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9 x Capítulo 1 x M i carrera como agente inmobiliaria fue corta y oficiosa, pero no carente de incidentes. Co- menzó en el vestíbulo del Eastern National Bank, a las nueve y media de la mañana de un día laborable, mien- tras mi madre observaba su diminuto y caro reloj de oro. —No lo soporto —dijo con ira controlada. Una persona incapaz de llegar puntual a las citas era inefi- ciente a ojos de mi madre, y esgrimirlo como carta de presentación a la primera de cambio era casi intolerable. Por supuesto, no tenía la culpa de sus propios dilemas—. Esos Thompson —añadió furiosa—, ¡siempre llegan tar- de! ¡Tenían que haber llegado hace cuarenta y cinco mi- nutos! ¡Llegan tarde a la venta de su propia casa! —Siguió contemplando su pequeño y elegante reloj, como si pu- diera cambiar lo que marcaban las agujas con el mero hecho de desearlo. Sus delgadas piernas entrecruzadas se movían impacientes, sacudiendo hacia delante y hacia atrás un pie enfundado en un escarpín de charol azul. Cuando se levantase, puede que dejara un agujero en el www.sumadeletras.com

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Capítulo 1

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M i carrera como agente inmobiliaria fue corta y oficiosa, pero no carente de incidentes. Co-

menzó en el vestíbulo del Eastern National Bank, a las nueve y media de la mañana de un día laborable, mien-tras mi madre observaba su diminuto y caro reloj de oro.

—No lo soporto —dijo con ira controlada. Una persona incapaz de llegar puntual a las citas era inefi-ciente a ojos de mi madre, y esgrimirlo como carta de presentación a la primera de cambio era casi intolerable. Por supuesto, no tenía la culpa de sus propios dilemas—.Esos Thompson —añadió furiosa—, ¡siempre llegan tar-de! ¡Tenían que haber llegado hace cuarenta y cinco mi-nutos! ¡Llegan tarde a la venta de su propia casa! —Siguió contemplando su pequeño y elegante reloj, como si pu-diera cambiar lo que marcaban las agujas con el mero hecho de desearlo. Sus delgadas piernas entrecruzadas se movían impacientes, sacudiendo hacia delante y hacia atrás un pie enfundado en un escarpín de charol azul. Cuando se levantase, puede que dejara un agujero en el

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sucedáneo de enmoquetado oriental que cubría el suelo del banco.

Yo estaba sentada junto a ella en una silla que de-jaría libre para la señora Thompson, si es que se presen-taba. Que una pareja consiguiese desplazar a Aida Brattle Teagarden Queensland para la venta de su casa era sen-cillamente asombroso; los Thompson eran de lo más audaz, o simplemente tan ricos que llevaban enfundada una coraza de confianza en sí mismos.

—¿A qué llegas tarde? —Observaba sus piernas cruzadas con envidia. Mis piernas jamás serán lo bastan-te largas como para ser elegantes. Lo cierto era que ni siquiera era capaz de tocar el suelo con los pies. En el tiempo que se tomó mi madre para responder saludé con la mano a dos personas que conocía. Así era Lawrence-ton. Había vivido en ese pueblo de Georgia toda mi vi-da, y pensaba que así seguiría siendo para siempre, para acabar reuniéndome con mis bisabuelos en el cementerio de Shady Rest. La mayoría de los días eso me producía una sensación tibia y fluida; ser una parte de ese viejo río vital sureño.

Otros días me volvía loca.—A ver a los Bartell. Él acaba de llegar desde Illi-

nois como director de planta de Pan-Am Agra; están buscando «una casa realmente bonita», y tenemos una cita concertada para ver la casa de los Anderton. En rea-lidad llevan aquí (o él, no estoy al tanto de los detalles) tres meses viviendo en un motel mientras arregla las co-

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sas en Pan-Am Agra, y solo ahora tiene el tiempo libre para ir a la caza de casas. Ha preguntado por la mejor agente de la ciudad. Y anoche me llamó a mí. Se discul-pó humildemente por haberme molestado en casa, pero no me creí una sola palabra. Sé que los Greenhouse pen-saban que se lo llevarían, ya que la prima de Donnie es su secretaria. Y voy a llegar tarde.

—Oh —dije, ahora que comprendía la hondura de las penas de mi madre. Tenía la oferta ideal para un clien-te importante, y llegar tarde a las presentaciones suponía para ella un desastre profesional.

Conseguir la casa de los Anderton para el catálogo de la inmobiliaria había sido todo un hito en un pueblo tan pequeño, sin servicios de venta múltiple. Si mi madre se las arreglaba para cerrar la venta pronto, sería una medalla en su pecho (como si necesitase más) y, por supuesto, una suma nada desdeñable. La casa Ander- ton podía llamarse sin problemas la mansión Anderton. Mandy Anderton, que ahora estaba casada y vivía en Los Ángeles, era una conocida mía de la infancia. Había asistido a muchas fiestas en su casa. Recuerdo que me esforcé para mantener la boca cerrada para no parecer tan impresionada.

—Escucha —dijo mi madre con repentino aplo-mo—, vas a reunirte con los Bartell en mi nombre.

—¿Qué?Me escrutó, más con ojos de empresaria que de ma-

dre.

