar a alguien que reconozca padecer esta enfermedad. ¡Qué lógica es esta actitud! Como dejarse llevar por los respetos humanos es manifestación de falta de personalidad, reconocer tal defecto es muy humillante. Cuando preguntamos a alguien sobre cómo va este tema, suelen responder: «Respetos humanos, ¿yo?».

La realidad de cada día nos muestra que el comportamiento de la mayoría de las personas no es mas que el eco de otras, que a su vez están manipuladas por otras y éstas por los medios de comunicación, que, dicho sea de paso, no son precisamente un baluarte de la verdad. Antes estaba de moda «la pela», ahora, «el euro» y lo que vende suele ser lo estridente, lo anormal, lo estrambótico. Seguramente nunca se ha hablado tanto de personalidad, de ser uno mismo..., pero eso no abunda. Hoy día

Cartas sobre la verdad

205

la personalidad es ponerse, como todos, un aro en la lengua, en la nariz, en la oreja, etc. Vestir como visten todos, hablar como hablan todos. Zaqueo, me dirás que este modo de proceder es propio de borregos. Estoy de acuerdo contigo.

Al respeto humano hoy se une una espectacular huida del silencio exterior e interior. Abunda el miedo a quedarse solo. Como hoy día la gente ni reza, ni piensa, cuando se queda sola se desconcierta, se pone nerviosa. No sabe qué hacer. Por eso buscan ruidos, tal vez para acallar la voz de la conciencia. Como el silencio del que vengo hablando no es el de los muertos, se huye de él porque las almas temen encontrarse con su conciencia y al mismo tiempo con sus limitaciones y sus miserias. ¡Qué situación tan desconcertante!

También se huye del silencio por el temor de encontrar a Cristo. Hay quienes le siguen de lejos, como el pobre Pedro en aquella noche amarga en la que negó al Señor. Son gentes que no hacen nada por conocerse ni por conocer a Cristo, actitud tan apática les hace incapaces de alcanzar la conversión. En consecuencia, son gentes que carecen de alegría, de la alegría de quien conoce que su vida es fecunda, que vale la pena.

Hace unos días me hablaron de uno que iba sólo camino de Santiago. Encontró con quien hablar y abrió su corazón. Se encontraba asqueado de una vida de vicio que se le presentaba como absurda y tomó la decisión de hacer la peregrinación para pensar, para cambiar de vida. Este joven, como el hijo pródigo, se dio cuenta de que estaba comiendo bellotas y cuidando cerdos y reflexionó en el silencio de aquel largo viaje. A los que huyen del silencio, que son legión, lo que les pasa es que tienen miedo a encontrarse «consigo mismos» y contemplar una vida miserable que es necesario cambiar y como no están dispuestos a ello prefieren el ruido para no pensar. No se dan cuenta de que si no se complican la vida por amor de Dios y del prójimo, ya se encargará el tiempo de complicársela con cosas que, muchas veces, serán para ellos motivo de vergüenza.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

206

En definitiva, la luz ha venido al mundo y los hombres hemos de buscarla en silencio, meditar sobre ella y, finalmente, adaptar nuestra conducta a los dictados de la conciencia, de una conciencia que busca sinceramente la verdad. Esto, y no otra cosa, es tener personalidad.

207

IX. Petición de consejo

Al Arcángel San Rafael

Muy estimado Príncipe del Cielo:

Un viaje largo y lleno de dificultades le esperaba al joven Tobías, hijo de Tobit. Éste era un hombre piadoso y caritativo que, a consecuencia de la derrota del reino del norte, fue deportado con su familia a Nínive (Asiria). Pasado un tiempo en aquel lugar tan lejano de su patria, empobrecido y ciego, recordó que un pariente suyo, Gabael, le debía una suma importante. Para cobrar la deuda planeó el viaje de su hijo a Ecbatana en Media.

Temeroso de los peligros que aquel viaje suponía, Tobit, pensando que no era bueno que su hijo hiciera aquel viaje solo, le indicó que buscara un guía que le ayudara en aquel difícil trance. Tobías te encontró a ti, arcángel Rafael, que, haciéndote pasar por hombre, le dijiste que te llamabas Azarías, al tiempo que le ocultabas tu condición celestial. Tobit aceptó gozoso a Azarías al comprobar que no solamente reunía las condiciones pertinentes, sino que, según sus palabras, era pariente de ellos.

Muchos fueron los beneficios que reportó a Tobías la compañía de Rafael durante aquel viaje. De vuelta, ya en Nínive, se plantean padre e hijo cómo remunerar a Azarías; el diálogo entre ambos, aunque breve, es muy elocuente sobre lo acaecido durante el viaje.

Terminada la boda, Tobit llamó a su hijo Tobías y le dijo: «Ocúpate de pagar al hombre que te ha acompañado, y añádele algo más a la paga». Tobías preguntó: «Padre, ¡cuánto habré de pagarle? Aunque le diera la mitad de los bienes que trajo conmigo, yo no saldría perdiendo. ¡Me ha conducido sano y salvo, ha curado a mi mujer, ha traído conmigo el dinero y te ha curado a ti! ¿Cuánto tendré que pagarle?». Tobit le respondió: «Hijo, es justo que reciba la mitad de todo lo que traía contigo al llegar».

Pablo María Ozcoidi García-Falces

208

Tobías llamó al ángel y le dijo: «Toma como paga la mitad de todo lo que has traído conmigo al llegar, y vete con salud» (Tob 12,1-5).

La conversación que tuvo lugar a continuación estuvo llena de espíritu sobrenatural, en ella Azarías revelo su verdadera identidad: Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que servimos y estamos presentes ante la gloria de Dios. Sin saberlo, Tobías, durante todo aquel viaje, había estado protegido por un ángel del cielo. Así como Tobías recibió la ayuda de San Rafael, de manera semejante todos los hombres necesitan ser auxiliados en el camino que de la tierra lleva al Cielo. Nadie puede decir: ¡yo me basto! Para conseguirlo disponemos de la valiosa ayuda ángel de la guarda, pero no basta, también necesitamos la de los hombres que caminan con nosotros.

En realidad necesitamos ayuda en todos los órdenes de la vida. ¿Quién puede ser tan soberbio que dude de esta realidad? Un ejemplo sencillo: cuando llegamos en coche a una ciudad desconocida lo lógico, para encontrar nuestro destino, es preguntar; sin embargo, no es raro que demos mil vueltas sin hacerlo hasta que acabamos comprendiendo que estamos perdiendo el tiempo y nos decidimos a interrogar a algún peatón. Hay consejos más o menos valiosos, pero algunos son de urgente necesidad.

Esto no sucede solamente en los viajes, pues en ningún orden de la vida es bueno ir solo. El que está sólo no va a ninguna parte: su término es el despeñadero. La Sagrada Escritura en el capítulo 4 versículo 9 del libro del Eclesiastés dice al respecto: Más valen dos que uno, pues lograrán más rendimiento en su trabajo. Si uno cae su compañero le levanta, pero ¡ay del que está solo y se cae! No tiene nadie que lo levante. Además, si dos duermen juntos se dan calor, pero uno solo ¿cómo se calentará? Si alguien puede a uno, entre los dos le resisten. Una soga de tres cabos es difícil de romper (Qoh 4, 9-12). Evidente. Los hombres son como los naipes que para mantenernos en pié necesitamos apoyarnos los unos en los otros. Otro texto de la Escritura tomado del libro del Eclesiástico: Acude al hombre piadoso a quien sepas que es cumplidor de los mandamientos, a quien comparte tus mismos sentimientos, a quien

Cartas sobre la verdad

209

si caes tú, sabrá compadecerse de ti. Mantente firme en lo que te aconseje tu corazón, pues nadie te será más fiel que él (Sir 37, 15-17).

