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Capítulo iii Entre la belleza y el gusto

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Capítulo iii Entre la belleza y el gusto

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La aplicación general de esta cualidad [la belleza - l.p.] a la vir-

tud tiene una fuerte tendencia a confundir nuestras ideas de las

cosas, y ha dado lugar a una cantidad infinita de teoría capri-

chosa. [...] Por consiguiente, esta manera de hablar laxa y descui-

dada nos ha extraviado tanto en la teoría del gusto como en la

de la moral; y nos ha inducido a separar la ciencia de nuestros

deberes de su propia base (nuestra razón, nuestras relaciones y

nuestras necesidades) para apoyarla en fundamentos del todo

quiméricos e nsustanciales1.

E. Burke

La reflexión estética inglesa del siglo xviii acusa varias diferencias con respecto a los acentos fundamentales de la reflexión francesa durante el siglo anterior. Más que con rupturas explícitas, nos to-pamos con estrategias argumentativas distintas acerca de los pro-blemas tradicionales, lo que nos revela un desplazamiento en los énfasis y centros de interés. Así, por ejemplo, aunque no siempre se niegue la utilidad moral de la experiencia de lo bello, el énfasis se da ahora en el placer –problema del gusto– que haya de esperarse de la misma. La cercanía, e incluso una eventual complementación entre la experiencia moral y la de lo bello, no implican su mutua confusión. Y en la reflexión sobre dichas experiencias, la tendencia apunta a la necesidad de una especialización que haga justicia, tan-to a las exigencias de la virtud como a las peculiaridades del goce.

Tampoco desaparece la diferencia entre buen gusto y gusto inculto,pero la argumentación al respecto se torna más compleja. Ante-riormente operaba de manera muy fuerte el supuesto de que la aceptación del canon era característica de distinción social, de modo que quien no participara de aquel automáticamente delataba con ello su pertenencia a las capas medias y subordinadas de la so-ciedad. La reflexión estética inglesa acusa el embate que significa el ascenso de las capas medias, y que en nuestro campo se sinte-tiza en su afirmación del relativismo estético: de gustibus non est

disputandum. Pero frente al racionalismo estético, y junto con la obvia diversidad de gustos, lo que el relativismo afirma es la presencia del placer como elemento legitimador del juicio de gusto. En tales

1 Edmund Burke, A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the subli-

me and beautiful, Parte iii, Sección xii, p. 102. En adelante cito como PhE.

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condiciones, la teoría estética rescatará la centralidad del placer, e intentará conciliarla con el establecimiento de aquellas condicio-nes que permitan pensarlo como un sentimiento cuya validez no es meramente privada.

En contra de lo que a simple vista podría pensarse, los rasgos “democráticos” que podemos atribuir a esta reflexión no consis-ten entonces en su aceptación de la máxima relativista. Como he afirmado, la diferencia entre buen y mal gusto se mantiene. De lo que se trata es más bien de encontrar un fundamento común a la diversidad de gustos, a partir del cual las diferencias puedan entenderse bien como desviaciones particulares (Hutcheson), bien como grados de su menor o mayor desarrollo (Burke, Hume). Pero el éxito de esta empresa conciliadora suele ser esquivo, porque están en juego elementos muy diversos. En la afirmación del placer como elemento central del juicio de gusto no sólo se expresa la “mayoría de edad” de una heterogeneidad social que en su irrupción rompe con la unidad que antes prometían los parámetros racionalistas. Junto con ello, también se expresan nuevas demandas para la producción artística. En un contexto urbano en muchos aspectos acaso similar al que nos ocupa, Aristóteles se preguntaba por las razones para cultivar la música. Junto a su finalidad educativa y moral, que dentro de ciertas limitaciones le resultaba indiscutible, la música también debía producir catarsis y descanso: placeres ino-centes a los que el legislador (no el moralista) debía procurar los medios adecuados. Ahora bien, ¿cómo conciliar entonces el goce inocente que se espera de la recepción artística con la unanimidad que se exige para los juicios del buen gusto? ¿No se trata acaso de requerimientos distintos y eventualmente incompatibles?

Como telón de fondo de estos desplazamientos y cambios de énfa-sis hemos de suponer la madurez política de los procesos e insti-tuciones sociales ingleses. La temprana sujeción de la monarquía a restricciones constitucionales y un sistema parlamentario sólido que desde la Gloriosa Revolución posibilitaban la expresión y el mutuo control de las diferentes fuerzas sociales2, permitieron des-

2 Para una valoración de las instituciones y de la estabilidad política y so-cial inglesas resulta muy instructiva la lectura de las Reflexiones sobre la Re-

volución Francesa (1790) escritas por Edmund Burke. La demoledora crítica a

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cargar al arte de sus funciones ético-pedagógicas. Pero una vida cotidiana crecientemente racionalizada y relativamente libre de los sobresaltos de la inestabilidad política que tanto perturbaban a Hobbes, acarreaba nuevos problemas: me refiero al aburrimiento y a la rutina que se apodera del ánimo de amplios grupos sociales3.No es casual que la Inglaterra post-cromwelliana haya sido la tie-rra fértil que acogió la traducción realizada, por el francés Boileau, del tratado del Pseudo Longino acerca de Lo sublime.

1. La belleza y el gusto: Hutcheson, antecesor de Kant

Como ya lo he afirmado en este trabajo, el racionalismo estético del siglo xvii nunca desconoció la importancia del placer en la experiencia de lo bello, pero siempre entendió su valor en función de sus inmediatas potencialidades pedagógicas. Sin esta vincula-ción, el placer parecía condenado a sufrir una degradación, siendo

que es sometida la Revolución Francesa le ha valido a este texto el título de fundador del pensamiento conservador moderno. Sin pretender desvirtuar tal afirmación, quiero resaltar una intención central del escrito: frente a la tierra arrasada y al comienzo radical que suponen la Revolución y el Terror, Burke defiende una tradición, la inglesa, en tanto que sabiduría política de-cantada en instituciones concretas: en Inglaterra, “las partes constitutivas del Estado están obligadas a mantener los compromisos contraídos entre sí y con todos aquellos que tienen algún interés serio derivado de aquellos com-promisos, de la misma manera que todo el Estado está obligado a mantener los que haga con otras comunidades. En otro caso se confundirían pronto compe-

tencia y poder y no quedaría vigente más ley que la voluntad de la fuerza dominante”(resaltado mío). Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, en Textos políticos, p. 57.3 En un apartado inicial de su investigación, significativamente titulado Novedad, afirma Burke: “las mismas cosas retornan con frecuencia, y retor-nan cada vez con menos y menos efectos agradables. En una palabra, los sucesos de la vida, que con el tiempo llegamos a conocer un poco, serían in-capaces de afectar la mente con otras sensaciones que las del hastío (loathing)y el aburrimiento (weariness), si muchas cosas no estuvieran adaptadas para afectar la mente por medio de otros poderes, además de la novedad en ellas, y de otras pasiones además de la curiosidad en nosotros”. Pero a renglón seguido, y por mor tanto de la dinámica propia de lo cotidiano como de los efectos terapéuticos de las experiencias “artificiales” que nos sacuden, Burke previene contra la confusión de ambos ámbitos: “Pero cualesquiera que sean estos poderes, o cualquiera que sea el principio por el que afecten la mente, es absolutamente necesario que no se ejerciten sobre aquellas cosas a las que el uso diario y vulgar ha conferido una familiaridad viciada y vieja” (Burke, PhE, Parte i, Sec. i, p. 29).

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considerado como necesidad propia del pueblo inculto y sin gusto. En el capítulo anterior hemos podido constatar ya algunos indicios de rebelión contra esta concepción en la oscilante reflexión estéti-ca de Corneille, quien, aunque acata las reglas que garantizan la función pedagógica, afirma no estar dispuesto a sacrificar un buen tema (es decir, uno que produzca placer dramático) si la rigidez de aquellas así llegara a exigirlo. Se manifiestan así las fisuras de un canon estético que, al subordinar el placer a las normas de la co-rrección, privilegiaba la adecuación del objeto bello a las mismas, incluso a riesgo de comprometer sus efectos puramente estéticos en el receptor.

Una de las características más sobresalientes de la reflexión es-tética del siglo xviii, y particularmente de la inglesa, consiste precisamente en su intento de anudar a la definición de lo bello, no ya el efecto de la utilidad moral sino el del placer en el recep-tor. Este es uno de los principales objetivos de la obra de Francis Hutcheson, Una investigación sobre la belleza, el orden, la armonía y el

diseño4. Como ya he señalado anteriormente, Hutcheson se lamen-ta de la escasa atención que han consagrado los filósofos al tema del placer. Según él, hasta el momento ellos se han contentado con una tosca división entre placeres sensibles y placeres racionales, entendiendo por los primeros el mero goce sensual producido por la excitación de los sentidos externos, y por los segundos el deseo producido por la expectativa de utilidad de los objetos. Se trata entonces, en primer lugar, de ensanchar el ámbito de los placeres sensibles, sacando a la luz una variedad de los mismos, diferente del goce sensual o del consumo de objetos mediante los sentidos exteriores.

Esta nueva especie de placer aparece en Hutcheson indisoluble-mente vinculada a la belleza: se trata del placer de lo bello. La de-nominación quiere significar que a la belleza le es inherente un

4 An inquiry concerning beauty, order, harmony, design. Esta investigación fue publicada por primera vez en 1725, y fue complementada por el autor en las ediciones sucesivas de 1726, 1729 y 1738. Es la primera parte de la obra mayor que lleva por título Inquiry into the original of our ideas of beauty and

virtue. Utilizo el texto editado por Peter Kivi, Martinus Nijhoff, La Haya, 1973, y cito como Inquiry, señalando el número de la sección y del párrafo correspondientes.

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tipo de placer, y ello como elemento constitutivo y no simplemente como un efecto posible. Así mismo, este placer que con necesidad y universalidad ha de producir la forma bella se concibe como factum, cuya existencia no se pone en cuestión. De donde, dicho en términos kantianos, la tarea del investigador filosófico consiste en esclarecer sus condiciones de posibilidad.

La “objetividad” de lo bello

La primera tarea consiste entonces en determinar en qué sentido podemos llamar bello a un objeto. Pero esta vez, la respuesta a esta cuestión debe dar cuenta tanto de las propiedades objetivas como del efecto subjetivo del placer. Para una mejor comprensión de la posición de Hutcheson al respecto, considero necesaria una bre-ve incursión en la doctrina lockeana acerca de las relaciones entre ideas y cualidades, que está en la base de su concepción de la belleza. Afirma Locke:

Llamo idea a todo lo que la mente percibe en sí misma, o que es

objeto inmediato de percepción, pensamiento o entendimiento.

Y al poder de producir cualquier idea en nuestra mente, lo llamo

cualidad del sujeto en el que está ese poder5.

Por su parte, tales poderes son de diferente naturaleza, lo que da lugar a la distinción entre cualidades primarias y cualidades secun-

darias en el objeto, llamado aquí por Locke el sujeto de las cualida-des. Con respecto a las cualidades primarias, afirma Locke que:

son enteramente inseparables del cuerpo, en cualquiera que sea

su estado; en todas las alteraciones y cambios que sufra, con toda

la fuerza que pueda usarse sobre él, las conserva permanente-

mente [...] Las llamo cualidades originales o primarias del cuerpo,

y pienso que podemos observar que producen en nosotros ideas

simples como solidez, extensión, figura, movimiento o reposo y

número (Ensayo, ii, 9).

Locke insiste en que estas cualidades primarias u originales “es-tán realmente en esos cuerpos, sean o no percibidos por los sentidos

de alguien, y por eso puede llamárseles reales, porque realmente existen en esos cuerpos” (Ensayo, ii, 17; resaltado mío), y además

5 John Locke, An essay concerning human undestanding (1690), Libro ii, Cap. 8, p. 134. En adelante cito como Ensayo.

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afirma que, cuando son percibidas, “las ideas de las cualidades primarias de los cuerpos son semejanzas de dichas cualidades, y sus modelos realmente existen en los cuerpos mismos” (ii, 15). In-cluso llega a afirmar que una idea de estas cualidades es “una idea de la cosa como es en sí misma” (ii, 23). Algo distinto sucede con respecto a las llamadas cualidades secundarias:

Tales cualidades, que en verdad no son nada en los objetos mis-

mos, sino poderes para producir en nosotros diversas sensa-

ciones por medio de sus cualidades primarias, es decir por el

volumen, figura, textura y movimiento de sus partes insensibles,

como colores, sonidos, gustos, etc.; a ésas las llamo cualidades

secundarias (Ensayo, ii, 10; resaltado mío).

