Carlos Javier Alonso - Panorama histórico del cientificismo

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Panorama histórico del cientificismo Carlos Javier Alonso. Doctor en Filosofía (Universidad de Navarra), Licenciado en Filología Hispánica (Universidad de León) y Profesor titular del IES Ordoño II de León. El cientificismo constituye la teoría en virtud de la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias experimentales, y la investigación científica basta para satisfacer las necesidades de la inteligencia humana. El cientificismo conforma entonces una absolutización de la ciencia, al tiempo que una injustificada restricción del saber humano que lo reduce exclusivamente al conocimiento científico. 1 En medios filosóficos -desde Nietzsche a Husserl, Apel, Gadamer, Habermas, Heelan, Kisiel, Popper, Feyerabend, Kockelmans, Rescher y otros-, se ha considerado el cientificismo como “la falsa conciencia fundamental de nuestra era”. Gerard Radnitzky ha escrito que el cientificismo es “la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado ‘ciencia’ es el único que merece el título de conocimiento, y su forma vulgarizada: la creencia de que la ciencia eventualmente resolverá todos nuestros problemas o, cuando menos, todos nuestros problemas ‘significativos’. Luigi Giussani ha descrito gráficamente el cientificismo como “una capa bacteriana que ha ido pasando casi por ósmosis a la mentalidad de la gente”, “una concepción del progreso científico que lo convierte en el único y verdadero crecimiento de lo humano y, en consecuencia, lo utiliza como medida para evaluar cualquier forma de desarrollo”. Estas palabras son una buena caracterización del cientificismo y de su importancia en la actualidad. No podemos ignorar que la ciencia no es el único sistema de obtención de conocimiento. Indudablemente una buena parte de lo que sabemos, y, desde luego, de lo 1 Un desarrollo más detenido y profundo sobre este tema puede hallarse en mi obra: La agonía del cientificismo. Una aproximación a la filosofía de la ciencia, EUNSA, Pamplona, 1999.

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Panorama histórico del cientificismo

Carlos Javier Alonso. Doctor en Filosofía (Universidad de Navarra), Licenciado en Filología Hispánica (Universidad de León) y Profesor titular del IES Ordoño II de León.

El cientificismo constituye la teoría en virtud de la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias experimentales, y la investigación científica basta para satisfacer las necesidades de la inteligencia humana. El cientificismo conforma entonces una absolutización de la ciencia, al tiempo que una injustificada restricción del saber humano que lo reduce exclusivamente al conocimiento científico.1

En medios filosóficos -desde Nietzsche a Husserl, Apel, Gadamer, Habermas, Heelan, Kisiel, Popper, Feyerabend, Kockelmans, Rescher y otros-, se ha considerado el cientificismo como “la falsa conciencia fundamental de nuestra era”. Gerard Radnitzky ha escrito que el cientificismo es “la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado ‘ciencia’ es el único que merece el título de conocimiento, y su forma vulgarizada: la creencia de que la ciencia eventualmente resolverá todos nuestros problemas o, cuando menos, todos nuestros problemas ‘significativos’. Luigi Giussani ha descrito gráficamente el cientificismo como “una capa bacteriana que ha ido pasando casi por ósmosis a la mentalidad de la gente”, “una concepción del progreso científico que lo convierte en el único y verdadero crecimiento de lo humano y, en consecuencia, lo utiliza como medida para evaluar cualquier forma de desarrollo”. Estas palabras son una buena caracterización del cientificismo y de su importancia en la actualidad.

No podemos ignorar que la ciencia no es el único sistema de obtención de conocimiento. Indudablemente una buena parte de lo que sabemos, y, desde luego, de lo

1 Un desarrollo más detenido y profundo sobre este tema puede hallarse en mi obra: La agonía del

cientificismo. Una aproximación a la filosofía de la ciencia, EUNSA, Pamplona, 1999.

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que sabemos hacer, nos llega por vías distintas de la ciencia. Las formas que el hombre tiene de acercarse a la realidad son plurales: desde la herencia genética y las tradiciones, la experiencia personal, hasta el arte, la técnica, la artesanía, la religión, la poesía o la filosofía pueden ser también fuentes de conocimiento de ciertos aspectos de la realidad.

Las ideas cientificistas se apoyan en una extrapolación del método de la ciencia experimental: se presentan como científicas unas ideas que van más allá de lo que permite la naturaleza del método científico. Por consiguiente, una crítica de fondo de las ideas cientificistas debe apoyarse en el estudio de la naturaleza de la ciencia experimental. El cientificismo se apoya en la peculiar fiabilidad de la ciencia experimental. El conocimiento científico parece tener una validez intersubjetiva, permite formular predicciones comprobables, tiene un carácter progresivo, y sirve de base para obtener aplicaciones útiles. Estas características parecen estar ausentes en otros ámbitos. Por tanto, si se desea superar el cientificismo, se requerirá una valoración adecuada de la ciencia que incluya un análisis riguroso de esos aspectos de su fiabilidad.

En suma, caracteriza al cientificismo la pretensión de que todo saber riguroso se limita a las ciencias experimentales. Al reducir toda objetividad a la objetividad propia de los saberes experimentales, no se está en condiciones de advertir que el conocimiento científico-natural representa sólo una parte del conocimiento humano total. El cientificista argumenta, si lo hace, mediante razones de precisión y eficacia, mientras tacha de vago y arbitrario todo lo que no se somete al criterio de verificación experimental.

Pero esta mentalidad ha dado ya suficientes síntomas de agotamiento. La superación del absolutismo cientificista nos abre el camino para ampliar el horizonte de nuestro saber. Es, desde luego, muy beneficiosa también para la propia investigación científica, que se aparta de los dogmatismos ideológicos y adquiere conciencia de su alcance y de sus límites. Y esta superación es indispensable para avanzar hacia una concepción filosófica del mundo y del hombre que sea rigurosa y esté a la altura de nuestro tiempo.

En este artículo, se emprende un análisis del cientificismo en su génesis y desarrollo histórico, un proceso que se articula en torno a cinco etapas decisivas en el despliegue cronológico del cientificismo: su momento originario o sus raíces, el cientificismo de la edad moderna, el cientificismo positivista, el neopositivista y el que se ha venido denominando “cientificismo pesimista” y que puede rastrearse en autores recientes como Karl Popper o Mario Bunge. Teniendo a la vista esta hoja de ruta, comenzamos nuestra exposición.

a) Las raíces del cientificismo

Las raíces del cientificismo son antiguas. Se remontan a la polémica entre las escuelas socrática y la atomista en la cuestión relativa al orden y la finalidad visibles en la

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naturaleza. En efecto, en su estudio de la physis, Sócrates defendía ambos conceptos, que eran negados por sus oponentes de la escuela atomista.

Entre los antecedentes que influyeron sobre Sócrates, se cuenta la obra de Anaxágoras2: La Mente. En esta obra, Anaxágoras explica cómo, en las partes de la naturaleza –en el cielo, en el aire, e incluso en el cuerpo humano– se suceden cambios, pero no de cualquier modo, sino según algún tipo de secuencia. Así, las nubes siguen a los días calurosos, las lluvias a las nubes, los días calurosos disminuyen las inundaciones y así sucesivamente; esta aportación a la filosofía no fue una mera observación interesante, sino una aproximación a la verdad. De estas sucesiones naturales, Anaxágoras deducía que debía existir una mente superior –Entendimiento o Nous– que concertara y planeara todos estos cambios de un modo armónico y ordenado.

Junto con su explicación de que existe un principio inteligente que regula el movimiento de la realidad, Anaxágoras sostenía para ésta una composición que hoy denominaríamos “física”: la naturaleza estaría compuesta de una pluralidad de partículas... etc. En su explicación surgen, por tanto, el problema del origen del movimiento, que él atribuye al amor-odio, es decir, a lo que hoy llamaríamos “tendencias naturales” en la physis, que se derivan de un Nous o Entendimiento primordial.

Los atomistas, por el contrario, resuelven el problema del movimiento con la introducción del concepto de vacío. Era forzoso aceptar este concepto desde el momento en que se abandona la idea de ser como un todo compacto. Así pues, hay que admitir junto al ser desmenuzado un nuevo factor que se denominará “no ser”: el espacio vacío, no lleno, tan necesario para los atomistas, como el mismo átomo. Para explicar el origen de la physis, Anaxágoras había admitido una pluralidad de partículas originalmente mezcladas en una masa compacta. Como no admitía el vacío, estas partículas quedaban “aprisionadas” en la masa originaria compacta e inerte. Admitido el vacío, por el contrario, los átomos pueden moverse libremente en él. La pregunta sobre cuándo y cómo se inició el movimiento tiene sentido en el caso de Anaxágoras (lo inició el Nous o Entendimiento), pero no tiene sentido ninguno en la física atomista: el movimiento no se inició en ningún momento, los átomos se mueven eternamente en el vacío. Para los atomistas, por tanto, el papel desempeñado por el vacío es decisivo. Éste no solamente hace posible la pluralidad, sino también el movimiento de los átomos. Los atomistas rehabilitan el vacío para poder explicar con estos

2 Nacido en Clazomene, cerca de Mileto, Anaxágoras establece su escuela en Atenas, donde permanece 30 años, invitado por Pericles, del que era amigo y maestro, hasta que es desterrado a Lámpsaco por impiedad, donde muere el año 428 a. C. Sus opiniones astronómicas eran materialistas.

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dos elementos –átomos y vacío– el movimiento y la multiplicidad del mundo de los fenómenos.

Como Anaxágoras, los atomistas Leucipo3 y Demócrito4 admiten la pluralidad del principio, pero lo consideran cualitativamente indiferenciado. Para ellos, el fundamento de todo lo real serían los átomos –elementos positivos de toda la realidad–. Estos átomos carecen de cualquier propiedad que no sea la extensión. Así cualquier nacer y perecer depende del acercamiento o separación de los átomos; y el cambio de una cosa se explica por el cambio de posición y situación de sus átomos. Los atomistas enseñan que, una vez puestos los átomos en movimiento, sus desplazamientos ulteriores están determinados por leyes mecánicas inmutables. El estado del universo en un momento determinado depende solo de sus estados previos, y su futuro está determinado por su presente. El movimiento del átomo se mantiene uniforme hasta que choca –sin duda con otro átomo, puesto que la teoría niega la posibilidad de cualquier otra entidad con la que un átomo pueda chocar–. De todas las ideas del atomismo antiguo ésta de la uniformidad del movimiento del átomo es la más importante, pues constituye una anticipación mental de la teoría del impetus propuesta por Jean Buridan, nominalista de la Escuela de París del s. XIV, y de la ulterior ley de la inercia formulada por Galileo.

En el otro bando de la controversia, se encontraba la escuela socrática. Sócrates advirtió rápidamente que basándose en la física atomista –ligada a consideraciones cuantitativas– no podría obtenerse ni significado, ni finalidad, ni por supuesto valores humanos. El maestro de Platón enseñaba a sus discípulos que solo se podrían lograr aquellos valores demostrando que una física puramente cuantitativa es por completo errónea. En su lugar habría que poner una física que tratase de objetivos y de finalidad.

La grandeza de Sócrates consistió en darse cuenta de que una forma de conocimiento –el empírico y cuantitativo– no proporcionaba ninguna clave acerca del sentido de la finalidad, ni por supuesto del significado de la existencia. Pero hubo una limitación que no consiguió trascender. No se dio cuenta de que intentaba remediar las limitaciones de un tipo de conocimiento, las limitaciones del razonamiento cuantitativo,

3 De Leucipo se sabe poco, excepto que era milesio y que floreció hacia el 440 a. C. Fue el creador de la escuela y de la doctrina atomista. 4 Demócrito, que llegó de Abdera (Tracia) y era un muchacho cuando Anaxágoras frisaba la vejez, desarrolló el sistema iniciado por Leucipo y lo dio a conocer. Visitó Atenas en tiempos de su contemporáneo Sócrates, pero consiguió escasa atención en la ciudad. Es posible que el desprecio del atomismo en Atenas se debiera a la influencia de Sócrates y de Platón, los cuales sin duda condenaban una concepción tan resueltamente materialista.

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empirista, utilizando otro tipo de conocimiento igualmente limitado, el basado en la reflexión y en la introspección. Los dos milenios siguientes heredaron en gran medida esta limitación de Sócrates. La herencia consistía en la concentración casi exclusiva en cuestiones relacionadas con la finalidad.

Aristóteles desarrolló su física siguiendo las orientaciones filosóficas aprendidas en la Academia de Platón, fiel continuador de la concepción socrática. En el libro primero de la Metafísica pasa revista el Estagirita a las sentencias de sus predecesores, para, según dice, ver si trataron de alguna clase de causas que no fuesen las cuatro enumeradas por él: material, formal, eficiente y final. Con este motivo, traza un breve bosquejo de la historia de la filosofía griega hasta su época. De este modo y sin ánimo exhaustivo, se remonta a Tales y a los primeros filósofos griegos que se ocuparon de la causa material, tratando de descubrir el substrato último de las cosas, el principio ingenerado e indestructible del que provienen y en el que se diluyen los objetos particulares. Así nacieron, por ejemplo, las filosofías de Tales, Anaxímenes y Heráclito, que afirmaban la existencia de una sola causa material, o la de Empédocles, que postulaba cuatro elementos.