No es fácil el camino de la vida, como Tobías todos necesitamos consejeros. Pero no sirve cualquier consejero, es necesario que sea «bueno», es decir que conozca la senda de la verdad y de la vida. No cuidar este punto es muy peligroso, pues los malos guías conducen al precipicio. ¿Acaso en nuestra vida no hay momentos de debilidad, de inseguridad, de duda?, ¿incluso de perplejidad? Momentos en que no sabemos donde está el camino a recorrer, momentos en que la subjetividad presiona sobre la voluntad conduciéndonos al error, momentos en que necesitamos que alguien nos abra horizontes, o nos empuje hacia adelante. Entonces, es preciso preguntar, entonces necesitamos del buen pastor, del experto, del bueno. El estudiante no necesita de otro estudiante, sino de un maestro, el deportista necesita de un entrenador, y si lo deja es para sujetarse a las indicaciones de otro. Y así en todos los órdenes de la vida.

Recuerdo un suceso que acaeció hace muchos años. Tendría, por entonces, poco más de doce años. Fui con unos amigos a la sierra de Aralar (Navarra) para hacer una travesía que había de durar dos días. El primer día todo marchó bien, hasta que llegó la noche cuando alcanzamos una borda en la que estaba previsto guarecerse. Pero la borda estaba cerrada. Como pudimos, los trece que formábamos parte del equipo, nos metimos en una pequeña tienda de campaña, separando el techo del doble techo. Hacía un frío enorme. Dormimos poco, pero contamos muchos chistes. Por fin amaneció y salimos de las tiendas. La niebla lo dominaba todo. La situación, no digo que fuera desesperada, pero tampoco agradable.

Pero en el momento menos esperado apareció un pastor — ¡un buen pastor! —, dudo que estuviera dispuesto a dar la vida por nosotros, pero sus consejos fueron de un valor inestimable. Nos dijo solamente: «seguid estas señales — creo que eran amarillas — y, si no las perdéis, llegaréis a un pueblo que se llama Lacunza». Y

Pablo María Ozcoidi García-Falces

210

así fue. Llegamos llenos de barro, pero llegamos. Llegamos gracias a la ayuda del pastor, que nos dio un buen consejo y si lo pudo dar fue porque «sabía más». Sin la ayuda de aquel pastor todo hubiera sido más difícil.

Hoy es frecuente que la gente no sienta la necesidad de ser ayudado, que se considere autosuficiente, que pregunte poco. Y este modo de proceder es muy difícil que conduzca a puerto seguro. Cuántos desatinos no se cometerían si los hombres buscásemos, cuando lo necesitamos, alguien con criterio y experiencia, que nos pueda ayudar. Pensemos, por ejemplo, en el divorcio: no es raro que en el matrimonio haya demasiados silencios, que falten las conversaciones serenas y, necesitando una luz que ayude a resolver el problema, no se acuda a pedir consejo a quien lo podría dar. De este modo se destruye el matrimonio y la familia. Quien pide ayuda, luz, la recibe y, con ella, también recibe fuerza para vencer.

Muchas veces en la vida se nos podrá pasar por la cabeza que no podemos hacer nada y no es verdad. Puede ilustrar lo que vengo diciendo la siguiente anécdota tomada del libro de J. Eugui Anécdotas y virtudes. n. 118.

Se cuenta que con un viejo violín, un pobre hombre se ganaba la vida. Iba por los pueblos, comenzaba a tocar y la gente se reunía a su alrededor. Tocaba y al final pasaba entre la concurrencia una agujereada boina con la esperanza de que algún día se llenara. Cierto día comenzó a tocar como solía, se reunió la gente, y salió lo de costumbre: unos ruidos más o menos armoniosos. No daba para más ni el violín, ni el violinista. Y acertó a pasar por allí un famoso compositor y virtuoso del violín. Se acercó también al corro y al final le dejaron entre sus manos el instrumento. Con una mirada valoró sus posibilidades, lo afinó, lo preparó..., y tocó una pieza asombrosamente bella. El mismo dueño estaba perplejo y lleno de asombro. Iba de un lado para otro diciendo: «¡Es mi violín!, ¡es mi violín!, ¡es mi violín!» Nunca pensó que aquellas viejas cuerdas encerraran tantas posibilidades.

Si cada uno de nosotros profundizamos en nuestro examen no será difícil que nos demos cuenta de que «no» estamos rindiendo

Cartas sobre la verdad

211

al máximo de nuestras posibilidades; incluso que nos veamos como ese viejo violín tan dañado. Si intentamos algo, vemos que no sabemos, que somos unos inútiles, que todo nos sale mal. Pero todo cambia cuando nos ponemos en manos de un maestro que nos da el consejo y la ayuda oportunos.

Siempre, en efecto, es buena la ayuda de los otros, especialmente si estos están particularmente preparados, pero no faltan las veces en que quien ayuda cuenta con un auxilio especial de Dios, como sucedía en el Antiguo Testamento con los profetas. Un ejemplo que nos puede ser de utilidad es la historia de Naamán, el Sirio. El ejército sirio, en una incursión por tierras de Israel, había tomado cautiva a una joven israelita, que fue enviada como esclava a la casa Naamán, Jefe del Ejército. Como éste padeciera la enfermedad de la lepra, la joven se conmovió y le dijo a su señor que en Israel había un profeta que le podía curar. Después de diversos avatares y de un largo viaje Naamán acabó encontrando al profeta Eliseo. Nos cuenta la Escritura, en el segundo libro de los Reyes, lo sucedido:

Llegó Naamán con sus caballos y su carruaje y se detuvo en la puerta de la casa de Eliseo. Eliseo le envió un mensajero a decirle: «Vete y lávate siete veces en el Jordán y tu carne volverá a quedar sana». Naamán se irritó y se dispuso a marchar diciendo: «Yo me imaginaba que a buen seguro saldría hasta mí y de pie invocaría el nombre del Señor, su Dios; pondría su mano donde está la lepra y me curaría de ella. ¿Acaso no son los ríos de Damasco, el Amaná y el Parpar, mejores que todos los ríos de Israel para lavarme en ellos y quedar limpio?». Dio media vuelta y se marchó con rabia. Pero se le acercaron sus siervos y le hablaron diciendo: «Padre, si el profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuanto mas si te ha dicho: “Lávate y quedarás limpio!”». Bajó y se metió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios, y entonces su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio. Volvió con todo su acompañamiento adonde estaba el hombre de Dios, entró y se detuvo ante él diciendo: «Reconozco ciertamente que no hay otro Dios en toda la tierra sino el Dios de Israel» (II Rey 5,9-15).

Pablo María Ozcoidi García-Falces

212

Debe ser muy alabado el comportamiento de la jovencita, esclava de Naamán, pues fue muy superior a él en la fe, pues tenía un profundo convencimiento de que el profeta Eliseo podía curar a su señor. También le superó en la caridad, pues habiendo sido esclavizada por los sirios podía haberse callado, pero no, acude a auxiliar a un necesitado. Aquella joven que fue la primera en ayudar a Naamán con su consejo, fue su primer buen pastor, el segundo fue Eliseo.

Cuando Naamán acudió a Eliseo no llevaba las debidas disposiciones. Si se pide ayuda a alguien que goza de autoridad, hay que hacerlo con humildad y docilidad. No debía ser humilde Naamán, pues Eliseo no se molesta en salir a recibirlo, limitándose a enviar un criado con un mensaje. Herido ya en la soberbia por el desplante del profeta oye su mensaje: Báñate siete veces en el río Jordán. Sigue Eliseo golpeando la soberbia de Naamán, que se rebela diciendo que los ríos de su pueblo, el Amaná y el Farfar, son mejores que el Jordán.

Cuando se va a pedir consejo a un hombre de Dios no hay que tener en cuenta ni el tamaño de los ríos, ni donde se encuentran, ni otras circunstancias terrenas, sino «la obediencia». Si Naamán se hubiera marchado a Damasco con su orgullo herido no se hubiera curado, pero no faltaron unos sencillos servidores, humildes, acostumbrados a obedecer, que le hicieron razonar. Le dijeron: Padre mío; si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil. ¿es que no la hubieras hecho? Cuanto mas habiéndote dicho: Lávate y quedaras limpio! ¡Qué pena que nosotros tantas veces, engolfados en nuestro egoísmo y pensando que no necesitamos de nadie, no pidamos ayuda a quien nos la puede prestar! ¡Qué pena tantos errores motivados por una independiente soberbia!

