Cartas a Hitler

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1945

7Inicio de la correspondencia de Eva Braun8

Aunque ande por el valle de la sombra de la muerte,no temeré mal alguno,porque tú estarás conmigo.

Salmos 23, 4.

En la Isla de los Justos, abril de 1945 9

8. Esta carta está escrita en una cuartilla doblada por la mitad y ocu-pa por lo tanto dos hojas. En la primera página transcribió el Salmo 23, 4; dejó su reverso en blanco, y en la siguiente hoja comienza la carta propia-mente dicha. Por ello se ha optado por presentar ambos escritos unidos. No podemos datarla con exactitud, solo abril de 1945, pero pensamos que ha de ser una de las primeras, si no la inicial, de la colección que ofrecemos.

9. La «Isla de los Justos» es como Hitler llamaba con ironía al búnker de Berlín, según narra Albert Speer en sus Memorias.

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Ya han cesado las explosiones.Por fin acabó el estruendo de las bombas. Son estas he-

raldos del dolor, de la devastación y de la aniquilación. Cada día los aviones enemigos nos sirven una buena provisión de sufrimiento, ruina y destrucción.

No temo a la muerte, pero el estallido de los obuses y el estruendo del derrumbe de los edificios al caer me llenan de horror. Es como el relámpago y el posterior retumbar del trueno, que me causa más pavor aún que la tormenta en sí.

Cosas de mujeres.Es por eso, por el continuo bombardeo al que nos so-

mete a diario el enemigo, que debemos permanecer tanto tiempo aquí abajo, enterrados en vida en este horrible lugar sin ventanas y al que no llega ni un mínimo soplo de aire puro o un pequeño rayo de sol.

A pesar de estar a más de diez metros bajo tierra y de los gruesos muros de hormigón, el búnker tiembla como una débil choza azotada por el temporal. ¿Qué tipo de bombas estarán arrojando? ¿Qué no estarán sufriendo los habitantes de la ciudad en sus débiles casas del exterior sin protección alguna? ¡Cuánto odio representa cada explosión! ¡Cuánta saña acumulada! Van a devolvernos, despiadadamente, mil veces más dolor del que antes nosotros les servimos a ellos.

Quizá nos lo merezcamos. Quizá sea justo.

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Se cuentan cosas tan horribles del comportamiento del enemigo con las mujeres, tantas atrocidades... ¡Me apena tanto pensar en ellas!

Alfie10 ha abierto una nueva Caja de Pandora mucho más terrible que la de la fábula griega. Una caja de la que han salido males tan infernales que jamás pudimos imaginar que existieran. Males que corren por la Tierra devastando todo a su paso, dando cuenta del bello mundo que conocimos, cercenando en su marcha millones de vidas inocentes… Una caja que, una vez abierta, Alfie no puede cerrar, o no sabe cerrar… o no quiere cerrar.

Este sucio refugio, que huele a sudor y a orina, me dicen que es un lugar mucho más seguro que el exterior, en donde supongo que el aire es limpio y puro, pero en el que también los proyectiles están aniquilando día a día nuestra civiliza-ción, nuestro pueblo. Ya han muerto tantos seres queridos, tantos amigos y conocidos que he perdido la cuenta de ellos. Hoy quedamos pocos, muy pocos. Y estos que quedamos debemos permanecer ocultos, sin ver la luz del sol, necesa-riamente enterrados vivos, escondidos bajo tierra, como… ¡como las ratas!

10. El diminutivo alemán para Adolf suele ser Adi. La forma utilizada por Eva Braun, Alfie, es, cuando menos, novedosa. Los motivos que nos llevan a otorgar uno u otro apelativo cariñoso a nuestros seres queridos son a veces enigmáticos. En la intimidad de los amantes aún más.

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Pero es este el destino que elegí hace años. Nada me fuerza a ello. No soy una prisionera. Soy libre. No debo que-jarme, pues ha sido mi voluntad. Acepto gustosa esta horri-ble situación si esta me permite estar a su lado. Estar junto al hombre a quien amo.