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—Ese vestido me gusta; el color óxido te sienta muy bien. Hoy llevas el pelo arreglado, y las gafas nuevas son muy bonitas. Y me encanta tu chaqueta. Llévales esta hoja técnica, ¿me harás ese favor, Aurora? —La lisonja sentaba muy extrañamente al tono de mi madre, que se parecía tanto a Lauren Bacall y actuaba como la agente inmobiliaria de gran éxito que era.

—¿Solo enseñarles la casa? —pregunté, tomando la hoja técnica con indecisión y deslizándome hasta el borde de la silla de cuero azul. Por fin, mis maravillosos zapatos bajos de ante marrón tocaron el suelo. Iba ves-tida tan discretamente porque era el tercer día que seguía a mi madre en sus idas y venidas, supuestamente apren-diendo los entresijos de la profesión mientras estudiaba por las noches para sacarme la licencia de agente inmobi-liaria. Lo cierto era que me pasaba el tiempo soñando con los ojos abiertos. Hubiese preferido invertir el tiempo buscando una casa para mí, pero mi madre había señala- do muy inteligentemente que, si estaba en la oficina, ten-dría muchas oportunidades de ser la primera en gestionar la mayoría de las ventas que entrasen.

Reunirme con los Bartell quizá sería más interesan-te que observar a mi madre y al empleado del banco lidiar con el papeleo aparentemente interminable que pone el broche a toda venta.

—Solo hasta que yo llegue —me aseguró mi ma-dre—. No tienes la licencia, así que técnicamente no les puedes enseñar la casa. Solamente tienes que estar allí

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para abrir la puerta y ser agradable hasta mi llegada. Por favor, explícales la situación lo justo para que sepan que el retraso no es por culpa mía. Toma la llave. Greenhouse Realty enseñó la casa ayer, pero uno de ellos debió de pasársela a Patty esta mañana; estaba en el panel de llaves cuando lo comprobé esta mañana.

—Vale —accedí animada. «No enseñar» una casa pre-ciosa a una pareja adinerada se antojaba mucho más entre-tenido que permanecer sentada en el vestíbulo de un banco.

Metí mi libro con tapa rústica en el bolso y la llave de los Anderton en el llavero, y aferré la hoja técnica.

—Gracias —dijo mi madre de repente.—De nada.—Estás muy guapa, de verdad —me sorprendió—.

Y la ropa nueva que te has comprado está mucho mejor que tu viejo fondo de armario.

—Vaya… Gracias.—Desde que Elizabeth Mastrantonio salió en esa

película, la gente considera tu peinado indomable a la moda. Y —prosiguió en un estallido de candor sin pre-cedentes— siempre he envidiado tus pechos.

Esbocé una sonrisa.—No parecemos madre e hija, ¿verdad?—Te pareces más a mi madre que a mí. Era una

mujer impresionante.Mi madre me había dejado sin palabras dos veces

en una mañana. No solía hablar nunca del pasado. Siem-pre vivía en el momento.

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—¿Estás bien? —le pregunté nerviosa.—Sí. Me he visto unas cuantas canas nuevas esta

mañana.—Hablaremos luego. Será mejor que me vaya.—¡Dios santo, sí! ¡Vete corriendo! —dijo mi ma-

dre, volviendo a mirar su reloj.x

* * *x

Afortunadamente, me había reunido con mi madre en el banco, en vez de ir con ella desde la oficina. Eso sig-nificaba que contaba con mi propio coche. Me dirigí a la mansión Anderton con tiempo de sobra para apar- car a un lado para que mi discreto automóvil no desento-nase con las vistas. Dos meses atrás, cuando el anciano señor Anderton murió, Mandy Anderton Morley (su úni-ca heredera) voló desde Los Ángeles para asistir al funeral, puso la casa a la venta al día siguiente y regresó con su rico marido, no antes de quitar la ropa de su padre del dormitorio principal y vaciar todos los cajones en cajas que se llevó consigo. Todos los muebles seguían en su sitio, e indicó a mi madre que estaría dispuesta a nego-ciar con los compradores si deseaban quedarse con par-te o la totalidad de los mismos. Mandy nunca había sido una persona sentimental.

Así que, cuando abrí las puertas dobles de la entra-da principal y estiré el brazo en la fría atmósfera del adusto recibidor de dos plantas para encender las luces,

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la casa se me presentó tan espeluznante como siempre me había parecido de niña. Dejé las puertas abiertas pa-ra dejar que entrase aire fresco y me quedé quieta, con-templando la vieja araña de luces que tanto me había espantado cuando tenía once años. Estaba segura de que habían cambiado la moqueta desde entonces, pero tenía el mismo tono crema que siempre había delatado la mí-nima mota de polvo en los zapatos. Un gran conjunto de brillantes flores de seda resplandecía sobre la mesa de mármol junto a la pared de enfrente. Tras rodear la me-sa de mármol se llegaba a unas anchas escaleras que con-ducían a un amplio rellano, sobre el cual había otra puer-ta de doble hoja que imitaba a la de abajo. Me apresuré a encender la calefacción para que la casa no estuviese helada mientras «no la enseñaba» y volví para cerrar la puerta de la entrada. Pulsé el interruptor de la araña de luces.

Tenía dinero suficiente para comprar esa casa.Al tomar conciencia de tal cosa, sentí un regusto a

deleite. La columna se me puso tiesa.Claro que acabaría sin blanca poco después de la

compra (impuestos, luz, etcétera), pero, con todo, dis-ponía de la cantidad que se pedía.