En la orientación espiritual se distingue entre el maestro y el discípulo. El Maestro debe entregarse plenamente en esta tarea. No faltaron en Israel muy buenos pastores, pero el profeta Ezequiel, en el capítulo 34, pone en boca de Dios palabras con las que recrimina

Cartas sobre la verdad

213

a los malos pastores que no sirven, sino que se sirven de aquellos que tienen confiados. Así se lee en el libro de Ezequiel:

Me fue dirigida la palabra del Señor, diciendo: «Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza y di a los pastores: “Esto dice el Señor Dios: ¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos: ¿no son los rebaños lo que deben apacentar los pastores? Os alimentáis de su leche, os cubrís con su lana y matáis las reses más cebadas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles ni sanado a las enfermas. No habéis vendado a la herida ni habéis recogido a la descarriada: No habéis buscado a la que se había perdido. Al contrario, las habéis guiado con crueldad y violencia...”» (Ez 34,1-4).

Duras palabras. Dios se siente profundamente herido por el comportamiento infiel de quienes cabía esperar otro modo de proceder. Es tal el enfado de Dios y la misericordia que siente por el pueblo, que anuncia que va a ser Él mismo quien pastoree a las ovejas.

Porque esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo apacentaré. Como recuenta un pastor su rebaño cuando está en medio de sus ovejas que se han dispersado, así recontaré mis ovejas y las recogeré de todos los lugares en que se dispersaron en día de niebla y oscuridad: Las sacaré de entre las naciones, las reuniré de entre los países y las haré entrar en su tierra. Las apacentaré en los montes de Israel, en las vaguadas y en todas las moradas del país. Las apacentaré en buenos pastos. Su aprisco estará en los montes altos de Israel. Descansarán allí en un aprisco bueno y encontrarán abundantes pastos en los montes de Israel. Yo mismo pastorearé mis ovejas y las haré descansar, dice el Señor Dios» (Ez 34, 11-15).

La imagen perfecta del Buen Pastor es Jesús, que se aplica esta figura en su predicación. Dios, cansado por la mala conducta de los pastores de Israel decide enviar a su Hijo, que nos proporciona la figura de verdadero pastor. Así nos lo narra San Juan en el capítulo 10 del cuarto evangelio.

Pablo María Ozcoidi García-Falces

214

En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador. Pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas atienden su voz, llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera. Cuando las ha sacado todas, va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz. Pero a un extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los extraños.

En este texto Jesús habla de la absoluta confianza que han de tener en él quienes le sigan. Él es la puerta por la que es necesario pasar si queremos llegar a las fuentes de agua viva y a los verdes pastos; Él está en sintonía con sus ovejas, de manera que cuando les habla le escuchan y le siguen. En este texto se enseña que todo hombre, dada su débil condición, necesita alguien que le guíe, que le enseñe el camino que lleva al Cielo, que le diga donde encontrar la buena doctrina, que le cure cuando está lesionado. Más adelante el Señor continúa la misma enseñanza:

Entonces volvió a decir Jesús: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuántos han venido antes que yo son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará; y entrará y saldrá y encontrará pastos... Yo soy el buen pastor. El buen Pastor da su vida por sus ovejas.....Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen....».

El Señor recoge la imagen de los pastores y la asume predicando la palabra que salva, pero añade algo muy importante a las enseñanzas del libro de Ezequiel, que Él no solamente cuida a las ovejas, sino que «da la vida» por ellas.

Jesús que es nuestro buen pastor, el único, se ha ido al cielo pero no nos ha dejado huérfanos. Él, sin apartarse de la derecha del Padre, nos acompaña de muchas maneras y de un modo muy especial por medio de los pastores de la Iglesia. Éstos son pastores en la medida en que son vehículo para que Cristo llegue a las almas y ejercen su tarea por medio de los sacramentos, por la predicación de la Palabra de Dios, por el gobierno de la Iglesia y, también, por

Cartas sobre la verdad

215

medio de la importantísima dirección de las almas, tan necesaria para todos. Nadie puede pensar que no necesita de esta dirección.

Estoy profundamente convencido de que muchos de los males, que ha padecido recientemente y padece en la actualidad la Iglesia en sus miembros, se debe al abandono de la dirección espiritual. ¡Cómo se nota la ausencia de esta insustituible tarea! Es muy importante recibir consejo, sobre todo si versa sobre problemas de conciencia, de las personas investidas de autoridad. En el punto número 59 de Camino dice San Josemaría:

Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior.

Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro.

¡Qué buen ojo tenemos para ver los defectos de los demás mientras permanecemos ciegos ante los nuestros! Por eso, el Señor nos enseñó a no ver los defectos de los demás y a examinarnos para conocer bien los nuestros.

Además convine no olvidar que, en la Iglesia católica, los consejos para el futuro vienen maravillosamente reforzados por el sacramento de la confesión que borra la mala vida pasada. La consecuencia más clara del perdón es algo de un valor inmenso: la posibilidad de volver a empezar, lo anterior ya no existe. La purificación pone al alma en condiciones de asumir los consejos con un especial entusiasmo. De todo lo que vengo diciendo no han de quedar mas que motivos de agradecimiento. Jesús nos da el alimento de su doctrina salvadora, muere en la cruz para redimirnos y nos aplica los frutos de su obediencia en los sacramentos.

Por eso, a todos los que ven su barca en zozobra les conviene pedir consejo a quien se lo pueda dar y acudir al sacramento de la Confesión para quitarse una losa de encima. ¡Es bueno dejar atrás el pasado y comenzar de nuevo! Cuenta el apóstol Juan que

Pablo María Ozcoidi García-Falces

216

Jesús, una vez resucitado, se apareció a los discípulos e instituyó el sacramento del perdón:

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con vosotros». Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió: «La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo». Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn 20, 19-23).

Jesús en su primera aparición a los apóstoles, les entrega un gran tesoro, aquello que «ha obtenido» para los hombres en la cruz, a saber, «el Espíritu Santo», y con esta Persona divina reciben el poder de perdonar los pecados. Los hombres, sin embargo, a veces preferimos permanecer en el fango ― lamentable, pero así es ―, acumulando pecado sobre pecado. Quien acude con frecuencia a pedir consejo en el sacramento del perdón recibe tanta gracia de Dios que al poco tiempo ni se reconoce.

217

X. Necesidad de doctrina

A San Mateo, apóstol y evangelista

Muy querido Mateo:

Nos cuentas en tu Evangelio, de modo muy conciso, la llamada a seguirle que te ofreció el Señor. Estabas sentado en el telonio, como recaudador de tributos, cuando acertó a pasar por allí Jesús, que te sorprendió al decirte: sígueme. Acostumbrado al desprecio de tus conciudadanos, que el Señor te tratara con afecto y te invitara a seguirle fue para ti el principio de un cambio radical de vida. Probablemente ya conocías al Señor y te había fascinado la profundidad y sencillez de su doctrina, así como la coherencia de su conducta, por eso, sin dudarlo, te levantaste y le seguiste (Mt 9, 9). ¡Y le seguiste siempre, hasta el punto de llegar a dar tu vida por él! De este modo abandonaste las tinieblas para seguir a quien es la luz del mundo.

Siempre agradecido por esta llamada, consciente del privilegio de haber compartido los años de vida pública del Señor y de ser depositario de unas confidencias maravillosas que no podían quedar a la intemperie del olvido, te aplicaste a ponerlas por escrito para que no se borraran hechos tan decisivos para nuestra salvación. Te diste cuenta de que era necesario que los sucesos de los que habías sido testigo y las palabras que habías escuchado quedaran grabados por escrito, de manera que fueran pan vivo para las almas que vinieran en lo sucesivo a la fe cristiana.