Estar junto a él.En estos terribles días, quizás mis últimos días, es mi de-

seo, es mi deber, permanecer más unida a él de lo que nunca lo estuve. Ahora que es débil, que sus enemigos le tienen cer-cado, que sus fieles le abandonan o, aun peor, le traicionan, ¿acaso seré yo una más de quienes a diario desertan de su nave cuando ven cómo esta naufraga?

¿Seré también un Judas más como tantos otros?Llevo demasiados años a su sombra, abrigada por su

presencia, compartiendo sus pesares, sus inquietudes, sus angustias, como para no saber que mi destino es el suyo. Y que, de la misma manera que le entregué mi cuerpo y mi voluntad, le entregué, asimismo, mi vida entera.

Si decidí ser suya en la bonanza, lo seguiré siendo en la tempestad... Y aun en el naufragio. Continuaré aquí, junto a él, a su lado, viendo cómo envejece cada día, cómo le vence la enfermedad, cómo le derrotan las preocupacio-nes.

Contemplaré con él cómo todos le rehúyen, le traicio-nan... Veré cómo le atacan el insomnio, la pesadilla... los

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fantasmas. ¡Ah, cuán atroces son sus fantasmas! Cada noche llegan a los pies de su lecho y le acosan sin misericordia, sin compasión ni tregua, hasta el amanecer.

Presenciaré el acto final de esta obra en la que se repre-senta el fin del mundo que él creó, solo él, con su voluntad como única arma. Asistiré al inexorable derrumbe del gran templo que intentó levantar.

Convocó a las bestias y estas nos esperan ahora en el ex-terior. Acechan impacientes a las puertas de nuestro refugio subterráneo. Bestias sedientas de nuestra sangre y ávidas de nuestra carne. Alfie emplazó a los monstruos, y estos acudie-ron a su llamada.

Los lobos están despedazando a su rebaño. Los bárbaros han llegado a las puertas de la civilización.

Atrás quedan días de felicidad y amor... Aunque no sé si hubo días de felicidad y de amor junto a él o únicamente conocí esto en mis sueños.

Tengo la sensación de haber disfrutado de un senti-miento distinto a estos dos que digo. Algo no necesariamen-te peor que la dicha o la pasión; algo singular, diferente y que no logro definir, que no sé explicar, pero que justifica plenamente mi vida.

Le veré morir y moriré con él. Le acompañaré al Más Allá. Quizás allí nos concedan un momento de paz y reposo, alejados ambos de tantas preocupaciones y miserias como

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las que nos aguardan a diario en este perverso mundo que pronto abandonaremos casi sin pesar.

Cuando todo acabe y de nosotros no quede nada en esta desventurada Tierra, ni siquiera un sueño que nos recuerde, allí donde estemos, quizás a ambos nos esté permitido sen-tarnos juntos a la luz del sol, al agradable y tibio calor de la mañana mientras contemplamos el verde y húmedo prado por el que pasó en la noche anterior la airada tormenta.

Hasta entonces, hasta que lleguen esos felices y anhela-dos días, solamente podré enviarle estas cartas. Cartas que ni siquiera sé ahora si él leerá…

Pero entonces será distinto, y cuando alcance esa nueva vida junto a él, podré hablarle de tantas cosas que he deseado siempre decirle y nunca pude por culpa de los innumerables y permanentes escollos que, terca y tenazmente, han surgido a diario en nuestro difícil caminar. Podré hablar, en esos mo-mentos, de todo lo que no pude, o no me atreví, a hablarle.

Decirle cuánto le amo...Tomaré sus cansadas manos entre las mías, y cuando

finalmente llegue ese anhelado instante, yo seré para él solo su mujer, y él será para mí solo mi hombre.

¿No es suficiente esto para cualquier mujer?¿No es suficiente esto para ti, Eva?