De la anterior caracterización es fácil inferir una serie de impor-tantes diferencias con respecto a las cualidades primarias. Las secundarias no son reales, si por ello entendemos su inherencia a los cuerpos, con independencia de una mente perceptora. Se trata tan sólo de efectos subjetivos, que tendrían que ser explicables a partir de ciertas modificaciones de las cualidades primarias, pero que no guardan ninguna similitud con aquellos. Dada entonces la radical heterogeneidad entre la causa objetiva y el efecto subjetivo, la única posibilidad de explicar su conexión implica el recurso a una teleología superior, “no siendo mayormente imposible conce-bir que Dios haya anexado tales Ideas a tales movimientos con los que no tienen ninguna similitud” (Ensayo, ii, 13). Así como sería absurdo afirmar que el dolor que sentimos cuando un puñal nos hiere es una propiedad del objeto, también lo sería decir que co-lores, olores, sonidos o sabores fueran propiedades de las cosas, independientemente del sujeto que las sintiera.

Algunos comentaristas han señalado numerosas dificultades en esta doctrina, al punto de calificarla como un auténtico embrollo6.Pero no es mi objetivo entrar a examinar los diversos problemas que plantea, sino señalar su influencia en la teoría estética, y par-ticularmente en la de Hutcheson. Por lo pronto quisiera señalar el énfasis, valga la redundancia, “estético-subjetivo” que parece caracterizar a las llamadas cualidades secundarias, por contrapo-

6 Para una exposición crítica véase por ejemplo d. j. O´Connor, Historia

crítica de la filosofía occidental, t. iv, p. 88.

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sición al carácter “matemático-objetivo” propio de las cualidades primarias7.

Para Hutcheson, y consideradas desde el punto de vista del placer o dolor que puedan ocasionar, resulta evidente que los efectos de las cualidades secundarias se ubican en el ámbito de la pura sen-sualidad: “el único placer sensible que nuestros filósofos parecen considerar es el que acompaña a las ideas simples de la sensación” (Inquiry, i, 8). Por contraposición, el placer de la belleza (en un ros-tro, en una pintura, en un paisaje o en un edificio) ha de surgir de la composición (ideas complejas de los objetos), que es reconocida no por los sentidos externos sino por el sentido interno de la belleza.

La introducción de un sentido interno se hace necesaria por cuanto que los sentidos externos, si bien la mayoría de las veces cumplen un papel mediador, no perciben la composición como tal. Para percibir la armonía en una composición musical no basta con la simple percepción acústica, que bien podría reducirse a captar una serie de sonidos, sin acceder a su composición interna. Por otra parte, la composición interna puede ser reconocida intelectual-mente, sin que tal reconocimiento, en cuanto intelectual, implique ningún sentimiento placentero8. Así, pues, en la medida en que

7 Es cierto que, en rigor, habría que afirmar que nuestras ideas provenien-tes de ambos tipos de cualidades son estéticas por cuanto que su origen se encuentra en la afección que ejerce el objeto sobre el sujeto. Así, la explica-ción lockeana acerca de cómo producen sus ideas las cualidades primarias es la siguiente: “Y dado que la extensión, figura, número y movimiento de cuerpos de grandor observable pueden percibirse a distancia por medio de la vista, es evidente que algunos cuerpos individualmente imperceptibles deben venir de ellos hacia los ojos, y así comunican al cerebro algún mo-vimiento que produce esas ideas que tenemos en nosotros acerca de ellos” (Locke, Ensayo, ii, 12). Las cualidades secundarias producen sus ideas en no-sotros de igual manera, a saber, “por la operación de partículas insensibles en nuestros sentidos” (Ensayo, ii, 13). No obstante lo anterior, las cualida-des primarias –solidez, extensión, forma, movimiento, reposo, número– no sólo son reales, sino susceptibles de matematización. Por el contrario, de la presentación que ofrece Locke de las cualidades secundarias se infiere su carácter irreductiblemente subjetivo y cualitativo: colores, olores, sonidos y sabores aluden no a los objetos sino a la manera como éstos nos afectan.8 “Puesto que hay tales poderes de percepción diferentes donde los que son llamados sentidos externos son los mismos, y puesto que el más exacto conocimiento de lo que los sentidos externos descubren a menudo no pro-

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tenemos experiencias placenteras causadas por una composición en el objeto que no es captada por los sentidos externos, Hutcheson cree sobradamente justificada la suposición de la existencia de un sentido interno que, mediante un sentimiento de placer específico, reconoce sensible e inmediatamente –y no mediante la reflexión conceptual– la composición en el objeto:

Este poder superior de percepción es justamente llamado un

sentido a causa de su afinidad con los otros sentidos, en que el

placer no surge de ningún conocimiento de principios, propor-

ciones, causas o de la utilidad del objeto, sino que se suscita en

nosotros sólo con la idea de belleza (Inquiry, i, 13).

Lo que el sentido interno percibe es pues la belleza o composición del objeto, también definidas como la uniformidad en la variedad9. Si fuese necesario precisar el estatuto ontológico de la belleza dentro de los parámetros lockeanos, me atrevería a decir que ésta ocupa un lugar intermedio entre las cualidades primarias y las secunda-rias. En efecto, por una parte afirma Hutcheson que

Las ideas de belleza y armonía, siendo suscitadas por nuestra

percepción de algunas cualidades primarias, y teniendo relación con

la figura y el tiempo, pueden tener realmente una semejanza más

próxima con los objetos, que las sensaciones que parecen ser no

tanto una imagen de los objetos, cuanto una modificación de la

mente que los percibe (Inquiry, i, 16; resaltado mío).

El acercamiento, e incluso una cierta inclusión de la belleza en las cualidades primarias pueden ser entendidos como una exigencia derivada de la especificidad del placer de lo bello: a diferencia del goce sensual y simple que producen las cualidades secundarias, el placer de lo bello, sensible pero no sensual, sólo puede ser causado por una idea compuesta y con referente objetivo. Esto sólo puede lograrse si la belleza tiene la característica de inherencia en el ob-jeto propia de la cualidad primaria.

porciona el placer de la belleza o armonía que alguien dotado de buen gusto disfrutará inmediatamente sin tanto conocimiento, podemos con justicia utilizar otro nombre para estas percepciones más altas y deleitables de la belleza y armonía, y llamar al poder de recibir tales impresiones un sentido

interno” (Inquiry, i, 12).9 “Las figuras que excitan en nosotros las ideas de belleza parecen ser aquellas en las que hay uniformidad en la variedad” (Inquiry, ii, 3).

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Sin embargo, la noción de cualidad primaria tiene una limitación. Se trata de que en virtud de su carácter real, ella está presente en el objeto “sea o no percibida por los sentidos de alguien”, según la afirmación lockeana. Tal no podría ser el caso de la belleza –que se pretende indisolublemente ligada con los efectos placenteros–, y por ello la doctrina de Hutcheson tiende a asimilarla a una cua-lidad secundaria:

Obsérvese solamente que por belleza absoluta u original no se

entiende cualquier cualidad que se supone que existe en el ob-

jeto de tal modo que éste sea bello de suyo sin relación a una

mente que lo percibe. Pues la belleza, como los demás nombres

de las ideas sensibles, denota propiamente la percepción de al-

guna mente [...] y si no hubiera una mente con un sentido de

la belleza para contemplar los objetos, no veo cómo podrían

llamarse bellos (Inquiry, i, 16).

Así, pues, por una parte se quiere garantizar para la belleza el carácter objetivo que tienen las cualidades primarias, frente a la carencia que en ese sentido exhiben las cualidades secundarias: la belleza sólo está vinculada a aquella forma objetiva que exhibe una uniformidad en la variedad. Pero, por otra parte, se quiere asegu-rar para la belleza el carácter estético-subjetivo de las cualidades secundarias, debilitado en las primarias por cuanto que éstas existirían independientemente de si son o no percibidas: para ser bella, la forma ha de ser percibida, y, además, placentera y no inte-lectualmente. El órgano de tal percepción es el sentido interno y no el entendimiento. Sin su percepción placentera por una mente, la forma no puede llamarse bella.

La conexión necesaria entre belleza y placer

Pero la belleza tiene otra característica común con las cualidades secundarias. Según Locke, aunque el sabor dulce del azúcar es el efecto subjetivo causado por determinada configuración y movi-miento de los cristales al entrar en contacto con los órganos del gusto, no podemos descubrir ninguna conexión necesaria entre ese efecto preciso y su causa. De esta manera, la unión entre tal idea (la del sabor dulce) y tal movimiento (del cristal) con el que no existe ninguna similitud, ha de ser atribuida a un designio divino.

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En el campo de la belleza, la presuposición de Hutcheson, o el “hecho” que le sirve como punto de partida, afirma una conexión

necesaria entre la forma bella (uniformidad en la variedad) y el placer de su percepción. Es importante anotar que la constatación empírica (o inductiva) no hace aquí las veces de fundamento para afirmar la conexión, sino que simplemente proporciona el hecho, cuya posibilidad ha de ser explicada10. Pero como nada en los dos términos de esta relación permite justificar la necesidad de su co-nexión, Hutcheson reconoce que bien sería posible que existieran otros seres para quienes la belleza no hubiese de consistir en la uniformidad en la variedad, y que incluso encontraran belleza en la irregularidad. Ahora bien, el caso según Hutcheson es que, al menos para los hombres y atendiendo incluso a la diversidad incontestable de sus gustos, hay un fundamento invariable: ellos encuentran siempre belleza (placer) en la forma objetiva que exhi-ba uniformidad en la variedad.

Pero si la necesidad de la conexión no puede encontrarse en los términos que se relacionan, tampoco puede ser pensada como producto del azar, pues de esta manera no podría darse cuenta de su carácter necesario. Por ello la única posibilidad restante es atribuirla al designio divino. Según Hutcheson, en términos pro-babilísticos no sólo resulta más plausible atribuir la regularidad de innumerables objetos del universo a una causa sabia e intencio-nada que al azar, sino que, dado el fracaso de los esfuerzos de la inteligencia humana encaminados a esclarecer qué sería lo que en la forma bella causa el placer, hemos de conformarnos con atribuir la conexión al designio divino:

10 De esta manera, poco importa que la inducción no pueda, empírica-mente, arrojar universalidad; basta con que sus resultados sean lo suficien-temente amplios como para constituir un indicio, digno de ser investigado, no empíricamente, en sus fundamentos. Por ello, refiriéndose a sí mismo, afirma Hutcheson que “en algunos casos, tal vez el autor ha ido demasiado lejos al suponer un acuerdo del género humano en el sentido de la belleza mayor que el que quizás confirma la experiencia; pero toda su preocupación al respecto es mostrar que hay algún sentido de la belleza natural a los hom-bres; que encontramos un acuerdo de los hombres en sus gustos por las for-mas tan completo como en sus sentidos externos, que todos aceptan que son naturales; y que el placer o el dolor, el deleite o la aversión están natural-mente unidos a sus percepciones” (Inquiry, Prefacio).

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En la naturaleza de las cosas, no parece que haya ninguna co-

nexión necesaria entre nuestras ideas placenteras de la belleza

y la uniformidad o regularidad de los objetos, que sea anterior

a su constitución por parte del Autor de la naturaleza que ha

hecho tales formas placenteras para nosotros (Inquiry, v, 1).

Con el recurso a la causalidad final del Gran Arquitecto, Hutche-son cree poder explicar no sólo la existencia de una regularidad diseminada por doquier en el universo, sino, y esto tal vez resulte más importante, la derivación necesaria de efectos placenteros en su percepción. Pero aceptando nuestra ignorancia acerca de la na-turaleza íntima de la conexión entre el placer de lo bello y la forma regular, Hutcheson aventura sus hipótesis acerca de los propósitos perseguidos por el Hacedor al configurar nuestro sentido interno de manera que reaccione con placer ante la forma regular.

Así, la uniformidad en la variedad que está en la base de innumera-bles objetos naturales, facilita los procesos de clasificación propios del conocimiento, lo que resulta benéfico para inteligencias limi-tadas como las humanas. Pero además de esta utilidad epistemo-lógica en la que el placer resultante podría explicarse sin mayores dificultades, Hutcheson se pregunta por los posibles designios del Creador cuando vinculó el placer a nuestra contemplación, ya no utilitaria ni cognoscitivo-clasificatoria, de las formas regulares. Y dado que la sucesión entre la contemplación de la forma regular y el placer no parece internamente necesaria, resulta plausible pensarla como resultado de una elección voluntaria del Agente Supremo, que buscaría con ello no sólo dar pruebas de una bondad que desperdiga numerosas ocasiones para el placer humano, sino que simultáneamente estaría atendiendo a una más alta necesidad moral, la de “la preservación de la regularidad del universo”.

Este último motivo de la sabiduría divina resulta particularmente complejo. Aunque el placer por la belleza estrictamente formal no se confunde con el placer por la belleza de la acción o virtud, es indudable que Hutcheson afirma una raíz común, e insinúa una relación de complementación. La belleza formal vive de la misma fuente que la belleza moral: es el “amor” (placer) por la regulari-dad. Pero la regularidad, que para fortuna nuestra rige los proce-sos naturales, y que además percibimos con placer en la contem-

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plación formal, tiene que ser complementada por la regularidad en nuestras acciones, que sólo así pueden ser calificadas de bellas:

Si no hubiera leyes generales fijadas en el curso de la naturale-

za, no podría haber prudencia o finalidad en los hombres, nin-

guna expectativa racional de efectos a partir de causas, ningún

esquema proyectado de acciones, ni ninguna ejecución regular.