Pero, aun cuando los elementos se engendrasen a partir de una causa material, ¿por qué sucedió esto?, ¿cuál es la fuente del movimiento en virtud del cual se generan y se corrompen o destruyen las cosas? Ha de haber en el mundo una causa del devenir, del hacerse, y los mismos hechos deben inducir finalmente al pensador a buscar otro tipo de causa distinta de la material. Ensayos de respuesta a esta dificultad se hallan en las filosofías de Empédocles y Anaxágoras. Este último comprendió que ningún elemento material puede ser la razón suficiente de que los objetos manifiesten la belleza y bondad, y, por eso, afirmó la actividad de un Entendimiento o Nous sobre el mundo de la materia, mostrándose con ello “hombre sensato en contraste con la inconsiderada garrulería de sus predecesores”.5

Sin embargo, Anaxágoras recurre al Entendimiento tan solo como a un deus ex

machina para explicar la formación del mundo, y lo introduce a la fuerza, cada vez que no acierta a dar otra explicación: siempre que se le ocurre alguna otra, prescinde sin más del Entendimiento. Es decir, que Anaxágoras fue acusado por Aristóteles de servirse del Entendimiento como de una capa con la que cubrir su ignorancia. Empédocles, por su parte, postuló dos principios activos, al Amistad y el Odio, pero no los empleó ni suficiente ni consistentemente.6 Así pues, estos filósofos habían logrado distinguir dos de las cuatro causas de Aristóteles, la causa material y la originadora del movimiento; pero no habían

5 ARISTÓTELES: Metafísica, trad. de T. Calvo, Gredos, Madrid, 1994, 984 b 15-18. 6 Ibídem, 985 a 21-23.

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puesto en juego sistemáticamente sus concepciones no habían elaborado una filosofía coherente y científica.

Como Platón, también Aristóteles se remite a un modelo artesanal (con el famoso ejemplo del escultor) para aclarar cómo el fin es una de las “causas” o “principios” necesarios para explicar cabalmente la naturaleza. No obstante, el rasgo característico de su teleología es que la finalidad de la naturaleza es para él intrínseca a ella misma, no depende de una inteligencia providencial. Aristóteles elabora su teoría finalista como alternativa a la hipótesis de Empédocles de una evolución biológica regida por el azar (antiguamente habrían existido animales organizados de las formas más diversas: algunos de ellos se habrían extinguido pronto, mientras que otros habrían resultado aptos para sobrevivir), y encuentra el testimonio decisivo de ello en el fenómeno de la permanencia de las especies vivas. De un animal nace siempre otro animal de la misma especie; este hecho, como todo lo que ocurre “siempre” en la naturaleza, no se explicaría si ésta estuviese regida por el azar. La finalidad es precisamente la única alternativa al azar, según Aristóteles. Para éste, la finalidad valdría también para los cuerpos inorgánicos (según la doctrina de los distintos “lugares naturales”, hacia los cuales se moverían los cuerpos espontáneamente siempre y cuando no se vean impedidos con violencia) y finalmente para los mismos astros, cuyo movimiento estaría determinado por amor y deseo de la perfección divina.

b) El cientificismo en la edad moderna

Aunque la mentalidad cientificista hunde sus raíces en la filosofía griega y en la disputa socrático-atomista, a efectos del cientificismo que vamos a estudiar, nos interesa ahora analizar cómo se dio esta misma disputa en la época moderna. El cientificismo de la modernidad es el que afecta a los evolucionistas neodarwinistas, mientras que el de los clásicos, aunque coincide con el de la modernidad en varios presupuestos –y errores y problemas de interpretación de la realidad–, solo nos ha servido para plantear esos presupuestos básicos –en el apartado anterior– en la época moderna. En efecto, en cuanto concesión de una total preeminencia y predominio de la ciencia sobre el resto de la cultura, el cientificismo es uno de los rasgos típicos de la modernidad, que influyó en su aparición, no un mero resultado de ella.

Aunque se ha dicho hasta la saciedad que el mayor error de la física aristotélica fue la proyección de la finalidad en todas las cosas, incurriendo en un craso finalismo, lo cierto es que a este respecto nadie ha conseguido demostrar que las tesis teleológicas de Aristóteles sean falsas. Aristóteles defendió la presencia de la finalidad en todos los niveles, pero quienes le seguían en la época del surgir de la nueva ciencia –los aristotélicos del XIV al XVI– no le llegaron a entender correctamente. Simultáneamente, había un afán de cambiar todo, empezando por esa filosofía que no servía para nada –Descartes–, dando una explicación del mundo que fuese útil: se cambia el concepto de ciencia o sabiduría por el de

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modelo científico-técnico, y la filosofía se deja de lado. Mientras sobrevivió la noción aristotélica de la sustancia como unidad de una materia y de una forma, la noción de finalidad permaneció indiscutida; pero, desde que, en el siglo XVII, Bacon y Descartes negaron la noción de forma sustancial, la noción de causa final se hizo inconcebible.

En efecto, la sustancia definida por su forma es el fin de la generación. Lo que quedó, una vez excluida la forma, fue la materia extensa, o más bien, la extensión misma, que es el objeto de la geometría y no es susceptible sino de modificaciones puramente mecánicas. Descartes llegó de este modo a la formulación de un mecanicismo que extendió al dominio de los seres vivos, incluido el cuerpo del hombre.

El mecanicismo moderno comienza con Descartes (1596-1650), padre de la filosofía moderna y del racionalismo. Descartes partía de una duda universal con la voluntad de llegar a una primera evidencia, para edificar sobre ella un nuevo sistema del mundo, fundado en una nueva filosofía. Tras eliminar mediante la duda todas las ideas adquiridas, así como los datos de la sensibilidad, el testimonio de los otros y la tradición cultural entera, ve que esta verdad: cogito, ergo sum; “pienso, luego existo”, es indudable. La verdad será, desde entonces, para Descartes lo evidente a la intuición intelectual; pero eso no es lo mismo que lo real en el sentido de “las cosas”. En Descartes, en cierto modo, efectivamente, verdad y certeza se confunden, pero “certeza” no significa ya “grado de seguridad en que mi conocimiento es verdadero”, sino “claridad de mi intuición”.

Partiendo, pues, de esa primera intuición, edifica el sistema de las substancias (el yo, Dios y el mundo), que se corresponden con las tres “ideas innatas”: res cogitans o pensamiento, res infinita o infinitud y res extensa o extensión. La res extensa cartesiana es un ser que se confunde con la mera distensión de sus partes en anchura, longitud y profundidad. La claridad y patencia de esta idea excluye la adición de propiedades diferentes de las que necesariamente acompañan a la extensión tridimensional. Pero, muy a pesar de Descartes, su res extensa, sin cualidades, tal como él la concebía, no consigue explicar nada. Por eso, los científicos posteriores atribuyen cualidades a la materia, y cualidades activas, como el campo eléctrico, magnético, gravedad, etc., con lo que, después de expulsar por la puerta grande a la forma sustancial, la están colando por la puerta de atrás con otro nombre, pues es ésta la que explica la actividad y las cualidades de los seres; la materia que concibe un científico actual ya no es la mera extensión cartesiana, ni tampoco la simple materia, sino materia informada, si empleamos terminología aristotélica.

El mecanicismo cartesiano nos permite saber cómo funcionan los organismos, lo que nos faculta para actuar en nuestro provecho sobre ellos o fabricar equivalentes, mientras el conocimiento de la causa final nos indica solo el porqué del mecanismo, que a menudo es evidente, pero no nos permite ninguna actividad útil sobre la realidad. Incluso si

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hay finalidad, cosa que Descartes negaría, pero que Bacon concedería, no hay sitio para ella en una ciencia cuyo fin es hacernos dueños y poseedores de la naturaleza.

El mecanicismo cartesiano es una filosofía que simplifica el mundo, reduciéndolo a tres elementos: espacio, cuerpo y fuerza. Como se considera cuerpo el espacio lleno, y el espacio vacío nada, espacio es idéntico a cuerpo: mera extensión. Podemos hablar, en última instancia, de solo dos elementos: cuerpos y fuerzas. El principal mérito de la sustancialización cartesiana del espacio es la enorme claridad y simplicidad de su propuesta: los cuerpos están en el espacio porque no son otra cosa que porciones de extensión rodeadas por otras porciones de la misma índole. La clave es la idea de reducción: se reduce la realidad que hay en el espacio a cuerpos y a las fuerzas que los mueven, y en el tiempo a los cambios que experimentan dichos cuerpos. Y todo ello se cuantifica, se reduce a números (matemática).

A juicio de Descartes, causar es aplicar una fuerza a un sólido; el empuje causa porque mueve. A su vez, el movimiento no tiene misterio, significa solo desplazamiento a lo largo de una trayectoria calculable. En fin, los movimientos de los astros y los cambios en la Tierra, se podían reducir todos a la traslación o movimiento de desplazamiento, resultante del contacto y empuje. De este modo, se puede describir también el mecanicismo por lo que niega: niega las causas formal y final, niega las cualidades y, en general, todas las formas (sustancial o accidentales) que la filosofía natural de Aristóteles veía unidas con la materia (hilemorfismo). La cantidad ocupará ahora el lugar de la sustancia, ya no será un accidente de la sustancia material. Pero la cantidad es extensión, luego el mundo material es objeto matemático, sólido geométrico. Pues bien, el reduccionismo matematicista considera que, para que el saber sea científico, debe ser matemático, y solo éste es saber científico. En Geometría, los puntos permiten definir líneas, y las líneas planos y volúmenes. El punto no tiene dimensiones pero sí localización, determinada por valores en unos ejes de coordenadas cartesianas (x, y). Una línea es una función matemática a la manera de y = f (x). Esto permitía soñar con una compresión total del mundo. Era el proyecto racionalista: lo que existe, se entiende; y lo que no se entiende, no existe. La razón humana sería medida de la realidad, al eliminar todo lo que no sea idea clara y distinta, como los puntos, las líneas y las operaciones sencillas del álgebra.

Si el mundo es mera extensión, será objeto de la razón matemática. En un futuro, todo será cognoscible. En matemáticas, cuando sabemos perfectamente una teoría o un tipo de problemas, decimos que los “dominamos”. Si el mundo es pura extensión geométrica, la razón matemática será capaz de dominarlo. El ideal de la “razón tecnológica” fue un proyecto de conocimiento y dominio completos del mundo material. Todo ello otorgaría a la humanidad la soberanía perfecta sobre la naturaleza material.

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Una vez deducida la realidad entera según la “razón pura” y sus “ideas claras”, da como evidente que el alma existe, que su esencia es “pensar”, esto es, actividad, espontaneidad vital, y que es espiritual o incorpórea, y por tanto indivisible, inmortal. El cuerpo humano, en cambio, como los cuerpos de los animales, es una máquina que se entiende mecánicamente, mediante figuras, fuerzas y movimientos. Las cualidades no son reales, sino subjetivas.

El dualismo cartesiano afirma que el alma y el cuerpo son dos realidades, no solo distintas, sino también contrarias: la una es actividad, la otra pasividad; la una espiritual, la otra corporal y material; la una indestructible, la otra divisible. Este “dualismo” contrasta con la teoría hilemórfica de Aristóteles, para quien las sustancias corpóreas constan de materia y forma. Según Descartes, la materia es una substancia (máquina) y el alma otra (espíritu), distintas, separadas. La unidad se ha perdido ahora; en consecuencia, hace falta explicar cómo se unen. ¿Cómo llegan a formar la unidad que todos experimentamos ser?

Al mecanicismo de Descartes se le puede objetar que la unidad humana es un problema insoluble, en términos solo mecánicos o solo espiritualistas; nunca se podrá explicar mecánicamente la vida mental, ni espiritualmente los cambios mecánicos. Pero si no se explica la unidad humana, tampoco la unidad entre el hombre y el mundo en que vive; ni la acción del mundo sobre nosotros, proporcionándonos sensaciones y conocimientos nuevos; ni nuestra acción sobre la materia, como hablar, caminar, trabajar y modificar el mundo. Al ser definidos por atributos contradictorios, alma y cuerpo quedan aislados, no pueden unirse ni comunicarse. Todas las cosas finitas –comenzando por el hombre que somos cada uno–, estarían incomunicadas entre sí. Pero eso es contrario a la experiencia: vemos más bien que el cuerpo y el alma forman unidad armónica, que habitamos en el mundo, que lo modificamos, que las cosas nos afectan, que nos proporcionan conocimientos, etc.

Es sintomático observar que, efectivamente, la “comunicación” entre el hombre y el mundo y (y no solo la comunicación, sino también la armonía y la paz), es un problema típicamente moderno. Como algunos renacentistas, Descartes formula la relación entre el hombre y el mundo (sujeto-objeto) en términos de dominador-dominado. El pensamiento moderno no mira hacia la realidad movido por el deseo de conocer desinteresadamente (teoría, contemplación), sino movido por la pretensión de “poder”, de dominar; para esta actitud filosófica el saber se muestra en el poder.

El empirismo se alineó rápidamente con el racionalismo cartesiano en esa concepción instrumental de la ciencia. El primer valedor del cientificismo moderno en su versión empirista es Francis Bacon (1561-1626), quien explícitamente rechazó el punto de vista teórico en beneficio de la utilidad, llegó a escribir: “No me interesa saber para qué vuelan los pájaros, sino cómo lo hacen”; no se trata de saber por saber, sino para construir

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una máquina voladora. Bacon afirma la técnica. Tantum possumus quantum scimus, tanto podemos cuanto sabemos –escribe– o, con frase popularizada: “saber es poder”.

