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CAPITULO IV Mompox.—Estancia de tees semanas en esta ciudad—Comercio, Industria.—Las mujeres.—Los bailes.—El Gobernador.—Un ro- deo.—El lazo.—El asado en cuero.—Acto de intolerancia re- ligiosa por parte de un sacerdote—Salida de Mompox.—Con- tinuamos la navegación por el Magdalena.—El champán.—La isla Margarita.—Achaques nocturnos en las márgenes del no. Caimanes.—Los tigres.—Aventura de dos viajeros abandona- dos en una playa por sus bogas.—Iguanas.—Tortugas.—Los habitantes de las márgenes del Magdalena.—El curare.—Ser- pientes.—Avispas y otros Insectos venenosos.—El cedrón.—El guaco.—Pécaris—Río Viejo.—Incidente desagradable la noche de Navidad.—Encuentro con un cuerpo de tropas.—Tormentas frecuentes.—Nubes de mosquitos.—San Pablo.—Alerta provo- cada en ese pueblo per los tigres.—San Bartolomé©.—Lucha entre un caimán y un tigre.—El paso de Angostura.—Nare.— Medellín.—Caminata a campo traviesa.—Pasamos la noche en la cabana de un leproso.—Llegada a Honda—Excelente hospi- talidad en casa del Gobernador. Hacía ya veintidós días que habíamos salido de Santa Mar- ta, cuando el 29 de noviembre a las ocho de la mañana, lle- gamos a Mompux. Esta ciudad, capital de la provincia de su nombre y con una población de 7 u 8.000 almas, es un lugar que sirve de depósito y de escala, a casi todos los barcos que navegan por el Magdalena que se detienen para reportarse y para tomar otros bogas; hasta hoy mismo parece que sigue siendo un punto de escala de los buques de vapor. Edificada en la orilla Izquierda del río, la ciudad de Mom- pox estuvo antaño defendida de las crecientes del río por un

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CAPITULO IV

Mompox.—Estancia de tees semanas en esta ciudad—Comercio, Industria.—Las mujeres.—Los bailes.—El Gobernador.—Un ro­deo.—El lazo.—El asado en cuero.—Acto de intolerancia re­ligiosa por parte de un sacerdote—Salida de Mompox.—Con­tinuamos la navegación por el Magdalena.—El champán.—La isla Margarita.—Achaques nocturnos en las márgenes del no. Caimanes.—Los tigres.—Aventura de dos viajeros abandona­dos en una playa por sus bogas.—Iguanas.—Tortugas.—Los habitantes de las márgenes del Magdalena.—El curare.—Ser­pientes.—Avispas y otros Insectos venenosos.—El cedrón.—El guaco.—Pécaris—Río Viejo.—Incidente desagradable la noche de Navidad.—Encuentro con un cuerpo de tropas.—Tormentas frecuentes.—Nubes de mosquitos.—San Pablo.—Alerta provo­cada en ese pueblo per los tigres.—San Bartolomé©.—Lucha entre un caimán y un tigre.—El paso de Angostura.—Nare.— Medellín.—Caminata a campo traviesa.—Pasamos la noche en la cabana de un leproso.—Llegada a Honda—Excelente hospi­

talidad en casa del Gobernador.

Hacía ya veintidós días que habíamos salido de Santa Mar­ta, cuando el 29 de noviembre a las ocho de la mañana, lle­gamos a Mompux. Esta ciudad, capital de la provincia de su nombre y con una población de 7 u 8.000 almas, es un lugar que sirve de depósito y de escala, a casi todos los barcos que navegan por el Magdalena que se detienen para reportarse y para tomar otros bogas; hasta hoy mismo parece que sigue siendo un punto de escala de los buques de vapor.

Edificada en la orilla Izquierda del río, la ciudad de Mom­pox estuvo antaño defendida de las crecientes del río por un

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dique que. cuando yo pasé por él, estaba derruido cn gran parte y dejaba libre paso a las aguas que llegaban hasta la primera fila de casas, de suerte que sólo pudimos arribar a tilas andando con el agua y el barro hasta medía pierna.

Por su situación geográfica y por la variedad de los pro­ductos de su suelo, la provincia de Mompox es una de las interiores de Nueva Granada a las cuales el porvenir, con el concurso de una mayor población, tiene desde luego que re­servar grandes ventajas desde el punto de vista comercial. SI en la parte norte, por donde confina con la provincia de Cartagena, tiene lo mismo que esta última, terrenos bajos y pantanosos, malsanos y que par lo tanto son y serán por mu­cho tiempo poco aptos para la agricultura, al menos on su parte más extensa, que es la del sur, está cruzada por altas montañas cubiertas de bo.sques que fonnan parte de la cor­dillera central de los Andes y posee buen número de valles muy fértiles con un clima constantemente templado y a par­tir del pie de las montañas empieza una serie de llanuras alternativamente cubiertas de basques, de praderas naturales y de campos cultivados; los bosques son ricos en maderas de construcción, de ebanistería y tintóreas, así como en diversas especies magníficas de palmeras y en plantas balsámicas o reslnasas; en esas praderas naturales se cría en libertad el ganado vacuno y en los campes se cultivan el cacao, el maiz, el café, la caña de azúcar y todos los otros productos propios de los climas cálidos.

En la cadena de montañas, prlncip lir.ienlc e,i el cantón de Simité donde éstas terminan, hay minas de oro y de piedras preciosas. Cuando pasé por Mompox, los principales produc­tos de la industria de la provincia consistían en azúcares, ob­jetos de loza, de mimbre, .sombreras de paja, esteras de paja o de junco, artículos éstos algunes notables por la finura de su tejido y laor la disposición de los dibujos y del colorido.

Casi 'todos las casar, de Mompox son bajas, su mobiliario y distribución son casi idénticos a los de Santa Marta. En .ü-gunas vi colgadas de las paredes del .salón, a manera de ador­nos, pieles de tigres y de grandes serpientes; casi todas estas pertenecían a la especie de los boas y no median menos de 5 a 6 metros de largo por 40 a 60 centímetros de ancho. Esta misma clase de decorado de las paredes la he visto también

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cn muchas ca.sas de otros países cálidos. Lo mismo que en Santa Marta, la gente se queda en casa, tendida en las ha­macas, durante todo el día; pero aquí, mucho más que en cualquiera otra parte, la gente se reúne al atardecer y por la noche a las puertas de las casas y a la vez que toman el fresco se entregan a una serie de diversiones que provocan grandes risas y en las que los transeúntes toman parte con toda familiaridad.

Lo que no me cabía en la cabeza es que con el calor sofo­cante que hace siempre hasta por las noches en el interior de las casas, hubiese algunas donde se dieran bailes casi todas las noches, bailes que duraban hasta la mañana del día si­guiente. Llevado por la cuiiosidad, asistí a algunos y quedé maravillado al ver que con una temperatura de casi 40P cen­tígrados la gente joven pudiese desplegar tanta animación en los valses y en las contradanzas, que siempre duran mucho y que no se Interrumpen más que unos breves Instantes para descansar. Claro está que esos bailes no eran de las que ne­cesitan muchos preparativos previos; se Improvisaban con uní orquesta de aficionados, o a lo sumo con dos rascatripas de los cuales siempre uno era arpista. Las mujeres no lucían por lo general grandes tocados, pero sin embargo no dejaban de estar elegantes en la sencillez de su indumento, y el encanto de las muchachas bonitas estaba realzado por el arte especial que, sin necesidad de peluquero, tienen las criollas, lo mismo que las españolas, de peinar .sus hermosas cabelleras. Alguna.s señoras llevaban a guisa de adornos luciérnagas que en el país se llaman cocuyos y que si se les retiene sujetas bien sea bajo una gasa o con una horquilla producen, con sus destellos constaiítes. efectas de hecJaicería. Estos iníectos, del género de los coleópteros, viven mucho tiempo sin dejar de proyectar tales destellos. Tuve muchos en mis cajas de colecciones, que seis semanas después de haber sido clavadas en ellas todavía daban señales de vida. Para conservarlos vi­vos las señoras, que se hacen con ellos cintas luminosas, les ponen durante el día en una trozo hueco de bambú o de caña de azúcar, sirviéndoles de alimento la médula interior de la misma.

El Gobernador a quien visité provisto de cartas de pre­sentación me recibió con una amabilidad y una cordialidad

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extremadas; se llamaba Aldekreuse, era sueco, hombre de edad provecta, coronel al servicio de la República de Colom­bia, tenía maneras distinguidas de hombre de mundo y ha­blaba el francés con'ectamente; tuvo a bien invitarme varias veces a comer en unión de los señores Daste y Víncendon a quienes ya conocía desde mucho tiempo an'ües; las comidas que nos dio estaban tan bien dispuestas en cuanto a la clase de platos a los vinos y en lo referente al servicio, que en Francia no se hubiera podido exigir máis; su trato fue para nosotros un gran recurso durante nuestra estancia en Mom­pox, tanto más cuanto que era persona muy culta y muy enterada por los periódicos que recibía de Europa, de todas las cuestiones políticas y sociales que esteban a la orden del día en aquel continente.

En uno de los paseos a caballo que solíamos dar por las mañanas, entramos un dí^ en una gran hacienda en el pae-clso momento en que el dueño daba una gran batida peira reunir el ganado vacuno y en que los caballos erraban en completa libertad por aquellas girandes extensiones. E s a

batida que se conoce con 'el nombre de rodeo tenía por ob­jeto escoger las cabezas de ganado que presentaban mejores condiciones para la venta, marcar los temeros, separar los novUlcs que debían ser castrados y aserrar los cuevnos de los toros bravos.

61 no se tomase la precaución de marcar los animales serla imposible para los dueños, cuyas tierras no están va­lladas o lo están mal y que a veces suelen tener una ex­tensión de más de una legua cuadrada, reconocer al cabo de cierto tiempo las animales que son suyos, debido a su dispersión y a haberse mezclado con el ganado de los ve­cinos.

Un rodeo es una gran fiesta para la gente que vive en esas grandes haciendas y las limítrofes; ponen en pie para ese efecto todos los hombres y caballos de que pueden dis­poner a fin de tomar parte en la expedición que en efecto requiere gran número de jinetes entendidos en esas operacio­nes. Estos, desde los confines de la propiedad que hay que explorar, describen por grupos de cinco o de seis un gran círculo, que se va estrechando poco a poco y van echando por delante hacia el centro a todos los anhnales que en-

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cuentran; luego les obligan, picándoles si es necesario con la punta de una lanza, llamada garrocha, a meterse en unos campos cercados con una empalizada donde los animales que deben marcarse o someterse a otras operaciones, son derri­bados al suelo por los esfuerzos combinados de varios hom­bres, uno de los cuales les aprieta el cuello con el lazo, mientras los otros les hacen perder el equilibrio agarrándo­les y retorciéndoles la cola.