Si, por tanto, de acuerdo con el marco de nuestra naturaleza,

nuestra máxima felicidad debe depender de nuestras acciones,

como parece que sucede, el universo debe ser gobernado no por vo-

luntades particulares, sino por leyes generales sobre las que podamos

fundar nuestras expectativas y proyectar nuestros esquemas de acción

(Inquiry, viii, 5; resaltado mío).

La definición hutchesoniana de la forma bella como uniformidad en la variedad resulta entonces aplicable a fenómenos muy diver-sos, todos ellos con implicaciones distintas. Hutcheson no parece muy consciente de ello, y su idea es más bien que todos estos casos son ejemplos de una belleza absoluta diseñada por el Creador para el cumplimiento de sus propósitos. Así, la belleza de las formas vegetales o animales resulta equiparable a la estructura que hace posible el fin de su clasificación científica; o la “belleza de los teoremas matemáticos” es asimilable a la estructura cósmica, o a los esfuerzos, no siempre felices, de pensadores como Descartes o Newton, que aspiraban a encontrar un principio supremo a partir del cual se pudiera explicar la diversidad de lo real. En el caso concreto del placer ante la forma bella, podría pensarse que se trata de un dispositivo ideado por el Creador que nos sensibiliza y prepara para, o que confirma, la belleza de nuestras acciones, aquí concebida como la regularidad en las mismas, y que resulta necesaria para nuestra felicidad11.

11 Prescindiendo de la plausibilidad de una equiparación de factores tan diversos, quisiera resaltar un hecho significativo: se trata del placer que atri-buye Hutcheson al poder disponer de un marco de acción regido por regu-laridades; sólo dentro de él resulta posible proyectar esquemas de acción. Pensemos, por ejemplo, en las circunstancias que rodearon a la reflexión hobbesiana sobre la sociedad y el Estado. Salta a la vista de inmediato la angustia y el miedo de Hobbes al no poder contar con un entorno social pacificado y regular, libre de las irrupciones violentas e intempestivas, que impiden cualquier proyecto de vida razonable. De la Revolución Gloriosa se derivarían aquellas instituciones que permitirían una vida social cotidiana,

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En la expansión desmesurada del concepto de belleza a ámbitos tan distintos como el conocimiento, los esfuerzos sistemáticos de algunas doctrinas filosóficas, la belleza formal o la moralidad, subsiste un elemento común: en todos ellos, la uniformidad en la variedad está necesariamente conectada al placer. Pero la necesi-dad de tal conexión no puede explicarse siempre –tal el caso de la belleza formal– a partir de los términos de la relación. Ella sólo resulta comprensible en la medida en que se presuponga una con-cepción teleológica que no sólo explique la existencia de la forma, sino su conexión con los efectos que produce, y que así mismo nos permita vislumbrar tales efectos como medios para propósitos o fines determinados que persigue la causa productora.

De esta manera, la relativa autonomía que Hutcheson alcanza a reconocerle a la experiencia de la belleza puramente formal corre el riesgo de ser desvirtuada en la medida que su cabal compren-sión obliga, en último término, a consideraciones referentes a los propósitos perseguidos por el Creador con su producción. Acaso podría alegarse que entonces se trata de consideraciones que son propias del entendimiento, y como tales externas y no necesarias para la percepción propia del sentido interno de la belleza. No obstante, desde la perspectiva de Hutcheson, probablemente una concepción como ésta aparecería como mutilada, incompleta e in-cluso absurda: al crear las formas bellas destinadas a ser percibidas placenteramente por el sentido interno de los hombres, el agente divino habría obrado sin propósito alguno; se trataría de una te-leología a la que no obstante no animaría la persecución de ningún fin. Para Hutcheson, incluso si no tuviéramos conocimiento cierto de los fines divinos –es decir si éstos fueran indeterminados para el conocimiento humano–, ello no significaría que no existieran: aunque indeterminados para nosotros en nuestra situación actual, serían no obstante determinables en otra situación, o al menos para otro entendimiento.

que Hutcheson estimaría como acordes con la estructura legal del universo. La práctica de la virtud, es decir, “la belleza de las acciones” no es otra cosa que una conducta racionalizada. Ahora bien, esa cotidianidad racionaliza-da, que Hegel caracterizaría como el prosaísmo de la vida moderna, es todavía valorada por Hutcheson como fuente de placer. Pero una vez asegurada su posesión, el racionalismo de la vida social se tornará en fuente de aburri-miento, y el placer de lo bello resultará insuficiente para exorcizarlo.

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Vista desde la posterior evolución de las doctrinas estéticas, la construcción teórica hutchesoniana resulta poco económica, pues se ve forzada a recurrir a demasiados supuestos: no se trata tan sólo de que se dé por sentada la existencia de Dios; además es pre-ciso suponer que él es creador tanto de las formas bellas como del sentido interno que las percibe placenteramente, y que todo ello es así porque de esta manera se alcanza algún propósito divino.

Universalidad y particularidad de los juicios de gusto

Pero si damos por sentado tanto el carácter objetivo de la belle-za como la necesidad de sus efectos placenteros cuando ésta es reconocida por el sentido interno, la validez universal de los jui-cios de gusto aparece entonces como una consecuencia obvia y no problemática. A quienes afirman que la noción de belleza es un producto de la costumbre o de la educación, Hutcheson responde que aunque éstas pueden alterar nuestra experiencia placentera original acerca de la belleza, siempre la presuponen: nuestro senti-do de la belleza es natural, y nuestro sentido interno antecede a la costumbre o a la educación (cfr. Hutcheson, Inquiry, vii, 4). De esta manera, ideas provenientes de experiencias posteriores muy va-riadas y distintas a la experiencia de lo bello pueden sobreponerse a ésta, dando origen a valoraciones disímiles. Algo similar ocurre cuando, por ejemplo, en una audición musical privilegiamos emo-ciones que no tienen su sustento en la percepción de la armonía. En tales circunstancias,

No es asombroso que muchas veces [los hombres] no concuer-

den en sus gustos por los objetos, incluso aunque su sentido de la

belleza y armonía sea perfectamente uniforme, porque muchas

otras ideas pueden agradar o desagradar según las personas, los

temperamentos y las circunstancias pasadas (Inquiry, vi, 12).

Hutcheson esboza una metodología tendiente a desarraigar los prejuicios que suelen asociarse a nuestras experiencias con los objetos, generando la diversidad de nuestros juicios. Así, por ejem-plo, mediante reflexiones detalladas y frecuentes, o forzándonos a tener experiencias con objetos que no de manera natural sino casual hemos llegado a asociar con ideas desagradables, podemos romper el vínculo haciendo posible una experiencia desprejuicia-da. Así mismo, y de manera inversa, bien podría ser que un inte-rés altere nuestro juicio sobre el objeto, forzándonos a estimarlo

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más bello de lo que en realidad es12. Lo importante de todas estas reflexiones, es que Hutcheson pretende que poseemos tanto un criterio universal de la belleza, como explicaciones sobre el origen de las diferencias de juicio, y procedimientos que nos permitirían recuperar la unanimidad.

Con variaciones adjetivas, este planteamiento se extiende a lo lar-go de toda la época, incluyendo dentro de ella también a Kant. El supuesto parece ser el de la existencia de una constitución humana natural fundamental en la que el sentido interno percibe placen-teramente la forma regular, y de la cual se deriva una necesaria unanimidad en los juicios humanos13. Si ésta no se da, la causa de ello habría de imputarse a factores posteriores y adventicios, que enturbian la pureza original y generan el disenso. El buen gusto se recuperaría mediante la práctica de una serie de procedimientos que, haciendo a un lado los elementos perturbadores, permitirían la restauración de la perspectiva original en su pureza, y por ende la universalidad del juicio.

Ahora bien, a mi juicio, el orden de los factores es el inverso: la ex-periencia de la forma bella no es natural, ni original, sino adventicia y posterior. Ella es el resultado de la disolución de una experiencia relativamente unitaria con el objeto, en la que se anudan valora-ciones de la más diversa índole. En esas circunstancias, el relativo consenso judicativo de esa experiencia primera –por lo demás no circunscrito a los aspectos meramente formales del objeto– resulta posible en la medida en que los jueces se encuentren vinculados por estrechos lazos comunitarios. Por su parte, la modernidad oc-cidental se ve forzada a disolver esta experiencia unitaria en una

12 Tal puede ser, por ejemplo, el caso del amante que en su juicio ignora las deformidades de la amada: “hay que reconocer que el interés puede a menudo contrapesar nuestro sentido de la belleza tanto en estas cuestiones como en otras y que las cualidades superiores pueden hacernos pasar por alto tales imperfecciones” (Inquiry, vi, 4). 13 Así, Hutcheson declara que “toda su preocupación es mostrar que hay

algún sentido de la belleza natural a los hombres, de modo que encontramos un acuerdo de los hombres en sus gustos por las formas tan completo como en sus sentidos externos, que todos concuerdan en que es natural; y que el placer o el dolor, el deleite o la aversión están naturalmente unidos a sus percepciones” (Inquiry, Prefacio).

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diversidad de experiencias específicas, y la posibilidad de una ex-periencia relativamente pura de la forma no resulta comprensible sino como resultado de este proceso14. Así, pues, tanto para el godo que destruyó iglesias góticas, como para el papista que las constru-yó, la diferencia entre el valor de la forma y el valor religioso era todavía desconocida porque ambos estaban insertos en un tejido social y cultural que no requería ni de la diferenciación ni del ais-lamiento de tales factores en experiencias distintas. Si lo hubiesen hecho, ello no habría significado que se despojaran de elementos adventicios para reinstalarse en una experiencia genérica original, sino, simplemente, que se habrían tornado modernos.

Sin embargo, y pese a la limitación del enfoque, éste saca a la luz una preocupación que no puede ser despreciada y que amerita un tratamiento más cuidadoso: se trata de que, pese a las diferencias evidentes, la experiencia del gusto por lo bello alude de alguna ma-nera a fundamentos comunes. De esta forma, independientemente de la plausibilidad de sus respuestas, el mérito de Hutcheson, y en general de la reflexión estética moderna, reside al menos en su conciencia del problema.

Belleza natural y belleza artística

Pero incluso sin necesidad de tomar en consideración ni al pasado ni a culturas diferentes, el presente moderno se enfrenta a una pre-tensión de universalidad esquiva cuando se examina la relación

14 De alguna manera ésta tendría que ser, aunque no lo es, la perspectiva desde la que Hutcheson critica a los godos que no captan la belleza gótica: “Un godo se equivoca, por ejemplo, cuando a causa de su educación piensa que la arquitectura de su país es la más perfecta y una asociación de algu-nas de sus ideas hostiles puede hacerle sentir aversión hacia los edificios romanos y llevarle a intentar demolerlos, como hicieron algunos de nuestros reformadores con los edificios papistas, siendo incapaces de separar las ideas de

culto supersticioso de las formas de los edificios en que se practicaba” (Inquiry, vi, 5;resaltado mío). Hutcheson está pues en lo correcto cuando afirma que la vin-culación entre los valores religiosos y formales tanto en la producción como en la recepción de la arquitectura es un producto de la educación recibida por el godo, y es ella precisamente la causa de su rechazo de la forma gótica. Pero la separación entre religión y forma, que le permitiría una apreciación autónoma no sólo de la forma gótica, sino también de la suya propia, antes que significar un retorno a un estado natural previo a la educación, también es producto de una educación, si bien distinta a la primera.

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entre la producción artística y el ahora enfatizado efecto de placer que se espera de la experiencia de lo bello. Parodiando el título de la obra de Folkierski, ya en la reflexión de Hutcheson encontramos una tensión entre el clasicismo y el romanticismo. Veamos por qué.

La sección iv de la Investigación que vengo comentando se consa-gra a lo que Hutcheson llama “belleza relativa o comparativa”. A mi juicio, la sección puede ser considerada como un excursus que pronto se abandona para retornar definitivamente al tema central de la investigación, constituido por la belleza natural, que Hutche-son equipara de hecho con lo que él llama belleza absoluta u original.Pero no obstante su carácter fugaz y pasajero, la sección nos intro-duce en esa importante tensión.

Toda belleza es relativa al sentido de una mente que la percibe,

pero llamamos relativa a la que se aprehende en cualquier objeto

considerado comúnmente como una imitación de algún original.

Y esta belleza se funda en una conformidad, o un tipo de unidad,

entre el original y la copia. El original puede ser o bien un obje-

to de la naturaleza o bien alguna idea establecida; puesto que si

existe alguna idea conocida como tipo y reglas para fijar esta ima-

gen o idea, podemos hacer una bella imitación (Inquiry, iv, 1).

Para disipar posibles malentendidos resaltemos en primer lugar la multivocidad de conceptos tales como relativo y original. Con res-pecto al primero, el propio Hutcheson hace la advertencia: tanto la belleza natural –o absoluta– como la relativa –o artística–, son re-feridas a una mente que las percibe placenteramente. Pero la belleza

relativa es relativa en un sentido adicional: establece una relación entre la imitación (obra de arte) y el original (objeto natural o idea establecida que el artista plasma en la obra).