Pero no era preciso negar la teoría, ni su prioridad, para afirmar el interés técnico del saber. Lo que Bacon reivindica es válido, pero la negación de la prioridad de la teoría no se justifica por el acierto técnico. No se puede otorgar predominio a la técnica sin dejar en peor lugar a la teoría; el fin del hombre es la contemplación y, si se pone como fin la acción para el disfrute, la contemplación queda inexorablemente relegada a un papel marginal y secundario. Esa interpretación pragmatista del saber, conlleva, además, un problema insoluble: enfrenta al hombre con la Naturaleza.

Tanto Descartes como Bacon vieron el conocimiento científico no como una mera contemplación teórica de la realidad, sino, sobre todo, como una fuente de dominio y de poder operativo. Por consiguiente, asignaron a la ciencia el objetivo de obtener poder y dominio sobre la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana, al tiempo que le subordinaron las demás ramas del saber. La persecución de este objetivo tuvo resultados tempranos que pusieron a la técnica en un camino ascendente.

Pero la figura más insigne del empirismo fue David Hume, quien, al final de su Enquiry concerning Human Understanding, llegaba a esta conclusión que había estado forjándose dentro de la escuela empirista, desde Bacon en adelante. Hume invitaba a purgar las bibliotecas según los preceptos contenidos en su Enquiry. Sus lectores, ya humeanos convencidos, debían examinar cada libro, especialmente los que versaban sobre teología y filosofía escolástica y hacer dos preguntas: “¿Contiene algún razonamiento abstracto acerca de la cantidad o el número?”. Y: “¿Contiene razonamientos experimentales acerca de la realidad y la existencia?”. ¿Qué se debía hacer si la respuesta era negativa? “Entonces –aconseja Hume– entregar el libro a las llamas porque no puede contener más que sofistería e ilusiones”.

El empirismo, llevado hasta sus últimas consecuencias por Hume, afirmó que la validez de los enunciados universales no puede ser demostrada recurriendo a la experiencia, ya que ésta solo proporciona datos concretos, y ningún proceso lógico permite pasar desde datos particulares a afirmaciones generales. La situación resultaba paradójica. En efecto, a pesar del indudable éxito de la ciencia, no sería posible afirmar que sus leyes proporcionan un conocimiento auténtico acerca de la realidad. Justamente cuando comenzaba a afianzarse la ciencia experimental, sus fundamentos parecían venirse abajo. Fue precisamente ésta la contradicción en la que se metió el positivismo lógico del primer tercio del siglo XX.

En su Crítica de la razón pura de 1781, Kant intentó salvar esta contradicción. Estaba convencido, como Descartes, de que debían existir unas bases ciertas para el conocimiento

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científico. Además creía que la física de Newton era una ciencia verdadera y definitiva. Sin embargo, bajo el impacto de Hume concluyó que la inducción a partir de la experiencia no es válida. Considerando que el escepticismo era inadmisible, encontró una solución original: puesto que los principios básicos de la ciencia no podían ser suministrados por la experiencia, tendría que admitirse que son proporcionados por el sujeto cognoscente. En otras palabras, afirmó que el conocimiento humano se basa en un conjunto de conceptos y leyes a priori, o sea, independientes de la experiencia, y que proporcionarían el marco donde se colocarían los datos de la experiencia.

La concepción instrumental de la ciencia se vio fuertemente reforzada por el éxito de la física de Newton, que se apoyaba precisamente en la evidencia sensorial y experimental. En virtud de este éxito, resultaba muy tentador deducir que solo sería válido un conocimiento directamente vinculado con lo sensorial o lo cuantitativo.

El nacimiento de la Ilustración, que comenzó en el siglo XVII en Inglaterra con Locke y los deístas, y se extendió a lo largo del siglo XVIII (el denominado “siglo de las Luces”) a casi toda Europa –especialmente a Francia, Escocia y Alemania–, fue acompañado por fuertes polémicas contra la filosofía natural antigua y contra la religión cristiana. El nombre mismo pretendía señalar la oposición de la nueva mentalidad a la “edad oscura” o a la “inmensa noche de la barbarie” representada por la Edad Media. Se subrayaba, con un tono ingenuamente optimista, la capacidad de la razón y de la experiencia para hacer frente a todo tipo de problemas y se reducía la religión a un común denominador natural de tipo deísta o se adoptaba, en ocasiones, una postura abiertamente materialista, criticando la religión sobrenatural y el recurso a la autoridad, al tiempo que se subrayaban los ideales de una sociedad liberal y secular.

Una de las realizaciones principales de la Ilustración francesa fue la Enciclopedia, editada por Diderot y D’Alembert, entre cuyos colaboradores se contaban D’Holbach, Montesquieu, Rousseau y Voltaire. Tuvo que afrontar prohibiciones por su tono anticlerical, pero fue publicada en su versión final en 1772, con un total de 28 volúmenes. Aunque las ideas de la Ilustración se centraban en torno a la naturaleza humana y a la sociedad, se encontraban influidas por el gran desarrollo alcanzado por la ciencia experimental que parecía proporcionar una base para afirmar que la humanidad había llegado a su mayoría de edad y podía prescindir de los apoyos sobrenaturales tradicionales, basándose en la razón para conseguir su emancipación definitiva. A medida que se afianzó el progreso científico, adquirió mayor fuerza el cientificismo, que consideraba a la ciencia como el único conocimiento válido o como modelo de todo conocimiento.

Los enciclopedistas franceses heredaron la idea ilustrada y la propagaron, pero cuando el cientificismo se elaboró teóricamente y se hizo aún más beligerante fue en el siglo

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XIX a través de la escuela positivista. Dediquemos algunos parágrafos a describir este cientificismo.

c) El cientificismo positivista

El positivismo constituye una corriente filosófica que albergó orientaciones muy diversas, surgió en Francia en la primera mitad del siglo XIX y se desarrolló en la segunda mitad del mismo en todos los países europeos, comenzando por Inglaterra. El término fue acuñado por Saint-Simon y adoptado por A. Comte –inicialmente su discípulo– para designar el estadio “científico” del saber humano, en oposición a los estadios precedentes, calificados por Comte como “teológico” y “metafísico”. El positivismo surgió, por tanto, como el intento de dar una visión de conjunto científica del mundo. Los iniciadores del positivismo, Saint-Simon y Comte, perseguían, como intención última, reorganizar toda la sociedad bajo directrices científicas. En la fase final de la historia, en la cual ellos suponían que ya se había entrado, el poder temporal quedaría en manos de la industria y de la ciencia unidas en estrecha relación, en tanto que el poder espiritual de los sacerdotes sería sustituido por el de los hombres de ciencia. No obstante, por partir de presupuestos erróneos, los positivistas no llegaron más que a contradicciones diversas y debieron abandonar la empresa... no sin haber influido decisivamente en el modo de entender la ciencia en la época actual.

El positivismo está influido por las corrientes filosóficas del siglo XVIII y en particular por los filósofos de la Ilustración, por los enciclopedistas y por el empirismo inglés. Estas influencias convergen en el rechazo de cualquier conocimiento que no sea de tipo empírico. Según el positivismo, el conocimiento se reduce a lo dado en la experiencia sensible. Solo se puede conocer el mundo de lo físicamente experimentable.

El representante más cualificado del positivismo francés fue Auguste Comte, quien en su Discurso sobre el espíritu positivo

7 explica qué entiende por “positivo”: lo concreto, real, efectivo, experimental, útil para el mejoramiento de nuestra condición intelectual y moral, y por tanto constructivo y fecundo, en oposición a abstracto, quimérico, metafísico, ocioso, infecundo. El término asume, pues, un significado antimetafísico bien determinado.

7 A. COMTE: Discours sur l’esprit positif, 1844; trad. esp.: Discurso sobre el espíritu positivo, Alianza Editorial, Madrid, 1985. El Discurso es la primera tentativa de Comte para dar a su doctrina una amplia difusión popular. Es, por tanto, –incluso para el propio autor– una obra de divulgación.

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Además, el positivismo representa una actitud de reacción frente al idealismo: frente al Absoluto de Hegel como presupuesto fundamental del Idealismo, Comte va a elaborar una teoría del saber y un sistema de las ciencias que parten de los hechos concretos, de los fenómenos sociales, de la existencia histórica del hombre y de la estructura material de la naturaleza. Las esencias del idealismo quedan volatilizadas; solo quedan los fenómenos kantianos, lo que aparece de la realidad. Lo real se caracteriza por su presencia física, en un punto determinado, y éste es el objeto de la experiencia. Pero el positivismo quiere ser una superación de la diferencia kantiana entre “fenómeno” y “noúmeno”, o entre fenómeno y esencia. Para la doctrina positivista, no existe tal distinción: la única esencia es el fenómeno, y solo es real aquello que se manifiesta en la experiencia, es decir, el fenómeno.

El positivismo intenta contemplar la realidad desde los datos que le ofrece la observación empírica. El positivismo afirma que lo real es todo y solo lo dado en la

experiencia sensible. Si el conocimiento se reduce a lo dado en la experiencia, cualquier intento de conocer realidades metaempíricas es ilusorio. Como consecuencia de ello, se produce el rechazo de toda interpretación metafísica de la realidad. Comte califica de “misticismo” la intelección metafísica de las cosas. Las entidades abstractas y universales ya no tienen sentido –referente real–, no tienen nada que ver con la realidad. Solo lo real es lo concreto, lo que se da en la experiencia.

Pero Comte tampoco es un empirista de viejo cuño, que solo se preocupe por los datos de hecho y excluya las teorías: “Hemos reconocido que la verdadera ciencia […] consta esencialmente de leyes y no de hechos, aunque éstos resulten indispensables para establecerlas y promulgarlas.” En otras palabras, Comte afirma que los hechos han de organizarse, y su organización consistiría en el descubrimiento de las leyes físicas que rigen su actuación. Así como el ente es reemplazado por el fenómeno, la esencia queda sustituida por la ley.

Hagamos aquí una breve referencia al sistema positivista comteano. Es claro que el propósito de Comte no era erigir una nueva filosofía o establecer las ciencias sobre nuevas bases, sino proceder a una reforma de la sociedad. Pero la reforma de la sociedad implica necesariamente la reforma del saber y del método, pues, para Comte, lo que caracteriza a una sociedad es la altura de su espíritu, el punto a que ha llegado en su desarrollo intelectual. De ahí que el sistema de Comte comprenda tres factores básicos: a) Una filosofía de la Historia, que ha de mostrar por qué la filosofía positiva es la que debe imperar en el próximo futuro. b) Una fundamentación y clasificación de las ciencias asentadas en la filosofía positiva. c) Una sociología o doctrina de la sociedad que, al determinar la estructura esencial de la misma, permita pasar a la reforma práctica y, finalmente a la reforma religiosa, a la religión de la Humanidad.

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1) Filosofía de la historia

Las obras fundamentales de Comte son el Curso de filosofía positiva, que se desarrolla en 60 lecciones y los cuatro volúmenes de Sistema de política positiva. Estas dos obras contienen la sustancia de lo que se ha denominado positivismo y que Comte llama también “filosofía positiva” o “espíritu positivo” y hasta “sociología”. Las dos primeras lecciones del Curso desarrollan dos de sus ideas básicas: la ley de los tres estadios y la clasificación racional de las ciencias. Escrita esta obra con finalidad de reforma social (orden y progreso), parte del supuesto de que la sociedad y la humanidad misma han de pasar por la misma evolución que cada una de las ciencias y, en definitiva, el mismo entendimiento humano.

Partiendo de la misma constatación de Saint-Simon –la necesidad de una regeneración universal de la sociedad–, Comte trata de buscar unidad entre el racionalismo de la Ilustración y la tendencia romántica a la universalidad del saber. Para salir del estado de anarquía, es preciso pasar de la política “filosófica” a la política científica o “positiva”, fundada en los métodos de las ciencias y en la evolución histórica de la sociedad humana. La evolución histórica es producto de las leyes de la evolución biológica. Comte descubre en esas leyes una especificidad propia, que concretará en la “ley de los tres estadios”: “Estudiando el desarrollo total de la inteligencia humana en sus diversas esferas de actividad, desde su primer vuelo más simple hasta nuestros días, creo haber descubierto una gran ley fundamental, a la cual se ha sujetado invariable y que me parece poder estar sólidamente establecida, bien sea por pruebas racionales que suministra el conocimiento de nuestra organización, bien sea por las verificaciones históricas resultantes de un examen atento del pasado. Esta ley consiste en que cada una de nuestras principales concepciones, cada rama de nuestro conocimiento, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes”.8

Según esa ley, el desarrollo humano atraviesa, a juicio de Comte, tres etapas fundamentales y sucesivas: 1ª) La primera corresponde al estadio teológico o ficticio. Éste se caracteriza por el paso del hombre de la naturaleza a la cultura; el mundo es interpretado bajo categorías antropomórficas, y el hombre se orienta por prácticas místico-mágicas. Ese mundo se halla dominado por la magia, y avanza en tres grados: fetichismo, politeísmo y monoteísmo. 2ª) El segundo estadio es el metafísico o abstracto. Es crítico y destructivo de los fantasmas mítico-religiosos y los sustituye por entes abstractos intelectivos. En el plano

8 Ídem: Cours de philosophie positive; Curso de filosofía positiva, trad. esp. de Juan José Sanguineti, Magisterio Español, Madrid, 1987, lección 1ª.