Es un espectáculo curioso y emocionante el ver al prin­cipio de la batida llegar en tumulto por todas partes ma­nadas de centenares de toros y de caballos que aterroriza­dos por la pei'secuclón y por los gritos de los caladores y como enloquecidos, se atfcopelflan unos a otros o se vuelven para acometer a los jinetes y escapar a través de la linea que éstos forman. Desde luego, los vaqueros, nombre con

que se designa a los hombres que Intervienen en el rodeo, tienen que desplegar mucha habilidad pero también un va­lor poco corriente en medio de los peligros a que está.n ex­puestos en toda esa serle de luchas que tienen que soste­ner antes de vencer la resistencia del ganado sah'aje y so­bre todo de los toros desde que se empieza a reunir el ga­nado hasta que éste se halla suficientemente quebrantado para poder marcarle, castrarle o aserrarle los cuernos. Los hierros que se emplean para marcar a los animales se ca­lientan aJ rojo Viivo y se apüican en ia parte alta del anca o en los costillares de los animales, con el objeto de resol­ver los litigios que puedan surgir entre propietarios cuyas tierras coUndan, se deposita un modelo de cada hierro en el juzgado de paz del distrito.

Es muy raro que en el rodeo no se coja una serie de animales salvajes, tal'es como jabalíes, ciervos y gamos que en la batida entran cemjuntamente con los toros y los ca­ballos y su came al íinal de la jamada con gran satisfac-oión de los caz!a<dores constituye la base de sus festines cam­pestres.

Después del rodeo suele el dueño en las grandes hacien­das, dar a sus gentes y a las de las vecinas, que han con­tribuido a la faena, una res para el plato favorito: el asado en cuero. La preparación de ese plato en pleno campo es de los más homérico; la res se corta a lo largo en dos o en

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tres partes; cada una de éstas se asa con la piel sobre las brasas en un asador enorme cuyos extremos están sostenidos en unos postes; la carne asada de esta suerte conserva en el cuero, que hace las veces de cazuela, todo su jugo; en seguida cada comensal, cuando el asado está a punto, se acerca y con un cuchillo corta el trozo que le apetece; en das o tres ocasiones he probado esos asados y los encontré exquisitos. Este es el plato que por lo general suelen comer las tropas cuando están en campaña dada la facilidad con que encuentran en todos los sitios ganado vacuno en abun­dancia .

El lazo, que los habitantes de Nueva Granada manejan con sin Igual destreza, consiste en una tira de cuero o mejor dicho en dos o tres tiras de unos 30 pies de largo retorcidas unas con otras; en uno de los extremos lleva un nudo co­rredizo que se abre o se cienra al correr por una anilla qua generalmente suele ser de hierro. iLa persona que se apres­ta a utilizar el lazo le hace girar por encima de la cabeza hasta que juzga la ocasión propicia para lanzarlo y con l\ otra mano retiene el resto de la correa que está bien sujeta al cuerpo si se halla a pie, o alrededor de la cabeza de la si­lla, si está a caballo. Según la clase y posición del animal al cual se da caza, se le enlaza por los cuei'nos, por el cuello o por las patas.

En el campo casi todo el mundo lleva el lazo enrollado y suspendido de uno de los lados de la silla: la gente adquie­re una destreza consumada toda vez que no hay nadie que no se haya adiestrado en él desde la niñez; en efecto, en to­das partes se ven rapaces que a veces están empezando a an­dar que ya se entretienen en perseguir y en derribar con cordeles a gallinas, perros y gatos.

Se dice que durante la guerra de la Independencia los ji­netes colombianos empleaban el lazo como arma temible contra las soldadas españoles y que después de habei-los en­lazado, los arrastraban a todo el galope de sus caballos hasia que morían.

Este instrumento que acabo de describir no lo emplea.) únicamente los naturales de Colombia, sino que es común a todos los demás pueblos de la América Española: los gau­chas y los Indios de las provincias argentinas usan además

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otra arma de caza no menos temible que se llama bolas y que consiste en una tira larga de cuero que termina en tres cuerdeclUas, que llevan en la punta de cada una de ellas su­jeta una bola de piedra o de hierro del tamaño de una bola de billar. Esas bolas, lanzadas por una mano segura en for­ma análoga a como se lanza el lazo, se enrollan al rededor de las piernas del animal que se caza e indefectiblemente se da con él en tierra. Tiempo después, estando en Bogotá y paseándome por las afueras, he visto de qué extraña ma­nera se confeccionan los lazos; las tiras de cuero que deben qued r entrelazadas se atan por una de las puntas a Ja tola de un caballo y por la otra a un poste; luego, a medida (lue un hombre va retorciendo las tiras de cuero por el lado del poste, otro tira del cabestro al animal de modo que con los tirones que da el caballo las tiras se ponen tensas y flexibles. No sé cómo el pobre caballo puede conservar la cola después de estar sometido varias veces a semejante faena.

Como el lector sin duda recordará, el bote en que subi­mos por el Magdalena desde Santa Marta, había sido fletado hasta Mompox y la razón de ello fue que, teniendo en cuenta su peso y su mudao calado, no hubiera podido navegar más allá en aguas que con frecuencia tienen escasa profundidad y que están llenas de bancos de arena. Tuvimos pues que ocuparnos en alquilar otra embarcación más ligera y do menor calado para seguir el viaje hasta Honda.

El trasbordo de nuestra impedimenta y la contrata de nuevos bogas no nos hubieran retenido en Mompox más de una semana; pero prolongamos nuestra estancia en esa ciudad con objeto de procurar a nuestro enfermo, que ya es­taba convaleciente, el descanso que se consideró necesario para su completo restablecimiento y también para esperar a que las aguas del Magdalena que se habían desbordado y que ya empezaban a bajar, corrieran con menos violencia y ofrecieran menos peligras en el resto de la navegación.

Dada la acogida, que difícilmente hubiera podido ser más íimable, que nos dispensai'on todas las familias principales del lugar y viendo que, como lo habíamos supuesto, nuestro joven amigo Umaña volvía a recobrar la salud y que de­crecía la violencia de las aguas, todo hubiera sido satisfac­ción en nuestra prolongada permianencia en Mompox si la

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víspetra de nuestra marcha no hubiera ocurrido un Incidente desagradable que demuestra la n'ecesidad por parte de los ex­tranjeros de contaír siempre con la intolerancia del clero. Re corría yo la ciudad en compañía de mis dos predilectos com­pañeros de viaje los señores Daste y Víncendon cuando al doblar una esquina vimos a escasa dlst^ncia de nosotros una muchedumbre que iba cantando .'craciones y acompañan­do a un sacerdotie: que revestido de pontifical y bajo pa­llo, llevaba el santo sacramento para sin duda administrar el viático a algún enfermo. Con objeto de dejar sitio para que pasara el cortejo nos hicimos inmediatamente a un lado de la calle subiendo los dos o tres escalones que precedían a la entrada de una Aasa, donde permanecimos con el mayor recogimiento, descubiertas y con los ojos bajos; pero el sa­cerdote que se había fijado en nosotros tal vez por el lugar elevado en que nos encontrábamos y que per nuestros trajes pudo perfectamente colegir que éramos extranjeros, se detu­vo bruscamente al pasar por delante de donde estábamos, salió de debajo del palio, se aproximó a nosotros midiéndonos con la mirada de arriba a abajo y gritando con voz colérica: "¡Judíos, de rodillas!". Aunque extrañados y molestos al ver­nos apiostrofar en forma tan poco apostólica, sobre todo si se tiene en cuenta que nuestra actitud demostraba bien a las claras nuestro respeto, sin embargo haciendo acto de su­misión, nos arrodillamos en seguida sin murmurar una sola palabra. E hicimos bien pues algunos de los que acompa­ñaban al cura empezaron a repetir en tono amenazador las mismas palabras que acababa de proferir aquél y sólo des­pués de vernos en aquella postura humilde fue cuando el cura volvió a meterse debajo del pallo y siguió su camino con su comitiva.

Los señores Daste y Víncendon, que eran los que estaban más interesados en la elección del barco por las mercancías que llevababan consigo, alquilaron uno de fondo plano, que ín el país se llama champan y que desde cierta distancia de la proa hasta casi el final de la pepa está cubierto por una bóveda que tiene la altura de un hombre hecha de bambú y de hojas de palmera. Bajo esa especie de arco de puente que no deja pasar el sol ni la lluvia es donde se api­lan los fardos y se colocan los pasajeros mientras la te-

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chambre sirve de piso a los bogas en sus idas y venidas para empujar el barco con sus largas pértigas.

iPor fin, después de haber pasado en Mompox 21 días, em­prendimos de nuevo el viaje el 19 de diciembre, a las 8 de la mañana. Los baúles los dispusimos en la misma forma que en el bote para que nos pudieran servir, según las ne­cesidades, de camas o de asientos; aunque también estába­mos tm poco apiñados, no corríamos ya el riesgo de as­fixiamos como antes, gracias a la ventilación que estableci­mos por las dos aberturas de los extremos de nuestra te­chumbre abovedada. Esta vez la tripulación se componía de 14 bogas, de los cuales uno, que hacía de piloto iba a proa; el patrón, llevando el timón, a popa y los 12 restantes em­pujaban el champán con sus pértigas.

Por la mañana pasamos fíente a la aldea de Michigejo y por la tarde nos detuvimos media hora en la de Mariquita si­tuada en la orilla de ui\i isla que en parte estaba cubierta de bosque y en parte cultivada; lel aspecto de prcsperidad y de bienestar que le deban las cabanas de bambúes diseminadas casi con coquetería, entre los naranjos, los limoneros y las magníficas palmeras, nos sedujo. Nos aproximamos a un grupo de muchachas mestizas de las que unas retozaban y otras rodeaban a un negro que a la sombra de unos árboles corpulentos tocaba malamente en un violín deteriorado ai­res del pais en una melodia triste y monótona; al verle se me ocurrió pedir al virtuoso que me dejase el instrumento unos instantes y aunque desde muy niño no hubiera vuelto a to­car el violín, pues nunca logré más que rascarlo malamente, sin embargo me planté ante mi auditorio en una actitud casi tan magistral como la de un Paganini y me puse des­pués de un sonoro preludio a tocar unos tras otros aires de mi antiguo repertorio como la canción de Mambrú, lel Po­lichinela de DumoUet y otras por el estilo, para terminar, sudando como arrastrado por la Inspiración, con una serle de arpegios estrepitosos. Mis compañeros de viaje celebraron con carcajadas la revelación de mi talento musical hasta entonces Ignorado; las muchachas, estupefactas aplaudían a más y mejor y el negro se quedó tan admirado que exclamó con el tono doctoral de un perito en la materia: ¡Virgen purísima! este blanco sabe mucho".