Por lo que se refiere al concepto de original, es preciso señalar que la belleza original no debe confundirse con el original que hace las veces de modelo para la copia. Creador de belleza original, o también absoluta, sólo puede ser Dios. Es cierto que la belleza natural, en tanto creación suya, también puede ser considerada como imitación

de sus ideas, y en tal sentido como relativa a ellas15. No obstante,

15 Y esto, como acabo de sugerirlo, tiene como consecuencia la necesidad de pensar en la idea divina, no sólo como modelo anterior a la obra, sino

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Hutcheson restringe el uso del concepto a la imitación artística humana, de modo que la belleza original o absoluta se refiere tan sólo a objetos naturales. Pero original es el modelo de la imitación, y puede estar representado tanto por un objeto, como por una “idea establecida”.

Ahora bien, en la relación modelo original-copia artística, el pri-mero no ha de ser necesariamente bello:

Para obtener sólo la belleza comparativa no es necesario que

haya ninguna belleza en el original. La imitación de la belleza

absoluta puede efectivamente convertir a la producción entera

en una pieza más encantadora, y sin embargo una exacta imita-

ción sería todavía bella, aunque el original estuviera completa-

mente desprovisto de ella (Inquiry, iv, 1).

Pero ¿qué es entonces lo que hace de una imitación algo bello en aquellos casos en que el original carece de belleza absoluta? Parece que no puede tratarse de una “mejora” que el artista introdujera, de modo que la imitación embelleciera al original carente de belle-za, puesto que un primer requisito de la imitación es su exactitud. En los casos en que el original es una “idea establecida”, Hércules por ejemplo, el hecho de que la “idea” pertenezca al acervo públi-co es precisamente lo que permite la “comparación” de la obra: en este caso, la exactitud de la imitación posibilita reconocer en la obra la plasmación de una “idea” ya poseída. Sin embargo, la exactitud en la copia no parece ser el valor estético absoluto de la belleza relativa, sino el medio requerido para lograr el fin, que no es otro que el de lograr impactar al espectador. Tal es el caso de la representación de “las deformidades de la vejez en una pintura”, o la de la atracción que ejerce la rudeza de las rocas o montañas en un paisaje: “es más, tal vez la novedad puede hacernos preferir la

representación de la irregularidad” (Inquiry, iv, 1; resaltados míos).

Pero tal vez el ejemplo más significativo sea el del teatro, entendido como representación de los caracteres humanos. En pocas líneas Hutcheson se deslinda de la interpretación clasicista de la Poética

de Aristóteles. Es cierto que abstractamente considerados (abstractly

también como el propósito que se persigue con la obra y sin el cual ésta no resulta cabalmente comprendida.

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considered), los caracteres virtuosos –es decir, la belleza moral que en este caso representa la noción de belleza absoluta u original– po-drían ser el objeto de la imitación más placentera. No obstante, no es éste el caso en el Aristóteles de Hutcheson:

Por las Moratae Fabulae o los hete de Aristóteles debemos en-

tender no las costumbres virtuosas en sentido moral, sino una

representación exacta de las costumbres o caracteres tal como

existen en la naturaleza, y que las acciones y sentimientos sean

adecuados a los caracteres de las personas a los que son adscri-

tos en la poesía épica y dramática (Inquiry, iv, 2).

El sacrificio de lo que en abstracto constituiría el mayor placer y la mayor belleza –la imitación de costumbres virtuosas–, se justifica según Hutcheson no tanto por fidelidad a la letra de Aristóteles, como por una comprensión y comunidad con los propósitos del Estagirita:

Tenemos ideas más vivas (more lively ideas) de hombres imperfec-

tos con todas sus pasiones que de héroes moralmente perfectos.

[...] Debido a la conciencia de nuestra propia situación, somos

tocados y afectados más próximamente por los caracteres imperfectos,

puesto que en ellos vemos representados, en las personas de

otros, los contrastes de inclinaciones y la lucha entre las pasiones

del egoísmo y las del honor y la virtud, que a menudo sentimos

en nuestro propio interior. Esta es la perfección de la belleza por la

que Homero es justamente admirado, tanto como por la variedad de

sus caracteres (Inquiry, iv, 2; resaltados míos).

Aunque de la representación de las luchas entre pasiones y virtudes puedan extraerse enseñanzas morales, ni éstas, ni la exactitud per

se de la copia constituyen para Hutcheson la causa de la belleza de la imitación. Claramente se trata de la vivacidad, de la íntima afec-tación que se produce en virtud de la semejanza entre la copia y un original carente de belleza, que resulta ser el propio espectador. En una palabra, la exactitud de la copia se entiende como condición de la belleza relativa, pero no por un prurito hiperrealista, sino en tanto que potencia los efectos de conmoción del espectador.

Para Hutcheson resulta clara la diferencia que existe entre los principios de los dos tipos de belleza: en el caso de la belleza absolu-

ta –a cuyo principio denomino clásico–, y en virtud de un designio

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divino, la uniformidad de la variedad es la causa del placer del espectador. Pero en la belleza relativa la uniformidad de la variedad ya no es requisito, y su principio –que acaso podríamos denomi-nar romántico– es el de la conmoción placentera que se deriva de una imitación. Aunque en ambos casos la belleza se define por la implicación emocional del espectador, en la belleza absoluta exis-ten unas características objetivas precisas que apelan a un sentido interno común de los espectadores, mientras que en la belleza relativa nada asegura que el objeto haya de conmover las mismas fibras en todos los espectadores16.

Tal vez la única precaución que encontremos, muy clásica por lo demás, sea aquella que estipula que en la imitación de ideas, éstas deben ser establecidas (cfr. Hutcheson, Inquiry, iv, 1). No se trata pues aquí todavía del principio romántico plenamente desarrolla-do según el cual la obra sería “imitación” de la idea del artista, sino de que la obra debe ser imitación de ideas extraídas de un reper-torio común y suficientemente conocido por un público determi-nado; tal es el caso de la mitología greco-romana o cristiana, o de

16 Hutcheson es consciente de esta fuente de relatividad en los juicios, si bien no llega a vincularla explícitamente con la noción de belleza relativa por él expuesta. Así, por ejemplo, afirma que la música puede ser fuente de sentimientos agradables (o desagradables) tales como melancolía, alegría, seriedad o reflexividad. De esta manera, una composición musical armónica

(uniformidad en la variedad), daría lugar a un placer que se reclama, con legitimidad, universal; pero junto a éste, también podrían tener lugar otras emociones como las mencionadas, aunque esta vez dependiendo de la cons-titución diversa de los espectadores: “con tal cantidad de ideas agradables y desagradables que pueden asociarse con las formas de los cuerpos o las melodías, siendo los hombres de tan diferentes disposiciones y estando in-clinados a tal variedad de sentimientos, no es asombroso que a menudo es-tén en desacuerdo en sus gustos por los objetos, incluso aunque su sentido de la belleza y armonía sea perfectamente uniforme, porque muchas otras ideas pueden agradar o desagradar según el temperamento de las personas y las circunstancias pasadas” (Inquiry, vi, 12). Así, pues, si en el juicio sobre objetos portadores de belleza absoluta se atiende exclusivamente a esta úl-tima, aquel puede aspirar a un reconocimiento universal. Pero si se atiende a otras fuentes de placer que estos objetos también pueden proporcionar, o si los objetos no son portadores de belleza absoluta, entonces el juicio que declara placentero al objeto tiene, necesariamente, una validez relativa. Y a mi juicio, y no obstante que Hutcheson no llegue a afirmarlo, éste es el caso de la llamada belleza relativa.

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las iconografías nacionales, que al presuponerse como patrimonio común, hacen posible el reconocimiento del objeto artístico como imitación, en este caso no de un objeto natural, sino de una idea. Pero ni en la imitación de objetos naturales, ni en la de ideas esta-blecidas, la exactitud –que permite el reconocimiento– es el factor determinante de la belleza relativa, para la que el valor estético primordial reside en la afectación del espectador.

La identificación que propongo entre belleza absoluta-belleza na-tural por una parte, y belleza relativa-belleza artística por otra, no ha de ser entendida en términos absolutos. De hecho, Hutcheson ofrece el ejemplo de un paisaje natural rudo e irregular (es decir no bello absoluto) que no obstante atrae y es fuente de placer. También podrían aducirse obras de arte que ejemplifican y realizan la idea de belleza absoluta (uniformidad de la variedad). Sin embargo, es en la belleza artística en donde pueden realizarse con mayor propiedad los rasgos atribuidos a la belleza relativa: sólo aquella es imitación de un modelo no necesariamente bello –ni embellecido en la copia–, pero que gusta no por su exactitud sino por sus efec-tos estéticos –la novedad, por ejemplo– en el espectador.

Más que contradictorios y excluyentes, Hutcheson considera que los dos tipos de belleza pueden ser complementarios17, no obstante ser diferentes. La afirmación del principio de la belleza relativa no conlleva la negación del de la belleza absoluta, e incluso ambas pueden coexistir en una obra. Pero aunque ello sea cierto en casos particulares, también podría suceder –eventualidad no contem-plada por Hutcheson– que la cabal realización de una implique el sacrificio de la otra. En tal caso, la vivacidad de los efectos propios de la belleza relativa –prioritariamente artística– se vería privada del fundamento de universalidad propio de la belleza absoluta.

17 Como cuando afirma que para proporcionar más placer (Inquiry, iv, 5), suele suceder que los artistas añadan belleza relativa a la belleza original. “Una razón semejante puede llevar a los artistas a separarse en muchos otros casos de las reglas de la belleza absoluta que se han establecido antes. Y, sin embargo, esto no es un argumento en contra de que nuestro sentido de la belleza esté fundado, como antes se ha explicado, en la uniformidad en la variedad, sino sólo una evidencia de que nuestro sentido de la belleza original puede ser modificado y contrapesado por otro tipo de belleza” (In-

quiry, iv, 6).

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Hutcheson y Kant

Llegados a este punto, cualquier lector informado de las doctri-nas generales de la estética kantiana habrá percibido ya motivos comunes en ambos autores. No creo exagerado afirmar que Hut-cheson ha preparado el terreno para la reflexión estética kantiana, y por ello he titulado al presente acápite Hutcheson, antecesor de

Kant. Pero aun en su continuidad, la recepción kantiana es crítica, y a continuación intentaré precisar las diferencias más relevantes entre los dos autores.

Ante todo, considero que el enfoque general del problema de la be-lleza en Hutcheson presenta una gran afinidad con la argumentación

trascendental kantiana. Como se sabe, Kant parte de un supuesto, de un factum, que no es puesto en cuestión, y que se constituye en el punto de partida de su investigación analítica y regresiva: exis-ten juicios de gusto, y la tarea de la filosofía trascendental consiste tanto en precisar su significado, como en establecer y justificar sus condiciones de posibilidad.

Así, pues, el juicio de gusto –que podría expresarse con la fórmula este x es bello– aparece como un juicio de conocimiento en el que el predicado bello especificaría la naturaleza del objeto mencionado. Sin embargo, Kant insiste en que no se trata de un juicio de conoci-miento, sino de un juicio estético que al ser formulado como juicio de conocimiento explicita enfáticamente su pretensión de validez universal, no obstante no estar fundado en concepto alguno18.

Por lo que a Hutcheson se refiere, el punto de partida de su inves-tigación está constituido por la conexión necesaria entre “nuestras ideas placenteras de la belleza” y “la uniformidad o regularidad de los objetos”19 (Inquiry, v, 1). Ni la existencia, ni la necesidad de

18 “Hablará, por eso, de lo bello, como si la belleza fuese una cualidad del objeto, y el juicio, lógico (como si constituyese éste, a través de conceptos del objeto, un conocimiento del mismo); si bien es sólo estético y contiene simplemente una relación de la representación del objeto con el sujeto; y ello porque, después de todo, es semejante al lógico en cuanto se puede suponer la validez del mismo respecto de cada cual” (CJ, § 6, b 18).19 “Uniformidad o regularidad de los objetos” es, indudablemente, una fórmula abreviada de la “uniformidad de la variedad” que define a la belleza absoluta.

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dicha conexión son puestas en duda, sino que también aquí cons-tituyen el supuesto de la investigación. Como antes he señalado, el recurso a la inducción no sirve para justificar la necesidad de la conexión, sino para configurarla como factum que debe ser justifi-cado, es decir, como hecho cuyas condiciones de posibilidad han de ser esclarecidas. Aquí, la conformidad con el punto de partida kantiano me parece pues indiscutible.

Estas condiciones de posibilidad que, aunque siéndolo, Hutcheson no llega a calificar como a priori, son: una determinada forma en el objeto (uniformidad en la variedad), un sentido interno que la “reconoce” de manera no conceptual sino sensible y placentera, y una causa sabia que ha configurado al sentido interno como sen-sible ante tal forma.