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8Carta I - La guerra

Querido Alfie:¡En qué embrollo nos has metido!Discúlpame si te hablo en este tono y por este medio,

mediante una carta, pero es que en estas semanas no hay quien te vea. Y eso que durante todo el día vivimos a escasos metros el uno del otro. Tú con tus reuniones, con tus gene-rales, con tus mapas... Yo tan sola, tan olvidada, tan relegada y extraviada en este dédalo que has ordenado construir bajo tierra.

Cuando te veo a la hora del almuerzo o de la cena nunca estamos solos; siempre nos encontramos acompañados por otros: por tus secretarias, por tus asistentes, por tus fieles... y no podemos, Alfie, no podemos hablar de aquello de lo que una pareja debe hablar al menos una vez al día.

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«¿Cuál es ese tema tan importante del que deseas ha-blarme y que hace que tenga que dejar a un lado la salvación de Alemania para atenderte?»

Y estoy tan segura de que me dirás esto como si te es-tuviese oyendo ahora mismo, con ese irónico tono tuyo que tanto he sufrido y tanto continúa hiriéndome.

«¿De qué deseas charlar con tanta urgencia que hace que deba desatender otros asuntos menores para tratar con-tigo este otro tan grave?»

Me insistirás una vez más, a manera de reproche carga-do de fiero sarcasmo.

¿De qué va a ser, Alfie? Pues de nuestras cosas; de las cosas de las mujeres que deben ser oídas por sus hombres. ¿No lo entiendes? ¿Es tan difícil hacerte ver las necesida-des que una tiene? ¿Debo solicitarte la atención que me merezco, aunque sea solamente por la mera condición de ser tu compañera? ¿Debo pedir audiencia para verte o hablarte a través de alguna de tus secretarias? ¿O es que acaso prefieres conversar en silencio, como sueles hacer cuando te dejan tus obligaciones, con ese absurdo retrato de Federico el Grande que tienes colgado en tu despacho y ante el que dejas transcurrir horas enteras en absorta contemplación?

Pero es peor aún: pasas el poco tiempo que tus asuntos te dejan libre acompañado de tu enojosa perra Blondi, que

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se deja acariciar indolentemente mientras le susurras quién sabe qué en sus oídos.

Al anochecer, o, mejor dicho, cuando el reloj nos señala que ya habrá anochecido en el exterior, pues aquí abajo no se sabe cuándo es de día o es de noche, y nos metemos en la cama, estás tan cansado que nada más entrar en ella te vuelves hacia tu lado y te hundes en un primer sueño. Siento entonces la misma atroz sensación que puede tener quien comparta su lecho con un cuerpo inerte, con un frío y mudo cadáver.

Bien es cierto que, apenas pasados unos instantes, las pesadillas te asaltan y entonces te oigo gemir y estremecer hasta que finalmente caes en un estado de duermevela en el que adivino que no estás despierto, pero también sé que tampoco estás dormido. No alcanzas la paz ni en el sueño. No, no es este un tiempo en el que puedas lograr evadirte de la dura realidad huyendo de los disgustos y de las contrarie-dades.

Me das tanta lástima cuando te siento así junto a mí que no me aventuro a desvelarte y te dejo en una fría tierra en la que sé que te encontrarás con tus problemas, con tus derro-tas, con tus fantasmas... pero que es tuya, Alfie. Solo tuya.

Esa tierra es un mundo para que solamente tú lo habites y al que no te puedo acompañar. Y si te digo la verdad, Alfie; no deseo acompañarte allá. No, no... Quiero retrasar todo lo

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que me sea posible el viaje que he de emprender junto a ti hacia ese reino al que tanto temo y al que, intuyo, más pron-to que tarde habré de visitar inexcusablemente de tu mano.