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A las cinco, como no se divisaba ninguna aldea y como las orillas estaban cubiertas de enormes árboles y de caña­verales que nos Impedían aproximarnos a ellas, nos detuvi­mos en medio del río en un banco de arena, a pesar de que había en él bastantes caimanes pero que asustados por unos disparos que les hlcimas abandonaron la playa zabu­lléndose en el rio. En cuanto se marcharon aquellos huéspe­des desagradables, tomamos posesión del banco para estable­

cer nuestro campamento y pasar la noche; cosa que tendría­mos que hacer en adelante casi todas las noches hasita llegar a Honda; esto es lo que hacían entonces todos los viajeros, antes de que hubiera s-rvicios leaularrs de b reos de vapor por el Magdalena. Sólo los champanes de muy redu­cidas dimensiones navegan en el río por la noche y efio cuando hay luna, pues todas las embarcaciones, hastia las tripuladas por los bogas más expertos, corren el riesgo, no ya de encallar en los bancas de arena que están a flor de agua, sino de naufragar o de abrirse en dos al chocar centra los árboles arrancados de las orillas y arrastrados por las aguas o contra los quo están plantados en el fondo como si fueran postes.

He aquí cómo nos organizábamos en cuanto saltábamos a la playa: lo prinaero que hacíamos era coger los troncos que las aguas al bajar habían dejado en la orilla; amontonába­mos las ramas pequeñas secas que había por allí y pren­díamos fuego al montón de modo que con cl resplandor de esa gran fogata alejábamos no sólo a los caimanes que hu­bieran podido Intentar un ataque, sino a los tigres y demás fieras, que sin esa precaución no hubieran dejado de venir (1 hacernos alguna visita. Tomadlas estas seguridades insta­lábamos lo más cerca posible del fuego nuestras tiendas de campaña, es decir nuestros mosquiteros, que colocábamos su­jetas con cuerdas en unos palos o en las pértigas de la em­barcación acostándonos debajo, unos en las hamacas y otros en unas esteras, en el suelo. Los bogas acampaban casi del mismo modo que nosotros; éstos antes de acostarse comían sentados en círculo alrededor de su olla. Era un espectáculo curioso ver destacarse en el horizonte, casi negro de un pal-saje salvaje, a la luz de la llama vacilante de la hoguera, las siluetas de esos hombres desnudos, de pigmentación variada.

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de aspecto montaraz, ai'mados con los grandes cuchillos y ma­chetes que les sil-ven para cortar su pitanza; parecían es­píritus infernales celebrando ritos cabalísticc» o un festín canibalesco.

Mientras domiiamos así en tierra, la embarcación quedaba confiada a la guardia de uno de los pilotos y de uno de los obreros que se relevaban todas las noches.

El día 20 de diciembre por la noche, después de dejar a nuestra izquierda la aldea de Alama, nos detuvimos, lo mismo que la víspera en un banco de arena, pero éste en vez de hallarse aislado en medio del río se unía con la orilla en el punto en que acababan los árboles; era pues una península a la que podían llegar con facilidad las fieras. Así fue cómo, cuando acabamos de cobijarnos debajo de los mosquiteros, oímos una serie de rugidos que se aproximaban rápidamen­te. Al grito de "¡los tigres!" proferido por los bogas nos le­vantamos más que de prisa y en seguida vimos a la luz de las estrellas, salir del bosque una banda de esos temibles anl-m.ales que a unos cien metros de distancia se diseminaban' husmeando por los alrededores pero sin acercarse más a nuestro campamento, atemorizados por el resplandor de las llamas de la hoguera, que procurábamos avivar todo lo po­sible echando al fuego toda la madera que teníamos a mano; sólo al amanecer y al estallar una tormenta fue cuando se decidieron a abandonar sus puestos de observación para vol­ver a sus cubiles. No se crea que aun de dia. con hogueras encendidas, puede uno siempre defenderse de los ataques de esas fieras con tanta facilidad como lo hicimos nosotros en esta ocasión y si no, véa.se la aventura que me fue contada por uno de los protagonistas y confií'mada por otras personas como auténtica: En 1825 a 1826 dos franceses que se dedi­caban al comercio de pacotilla, los señores Faulat, tío y so­brino, subían cl Magdalena en un champán y como nosotros se habían detenido en una playa para pasar la noche; mien­tras dormían tranquilamente, los bogas, a los que tal vez habían maltratado, desiembarcaron el cargamento y los ví­veres y se escaparon llevándose el champán. Llevaban ya nuestros franceses más de dos días abandonados áe esta suerte, cuando en el mom/Ento en que teiminaban de comer frugalmente de espaldas al fuego, filosofando melancólica-

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mente acerca de su triste situación, se quedaron mudos de espEmto al ver a dos tigres que atraídos por el olorcillo de la comida salían del bosque inmediato y a can-era se en­caminaban hacia ellos. Tenían desde luego escopetas, pero estaban cargadas sólo con perdigones y no bastaban para ma­tar con seguridad a tan peligrosos enemigos. Entonces de­cidieron meterse dentro de dos Inmensos cofres de provi­siones que estaban ya casi vacíos y dejaron caer las tapas; los dos felinos husmeando su presa, pero sin verla, unas veces saltaban sobre los cofres, arañándoles con sus garras e im­primiéndoles sacudidas que podían a cada momento volcar­los, otras rondaban por los alrededores rugiendo o permane­cían sin moverse como el gato que asecha a un ratón. Al cabo de algunas horas de esfuerzos infructuosos y de pa­ciente espera, se alejaron y los dos compañeros se atrevieron a salir de sus cofres, no sin haber sacado y vuelto a meter cómicamente muchas veces las cabezas de las tapas de sus baúles, como esos muñecos que, movidos por un resorte, sa­len de las cajas de sol-ipresa. Pasado ese peligro, empezabian ya a atrincherarse detrás de una empalizada, para preca­verse contra otra posible acometida, cuando la Pi'cviaencla hizo pasar por delante del banco de arena un barco, "^1 que pudieron hacer señales, y en el que iban otros viajeros que apiadados de su situación vinieron en su ayuda y les reco­gieron a bordo.

En los días 21, 22 y 23 de diciembre pasamos por delante de las aldeas de Banco, Peñón y Regidor; en Banco llega­mos al punto en el que el Magdalena, en su carrera hacia ei mar, se divide en dos grandes brazos, uno el (?e Loba y ol otio el de Mompox que es cl t̂ ue n.'isotros h.vbíamos seguido. Al aproximarncs a Regidor, empezamos a divisar las mon­tañas de la tierra de Ocaña. Avanzábamos, tanto más des­pacio, cuanto que cada vez que nos acercábamos a un pobla­do los bogas a pesar de nuestras protestas nos hacían per­der horas enteras deteniéndose en ellos para beber y sobre todo para alzarse, cerno buenos merodeadores, con naranjas y racimos de plátanos sin soltar un céntimo, rapiñas de las que parecíamos ser cómplices y que muchas veces originaro-a disputas con los dueños do los huertos allanados. Otras ve­ces paraban el barco para saltar a tierra en persecución de

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alguna iguana que habían visto correr por la orilla o en los troncos de los árboles. Estos saurios, cuya carne es muy es­timada por los naturales del país, a primera vista tiene un gran parecido con los lagartos, pero se diferencia de ellos en que tiene en la cabeza una especie de cresta móvil y espi­nosa, una especie de bocio debajo del cuello y una fila de puntas escamosas dispuestas en forma de sierra a lo largo del lomo. Su tamaño varía mucho; las hay que tienen de 40 a .50 centímetros y también hasta metro y medio de largo hasta la cola. El color que es verde y azul se torna amari­llento según las sensaciones del animal. Como tienen dien­tes muy agudos y las patas están armadas de fuertes garras los bogas las cogían por la cola cuando, al huir, trataban de meterse en sus gujeros o en las hendeduras del terreno.

La carne de este animal es blanca; la he probado asada, pero debido a su olor que no me gusta, la creo poco digna de figurar en la mesa de un gastrónomo.

También nosotros saltábamos a tlen'a de vez en cuando para ir a las viviendas aisladas que solía hacer en las orillas del río para comprar gallinas y huevos, pero la gente temía tanto que actuásemos segfún la costumbre de los bogas que a las primeras palabras toda la famila ante el temor, des­graciadamente justificado, de que cuando se trata de militares no les pagan lo que se les pide, nos contestaban casi Inde­fectiblemente todo a coro: "somos pobres y no tenemos nada que vender', y sólo después de haberles dado anticipada­mente algunas monedas, era cuando iban sacando poco a poco, de algún rincón escondido, lo que les habíamos pedi­do. Algunas veces se nos negaba en forma tan rotunda lo que pedíamos que procedimos como los hambreados para quienes el estómago no tiene oídos y nos decidíamos a buscar y rebuscar por todas partes y a matar a tiros algunas aves de corral que vagaban por los alrededores. Esta forma ex­peditiva de aprovisionarnos nos atraía ante todo, como el lector se lo puede figurar, las imprecaciones más espantosas de los dueños, pero como acabábamos por indemnizarles ge­nerosamente por cada ima de las victimas que yacían pw el suelo, si les hubiéramos dejado, ellos mismos hubieran procedido a dar batidas para que aquella matanza continuara

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y al separamos nos expresaban el deseo que tenían de que /volviéramos pronto. Durante una de estas visitas a una choza recogí unos frutos del suelo, a la orilla del bosque, que por el aspecto de su envoltura y por su Interior creía fueran castañas; se las enseñé al doctor Daste para saber si eran comestibles o venenosos y me dijo que no eran el fruto sino la simiente de la fruta grande y carnosa de un arbusto que tiene la forma de una palmera que abunda en la reglón y que en botánica se conoce con el nombre de Phytelephas macrocarpa. Los monos y algunos otros anima­les salvajes comen la pulpa del fruto; en cuanto a las si­mientes que se llaman vulgai-mente nueces de corozo, desde años antes se mantiene con ellas un comercio activo pues constituyen lo que se llama el marfil vegetal del que en Eu­ropa y principalmente en París, se hace una serie de objetos de fantasía, entre otros, botones para los vestidos de las se­ñoras. Durante mi estancia en Bogotá conseguí infinidad de figuritas que los indios de Pasto fabrican de esas simien­tes, con gran habilidad y mucho antes de qué se hubiese pensado en exportarlas para los mercados europeos.