Si te dirijo esta carta es porque quiero que gire en torno a la parábola del sembrador, que narras con concisión y claridad, al tiempo que nos ofreces la interpretación que Jesús hizo de ella. Dice así:

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en

Pablo María Ozcoidi García-Falces

218

una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 1-9).

Comienzas la narración diciendo que aquel día acudió a Jesús una multitud y que el Señor, para que le oyeran mejor, se subió a una barca con el objetivo de hablarles desde el lago y ser así mejor oído. Comenzaré comentando un dato sencillo, que puede pasar inadvertido. En ésta como en otras ocasiones vemos al Señor rodeado por la muchedumbre. Si nos preguntamos por qué acudía tanta gente junto al Señor, la respuesta es clara: por la autoridad con que predicaba, por la fuerza de la doctrina, por la coherencia de la conducta y por los signos que hacía. Cristo era una persona enormemente atractiva. Predicaba como quien tiene autoridad, no como los escribas y fariseos.

Hoy día, por el contrario, el nombre de Jesús no arrastra con aquella fuerza y son muchos los que no prestan atención a su palabra, a su doctrina. ¿A qué se debe este cambio? Creo que está muy claro, al hecho de que Jesús ya no está «de un modo visible» entre los hombres. No tenemos la suerte de verlo, de escucharlo. La imagen de Cristo, que percibe el hombre de hoy, es la que ofrecemos sus discípulos, los cristianos; pero nuestro comportamiento, en muchas ocasiones, deja mucho que desear, y cuando seguimos al Señor lo hacemos de lejos, como los apóstoles cuando iban camino de Jerusalén después de haberles vaticinado que allí moriría. El mal ejemplo que damos los cristianos con nuestra «vida aburguesada» es un medio muy útil en manos de Satanás para alejar a los hombres de Dios, aunque afirmación tan grave debe ser matizada, pues también son muchos los cristianos que siguen a Cristo con la cruz a cuestas.

Cartas sobre la verdad

219

Narrada la parábola y habiéndose marchado el gentío, los discípulos dijeron al Señor, que el pueblo no entendía las parábolas y que, si ellos las entendían, era porque Él se las explicaba con paciencia; entonces, le pidieron que explicase la parábola que acababan de escuchar. Jesús les dijo:

Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. «A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril. Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta» (Mt 13, 18- 23).

Esta parábola hace referencia al modo de escuchar las enseñanzas del Maestro. Antes de comentar la parábola creo oportuno señalar que escuchar ya es algo, pues hay muchos que ni siquiera oyen. No se interesan por la doctrina, ni por los milagros, ni por los fenómenos místicos; todo eso, o bien carece de interés porque no se adecúa a su vida placentera, o bien no le prestan ninguna atención por el prejuicio racionalista de que lo único que tiene interés es lo empírico, aquello que se puede medir. ¿Qué decir de estos comportamientos? Que, frente a lo que aparentan, en realidad son muy poco críticos, pues tales personas hacen como las avestruces, de las que se dice que, cuando se sienten acosadas, esconden la cabeza en la arena ― como ellas no ven, actúan como si a ellas tampoco las vieran ― con muy malas consecuencias.

Los que no escuchan no aprenden la doctrina entregada por Dios a los hombres, que es un don salvífico, y por ello, son unos verdaderos e imprudentes ignorantes. Creen, como los fariseos, que ven, cuando, en realidad, no ven nada y quien no ve es un ciego, un ignorante. No meditan ni la doctrina ni los milagros de Cristo,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

220

tampoco examinan su miserable conducta (la de ellos), por lo que son unos auténticos ignorantes en lo que se refiere al camino de la salvación. Y ésta, la ignorancia, es el mayor enemigo de Dios, una ignorancia que frecuentemente es muy arrogante y atrevida, como dice el refrán: «¡Qué atrevida es la ignorancia!» Un día de 1854 se acercó al cura de Ars un joven:

Señor cura, le dijo al santo varón que atravesaba por entre un grupo de peregrinos para ir de la iglesia a la casa, señor cura quisiera discutir con usted sobre cosas de religión. «¿Usted, amigo mío, hablar de religión... Pero si sabe usted menos catecismo que un pequeñuelo... Es usted un ignorante, amigo mío, ¡un ignorante!».

Hay que estudiar la doctrina sagrada en las Escrituras y en los Padres, también es muy conveniente la lectura de libros sobre los santos, o escritos por ellos. Gentes que no saben nada de religión opinan como si fueran Padres de la Iglesia. Un día estaba una señora en un programa de televisión y solamente le faltaba para conseguir el regalo de un coche acertar la última pregunta. Le preguntó el presentador: «¿Cuáles son los sacramentos?». Éstos se encontraban escritos en tablas, mezcladas con otras más que contenían palabras que no eran sacramentos. No hubo manera de que contestase y, pasado el tiempo, se quedó sin coche.

En mis conversaciones me he encontrado con personas que tienen una ignorancia supina sobre los temas de la salvación. Aunque no se lo puedas decir al interesado, hay preguntas cuya respuesta es tan obvia que, al comprobar que éstas se desconocen, se llega a sentir vergüenza ajena. Hay ocasiones en que la ignorancia llega a tal grado que es preciso explicar hasta el sentido de las palabras utilizadas.

Y, ¿qué decir de aquellos que te hablan de «mi verdad»? La verdad no es subjetiva, sino objetiva. O se sabe, o no se sabe. Pero hay gentes que desconocen que no somos los hombres los que fabricamos la religión con nuestra voluntad o la descubrimos con nuestra inteligencia, sino que es un don de Dios y que hay que aceptarla con humildad para, después, tratar de comprenderla.

Cartas sobre la verdad

221

Hechas estas consideraciones previas volvamos a la parábola del sembrador, que nos enseña cómo la acogida de las enseñanzas del Maestro por parte de los oyentes es muy desigual. ¡Hoy también lo es! Hay quienes escuchan la palabra de Dios, pero nada más oírla la olvidan. No deja huella en su alma. Vienen las aves y se la comen. ¡Oyen, pero es como si no hubieran oído!

A continuación dice el Señor que otros, al recibir la palabra, son como lo sembrado en terreno pedregoso. Reciben la doctrina con alegría, pero cuando sobrevienen las persecuciones la abandonan. ¡No quieren problemas! Desgraciadamente esta actitud es muy frecuente. Hay muchos que se dicen cristianos si quien ostenta el poder es creyente, o al menos simpatiza con la fe; pero si la situación cambia, ellos, como los camaleones, se adaptan a las nuevas circunstancias para evitarse complicaciones. Una expresión idónea para expresar estas conductas es la siguiente: «cambiar de chaqueta».

También el Señor menciona a otros que se asemejan a lo sembrado en espinos. Estos espinos significan la vida placentera. Y es que hay quienes habiendo recibido con alegría la doctrina, la van, poco a poco, olvidando ahogada por unos sentidos bien satisfechos: la impureza, la sensualidad, la gula, la pereza, la comodidad, etc., sofocan la palabra que estaba bien sembrada en el corazón. Éstos serían justos si fueran un poco más sacrificados, pero no quieren saber nada del dolor y por ello abandonan a Cristo.

Por último, el Señor habla de quienes dan fruto, quién treinta, quién sesenta, quién cien por cien. En éstos la doctrina del Señor penetra y cala en lo más profundo del corazón y desde allí informa toda su vida, aunque también de modo desigual, hay quien da más fruto y quien da menos.

La actitud de los hombres, como ya lo anunció el profeta Isaías en texto muy recordado en el Nuevo Testamento, suele ser de rechazo de la doctrina. En este sentido Jesús dice:

Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: «Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis; pero no veréis. Porque se

Pablo María Ozcoidi García-Falces

222

ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane. Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron» (Mt 13, 14-17).