Con respecto a la primera de estas condiciones hutchesonianas del juicio de gusto, a saber la de la uniformidad de la variedad que debe exhibir la forma del objeto, podría resultar extraño, al menos a primera vista, afirmar que ella es compartida por la doctrina kantiana. En efecto, Kant afirma que en el juicio de gusto, y pese a las apariencias del mismo, nada se dice del objeto; no obstante, esto no significa ni que el objeto no esté implicado –pues de lo contrario no habría juicio–, ni que ese objeto singular no haya de tener características muy precisas –pues de lo contrario, cualquier objeto tendría que ser declarado bello–. Los ejemplos propuestos por Kant en el numeral 14 de la CJ son significativos: lo que hace bellas artes a la pintura, la escultura y las artes plásticas en general es el diseño (Zeichnung), o la figura (Gestalt); así mismo, lo que hace de una mera sucesión de sonidos objeto de consideración en un juicio de gusto es su composición (Komposition). Diseño, figura y composición son pues determinaciones objetivas en virtud de las cuales “color y sonido no serían meras sensaciones, sino ya determinación formal de la unidad de una multiplicidad de las mismas, y entonces pueden ser contadas también como bellezas en sí mismas” (CJ, § 14, b 40).

Es claro que las nociones de diseño, figura y composición son casos específicos de la genérica unidad de la multiplicidad, que equivale a la uniformidad de la diversidad hutchesoniana. En ambos casos, la inefabilidad del je ne sais quoi clasicista ha sido precisada concep-

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tualmente, aunque en ninguno de los dos podría afirmarse que, en el juicio de gusto, esa caracterización del objeto sea reconocida conceptualmente. En la experiencia de lo bello, el reconocimiento del objeto como unidad de la multiplicidad se da bajo la forma de un sentimiento de placer, que además se postula como necesario y universal.

A pesar de esta última similitud, en el mismo asunto se impone ya una diferencia crucial. Aunque según la doctrina hutchesoniana en un juicio de gusto no se requiere que la noción de uniformidad

sea determinada, es decir reconocida conceptualmente, es un hecho que ella ha de ser no obstante determinable, en unas ocasiones a partir de la noción de lo que en la lógica tradicional se llama el género, en otras a partir de la noción teleológica de fin, o incluso mediante una mezcla de las anteriores. Así, por ejemplo, en las actividades de clasificación de plantas o animales, la uniformidad exhibida por los diversos individuos es la propiedad que permite su agrupación bajo determinado género. En otras ocasiones, la noción hutchesoniana de uniformidad se determina a partir de la noción de fin: si el universo es una variedad reductible a especies y géneros, ello es así porque el Creador ha querido facilitar de esta manera su conocimiento por parte del entendimiento humano. Y a este fin podría agregarse otro, también querido por Dios: la estructura racional del universo permite no sólo su conocimiento, sino que también se constituye en el trasfondo sobre el que los hombres pueden actuar racionalmente, y ser felices (belleza moral

hutchesoniana). Y en todos estos casos, la noción de uniformidad

presupone, no sólo la de un fin, sino la de un fin determinado, a la luz del cual la forma uniforme resulta plenamente comprensible. Kant excluye todos los casos anteriormente mencionados del ámbito del juicio de gusto, al calificarlos como conformidad a fin objetiva. Como se sabe, la pertinente a los juicios de gusto es una conformidad a fin

subjetiva, o también conformidad a fin sin fin. Hutcheson no hace tal distinción, y por eso todos los casos anteriores son considerados por él como ejemplos de belleza.

En lo que se refiere a la percepción estricta y exclusiva de la forma bella, es preciso reconocer que, desde la perspectiva de Hutcheson, no resulta necesario que la uniformidad del objeto sea determinada

por el juicio de gusto. Nuestro autor ofrece numerosos ejemplos en

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los que un objeto singular puede ser juzgado como bello en tanto que individuo, prescindiendo de toda comparación con otros. En estos casos, resulta claro que la uniformidad que en él se encuentra, no es determinada mediante la referencia al concepto genérico, ni a ningún concepto de fin. En eso consiste la autonomía relativa que según he afirmado, Hutcheson otorga a la belleza formal. No obs-tante, una consideración tal le resultaría incompleta, pues la unifor-midad exhibida por cada uno de tales objetos sería inconcebible si, radicalmente, ella fuese indeterminable. Aunque el juicio de gusto no aluda expresamente a la determinación del concepto de unifor-midad, la presupone. Determinar la noción de uniformidad en la variedad de un objeto, significa pensarla como el medio concebido por una causa inteligente para el cumplimiento de sus fines.

Por el contrario, aunque en la base de la doctrina kantiana acerca del juicio de gusto también se encuentra una forma objetiva que se juzga como unidad de lo diverso, tal unidad no sólo es indeterminada,sino que en tanto objeto del gusto es así mismo indeterminable. Éste es el alcance de la expresión kantiana conformidad a fin sin fin, o conformidad a fin subjetiva de las representaciones:

Lo formal en la representación de una cosa, esto es, la concordan-

cia de lo múltiple con algo uno (indeterminado, lo que sea esto),

no da a conocer por sí mismo ninguna conformidad a fin obje-

tiva; porque haciéndose abstracción de esta unidad como fin (qué

deba ser la cosa), no queda en el ánimo del que contempla nada

más que la conformidad a fin subjetiva de las representaciones,

la cual, si bien indica una cierta conformidad a fin del estado

representacional en el sujeto, y en este estado una comodidad

del sujeto para aprehender una forma dada en la imaginación,

no indica la perfección de algún objeto, que no es pensado aquí

a través del concepto de un fin (CJ, § 15, b 46).

Desde el punto de vista de Hutcheson, la noción kantiana de concordancia de una multiplicidad con una unidad, aunque per-maneciendo indeterminado qué sea la unidad, habría resultado incompleta, cuando no incomprensible, dado que dicha noción implicaría algo así como el reconocimiento de un objeto sin re-conocerlo, o el presupuesto de una teleología sin sujeto creador, es decir, la existencia de formas que exhiben una unidad de lo diverso, sin que pueda determinarse en qué consiste dicha uni-

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dad, y sin que tal configuración haya de ser atribuida a una causa inteligente y suprema, y por ende sin que a dicho objeto teleoló-gicamente constituido pueda no obstante atribuírsele fin objetivo alguno. Pero, por otra parte, la construcción kantiana resulta más económica por cuanto prescinde de la problemática existencia de un Dios que se orientaría finalísticamente en sus actividades.

Pero esta teleología sin sujeto creador tiene también consecuencias en la diferencia de la argumentación kantiana con respecto a la necesidad del efecto placentero ante la forma natural bella. Aunque ambos parten en sus respectivas investigaciones de la necesidad de tal conexión, recordemos sin embargo que Hutcheson debe renun-ciar a la posibilidad de una explicación satisfactoria inmanente a la causa, es decir, a la forma natural bella. Así como en la forma del cristal de azúcar de Locke no hay nada similar a su sabor dulce, de modo que pudiéramos explicar el efecto como similitud con la cau-sa, y así como no podemos determinar cuál es la “potencia” que en el pan causa el efecto de la nutrición, tampoco estamos en capaci-dad de esclarecer la relación, no obstante aceptada como causal –es decir, como sucesión necesaria–, entre la forma y el placer: “lo uno parece tener tan poca relación con su idea como lo otro” (Inquiry,vi, 10). Por tal motivo, Hutcheson sólo pudo recurrir a la teleología divina como garante de la necesidad de la conexión.

Desde la perspectiva kantiana, hemos visto que en el juicio de gusto la forma del objeto singular es juzgada como bella cuando el receptor la encuentra como adecuada a un fin, sin que no obs-tante pueda determinar dicho fin. La noción de unidad de la mul-

tiplicidad encuentra su equivalente en la de adecuación a fin sin fin

(Zweckmäßigkeit ohne Zweck). Pero aunque incapaz de determinar objetivamente la noción de unidad (es decir el fin) en el objeto20,el placer resultante de su percepción lleva al sujeto receptor a afir-mar la conformidad a fin subjetiva de la forma percibida. Pero tal placer no se entiende como el efecto arbitrario de un designio di-vino como sucede en Hutcheson. Para Kant, el efecto subjetivo de la forma en virtud del cual ésta es llamada bella es el libre juego

20 “La adecuación a fin objetiva (die objektive Zweckmäßigkeit) sólo puede ser reconocida por medio de la relación de lo múltiple a un fin determinado, es decir sólo mediante un concepto” (CJ, § 15, b 44).

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de las facultades que están implicadas en su percepción y en su conocimiento:

Las facultades de conocimiento que son puestas en juego me-

diante esta representación, están aquí en un libre juego porque

ningún concepto determinado las restringe a una regla de cono-

cimiento particular [...]. Ahora bien, a una representación me-

diante la cual un objeto es dado, y para que de ella resulte en

general un conocimiento, pertenecen: la imaginación para la com-

posición de lo múltiple de la intuición, y el entendimiento para la

unidad del concepto que unifica las representaciones (CJ, § 9, b

28).

Que en la “unidad de lo múltiple” haya de permanecer indetermi-nado cuál sea esa unidad, significa que, en rigor, tal caracteriza-ción no se aplica al objeto, sino que menta un evento subjetivo: el de la concordancia entre el entendimiento como facultad unitaria, y la imaginación como facultad de lo múltiple. Si dicha unidad de lo múltiple se atribuye al objeto, ello sucede porque el receptor estima que tal objeto es causa de lo que de otra manera no se daría en él, y que él juzga se ha dado: la concordancia entre su facultad de composición de lo múltiple (imaginación) con su facultad de unificación de lo múltiple (entendimiento). Estrictamente hablan-do, lo que el sujeto juzga como efecto de esa forma singular es el libre juego de sus facultades, y en virtud de tal efecto denomina a la forma bella; así mismo, el sentimiento de placer, más que efecto inmediato subjetivo de la forma, es un tipo de conciencia del libre juego entre las facultades.

Desde la perspectiva kantiana no se requiere entonces de ninguna constatación ni presuposición del carácter objetivo de la adecua-ción a fin del objeto, ni de la determinabilidad de dicho fin. En otras palabras, para explicar el placer atribuible a la forma bella no es preciso recurrir a una teleología divina preestablecida. Bas-ta con que el sujeto, llevado a ello por los efectos específicos que percibe en sí mismo y de los que es consciente en el sentimiento placentero, afirme la unidad de lo múltiple en el objeto como pro-motora de tales efectos.

La atribución de unidad de lo múltiple al objeto resulta necesaria, si bien es “impropia”. Es necesaria porque el juicio de gusto es sin-

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gular: la fórmula “este x es bello” no afirma que cualquier objeto, sino uno singular es la ocasión de los efectos subjetivos menciona-dos. Pero es “impropia” por cuanto que la unidad de lo diverso que causa el placer, y que se resume en la calificación de “bello”, se da en el sujeto y no en ese objeto singular21. Por eso es preciso recor-dar siempre que en la atribución de unidad de lo múltiple al objeto ha de renunciarse a todo intento de determinar dicha unidad: no sólo una determinación tal no es requerida, sino que es imposible. E incluso si lo fuera, entonces destruiría la especificidad de este tipo de experiencia, para transformarla en una cognoscitiva22.

Entendidos así el origen y la necesidad del sentimiento de placer, la justificación hutchesoniana de la pretensión de validez universal del juicio de gusto resulta prescindible. En efecto, el que el sujeto afirme –”impropiamente”–, con pretensiones de universalidad y no obstante renunciando a todo tipo de demostración, que el obje-to de su juicio es una unidad de lo múltiple, plantea la necesidad de una justificación que no recurra a consideraciones sobre el obje-to. La única vía lícita será la de establecer las condiciones bajo las cuales la actividad judicativa garantice una validez no meramente particular. Del examen de esas condiciones en su versión kantiana me ocuparé en el capítulo 4 de esta investigación.

Un último punto de contacto entre las doctrinas de Hutcheson y Kant es el relativo a la belleza natural y la belleza artística. Ya he examinado en qué sentido podría afirmarse que su diferenciación es expresada por Hutcheson con las nociones de belleza absoluta y belleza relativa. La primera es caracterizada como la forma, teleoló-gicamente lograda, de uniformidad de la variedad en los objetos, y que, percibida por el sentido interno, es causa del placer expresado en el juicio. La belleza absoluta u original se diferencia de la belle-

21 Con respecto a esta ambivalencia argumentativa tan característicamente kantiana (el als ob), véanse los estudios críticos de Marc Wogau. 22 “No puede haber ninguna regla objetiva del gusto que, mediante con-ceptos, determinara lo que fuera bello. Pues todo juicio a partir de esta fuente es estético, esto es, que su fundamento de determinación es el sentimiento del sujeto y ningún concepto de un objeto. Buscar un principio del gusto que mediante determinados conceptos ofreciera el criterio de lo bello, es una ocupación infructuosa porque lo que es buscado es imposible y en sí mismo contradictorio” (CJ, § 17, b 54).

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za relativa, que es imitación de objetos no necesariamente bellos, o de ideas establecidas. En tanto que imitación, la belleza relativa implica la actividad de comparación entre original y copia, acti-vidad no requerida para la contemplación de la belleza absoluta. Pero así mismo, hemos visto que la imitación no es el fin, sino un medio, del que se vale la belleza artístico-relativa para alcanzar su ergon específico: potenciar los efectos estético-placenteros en el espectador23, y en esa medida Hutcheson considera justificada su diferenciación con respecto a la belleza absoluta, que de manera privilegiada se experimenta en la belleza natural.