Mi amiga (bueno, una buena conocida) Jane Engle, de edad avanzada y sin hijos, me había legado todo su dinero y sus bienes. Cansada de mi trabajo en la biblio-teca de Lawrenceton, lo dejé; cansada de vivir en la hi-lera de adosados que administraba en nombre de mi ma-

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dre, decidí comprar mi propia casa. La de Jane, que ahora era mía, no era lo que buscaba. Para empezar, no había sitio para la combinación de nuestras colecciones de libros sobre crímenes. Por otro lado, mi antiguo no-vio, el detective Arthur Smith, vivía justo al otro lado de la calle, con su mujer Lynn y su bebé Lorna.

Así que estaba buscando una casa para mí, un lugar verdaderamente mío, alejada de recuerdos y de vecinos capaces de destrozarme los nervios.

Tuve que sonreír al imaginarme sentada en el come-dor de los Anderton comiendo atún y galletitas saladas.

Oí que un coche se acercaba por el camino semi-circular de grava. Los Bartell hacían su llegada en un inmaculado Mercedes blanco. Salí al amplio porche fron-tal, si es que se puede llamar así a una edificación de pie-dra y columnas, y los saludé con una sonrisa. El aire era frío, así que me arrebujé en mi nueva y maravillosa cha-queta de piel marrón. Noté que el viento daba vida propia a mi pelo y me lo arremolinaba por la cara. Me encontra-ba en la parte alta del tramo de escaleras, observando có-mo el señor Bartell ayudaba a su mujer a salir del coche. Entonces alzó la mirada hacia mí.

Nuestras miradas se encontraron. Tras un instante de desconcierto, parpadeé y me recompuse.

—Soy Aurora Teagarden —dije, esperando lo ine- vitable. Por supuesto, la lustrosa señora Bartell se mofó por lo bajo antes de poder controlarse—. Mi madre lle-gará tarde, cosa que lamenta sobremanera, así que me ha

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pedido que les reciba para que puedan ir echando un vistazo. Hay mucho que ver en esta casa.

Eso habría enorgullecido a mi madre.El señor Bartell medía uno setenta y ocho, rondaba

el ecuador de la cuarentena, de canas prematuras, rostro duro e interesante y vestía un traje que hasta yo pude apreciar como una importante inversión. Sus ojos, los cuales yo me afanaba tanto en evitar, eran de un marrón claro que nunca había visto.

—Soy Martin Bartell, señorita Teagarden —saludó con voz recia y carente de acento alguno— y esta es mi hermana, Barbara Lampton.

—Barby —matizó Barbara Lampton con una son-risa infantil. La señora Lampton tenía unos cuarenta años, entrada en carnes, aunque lo disimulaba con gran destreza, y no demasiado feliz de encontrarse en Lawren-ceton, Georgia, población: 15.000.

Arqueé mis cejas muy sutilmente (después de todo, mi madre quería vender esa casa). ¿Una Barby riéndose de una Aurora? Y ni siquiera era la esposa del señor Bar-tell a fin de cuentas. Pero ¿acaso era realmente su her-mana?

—Encantada de conocerla —dije con neutralidad—. Bien, me temo que no podré enseñarles la casa propia-mente, ya que no cuento con la licencia de agente inmo-biliaria, pero tengo la hoja técnica en caso de que tengan alguna pregunta, y además estoy familiarizada con la disposición y la historia de la casa.

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Dicho lo cual, me giré y los invité a seguirme antes de que el señor Bartell pudiera preguntarme en qué se diferenciaba eso de enseñarles la casa propiamente dicho.

Barby hizo un comentario sobre la mesa de mármol y las flores de seda y yo les expliqué lo del mobiliario.

A la derecha del vestíbulo, al otro lado de una puer-ta, había un comedor formal de generosas dimensiones, mientras que a la izquierda el mismo espacio se dividía entre dos amplias estancias, una «sala familiar» y una habitación que podría usarse para cualquier cosa. Martin Bartell lo examinó todo con sumo cuidado y formuló varias preguntas que me vi incapaz de responder, salvo alguna que otra excepción.

No despegaba la mirada de la hoja técnica cada vez que se volvía para preguntar algo.

—Podrías usar esta habitación para tus aparatos de gimnasia —constató Barby.

Así que de ahí venían el porte atlético y los músculos.Siguieron deambulando y echaron un vistazo a la

cocina, con su informal rinconera para el almuerzo, pa-ra pasar luego al formal comedor, que se encontraba en-tre la cocina y el salón.

¿Se iría su hermana a vivir con él? ¿Qué pensaba hacer un hombre solo en una casa tan grande? Necesi-taría una asistenta, eso seguro. Intenté pensar quién me podría recomendar a una persona de confianza. Intenté no imaginarme a mí misma enfundada en uno de esos uniformes de «asistenta francesa» que se vendían en la

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contraportada de esas extrañas revistas juveniles (una chica del instituto se dejó una en la biblioteca).

En todo momento me mantuve delante de él, detrás o en cualquier parte donde no tuviera que verle la cara.