Este texto de Isaías nos muestra dos modos de escuchar la palabra, el primero sin interés alguno, mientras que el segundo, no solamente la escucha, sino que también la pone en práctica. El Evangelio dice de estos últimos que ven y que oyen, que no son como los otros, a los que llama ciegos y sordos. Termina el profeta señalando la trascendencia del mensaje: muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron. Esta enseñanza es válida para quienes, sin oír directamente la predicación de Cristo, nos ha llegado el eco de su mensaje trasmitido con fidelidad a lo largo de los siglos. Si no ponemos por obra la palabra de Dios somos sordos y ciegos y necios.

El fruto del trabajo de Jesús es desigual, así sucede a todo predicador. Entre las personas que han recibido bien el mensaje de Cristo fructificando al cien por cien destaca la Virgen María. Sobre su comportamiento utiliza la Escritura una palabra de gran riqueza conceptual, cuando dice que «ponderaba» ― palabras y sucesos ― meditándolos en su corazón. La Virgen, como una esponja, acogió todo lo bueno que oía. Otros, en cambio, son, o somos, como piedras, que, si se parten no se encuentra dentro de ellas una sola gota de agua, una gota de doctrina. Así sucede con muchos cristianos que lo son de nombre, pero cuyas pisadas en absoluto siguen las del Señor.

Otro modelo que puede servir de referencia es María ― hermana de Lázaro ― según nos cuenta la Escritura en un texto de gran valor para quien quiera recorrer los senderos de la vida interior. Dice así:

Cartas sobre la verdad

223

Cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude». Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lucas 10,36-41).

Marta era muy buena, se preocupaba por el Señor y procuraba que estuviera bien atendido, pero a pesar de su buena voluntad no conocía bien qué era lo importante. Aquel día memorable en que recibieron al Señor en casa, mientras trabajaba se percató de que su hermana no le ayudaba, sino que estaba a los pies de Jesús «escuchándole». También se dio cuenta de que su hermana, además de estar más cómoda que ella, estaba disfrutando con la doctrina llena de luz y de fuego que salía de la boca del Señor. También debió pensar que ella estaría muy a gusto escuchando al Señor, pero que había muchas cosas para hacer. Y así fue complicándose progresivamente.

Entonces tuvo la osadía de protestar y pidió al Señor que le indicara a su hermana que no le dejara sola y que le ayudase. Pero cual sería su chasco cuando oyó cómo el Señor le reprendía por lo equivocado de su actitud y que alababa a su hermana por haber escogido la mejor parte que no le sería arrebatada. ¿Cuál era esa mejor parte?, escuchar al Mesías, empaparse de su doctrina. ¿Acaso no eran palabras de vida eterna? Aquella lección se grabó a fuego en el corazón de Marta para siempre. Los que no la aprendemos somos nosotros, que en lugar de pensar en Dios, de estar en sintonía con él, nos dejamos llevar por el trajín diario, que es lo que erróneamente distrae nuestra cabeza.

María, le podía haber dicho a Marta: «Mira, el Señor está en casa, tenemos una oportunidad de oro de escucharle. De los trabajos ya nos arreglaremos luego, como podamos, pero lo primero es lo

Pablo María Ozcoidi García-Falces

224

primero». Esto sucede frecuentemente que, en lugar de procurar aprender más de Dios, nos perdemos en el bullicio de nuestra imaginación y de nuestras gestiones. Ciertamente hay cristianos que, aunque se consideran bien formados, desconocen qué cosa sea la contemplación y viven de la acción. Esta actitud, aunque equivocada, es comprensible; lo que es menos comprensible es que haya personas que entiendan bien el sentido del pasaje que acabamos de comentar y no lo incorporen a su vida. Si obramos así recibiremos el reproche del Señor: Marta, Marta (pon tu nombre), tú te preocupas y te inquitas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada. ¿Acaso no es éste el comportamiento de quienes tratan de llenar el vacío de Dios que hay en su alma con un trabajo agobiante que les haga sentirse, equivocadamente, eficaces? Gentes que corren mucho, pero que no van a ninguna parte.

Hemos de escuchar a Cristo, pero ¿dónde nos habla? En primer lugar, en las Sagradas Escrituras, siempre que la conciencia esté dispuesta a ponderarlas. ¡Cuántas cosas nos dice el Señor si tenemos esta buena disposición! Cuando alguien dice que Dios no le habla, esto no sucede porque Dios no le quiera hablar, sino, por el contrario, porque él no tiene ningún interés en escuchar.

También nos habla en los escritos de los santos, de aquellos que han tenido más intimidad con Dios y cuyos textos están llenos de sabiduría. ¡Cuánto bien hace a las almas la lectura de vidas de santos! Pero lo hace, también, por medio de hombres más corrientes, en la predicación u otros medios de formación. Ante esa doctrina, ¿qué debemos hacer?, aplicarnos el cuento y esforzarnos en vivir lo que se nos enseña, pues no se trata solamente de oír y ponderar sino, también, «de poner en práctica». El que escucha la palabra de Dios y no la lleva a la práctica dará estrecha cuenta de su esterilidad.

Mateo, no se te escapó la importancia de este tema, ni la parábola que enseñó el Señor cuando distinguió entre los que construyen sobre arena y los que construyen sobre roca.

Cartas sobre la verdad

225

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los Cielos. Muchos me dirán aquel día: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado demonios en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre?». Entonces yo declararé ante ellos: «Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que obráis la iniquidad. Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca; y cayó la lluvia y llegaron las riadas y soplaron los vientos: irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca. Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: y cayó la lluvia y llegaron las riadas y soplaron los vientos: se precipitaron contra aquella casa, y cayó y fue tremenda su ruina» (Mt 7, 21-27).

Es clara la doctrina. No se trata solamente de alabar al Señor y de hacer prodigios en su nombre, lo verdaderamente importante es poner por obra la doctrina y el ejemplo del Maestro, en definitiva, ¡obedecer! Hay muchas personas que escuchan con gusto la palabra de Dios, pero eso no les mueve a cambiar mínimamente su conducta. Esto sucede con más frecuencia con las personas mayores habituadas a vivir con sus virtudes y defectos, siempre los mismos, que reciben con gozo la doctrina que se les da, pero es raro que la pongan en práctica. En cambio, entre los jóvenes suele suceder lo contrario, que aunque parezca que no atienden, sin embargo, sus obras manifiestan hasta qué punto ha calado en el alma lo que han oído.

Escuchar, ponderar y poner por obra las enseñanzas de Cristo, así es cómo entramos a formar parte de su familia. Nos cuentas, apóstol Mateo, una escena de la vida del Señor que resulta muy entrañable para cada uno de nosotros:

Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». Pero él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi

Pablo María Ozcoidi García-Falces

226

madre y quiénes son mis hermanos?». Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». (Mt 12, 46-50)

Claras son las palabras del Señor: seguir sus pisadas es introducirse en la familia de Dios. El cristiano, incorporado a Cristo por la fe y el bautismo, y viviendo la vida del Espíritu, puede dirigirse a Dios diciéndole: «Padre nuestro, que estás en los cielos...».

227

XI. Rectitud de intención

Carta a David, rey de los judíos, antepasado del Redentor:

Estimado y venerado rey:

Elegido por Dios para suceder a Saúl en el trono de Israel, tu vida agradó mucho a Dios, aunque no habrás olvidado algunos errores graves que cometiste en momentos puntuales. Empezaré esta carta recordándote uno de ellos, el de aquel día en que decidiste realizar un censo de todos los habitantes de tu reino. Aquella decisión no agradó a Dios por el móvil que te llevó a realizarla, la vanidad.

El rey dijo a Joab y a los jefes de su ejército que estaban con él: «Recorred todas las tribus de Israel desde Dan hasta Berseba y haced el censo para que yo conozca el número de personas». Joab respondió al rey: «Que el Señor, tu Dios, multiplique el pueblo cien veces más y que los ojos del rey, mi señor, puedan verlo. Pero ¿para qué quiere el rey, mi señor, este censo?». Pero la orden del rey prevaleció sobre Joab y los jefes del ejército; y Joab y los jefes del ejército se alejaron del rey para hacer el censo del pueblo de Israel (...).