Los habitantes de las márgenes del Magdalena, que per­tenecen a diferentes razas de color, llevan vida Indepen­diente en un rincón de las selvas donde desmontan un te­rreno y aseguran su subsistencia sembrando maiz, plantando caña de azúcar, plátanos, naranjos y otras especies de ár­boles frutales. En su retiro, como no pueden esperar nin­guna ayuda de la sociedad, tienen que bastarse a sí mismos, cualquiera que sea el acontecimiento aflictivo que venga a a perturbar su vida. Sus cabanas hechas con bambúes y te­chadas con paja, están casi todas levantadas sobre cuatro postes que sostienen el único cuarto, donde por la noche se cobija la familia después de haber retirado la escalera que les sü-ve para subir hasta él. Este sistema de construcción ofrece la ventaja de que en las épocas en que el rio se des­borda, las aguas pasan debajo de la habitación y de que además la familia está al abrigo de los ataques de los tigres. El sotechado que forman los cuatro postes que sostienen ei piso de la habitación sirve dm-ante el día de cocina y di' punto de reunión; los muebles y utensilios del hogar, que están a tono con la rusticidad de la vivienda, son: unos es-

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cábeles, una o dos hamacas ordinarias, unas ollas de barro para cocer los alimentos, unas cuantas calabazas y conchas de tortuga, a gulsia de platos, un rodillo para triturar contra una piedra el maiz y las cañas de azúcar, que suministran las dos principales bebidas del país, la chicha y el guarapo y algunas veces también tienen un bastidor para tejer las esteras de junco. Lo primero que los ribereños ti'atan de conseguir es una hacha para cortar los árboles, un machete o especie de sable pequeño, una lanza, varias jabalinas, lazos para cazar y redes para pescar. En muchos sitios los ha­bitantes de los bosques, a falta de armas de fuego, emplean paira cazar cerbatanas hechas de tallos de caña cortados en­tre dos nudos de unos 6 a 8 pies de longitud. Según la clase de animal que caceía, le lanzan soplando en la cerbatana, unas flechas pequeñas o semillas duras del tamaño de un guisante o bolas de arcilla. Por este último sistema he con­seguido coger muchos pájaras que caían al suelo nada más que aturdidos, sin la menor herida. Las flechas que se em­plean para la caza de los grandes animales de pelo suelen tener la punta untada de curare, veneno preparado con la mezoJa del jugo del 'esbricno y del veneno de serpientes cu­yos efectos son fulminantes en cuanto penetra en el tejido isubcutáneo; no hay más que seguir el rastro ad animal para cogerle al cabo de algunos minutos.

Las familias de los ribereños del Magdalena diseminadas, se componen de un hombre, de su mujer y de sus hijos; he visto muy pocos viejos. Los hijos, que siempre suelen ser nu­merosos, se crían difícilmente debido tanto a la alimentación deficiente, como a las enfermedades que engendra la Insa­lubridad del clima y en muchos casos a las picaduras de los mosquitas o de los animales venenosos, accidentes que son tanto más frecuentes cuanto que asi los niños como las niñas andas desnudos hasta que llegan a la pubertad. Pero tampoco los jefes de familia se distinguen por la abundancia de ropa, que en las mujeres se reduce a un paño o falda cor­ta sujeta a la cintura y algunas veces a un chai que sos­tiene el pecho; los hombres no llevan más que un calzoncillo o paiatalón de algodón y cuando se visten de ceremonia sue­len ponerse una camisa de la misma tela. Lo que más gustó

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a las mujeres fueron nuestros pañuelos de seda, deseo que nos permitíamos satisfacer, regalándoselos.

Cuando estas gentes llegan a tener una vaca, un cerdo y una o dos docenas de gallinas, están verdaderamente en la opulencia. Los perros que ¡es acompañan cuando van de caza, les sirven también de guardianes.

He podido convencerme de la verdad de lo que muchos viajeros han contado acerca del desarrollo extraordinario de los sentidos de la vista y del oído de los habitantes de las reglones salvajes en las que existe la necesidad de discernir entre los múltiples gritos que interrumpen el silencio de aquellas soledades; los que revelan la presencia más o menos próxima de cada especie de animales Inofensivos o peligrosos, les hace estar sin cesar Interrogando los ruidos lejanos y los objetos ocultos en aquellos vastos horizontes. Durante nues­tra navegación a veces aparecía en la superficie de las aguas un punto que apenas podíamos distinguir, cuando ya los bogas nos decían que era una piragua y podían apreciar su tamaño- y contar los bateleros que la tripulaban, cuando al cabo de algún tlemix) empezábamos nosotros a distinguir la barca ellos ya habían reconocido aquellos de sus amigos que iban a bordo, los llamaban por sus nombres preguntán­doles por su salud y por las Incidencias del viaje; en cuanto a las contestaciones, que debían oír puesto que replicaban, no las percibían nuestros oídos más que como sonidos con­fusos; nos admiraba tanto más que esos hombres pudieran reconocerse a semejantes distancias cuando, que como ya he dicho, iban casi desnudos y que las formas particulares de los cuerpos y de los rostros se distinguen mal por el color negro o broncíneo de la piel.

Desde que salimos de Mompox nuestra embarcación no andaba solo por el Impulso de las pértigas. Como navegá­bamos lo más pegados que podíamos a las orillas del río, para evitar las corrientes impetuosas del centro, una parte de la tripulación se servía del gancho de que estaban pro­vistas las pértigas para agarrarlo en las ramas de los árbo­les y tirando de ellas arrastraban el barco hacia adelante. Esta faena es tan fatigante como peligrosa, pues muchas veces los árboles se Inclinan de tal modo sobre el rio que no se puede pasar por debajo sin correr el riesgo de darse

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un golpe contra ellos; además no sólo se coi're el riesgo de hacer caer las serpientes que bajo el aspecto de bejucos es­tán suspendidas de las ramas cabeza abajo por la cola, sino turbar ios nidos que tienen en los ái'lxiles las avis­pas que al menor TUido que perciben se lanzan contra los hombres con tal furia y en tan crecido número, que si no se dispone de algo para cubrirse inmediatamente la cara y las manos, difícilmente se escapa uno de las picaduras que pro­ducen una inflamación muy dolorsa y mucha fiebre. Por esta razón nuestros bogas cuando navegábamos por debajo de los árboles maniobraban con mucha circunsiieccióny contra su costumbre guardaban el silencio más profundo; con esto, a pesar de todas las precauciones no siempre pudieron impe­dir que las avispas nos atacaran y que las serpientes caye­sen sobre el champán. Un dia cayó una cantidad tan grande de esos reptiles que los bogas no pudieron tirarles todos al agua con sus pértigas o matarles a machetazos como tenían por costumbre y dos o tres de ellos se escabulleron entre nuestros baúles y fardos sin esperanza de sacarlos de allí, y tuvimos que resignarnos, no .sin mucha aprensión a com­partir con ellos nuestra vivienda, dónde ya otros animales, casi tan temibles como éstos nos causaban hondas preocupa-clones; por ejemplo las arañas, los escorpiones y los ciem­piés, etc., todos ellos de tamaño monstruoso, colmaban la techumbre de bambúes.

Entre los miriápodos que por allí pululaban había unvi sobre todo que me inspiraba repugnancia espectral; eni. algo así como tm milpiés o cochinilla de unos 25 o 30 centí­metros de largo, de más de dos dedos de ancho y que tenía la parte superior y lateral de las articulaciones cubiertas de pelo; aunque parecía, por su estructuira pesado y lento, se movía con una agilidad extremada; su picadura se con ,̂ sldera si no mortal, por lo menos más peligi'osa que la del escorpión.

El bueno del doctor Daste procuraba tranquilizarnos dl-ciéndonos que llevaba en su fai-macla excelentes específicos para curarnos en caso de que uno de esos fastidiosos bichas nos picara o mordiera; pero debo confesar que por mi parte temblaíba ante la idea de tener que probar la eficacia de

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sus antídotos. Entre las numerosas plantas tropicales afa­madas por suministrar los contravenenos más activos, nos citaba el cedrón y el guaco; el primero es un arbusto que tiene la forma de una palmera pequeña que los botánicos clasifican en la familia de las simambáceas; su fruto es una especie de nuez mayor que un huevo de gallina de los giran-des, que contiene unas almendras o semillas famosas, no sin razón, por sus virtudes terapéuticas. A este respecto, me permito citar lo que dice un hombre eminente, el doc­tor Saffray, en su narración de un viaje que hizo después del mío a la Nueva Qi'anada.

"He tenido muchas ocasion,es de probar las virtudes alexi-fármacas del cedrón, después de haber constantado la pre­sencia de los incisivos venencsos en las serpieiítés que ha­blan causado la herida y sabiendo por experiencia que al­gunas de ellas ocasionaban la muerte a las pocas horas. Ninguna de las personas a quienes se lo administré a tiem­po, murió y su convalescencia fue i-eiatiavmente corta. Quise tsumbién cerciorarme de sus propiedades tónicas y febrífugas por las que ha adquirido fama en el pais. A ese respecto sólo he tenido que felicitanne de haberlo empleado para epi­demias de disentería. Y en el tratamiento de enfermedades escrofulosas y en el de la clorosis. Pero los resultados más notables los he obtenido como preventivo y para comba tu­las fiebres intermitentes nerviosas, verdadera plaga de las tierras cálidas. El cedrón es mucho más eficaz que la qui­nina; cura radicalmente y no causa ningún trastorno en el organismo. Para emplear ese remedio contra las mordedu­ras de las serpientes, se rallan cinco o seis semillas en una cucharada de aguardiente que se hace beber al enfermo, se espolvorea con las ralladuras un paño empapado en aguar­diente y se aplica sobre la herida y es muy raro que haiya necesidad de repetir el tratamiento".