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socio-político se afirma el individualismo, el egoísmo y el utilitarismo. Es una sociedad no fundada ya en la autoridad del soberano, sino en un abstracto pacto social que atribuye el poder al pueblo. 3ª) El tercer estadio, el científico o positivo, la fantasía y el razonamiento abstracto son reemplazados por el respeto a los hechos. El hombre deja de preguntarse el “porqué” de los hechos y empieza a preguntarse por el “cómo”, es decir por las leyes científicas. La humanidad habrá alcanzado la perfección de este estado cuando todas las actividades humanas hayan adoptado el método científico. Promover ese objetivo es la finalidad de la filosofía positivista.

Que existen estos tres estadios lo prueba tanto la historia de la humanidad y de las ciencias, como la exigencia de síntesis y comprensión del espíritu humano. Y así como el estadio positivo es la meta del desarrollo de la historia y de las ciencias, de igual modo la comprensión de las cosas mediante leyes (sustitutivas de las causas de las divinidades) es la meta final de la mente humana.

2) Fundamentación y clasificación de las ciencias

Siguiendo las huellas de Bacon y de Descartes, Comte piensa que la ciencia es la que suministrará al hombre un dominio sobre la naturaleza. La tesis central del positivismo es que solo hay un saber auténtico, el que nos proporcionan las ciencias positivas, las ciencias de los fenómenos. Comte realiza una reducción del saber al que sirve para anticiparse y dominar el curso de las cosas, al que de modo terminal conduce al señorío sobre los procesos de la naturaleza. Se halla Comte, por tanto, inmerso en una concepción plenamente racionalista del saber, que lo reduce a un solo tipo y a un solo método, que será el de las ciencias físico-naturales.

La Filosofía no es –para Comte– un saber distinto o independiente de las ciencias positivas, la ordenación de esas ciencias o el estudio de las generalidades de esas ciencias. La Filosofía se reduce, por tanto, a una reflexión sobre las ciencias, las organiza y las sistematiza; en otras palabras, la Filosofía no es más que una prolongación metódica y una reflexión sobre el método general del saber, que no podría ser llevada a cabo por un saber parcial.

Pero –precisa Comte– el pensar sería algo propio de la colectividad, más que de un individuo. La Filosofía sería, además, la reflexión sobre la sabiduría que brota espontáneamente del espíritu de los hombres en su vida colectiva. Es la forma suprema de la sabiduría y la ciencia de lo más general. Inicialmente, Comte quiere mostrar una filosofía como teoría de la ciencia, pero en realidad acabará siendo una especie de Filosofía de la Historia, en la que, por medio de la que llama “ley de los tres estadios”, pretenderá narrar la vida del espíritu hasta llegar al “estadio positivo”.

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3) La sociología como ciencia definitiva y la religión de la Humanidad

Para llegar al estadio positivo de la mente es necesaria una reorganización del conjunto de las ciencias, o una clasificación del saber humano, con miras a una síntesis final positiva. La síntesis la otorga la sociología, o “física social”, que no solo es la última de las ciencias y, por lo mismo su culminación (según el orden de matemáticas, astronomía, física, química, biología y física social), sino también la auténtica interpretación y la madurez de las ciencias, su filosofía positiva, la ciencia de las ciencias.

La clasificación jerarquizada de las ciencias y la instauración de la sociología como ciencia definitiva supone la llegada del estadio positivo; con ella puede haber en la sociedad orden, al que ya tendía el primer estadio, y progreso, al que tendía el segundo (“El orden como principio, el progreso como fin”). La síntesis de orden y progreso, o la conciliación entre las dos épocas anteriores, se dibuja, en las últimas obras de Comte, como una subordinación de la política a la moral y a una regeneración total, que considera como la religión de la Humanidad: ésta es más real que el mismo individuo, es el “Gran Ser”, que ha de ser venerado con una religión y una moral positivas.

El principio universal de esta moral positiva es el amor que une a toda la humanidad: “vivir para el prójimo es la felicidad suprema”; en esta sociedad no hay más que deberes para con todos, ningún derecho; sus dogmas son la filosofía positiva y las leyes científicas; en su calendario incluye santos como Joseph de Maistre, Adam Smith, Dante, Shakespeare, Federico II el Grande, etc., mientras que los filósofos –los sociólogos– son los nuevos sacerdotes de la religión positiva; la trinidad la constituyen el Gran Ser, la Tierra, que es el gran fetiche, y el espacio, el gran medio. En esta época en que él mismo se considera el papa o el gran sacerdote de la humanidad.

La influencia de Comte fue enorme –especialmente a nivel popular y educativo– en Francia, Inglaterra, y a través de estos países, en todo el mundo, uniéndose a las otras tendencias positivistas del siglo XIX, en especial el positivismo evolucionista, representado máximamente por Spencer. H. Belloc comenta que Comte “ha tenido una influencia indirecta mucho más grande de cuanto hoy se admite”. Su directo influjo francés se bifurca en el positivismo absoluto, por un lado, al que se adscriben H. Taine, y Renan –romántico defensor del cientificismo, según su propia expresión–, y por otro lado en la sociología de Durkheim y Lévy-Bruhl, quienes heredan de Comte la crítica sociologista a la religión y sus esbozos de sociología del conocimiento, según los cuales el pensamiento estaría determinado por las formas de la organización social.

El positivismo de Comte en su faceta específicamente cientificista –dejamos al margen las cuestiones sobre sociología positiva o religión de la humanidad, felizmente superadas–, está vigente hoy día en todos aquellos que creen encontrar en la ciencia el

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saber fundamental acerca del mundo. Actualmente el positivismo, aunque con otros nombres, continúa como actitud de fondo en muchos sectores científicos, educativos y políticos, con los diversos matices que se han desarrollado a lo largo de su trayectoria histórica y la dinámica propia que llevan consigo. No es verdad, por tanto, que el positivismo esté históricamente superado. Se han superado sus primeras manifestaciones ingenuas y románticas, pero no la radical actitud antimetafísica, rasgo común del pensamiento contemporáneo, también incluso de algunos críticos de la ciencia moderna.

La concepción positivista del mundo, sin embargo, no se difunde a la manera de una corriente filosófica, sino como un método establecido para trabajar en las ciencias. La entrada del punto de vista positivista en las ciencias occidentales, en la Física, en la Química, en la Biología, en las ciencias humanas, es un hecho notorio y de enormes proporciones, y constituye además un proceso que todavía sigue en curso, de cuyo alcance práctico y moral quizá no nos damos cuenta perfectamente.

d) El cientificismo neopositivista

Entre los años 30 y 50 de nuestro siglo las tesis positivistas fueron remozadas por la filosofía del empirismo lógico o neopositivismo. Los neopositivistas H. Hann, O. Neurath, R. Carnap, Víctor Kraft, Carl Gustav Hempel, etc., despojaron a las tesis positivistas del caduco ropaje historicista en el que las había envuelto el viejo positivismo y las lanzaron a la calle con la vestimenta mucho más respetable de la lógica matemática, dejando como resultado una profunda impronta en la visión que tienen de la ciencia muchos de sus cultivadores.

El principal heredero de Comte fue, sin duda, el Círculo de Viena. Éste se constituyó públicamente con la edición, en 1929, de un opúsculo titulado La Visión científica del

mundo.9 Con esta expresión se quería decir que la Filosofía debía ser científica, imitando a la

ciencia en su claridad y rigor lógico; y ocupándose sobre todo del análisis de los conceptos y métodos científicos. En palabras de Víctor Kraft, que era uno de los miembros del Círculo, “existía una orientación fundamental común: la cientificidad de la Filosofía. Las rigurosas exigencias del pensamiento científico han de valer también para la Filosofía (...). Con ello venía dada también la oposición contra toda metafísica dogmático-especulativa. La Metafísica había de ser eliminada por completo. Ésta era la razón de que el Círculo de Viena estuviese vinculado con el positivismo”.10

9 H. HAHN, O. NEURATH y R. CARNAP: Wissenschaftliche Weltauffassung: Der Wiener Kreis, Wolf, Viena, 1929. 10 V. KRAFT: El Círculo de Viena, Taurus, Madrid, 1977, pp. 23–24.

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La filosofía del Círculo de Viena se ha llamado “neopositivismo” porque, al igual que el positivismo de Comte en el siglo XIX, afirma que solo hay un conocimiento válido en las ciencias experimentales, y que todo lo demás pertenece a etapas ya superadas. Así, nada se podría decir sobre el alma humana, Dios, la religión. Las preguntas sobre estos temas no tendrían respuesta, como tampoco la tendrían, en general, los problemas clásicos de la Filosofía: se trataría de preguntas sin sentido11, mal planteadas.

Los miembros del Círculo pretendieron inaugurar una nueva etapa de la humanidad, etapa definitiva en la que el hombre sólo tendría derecho al conocimiento de la experiencia “ordinaria” y al de las ciencias, que serían los únicos garantizados por los datos experimentales y por la Lógica. Por eso, su doctrina también se ha llamado “empirismo lógico”. Mediante el uso de la lógica, intentaron mostrar que los problemas “profundos” que el hombre siempre se ha planteado no son más que “pseudo-problemas” debidos a un mal uso de la lógica.

La lógica neopositivista se distancia enormemente de la lógica aristotélica pues considera el simbolismo lógico elaborado por Frege y Whitehead-Russell un poderoso instrumento de reconstrucción racional del discurso científico en un lenguaje ideal o lógicamente perfecto, del que resulten eliminadas las ambigüedades y las deformaciones del lenguaje común que originan pseudo problemas metafísicos. Distinguían, por tanto, dos tipos de cuestiones. Unas serían las que pueden responderse recurriendo a la experiencia y a la pura lógica, y ésas serían las preguntas bien planteadas, que tienen sentido. Por ejemplo, “hay cuervos blancos” o “los cuerpos se atraen por la gravitación de acuerdo con la fórmula de Newton” son respuestas a preguntas concretas. Son enunciados que resultan verdaderos o falsos. En cambio, preguntas acerca del alma, de Dios, o de la Metafísica en general, serían preguntas sin sentido, que no pueden responderse porque estarían en desacuerdo con el rigor lógico.

La tesis básica del neopositivismo es el principio de verificación empírica: solo tiene sentido lo que puede verificarse mediante la experiencia y la lógica, o sea, los conocimientos de la experiencia ordinaria y de la ciencia natural. Este criterio permitiría clasificar todos los enunciados como “con sentido” o “sin sentido”. Los enunciados con sentido se referirían a estados de cosas que pueden verificarse empíricamente, y podrían ser verdaderos o falsos. En cambio, los enunciados sin sentido serían enunciados mal construidos porque no

11 Como es sabido, los neopositivistas entienden por “sentido” aquello que tiene un referente real empírico; la lógica positivista está centrada en la referencia a la realidad empírica.

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corresponderían a estados de cosas que se pudieran comprobar empíricamente y, por consiguiente, no podrían ser ni verdaderos ni falsos.

Pero el Círculo de Viena no partía de cero. Sistematizó y desarrolló una filosofía que había sido formulada por varios autores influyentes. Recogió las tradiciones del empirismo y del pragmatismo, uniéndolas en una perspectiva cientificista. De modo especial, se basó en las ideas de Mach y de Wittgenstein.

Como científico, Ernst Mach12 realizó aportaciones a la mecánica, la acústica, la electrología, la óptica, la termodinámica, la hidrodinámica y la psicología de la percepción. Sin embargo, aunque negó aspirar “a la fama de filósofo”, su nombre ha quedado vinculado con un conjunto de doctrinas de la experiencia que reciben el nombre de fenomenismo. Se trata, en esencia, de un empirismo radical, que elimina de los conceptos y las teorías científicas el poder de reflejar la naturaleza de las cosas y les confiere exclusivamente el valor de instrumentos pragmáticos para organizar de la manera más económica posible (y por lo tanto, entre otras cosas, más eficaz desde el punto de vista predictivo) la multiplicidad de los datos de los sentidos. Esta visión se plasma en las obras históricas de Mach, la más famosa de las cuales es la Historia crítica del desarrollo de la mecánica (1883), una crítica de los fundamentos metafísicos de la mecánica clásica, es decir, de los conceptos newtonianos de espacio, tiempo y velocidad absolutos (fue notable el influjo de sus argumentaciones sobre las ideas epistemológicas de Einstein).

De un modo más sistemático, la epistemología de Mach se pone de manifiesto en Análisis de las sensaciones (1886) y en Conocimiento y error (1905). En estas obras sostiene Mach la tesis según la cual la realidad última del mundo está constituida por las sensaciones. El principio de economía justifica esta posición, puesto que la ciencia tiene como finalidad comprender la mayor cantidad posible de hechos mediante el sistema más simple de todos. Para este fenomenismo o sensismo, numerosos problemas filosóficos, como el de la realidad del mundo exterior y los implicados por las nociones de tiempo y de espacio, se encuentran resueltos, o no se plantean en absoluto. Todo conocimiento científico se apoya en las sensaciones. Toda pretensión de alcanzar la realidad que vaya más allá de esto, sería una “metafísica” imposible. Otra “ventaja” de esta epistemología es la de

12 Ernst Mach (Turas, Moravia, 1838 - Haar, Baviera, 1916), científico y filósofo austríaco. Una vez finalizados sus estudios en Viena, fue nombrado profesor de física en Praga (que entonces formaba parte del imperio austrohúngaro) en 1867. Entre 1895 y 1901 enseñó historia y teoría de las ciencias inductivas en Viena, contribuyendo, desde la cátedra y con su intensa actividad como conferenciante y divulgador científico, a formar el clima de pensamiento laico, metafísico y cientificista que se encuentra en el origen de la experiencia del Círculo de Viena.