Recorrieron todo el país y, al cabo de nueve meses y veinte días, regresaron a Jerusalén. Joab dio al rey el resultado del censo del pueblo: ochocientos mil guerreros adiestrados para manejar la espada, en Israel, y quinientos mil, en Judá. Pero le remordió la conciencia a David después de haber hecho el censo y dijo al Señor: «He pecado mucho por haber hecho esto, te ruego que perdones la iniquidad de tu siervo, porque he obrado con gran necedad». Antes de que David se levantara a la mañana siguiente, le fue dirigida esta palabra del Señor al profeta Gad, el vidente de David: «Vete a decirle a David: Esto ha dicho el Señor: “Tres castigos te propongo; elije uno de ellos y lo ejecutaré”. Se presentó, pues, Gad ante David y le dijo: «¿Qué prefieres: tres años de hambre en tu país, tres meses de constante huida de tus enemigos que estarán siempre

Pablo María Ozcoidi García-Falces

228

persiguiéndote, o tres días de peste en tu país? Ahora reflexiona y decide qué debo responder al que me ha enviado».

David dijo a Gad: «Estoy en grave aprieto. Pero es mejor caer en manos del Señor, cuya entrañable misericordia es grande, que caer en manos de los hombres. Así que David eligió la peste. Era el tiempo de la siega del trigo. El Señor envió la peste sobre Israel desde esa mañana hasta el momento fijado, y murieron setenta mil hombres del pueblo, desde Dan hasta Berseba. Cuando el ángel iba a extender la mano sobre Jerusalem para destruirla, el Señor tuvo compasión por tanto daño y dijo al ángel que exterminaba al pueblo: «Basta, detén tu mano». El ángel de Dios estaba junto a la era de Arauná el jebuseo. David, al ver al ángel que azotaba al pueblo, dijo al Señor: «Yo soy el que ha pecado. Yo soy el culpable. Éstas ovejas ¿qué han hecho? Que caiga tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre» (2 S 24, 2-17).

Te gloriabas, David, de tu pueblo cada vez más numeroso, más poderoso. Te sentías fuerte y esa reacción de engreimiento personal no fue grata a Dios, que era quien te había dado todo aquel poder, por eso te castigó allí donde habías puesto tu gloria y se perdieron por la peste setenta mil hombres. Castigo tan severo de Dios te dejó seguramente muy claro que para Dios debe ser toda la gloria y que el hombre se la roba a Dios cuando se llena de vanidad.

La Sabiduría no indica solamente cómo hemos de comportarnos externamente, también y de modo más principal, nos señala cómo deben ser los actos internos, cómo han de ser «las intenciones del corazón», evitando la vanagloria, las ambiciones, el afán de ser centro. A este delicado aspecto de la moral dedica el Señor las siguientes palabras:

La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo también está iluminado. Pero cuando tu ojo es malicioso, también tu cuerpo queda en tinieblas. Mira, por tanto, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas. Y si todo tu cuerpo está iluminado, sin que haya en él parte alguna oscura, todo él estará iluminado, como cuando la lámpara te ilumina con su resplandor (Lc 11, 34-36).

Cartas sobre la verdad

229

Cuando Jesús habla del ojo se está refiriendo a la intención. Ciertamente es importante «el objeto» del acto moral, pero «la intención mala» tiene la cualidad de hacer malas las mismas obras buenas. Jesús, que conocía bien los corazones de los hombres y las intenciones que anidan en ellos, alabó a una anciana que echó una minúscula limosna en el gazofilacio porque era todo lo que tenía y lo daba con amor, mientras que apenas valoraba las donaciones de los poderosos, porque el fin que les movía era el ser vistos por los hombres. No eran actos de generosidad con Dios, sino de aparentar una bondad que estaban lejos de tener. Hemos de cuidar que no nos suceda lo mismo, que nos examinemos del «fin» que mueve nuestros actos, no vaya a ser que seamos como aquella higuera que el Señor maldijo porque, aunque estaba llena de hojas (apariencias), no tenía frutos. En todas las cosas hemos de considerar el fin, es decir la intención que nos mueve.

En la falta de rectitud de intención eran verdaderos campeones los fariseos y por eso Jesús constantemente les recrimina. Las acciones externas en sí mismas consideradas tienen importancia, pero más importancia tiene cómo se fraguan en el corazón humano. Por ello en el tiempo litúrgico dedicado a la conversión, en la Cuaresma, en el Evangelio de la Misa del Miércoles de Ceniza se recoge un amplio texto sobre la hipocresía:

Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los Cielos. Por lo tanto, cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, con el fin de que los alaben los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.

Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu

Pablo María Ozcoidi García-Falces

230

aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará. Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así, pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis (Mt 6,1-8).

Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará (Mt 6, 16-18).

Estos pasajes recogen una crítica muy severa del Señor a comportamientos buenos impregnados de intenciones no rectas. La falta de rectitud puede llevar a comportamientos ridículos: «tocar la trompeta» al dar limosna; «ponerse en una esquina» para que todos vean que reza; ir con un rostro triste que proclama: «estoy ayunando». Esos actos no son ridículos por el objeto (la limosna, la oración y el ayuno son obras buenas), sino por la mala intención (ser vistos). Como la intención es el verdadero fin del individuo, «el fin último», el objeto (la limosna, la oración, el ayuno) no pasa de ser fin mediato, es decir, «un puro medio». Las malas intenciones, como la polilla, lo destruyen todo, por eso debemos examinarnos principalmente de nuestras actitudes interiores, de lo que hay en el corazón. A lo que ya he dicho hay que añadir que, aunque el fin malo hace mala una obra buena, el fin bueno no purifica una obra mala. El aforismo «el fin no justifica los medios» expresa de modo muy preciso esta idea.

Los fariseos, que actuaban de este modo tan indigno, se tenían por buenos, por eso el Señor les reprochó tantas veces su conducta. Son tantos los improperios que les dirige en el capítulo 23 de San Mateo que me limitaré a subrayar alguno de ellos.

En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan

Cartas sobre la verdad

231

sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas (Mt 23,2-4).

Dicen y no hacen, señalan el camino, pero no lo recorren. Por eso dice el Señor: Haced y cumplid cuanto os digan, pero no hagáis según sus obras. Continúa diciendo el Señor:

Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí (Mt 23, 5-7).

Todo lo que hacen es para ser vistos por los hombres, es decir, por vanagloria. Qué pocos son los hombres que viven pendientes de la única mirada que interesa, la de Dios. ¿Cómo me ve el Señor a mí? Lo que digan o piensen los demás no nos debe preocupar ni poco, ni mucho. ¡Cuántas veces no hacemos lo que debemos por lo que puede pensar un familiar, un amigo. Y continúa el Señor recriminando a aquellos hipócritas:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro (Mt 23, 23).

Los fariseos vivían preceptos minúsculos, algunos de ellos ni siquiera venían de Dios, pues eran tradiciones que ellos mismos habían inventado; sin embargo, no practican la justicia, la misericordia, ni la fidelidad.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad (Mt 23, 27-28).

Los fariseos tenían una apariencia buena, pero por dentro estaban llenos de miseria. ¡Qué gráfica la referencia a sepulcros

Pablo María Ozcoidi García-Falces

232

blanqueados! Una vez más el Señor manifiesta la importancia de tener un corazón puro, limpio de intenciones torcidas.

Los pecados interiores son los más frecuentes y entre ellos, de modo especial, la falta de rectitud de intención: la búsqueda de gloria personal en lugar de buscar la de Dios. ¿A quién le amarga un dulce?, ¿a quién le molesta una alabanza, o sentirse valorado? Quien descubra reacciones desordenadas en su interior debe rectificar cuanto antes y no robar a Dios lo que es suyo. Hemos de estar siempre alerta porque la falta de rectitud de intención no siempre es patente, muchas veces puede invadir las almas de modo difícilmente perceptible.

No reservemos este pecado para los fariseos, pues nadie puede decir que está libre de él. Los mismos Apóstoles adolecían de este defecto del que les curará la lección del maestro clavado en el madero de la cruz por amor a los hombres. Era frecuente que discutieran entre ellos sobre quién era el mayor.

Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó: «¿De qué hablabais por el camino?». Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos». Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9, 33-37).

Acabamos de ver cómo la pregunta que el Señor hace a sus discípulos, «¿de qué hablabais en el camino?», no encuentra respuesta, porque habían discutido sobre quién era el mayor de ellos. Discutían sobre la supremacía: eran ambiciosos y por eso callan. A continuación el Señor tomó a un niño, lo puso en medio y les dijo que tenían que parecerse a los niños. Los niños pequeños son transparentes, sencillos, sus miserias se muestran claramente porque no las disimulan.

Cartas sobre la verdad

233

De tu vanidad manifestada en el censo, David, hemos de aprender para procurar tener un corazón puro que se exprese en obras buenas. Sería muy triste que esas mismas obras nacieran podridas por proceder de un corazón pagado de sí mismo.

235

XII. Respetos humanos

Carta a Simón Pedro, príncipe de los Apóstoles

Muy querido y venerado Pedro:

Grande es la debilidad humana y tanto mayor cuanto menos confiamos en Dios y más en nuestras fuerzas. A pesar de tantos detalles de amistad y confianza con que te había bendecido el Maestro también fuiste víctima de la debilidad. Nos lo cuenta San Mateo con estas palabras:

Entonces Jesús les dice: «Todos vosotros os escandalizaréis esta noche por mi causa, pues escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero, después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea». Pedro le respondió: «Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca me escandalizaré». Jesús le replicó: «En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces». Pedro contestó: «Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré». Todos los discípulos dijeron lo mismo (Mt 26,31-35).

En la Última Cena Jesús os anunció a todos los Apóstoles que esa misma noche le habíais de abandonar, pero tú, que debías haber dudado de ti mismo, creíste que abandonar al Señor era algo que lo podrían hacer los otros, pero no tú. Confiaste en tus fuerzas y dijiste: Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca me escandalizaré. ¡Qué lejos estabas todavía de conocerte! Entonces el Señor te corrigió al vaticinarte que esa misma noche le ibas a negar: En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. En lugar de haber asumido con humildad las palabras del Señor todavía te atreviste a insistir: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré.

Luego vendrían los acontecimientos, la triple negación en una situación comprometida. Y le negaste porque te habías olvidado de

Pablo María Ozcoidi García-Falces

236

lo que te había dicho el Señor. Fue primero una sierva la que te puso contra las cuerdas y te dejó fuera de combate, después vinieron las otras negaciones. Leemos en San Mateo:

Pedro estaba sentado fuera, en el atrio; se le acercó una sirvienta y le dijo: «Tú también estabas con Jesús el Galileo». Pero él lo negó delante de todos: «No sé de que hablas». Al salir al portal le vio otra, y les dijo a los que había allí: «Éste estaba con Jesús el Nazareno». De nuevo lo negó con juramento: «No conozco a ese hombre». Un poco después se acercaron los que estaban allí y le dijeron a Pedro: «Desde luego tú también eres de ellos, porque tu acento lo manifiesta». Entonces comenzó a imprecar y a jurar: «¡No conozco a ese hombre!», Y al momento cantó un gallo. Y Pedro se acordó de las palabras que Jesús había dicho: «Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces». Y, salió afuera y lloró amargamente (Mt 26, 69-75).

Como vaticinó el Señor le negaste tres veces, incluso con juramento; pero el episodio termina bien porque después, dice el texto sagrado, que lloraste amargamente. Nosotros también deberíamos llorar amargamente al ofender al Señor, pero nuestra inconsciencia hace que ni veamos nuestras miserias, ni cuando las vemos les demos importancia.

Pero volvamos a la narración de la Escritura. De todas formas, Pedro, veo dos atenuantes a tu derrota, de una parte, la valentía y lealtad con que sacaste la espada y, de otra, el desconcierto que te produjo tanto la reacción del Señor rechazando toda defensa como los sucesos que ocurrieron a continuación. Te cogió de improviso, no estabas preparado, no lo esperabas, no cabía en tu cabeza. ¡Aquella noche viste a Jesús, la esperanza de Israel, tan débil, maniatado, juzgado, sometido a toda clase de vejaciones y sin hacer nada en su defensa! No estabas preparado para una situación tan humillante y triste y por eso caíste. Buena lección es la que recibimos al leer esta escena porque nos hace ver que hemos de ser prudentes y estar alerta por cuanto es grande nuestra ignorancia y debilidad.

Aquel suceso cambió radicalmente tu vida. A partir de ese momento ya no te consideraste mejor que los demás, ni más fiel;

Cartas sobre la verdad

237

además te hizo más comprensivo con los que caen en pecado a causa de los respetos humanos. Sucede en muchas ocasiones que los hombres no actúan según los dictados de la conciencia sino por el temor a «quedar mal», el «deseo de quedar bien», o el miedo del «qué dirán», al juicio de los hombres.

¡Es terrible los estragos que producen los respetos humanos!, y no solamente, ni principalmente en situaciones de peligro para la vida, sino también por pura vergüenza ante el juicio del prójimo. Este modo de proceder, muy frecuente, es algo tan vergonzoso que nadie quiere reconocer esta miseria. Es frecuente que algunos cristianos no vayan a Misa por miedo a que les vean sus vecinos, otros que no se atreven a marcharse de un ambiente nocivo, o que se callan ante comentarios que van contra Dios, contra la Iglesia. Se podrían poner miles de ejemplos semejantes a éstos.

Tal modo de proceder, aparentemente poco dañino, produce grandes estragos, en primer lugar en el que lo comete que, o bien se abstiene de hacer el bien o es arrastrado a hacer el mal; en segundo lugar, porque se pierde una ocasión óptima de dar buen ejemplo. Pero, duro será el castigo. San Marcos recoge palabras breves pero muy fuertes del Señor:

Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles (Mc 8,38).

Tú te avergonzaste de Cristo una vez, los demás lo hacemos muchas veces. Hemos, pues, de arrepentirnos por los pecados ocasionados por este defecto y hacer el firme propósito de no avergonzarnos de Dios. El discípulo de Cristo no lo es sólo en la Iglesia, debe dar también testimonio en todo lugar, aunque en ello le vaya la vida. Alguna vez tendremos que dejar de ver una película porque ofende nuestra sensibilidad, les parezca bien o no a los que nos rodean; otras veces tendremos que manifestar lo que pensamos en conciencia aunque no esté de moda lo que digamos (no sea lo políticamente correcto), también en ocasiones habrá que abandonar

Pablo María Ozcoidi García-Falces

238

a los amigos si son ocasión de ofender a Dios. Hay situaciones que no se pueden tolerar, otras, tal vez sí, para evitar males mayores.

Los enemigos de Dios usan palabras cuya finalidad es paralizar a los buenos. El temor a ser calificado de retrógrado, frente a un pregonado pero falso progresismo, puede paralizar a una persona. He conocido a muchos que van a Misa si no son vistos por conocidos, amigos o familiares. Y como en este pecado podemos caer todos, es bueno grabar en el corazón las palabras del Señor, antes citadas, cuando nos dice que se avergonzará en la última hora de aquellos que se hayan avergonzado de Él.

Hay un refrán castellano, que dice «Adonde va Vicente, adonde va la gente», que arroja mucha luz sobre el tema de los respetos humanos. Pues, en definitiva los respetos humanos influyen en personas cobardes y carentes de personalidad, de borregos que se dejan arrastrar por el ambiente; que si se tratan con gente buena actúan bien, pero si, por el contrario, lo hacen con los malos también se dejan arrastrar. Aquella noche, Pedro, te avergonzaste del Señor, nosotros también lo hacemos frecuentemente dejándolo sólo ante la cruz. Es muy importante tener principios y ser consecuentes con ellos, ser «uno mismo» y no dejarse llevar por la corriente: tener personalidad.