El guaco es un bejuco que se llama así por imitación del grito de un pájaro al que, según dicen, la naturaleza le ha dotado del instinto de alimentarse de las hojas de esa plan­ta, siempre que le ha mordido alguna slerplente, de la que es enemigo declarado y a la que hace una guerra encarni-aada. El guaco parece que no sólo tiene, lo mismo que el

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cedrón, la propiedad de preservar al hombre y a los anima­les de los efectos terribles de las mordeduras de los reptiles venenosos, sino que además se le considera como muy in­dicado para curar los reumatismos agudos aplicando sobre las partes del cuerpo atacadas, cataplasmas de hojas de esa planta cocidas y tomando por la noche y por la mañana una o dos onzas de la decocción resultante. En la Nueva Gra­nada se llega hasta afirmar que el guaco aplicado de estas dos maneras es un remedio eficaz contra la hidrofobia, si se admúaistra en el acto de haber sido mordido por un animal hidrófobo.

Sentí mucho cuando escribí lo que precede y especialmente después de haberme enterado de los experlmntos hchos por el doctor Saffray, que no se hubieran hecho en Europa estu­dios más detenidos que los realizados hasta ahora acerca del cedrón y del guaco; pero hace poco tuve la satisfacción de enterarme por el artículo de un periódico que se había fie-cldldo ensayar la aclimatación de esas dos plantas en Francia y en Argelia y que los experimentos científicos llevados a cabo en él Jardín ejqperimental de (París habían oonlpr-mado plenarweinte las varias propiedades curativas que se leií atribuían en América.

Las noches de los días, 21 22 y 23 de diciembre, al iguil que las de los anteriores, las pasamos en unos bancos de arena. Antes de colocar las tiendas de campaña teníamos que desailojar a los caimanes que a veces se congregaban en ellos en número de treinta a cuarenta. Nos dimos cuenta de que para desembarazarnos de ellos no era necesario disparar, ya que al solo ruido de nuestras voces se volvían al agua. A fuerza de ver tantos, llegamos a conocer perfectamente su manera de moverse y les teníamos tan poco miedo fuera del agua que nos atrevíamos como diversión, cuando alguno de ellos se empeñaba en quedarse en tierra, a acercarnos por detrás y a perseguirles dándoles palos en la cola. Es curioso ver a esos animales repugnantes extendidos en la arena, calentándose al sol y con la enorme boca "abierta enseñando dos hileras de dientes formidables, boca que de vez en cuan­do cierran para atrapar las moscas que atraen las partes carnosas de la mandíbula inferior y el clor a almizJcle que emana de su respU'ación. La iimiovilidad de esos animales

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y la insensibilidad de su piel llena de escamas son tales que con mucha frecuencia se les ve cubiertos de aves acuáticas que se posan en ellos como si fueran troncos. 'EH tamaño corriente de esos animales varía entre 10 y 15 pies de largo; se dice que algunos alcanzan y hasta pasan de 20 pies. 'El caimán es tan torpe y tan lento para moverse cuando está en tierra, que nunca suele atacar al hombre a menos de sorprenderle dormido; pero en cambio en el agua, que es su verdadero elem.ento, es de una ferocidad y tiene un atre­vimiento que le hacen temible para las personas que cometen la impi-udencla de bañarse donde los haya y para los ani­males que van a beber; escondido en el lodo espera sin mo­verse a que llegue su presa, si se trata de un buey o de un caballo, les coje por las patas y los arrastra a su guarida para devorarlos después de ahogados. El caimán que ha probado una vez la carne humana suele ponerse al acecho en las inmediaciones de las cabanas y algunas veces sor­prende y se lleva a los niños.

Durante nuestras paradas nocturnas en los- bancos de arena, en cuanto los caimanes hablan huido y las tiendas quedaban dispuestas, algunos bogas, mientras otros prepa­raban la comida, se ponían a buscar huevos d¡e tortuga, a los que son muy aficionados y con razón pues con ellos se hacen unas tortillas deliciosas. Esos huevos más pequeños que los de gallina, en lugar de cascara dura, están prote­gidos por una película que aunque cede a la presión del dedo, es lo suficientemente resistente para no romperse si el huevo se cae al suelo. Suele ser generalmente de noche, cuando las tortugas salen del agua y ponen sus huevos en unos agujeros que hacen en la arena de las playas, dejando al sol el cuidado de empollarlos, función que dura de tres a cuatro días. El número de éstos varía de veinte a sesen­ta. Después de haber puesto los huevos las tortugas los cu­bren de arena laJisando el sitio pai'a disimular las nidada, pero los bogas saben perfectamente dónde están porque el suelo ofrece menos resistencia al poner el pie encima.

El banco de ai-ena donde pasamos la noche del día 23, formaba, como ya otra vez había sucedido, una península rodeada de bosques y durante toda la noche estuvimos oyen­do los rugidos de los tigres bastante cerca de nosotros, pero

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como estábamos seguros de que las h<^ueras de nuestro cam­pamento, que para más seguridad avivamos, bastarían por sí solas pa<ra mantenerios a distancia, no tuvimos el menor in­conveniente en acostarnos a la hora de costumbre bajo nues­tros toldos. Estábamos todos profundamente dormidos, cuan­do de repente un tropel de grandes animales que corrían en fila vino a pasar por encima de mí, derribando el mos­quitero; a los gritos de alarma, mis compañeros se levanta­ron casi al mismo tiempo; no ocultaré que en los primeros momentos, creyendo que se trataba de tigres, el susto que me llevé fue mayúsculo. En resumidas cuentas no tenia yo la menor herida y los bogas no tardaron en descubrir por las huellas que los animales causantes de nuestro sobresalto eran una piara de cerdos montaraces o pécaris; este inciden­te aunque sin graves consecuencias, me demostró los peligros que corría al dormir como venía haciéndolo desde Mompox, sobre una estera y me prometí a mi mismo utilizar para acostarme solamente la hamaca, a pesar del poco atractivo que para mi tenia ese artefacto.

Como el 24 de diciembre nos encontramos por la mañana frente a un pueblo llamado Rio Viejo, no pudimos evitar que los bogas se detuviesen allí para celebrar la Navidad; aun­que ya des\;artábamos la posibilidad de que a consecuencia de sus diversiones y sobre todo de sus libaciones nos costaría mucho trabajo reunirlos al día siguiente para continuar nuestro viaje, estábamos muy lejos de pensar que mi inci­dente, mucho más desagradable, nos obUgaría a prolongar ailll nuestra estada. La aldea, constituida por dos hileras de cabanas, estaba emplazada entre el río y la selva; como no quisimos albergarnos en semejantes antros atestados de gente y en lc« que además siempre se corre el riesgo de llenarse de piojos, resolvimos acampar al aire Ubre como veníamos haciéndolo en las playas; al efecto escogimos un sitio despejado próximo a los bosques, y no lejos tarnpoco del li^ar donde nuestra barca estaba amarrada. A bordo de ésta se quedó el señor Daste para; montar la guardia en ausencia de los bogas que habían saltado a tierra.

Dormíamos profundamente, cuando hacia la una de la ma­drugada, los mosquiteros que nos cobijaban, cuyas cuerdas habían sido cortadas, se vinieron abajo juntamente con las

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hamacas quedando enredados en ellas como los peces en la red, todo ello unido a un ruido Infernal producido por los instrumentos más dieordantes. En cuanto pudimos desenre­darnos de nuestras trabas, si hubiéramos estado más se­renos hubiéramos podido ver que los alborotadores y mur-gulstas en número de unos veinte no eran más que unos bromistas de mal gusto que habían querido divertirse a costa nuestra; pero los obreros que venían con nosotros, que no entendían de bromas y que se creyeron victimas de un In­tento de asesinato se lanzaron con la mayor violencia sobre los Indios; éstos al retirarse ante esta brusca acometida se vieron detenidos poi- la empalizada de un huerto que les cortaba la retirada y arrancando rápidamente las estacas, se sirvieron de ellas para defenderse y atacarnos a su 'vez; por mi parte pude defenderme de sus estacazos haciendo el molinete con un gan'ote de que felizmente iba provisto; pero dos de mis compañeras no tuvieron la misma suerte y hu­biéramos sin duda alguna acabado por ser apaleados todos, si no nos hubiera llegado un refuerzo; el señor Daste que desde el champán había oído el alboroto y que se dio cuenta de que algún peligro nos amenazaba, vino coi-riendo trayendo consigo dos escopetas; al ver esas armas nuestros atacantes se dispersaros y desaparecieren, unos volviéndose al pueblo y otros internándose por los senderos en la selva.

En el tumulto el señor Víncendon se cayó en un foso y sufrió í.gunas contusiones; pero lo más grave, fue que en el campo de batalla quedó inanimado n-aestro maestro carpin­tero con el cráneo fracturado por un estacazo. Después de prestar a este desgraciado los primeros auxilios y de haberlo trasladado al champán, los señores Daste y Víncendon que estaban exasperados se dejaron llevar por el deseo de ven­garse y volvieron a tierra para emboscarse con sus escopetas a la entrada de los caminos de la selva y que los indios que habían buscado refugio en ella saliesen; en efecto, al ama­necer dispararon sobre dos de éstos que sin recelar de aque­lla emboscada abandonaron sus escondjrijos para regresar al pueblo. Felizmente las escopet'as estaban cargadas sólo con

mostacilla. Realizado este acto de represalia, consideramos prudente continuar el viaje en seguida; pero esto no fue

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posible en pi-imer lugar porque los bogas no habían vuelto a bordo y además porque casi todo el pueblo se había reunido y con un alguacil a la cal>eza vinieron a intimarnos la orden de desembarcar para responder de nuestra conducta ante las autoridades locales. No era posible oponer resistencia; y es­coltados por la multitud en actitud amenazadora nos diri­gimos a casa del alcaide; éste estaba sentado delante de una mesa en compañía de otros tres indios, de loí que dos parecían actuar como asesores y el tercero de secretario, de modo que estaban constituidos en verdadero tribunal. Debo reconocer que el alcalde nos Inteii'ogó con una cortesía y una ecuanimidad que no esperábamos. A los diez minutos de explicaciones el asunto quedó perfectamente esclarecido; era evidente que los Individuos del pueblo que habían inte-ii'umpido en forma tan bi-utal y descomedida nuestro sueño, al despertarnos sobresaltados, los habíamos tomado por unos asesines, y no eran más que unos infelices que habiendo ce­nado después de la misa de gallo y un poco excitados por las libaciones, no hablan tenido otro prepósito que el divertirse dándonos una broma y que si luego se habían entregado a actos de hostilidad contra nasotros fue sólo para defenderse, cosa muy natural, cuando los obreros se lanzaron sobre ellos y les pegaron.