Cuando de nuevo el reloj vuelve a indicarme que arriba habrá comenzado un nuevo día, ya hace tiempo que te has levantado y estás otra vez atareado recibiendo partes, dando enérgicas órdenes, increpando y vociferando. No sé, amor mío, no sé de dónde sacas tanta energía, con lo viejo, enfer-mo y débil que se te ve.

Gritando, siempre gritando para hacerte entender por todos aquellos que no te entienden... o no quieren entender-te, Alfie, que es peor. ¿No has pensado en eso? ¿En que ya no desean entenderte? Te obedecen, pero no te comprenden.

Una mujer, y no me preguntes cómo, sabe muy bien cuándo los demás obedecen sin comprender. Será que no-sotras estamos tan acostumbradas a ello. A obedecer. Desde que somos niñas; primero a nuestros padres, luego a nuestros maridos... Son cosas de mujeres que no entienden los hom-bres, así como nosotras no entendemos vuestros asuntos, vuestras prioridades, lo que os preocupa.

En nuestro mundo, en el de las mujeres, vuestra lógica no tiene valor alguno, Alfie. Es así, siempre lo ha sido y lo será. Vuestros motivos, vuestras razones, son para nosotras absurdos e incomprensibles. Con lo sencillo que sería pen-sar como nosotras lo hacemos. Siempre lo complicáis todo;

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hacéis laberíntico el camino que es recto, complejo, lo que es fácil, y oscuro y tenebroso, lo que es resplandeciente y claro. Sois tan enrevesados, tan complicados, que tenéis la dudosa virtud de confundiros y equivocaros en todo lo que emprendéis, en todo lo que tratáis. Conseguís que lo más simple se vuelva difícil, complejo y confuso. Aquello que tocáis se vuelve… ¡No sé cómo lo lográis, con lo sencillo que es todo!

Pero hay tantas cosas que no entiendo. Será que nunca fui lo que se dice una buena estudiante. Me costó tanto sa-car mis escasos estudios adelante. Aunque, desde que estoy contigo, no me negarás que me he esforzado bastante en me-jorar y estar a tu altura. No sé si lo habré conseguido, pero al menos es justo que reconozcas y aprecies mis esfuerzos por lograrlo.

¡En qué caos nos has metido, Alfie, en qué vorágine!Yo no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Me

decías que ibas a crear la nueva Alemania, a restaurarla en todo su esplendor y grandeza... ¡Y no ha sido precisamen-te así, cariño! No me negarás que no ha sido precisamente como decías. Basta sacar la nariz de este maldito lugar, de este asfixiante y maloliente agujero, para ver en qué estado se encuentra nuestra querida capital. Berlín es una escombrera, Alfie. No queda nada de la bonita ciudad que conocimos. Y no digamos nada de Frankfurt o de Múnich. Y si te hablo

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de la bella Dresde... Escombros, ruinas; no queda nada de Dresde. Nada en absoluto. La han destruido entera.11

Tú, como no levantas los ojos de tus dichosos mapas, crees aún que las ciudades se conservan como aparecen en estos o como se ven en las fotografías de tus numerosos libros de arquitectura. Sí, sí…

¡Qué equivocado estás, Alfie, qué equivocado!Si lo que pensabas era crear una nueva Alemania, apaña-

do vas. Como no sea que la saques de los escombros cuando acabe esta horrible guerra… Será que pensaste que antes ha-bía que destruir la vieja Alemania para erigir la nueva. Pero esto no nos lo dijiste a los demás, Alfie. Esto no nos lo dijiste. Y si nos lo hubieses dicho, no te habríamos dejado, pues éramos muchos a los que nos gustaba aquella Alemania y ac-tualmente incluso somos más los que añoramos aquella an-tigua Alemania que ya damos definitivamente por perdida.