En vez de subir por las escaleras de la cocina, con-duje a Martin Bartell y a Barby hacia las escaleras prin-cipales. Siempre me había gustado esa ancha escalinata. Miré el reloj. ¿Dónde se había metido mi madre? La parte superior era la guinda de la casa, o al menos eso era lo que siempre había pensado, y ella era quien debía enseñarla. El señor Bartell parecía satisfecho conmigo hasta el momento, pero mi compañía era como tener que conformarse con una hamburguesa cuando puedes tener un solomillo.

Pero tenía la fuerte sensación de que Martin Bartell no pensaba eso.

La mañana empezaba a complicarse.Ese hombre era al menos quince años mayor que

yo, pertenecía a un mundo del que no tenía la menor idea y me estaba recordando silenciosamente que lleva-ba un tiempo saliendo con un clérigo que no creía en el sexo prematrimonial. Y antes del padre Aubrey Scott, había estado en dique seco durante meses.

Bueno, no los iba a dejar esperando en el vestíbulo mientras revisaba mi vida sexual (o la falta de esta). Res-tallé un látigo mental sobre mis hormonas y me dije que probablemente esa ola de interés en mi persona no fue-se más que imaginaciones mías.

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—Por estas escaleras se llega a una de las habitacio-nes más bonitas de la casa —dije decididamente—. El dormitorio principal —completé, mirando la barbilla del señor Bartell en vez de sus ojos. Emprendí la marcha y ellos me siguieron gustosamente. Él iba justo detrás de mí mientras ascendía los escalones. Respiré hondo varias veces e intenté recomponerme. En serio, qué tontería de situación—. Solo hay tres dormitorios en la casa —ex-pliqué—, pero todos ellos son una maravilla, práctica-mente suites. Cada uno cuenta con su propio vestidor y un baño privado.

—Oh, eso suena maravilloso —dijo Barby.A lo mejor eran hermanos de verdad.—El dormitorio principal, que se encuentra detrás

de esta puerta doble a pie de escalera, cuenta con dos vestidores. El dormitorio azul está tras la puerta de la derecha del rellano, y el rosa es el de la izquierda. La otra puerta de la izquierda da a una pequeña habitación que los Anderton usaban como cuarto de los deberes de los niños y para ver la televisión. Sería un buen es-tudio, o un cuarto para coser, o… —Me quedé sin ideas. La habitación era útil, ¿vale? Y sería mucho más ade-cuada para las máquinas de ejercicio de Martin Bartell que la de abajo, más visible para los extraños—. La otra puerta de la derecha da a las escaleras que suben desde la cocina.

Todas las puertas de los dormitorios estaban cerra-das, lo cual me parecía un poco extraño.

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Por otra parte, la situación me propició un gran momento dramático. Giré los dos pomos a la vez y abrí las puertas del dormitorio principal, apartándome al instante a un lado para ofrecer a los clientes de mi madre una vista diáfana mientras yo observaba su re-acción.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Barby.No era lo que esperaba.Martin Bartell adquirió una expresión de lo más

lúgubre.Lentamente y a desgana, me volví para ver lo que

les había causado tamaña reacción.La mujer que ocupaba el centro de la cama estaba

sentada con la espalda apoyada en el cabecero, las blan-cas sábanas de seda estiradas hasta la cintura. Sus pe-chos desnudos fueron lo primero que asaltaron mi mi-rada; luego su rostro, oscuro y abotargado. Habían dispuesto hacia atrás su desordenada melena en una parodia de normalidad. Sus muñecas, caídas a ambos lados, estaban apresadas por una especie de correas de cuero.

—Es Tonia Lee Greenhouse —observó mi madre desde la espalda de sus clientes—. Aurora, por favor, comprueba que Tonia Lee está muerta.

Así es mi madre, siempre pidiendo las cosas «por favor», aunque se trate de requerir a alguien que com-pruebe las constantes a lo que a todas luces es un cadáver. No era la primera vez que tocaba a un muerto, pero tam-

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poco suponía una experiencia que estuviese deseosa de repetir. Aun así, di un paso al frente cuando una fuerte mano me agarró de la muñeca.

—Lo haré yo —se ofreció Martin Bartell para mi sorpresa—. Ya he visto muertos antes. Barby, baja y sién-tate en la habitación grande.

Barby hizo lo que le pedían sin decir una palabra. Su voz recia no era menos efectiva con su hermana. Con los hombros tensos, el señor Bartell avanzó por la am-plia extensión de moqueta color melocotón y se inclinó sobre la gran cama para colocar sus dedos sobre el cue-llo de la muy difunta Tonia Lee Greenhouse.

—Está tan muerta como parece, y lleva así un tiem-po —dijo el señor Bartell con gran naturalidad. Arrugó la nariz y supe que percibía mucho mejor que yo el de- sagradable olor que desprendía la cama—. ¿Funcionan los teléfonos?

—Iré a ver —indicó mi madre escuetamente—. Pro-baré el de abajo —añadió, como si acabase de decidirlo, pero cuando me volví hacia ella comprobé que su rostro estaba profundamente pálido. Se giró con gran dignidad y, mientras bajaba por las escaleras, comenzó a temblar visiblemente, como si un terremoto que solo ella pudie-ra sentir estuviera sacudiendo la escalera.

Mis pies habían echado raíces en la densa moqueta. A pesar de desear estar en cualquier otra parte, parecía que me había quedado sin energía para materializar mis deseos.