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tornar inútiles por igual las nociones de causa y efecto. La noción de función reemplaza aquí a la causalidad, al igual que para Comte, la ley sustituye a la causa. En fin, para Mach, la ciencia no explica los hechos, sino que los describe.

En el terreno científico, Mach realizó estudios interesantes, pero su filosofía era radical y pobre, incapaz de dar cuenta de la ciencia misma: así, Mach se opuso hasta sus últimos años de vida a la naciente teoría atómica, que llegaba mucho más lejos de lo que alcanzan nuestras observaciones inmediatas.

El segundo gran inspirador del Círculo de Viena fue Ludwig Wittgenstein,13 al que dedicaremos una breve exposición. Wittgenstein formuló en su Tractatus logico-

philosophicus14 las tesis acerca de los enunciados con y sin sentido, y su verificación

mediante los hechos elementales de la experiencia. Según la fórmula de Wittgenstein, el Tractatus “se podría resumir así: todo lo que se puede decir se puede decir claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callarse”. La obra, que fue la base intelectual del Círculo de Viena, está presentada en forma de 527 parágrafos distribuidos en torno a seis proposiciones fundamentales: 1) “El mundo es todo lo que es el caso”. 2) “Lo que es el caso, el hecho, es el darse efectivo de cosas”. 3) “La figura lógica de los hechos es el pensamiento”. 4) “El pensamiento es la proposición con sentido”.5) “La proposición es una función veritativa de las proposiciones elementales”. Y 6) “De lo que no se puede hablar mejor es callarse”. En la edición castellana de esta obra se acompaña la versión original en alemán.

Lo que aquí se propone Wittgenstein es repensar la correlación del lenguaje con el mundo. El mundo es definido como la totalidad de los hechos; y el hecho es definido como coexistencia de estados de cosas, que son a su vez combinaciones de objetos. Habida cuenta que las proposiciones elementales del lenguaje son combinaciones de nombres y que “el nombre significa el objeto” (§ 3.203), se puede concluir que la forma lógica del lenguaje es la forma misma del mundo. Así, solo los enunciados de las ciencias naturales están dotados de sentido; las proposiciones de la matemática o de la filosofía están, en cuanto tales, desprovistas de él, de manera que la única tarea de la filosofía es para

13 También austríaco, Ludwig Wittgenstein nació en 1889. Dedicado originalmente a la ingeniería, a los 23 años cambió ésta por la Filosofía y la Lógica, bajo la influencia y dirección de Bertrand Russell. Su temperamento nervioso y depresivo le incapacitaba para la convivencia social y le inclinaba hacia una baja estima por la bondad y cualidades del ser humano. Por dos veces se marchó a Noruega para vivir completamente solo: en 1913 hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, y en 1936. En 1947 se retiró definitivamente a vivir en completa soledad, renunciando a su cátedra de Cambridge. Murió de cáncer en 1951. 14 L. WITTGENSTEIN: Tractatus logico-philosophicus, Alianza Editorial, Madrid, 1973.

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Wittgenstein “la clarificación lógica de los pensamientos (§ 4.112). Pero la filosofía, queriendo mostrar las celadas del lenguaje se condena en última instancia al silencio.

Los críticos han subrayado frecuentemente ciertas diferencias entre el Wittgenstein del Tractatus y el de las Investigaciones filosóficas, publicado póstumamente, en 1953, de forma que se distinguen dos filosofías en Wittgenstein, e incluso ha surgido todo un cuerpo de literatura en torno al “último Wittgenstein”. La distinción no es radical, pero puede ser útil como simple organización de la exposición. El primer Wittgenstein, el del Tractatus, rechaza todo lenguaje excepto el de las ciencias naturales; una posición, pues, muy semejante a la de los llamados neopositivistas lógicos. Solo las proposiciones científicas nos darían una imagen (Bild) de la realidad; según él, el lenguaje ético y metafísico no tienen sentido, en el significado positivista de este término. Intentan articular lo inefable, que solo se puede conocer de modo “místico”. La lógica y la matemática tampoco poseen de sentido, pero por otra razón: constan de tautologías.

El Tractatus se configura como el punto del que parten todas las investigaciones neopositivistas, pues señalará el ámbito en que debe moverse la filosofía: “toda filosofía es crítica del lenguaje”; el fin de esta obra es trazar unos límites al pensamiento, delimitando lo que es pensable y lo que es impensable; y delimitar el campo del pensamiento es determinar el campo del lenguaje. El mundo está constituido por el conjunto de “los hechos”, y el conjunto de las proposiciones constituye el lenguaje. Es preciso delimitar el ámbito de lo que se puede decir, el ámbito del sentido, pues lo que no se puede decir no se puede pensar; y lo que no se puede decir o pensar, carece de sentido.15

La filosofía se va a convertir en clarificación lógica16, pues el lugar del sentido es el lenguaje, que está formado por el conjunto de todas las proposiciones. Pues bien, si se analiza el sentido de las proposiciones filosóficas, según Wittgenstein, es preciso calificarlas como ‘sin-sentidos’, porque son supraempíricas. “Las proposiciones que versan sobre lo supraempírico no figuran nada, son sinsentidos. Las proposiciones de la metafísica son pseudoproposiciones. Solo se puede hablar de los hechos, y este nivel es cubierto por las ciencias empíricas. El ámbito del lenguaje significativo se restringe al plano de lo empírico; por ello “la totalidad de las proposiciones verdaderas es la ciencia natural total (o la

15 Cfr. ibídem, prólogo, p. 31. 16 “El objeto de la filosofía es la aclaración lógica del pensamiento. Filosofía no es una teoría sino una actividad. Una obra filosófica consiste en elucidaciones. El resultado de la filosofía no son ‘proposiciones filosóficas’ sino el esclarecerse de las proposiciones. La filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos que de otro modo serían, por así decirlo, opacos y confusos”. Tractatus, § 4.112.

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totalidad de las ciencias naturales)”.17 La metafísica, en cambio, ha pretendido falsamente establecer un saber acerca de lo supraempírico, un lenguaje que supere el plano fáctico.

La filosofía wittgensteiniana, como aclaración lógica del lenguaje, es fundamentalmente terapéutica. El quehacer filosófico estriba en mostrar el sinsentido de las proposiciones y problemas filosóficos. Tal actividad consiste en disolver los problemas, al mostrar que están mal planteados. Se trata, no de responder, sino de disolver la pregunta filosófica misma. Las proposiciones metafísicas dicen lo que no puede ser dicho, son imposibles. Es claro, con estas afirmaciones, que toda proposición referente a Dios, como toda proposición metafísica, sería un abuso, porque se diría lo que no puede ser dicho, ya que se estaría pensando allende el lenguaje.

La postura de Wittgenstein es agnóstica por cuanto rechaza de plano la posibilidad de una demostración de la existencia de Dios: “Hay una certeza de Dios, no un saber de Dios (ni de su existencia, ni consiguientemente de sus atributos), al menos si se entiende por “saber” lo que puede constituir el objeto de un discurso dotado de sentido. Como Dios está en el orden de lo indecible, no se puede plantear pregunta alguna a propósito de él; una pregunta existe solo cuando puede decirse algo”.18 El problema de Dios es un pseudoproblema; las proposiciones con las que se podría intentar formularlo son sinsentidos.

Pero lo que es un sinsentido desde el punto de vista del lenguaje no es un sinsentido de forma absoluta. Del Absoluto se puede tener, en cambio, una certeza inefable, mística. La conclusión del Tractatus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, es, por así decirlo, trascendida, pues hay una experiencia de lo incondicionado, de lo místico, que se muestra en el lenguaje, aunque éste no puede decirlo. El “hablar” de lo místico es un “hablar” mudo: se muestra, no se dice.

En el propio Tractatus, en frases aparentemente enigmáticas, aparece Dios. “Hay ciertamente lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico”.19 “Contemplar el mundo sub specie aeterni es contemplarlo en cuanto totalidad, pero totalidad limitada. El sentimiento del mundo en cuanto totalidad limitada constituye el elemento místico”.20 “Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está

17 Tractatus, op. cit., § 4.11. 18 Ibídem, § 6.51. 19 Ibídem, § 6.522. 20 Ibídem, § 6.44.

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más alto. Dios no se revela en el mundo”.21 A juicio de Wittgenstein, creer en Dios significa ver que los hechos del mundo no son el fin de la cuestión. Se trata de una experiencia inefable, “mística”. Dios no puede aparecer en el mundo, no puede ser dicho en el lenguaje. Sin embargo, puede mostrarse, desvelarse en un sentimiento. Echado por la puerta del lenguaje, aparece Dios por la ventana metalingüística de lo místico.

Aparte de su teoría sobre el lenguaje, el primer Wittgenstein tiene una tesis denominada atomismo lógico, que realmente es metafísica, que se podría formular como sigue: tanto las situaciones del mundo como las proposiciones que las describen son independientes entre sí. Sus relaciones mutuas son meramente formales. Con expresión de Wittgenstein, la creencia en el nexo causal, es decir, en la acción de las causas, es “superstición”. Las únicas relaciones entre proposiciones son puramente lógicas.

El segundo Wittgenstein es más abierto y realista; admite que hay gran multiplicidad de lenguajes. El modelo o paradigma por el que podemos concebir los lenguajes, según él, es el de los juegos. Wittgenstein emplea mucho la frase “juego lingüístico”. Veamos cómo.

El lenguaje es desde ahora aprehendido como un instrumento de la vida social que permite cumplir una infinita variedad de funciones. La imagen de la figura (Bilt) ha cedido su lugar a la de “juego”: el lenguaje es comparado a un abanico de juegos de los que cada uno posee sus propias piezas y, sobre todo, sus propias reglas. Así como en el ajedrez el valor de una pieza está dado por el valor del conjunto de sus relaciones con otras piezas del tablero, una palabra o un enunciado no tienen sentido más que en el marco estricto del juego en el que aparecen. Es decir, las palabras se definen (o tienen sentido) en cada contexto (“juego lingüístico”) exclusivamente por su uso; significado es uso. Por otra parte los juegos son de muchos tipos: van desde el ajedrez al fútbol, pasando por los diversos juegos de naipes, de salón, los dados, bolos, etc. No tienen nada que sea común a todos; todos tienen reglas, pero sus reglas son distintas, de tal forma que, en los casos extremos, se pueden encontrar juegos completamente disimilares entre sí.

Las Investigaciones filosóficas22 del segundo o último Wittgenstein se van a

considerar como un punto de partida para poder hablar de lo religioso por una gran corriente de filósofos analíticos. En esto, Wittgenstein se opone al positivismo lógico de Carnap y Ayer, quienes consideran todos los problemas referentes a Dios y a la teodicea como enteramente carentes de significación. La doctrina pluralista de los juegos de lenguaje

21 Ibídem, § 6.432. 22 L. WITTGENSTEIN: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988.

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ha conducido a la defensa de las proposiciones sobre Dios, puesto que éstas tendrían sentido en un determinado juego de lenguaje, que se justifica por su uso: su significado vendrá dado por el uso del lenguaje. A juicio de Wittgenstein, los juegos de lenguaje tienen su fundamento en las formas de vida y se verifican en su uso.

Con los precedentes arriba analizados (E. Mach y L. Wittgenstein), resultará ahora más comprensible la filosofía neopositivista del Círculo de Viena, cuyas tesis básicas exponemos a continuación. Círculo de Viena es el nombre que recibe un grupo de filósofos, hombres de ciencia y matemáticos que, habiendo iniciado contactos intelectuales mutuos hacia 1907, se organizan en 1922 en torno a la figura de Moritz Schlick, catedrático de filosofía de la ciencia de la universidad de Viena, y se convierten en un movimiento filosófico internacional, principal promotor del positivismo lógico. Según el manifiesto publicado en 1929, redactado por Neurath, Hahn y Carnap, La concepción científica del mundo: el Círculo

de Viena, los principales miembros del Círculo eran, además del propio Schlick, G. Bergmann, H. Hahn, Ph. Frank, O. Neurath, V. Kraft, H. Feigl, F. Waismann, K. Gödel, R. Carnap y otros; Ramsey y Reichenbach eran considerados miembros simpatizantes y otros, entre los que destacan Einstein, Russell y Wittgenstein, miembros honoríficos del mismo.

Las ideas del Tractatus de Wittgenstein sobre la demarcación entre ciencia y filosofía influyeron notablemente en las ideas filosóficas del Círculo, cuyos rasgos fundamentales fueron la defensa de una visión científica del mundo a través de una ciencia unificada, y el empleo del análisis lógico en la línea de Frege, Whitehead y Russell, aplicado a una orientación científica de la misma filosofía, junto con la impugnación de la posibilidad de la metafísica. La filosofía del Círculo de Viena incurría de este modo en un tipo de cientificismo inductivista y verificacionista. Los planteamientos respectivos presentan notables diferencias, pero en ambos casos resulta imposible pretender alcanzar afirmaciones ciertas y definitivas acerca de la realidad, así como pretender afirmar la existencia de realidades espirituales (alma humana y Dios, con todo lo que ello implica); en ambos casos se adoptaba una postura agnóstica en la cual la filosofía queda reducida a una especulación acerca de las actividades humana y especialmente acerca de la ciencia, que se considera el mayor logro humano, y cuyos cánones dictan las normas de racionalidad humana en general.