Hemos visto también por qué Hutcheson puede considerar como universales los efectos placenteros de la contemplación de la be-lleza absoluta, pero tal universalidad ya no resulta tan evidente a propósito de la belleza relativa. Hutcheson es consciente de la diferencia, sin que llegue a contemplar la posibilidad de su mutua exclusión. Lo que tiene en mente es más bien su mutua comple-mentación: así, aunque “nuestro sentido original de la belleza puede ser modificado y contrapesado por otro tipo de belleza” (In-

quiry, iv, 6), “la belleza es mayor cuando ambos [es decir original y copia - l.p.] tienen alguna belleza original o dignidad además del parecido” (iv, 3).

El planteamiento de Kant al respecto me resulta bastante compa-tible con el de su antecesor británico. Se trata en aquél de la dife-rencia de criterios para juzgar la belleza natural, normalmente libre

(pulchritudo vaga) y por lo tanto objeto privilegiado del juicio de gusto puro; y la belleza artística, que en cuanto producto de un ar-tista, presupone un concepto y en cuanto tal es denominada belleza

adherente (pulchritudo adhaerens)24. La diferencia hutchesoniana en-

23 Para obtener la belleza relativa o comparativa, los artistas “a veces no crean su obra de tal manera que se alcance la mayor perfección de la belleza absoluta, en sí misma considerada, porque una composición con esta belleza relativa, junto con algún grado de belleza original, puede proporcionar más placer que una con sólo belleza original más perfecta” (Inquiry, iv, 5).24 En este punto debo hacer la salvedad de lo que me resulta una incon-sistencia en el planteamiento de Kant. Como ejemplos de belleza libre en la naturaleza propone Kant a las flores, a muchas aves, a una multitud de crustáceos del mar, por cuanto que, salvo para los científicos conocedores de estos objetos, difícilmente se está en capacidad de determinar qué cosas

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tre belleza absoluta y belleza relativa es explicitada por Kant, me-diando las nociones de gusto y genio, en la distinción entre belleza natural y belleza artística. A diferencia de la primera, en la belleza artística tanto quien produce objetos bellos, como quien los juzga, requieren de conceptos:

Para juzgar una belleza natural como tal, no necesito tener antes

un concepto de qué cosa deba ser el objeto; esto es, no me es

necesario conocer la conformidad a fin material (el fin), sino que

la mera forma sin conocimiento del fin place por sí misma en el

enjuiciamiento. Pero cuando el objeto es dado como un produc-

to del arte, y como tal debe ser declarado como bello, entonces

primero debe ponerse como fundamento un concepto de lo que

hayan de ser: “Así pues, como fundamento de este juicio no se pone ninguna perfección de ningún tipo, ninguna adecuación a fin interna, a las que la composición de lo múltiple se refiriera” (CJ, § 16, b49). No obstante, al pro-poner los ejemplos de juicios de gusto no puros, por cuanto que versan so-bre objetos con belleza adherente, afirma: “Pero la belleza de un hombre (y bajo esa especie la de un varón, o mujer, o niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como una iglesia, palacio, arsenal o quinta), presupone un concepto del fin de lo que la cosa deba ser, y por tanto un concepto de su perfección, y es entonces meramente belleza adherente”. La distinción entre belleza adherente y belleza libre dependería entonces de si el objeto es o no conocido por el juez, lo cual resulta absurdo. En efecto, aunque un caballo nos resulte más familiar que un desconocido crustáceo del fondo del mar, ello no podría constituirse en un obstáculo insalvable para emitir un juicio de gusto puro acerca del primero. Por otra parte, como ejemplos de objetos no naturales portadores de belleza libre propone Kant los dibujos à la greque,o, en la música, las fantasías (sin tema) e incluso toda música sin texto. Se trata ciertamente en estos ejemplos de objetos no naturales que resultan más idóneos para juicios de gusto puros, pero incluso en estos casos cabría la consideración de si el fin con el que fueron producidos no es, precisamente, el de “no significar nada en sí mismos”. Mi conclusión sería entonces que, dado que es posible una consideración de los objetos naturales no mediada por la noción de un Creador, ellos resultan los más idóneos para un juicio de gusto puro. Pero sobre ellos también son posibles los juicios de cono-cimiento, en donde, para evitar el recurso a la noción de una causa inteli-gente creadora, la conformidad a fin objetiva ha de ser entendida como idea reguladora de la facultad de juzgar reflexionante. Por su parte, dado que los objetos artísticos exigen consideraciones acerca de los fines que tuvo en mente el artista para su producción, son objetos privilegiados de la categoría de la belleza adherente. También sobre ellos es posible un juicio desde la perspectiva de la belleza libre, si bien ésta hace caso omiso de su carácter artístico-teleológico.

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la cosa deba ser, porque el arte presupone siempre un fin en la

causa (y en su causalidad); y como la perfección de la cosa es

la concordancia de lo múltiple en ella para una determinación

interna de la misma como fin, entonces en el enjuiciamiento de

la belleza artística habrá que tener en cuenta al mismo tiempo la

perfección de la cosa, lo que no es en absoluto cuestión en el en-

juiciamiento de una belleza natural (como tal) (CJ, § 48, b 188).

La diferencia entre los dos tipos de belleza, que Hutcheson sólo atina a pensar como complementaria, resulta más enfatizada por Kant: “en una pretendida (seinsollenden) obra del arte bello, a me-nudo puede percibirse genio sin gusto, y en otra gusto sin genio”(CJ, § 48, b 192). Y mientras que el primero justificaba un relativo alejamiento de las pautas de la belleza absoluta en aras de propor-cionar un placer más vivo, Kant no duda en afirmar, en caso de antagonismo, la primacía del gusto:

Así pues, cuando en el conflicto de ambas propiedades en un

producto algo debe ser sacrificado, ello debería ocurrir primero

del lado del genio; y la facultad de juzgar, que en cosas del arte

bello sentencia a partir de principios propios, permitirá que se

rompa antes la libertad y la riqueza de la imaginación que el

entendimiento” (CJ, § 50, b 203).

Kant es ya enteramente consciente de que las ideas estéticas del artista no tienen por qué limitarse –única posibilidad entrevista por Hutcheson– al repertorio de lo establecido, es decir, de lo que resulta familiar a un público. Las amenazas de la “disolución” romántica son ya patentes para el primero. Por ello propone más bien la educación de la inspiración mediante el gusto, hasta que el artista encuentre una forma “adecuada al pensamiento y sin em-bargo no perjudicial para la libertad en el juego” (CJ, § 48, b 190s) de sus fuerzas anímicas. Su concepción de la imitación resulta más restringida que en Hutcheson. Según éste, la belleza de la imitación residía en su capacidad de afectación y no en el embellecimiento del original; al menos en germen, la doctrina hutchesoniana da-ría más cabida a una “estética de las no más bellas artes”. Por el contrario, Kant se muestra más clásico cuando afirma que “el arte bello muestra precisamente su superioridad en que describe bella-mente cosas que en la naturaleza serían feas o displacenteras” (CJ,§ 48, B 189). No obstante, su advertencia en el sentido de que lo que

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se adecúa al gusto sólo por conformidad a reglas puede ser arte mecánico pero no arte bello, podría ser tomada como testimonio de su conciencia de la compleja tensión entre la belleza natural y una producción artística que tiende a desbordar los límites del clasicismo naturalista.

2. El arte y el placer: Burke, crítico de Hutcheson

Aunque sin ninguna mención explícita de su parte, resulta evi-dente que, en muchos aspectos, la reflexión estética de Burke se erige en contraposición con la de Hutcheson. Recordemos que este último consideraba que el orden natural era el trasfondo sobre el que podía realizarse la virtud o belleza de la acción. Y que ésta con-sistía en la prudencia o finalidad en las acciones humanas, en la expectativa racional de efectos a partir de las causas, en el sentido de proyectar acciones. Así, pues, si una organización social racio-nalizada y altamente previsible podía y merecía ser considerada como un caso de belleza, era porque sólo presuponiéndola tenía sentido pensar que “nuestra máxima felicidad debe depender de nuestras acciones, como parece que sucede” (Inquiry, viii, 5).

Pero el mundo racionalizado que para Hutcheson era condición de belleza moral y de felicidad, en Burke se ha tornado en causa de desasosiego y de posibles perturbaciones. Valga recordar aquí la declaración burkeana, ya citada al comienzo del presente capítu-lo: en un mundo racionalizado y previsible, todavía elogiado por Hutcheson como belleza,

las mismas cosas retornan con frecuencia, y retornan cada vez

con menos y menos efectos agradables. En una palabra, los su-

cesos de la vida, que con el tiempo llegamos a conocer un poco,

serían incapaces de afectar la mente con otras sensaciones que

las del hastío y el aburrimiento, si muchas cosas no estuvieran

adaptadas para afectar la mente por medio de otros poderes,

además de la novedad en ellas, y de otras pasiones además de la

curiosidad en nosotros (PhE, i, 1, p. 29).

La vida agitada e imprevisible del guerrero estaba preñada de in-seguridad y peligro pero, como contrapartida, ofrecía pocas opor-tunidades para el aburrimiento y el hastío. Por el contrario, si la del hombre civilizado es un remanso de paz, tanto fisiológica como mentalmente, es vivida como “un estado de reposo e inactividad”

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carente de tensión, que aunque halagüeño para su indolencia, tie-ne enormes costos:

En ese estado lánguido e inactivo, los nervios están más expues-

tos a las más horribles convulsiones que cuando están suficiente-

mente tirantes y fortalecidos. Melancolía, abatimiento, desespe-

ración y a menudo suicidio son la consecuencia de la tenebrosa

visión que tenemos de las cosas en este estado relajado del cuer-

po (PhE, iv, 6, p. 122).

Aunque para la época de redacción del ensayo estético burkeano (1757) la Revolución Francesa –”lo más asombroso que ha ocurri-do hasta ahora en el mundo”, según el juicio que en su momento emitiría Burke– no ha tenido lugar, es evidente que la inactividad y rutina propias de la vida moderna podrían conducir no sólo al suicidio individual, sino también a ese “suicidio colectivo” que re-presenta para él una revolución, suceso equiparable a un retorno al bellum omnium contra omnes hobbesiano. La reflexión estética de Burke, más preocupada por la producción artística que por la be-lleza natural, se propone un estudio de las pasiones humanas que facilite la producción de objetos aptos para suscitarlas de mane-ra controlada, de modo que puedan conjurarse los peligros de la vida moderna, dejando no obstante intactos sus cimientos. Lo que ahora se espera de los objetos artísticos es que, sin alterar la racio-nalidad ya instalada en la vida cotidiana, permitan al espectador sacudirse de la monotonía por ésta producida. Recordando el pa-saje ya citado al comienzo de este capítulo,

Cualesquiera que sean estos poderes [es decir los de las “cosas

adaptadas para mover el ánimo” - l.p.], o cualquiera que sea el

principio por el que afecten la mente, es absolutamente necesa-

rio que no se ejerciten sobre aquellas cosas a las que el uso diario

y vulgar ha conferido una familiaridad viciada y vieja (PhE, i,

1, p. 29).

Las anteriores consideraciones determinan de principio a fin el carácter de la reflexión estética de Burke, y en ellas se inserta su concepción del placer y del dolor. “No hay nada que pueda dis-tinguir en mi mente con mayor claridad que los tres estados de indiferencia, de placer y de dolor” (PhE, i, 2, p. 31). Esto significa que, en la vida cotidiana, los sentimientos de placer y dolor han de concebirse en principio como mutuamente independientes: su

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punto de partida común, a partir del cual se separan e independi-zan, en el que comienza y al que retorna cada uno, es precisamente ese estado de indiferencia producido por la creciente racionalización de las relaciones sociales modernas25. Sobre ese telón de fondo neutro, emergen positivamente los sentimientos de placer y de dolor. Pero Burke introduce una variedad adicional, la del placer relativo,que consiste en aquel agrado que en su origen tiene algún tipo de relación con el dolor. Para diferenciarlo del placer positivo, Burke denomina deleite a este segundo tipo de agrado.