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—¿Quién era esa mujer? —preguntó el señor Bar-tell, aún inclinado sobre la cama, las manos entrelazadas por detrás. Escrutaba el cuello con cierto desapego.

—Tonia Lee Greenhouse, dueña de la mitad de Greenhouse Realty —expliqué. Me sorprendió un poco oír mi propia voz—. Enseñó la casa ayer. Debía recoger las llaves de la oficina de mi madre, pero esta mañana seguían allí.

—Es un detalle llamativo —dijo el señor Bartell desapasionadamente.

Y no le faltaba razón.Me quedé allí anclada, pensando en el atípico com-

portamiento que estaba teniendo todo el mundo. Hubie-ra apostado dinero a que Barby Lampton se habría pues-to a gritar presa de la histeria, pero no había emitido sonido alguno después de la primera exclamación. Martin Bartell no parecía haberse enfadado porque le hubiésemos enseñado una casa con muerta incluida. Mi madre no me había ordenado bajar para llamar a la policía, sino que lo había hecho ella misma. Y yo, en lugar de buscarme un rincón solitario para aislarme del mundo, me encontraba de pie, observando cómo el hombre de negocios de me-diana edad examinaba el cadáver desnudo. Deseé con to-das mis fuerzas ser capaz de cubrir los pechos de Tonia Lee. Reparé en la ropa de Tonia Lee, que estaba doblada al pie de la cama. El vestido negro y la combinación roja estaban doblados en pequeños triángulos, tan pulcros co-mo extraños. Cavilé al respecto durante un instante. Hu-

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biera jurado que Tonia Lee era más de las que tiran las cosas que de las que las doblan. Y cualquier prenda some-tida a ese trato sería una masa de arrugas al desplegarse.

—¿Estaba casada?Asentí.—Me pregunto si su marido denunciaría su desapa-

rición anoche —comentó el señor Bartell, como si la respuesta tuviera algún interés a esas alturas. Se estiró y dirigió sus pasos de vuelta hacia mí, las manos en los bolsillos, como si estuviera pasando el tiempo a la espe-ra de una cita.

Mi mente no iba tan deprisa. Finalmente me di cuenta de que estaba teniendo cuidado de no tocar nada en la habitación.

—Creo que no deberíamos taparla —dije triste-mente. Por una vez, deseé no haber leído tantos textos sobre crímenes, reales o ficticios, para no saber que no debía alterar el cadáver.

Los ojos marrón claro de Martin Bartell me con-templaron exhaustivamente. Tenían un toque dorado, como los de los tigres.

—Señorita Teagarden.—¿Señor Bartell…?Extrajo la mano del bolsillo y la alzó. Me puse ten-

sa, como si de un momento a otro me fuese a sacudir una corriente eléctrica. Perdí la técnica de mirarlo a la barbilla y no pude evitar zambullirme en sus ojos. Iba a tocarme la mejilla.

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—¿Está el cadáver por aquí? —preguntó la detective Lynn Liggett Smith a quizá medio metro de distancia.

Abajo, por lo menos media hora más tarde, recobré por fin la compostura. Había dejado de sentir esos ca-lores que me impulsaban a arrancarle la ropa a Martin Bartell de un momento a otro. Ya no sentía que él, más que nadie en el mundo, era capaz de ver bajo todas las capas de mi personalidad y vislumbrar la mujer básica que se escondía, sola (en cierto modo) durante mucho tiempo.

En la sala familiar, con mi madre y Barby Lampton como amuletos de mi custodia, pude recomponer mis flaquezas y particularidades y amontonarlas entre mi persona y Martin Bartell.

Mi madre se sintió en la obligación de mantener una educada conversación con sus clientes. Se había pre-sentado formalmente, superada la sorpresa de que la acompañante del señor Bartell fuese su hermana, no su esposa, y había llegado a la conclusión de que Martin Bartell se había llevado una buena impresión de Lawren-ceton durante las semanas que había pasado allí.

—Ha sido un agradable cambio de ritmo con res-pecto a Chicago —comentó con aparente sinceridad—. Barby y yo nos criamos en una granja de una zona muy rural de Ohio.

A Barby no parecía gustarle que se lo recordasen.El hombre le contó algunas cosas a mi madre acer-

ca de la reorganización de la planta local de Pan-Am

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Agra, parecía un gestor nato, mientras yo contenía la mirada escrupulosamente.

Aguardamos la llegada de la policía durante un buen rato, o eso me pareció a mí. Oí voces familiares llamando desde la escalera. Había salido con Arthur Smith, el marido de Lynn Liggett (antes de que se casaran, por supuesto), y durante nuestra relación conocí a prácti-camente cada agente de uniforme del pequeño contin-gente policial de Lawrenceton. El tono seco y arrastra-do del detective Henske, el nítido alto de Lynn, la voz aguda de Paul Allison… Y luego llegó el sonido que más temía.

El sargento detective Jack Burns.Giré sobre la silla para protegerme entre los otros

tres. ¿De qué estaban hablando ahora? Martin Bartell contaba que había trabajado cada día de los tres meses que había pasado en Lawrenceton e invitó a mi madre que le contase cosas sobre la ciudad. No pudo haber re-currido a nadie más informada, salvo quizá el ejecu-tivo de la Cámara de Comercio, un hombre solitario que trabajaba emotivamente mucho para convencer al resto del mundo de las intangibles ventajas de Lawrenceton.