En definitiva el alcalde, después de conferenciar con sus asesores, declaró muy atinadamente que las desgracias que de un lado y de otro habla que lamentar eran consecuencia de culpas recíprocas; que por lo tanto no se podía Inculpar a ninguna de las partes; que los daños quedaban compesadas, reservando el derecho a las partes de acudir en alzada ante la audiencia provincial a la que remitiría los autos. Acep­tado por nuestra parte el fallo, no dimos curso ulterior al asunto y no volvimos a oír hablar de él.

Aunque hubiéramos podido mai-chamos de Rio Viejo sin demora, decidimos sin embai-go aplazar nuestra marcha, por que el señor Daste no quería emprender el v'laje antes de saber a qué atenerse sobre las consecuencias más o menos funestas que tendría dentro de veinticuatro o de cuarenta y ocho horas la tremenda herida del maestro carpintero; por otra parte, su conciencia de hombre honrado le reprochaba el acto Je represalias a que en un momento de sobreexcitación

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se habían entregado él y el señor Víncendon sobre dos de los Indios y no quería marcharse antes de dejarIo.s curados; asistió pues, a los tres heridas con Idéntica .solicitud. Fui con él, en la primera visita que hizo a los dos indios, cuyo estado nos dijeron que ara muy alarmante y que estaban

rodeados de los miembros de su familia tan desconsolados como si en efecto los heridos estuviesen realmente en estado desesperado; pero sus heridas eran insignificantes pues los pe¡xligones que le habían alcanzado no habían penetrado más allá de la piel y la carne y para eso en las partes más car­nosas del cuerpo, de modo que el doctor Daste no tuvo que hacer más que extraerlos y recetar unas lociones para que al cabo de dos días los pretendidos moribundos estuviesen en pie y h'asta es posible que no sintiesen lo más mínimo lo sucedido, cuando antes de marcharnos les dimos a cada uno unas piastras a título de consuelo.

En cuanto al maestro carpintero, después de haber estado veinticuatro o treinta y seis horas entre la vida y la muerte, gracias a su robusta constitución, empezaron a presentarse síntomas tranq úlizadores y Mr. Daste estimó que estando constantemente atendido el herido, podría restablecerse lo mismo a bordo del champán que prolonigando nuestra estada en Río Viejo, de modo que en la tarde del día 27 de diciem­bre salimos de ese pueblo para no detenemos más que por la noche en una playa del río.

No bien habíamos empezado a levantar las tiendas cuando dos grandes champanes tripulados cada uno por veinticinco bogas vinieron a detenerse al costado del nuestro; iban en ellos unos cuatrocientos soldados que venían de Cartagena y subían a toda prisa el Magdalena para ir a Bogotá donde Bolívar reunía fuerzas para acudir en socorro de las pro­vincias del Ecuador, invadidas por un ejército peruano a las órdenes del general La Mar.

No nos agradaba mucho tener que pasar la noche con estos nuevos huéspedes, pues el soldado colombiano que se reclu-taba entre las capas bajas del pueblo, no tenía fama de ser muy disciplinado y temíamos que, dada su aversión a los extranjeros, nos molestasen y sobre todo que cayesen sobre nuestros víveres; pero afortunadamente el destacamento es­taba mandado por un mayor Inglés muy amigo de los se-

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ñores Daste y Víncendon que por esa parte estaba tan en­cantado como éstos por la suya, de encontrarse, y consti­tuyó para nosotros una salvaguardia contra toda vejación. Lejos pues de estar Inquietos, pasamos una buena parte de la noche muy agradablemente pues el mayor reunió su co­mida a la nuestra, resultando un festín casi suntuoso, ame­nizado además i>or las ocurrencias que ©I vino Inspira".

A pesar de las picaduras Intolerables de los mosquitos ex­perimentamos ese bienestar, que sólo el viajero puede com­prender, que da el encontrai-se en medio del desierto en agradable compañía con la copa en la mano hablando de las patrias lejanas y oyendo en lugar de los ruidos clásicos de todas las ciudades, el mmmullo de los árboles de la selva, el ruido de la corriente del río, los rugidos de los tigi-es, los gritos de los monos, los gi-aznidos roncos de las aves de rapiña y hasta el vernos rodeados de centenares de hombres, negros o mulatos cuyas fisonomías adustas, alumbradas por la claridad de las hogueras, armonizaban tan perfectamente con lo agreste del lugar.

Los bogas que integraban la tripulación de los champanes en que los soldados subían cl Magdalena, ya se supondrá que no se habían em-olado voluntariamente, sino a la fuer­za. El servicio para ellos era tanto más penoso, cuanto que durante todo el viaje no se les dejaba saltar a tierra en nin­gún lugar habitado y además, sin tener para nada en cuenta el cansancio, se les obligaba a tiraba jar no sólo durantie el día sino gran parte de la noche, cuando la luna alumbraba lo bastante para que se pudiese navegar. Esos pobres hombres llegaban pues extenuados al sitio en que se les dejaba des­cansar un poco; pero como había el temor de que aun a riesgo de verse devorados por los caimanes o los tigres tra­tasen de escapar, arrojándose al río o huyendo a los bosques, en cuanto se llegaba a los lugares de parada se les acorralaba como borregos entre una doble fila de centinelas que tenían orden de disparar contra todo el que Intentara -escapar.

Al día siguiente, los dos champanes se pusieron en camino una hora antes que el nuéstoo; cuando al ponernos en mar­cha, atravesamos la parte del banco de arena donde habían parado las tropas advertimos tres montículos de arena coro­nados cada uno de ellos por una crucecita de madera, que

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Indicaba que allí se habían enterrado soldadas o bogas que habían muerto durante la noche sin que nosotros nos hubié­semos enterado; espectáculo entristecedor que tendríamos to­davía que contemplar los días siguientes en las playas dondt esas tropas habrían de precedernos.

Al cabo de una hora de navegación, pasamos por delante del puebluco de Morales, situado en una isla que tendría unas 7 leguas de largo a la que da eu nombre, y en la que habla campos cultivados sombreados por muchos cocoteros, naranjos, bananos y palmas de las que se extrae una especie de vino; poco después veíamos a nuestra derecha los primeros eslabones de la Cordillera Central que empiezan a elevarse en el cantón de Simití, situado al sur de la prcylncia de Mompox. ,

Antes del anochecer del día 28 de diciembre, llegamos a otro pueblo llamado Badillo en donde los bogas querían obli­gamos a detenernos; sólo gracias a una distribución suple-mentarla de cigarros, aguardiente y algunas monedas, logra­mos convencerles de que siguiéramos río arriba hasta llegar a un banco de arena para pasar la noche. Según íbamos avanzando en nuestra navegación la corriente del rio iba siendo más rápida, a medida que su cauce se estrechaba y que las orillas iban siendo menos bajas; al siguiísite día franqueamos no sin dificultad el sitio denominado Bocas del Rosarlo donde el río se estrecha mucho entre dos promon­torios.

Lwsde que las orillas se Iban elevando y por lo tanto que­dando el terreno más protegido contra las inundaciones, ad— veitlmos que las huellas del trabajo humano alrededor de la.'i viviendas eran más frecuentes.

Gracias a los vapores que se destacaban en las montañas a las que ya nos íbamos aproximando, hacía menos calor pai­las noches, pero las tormentas que estallaban regularmente durante ellas, interrumpían nuestco sueño en las playas, esta­llaban tan súbitamente y con tanta violencia, que a pesar de que no estuviésemos acampados lejos del champán, nunca podíamos refugiarnos en él, antes de estar calados hasta los huesos entonces era cuando los masqultos también se me­tían al mismo tiempo que nosotros y nos martirizaban tanto

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más cuanto que ya no teníamos para defendernos de sus ataques la protección de los mosquiteros.

Algunas veces el •viento impetuoso que precedía a la tormen-nos traía nuiles tan espesas de mosquitos, que casi obscure­cían el aire y esos insectos se nos venían encima en tal número, que nos cegaban y no podíamos respirar sin ti-agar-nos unos cuantos. En cuanto a los bogas que yendo comple­tamente desnudos tenían todo el cuerpo expuesto a sus aco­metidas sólo poseían el recurso de enterrarse en la arena y e.sperai- allí a que pasaran estos batallones alados.

En las tardes de los días 29 y 30 de diciembre, encontramos en las Islas donde nos detuvimos, nuevos túmulos que, cada vez más numerosos, nos Indicaban el diario aumento de la mortandad en las tropas que nos precedían; algunas de esas tumbas estaban en un estado tal que no se podía poner en duda que los caimanes y otras alimañas no hubiesen des­enterrado y dtevorado los cadáveres.

El 31 de diciembre llegamos muy de mañana frente al pue­blo de San Pablo y como quisiéramos seguir adelante, nues­tros bogas nos hicieron quedarnos en él todo el día sin hacer caso de las pi-omesas de darles nuevas muestras de llberalidr.d si consentían en seguir adelante.

Al recorrer el pueblo advertimos en uno de sus extremos un cobertizo en el que acampamos mediante exigua remune ración que pidió el dueño.

La entradít del año nuevo no se celebra en América del Sur con la misma alegría bulliciosa que el día de Navidad; sin embargo, para evitar otra alborada como la que nos dieron en Río Viejo no nos acostamos antes de la media noche, aunque casi no nos dimos cuenta de ello porque re­trasamos la hora de la cena y ésta se prolongó alegremente constituyendo el tema principal de la conversación el con­traste que ofrecía la situación en que nos encontrábamos, comparada con las actividades que hubiéramos desplegado en ese mismo día formando parte de la muchedumbre que bajo un cíelo gris y sembrío, con lluvia o con nieve, va y viene apresuradamente para hacer las visitas de año nuevo expresando las felicitaciones más o menos sinceras que son del caso y haciendo regalos a veces con la misma mala gana con que suelen ser agradecidos.

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S.n embirgo, en nuestras peroratas un poco escéplicas e irónicas apuntaba un jxico la melancolía del fondo de nues­tras almas, al pensar en nuestras familias, que inquietas se hablan quedado allá y a las que no dejamos de dedicar re­cuerdos enternecidos.

Eramos nosotros talvez los únicos en todo el pueblo que estábamos en vela, cuando de repente oímos resonar por todas partes rugidos de fieras y ladridos de perros, y vimos salir apresuradamente de todas las casas a los Indios arma­dos con lanzas y escopetas y reunirse en medio del mayor tumulto; sin saber de qué se trataba, cogimos nuestras armas,

pero en seguida nos enteramos de que los indios se disponían a perseguir a los tigres cuya presencia en el pueblo hablan anunciado los perros ccn sus ladridos y que desde hacía varías noches bajaban al pueblo para devorar a los animales domésticcB. Nos unimos a los indios para ayudarles en caso

de necesidad; apenas habíamos salido corriendo del pueblo, cuando vimos a dos tigres que asustados por los disparos huían en dirección a la selva; uno de ellos, que Iba un poco más despacio, dejó caer algo bastante voluminoso que lle­vaba en la boca y al aproximarnos vimos que eran los restos de un cerdo que habla empezado a devorar en el pu^ lo .