Buena la has liado.No quedaste contento con engañar a los austriacos y

adueñarte de su país; sí, sí, ya sé que esa era tu patria de origen. «Mi amada Austria», les dices a todos, y que «decir Austria es decir Alemania»; estoy de acuerdo contigo en ello y tú lo sabes bien. Hasta reconozco que cuando la reintegras-te al Reich me emocioné en esa visita que hiciste a tu pue-

11. No podemos datar con exactitud esta carta, pero por este dato sabemos que es posterior al 15 de febrero de 1945.

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blo natal (¿Braunau am Inn es su nombre?); donde visitaste también el colegio en el que te enseñaron a leer y, pensando en sabe Dios qué, acariciabas ausente y en silencio el mismo pupitre que ocupabas siendo niño. Fue enternecedor. Cuán-to se difundieron aquellas imágenes en la prensa. ¡Bien que le sacó partido a ello la propaganda de Goebbels!

Pero no… creo que me estoy equivocando. Eso fue cuando visitaste Linz. Sí, estoy segura de ello: fue en la escue-la primaria de Linz, también en Austria, donde recordaste tus años escolares...

Pero volviendo a lo que te decía antes, no contento con quedarte con Austria, te metiste además con los checos, con los polacos... ¿Qué te creías? ¿Que los franceses y los ingleses se quedarían de brazos cruzados viendo cómo te comías toda Europa a bocados cada vez más grandes sin dejarles a ellos siquiera unas pocas migajas?

Y luego a por los comunistas. Y más tarde a meter en esta horrible pesadilla, como enemigos nuestros, a los ameri-canos. Alfie, la verdad es que no te comprendo. No entiendo esa manía tuya de pelear con todos a la vez. ¿Es que es esto normal en alguien? No terminar de pelear con uno, para co-menzar una nueva pelea con otro, o con otros, que aún es peor, como te sucede a ti. Parece como si desearas sumar cada vez más enemigos a esta lucha brutal, hasta alcanzar en ella el número suficiente para que estos puedan al fin vencerte.

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Buscas un final apoteósico, como el de alguna de esas óperas de tu admirado Wagner en las que el héroe alcanza la gloria con su muerte. Pareces más feliz en la derrota que en la victoria. Más dichoso en la adversidad que en la bonanza.

Cuando todo marchaba bien y habían caído en tus ma-nos Polonia, Holanda, Francia… Cuando Inglaterra retro-cedía ante el avance de tus soldados; cuando tus carros de combate corrían victoriosos por la llanura rusa, tú siempre estabas enfadado y de mal humor, y, aunque te mostrabas jovial y alegre en público, en privado yo te soportaba siem-pre malhumorado, agrio y displicente. ¿Qué quieres, Alfie? ¿Acaso era esto lo que deseabas? ¿Un escenario de caos y de destrucción, aunque este caos y esta destrucción sean los nuestros, los de Alemania?

«Nuestros aliados...», nos dices. Sí, sí, nuestros aliados. Valientes aliados tenemos para vencer en esta apocalíptica guerra a la que nos has llevado, y que parece, ¿qué digo pare-ce?, que es el Armagedón.

¿Con quiénes contabas, Alfie, cuando decidiste em-prenderla? Te lo diré yo: con Italia y su Duce, que parece un actor de opereta. ¡Qué tarde te has dado cuenta de lo que en verdad es ese intrigante inepto! Con Japón, que está en la otra punta del mundo. ¿Vendrán desde allí sus ejércitos a socorrernos ahora que tan necesitados estamos de ayuda? ¡Si parece que les va tan mal a ellos en su guerra como aquí a

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nosotros en la nuestra! O con Franco en España, que gobier-na un cementerio.

Apañados estábamos, Alfie, y apañados estamos.«Las nuevas armas secretas que en breve harán que de-

mos un vuelco radical a esta guerra...», nos aseguras un día sí y otro también.

«Los nuevos aviones que hemos construido limpiarán definitivamente el espacio aéreo de bombarderos enemigos. Las cosas están mal, pero aún hay esperanzas...», añades in-tentando convencernos a los demás cuando probablemente ni tú mismo lo estés.