El principio de verificación empírica, tal como fue formulado por los neopositivistas, ha sido sistemáticamente cuestionado porque no se puede aplicar ni siquiera a la ciencia. Si hay que verificar todos los enunciados reduciéndolos a los puros hechos de experiencia, no hay ciencia posible. Los “hechos simples” o “hechos atómicos” se expresa-rían en los que llamaron “proposiciones protocolares”, que serían una simple constatación o protocolo de lo que la experiencia nos presenta. Pero las “vivencias inmediatas” no nos permiten llegar ni siquiera a los conceptos científicos más elementales.

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Por ejemplo: para poder definir como magnitud física el concepto de temperatura es necesario aceptar previamente un conjunto de ideas y leyes que permitan interpretar las indicaciones de un termómetro. El dato inmediato de experiencia es muy pobre: solo permite decir que “hoy –en tal fecha concreta–, en tales condiciones –descripción de los instrumentos y experimentos–, yo observo que el mercurio del termómetro pasa de tal señal a tal otra”. E incluso este enunciado no es inmediato: tengo que definir qué entiendo por “mercurio”, por qué admito la ley de dilatación de los cuerpos, por qué creo que más allá de mis sensaciones subjetivas existen unos cuerpos reales que observo, qué valor tienen mis “sensaciones” como indicadores de lo que sucede en la realidad... Fácilmente se advierte que, quiérase o no, las preguntas “metafísicas” anatematizadas por el neopositivismo son indispensables también para la misma actividad científica.

La pretensión de alejar el dogmatismo exigiendo para toda afirmación una prueba empírica o argumentativa, se revelará profunda-mente dogmática si se ha de entender que las únicas formas admisibles de argumentación y de recurso a la experiencia son las científicas. Más tarde, este hecho dará lugar a formas de intolerancia respecto a tipos de saber construidos según cánones diferentes al científico. Justamente ése es el caso de los neopositivistas Carnap o Reichenbach y de estudiosos como Wittgenstein o Quine, que propugnaron la “filosofía científica”.

Evidentemente, estas dificultades fueron advertidas pronto por la mayoría de los miembros del Círculo de Viena, en parte debido a las fuertes críticas que recibieron –también de autores próximos a ellos, como Karl R. Popper-. Ahí comenzó la imposible tarea de “reformular” el principio de verificación empírica, de modo aceptable, sin modificar la filosofía de fondo. Los resultados fueron ostensiblemente insatisfactorios. Ya en 1950, Carl G. Hempel, del grupo de Berlín, estrechamente ligado al Círculo, escribió un artículo titulado “Problemas y cambios en el criterio empirista de significado”, en el que se señalan las dificultades de las sucesivas reformulaciones; en una nota añadida en 1958 dice claramente que lo mejor sería abandonar la idea misma del “criterio empirista de significado”.

Mientras tanto, se habían escrito libros enteros, donde se pretendía exponer una filosofía científica enormemente complicada, sin ningún valor siquiera para la ciencia. Desde 1930 el Círculo edita su propia revista: “Erkenntnis” (Conocimiento), denominada, a partir de 1938, “The Journal of Unified Science”, publicación suspendida en 1940 a causa de la guerra. Establece asimismo contactos con otros grupos filosóficos de otros países, como por ejemplo, el “grupo de Berlín” (Reichenbach, Hempel, etc.) y un grupo de filósofos polacos (Twardowski, Chwistek, Ajdukiewicz, Lukasiewicz, Kotarbinski, Lesniewski, Tarski y otros).

El Círculo de Viena como tal se disolvió en 1938, debido a las circunstancias, pero el influjo de sus miembros, emigrados a diversos países, continuó sintiéndose durante mucho tiempo. Las ideas del Círculo se expanden a partir de este momento por diversos países –

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pero no en Alemania–, y en esta labor colaboran principalmente filósofos ingleses y americanos que habían asistido a anteriores reuniones del Círculo en Viena, en especial Willard Orman Quine, de Harvard, y Alfred Jules Ayer, de Oxford. Aunque algunas de sus ideas fueron modificadas, la orientación básica antimetafísica fue un lastre negativo que ha pesado mucho en la moderna Filosofía de la ciencia.23

e) El cientificismo pesimista de Popper y de Bunge

En el apartado anterior hemos hecho una referencia al Círculo de Viena, breve, pero suficiente para nuestros propósitos. En este nos vamos a centrar en uno de los críticos más demoledores del neopositivismo: Karl Popper, y en uno de sus continuadores en la formulación del cientificismo pesimista, Mario Bunge. Comenzaremos con una aproximación histórico-crítica al filósofo vienés.

El Círculo de Viena organizó congresos internacionales en los que participaron muchos científicos y filósofos, y comenzó varias publicaciones. Entre ellas, en 1935, vio la luz La lógica de la investigación científica, escrita por Karl Popper. Si en sus primeros pasos, Popper apareció como un modesto crítico del Círculo de Viena y algunos de sus miembros le veían como uno de “los suyos”, más tarde se manifestó como un pensador vigoroso con fuerte consistencia propia, que ha marcado grandes áreas de la Filosofía de la ciencia, de la Filosofía social y de la Filosofía en general.24 Popper es, a la vez, gran simpatizante y gran crítico del Círculo de Viena. Le agrada el carácter “científico” del grupo, pero se opuso desde siempre al “principio de verificación empírica” entendido como “criterio de significación” y orientado contra la Metafísica.

Los puntos más importantes en que Popper se aparta de las tesis concretas del Círculo de Viena son las siguientes: 1. Popper rechazó el criterio verificacionista proponiendo, como más adecuado, un criterio falsacionista. Enunciados científicos serán aquéllos que sean susceptibles de falsación: un enunciado será científico si puede, en teoría, ser falsado aunque es posible que, de hecho, no encontremos nunca una instancia falsadora. 2. El criterio falsacionista se propone como un criterio de demarcación entre ciencia y pseudo-ciencia, pero no como criterio de significado. Para Popper, pues, el ámbito de lo que puede decirse con sentido no se agota en la ciencia. La Metafísica no es científica puesto que sus enunciados no son falsables, pero no por ello carece de significado como

23 Cfr. M. ARTIGAS: Filosofía de la ciencia, Eunsa, Pamplona, 1999, pp. 38-39. 24 Un análisis crítico muy lúcido sobre la epistemología popperiana se encuentra en M. ARTIGAS: Karl Popper:

Búsqueda sin término, Magisterio Español, col. Crítica filosófica, Madrid, 1979.

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pretendían los positivistas lógicos. 3. Los enunciados de observación no son infalibles. En esto es Popper mucho más actual que sus compañeros neopositivistas. Para él la verdad o falsedad de tales enunciados (enunciados protocolares) depende, en última instancia, de una decisión de la comunidad científica.

Con esta tesis, Popper se adelanta a las críticas al positivismo derivadas de la psicología de la forma (Gestalt): nuestros sentidos pueden engañarnos y los enunciados de observación puros no existen ya que en todo enunciado hay encerrada una teoría. 4. Popper manifiesta una actitud distinta de la de los neopositivistas en relación con la posibilidad de alcanzar un conocimiento cierto y definitivo: mientras que los neopositivistas rezuman optimismo (los enunciados verificados son enunciados ciertos), Popper se caracteriza por un cierto escepticismo: si bien los enunciados falsados son incuestionablemente falsos, los enunciados no-falsados aún podrán ser verdaderos, pero nunca sabremos con total certeza que lo son.25

El punto de partida de la filosofía popperiana es el problema de demarcación. En un principio, Popper denominó “problema de demarcación” a la dificultad de encontrar una caracterización adecuada que distinga la ciencia de las especulaciones no científicas, y consideró este problema como una de las cuestiones básicas de la filosofía. Lo que entonces tenía en mente era delimitar los sistemas científicos, que se construyen de tal modo que están sometidos al juicio de la experiencia, de los sistemas pseudo-científicos, que se presentan como científicos, pero evitando los riesgos de la confrontación experimental: el marxismo y las teorías psicológicas de Adler y Freud, son los ejemplos de pseudo-ciencia que Popper tiene entonces en consideración. En una segunda fase, Popper extendió su criterio de demarcación de tal modo que no sirviese solo para distinguir la ciencia de la pseudociencia, sino también de todo lo que no sea ciencia en general, pero pretenda presentarse como conocimiento sistemático de la realidad. Popper llamó “metafísica” a toda pretensión cognoscitiva no científica. En 1934, afirmó claramente: “Llamo problema de demarcación al de encontrar un criterio que nos permita distinguir entre las ciencias empíricas, por un lado, y los sistemas ‘metafísicos’ por otro”.26

Los miembros del Circulo de Viena sostenían que el criterio para aceptar un enunciado como científico y significativo es su verificabilidad, y que todo enunciado no verificable no es científico y que, por lo mismo, carece de significado. Popper, frente a este criterio empirista del significado, defendió que el problema está en decidir qué es científico

25 Cfr. M. ARTIGAS: Filosofía de la ciencia, op. cit., pp. 80–84. 26 K.R. POPPER: La lógica de la investigación científica, op. cit., p. 34.

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y qué no lo es, y que no debe identificarse “científico” con “significativo”, de modo que muchos enunciados no científicos, como por ejemplo, los metafísicos o filosóficos, son enunciados significativos, pese a no ser científicos: para Popper, el criterio del carácter científico de un enunciado reside en su refutabilidad, pero no en el significado:

“(...) en mi opinión, no existe nada que pueda llamarse inducción. Por tanto, sería lógicamente inadmisible la inferencia de teorías a partir de enunciados singulares que estén “verificados por la experiencia”. (...) Así, pues, las teorías no son nunca verificables empíricamente. Si queremos evitar el error positivista de que nuestro criterio de demarcación elimine los sistemas teóricos de la ciencia natural, debemos elegir un criterio que nos permita admitir en el dominio de la ciencia empírica incluso enunciados que no puedan verificarse. Pero, ciertamente, solo admitiré un sistema entre los científicos o empíricos si es susceptible de ser contrastado por la experiencia. Estas consideraciones nos sugieren que el criterio de demarcación que hemos de adoptar no es el de la verificabilidad, sino el de la falsabilidad de los sistemas. Dicho de otro modo: no exigiré que un sistema científico pueda ser seleccionado, de una vez para siempre, en un sentido positivo; pero sí que sea susceptible de selección en un sentido negativo por medio de contrastes o pruebas empíricas: ha de ser posible refutar por la experiencia un “sistema científico empírico”.27

Si el criterio de fundamentación de la ciencia se pone en la refutabilidad, se llega a una nueva concepción de la ciencia y de las teorías científicas. Las ciencias serían sistemas de teorías científicas, y éstas deberían concebirse como aproximaciones a la realidad, como “redes”, dice Popper metafóricamente, que lanzamos para comprender el mundo, “para racionalizarlo, explicarlo y dominarlo”, y la manera de lograr que la malla de estas redes sea cada vez más fina sería procurando eliminar todas aquellas teorías e hipótesis que no dicen nada acerca del mundo, porque serían falsas. Puesto que las teorías e hipótesis serían entonces enunciados universales, eliminaríamos de la ciencia las hipótesis falsas sometiendo sus enunciados universales a refutación. La asimetría lógica existente entre verificación y refutación, o confirmación y desconfirmación, cuando se hable de enunciados universales, justifica que Popper afirme que la confirmación de hipótesis es irrelevante para establecer la verdad de una teoría, dado que un enunciado universal no es lógicamente verificable, mientras que la refutación cobra toda la importancia, ya que basta un solo caso de refutación para rechazar como falso un enunciado universal.

Dicho de otro modo: Miles de pruebas que confirman que “los cisnes son blancos” no hacen verdadero este enunciado; en cambio, basta un solo caso de cisne negro para

27 Ibídem, pp. 39–40.

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rechazarlo como falso. Vista esta asimetría entre confirmación y refutación, no hay razón lógica para que el científico se esfuerce por sistema en confirmar y salvar las propias teorías, pues no podría demostrarse que una teoría científica sea verdadera, mientras que sería posible rechazarla como falsa. Lo que importa, por tanto, es eliminar todas las teorías falsas sometiéndolas a intentos de refutación.

Abordamos ahora el problema de la inducción. Este planteamiento de Popper supone un cambio de perspectiva en la teoría de la ciencia mantenida hasta entonces. La concepción heredada de la ciencia, impulsada sobre todo por los patrocinadores del Círculo de Viena y el neopositivismo en general, sostenía una concepción de la ciencia basada en el inductivismo. De acuerdo con esta concepción, la inducción se encuentra presente tanto en el contexto de descubrimiento de las hipótesis como en el contexto de su justificación. En el campo del descubrimiento, afirmar que la ciencia es inductiva significa que las hipótesis proceden normalmente de la generalización de casos particulares observados. En el de la justificación, se demuestra que es verdadera, sometiéndola a contrastación, cuyo resultado puede ser la confirmación o la refutación. Si la hipótesis resulta confirmada por la prueba experimental, se la admite como verdadera o, por lo menos, como probable.

A esta teoría inductiva de la ciencia, opone Popper la siguiente objeción: No es posible fundar la ciencia en un proceso de generalización inductiva porque, tal como demostró Hume, no está lógicamente justificado pasar de enunciados particulares a enunciados universales. La inducción no permite afirmar necesariamente ningún enunciado universal, pero no solo porque la enumeración incompleta de casos singulares es por definición incapaz de ello, sino porque pretender utilizarla en el método hipotético-deductivo como intento de afirmación necesaria de la hipótesis implica cometer una falacia lógica. Como es de sobra conocido, de una hipótesis universal es posible inferir, mediando ciertas condiciones iniciales, determinados enunciados singulares. En ocasiones se ha creído que, si “numerosas” veces se observan en un experimento fenómenos que coinciden con esos enunciados singulares, esto “prueba” (como una especie de prueba necesaria) la hipótesis. En realidad, ello implica cometer la falacia lógica denominada “afirmación del antecedente” que consiste en sostener que la afirmación del consecuente de un razonamiento condicional implica la afirmación del antecedente. Esta es la razón lógica fundamental por la cual una hipó-tesis, por definición misma de su proceso lógico en el método hipotético-deductivo, nunca puede afirmarse necesariamente.