Una vez más, escuché la familiar letanía.—Cuatro bancos —enumeró mi madre—, un club

de campo, los concesionarios de los mayores fabrican- tes de coches, aunque me temo que tendrá que llevar su Mercedes a Atlanta si alguna vez necesita repararlo.

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Oí que Jack Burns gritaba en la parte inferior de las escaleras. Quería que el encargado de las huellas «pusie-se el culo en marcha».

—Lawrenceton ahora es prácticamente un suburbio de Atlanta —afirmó Barby Lampton, ganándose una du-ra mirada por parte de mi madre. La mayoría de los ha-bitantes de Lawrenceton no estaban nada contentos con la siempre inminente anexión de su ciudad por parte de una creciente Atlanta.

—Y el sistema de enseñanza es excelente —prosi- guió mi madre con un ligero encogimiento de hombros—, aunque no estoy muy segura de que sea de su interés.

—No, mi hijo acaba de graduarse en la universidad —murmuró Martin Bartell—. Y la hija de Barby acaba de empezar en el Kent State.

—Aurora es mi única hija —dijo mi madre con na-turalidad—. Ha trabajado en la biblioteca local durante, ¿cuánto, seis años, Roe?

Asentí.—Una bibliotecaria —respondió él pensativamente.¿Por qué las bibliotecarias tienen una imagen tan

estirada? Con toda la información de los libros al alcan-ce de la mano, las bibliotecarias pueden ser las personas mejor informadas del sitio. Sobre prácticamente cual-quier cosa.

—Ahora se está planteando dedicarse al negocio inmobiliario, al tiempo que está buscando una casa propia.

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—¿Cree que le gustaría vender casas? —preguntó Barby amablemente.

—Estoy empezando a pensar que quizá no sea lo mío —admití, y la consternación se hizo con la expre-sión de mi madre.

—Cielo, sé que la experiencia de esta mañana ha sido terrible, pobre Tonia Lee, pero sabes que estas cosas no pasan tan a menudo. Aunque estoy empezando a pensar que tendré que establecer algún sistema para te-ner controladas a las promotoras mientras enseñan una casa a un cliente desconocido. Aurora, ¿no será que a Aubrey no le gusta que te dediques a vender inmuebles? Mi hija lleva varios meses saliendo con nuestro sacerdo-te episcopaliano —explicó a nuestros clientes con una despreocupación casi convincente.

—Los episcopalianos tienen fama de ser bastante liberales —observó Martin Bartell inesperadamente.

—Sí, pero Aubrey es una excepción, si es que eso es verdad —dijo mi madre, y el corazón se me enco-gió—. Es un hombre maravilloso; lo conozco desde que me casé con mi actual marido, que pertenece a la parro-quia episcopaliana. Aubrey es una persona muy conser-vadora.

Sentí que las mejillas se me sonrojaban en esa fría habitación. Me pasé una mano nerviosa por el pelo y el cuello, soltando los mechones que se habían quedado atrapados en el cuello de la chaqueta y girando la cabeza un poco hacia un lado para enderezarlos.

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Pensar en Tonia Lee Greenhouse era mejor que sen-tirme como un periquito demasiado agitado ante la pers-pectiva de ser devorado por un gato.

Pensé en la abominable manera en que habían co-locado a Tonia, parodiando la seducción. Pensé en las correas de cuero de sus muñecas. ¿Acaso había estado atada al ornamentado cabecero? El anciano matrimonio Anderton debía de estar revolviéndose en la tumba. Pen-sé en la Tonia Lee viva: alta, delgada, con su melena negra y su brillante maquillaje, una mujer de la que se rumorea-ban reiteradas infidelidades a su marido Donnie. Me pre-guntaba si Donnie se habría cansado de las correrías de Tonia Lee, si la habría seguido a una de sus citas y se ha-bría encargado de ella tras la marcha del cliente. Me pre-guntaba si Tonia se habría dejado llevar por la pasión hacia su cliente y se habría acostado con él en la acoge-dora y lujosa cama del dormitorio principal, o si le ha-bían asignado una venta con alguien con quien ya lleva-se tiempo viéndose. Quizá el tour por la casa había sido la excusa para tener un idilio en una de las mansiones más bonitas de Lawrenceton.

—Mackie le llevó las llaves ayer —dije de repente.—¿Qué? —preguntó mi madre con reprobación en

la voz. No tenía la menor idea de por dónde iba la con-versación.

—Ayer, a eso de las cinco, mientras te esperaba en la recepción, Tonia Lee llamó a la oficina y pidió las lla-ves. Se había entretenido. Comentó que si alguien salía

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del trabajo y se las acercaba hasta aquí, estaría muy agradecida. Pasé la llamada a Mackie Knight. Él se mar-chaba justo en ese momento y accedió a hacerlo.

—Tendremos que decírselo a la policía. Puede que Mackie fuese el último en verla con vida, ¡o quizá vio a la persona a la que iba a enseñar la casa!

Jack Burns apareció en la entrada y suspiré.El sargento detective Jack Burns era un hombre

amedrentador y lo cierto era que no me soportaba. Es-taría encantado de poder arrestarme por cualquier cosa. Afortunadamente para mí, soy muy respetuosa con la ley, y desde que conocí a Jack Burns, me he asegurado de te-ner el coche en perfecto estado de revisión, de aparcarlo impecablemente y de ni siquiera cruzar mal la calle.