Herodes en la causa de Juan y Pilato en la de Jesús son dos modelos de debilidad ante los respetos humanos. Empecemos por Herodes. Había bailado la Hija de Herodías ― odiaba a Juan porque le decía a Herodes que no le era lícito tener por esposa a la mujer de su hermano ― y agradado a los convidados al banquete que el rey había organizado; entonces orgulloso de la niña hizo una promesa imprudente, aunque más imprudente fue reforzarla con juramento. Dice San Mateo: El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y le gustó tanto a Herodes, que juró darle cualquier cosa que le pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: Dame aquí, en esta bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. Aquel hombre frágil se sintió coaccionado por la mirada de los comensales y para no ser objeto de burla ordenó que se

Cartas sobre la verdad

239

hiciera como había pedido la muchacha. Así murió Juan Bautista, aquel del que Jesús dijo que era el más grande de los nacidos de mujer.

En el juicio de Jesús hubo ejemplos de valentía como el de Nicodemo y el de José de Arimatea, que salieron en su defensa, pero también hubo respetos humanos. Pilato, convencido de la inocencia de Jesús, trató de salvarlo, pero no quería desagradar a los judíos y esto le perdió porque acabó condenando a muerte a Jesús acompañando la sentencia de un acto que ratifica la cobardía de su conducta: se lavó las manos. Con ese lavarse las manos quiso indicar que él no consentía con la petición de los judíos y que no se hacía responsable de la condena, pero ese gesto fue inútil e hipócrita, pues la decisión de condenarlo le correspondía a él y él fue quien la tomó, ¡por miedo de los judíos! No era oportuno que llegara al Cesar un informe de los judíos que lesionara su carrera. Y así murió Jesús cruelmente a causa de los respetos humanos de Pilato. Como vemos no siempre los que están arriba son modelos de virtudes.

Los respetos humanos son fuente de frecuentes pecados. Cuántos que llevarían una conducta más recta no lo hacen por esta debilidad, que puede influir como freno para el bien por el miedo o como impulso para el mal, para medrar. Es un mal que viene de lejos y que no se cura; siempre hay entre los grandes y entre los pequeños quienes no son fieles a sus convicciones o que prescinden de tenerlas por amor del siglo.

Un día oí contar un suceso acaecido en un pueblo cuyo nombre no diré. El alcalde no se caracterizaba por ser muy fervoroso, pero supo enfrentarse a toda la corporación municipal cuando les dijo: «vosotros veréis lo que hacéis, pero si quitáis el crucifijo que preside esta sala, mientras yo sea alcalde en las reuniones lo llevaré colgado del cuello», dejando con estas palabras resuelta aquella discusión. Hay que arriesgarse por Cristo a ser víctimas de persecuciones cruentas y también morales como puede ser que nos hagan el vacío, que nos quedemos solos, que nos desprecien..., lo

Pablo María Ozcoidi García-Falces

240

que en definitiva no es tan grave ya que como dice el refrán «mejor es estar solo que mal acompañado». Si los demás quieren irse al infierno no hay por qué acompañarlos.

Estimado Pedro, quisiera cambiar el tono de la carta y pasar a recordar ejemplos de valentía. Junto al ejemplo de fortaleza de Cristo está el de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que está de pie junto a la cruz y que frente al pueblo padece con su Hijo. Le acompañan unas santas mujeres. En el Vía Crucis se evoca a una mujer, Verónica, que con un paño limpió el ensangrentado rostro del Señor, Jesús la premió dejando grabado su rostro en las tres dobleces de aquel paño. Un ejemplo impresionante es el que se narra en el II libro de los Macabeos, se trata de Eleazar, un anciano que prefirió morir mártir a dejar un mal ejemplo a los jóvenes de su nación:

A Eleazar, uno de los escribas preeminentes, hombre de avanzada edad y de aspecto muy venerable, abriéndole la boca, le forzaban a comer carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte gloriosa a una vida ignominiosa, se adelantó voluntariamente al suplicio escupiendo el bocado, según el modo de comportarse de aquellos que se mantienen firmes en rechazar las cosas que no es lícito comer ni siquiera por el entrañable amor a la vida.

Los que estaban encargados del impío banquete sacrificial, como conocían a aquel hombre desde mucho tiempo antes, lo llevaron aparte y le rogaban que trajera carne de la que le estuviera permitido comer, que la preparara él mismo, y que fingiera comer de la carne del sacrificio ordenado por el rey. Al obrar así, se libraría de la muerte y conseguiría ser tratado con clemencia en virtud de la antigua amistad que tenía con ellos.

Pero él tomó una honrosa decisión digna de su edad, del prestigio de su vejez, de sus merecidas y venerables canas, de su inmejorable conducta desde niño y, sobre todo, de la divina y santa legislación, Así que dio una respuesta consecuente contestando de inmediato que lo enviaran al hades: «Porque no es digno de nuestra edad fingir, de manera que muchos jóvenes crean que el nonagenario Eleazar se ha pasado a las costumbres extranjeras, y a causa de mi simulación y de una vida breve

Cartas sobre la verdad

241

y pasajera, se pierdan por mi culpa, y yo acarree la ignominia y deshonor en mi vejez. Pues incluso si al presente yo escapara del castigo de los hombres, no huiría de las manos del Todopoderoso, ni vivo ni muerto. Por eso, entregando ahora valerosamente la vida, me mostraré digno de mi vejez, dejando a los jóvenes un noble ejemplo de morir voluntaria y noblemente por las santas y venerables leyes».

Tras decir estas cosas se dirigió enseguida al tormento. Los que lo llevaban cambiaron la benevolencia que poco antes tenían hacia él en hostilidad, pues consideraron que estas palabras que acababa de decir eran una locura. Cuando ya estaba a punto de morir por las heridas, dijo entre gemidos: «Quede patente al Señor, poseedor del santo conocimiento, que aun pudiendo librarme de la muerte, soporto fuertes dolores en mi cuerpo al ser flagelado, pero en mi alma lo sufro con gusto por temor a Él. De esta forma murió dejando su muerte como ejemplo de nobleza y como recuerdo de virtud, no sólo para los jóvenes, sino también para la gran mayoría del pueblo (II Mac 6, 18-31).

Este texto, que narra la fidelidad de Eleazar por el Dios vivo, contiene dos detalles que no se deben pasar por alto. El primero de ellos es la «delicadeza de conciencia» del anciano, pues, aunque sus aparentes amigos le ofrecieron en lugar de la carne prohibida por la ley, «otra legal» que un judío podía comer, engañando de este modo a sus enemigos, él no quiso aceptar tal simulación y no la probó porque con ese comportamiento iban a quedar engañados amigos y enemigos. Como no quería dejar un mal ejemplo para los jóvenes judíos no quiso aceptar aquella miserable simulación; como debe ser. El otro detalle del que nos deja constancia la narración se refiere a los amigos de Eleazar, que mientras trataban de arrastrarle a la simulación se comportaron con suma amabilidad, pero cuando vieron la fortaleza de aquel hombre aquella amabilidad, que en definitiva era una bofetada para su cobardía, se transformó en rabia, convirtiéndose en sus más violentos enemigos.

No olvidemos nunca esta lección, los cobardes se pliegan a las exigencias de los enemigos de Dios y tratan de convencer a los demás con gran amabilidad para que actúen de la misma forma,

Pablo María Ozcoidi García-Falces

242

pero quien se resista a esa dulce presión sufrirá después la más dura persecución. La razón es sencilla: la fidelidad a la ley divina es un reproche a los que por cobardía la abandonan y ese reproche, que les hiere en su soberbia, les lleva a reaccionar violentamente. Han pasado muchos siglos desde el martirio de Eleazar, pero su ejemplo sigue presente entre nosotros.

Cuántos ejemplos se podrían poner y de los que tú, Pedro, fuiste testigo privilegiado, pero ya termino la carta recordando unas palabras que escuchaste del Maestro y que son un buen colofón para todo lo que venimos diciendo: Sin embargo, creyeron en él incluso muchos de los judíos principales, pero no le confesaban a causa de los fariseos, para no ser expulsados de la sinagoga, pues amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn 12, 42-43).