A juicio de Popper, cómo se originan las hipótesis es solo una cuestión subjetiva o psicológica. Lo importante es cómo se justifican y, dada la imposibilidad de la verificación de las hipótesis, su confirmación es irrelevante y solo resulta relevante su posible refutación. No es posible verificar teorías, y el proceso científico debe concebirse como una elaboración de hipótesis, a modo de conjeturas, de las que se extraen predicciones que se contrastan con hechos que puedan refutar-las, con el ánimo de eliminar las que resulten falsas. ¿Qué es

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lo que justifica la certeza o la probabilidad de las generalizaciones inductivas? Para Popper no existe en absoluto ninguna posibilidad lógica de justificación. La crítica del principio de inducción destaca por el lugar central que en el neopositivismo ocupa la metodología inductiva y, en consecuencia, el análisis lógico de los métodos inductivos:

“A partir de la obra de Hume debería haberse visto claramente que aparecen con facilidad incoherencias cuando se admite el principio de inducción; y también que difícilmente pueden evitarse (si es que es posible tal cosa): ya que, a su vez, tiene que ser un enunciado universal. Así pues, si intentamos afirmar que sabemos por experiencia que es verdadero, reaparecen de nuevo justamente los mismos problemas que motivaron su introducción: para justificarlo tenemos que utilizar inferencias inductivas; para justificar éstas hemos de suponer un principio de inducción de orden superior, y así sucesivamente. Por tanto, cae por su base el intento de fundamentar el principio de inducción en la experiencia, ya que lleva, inevitablemente, a una regresión infinita. (...) Por mi parte, considero que las diversas dificultades que acabo de esbozar de la lógica inductiva son insuperables. Y me temo que lo mismo ocurre con la doctrina, tan corriente hoy, de que las inferencias inductivas, aun no siendo “estrictamente válidas”, pueden alcanzar cierto grado de “seguridad” o de “probabilidad”. Esta doctrina sostiene que las inferencias inductivas son “inferencias probables”.28

La teoría que desarrolla Popper se opone directamente a todos los intentos de apoyarse en las ideas de una lógica inductiva. Podría describírsela como deductivismo, teoría del método deductivo de contrastar, o como la opinión de que una hipótesis solo puede contrastarse empíricamente –y únicamente después de que ha sido formulada–: “La ciencia –dice Popper– no es un sistema de enunciados seguros y bien asentados, ni uno que avanzase firmemente hacia un estado final. Nuestra ciencia no es conocimiento (episteme): nunca puede pretender que ha alcanzado la verdad, ni siquiera el sustituto de ésta que es la probabilidad. Pero la ciencia tiene un valor que excede al de la mera supervivencia biológica; no es solamente un instrumento útil: aunque no puede alcanzar ni la verdad ni la probabilidad, el esforzarse por el conocimiento y la búsqueda de la verdad siguen constituyendo los motivos más fuertes de la investigación científica. No sabemos: solo podemos hacer conjeturas. Y nuestras previsiones están guiadas por la fe en leyes, en regularidades que podemos descubrir (...) La ciencia nunca persigue la ilusoria meta de que sus respuestas sean definitivas, ni siquiera probables; antes bien, su avance se encamina hacia una finalidad infinita –y, sin embargo, alcanzable–: la de descubrir incesantemente problemas nuevos, más profundos y más generales, y de sujetar nuestras respuestas

28 Ibídem, pp. 28-30.

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siempre provisionales a contrastaciones constante-mente renovadas y cada vez más rigurosas”.29

La inducción no puede ser el eje lógico de la investigación científica, ya que no es lo mismo la justificación a partir del “contexto de descubrimiento” que a partir del “contexto de la justificación lógica”. Atender al contexto de descubrimiento implica formular un enunciado universal sobre la base de haber repetido una serie de observaciones singulares. El enunciado se formula con una base claramente empírica, basada en la experiencia, y constituye el fundamento garante de la validez de la inducción. Por ello, “todo descubrimiento contiene un elemento irracional o una “intuición creadora” en el sentido de Bergson”.30 El descubrimiento (es decir, la investigación científica) no es irracional, pero contiene un “elemento irracional” que se da en la fase de ocurrencia o en la invención de la idea.

El contexto científico de justificación lógica de los enunciados, hipótesis o teorías es posterior a la formulación del enunciado y no tiene nada que ver con la inducción. El contexto científico de la justificación es lo que Popper llama “la contrastación deductiva”. Una vez presenta-do un enunciado, hay que proceder a su contrastación, y este proceso constituye ya el contexto de su justificación lógica. Para ello es necesario extraer sus consecuencias lógicas, que se encuadran en el sistema deductivo, se comparan unas con otras y con otros enunciados y teorías, y, luego, se contrastan con la experiencia mediante estos pasos: se deducen algunos enunciados singulares que puedan ser considerados como “predictores” y se trata de contrastar en la experiencia si se cumplen; si los enunciados singulares se cumplen, la decisión es positiva y se consideran confirmados (provisionalmente); si la decisión es negativa, están falsados, y el enunciado del que habían sido deducidos se considera también falsado.

Se debe insistir en que, según Popper, una teoría científica nunca puede ser verificada, y eso por motivos puramente lógicos: aunque se comprueben algunas de sus consecuencias, esto no demuestra que todas las premisas sean verdaderas. Las teorías científicas son “sistemas hipotético-deductivos” en los que, a partir de ciertas hipótesis, se extraen consecuencias por deducción, y son esas consecuencias las que se confrontan con la experiencia; si la confrontación resulta bien, lo más que se puede decir es que la teoría ha sido, de momento, “corroborada”, aunque siempre seguirá siendo provisional y sujeta a ulteriores críticas y comprobaciones; y si la confrontación resulta mal, entonces sí que se

29 Ibídem, pp. 261-262. 30 Ibídem, p. 31.

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demuestra que la teoría es falsa, pues la falsedad de una sola consecuencia demuestra la falsedad de las premisas –al menos de alguna de ellas–.

A continuación, apuntamos una valoración crítica de la epistemología popperiana. El aspecto válido de las consideraciones de Popper acerca de este tema es que, si se considera el conocimiento como un sistema de enunciados y se estudian exclusivamente las relaciones lógico-formales entre tales enunciados, nunca se puede demostrar un enunciado universal sobre la base de enunciados particulares, aunque sí pueda demostrarse su falsedad. Pero de ahí no puede concluirse el carácter conjetural de todo conocimiento, a menos que se admita –como Popper lo hace– que solo puede hablarse de certeza si se puede proporcionar una demostración lógico-formal estricta de lo que se afirma. Ese presupuesto racionalista de Popper condiciona toda su filosofía.

Por otra parte, Popper afirma que el conocimiento científico es una ampliación del conocimiento ordinario, de tal modo que ambos tipos de conocimientos siguen básicamente el mismo proceso,31 y de aquí concluye que estudiando el conocimiento científico se aclararán los problemas del conocimiento en general. Pero este planteamiento es inaceptable en su misma base. Evidentemente se da una continuidad entre el conocimiento ordinario y el científico: la ciencia es un intento de conocer la realidad, buscando las causas de modo sistemático, y, en último término, se apoya en las posibilidades del conocimiento humano y necesita del conocimiento ordinario; pero también es evidente que los grandes sistemas de la física-matemática exigen una elaboración teórica y una base experimental que difieren en muchos aspectos de los procedimientos del conocimiento ordinario.

Popper no niega que pueda darse conocimiento, racionalidad y progreso en otros ámbitos distintos de la ciencia, pero afirma que esas características se dan de modo privilegiado en la ciencia experimental. Como consecuencia, la teoría de la ciencia viene a ser la teoría del conocimiento en general. Y como, por otra parte, la teoría de la ciencia viene formulada en función de la metodología, en último término es la metodología quien tiene la última palabra acerca del valor del conocimiento. Se trata, además, de una metodología ajena a consideraciones metafísicas generales que posean validez propia. El resultado final es que la solución de los problemas básicos de la filosofía queda encomendada a una metodología basada en el método de ensayo y eliminación de error, de la que resulta que todo conocimiento ha de ser considerado como conjetural, provisional y refutable.

31 Cfr. Ibídem, p. 19.

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En esta perspectiva no hay lugar para algo semejante a una fundamentación última del conocimiento, que queda explícitamente excluida. Popper afirma a este respecto: “Hay que abandonar la busca de la certeza, de una base segura para el conocimiento. Así pues, veo el problema del conocimiento de un modo distinto que mis predecesores. No me preocupo del problema de la seguridad y justificación de las pretensiones de conocimiento, sino de su aumento”.32

Sin embargo, no es fácil comprender cómo puede hablarse de aumento del conocimiento si no es lícito hablar de conocimiento sin más. El popperianismo se ha presentado desde sus comienzos como una epistemología crítica o no-justificacionista, afirmando que es imposible encontrar bases firmes para justificar la verdad y que, sin embargo, la actitud crítica permite fundamentar el progreso del conocimiento. Pero, ¿es posible afirmar que todo conocimiento es conjetural y continuar hablando de la verdad y del progreso del conocimiento?

Una grave aporía se cierne sobre la epistemología falsacionista, y es la siguiente: si todo conocimiento es conjetural, ¿es también conjetural la afirmación de que todo nuestro conocimiento es conjetural?; si lo es, esa afirmación puede ser criticada e incluso superada, lo que significaría el abandono de la actitud crítica; si no lo es, entonces ya se ha abandonado la actitud crítica, ya que la propia postura filosófica se consideraría definitiva y no criticable. La postura que afirma que todo conocimiento es conjetural es contradictoria, puesto que tal postura contradice lo que afirma. Podría pretenderse evitar la contradicción, afirmando que esa misma postura es conjetural, pero en ese caso habría que renunciar definitivamente a hablar acerca de la realidad, la verdad, la falsedad, etc., ya que todo conocimiento sería un juego, aunque las reglas que se establezcan para ese juego tengan una apariencia lógica rigurosa. Desde luego, Popper pretende que sus afirmaciones hablen acerca de la realidad, y que la ciencia tenga también un sentido realista, pero esto es lo que, según su planteamiento, es imposible.

Como es natural, esta postura plantea el grave problema de su propia validez. En efecto, ¿qué sentido tiene afirmar que todo conocimiento es hipotético si esta afirmación se toma como cierta? Y si se objeta que la afirmación en cuestión no es una afirmación científica, sino de otro tipo –pues Popper acepta hasta cierto punto el cono-cimiento no empírico–, habrá que recordar que para el filósofo de la ciencia británico, el conocimiento científico es el que goza de mayor fiabilidad y rigor –“Pese a todo –escribe Popper–, las

32 Ídem: Conocimiento objetivo, trad. Carlos Solís, Tecnos, Madrid, 1988, p. 45.

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ciencias de la naturaleza constituyen nuestra mayor esperanza”.33 Si en este ámbito no se encuentra la verdad, menos aún podrá hacerse en otras formas de conocimiento. Se trata de escollos que gravitan desde hace varias décadas sobre la epistemología popperiana.

Popper ha llegado a formular toda una filosofía sobre estas bases: el “racionalismo crítico”, teoría según la cual, el espíritu científico y el progreso de la ciencia exigen que se abandone la actitud dogmática que va buscando verificaciones y certezas definitivas inalcanzables, y que se adopte la actitud racional o crítica, que busca siempre detectar errores para mejorar las teorías provisionales. El racionalismo crítico ha ejercido una influencia enorme en el pensamiento actual.

Desde luego, Popper tiene razón cuando señala que todo conocimiento humano es parcial y, por tanto, mejorable, y también cuando subraya la importancia de la crítica para el progreso del conocimiento. Si todo quedara ahí, el popperianismo sería una actitud metodológica justa y útil. Popper la amplía para desenmascarar doctrinas pseudocientíficas, como el psicoanálisis y el marxismo; éstas se presentan como científicas cuando, en realidad, rehuyen someterse al método científico, que exige corregir o abandonar las teorías siempre que no resistan el contraste de la experiencia. Pero Popper pretende hacer toda una filosofía general a partir de esa intuición. Una actitud parcial se convierte así en una visión global. Concluye que toda certeza es imposible. Nuestro conocimiento consistiría en teorías que nunca pueden verificarse, pues la lógica no permite pasar de casos concretos a enunciados con valor universal. No admite, por tanto, el valor de la inducción.

Éste es un punto clave en toda su filosofía, y ahí se muestra demasiado condicionado por el empirismo de Hume y por el racionalismo de Kant. Como atinadamente ha desvelado el profesor M. Artigas: “La filosofía de Popper y sus seguidores se sitúa, de modo principal, en las coordenadas del racionalismo y del empirismo. Estas posturas tienen serios defectos que son hábilmente puestos de manifiesto por los popperianos. Pero eso no basta. Para sostener una teoría, hace falta abordar con seriedad las dimensiones metafísicas, y este tipo de temas suele quedar tratado de modo fragmentario e insuficiente en la perspectiva popperiana. La epistemología popperiana tiene interesantes aciertos metodológicos y proporciona instrumentos valiosos para el análisis de algunas cuestiones de la Filosofía de la

33 “Simposio sobre Karl R. Popper, con motivo de su octogésimo aniversario. Viena, 24-26 de mayo de 1983”, en K.R. POPPER y K. LORENZ: El porvenir está abierto, trad. T. de Lozoya, Tusquets, Barcelona, 1992, p. 63.