Condición, mas no causa26 del deleite es que el dolor o el terror27

que están en su base no nos afecten demasiado: “el terror es una pasión que siempre produce deleite, cuando no se aproxima de-masiado” (PhE, i, 14, p. 42). En cuanto a los objetos artísticos, se-ría más exacto afirmar que más que dolor (o terror), lo que ellos producen es la apariencia de su presencia amenazante, e incluso los efectos fisiológicos y mentales que suelen acompañar a la expe-riencia dolorosa (contracciones musculares, tensiones nerviosas). Esta es la fuente del sentimiento de lo sublime:

Habiendo considerado al terror como productor de una tensión

innatural y de ciertas emociones violentas de los nervios, se si-

gue fácilmente de lo que acabamos de decir que cualquier cosa

25 “El dolor y el placer en su manera más simple y natural de afectar, son cada uno de naturaleza positiva, y de ninguna manera necesariamente dependientes el uno del otro para su existencia. A menudo, y pienso que la mayor parte de veces, la mente humana está en un estado no de dolor ni de placer, sino en lo que llamo un estado de indiferencia [...] o de descanso, o tranquilidad, o como quiera llamárselo” (PhE, i, 2, p. 30).26 Esta distinción resulta importante, entre otras cosas, para la compren-sión de la doctrina burkeana de la tragedia: “es cierto que es absolutamente necesario que mi vida esté a salvo de cualquier peligro inminente antes de que pueda obtener deleite con los sufrimientos de otro, reales o imaginarios [...]. Pero entonces es un sofisma argüir a partir de allí, que esta inmunidad es la causa de mi deleite sea en esta o en cualquier otra circunstancia” (PhE,i, 15, p. 44).27 “La única diferencia entre dolor y terror es que las cosas que causan dolor operan en la mente por la intervención del cuerpo; mientras que las cosas que causan terror afectan generalmente a los órganos corporales por la operación de la mente que sugiere el peligro; pero al concordar ambas, sea primaria o secundariamente, en producir una tensión, una contracción o una emoción violenta de los nervios, concuerdan igualmente en todo lo demás” (PhE, iv, 3, p. 120).

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apta para producir una tensión tal, debe producir una pasión

similar al terror, y en consecuencia debe ser una fuente de lo su-

blime, aunque no ha de tener ninguna idea de peligro conectada

con ella (PhE, iv, 5, p. 121).

El horror delicioso de lo sublime es pues el resultado del sacudi-miento, fisiológico y mental, que experimenta el espectador ante la presencia aparente (obra del arte) del dolor. Aquí se conmueven las pasiones de la autoconservación, aletargadas por la vida civili-zada, de manera similar a como el trabajo o el ejercicio físico, que implican esfuerzos molestos, son condición para mantener saluda-bles y vigorosos los músculos normalmente inactivos. Se inicia así el complejo proceso de incorporación de lo “no bello” en el ámbito de lo artístico.

A diferencia del deleite (placer relativo al dolor) propio de lo subli-me, Burke considera como positivo al placer propio de lo bello. En uno y otro caso, el placer tiene como punto de partida el estado de indiferencia. Pero mientras que el deleite de lo sublime implica la referencia al dolor, el placer de lo bello es positivo por cuanto que no requiere de tal relación. Las pasiones afectadas por la ex-periencia con los objetos bellos son las relativas a la sociabilidad, y por ello afirma Burke que su principal efecto es el sentimiento de amor: “Por belleza entiendo aquella cualidad o aquellas cualidades en los cuerpos mediante las cuales causan amor, o alguna pasión similar a él” (PhE, iii, 1, p. 83)28.

La anterior definición se distancia notablemente de la doctrina hutchesoniana de la belleza. Más adelante me referiré con detalle a este enfrentamiento; por lo pronto, es importante constatar que, como en el caso de lo sublime, también las propiedades del objeto bello “actúan mecánicamente sobre la mente humana mediante la intervención de los sentidos” (PhE, iii, 12, p. 102), con lo que

28 En este punto es preciso recordar que Burke distingue el amor “por el que entiendo aquella satisfacción que se suscita en la mente al contemplar cualquier cosa bella, de la naturaleza que sea”, del deseo o la lujuria (PhE, iii,1, p. 83). Así, por ejemplo, podemos desear a una mujer no necesariamente bella, y podemos amar a otra, sin necesariamente desearla, si es bella.

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así mismo se insinúa la superfluidad, al menos para la concepción burkeana, del sentido interno hutchesoniano.

Las propiedades del objeto que convenientemente manejadas re-sultan adecuadas para producir los efectos del sentimiento sublime son la oscuridad, la negrura, los colores tristes u oscuros, ruidos excesivos, sonidos repentinos, intermitentes, superficies rugosas. También objetos que susciten ideas de poder, privación, grandeza, infinitud y sucesión uniforme. Por el contrario, para suscitar la pa-sión del amor propia de lo bello, los objetos han de ser pequeños, lisos al tacto y a la vista, no uniformes sino con variación gradual, dulces, con colores no oscuros sino limpios y bonitos, y que susci-ten ideas de delicadeza.

Todas estas propiedades y sentimientos tienen también su efecto fisiológico y mental:

Cuando tenemos ante nosotros objetos tales que suscitan amor

y complacencia, el cuerpo es, hasta donde puedo observar, muy

afectado de la siguiente manera: a veces la cabeza se reclina ha-

cia un lado; los párpados se cierran más de lo usual, y los ojos

giran suavemente con una inclinación hacia el objeto; la boca se

abre un poquito, y la respiración se arrastra lentamente, de vez

en cuando con un suspiro bajo: el cuerpo entero está sereno, y

las manos caen sueltas a los lados. Todo esto es acompañado de

un sentimiento interno de enternecimiento y languidez [...] Pero

de esta descripción es casi imposible no concluir que la belleza

actúa relajando la solidez del sistema entero. Existen todas las

apariencias de una relajación tal; y una relajación un tanto por

debajo del tono natural me parece ser la causa de todo placer

positivo (PhE, iv, 19, p. 136).

No la tensión sino la relajación muscular, nerviosa y anímica que producen ciertos objetos, para los que por lo general empleamos diminutivos, es la causa de que los llamemos bellos, de que los amemos y disfrutemos de su presencia, todo esto en claro con-traste con la indiferencia que suele caracterizar a la experiencia cotidiana.

Desde la anterior perspectiva resulta más clara la crítica burkeana al concepto hutchesoniano de belleza. Es preciso reconocer que

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Burke no se refiere nunca de manera explícita ni a Hutcheson, ni a su fórmula de uniformidad en la variedad; pero su desacuerdo con ella, y con quienes se inscriben en corrientes similares, es evidente. Intentaré reconstruir las diferencias y los planteamientos que po-drían estimarse como críticos de la doctrina de Hutcheson.

En primer lugar, hemos visto que para que la percepción de la be-lleza como uniformidad de la variedad resultara posible, Hutche-son se veía obligado a afirmar la existencia de un sentido interno,distinto de los sentidos externos que bien podrían no percibirla, y distinto también del entendimiento, que podría reconocerla pero sin dar cuenta del placer propio del juicio de gusto. Desde la concepción que Burke tiene de lo bello, si las propiedades del objeto bello pueden afectar directamente a los sentidos externos, ello es así porque la belleza no se entiende como uniformidad de lo diverso, sino como capacidad de causar amor. Pero para ello no resulta entonces necesaria la suposición, altamente ficticia, de un sentido adicional a los externos, como sería el sentido interno.

Hasta aquí podríamos hablar de una simple inconmensurabilidad entre paradigmas estéticos. No obstante, se puede afirmar que Burke incursiona críticamente en el campo del adversario. En efec-to, conceptos tales como proporción, género, adecuación a fin o perfec-

ción, que Burke aborda críticamente en tanto que se los suponga definitorios de la belleza, son ciertamente sinónimos del concepto hutchesoniano de uniformidad en la variedad. Trátese de la defini-ción de la belleza como proporción29, o como la forma común que se espera en un individuo con otros de su especie30, o como adecuación

29 “Tengo una gran razón para dudar si la belleza puede ser en absoluto una idea que concierna a la proporción. La proporción se refiere casi por completo a la conveniencia, como también parece ser el caso con toda idea de orden; y de ahí que deba ser considerada como una creatura del entendi-miento antes que como una causa primaria actuando sobre los sentidos y la imaginación” (PhE, iii, 2, p. 84).30 Llamamos deforme al individuo que frustra nuestras expectativas de hallarlo semejante a la forma que, por hábito o costumbre, atribuimos a los de su especie. Ahora bien, por lo anteriormente dicho no resulta extraño que la conformidad que tan placentera resultaba a Hutcheson, se revista de una valoración opuesta en Burke: “En efecto, meramente como tales, la costum-bre y el hábito están tan lejos de ser causas de placer, que el efecto del uso constante es hacer de todas las cosas, cualesquiera que sean, algo completa-

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a un fin31, o finalmente como perfección32, para Burke resulta claro que el juicio resultaría imposible sin un concepto determinado de la uniformidad bajo el cual se subsumiera el individuo juzgado. Sólo que entonces se trataría de una “creatura del entendimiento” y no del gusto. Pero, además, los resultados de tales juicios –ahora de conocimiento– contradirían a menudo la experiencia común, dando por bellos objetos que no son tenidos por tales, o excluyen-do a otros que gozan de tal reconocimiento.

Por sugerencia de Herder, Kant leyó el ensayo de Burke, y las anteriores críticas debieron ejercer su influjo sobre el filósofo de Königsberg, aunque no sin beneficio de inventario. La recepción kantiana somete a la tradición estética inglesa a un complejo pro-ceso de reelaboración y apropiación, cuya comprensión se dificulta muchas veces dado que las referencias explícitas de Kant a los ingleses –y en general a cualquier autor– son escasas. Así, pues, y aunque compartimos en su totalidad las críticas que pudiéramos atribuir a Burke con respecto a la concepción hutchesoniana de la belleza, Kant la rescata no obstante, y, como hemos visto, reformu-la la unidad de lo múltiple como conformidad a fin sin fin.

Desde la perspectiva de Burke, la noción hutchesoniana de uni-formidad tendría dos consecuencias: por una parte, compromete de manera grave la autonomía y especificidad de todos los juicios de gusto, pues los haría reductibles a juicios de conocimiento, en los que la subsunción del objeto bajo el concepto determinado de uniformidad no es necesariamente causa de placer. Por otra parte,

mente indiferente (unaffecting). Así como el uso acaba por suprimir el efecto doloroso de muchas cosas, de la misma manera reduce el efecto placentero de otros, y les confiere a ambos una especie de mediocridad e indiferencia” (PhE, iii, 5, p. 94).31 “Según este principio, el hocico como cuña del cerdo, con su duro cartílago en la punta, los pequeños ojos hundidos y la configuración com-pleta de la cabeza, tan bien adaptados para las tareas de excavar y hozar, serían extremadamente bellos”. “Muchas cosas, en las que es imposible dis-cernir cualquier idea de uso, son muy bellas” (PhE, iii, 6, ps. 95 y 97).32 Según Burke, la noción según la cual la perfección es causa de la belleza está muy extendida, pero contradice la experiencia: las mujeres lo saben muy bien, y por ello suelen aprender gestos de debilidad que lejos de proporcio-nar ideas de perfección, suelen no obstante hacerlas amables. Cfr. PhE, iii,9, p. 100.

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dicha determinabilidad contradice la experiencia: no todos los objetos en los que se reconoce la uniformidad de la variedad son llamados bellos, y muchos en los que tal relación no se reconoce sí lo son. De ahí la reformulación radical burkeana en lo que se refiere a las propiedades de la belleza.

Por su parte, la fórmula kantiana de conformidad a fin sin fin rescata de la definición hutchesoniana de belleza el hecho de que, efecti-vamente, en un juicio de gusto la noción de unidad permanece inde-

terminada; pero también precisa que dicha noción es indeterminable.Y precisamente en ello consiste la especificidad de la experiencia de lo bello. Cuando Kant afirma que “de hecho, el juicio de gusto es emitido absolutamente siempre como un juicio singular acerca del objeto” (CJ, § 33, b 142), no sólo está constatando el hecho de que los juicios de gusto se refieren siempre a un “x” singular (por ejemplo, “esta rosa es bella” o “este edificio es bello”). Más importante es que, en sentido estricto, está afirmando que el objeto indicado bien podría permanecer como una “x” no sólo indeterminada sino tam-bién indeterminable. En otras palabras, en un juicio de gusto, el reconocimiento del objeto implícito en el hecho de nombrarlo –es decir, de clasificarlo o de incluirlo dentro de una determinada cla-se o género: “esta rosa”, “este edificio”– es puramente accidental. La absoluta singularidad del juicio significa que deja de lado toda comparación a propósito de su objeto, incluso cuando, por razones de comodidad en la comunicación, o incluso porque se lo reconoce como perteneciente a una clase, se lo nombre. Aun nombrando a su objeto, el juicio de gusto no atiende a ese nombre: ése es el senti-do de una unidad –indeterminada e indeterminable– de lo múltiple,o de una conformidad a fin sin fin. En palabras de Kant:

El juicio de gusto se funda en un concepto [...], pero a partir del

cual, y con miras al objeto, nada puede ser conocido ni demos-

trado, porque [ese concepto] es en sí indeterminable e inapropia-

do para el conocimiento (CJ, § 57, b 236).