—Que me aspen si no es la señorita Teagarden —dijo con aterradora afabilidad—. Te digo, jovencita, que cada vez que te veo estás más guapa. Y eso siempre pasa en el escenario de un crimen, ¿no crees?

—Hola, Jack —saludó mi madre con un claro re-tintín en la voz.

—Señora Teagarden… No, ahora señora Queens-land, ¿verdad? No la he visto desde su boda; enhorabue-na. Y estos deben de ser nuestros nuevos vecinos. Espe-ro que lo de hoy no les haya tentado con volverse corriendo al norte. Lawrenceton siempre fue una ciudad muy tranquila, pero me temo que la ciudad nos está al-canzando y que dentro de unos años tendremos unos índices de criminalidad como los de Atlanta.

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Mi madre le presentó a sus clientes.—Imagino que ya no querrán esta casa después de

lo vivido —dijo Jack Burns, chistoso—. La pobre Tonia Lee tenía muy mal aspecto. De veras lamento que hayan tenido que lidiar con todo esto a su llegada.

—Podría haber pasado en cualquier parte —con-testó Martin—. Empiezo a pensar que la profesión de agente inmobiliaria es de alto riesgo, como la de los dependientes de las tiendas abiertas las veinticua-tro horas.

—Eso parece, sin duda —convino Jack Burns. Ves-tía un traje horrible, pero mucho me temía que le im-portaba un pimiento su aspecto o lo que los demás pen-saran de él—. Bien, señor Bartell, tengo entendido que tocó el cadáver —prosiguió.

—Sí, me acerqué para asegurarme de que estaba muerta.

—¿Tocó algo de la cama?—No.—¿En la mesilla?—No he tocado nada de la habitación —declaró

Martin sin paliativos—, salvo el cuello de la mujer.—¿Se percató de que estaba contusionado?—Sí.—¿Sabe que fue estrangulada?—Eso me pareció.—¿Tiene mucha experiencia con este tipo de co-

sas?

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—Serví en Vietnam. Tengo más experiencia con he-ridas, pero no es la primera vez que veo un caso de es-trangulamiento, y este se le parece mucho.

—¿Y qué me dice usted, señora Lampton? ¿Entró en la habitación?

—No —respondió Barby en un murmullo—. Me quedé en el descansillo, fuera. Cuando la señorita Tea-garden abrió las puertas, por supuesto, vi enseguida a la pobre mujer. Entonces mi hermano me dijo que me fue-ra abajo. Sabe que no tengo mucho estómago para estas cosas, así que me pareció la mejor idea.

—¿Y usted, señora… Queensland?—Yo subí las escaleras justo después de que Auro-

ra abriera la puerta del dormitorio. De hecho, la vi ha-cerlo mientras empezaba a subir. —Mi madre le explicó el asunto de los Thompson y su decisión de delegar en mí para enseñar la casa a los Bartell—. Mis disculpas, señor Bartell y señora Lampton.

—Usted es su hermana —dijo Jack Burns, como si pretendiese dejar ese punto bien claro. Lanzó una mira-da ceñuda a la pobre Barby Lampton.

—Así es —afirmó ella, airada, provocada por la duda en la voz del policía—. Acabo de divorciar-me, mi única hija está en la universidad, he vendido mi propia casa como parte del acuerdo de divorcio y mi hermano me ha pedido que le ayude a buscar ca-sa por aquí, cosa que he accedido a hacer por pura bondad.

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—Por supuesto, ya veo —afirmó Jack Burns con el escepticismo escrito en cada arruga de sus pesadas mejillas.

Puede que el pelo de Martin Bartell fuese blanco, pero sus cejas aún eran oscuras. Y ahora estaban juntas en una ominosa mueca.

—¿Cuándo viste por última vez a la señora Green-house, Roe? —Jack Burns trasladó el foco de sus pes-quisas abruptamente hacia mí.

—Hace semanas que no veo a Tonia Lee, y la últi-ma vez apenas fue una breve conversación en la pelu-quería. —Tonia había ido a que le cortasen y le tiñesen el pelo y yo a que me hiciesen uno de mis infrecuentes arreglos. En todo momento había intentado averiguar cuánto dinero me había dejado Jane Engle.

—Señor Bartell, ¿se puso en contacto usted con la señora Greenhouse para que le enseñara alguna casa? —Burns disparó su pregunta al director de Pan-Am Agra como si fuese a disfrutar sacándole la respuesta. Menudo encanto de hombre.

Vi que Martin respiraba hondo antes de responder.—La señora Queensland, aquí presente, es la única

agente inmobiliaria con la que me he puesto en contacto en Lawrenceton —dijo con firmeza—. Y ahora, si me disculpa, sargento, mi hermana ya ha tenido suficiente por esta ma-ñana, al igual que yo mismo. Tengo que volver al trabajo.

Sin esperar una respuesta, se levantó y puso un bra-zo alrededor de su hermana, que se había incorporado incluso más rápidamente.

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—Por supuesto —dijo Burns suavemente—. ¡La-mento mucho haberlos entretenido! Váyanse tranquilos. Pero, por favor, no compartan con nadie lo que han visto en el escenario del crimen. Eso nos sería de gran utilidad para la investigación.