Estas Incursiones de los tigres son muy frecuentes en todos los poblados situados en las márgenes del Magdalena. I.0S habitantes diespMegjan tanta habilidad como audacjia para defenderse de los ataques de esos temibiles animales y hasta para atacarles sin tener otras armas que una lanza o un machete. No toman más precaución que la de enrollar la ruana alrededor del brazo con que empuñan la lanza, pue« e.s el que está más expuesto a recibir los zarpazos del tigre cuando se lanza sobre ellos; cuando el animal se ensarta, le destripan o le cortan las patas de un tajo asestado con el machete que llevan en la otra mano. Claro que no siempre el indio sale sin heridas graves en esa lucha; he visto más de uno a quien su temeridad le había costado la pérdida de un miembro.

El día IP de enero, salimos de San Pablo y navegamos hasta el día 7 sin detenemos durante las noches más que en los bancos de arena; algunos de éstos seguían ofreciéndonos señales de numerosas tumbas reveladoras del paso de las tro-

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pas que nos encontramos días anteriores. No se crea que la mortandad que las diezmaba fuese algo excepcional; era frecuente cuando, antes de que hubiese barcos de vapor, los soldados tenía que transportase hacinados en los cham­panes. Se puede calcular que por lo menos la cuarta parte dfi sus eíectivos perece víctima de las enfei-medades de las treinta o cuarenta días que dura la navegación desde La Costa hasta Honda.

El día 7 de enero, a nuestra izquierda apareció hacia las nueve de la mañana el pueblo de San Bartolomeo y no pudi­mos impedir que los bogas se detuvieran en él, detención que se prolongó hasta el día siguiente. Por lo demás nuestra contrariedad no dejó de proporcionarnos alguna compensa­ción en el curso del día.

Un poco antes de la puesta del sol, los señores Daste, Víncendon y yo estábamos paseándonos con la escopeta al hombro a alguna distancia del pueblo cuando olmos en di-recición a la orilla del río ruidos extraños acompañados de gritos roncos que salían de un matorral cuyas ramas se mo­vían y crugían como sí la sacudióse un vendaval; al aproxi­mamos con precaución hasta ponemos a tiro, presenciamos un espectáculo impresionante: un tigre estaba luchando con un caimán al que sin duda atacó sorpresivamente fuera del agua. EU caimán, echado de espaldas, hacía esfuerzos para dar la vuedtía, mientras el tigre le desgarraba el vientre a zarpazos y a dentelladas, sacándole los intestinos. El tigre no parecía estar hteririo ni darse cuenta de nuestra presen­cia que habíamos tratado de disimuJar pasando sin ruido por detrás de las malezas; nos pareció, pues, el momento pro­picio para tratar de matarle, y disparamos tres veces; los saltos prodigiosos que dio acompañados de rugidos nos per­suadieron de que estaba herido pero no lo bastante para dejarnos sus piel como trofeo y no tardó en adentrarse en la selva. Después de haber cargado de nuevo las escopetas en previsión de que pudiíra atacamos, nos adelantamos hasta el lugar del drama donde encontramos al caimán, siempre de espaldas, en medio de un charco de sangre y de las vis­ceras esparcidas por el suelo que exhalaban un olor a al­mizcle muy pronunciado; todavía movía de vez en cuando

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las patas y la cola pero el señor Daste, perito en la materia no tuvo necesidad de tomarle el pulso para declarar que estaba en la agonía, la cual se abrevió descerrajándole un tiro en el sitio en que se presume debía estar el corazón. El anlnual medía unos 13 o 14 píes de largo; la cabeza era tan magnífica que el señor Daste decidió cortarla y conser­varla en recuerdo de este encuentro. En efecto al día si­guiente, acompañado por un indio volvió para desarticularla con sus instrumentos de cirugía y la hizo llevar al champán, donde, entre paréntesis nos apestó de tal manera que tuvo que renunciai- a conservfarla, y ni siquiera a disecarla, y acabó, aunque sintiéndolo mucho, por ofrecérsela al río.

Los días 8 y 9, antes de establecernos para pasar la noche en los bancos de arena, la navegación se hizo muy lenta y penosa debido tanto a la violencia de la corriente como a los numerosos bancos de piedras sobre los cuales nuestra em­barcación no podía pasar más que rozando con el fondo; fue al doblar el promontorio de Remolino Grande, cuando tuvimos que luchar contra estos escollos.

El día 10, a poco de haber pasado por delante de la alde-huela de Garrapata, nos encontramos coia un obstáculo má-s serlo que los precedentes, en un sitio denominado Angastm-a donde el río se estrecha más todavía que en los otros, entre dos rocas altas y en el que las aguas se precipitan con una violencia extrema alcanzando una velocidad de 8" a 9' 'millas por hora. (1) Mientras unos bogas, empujaban con las pér­tigas otros, que habían ido a nado hasta la orilla, tiraban del champán ccn ayuda de cuei-das; empezábamos a doWar uno de esos salientes rocosos, cuando se rompieron las cüér-das y el champán, arrastrado por las aguas, empezó a dar vueltas en medio del río a riesgo de zozobrar o de estre­llarse contra la orilla. Ante el peligro todos los hombres há­biles que estábamos a bordo, empuñamas las pértigas, lo mismo que los bogas, y logramos, a costa de esfuerzos inau­ditos, restablecer la marcha normal del champán. Cuando alcanzamos el sitio donde había que intentar otra vez el paso de la Angostura, las cuerdas para halar lá embarcación

(1) Aguas abajo del pueblo de San Bartolomeo basta la entrada de la Ciénaga, la corríante del río en tiempo uoriual snele ser de 3 a 3 millas y media por hora.

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se pusieron dobles y acabamos por vencer las dificultades, pero nos costó dos o tres horas de esfuerzos para ganar la distancia perdida.

JEfete paso, cuando el río viene crecido, es tan peligroso que en tiempo de la dominación española había allí un pues­to con algunos hombres provistos de todo lo que se estimaba necesario para prestar ayuda a las embarcaciones.

Una hora después del paso de Angostura, llegábamos a Nare, ciudad pequeña de unos 2.000 habitantes, en su ma- C f yor parte negros y mestizos. Está situada en un altozano y ^ "Zj boquetamente adosada a uria colina cubierta de bosques; fc., „-; nos detuvimos allí y pasamos todo el dia 11; los terrenos CL.":; pantanosos de las inmediaciones hacen el clima malsano y propagan entre los habitantes las fiebres intermitentes; el p-inccntivo de los negocios retiene en ella a algunos negó- j ' clantes de raza blanca. Sü-ve de depósito para los cacaos del Magdalena y para las mercancías importadas del extranjero que van destinadas a la rica provincia de Antioquia, que las paga con cl producto de sus minas; en 1869 se estimaba la ,_. exportación a Europa en barras de oro y de plata en unos!! . 800.000 francos mensuales. ^! ,

Según la estación, se requieren de cinco a seis días para*" franquear las treinta leguas que hay de Nare a Medellín,j|^ capital del Estado de Antioquia, que es uno de los nueve en"^ que está dividida actualmente la Nueva Granada, desde que se ha constituido, hace algunos años, en la república de l o ^ Estados Unidos de Colombia. •^-

En la primera jornada se sube valiéndose de piraguas ej^ río impetuoso que Heva el nombre de la víUa de Nare I:, cuyas aguas serpentean entre los primeros contrafuertes d£::r la Cordillera Central de los Andes; al cabo de unas sietffj^.. u ocho horas de navegación, las embarcaciones se detlenefes---lante una casa que sirve de almacén, llamada la Bodega <^""' San Cristóbal, donde empieza el camino y donde se alquil^ff las muías para el resto del viaje. Se necesitan otras dos tres jornadas para escalar las montañas por caminos an­gostos y empinados que atraviesan regiones completamente desiertas, sin más refugios para pasar la noche que irnos co­bertizos sin paredes que en el país se denominan tambos. Sólo después de haber pasado una addehuela misera, llamada

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San Carlos, situada en una garganta profunda, siete leguas más lejos, ya en las altas mesetas, es cuando se llega suce­sivamente a las pequeñas ciudades de MarinUla y de Río Negro; luego, cuando a unas 4 o 5 leguas después de esta última, se ha alcanzado el punto cumínante de la Cordille­ra de Santa Elena (2.350 metros de altura) se desciende a un valle que tiene unas 10 leguas de largo por 5 de ancho, rodeado de montañas, en cuyo centro está emplazada l i ciu­dad de Medellín, que kcy tendrá algo más de 20.000 habi­tantes.

El valle de Medellíia, situado a 1.540 metros de altura so­bre el nivel del mar, es uno de los que en la Nueva Granada reputan por su fertilidad, salubridad y suavidad de su tem­peratura pi-imaveral. Esta se mantiene durante todo el año entre 199 y 259 centígrados, las flores se renuevan constan­temente y los árboles están siempre vei-des lo mismo que en las bajas planicies de la cuenca del Magdalena.

Cuando me detuve en Nare, a principios de 1829, los cami­nos entro esta ciudad y Medellín estaban todavía, a partir de lai Bodega de San Cristóbal, intransitables para los ca­ballos y las muías; sólo algún atrevido y robusto peatón podía aventurarse por ellos. Cómo son pocos los viajeros que tienen la salud y vigor físico necesarios para soportar por espacio de varios días el esfuerzo que requiere trepar por escaleras de roca, andar por ten-enos arcillosos y en­fangados, y vadear torrentes de aguas frías e impetuosas, los 'Viajeros se hacen llevar a cuestas por los indios en una silla sujeta a la espalda como los fardas que llevan nuestros mozos dIe cuerda. Sólo desde hace muy pedos 'años los primitivos senderos se han ensanchado de modo que per­mitan con más o menos facilidad el paso de muías. Por lo demás, en las otras regiones montañosas donde los cami­nos no se han mejorado no existe otro medio de transpor­te que el de hacerse llevar a cuestas; así se viaja de Bogo­tá a IPopayán por el Quindío, del que hablaré luego.

Después de salir de Nare nos detuvimos dos días en las playas del río, de las que Indefectiblemente las tormentas nos expulsaban en la segunda mitad de la noche.