La reflexión kantiana parte de un “estado del arte” que podríamos sintetizar así: desde la perspectiva teleológica hutchesoniana resul-taba como exigencia lógica un ir más allá de la indeterminación de la noción de uniformidad propia del juicio de gusto puro, hacia su determinación. Este “avance” es justamente denunciado por Burke, pues la determinabilidad de dicha noción conlleva la disolución

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del juicio de gusto en uno de conocimiento, y resulta claramente insatisfactoria para explicar juicios que declaran belleza por fuera de los marcos de una uniformidad determinada. En lo que se refie-re a la reelaboración kantiana de esta herencia, podemos afirmar que, aun compartiendo la crítica burkeana, Kant encuentra la ma-nera de conservar la noción hutchesoniana de belleza, al declarar como específica del juicio de gusto no sólo la indeterminación, sino la indeterminabilidad de la noción de unidad. Pero de la solución kantiana resulta que si bien la crítica de Burke es correcta, su vira-je hacia una nueva definición de la belleza resulta insatisfactorio, pese a algunos méritos que Kant no deja de reconocerle. Este es el tema de la última parte del presente capítulo.

De los pocos autores mencionados en la Crítica de la facultad de juz-

gar, Burke ha merecido ser uno de ellos. Kant lo considera como “el autor más distinguido” de entre quienes han intentado una exposi-

ción fisiológica de los juicios estéticos, distinta de la exposición tras-

cendental ofrecida por el propio Kant. Llama la atención el carácter matizado de la valoración kantiana:

Como observaciones psicológicas, estos análisis de los fenó-

menos de nuestro ánimo son extremadamente bellos, y pro-

porcionan un rico material para cualesquiera indagaciones de

la antropología empírica. Tampoco ha de negarse que todas las

representaciones en nosotros, sean objetivamente sólo sensibles

o completamente intelectuales, puedan estar ligadas, subjetiva-

mente, con el deleite o con el dolor (porque en conjunto, ellas

afectan el sentimiento de la vida, y ninguna de ellas, en tanto

que es modificación del sujeto, puede ser indiferente); incluso

[tampoco ha de negarse] que, como afirmaba Epicuro, deleite y

dolor sean siempre, en último término, corporales, así se inicien

ahora en la imaginación cuando no en representaciones del enten-

dimiento. Porque la vida sin el sentimiento del órgano corporal

sería mera conciencia de su existencia, pero no un sentimiento

de bienestar o malestar, es decir del fomento o del impedimento

de las fuerzas vitales; porque el ánimo es por sí solo enteramente

vida (el principio vital mismo), y los impedimentos o fomentos

han de ser buscados fuera de él, y sin embargo en el hombre mis-

mo, y por tanto en el vínculo con su cuerpo (CJ, § 29, b 129).

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De la doctrina burkeana Kant rescata entonces su explicitación de la posible ligazón de las representaciones con el deleite o el dolor subjetivos, y las manifestaciones, necesariamente corporales, de tales sentimientos. También son perfectamente aplicables a Burke las observaciones desarrolladas por Kant a propósito de Epicuro en el § 54 de la CJ. Allí reafirma Kant una diferencia entre “lo que place meramente en el enjuiciamiento (was bloß in der Beurteilung

gefällt)” y “lo que deleita (was vergnügt)” en la sensación. El deleite

es definido como “un sentimiento de fomento de la vida total del hombre y, por tanto, también del bienestar corporal, es decir, de la salud” (CJ, § 54, b 222 s.). Los juegos, que Kant divide en de azar, musical y de ingenio (Gedankenspiel), deleitan porque fomentan el sentimiento de la salud, es decir, la actividad vital que a través del alma llega al cuerpo, o del cuerpo al alma y de ésta, con más fuer-za, de nuevo hacia el cuerpo. Igual cosa ocurre con la risa, definida como “un afecto que surge de la transformación repentina de una tensa espera en nada” (CJ, § 54, b 225).

Con respecto a los tres tipos de juegos considerados por Kant, sólo en los dos últimos (el musical y el de ingenio) eventualmente pueden coexistir el placer que se origina en el mero enjuiciamien-to, es decir lo que para él es el placer del gusto, con el deleite de la sensación. En estos casos, el cambio de sensaciones que les es propio despierta ideas estéticas, y el juicio estético puede recaer sobre la armonía que se expresa en los sonidos o en las ocurrencias ingeniosas –juicio de gusto puro–, o sobre “el afecto que mueve las entrañas y el diafragma, en una palabra, el sentimiento de la salud” –juicio sobre lo que deleita–. “Se puede entonces, según me parece, conceder a Epicuro que todo deleite, incluso cuando es ocasionado por conceptos que despiertan ideas estéticas, sería animal, esto es, sensación corporal” (CJ, § 54, b 228).

Kant reconoce pues no sólo los posibles efectos corporales de las ideas estéticas, sino su carácter benéfico tanto para la salud del in-dividuo, como incluso para la salud social: “Cuán deleitantes han de ser los juegos sin que sea necesario colocar como fundamento un propósito interesado, lo muestran todas nuestras veladas sociales (Abendgesellschaften); pues sin juego, casi ninguna puede resultar entretenida” (CJ, § 54, b 224). En ellas, no necesariamente buscamos ganar o aprender algo. Cumplen su cometido cuando establecen

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un contraste con el prosaísmo cotidiano, es decir, cuando por medio de las mociones internas que suscitan, parecen fomentar la entera actividad vital en el cuerpo. La lección burkeana ha sido pues acogida.

Con todo, es clara la diferencia entre lo que place en el mero enjui-ciamiento, y lo que deleita en la sensación. Uno estaría tentando a identificar este deleite con lo que a lo largo de la Analítica Kant ha denominado como lo agradable (das Angenehme). Y no faltan razones para ello. En efecto, la crítica central a la “exposición fisiológica” de los juicios de gusto propuesta por Burke consiste en que con ella no puede darse cuenta de la pretensión de universalidad de los mismos. Dentro de la pretensión burkeana de fundar una lógica

del gusto33, el relativismo de los juicios equivaldría a una negación de tal lógica.

Aunque nuestro autor cree evadir tal riesgo cuando afirma que, con respecto a los sentidos,

Suponemos y debemos suponer que como la conformación de

sus órganos es aproximadamente o del todo la misma en todos

los hombres; entonces, la manera de percibir los objetos externos

es la misma, o con pequeñas diferencias, en todos los hombres

(PhE, p. 13).

Y el mismo principio, a saber, el de que la misma causa actuando del mismo modo sobre sujetos de la misma configuración ha de producir efectos similares, ha de aplicarse al terreno puramente estético:

Pero como poca duda cabe acerca de que los cuerpos presenten

imágenes similares a la especie entera, necesariamente tiene que

concederse que los placeres y dolores que cada objeto suscita

en un hombre, deben provocarse en toda la humanidad, cuando

33 En su Introduction on taste, afirma Burke: “Si el gusto no tiene principios fijos, y si la imaginación no es afectada de acuerdo con ciertas leyes invaria-bles y seguras, nuestro trabajo sería como haberse empeñado en un nimio propósito, pues tendría que estimarse como inútil, cuando no absurda, la empresa de poner reglas al capricho y erigirse como legislador de antojos y fantasías” (PhE, p. 12).

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aquel opera natural y simplemente, y sólo mediante sus propios

poderes. (PhE, p. 13)34.

Por su parte, Kant incorpora plenamente la objeción escéptica con respecto a una supuesta uniformidad de los efectos puramente sensibles35, y extrae de ello las consecuencias pertinentes: con todo lo interesante y fructífera que pueda resultar la “explicación fisio-lógica”, ella es incapaz de dar cuenta de la pretensión de validez universal propia del juicio de gusto. De hecho, una explicación tal se adecúa más al relativismo propio e indiscutido de los juicios sobre lo agradable.

La objeción a la “explicación fisiológica” del juicio de gusto consis-te entonces en su incapacidad de ofrecer argumentos que permitan superar el egoísmo del juicio, fundando así su carácter necesaria-mente pluralista. Desde este punto de vista, y muy a pesar de sus intenciones, Burke terminaría por identificar al juicio de gusto con

34 La Introduction on taste, de donde provienen las dos últimas citas, fue redactada y acompaña a la Investigación sólo desde 1759, es decir con poste-rioridad al ensayo humeano Of the standard of taste (1757). Suele considerarse que aquella es una respuesta de Burke a este ensayo de Hume. No obstan-te, Burke no parece haber tomado lo suficientemente en serio, o cree haber respondido satisfactoriamente, la objeción escéptica que Hume condensa en los siguientes términos: “De acuerdo con la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a la vez dulce y amargo; y el proverbio ha determi-nado con justicia que es estéril disputar acerca de gustos. Es muy natural, e incluso enteramente necesario, extender este axioma, tanto al gusto mental como al corporal; y se encuentra así que el sentido común, que a menudo está en desacuerdo con la filosofía, especialmente con la de tipo escéptico, está de acuerdo al menos en un caso, al emitir la misma decisión” (Hume, Of

the standard, p. 230).35 “Cuando la sensación, como lo real de la percepción, es referida al cono-cimiento, se llama sensación de los sentidos; y lo específico de su cualidad sólo se deja representar como cabalmente comunicable de igual modo, cuan-do se supone que cada uno tiene un sentido igual al nuestro. Pero esto no se puede suponer de ninguna manera de una sensación de los sentidos. Así, a quien carece del sentido del olfato, no se puede comunicar este tipo de sen-sación; e incluso aun cuando no carezca de él, no se puede estar seguro de si la sensación que tiene de una flor es la misma que nosotros tenemos. Pero con respecto a la agradabilidad o desagradabilidad en la sensación precisamente del mismo objeto de los sentidos, debemos representarnos a los hombres aun más diferentes, y de ninguna manera podemos exigir que cada cual otorgue el mismo placer en objetos tales” (CJ, § 39, b 153).

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un mero juicio sobre lo agradable. No obstante, una equiparación tal podría resultar excesivamente simple, e incluso estéticamente incorrecta. En este contexto se entiende el empleo por parte de Kant, de dos curiosas nociones: me refiero al atractivo (Reiz) y a la emoción (Rührung).

Atractivo y emoción son precisamente los criterios que, desde el punto de vista de Kant, determinan los juicios de gusto según la doctrina de Burke. Y el placer fundado en ellos, no puede aspirar a reconocimiento universal36. Pero esto no significa que tales senti-mientos carezcan de toda significación propia en materia de gusto, ni que sean equiparables sin más al sentimiento de lo agradable. Los numerales 13 y 14 de la Analítica de lo bello así lo confirman.

Probablemente influenciado por su propia concepción moral, y muy confiado en el imperio efectivo que la razón ha de alcanzar sobre las inclinaciones, Kant llama bárbaro a un gusto que aún requiera de atractivos y emociones para sentirse complacido o “que haga de éstos la medida de su aprobación” (CJ, § 13, b 38). Creo que Burke habría tenido objeciones a tal calificación, pues el atractivo y la emoción bien podrían caracterizar a los sentimientos de lo bello y lo sublime tal como él los entiende: de ellos requiere no el hombre bárbaro, sino precisamente el civilizado. De hecho, tal como acabo de exponerlo, el mismo Kant reconocerá su valor para efectos de la vivificación fisiológica y anímica. Pero el hecho es que Kant encuentra una importante función del atractivo con miras a la cultura del gusto, “principalmente cuando éste es aún tosco (roh) y no ejercitado” (CJ, § 14, b 41). Un gusto no suficientemente culto difícilmente encontraría interesante la representación de un objeto que sólo produjera esa seca complacencia (trockene Wohlge-

36 “Pero si la complacencia en el objeto se pone enteramente en que éste deleita mediante atractivo o mediante emoción, no se podrá exigir a ningún otro que asienta el juicio estético que nosotros emitimos; pues acerca de esto, con razón, cada uno consulta sólo a su sentido privado. Pero entonces tam-bién cesa por completo toda censura del gusto. El ejemplo que otros dan, con la concordancia casual de sus juicios, deberíamos entonces convertirlo para nosotros en mandamiento de aprobación. Sin embargo, presumiblemente nos rebelaríamos contra tal principio, e invocaríamos el derecho natural de someter el juicio, que se refiere al sentimiento inmediato del propio bienes-tar, al propio sentido y no al de los otros” (CJ, § 29, b 130).

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fallen) propia de lo bello. Así, pues, aunque adjuntar atractivos a la belleza dificulta el discernimiento para un gusto aún débil e inexperto, también puede servirle como “anzuelo” que lo eleva al plano superior de una contemplación puramente formal.

Podría afirmarse que con estas consideraciones Kant pretende ha-cer justicia a la doctrina burkeana. Aunque la doctrina estética de Burke apunta de manera certera a la satisfacción de esa necesidad de sacudimiento y vivificación37 propia del hombre urbano y mo-derno, resulta insatisfactoria para la justificación de la pretensión de universalidad de los juicios de gusto. Así, pues, el atractivo y la emoción son sentimientos más complejos que el simple agrado, y cumplen con una importante función de vivificación incluso corporal. No son incompatibles con el juicio de gusto puro, y hasta pueden servirle de propedéutica, pero nunca pueden ser el motivo de su determinación. Para la dilucidación de éste, resultaba más sugestiva la uniformidad en la variedad de Hutcheson.

37 De hecho, y con respecto a la emoción, la observación kantiana enfatiza principalmente su pertinencia para el sentimiento de lo sublime, y por ello su exclusión del ámbito de la belleza (cfr. CJ, § 14, b 43).

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