Esperanza… No sé qué esperanzas podemos ofrecerles a las mujeres violadas, a los niños destripados por las bombas y a tanto muerto como sumamos a día de hoy.

«Cuando nuestras nuevas armas entren en acción…»¡Pues se nos acaba el tiempo! Y este enemigo al que te

refieres y que, según tú, será derrotado como por arte de magia, nos despoja cada vez de más territorios, tanto en el Este como en el Oeste, y se halla cada día que pasa más cerca de nosotros. ¿Cada vez más cerca, digo? ¡Si ya lo tenemos camino de Berlín!

Y esas armas de las que nos hablas, Alfie, aún están por llegar.

Como no se apresuren tus científicos, ¡no sé qué será de nosotros!

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Hace unos días oí a una de tus ingenuas e incautas se-cretarias preguntarte con fingida voz infantil:

—Mi Führer, ¿cuándo acabará esta guerra?Y tú, como siempre, con tu irónica respuesta:—No lo sé, señorita. En todo caso, cuando la ganemos.Será así, será como dices, pero ¿no hubiese sido mejor

no haberla comenzado?Es propio de los hombres hacer las cosas como tú las

has hecho. Una mujer no hubiese cometido tantos errores. Si me hubieses preguntado, si te hubieses dejado al menos aconsejar por mí, puede, ¿qué digo, puede?, estoy segura de que ahora no estaríamos como estamos. Pero recuerda que una vez que intenté aconsejarte —bueno, ni siquiera fue eso—, sugerirte, que intenté sugerirte qué debías hacer ante una situación tan difícil como era el asunto aquel de Rusia, estallaste de ira y, a gritos, lleno de indignación como si te hubiese agraviado u ofendido gravemente, me espetaste:

—¡La guerra no es cosa de mujeres! —y luego añadis-te—: Muy poco hombre sería yo si dejase que una mujer me dijera qué debo hacer.

A veces pienso que si es igual que en aquella graciosa comedia griega a la que asistimos juntos en Múnich, ¿cómo se llamaba?, ¡ah, sí!, Lisístrata… Recuerda que en ella las mujeres negaban su amor a los hombres hasta que estos no paralizaran la guerra que había entre ellos. Bueno; sí, es cier-

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to... «No solamente su amor, sino el sexo que vosotros tanto anheláis», era lo que estas les negaban, pero no por ello era una obra obscena y soez, como tú mismo dijiste a los actores al acabar tan divertida representación. Aún recuerdo la ex-presión de pánico en sus rostros cuando recibieron tu injusta y desafortunada crítica. Qué poco sentido del humor tienes, Alfie. Y qué pudoroso eres para unas cosas, y, sin embargo, para otras…

Pues bien, te decía que a veces pienso si nosotras, las mujeres, al principio de esta guerra no hubiéramos podido hacer algo al respecto para evitarla y así obligaros a vosotros, los hombres, a…

Pero no, déjalo. Es como si estuviese oyéndote: que «eres una boba»; que «es una sandez lo que dices»; que «pier-des el tiempo en simplezas en vez de preocuparte por lo ver-daderamente importante». Es lo que dices siempre cuando te enfadas conmigo.

Además, a estas alturas ni siquiera nosotras podemos detener este horror, sean cuales sean las armas que utilice-mos.

¡Ay! Alfie, qué equivocado estás. No lo sabes bien. Pero si tú me dejaras compartir mesa durante una velada con el americano, ese Roosevelt, o con aquel otro que bebía tanto... ¿Cómo se llamaba aquel ruso? Sí, ya recuerdo, Molotov, eso es; ya verías como nada de esto nos estaría sucediendo.

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Pero como tú eres como eres, querido Alfie, tan poco dado a recibir buenos consejos, a dejarte conducir… Y como yo soy tu mujer, he de aceptarte tal como eres.

Qué remedio.Cosas de mujeres.

Eva