El día 14 dejamos a nuestra derecha el rio La Miel, cu­yas aguas límpidas hacen, al desembocar, marcadísimo con­traste con las tui'bias y encenegadas del río Magdalena. El

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dia 15, a poco de haber pasado delante del pueblo de Bue­na Vista, percibimos a nuestra izquierda la desembocadura de otro río, el Río Negro, que sale de las montañas un poco más allá de la aldchuela de Guarumo que está en la ori­lla derecha de ila Cordillera Oriental.

A medida que avanzábamos, el trabajo de los bogas se Iba haciendo cada vez más duro, pues los amontonamientos de rocas en el lecho del río formaban a cada paso raudales, que se llaman chorros, que la embarcación sólo podía fran­quear, sujetándola con amairas. Para llevar a cabo esas manictrrs era menester que los bogas, como lo hicieron en el paso de Angostura, fuesen a nado hasta una de las ori­llas, y atasen en ella las cuerdais a los árboles o a alguna roe?.

'El día 17, llegamos a un punto a dos días de navegación de Honda, pero hablando con los bogas nos enteramos de que un hombre a pie podía Kegar andando a esa ciudad en cinco o seis horas; ante esa noticia y deseosos como está­bamos de acabar de una vez con esta manera de viajar que ya resultaba insoportable, los señores Daste, Víncendon y yo, decidimos abandonar el champán y al día siguií'nte, al amanecer, después de haber tomado una taza de chocoilate y de habernos provisto de una mana por si llovía, nos lan­zamos al campo. Pero no habíamos contado con las dlfl-ciíltades que presentaban los caminos, que unas veces des­aparecían casi en los pantanos, en los barrancos o entre zarzas de la peor especie y otras se perdían por completo en medio de esos obstáculos, y perdiéramos la dirección. Sólo cuando encentrábamos algún Indio de los pocos que hay en­cargados de la guarda de alguna propiedad podíamos rec­tificar el i'umbo y, eso cuando esas gentes querían darnos alguna indicación pues casi siempre nes tomaban por in­dividuos sospechosos o ipor merodeadores y no por pobres viajeros extraviados.

Anduvimos pues, no cinco o seis horas como habíamos pensado sino todo el día bajo los rayos ardientes del sol del que no podíamos preservamos un sólo instante, ya que la campiña que atravesábamos, salvo en los sitios en que ha­bía maíz iio era más que una inmensa sabana sin árboles; a veces teníamos que salir corriendo p3ra escapar de las acometidas de los toros y de los caballos salvajes que erra­ban por allí. En una palabra, estábamos agotados de can-

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sancio, los pies los teníamos o deshechos por la marcha forzada por un suelo pedregoso o heridos por las espinas que habían atravesado los zapatos y ya la noche, que en las regiones tropicales sucede al día casi sin crepúsculo, se venia encima con su obscuridad habitual que se acentuaba por la aglomeración de nubes espesas que arremolinándose al soplo del viento juntamente con el retumbar de los true­nos, nos anunciaban el estallido inmediato de la toi-menta.

Estábamos pues amenazados de pasar donde estábamos y resignarnos a esperar el dia en las condiciones más descon­soladoras. Cuando, como si la Providencia se hubiera apia­dado de nuestra situación, columbiamos en lontananza uní débil clariidad que parecía provenir de una casa; la espe­ranza de encontrar sin tardanza un asilo nos reanimó y emprendimos la caminata para llegar a aquel faro que lu­cía en medio del desierto; después de una hora de nuevos esfuerzos a través de matorrales y de zanjas llenas de ba­rro, en las que por no haberias visto nos caíamos a veces, llegamos a una choza que, al decir de una mujer que esta­ba en el umbral de la puerta, era la primera casa que había antes de llegar a Honda, que se hallaba a una legua de dis­tancia.

Mis dos compañeros, que se sentían todavía con fuerzas suficientes para andar lo que quedaba de camino, resolvie­ron seguir adelante; por mi parte, no pudiendo ya dar un paso, sin preocuparme de lo que podría reservarme aloja­miento tan misero, rogué a la buena mujer que nos estaba hablando que me albergara hasta el día siguiente, a lo que accedió de tan buen grado que no me hubiera causado más alegría si se hubiera tratado de hospedarme en un palacio.

La habitación donde entré, bastante cspacicsa y que creo que era la única que había en la choza, estaba débilmente iluminada por la luz de una especie de antorcha resinosa sujeta en la pared; era el resplandor de esa antorcha el que vislumbramos desde tan lejos gracias a que estaba co­locada precisamente frente a la puerta. El cuarto, por todo mobiliario tenía dos o tres taburetes y un banco tosco de madera sobre el cual me tendí cuan largo era, como si hu­biera sido el sofá más mullido. Después de pasar un buen rato en esa iiamovilidad que sigue a la fatiga excesiva pre­gunté a la dueña, que parecía ser la sola p>ersona que vi­viera en la choza, si no tendría algo que darme de comer;

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me dijo que no tenía más que dos o tres huevos que iba a cocer en seguida. En efecto me preparó y me sirvió en una cazuelita de barro una especie de pasta que recordaba un poco nuestras tortillas, y que comi sin pan y sin tenedor, porque la buena mujer no lo tenía, sino con cuchara de palo.

iLa comida se terminó con un trago de chicha bebido en la misma jarra; eran las diez de la noche poco más o me­nos: la mujer cerró la puerta y desapareció. Mientras do­blaba la ruana para que me sirviese de almohada en el ban­co en que iba a tratar de dormir, advertí por vez primera a los últimos resplandores de la antorcha que estaba extin­guiéndose, una hamaca que sujeta por los extremos atrave­saba la habitación a tan escasa altura por encima del banco que podía tocarla con la cabeza estando sentado en él; como esa cama aérea se movía como sí una persona hubiese es­tado acostada en ella supuse que m-l patrona se habría en­caramado allí y movido por un sentimiento de pudor que no tendría más mérito que el ser inspirado por su físico poco atrayente, me acosté con la caía vuelta hacia la pa­red. En los Intervalos de mi sueño que fue muy agitado ola palabras articuladas de modo extraño que yo atribuía a que la india debía estar soñando! Cuál no sería mí estupor cuan­do a los primeros destellos de la aurora vi sentado en la hamaca una especie de cstiueleto con el torso Heno de úlce­ras cuya cara no era más que una espantosa llaga supuran­te en la que apenas sí se distinguía el sitio de los ojos, de la nariz y de la boca, y que con sonidos guturales que no tenían nada de humano pedia socorro! Era un leproso cri el último período de la enfermedad, debajo de cuya hamaca habia pasado toda la noche, pero cuál no sería mi espanto al ver a la mujer, que acudió a los gritos de aquel espectro, traerle su pitanza matutina en la misma cazuela en que me sirvió los huevos algunas horas antes y al reconocer que la cuchara con que se metía la comida en la cavidad que hacía veces de boca era la misma con la que yo había comido.. . .! No había acabado de reponerme de la turba­ción en que ese espectáculo me habla sumido, cuando la mujer atribuyendo mi postración a la necesidad que podría tener de comer de nuevo ofreció darme mía segunda edi­ción del pisto de la noche anterior a modo de desayuno, en cuanto su marido hubiese acabado de comer el suyo. Al oír

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esas palabras que despertaron de nuevo en mí el espanto y que me hicieron saltar como movido por un resorte, cogí convulsivamente la ruana, única Impedimenta que llevaba, y me lancé fuera de la casa sin olvidarme de poner en la mano de la buena mujer, estupefacta, algunas monedas en recompensa del asilo que me diera bajo su techo y con ob­jeto de que durante algún tiempo pudiera atenuar en algo su neiiseria.

Empezaba a caminar en dirección a Honda, que se veía ya en lontananza cuando me abordó un jinete que traía por la brida otro caballo ensillado y comprendiendo por mi ves­timenta que era extranjero me preguntó cómo me llamaba y me explicó que venía en busca mía por orden del gober-(hador de la ciudad a quien mis compañeros de viaje ha­bían referido el estado de agotamiento en que me habían dejado en el camino y que tenía orden de conducirme a casa dtl geternadcr tícnde teníix prepafado alojan-ciento. En vista de ello no tuve ningún reparo en montar el caballo que me ofrecían y al cabo de unos veinte minutos de galope me apeaba con mi guía delante de la casa del gobernador; este personaje vino Inmediatamente a mí; tendióme amisto­samente la mano y después del rápido cambio habitual de fra.ses de cortesía, me llevó a su casa y me Instaló en una habitación an-eglada con mucho gusto, donde encontré no Eólo iQS cbjetos necesarios para el aseo de la persona sino toda una serie de prendas de vestir completamente nuevas y adecuadas a los climas cálidos, ropas que desde luego vinieron muy a tiempo, visto el estado de mi indumento y en espera de mi equipaje, que ,se quedó a bordo del cham­pán, y que no debía llegar sino después de dos días. Al ca­bo de una hora, tiempo que empleé en asearme y vestirme Con alguna elegancia, gracias a la ropa que se puso a mi disposición, un criado me anunció que cl almuerzo estaba servido.

Crucé el salón que separaba mi cuarto del comedor don­de encontré al gobernador con una señora que era su esposa, a la que ful presentado.

Una vez sentados a la mesa empecé como es natural ex­presando a mis huéspedes, cosa que no pude haber hecho antes, mi profundo agradecimiento por su amabilísima aco­gida. Me dijeron entonees que antes de que mis dos com­pañeros de viaje los señores Das'.e y Víncendon les hubie-

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ran hablado de mí en los términos más elogiosos, ya sen­tían por mí una profunda estimación y hasta amistad por las calurosas recomjendaciones que en mi obsequio les ha­bían hecho amigos suyos de Bogotá, anunciándoles mi próxi­ma llegada a Honda, manifestándome, con exquisita amabi­lidad que, aun a riesgo de forzar un poco mis proyectos y deseos, contaban con tenerme en su casa todo el tiempo que hubiese de permanecer en la ciudad. Debo confesar que no me costó mucho acceder a tan amable requerimiento.

El Gobernador, señor Borrero, hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años ¡aertenecía a una de las familias españolas más distinguidas y adineradas de Colombia; todos (ms modales revelaban una educación exquisita y era ade­más muty cul'io; su señora que podía tener unos ti'einta y cinco a cuarenta años también se distinguía por su gran bondad y por su exquisita amabilidad; por la gente que recibían pude darme cuenta de que gozaban de gran consi­deración y estima.