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ciencia, pero plantea serias dificultades si se pretende construir sobre esa base una entera filosofía, y eso es lo que parecen intentar Popper y sus seguidores ortodoxos”.34

En otras palabras, es imposible convertir una metodología que se centra en las actitudes del sujeto en una epistemología y en una metafísica que hablen acerca del conocimiento y de la realidad en sí mismos. De este modo, la actitud crítica, que es el punto clave de la filosofía de Popper, no es una base suficiente para edificar sobre ella una filosofía acerca de la realidad, como Popper pretende hacer. En definitiva, el ‘problema de la inducción’ está implicado en el problema del valor de verdad de las teorías científicas. No basta tomar la verdad como ‘idea regulativa’, ni tampoco es suficiente una ‘profesión de fe’ en el realismo o incluso en la regularidad de la naturaleza. En suma, la epistemología popperiana muestra sus virtualidades y sus limitaciones. Proporciona perspectivas provocativas e interesantes, expuestas en un estilo directo y comprensible, pero su validez parece más limitada de lo que algunos de sus defensores pretenden. El ‘realismo metafísico’ al que tendrá que recurrir Popper, ¿no podría conducir en definitiva a resolver de otro modo el problema de la inducción y, en consecuencia, la cuestión de la racionalidad de la ciencia?

Sobre las bases de este “realismo crítico”, estamos ya en condiciones para valorar el cientificismo pesimista popperiano. El verificacionismo del Círculo de Viena representó la última manifestación del cientificismo optimista clásico. En su manifiesto programático de 1929 propuso “una visión científica del mundo” –ése era el título del manifiesto– según la cual los enunciados de la ciencia natural serían los únicos que se podrían verificar mediante la experiencia, y todo lo demás serían enunciados sin sentido, según el significado positivista de este término. Ya se ha mencionado que, frente a esa posición, Karl Popper afirmó, desde 1934, que no es posible probar la verdad de ninguna construcción científica. La ciencia viene concebida, en esta perspectiva, como una búsqueda de la verdad, pero la verdad sería solamente una idea regulativa que guía la investigación; todo lo que podría hacerse es someter las teorías a la crítica para eliminar errores y conseguir teorías mejores.

Es obvio que la perspectiva de Popper no es cientificista en el mismo sentido que el positivismo clásico. La filosofía de Popper incurre en otro tipo de cientificismo que consiste en extrapolar los métodos propios de un tipo de ciencias a todo el conocimiento en general. Popper, como hemos visto, considera que el conocimiento ordinario, el científico y la reflexión filosófica tienen básicamente la misma estructura común: el método crítico de ensayo y error, que en las ciencias se utiliza de modo sistemático. Por lo tanto, el conocimiento científico (de las ciencias experimentales), llega a ser el modelo de todo tipo

34 M. ARTIGAS: El hombre a la luz de la ciencia, Palabra, Madrid, 1992, p. 143.

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de conocimiento, presentando, además, la ventaja, respecto a otros tipos, de que en la ciencia experimental pueden someterse las teorías a contrastación empírica. Y dado que considera la ciencia como un tipo de conocimiento riguroso en comparación con la Metafísica, la conclusión parece ser que la Metafísica, aun siendo legítima, tiene también un carácter conjetural. En este contexto, la pretensión de afirmar una verdad definitiva viene calificada como dogmatismo ingenuo e ilegítimo.

Los fundamentos de esta postura se encuentran en el racionalismo y en el empirismo. Según el racionalismo, solo puede admitirse como conocimiento verdadero aquél que pueda ser demostrado de modo concluyente según las reglas de la lógica. Según el empirismo, todo conocimiento válido debe ser demostrado mediante los datos de la experiencia. Si se combinan las dos perspectivas, se llega a la conclusión de que solo se dará la verdad cuando se demuestre que un enunciado puede ser probado lógicamente a partir de los datos de la experiencia. Pero, como esos datos son siempre concretos, nunca podríamos afirmar la verdad de enunciados generales.

Sobre estas bases filosóficas, la epistemología popperiana concluye que todo nuestro conocimiento depende de puntos de vista que nunca pueden ser demostrados y que, por consiguiente, la verdad es inalcanzable. Por tanto, Popper sostiene que las pretensiones del cientificismo neopositivista son ilusorias, dado que ni siquiera en las ciencias pueden verificarse los enunciados de la experiencia. Pero, al realizar esa crítica, acepta el punto de partida del cientificismo; en efecto, Popper identifica la posibilidad de alcanzar la verdad con los procedimientos propuestos por las posiciones cientificistas del Círculo de Viena, de tal modo que la crítica popperiana del cientificismo implica renunciar a la posibilidad de alcanzar la verdad.

El razonamiento de Popper viene a ser el siguiente: si ni siquiera en la ciencia experimental, que es el exponente máximo de la racionalidad, se alcanza la verdad con certeza, mucho menos podrá alcanzarse en otros ámbitos que carecen del rigor característico de las ciencias. En pocas palabras: se ha pasado de un cientificismo optimista a un cientificismo pesimista. El cientificismo pesimista se encuentra en la raíz de las ideologías de tipo convencionalista y pragmatista, tan características de nuestra época. Aun cuando se afirme que existe una verdad objetiva, se concluye que nunca podemos estar seguros de haberla alcanzado. El resultado es que, en lugar de plantear opciones válidas, se añaden nuevas confusiones a las que ya existían. 35

35 Cfr. ibídem, p. 124.

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Para Popper no cabe acusar de cientificismo36 a ninguno de los grandes científicos, ya que todos eran cautos respecto de la ciencia; sabían que no sabían nada. Al igual que Newton, se veían a sí mismos como un muchacho que fuera recogiendo piedrecitas por la playa mientras se extiende a lo lejos el vasto océano de lo ignorado: “La conciencia de esa falibilidad de la ciencia –nos dice– es lo que distingue al científico del cientificista. Porque si algo puede decirse del cientificismo es que se trata de una fe ciega, dogmática, en la ciencia. Y esa fe ciega es algo ajeno al verdadero científico. Por eso los reproches de cientificismo quizá vayan dirigidos a ciertas ideas populares que se tienen de la ciencia, pero no afecta a los científicos propiamente dichos”.37

Pero la cuestión no es si los grandes científicos han sido o no cientificistas. Admitamos que Popper tenga razón en este punto. Sin embargo, no es un asunto de convicciones personales lo que aquí se discute. El cientificismo no tiene por qué ser una fe ciega y dogmática en la ciencia. Es –como hemos dicho– la identificación de la ciencia con un tipo de conocimiento superior a los demás o, si se quiere, la fe (dogmática o no) en la superioridad de la ciencia. Importa relativamente poco que ese conocimiento científico sea falible o infalible, si se le considera el conocimiento primordial.

En otras palabras: no hace falta ser un racionalista trasnochado o un positivista dogmático, ni creer que la ciencia está en posesión de una verdad absoluta y demostrada, para ser cientificista. El cientificismo depende de la posición que se le otorgue a la ciencia en el conjunto de la cultura y de la relación que se quiera que mantenga con los dominios extracientíficos. Así, se puede ser un falibilista que crea que el conocimiento científico no puede quedar jamás definitivamente establecido, permaneciendo siempre conjetural, y al mismo tiempo erigir el modelo de una ciencia falibilista, conjetural y crítica en vara para medir lo que es o no es buena historia, buena filosofía, buena política, buena economía y hasta buen comportamiento ético. Esto es lo que hace Popper, por ejemplo, cuando recusa el historicismo y la posibilidad de una ciencia histórica:

“1. El curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento de los conocimientos humanos. (La verdad de esta premisa tiene que ser admitida aun por los que

36 Debe advertirse que, en la obra de Popper, el término “cientificismo” designa la actitud de quienes pretenden imitar en el ámbito de las humanidades los presuntos métodos de la ciencia natural, que vienen concebidos equivocadamente como la obtención de una colección de observaciones para extraer conclusiones desde ellas. (Cfr. K.R. POPPER: Conocimiento objetivo, p. 175. ) Se trata, pues, de una noción definida de manera diferente a la que aquí utilizamos. 37 M. ARTIGAS: El hombre a la luz de la ciencia, op. cit., p. 65.

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ven nuestras ideas, incluidas nuestras ideas científicas, como el subproducto de un desarrollo material de cualquier clase que sea).

2. No podemos predecir, por métodos racionales o científicos, el crecimiento futuro de nuestros conocimientos científicos. (Esta aserción puede ser probada lógicamente por consideraciones esbozadas más abajo).

3. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia humana. 4. Esto significa que hemos de rechazar la posibilidad de una historia teórica; es

decir, de una ciencia histórica y social de la misma naturaleza que la física teórica. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que sirva de base para la predicción histórica.

5. La meta fundamental de los métodos historicistas [...] está, por lo tanto, mal concebida; y el historicismo cae por su base”.38

Su posición no solo resulta insatisfactoria desde un punto de vista filosófico, sino que es incapaz de explicar el valor real del conocimiento científico. La causa de estas insuficiencias debe situarse en el planteamiento básico de que, si bien rechaza el cientificismo extremo, implica no obstante una concepción insuficiente de las bases metafísicas necesarias para salvar la verdad del conocimiento. Es el resultado de un enfoque en el que el valor de la metafísica viene juzgado en función de una metodología científica que, por otra parte, resulta insatisfactoria para explicar la ciencia misma. En este sentido, se trata de una doctrina cientificista, más perjudicial para la metafísica que sus versiones extremas, puesto que verbalmente se reconoce su valor y, al mismo tiempo, se eliminan sus fundamentos.

Nadie cree hoy en día que la ciencia pueda solucionar todos los problemas. El cientificismo optimista es una reliquia de museo. Encontramos un claro ejemplo de esta situación en Paul Davies, quien después de escribir en su último libro: “siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio”, añade: “pero incluso si se descartan los sucesos sobrenaturales, no está claro, a pesar de todo, que la ciencia pueda explicar todo en el universo físico. Permanece el viejo problema acerca del final de la cadena de explicaciones. Por mucho éxito que puedan tener nuestras explicaciones científicas, siempre incluyen algunos supuestos en su punto de partida... Por tanto, las cuestiones últimas siempre permanecerán más allá del alcance de la ciencia empírica”.39 La cita es especialmente significativa si se tiene en cuenta que Davies, físico y autor de veinte libros

38 K.R. POPPER: La miseria del historicismo, Taurus-Alianza, Madrid 1973, p. 12. 39 P. DAVIES: The Mind of God . Science and the Search for Ultimate Meaning, Simon & Schuster, London, 1992, pp. 14-15.

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que han alcanzado amplia audiencia, no admite la existencia de un Dios personal, y en uno de sus anteriores libros afirmaba que la ciencia proporciona un camino hacia Dios más seguro que el de la religión.40

Otro autor partidario de este cientificismo pesimista es Mario Bunge, filósofo de la ciencia, que se ha expresado así: “no podemos ni deseamos garantizar el éxito del planteamiento científico de problemas de conocimiento de cualquier género: la ciencia no es una panacea; nuestra afirmación, más modesta, es que el planteamiento científico resulta el mejor de que disponemos”.41

La ciencia experimental es, según Bunge, el modelo de toda pretensión de conocimiento, de modo que “es más verdadera que cualquier modelo no-científico del mundo: solo la ciencia inventa teorías que, aunque no se limitan a condensar nuestras experiencias, pueden contrastarse con ésta para ser verificadas o falsadas”.42 Por eso, “la filosofía debe adoptar el método y los criterios de la ciencia”.43 La verdad del conocimiento estaría básicamente en función de la experiencia empírica; si se afirma que el método científico es modelo de todo conocimiento, es porque la ciencia “es capaz de probar, sometiéndola a contrastación empírica, esa pretensión de verdad”.44

Dando un paso más, Mario Bunge ha prestado al cientificismo una calurosa bienvenida. Su idea es que “una acción política racional no se inspira en consignas ideológicas, sino en conocimientos científicos”.45 Por consiguiente, lo que hay que hacer es eliminar las viejas ideologías y sustituirlas por “ideologías científicas, esto es, sistemas de creencias fundadas en el estudio científico de la realidad social y de las necesidades y deseos de la gente”, y cuando nazca una ideología de tal cuño, “dejará de ser ideología en el sentido clásico y terminará entonces el conflicto entre ciencia e ideología”.46 Bunge nos recuerda con ello una de las mejores y más antiguas maneras de terminar con un conflicto: eliminar completamente al rival. Cualquier conflicto entre la ciencia y lo que no es ciencia debe encontrar, según su parecer, una solución semejante. La ciencia, finalmente victoriosa, nos guiará por los nuevos y ahora ya despejados senderos de la política. No cabrá más disidencia que la del estúpido o la del ignorante.

40 Cfr. ídem: God and the New Physics, Dent, London, 1983, p. IX.. 41 M. BUNGE: La investigación científica, Ariel, Barcelona, 1976, p. 49. 42 Ibídem, pp. 21–22. 43 Ibídem, p. 46. 44 Ibídem, p. 306. 45 Ídem: Ciencia y desarrollo, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1984, p. 104. 46 Ibídem, p. 107.