—Creo que nosotras también nos vamos —anunció mi madre con frialdad—. Ya sabes dónde encontrarnos si nos necesitas.

Jack Burns se limitó a asentir, pasó una gruesa ma-no sobre su menguante pelo incoloro y nos observó mar-char con ojos entrecerrados.

—¡Señora Queensland! —llamó a mi madre cuan-do casi había atravesado la puerta—. ¿Qué hay de las llaves de esta casa?

—Oh, sí, se me olvidaba… —Y mi madre volvió para contarle lo de Mackie Knight y la llave mientras yo salía al aire fresco de la mañana, lejos del horror que aún había en el dormitorio de arriba y el temor que me ins-piraba Jack Burns.

Y me topé justo con Martin Bartell.Por encima de su hombro vi que Barby ya ocupa-

ba el asiento del copiloto del Mercedes, con el cinturón abrochado. Se estaba secando los ojos con un pañuelo. Esperó a estar fuera para dejar escapar unas lágrimas; no podía sino admirar su autocontrol. Noté que una lágrima de simpatía se me deslizaba por la cara. De una forma u otra, la mañana había resultado de una opresi-va tensión.

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Estaba mirando la corbata de seda con tonos dora-dos y oliva con una franja blanca y otra, más disimulada, roja.

Él me secó la lágrima de la cara con un pañuelo, cuidándose de no tocarme con los dedos.

—¿Lo estaré imaginando? —preguntó en voz muy baja.

Agité la cabeza, aún incapaz de cruzarme con sus ojos.—Tenemos que hablar en otro momento.Por primera vez en mi vida, no me salían las pala-

bras. Me aterraba volver a verlo; pero antes hubiera pre-ferido afeitarme la cabeza que no verlo de nuevo.

—¿Qué edad tiene? Es muy bajita.—Tengo treinta —dije, y conseguí levantar la mirada.Al cabo de un momento, anunció:—Te llamaré.Asentí antes de apresurarme hacia mi coche y me-

terme en él. Tenía que quedarme sentada un momento para dejar de temblar. De alguna manera, su pañuelo ha-bía acabado apresado en mi mano. ¡Oh, genial! ¡A lo mejor también tenía una de esas viejas chaquetas de ins-tituto con inicial que pudiera ponerme! Estaba muy en-fadada con mis hormonas, alterada por la horrible muer-te de Tonia Lee Greenhouse, y aterrada por mi propia perfidia hacia Aubrey Scott.

Llamaron a la ventanilla de mi coche y di un respingo.Mi madre estaba inclinada, indicándome con gestos

que bajase la ventanilla.

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—Nunca había estado ante Jack Burns en su calidad de profesional —estaba diciendo furiosamente—, y ruego a Dios para que no se repita. ¡Ya me habías dicho que era así, Aurora, pero es que era incapaz de creérmelo! ¡Cuan-do le vendí a él y a su mujer su casa, era de lo más amable!

—Mamá, me voy a casa.—Claro, Aurora. ¿Estás bien? Y pobre Donnie

Greenhouse… Me pregunto si ya lo habrán llamado.—Mamá, de lo único que te tienes que preocupar

ahora es de saber cómo llegó esa llave de vuelta a la ofi-cina. Alguien de Select Realty la ha debido de dejar don-de estaba. La policía no tardará en invadir tu oficina in-terrogando a todo el mundo.

—No cabe duda de que tienes ojo para los crímenes —señaló mi madre con desaprobación, pero no pensaba lo que decía—. Es ese club que frecuentabas, supongo.

—No, estaba en Real Murders porque pienso así, y no al revés —contesté con moderación. Pero mi madre no me estaba escuchando.

—Antes de volver —dijo de repente—, estaba pen-sando en invitar a Martin y su hermana (no me creo que una mujer de su edad responda al nombre de Barby) —eso, viniendo de una Aida— a cenar a casa mañana. ¿Por qué no nos acompañáis Aubrey y tú?

—Oh —dije desorientada, horrorizada por tal pers-pectiva. Tenía que encontrar una excusa. Madre mía, si ese hombre que acabamos de conocer y yo nos volvemos a ver, a lo mejor acabamos en el mismo suelo.

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Mi madre, normalmente tan sagaz, aparentemente no vislumbraba mi agitación interna. Por supuesto, tenía sus propias preocupaciones.

—Sé que tienes que consultarlo primero con Au-brey, así que llámame cuando puedas. Creo sinceramen-te que debería tener algún gesto para compensarlos…

—¿Por enseñarles una casa con una agente inmo-biliaria muerta incluida?

—Precisamente.De repente mi madre se dio cuenta de que sería im-

posible desprenderse de la casa Anderton, al menos por un tiempo, y cerró los ojos. Podía verlo en su cara; podía leerle los pensamientos.

—Se venderá tarde o temprano —indiqué—. De to-dos modos, era demasiado grande para el señor Bartell.

—Cierto —respondió débilmente—. La casa de Ivy Avenue es más apropiada. Pero si va a vivir con su her-mana, las suites dormitorio separadas habrían sido ideales.

—Hasta luego —me despedí, encendiendo el motor del coche.

—Te llamaré —prometió.Y no dudaba en absoluto de que fuese a cumplirlo.

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